Título: Clásicos de Ciencia Ficción - núm. 11
• El Monstruo de Metal
(Versión gratuita en español. Prohibida su venta.)
Traducción y edición: Artifacs.
Ebook publicado en noviembre de 2021 en Artifacs Libros
Obra Original de Abraham Merrit con Copyright en el Dominio Público.
The Metal Monster (©1930)
Texto en inglés publicado en Proyecto Gutenberg el 12 de octubre de 2009
Texto en inglés revisado y producido por Judy Boss, y David Widger y el Online Distributed Proofreading Team.
Clásicos de Ciencia Ficción - num. 11 se publica bajo Licencia CC-BY-NC-SA 4.0 https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/legalcode.es
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Abraham Merritt nace el 20 de enero de 1884 en Beverly, New Jersey.
A los diez años su familia se muda al sur de Philadelphia.
Comienza a estudiar Derecho en la Universidad de Pennsilvania, pero se ve obligado a abandonar la carrera por problemas económicos.
En 1903 comienza a trabajar de periodista en el The Philadelphia Inquirer. Debido a este empleo, toma contacto con profesores e investigadores, a raíz de lo cual se familiariza con el método científico. Sin embargo, hay que tener en cuenta que buena parte de la "ciencia" de principios del siglo XX no sería considerada tal hoy en día. Así se explica que en su biblioteca se encontraran libros de ocultismo y que cultivara en su jardín plantas relacionadas con la brujería.
A causa de un oscuro asunto con implicaciones políticas, es "invitado" a abandonar el país, oportunidad que aprovecha para realizar trabajos arqueológicos en Yucatán. Este trabajo tendrá influencias en su obra, dotándola de un cierto "toque arqueológico".
En 1905 regresa al Philadelphia Inquirer y es ascendido a redactor jefe. Posteriormente trabaja como corresponsal del suplemento dominical del grupo Hearst, trabajo que abandona en 1912 para ir a Nueva York, donde le han ofrecido un puesto en el American Weekly.
En noviembre de 1917 publica su primera historia, Through the Dragon Glass (A través del dragón de cristal) en el All-Story Weekly.
Durante la década de 1920 y 1930 escribiría un buen número de historias, siendo un escritor de notable éxito.
Los nueve últimos años antes de morir no escribiría historias nuevas, dedicándose a reescribir y modificar las historias que había escrito con anterioridad.
Murió el 21 de agosto de 1943 en Florida.
La obra de Merrit es notable por sus descripciones sobre razas míticas y perdidas. Su estilo fue de gran influencia en autores que llegaron a ser posteriormente maestros en el género de la fantasía, como Jack Williamson.
Junto a autores como Edgar Rice Burroughs o H.P. Lovecraft configuraría una tendencia en los inicios de la ciencia ficción, diferente de la marcada por Verne o H.G. Wells y que posteriormente desenbocaría en el género de Space Opera.
Su influencia sería tal que su nombre dio título a una revista, A Merritt's Fantasy Magazine, cuyo primer número apareció en diciembre de 1949.
Si bien fue incluido en el Salón de la fama de la ciencia ficción y fantasía, su temática y estilo se aleja de la ciencia ficción para adentrarse más en la fantasía exótica y el terror.
• A través del dragón de cristal (1917)
• Los habitantes del pozo (1917)
• Tres líneas de viejo francés (1919)
• El estanque de la Luna (1919)
• La Nave de Ishtar (1926)
• La mujer del bosque (1928)
• Las siete huellas de Satán (1928)
• ¡Arde, bruja, arde! (1932)
• Los desafíos del más allá (1935)
• ¡Arrástrate, sombra, arrástrate! (1943)
1999: Incluido en el Salón de la Fama de la ciencia ficción.
Fuente: Wikipedia.
Antes de que la narración que sigue fuese puesta en mis manos, nunca había visto al Dr. Walter T. Goodwin, su autor.
Cuando la Asociación Internacional de Ciencias me entregó el manuscrito que revela sus aventuras entre las prehistóricas ruinas de Nan-Matal (La Fuente Lunar) en las Carolinas para que yo lo editara y lo revisara a fin de cumplir con los requisitos de una presentación popular, el Dr. Goodwin había dejado América. Él había explicado que seguía demasiado conmovido, demasiado deprimido, para poder recordar experiencias que inevitablemente debían llevar consigo renovados recuerdos de aquellos a quienes amaba tan bien y de quienes, sentía él, estaba separado con toda probabilidad para siempre.
Yo tenía entendido que había ido a alguna parte remota de Asia para realizar ciertos estudios botánicos y, por tanto, fue con la más viva sorpresa e interés que recibí una citación del presidente de la Asociación para encontrarme con el Dr. Goodwin en un lugar y hora designados.
A través de mi detenido estudio de los artículos de La Fuente Lunar, me había formado una imagen mental de su escritor. También había leído esos volúmenes de investigación botánica que lo habían colocado muy por encima de todos los demás científicos estadounidenses en este campo, deduciendo de su curiosa mezcla de observaciones extremadamente técnicas y descripciones minuciosamente precisas, aunque extraordinariamente poéticas, pistas para ampliar mi imagen de él. Me complació descubrir que había dibujado una bastante buena.
El hombre que me presentó el presidente de la Asociación era robusto, bien formado, un poco por debajo de la media. Tenía una frente ancha, pero lo bastante baja para que me recordara un poco al difunto mago eléctrico Steinmetz. Bajo unas cejas negras lisas brillaban unos ojos color avellana claro, bondadosos, astutos, un poco melancólicos, ligeramente humorísticos; los ojos tanto de un creador como de un soñador.
No más de cuarenta años juzgué que tenía. Una barba puntiaguda y muy recortada no ocultaba la barbilla firme y la boca bien perfilada. Su cabello era espeso y negro y extrañamente salpicado de blanco: con pequeñas rayas y puntos de reluciente plata que brillaban con un ímpetu curiosamente metálico.
Su brazo derecho estaba estrechamente atado a su pecho. Su manera de saludarme estaba teñida de timidez. Extendió la mano izquierda a modo de saludo y, mientras yo apretaba los dedos, me llamó la atención su peculiar, pronunciado pero agradable, calor; una sensación, de hecho, curiosamente eléctrica.
El presidente de la Asociación lo obligó gentilmente a volver a sentarse en su silla.
—El Dr. Goodwin, - dijo volviéndose hacia mí, —todavía no se ha recuperado del todo de ciertas consecuencias de sus aventuras. Más tarde le explicará cuáles son. Mientras tanto, Sr. Merrit, ¿querría leer esto?
Tomé las hojas que me entregó y, mientras las leía, sentí la mirada del Dr. Goodwin fija en mí, buscando, sopesando, estimando. Cuando levanté los ojos de la carta, encontré en la suya una nueva expresión. La timidez había desaparecido; estaba lleno de completa simpatía. Evidentemente, yo había pasado la prueba.
—¿Aceptará, señor? - Fue el tono gravemente cortés del presidente.
—¡Aceptar! - Exclamé. —Por supuesto que acepto. No es solo uno de los mayores honores, sino para mí uno de los mayores placeres actuar como colaborador del Dr. Goodwin.
El presidente sonrió.
—En ese caso, señor, no es necesario que me quede más tiempo, - dijo. —El Dr. Goodwin tiene consigo su manuscrito hasta donde ha progresado con él. Los dejaré a ustedes dos solos para su discusión.
Nos saludó con una reverencia y, recogiendo su anticuado sombrero de seda con corona de campana y su pintoresco y pesado bastón de ébano, se retiró.
El Dr. Goodwin se volvió hacia mí. —Comenzaré, - dijo después de una pequeña pausa, —desde que conocí a Richard Drake en el campo de amapolas azules, que son como una gran alfombra de oración a los pies grises de la montaña sin nombre.
Se hundió el sol, cayeron las sombras, se apagaron las luces de la ciudad. Durante horas, Nueva York rugió silente a mi alrededor mientras yo escuchaba la historia de ese absolutamente extraño y estupendo drama de una vida desconocida, de criaturas desconocidas, de fuerzas ignotas y de invencible heroísmo humano teniendo lugar entre ocultos desfiladeros de la desconocida Asia.
Amanecía cuando salí hacia mi propia casa. Tampoco fue hasta muchas horas después de dejar su, entonces incompleto, manuscrito, y de procurar dormir que encontré un sueño inquietante.
A. MERRITT
En este gran crisol de vida que llamamos mundo —en el más vasto que llamamos universo— los misterios yacen muy juntos, incontables como granos de arena en las orillas del océano. Enhebran gigantescos espacios estrellados; se arrastran atómicos bajo el ojo atento del microscopio. Caminan a nuestro lado, invisibles y sin ser escuchados, llamándonos, preguntándonos por qué estamos sordos a su llanto, por qué ciegos a su asombro.
A veces, los velos caen de los ojos de un hombre y él ve y habla de su visión. Entonces, aquellos que no la han visto pasan de largo con las cejas levantadas de incredulidad o se burlan de él o, si su visión ha sido lo bastante grandiosa, caen sobre él y lo destruyen.
Cuanto mayor es el misterio, más amargamente se ataca su verdad. Sobre lo que parece menor, un hombre puede dar testimonio y, al menos, ganarse una audiencia.
Hay una razón para esto. La vida es un fermento, y sobre y alrededor de este; mutando y cambiano, agregando o quitando: derrota legiones de fuerzas visibles e invisibles, conocidas y desconocidas. Y el hombre, átomo en fermento, se aferra desesperadamente a lo que le parece estable. No saluda con alegría a aquel que arriesga aferrarse a nada más que un bastón roto y, con ello, que deja de sostenerse en otro más resistente.
La Tierra es un barco abriéndose paso a través de inexplorados océanos de espacio donde hay extrañas corrientes, bajíos y arrecifes ocultos, y donde soplan los vientos desconocidos del Cosmos.
Si hasta los viajeros, que trazan con pesar su curso, llega alguien gritando que sus cartas deben rehacerse y no puede decir el PORQUÉ, ese hombre no es bienvenido, ¡no!
Por eso los hombres se han vuelto cautelosos de dar testimonio de los misterios aun sabiendo cada uno en su propio corazón la verdad de esa visión que él mismo ha contemplado, aquella en cuya realidad más cree.
El lugar donde yo había acampado era de una belleza singular. Tan hermoso que me hizo un nudo en la garganta y me provocó un dolor en el pecho hasta que de este se destiló una tranquilidad como una bruma curativa.
Desde principios de marzo había estado deambulando. Ahora era mediados de julio. Y por primera vez desde que había comenzado mi peregrinaje bebí —no para olvidar, porque eso nunca podría ser— sino por un anodino dolor que se había apoderado de mí desde mi regreso de las Carolinas un año antes.
No es necesario insistir aquí en eso, está escrito. Tampoco contaré las razones de mi inquietud, porque son conocidas por aquellos que han leído esa historia mía. Tampoco hay motivo para exponer extensamente los pasos por los que yo había llegado a este valle de paz.
Baste decir que una noche en Nueva York, leyendo el que quizás sea el más sensacional de mis libros: —Las amapolas y prímulas del sur del Tíbet, —resultado de mis viajes desde 1910 hasta 1911, decidí regresar a esa tranquila tierra prohibida. Allí, si es que había algún lugar, podría encontrar algo parecido al olvido.
Había cierta flor que durante mucho tiempo yo había deseado estudiar en sus mutaciones de las formas singulares que aparecen en las laderas meridionales del Elburz, la cadena montañosa de Persia que se extiende desde Azerbaiyán en el oeste hasta Khorasán en el este; desde allí yo quería seguir a sus parientes modificados en las cordilleras de Hindu-Kush y sus migraciones a lo largo de los escarpes meridionales del Trans-Himalaya: la inexplorada agitación más alta que los propios Himalayas, más profundamente sesgada por precipicios y desfiladeros que la que Sven Hedin había tocado y nombrado en su viaje a Lhasa.
Habiendo logrado esto, planeaba atravesar los pasos hacia los lagos Manasarowar, donde, según la leyenda, crecen los extraños y luminosos lotos púrpuras.
Un proyecto ambicioso, indudablemente plagado de peligros; pero está escrito que las enfermedades desesperadas requieren remedios desesperados, y hasta que me llegara la inspiración o el mensaje de cómo reunirme con aquellos a quienes amaba tanto, nada menos, sentí que podría mitigar mi dolor de corazón.
Y, francamente, sintiendo que tal inspiración o mensaje no podía llegar, no me importaba mucho el final.
En Teherán había recogido a un sirviente de lo más inusual. Sí, más que eso, acompañante, consejero e intérprete también.
Él era chino. Su nombre, Chiu-Ming. Sus primeros treinta años los había pasado en el gran Lamasterio de Palkhor-Choinde en Gyantse, al oeste de Lhasa. Por qué se había ido de allí, cómo había llegado a Teherán, nunca le pregunté. Fue muy afortunado que hubiera ido y que yo lo hubiera encontrado. Se me recomendó a sí mismo como el mejor cocinero a diez mil millas de Pekín.
Durante casi tres meses habíamos viajado Chiu-Ming y yo, y los dos ponis que llevaban mi impedimenta.
Habíamos atravesado caminos de montaña que se habían hecho eco de los pies en marcha de las huestes de Darío, de las hordas de los sátrapas. Las carreteras de los aqueménidas ... sí, y que antes que estos habían temblado ante el pisoteo de las miríadas de conquistadores dravidianos semejantes a dioses.
Nos habíamos adentrado por antiguos senderos iraníes, por los caminos que habían recorrido los guerreros conquistadores de Alejandro, polvo de huesos de Macedonia, de griegos, de romanos nos azotaba. Las cenizas de las ardientes ambiciones de los sasánidas gemían bajo nuestros pies, los pies de un botánico estadounidense, un chino y dos ponis tibetanos. Nos habíamos colado a través de grietas cuyas paredes habían hecho retroceder los aullidos de los eftalitas, los hunos blancos que habían minado la fuerza de estos mismos orgullosos sasánidas hasta que ambos cayeron finalmente ante los turcos.
Por las carreteras y caminos apartados de la gloria de Persia, de la vergüenza de Persia y de la muerte de Persia, nosotros cuatro, dos hombres y dos bestias, habíamos pasado. Durante quince días no habíamos encontrado alma humana, no habíamos visto señales de habitación humana.
La caza había sido abundante: verdor a Chiu-Ming le podía faltar para cocinar, pero carne nunca. A nuestro alrededor había una confusión de poderosas cumbres. Yo sabía que estábamos en algún lugar dentro de la mezcla de la Hindu-Kush con la Trans-Himalaya.
Esa mañana habíamos salido de un irregular desfiladero hacia este valle encantado y; aquí, aunque había sido muy temprano; había montado yo mi tienda, decidido a no ir más lejos hasta el día siguiente.
Era un valle foceano; una copa gigantesca llena de tranquilidad. Un espíritu se cernía sobre él, sereno, majestuoso, inmutable, como la calma tranquila que descansa, creen los birmanos, sobre todos los lugares que han guardado al Buda durmiente.
En su extremo oriental se elevaba la colosal escarpa del pico sin nombre a través de cuyas gargantas nos habíamos colado. En su cima tenía una cúspide de plata con pálidas esmeraldas, los campos de nieve y los glaciares que lo coronaban. Lejos, hacia el oeste, otro gigante gris y ocre alzaba su masa, cerrando el valle. Al norte y al sur, el horizonte era un cielo caótico, tierra de pináculos, con torres y minaretes, campanarios y torres y cúpulas, cada uno con su verde y plateada diadema de hielo y nieve eternos.
Y todo el valle estaba alfombrado de amapolas azules en amplios campos ininterrumpidos que, luminosos como los cielos matinales de mediados de junio, ondeaban milla tras milla por el camino que habíamos seguido, por el camino aún sin pisar que debíamos tomar. Asentían, se inclinaban unas hacia las otras, parecían susurrar, luego levantar la cabeza y alzar la mirada como enjambres de haditas azules, medio impúdicas, totalmente confiadas, hacia los rostros de los gigantes enjoyados que las vigilaban. Y cuando la pequeña brisa las golpeaba era como si se doblaran bajo la suave pisada y las acariciaran las amplias faldas de invisibles y veloces presencias.
Como una vasta alfombra de oración, de zafiro y de seda, las amapolas se extendían hasta los grises pies de la montaña. Entre su borde sur y las cimas agrupadas, una hilera de bajas colinas color marrón devaído se arrodillaba como viejos con túnica marrón, marchitos y cansados, con la espalda encorvada, los rostros ocultos entre brazos extendidos, las palmas hacia la tierra y las cejas tocando la tierra en su instrospectivo acto de inmemorial adoración de Oriente.
Yo casi esperaba que se levantaran y, mientras observaba, un hombre apareció sobre uno de los hombros inclinados y rocosos, abruptamente, con la rapidez siempre sorprendente con la que, a la extraña luz de esas latitudes, los objetos saltaban a la vista. Mientras él observaba mi campamento, se alzó a su lado un poni cargado y, a la cabeza, un campesino tibetano. La primera figura hizo un gesto con la mano. Bajó la colina a grandes zancadas.
Cuando se acercó, hice un balance de él. Un gigante joven, de siete centímetros por encima del metro ochenta, una cabeza vigorosa con el pelo negro enmarañado y rebelde; un rostro americano bien afeitado y bien cortado.
—Soy Dick Drake, - dijo tendiendo la mano. —Richard Keen Drake, recientemente con los ingenieros del Tío Sam en Francia.
—Mi nombre es Goodwin. - Tomé su mano y se la estreché cálidamente. —Dr. Walter T. Goodwin.
¿Goodwin el botánico? ¡Entonces lo conozco! - exclamó. —Lo sé todo sobre usted, sí señor. Mi padre admiraba mucho tu trabajo. Usted lo conocía, el profesor Alvin Drake.
Asenti. Así que él era el hijo de Alvin Drake. Yo sabía que Alvin había muerto casi un año antes de que yo comenzara este viaje. Pero ¿qué estaba haciendo su hijo en este desierto?
—¿Se pregunta de dónde vengo? - respondió a mi tácita pregunta. Me lo dijo. La guerra había terminado. Sintió un deseo irresistible por hacer algo diferente. No pudo pensar en nada más diferente que el Tíbet. Siempre había querido ir allí de todos modos. Y fue. Decidió atacar hacia Turkestán. Y aquí estaba.
De inmediato sentí una gran simpatía por este joven gigante. Sin duda inconscientemente, yo había estado sintiendo la necesidad de tener compañía con los de mi clase. Incluso me pregunté, mientras me dirigía hacia mi pequeño campamento, si le gustaría unir fortunas conmigo en mis viajes.
El trabajo de su padre yo lo conocía bien y, aunque este muchacho incondicional era diferente de lo que uno hubiera esperado que Alvin Drake —un poco seco, preciso, totalmente abstraído con sus experimentos— engendrara, aún así, reflexioné, una herencia como la del Señor a veces operaba de formas misteriosas para realizar sus maravillas.
Casi con asombro me escuchó instruir a Chiu-Ming sobre cómo quería que se preparara la cena, y su mirada se posó con apego en el chino ocupado entre sus ollas y sartenes.
Hablamos un poco, desganadamente, mientras se preparaba la comida. Fragmentos de noticias y chismes de viajeros, como es costumbre de los viajeros que se encuentran en los lugares silenciosos. Siempre la especulación crecía en su rostro mientras se deshacía de los ingeniosos brebajes de Chiu-Ming.
Drake suspiró, sacando su pipa.
—Un cocinero, una maravilla de cocinero. ¿Dónde lo encontraste?
Brevemente se lo dije.
Entonces cayó sobre nosotros un silencio. De repente, el sol se puso detrás del flanco del gigante de piedra que custodiaba la puerta occidental del valle. Todo el valle se oscureció rápidamente, un torrente de sombras cristalinas se derramó en su interior. Fue el preludio de ese milagro de belleza sobrenatural que no se ve en ningún otro lugar de esta tierra: la puesta de sol del Tíbet.
Volvimos los expectantes ojos hacia el oeste. Una pequeña brisa fresca bajó de las pendientes como un mensajero, susurró a las cabeceantes amapolas, suspiró y se fue. Las amapolas quedaron quietas. En lo alto, una cometa guiadora silbó suavemente.
Como si fuera una señal, brotaron en el pálido azul del cielo occidental fila tras fila de cirros, fila tras fila de ellos, metiendo la cabeza en el camino del sol poniente. Cambiaron de plata jaspeada a rosa tenue, profundizándose a carmesí.
—Los dragones del cielo se beben la sangre del atardecer, - dijo Chiu-Ming.
Como si un gigantesco globo de cristal hubiera caído sobre los cielos, su azul se convirtió rápidamente en un ámbar claro y brillante, y luego cambió abruptamente a un violeta luminoso. Una luz verde suave pulsó a través del valle.
Debajo, como colinas hechizadas, las paredes rocosas que lo rodeaban parecieron aplanarse. Brillaron y de pronto avanzaron como gigantescas tajadas de jade esmeralda pálido, traslúcidas, iluminadas como por un círculo de pequeños soles que brillaran detrás de ellas.
La luz se desvaneció, las túnicas de la amatista más profunda cayeron sobre los poderosos hombros de la montaña. Y luego, desde cada pico coronado por glaciares, desde el minarete y el pináculo y la torre altísima, surgió una confusión de suaves llamas de pavo real, una multitud de prismáticos destellos iridiscentes, un ordenado caos arco iris.
Grandes y pequeñas, entrelazadas y cambiantes, rodearon el valle con una gloria increíble, como si algún dios luminoso hubiese tocado las rocas eternas y pedido a almas radiantes que se alzaran.
Por el oscureciente cielo se deslizaba un lápiz rosado de luz viva; ese rayo puro, absolutamente extraño, cuya llegada no dejaba nunca de aferrar la garganta del espectador con la mano del éxtasis, el rayo que los tibetanos llaman el Ting-Pa. Por un momento, este dedo rosado señaló hacia el este, luego se arqueó, se separó lentamente en seis brillantes bandas rosadas; comenzó a deslizarse hacia el horizonte oriental, donde un esplendor nebuloso y palpitante surgió a su encuentro.
Y mientras mirábamos, oí un ahogado grito de Drake. Y fue repetido por el mío.
Porque los seis rayos se mecían moviéndose con un movimiento cada vez más rápido de un lado a otro en un barrido cada vez más amplio, como si el orbe oculto del que salían se balanceara como un péndulo.
Cada vez más rápido, los seis haces de gran altura pendularon, y luego se quebraron, ¡se quebraron como si una mano gigantesca e invisible se hubiera extendido y los hubiera roto!
En un instante, los extremos sesgados formaron una cinta sin rumbo fijo, luego se doblaron, giraron hacia abajo y se lanzaron hacia la tierra en la confusión de cimas agrupadas en el norte y desaparecieron rápidamente, mientras que en el valle caía la noche.
—¡Buen Dios! - susurró Drake. —Fue como si algo se hubiese extendido y partido esos rayos y los hubiese arrastrado hacia abajo, como hebras.
—Lo he visto.- Dije esforzado por el desconcierto. —Lo he visto. Pero nunca había visto algo semejante, - concluí de modo muy inadecuado.
—Fue a propósito, - susurró él. —Fue DELIBERADO. Como si algo se extendiera, hiciera malabarismos con los rayos, los rompiera y los arrastrara como secas de sauce.
—¡Qué demonios habitan aquí! - tembló Chiu-Ming.
—Algún fenómeno magnético. - Yo estaba medio enojado conmigo mismo por mi propio tono de pánico. —La luz puede desviarse al cruzar un campo magnético. Por supuesto que es eso. Definitivamente.
—No sé. - El tono de Drake era ciertamente dudoso. —Se necesitaría la ballena de los campos magnéticos para hacer ESO, es inconcebible. - Recordó su primera idea. —Fue tan ... tan MALDITAMENTE deliberado, - repitió.
—Demonios ... - murmuró el chino asustado.
—¿Qué es eso? - Drake me agarró del brazo y señaló hacia el norte. Una negrura más profunda había crecido allí mientras hablábamos, un parche de oscuridad ante el cual destacaban las cumbres de las montañas, bordes afilados como cuchillas de débil luminosidad.
Una gigantesca lanza de brumoso fuego verde salió disparada de la oscuridad y clavó su punta en el corazón del cénit. Siguiéndola, saltó al cielo una multitud de lanzas centelleantes de luz, y ahora la negrura era como una mano de ébano blandiendo mil jabalinas de llama estañada.
—La aurora, - dije.
—Debería ser de las buenas, - reflexionó Drake, con la mirada fija en esta. —¿Notaste la gran mancha de sol?
Negué con la cabeza.
—La más grande que he visto en mi vida. La noté por primera vez al amanecer esta mañana. Un pequeño fulgor de aurora, ese punto. Te lo aseguro. ¡Mira eso! - gritó.
Las lanzas verdes habían retrocedido. La negrura se reunió y comenzó a latir con oleadas de resplandor salpicadas de infinitos enjambres de centelleantes corpúsculos como incontables huestes de luciérnagas danzantes.
Más alto, las olas rodaron en verde fosforescente y violeta iridiscente, con extraños amarillos cobrizos y azafrán metálicos y un brillo ceniciento de rosa brillante; luego se agitaron, se partieron y formaron gigantes y centelleantes cortinas de esplendor.
Un vasto círculo de luz brotó encima de los pliegues de las parpadeantes y veloces cortinas. Brumosos al principio, sus bordes se afilaron hasta descansar sobre la resplandeciente gloria del cielo del norte como un pálido anillo de fría llama. Y alrededor de esta la aurora comenzó a agitarse, a amontonarse, a girar.
Hacia el anillo, desde todos lados corrían los majestuosos pliegues, se juntaban, daban vueltas, bullían a su alrededor como espuma de fuego sobre el borde de un caldero y se vertían por el círculo brillante como la boca de esa legendaria caverna donde el viejo Eolo se sienta soplando y respirando los vientos que barren la tierra.
Sí, en la boca del anillo volaba la aurora, cayendo en cascada hacia la tierra en una corriente de columnas. Luego, rápidamente, una niebla se extendió por todos los cielos, velando esa increíble catarata.
—¿Magnetismo? - murmuró Drake. —¡Creo que no!
—Golpeó el lugar donde se rompió el Ting-Pa y pareció ser arrastrado hacia abajo como los rayos, - dije.
—Con propósito, - dijo Drake. —Y diabólico. Golpeó todos mis nervios como una ... como una garra de metal. Con propósito y deliberación. Había inteligencia detrás de eso.
—¿Inteligencia? Drake, ¿qué inteligencia podría partir los rayos del sol poniente y absorber la aurora?
—No lo sé, - respondió.
—Demonios, - gruñó Chiu-Ming. —Los demonios que desafiaron a Buda y se han vuelto fuertes.
—¡Como una garra de metal! - suspiró Drake.
Lejos, hacia el oeste, nos llegó un sonido. Primero un susurro, luego un rugido salvaje, un lamento prolongado, un crujido. Una gran luz brilló a través de la niebla, fulguró a nuestro alrededor y se desvaneció. De nuevo el llanto, la vasta premura, el susurro que se retira.
Después, el silencio y la oscuridad se abrazaron sobre el valle de las amapolas azules.
Llegó el amanecer. Drake había dormido bien. Pero yo, que no tenía su resistencia juvenil, permanecí largo rato despierto e inquieto. Apenas me había hundido en un sueño turbulento cuando el amanecer me despertó.
Mientras desayunábamos, me acerqué directamente a ese asunto cuyo creciente interés se estaba convirtiendo en un fuerte deseo.
—Drake, - le pregunté. —¿Adónde vas?
—Contigo, - se rió. —Estoy libre y sin lujos. Y creo que deberías llevar a alguien contigo que te ayude a cuidar a ese cocinero. Podría escapar.
La idea pareció espantarle.
—¡De acuerdo! - Exclamé de todo corazón y le tendí la mano. —Estoy pensando en atacar pronto la cordillera de los lagos Manasarowar. Hay una curiosa flora que me gustaría estudiar.
—Cualquier lugar que digas me conviene, - respondió.
Dimos la mano a nuestra sociedad y pronto nos dirigimos hacia la puerta occidental del valle con nuestras caravanas unidas avanzando detrás de nosotros. Milla tras milla, caminamos afanosamente entre las amapolas azules, discutiendo los enigmas del crepúsculo y de la noche.
A la luz del día se disipaba su aliento de vago terror. No había lugar para el misterio ni el terror bajo este suelo de brillante sol. El sonriente suelo de zafiro avanzaba siempre ante nosotros.
Pequeñas brisas susurrantes y juguetonas volaban por las laderas para cotillear un momento con las cabeceantes flores. Bandadas de pinzones rosados corrían parloteando el chi-u-teb-tok por encima de sus cabezas para pelear con las diminutas currucas de sauce, sosteniendo el feudo de las inclinadas y gráciles glorietas inclinadas hacia el risueño arroyuelo que durante la última hora había reído y gorjeado como un amigable bebé de agua a nuestro lado.
Había probado, casi para mi propia satisfacción, que lo que habíamos contemplado había sido una creación de los extraordinarios atributos atmosféricos de estas tierras altas, una atmósfera tan única que hacía posible casi cualquier cosa por el estilo. Pero Drake no estaba convencido.
—Lo sé, - dijo. —Por supuesto que entiendo todo eso: capas superpuestas de aire más cálido que podrían haber doblado el rayo. Vórtices en los niveles superiores que podrían haber producido precisamente ese efecto de aurora capturada. Admito que todo eso es posible. Incluso admitiré que todo es probable, pero ¡que me condenen, doctor, si lo CREO! Tuve muy claramente la sensación de una fuerza CONSCIENTE, de algo que SABÍA exactamente lo que estaba haciendo y que tenía una RAZÓN para ello.
Era media tarde.
El hechizo del valle caía sobre nosotros, nos habíamos ido tranquilamente. El monte occidental estaba cerca, como la boca del desfiladero por el que debíamos pasar, ahora llana ante nosotros. No parecía que pudiéramos llegar antes del anochecer, y Drake y yo estábamos reconciliados con pasar otra noche en el tranquilo valle. Caminando despacio, sumido en mis pensamientos, me sorprendió su exclamación.
Estaba mirando un punto a unos cien metros a su derecha. Yo seguí su mirada.
Los imponentes acantilados estaban a escasos ochocientos metros de distancia. En algún momento lejano se había producido una enorme caída de rocas. Estos, al desintegrarse, habían formado un pecho suavemente curvado que descendía hasta mezclarse con el suelo del valle. El sauce y el brujo aliso, el abedul y el álamo atrofiados habían encontrado un colchón, lo habían vestido hasta que solo sus apiñados puestos de avanzada; empujados hacia adelante en un vacilante semicírculo, retenidos aparentemente por las hordas azules; mostraban dónde se fundía con los prados.
En el centro de este pecho, comenzando a mitad de sus laderas y extendiéndose hacia los campos floridos, había una huella colosal.
Gris y marrón, destacaba sobre el verde y azul de la pendiente el nivel un rectángulo de diez metros de ancho, setenta de largo, el talón ligeramente curvado y, desde su extremo como garras, cuatro delgados triángulos irradiando de él como veinticuatro puntas de una estrella de diez rayos.
Irresistiblemente, era como una huella, pero ¿qué cosa existía cuya pisada podía dejar una huella así?
Corrí pendiente arriba, Drake ya estaba con mucha anticipación. Me detuve en la base de los triángulos donde, si esta cosa era una huella, las garras extendidas brotaban de la superficie.
La huella era reciente. En sus bordes superiores había arbustos sesgados y árboles partidos, y la madera blanca de estos últimos mostraba dónde habían sido cortados como por el golpe de una cimitarra.
Di un paso hacia la marca. Estaba tan nivelada como si estuviera cepillada. Me incliné y miré con total incredulidad lo que mis propios ojos veían. Porque la piedra y la tierra habían sido trituradas, comprimidas, en un liso complejo adamantino, microscópicamente granulado, y en esta matriz las amapolas que aún tenían rastros de su coloración estaban incrustadas como fósiles. Un ciclón puede agarrar pajitas y empujarlas sin romperlas a través de una tabla de dos centímetros, pero ¿qué fuerza existía que pudiera tomar los delicados pétalos de una flor y colocarlos como incrustaciones dentro de la superficie de una piedra?
Me vino a la mente el recuerdo de los lamentos, de los estallidos de la noche, del extraño resplandor que había brillado a nuestro alrededor cuando se había levantado la niebla para ocultar la encadenada aurora.
—Esto fue lo que oímos, - dije. —Esos sonidos, fue entonces cuando se hizo esto.
—¡El pie de Shin-je! - La voz de Chiu-Ming era trémula. —¡El señor del infierno ha pisado aquí!
Traduje para beneficio de Drake.
—¿El señor del infierno tiene solo un pie? - preguntó Dick cortésmente.
—Él cruza las montañas, - dijo Chiu-Ming. —Al otro lado está su otra huella. Shin-je fue quien caminó por las montañas y puso aquí su pie.
Nuevamente interpreté.
Drake lanzó una mirada calculadora hacia la cima del acantilado.
—Seiscientos metros, aproximadamente, - reflexionó. —Bueno, si Shin-je está construido con nuestras proporciones, eso encaja. La longitud de esta cosa le daría casi seiscientos metros de pierna. Sí, podría casi montar a horcajadas sobre esa colina.
—No hablarás en serio, ¿verdad? - Pregunté consternado.
—¡Qué demonios! - exclamó, —¿Estoy loco? Esta no es la huella de un pie. ¿Cómo puede ser? Mira la matemática sutileza con la que se cubren estos bordes, como con un dado. Eso es lo que me recuerda: un dado. Es como si se hubiera usado un poder imposible para presionarlo. Como... como un sello gigante de metal en la mano de una montaña. Un signo, un sello.
—Pero ¿por qué? - pregunté. —¿Cuál podría ser el propósito?
—Mejor pregunta dónde diablos se podría reunir tal fuerza y cómo llegó aquí, - dijo. —Mira, excepto en este único lugar, no hay ninguna marca en ninguna parte. Todos los arbustos y los árboles, todas las amapolas y la hierba están como deberían estar. ¿Cómo es que quienquiera o lo que sea que hizo esto llegó aquí y se escapó sin dejar ningún rastro más que esto? Que me aspen si no creo que la explicación de Chiu-Ming ejerce menos presión sobre la credulidad que cualquier otra que pueda ofrecer.
Miré a mi alrededor. Era así. Excepto por la marca, no había la menor señal de lo inusual, de lo anormal.
¡Pero la marca era demasiado!
—Estoy a favor de apretar la marcha un poco y meterme en el desfiladero antes de que oscurezca, - yo estaba expresando mi propio pensamiento. —Estoy dispuesto a enfrentar cualquier cosa humana, pero no me gusta la idea de que me aprieten contra una roca como una flor en el libro de poemas de una doncella.
Justo al anochecer salimos del valle hacia el paso. Viajamos una milla completa a lo largo de este antes de que la oscuridad nos obligara a acampar. El desfiladero era estrecho. Las paredes, lejanas, aunque a treinta metros de distancia. Pero no tuvimos ninguna disputa con estas por su vecindad, ¡no! Su solidez, su inmutabilidad, nos devolvió la confianza.
Y después de haber encontrado un nicho profundo capaz de albergar a toda la caravana que llevábamos dentro, ponis y todo, yo, por mi parte, estaba perfectamente dispuesto a pasar la noche, a dejar que el aire al amanecer fuese lo que fuese. Cenamos dentro a base de pan y té y, luego, cansados hasta los huesos, buscamos cada uno su sitio en el suelo rocoso. Yo dormí bien, despertando solo una o dos veces por los gemidos de Chiu-Ming; evidentemente, sus sueños no eran de los más agradables. Si hubo una aurora, ni lo supe ni me importó. Mi sueño fue sin sueños.
El amanecer, entrando a raudales en el nicho, nos despertó. Un grupo de perdices aventuradas demasiado cerca cedió tres a nuestros cañones. Desayunamos bien y, poco después, seguimos avanzando por la hendidura.
Su descenso, aunque gradual, era continuo, por lo que no me sorprendió cuando comenzamos a encontrar pronto evidencias de vegetación semitropical. Los rododendros gigantes y los arbóreos helechos daban paso a ocasionales grupos de majestuosos kopek y grupos de bambúes más resistentes. Agregamos algunos gallos de nieve a nuestra despensa, aunque estaban fuera de su hábitat volando hacia el desfiladero desde sus cumbres y mesetas en busca de algún bocado.
Todo ese día seguimos marchando y, cuando por la noche acampamos, el sueño nos llegó rápidamente y de forma abrumadora. Una hora después del amanecer estábamos en camino. Hicimos una breve parada para almorzar y reforzamos la marcha.
Eran cerca de las dos cuando vimos por primera vez las ruinas.
Las altísimas paredes cubiertas del verdor del cañón llevaban mucho tiempo acercándose. Arriba, entre sus bordes, la ancha franja del cielo era como un río fantásticamente ribeteado, resplandeciente, deslumbrante; cada cala y promontorio estaba rodeado de un fulgor opalescente como el de brillantes playas nacaradas.
Y como si nos hundiéramos en las profundidades de esa corriente celestial, su luz iba disminuyendo, oscureciéndose imperceptiblemente con luminosos tonos de berilo fantasmal, velos flotantes de aguamarina pelúcida, límpidas nieblas de crisólito glauco.
Más tenue, más crepuscular se volvía la luz, pero nunca perdía su calidad cristalina. Ahora el río alto no era más que un arroyo, se había convertido en un hilo. De pronto se desvaneció.
Pasamos a un túnel con paredes de helechos, techo de helechos, guirnaldas de orquídeas rojizas, alegres con hongos carmín y musgo dorado. Salimos a la luz del sol.
Ante nosotros había un cuenco verde y ancho sostenido en manos de agrupadas colinas: superficial, circular, como si aún plástico, el pulgar de Dios hubiera recorrido su borde dándole forma. A su alrededor, los picos se apiñaban estirando sus altas cabezas para mirar adentro.
Tenía aproximadamente una milla de diámetro este hueco, según mi vista lo midió. Tenía tres aberturas: una que se hallaba como una grieta en la ladera noreste; otra, la boca del túnel por donde habíamos venido. La tercera se elevaba fuera del cuenco trepando por la escarpada y desnuda pendiente de la barrera occidental, directamente hacia el norte, aferrándose a la roca ocre arriba y arriba hasta que desaparecía rodeando una loma distante.
Era un camino ancho y amurallado, un camino que hablaba con tanta claridad como si tuviera lengua de manos humanas que lo hubieran tallado allí en el pecho de la montaña. Un camino antiguo, fatigado más allá de lo creíble bajo el paso de incontables años.
¡Desde el hueco, el alma ciega de la soledad tanteaba para saludarnos!
Yo nunca había sentido tanta soledad como la que lamía el borde del cuenco verde. Era tangible, como surgida de algún reservorio de miseria. Un charco de desesperación.
A la mitad del ancho del valle comenzaban las ruinas. Estas eran extrañamente su expresión visible. Se acurrucaban en dos dobladas filas hasta el fondo. Se agachaban en un amplio grupo contra los acantilados. Desde el grupo, una hilera curva de estas recorría la cresta sur de la hondonada.
Un tramo de ciclópeos escalones hechos añicos se elevaba hasta una repisa, y aquí se encontraba una fortaleza en ruinas.
Irresistiblemente, las ruinas parecían una bruja colosal, arrojada, tendida con indiferencia, impotente, sobre la base de la barrera. Las apiñadas filas inferiores eran las piernas; el grupo, el cuerpo; la hilera superior, un brazo extendido y, por encima del cuello de la escalera, la antigua fortaleza, redondeada y con dos enormes aberturas irregulares, en su frente norte había una cabeza envejecida, blanqueada y marchita mirando fijamente, observando.
Miré a Drake, el hechizo del cuenco pesaba sobre él, su rostro estaba demacrado. El chino y el tibetano murmuraban, el terror estaba escrito en grande sobre ellos.
—¡Menudo lugar! - Drake se volvió hacia mí, la sombra de una sonrisa aligeraba la angustia en su rostro. —Pero prefiero arriesgarme en él antes que volver. ¿Tú qué dices?
Asentí, la curiosidad dominaba mi opresión. Pasamos por encima del borde con los rifles en alerta. Detrás de nosotros se apiñaban los dos sirvientes y los ponis.
El valle era poco profundo, como he dicho. Pisábamos los fragmentos de un antiguo acceso al túnel verde para que el descenso no fuese difícil. Aquí y allá, junto al camino, se levantaban enormes bloques partidos. En ellos creía poder ver débiles trazos como de tallas, ora la sugerencia de unas mandíbulas de dragón abiertas con colmillos de flecha, ora el contorno de un cuerpo escamado, el indicio de enormes alas de murciélago.
Ahora habíamos llegado a la primera de las desmoronadas pilas que se extendían hacia el centro del valle.
Medio desmayado, caí contra Drake, aferrándome a él en busca de apoyo.
Una corriente de absoluta desesperanza corría sobre nosotros, arremolinándose y girando a nuestro alrededor, llegando a nuestros corazones con dedos fantasmales, virtiendo desesperación. De cada montón hecho añicos parecía esto derramarse, precipitándose por el camino sobre nosotros como un torrente, envolviéndonos, sumergiéndonos, ahogándonos.
Era invisible, pero tangible como el agua; le quitaba la vida a todos los nervios. El cansancio me invadió con el deseo de caer sobre las piedras, de ser arrastrado. Morir. Sentía el cuerpo de Drake temblar incluso tanto como el mío, sabía que él estaba aprovechando todas las reservas de fuerza.
—Tranquilo, - murmuró. —Firme.
El tibetano chilló y huyó, los ponis corrieron tras él. Vagamente recordé que el mío llevaba preciosos ejemplares; una oleada de ira pasó reprimiendo la angustia. Escuché un sollozo de Chiu-Ming, lo vi caer.
Drake se detuvo y lo ayudó a levantarse. Lo colocamos entre nosotros, pasamos cada uno un brazo por el suyo. Luego, como nadadores con la cabeza inclinada, seguimos adelante, azotando esa inexplicable e invisible inundación.
A medida que el camino se elevaba, la fuerza de aquelo disminuía, mi vitalidad crecía y el terrible deseo de ceder y dejarme llevar se desvanecía. Ahora habíamos llegado al pie de los ciclópeos escalones, ahora estábamos a la mitad de estos, y ahora, mientras luchábamos por salir a la cornisa en la que se encontraba la fortaleza de vigilancia, el arroyo que se aferraba se abría paso rápidamente, la orilla se tornó segura, tierra seca y la vorágine invisible se arremolinó inofensivamente por debajo de nosotros.
Nos quedamos erguidos, jadeando por respirar, de nuevo como nadadores que han luchado al máximo y apenas, solo apenas, han ganado.
Hubo un movimiento casi imperceptible al lado del portal en ruinas.
Salió disparada una chica. Un rifle cayó de sus manos. Directamente, aceleró hacia mí.
Y mientras corría la reconocí.
¡Ruth Ventnor!
La figura voladora me alcanzó, me rodeó el cuello con suaves brazos y lloraba en mi hombro de aliviada alegría.
—¡Piedad! - chillé. —¿Qué diablos estás haciendo TÚ aquí?
—¡Walter! - sollozó ella. —Walter Goodwin... ¡Oh, gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!
Se apartó de mis brazos, recuperando el aliento. Rió temblorosamente.
Hice un rápido balance de ella. Salvo por el miedo en ella, era la misma Ruth que yo había conocido tres años antes. Ojos grandes, de un azul profundo que ora eran todo seriedad, ora chispeantes pozos de picardía. Menuda, redondeada y tersa, la piel más bella, una naricilla descarada, brillantes racimos de intratables rizos, toda humana, chispeante y dulce.
Drake tosió de forma insinuante. Yo le presenté.
—Yo... te vi luchar a través de ese espantoso pozo. - Ella se estremeció. —No pude ver quién eras, no sabía si amigo o enemigo, pero oh, mi corazón casi muere de lástima por ti, Walter, - suspiró. —¿Qué puede haber... ALLÍ?
Negué con la cabeza.
—Martin no pudo verte, - prosiguió. —Él estaba mirando el camino que conduce hasta arriba. Pero yo bajé corriendo para ayudar.
—¿Mart mirando? - pregunté. —¿Esperando qué?
—Pues…- ella vaciló extrañamente. —Creo que prefiero decírtelo antes que él. Es tan extraño, tan increíble.
Nos condujo a través del quebrado portal hasta la fortaleza. Era más gigantesca incluso de lo que pensaba. El suelo de la vasta cámara a la que habíamos entrado estaba sembrado de fragmentos caídos del quebradizo techo abovedado de piedra. Entre los huecos, la luz fluía desde el nivel por encima de nosotros.
Nos abrimos paso entre los escombros hasta una amplia escalera desmoronada, la subimos con sigilo, Ruth a la vanguardia. Salimos ante una de las aberturas en forma de ojo. Negra ante este, encaramada en lo alto de un montón de bloques, reconocí la alargada y enjuta silueta de Ventnor, rifle en mano, mirando fijamente hacia el antiguo camino cuyas curvas eran claras a través de la abertura. No nos había oído.
—Martin, - dijo Ruth en voz baja.
Se volvió. Un rayo de luz procedente de una hendidura en el borde de la brecha le golpeó el rostro, reflejándolo en la penumbra del rincón en el que estaba agachado. Miré los tranquilos ojos grises, el rostro afilado.
—¡Goodwin! - gritó cayendo de su atalaya para zarandearme por los hombros. —Si hubiera tomado el camino de la oración, tú eres el hombre por el que habría orado. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Pues vagando, Mart, - respondí. —¡Pero, Señor! De seguro que me alegro de verte.
—¿Por dónde viniste? - preguntó él con vehemencia. Yo lancé mi mano hacia el sur.
—¿No a través de ese hueco? - preguntó con incredulidad.
—Y un lugar increíble para pasar, - interrumpió Drake. —Nos costó nuestros ponis y todas mis municiones.
—Richard Drake, - dije. —Hijo del buen Alvin, tú lo conocías, Mart.
—Lo conocía bien, - gritó Ventnor, agarrando la mano de Dick. —Quiso que fuese a Kamchatka a buscar cosas confusas para uno de sus diabólicos experimentos. ¿Está él bien?
—Está muerto, - respondió Dick con seriedad.
—¡Oh! - dijo Ventnor. —Oh, lo siento. Fue un gran hombre.
Brevemente lo familiaricé con mis andanzas, con mi encuentro con Drake.
—Ese lugar de ahí fuera… - nos consideró pensativo. —Que me aspen si sé lo que es. Creíia que tal vez fuese gas. Si no hubiera sido por eso, habríamos salido de este agujero hace dos días. Estoy convencido de que debe de ser gas. Y debe de ser mucho menos de lo que fue esta mañana, porque luego intentamos pasar de nuevo y no pudimos.
Yo apenas escuchaba. Desde luego, Ventnor había adelantado una teoría sobre nuestros inusuales síntomas que a mí no se me había ocurrido. Ese hueco podía ser de hecho un bolsillo en el que fluía un gas. Al igual que en las minas, la mortal humedad del carbón se acumulaba en los pozos, fluía como un arroyo a lo largo de los pasadizos. Podía ser eso: algún gas inodoro e incoloro de cualidades desconocidas... y aún así.
—¿Probaste con respiradores? - preguntó Dick.
—Claro, - dijo Ventnor. —Lo primero de todo, pero no sirvieron de nada. El gas, si acaso es gas, parece operar tan bien a través de la piel como a través de la nariz y la boca. No pudimos conseguirlo, y eso es todo. Pero vosotros sí lo lograsteis, ¿creéis que podríamos intentarlo ahora? - preguntó con entusiasmo.
Me sentí pálido.
—No, no durante un tiempo, - balbuceé.
Él asintió comprensivamente. —Ya veo, - dijo. —Bueno, entonces esperaremos un poco.
—Pero ¿por qué os quedáis aquí? ¿Por qué no subisteis a la montaña? ¿Qué estás mirando, por cierto? - preguntó Drake.
—Hazlo, Ruth, - sonrió Ventnor. —Díselo. Después de todo, esta era TU fiesta, ya sabes.
—¡Mart! - gritó ella sonrojada.
—Bueno, no era a MÍ a quien admiraban, - se rió.
—¡Martín! - gritó ella de nuevo y golpeó con el pie.
—Dispara, - dijo. —Yo estoy ocupado. Tengo que mirar.
—Bueno, - la voz de Ruth era incierta, —habíamos estado cazando en Cachemira. Martin quería venir a algún lugar de aquí. Entonces cruzamos los pasos. Eso fue hace como un mes. El cuarto día nos topamos con lo que parecía una carretera hacia el sur.
—Se nos ocurrió tomarla. Parecía algo viejo y perdido, pero iba hacia donde queríamos. Primero nos llevó a un país de pequeñas colinas, luego hasta la base misma de la gran cordillera. Finalmente hasta las montañas, y luego llegó a un callejón sin salida.
—¡Bing! - intervino Ventnor, mirando a su alrededor por un momento. —Bing, así como así. De golpe contra una prodigiosa caída de roca. No pudimos sortearla.
—Así que dispusimos buscar otro camino, - prosiguió Ruth. —Lo único que pudimos encontrar fueron solo rocas.
—No había pescado al final de este, - dijo Ventnor. —¡Dios! Pero me alegro de verte, Walter Goodwin. Créeme, me alegro. Pero continúa, Ruth.
—Al final de la segunda semana, - dijo ella, —sabíamos que estábamos perdidos. Estábamos en lo más profundo de la montaña. A nuestro alrededor había un bosque de enormes picos cubiertos de nieve. Las gargantas, los cañones, los valles que probamos nos llevaron al este y al oeste, al norte y al sur.
—Era un laberinto, y en él parecíamos adentrarnos aún más. No había el más leve signo de vida humana. Era como si ningún ser humano excepto nosotros hubiera estado allí. La caza era abundante. No tuvimos ningún problema en conseguir comida. Y tarde o temprano, por supuesto, íbamos a encontrar la salida. No estábamos preocupados.
—Hace cinco noches acampamos en la cima de un pequeño y encantador valle. Había un montículo que se erguía como una pequeña torre de vigilancia que oteaba el valle. Los árboles crecían alrededor como altos centinelas.
—Hicimos la fogata en ese montículo y, después de comer, Martin se durmió. Yo me senté a contemplar la belleza de los cielos y del sombrío valle. No oí a nadie acercarse, pero algo me hizo ponerme de pie de un salto y mirar hacia atrás.
—Un hombre estaba parado justo dentro del resplandor de la luz del fuego, mirándome.
—¿Un tibetano? - pregunté. Ella negó con la cabeza con inquietud en sus ojos.
—Para nada. - Ventnor giró la cabeza. —Ruth gritó y me despertó. Yo vislumbré al tipo antes de que desapareciera.
—Un manto corto de color púrpura colgaba de sus hombros. Su pecho estaba cubierto con una fina cota de malla. Sus piernas estaban envueltas y atadas por las correas de sus altos botines de los griegos antiguos. Llevaba un escudo pequeño, redondo, forrado de piel, y una espada corta de dos filos. Tenía la cabeza tapada con un casco. Pertenecía, de hecho, oh, al menos de veinte siglos atrás.
Se rió en pleno disfrute de nuestro asombro.
—Adelante, Ruth, - dijo él, y retomó su vigilancia.
—Pero Martin no le vio la cara, - prosiguió ella. —Y, oh, pero desearía poder olvidarlo. Su piel era tan blanca como la mía, Walter, y cruel, muy cruel, los ojos brillaban y me miraban como un... como un traficante de esclavos. Me avergonzaron, quise esconderme. Grité y Martin despertó. Mientras se movía, el hombre salió de la luz y se fue. Creo que no habia visto a Martín, había creído que yo estaba sola.
—Apagamos el fuego, nos adentramos más en la sombra de los árboles. Pero yo no podía dormir. Me quedé hora tras hora con la pistola en la mano, - palmeó la automática en su cinturón, —con el rifle cerca de mí.
—Pasaron las horas, espantosamente. Por fin me quedé dormida. Cuando desperté de nuevo era el amanecer y... y... - ella se tapó los ojos, luego dijo: —DOS hombres me miraban desde arriba. Uno era el que había estado de pie a la luz del fuego.
—Estaban hablando, - interrumpió Ventnor de nuevo, —en persa arcaico.
—Persa, - repetí sin comprender; —¿Persa arcaico?
—Bastante, - asintió él. —Tengo un buen conocimiento de la lengua moderna y un dominio bastante inusual del árabe. El persa moderno, como sabes, proviene directamente del discurso de Jerjes, de Ciro, de Darío, a quien conquistó Alejandro de Macedonia. Se ha cambiado principalmente al incorporar una gran cantidad de palabras árabes. Bueno, no había ni rastro de árabe en la lengua que estaban hablando. Sonaba extraño, por supuesto, pero podía entenderlo con bastante facilidad. Hablaban de Ruth. Para ser explícito, estaban discutiendo sobre ella con suma franqueza...
—¡Martín! - gritó ella con ira.
—Bueno, está bien, - continuó él medio arrepentido. —De hecho, había visto al par llegar furtivamente. Yo tenía mi rifle a mano. Así que me quedé tumbado en silencio, escuchando. Puedes percibir, Walter, que cuando vi a esos dos que parecían haberse materializado de entre las hordas fantasmales de Darío, mi curiosidad científica se despertó... prodigiosamente. Así que, en mi interés, pasé por alto el tema de su discurso; no solo porque pensaba que Ruth dormía, sino también porque tomé en consideración que el modo de expresión cortés cambia con los siglos; y estos caballeros claramente pertenecían al menos a veinte siglos atrás; la verdad es que me consumía la curiosidad.
—Habían llegado a un punto en el que detallaban con qué placer contemplaría a Ruth cierta persona misteriosa a la que ellos parecían mirar con mucho miedo y respeto. Me estaba preguntando cuánto tiempo mi deseo de observar; porque para el antropólogo eran de lo más fascinante; podría apartar la mano de mi rifle cuando Ruth despertó.
—Ella se levantó de un salto como una pequeña furia. Les disparó una pistola entera. El asombro del par fue, bueno, ridículo. Sé que parece increíble, pero parecían no saber nada de armas de fuego, ciertamente actuaron como si no lo supieran.
—Simplemente huyeron hacia el bosque. Yo disparé con pistola a uno, pero fallé. Sin embargo, Ruth no había fallado; ella había rozado a su hombre, que dejó un rastro rojo detrás de él.
—No seguimos el rastro. Tomamos la dirección opuesta, y lo más rápido posible.
—No pasó nada ese día ni esa noche. A la mañana siguiente, avanzando por una pendiente, vimos un brillo sospechoso a una o dos millas de distancia en la dirección en la que íbamos. Buscamos refugio en un pequeño barranco. En poco tiempo, sobre la colina y a media milla de nosotros, llegaban unos doscientos de estos tipos marchando.
Y de hecho eran hombres de Darío. Hombres de esa Persia que llevaba muerta desde hacía milenios. No había duda de ellos, con sus escudos altos que los cubrían, sus grandes arcos, sus jabalinas y armaduras.
—Ellos pasaron. Nosotros los rodeamos. Esa noche no hicimos fogata, y deberíamos haber soltado al poni, pero no lo hicimos. Yo llevaba mis instrumentos y municiones, y pensé que íbamos a necesitar estas últimas.
—A la mañana siguiente vimos otra banda o la misma. Dimos media vuelta de nuevo. Atravesamos a hurtadillas una llanura cubierta de árboles. Llegamos a un camino antiguo. Conducía hacia el sur, hacia los picos de nuevo. Lo seguimos. Nos trajo aquí. Como puedes observar, no es el lugar más cómodo. Atravesamos el hueco hasta la grieta. No sabíamos nada de la entrada por la que entrasteis vosotros. El hueco tampoco era agradable. Pero era penetrable entonces.
—Cruzamos. Cuando estábamos a punto de entrar en la hendidura, salió de ella un coro de sonidos muy inusual y desconcertante: lamentos, choques, astillas.
Yo me sobresalté, le lancé una mirada a Dick; absorto, él bebía cada palabra de Ventnor.
—Muy inusual, muy... bueno, desconcertante es la mejor palabra que se me ocurre, que no nos animaron a continuar. Además, el peculiar malestar del hueco aumentaba rápidamente.
—Volvimos lo más rápido que pudimos a la fortaleza. Y la siguiente vez que intentamos atravesar el hueco, buscar otra salida, no pudimos. Ya sabes por qué, - terminó Martin abruptamente.
—Pero hombres con armaduras antiguas. Hombres como los de Darío. - Dick rompió el silencio que había seguido a este asombroso recital. —¡Es increíble!
—Sí - asintió Ventnor, —¿verdad? Pero ahí estaban. Por supuesto, no sostengo que FUESEN reliquias de los ejércitos de Darío. Podrían haber sido de Jerjes antes que él o de Artajerjes después de él. Pero allí estaban, sin duda, Drake, réplicas vivientes y coleantes de persas sumamente antiguos.
—Pues podrían haber sido los grabados en las paredes de la tumba de Khosroes que cobraron vida. Menciono a Darío porque encaja con la hipótesis más plausible. Cuando Alejandro el Grande aplastó su imperio, lo hizo bastante a fondo. No había mucha simpatía por los vencidos en esos días. Y es totalmente concebible que una ciudad o dos en el camino de Alejandro pudieran haber reunido un regimiento fugaz o algo así para protegerse y haber decidido no esperarlo, sino buscar refugio.
—Naturalmente, se habrían adentrado en el corazón casi inaccesible de las altas cordilleras. No hay nada imposible en la teoría de que por fin encontraran refugio aquí. Mientras transcurre la historia, esta ha sido una tierra casi desconocida. Al penetrar en algún valle fácilmente defendido y custodiado por las montañas, podrían haber decidido establecerse durante un tiempo, reconstruir una ciudad, levantar un gobierno. Yacer en una oración esperando a que pase la tormenta.
—¿Por qué se quedaron? Bueno, es posible que hayan encontrado la nueva vida más agradable que la anterior. Y podrían haber quedado encerrados en su valle por algún accidente: deslizamientos de tierra, desprendimientos de rocas que sellaran la entrada. Hay una docena de posibilidades razonables.
—Pero los que te cazaban no estaban encerrados, - objetó Drake.
—No, - sonrió Ventnor con tristeza. —No, ciertamente no lo estaban. Tal vez nos dirigimos a sus reservas de una manera que ellos no conocían. Quizá hayan encontrado otra salida. Te aseguro que no lo sé. Pero SÍ sé lo que vi.
—Los ruidos, Martin - dije, porque su descripción de éstos había sido la descripción de los que habíamos oído en el valle azul. —¿Los has oído desde entonces?
—Sí, - respondió dudando extrañamente.
—¿Y crees que esos... esos soldados que viste aún os están buscando?
—No tengo ninguna duda, - respondió con más alegría. —No parecían de los que abandonan fácilmente una cacería, al menos no una cacería de una caza tan novedosa, interesante y, por tanto, deseable y deliciosa como debimos de haberles parecido.
—Martin. - dije con decisión, —¿Dónde está tu poni? Intentemos cruzar el hueco de nuevo, de una vez. Aquí está Ruth, y nunca podríamos contener a tantos como los que ha descrito.
—¿Te sientes con bastantes fuerzas como para intentarlo?
El anhelo, el alivio en su voz delataban la tensión, la ansiedad que hasta ahora yo había escondido tan bien; y una ardiente vergüenza me quemaba por mi encogimiento, por mi temor de volver a atravesar ese valle encantado.
—Ciertamente. - Una vez más fui dueño de mí mismo. —Drake, ¿no estás de acuerdo?
—Claro, - respondió. —Seguro. Cuidaré de Ruth... eh, quiero decir, de la señorita Ventnor.
El destello de diversión en los ojos de Ventnor ante esto se desvaneció abruptamente; su rostro se tornó sombrío.
—Espera, - dijo Martin. —Me llevé algunas... algunas muestras de la grieta de los ruidos, Goodwin.
—¿Qué tipo de muestras? - Pregunté ansiosamente.
—Ponlas donde estén seguras, - continuó. —Tengo la sensación de que son mucho más curiosas que nuestros hombres con armadura, y de mucha más importancia. De todos modos, debemos llevarlas con nosotros.
—Ve con Ruth, tú y Drake, y míralas. Y tráelas de vuelta con el poni. Después nos pondremos en marcha. Unos minutos más probablemente no supondrán mucha diferencia, pero date prisa.
Volvió a su vigilancia. Ordené a Chiu-Ming que se quedara con él y seguí a Ruth y a Drake por la escalera en ruinas. Abajo ella vino hacia mí, puso las manitas sobre mis hombros.
—Walter, - suspiró, —estoy asustada. Estoy tan asustada que incluso temo decírselo a Mart. A él tampoco le gustan esas cositas que vas a ver. Le gustan tan poco que tiene miedo de hacerme saber lo poco que le gustan.
—Pero ¿qué son? ¿Qué hay que temer de ellas? - preguntó Drake.
—¡A ver lo que pensáis! - Nos condujo lentamente, casi reluctantemente, hacia la parte trasera de la fortaleza. —Estaban en un montoncito en la boca de la hendidura donde oímos los ruidos. Martin las recogió y las metió en un saco antes de que atravesáramos el hueco.
—Son grotescas y son casi LINDAS, y me parecen como si fueran la puntita más diminuta de la garra de un gato increíblemente grande que acaba de doblar la esquina a hurtadillas. Un gato terrible, un gato tan grande como una montaña, - terminó ella sin aliento.
Trepamos a través de la derrumbada mampostería hasta un patio central abierto. Aquí un manantial claro burbujeaba en una tina de ahogada piedra en ruinas. Cerca del antiguo pozo estaba el poni de Ruth, comiendo contento de la espesa hierba que crecía a su alrededor. De una de sus cestas, Ruth sacó una gran bolsa de tela.
—Para llevarlas, - dijo ella y tembló.
Atravesamos lo que había sido una gran puerta y entramos en otra cámara más grande que la que acabábamos de dejar. Y esta se hallaba en mejor conservación, con el techo intacto, con la luz tenue tras el sol abrasador del patio. Cerca de su centro, Ruth nos detuvo.
Ante mí se abría una grieta irregular de sesenta centímetros de ancho que dividía el suelo y se hundía en profundidades negras. Más allá había una extensión de suave enlosado, casi libre de escombros.
Drake dio un silbido bajo. Seguí su dedo acusador. En la pared del fondo giraban dos enormes formas de dragón talladas en bajorrelieve. Sus alas gigantes, sus espirales monstruosos cubrían la casi intacta superficie, y estas QUIMERAS eran las formas sobre los bloques de la carretera encantada.
En la mirada de Ruth leí un miedo sin nombre, una fascinación medio estremecedora.
Pero ella no estaba mirando los dragones de la caverna.
Su mirada estaba fija en lo que a primera vista parecía ser un elevado y estampado círculo en el suelo cubierto de polvo. De no más de treinta centímetros de ancho, brillaba débilmente con un resplandor pálido azul metálico, como si, pensé yo, lo hubieran pulido recientemente. Comparado con las tremendas figuras aladas de la pared, este diseño del suelo era trivial, ridículamente insignificante. ¿Qué podía haber en él para imprimir ese terror en el rostro de Ruth?
Salté la grieta. Dick se unió a mí. Ahora podía ver que el anillo no era continuo. Su quebrado círculo estaba hecho de cubos con bordes afilados de casi tres centímetros de altura, separados entre sí con exactitud matemática por otros casi tres centímetros de espacio. Los conté, había diecinueve.
Casi tocándolos con sus bases había un número igual de pirámides, de tetraedros con ángulos agudos y de longitud similar. Yacían de lado con las puntas señalando como estrellas y en el centro exacto seis esferas agrupadas como una prímula convencional de cinco pétalos. Cinco de estas esferas —los pétalos— eran, calculé aproximadamente, de tres centímetros de diámetro, la bola que encerraban era más grande en casi tres centímetros.
Su disposición era tan ordenada, tan parecida a un diseño geométrico bien hecho por un niño inteligente, que dudé en alterarla. Me incliné y me puse rígido por el primer toque de terror sobre mí.
¡Porque dentro del anillo, cerca de los globos agrupados, había una réplica en miniatura de la huella gigante en el valle lleno de amapolas!
Destacaba del polvo con la misma insinuación de fuerza aplastante, la misma troquelada nitidez, la misma sugerencia METÁLICA y, apuntando hacia los globos estaban las marcas de garras de las cuatro puntas de las estrellas en expansión.
Me agaché y recogí una de las pirámides. Esta parecía adherida a la roca. Fue con esfuerzo que la arranqué. Daba al tacto una leve sensación de calidez, ¿cómo puedo describirlo?, una calidez viva.
La sopesé en la mano. Era extrañamente pesada, del doble del peso, debería decir, del platino. Saqué una lupa y la examiné. Decididamente, la pirámide era metálica, pero de la más fina textura, casi sedosa, y no pude ubicarla entre ninguno de los metales conocidos. Ciertamente no era ninguno que yo hubiera visto nunca; sin embargo, era igualmente de metal. Era estriado: finos filamentos que irradiaban desde pequeños puntos débilmente lustrosos dentro de la superficie pulida.
Y de repente tuve la extraña sensación de que cada uno de esos puntos era un ojo mirándome, escrutándome. Se oyó un grito de sorpresa de Dick.
—¡Mira el anillo!
¡El anillo estaba en movimiento!
Cuanto más rápido se movían los cubos, más rápido el círculo giraba. Las pirámides se levantaron, permanecieron erguidas sobre sus bases cuadradas; las seis esferas rodantes las tocaron, se unieron al giro y, con una súbita prestidigitación, el anillo quedó unido, sus unidades se fusionaron: cubos, pirámides y globos enhebrados con la curiosa sugerencia de un fermento.
Con la misma brusquedad sorprendente, allí se izó, donde sólo un momento antes había bullido, una figurita grotesca, una forma extrañamente graciosa, vagamente aterradora de treinta centímetros de altura, cuadrada, en ángulo, puntiaguda y ANIMADA, como si un niño construyera a partir de bloques de guardería una forma fantástica que se llena de pronto de vida palpitante.
¡Un trol de jardín de infancia! ¡Un kobold de juguete!
Sólo por un segundo permaneció aquello en pie, luego comenzó a cambiar rápidamente, fundiéndose de un contorno a otro con la rapidez del mercurio mientras el cuadrado, el triángulo y las esferas cambiaban de lugar. Sus cambios eran como las transformaciones que se ven dentro de un caleidoscopio. Y en cada forma que se desvanecía había un indicio de armonías desconocidas, de un sutil arte geométrico, trascendental, como si cada rápida forma fuese un símbolo, una PALABRA...
¡Los problemas de Euclides dotados de voluntad!
¡Geometría dotada de consciencia!
Eso cesó. Luego, los cubos se arrastraron unos sobre otros hasta formar un pedestal de veinticinco centímetros de alto; encima de este pilar rodó el globo más grande, balanceándose sobre la parte superior. Lo siguieron las cinco esferas, agrupadas como un anillo justo debajo. Los otros cubos ascendieron corriendo, haciendo clic de dos en dos en el arco exterior de cada una de las cinco bolas. En los extremos de estos bloques gemelos, una pirámide ocupó su lugar, inclinando cada uno con una punta.
La liliputiense fantasía era ahora un pedestal de cubos coronado por un anillo de globos del que brotaba una estrella de cinco brazos.
Las esferas empezaron a rodar. Giraban cada vez más rápido alrededor de la base del globo en corona. Los brazos devinieron en un disco en el que aparecieron diminutas chispas brillantes, agrupadas, que se desvanecían sólo para reaparecer en mayor número.
El trol se acercó a mí. Se deslizaba. Me tocó el dedo del pánico. Salté a un lado y, veloz como la luz, me siguió, parecía prepararse para saltar.
—¡Suéltala! - Fue el grito de Ruth.
Pero, antes de que yo pudiera soltar la pirámide que había olvidado tener en la mano, la pequeña figura me tocó y una paralizante conmoción me recorrió el cuerpo. Mis dedos se cerraron, se bloquearon. Me puse en pie con los músculos y los nervios atados, incapaz de moverme.
La pequeña figura hizo una pausa. Su disco giratorio se desplazó del plano horizontal en el que giraba. Fue como si ladeara la cabeza para mirarme y, nuevamente, tuve la sensación de que incontables ojos me observaban. Aquello no parecía amenazador, su actitud era inquisitiva, expectante; casi como si hubiera pedido algo y se preguntara por qué no se lo entregaba. La conmoción todavía me mantenía rígido, aunque un cosquilleo en cada nervio me decía que recuperaba las fuerzas.
El disco se inclinó de nuevo hacia su lugar, se inclinó de nuevo hacia mí. Oí un grito. Oí una bala golpear al pigmeo, que ahora claramente amenazaba. Oí la bala rebotar sin el menor efecto sobre este. Dick saltó a mi lado, levantó un pie y dio una patada a aquella cosa. Hubo un destello de luz y, en el instante en que él se derrumbó como si hubiera sido golpeado por una mano gigante, quedó tendido e inerte en el suelo.
Se oyó un grito de Ruth. Se oía un suave susurro sibilante a su alrededor. La vi saltar la grieta, la vi caer de rodillas al lado de Drake.
Había movimiento en la cornisa donde ella estaba. Una veintena o más de formas azuladas y débilmente brillantes marchaba allí: pirámides, cubos y esferas como los que daban forma a lo que yo tenía frente a mí. Se olía un curioso y agudo olor a ozono en el aire, un perceptible endurecimiento como de tensión eléctrica.
Las formas se deslizaron hasta el borde de la fisura juntas y; allí, una mitad flotó por la brecha creando un puente. La otra mitad lo cruzó, un extraño arco de hadas formado por un cubo y un ángulo alternos. La forma a mis pies se desintegró, se resolvió en unidades que corrieron hacia el tramo de llamada.
Al otro lado de la grieta encajaron en su lugar, al igual que las demás. Ante mí ahora había un puente completo excepto por un arco cerca del medio donde un hueco en ángulo lo interrumpía.
Yo sentí el latir del pequeño objeto que sostenía en la mano, que se esforzaba por escapar. Se me cayó. La diminuta forma se acercó al puente, lo recorrió y se lanzó hacia el hueco.
El arco estaba completo, ¡suspendido en un tramo en vuelo sobre las profundidades!
Sobre él, encima de él, como si hubieran esperado esta terminación, rodaron los seis globos. Y cuando descendieron hacia el lado más alejado, el extremo del puente más cercano a mí se elevó en el aire, se curvó como la cola de un escorpión, se dibujó en un arco circular más cercano y cayó al suelo más allá.
De nuevo el susurro sibilante, y los cubos, las pirámides y las esferas desaparecieron.
Con los nervios hormigueando lentamente por volver a la vida, confundidos en absoluto desconcierto, mi mirada buscó a Drake. Eeel estaba sentado, débil, con la cabeza apoyada en las manos de Ruth.
—¡Goodwin! - me susurró. —¿Qué... qué era eso?
—Metal, - dije, era la única palabra a la que podía aferrarse mi mente, —Metal.
—¡Metal! - repitió él. —¿Estas cosas de metal? Metal: ¡VIVO Y PENSANTE!
De pronto él quedó en silencio, su rostro era una página en la que, visiblemente, el terror se acumulaba lenta y cada vez más profundamente.
Y cuando miré a Ruth de cara pálida, y a él, supe que la mía estaba tan pálida, tan aterrorizada como la de ellos.
—Eran COSAS TAN PEQUEÑAS, - murmuró Drake. —Esas cositas, esos pedazos de metal, esos globitos, pirámides y cubos, solo COSITAS.
—¡Bebés! ¡Solo bebés! - Era Ruth: —¡BEBÉS!
—Pedazos de metal - La mirada de Dick buscó la mía, la sostuvo, —y se buscaron, trabajaron juntos, PENSANDO, CONSCIENTEMENTE, deliberadamente, decididos, cositas y con la fuerza de una veintena de dínamos. Vivientes, PENSANTES.
—¡No! - Ruth le tapó los ojos con las blancas manos. —¡No... no TENGAS miedo!
—¿Miedo? - repitió él. —No tengo miedo... sí, TENGO miedo.
Se levantó, rígido, y tropezó hacia mí.
¿Miedo? Drake tenía miedo. Bueno, yo también. Amargo, TERRIBLE miedo.
Porque lo que habíamos contemplado en el crepúsculo de esa cámara de ruinas y de dragones estaba fuera de toda experiencia, estaba más allá de todo conocimiento o sueño de la ciencia. No sus formas, eso no era nada. Ni siquiera eso, que hacia el ser de metal se habían movido.
Sino que hacia ser metal se habían movido consciente, pensantemente, deliberadamente.
Eran cosas de metal con... ¡MENTES!
Eso... eso era lo increíble, lo aterrador. Eso y su poder.
Thor comprimido dentro de un Pulgarcito... y pensante. Relámpagos encarnados en minas de metal... y pensantes.
Lo inerte, lo inmóvil, dotado de volición, movimiento, cognoscencia... pensante.
¡Metal con un cerebro!
En silencio nos miramos unos a otros y en silencio salimos del patio. El pavor se apoderaba de mí. El crepúsculo avanzaba furtivo por encima del cumulo cerrado de picos. Una hora más y su manto de amatista y púrpura caerían sobre estos. Los campos de nieve y los glaciares relucirían con irisada belleza, al caer la noche.
Mientras yo los contemplaba, me pregunté hacia qué lugar secreto dentro de sus inquietantes inmensidades habían huido los pequeños misterios de metal. ¿Y hacia qué miríadas, podría ser, de su especie? Y estas hordas ocultas... ¿de qué formas eran? ¿De qué poderes? ¿Pequeñas como estas, o... o...?
Rápidamente, en la pantalla de mi mente destellaron dos imágenes, lado con lado: la pequeña huella de cuatro rayos en el gran polvo de la desmoronante ruina y su colosal gemela en el seno del valle colmado de amapolas.
Giré hacia un lado, avancé a través del destrozado portal y miré hacia el hueco embrujado.
Incrédulo, me froté los ojos; luego salté hasta el borde del cuenco.
Una alondra se había alzado del techo de una de las pilas en añicos y había volado danzando hacia el cielo en sombras.
Una bandada de currucas de sauce se lanzaba por el valle, regañando y chismorreando. Una liebre se sentaba erguida en medio de la antigua calzada.
El valle mismo yacía serenamente bajo la luz ambarina, sonriente, pacífico, ¡vacío de horror!
Me dejé caer por el borde, caminé con cautela el camino ascendente por el que apenas una hora antes habíamos luchado tan desesperadamente. Me alejé cada vez más con creciente confianza y asombro.
Atrás quedó esa alma de soledad, se desvaneció el remolino de desesperación que tanto se había esforzado por arrastrarnos hasta la muerte.
El cuenco no era más que un huequito tranquilo y sonriente en las colinas. Miré atras. Incluso las ruinas habían perdido su siniestra forma. Eran desmoronadas pilas desgastadas por el tiempo, nada más.
Vi a Ruth y a Drake salir corriendo hasta la cornisa y hacerme señas. Me encaminé de regreso hacia ellos, corriendo.
—No pasa nada, - grité. —El lugar está bien.
Subí con esfuerzo por el costado para unirme a ellos.
—Está vacío, - exclamé. —¡Avisad a Martin y a Chiu-Ming rápido! Mientras el camino esté despejado...
Un disparo de rifle sonó por encima de nosotros, y otro y otro. Desde el portal salió corriendo Chiu-Ming con la túnica subida hasta las rodillas.
—¡Vienen! - jadeó. —¡Vienen!
Hubo un destello de lanzas en lo alto del sinuoso camino de la montaña. Abajo caía una avalancha de hombres. Capté el destello de cascos y petos. Los que iban en la vanguardia iban montados, galopando de a dos en fila sobre ponis de montaña de seguros cascos. Sus espadas cortas, en alto, parpadearon.
Detrás de los jinetes pululaban soldados de infantería, un bosque de puntas brillantes y picas relucían por encima de ellos. Hasta nosotros llegaban claramente sus gritos de batalla.
Otra vez el rifle de Ventnor estalló. Uno de los primeros jinetes cayó, otro tropezó con él y cayó. La premura se detuvo durante un instante, arremolinándose en la carretera.
—Dick - grité, —apresura a Ruth hacia la boca del túnel. Nosotros os seguiremos. Podemos retenerlos allí. Traeré a Martin. Chiu-Ming, ve a buscar al poni, rápido.
Empujé a los dos sobre el borde del hueco. Uno al lado del otro, el chino y yo volvimos corriendo por la puerta. Señalé al animal y corrí de regreso a la fortaleza.
—¡Rápido, Mart! - Grité junto a los quebrados escalones. —Podemos cruzar el hueco. Ruth y Drake están de camino a la abertura que atravesamos. ¡Date prisa!
—Está bien. Dame un minuto, - exclamó.
Le oí vaciar su cargador con la rapidez de una ametralladora. Hubo una breve pausa y Martin bajó los partidos escalones de un salto, con los ojos grises encendidos.
—¿Y el poni? - Corrió a mi lado hacia el portal. —Todas mis municiones están en él.
—Chiu-Ming se está ocupando de eso, - jadeé.
Salimos disparados por la puerta de entrada. A unos quinientos metros de distancia estaban Ruth y Drake, que corrían directamente hacia la verde boca del túnel. Entre ellos y nosotros estaba Chiu-Ming azuzando al poni.
Mientras nosotros acelerábamos tras él, miré hacia atrás. Los jinetes se habían recuperado, ahora estaban a escasos ochocientos metros de donde el camino pasaba por delante de la fortaleza. Vi que, junto a sus espadas, los jinetes llevaban grandes arcos. Una nubecilla de flechas brotó de estos, se quedó muy corta.
—No mires atrás, - gruñó Ventnor. —Esfuérzate, Walter. Se acerca una sorpresa. Rezo a Dios para haber juzgado el momento adecuado.
Salimos del camino en ruinas, corrimos sobre la hierba.
—Si parece que… no podemos lograrlo, - jadeó, —Ve TÚ detrás del resto. Yo intentaré retenerlos hasta que entres en el túnel. No dejes que atrapen a Ruth.
—Correcto. - Mi propia respiración estaba resultando difícil, —NOSOTROS los retendremos. Drake puede cuidar de Ruth.
—Buen chico,, - dijo. —No te lo habría pedido. Probablemente esto signifique la muerte.
—Muy bien, - jadeé irritado —Pero ¿por qué meterse en problemas?
Extendió la mano, me tocó. —Tienes razón, Walter, - sonrió. —Esto parece... como llevar carbones... a Newcastle.
Se oyó un atronador estruendo detrás de nosotros. Un estallido demoledor. Una nube de humo y polvo se cernía sobre el extremo norte de la fortaleza en ruinas.
Esta se levantó rápidamente y vi que todo el lado de la estructura se había caído, ensuciando la carretera con sus fragmentos. Esparcidos bocabajo entre estos había hombres y caballos. Otros renqueaban y gritaban. Al otro lado de ese pedregoso dique, nuestros perseguidores quedaban retenidos como un torrente de agua detrás de un árbol caído repentinamente.
—¡Calculado hasta el segundo! - gritó Ventnor. —Eso los retrasará un rato. Detonadores y dinamita. ¡Reventó todo el lateral justo encima de ellos, por el Señor!
En la huída. Chiu-Ming ya estaba bastante adelantado. Ruth y Dick estaban a menos de un kilómetro de la verde abertura del túnel. Vi a Drake detenerse, levantar su rifle, vaciarlo ante él y, sosteniendo a Ruth de la mano, regresar corriendo hacia nosotros.
Cuando dio media vuelta, la enrejada entrada por la que habíamos llegado, a través de la cual creíamos que estaba la seguridad, derramaba a otros hombres de armadura. Nos estaban flanqueando.
—¡A la fisura! - gritó Ventnor. Drake lo oyó, pues cambió de rumbo hacia la grieta en cuya boca Ruth había dicho: las... Cositas.
Detrás de él apareció Chiu-Ming incitando al poni. Gritando desde el túnel, por encima del borde del cuenco, los soldados saltaron. Nosotros hincamos las rodillas y les enviamos un disparo tras otro. Ellos retrocedieron, vacilaron. Nosotros saltamos, aceleramos.
El tiempo de recarga era demasiado breve, pero una vez más los retuvimos, una y otra vez.
Ahora Ruth y Dick estaban a escasos cincuenta metros de la grieta. Yo lo vi detenerse y empujarla hacia él. Ella negó con la cabeza.
Ahora Chiu-Ming estaba con ellos. Ruth saltó hacia el poni y quitó un rifle de la grupa. Luego, contra la masa de sus perseguidores, Drake y ella lanzaron una andanada. Ellos se agacharon, vacilaron, se pusieron a cubierto.
—¡Última oportunidad! - jadeó Ventnor.
Detrás de nosotros se oyó un aullido de lobo. El primer bando se había vuelto a formar y había cruzado la barricada construida con dinamita. Se precipitaban sobre nosotros.
Yo corrí como nunca había imaginado que podía correr. Por encima de nosotros silbaban las balas de los cañones que nos cubrían. Ahora estábamos cerca de la boca de la fisura. Si podíamos alcanzarla... Cerca, cerca estaban nuestros perseguidores también, las flechas se acercaban.
—¡Es inútil! - dijo Ventnor. —No podremos con ellos. Encuéntralos desde el frente. Tumbate y dispara.
Nos tiramos al suelo, enfrentándonos a ellos. Se oyó un grito triunfante y; en esa extraña agudización de los sentidos que siempre va de la mano del peligro mortal, que es de hecho la convocatoria natural de toda reserva para hacer frente a ese peligro; mis ojos los contemplaban con delicadeza fotográfica: la malla entrelazada, lacada en azul y escarlata, de los jinetes; la acolchada armadura marrón de los lacayos; sus arcos y jabalinas y espadas cortas de bronce, sus picas y escudos; y bajo sus cascos redondos, sus barbudos y crueles rostros, blancos como los nuestros donde las barbas negras no los cubrían; sus ojos, feroces y burlones.
Los manantiales del muerto poder de la antigua Persia eran estos. Las despiadadas hordas conquistadoras del mundo de los Hombres de Jerjes. Los lujuriosos y voraces lobos de Darío que dispersó Alejandro, ¡en este mundo nuestro veinte siglos más allá de su tiempo!
Rápidamente, con precisión aun mientras yo los divisaba, los habíamos estado perforando. Avanzaban deliberadamente, con caso omiso de sus caídos. Sus flechas habían dejado de volar. Me pregunté por qué, pues ahora estábamos dentro de su alcance. ¿Tenían órdenes de capturarnos vivos, a cualquier precio para ellos?
—Sólo me quedan unos diez cartuchos, Martin, - le dije.
—Hemos salvado a Ruth de todos modos,, - dijo. —Drake debería poder defender ese agujero en la pared. Tiene mucha munición en el poni. Pero esos nos tienen a nosotros.
Otro grito salvaje barrió por la manada.
Nos pusimos en pie de un salto, les enviamos nuestras últimas balas. Estábamos listos, con los rifles como mazas para hacer frente al ataque. Oí a Ruth gritar.
¿Qué les pasaba a los hombres de armadura? ¿Por qué se habían detenido? ¿Qué era lo que miraban por encima de nuestras cabezas? ¿Y por qué había cesado tan abruptamente el fuego de los rifles de Ruth y Drake?
Simultáneamente nos dimos la vuelta.
Dentro del fondo negro de la fisura había una forma, una aparición, una mujer, ¡hermosa, asombrosa, increíble!
Era alta. De pie allí, envuelta desde la barbilla hasta los pies en ceñidos velos color ámbar pálido, parecía más alta incluso que el alto Drake. Sin embargo, no fue su altura lo que me envió por el cuerpo un estremecimiento de asombro, un terror medio incrédulo que, aflojando mi agarre, dejó caer a tierra mi rifle humeante. Tampoco fue que sobre su orgullosa cabeza una nube de cabellos relucientes se arremolinaba y pendía como un brumoso estandarte de cupreas llamas trenzadas. No, ni que a través de sus velos su cuerpo resplandeciera con tenue fulgor.
Fueron sus ojos, sus grandes y abiertos ojos cuyas claras profundidades eran como mares ígneos de estrellas vivientes. Brillaban en su rostro blanco, no fosforescentes, no meramente brillantes y reflectantes de luz, sino como si ellos mismos fueran FUENTES de las frías llamas blancas de las estrellas lejanas, y tan tranquilos como esas mismas estrellas.
Y en ese rostro, aunque aún no podía distinguir nada más que los ojos, sentí algo sobrenatural.
—¡Dios! - susurró Ventnor. —¿Qué es ella?
La mujer salió de la grieta. A menos de quince metros de ella se encontraban Ruth, Drake y Chiu-Ming, y sus rígidas actitudes revelaban la misma conmoción de asombro que me había paralizado momentáneamente.
Ella los miró, les hizo señas. Vi a los dos caminar hacia ella, Chiu-Ming se quedó atrás. Los grandes ojos se posaron sobre Ventnor y sobre mí. Ella levantó una mano y nos indicó que nos acercáramos.
Yo me giré. Allí estaba el ejército que había descendido por el camino de la montaña: jinetes, lanceros, piqueros, miles de ellos. A mi derecha estaba la dispersa compañía que había venido desde la entrada del túnel: sesenta o más.
Parecía haber un hechizo sobre ellos. Se habían quedado en silencio, como autómatas, y solo sus feroces ojos demostraban que estaban vivos.
—Rápido, - respiró Ventnor.
Corrimos hacia ella, quien había frenado la muerte justo cuando sus mandíbulas se cerraban sobre nosotros.
Antes de que hubiéramos recorrido la mitad del camino, como si nuestra huida hubiera roto el trance que los unían, un clamor surgió de la hueste, un grito salvaje, un estrépito de espadas sobre escudos. Yo lancé la mirada atrás. Estaban en movimiento, avanzando despacio, vacilantes todavía, pero yo sabía que pronto esa vacilación pasaría, que se abalanzarían sobre nosotros, que nos engullirían.
—A la grieta, - le grité a Drake. Él no me hizo caso, ni tampoco Ruth. Su mirada se posaba en la mujer envuelta en velos.
La mano de Ventnor salió disparada, me agarró del hombro y me detuvo. La mujer había levantado la cabeza. El nebuloso cabello METÁLICO ondeaba como si el viento lo estuviera soplando.
De la garganta alzada emergó un grito grave y vibrante; armonioso, extrañamente inquietante, dorado y dulce, y cargado de los menores y espeluznantes lamentos de esa noche del valle azul, de la cámara del dragón.
Antes de que el grito cesara, brotó con increíble rapidez de la hendidura una partitura tras otra de aquellas cosas metálicas. ¡Las fisuras las vomitaban!
Globos, cubos y pirámides, no pequeños como los de las ruinas, sino formas de metro y medio de alto, opacamente lustrosas, y en lo profundo de ese lustre, las miríadas de diminutos puntos de luz como fijos ojos sin párpados.
Se arremolinaron, giraron y formaron una barricada entre nosotros y los hombres de armadura.
Cayó sobre estas una lluvia de flechas de los soldados. Oí los gritos de sus capitanes, apresurados. Tenían coraje esos hombres, ¡sí!
De nuevo llegó el grito de la mujer, dorado, perentorio.
Esfera, bloque y pirámide corrían juntos, parecían bullir. Tuve de nuevo esa sensación de mercurio que se derrite. De las formas se alzaba una gruesa columna rectangular. De dos metros y medio de ancho y seis de alto, se formó a sí misma. Desde su lado izquierdo, desde su lado derecho, brotaron brazos, temibles brazos que crecían y crecían a medida que globo, cubo y ángulo subían por el lateral de la columna y encajaban en su lugar unos sobre otros, uno tras otro. Con mágica rapidez los brazos se alargaron.
Ante nosotros había una forma monstruosa, un prodigio geométrico. Un pilar en brillante ángulo que; aunque rígido, inmóvil; parecía agacharse, un ser de instinto con fuerza viva que lucha por ser desatada.
Dos grandes globos lo coronaban, como las cabezas de un Jano de dos caras desde un mundo extraño.
A izquierda y derecha, los nudosos brazos, ahora de quince metros de largo, se retorcían, gusaneaban, se enderezaban, flexionándose en la grotesca imitación de un boxeador. Y al final de cada uno de los seis brazos, las esferas estaban densamente agrupadas, tachonadas con las pirámides, de nuevo en una gigantesca y espantosa parodia de los guantes con púas de aquellos antiguos gladiadores que habían luchado por el imperial Nerón.
Por un instante se quedó así, acicalándose, probándose a sí mismo como un atleta, como una quimera, amorfa pero extrañamente simétrica, bajo el oscureciente cielo en el verde de la hondonada, con las acorazadas huestes congeladas ante él.
Y entonces... ¡golpeó!
Destellaron dos de los brazos, con el movimiento de una mirada, con una fuerza espantosa. Cortaron las filas de los hombres armados en vanguardia, apretujados; cortó de ellos dos grandes huecos.
Asqueado, vi volar fragmentos de hombre y de caballo. Otro brazo salió de su lugar como una serpiente voladora, hizo clic en el extremo de otro, se convirtió en una cadena de treinta metros que serpenteaba como un mayal a través de la masa apiñada. A un grupo de soldados, con un golpe directo, un tercer brazo los atravesó con un puñetazo gigante.
Todo aquel ejército que nos había echado de las ruinas arrojó espada, lanza y pica. Huyó chillando. Los jinetes espolearon sus monturas, cabalgando descuidadamente sobre los lacayos que huían con ellos.
El Golpeador Divino parecía observarlos alejarse con... ¡DIVERSIÓN!
Antes de que pudieran cubrir cien metros, el ser se había deshecho. Oí los pequeños gemidos; luego, detrás de los hombres que huían, muy cerca de ellos, se elevó el pilar en ángulo, los brazos flexionados se colocaron en su lugar y de nuevo les pasó factura.
Los hombres se dispersaron, corriendo individualmente, corriendo de dos en dos, corriendo en pequeños grupos por los lados del valle. Eran como ratas huyendo aterrorizadas por el fondo de un gran cuenco verde. Y como un gato monstruoso, la forma jugaba con ellos, sí, JUGABA.
Se deshizo una vez más, tomó una nueva forma. Donde habían estado los pilares y los agitados brazos ahora había un trípode de diez metros de altura, sus patas alternaban un globo y un cubo y; en su vértice, un ancho y giratorio anillo de esferas brillantes. Desde el centro de este anillo se extendía un tentáculo, retorciéndose, ondulando como una serpiente de acero, de al menos cuatro sesenta metros de largo.
En su extremo, cubo, globo y pirámide se habían mezclado para formar un enorme tridente. Con las tres largas puntas de este tridente golpeó el ser, rápido, con temible precisión, con alegría, golpeó a los que huían, bifurcándolos, lanzándolos al aire desde sus pichos.
Creo que fue ese último toque de puro horror, la alegría del Golpeador Divino, lo que envió mi lengua seca al paladar de mi reseca boca por el terror, y mantuvo abiertos ojos de monstruosa fascinación que luchaban por cerrarse.
Siempre los hombres con armadura huían de él, y siempre el ser era más rápido que ellos, pisándoles los talones sobre las patas del trípode.
Desde la mitad de su longitud, la precipitante serpiente lanzaba una lluvia roja.
Oí un suspiro de Ruth, eso arrancó mi mirada del hueco. Me giré. Ella caía desmayándose en los brazos de Drake.
Junto a los dos, la mujer envuelta estaba de pie observando esa masacre, tranquila y queda, cubierta en una tranquilidad sobrenatural. Al verla vino a mí con ojos impersonales, fríos, indiferentes como las tranquilas estrellas que miran hacia el huracán y el terremoto en este mundo nuestro.
Se produjo un ruido de varios pasos a nuestra izquierda y un lamento de Chiu-Ming. ¿Estaban enloquecidos de miedo, impulsados por la desesperación, decididos a asesinar antes de que ellos mismos fuesen asesinados? No lo sé. Pero los que aún vivían de aquellos hombres en la boca del túnel nos atacaban.
Se agruparon en formación cerrada, los escudos sostenidos frente a ellos. No tenían arcos estos hombres. Se movían rápidamente hacia nosotros en silencio, con espadas y picas relucientes.
El Golpeador Divino se balanceó hacia nosotros, el tentáculo de metal se tensó como una rígida y veloz serpiente, volando para cortar entre su extraña amante y aquellos que la amenazaban.
Oí gritar a Chiu-Ming. Lo vio levantar las manos, taparse los ojos, ¡correr directamente sobre las picas!
—¡Chiu-Ming! - Grité. —¡Chiu-Ming! ¡Por aquí!
Corrí hacia él. Antes de que yo hubiera avanzado cinco pasos, Ventnor pasó rápidamente a mi lado con el revólver escupiendo. Vi una lanza arrojada. Esta golpeó al chino de lleno en el pecho. Se tambaleó, cayó de rodillas.
Justo mientras caía, el gigante mayal se abalanzó sobre los soldados. Los atravesó como una guadaña a través del grano maduro. Los lanzó, rotos y desgarrados, hacia las laderas del valle. Dejó solo fragmentos que no se asemejaban a los hombres.
Ventnor estaba a la cabeza de Chiu-Ming. Yo me dejé caer a su lado. Había una espuma carmesí en sus labios.
—Pensé que Shin-Je estaba a punto de matarnos, - susurró. —El miedo me cegó.
Dejó caer la cabeza, su cuerpo se estremeció y quedó quieto.
Nos levantamos, miramos aturdidos a nuestro alrededor. Al lado de la grieta estaba la mujer, su mirada descansando sobre Drake, sus brazos alrededor de Ruth, su cabeza escondida en su pecho.
El valle estaba vacío, salvo por los montones apiñados que lo salpicaban.
En lo alto del sendero de la montaña avanzaban sigilosas una veintena de figuras, todo lo que quedaba de aquellos que un poco antes habían bajado en tropel para llevarnos cautivos o matarnos. En lo alto de los cada vez más oscuros cielos se estaban reuniendo los quebrantahuesos, los carroñeros alados del Himalaya.
La mujer levantó la mano y nos hizo señas una vez más. Caminamos lentamente hacia ella, nos paramos frente a ella. Los grandes ojos claros nos escudriñaban, pero no más intensamente que nuestros propios y asombrados ojos.
Tuvimos una visión de tal belleza, creo yo, como ninguna se ha tenido desde que Helena de Troya era doncella. Al principio, lo único que pude notar fueron los ojos, claros como los cielos de abril bañados por la lluvia, cristalinos como un secreto manantial sagrado para Diana en forma de media luna. Sus amplios iris grises estaban salpicados de ámbar dorado y zafiro, motas que brillaban como racimos de estrellitas áureas y azules.
Luego, con un extraño estremecimiento de asombro, vi que estas diminutas constelaciones no estaban solo en el iris, sino que se agrupaban incluso dentro de las pupilas, en lo profundo de estas, como lejanas estrellas en las profundidades de los aterciopelados cielos de medianoche.
¿De dónde habían salido esos fríos fuegos que habían brotado de ellos?, me pregunté, ¿más amenazadores, mucho más amenazadores en su frío sosiego que las calientes llamas de la ira? Aquellos ojos no eran peligrosos, no. Estaban tranquilos y quedos, aunque en ellos parpadeaba la sombra de un interés, sonreía el fantasma de una simpatía.
Por encima de estas, unas broncíneas cejas niveladas y delicadamente dibujadas a lápiz. Los labios eran de un coral carmesí y... dormidos. Dulces eran esos labios como el eterno maestro pintor que duerme su sueño del alma misma de la dulzura de la mujer, atisbados en una visión y dibujados sobre su lienzo, y dormidos, nada ansiosos por despertar.
Una nariz recta y orgullosa. Una frente ancha y baja, y sobre esta las masas de enmarañados mechones: leonado topacio, turbios, lustrosos, METÁLICOS. Como seda hilada de cobre rojizo. Y brumoso como las volutas de las nubes que Soul'tze, diosa del sueño, pone en los cielos del amanecer para capturar los errantes sueños de los amantes.
Bajo el rostro maravilloso se fundía la redondeada columna de su cuello, fusionado con exquisitas curvas de hombros y pechos a medio revelar bajo envolventes velos.
Pero en su rostro, dentro de sus ojos, en el beso de sus rojos labios y el vestir de sus pechos había algo sobrenatural.
Algo surgido directamente de los silentes misterios del espacio llenos de estrellas, fuera del ordenado vacío, tranquilo e ilimitado.
Un desapasionado espíritu que velaba por la emoción humana en la boca escarlata, en cada línea esculpida y adormecida de ella, protegiéndola de su despertar.
La calma crepuscular que caía del sueño del sol para sosegar la inquieta laguna de montaña. La Ishtar que duerme sin sueños dentro del Nirvana.
Algo que no era de este mundo que nosotros conocemos y que, sin embargo, era de él como los vientos del Cosmos lo son para la brisa del verano, como el océano para la ola, como los relámpagos para la luciérnaga.
—No es humana, - oí susurrar a Ventnor en mi oído. —Mírala a los ojos. Mira su piel...
Su piel era blanca como el néctar de las perlas, gasa fina, sedosa y cremosa. Traslúcida como si un suave brillo morara en esta. A su lado, la piel clara de Ruth era a esta como la de una muchacha del campo curtida por el sol y el viento lo era para Titania.
Ella nos estudiaba como si estuviera viendo por primera vez seres de su propia especie. Y habló, y su voz fue distante y élfica, dulce como campanillas de oro ocultas, llena de ese espíritu tranquilo y distante que formaba parte de ella, como si en verdad una campanita dorada debiera sonar desde los silencios, hablar por ellos, encontrarles lenguas. Las palabras vacilaban, se detenían como si los labios que las pronunciaban encontraran extraña el habla, tan extraña como los ojos claros encontraban nuestras imágenes.
Y las palabras eran persas, el persa más puro y antiguo.
—Soy Norhala, - dijo la voz dorada, susurró en silencio. —Soy Norhala.
Sacudió impaciente la cabeza. Una mano salió sigilosamente de debajo de sus velos, delgada, de dedos largos y uñas como perlas rosadas. Por encima de la muñeca había enrollado un dragón dorado con malignos ojillos carmesí. La esbelta mano blanca tocó la cabeza de Ruth, la giró hasta que los extraños orbes moteados miraron directamente a los brumosos azules.
Miraron largo y profundo. Entonces ella, quien se había llamado a sí misma Norhala, extendió un dedo, tocó la lágrima que colgaba de las rizadas pestañas de Ruth y la miró con asombro.
Algo de reconocimiento, de recuerdo, pareció despertar en su interior.
—¿Estás... preocupada? - preguntó ella con ese esfuerzo vacilante.
Ruth negó con la cabeza.
—¿ELLOS, no te molestan?
Señaló los montones apiñados que cubrían el hueco. Y entonces vi de dónde venía la luz que había brotado de sus grandes ojos. Porque las pequeñas estrellas azules y doradas palidecieron, temblaron y luego destellaron como galaxias de diminutos soles de plata.
De ese extraño resplandor, Ruth se encogió asustada.
—No, no, - jadeó Ruth. —Lloro por... ÉL.
Señaló donde yacía Chiu-Ming, una mancha marrón al lado de los hombres destrozados.
—¿Por él? - Había perplejidad en la débil voz. —¿Por eso? Pero ¿por qué?
Miró a Chiu-Ming y supe que, para ella, la vista de la forma arrugada no implicaba ningún reconocimiento humano, nada como sus parientes. Había una leve maravilla en sus ojos, que ya no estaban llenos de luz, cuando por fin se volvió hacia nosotros. Durante mucho tiempo nos consideró.
—Ahora, - rompió el silencio, —ahora algo se agita dentro de mí que parece llevar durmiendo mucho tiempo. Me pide que os lleve conmigo. ¡Venid!
De pronto se apartó de nosotros y avanzó hacia la grieta. Nosostros nos miramos unos a otros buscando consejo, decisión.
—Chiu-Ming, - dijo Drake. —No podemos dejarlo así. Al menos cubrámoslo de los buitres.
—Venid. - La mujer había llegado a la boca de la fisura.
—¡Tengo miedo! Oh, Martin, tengo miedo. - Ruth extendió temblorosas manos hacia su alto hermano.
—¡Venid! - exclamó Norhala de nuevo. Hubo un eco de aspereza, un repiqueteo, perentorio e inexorable, en el tono.
Ventnor se encogió de hombros.
—Ven, entonces, - dijo él.
Con una última mirada al chino, los quebrantahuesos ya dando vueltas a su alrededor, caminamos hacia la grieta. Norhala esperó, en silencio, cavilando hasta que pasamos junto a ella. Luego avanzó detrás de nosotros.
Antes de haber avanzado diez pasos, vi que el lugar no era una fisura. Era un túnel, un pasaje excavado por manos humanas. Sus paredes estaba cubiertas con las retorcidas líneas de los dragones, su techo era la montaña.
La mujer envuelta pasó a nuestro lado. Rápidamente la seguimos. Muy muy por delante había un pálido fulgor. Se estremecía, cortina fantasmal débilmente reluciente, a una milla de distancia.
Ahora estaba cerca. La atravesamos y salimos del túnel. Ante nosotros se extendía un estrecho desfiladero, un corte de espada en el cuerpo del enorme gigante bajo cuyos pies se deslizaba el túnel. Muy arriba estaba la cinta del cielo.
Los lados estaban oscuros, pero me pareció que no había árboles ni verdor de ningún tipo. Su suelo estaba sembrado de cantos rodados, de formas fantásticas, casi indistinguibles en la oscuridad que se cerraba rápidamente.
Monolitos gemelos protegían el final del pasillo. Las gigantes piedras estaban inclinadas, desmoronadas. Las fisuras irradiaban desde la abertura como profundas arrugas en la roca, mostrando dónde la deformación de la tierra, la presión de la montaña, habían estado operando durante mucho tiempo para cerrar este camino excavado.
—Alto, - la brusca nota dorada de Norhala nos detuvo y, de nuevo a través de los ojos claros, vi el destello de la luz blanca de las estrellas.
—Puede que sea bueno... - Habló como para sí misma. —Puede que sea bueno cerrar este camino. No es necesario...
Su voz sonó de nuevo, vibrante, extrañamente inquietante, armoniosa. Un murmullado cántico fue al principio, rítmico y grave, ondas y fluctuaciones, tonos y progresiones completamente ignotos para mí. Temas desconocidos, abruptos y extraños que seguían resonando, como gotas de cristalinas joyas de sonido, repiques dorados, y todo ordenado, matemático, GEOMÉTRICO, como lo habían sido los gestos de las formas, de los liliputienses de las ruinas, de los brobdingnagianos de la hondonada encantada.
¿Qué era esto? Yo lo sabía, ¡ERA AQUELLOS GESTOS TRANSFORMADOS EN SONIDO!
Había un movimiento descendente por la boca del túnel. Se hizo más rápido, parecía vibrar con su canción. Dentro de la oscuridad había pequeños destellos, fulgores de luz empezaron a aparecer y desaparecer, como pequeños despertares de suaves y enjoyados ojos ígneos, como magníficas luciérnagas gigantes; destellos de ámbar turbio, destellos de rosa, destellos de diamantes y ópalos, de esmeraldas y rubíes, parpadeantes y tintilantes.
Una bruma reluciente se deslizó a su alrededor, una bruma veloz y enroscada. Se espesaba, disparada desde delgados hilos como una telaraña, centelleantes hebras de luz.
Los brillantes hilos se tornaron más gruesos, más pulsantes, salpicados de vívidos destellos diminutos. Corrían juntos, condensados, y todo esto en un instante, en una décima parte del tiempo que me toma escribirlo.
De la ardiente bruma y de los destellos de gemas surgieron relámpago tras relámpago. La pared del acantilado saltó hacia afuera, una catarata de llamas verdes. Las fisuras se ensancharon, los monolitos temblaron y cayeron.
Al paso de ese deslumbrante fulgor venía la oscuridad total. Abrí lentamente los ojos, cegados, las motas de fuego verde se despejaron. Un tenue brillo aún se aferraba al acantilado. Junto a este vi que la boca del túnel se había desvanecido, había sido sellada, allí donde había estado abierta sólo había toneladas de roca partida.
Pasó algo corriendo junto a nosotros como grandes cuerpos, algo me rozó la mano, algo cuyo tacto era como el de metal caliente, pero un metal palpitante de vida. Pasaron corriendo y murmurando en el silencio.
—¡Venid! - Norhala revoloteó delante de nosotros como una forma débilmente luminosa en la oscuridad. Rápidamente la seguimos. Encontré a Ruth a mi lado. Sentí su mano agarrarme la muñeca.
—Walter, - me susurró, —Walter, ¡ella no es humana!
—Tonterías, - murmuré. —Tonterías, Ruth. ¿Qué crees que es? ¿Una diosa, un espíritu del Himalaya? Ella es tan humana como tú o como yo.
—No. - Incluso en la oscuridad pude sentir la obstinada negación de su rizada cabeza. —No es del todo humana. ¿O cómo pudo ella haber mandado esas cosas? ¿O haber convocado los relámpagos que estallaron en la boca del túnel? Y su piel y su cabello son demasiado MARAVILLOSOS, Walter.
—Bueno, ella me hace ver, parecer grosera. Y la luz que se cierne a su alrededor es, bueno, es a través de esa luz que nos abrimos paso. Y cuando ella me tocó, yo... yo resplandecí por completo.
—Humana, sí, pero hay algo más en ella, algo más fuerte que la humanidad, algo que la hace dormir. - añadió Ruth asombrosamente.
El suelo estaba nivelado como una pista de baile. Seguimos el enigmático resplandor; emanación, me pareció a mí; de Norhala, que era como una luz a seguir en la oscuridad. La alta franja del cielo se había desvanecido, parecía estar nublado, porque no podía ver las estrellas.
Dentro de la oscuridad comencé de nuevo a sentir un leve movimiento, una suave agitación a nuestro alrededor. Tuve la sensación de que a cada lado y detrás de nosotros se movía un anfitrión invisible.
—Algo se mueve cerca de todos nosotros, algo va con nosotros, - Ruth se hizo eco de mi pensamiento.
—Es el viento, - dije y me detuve, porque no había viento.
De la oscuridad que teníamos ante nosotros llegó una sucesión de curiosos y amortiguados chasquidos, como una amortiguada ametralladora mitrailleuse. La luminiscencia que cubría a Norhala se iluminó profundizando la oscuridad.
—¡Cruzad!
Norhala señaló el vacío que tenía delante. Luego, cuando empezábamos a avanzar, le tendió la mano a Ruth y la detuvo. Drake y Ventnor se acercaron a ellos, interrogantes, ansiosos. Pero yo di un paso adelante, fuera de la penumbra.
Delante de mí había dos cubos. Uno que juzgué que tenía, bajo esa luz incierta, dos metros de altura, el otro tenía la mitad de su volumen. De ellos, un rayo de fosforescencia azul pálido atravesaba la oscuridad. Se detuvieron, el más pequeño ceñido al lado del más grande, para todo el mundo como un par de inmensos bloques de jardín de infancia, colocados como escalones por un niño gigante.
Cuando mis ojos los recorrieron, vi que el eje brillante era un ininterrumpido tramo de cubos, no con múltiples arcos como el puente liliputiense de la cámara del dragón, sino plano y recorriendo un abismo que se abría a mis pies. Se estiraron todos treinta metros como un esbelta y lustrosa viga que atraviesa insospechadas profundidades de oscuridad. Desde muy muy abajo llegaba el débil susurro de aguas turbulentas.
Yo vacilé. Pues estos eran los bloques que habían formado el cuerpo del monstruo en el hueco, de brazos agitados. La cosa que había jugado tan asesinamente con los hombres de armadura.
Y ahora se había conformado en este puente anclado e inactivo.
—No temas. - Era la mujer hablando, en voz baja como se tranquilizaría a un niño. —Sube. Cruza. Ellos me obedecen.
Pisé con firmeza el primer bloque, subí al segundo. El tramo se extendía, tenía bordes afilados, liso, solo una delgada y brillante línea revelaba dónde cada gran cubo se sujetaba al otro.
Caminé despacio al principio, luego con creciente confianza, ya que desde la superficie fluía una guía, una fuerza de sujeción, que era como una hueste de manitas invisibles que me estabilizaban y mantenían firmes mis pies. Miré hacia abajo. Las miríadas de enigmáticos ojos estaban observando, mirándome desde lo más profundo. Me fascinaron. Sentí que mi ritmo se ralentizaba. Un vértigo se apoderó de mí. Resueltamente, conduje mi mirada hacia arriba y hacia adelante, y avancé.
De las profundidades llegaba más claramente el sonido de las aguas. Ahora sólo quedaban unos pocos metros más del puente ante mí. Llegué a su final, dejé caer los pies, los sentí tocar un cubo más pequeño y descendí.
Ventnor llegó a lo largo del tramo. Conducía su poni cargado. Le había vendado los ojos para que no pudiera ver el estrecho camino por el que caminaba. Y muy cerca, con una mano descansando tranquilizadoramente sobre su flanco, avanzaba Drake meciéndose descuidadamente. La pequeña bestia deambulaba tranquilamente, con paso seguro como todos los de su especie de montaña, y dócil en la oscuridad y la guía.
Entonces, un brazo sobre Ruth hizo flotar a Norhala. Ahora ella estaba a nuestro lado. Soltó su brazo de Ruth y se deslizó junto a nosotros. Continuamos durante cien metros o más, y luego ella nos llevó un poco hacia la pared invisible del cañón.
Ella se paró frente a nosotros, protegiéndonos. Una llamada de oro envió.
Volví a mirar hacia la oscuridad. Algo parecido a una vara enorme y débilmente reluciente se estaba elevando. Más alto se elevó y aún más alto. Ahora estaba de pie, erguida como un pilar alto y esbelto, una gigantesca y delgada figura cuya punta apuntaba treinta metros en el aire.
Luego, lentamente, se inclinó hacia nosotros; se acercó, bajó al suelo, tocó tierra y se quedó allí durante un inerte instante. De pronto se desvaneció.
Pero bien sabía yo lo que había visto. El tramo por el que habíamos pasado se había elevado de igual guisa que el puentecito de la fortaleza. Se había elevado a través del abismo y, al caer sobre el borde, se había desintegrado en sus unidades. Nos estaba siguiendo.
Un puente de metal que podía construirse a sí mismo y romperse. ¡Un puente de metal pensante y consciente! Un puente de metal con volición, con mente, que nos seguía.
Allí suspiró detrás un gemido suave y sostenido. Rápidamente se acercó a nosotros. Una forma débilmente resplandeciente pasó, se detuvo. Era como una rígida serpiente cortada de una gigantesca barra cuadrada de frío acero azul.
Su cabeza era una pirámide, un tetraedro, su longitud se desvanecía en la oscuridad ulterior. La cabeza se alzó, los bloques que formaban su cuello se separaron en cuñas abiertas como una brobdingnagiana réplica de aquellos pequeños reptiles pintados, fantásticos y articulados, que los fabricantes de juguetes japoneses tallaban de la madera.
Parecía mirarnos, burlona. La cabeza puntiaguda cayó. Pasando junto a nosotros fluyó el cuerpo. Sobre ella se agrupaban otras pirámides como las púas que protegían la espalda de un Brontosaurio de pesadilla. Su final apareció rápidamente a la vista: su cola era otra pirámide gemela a su cabeza.
Coqueteó alegremente y desapareció.
Pensé que el tramo debía desintegrarse para seguir, ¡y no fue necesario! Podía moverse tanto como COMPUESTO como en UNIDADES. Moverse de forma inteligente, consciente, como se había movido el Golpeador Divino.
—¡Venid! - La orden de Norhala detuvo mis pensamientos. Caímos detrás de ella. Al mirar arriba capté el amistoso brillo de una estrella. Yo sabía que la hendidura se estaba ensanchando.
Las puntas de las estrellas se engrosaron. Salimos a un valle tan pequeño como la hondonada de la que habíamos huido; anillado como esta con cumbres que tocaban el cielo. Podía ver claramente. El lugar estaba bañado por un suave resplandor, como si en él las estrellas lejanas y brillantes vieran todos sus rayos, llenándolo como una taza con sus pálidas llamas.
Era tan luminoso como los valles de Alaska cuando, en las blancas noches árticas, son iluminados, creen los atabascos, por las relucientes lanzas de los dioses cazadores. Las paredes del valle parecían retroceder hasta distancias infinitas.
Las brumas relucientes que habían enturbiado a Norhala se habían desvanecido o, al fundirse con el pálido fulgor, se habían vuelto una con él.
Yo la miré fijamente, esforzándome por aclarar en mi propio pensamiento nublado qué era lo que había sentido como inhumano, como ajeno a NUESTRO mundo o a sus gentes. Sin embargo, esta convicción no se debió a la luz que la rodeaba, ni a sus llamamientos de los relámpagos; ni siquiera a su control de aquellas cosas que habían golpeado a los hombres armados y nos había abierto el abismo.
Yo estaba seguro de que todo eso estaba en el dominio de lo explicable, que podría resolverse en la normalidad una vez que se obtuvieran los hechos básicos.
De pronto, lo supe. Junto a lo que llamamos lo humano habitaba en esta mujer una conciencia real ajena a la tierra, desapasionada, al menos como la conocemos nosotros, ordenada, matemática, una emanación de la ley eterna que guía en círculos a las estrellas.
Esto era lo que se había movido en los gestos que habían evocado los relámpagos. Esto era lo que había hablado en la canción, que eran los gestos transformados en sonido. Esto era lo que algo más grande que mi conciencia sabía y aceptaba.
Algo que compartía, no, que reinaba, sereno y tranquilo, sobre el trono de su mente. Algo absolutamente INCOMPRENSIVO, completamente inconsciente DE, cósmicamente ciego A toda emoción humana. Que se extendía como un velo sobre su propia consciencia. Que CHAPABA —esa era una palabra extraña, ¿por qué me había venido?— su pensamiento, algo que había puesto su marca en ella como... como la huella de la gigantesca garra en el campo de amapolas, como la pequeña huella del salón con dragones.
Retuve mi mente, me daba vueltas, pensé entonces en las garras de fantasía. Me esforcé por tomar minuciosa nota de estas para volver a la normalidad.
Los velos se le habían quitado dejando al descubierto el cuello, los brazos, el hombro derecho. Bajo la suave garganta, una hebilla de oro opaco sujetaba los transparentes y diáfanos pliegues de la seda color ámbar pálido que envolvía los altos y redondeados pechos sin ocultar ninguna curva de diosa.
Una ancha y dorada faja ceñía la cintura, cubría las redondeadas caderas y muslos. Los pies; largos, estrechos y de alto arco; estaban calzados con sandalias doradas atadas justo por debajo de las rodillas, redondeadas estas con bandas planas tachonadas de color turquesa.
Y brillando a través de los pliegues de color ámbar, como luz sobre ellos, el milagro de su cuerpo.
El sueño del maestro escultor dado vida. La diosa de la juventud de la tierra renacida en los páramos del Himalaya.
Ella alzó los ojos y rompió el largo silencio.
—Ahora que estoy con vosotros, - dijo soñadora, —despiertan dentro de mí antiguos pensamientos, antiguos saberes, antiguas preguntas, todo lo que había olvidado y creía olvidado para siempre
La voz dorada murió. La que había hablado se había ido de nosotros como el desvanecimiento de un fantasma, como el rasgado de una película.
Un destello se disparó sobre los cielos, y otro y otro. Un brillante relámpago de un verde intenso como el de un reflector distante barrió hasta el cenit, quedó suspendido durante un momento y se retiró. Subió, vertiendo las lanzas y las serpentinas de la aurora, cada vez más rápido, pancartas y esbeltas lanzas brillantes de verdes y azules iridiscentes y rojos ahumados y relucientes.
El valle apareció a la vista.
Sentí el agarre de Ventnor en mi muñeca. Seguí su dedo acusador. En el valle, desde la derecha, corría un espolón de roca negra a media milla de nosotros, a quince metros de altura.
Sobre su cresta estaba... ¡Norhala!
Los brazos de Norhala se levantaban hacia el cielo resplandeciente, con sus trenzas aflojadas y; mientras los fuegos de la aurora subían y bajaban, corrían y se detenían; la sedosa nube de sus cabellos se arremolinaba y enroscaba con estos. Nubecitas de coruscos danzaban alegremente como luciérnagas alrededor y a través de ella.
Y todo su cuerpo desnudo estaba perfilado con luz viva, brillaba y palpitaba con luz. La luz la llenaba como un recipiente, se bañaba en ella. Norhala metió los brazos entre los llameantes y fluidos rizos, se los apartó, encarcelada y se balanceaba lenta y rítmicamente, como un débil tintineo dorado llegaba el eco de su canción.
Bruscamente a su alrededor, medio rodeándola en el espolón negro, centellearon miríadas de fuegos de gemas. Destellos y llamas de esmeralda pálida, resplandor constante de rubíes en llama, fulgores del zafiro más profundo, de zafiro pálido, de tintilantes opalescencias, de irisados resplandores. Un momento brillaron. Entonces de ellos salió un relámpago tras otro, un relámpago que se precipitaba sobre la hermosa forma que allí se balanceaba; relámpagos que caían sobre ella, que se quebraban y se vertían en cascada desde su cuerpo radiante.
Los relámpagos la bañaban, ella se bañaba en ellos.
Los cielos estaban cubiertos de una veloz niebla. La aurora estaba velada.
El valle se llenó de un pálido resplandor que descendía como velos sobre este ocultándolo todo en su interior. Y oculta dentro de pliegue luminoso tras pliegue, ¡Norhala!
Enmudecidos, nos encaramos unos a otros, blancos y pálidos bajo la luz fantasmal.
El valle estaba muy quieto, tan sereno como si le hubieran arrebatado el sonido. El resplandor que lo impregnaba se había espesado perceptiblemente, se cernía sobre el suelo del valle con vagas y centelleantes brumas. Lo ocultaba.
Como un sudario era ese silencio. Debajo de él, mi mente pugnaba, su inquietud, sus presentimientos se fortalecían cada vez más. En silencio volvimos a empacar las alforjas, yo ceñí el poni. En silencio esperamos el regreso de Norhala.
Ociosamente había notado que el lugar en el que nos encontrábamos debía de elevarse por encima del nivel del valle. Hacia nosotros, la bruma que se acumulaba había ido aumentando constantemente. Todavía flotaba su cresta vacilante a medio metro por debajo de nosotros.
De repente, de su tenue nebulosidad se abrió un cuadrado débilmente fosforescente. Este se levantó, despacio. Luego avanzó como un lustroso cubo de dos metros y medio por la pendiente y se detuvo casi a nuestros pies. Allí se demoró. Nos contemplaba desde sus miradores de brillantes y profundas estrías.
A su paso vagaron, uno a uno, otros seis, con sus copas levantándose desde los vapores como el primero, vigilantes como brillantes lomos de monstruos marinos; como angulosas torretas de fantásticos submarinos desde mares fosforescentes. Uno a uno, se deslizaron velozmente sobre la cornisa y uno a uno se acurrucaron, borde con borde y alternativamente junto al cubo que había salido antes.
En una media luna se estiraron ante nosotros. De espaldas a ellos, un paso, diez pasos, veinte retrocedimos.
Ellos permanecieron inmóviles, mirándonos.
Escindiendo las brumas, la seda del cabello cobrizo flotaba ampliamente, los ojos sobrenaturales radiantes flotaron tras estos... Norhala. Durante un instante quedó escondida detrás de su masa, de repente ella estaba sobre ellos. Flotaba por encima como un espíritu de luz, se paró ante nosotros.
Sus velos la cubrían de nuevo, cinto de oro, sandalias de oro y turquesa en su lugar. Blanco perla, su cuerpo brillaba; ninguna marca de relámpago lo mancillaba.
Ella caminó hacia nosotros, se volvió y encaró los vigilantes cubos. Ella no emitió ningún sonido, pero como a una señal, el cubo central avanzó y se detuvo ante ella. Norhala apoyó una mano en su borde.
—Cabalga conmigo, - le dijo a Ruth.
—Norhala. - Ventnor avanzóo un paso. —Norhala, nosotros debemos ir con ella. Y este, - señaló al poni, —debe ir con nosotros.
—Me refería a... que vosotros... vinierais - añadió la voz lejana, —pero no había pensado en... eso.
Un momento lo consideró, luego se volvió hacia los seis cubos que esperaban. Una vez más, al recibir una orden, cuatro de esas cosas se movieron, arremolinándose una hacia la otra con una extraña precisión, con una monstruosa imitación marcial. Se unieron. Quedó frente a nosotros una plataforma de cuatro metros cuadrados, dos de alto.
—Montad, —suspiró Norhala.
Ventnor miró impotente al frente escarpado frente a él.
—Montad.— Había una impaciencia medio asombrada en su orden. —¡Mirad!
Tomó a Ruth por la cintura y, con la misma rapidez desconcertante con la que se había desvanecido de nosotros cuando la aurora la había llamado, subió, sosteniendo a la chica, a la parte superior del cubo único. Fue como si las dos hubieran sido izadas, hubieran levitado con una rapidez increíble.
—Montad, —murmuró de nuevo mirándonos.
Lentamente, Ventnor empezó a vendar los ojos del poni. Yo puse una mano en el borde del cubo y salté. Una miríada de manos invisibles me agarraron, me levantaron, me colocaron instantáneamente en la superficie superior.
—Levanta el poni hacia mí —le grité a Ventnor.
—¿Que lo levante? - repitió incrédulo.
La sonrisa de Drake cortó como un rayo de sol el pavor de pesadilla que amortajaba mi mente.
—Atrápalo, - exclamó. Colocó una mano debajo del vientre de la bestia, la otra debajo de su cuello. Alzó los hombros y arriba que fue el poni, cargado como estaba, y aterrizó a mi lado suavemente sobre cuatro patas bien estiradas. Los rostros de los dos quedaron boquiabiertos, ridículos en su asombro.
—Seguidme, - gritó Norhala.
Ventnor saltó atolondradamente en busca de la cima, Drake a su lado. En el aleteo de un colibrí me agarraron maldiciendo débilmente. El invisible agarre en ángulo actuó hacia arriba, agarró desde el tobillo hasta el muslo y nos sujetó, a hombres y a bestias.
Avanzó el bloque que llevaba a Ruth y a Norhala. Yo vi a Ruth agachada con la cabeza inclinada y los brazos alrededor de las rodillas de la mujer. Flotaron entre las brumas y desaparecieron.
Y tras ellas, como un tronco en una veloz corriente, también nosotros nos sumergimos bajo los vapores vagamente luminosos.
Los cubos se movían con total ausencia de vibración, muy suave de hecho, tan suavemente que; si no hubiera sido por el repentino viento que se había levantado cuando nos habíamos movido por primera vez, y que ahora golpeaba firmemente nuestros rostros y las brumosas paredes que pasaban fluyendo; habría creído que estábamos en reposo.
Vi la forma borrosa de Ventnor desplazarse hacia el borde delantero. Caminaba como vadeando. Yo intenté seguirlo. no pude levantar los pies, solo podía avanzar resbalándolos como si patinara.
También la fuerza, cualquiera que fuese, que me sujetaba parecía pasarme de un invisible punto a otro. Era como si hasta la altura de mi cadera me moviera a través de una densamente tejida, pero fluida, masa de telarañas. Tuve la fantástica idea de que, si así lo deseaba, podría resbalar por el borde de los bloques y arrastrarme por los lados sin caer, como una mosca en las caras verticales de un enorme pan de azúcar.
Llegué al lado de Ventnor. Eeel estaba mirando al frente, esforzándose, sabía yo, por atravesar la bruma para atisbar a Ruth.
Se volvió hacia mí con el rostro tenso por la ansiedad, con los ojos febriles.
—¿Puedes verlas, Walter? - Su voz temblaba. —Dios, ¿por qué la dejé irse así? ¿Por qué la dejé ir sola?
—Estarán cerca por delante, Martin. - Hablé con una convicción que no podía explicar. —Dondequiera que nos dirijamos, dondequiera que nos lleve la mujer, tiene la intención de mantenernos juntos, al menos durante un tiempo. Estoy seguro de ello.
—Ella dijo: seguidme. - Drake estaba a nuestro lado. —¿Cómo diablos podemos hacer otra cosa? No tenemos ningún control sobre este pájaro en el que estamos. Pero ella sí. Lo que quiso decir, Ventnor, es que esto la siguiera.
—Cierto, - una nueva esperanza suavizó el demacrado rostro, —Cierto, pero ¿es verdad esto? Estamos contando con criaturas que la imaginación del hombre nunca ha concebido, ni ha podido concebir. Y con esa... mujer... de forma humana, sí, pero humana en pensamiento... Entonces, ¿cómo podemos saber...?
Se giró una vez más, con toda su conciencia estaba concentrada en sus escrutadores ojos.
A Drake se le resbaló el rifle de la mano.
Se inclinó para recogerlo, luego tiró con ambas manos. El rifle yacía inmóvil.
Me incliné y me esforcé por ayudarlo. Por todo lo que pudimos hacer los dos, el rifle bien podría haber formado parte de la brillante superficie sobre la que reposaba. Las diminutas y profundas puntas de las estrellas parpadearon.
—¡Se están riendo de nosotros! - gruñó Drake.
—Tonterías, - respondí y traté de controlar el involuntario estremecimiento que me invadió cuando vi al bkoque zarandear a Drake. —Tonterías. Estos bloques son grandes imanes, eso es lo que sujeta el rifle, lo que nos sujeta a nosotros también.
—No me refiero al rifle, - dijo; —Me refiero a esos puntos de luz, a los ojos.
Ventnor emitió un grito de alivio casi angustiado. Nosostros nos habíamos enderezado. Nuestra cabeza había salido disparada por encima de las brumas como las de los nadadores por encima del agua. Sin saberlo, habíamos salido de ellas.
Y a cien metros por delante de nosotros, cortándolas, velada en ellas casi hasta los hombros, estaba Norhala con sus vaporosas trenzas de oro rojizo; y junto a ella estaban los rizos castaños de Ruth. Al oír el grito de su hermano, ella se volvió y su brazo salió de los velos en un gesto tranquilizador.
A una milla de distancia había una abertura en la montañosa pared del valle. Hacia esta estábamos acelerando. No era una hendidura irregular, nada de una fisura dividida por la naturaleza, daba la impresión de ser una gigantesca puerta.
—Mirad, - susurró Drake.
Entre nosotros y la vasta entrada, triángulos relucientes empezaron a atravesar los vapores como las cortantes aletas de los tiburones, los destellos de cuerpos redondos como marsopas gigantes; los vapores bullían con ellos. Rápidamente, las aletas y las curvas nos rodearon. Se centraron en el portal, fluyeron a través de él, una horda de cosas de metal, guiándonos, protegiéndonos, jugando a nuestro alrededor.
Y extraño, inefablemente extraño era ese espectáculo: el vasto y silencioso valle con sus vapores tranquilos y suaves como una manta de nubes; la regia cabeza de Norhala flotando sobre ellos; el destello apagado y el brillo de las fluyentes paradojas del metal, en movimiento ordenado, a nuestro alrededor; la titánica puerta brillando ante nosotros.
Estábamos en su umbral, sobre ella.
Sobre ese umbral, las nieblas espumaban como olas rompientes, y luego dejaron abruptamente de existir. Manteniendo exactamente la distancia que yo había notado cuando nuestra mirada se había elevado por encima de la niebla, deslizó el bloque que portaba a Ruth y a Norhala. A la extraña luz del lugar al que habíamos llegado; y si ese lugar era un cañón, un corredor o un túnel no pude determinarlo; destacaba de manera nítida.
Un brazo de Norhala sujetaba a Ruth, y en esa actitud sentí una intención protectora, una tutela, el primer impulso realmente humano que esta forma de misterio y belleza había revelado.
Delante de ellas se extendió una veintena de sus servidores, que ya no tenían un austero brillo, sino que resplandecían como cortados en acero azul y pulido. Marchaban en filas ordenadas, globos, cubos y pirámides; moviéndose tranquilamente ahora como unidades.
Miré detrás de mí, de la bullente espuma en el portal, estaban saliendo otras decenas de Cosas Metálicas, lanzándose como buceadores a través de una ola. Y cuando se acercaron a nuestra estela y nadaron hacia la luz, su tenue brillo se desvaneció como una película, sus superficies se volvieron casi radiantes.
¿De dónde venía la luz que los hacía brillar? Nuestro ritmo había disminuido. Yo miré a mi alrededor. Las paredes de la hendidura o túnel eran perpendiculares, lisas y brillantes con un resplandor frío, metálico y verdoso.
Entre las paredes, como el rítmico destello de las luciérnagas, pulsaban suaves y fugitivos destellos que transmitían una sensación de lo infinitamente diminuto, de los electrones, se me ocurrió a mí, en lugar de los átomos. Su irradiación era verdosa, como las paredes, pero yo estaba seguro de que aquellos corpúsculos no procedían de ella.
Parpadearon y se desvanecieron como motas dentro de un rayo de sol cambiante; o, para usar una comparación más científica, como coloides dentro del campo iluminado del ultramicroscopio; y al igual que estos últimos, era como si los ojos no captaran las diminutas partículas en sí mismas, sino solo su movimiento.
Salvo por estos destellos, la luz del lugar, aunque crepuscular, era cristalina. Muy por encima de nosotros, a doscientos, cuatrocientos metros, las paredes se fundían en una bruma de velado berilo.
Ciertamente, los acantilados eran rocas, ¡pero rocas cortadas y alisadas, pulidas y chapadas!
Sí, eso era todo: chapadas. Recubiertas con una sustancia metálica que era en sí misma un depósito de luminosidad y de la cual, se me ocurrió a mí, latía la fuerza que encendía los titilantes iones. Pero ¿quién podía haber hecho tal cosa? ¿Con qué propósito? ¿Cómo?
Y la meticulosidad, la perfección de estos suavizados acantilados atacó mis nervios como ningún raspador podría hacerlo, provocando un vago resentimiento, un irritado deseo por las desarmonías humanas, por el desorden humano.
Absorto en mi examen, me había olvidado de aquellos que debían de compartir conmigo mis dudas y peligros. Sentí un agarre en mi brazo.
—Si nos acercamos lo suficiente y puedo soltarme los pies de esta maldita cosa, saltaré,, - dijo Drake.
—¿Qué? - Jadeé sin comprender, sobresaltado de mi preocupación. —¿Saltar adónde?
Seguí su dedo acusador. Nos acercábamos rápidamente al otro cubo. Ahora estaba a escasos veinte pasos por delante. Parecía haberse detenido. Ventnor estaba inclinado hacia adelante, temblando de ansiedad.
—¡Ruth! - exclamó él. —Ruth, ¿estás bien?
Lentamente, Ruth se volvió hacia nosotros, mi corazón dio un gran vuelco, luego pareció dejar de latir, pues su dulce rostro estaba tocado por la misma tranquilidad sobrenatural que era la de Norhala. En sus ojos castaños estaba aquel desapasionado espíritu que se cernía sobre los de Norhala. Su voz al responder contenía más que un eco del áureo tintineo lejano y débil de Norhala.
—Sí, - suspiró; —Sí, Martin, no temas por mí...
Y nos dio la espalda para mirar hacia adelante una vez más junto a la mujer, y tan silenciosa como ella.
Miré disimuladamente a Ventnor, a Drake. ¿Me lo había imaginado yo o ellos también lo habían visto? Entonces supe que lo habían visto. El rostro de Ventnor estaba pálido hasta los labios y Drake tenía la mandíbula tensa, los dientes apretados y los ojos ardiendo de ira.
—¿Qué le está haciendo a Ruth? ¿Visteis su cara? - gruñó medio inarticuladamente.
—¡Ruth! - Había angustia en el grito de Ventnor.
Ella no se giró de nuevo. Como si no lo hubiera oído.
Los cubos ahora estaban separados por menis de cinco metros. Drake se recompuso, se esforzaba por liberar los pies de la brillante superficie, preparándose para saltar cuando se acercaran lo suficiente. Su gran pecho se hinchaba con el esfuerzo, los músculos de su cuello se tensaban, el sudor le corría por la cara.
—Es inútil, - jadeó. —Inútil, Goodwin. Es como intentar levantarse por las correas de las botas, como una mosca atrapada en melaza.
—Ruth, - gritó Ventnor una vez más.
Como eso si hubiera sido una señal, el bloque de Ruth se lanzó hacia adelante retomando la distancia que antes había mantenido entre nosotros.
La vanguardia de las Cosas de Metal comenzó a correr. Con una velocidad increíble volaron, se perdieron en un instante dentro de las distancias luminosas.
El cubo que llevaba a la mujer y la chica aceleró, volaba cada vez más rápido hacia adelante. Y con la misma rapidez los nuestros lo siguieron. Las lustrosas paredes pasaban fluyendo vertiginosamente.
Nos habíamos deslizado hacia la pared derecha de la hendidura y estábamos deslizándonos sobre un amplio saliente. Este saliente tenía, a mi juicio, treinta metros de ancho. Desde este, el suelo del lugar caía rápidamente.
Los precipicios opuestos se estaban acercando lentamente. Tras nosotros fluía la flanqueante hueste.
Constantemente nuestro saliente se elevaba y el suelo del cañón descendía. Ahora estábamos a seis metros por encima de este, ahora a siete. Y el carácter de los acantilados estaba cambiando. Vetas de cuarzo brillaban bajo el enchapado metálico como cristal tallado, como ópalos turbios. Aquí había un toque de bermellón, allá una mancha de ámbar, bandas de ocre pálido lo teñían.
Atrapó mi mirada una línea de tinta negra en el centro exacto del desmoronado suelo. Tan negra era que a primera vista la tomé por una veta de lignito azabache.
Se ensanchaba. Era una grieta, una fisura. Ahora tenía un metro de ancho, ahora tres, y la oscuridad parecía brotar de su interior, una negrura que era la esencia misma de las profundidades. Constantemente la grieta de ébano se expandía, se extendía repentinamente de par en par en dos voladoras cuñas de bordes afilados...
La tierra se había desvanecido. A nuestro lado se había abierto un golfo, un abismo que descendía profundiad sobre profundidad, profundo, inconmensurable.
Éramos átomos humanos cabalgando sobre un corcel de hechicería y recorriendo una dividida muralla de espacio infinito.
Miré hacia atrás: decenas de cubos salían disparados de la hueste de metal que nos seguía. En una larga columna de a dos, pasaron velozmente y se adelantaron. Frente a nosotros, una tristeza empezó a crecer y profundizó al precipitarnos hacia la noche más negra.
Entre la oscuridad cruzaba una larga lanza de fosforescencia azul pálido. Se desenrolló como una cinta de llama pálida, se agitó como la lengua de una serpiente, se estabilizó. Sentí que la Cosa debajo de nosotros se abalanzaba hacia adelante. Su velocidad se hizo prodigiosa. El viento nos azotaba con la fuerza de un huracán.
Me cubrí los ojos con las manos y miré a través de las grietas de mis dedos. Colocada directamente en nuestro camino había una barricada de cubos y sobre estos corríamos como un ariete volador. Involuntariamente, cerré los ojos ante el aniquilador impacto que parecía inevitable.
La cosa sobre la que viajamos se elevó.
Estábamos elevándonos en un amplio ángulo directamente hacia la parte superior de la barrera. Estábamos sobre esta y, aún con esa espantosa velocidad desenfrenada nos precipitamos a través de la negrura por encima del rayo de fosforescencia, la cinta de luz pálida que yo había visto perforarla y sabía que ahora era solo otro tramo de los cubos que, poco antes, habían volado por delante nosotros. Debajo del tramo, a cada lado, sentí un vacío ilimitado.
Estábamos encima, corriendo en la oscuridad. Se inició un gran tumulto, un gran estruendo y rugido. El estruendo creció, golpeaba a nuestro alrededor con tremendos batidos de sonido.
A lo lejos brillaba un tenue resplandor, como el sol naciente entre las densas brumas del amanecer. Las brumas se desvanecieron, a millas de distancia resplandeció lo que a primera vista parecía de hecho ser el sol naciente, un orbe gigantesco cuya extremidad inferior tocaba el suelo y estaba cortada horizontalmente por la negrura, como si en su base la negrura estuviera congelada.
¿El sol? La razón volvió a mí, me dijo que este globo no podía ser eso.
¿Qué era entonces? ¿Ra-Harmachis de los egipcios, despojado de sus alas, exiliado y envejeciendo en los corredores de los Muertos? ¿O esa luminaria burlona, el fantasma frío del Dios de la luz y el calor que los viejos escandinavos creían que había sido puesto en su congelado infierno para atormentar a los condenados?
Lanzo a un lado las fantasías, con impaciencia. Pero sol o no sol, la luz fluía de este orbe, luz en rayos multicolores, lanzados, desterrando la negrura a través de la cual habíamos estado volando.
Más nos acercamos y más. Se hizo más claro a nuestro alrededor, y por la luz creciente vi que todavía a nuestro lado corría el abismo. Y aún más fuerte, más atronador, se convirtió en el clamor.
Al pie del disco radiante vislumbré un manantial luminoso. En él, desde las profundidades, sobresalía una tremenda lengua rectangular, reluciente como acero gris.
En la lengua apareció una forma tintada. Se elevó del abismo, se precipitó sobre el disco y tomó forma.
Era como una araña gigantesca, achaparrada y cornuda. Durante un instante se recortó ante la esfera sonriente, se mantuvo allí y desapareció a través de ella.
Ahora, no muy lejos, perfilada como lo había estado la forma de araña, ennegreció la vista un cubo y, sobre él, Ruth y Norhala. El cubo parecía flotar, esperar.
—Es una puerta, - el grito de Drake impactó levemente en mis oídos entre el huracán sonoro.
Lo que pensé que había sido un orbe era de hecho una puerta, un portal, y era gigantesco.
La luz fluía a través de él con colores llameantes, el resplandor de los relámpagos, las sombras flotantes estaban todas más allá. La sugerencia de esfera había sido una ilusión nacida de la oscuridad en la que nos movíamos y de su propia luminiscencia.
Y vi que la lengua de acero era una rampa, un tobogán que descendía hacia el abismo.
Norhala levantó las manos por encima de la cabeza. Desde la oscuridad voló una forma increíble, como un cangrejo monstruoso, acorazado y de espalda plana. De esta sobresalían púas en ángulo. Su enorme cuerpo estaba salpicado de llamas verdosas y veloces.
Pasó por debajo de nosotros y más allá. En su espalda había multitud de pechos de los que brotaban cegadores destellos: azul zafiro, verde esmeralda, amarillo sol. Flotaba en equilibrio como lo había hecho esa otra forma de pesadilla, destacándose en color negro azabache y colosal, alzándose sobre columnas de patas cuyos contornos eran los de enormes puntas de flecha y lunetas alternadas en ángulo. Rápidamente su forma cambió, en un instante flotó, medio desintegrado.
Ahora yo veía esferas girando y cubos y pirámides moviéndose hacia nuevas posiciones. Las patas delanteras y laterales se alargaron, las traseras se acortaron para ajustarse claramente a lo que debía de ser un ángulo de descenso variable más allá.
Y aquello no era una quimera, ningún kraken del abismo. Era un vagón hecho de Cosas de Metal. Yo volví a captar los destellos y pensé que eran joyas o montones de minerales brillantes transportados por la máquina consciente.
Aquello se desvaaneció. En su lugar flotaba en equilibrio el cubo que llevaba a la enigmática mujer y a Ruth. Luego ellas desaparecieron y nosotros quedamos donde ellas habían estado un instante antes.
Estábamos muy por encima de un océano de luz viviente, un mar de esplendores incandescentes que se extendía millas y millas de distancia y cuyas increíbles olas se elevaban a miles de metros en el aire, volaban en gigantescos estandartes, en tremendas serpentinas, en resplandecientes nubes de llamas multicolores, como desgarradas por las zarpas de un viento impetuoso.
Mi deslumbrada vista se aclaró, el resplandor, el fulgor y la abrasadora incandescencia adoptaron forma, se ordenaron. Dentro del mar de luz vislumbré formas ciclópeas, innombrables.
Se movían estas despacio, con una pavorosa paciencia. Brillaban oscuramente dentro de las profundidades tejidas por las llamas. De ellas llegaban las descargas de los relámpagos.
Había una veintena de ellas, enormes y enigmáticas. Sus llameantes rayos ensartaban los relucientes velos, los modelaban, como si fuesen las voladoras túnicas del mismísimo espíritu del fuego.
Y el estruendo era como diez mil dioses Thor batiendo con martillos contra los enemigos de Odín. Como una fragua sobre cuyos gritantes yunques se estaba formando un mundo nuevo.
¿Un mundo nuevo? ¡Un mundo de metal!
La idea giró por mi enredado cerebro, desapareció y no la recordé hasta mucho después. Porque de pronto todo ese clamor murió. Cesaron los relámpagos. Todos los resplandores que revoloteaban palidecieron y el mar de llameantes esplendores se hizo más delgado como nieblas en movimiento. Las tormentosas formas se apagaron con estos y parecieron oscurecerse en las tinieblas.
A través de la rápidamente extinta luz y muy muy lejos —millas parecía de alto y muchas muchas millas de largo— brillaba una amplia banda de amatista fluorescente. De esta cayeron cortinas relucientes, nebulosas como los pliegues de la aurora, vertidas en cascada de la banda de amatistina.
Enorme y negro púrpura en contraste con su abultada opalescencia, lo que al principio pensé que era una montaña; tan parecida a uno de esos fantásticos cerros de nuestro desierto del suroeste cuando sus almenadas cimas se recortan ante el sol poniente. Supe instantáneamente que esto no era más que un esfuerzo subconsciente por traducir en términos de realidad lo increíble...
¡Era una ciudad!
¡Una ciudad de dos mil metros de altura y coronada con innumerables torres y bastiones, con arcos titánicos, cúpulas estupendas! Era como si los acantilados artificiales de la parte baja de Nueva York estuvieran elevados decenas de veces su altura, estirados una veintena de veces su longitud. Y, por extraño que parezca, sugería esas mismas enormes masas de mampostería cuando uno las veía ennegrecerse ante los cielos crepusculares.
El abismo se oscureció como si la noche se filtrara hacia él. Las vastas murallas de la ciudad de tonos púrpuras resplandecían con innumerables luces. De los arcos de coronación y las torrecillas saltaban anchos filamentos de llamas, centelleantes, eléctricas.
¿Era fruto de mis esforzados ojos o del juego de luces y sombras que ese elevado vuelo de excrecencias estaba cambiando, mutando de forma? Una mano helada se extendió desde lo desconocido, calmó mi corazón. Porque estaban cambiando: arcos y cúpulas, torres y agujas; se estaban derritiendo, reapareciendo en fermento como los bordes ondulados de la nube tormentosa, llenos de relámpagos.
Luché y aparté la mirada. Vi que nuestra plataforma se había posado sobre una ancha y plateada cornisa cerca del marco curvo del portal y no a un metro de donde, en su bloque, estaba Norhala con el brazo agarrado a la forma rígida de Ruth. Oí un suspiro de Ventnor, una exclamación de Drake.
Antes de que uno de nosotros pudiera gritar a Ruth, el cubo se deslizó hasta el borde de la cornisa y desapareció de la vista.
Aquello sobre lo que cabalgábamos tembló y aceleró tras él.
Sobrevino una enfermiza sensación de caída. Nos abalanzamos uno contra el otro. Por primera vez el poni relinchó, temeroso. Luego, a una velocidad espantosa, descendimos por una amplia y reluciente rampa de pronunciado ángulo hacia el Abismo, directamente hacia los altísimos y medio ocultos escarpes que brillaban a lo lejos.
Muy por delante corría la Cosa sobre la que se encontraban mujer y dama. Sus cabellos ondeaban detrás de ellas, como una telaraña de seda color marrón y un velo brillante de oro rojo. Nubecillas de centelleantes corpúsculos se enroscaban alrededor de ellas, como revoloteantes enjambres de luciérnagas. Sus cuerpos estaban llenos de diminutas y parpadeantes lenguas de fuego lavanda.
A nuestro alrededor, por encima de nosotros, comenzó de nuevo a retumbar los innumerables tambores del trueno.
Era como si estuviéramos en un meteoro precipitándose por el espacio. El aire dividido chillaba y silbaba como una barrera quejumbrosa contra la avalancha del trueno. La explosión nos doblaba hacia atrás sobre los muslos que el agarre magnético mantenía rígidos.
El poni extendía las patas, dejó caer la cabeza. Entre el rugido del huracán, se oyó tenuemente su grito, ese lamento angustioso y terrible que es del caballo y solo del caballo cuando se alcanza el límite de su resistencia.
Ventnor se agachaba con los ojos ocultos detrás de brazos cruzados por encima de las cejas, esforzándose por ver a Ruth. Drake se agachaba a su lado, abrazándolo y apoyándolo contra la tempestad.
Nuestra línea de vuelo se hizo menos abrupta, pero la velocidad aumentaba, la presión del viento se volvía casi insoportable. Yo me di la vuelta, me dejé caer sobre mi brazo derecho, apoyé la cabeza en el hombro y miré hacia atrás. Cuando había visto el lugar por primera vez había sentido su inmensidad, ahora comenzaba a percatarme de lo enorme que debía de ser en realidad, porque ya la puerta por la que habíamos llegado brillaba a lo lejos en lo alto, encogida hasta convertirse en un incandescente y rápidamente menguante aro de latón.
Tampoco era una caverna. Veía las estrellas, trazadas con profundo relieve las conocidas constelaciones del Norte. Podía ser un hoyo, pero cual fuese el terror, las ordalías que nos aguardaran, no tendríamos que enfrentarnos a ellas enterradas en las profundidades de la tierra. Sentí un curioso consuelo ante la idea.
De pronto, las estrellas y el cielo se esfumaron.
Nos habíamos sumergido bajo la superficie del mar radiante.
Tumbado en la posición en que me encontraba, percibí una disminución de la fuerza ciclónica. La explosión fluía hacia arriba y delante del cubo. A mí me llegaban sólo los lamentos de nuestro vuelo y el lloriqueo de terror del poni.
Giré la cabeza con cautela. En el mismo borde de los bloques voladores se habían sentado Drake y Ventnor como ranas grotescas. Me arrastré hacia ellos, me arrastré, literalmente, como una oruga, porque donde mi cuerpo tocaba la superficie de los cubos, la fuerza de atracción lo retenía, permitía solo un movimiento deslizante, la superficie se deslizaba sobre la superficie y, extrañamente, como un gusano de medida humana, gusaneé hacia ellos.
Mientras mis palmas desnudas se aferraban a esas Cosas, noté con firmeza que cualquiera que fuese su activación, su vida, eran de metal.
No había duda ahora del testimonio del tacto. Eran de metal, con el tacto del platino muy pulido o al menos de un metal tan finamente granulado como este.
También tenían temperatura, un calor curiosamente agradable. Las superficies, a mi juicio, rondaban los treinta y cinco grados Celsius. Miré profundamente en los puntitos brillantes que eran, sabía yo, órganos de la vista. Eran como los puntos de contacto de incomtables planos de cristal entrecruzados. Tenían el más extraño y paradójico indicio de estar cerca de la superficie y aún así a distancias infinitas.
Y eran como, ¿cómo eran? La idea me vino con un impacto distinto.
Eran como las galaxias de pequeñas y áureas estrellas de zafiro en el cielo gris claro de los ojos de Norhala.
Me arrastré junto a Drake y lo golpeé con la cabeza.
—No puedo moverme, - grité. —No puedo levantar las manos. Efecto de pegado rápido, como una mosca, tal como dijiste.
—Arrástralas sobre las rodillas, —gritó, inclinándose hacia mí. —Sácalas resbalando de la atracción.
Actuando como me había sugerido, descubrí para mi asombro que podía liberar las manos. Tomé su cinturón e intenté levantarme por él.
—Es inútil, doctor. - La vieja sonrisa iluminó por un momento su tenso y joven rostro. —Tendrás que seguir rezando hasta que se apague la luz. Aquí no hay nada sobre lo que puedas deslizar las rodillas.
Asentí con la cabeza, acercándome a su lado; luego me hundí en cuclillas para aliviar la tensión de los doloridos músculos de mis piernas.
—¿Las ves delante, Walter, a Ruth y a la mujer? - Ventnor volvió sus ojos ansiosos hacia mí.
Escudriñé la oscuridad resplandeciente, negué con la cabeza. No podía ver nada. De hecho, era como si los cubos agrupados aceleraran dentro de una burbuja de vapores ahora débilmente brillantes o, más bien, como si en nuestro paso —como lo hace un proyectil en el aire— acumulara ante nosotros una espesa onda de brumas que, fluyendo a cada lado y cerrándose por detrás, oscurecía todo lo que había alrededor.
Sin embargo, yo tenía la persistente sensación de que más allá de esas mortajas había un vasto y ordenado movimiento. Marchas y contramarchas de huestes más grandes incluso que las Hordas Doradas de Gengis que siglos atrás habían inundado las bases exteriores de los mismos picos que ocultaban este lugar. También vinieron revoloteando sombras de formas enormes, innombrables, moviéndose velozmente en nuestra dirección. Destellos que se abrían paso a través de los velos como giratorias jabalinas de fuego.
Y siempre siempre en todas partes ese movimiento constante, rítmico, aterrador, como miríadas de pies de criaturas de un mundo extraño e invisible que marcaba el tiempo justo fuera del umbral del nuestro. Preparándose, PERFORANDO allí en algún amplio vestíbulo de espacio entre lo conocido y lo desconocido, alerta y amenazante, preparado para la señal que los enviaría a toda velocidad sobre él.
Una vez más me pareció estar al borde de un abismo de increíble revelación, esforzándome sin poder hacer nada, luchando en busca del descubrimiento, y así, luchando, descubrí que nuestra velocidad disminuía rápidamente, que la rugiente ráfaga disminuía, que los velos ante nosotros se adelgazaban.
Se despejaban. Vi que Drake y Ventnor se enderezaban. Yo me incorporé sobre mis propias rodillas doloridas.
Estábamos en un extremo de un vórtice, un embudo dentro de los radiantes vapores. Un embudo cuyo extremo más lejano, una milla más adelante, se ensanchaba en un enorme círculo de bordes brumosamente delineados que incidían en la imponente escarpa de la... ciudad. Era como si ante nosotros yaciera, de costado, un cono de aire cristalino y claro contra cuyos lados curvos se apretaba un medio radiante más pesado que el aire, más liviano que el agua.
El arco superior de su base postrada alcanzaba los trescientos metros o más por la pared escarpada; por sobre todo eso estaba escondido en centelleantes nebulosidades como quietas nubes de luciérnagas verdes. Desde los lados curvos de este cono, por encima y por debajo de él, las apremiantes luminosidades se extendían, al parecer, hasta distancias infinitas.
A través de ellas, de pronto, miles de rayos brillantes comenzaron a volar, a danzar, a entretejerse y entrelazarse, disparados desde aquí para allá como miríadas de grandes reflectores en una niebla marina fosforescente, ¡como incontables lanzas de la aurora atravesando sus propios velos iridiscentes! Y en el actuar de estos rayos había algo espantosamente ordenado, espantosamente rítmico.
Tenía... ¿cómo puedo describirlo? PROPÓSITO útil como los cambios geométricos de las Cositas de las ruinas, de la canción de invocación de Norhala, de los cambios proteicos de la Forma del Golpeador Diviino y la Cosa Siguiente; y como todos ellos, estaba tan cargado de esa desconcertante certeza de significados ocultos, de mensajes que el cerebro reconocía como tales pero que yo sabía que nunca podría leer.
Los rayos parecían surgir de la tierra. Ahora eran como innumerables lanzas de luz llevadas por marchantes ejércitos de Titanes; ahora cruzaban, formaban ángulos y volaban como nubes de jabalinas lanzadas por enjambres de Genios Luminosos en la lucha. Y ahora estaban quietos mientras a través de ellos, haciéndolos a un lado, doblándolos, pasaban formas vastas y vagas como montañas formándose y disolviéndose; como monstruos que se oscurecen desde algún mundo de luz a través de espesos bosques de delgados y altos árboles de frío fuego; sombras cambiantes de monstruosas quimeras deslizándose por junglas de bambú con diamantinos troncos ígneos; fantasmales leviatanes nadando a través de los frenos de gigantes cañas de resplandor que se elevaban desde el rezumado chispeante de un mar de brillo estelar.
¿De dónde venía la fuerza, el mecanismo que producía este cono de claridad, este NO reflector sin luz en medio de la luz? No desde atrás, eso era seguro. Al volverme vi que, detrás de nosotros, la niebla era igual de espesa. Me volví de nuevo, me pregunté por qué sabía con absoluta certeza que la energía, la fuerza emanaba de la pared distante misma.
El embudo, el cono, no se expandía desde donde estábamos parados, ahora inmóviles.
Comenzaba en la pared y se centraba en nosotros.
Dentro del gran círculo, la superficie de la pared era lisa, completamente diáfana; sobre esta no había ni rastro de esas luces parpadeantes que habíamos visto antes de lanzarnos hacia el mar radiante. Brillaba con una fosforescencia azul pálido. Era liso, sin rasgos distintivos, un ciego acantilado de metal azul pulido, y eso era todo.
—¡Ruth! - gimió Ventnor. —¿Dónde estará?
Horrorizado por mi alejamiento mental de Ventnor, enojado conmigo mismo por mi insensibilidad, traté torpemente de arrastrarme hasta él, tocarlo, consolarlo tanto como podía.
Y entonces, como si su grito hubiera sido una señal, el gran cono comenzó a moverse. Lentamente, la base en círculo se deslizó por las fachadas relucientes; hacia abajo, constantemente hacia abajo. Me di cuenta de que nos habíamos detenido al borde de un declive empinado, porque la parte inferior del cono estaba ahora en un ángulo acusado, mientras que el borde superior del círculo había caído unos sesenta metros por debajo del lugar donde había descansado, y aún más caía
Ventnor dio un ahogado grito de alivio, un suspiro de Drake mientras, de mi propio corazón, rodaba liberado un peso. A menos de diez metros de nosotros y todavía en lo profundo de la luminosidad había aparecido la regia cabeza de Norhala, la encantadora cabeza de Ruth. Las dos emergieron del resplandor como nadadoras flotando desde las profundidades. Ahora estaban ante nosotros y ahora podíamos ver la superficie del cubo sobre el que viajaban.
Pero ninguna se volvió hacia nosotros; cada una miraba fijamente, inmóviles, a lo largo del eje del cono que se hundía, el brazo izquierdo de la mujer sostenía a Ruth cerca a su lado.
La mano de Drake me agarró el hombro en un apretón que dolió. Ni necesitó señalar hacia lo que le había arrancado la exclamación. El embudo se había desehecho en su lenta caída; había hecho una caída rápida y sorprendente y se había detenido. Su lado reclinado ahora estaba aplanado en un plano triangular, ensanchándose desde la punta estrecha en la que estábamos hasta los doscientos metros donde su base descansaba contra la pared azul, y caía a una inclinación total de treinta grados.
El círculo de bordes brumosos se había convertido en un óvalo, una elipse achatada de otros ciento cincuenta metros de alto y tres veces más de largo. Y en su centro exacto, brillando como si se abriera hacia un lugar de incandescencia azul pálido, había otro ciclópeo portal rectangular.
A cada lado, en la cara aparentemente sólida de los relucientes acantilados metálicos, se abría una grieta.
Comenzaban como delgadas líneas de cien metros de altura a través de las cuales la intensa luz parecía silbar. Se abrían rápidamente, ensanchándose como monstruosas pupilas de gato hasta que; por fin, cesando su ensanchamiento; miraron fijamente, la incandescencia azul brotaba de ellas como acero fundido de una esclusa abierta.
En sus profundidades sentí un movimiento. Decenas de formas imponentes nadaban dentro y se deslizaban fuera de ellas, cada una reflejando la luz vívida como si ellas mismas fueran incandescentes. Alrededor de sus crestas giraban coronas anchas y llameantes.
Se apresuraban hacia adelante, girando, rotando, impulsadas como hojas en un torbellino. Salían arremolinados de los felinos ojos de la pared reluciente estos obeliscos derviches atestados de fuegos giratorios. Desaparecieron en la niebla. Al instante, con su marcha, los ojos se contrajeron. Eran solo rendijas y desaparacieron. Y ante nosotros, dentro del óvalo, solo estaba el portal en espera.
El bloque principal dio un salto hacia adelante. Tan abruptamente nos siguieron los otros. De nuevo, bajo esa tensión de vuelo de proyectil, nos agarramos unos a otros y el poni gritó de terror. El acantilado de metal se precipitaba a nuestro encuentro como una nube de acero, como un trueno; el portal corría hacia nosotros como una boca cuadrada de fría llama azul.
Y entramos en él, fuimos devorados por él.
La luz, en una inundación cegadora e intolerable, nos azotó oscureciendo la vista con agonía. Nos apretujamos los tres contra el costado del poni, enterrando los rostros en su piel peluda, esforzándonos por ocultar nuestros ojos del resplandor que, con los ojos cerrados, parecía atravesar el cuerpo de la pequeña bestia, atravesar nuestras propias cabezas abrasando la vista.
No sé cuánto tiempo estuvimos dentro de ese fulgor, pareció horas interminables. Por supuesto, fueron sólo unos minutos, quizá unos segundos. Después sentí una sombra penetrante, una oscuridad suave y curativa.
Levanté la cabeza y abrí los ojos. Nos movíamos tranquilamente, con una curiosa sugerencia de pausada lentitud a través de una oscuridad azul brillante. Era como si estuviéramos a la deriva dentro de una alta frontera de luz; una región en la que esa rápida vibración que llamamos violeta se mezclaba con una vibración aún más rápida cuya pulsación era percibida por el cerebro, pero que siempre huía antes de que el cerebro pudiera registrarla en términos de color. Y parecía haber una película sobre mi vista; deslumbrante por el fuego sobrenatural, pensé yo, sacudiendo la cabeza con impaciencia.
Mis ojos se enfocaron en un objeto a poco más de un brazo de distancia; mi cuello se puso rígido, mi cuero cabelludo se erizó mientras observaba, incrédulo. Y aquello a lo que me quedé mirando era... una mano esquelética. Cada hueso de un negro grisáceo, de nítida silueta, limpio como el espécimen de un maestro cirujano, se extendía como si se aferrara, ¿qué era aquello hacia lo que se dirigía?
De nuevo, el gélido cosquilleo sobre el cuero cabelludo y la piel, porque sus garras se estiraban para asirse a un corcel que la misma Muerte podría haber montado, un potro cuyo cráneo desnudo colgaba sobre las vértebras dobladas.
Me llevé las manos a la cara para bloquear la vista fantasmal, y rápidamente la mano huesuda que agarraba se movió hacia mí, estaba ante mis ojos, me tocó.
El grito que me arrancó el puro horror fue ahogado por la comprensión. Y tan fuerte fue mi alivio, tan reconfortante era que, en medio de estos misterios, ocurriera algo cuerdo y comprensible, que reí a carcajadas.
Porque la mano esquelética era la mía. La lúgubre y espantosa montura de la muerte era nuestro poni. Y cuando miré de nuevo supe lo que vería —y los vi, sí— dos altos esqueletos, cráneos descansando sobre sus brazos huesudos, apoyados en el cuerpo de la bestia.
Frente a nosotros, flotando sobre la superficie del cubo reluciente, había dos esqueletos de mujeres: ¡Ruth y Norhala!
Bastante extraño era la visión. Dureresca, lúgubremente espantosa como la materialización de una escena de la Danza Macabra y, sin embargo, inmensamente reconfortante.
Porque aquí había algo que estaba dentro del alcance del conocimiento humano. Era la luz que nos rodeaba lo que lo causaba; una vibración que, incluso como yo conjeturé, estaba dentro de la única región parcialmente explorada del ultravioleta y la región relativamente inexplorada por encima de esta.
Sin embargo, había diferencias, porque no había nada de ese halo brumoso alrededor de los huesos y la carne que los rayos X no pueden hacer completamente invisible. Los esqueletos destacaban con corte limpio, sin rastro de vestimentas carnales.
Me acerqué sigilosamente y les hablé a los dos.
—No levantéis la vista todavía, - les dije. —No abráis los ojos. Estamos atravesando una luz extraña. Tiene la calidad de los rayos X. Me veréis como un esqueleto...
—¿Qué? - gritó Drake. Desobedeciendo mi advertencia, se enderezó y me miró. E inquietante como había sido el espectáculo antes, entendiéndolo completamente como yo lo hacía, no pude contener mi estremecimiento ante la absoluta rareza de ese cráneo que era su cabeza empujándose hacia mí.
El esqueleto que era Ventnor se volvió hacia mí, fue detenido por la vista del par que flotaba delante. Vi las mandíbulas descarnadas tensarse, luego abrise para hablar.
De pronto, en los esqueletos delante, la carne regresó. La chica y la mujer se quedaron allí una vez más vestidas de belleza.
Tan rápida fue la transición de lo espeluznantemente irreal a lo normal que incluso para mi mente poco supersticiosa aquello olía a nigromancia. Al instante siguiente, los tres nos miramos unos a otros, vestidos una vez más en carne, y el poni ya no era el corcel de la muerte, sino nuestro pequeño compañero peludo y paciente.
La luz había cambiado; el alto violeta había desaparecido y estaba lleno de destellos amarillos como fugitivos rayos de sol. Atravesábamos un pasillo ancho que parecía no tener fin. La luz amarilla se hacía más fuerte.
—Esa luz no era exactamente de la variedad Roentgen, - Drake interrumpió mi absorción de nuestro entorno. —Y espero por Dios que sea tan diferente como parecía. Si no es así, es posible que nos enfrentemos a muchos problemas.
—¿Más problemas de los que ya estamos metidos? - Pregunté un poco satíricamente.
—Quemaduras de rayos X, —respondió, —y no hay forma de tratarlos en este lugar, si vivimos para querer tratamiento, - finalizó sombríamente.
—No creo que estuviéramos sometidos a su acción el suficiente tiempo para... - comencé, pero quedé en silencio.
El pasillo se había abierto sin previo aviso a un lugar para cuya inmensidad no tengo imágenes adecuadas. Era una cámara más vasta que una veintena de los Grandes Salones de Karnac todos en uno; tan grande como ese legendario salón en el temible Amenti donde Osiris se sienta en trono entre el Buscador de corazones y el Devorador de almas, juzgando a las huestes de los recién muertos.
Era un templo en su inmensidad y en su solemne vastedad, pero diferente a cualquier templo jamás levantado por el trabajo humano. En ninguna ruina del trabajo de los jóvenes gigantes de la tierra que ahora se desmorona bajo el peso del tiempo, había sentido yo alguna vez una sombra de la extrañeza con la que esto era instinto. No, ni en los destrozadas cámaras que una vez habían albergado a los dioses del antiguo Egipto, ni en los santuarios con pilares de la antigua Grecia, ni en la Roma imperial, ni en mezquita, basílica ni catedral.
Todo esos habían sido dedicados a dioses que; o bien creados por la humanidad como cree la ciencia, o bien creadores de la humanidad como creían sus adoradores; todavía tenían en ellos esa esencia que llamamos humana.
El espíritu, la fuerza, que llenaba este lugar no tenía nada, NADA de lo humano.
¿Ningún lugar? Sí, había uno: Stonehenge. Dentro de ese círculo monolítico había yo sentido algo parecido a esto, como inhumano; como un espíritu inquietante, pétreo, austero, inflexible, como si no hombres, sino un pueblo de piedra, hubieran levantado los grandes menhires.
¡Este era un santuario construido por un pueblo de metal!
Estaba lleno de un suave resplandor amarillo como un pálido sol. De su suelo se elevaban cientos de enormes pilares cuadrados por cuyos lados pulidos parecía fluir la luz del azafrán.
Lejos, hasta donde alcanzaba la mirada, las columnas marchaban opresivamente ordenadas, terriblemente matemáticas. De su masividad destilaba una sensación de poder, misterioso, mecánico pero vivo; algo sacerdotal, hierofántico, como si fueran los guardianes de un santuario.
Ahora veía de dónde venía la luz que inundaba este lugar. En lo alto, entre los pilares, flotaban decenas de orbes que brillaban como pálidos y dorados soles helados. Grandes y pequeños, a través de todos los niveles superiores, estas extrañas luminarias brillaban fijas e inmóviles, suspendidas sin apoyo alguno en el espacio. De sus brillantes superficies esféricas surgían rayos del mismo oro pálido, rígidos, inmutables, con la misma sugerencia de helada quietud.
—Parecen grandes estrellas de árboles de Navidad, - murmuró Drake.
—Son luces, - respondí. —Por supuesto que lo son. No son materia, no de metal, quiero decir...
—Hay algo en ellos como el fuego de San Telmo, luces de brujas, condensaciones de electricidad atmosférica, - la voz de Ventnor era tranquila; ahora que estaba claro que nos acercábamos al corazón de este misterio en el que estábamos enredados, él claramente había tomado un nuevo control, era de nuevo su yo observador y científico.
Miramos, una vez más en silencio; y de hecho habíamos hablado poco desde que habíamos comenzado ese viaje cuyo final intuíamos cerca. En el desarrollo de un enigmático acontecimiento tras otro, la mente había abandonado el habla para escuchar en cada puerta de la vista y el oído y reunir alguna pista sobre las causas, algún hilo de comprensión.
Ahora estábamos deslizándonos lentamente a través del bosque de pilares. Nuestro vuelo era tan sin esfuerzo, tan suave que parecíamos estar inmóviles, las tremendas columnas revoloteaban a nuestro lado, girando y rotando vertiginosamente. Me daba vueltas la cabeza con el movimiento del espejismo, cerré los ojos.
—Mirad, - Drake me estaba sacudiendo. —Mirad. ¿Qué opináis de eso?
A una milla de distancia, los pilares se detuvieron en el borde de una temblorosa y reluciente cortina de luminiscencia verde. Alta, muy alta, más allá de los pálidos soles dorados, sus suaves pliegues corrían hacia la niebla de color oro ámbar que cubría las columnas.
En su centelleo había más que un indicio de los corpúsculos danzantes de la aurora; estaba, de hecho, como tejida de rayos aurorales. Y por todo su alrededor actuaban sombras cambiantes y trémulas formadas por la fusión de la luz dorada con el resplandor esmeralda de la cortina.
Hasta su base voló el cubo que llevaba a Ruth y Norhala, y se detuvo. De allí saltó la mujer y arrastró a Ruth a su lado, luego se giró e hizo un gesto hacia nosotros.
Aquello sobre lo que cabalgamos se acercó. Lo sentí temblar debajo de mí. Sentí al instante que su agarre magnético me soltaba, el cubo se inclinó hacia abajo y me dejó libre. Temblando, me levanté de las rodillas doloridas y vi a Ventnor bajar y correr, rifle en mano, hacia su hermana.
Drake se inclinó hacia su arma. Yo me moví vacilante hacia el lado de los cubos agrupados. Se produjo un curioso movimiento de empuje que me llevó al borde. Deslizándose sobre mí vinieron Drake y el poni...
El cubo se inclinó, suave, juguetón y, con el más mínimo de los impulsos, los tres nos paramos a su lado en el suelo, los dos hombres mirándolo boquiabiertos con renovado asombro, y la pequeña bestia estirando las patas, levantando los cascos y relinchando de alivio. .
Entonces, de repente, los cuatro bloques que habían sido nuestro corcel se separaron, el que había sido de la mujer se deslizó hacia ellos.
Los cuatro encajaron en su lugar detrás de estel y desaparecieron de la vista.
—¡Ruth! - La voz de Ventnor vibraba por el miedo. —¡Ruth! ¿Qué te pasa? ¿Qué te ha hecho?
Corrimos a su lado. Ventnor estaba agarrándole las manos a Ruth, escudriñando sus ojos. Eran amplios, ciegos, llenos de sueños. En su rostro, la calma y la quietud, que eran reflejos espejados de la tranquilidad sobrenatural de Norhala, se habían profundizado.
—Hermano. - La dulce voz parecía lejana, como surgiendo de un espacio tranquilo, un eco de las doradas campanillas de Norhala: —Hermano, no me pasa nada. De hecho, todo es, bueno para mí, hermano.
Ventnor dejó caer apáticas palmas, miró a la mujer, la tensa figura alta, tensa por una mezcla de rabia y angustia.
—¿Qué le has hecho? - susurró en la propia lengua de Norhala.
La mirada serena de Norhala lo atravesó, imperturbable por su ira, salvo por la más leve sombra de asombro, de perplejidad.
—¿Hecho? - repitió lentamente. —He calmado todo lo que estaba turbado dentro de ella, la he elevado por encima de la tristeza. Le he dado la paz, como te la daré a ti si...
—No me darás nada,- interrumpió él ferozmente; luego, su pasión rompió toda restricción. —Sí, maldita bruja, ¡me devolverás a mi hermana!
En su rabia había hablado en inglés; por supuesto, ella no podía haber entendido las palabras, pero sí comprendió su ira y su odio. La serenidad en Norhala tembló, se rompió. Las extrañas estrellas dentro de sus ojos comenzaron a brillar como lo habían hecho cuando había convocado al Golepador Divino. Sin hacer caso, Ventnor extendió una mano y la agarró con rudeza por un hermoso hombro desnudo.
—¡Devuélvemela te digo! - gritó. —¡Devuélvemela!
Los ojos de la mujer se agrandaron, horribles. De las pupilas dilatadas resplandecían extrañas estrellas. En su rostro había algo de la diosa indignada. Sentí la sombra de las alas de la Muerte.
—¡No! ¡No, Norhala! ¡No, Martin! - los velos de inhumana calma que envolvían a Ruth se rasgaron. Rápidamente, la chica que conocíamos se arrojó entre los dos con los brazos extendidos.
—¡Ventnor! - Drake le cogió los brazos y los sujetó con fuerza; —¡Esr no es el modo de salvarla!
Ventnor se interpuso entre nosotros, temblando, medio sollozando. Nunca hasta entonces me había dado cuenta de cuán grande, cuán absorbente era ese amor suyo por Ruth. Y la mujer también lo vio, aunque vagamente, yo lo imaginé humanamente. Porque, bajo el impacto de la pasión humana, aquello que yo pensaba entonces tan completamente desconocido para ella como lo era su fría serenidad para nosotros, el alma dormida —utilizo la palabra popular para esas complejas emociones propias de la humanidad— se agitó, despertó.
La ira huyó de sus cejas fruncidas; sus ojos se posaron en la chica, perdieron su espanto; se ablandaron. Ella rodó los ojos hacia Ventnor, se preocupaban por él, en sus profundidades había un interés medio turbado, un cuestionamiento.
Una sonrisa amaneció en ese rostro exquisito, humanizándolo, transfigurándolo, tocando con ternura la boca dulce y dormida, como un sueño flotante, tocando los labios de la doncella dormida.
¡Y en el rostro de Ruth, como en un espejo, vi reflejada esa misma ternura lenta y comprensiva!
—Ven, - dijo Norhala, y abrió el camino a través de las relucientes cortinas. Cuando pasó un brazo alrededor del cuello de Ruth, vi las marcas de los dedos de Ventnor en su hombro blanco, manchando su pureza, estropeándola como una blasfemia.
Durante un instante, yo me quedé atrás, viendo cómo sus figuras se empañaban entre sombras brillantes; luego los seguí apresuradamente. Al entrar en las brumas, sentí un agradable cosquilleo, una aceleración del pulso, un aumento de esa sensación de bienestar que, noté de repente, había minimizado desde el comienzo de nuestro extraño viaje el desgaste nervioso del constante contacto con lo anormal.
Esforzándome por clasificar, por reducir al orden mis sensaciones me acerqué a los demás, adelantándolos en una docena de pasos. Otra docena de pasos después, salimos de las cortinas.
Estábamos al borde de un pozo cuyas paredes eran de la misma iridiscencia verde y vaporosa por la que acabábamos de llegar, pero de grano más fino, compacto; como si aquí los corpúsculos con los que habían sido tejidos estuvieran mucho más unidos. A cientos de metros por encima de nosotros se alzaba el poderoso cilindro y, en el círculo disminuido que era su boca, vislumbré las estrellas brillantes. Y supe por esto que se abría al aire libre.
Este eje tenía casi una milla de diámetro, y estaba rodeado regularmente a lo largo de su altura por anchas bandas de amatista, como los anillos de un pistón hueco. Eran, en color, réplicas de lo que yo había vislumbrado antes de nuestro descenso a este lugar y contra cuyas relucientes cataratas se habían rebajado los contornos de la increíble ciudad. Y estaban en movimiento, girando suave y rápidamente.
Solo les di una rápida mirada, mis ojos se fijaban en un edificio extraordinario, un altar, una máquina, no pude encontrar la palabra para ello entonces.
Su base estaba a escasos cien metros de donde nos habíamos detenido y era concéntrica con los lados del pozo. Se encontraba sobre un grueso pedestal circular de lo que parecía ser un turbio cristal de roca sujeto por cientos de gruesas varillas del mismo material.
De ahí se alzaba la estructura, una cosa de conos relucientes y discos dorados giratorios; fantástica pero inquietantemente simétrica; extraña como un tocado en ángulo usado por un dios de montaña de Java, pero fría y dolorosamente matemática. En todas direcciones apuntaban los conos, aparentemente entretejidos de hilos de metal y de luz.
¿Cuál era su color? Se me ocurrió que el del elemento misterioso que tiñe la corona del sol, esa diadema que sólo se ve cuando nuestra estrella diurna está en eclipse, el elemento desconocido que la ciencia ha llamado coronium, que aún no se ha encontrado en la tierra y que puede ser la electricidad en su única forma material; electricidad ponderable, fuerza cuyas vibraciones se reducen a masa, poder transmutado en sustancia.
Miles y miles de conos se erizaban formando pirámides hasta la base de una tremenda aguja que se estrechaba hasta casi la parte superior del eje mismo.
En su agrupación, la mente captaba infinitos cálculos llevados al infinito, una apoteosis de la geometría que recorre los ritmos de dimensiones espaciales desconocidas, concentración de las ecuaciones de las hordas de estrellas.
Las matemáticas del Cosmos.
Desde la izquierda de la base cristalina se extendía una enorme esfera. Tenía el doble de estatura que un hombre alto y era de un azul más pálido que cualquiera de estas cosas que yo había visto, casi, de hecho, azul; diferente, también, en otras formas sutiles e indefinibles.
Detrás se deslizaba un par de formas piramidales, con sus puntas puntiagudas más altas en un metro o más que la parte superior de la esfera. Se pausaron, mirándonos. Desde el arco opuesto del pedestal de cristal se movieron otros seis globos, algo más pequeños que el primero y de un profundo brillo violáceo.
Se separaron, alineándose a cada lado del líder que ahora estaba un poco por delante de los tetraedros gemelos, rígidos e inmóviles como guardias vigilantes.
Allí estaban, esa fila enigmática, atentos, estudiándonos bajo su dios o altar o máquina de conos y discos dentro de su cilindro amurallado de luz.
Y en ese momento cristalizó dentro de mi conciencia la sublimación de todas las extrañezas de todo lo que había pasado, una soledad de pánico como si me hubiera adentrado en un mundo extraño, un mundo desconocido para la humanidad, muy poco familiar con él con el nuestro, un cristal móvil y pensante a la deriva entre los hombres.
Norhala levantó sus brazos blancos a modo de saludo; de su garganta salió un tema cadencioso de su canto dorado extrañamente ordenado. ¿Sería un discurso?, me pregunté; y si era así, ¿oración, súplica u orden?
La gran esfera se estremeció y se onduló. Más rápido de lo que el ojo podía seguirla se dilató. ¡Se abrió!
Donde había estado el globo azul, brillaba un disco de esplendores llameantes, ¡el alma secreta de una llama florecida! Y las pirámides saltaron simultáneamente hacia arriba y detrás de él: dos estrellas gigantes de cuatro rayos resplandecientes con fríos fuegos azules.
Las cortinas de auroras verdes se ensancharon, corrieron con un resplandor vertiginoso, como si algún Espíritu de las Joyas hubiera roto los lazos del encantamiento y estallara jubiloso, inundando el pozo con sus glorias liberadas. La canción de Norhala cesó; un brazo cayó sobre los hombros de Ruth.
Entonces, mujer y chica comenzaron a flotar hacia el disco radiante.
Como uno, los tres saltamos tras ellas. Sentí una conmoción que fue como un golpe rápido y abrupto en cada nervio y músculo, endureciéndolos hasta una rigidez indefensa.
Ese fuerte e invisible contacto había sido paralizante, pero nada de dolor siguió al mismo. En cambio, creó una extraordinaria agudeza visual y auditiva, una alteración anormal de las facultades de observación, como si la energía tan misteriosamente extraída de nuestros centros motores hubiera sido devuelta a lo sensorial.
Podía asimilar cada detalle del destellante milagro de las ígneas gemas y sus ministros llameantes. A medio camino entre ellas y nosotros, Norhala y Ruth iban a la deriva. No pude captar ningún indicio de movimiento voluntario de su parte y supe que no estaban caminando, sino que estaban siendo llevadas hacia adelante por alguna manifestación de esa misma fuerza que nos mantenía inmóviles.
Las olvidé en mi contemplación del Disco.
Era ovalado, de seis metros de altura, juzgué, y de doce en su mayor anchura. Una banda ancha, traslúcida como el dorado crisólito del sol, recorría su periferia.
Dentro de este zodíaco y espaciados a intervalos matemáticamente regulares había nueve ovoides de luz intensamente viva. Brillaban como nueve gigantes zafiros tallados en cabujón. Iban desde el azul más pálido, acuoso, pasando por el azul y el violeta, hasta un fantasmal color malva con sombríos matices de carmesí.
En cada uno de ellos se entronizaba una llama que parecía la misma esencia ardiente de la vitalidad.
El CUERPO era convexo, hinchándose hacia afuera como el borde de un escudo, resplandeciente de color gris rosado y cristalino. De los ovoides vitales corría un patrón de hilos centelleantes, irisados y brillantes como hilo de joyas fundidas, convergiendo con interconexiones de espirales, volutas y triángulos en el núcleo.
Y ese núcleo, ¿qué era?
Incluso ahora sólo puedo suponer: cerebro, en parte como entendemos el cerebro, sin duda; pero mucho mucho más que eso en sus energías, en sus poderes.
Era como una inmensa rosa. Una rosa increíble de mil pétalos agrupados. Florecía con una miríada de tonos cambiantes. E instante a instante, el torrente de llamas multicolores que se derramaba en sus pétalos desde los ovoides de zafiro crecía y menguaba en un crescendo y diminuendo de renuentes armonías: extático, asombroso.
El corazón de la rosa era una estrella de rubí incandescente.
Desde el llameante centro carmesí hasta la penumbra áurea y destellante, era instinto y derramaba poder, poder vasto y consciente.
No con la misma plenitud podía yo notar las formas de las estrellas ministrantes, medio ocultas como estaban por el Disco. Su resplandor era menor, ni tampoco su milagro de pulsantes fuegos de gemas. Eran azules, azules de una vitalidad peculiar, y azules eran los hilos relucientes que bajaban de las convexidades circulares negro azuladas colocadas dentro de cada uno de los puntos visibles por mí.
A diferencia de la forma, de su llama de vitalidad más tenue que los ovoides de la zona dorada del Disco, yo aún sabía que eran como esos... ÓRGANOS, órganos de sentidos desconocidos, potencialidades desconocidas. Sus núcleos no los podía yo observar.
Las figuras flotantes se habían acercado a ese disco y se habían detenido.
Y en el momento de su pausa sentí una oleada de fuerza, un chasquido del hechizo que nos había dominado, una retirada instantánea de la fuerza inhibidora. Ventnor echó a correr, sosteniendo su rifle en alerta. Nosotros corrimos tras él. Ellas estaban cerca de las formas brillantes. Y, jadeando, nos detuvimos a menos de una docena de pasos.
Porque Norhala se había elevado hacia la rosa llameante del Disco como si lo levantaran manos suaves e invisibles. Cerca de él por un instante, se balanceaba. Vi el cuerpo exquisito brillar a través de su delgada túnica como si estuviera bañado en suaves llamas de perlas rosadas.
Flotó más alto y hacia la derecha del zodíaco. De los bordes de tres de los ovoides se arremolinaba una nubecilla de tentáculos, opáceos filamentos de gasa. Salieron rápidamente a un metro de la superficie del Disco, tocándola, acariciándola.
Por un momento se quedó allí, con su rostro oculto para nosotros; luego se dejó caer suavemente sobre sus pies y se irguió con los brazos extendidos, con su brumoso cabello cobrizo ondeando alrededor de su regia cabeza.
Y pasando junto a ella flotaba Ruth, levitando como lo había estado... y su rostro, extático como si estuviera mirando al Paraíso, pero empapado de la tranquilidad del infinito. Sus grandes ojos miraban hacia esa rosa de esplendores a través de la cual los colores pulsantes ahora corrían más rápidamente. Ella flotó preparada ante él mientras alrededor de su cabeza comenzaba a formarse una tenue aureola.
Una vez más, los hilos de gasa se abrieron y la tocaron. Recorrieron su ropa áspera, perplejos. Se enroscaron alrededor de su cuello, se deslizaron por su cabello, le acariciaron los ojos, le rodearon la frente, los pechos, la apresaron.
Curiosamente, era como una inteligencia que observaba, que estudiaba, una criatura de otra especie, desconcertada por su similitud y no similitud con la otra criatura de su especie que conocía y esforzándose por reconciliar esas diferencias. Y como un cerebro tan inquisitivo que pide consejo a otros, hizo girar a Ruth hacia la estrella que miraba a la derecha.
Sonó el disparo de un rifle.
Otro... estallidos que rompieron el silencio como una profanación. Sin ser visto por ninguno de los dos, Ventnor se había deslizado hacia un lado donde podía cubrir el núcleo de la llama rubí que había debiido de parecerle el corazón de la rosa de fuego del Disco. Estaba arrodillado a unos metros de distancia, con los labios blancos, los ojos fríos y grises como el hielo, mirando con cuidado para un tercer disparo.
—¡No lo hagas! ¡Martin, no dispares! - Grité saltando hacia él.
—¡Alto! Ventnor… - El grito de pánico de Drake se mezcló con el mío.
Pero antes de que pudiéramos alcanzarlo, Norhala voló hacia él como una golondrina volando en picado. Por la cara del Disco se deslizó el cuerpo erguido de Ruth, balanceándose suavemente
Y de la convexidad negro azulada dentro de la punta de una estrella de una de las pirámides abiertas surgió una lanza de intensa llama verde, un rayo tan real como cualquiera arrojado por la tempestad, sobre Ventnor.
El aire partido se cerró detrás de la chispa que fluía con el sonido de cristales rotos.
Golpeó a Norhala.
La sorprendió. Pareció salpicarla, correr por ella como agua. Una lengua curva se retorció sobre su hombro desnudo y saltó al cañón del rifle en las manos de Ventnor. Lo iluminó y lo lamió. El arma fue arrancada de su agarre, lanzada por los aires, explotando a medida que avanzaba. Ventnor saltó convulsivamente de sus rodillas y se dejó caer.
Escuché un llanto, bajo, amargo y desconsolado. Pasó junto a nosotros Ruth, toda sueño, todo lo sobrenatural desaparecido de un rostro que ahora era una trágica máscara de dolor y terror humanos. Se arrojó al lado de su hermano, sintió su corazón; luego se puso de rodillas y extendió manos suplicantes a las formas.
—¡No le hagáis más daño! ¡Él no quiso hacerlo! - les gritó lastimeramente, como una chica. Ella se estiró y tomó una de las manos de Norhala. —Norhala, no dejes que lo maten. No dejes que lo lastimen más. ¡Por favor! - sollozó.
A mi lado oí a Drake maldecir.
—¡Si la tocáis mataré a la mujer! ¡Lo haré, por Dios que lo haré! - Caminó hasta el lado de Norhala. —Si quieres vivir, sujeta a estos demonios tuyos. - Su voz era estrangulada.
Ella lo miró, el asombro se profundizó en la frente tranquila, en la mirada clara y serena. Por supuesto, ella no podía entender sus palabras, pero no fue eso lo que hizo crecer mi propia aprensión enfermiza.
Fue que ella no entendió por qué había ella de sujetarlos. Ni siquiera entendía qué razón había detrás del dolor de Ruth, del ruego de Ruth.
Y mayor asombro crecía en sus ojos mientras miraba del amenazador Drake hacia la suplicante Ruth, y de ellos al cuerpo inmóvil de Ventnor.
—Dile lo que he dicho, Goodwin. Hablo en serio.
Negué con la cabeza. Ese no era el modo, yo lo sabía. Miré hacia el Disco, todavía flanqueado por su sexteto de esferas, todavía custodiado por las estrellas azules en llamas. Estaban inmóviles, tranquilos, observando. Yo no sentía hostilidad, ni ira en ellos. Era como si estuvieran esperando… esperando a que hiciéramos... ¿qué?
Se me ocurrió que eran indiferentes. Eso era todo, tan indiferentes como podíamos serlo nosotros ante la lucha de una efímera... e igual de curiosos.
—Norhala, - me volví hacia la mujer, —ella no quiere dejarle sufrir. Ella no lo haría morir. Ella lo ama.
—¿Ama? - repitió Norhala, y todo su asombro pareció cristalizarse en la palabra. —¿Ama? - preguntó.
—Ella lo ama, - le dije; y luego, el porqué no lo sabía, pero agregué señalando a Drake: —Y él la ama.
Hubo un pequeño y asombrado sollozo de Ruth. Norhala volvió a pensar en ella. Luego, sacudiendo un poco la cabeza con desesperación, se acercó y se encaró al gran Disco.
Tensamente esperamos. Hubo comunicación entre ellos, intercambio de pensamientos; cuán llevado a cabo no me arriesgaría ni siquiera a imaginarlo.
Pero seguro que estos dos —la diosa mujer, la forma completamente inhumana del metal, de los fuegos enjoyados y la fuerza consciente— se entendían entre sí.
Porque ella se volvió, se hizo a un lado y el cuerpo de Ventnor se estremeció, se levantó del suelo, se puso en pie y, con los ojos cerrados, la cabeza inclinada sobre un hombro, se deslizó hacia el Disco como un hombre muerto llevado por esos mensajeros jamás visto por un hombre que, los árabes creen, llevan las almas drogadas de muerte ante Alá para su despertar.
Ruth gimió y ocultó los ojos; Drake se agachó, la tomó en sus brazos y la abrazó.
El cuerpo de Ventnor se paró ante el Disco, luego nadó a lo largo de su cara. Los zarcillos se agitaron, tantearon y se hundieron a través del ancho cuello de la camisa. La forma flotante pasó más alto, por encima del borde del Disco; yació en lo alto junto a la punta de la estrella derecha de la forma rayada por la que había estado pasando Ruth cuando el disparo de Ventnor nos había traído la tragedia. Vi otros tentáculos moverse, examinar, acariciar.
Luego, el cuerpo se balanceó hacia abajo, fue llevado a través del aire y depositado suavemente a nuestros pies.
—No está... muerto, - Norhala estaba a mi lado; apartó el rostro de Ruth del pecho de Drake. —Él no morirá. Puede que vuelva a caminar. Ellos no pueden evitarlo, - había una sombra de disculpa en su tono. —No sabían. Pensaron que aquello era el... - vaciló como si no tuviera palabras, — el... el Juego de Fuego.
—¿El Juego de Fuego? - Jadeé.
—Sí, - ella asintió. —Ya lo veréis. Y ahora os llevaré a mi casa. Estáis a salvo, ahora, no necesitáis preocuparos. Porque él os ha entregado a mí.
—¿Quién nos ha dado a ti, Norhala? - Pregunté tan tranquilamente como pude.
—Él, - asintió con la cabeza hacia el Disco, luego pronunció la frase que era el título tanto de la antigua Asiria como de la antigua Persia para sus gobernantes conquistadores, y que significaba «el Rey de reyes». El Gran Rey, Maestro de la Vida y la Muerte.
Tomó a Ruth de los brazos de Drake y señaló a Ventnor.
—Llévatelo, - ordenó, y abrió el camino de regreso a través de los muros de luz.
Mientras levantamos el cuerpo, deslicé mi mano a través de la camisa, palpé el corazón. Débil era el latir y lento, pero regular.
Cerca de los vapores circundantes, eché una mirada detrás de mí. Las formas permanecían inmóviles, discos destellantes, estrellas gigantes radiantes y las seis grandes esferas bajo su dios o santuario geométrico supereuclidiano o máquina de hilos entrelazados de fuerza luminosa y metal, todavía inmóviles, todavía observando.
Salimos al lugar de los pilares. Allí estaba el poni encapuchado y su paciencia, su aceptación sin quejas de su lugar como sirviente del hombre, me hizo un nudo en la garganta y salvó, supongo, mi vanidad humana, humillada como había estado por la colosal indiferencia de aquellas cosas para las que nosotros no éramos más que cosas para jugar.
Norhala volvió a enviar su llamada. Desde el laberinto se deslizó su quinteto de servidores de nuevo, los cuatro encajaron en uno. Sobre su cima nos levantamos, Drake ascendió primero, luego el poni, luego el cuerpo de Ventnor.
Vi a Norhala llevar a Ruth al cubo restante. Vi a la chica separarse de ella, saltar a mi lado y arrodillarse junto a la cabeza de su hermano, acunarla en su suave pecho. Luego, cuando encontré en el estuche de medicinas la aguja hipodérmica y la estricnina que había estado buscando, comencé a examinar a Ventnor.
Los cubos temblaron, volaron a través del bosque de columnas.
Nos agachamos, los tres, ciegos a todo lo que nos rodeaba, sin hacer caso de cualquier camino de maravillas en el que estuviéramos, esforzándonos por fortalecer en Ventnor la chispa de la vida tan cercana a la extinción.
En nuestra concentración en Ventnor, ninguno de nosotros había pensado en el paso del tiempo ni en el lugar al que íbamos. Le desvestimos el torso y, mientras Ruth le masajeaba la cabeza y el cuello, los fuertes dedos de Drake amasaban el pecho y el abdomen. Yo había utilizado al máximo mis algo limitados conocimientos médicos.
No habíamos encontrado marcas ni quemaduras en él, ni siquiera en las manos sobre las que había pasado lamiendo la llama. El tinte cianótico, ligeramente violáceo, de su piel había dado paso a una clara palidez; la piel misma estaba inquietantemente fría, la presión sanguínea solo ligeramente por debajo de lo normal. El pulso era más rápido, más fuerte; la respiración era débil pero regular y sin esfuerzo. Las pupilas de sus ojos se contraían casi hasta el punto de la invisibilidad.
No pude tener ninguna reacción nerviosa. Estoy familiarizado con los efectos de la descarga eléctrica y sé qué hacer en tales casos, pero los síntomas de Ventnor, aunque similares en parte, presentaban otras características desconocidas para mí, y unas muy desconcertantes. Había un automatismo pasivo, una insólita rigidez muscular que hacía que brazos y piernas, manos y cabeza permanecieran, como muñecos, en cualquier posición.
Varias veces durante mi trabajo había sido consciente de que Norhala nos miraba; pero ella no hizo ningún esfuerzo por ayudar, ni habló.
Ahora, con mi tensa atención relajándose, comencé a recibir y a notar impresiones del exterior. Había una sensación diferente en el aire, una disminución de la tensión magnética. Olía el bendito aliento de los árboles y el agua.
La luz a nuestro alrededor era clara y nacarada, de la intensidad de la luna llena. Mirando atrás a lo largo del camino que habíamos estado viajando, vi a media milla de distancia los bordes verticales, afilados como cuchillas, de dos acantilados enfrentados, la brecha entre ellos era de una milla o más de ancho.
Por ellos debíamos de haber pasado, porque más allá de ellos estaban las brumas radiantes del abismo de la ciudad, y por ese portal escarpado se filtraba la luminosidad envolvente. A cada lado de nosotros se levantaban pendientes gradualmente convergentes y perpendiculares a lo largo de cuya base se amontonaba un follaje escaso.
Se oyó un leve silbido de asombro de Drake. Giré. Estábamos deslizándonos lentamente hacia algo que parecía nada más que una enorme y reluciente burbuja de zafiro y turquesa mezclados, flotando hacia arriba y a dos tercios por encima, la plataforma todavía oculta dentro de la tierra. Parecía atraer hacia sí la luz, devolviéndola con destellos del azul grisáceo del zafiro estelar, con azules pálidos y lazulis como nebulosos jades, con relucientes iridiscencias de pavo real y los tiernos y lechosos verdes de los bajíos tropicales.
Pequeñas torrecillas globulares de topacio, amarillas y perforadas con diminutas aberturas hexagonales, se agrupaban a su alrededor como burbujas bebés que se acurrucaban para descansar.
Grandes árboles la ensombrecían, árboles desconocidos entre cuyas hojas relucientes florecían guirnaldas de flores rosas y blancas como flores de manzano. De sus graciosas ramas colgaban frutos extraños, dorados, escarlatas y en forma de pera.
Era un palacio de los elfos; una morada de duendes; una glorieta como la que algún Rey de Joyas Jinn, alegre y amante de la belleza, podría haber construido a partir de hechizados tesoros para alguna amada hija de la tierra.
El globo azul tenía quince metros de altura y, hasta una entrada ancha y ovalada, corría un camino ancho y brillante. A lo largo de este, los cubos aparecieron y se detuvieron.
—Mi casa, - murmuró Norhala.
La atracción que nos había mantenido en la superficie de los bloques se relajó, en ángulo a través de líneas de fuerza cambiadas y auxiliares; las huestes de ojos diminutos brillaban con curiosidad, interés, hacia nosotros, deslizamos suavemente el cuerpo de Ventnor. Levantamos el poni.
—Entrad, - suspiró Norhala, y agitó una mano de bienvenida.
—Dile que espere un minuto, - ordenó Drake.
Deslizó el vendaje de la cabeza del poni, tiró las alforjas y lo condujo al costado de la carretera donde crecía una hierba, espesa y exuberante, salpicada de florecitas. Allí lo dejó y se reunió con nosotros. Juntos recogimos a Ventnor y pasamos lentamente por el portal.
Nos detuvimos en una cámara en sombras. La luz que la llenaba era translúcida y, curiosamente, con poco de la calidad azulada que yo esperaba. Cristalina era; las sombras también cristalinas, rígidas, como las facetas de grandes cristales. Y cuando mis ojos se acostumbraron, vi que lo que había pensado que eran sombras en realidad no lo eran.
Eran porciones de roca semitransparente como pálidas piedras lunares que brotaban de las paredes curvas y de la alta cúpula, y bisecaban y cruzaban la cámara. Estaban perforadas por puertas ovaladas sobre las que caían relucientes cortinas metálicas, de plateada y dorada seda.
Vislumbré cerca un montón de este material de seda, y mientras depositábamos nuestra carga sobre él, Ruth me agarró del brazo con un grito asustado.
A través de un óvalo con cortinas se deslizaba una figura.
Negra y alta, de largos y nudosos brazos que se balanceaban como un mono; sus hombros estaban deformados, uno mucho más largo que el otro, la mano de ese lado colgaba muy por debajo de la rodilla.
Caminaba con un curioso movimiento parecido al de un cangrejo. En su rostro estaban estampadas incontables arrugas y su negrura parecía menos por la pigmentación que por la erosión de años increíbles, la mancha misma de la antigüedad. Y ni en el rostro ni en la figura había nada que mostrara si era hombre o mujer.
De los hombros torcidos caía una corta túnica roja sin mangas. Increíblemente antigua era la criatura y; a juzgar por sus músculos ondulados, sus tendones nervudos; increíblemente poderosa. Despertó dentro de mí una repugnancia medio enfermiza. Pero los ojos no eran antiguos, no. Sin iris, sin pestañas, negros y brillantes, relucían fuera de la tallada red de arrugas del rostro, concentrados en Norhala y llenos de una llama de adoración.
Se arrojó a sus pies, postrada, con los brazos desmesuradamente largos extendidos.
—¡Amante! - gimió en un falsete agudo y curiosamente desagradable. —¡Gran dama! ¡Diosa!
Ella estiró un pie con sandalias, tocó una de las manos con garras negras y, al contacto, vi un escalofrío de éxtasis recorrer el cuerpo lacio. —Yuruk… - comenzó ella, y se detuvo, mirándonos.
—¡La diosa habla! ¡Yuruk escucha! ¡La diosa habla! - Era un canto de adoración.
—Yuruk. Levanta. Mira a los extraños.
La criatura, y ahora yo sabía lo que era, se retorció horriblemente como un simio, se agachó sobre sus ancas con las manos en el suelo.
Por el asombro en los ojos que no parpadeaban, estaba claro que hasta ahora el eunuco no se había percatado de nosotros. El asombro desapareció, fue reemplazado por un fuego negro de malignidad, de odio, de celos.
—¡Augh! - gruñó. Se puso en pie de un salto; empujó un brazo hacia Ruth. Ella soltó un pequeño grito, encogida contra Drake.
—¡Nada de eso! - Golpeó el brazo que lo agarraba.
—¡Yuruk! - Había una pizca de ira en la voz acampanada. —Yuruk, estos me pertenecen. No deben sufrir ningún daño. ¡Yuruk, ten cuidado!
—La diosa ordena. Yuruk obedece . - Si el miedo temblaba en las palabras, debajo había más que un rastro de mal humor también, lo suficientemente siniestro.
—Es un lindo compañero de juegos para sus nuevos juguetes, -murmuró Drake. —Si ese pájaro se pone un poco alegre, le disparo de inmediato. - Le dio a Ruth un abrazo tranquilizador. —Anímate, Ruth. No te preocupes por esa cosa. Es algo que podemos manejar.
Norhala agitó una mano blanca. Yuruk se acercó a uno de los óvalos con cortinas y lo atravesó, reapareciendo casi instantáneamente con una enorme fuente sobre la que había frutas y un líquido blanco cuajado en cuencos de gruesa porcelana.
—Comed, - nos dijo mientras los nudosos brazos negros colocaban la fuente a nuestros pies.
—¿Hambrienta? - preguntó Drake. Ruth negó violentamente con la cabeza.
—Voy a salir por las alforjas, - dijo Drake. —Usaremos nuestras propias cosas, mientras duren. No me arriesgaré con lo que trae el muchacho Yuruk, con el debido respeto a las buenas intenciones de Norhala.
Se dirigió hacia la puerta, el eunuco le bloqueó el camino.
—Tenemos comida propia, Norhala, - le expliqué yo. —Él va a buscarla.
Ella asintió con indiferencia y aplaudió. Yuruk se retiró y salió a zancadas de Drake.
—Estoy cansada, - suspiró Norhala. —El camino fue largo. Me refrescaré...
Estiró un pie hacia Yuruk. Este se arrodilló, desató las cintas turquesas y le quitó las sandalias. Sus manos buscaron su pecho, se detuvieron un instante allí.
Sus velos de seda se deslizaron hacia abajo, pegajosos, lentamente, como si se resistiera a desabrocharse; susurrando caían de los pechos altos y tiernos, de las delicadas caderas redondeadas, y se agrupaban alrededor de sus pies en suaves pétalos como una flor de espuma de color ámbar pálido. Del cáliz de esa flor surgió el milagro reluciente de su cuerpo coronado con la gloria resplandeciente de su nebuloso cabello.
Estaba desnuda, pero vestida con una pureza sobrenatural, la pureza de las estrellas serenas y lejanas, de las nieves eternas sobre algún pico alto y tranquilo, de los amaneceres serenos y plateados de la primavera; protegida por algún hechizo de la divinidad que enfriaba y apagaba la llama del deseo. Una doncella Ishtar, una Isis virginal; una mujer, pero sin más atractivo de mujer que si hubiera sido una estatua exquisita y vibrante de marfil mezclado con leche de perlas.
Así quedó, indiferente a nuestras miradas, retraída, meditando, como si se hubiera olvidado de nosotros. Y esa serena indiferencia, con su total ausencia de lo que llamamos consciencia sexual, me reveló una vez más cuán grande era el abismo entre ella y nosotros.
Lentamente levantó los brazos, enrolló las trenzas flotantes en una corona. Vi a Drake entrar con las alforjas; las vi caer de unas manos que se relajaban bajo el impacto de ese asombroso cuadro; vi sus ojos abrirse y llenarse de asombro y medio atemorizada admiración.
Ahora Norhala se quitó la túnica caída y se movió hacia la pared más alejada, seguida de Yuruk. Se agachó, levantó una jarra de plata y comenzó a verter suavemente su contenido sobre sus hombros. Una y otra vez se inclinó y llenó el recipiente, sumergiéndolo en una palangana poco profunda de la que salía el burbujeo y la risa de un pequeño manantial. Y de nuevo me maravillé de la suavidad marmórea y de la finura de su piel en la que el agua acariciante dejaba diminutos glóbulos plateados que la gemaban. El eunuco se deslizó hacia un lado, sacó de un pintoresco arcón ropa de hilo blanco; la secó con ellos; echó sobre sus hombros una túnica de seda azul.
Ella volvió flotando hacia nosotros; flotó sobre Ruth, que estaba agachada con la cabeza sobre las rodillas de su hermano.
Norhala hizo un movimiento como para atraer a la chica hacia ella; vaciló cuando el rostro de Ruth mostró una pasión de negación. Una sombra de bondad flotó a través de los ojos grandes y misteriosos; una sombra de lástima se unió a ella mientras miraba con curiosidad a Ventnor.
—Bañaos, - murmuró Norhala, y señaló la piscina. —Y descansad. Ninguno de vosotros sufrirá ningún daño aquí. Y tú… - Una mano se posó ligeramente durante un momento sobre la cabeza rizada de la chica. —¡Cuando lo desees, te daré nuevamente la paz!
Abrió las cortinas y el eunuco, que aún seguía detrás, se ocultó tras estas.
Desamparados, nos miramos unos a otros. Luego, tal vez la llamó por lo que vio en los ojos de Drake, tal vez por otro pensamiento, las mejillas de Ruth enrojecieron, cabeza gacha; la telaraña de su cabello ocultaba la cálida rosa de su rostro, la congelada palidez del de Ventnor.
De repente, se puso de pie de un salto. —¡Walter! ¡Dick! ¡Algo le está pasando a Martin!
Antes de que ella cesara, estábamos a su lado; inclinándonos sobre Ventnor. Su boca se estaba abriendo, lenta, morosa, con un esfuerzo agonizante de mirar. Entonces su voz salió por unos labios que apenas se movían; frágil, débil como si flotara desde distancias infinitas, el fantasma de una voz susurró con un aliento fantasma en una garganta muerta.
—¡Difícil difícil! ¡Muy difícil! - se quejó el susurro. —No sé cuánto tiempo puedo mantener la conexión, con la voz.
—Fue una tontería disparar. Lo siento, es posible que te haya metido en peores problemas, pero loco de miedo por Ruth, el pensamiento también podría valer la pena. Lo siento, no es mi línea habitual.
El delgado hilo de sonido cesó. Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas. Era propio de Ventnor desollarse así por lo que pensaba que era una estupidez, como él de hacer este esfuerzo por admitir su supuesta falta y anhelar el perdón, tan propio de él como ese loco ataque al Disco en llamas en su propio templo, rodeado por sus ministros. Había sido tan desconcertantemente diferente a su habitual calma y serenidad.
—Martin, - grité inclinándome más cerca, —no es nada, viejo amigo. Nadie te culpa. Intenta despertar.
—Querido, - era Ruth, apasionadamente tierna, —soy yo. ¿Me oyes?
—Sólo una mota de conciencia e inmóvil en el vacío, - comenzó de nuevo el susurro. —Terriblemente vivo, terriblemente solo. Parece fuera del espacio todavía, todavía en el cuerpo. No puedo ver, oír, sentir, en cortocircuito desde todos los sentidos, pero de alguna manera extraña os reconozco: Ruth, Walter, Drake.
—Ver sin ver, aquí flotando en la oscuridad que también es luz, luz negra, indescriptible. También en contacto con estos...
Una vez más, la voz se perdió en el silencio; regresaban palabras y frases que fluían desconectadas, con un ritmo curioso y turbulento, como crestas de olas rápidas unidas por hilos a medio ver de la deriva, fragmentos vocales de pensamiento rápidamente ensamblados por alguna facultad sutil de la mente mientras caían en un coherente mensaje increíble.
—La conciencia grupal... gigantesca... operando dentro de nuestra esfera... operando también en esferas de vibración, energía, fuerza... arriba, debajo de una a la que la humanidad reacciona... percepción, fuerzas de mando que conocemos... pero en mayor grado... consciente, manipula energías desconocidas... sentidos que conocemos, desconocidos, no pueden realizarlos completamente, cobertura imposible, solo inciden en puntos de contacto afines a nuestros sentidos, fuerzas, incluso estas profundamente modificadas por otras adicionales, metálicas, cristalinas, magnéticas, eléctricas, inorgánicas con todo el poder de orgánica conciencia básicamente igual a la nuestra... profundamente cambiada por diferencias en el mecanismo a través del cual encuentra expresión diferente de nuestros cuerpos... de ellos.
—Consciente, móvil, inexorable, invulnerable. Cada vez más claro, veo más claramente, veo... - gritó la voz en un estremecimiento y un ligero latigazo de desesperación. —¡No! No, oh, Dios, ¡no!
Luego, clara y solemnemente:
—Y Dios dijo: Hagamos a los hombres a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza, y que se enseñoreen de toda la tierra y de todo reptil que se arrastra sobre la tierra.
Un silencio; nos inclinamos más cerca, escuchando; la voz suave y apacible retomó el hilo una vez más, pero claramente más adelante. Algo que habíamos pasado por alto entre ese texto del Génesis y lo que escuchábamos ahora; algo que, incluso como nos había advertido, no había podido articular. El susurro rompió claramente en medio de una oración.
—Tampoco Jehová es el Dios de miríadas de millones que a lo largo de esos mismos siglos y siglos y siglos antes de ellos encontraron en la tierra un jardín y una tumba, y todos estos innumerables dioses y diosas son solo barreras fantasmales levantadas por el hombre para interponerse entre él y lo eterno. Las fuerzas que el instinto del hombre siempre le ha advertido están siempre dispuestas a destruir. Eso lo destruye tan pronto como su vigilancia se relaja, su resistencia se debilita, la ley eterna y despiadada que aniquilará a la humanidad en el instante en que vaya en contra de esa ley y vuelva su voluntad y fuerza contra sí misma...
Una pequeña pausa; luego vinieron estas oraciones singulares:
—Débiles que rezan por milagros para facilitar el camino que su propia voluntad debería despejar. Mendigos que piden limosna en sueños. Haraganes, cada uno luchando por colocar sobre su dios la carga cuyo transporte y cuyo soporte puede darle fuerza para caminar libre y sin miedo, él mismo como un dios entre las estrellas.
Y ahora, de manera clara e inquebrantable, la voz prosiguió:
—¿Dominio sobre toda la tierra? Sí, siempre que el hombre esté en condiciones de gobernar; no más. La ciencia nos ha advertido. ¿Dónde estaba el mamífero cuando reinaban los reptiles gigantes? Escabulléndose escondido y asustado en los lugares oscuros y secretos. Sin embargo, el hombre surgió de entre estas bestias acechantes.
—¿Durante cuánto tiempo en la historia de la tierra ha sido dueño de ella? Por un respiro, por el paso de una nube. Y seguirá siendo el amo sólo hasta que algo que se haga más fuerte le arrebate el dominio, aunque se lo arrebató a los de su especie voraz, como se lo quitaron a los reptiles, al igual que los reptiles a los saurios gigantes, que se lo arrebataron a los gobernantes de pesadilla del Triásico, y así hasta lo que dominaba en la oscuridad del amanecer de la tierra.
—¡Vida! ¡Vida! ¡Vida! ¡La vida en todas partes luchando por completarse!
—La vida desplazando a otra vida a un lado, luchando por su momento de supremacía, ganándola, sosteniéndola por un ascenso y caída de las alas del tiempo que baten a través de la eternidad, y luego, arrojada, pisoteada bajo los pies de otra vida tensa cuya hora ha llegado.
—La vida se agolpa más allá de cada umbral barrado en un millón de mundos circulando, sí, en un millón de universos apresurados; empujando contra las puertas, derribándolas, abrumando, expulsando a los habitantes que se habían creído tan seguros.
—Y estos… estos… - la voz de repente bajó, se volvió densa, vibrantemente resonante, —sobre el Umbral, dentro de la Casa del Hombre, ni siquiera sueña que sus puertas están cerradas. Estas... Cosas de metal cuyos cerebros son cristales pensantes. Cosas que absorben su fuerza del sol y cuya sangre es el rayo.
—¡El sol! ¡El sol! - gritó. —¡Ahí radica su debilidad!
La voz subió de tono, se volvió estridente.
—¡Volved a la ciudad! ¡Volved a la ciudad! Walter... Drake. No son invulnerables. ¡No! ¡El sol, hacedlos atravesar el sol! Id a la ciudad, no invulnerable, el Guardián de los Conos, ataca a los Conos cuando... el Guardián de los Conos... ah-h-h-ah...
Nos echamos atrás consternados, porque de los labios separados, apenas moviéndose en el rostro inmutable, una ráfaga de risa, loca, burlona, aterradora, se abrió camino.
—Vulnerables, según la ley, ¡incluso como nosotros! ¡Los conos!
—¡Marchaos! - jadeó. Un temblor lo sacudió; lentamente la boca se cerró.
—¡Martín! Hermano, - chilló Ruth. Metí mi mano en el pecho de Martin. Sentí latir el corazón con una curiosa sugerencia de obstinada e inquebrantable fuerza, como si todas las fuerzas vitales se hubieran concentrado allí como en una ciudadela asediada.
Pero el propio Ventnor, la conciencia que era Ventnor había desaparecido; se había retirado a ese subjetivo vacío en el que había dicho que flotaba: como un átomo sintiente solitario, con su única línea de comunicación con nosotros cortada; separado de nosotros tan completamente como si estuviera, como él había descrito, fuera del espacio.
Y Drake y yo nos miramos a los ojos, sin atrevernos a ser los primeros en romper el silencio del cual el ahogado sollozo de la chica parecía ser el alma afligida.
La peculiar habilidad de la mente humana para deslizarse tan fácilmente en el refugio de lo común después, o incluso durante, alguna crisis casi intolerable, ha sido para mí durante mucho tiempo uno de los fenómenos más interesantes de nuestra psicología.
Es instintivamente un hábito protector, por supuesto, adquirido precisamente a través de las mismas causas que habían dado a los animales su coloración protectora: las rayas, digamos, de la cebra y el tigre que se mezclan con tanta astucia con las sombras barradas y moteadas de los arbustos y la jungla. las formas y matices de ramitas y hojas de ciertos insectos; de hecho, todo ese camuflaje natural que fue la base del arte de la ocultación se desarrolló tan asombrosamente al final de la guerra.
Como los animales salvajes, la mente del hombre se mueve a través de una jungla, la jungla de la vida, recorriendo senderos marcados por el pensamiento de sus innumerables antepasados en su progreso desde el nacimiento hasta la muerte.
Y estos caminos están bordeados y protegidos, figurativa y literalmente, con arbustos y árboles de su propia selección, replanteo y cultivo, refugios de lo familiar, lo habitual, lo acostumbrado.
En estos caminos ancestrales, dentro de estas barreras de uso, el hombre se mueve oculto y seguro como los animales en sus guaridas, o eso cree él.
Fuera de ellos se encuentran los páramos y los jardines de lo desconocido, y los pequeños senderos del hombre no son más que senderos de conejos en un bosque ilimitado.
¡Pero son su hogar!
Por lo tanto, se escabulle desde algún lugar abierto de revelación, alguna tormenta de emoción, alguna lucha de prueba de fuerza, de regreso al refugio de lo obvio; encontrarlo en un entorno intelectual que no exija el menor gasto de energía o iniciativa mental, fuerza para salir de nuevo hacia lo desconocido.
Anhelo el perdón por esta digresión. Lo dejé porque ahora recuerdo cómo, cuando Drake finalmente rompió el silencio que se había cerrado tras el paso de esa voz suave y apacible, se me ocurrió la esencia de estos pensamientos.
Se acercó a la chica que lloraba, y en su voz había una aspereza que me enfureció hasta que me di cuenta de su propósito.
—Levántate, Ruth, —ordenó. —Volvió una vez y volverá otra vez. Ahora déjalo estar y ayúdanos a comer juntos. Tengo hambre.
Ella lo miró, incrédula, la indignación en aumento.
—¡Come! - Ella exclamo. —¿Puedes tener hambre?
—Puedes apostar que puedo, y lo soy, —respondió alegremente. —Vamos; tenemos que aprovecharlo al máximo.
—Ruth —interrumpí suavemente, —todos tendremos que pensar un poco en nosotros mismos si queremos ser de alguna utilidad para él. Debes comer y luego descansar.
—No sirve de nada llorar en la leche, incluso si se derrama, —observó Drake, incluso más alegremente brutal. —Aprendí eso en el frente donde llegamos, así que gritábamos pidiendo comida incluso cuando los muchachos que la habían estado trayendo estaban mezclados.
Levantó la cabeza de Ventnor de su regazo y la apoyó en las sedas; se levantó, los ojos airados, sus manitas cerradas en puños como para golpearlo.
—¡Oh, bruto! - Ella susurró. —Y pensé... pensé... ¡Oh, te odio!
—Eso está mejor, - dijo Dick. —Adelante, golpéame si quieres. Cuanto más te enojes, mejor te sentirás.
Por un momento pensé que ella le tomaría la palabra; luego su ira desapareció.
—Gracias, Dick, - dijo en voz baja.
Y mientras yo estudiaba a Ventnor, prepararon una comida de las tiendas, prepararon té sobre la lámpara de alcohol con agua del manantial burbujeante. En estos lugares comunes supe que al menos ella estaba encontrando alivio de esa tensión de anormal bajo la que habíamos trabajado durante tanto tiempo. Para mi sorpresa, descubrí que tenía hambre, y con profundo alivio vi a Ruth comer y beber, aunque a la ligera.
A su alrededor parecía flotar algo de lo etéreo, elusivo e inquietante. Me pregunté si sería la luz extrañamente diáfana la que dio el efecto; y supe que no lo era, porque mientras la examinaba de forma encubierta, cayó sobre su rostro esa sombra de tranquilidad inhumana, de retraimiento sobrenatural que, supuse, había enloquecido más que cualquier otra cosa a Ventnor para que atacara el Disco.
La vi luchar contra ella, hacerla retroceder. Con los labios blancos, levantó la cabeza y se encontró con mi mirada. Y en sus ojos leo tanto terror como... vergüenza.
Se me ocurrió que, por doloroso que pudiera ser para ella, había llegado el momento del interrogatorio.
—Ruth, - dije, —sé que no es necesario recordarte que estamos en un aprieto. Cada hecho y cada fragmento de conocimiento que podamos poseer es de suma importancia para permitirnos determinar nuestro rumbo.
—Voy a repetir la pregunta de tu hermano: ¿qué te hizo Norhala? ¿Y qué pasó cuando estabas flotando ante el Disco?
El destello de interés en los ojos de Drake ante estas preguntas se transformó en asombro ante su rechazo.
—No había nada, - susurró ella, luego desafiante, —Nada. No sé a qué te refieres.
—¡Ruth! - Hablé con dureza ahora, en mi propia perplejidad. —Lo sabes. Debes decírnoslo, por su bien. - Señalé a Ventnor.
Ella respiró hondo.
—Tienes razón, por supuesto, - dijo vacilante. —Es que yo... pensé que tal vez podría luchar yo misma. Pero tendrás que saberlo, tengo una mancha.
Capté en la rápida mirada de Drake el eco de mi propia emoción de aprensión por su cordura.
—Sí, - dijo, ahora en voz baja. —Algo nuevo y extraño dentro de mi corazón, mi cerebro, mi alma. Me llegó de Norhala cuando montamos en el bloque volador y, él, me selló cuando yo estaba en su... - de nuevo, enrojeció, —abrazo.
Y mientras la mirábamos, incrédulos:
—Algo que me impulsa a olvidaros a los dos, y a Martin, y a todo el mundo que he conocido. Eso intenta alejarme de vosotros, de todos, para ir a la tranquila deriva, en una vasta calma llena de un ordenado éxtasis de paz. Y cuyo llamamiento quiero, que Dios me ayude, ¡oh, cuaaan tan desesperadamente escuché!
—Me susurró primero, - dijo, —de Norhala, cuando me rodeó con el brazo. Susurró y luego pareció flotar fuera de ella y cubrirme como, como un velo, y de la cabeza a los pies. Era una tranquilidad y una paz que contenían una felicidad al mismo tiempo absolutamente serena y completamente libre.
—Parecía estar a la puerta de éxtasis desconocidos, y la vida que había conocido solo era un sueño, y vosotros, todos vosotros, incluso Martin, sueños dentro de un sueño. No eráis... reales... y no importabais.
—Hipnotismo, —murmuró Drake mientras ella hacía una pausa.
—No.— Ella sacudió la cabeza. —No, más que eso. La maravilla de eso creció y creció. Me emocioné con ello. No recuerdo nada de ese viaje, no vi nada, excepto que una vez que atravesé la paz que me envolvía, me advirtió que Martin estaba en peligro, y me abrí paso para verlo agarrando a Norhala y ver flotando en sus ojos la muerte por él.
—Y lo salvé, y nuevamente lo olvidé. Luego, cuando vi esa Forma hermosa y llameante, no sentí terror ni miedo, solo una tremenda y gozosa anticipación, como si... como si... - Ella vaciló, bajó la cabeza, luego dejó la oración sin terminar y susurró: —y cuando... me levanté fue como si por fin hubiera salido de un océano negro e interminable de desesperación a pleno sol del paraíso.
—¡Ruth! - gritó Drake, y ante el dolor en su grito ella hizo una mueca.
—Espera, - dijo, y levantó una mano pequeña y temblorosa. —Has preguntado, y ahora debes escuchar.
Ella guardó silencio; y cuando volvió a hablar su voz era baja, curiosamente rítmica; sus ojos absortos:
—Yo era libre, libre de todas las cadenas humanas de miedo, dolor, amor u odio; libre incluso de esperanza porque, ¿qué podía esperar cuando todo lo deseable era mío? Y yo era elemental; una con las cosas eternas pero plenamente consciente de que yo era... yo.
—Era como si yo fuera la sombra brillante de una estrella flotando sobre el pecho de algún estanque de bosque silencioso y escondido; como si yo fuera un pequeño viento que baila entre las cimas de las montañas; una neblina arremolinándose por una tranquila cañada; una lanza reluciente de la aurora que palpita en las altas soledades.
—Y había música, música extraña, maravillosa y terrible, pero no terrible para mí, que formaba parte de ella. Vastos acordes y temas de canto sonaban como racimos de estrellitas oscilantes y armonías que eran como la voz misma de la ley infinita resolviendo en sí misma todas las discordias. Y todos, todo, sin pasión, pero embelesados.
—De la Cosa que me retenía, de sus fuegos latía vitalidad, un torrente de energía inhumana en la que estaba bañada. Y fue como si esta energía me estuviera reuniendo, ajustándome aún más a las cosas elementales, transformándome completamente en ellas.
—Sentí los pequeños zarcillos tocar, acariciar, luego vinieron los disparos. El despertar fue terrible, una lucha para regresar de un ahogamiento. Vi a Martin, maldito. Alejé el... el hechizo de mí, lo arranqué.
—Y, oh Walter, Dick, me dolió, me dolió, y por un respiro antes de que corriera hacia él fue como... como venir de un mundo en el que no había desorden, ni tristeza, ni dudas, un mundo rítmico y armonioso. de luz y música, en... en un mundo que era como una cocina negra y sucia.
—Y está ahí, - su voz se elevó, histéricamente. —Todavía está dentro de mí, susurrando, murmurando; instándome a alejarme de vosotros, de Martín, de todo ser humano; pidiéndome que me entregue, que ceda mi humanidad.
—Su sello, —sollozó. —No, ¡SU sello! Una conciencia alienígena sellada dentro de mí, que trata de convertir al ser humano en un esclavo, que espera vencer mi voluntad, y si me rindo me da libertad, una libertad increíble, pero me convierte, siendo todavía humana, en un monstruo.
Se ocultó la cara entre las manos, temblando.
—Si pudiera dormir, —se lamentó. —Pero tengo miedo de dormir. Creo que nunca volveré a dormir. Dormir, ¿cómo sé lo que puedo ser cuando despierte?
Capté la mirada de Drake; el asintió. Deslicé mi mano en el botiquín y saqué cierta combinación potente y de mal gusto de drogas que llevo en mis exploraciones.
Dejé caer un poco en su taza y luego la acerqué a sus labios. Como una niña, sin pensar, obedeció y bebió.
—Pero no me rendiré. - Sus ojos eran trágicos. —¡Nunca lo pienses! Puedo ganar, ¿no sabes que puedo?
—¿Ganar? - Drake se dejó caer a su lado y la atrajo hacia él. —La chica más valiente que he conocido, por supuesto que ganarás. Y recuerda esto: nueve décimas partes de lo que está pensando ahora es puramente nervios y cansancio exagerados. Tú ganarás y nosotros ganaremos, nunca lo dudes.
—No dudaré, - dijo. —Lo sé, oh, será difícil, pero lo conseguiré, lo conseguiré...
Los ojos cerrados de Ruth, su cuerpo relajado; la poción había hecho efecto rápidamente. La pusimos junto a Ventnor sobre la pila de tejidos de seda, los cubrimos a ambos con un pliegue, luego nos miramos larga y silenciosamente, y me pregunté si mi rostro estaba tan sombrío y demacrado como el suyo.
—Parece, - dijo él al fin, secamente, —que depende de ti y de mí charlar rápido. Espero que no tengas sueño.
—No lo tengo, —respondí con la misma brusquedad; al borde de los nervios por su manera de cuestionar no hacer nada para calmar los míos, —e incluso si lo tuviera, difícilmente esperaría poner toda la carga del problema actual sobre ti yéndome a dormir.
—Por el amor de Dios, no seas una prima donna, —estalló. —No quise ofender.
—Lo siento, Dick, —le dije. —Ambos estamos un poco nerviosos, supongo. - El asintió; agarró mi mano.
—No sería tan grave, - murmuró, —si los cuatro estuviéramos bien. Pero Ventnor está deprimido y solo Dios sabe por cuánto tiempo. Y Ruth... tiene todos los problemas que tenemos nosotros y algunos especiales propios. Tengo una idea —vaciló, —una idea de que no había exageración en la historia que ella contó, una idea de que, en todo caso, la minimizó.
—Yo también, —respondí sombríamente. —Y para mí es la fase más espantosa de toda esta situación, y por razones que no todas están relacionadas con Ruth, —agregué.
—¡Horrible! - repitió. —Impensable, todo esto es impensable. Y aún así, ¡lo es! Y Ventnor, volviendo de esa manera. Como un alma perdida que encuentra la voz.
¿Estaba delirando, Goodwin? ¿O podría haber estado... cómo lo expresó él, en contacto con estas Cosas y su propósito? ¿Ese mensaje era verdad?
—Hazte esa pregunta, —le dije. —Hombre, sabes que era verdad. - ¿No le habían llegado indicios de ello incluso antes de que él hablara? —Me tenían a mí. Su mensaje no fue más que una interpretación, una síntesis de hechos que, por mi parte, no tuve el valor de admitir.
—Yo también, —asintió. —Pero fue más lejos que eso. ¿Qué quiso decir con el Guardián de los Conos, y que las Cosas, eran vulnerables bajo la misma ley que nos ordena? ¿Y por qué nos ordenó volver a la ciudad? ¿Cómo podría saberlo? ¿Cómo podría?
—No hay nada inexplicable en eso, en cualquier caso, - contesté. —Sensibilidad anormal de la percepción debido a la interrupción de todas las impresiones sensoriales. No hay nada raro en eso. Tienes su forma más familiar en la sensibilidad de los ciegos. Tú has visto lo mismo en funcionamiento en ciertas formas de experimentación hipnótica, ¿no es así?
—Mediante la operación de causas completamente comprensibles, la mente adquiere el poder de reaccionar a vibraciones que normalmente pasan desapercibidas; es capaz de proyectarse a sí misma a través de esta manipulación de la percepción en un área de consciencia más amplia que la normal. Al igual que en ciertas enfermedades del oído, el paciente, aunque sordo a los sonidos dentro del rango auditivo promedio, es plenamente consciente de las vibraciones del sonido muy por encima y muy por debajo de las que registra el oído sano.
—Lo sé, - dijo. —No necesito que me convenzan. Pero aceptamos estas cosas en teoría, y cuando nos enfrentamos a ellas por nosotros mismos, dudamos.
—¿Cuántas personas crees que hay en la cristiandad que creen que el Salvador ascendió de entre los muertos, pero que si lo vieran hoy insistirían en una inspección médica, certificados médicos, una clínica e incluso después de eso dar un veredicto de fraude? No estoy hablando de manera irreverente, solo estoy declarando un hecho.
De repente se apartó de mí y se acercó al óvalo con cortinas por el que había pasado Norhala.
—Dick, - grité, siguiéndolo apresuradamente, —¿Adónde vas? ¿Qué vas a hacer?
—Voy tras Norhala, —respondió. —Voy a tener un enfrentamiento con ella o sabré la razón.
—Drake —grité de nuevo, horrorizado, —no cometas el error que cometió Ventnor. Esa no es la forma de ganar. No lo hagas, te lo ruego, no lo hagas.
—Estás equivocado, —respondió obstinadamente. —Voy a buscarla. Ella tiene que hablar.
Extendió una mano hacia las cortinas. Antes de que pudiera tocarlas, se separaron. De entre ellas se deslizó el eunuco negro. Se quedó inmóvil, mirándonos; en los ojos negros como la tinta había una llamarada roja de odio. Me empujé entre él y Drake.
—¿Dónde está tu amante, Yuruk? - Le pregunté.
—La diosa se ha ido, —respondió malhumorado.
—¿De ha ido? - Dije con sospecha, porque ciertamente Norhala no había pasado por allí. —¿Dónde?
—¿Quién interrogará a la diosa? - preguntó. —Ella viene y va como le plazca.
Traduje esto para Drake.
—Tiene que mostrármela, - dijo. —No creas que voy a derramar frijoles, Goodwin. Pero quiero hablar con ella. Creo que tengo razón, honestamente lo creo.
Después de todo, reflexioné, había mucho en su determinación de recomendarlo. Era lo más obvio, a menos que admitiéramos que Norhala era sobrehumana; y eso yo no lo admitiría. Al mando de fuerzas que aún no conocíamos, en armonía con esta Gente de Metal, sellada con esa conciencia alienígena que Ruth había descrito; todo esto, sí. Pero aún era una mujer, de eso yo estaba seguro. Y seguramente se podía confiar en que Drake no repetiría el error de Ventnor.
—Yuruk, - dije, —creemos que mientes. Querríamos hablar con tu amante. Llévanos con ella.
—Os he dicho que la diosa no está aquí, - dijo. —Si no lo creéis, eso no es nada para mí. No puedo llevaros con ella porque no sé dónde está. ¿Es vuestro deseo que os guíe por su casa?
—Lo es, —dije.
—La diosa me ha ordenado que os sirva en todas las cosas. - Hizo una reverencia irónica. —Seguidme.
Nuestra búsqueda fue corta. Salimos a lo que, a falta de mejores palabras, solo puedo describir como una sala central. Era circular y estaba sembrada de pequeñas y gruesas alfombras amontonadas cuyos matices habían sido suavizados por la alquimia del tiempo en exquisitos y sombríos ecos de color.
Las paredes de este salón eran de la misma sustancia de piedra lunar que había encerrado la cámara en cuyo umbral interior estábamos. Giraban directamente hacia la cúpula en un cono cilíndrico cristalino. Cuatro puertas como esa en la que estábamos las atravesaban. A través de cada una de sus cortinas miramos a su vez.
Todas eran exactamente similares en forma y proporciones, irradiando en un triángulo de base curva y luneteada desde la cámara del medio; la curvatura del globo circundante que formaba la pared trasera y el techo; los cortes translúcidos de los lados; el círculo de piso del salón interior la luneta truncada.
La primera de estas cámaras estaba completamente vacía. La de enfrente sostenía media docena de trajes de armadura lacada, tantas espadas cortas y de doble filo de aspecto perverso y largas jabalinas. La tercera juzgué que era la guarida de Yuruk; dentro había un brasero de cobre, un soporte de lanzas y un arco gigantesco, un carcaj lleno de flechas inclinado a su lado. La cuarta habitación estaba llena de cofres grandes y pequeños, de madera y bronce, y todos bien cerrados.
La quinta habitación era, sin lugar a dudas, el dormitorio de Norhala. Sobre su suelo, las alfombras antiguas eran gruesas. Un sofá bajo de marfil tallado con incrustaciones de oro descansaba a unos metros de la entrada. Una docena o más de los cofres estaban esparcidos y rebosantes de tejidos de seda.
Sobre el lomo de cuatro leones dorados había un espejo alto de plata pulida. Y cerca de él, en una formación doméstica curiosamente incongruente, había una hilera de sandalias rígidamente ordenadas. Sobre uno de los cofres había peinetas y peines de concha, oro y marfil tachonados de alhajas azules, amarillas y carmesí.
A todo ello dimos una mirada de pasada. Buscamos a Norhala. Y de ella no encontramos sombra. Se había ido incluso como había dicho el eunuco negro; pasando sin ser vista junto a Ruth, tal vez, absorta en su vigilancia sobre su hermano; tal vez a través de alguna abertura oculta en esta habitación suya.
Yuruk soltó las cortinas, volvió a la primera habitación, nosotros lo seguimos. Los dos allí no se habían movido. Acercamos las alforjas y nos apoyamos en ellas.
El eunuco negro se puso en cuclillas a una docena de pasos de distancia, frente a nosotros, con la barbilla sobre las rodillas, mirándonos sin parpadear con los ojos en blanco de cualquier emoción. Luego comenzó a mover lentamente los brazos tremendamente largos con un movimiento suave y relajante, con las manos recorriendo el suelo sobre sus garras en arcos y círculos. Era curioso cómo estas manos parecían estar dotadas de una voluntad propia, independiente de los brazos sobre los que se balanceaban.
Y ahora solo podía ver las manos, moviéndose tan suavemente, tan rítmicamente de un lado a otro, moviéndose tan soñolientas, tan narcóticas de un lado a otro, manos negras que rezumaban sueño, hipnóticas.
¡Hipnóticas! Salté del letargo que se cernía sobre mí. En una rápida mirada de reojo, vi a Drake cabecear, asentir al compás del movimiento de las manos negras. Me puse de pie de un salto, temblando con una intensidad de rabia desconocida para mí. Metí mi pistola en la cara arrugada.
—¡Maldito seas! - chillé. —Para. Detente y retrocede.
Los músculos tensos de los brazos se contrajeron, las garras de las patas deslizantes se encogieron como si estuviera a punto de agarrarme; los charcos de ébano de sus ojos estaban cubiertos por una película helada de odio.
No podría haber sabido qué era este tubo con el que lo amenacé, pero ciertamente sintió su amenaza y tuvo miedo de enfrentarse. Se puso en cuclillas, envolvió sus brazos alrededor de sus rodillas, se agachó con la espalda hacia nosotros.
—¿Qué pasa? - preguntó Drake adormilado.
—Intentó hipnotizarnos, —respondí brevemente. —Y casi lo consigue.
—Así que era eso. - Ahora estaba completamente despierto. —Observé esas manos suyas y me volví cada vez más somnoliento; creo que será mejor que atemos al Sr. Yuruk. - Se puso de pie de un salto.
—No, —le dije sujetándolo. —No. Es lo suficientemente seguro mientras estemos alerta. No quiero usar ninguna fuerza sobre él todavía. Espera hasta que sepamos que podemos obtener algo que valga la pena al hacerlo.
—Está bien, —asintió con gravedad. —Pero cuando llegue el momento, te lo diré sin rodeos, Doc, voy al límite. Hay algo en esa araña humana que me da ganas de aplastarla, lentamente.
—No tendré escrúpulos cuando valga la pena, —respondí con la misma seriedad.
Nos hundimos de nuevo contra las alforjas; Drake sacó una pipa negra y la miró con tristeza; a mí de manera atractiva.
—Todo lo mío estaba en ese poni que se escapó, —le respondí con nostalgia.
—Todo lo mío estaba en mi bestia también, —suspiró. —Y perdí mi bolsa en ese chorro de las ruinas.
Suspiró de nuevo y apretó unos dientes blancos.
—Por supuesto, - dijo al fin, —si Ventnor tenía razón en eso, ese análisis incorpóreo suyo, es bastante... bueno, aterrador, ¿no?
—Es todo eso, —respondí, —y mucho más.
—Metal, - reflexionó Drake. —Cosas de metal con cerebros de cristal pensante y su sangre los relámpagos. ¿Aceptas eso?
—Hasta donde ha llegado mi propia observación, sí, —dije. —Metálico pero móvil. Inorgánico pero con todas las cantidades hasta ahora hemos pensado solo las de lo orgánico y con otras añadidas. Cristalino, por supuesto, de estructura y muy complejo. Activado por fuerzas magnético-eléctricas ejercidas conscientemente y tan parte de su vida como la energía cerebral y las corrientes nerviosas lo son de nuestra vida humana. Combinaciones animadas, en movimiento y sensibles de metal y energía eléctrica.
Él dijo:
—La apertura del Disco desde el globo y de las dos estrellas explosivas de las pirámides muestran la flexibilidad de la placa exterior, ¿la llamarían? No pude evitar pensar en el armadillo después de tener tiempo para pensar.
—Puede ser - luché contra la convicción ahora fuerte sobre mí, —puede ser que dentro de ese caparazón metálico haya un cuerpo orgánico, algo blando, animal, como hay dentro del caparazón córneo de la tortuga, las válvulas nacaradas de la ostra, las conchas de los crustáceos, puede ser que incluso su superficie interior sea orgánica.
—No, - interrumpió, —si hay un cuerpo, como nosotros conocemos un cuerpo, debe de estar entre la superficie exterior y la interior, porque esta última es de cristal, dura como una joya, impenetrable.
—Goodwin, las balas de Ventnor dieron en el blanco. Las vi impactar. No rebotaron, cayeron muertas. Como moscas que se estrellan contra una roca, y la Cosa no era más consciente de su impacto que una roca lo habría sido de esas moscas.
—Drake —dije, —mi propia convicción es que estas criaturas son absolutamente metálicas, completamente inorgánicas, formas increíbles y desconocidas. Vayamos sobre esa base.
—Yo también lo creo, —asintió con la cabeza; —Pero quería que tú lo dijeras primero. Y sin embargo, ¿es tan increíble, Goodwin? ¿Cuál es la definición de inteligencia vital: sensibilidad?
—La de Haeckel es lo aceptado. Cualquier cosa que pueda recibir un estímulo, que pueda reaccionar a un estímulo y retenga la memoria de un estímulo, debe llamarse una entidad inteligente y consciente. La brecha entre lo que durante mucho tiempo hemos llamado lo orgánico y lo inorgánico está disminuyendo constantemente. ¿Conoces los notables experimentos de Lillie con varios metales?
—Vagamente, —dije.
—Lillie, - continuó, —demostró que bajo la corriente eléctrica y otros medios excitantes, los metales exhibían prácticamente todas las reacciones de los nervios y músculos humanos. Se cansó, descansó y después de descansar fue perceptiblemente más fuerte que antes; tenía lo que era prácticamente una indigestión, y exhibía un recuerdo peculiar pero inconfundible. Además, descubrió que podía enfermarse y morir.
—Lillie concluyó que existía una verdadera conciencia metálica. Fue Le Bon [1] quien demostró también por primera vez que el metal es más sensible que el hombre y que su inmovilidad es solo aparente.
—Toma el bloque de hierro magnético que se encuentra tan gris y aparentemente sin vida, somételo a una corriente magnética sin vida, ¿qué sucede? El bloque de hierro está compuesto por moléculas que, en condiciones normales, están dispuestas indistintamente en todas las direcciones posibles. Pero cuando pasa la corriente, hay un movimiento tremendo en esa masa aparentemente inerte. Todas las diminutas partículas que lo componen giran y se desplazan hasta que sus polos norte apuntan más o menos aproximadamente en la dirección de la fuerza magnética.
—Cuando eso sucede, el bloque mismo se convierte en un imán, lleno y rodeado por un campo de energía magnética; instintivo con él. Exteriormente no se ha movido; de hecho, ha habido un movimiento prodigioso.
—Pero no es un movimiento consciente, —objeté.
—Ah, pero ¿cómo lo sabes? - preguntó. —Si Jacques Loeb [2] tiene razón, esa acción de las moléculas de hierro es un movimiento tan consciente como el menor y el mayor de los nuestros. No hay absolutamente ninguna diferencia entre ellos.
—Tu y mi y cada uno de sus movimientos no es más que una reacción involuntaria e inevitable a un cierto estímulo. Si tiene razón, entonces soy un ranúnculo, pero eso no es ni aquí ni allí. Loeb, todo lo que hizo fue reformular el destino, una de las ideas más antiguas de la humanidad, en términos de tropismos, infusorios y luz. Omar Khayyam reencarnó químicamente en el Instituto Rockefeller. Sin embargo, quienes aceptan sus teorías tienen que admitir que esencialmente no hay diferencia entre sus impulsos y la avalancha de limaduras hacia un imán.
—Igualmente, sin embargo, Goodwin, el hierro cumple con las tres pruebas de Haeckel: puede recibir un estímulo, reacciona a ese estímulo y lo conserva en memoria; porque incluso después de que la corriente ha cesado, permanece cambiada en resistencia a la tracción, conductividad y otras cualidades que fueron modificadas por el paso de esa corriente; y a medida que pasa el tiempo, este recuerdo se desvanece. Precisamente así como alguna experiencia humana aumenta la cautela, la cautela, cuya clave de cualidades permanece con nosotros después de que la experiencia ha pasado, y se desvanece en la proporción de nuestra sensibilidad más retentiva dividida por el tiempo transcurrido desde la experiencia original, exactamente como es en el hierro.
[1] Le Bon en "Evolución de la materia", capítulo once.
[2] Profesor Jacques Loeb, del Rockefeller Institute, Nueva York, "La concepción mecanicista de la vida".
—Concedido, —acepté. —Ahora llegamos a sus medios de locomoción. En sus términos más simples, toda locomoción es un progreso a través del espacio contra la fuerza de la gravitación. El caminar del hombre es una serie de tropiezos rítmicos contra esta fuerza que constantemente se esfuerza por arrastrarlo hasta la faz de la tierra y mantenerlo presionado allí. La gravitación es una vibración etérica-magnética similar a la fuerza que sostiene, para usar nuevamente tu símil, Drake, la lima contra el imán. Un paseo es una ruptura constante de la corriente.
—Toma una película de un hombre caminando y pásala por la linterna rápidamente y parece que estás volando. No tenemos ninguna de las incómodas caídas y recuperaciones que son el ritmo de caminar tal como lo vemos.
—Entiendo que el movimiento de estas Cosas es una ruptura consciente de la corriente gravitacional tanto como lo es nuestro propio movimiento, pero con un ritmo tan rápido que parece ser continuo.
—Sin duda, si pudiéramos controlar nuestra vista de modo que admitiéramos las vibraciones de la luz con la suficiente lentitud, veríamos este movimiento aparentemente suave como una serie de saltos, tal como lo hacemos cuando el operador de la película reduce la velocidad de su máquina lo suficiente como para mostrarnos caminar en una serie de tropiezos.
—Muy bien, hasta ahora, entonces, no tenemos nada en este fenómeno que la mente humana no pueda concebir como posible; por tanto, intelectualmente seguimos siendo dueños de los fenómenos; porque es sólo aquello que el pensamiento humano no puede abarcar lo que necesita temer.
—Metálico, - dijo, —y cristalino. Y sin embargo, ¿por qué no? ¿Qué somos sino bolsas de piel llenas de determinadas sustancias en solución y estiradas sobre un mecanismo de soporte y móvil compuesto en gran parte por cal? De esa gelatina primigenia que Gregory [3] llama Protobionte, surgió después de incontables millones de años nosotros con nuestra piel, nuestras uñas y nuestro cabello; vinieron también las serpientes con sus escamas, los pájaros con sus plumas; la piel córnea del rinoceronte y las alas de hada de la mariposa; el caparazón del cangrejo, la delicada belleza de la polilla y la brillante maravilla del nácar.
—¿Existe una brecha mayor entre alguno de estos y el metálico? Yo creo que no.
—No materialmente, - respondí. —No. Pero queda... ¡conciencia!
—Eso, - dijo, —no lo puedo entender. Ventnor habló de, ¿cómo lo expresó? Una conciencia de grupo, operando en nuestra esfera y en esferas por encima y por debajo de la nuestra, con sentidos conocidos y desconocidos. Conseguí vislumbrar a Goodwin, pero no puedo entender.
—Hemos acordado por razones que nos parecen suficientes para llamar a estas cosas metálicas, Dick, —le contesté. —Pero eso no significa necesariamente que estén compuestos de cualquier metal que conozcamos. Sin embargo, al ser metálicos, deben ser de estructura cristalina.
—Como ha señalado Gregory, los cristales y lo que llamamos materia viva tuvieron un comienzo igual en los primeros elementos esenciales de la vida. No podemos concebir la vida sin darle el atributo de algún tipo de conciencia. El hambre no puede ser otra cosa que consciente, y no hay otro estímulo para comer que el hambre.
—Los cristales comen. La extracción de poder de la comida es consciente porque tiene un propósito, y no puede haber propósito sin conciencia; de manera similar, el poder de trabajar a partir de dicha energía derivada también tiene un propósito y, por lo tanto, es consciente. Los cristales hacen ambas cosas. Y los cristales pueden transmitir todas estas habilidades a sus hijos, al igual que nosotros. Porque aunque no parece haber ninguna razón para que no sigan creciendo hasta alcanzar un tamaño gigantesco en condiciones favorables, no es así. Alcanzan un tamaño más allá del cual no se desarrollan.
—En cambio, brotan, de hecho, dan a luz a otros más pequeños, que aumentan hasta alcanzar el tamaño de la generación anterior. ¡Y como los hijos del hombre y los animales, estas generaciones más jóvenes crecen precisamente como sus progenitores!
—Muy bien, entonces, llegamos a la concepción de un ser metálico cristalino, que por alguna explosión de la fuerza de la evolución ha estallado de la etapa familiar y aparentemente inerte para nosotros en estas Cosas que nos retienen. ¿Y hay alguna diferencia mayor entre las formas con las que estamos familiarizados y ellos que entre nosotros y el anfibio rastrero que es nuestro ancestro remoto? ¿O entre eso y la ameba, el pequeño estómago nadador del que evolucionó? ¿O la ameba y la gelatina inerte del Protobion?
En cuanto a lo que Ventnor llama conciencia de grupo, supongo que se refiere a una inteligencia comunitaria como la que muestran las abejas y las hormigas, que en el caso del antiguo Maeterlinck llama el 'Espíritu de la colmena'. Se muestra en sus agrupaciones, al igual que la disposición geométrica de esas agrupaciones también muestra claramente su inteligencia cristalina.
—Yo sostengo que en su rápida coordinación, ya sea para el ataque o el movimiento o el trabajo sin que haya pasado comunicación aparente entre las unidades, no hay nada más notable que el enjambre de una colmena de abejas donde también sin comunicación aparente solo hay tantos ceras, enfermeras, miel -recolectores, químicos, panaderos y todos los variados especialistas de la colmena van con la vieja reina, dejando atrás un número suficiente de cada clase para las necesidades de la joven reina.
—Todo este reparto se efectúa sin ningún medio de comunicación que reconozcamos. Aún así, es la selección más obviamente inteligente. Porque si fuera al azar, todos los productores de miel podrían irse y la colmena moriría de hambre, o todos los químicos podrían irse y la comida para las abejas jóvenes no estaría debidamente preparada, y así sucesivamente.
—Pero metal, - murmuró, —y consciente. Todo está muy bien, pero ¿de dónde vino esa conciencia? ¿Y qué es eso? Y de donde vinieron? Y, sobre todo, ¿por qué no han invadido el mundo antes de esto?
—Tal desarrollo como el de ellos, tal evolución, presupone eones de tiempo, siempre que nos haya costado arrastrarnos desde los lagartos. ¿Qué han estado haciendo? ¿Por qué no han estado preparados para atacar, si Ventnor tiene razón, contra la humanidad hasta ahora?
—No lo sé, —respondí, impotente. —Pero la evolución no es el proceso lento y laborioso que pensaba Darwin. Parece haber explosiones: la naturaleza creará una nueva forma casi en una noche. Luego vienen las largas edades de desarrollo y ajuste, y de repente aparece otra nueva raza.
—Podría ser así de estos, algunas condiciones extraordinarias que los moldearon. O podrían haberse desarrollado a lo largo de las edades en espacios dentro de la tierra; existe ese abismo increíble que vimos que es, evidentemente, una de sus carreteras. O podrían haber caído aquí sobre algún fragmento de un mundo roto, haber encontrado en este valle las condiciones adecuadas y haberse desarrollado con una rapidez asombrosa [4]. Todas son teorías posibles, elige tu opción.
—Algo los ha detenido y se están precipitando hacia el clímax, —susurró. Ventnor tiene razón en eso, lo siento. ¿Y qué podemos hacer?
—Vuelve a su ciudad, —le dije. Vuelve como ordenó. Creo que sabe de lo que está hablando. Y creo que podrá ayudarnos. No fue solo una solicitud que hizo, ni siquiera una apelación, fue una orden.
—Pero, ¿qué podemos hacer, solo dos hombres, contra estas Cosas? - gimió.
—Tal vez lo averigüemos, cuando estemos de regreso en la ciudad, —respondí.
—Bueno —recordó su antigua alegría imprudente, —en cada crisis de este viejo mundo ha sido un hombre quien ha podido dar la vuelta al truco. Somos dos. Y en el peor de los casos solo podemos bajar peleando un poco antes que el resto de nosotros. Así que, después de todo, sea lo que sea, QUÉ diablos.
Por un tiempo estuvimos en silencio.
—Bueno, - dijo al fin, —tenemos que ir a la ciudad por la mañana. - Él rió. —Suena como si estuviéramos viviendo en los suburbios, de alguna manera, ¿no es así?
—No pueden pasar muchas horas antes del amanecer, - dije. —Acuéstate un rato, te despertaré cuando crea que has dormido lo suficiente.
—No parece justo, —protestó, pero adormilado.
—No tengo sueño, —le dije que no.
Pero lo tuviera o no, quería interrogar a Yuruk, ininterrumpidamente y sin ser molestado.
Drake se estiró. Cuando su respiración lo mostró profundamente dormido, me deslicé hacia el eunuco negro y me agaché, con la mano derecha cerca de la culata de mi automática, frente a él.
[3] J. W. Gregory, F.R.S.D.Sc., Profesor de Geología, Universidad de Glasgow.
[4] Teoría de la propagación de la vida del profesor Svante Arrhenius por medio de diminutas esporas transportadas a través del espacio. Ver su "Mundos en construcción.” - W.T.G.
—Yuruk, - le susurré, —nos amas como el campo de trigo ama el granizo; somos tan bienvenidos para ti como la soga de la muerte para los condenados. Mira, una puerta se abrió a una tierra de sueños desagradables que creías sellados, y nosotros pasamos. Responde mis preguntas con sinceridad y es posible que regresemos por esa puerta.
El interés brotó en las profundidades de los ojos negros.
—Hay un camino desde aquí, —murmuró. —Tampoco pasa a través de ellos. Te lo puedo mostrar.
Yo no había estado ciego al destello de malicia, de astucia que había cruzado el rostro arrugado.
—¿Adónde lleva ese camino? - Le pregunté. —Había quienes nos buscaban; hombres con armaduras, con jabalinas y flechas. ¿Tu camino lleva a ellos, Yuruk?
Por un tiempo vaciló, los párpados sin pestañas medio cerrados.
—Sí, - dijo malhumorado. —El camino lleva a ellos, a su sitio. Pero, ¿no será más seguro para vosotros estar allí, entre los de vuestra especie?
—No sé si lo será, —respondí de inmediato. —Aquellos diferentes a nosotros atacaron a los que son como nosotros y los hicieron retroceder cuando nos hubieran capturado y asesinado. ¿Por qué no es mejor quedarse con ellos que ir con los de nuestra especie que nos quieren destruir?
—No querrían, - dijo, —si les dierais... a ella. - Empujó un largo pulgar hacia atrás, hacia la dormida Ruth. —Cherkis perdonaría mucho por ella. ¿Y por qué no debería hacerlo? Es solo una mujer.
Escupió, de una manera que me dio ganas de matarlo.
—Además, —finalizó, —¿no tenéis artes para engañarle?
—¿Cherkis? - pregunté.
—Cherkis, —se quejó. —¿Es Yuruk un tonto para no saber que en el mundo exterior han surgido cosas nuevas desde hace mucho tiempo que huimos de Iskander al valle secreto? ¿Qué tienes para engañar a Cherkis más allá de esta carne de mujer? Mucho, creo. Ve luego a él, sin miedo.
¿Cherkis? Había un sonido familiar en eso. ¿Cherkis? Por supuesto, era el nombre de Jerjes, el conquistador persa, corrompido por el tiempo en esto: Cherkis. ¿E Iskander? Igualmente, por supuesto, Alexander. Ventnor tenía razón.
—Yuruk, —le pregunté directamente, —¿es ella a quien llamas diosa, Norhala, del pueblo de Cherkis?
—Hace mucho tiempo, - respondió; —Hace mucho, mucho tiempo hubo problemas en su ciudad, incluso en la gran morada de Cherkis. Yo huí con ella, que era la madre de la diosa. Éramos veinte y huimos aquí, por el camino que os mostraré...
Miró lascivamente con astucia. Yo no di ninguna señal de interés.
—Ella, que era la madre de la diosa, halló gracia ante los ojos del gobernante de aquí, - prosiguió. —Pero después de un tiempo ella envejeció, se puso fea y se marchitó. Así que él la mató, como un pequeño montículo de polvo ella bailó y se desvaneció después de que él la matara; y también mató a otros que se habían vuelto desagradables para él. Me condenó... como él fue condenado... - Señaló a Ventnor.
—Entonces fue que, recuperándome, encontré mi hombro torcido. Aquí nació la diosa. ¡Ella es pariente de Aquel que Gobierna! ¿De qué otra manera podría arrojar los relámpagos? ¿No era el padre de Iskander el dios Zeus Ammon que vino a la madre de Iskander en forma de una gran serpiente? ¿Y bien? En cualquier caso, nació la diosa, derramadora de los relámpagos incluso desde su nacimiento. Y ella es como la ves.
—¡Adhiérete a los de tu especie! ¡Adhiérete a los de tu especie!... - De repente, gritó. —Mejor es ser azotado por tu hermano que ser devorado por el tigre. Adhiérete a los de tu especie. Mira, te mostraré el camino hacia ellos.
Se puso de pie de un salto, tomó mi muñeca con una de sus largas manos, me condujo a través del óvalo con cortinas hasta el vestíbulo cilíndrico, separó las cortinas del dormitorio de Norhala y me empujó dentro. Se deslizó por el suelo, todavía agarrado a mí, y se apretó contra la pared más lejana.
Una porción ovoide del material de gema se deslizó a un lado revelando una puerta. Vislumbré un camino, un sendero que conducía a un bosque de un verde pálido bajo la pálida luz. Por ese camino se introducía como una lengua negra en el boscaje y se desvanecía en las profundidades.
—Siguelo.— Señaló. —Toma a los que vinieron contigo y síguelo.
Las arrugas de su rostro se retorcieron con su ansiedad.
—¿Irás? - jadeó Yuruk. —¿Los tomarás y seguirás por ese camino?
—Todavía no, - respondí distraídamente. —Todavía no.
Y él fue llevado abruptamente a un estado de alerta total, vigilancia, por la llama de la rabia que llenó los ojos.
—Regresa, —le dije secamente. Deslizó la puerta en su lugar, se giró malhumorado. Yo lo seguí, preguntándome cuáles eran las fuentes del amargo odio que tan claramente tenía por nosotros. las razones de su afán por deshacerse de nosotros a pesar de las órdenes de esta mujer que, al menos para él, era una diosa.
Y por ese curioso hábito humano de buscar lo complejo cuando la respuesta simple está cerca, no reconoció que los celos hacia nosotros eran la raíz de su comportamiento; que deseaba ser, como parecía haber sido durante años, el único ser humano cercano a Norhala. No se dio cuenta de esto, y con Ruth y Drake fue terriblemente a pagar por este fracaso.
Miré a la pareja, durmiendo profundamente... sobre Ventnor perdido todavía en trance.
—Siéntate, —le ordené al eunuco. Y le di la espalda.
Me dejé caer al lado de Drake, mi mente luchaba con el misterio, pero cada sentido estaba alerta al movimiento de la oscuridad. Con bastante gracia había pasado por alto el cuestionamiento de Dick sobre la consciencia de la Gente del Metal; ahora lo afrontaba sabiendo que era el meollo mismo de estos increíbles fenómenos; admitiendo, también, que a pesar de todas mis especiales súplicas, sobre ese punto se arremolinaba en mi mente la más espesa niebla de incertidumbre. Que su sentido del orden era inmensamente superior al de un hombre era evidente.
Tan claro era que su conocimiento de la fuerza magnética y su manipulación estaban mucho más allá de la esfera de la humanidad. Que notaran la belleza de este palacio de Norhala lo demostaba, y ninguna imaginación humana podría haberlo concebido ni manos humanas haber hecho real su pensamiento de la belleza. ¿Cuáles eran sus sentidos a través de los cuales se alimentaba su consciencia?
Nueve en total habían sido los óvalos de zafiro colocados dentro de la zona dorada del Disco. ¡Claramente se me ocurrió que estos eran órganos de los sentidos!
Pero, ¡nueve sentidos!
Y las grandes estrellas, ¿cuántas tenían? Y los cubos, ¿se abrían como el globo y la pirámide?
La consciencia misma, después de todo, ¿qué es? ¿Una secreción del cerebro? ¿La expresión acumulativa, totalmente química, de la multitud de células que nos forman? ¿El inexplicable gobernador de la ciudad del cuerpo del que son ciudadanos estas miríadas de células, y creado por ellas a partir de sí mismas para gobernar?
¿Es eso lo que muchos llaman alma? ¿O es una forma más fina de materia, una fuerza autorrealizada que usa el cuerpo como su vehículo al igual que otras fuerzas lo usan para sus vestiduras de otras máquinas? Después de todo, pensé, ¿qué es este yo consciente nuestro, el ego, sino una chispa de realización que corre continuamente a lo largo del camino del tiempo dentro del mecanismo que llamamos cerebro? haciendo contacto a lo largo de ese camino como la chispa eléctrica al final de un cable?
¿Hay un mar de esta fuerza consciente que baña las orillas de las estrellas más lejanas, que encuentra expresión en todo: el hombre y la roca, el metal y la flor, la joya y la nube? Limitado en su expresión sólo por las limitaciones de lo que anima, y en esencia lo mismo en todos. Si era así, entonces este problema de la vida de la Gente del Metal dejaba de ser un problema; quedaba respondido.
Pensando así, me di cuenta del aumento de la luz. Pasé por delante de Yuruk hasta la puerta y me asomé. El amanecer palidecía el cielo. Me incliné sobre Drake y lo sacudí. En el instante en que se despertó, quedó alerta.
—Solo necesito dormir un poco, Dick, —dije. —Cuando salga el sol, llámame.
—Vaya, es el amanecer, —susurró. —Goodwin, no deberías haberme dejado dormir tanto. Me siento como un maldito cerdo.
—No importa, —dije. —Pero vigila de cerca al eunuco.
Me enrollé en su cálida manta. Me hundí casi instantáneamente en un sueño sin sueños.
Alto estaba el sol cuando desperté; o así supuse abriendo los ojos ante una inundación de luz del día. Mientras yacía perezosamente, el recuerdo se apoderó de mí.
No era el cielo al que miraba; era la cúpula de la casa de los elfos de Norhala. Y Drake no me había despertado. ¿Por qué? ¿Y cuánto tiempo había dormido?
Me puse de pie de un salto y miré a mi alrededor. ¡Ni Ruth, ni Drake, ni el eunuco negro estaban allí!
—¡Ruth! - Grité. —¡Dick!
No hubo respuesta. Corrí hacia la puerta. Mirando hacia la bóveda blanca de los cielos, puse la hora del día cerca de las siete. Había dormido entonces tres horas más o menos. Sin embargo, a pesar de lo breve que había sido ese tiempo de sueño, me sentía maravillosamente refrescado, revitalizado; el efecto, estaba seguro, de las cualidades extraordinariamente tónicas de la atmósfera de este lugar. ¿Pero dónde estaban los demás? ¿Dónde Yuruk?
Escuché la risa de Ruth. Unos cien metros a la izquierda, medio escondido por una pantalla de arbustos en flor, vi un pequeño prado. Dentro de él, media docena de cabritas blancas acariciaban a ella y a Dick. Ella estaba ordeñando una de ellas.
Tranquilizado, retrocedí a la cámara y me arrodillé junto a Ventnor. Su estado no había cambiado. Mi mirada se posó en la piscina que había sido el baño de Norhala. Con nostalgia la miré; luego, asegurándome de que el proceso de ordeño no había terminado, me quité la ropa y me di un chapuzón.
Tuve el tiempo justo para volver a ponerme la ropa cuando entró por la puerta la pareja, cada uno con una cacerola de porcelana llena de leche.
No había sombra de miedo ni horror en su rostro. Era la Ruth de siempre la que estaba delante de mí; tampoco hubo esfuerzo en la sonrisa que me mostró. Esta había sido lavada en las aguas del sueño.
—No te preocupes, Walter, - dijo ella. —Sé lo que estás pensando. Pero soy... YO de nuevo.
—¿Dónde está Yuruk? - Me volví bruscamente hacia Drake para sofocar el sollozo de pura felicidad que sentí subiendo por la garganta; y ante su guiño y su mueca de advertencia, me abstuve abruptamente de insistir en la pregunta.
—Vosotros escoged las cosas y yo prepararé el desayuno, - dijo Ruth.
Drake tomó la tetera y me hizo señas para que pasara por delante de él.
—Sobre Yuruk, - susurró cuando había salido. —Le di una pequeña lección práctica. Lo convencí de que bajara un poco los humos, le mostré mi pistola y maté a una de las cabras de Norhala con ella. Odié hacerlo, pero sabía que sería bueno para su alma.
—Dio un chillido, cayó de bruces y se humilló. Pensaba que era un rayo, me imagino. Decidí que había estado husmeando las cosas de Norhala. 'Yuruk', le dije, 'eso es lo que obtendrás, y peor aún si le pones el dedo encima a esa chica que está adentro'.
—¿Y entonces qué pasó? - Le pregunté.
—Lo superó allí. - Sonrió señalando hacia el bosque por el que corría el camino que me había mostrado el eunuco. —Probablemente escondido detrás de un árbol.
Mientras llenábamos el recipiente en el manantial exterior, le conté las revelaciones y la oferta que me había hecho Yuruk.
—¡Vaya! - silbó. —En el cascanueces, ¿eh? Problemas detrás de nosotros y problemas frente a nosotros.
—¿Cuándo partimos? - preguntó, mientras nos dábamos la vuelta.
—Justo después de comer, - respondí. —No sirve de nada posponerlo. ¿Cómo te sientes al respecto?
—Francamente, como el invitado principal en una fiesta de linchamiento, - dijo. —Divertido, pero no demasiado alegre.
Yo tampoco. Estaba invadido por una fiebre de curiosidad científica. Pero no estaba alegre, ¡no!
Ministramos a Ventnor lo mejor que pudimos; forzando a abrir sus mandíbulas tensas, empujando un tubo delgado de goma por su tráquea hasta su garganta y dejando caer unas pocas onzas de leche de cabra. Nuestro propio desayuno fue bastante silencioso.
No podíamos llevar a Ruth con nosotros en nuestro viaje; eso era seguro; debía quedarse aquí con su hermano. Estaría más segura en la casa de Norhala que donde íbamos, por supuesto, y sin embargo, dejarla fue muy angustioso. Después de todo, me pregunté, ¿habría necesidad de que hiciéramos el viaje los dos? ¿No haría uno solo igual de bien?
Drake podría quedarse...
—No sirve de nada poner todos nuestros huevos en una cesta, - abordé el tema. —Bajaré yo solo mientras tú te quedas y ayudas a Ruth. Siempre puedes seguirme si no aparezco en un tiempo razonable.
Su indignación por esta propuesta fue igualada solo por la de ella.
—¡Irás con él, Dick Drake, —gritó ella, —o no volveré a verte ni a hablarte nunca más!
—¡Buen Señor! ¿Pensaste por un minuto que no lo haría? - El dolor y la ira lucharon en su rostro. —Vamos juntos o ninguno de los dos va. Ruth estará bien aquí, Goodwin. Lo único que tiene motivos para temer es a Yuruk, y él ha recibido su lección. Además, ella tendrá los rifles y las pistolas, y sabe cómo usarlos. ¿Qué pretendes haciendo una proposición como esa? - Su indignación rompió todos los límites.
Traté de justificarme sin convicción.
—Estaré bien, - dijo Ruth. —No le tengo miedo a Yuruk. Y ninguna de estas cosas me hará daño, ni ahora, ni después... - Ella bajó los ojos, le temblaron los labios y luego nos miró fijamente. —No me preguntes cómo lo sé, - dijo en voz baja. —Créeme, lo sé. Estoy más cerca de ellos que vosotros dos. Y si elijo, puedo invocar esa fuerza alienígena que me dio su maestro. Es por vosotros dos a lo que temo.
—No temas por nosotros, —se apresuró a estallar Drake. —Somos los pequeños juguetes de Norhala. Somos tabú. Créeme, Ruth, apuesto a que no hay una de estas Cosas, grande o pequeña, y no importa cuántas, que en este momento no lo sepa todo sobre nosotros.
—Probablemente seremos recibidos con demostraciones de interés por parte de la población como invitados bienvenidos. Probablemente encontremos un letrero: 'Bienvenido a nuestra ciudad', colgado sobre la puerta principal.
Ella sonrió, un poco trémula.
—Regresaremos, - dijo él. De repente, se inclinó hacia delante y le puso las manos sobre los hombros. —¿Crees que hay algo que pueda evitar que regrese? - él susurró.
Ella tembló con los ojos muy abiertos buscando profundamente en los de él.
—Bueno —interrumpí un poco incómodo, —será mejor que empecemos. Creo que, al igual que Drake, somos tabú. Salvo accidente, no hay peligro. Y si adivino bien estas cosas, el accidente es imposible.
—Tan inconcebible como que la tabla de multiplicar salga mal, - se rió él enderezándose.
Y así nos preparamos. Nuestros rifles serían inútiles, lo sabíamos. Decidimos llevar nuestras pistolas, como dijo Drake, por comodidad. Cantimploras llenas de agua; un par de raciones de emergencia, algunos instrumentos, incluido un pequeño espectroscopio, una selección del botiquín, todo ello empacado en una pequeña mochila echada sobre sus anchos hombros.
Yo me guardé en el bolsillo mis compactos pero extremadamente poderosos prismáticos. Para mi conmovedor y eterno lamento, mi cámara de fotos había estado sobre el poni que había huido, y Ventnor hacía mucho que no tenía películas para él.
Estábamos listos para nuestro viaje.
Nuestro camino conducía de inmediato a un camino liso y gris oscuro cuya superficie parecía cemento compactado bajo una enorme presión. Tenía quince metros de ancho y; ahora, a la luz del día; brillaba débilmente como recubierto de una capa vítrea. Se estrechaba abruptamente en una forma de cuña en el umbral de la puerta de Norhala.
Disminuyendo a lo largo de la distancia, se extendía recto como una flecha hacia adelante y se desvanecía entre los acantilados perpendiculares que formaban la ceñuda puerta por la que habíamos pasado la noche anterior sobre los cubos que corrían desde el pozo de la ciudad. Aquí, como entonces, una neblina frenaba la mirada.
Con Ruth con nosotros, hicimos una breve inspección de los alrededores de la casa de Norhala. Estaba colocada como en la parte más estrecha de un reloj de arena. Las paredes escarpadas marchaban adentro desde la puerta de entrada formando la mitad inferior de la figura; en la parte de atrás se separaron en un ángulo más amplio.
Esta parte superior del reloj de arena estaba llena de un bosque parecido a un parque. Estaba cercado, quizás a veinte millas de distancia, por una barrera de acantilados.
¿Cómo, me pregunté, los traspasaba el camino que me había señalado Yuruk? ¿Fue por paso o por túnel? ¿Y por qué los hombres con armadura no lo habían encontrado y seguido?
La cintura entre estas dos cuñas montañosas era un valle de no más de una milla de ancho. La casa de Norhala estaba en el centro; y era como un jardín, salpicado de fragantes lirios en flor, y aquí y allá un pequeño prado verde. El gran globo azul que era la morada de Norhala parecía menos descansar sobre el suelo que emerger de él; como si sus curvaturas básicas estuvieran ocultas en la tierra.
No sabría decir cuál era su sustancia. Era como si estuviera construido con laca de las gemas cuyos colores contenía. Y bella, maravillosa, increíblemente hermosa era: una inmensa burbuja de espuma de zafiros y turquesas fundidos.
No tuvimos tiempo de estudiar sus bellezas. Unas últimas instrucciones para Ruth y nos pusimos en camino por el camino gris. Apenas habíamos dado unos pasos cuando se oyó un débil grito de Ruth.
—¡Dick! ¡Dick, ven aquí!
Él saltó hacia ella y tomó sus manos entre las suyas. Por un momento, medio asustada al parecer, lo consideró.
—Dick, —la escuché susurrar. —¡Dick, vuelve a salvo conmigo!
Vi sus brazos cerrarse alrededor de ella, los de ella apretarse alrededor de su cuello; El cabello negro tocó los sedosos rizos castaños, sus labios se encontraron, se aferraron. Me di la vuelta.
Al poco tiempo él se unió a mí. Con la cabeza gacha, en silencio, caminaba a mi lado, completamente abatido.
Cien metros más y giramos. Ruth todavía estaba de pie en el umbral de la casa del misterio, mirándonos. Agitó las manos, entró revoloteando, se ocultó de nosotros. Y con Drake aún en silencio, seguimos adelante.
Los muros de la entrada estaban cerca. La escasa vegetación a lo largo de la base de los acantilados había cesado; la propia calzada se había fusionado con el suelo liso y desnudo del cañón. Desde el borde vertical al borde vertical del portal rocoso se extendía una cortina de niebla reluciente. A medida que nos acercábamos, vimos que estaba inmóvil y menos parecido al vapor de agua que al vapor de luz; fluía en líneas extrañamente fijas como átomos de cristales en una solución inmóvil. Drake metió un brazo dentro de él, lo agitó; la niebla no se movió. En cambio, parecía interpenetrar el brazo, como si el hueso y la carne fueran espectrales, sin poder para desalojar las partículas brillantes de su posición.
Pasamos dentro de él, uno al lado del otro.
Instantáneamente supe que fueran lo que fueran estos velos, no eran humedad. El aire que respiramos era seco, eléctrico. Sentí un estímulo decidido, un agradable cosquilleo en todos los nervios, una alegría casi aturdida. Podíamos vernos con toda claridad, el suelo rocoso que pisábamos también. Dentro de este vapor de luz no había ningún fantasma de sonido; estaba completamente vacío. Vi a Drake volverse hacia mí, su boca abierta en una risa, sus labios moviéndose al hablar, y aunque se inclinó cerca de mi oído, no escuché nada. Frunció el ceño, perplejo y siguió caminando.
De repente entramos en una abertura, una bolsa de aire puro. Nuestros oídos se llenaron de un zumbido agudo y estridente tan desagradablemente vibrante como el chillido de una explosión de arena. Dos metros a nuestra derecha estaba el borde de la cornisa en la que nos encontrábamos; más allá había una gran caída al espacio. Un pozo perforando el vacío y amurallado con la niebla.
Pero no fue ese eje lo que nos hizo abrazarnos. ¡No! Fue que a través de él se elevó una colosal columna de cubos. Estaba a treinta metros de nosotros. Su cima estaba a otros treinta metros por encima del nivel de nuestra cornisa y su longitud se desvanecía en las profundidades.
Y su cabeza era una gigantesca rueca, de metros de grosor, que se estrechaba en su punto de contacto con la pared del acantilado en la mitad del diámetro del lado más cercano a la columna, brillando con destellos de llamas verdes y moliendo con tremenda velocidad en la cara de la roca.
Encima de él, unida al acantilado, había una gran capota vizada de algún metal amarillo pálido, y era este refugio el que cortando la luz vaporosa como un enorme paraguas formaba el bolsillo de claridad en el que nos encontrábamos, el eje por el que brotaba el pilar.
A lo largo de esa columna, hasta donde pudimos ver, los miríados de ojos diminutos de la Gente de Metal brillaban sobre nosotros, sin parpadear con picardía, pero, por grotesco que parezca, no puedo evitarlo, muy abiertos por la sorpresa.
Sólo un instante más giró la gran rueda. Vi la roca que gritaba derritiéndose debajo de ella, cayendo como lava. Entonces, como si hubiera recibido algún mensaje, de repente cesó su movimiento.
Se inclinó; ¡nos miró!
Noté que su superficie de molienda estaba tachonada densamente con las pirámides más pequeñas y que las puntas de estas estaban cubiertas con lo que parecían ser gemas facetadas que brillaban con el mismo resplandor amarillo pálido que el Santuario de los Conos.
La columna se estaba doblando; la rueda acercándose.
Drake me agarró del brazo y me arrastró rápidamente hacia la niebla. Estábamos envueltos en sus silencios. Continuamos paso a paso, buscando el borde de la estantería, sintiendo en la imaginación esa prodigiosa cara con ruedas que se deslizaba sobre nosotros; Temeroso de mirar hacia atrás, no sea que al mirar nos acerquemos demasiado al borde invisible.
Metro a metro cubrimos lentamente. De repente, los vapores se diluyeron; nos desmayamos de ellos.
Un caos de sonido nos rodeaba. El estruendo de un millón de yunques; el clamor de un millón de forjas; el estallido de cien años de truenos; los rugidos de mil huracanes. Los prodigiosos bramidos del Foso golpeando contra nosotros ahora como lo habían hecho cuando habíamos volado por la larga rampa hacia las profundidades del Mar de la Luz.
Instinto con poder impensable era ese clamor; la misma voz de Force. Aturdidos, mejor dicho, CEGADOS, nos tapamos los oídos y los ojos.
Como antes, el estruendo murió, dejando a su paso un silencio desconcertado. Entonces ese silencio comenzó a palpitar con un vasto zumbido, ya través de ese zumbido sonó un murmullo como el de un río de diamantes.
Abrimos los ojos, sentimos el asombro agarrar nuestras gargantas como si una mano las hubiera agarrado.
Difícil, difícil casi más allá del pensamiento, me resulta ahora intentar pintar con palabras la escena que teníamos ante nosotros entonces. Porque aunque puedo dejar constancia de lo que vimos, yo ni ningún hombre puede transmutar en frases su esencia, su espíritu, la maravilla intangible que era su síntesis: la extrañeza espantosamente hermosa y estremecedora, su grandeza, su fantasía. y su terror ajeno.
El Dominio del Monstruo de Metal: estaba lleno como un cáliz con Su voluntad; ers la expresión visible de esa voluntad.
Nos detuvimos en el borde mismo de una amplia repisa. Miramos hacia un inmenso pozo, con la forma de un óvalo perfecto, de treinta millas de largo, juzgué, y la mitad de ancho, y bordeado de precipicios colosales. Estábamos en el extremo superior de este profundo valle y en la punta de su eje. Quiero decir que se extendía longitudinalmente ante nosotros a lo largo de la línea de mayor longitud. Quinientos pies más abajo estaba el suelo del pozo. Atrás quedaron las nubes de luz que lo habían oscurecido la noche anterior; el aire cristalino; cada detalle destacando con nitidez estereoscópica.
Primero, los ojos se posaron sobre una amplia banda de amatista fluorescente que rodeaba toda la pared rocosa. Rodeaba los acantilados a una altura de diez mil pies, y desde esta zona en llamas, como si los agarrara, caían las cortinas de niebla centelleante, los vapores enigmáticos que matan el sonido.
Pero ahora vi que todos estos velos no estaban inmóviles como aquellos por los que acabábamos de pasar. Hacia el noroeste pulsaban como la aurora y, como la aurora, estaban atravesadas por veloces iridiscencias, espectros, destellos policromáticos. Y siempre eran ordenados, geométricos, como cristales prismáticos inmensos y revoloteantes que volaban rápidamente hasta los mismos bordes de los velos, y luego volvían rápidamente hacia atrás.
Desde la zona y los velos, la mirada saltó a la increíble Ciudad que se elevaba a menos de dos millas de nosotros.
Azul negro, brillante, cortada agudamente como si fuera de acero pulido, ¡se elevó por completo a cinco mil pies de altura!
No sabría decir qué tan grande era, porque la altura de sus paredes escarpadas impedía la visión. La fachada ceñuda vuelta hacia nosotros tenía, calculé, cinco millas de largo. Su colosal escarpa golpeó los ojos como un golpe; su sombra, cayendo sobre nosotros, detuvo el corazón. Era abrumador, espantoso como esa ciudad de medianoche de Dis que Dante vio surgir de otro pozo.
Era una ciudad de metal, montañosa.
Sin rasgos distintivos, liso, el inmenso muro se elevaba hacia el cielo. Debería haber sido ciego, ese vasto rostro alargado, pero no estaba ciego. De ella irradiaba alerta, vigilancia. Parecía mirarnos como si cada pie estuviera tripulado por centinelas; guardianes invisibles a los ojos cuya concentración de vigilancia fue captada por algún sutil sentido oculto superior a la vista.
Era una ciudad de metal, montañosa y... CONSCIENTE.
Alrededor de su base había enormes aberturas. A través y alrededor de estos portales se arremolinaban hordas de la Gente del Metal; en unidades y combinaciones yendo y viniendo, entrando y saliendo, formando a medida que iban y venían patrones alrededor de las aberturas como la espuma irritada de grandes rompientes que surgen y se retiran de brechas mordidas por el océano en alguna costa delimitada por el hierro.
Desde la inmensidad de la Ciudad, los ojos se posaron de nuevo en el Abismo en el que se encontraba. Su piso era como una placa, un gran plano liso como si lo girara un torno de alfarero, sin quebrado por montículo ni montículo, pendiente ni terraza; nivelado, horizontal, perfectamente plano. En él no había ningún ser vivo verde, ni árbol ni arbusto, prado ni bosquecillo.
Estaba lleno de movimiento. Un fermento que tenía tanto propósito como mecánico, un fermento simétrico, geométrico, supremamente ordenado...
El surgimiento de las Hordas de Metal.
Allí se movían debajo de nosotros, estos seres enigmáticos, en una multitud incontable. Marcharon y contramarcharon en batallones, en regimientos, en ejércitos. Lejos, al sur, vislumbré una compañía de formas colosales como monturas móviles, almenadas y piramidales. Daban vueltas, tejiéndose entre sí con increíble rapidez, como decenas de grandes pirámides coronadas con gigantescas torretas y danzando. De estas torretas llegaban vívidos destellos, relámpagos brillantes, en su estela los ecos de truenos lejanos.
Desde el norte salió a toda velocidad un escuadrón de obeliscos de cuyas cimas flameaban y resplandecían las inmensas ruedas giratorias, apareciendo a esta distancia como fieros discos giratorios.
Desde su escenario, la Gente de Metal se elevó a sí misma en mil formas increíbles, formas cuadradas, globulares y puntiagudas y cambiando rápidamente a otras miles tan increíbles. Vi una masa de ellos levantarse en la semejanza de un rascacielos de tienda de campaña; cuelga así por un instante, luego se retuerce en una monstruosa quimera de una docena de patas altísimas que se alejaron como una gigantesca tarántula sin cabeza y sin cuerpo en pasos de sesenta metros de largo. Observé cómo las líneas de una milla de largo se formaban y se transformaban en círculos, en rombos y pentágonos entrelazados, luego se elevaban en grandes columnas y se disparaban por el aire en un bombardeo inimaginable.
A través de todo este movimiento incesante sentí claramente un propósito, supe que era una actividad definida hacia un fin definido, capté la clara sugerencia de ejercicio, de maniobra.
Y cuando los cambios de las Hordas de Metal lo permitieron, vimos que todo el piso plano del valle estaba despojado y cuadriculado, punteado y teselado con todos los colores, estampado con enormes rombos y cuadrados, romboides y paralelogramos, pentágonos y hexágonos y diamantes, lunetas, círculos y espirales; arlequín pero armonioso; instinto con una sugerencia grotesca de un superfuturismo.
Pero siempre este patrón fue ordenado, siempre COHERENTE. Como si fuera una página en la que estuviera escrito algún mensaje intraducible de otro mundo.
¡Revelaciones de la Cuarta Dimensión por alguna deidad euclidiana! ¡Mandamientos trazados por algún Dios matemático!
Atravesando el valle, emergiendo de los relucientes pliegues de las cortinas más al sur y desapareciendo en los relucientes velos de las más orientales, corría una ancha cinta de jade verde pálido; no directamente, sino con múltiples convoluciones y florituras. Fue como una oración en árabe.
Tenía un margen de azul zafiro. A lo largo de su tortuoso curso, dos anchas bandas de azabache marcaban la costa azul celeste. Estaba atravesado por decenas de arcos de cristal centelleantes. Tampoco lo eran estos puentes, incluso desde esa distancia sabía que no eran puentes. De ellos procedían los murmullos cristalinos.
¿Jade? ¿Esta corriente de jade? Si es así, entonces debe de estar muy fundido, ¡porque capté su rápido y pulido correr! No era jade. En verdad era un río; un río que corría como una escritura a través de un plano estampado.
Miré hacia arriba, hacia los picos circundantes. Eran una estupenda corona que se adentraba a kilómetros de profundidad en el cielo deslumbrante. Levanté mis anteojos y los barrí. En color eran una flor inmensa y abigarrada con innumerables pétalos de piedra multiformes; en su contorno, eran un anillo de fortalezas construidas por fantásticos dioses desconocidos.
Se elevaban: abovedados y arqueados, espirales y cuernos piramidales, colmillos puntiagudos. Aquí había empalizadas de naranja ardiente con barbacanas de bronce incandescente; había aiguillas de azul que se elevaban de baluartes de rojo cinabrio; torretas de púrpura real, obeliscos de índigo; fuertes titánicos cuyas paredes estaban salpicadas de bermellón, de amarillos de la sidra y de herrumbre de rubíes; torres de vigilancia de escarlata llameante.
Esparcidos entre ellos estaban las esmeraldas centelleantes de los glaciares y los inmensos pálidos barrocos de los campos nevados.
Como una diadema, las cumbres rodeaban el Abismo. Debajo de ellos corría el anillo de amatista centelleante con sus brumas auditivas. Entre ellos se encontraba el vasto y modelado piso cubierto con un símbolo inmóvil y un movimiento inexplicable. Bajo sus cimas se cernía la masa metálica negra azulada de la Ciudad Ver.
Dentro de los muros circundantes, sobre la llanura y desde la Ciudad se cernía un espíritu cósmico que el hombre no podía entender. Como una emanación de estrellas y espacio, era una gema fina y una gema dura, cristalina y metálica, lapidiscente y...
¡Consciente!
Desde la cornisa donde nos encontrábamos cayó una rampa empinada, similar a aquella por la que, en la oscuridad, habíamos descendido. Cayó en un ángulo de al menos cuarenta y cinco grados; su superficie era lisa y pulida.
A través de las brumas a nuestras espaldas se robó un bloque brillante. Hizo una pausa, pareció animarse; giró de modo que, a su vez, cada una de sus seis caras nos acogiera.
Me sentí levantado sobre él por multitudes de manitas invisibles. Vi a Drake girando a mi lado. Me moví hacia él, a través de la fuerza que nos retenía. Un bloque se alejó de la cornisa, se balanceó por un momento. Debajo de nosotros, como si flotáramos en el aire, el Abismo se extendía. Hubo un reajuste rápido, un cambio de nosotros dos a otra superficie. Miré hacia abajo, hacia un tremendo y delgado pilar de los cubos, que caía por debajo, quinientos pies hasta el suelo del valle, una columna cuyo bloque que nos sujetaba era la parte superior.
Atrás quedó la rueda giratoria que lo había coronado, pero lo sabía por la cosa abrasiva de la que habíamos huido; el bloque de búsqueda había sido su explorador. Como si tuviera curiosidad por saber más de nosotros, la Forma nos había buscado a través de la niebla, su mensajero nos había atrapado, nos había entregado a él.
El pilar se inclinó, se inclinó como ese pilar brillante que, por orden de Norhala, había tendido un puente para nosotros, el abismo. El suelo del valle se levantó para recibirnos. Más y más se inclinó el pilar. De nuevo hubo un rápido cambio de nosotros a otra superficie del cubo de coronación. Rápido ahora barrió hacia nosotros el fondo del valle. Un mareo nubló mi vista. Hubo una pequeña conmoción, un rodar sobre la Cosa que nos había retenido...
Nos detuvimos en el suelo del Abismo.
Y rompiendo desde el inmenso y postrado pozo en cuya cima habíamos cabalgado hacia abajo, llegó una veintena de cubos. Lo rompieron, desintegrándolo; rodearon a nuestro alrededor, con curiosidad, interés, parpadeando desde sus profundos puntos brillantes de ojos.
Con impotencia miramos a los que daban vueltas a nuestro alrededor. Entonces, de repente, me sentí levantado una vez más, arrojado a la superficie del bloque más cercano. Me giré sobre él mientras los ojos diminutos me buscaban. Luego, como una pelota humana, me arrojó a otra. Vislumbré la alta figura de Drake flotando en el aire.
La obra se volvió más rápida e impresionante. Fue un juego; Lo reconocí. Pero fue un juego peligroso para nosotros. Me sentí tan frágil como una muñeca de vidrio en manos de niños descuidados.
Me arrojaron a un cubo que esperaba. En el suelo, a menos de tres metros de mí, estaba Drake, balanceándose vertiginosamente. De repente, el cubo que me sujetaba apretó su agarre; lo apretó de modo que me arrastró irresistiblemente hacia abajo sobre su superficie. Antes de caer, el cuerpo de Drake saltó hacia mí como atraído por un lazo. Cayó a mi lado.
Luego, perseguido por decenas de Cosas y, como un niño travieso que se lleva el botín, el bloque que nos retenía se alejó corriendo, directamente hacia un portal abierto. Un resplandor de llama azul incandescente me cegó; de nuevo, cuando el deslumbramiento se desvaneció, vi a Drake a mi lado, una forma de esqueleto. Rápidamente la carne se derritió sobre él, lo vistió.
El cubo se detuvo abruptamente; las huestes de pequeñas manos invisibles nos levantaron, nos deslizaron suavemente sobre su borde, nos pusieron de pie junto a él. Y se alejó a toda velocidad.
A nuestro alrededor se extendía otro de esos inmensos salones en los que en lo alto ardían los pálidos soles dorados. Entre sus colosales columnas fluían miles de gente del metal; ya no apresuradamente, sino silenciosamente, deliberadamente, tranquilamente.
Estábamos dentro de la Ciudad, incluso como había ordenado Ventnor.
Cerca de nosotros se alzaba una de las columnas ciclópeas. Nos acercamos sigilosamente, nos agazapamos en su base frente a la deriva de la Gente de Metal. Nos apretamos, acurrucados allí, para recuperar nuestro tembloroso equilibrio. Como bagatelas nos sentíamos en ese tremendo lugar donde las extrañas luminarias brillaban en lo alto como guirnaldas de soles helados, como enigmáticas huestes de cubos animados, esferas y pirámides pasando en tropel.
Variaban en tamaño, desde formas de un metro de altura hasta gigantes de diez metros o más. No nos prestaban atención, no se detenían; fluyían absortas en algún asunto misterioso que las estaba convocando. Y después de un tiempo su número disminuyó, se redujo a grupos muy separados, rezagados; luego eso cesó. El pasillo quedó vacío de ellas.
Hasta donde alcanzaba la vista, los espacios de columnas se extendían. Una vez más fui consciente de ese flujo inusual de energía a través de cada vena y nervio.
—¡Sigue la multitud! - dijo Drake. —¿Te sientes lleno de energía, por cierto?
—Soy consciente del vigor más extraordinario, - respondí.
—Un lugar extraño, —reflexionó mirando a su alrededor. —Me pregunto si tienen ventanas. Todo este lugar me parecía sólido, por lo que puedo ver de él. ¿Me pregunto si nos enfrentaremos a eso por aire? Estas Cosas no lo necesitan, eso es seguro. Me pregunto...
Se interrumpió mirando fascinado el pilar detrás de nosotros.
—¡Mira, Goodwin! - Había un temblor en su voz. —¿Qué piensas de esto?
Seguí su dedo índice; miré inquisitivamente.
—¡Los ojos! - dijo con impaciencia. —¿No los ves? ¡Los ojos en la columna!
Y ahora los vi. El pilar era de un azul metálico pálido, de color un poco más oscuro que el de la Gente de Metal. Todo dentro de él eran miríadas de diminutos puntos cristalinos que habíamos llegado a saber que eran los receptores de algún extraño sentido de la vista. Pero no brillaban como los demás; eran opacos, sin vida. Toqué la superficie. Era suave, fresca, sin nada de esa sutil y cálida vitalidad que palpitaba a través de todas las Cosas con las que yo había entrado en contacto. Negué con la cabeza, dándome cuenta al hacerlo de la descarga que me había dado la increíble posibilidad que él había sugerido.
—No. - dije yo. —Hay parecido, sí. Pero no hay fuerza en estas... cosas; no hay vida. Además, tal cosa es absolutamente increíble.
—Podrían estar... inactivas, —sugirió obstinadamente. —¿Puedes ver alguna marca de su unión, si SON los cubos?
Juntos examinamos el pilar minuciosamente. Las facetas parecían intactas, continuas; no había rastro de esas líneas finas y brillantes que marcaban las juntas de los cubos cuando se habían unido para formar el puente del abismo o que habían brillado, en forma de cruz, en la parte posterior de los cuatro combinados sobre los que habíamos seguido a Norhala.
—Es una absoluta imposibilidad. ¡Es una locura pensar en tal cosa, Drake! - Exclamé, y me maravillé de la propia vehemencia de mi negación.
—Tal vez, —negó con la cabeza dubitativo. —Tal vez, pero, bueno, sigamos nuestro camino.
Seguimos la dirección en la que se había ido la Gente de Metal. Claramente, Drake todavía dudaba; en cada pilar vacilaba, examinándolo de cerca con ojos preocupados.
Pero yo, habiendo descartado decididamente la idea, estaba más interesado en las fantásticas luces que inundaban esta sala de columnas con su resplandor de ranúnculos. Estaban quietos y sin pensar; no eran discos, podía ver yo ahora, sino globos. Grandes y pequeños, flotaban inmóviles, sus rayos se extendían rígidamente y tan quietos como el orbe que los arrojaba.
Sin embargo, por rígidos que fueran, no había nada en los rayos ni en los orbes que sugiriera dureza o lo metálico. Eran vaporosos, suaves como el fuego de San Telmo, las luces de brujas que a veces se adhieren a los mástiles de los barcos, visitantes extraños y relucientes del invisible océano de la electricidad atmosférica.
Cuando desaparecían, como hacían con frecuencia, era instantáneo, completo, con una desconcertante finalidad de prestidigitación. Sin embargo, noté que cuando desaparecían, inmediatamente cerca de donde habían estado otros orbes flotaban con la misma brusquedad asombrosa; a veces sólo uno, más grande que el que se había ido; a veces, un grupo de globos más pequeños, con sus rayos azafrán congelados e incidiendo.
¿Qué podrían ser, me pregunté, cuán fijos y cuál sería la fuente de su luz? ¿Productos de corrientes electromagnéticas nacidos de la interpenetración de tales corrientes que fluyen por encima de nosotros? Tal teoría podría explicar su desaparición y reaparición, cambios de los flujos que cambiaban los puntos de contacto productores de luz. ¿Luces inalámbricas? Si era así, aquí había una idea que la ciencia humana podría desarrollar si alguna vez volvíamos a...
—¿Ahora por qué camino? - Drake interrumpió mi meditación. El pasillo había terminado. Nos detuvimos ante una pared que se desvanecía en las suaves brumas que ocultaban el techo de la cámara.
—Pensé que habíamos ido por el camino que siguieron, - dije con asombro.
—Yo también, —respondió. —Debemos de haber dado vueltas. No pasaron por ESTA pared a menos que... a menos que... - Vaciló.
—¿A menos que qué? - Pregunté bruscamente.
—A menos que se abriera y los dejara pasar, - dijo. —¿Has olvidado esos grandes óvalos, como ojos de gato que se abren en las paredes exteriores? - añadió en voz baja.
Lo había olvidado. Volví a mirar la pared. Ciertamente era suave, sin líneas. En una superficie ininterrumpida y brillante se elevaba una fachada de metal pulido. Dentro de esta, los puntos de luz profundos eran incluso más opacos que en los pilares; casi de hecho indistinguibles.
—Ve a la izquierda, —dije sin mucha paciencia. —Y quítate esa idea absurda de la cabeza.
—Está bien. -Él se sonrojó. —Pero no creerás que tengo miedo, ¿verdad?
—Si lo que estás pensando fuese cierto, tendrías derecho a tenerlo, - respondí con aspereza. —Y quiero decirte que yo tendría miedo. Mucho miedo.
Durante unos doscientos pasos bordeamos la base de la pared. Llegamos abruptamente a una abertura, a un alargado pasadizo de quince metros de ancho por el doble de alto. En su entrada, la suave luz azafrán era cortada como por una pantalla invisible. El túnel en sí estaba lleno de un tenue brillo azul grisáceo. Durante un instante lo contemplamos.
—No me gustaría que me atraparan allí con ninguna prisa, - dudé.
—No hay mucho de bueno en pensar eso ahora, - dijo Drake sombrío. —Unas cuantas ocasiones más o menos en un lugar de este tipo no es nada amigable, Goodwin. Sígueme. Vamos.
Entramos. Las paredes, el piso y el techo estaban compuestos de la misma sustancia que los grandes pilares, la pared de la cámara exterior estaba llena como estos con réplicas atenuadas de los puntos de los ojos parpadeantes.
—Es extraño que todos los lugares aquí sean cuadrados, —murmuró Drake. —No parecen haber utilizado ninguna idea esférica o piramidal en su edificación, si es que es una edificación.
Eso era cierto. Todo era matemáticamente recto hacia arriba y hacia abajo y a lo ancho. Era extraño, todavía habíamos visto poco.
Había una calidez en este pasadizo que recorrimos; una diferencia en el aire. El calor creció, un calor seco y abrasador; pero estimulante en lugar de opresivo. Toqué las paredes; el calor no venía de ellas. Y no había viento. Sin embargo, a medida que avanzamos, el calor aumentaba.
El pasillo giró en ángulo recto y continuó en un pasillo con la mitad de sus dimensiones anteriores. A lo lejos brillaba una barra alta de resplandor amarillo pálido, que se elevaba como una columna de luz desde el suelo hasta el techo. Forzosamente, caminamos penosamente hacia esta. Su brillo aumentaba.
A unos pasos nos detuvimos. La luminiscencia amarilla fluía a través de una hendidura de no más de medio metro de ancho en la pared. Estábamos en un callejón sin salida porque la abertura no era lo bastante amplia para que Drake o yo pudiéramos pasar. A través de ella, con la luz brotaba el curioso calor que nos envolvía.
Drake caminó hacia la abertura y miró a través de esta. Yo me uní a él.
Al principio, %todo lo que pude ver fue un espacio lleno del fulgor del azafrán. Entonces vi que esto estaba salpicado de pequeños destellos de los fuegos de las joyas; pequeñas lanzas y estocadas de jabalinas de esmeraldas y rubíes ardientes; gemas lanzadas, llamas intensas, rosa escarlata y zafiro pálido; rápidos destellos de violeta.
¡En mi vista, a través de la niebla irisada y azafrán, nadó el cuerpo radiante de Norhala!
Estaba desnuda, vestida sólo con los velos de su cabello que ahora brillaban como seda hilada de cobre fundido, sus extraños ojos estaban abiertos y sonrientes, las galaxias de estrellitas brillaban a través de sus grises profundidades.
¡Y a su alrededor se arremolinaba un sinnúmero de Cositas!
De estas procedían los fuegos como gemas que perforaban las áureas brumas. Jugaban y retozaban a su alrededor por decenas con formas de goblin que se formaban y cambiaban rápidamente. Le rodeaban los pies en brillantes y élficos anillos; luego, abriéndose en discos y estrellas llameantes, se disparaban y giraban alrededor del milagro blanco de su cuerpo en grandes bandas de vivientes fuegos multicolores. Mezcladas con el disco y la estrella había pequeñas cruces que relucían con un carmesí oscuro y profundo y un naranja ahumado.
Un destello de incandescencia azul y una forma esbelta con pilares saltó del suelo; se convirtió en una corona, un halo giratorio y destellante hacia el que fluían los zarcillos llameantes de sus cabellos. Otros halos rodeaban sus brazos y senos, giraban como brazaletes alrededor de los brazos extendidos.
Luego, como una ola que se precipita rápidamente, una hueste de las Cositas se abalanzó sobre ella, la cubrió y la ocultó en una nube centelleante.
Vi un exquisito brazo salirse de su agarre, saludar alegremente. Vi su gloriosa cabeza emerger de las increíbles y bullentes cortinas de joyas vivientes. Escuché su risa, dulce, dorada y lejana.
¡Diosa de lo inexplicable! ¡Madona de los trozos de metal!
¡La guardería de la Gente de Metal!
¡Norhala se había ido, borrada de nuestra vista! También desaparecieron la barra de luz y la cámara que habíamos estado mirando. Contemplamos una pared lisa y en blanco. Con esa misma rapidez hechizada, el muro se había cerrado aun mientras miramos a través de él. Se cerró tan rápido que no habíamos visto su movimiento.
Agarré a Drake. Me encogí con él en el rincón más alejado, porque al otro lado de nosotros la pared se estaba abriendo. Primero fue solo una grieta, luego esta se ensanchó rápidamente. Allí se extendía otro pasillo, luminoso y largo; muy a lo lejos vislumbramos movimiento. Cuanto más se acercaba ese movimiento, más claro se hacía. ¡Desde las distancias brumosas y luminosas, de tres en fila y llenando el pasillo de lado a lado, corría hacia nosotros una compañía de las grandes esferas!
Retrocedimos acobardados ante su aproximación, ida y vuelta, brazos extendidos, presionando contra la barrera, aplastándonos contra el impacto del destructor amenazante.
—Se acabó, - murmuró Drake. —No hay lugar donde correr. Están destinados a aplastarnos. Atento, Doctor. Vuelve con Ruth. ¡Quizá yo pueda detenerlos!
Antes de que pudiera controlarlo, Drake había saltado directamente hacia el camino de los globos que se precipitaban, ahora a escasos doscientos metros de distancia.
Los globos se detuvieron a unos metros de él. Parecían contemplarnos asombrados. Giraban hacia ellos mismos como si consultaran. Avanzaron lentamente. Nos presionaron hacia adelante y nos levantaron suavemente. Luego, mientras colgábamos suspendidos, sostenidos por esa fuerza que siempre puedo comparar solo con miríadas de diminutas manos invisibles, los brillantes arcos de sus espaldas se ondularon debajo de nosotros.
Sus filas dieron la vuelta a la esquina y marcharon por el pasillo por el que habíamos venido del inmenso salón. Y cuando la última fila pasó debajo de nosotros, caímos suavemente sobre nuestros pies. Nos balanceábamos tras ellos.
Un curioso frenesí de indefensa indignación me sacudió, una rabia de humillación oscureció toda la gratitud que debería haber sentido por nuestra fuga. Los ojos de Drake resplandecieron de ira.
—¡Los diablos insolentes! - Levantó los puños cerrados. —¡Los demonios insolentes y dominantes!
Los miramos.
¿Se estaba haciendo más estrecho el pasaje, cerrándose? Incluso mientras miraba, lo veía encogerse. Veía sus paredes deslizarse silenciosamente una hacia la otra. Empujé a Drake hacia el camino recién abierto y salté tras él.
¡Detrás de nosotros había una pared ininterrumpida que cubría todo ese espacio en el que habíamos estado un momento antes!
¿Es de extrañar que el pánico se apoderara de nosotros? ¿Que empezáramos a correr locamente por el callejón que aún se abría ante nosotros, lanzando sobre nuestros hombros rápidas y temerosas miradas para ver si continuaba ese cierre inexorable y espantoso, amenazando con aplastarnos entre estas paredes como moscas en un tornillo de banco de acero?
Pero no se cerró. Ininterrumpido, silencioso, el camino se extendía ante nosotros y detrás de nosotros. Por fin, jadeando, evitando la mirada del otro, hicimos una pausa.
Y en ese mismo momento de pausa me sacudió un estremecimiento más profundo, un estremecimiento de los mismos cimientos de la vida, el estremecimiento de quien se enfrenta a lo inconcebible sabiendo por fin que lo inconcebible... ES.
¡Porque, de repente, las paredes, el piso y el techo estallaron en innumerables parpadeos!
Como si les hubieran quitado una película, como si hubieran despertado del letargo, miríadas de puntitos de luz brillaban sobre nosotros desde las superficies celestes, luces que nos consideraban, nos medían, se burlaban de nosotros.
¡Los puntitos de luz viva que eran los ojos de la Gente de Metal!
No se trataba de un corredor atravesado por materia inerte por el arte mecánico. ¡Su apertura no había sido causada por ningún mecanismo oculto! Era una cosa viviente, amurallada, con suelo y techo como cuerpos vivos por la propia Gente de Metal.
Su apertura, como había sido el cierre de ese otro pasaje, era la acción consciente, coordinada y voluntaria de las Cosas que formaban estos poderosos muros.
Una acción que obedecía, que era dirigida por, la comunista voluntad increíblemente gigantesca que, como el espíritu de la colmena, el alma del hormiguero, animaba cada unidad de ellas.
Nos invadió una mayor comprensión. Si ESTO era cierto, entonces esos pilares en el vasto salón, sus imponentes muros, ¡toda esta Ciudad era una cosa viviente!
¡Construida con los cuerpos animados de incontables millones! Toneladas e innumerables toneladas de ellos formando una gigantesca pila de la cual cada átomo era sensible, móvil, ¡inteligente!
¡Un monstruo de metal!
Ahora yo sabía por qué su fruncida fachada parecía mirarnos con los ojos de Argus mientras las Cosas nos arrojaban hacia ella. ¡Nos había visto!
Esa oleada de vigilancia que palpitaba a nuestro alrededor había sido la concentración real de la mirada de incontables miles de millones de ojos diminutos del bloque viviente que formaba el acantilado de la Ciudad.
¡Una ciudad que veía! ¡Una ciudad viva!
Entonces ningún mecanismo secreto —de nuevo hizo que mi mente volviera a pensar en ese primer terror— había cerrado el muro apartando de nuestra vista a Norhala quien jugaba con las Cositas. Ninguno había abierto ni cerrado el camino detrás de las esferas en curso. ¡Eso se había hecho por la acción consciente de las Cosas conscientes de cuyos cuerpos vivientes se construía toda esta tremenda pila de pensamientos!
Creo que por un momento ambos nos volvimos un poco locos cuando nos llegó esa asombrosa verdad. Sé que empezamos a correr una vez más, uno al lado del otro, agarrados de las manos como niños asustados. Entonces Drake se detuvo.
—Por todo el INFIERNO de este lugar, - dijo solemnemente, —no correré más. Después de todo, somos hombres. Si nos matan, nos matan. Pero por el Dios que me hizo, no huiré más de ellos. Moriré de pie.
Su coraje me estabilizó. Desafiadamente seguimos marchando. Por debajo de nosotros, desde el techo, desde las paredes de nuestro camino, las huestes de ojos brillaban y centelleaban sobre nosotros.
—¿Quién podría haberlo creído? - murmuró medio para sí mismo. —¡Una ciudad viva de ellos! Un nido viviente de ellos. ¡Un prodigioso nido viviente de metal!
—¿Un nido? - Capté la palabra. ¿Qué sugería? Eso era. El nido de hormigas armadas, la ciudad de las hormigas armadas que Beebe había estudiado en las selvas de América del Sur y una vez me la había descrito. Después de todo, ¿era esto más maravilloso, más increíble que eso, que la ciudad de las hormigas formada por sus cuerpos vivos precisamente como lo era de los cuerpos de los Cubos?
¿Cómo lo había expresado Beebe [5]: —la casa, el nido, el hogar, la guardería, la suite nupcial, la cocina, la cama y la mesa del ejército de hormigas. - Construido y ocupado por esos pequeños insectos ciegos, sordos y salvajes que sólo con la guía del olfato llevaban a cabo las operaciones más intrincadas, las actividades más complejas. Nada aquí era más extraño que eso, reflexioné, si alguna vez uno pudiera librar la mente de la influencia paralizante de las formas de las Cosas de Metal. ¿De dónde procedían los estímulos que las movían, los estímulos a los que reaccionaban?
Pues bien, de dónde y cómo venían las órdenes a las que respondían las HORMIGAS, que les ordenaba abrir ESTE corredor en su nido, cerrar AQUEL, formar esta cámara, llenar esa? ¿Era uno más misterioso que el otro?
Irrumpiendo en mi corriente de pensamientos vino la consciencia de que me estaba moviendo con mayor velocidad; que mi cuerpo se estaba volviendo más ligero rápidamente.
Simultáneamente con este reconocimiento me sentí levantado del suelo del pasillo y levitado con considerable rapidez hacia adelante; mirando hacia abajo vi ese piso varios metros debajo de mí. El brazo de Drake se enroscó alrededor de mi hombro.
—Se acercan detrás de nosotros, —murmuró. —Nos están echando... fuera.
De hecho, era como si el pasillo se hubiera cansado de nuestro deliberado avance. Había decidido... llevarnos. Por atrás se estaba cerrando. Observé con interés la precisión con la que este movimiento seguía el ritmo de nuestra propia velocidad y la fluidez con que las paredes parecían correr juntas.
Nuestro movimiento se aceleró. Era como si flotáramos alegres, ingrávidos, sobre una corriente rápida. La sensación era curiosamente placentera, lánguida, ¿cuál era esa palabra que había usado Ruth? ELEMENTAL, y libre. La fuerza de apoyo parecía fluir por igual desde las paredes y el suelo; para alcanzarnos desde el techo. Fue somnolientamente parejo y sin esfuerzo. Vi que delante de nosotros se estaba abriendo el pasillo de la vivienda incluso cuando detrás de nosotros se estaba cerrando.
A nuestro alrededor, los puntitos de los ojos centelleaban y... se reían.
Aquí no había peligro, no podía haber ninguno. Cada vez más y más hondo hundía yo mi mente en las profundidades de esa ajena tranquilidad. Flotamos cada vez más rápido, hacia adelante.
De repente, delante de nosotros brilló un resplandor de luz diurna. Entramos en este. La fuerza que nos sujetaba se retiró. Sentí solidez bajo los pies; me puso en pie y me apoyé contra una lisa pared.
El pasillo había terminado y... nos había dejado fuera de sí mismo.
—¡Echados! - exclamó Drake.
Y por incongruente, frívola y coloquial que fuera esa palabra, no conozco ninguna que describa mejor mis propios sentimientos.
Nos habían echado sobre una torreta que sobresalía de la barrera. Y ante nosotros se extendía la escena fantástica más asombrosa, la más extraordinaria sobre la que, creo, ha descansado la visión del hombre desde el advenimiento de los tiempos.
[5] William Beebe, Atlantic Monthly, octubre de 1919.
Era un cráter; ochocientos metros de altura y seiscientos sesenta metros de ancho recorría el borde circular de su vasto borde. Encima había un círculo de cielo blanco y deslumbrante en cuyo centro ardía el Sol.
E instantáneamente, antes de que mi visión pudiera captar un diezmo de ese panorama, supe que este lugar era el corazón mismo de la Ciudad; su ganglio vital; su alma.
Alrededor del borde del cráter había miles de discos cóncavos, de un verde vernal, enormes. Eran como un borde de gigantescos escudos empujados hacia arriba; y dentro de cada uno, blasonado como el dispositivo de un escudo, había una cegadora flor de fuego: el rostro dilatado y reflejado del Sol. Debajo de esta diadema colgaban, colgantes, racimos de otros discos, pululaban como la colmena globular de las estrellas capturadas de la constelación de Hércules. Y cada uno de ellos aprisionaba la imagen de nuestro sol.
A treinta metros por debajo de nosotros estaba el suelo del cráter.
De este surgía un bosque montañoso de conos pálidamente radiantes; erizado prodigioso. Trepaban grada sobre grada, matorral sobre matorral, falange sobre falange. Arriba y arriba, piramidalmente, lanzaban sus huéspedes con púas.
Se juntaban a setecientos metros por encima de nosotros, agrupados alrededor del pie de una única y enorme aguja que se elevaba hacia el cielo por encima de ellos. La cresta de esta aguja estaba truncada. De su punta recortada irradiaba decenas de largos y delgados radios que sostenían en su lugar una rueda de trescientos metros de ancho de pálidos discos verdes cuyas superficies cóncavas, a diferencia de las lisas que rodeaban el cráter, estaban curiosamente facetadas.
Esta asombrosa estructura descansaba sobre una base de cristal de miríadas de pies, al igual que la otra fantasía cornuda junto a la cual habíamos encontrado al gran Disco. Pero tenía un tamaño tan grande como... como un Leviatán para un pececillo. De ella brotaba la misma sugerencia desconcertante de fuerza invencible transmutada en materia; la energía se fusionaba en lo tangible; el poder se concentraba en las vestiduras de la sustancia.
A medio camino entre el borde del cráter y el suelo comenzaron las hordas de la Gente de Metal.
En un colosal cheveau-de-frise animado, vigas de treinta metros salían de las paredes curvas; paredes, yo sabía, ¡tan vivas como ellas!
De estas brobdignagianas vigas se balanceaban en cuerdas y racimos, esferas y cubos tachonados tan densamente con las pirámides como siempre la maza de Titán con púas. Grupo tras extraño grupo; colgantes. Matorrales de esbeltas columnas de globos de cardos brotaban para encontrarse con las festoneadas vigas.
Entre las vigas se envolvían en largas guirnaldas estrelladas; se agrupaban en innumerables patrones caleidoscópicos.
Encajaban en su lugar alrededor de la torre dorada en la que estábamos agachados.
En fantásticos arrases se balanceaban frente a nosotros, ora escondiéndose, ora revelándose a través de sus bordados de mercurio, los montes de los Conos.
Y constantemente los que fluían hacia abajo se iban sumando a sus multitudes; se iban deslizando por cable y pilar; construyendo aún más las vigas vivientes, ensartándose en festones vivientes y guirnaldas vivientes, tejiendo entre ellas, cambiando sus formas, reescribiendo sus símbolos.
Se balanceaban y se enhebraban rápidamente, en cambiantes arabescos, en tracerías góticas, en fantasías de encaje; absolutamente extraño, indeciblemente hermoso, cristalino, geométrico siempre.
De repente, su movimiento cesó, tan abruptamente que la interrupción de todo el tumulto ordenado tuvo la cualidad de un silencio espantoso.
En un tapiz de noche inimaginable con un bordado increíble, la Gente de Metal cubrió la vasta copa.
Como si fuera un templo.
La adornó con sus cuerpos como si fuera un santuario.
Al otro lado del suelo, hacia los Conos, se deslizaba una esfera pálidamente brillante. En forma, solo un globo como todos los de su clase, sin embargo, estaba investido de poder; irradiaba poder como la luz de una estrella; estaba vestido con ropas invisibles de fuerza celestial. En su estela se movían dos grandes pirámides; detrás de estas, diez esferas, pero un poco más pequeñas que la Forma que lideraba.
—¡El Emperador de Metal! - suspiró Drake.
Continuaron barriendo hasta que llegaron a la base de los Conos. Se detuvieron en el borde de la tabla de cristal. Se giraron.
Hubo un destello como el de un meteorito al estallar. El globo se había abierto en ese esplendor de enjoyados fuegos ante el cual habían flotado Norhala y Ruth.
Volví a ver los óvalos luminosos de zafiro, tachonando su zona dorada, la rosa mística de llama pétalo palpitante, el núcleo inmóvil de rubí incandescente que era el corazón de esa rosa.
Extrañamente sentí que mi propio corazón se desviaba hacia esta... Cosa; inclinándose ante su belleza y su fuerza; casi en adoración.
Me atravesó una conmoción de repulsión. Lancé una mirada rápida, medio asustada, hacia Drake. Él estaba agachado peligrosamente cerca del borde de la cornisa, con las manos entrelazadas y los nudillos blancos por la intensidad de su agarre, los ojos absortos, observando al borde de la adoración, incluso como yo lo había estado.
—¡Dick! - Empujé mi codo en su costado brutalmente. —¡Nada de eso! ¡Recuerda que eres humano! ¡Cuídate, hombre, cuídate!
—¿Qué? - él murmuró; luego, abruptamente: —¿Cómo lo supiste?
—Yo mismo lo sentí, - respondí: —¡Por el amor de Dios, Dick, aférrate a ti mismo! ¡Recuerda a Ruth!
Sacudió la cabeza violentamente, como para deshacerse de alguna cosa pegajosa y pegajosa.
—No lo olvidaré de nuevo, - dijo.
Se acurrucó una vez más cerca del borde del estante; mirando por encima. Nadie de la Gente de Metal se había movido; el silencio, la quietud, no se rompió.
Ahora las pirámides flanqueantes se dispararon hacia estrellas gemelas, resplandecientes con luminiscencias violetas. Y una a una después de ellos, las diez esferas menores se expandieron en orbes llameantes; hermosos eran, pero mucho menos gloriosos que ese Disco del que eran consejeros. ¿Ministros? ¿Qué?
Aún así, no hubo movimiento entre todas las huestes con pilares, vigas y tapices.
Se oyó un pequeño lamento; lejos estaba y lejos. Más cerca se acercó. ¿Fue un temblor que pasó a través del cráter lleno de gente? ¿Un pulso rápido de... entusiasmo?
—¡Hambrientos! - susurró Drake. —¡Esos tienen hambre!
Más cerca estaban los lamentos; de nuevo ese leve temblor estremeció el lugar. Y ahora lo atrapé, un pulso rápido y ávido.
—Hambrientos, —susurró Drake de nuevo. —Como muchos leones con el cuidador que viene con la carne.
El llanto estaba debajo de nosotros. Esta vez no sentí un estremecimiento, sino una conmoción inconfundible que atravesó a la Horda. Palpitó y pasó.
En el campo de nuestra visión, hasta el Disco en llamas se precipitó un inmenso cubo.
Tres veces la altura de un hombre alto, como creo haber notado antes, cuando desplegó su resplandor, fue esa forma de mezcla de belleza y poder que yo llamo el Emperador de Metal.
Sin embargo, esta Cosa lo eclipsaba. Negra, intransigente, de alguna manera indefinible, BRUTAL, su masa cuadrada borraba la refulgencia del Disco; lo envolvía. Y una sombra pareció caer sobre el cráter. Los fuegos violetas de las estrellas flanqueantes se apagaron, vigilantes, amenazadores.
Durante solo un instante, el bloque oscurecido se alzó contra el Disco; lo ennegreció.
Vino otro estallido de luz de un meteoro. Donde había estado el cubo ahora había una cruz tremenda y ardiente, una cruz invertida.
Su brazo superior se elevó al doble de la longitud de sus horizontales o del cuadrado que era su pie. En su abertura debió haber girado, pues su ROSTRO estaba hacia nosotros y apartado de los Conos, su cuerpo escondía el Disco y casi todas las superficies de las dos Estrellas vigilantes.
Treinta metros por lo menos de altura, se alzaba esta forma cruciforme. Flameaba y parpadeaba con carmesí, y furiosos y humeantes escarlatas; con sombríos resplandores anaranjados y destellos de amarillos sulfurosos. Dentro de sus fuegos no había ninguna de esas glorias multicolores y saltarinas que eran del Emperador de Metal; ningún rastro de la palpitante y mística rosa; sin sombra de zafiro jubiloso; no púrpura real; sin tiernos, misericordiosos verdes ni graciosas opalescencias. Ni siquiera del violeta explosiva de las estrellas.
Todos rojos y ocres, furiosos y humeantes, la cruz resplandecía, y en sus espeluznantes resplandores había algo siniestro, algo real, algo cruel, algo más cercano a la tierra, más cercano al hombre.
—¡El Guardián de los Conos y el Emperador de Metal! - murmuró Drake. —Empiezo a entender, sí, empiezo a captarlo... ¡Ventnor!
Una vez más el pulso, el ávido palpitar estremeció el cráter. Y tan rápidamente en su estela se precipitó hacia atrás la quietud, el silencio.
El Guardián se volvió; vi su dorso metálico azul pálido y brillante. Saqué mis pequeños prismáticos y los enfocé.
La Cruz se deslizó de lado al lado del Disco, sus cortesanos, sus guardianes estrellados. Mientras pasaba, se balanceaban con él; alguna vez enfrentándolo.
Y ahora, por fin, estaba claro algo que me había desconcertado enormemente: el mecanismo de ese proceso de apertura por el cual la esfera se había convertido en un disco ovalado, la pirámide en una estrella de cuatro puntas y, como había vislumbrado en la obra de las Cositas sobre Norhala, podía ver ahora tan claramente en el Guardián que los bloques tomaban esta forma cruciforme invertida.
¡La Gente de Metal estaba hueca!
¡Cajas de metal hueco!
En sus lados circundantes habitaba toda su vitalidad, sus poderes, ¡ellos mismos!
¡Y esos lados eran todo lo que ELLOS eran!
Plegado, el disco ovalado se convirtió en esfera; las cuatro puntas de la estrella, el cuadrado desde el que irradiaban esas puntas; cerrar se convirtió en la pirámide; las seis caras de los cubos eran cuando se abría la cruz invertida.
Estas paredes móviles y flexibles tampoco eran masivas. De hecho, considerando la aparente masa de la gente del metal, eran asombrosamente frágiles. Los del Guardián, a pesar de sus veinticinco metros de altura, no podían tener más de un metro de grosor. En los bordes pensé que podía ver surcos; notó las mismas apariciones en los contornos de las Estrellas. Visto de lado, el cuerpo del Emperador de Metal se mostraba como una convexidad; su superficie lisa, con una sugerencia de transparencia.
El Guardián se estaba inclinando; su plano superior oblongo cayendo hacia adelante como si estuviera sobre una bisagra. Baje y baje esta brida doblada, en una reverencia grotesca y aterradora; una horrible burla de reverencia.
¿Era entonces esta montaña de Conos en realidad un santuario, un ídolo de la Gente de Metal, su Dios?
El oblongo que era la mitad superior de la Forma cruciforme se extendía ahora en ángulo recto con los brazos horizontales. Flotaba, un rectángulo de doce metros de largo, tantos metros por encima del suelo en la base del pedestal de cristal. Se volvió a doblar, esta vez desde la bisagra que sujetaba los brazos extendidos a la base. Y ahora era una enorme cruz truncada, una figura en forma de T, suspendida a solo seis metros sobre el pavimento.
El Guardián se retorció y agitó una maraña de tentáculos; serpentina, como un látigo. Blanco plateado, estaban teñidos con el fuego escarlata y anaranjado de la superficie ahora oculta a mis ojos; reflejó esos destellos hoscos y enojados. Vermíceos, enrollados, parecían caer desde cada centímetro de los planos que sobresalían.
Algo había debajo de ellos, algo así como una tableta inmensa y luminosa. Los tentáculos se movían sobre él, presionando aquí, empujando allí, girando, empujando, manipulando...
Un estremecimiento atravesó los conos abarrotados. Vi el temblor sacudir sus huestes erizadas, oscilar la gran aguja, hacer temblar los discos facetados.
El temblor creció; una vibración en cada cono separado que se hizo aún más rápida. Hubo un zumbido tenue, curiosamente opresivo, como el eco distante de una tempestad en el caos.
Más rápido, cada vez más rápido crecía la vibración. Ahora los nítidos contornos de los conos se estaban disolviendo.
Y ahora se habían ido.
El monte de los conos se había convertido en una poderosa pirámide de un resplandor verde pálido, una llama pálida y tremenda, de la cual la aguja era la lengua. De la rueda de disco en su punta cortada brotó un torrente de luz, una luz que se reunió a sí misma del resplandor que saltaba debajo de ella.
Los tentáculos del Guardián se movieron más rápidamente sobre la enigmática tablilla; retorciéndose turbiamente; confusamente rápido. Los discos facetados vacilaron; volteado hacia arriba la rueda comenzó a girar, más y más rápido,
Desde ese círculo en llamas, hacia el cielo saltó una columna densa, verde pálido de luz más intensa.
Con una velocidad prodigiosa, tan compacto como el agua, CONCENTRADO, golpeó, directamente hacia la faz del Sol.
Se elevó con la velocidad de la luz, ¿la velocidad de la luz? Me vino un pensamiento; Increíble, lo creí incluso mientras reaccionaba. Mi pulso es uniformemente setenta por minuto. Busqué mi muñeca, encontré la arteria, tuve en cuenta su posible aceleración, comencé a contar.
—¿Qué pasa? - preguntó Drake.
—Toma mis prismáticos, —murmuré, tratando de mantener mi cuenta mientras hablaba. —Hay fósforos en mi bolsillo. Ahuma las lentes. Quiero mirar el Sol.
Con una mirada de estupefacto asombro que, en otro momento, me habría parecido risible, obedeció.
—Mantenlos cerca de mis ojos, - ordené.
Habían pasado tres minutos.
Allí estaba, aquello que buscaba. Claro, a través de las lentes oscuras pude ver la mancha solar, en lo alto de la rama más al norte del Sol. Un ciclón inimaginable de gases incandescentes; una dínamo increíblemente enorme que derrama sus inundaciones de electromagnetismo sobre todos los planetas que circundan; ese cráter solar que ahora sabemos que tenía, cuando estaba en su punto máximo, ciento cincuenta mil millas de ancho; la gran mancha solar del verano de 1919, la más enorme jamás registrada por la ciencia astronómica.
Habían pasado cinco minutos.
El sentido común me susurró. No servía de nada mantener los ojos fijos en las lentes. Aunque ese pensamiento fuera cierto, aunque ese pilar de resplandor fuera un MENSAJERO, un rayo lanzado por la tierra que volaba hacia el Sol a través de la atmósfera y el espacio exterior a la velocidad de la luz, aunque fuera esta estupenda creación de estas Cosas, aún debían transcurrir ocho y nueve minutos antes de que pudiera alcanzar el orbe; y debían pasar otros tantos minutos antes de que la imagen de cual fuese que su impacto pudiera producir sobre el Sol volviera a pasar por el puente de luz que se extiendía a lo largo de los ciento cincuenta millones de kilómetros entre él y nosotros.
Y después de todo, ¿no pertenecía esa hipótesis a lo absolutamente imposible? Aunque así fuera, ¿qué era lo que esperaba perseguir el Monstruo de Metal? Este rayo radiante, colosal como era para nosotros, era infinitesimal comparado con el objetivo al que apuntaba.
¿Qué posible efecto podría tener esa lanza sobre las fuerzas solares?
Y no obstante, la picadura de un mosquito puede volver loco a un elefante. Y el equilibrio de la naturaleza es delicado. ¿Y qué grandes sucesos pueden seguir a la más mínima alteración de su equilibrio infinitamente sensible y complejo? Podría ser, pudiera ser que...
Habían pasado ocho minutos.
—Toma las lentes, —le dije a Drake. —Mira la mancha solar, la grande.
—Yo la veo.— Me había obedecido. —¿Qué pasa con ella?
Nueve minutos.
El abismo, si yo tenía razón, ya había tocado el Sol. ¿Qué iba a seguir después?
—No te entiendo en absoluto, - dijo Drake, y bajó las lentes.
Diez minutos.
—¿Qué esta pasando? ¡Mira los conos! ¡Mira al Emperador!... - jadeó Drake.
Miré hacia abajo y casi me olvido de contar.
La llama piramidal que había sido el monte de los Conos se encogió. La columna de resplandor no había disminuido, pero el mecanismo que era su fuente se había retirado yardas enteras dentro del campo de su base de cristal.
¡Y el Emperador de Metal! Apagados y débiles eran sus fuegos, atenuados sus esplendores; y aún más tenues eran las luminiscencias violetas de las estrellas que miraban, la librea reluciente de su corte.
¡El guardián de los conos! ¿No estaban sus planos extendidos flotando cada vez más bajo sobre la reluciente tablilla? ¿Sus tentáculos moviéndose sin rumbo fijo, débilmente... cansados?
Tenía la sensación de que la fuerza se apartaba de todo lo que me rodeaba. Era como si toda la ciudad estuviese siendo drenada de vida, como si la vitalidad fuese absorbida para alimentar esta pirámide de resplandor; drenada de él para forjar la penetrante lanza que perforaba hacia el Sol.
La Gente de Metal parecía flotar flácida, inerte; las vigas vivas parecieron hundirse; las columnas vivas doblarse; inclinarse y balancearse.
Doce minutos.
Con un estruendo estremecedor, uno de los rayos cargados cayó arrastrando consigo a otros; doblando, haciendo añicos en su caída un matorral de las cornudas columnas. Detrás de nosotros, los ojos brillantes de la pared estaban apagados, vacíos, moribundos. Algo de esa soledad infernal, ese deseo demoníaco de inmolación que nos había asaltado en el embrujado hueco de las ruinas comenzó a apoderarse de mí.
El cráter lleno de gente se estaba desmayando. La vida estaba saliendo de la Ciudad, su vida magnética, drenándose hacia el rayo de fuego verde.
Más atenuadas crecían las glorias del Emperador de Metal.
Catorce minutos.
—Goodwin, - gritó Drake, —¡La vida se está acabando en estas Cosas! Sale con ese rayo que están disparando.
Quince minutos.
Observé los tentáculos del Guardián tantear sobre la tablilla. De repente, la pirámide en llamas se oscureció... SE APAGÓ.
La columna radiante se precipitó hacia arriba como un rayo; desapareció en el espacio.
Ante nosotros estaba el monte de los conos, reducido a una sexta parte de su tamaño anterior.
Dieciséis minutos.
Alrededor del borde del cráter, los escudos anillados se inclinaron; se lanzaron en alto, como si detrás de cada uno hubiera un brazo que lo levantara ansioso. Debajo de ellos, los grupos de discos enjambrados cambiaron de glóbulos a anchas coronas.
Diecisiete minutos.
Dejé caer mi muñeca; le arrebató las lentes a Drake; las elevé al Sol. Durante un momento no vi nada, luego una pequeña mancha de incandescencia blanca brilló en el borde inferior de la gran mancha. Se convirtió en un punto de resplandor, deslumbrante incluso a través de las oscurecidas lentes.
Me froté los ojos; miré de nuevo. Aún estaba allí, más grande, ardiendo con una intensidad cada vez mayor e intolerable.
Le entregué las lentes a Drake, en silencio.
—¡Ya lo veo! - murmuró. —¡Ya lo veo! ¡Y ESO lo hizo, eso! ¡Goodwin!...! - Había pánico en su grito. ¡Goodwin! ¡La mancha! ¡Se está ensanchando! ¡Se está ensanchando!
Le arrebaté las lentes. Capté de nuevo el deslumbrante destello. Pero si Drake HABÍA visto que la mancha se ensanchaba, cambiaba, hasta el día de hoy no lo sé.
A mí me pareció que no había cambiado y, sin embargo, tal vez no fuese así. Puede ser que bajo ese dedo de fuerza, esa lanza de luz, esa herida en el costado de nuestro Sol se hubiera abierto más...
¡Que el Sol se había estremecido!
No lo sé hasta el día de hoy. Pero lo haya sido o no, aún brillaba la luz intolerablemente brillante. Y milagro suficiente fue eso para mí.
Veinte minutos, inconscientemente había seguido contando, veinte minutos.
Alrededor del cinturón lleno de cráteres de los escudos empujados hacia arriba se estaba acumulando una neblina resplandeciente; una bruma translúcida, berilo pálido y claro. En un abrir y cerrar de ojos se había espesado hasta convertirse en un vasto y vaporoso anillo a través de cuyos enjambres de corpúsculos la imagen reflejada del Sol sobre cada disco brillaba con claridad, como si se viese a través de nubes de transparentes átomos de aguamarina.
Nuevamente, los filamentos del Guardián se movieron, débilmente. Cuando una de las huestes de escudos en círculos se movió hacia abajo. Brillantes, cada vez más brillantes enceraron las brumas que se espesaban rápidamente.
De repente, y de nuevo como uno solo, los discos empezaron a girar. De cada superficie cóncava, desde las superficies de los enormes círculos debajo de ellos, brotó una corriente de fuego verde, verde como el fuego de la vida verde misma. Corpuscular, hilado de incontables iones veloces y deslumbrantes que atravesaron los grandes rayos, incidieron en la rueda de trescientos metros que coronaba los conos; girando.
Sobre ella vi formarse una nube límpida de vapores brillantes. ¿De dónde venían estas nebulosidades centelleantes, estas brumas de luz? Era como si los discos agrupados y giratorios alcanzaran el aire sin sombras, absorbieran algo de energía rítmica invisible y lo transformaran en esta corriente visible y resonante.
Por ahora era una inundación. De la inmensa rueda descendieron cataratas de fuegos verdes. Cayeron en cascada sobre los conos; los inundó; los envolvió.
Debajo de esa radiante inundación crecieron los conos. Perceptiblemente, su volumen aumentó, como si se atiborraran de la luz. No, era como si los corpúsculos volaran hacia ellos, se fusionaran y se integraran en la estructura.
Se deslizaron más y más sobre la base del cristal. Y cada vez más alto se elevaban sus puntas, subiendo, subiendo siempre hacia la rueda giratoria que los alimentaba.
Ahora, desde los planos del Guardián, se retorcía la maraña de tentáculos del Guardián, desenroscándose ávidamente a través de los seis metros de espacio entre su fuente y el enigmático mecanismo que manipulaban. Los discos del cráter se inclinaron hacia abajo. En el vasto hueco dispararon sus chorros de resplandor verde, empapando a las Hordas de Metal, salpicando desde las paredes pulidas donde las Hordas de Metal habían dejado expuestos esos muros vivientes.
Todo a nuestro alrededor era un temblor, un pulso de vida acelerado. Colosal, rítmico, cada vez más rápido, cada vez más poderoso, ese pulso palpitaba, una vibración prodigiosa, monstruosamente viva.
—¡Se alimentan! - susurró Drake. —¡Se alimentan! ¡Se alimentan del Sol!
Más rápido bailaron los rayos radiantes. El cráter era un caldero de fuegos verdes a través del cual los rayos cónicos formaban un ángulo y se entrelazaban, se cruzaban y se mezclaban. Y donde se mezclaron, donde cruzaron, ardieron repentinamente inmensos orbes sin rayos; palpitante por un instante, luego disolviéndose en espirales, como plumas de incandescencias esmeralda pálido.
Cada vez más fuerte latía el pulso de devolver la vida.
Una corriente en chorro golpeó directamente al Emperador de Metal. Resplandecieron sus esplendores, jubiloso. Su zodíaco dorado, ya no empañado ni opaco, corría con las llamas del Sol; la maravillosa rosa era un milagro fulgurante y veloz.
Se levantó bruscamente el Guardián; se alzaba detrás de él todo escarlatas parpadeantes y amarillos saltarines, ya no airados ni malhumorados.
El lugar filtraba resplandor; se llenó como un crisol de fulgor.
A nosotros también nos bañaron las centelleantes brumas.
Tuve conciencia de un regocijo curiosamente salvaje; una aceleración del pulso; una respiración anormalmente rápida. Me incliné para tocar a Drake; chispas saltaron de mis dedos extendidos, grandes chispas verdes que crepitaron cuando impactaron sobre él. Él no les hizo caso; pero miraba con ojos fascinados el cráter.
Ahora desde todos lados estallaba una tempestad de fuegos de gemas. De cada viga y columna, de cada tapiz, colgante y enrollado, estallaban resplandores de diamantes, luminiscencias de rubí, llamas lanzadas de esmeraldas y zafiros fundidos, destellos de amatista y ópalo, iridiscencias meteóricas, espectros deslumbrantes.
El hueco era una cueva de algún Aladino de los Titanes en llamas con hordas encantadas. Era un lugar de gemas hechizadas, gemas en las que las huestes encarceladas de los Genios de la Luz golpeaban para escapar brillando contra sus paredes de cristal.
Alejé las fantasías de mí. Bastante fantástica era esta realidad: el globo, la pirámide y el cubo de la Gente de Metal se abrían de par en par, se bañaban, bebían de la vorágine radiante que giraba cada vez más rápido a su alrededor.
—¡Se alimentan! - Fue la voz asombrada de Drake. —¡Se alimentan del Sol!
Los escudos en círculos se estaban elevando, alzándose más por encima del borde del cráter. En el cilindro lleno de Gente de Metal llegaban ahora solo los rayos de los círculos altos, las corrientes de la enorme rueda por encima de los conos que aún crecían.
Los escudos subieron y subieron, pero no pude ver por qué mecanismo se levantaban. Su movimiento cesó; en todos sus miles se volvieron. Sobre la cima de la ciudad y hacia el valle ovalado vertieron sus torrentes de luz; bañándolo, inundándolo incluso cuando tenían este abismo que era el corazón de la Ciudad. Alimentando, sabía yo, a esas otras Hordas de Metal.
Y como en respuesta, descendiendo sobre nosotros a través de los círculos del cielo abierto, se derramó un clamor.
—¡Si lo hubiéramos sabido! - Me llegó la voz de Drake, débil e irreal a través del tumulto. —¡Eso es lo que quiso decir Ventnor! Si hubiéramos llegado allí cuando estaban tan débiles, si hubiéramos podido manejar al Guardián, ¡podríamos haber roto ese disco que hace funcionar los Conos! ¡Podríamos haberlos matado!
—Hay otros conos, - le grité.
—No, —negó con la cabeza. —Esta es la máquina maestra. Es lo que Ventnor quiso decir cuando dijo atravesar el Sol. Y hemos perdido la oportunidad...
Más fuerte creció el huracán en el exterior; y ahora dentro comenzaba su par. A través de las brumas centellearon tempestades de relámpagos. Perno sobre perno de jabalina, y cada vez más gruesos; relámpagos verdes como las mismas brumas; relámpagos de destructores violetas, escarlatas abrasadores; cadenas desgarradoras de amarillos marchitos, globos de explosivas incandescencias eléctricas multicolores.
El cráter estaba surcado por los relámpagos de la Gente de Metal; estaba bordado con ellos; era un abismo tejido con vastos y cambiantes patrones de llama eléctrica.
¿Qué era lo que Drake había dicho? ¿Que si lo hubiéramos sabido, podríamos haber destruido estas... Cosas? ¿Destruirlas? ¡Cosas que podrían impulsar su voluntad y potenciarse a través de ciento cincuenta millones de kilómetros de espacio y succionar del Sol la miel del poder! ¡Drenarla y colocarla dentro de estas grandes montañas de conos!
Destruir las cosas que podrían alimentar su propia vida en una máquina para sacar del Sol una vida más grande; cosas que podrían forjar con su fuerza una lanza que, perforando el lado del Sol, les enviaba un chorro con diez veces más, no, ¡mil veces más fuerza!
¡Destruir esta ciudad que era una vasta dínamo viviente, que se alimentaba de la vida magnética de la Tierra y el Sol!
El clamor se había vuelto grandioso, destructor, como dioses acorazados rugiendo al batir de espadas en un centenar de Valhallas; como los tambores de guerra del universo en pugna; como azotes de soles guerreros.
Y toda la Ciudad latía, palpitaba con un pulso gigantesco de vida, estaba alimentada y embriagada de vida. Sentí que las pulsaciones se volvían mías. Que yo me hacía eco; palpitaba al unísono. Vi a Drake perfilado en llamas, vi que a mi alrededor crecía un nimbo radiante.
Creí ver a Norhala flotando, vestida de gritos y fuegos agitados. Me esforcé por llamarla. Por mí se deslizó el cuerpo de Drake; yacía en llamas a mis pies sobre el estrecho saliente.
Hubo un rugido dentro de mi cabeza, más fuerte, mucho más fuerte que el que me batía los oídos. Algo me estaba atrayendo; sacándome de mi cuerpo hacia inimaginables profundidades de negrura. Algo me estaba arrojando a esas frías profundidades del espacio que solo podían oscurecer los fuegos que me rodeaban, los fuegos de los que en parte me estaba convirtiendo.
Me sentí saltar hacia el exterior, hacia afuera y hacia el olvido.
Con cansancio, abrí los ojos. Rígida, dolorosamente, me moví. Muy por encima de mí estaba el tremendo círculo del cielo, rodeado por las huestes de escudos de alimentación. Pero los escudos ahora brillaban débilmente y el cielo era el cielo de la noche.
¿Noche? ¿Cuánto tiempo estuve acostado aquí? ¿Y dónde estaba Drake? Luché por levantarme.
—Tranquilo, viejo, - la voz de Drake vino a mi lado. Tranquila y silenciosa. —¿Cómo te sientes?
—Muy maltratado, - gemí. —¿Qué ha pasado?
—No estábamos acostumbrados al espectáculo, - dijo. —Nos hartamos de la orgía. Demasiado magnetismo: tuvimos un repentino y violento ataque de indigestión eléctrica. Shh, mira ahí adelante.
Me volví con cautela. Ahora vi que había estado tumbado con la cabeza hacia abajo en la base de una de las paredes del cráter. Cuando mi mirada se desvaneció, noté con un curioso alivio que los diminutos puntos de los ojos ya no brillaban con su enigmática vida, que estaban opacos y apagados una vez más.
Ante mí, brillando pálidamente, se erizaba el monte de los Conos. Alrededor de su base de cristal brillaban diamantinas incandescencias en forma de huevo. Ambas estaban sin rayos y extrañamente, sin luz; no arrojaban sombras ni su fulgor atenuaba la penumbra. Al lado de cada una de estas curiosas luminosidades se encontraba una de las formas cruciformes de fuego hosco, las Cosas que ahora yo conocía como los cubos abiertos.
Eran más pequeñas que el Guardián, de hecho, menos de la mitad de su altura. Estaban alineadas en una media luna casi ininterrumpida alrededor del arco visible del inmenso pedestal, y ahora vi que las luces estaban unos metros más cerca de ese pedestal que ellas. Con forma de huevo, como he dicho, el extremo más ancho estaba hacia abajo descansando en una ancha copa sostenida por un fino pedículo de color gris plateado y metálico.
—Están construyendo la base, - susurró Drake. —Los Conos se hicieron tan grandes que tienen que darles más espacio.
—Magnetismo, - le susurré a cambio. —Electricidad, la sacaron de la mancha solar. Y era más que eso: vi crecer los conos debajo de esta. Los alimentó como alimentó a las Hordas, pero los Conos crecieron. Fue como si los escudos y los Conos convirtieran la energía pura en sustancia.
—Y si no hubiéramos estado completamente magnetizados para empezar, nos habría servido a nosotros, - dijo.
Observamos la operación que se desarrollaba ante nosotros. Las formas de cruz se habían plegado sobre los brazos transversales. Se inclinaron en unísono absoluto, como a una señal. Desde el plano horizontal de cada una azotaban los largos y retorcidos tentáculos.
Al pie de cada una podía percibir ahora un montón de algún material levemente reluciente. Los zarcillos se enrollaron entre esto y luego sacaban algo que parecía una varilla gruesa de cristal. Los planos doblados se enderezaron; simultáneamente empujaron las barras cristalinas hacia las incandescencias.
Se oyó un curioso y quebradizo silbido. Los extremos de las varillas comenzaron a disolverse en una deslumbrante lluvia de diamantes, atómicamente diminuta, que al pasar a través de las luces en forma de huevo se derramaba sobre la periferia del pedestal. Rápidamente las barras se derritieron. Debía de haber calor en estas luces, un calor terrible; sin embargo, los trabajadores del Guardián parecían insensibles a dicho calor.
A medida que los extremos de las barras irradiaban hacia la abrasada niebla, vi que los tentáculos se acercaban cada vez más a la llama sin rayos a través de la cual volaba la niebla. Y al final, cuando los últimos átomos la atravesaron, los zarcillos de sujeción se introdujeron casi en su interior; la tocaron, ciertamente.
Una veintena de veces repitieron este proceso mientras observábamos. Sin dar cuenta de nosotros, parecían, o, si eran conscientes, entonces eran indiferentes. Más rápidos se hicieron sus movimientos, los vidriosos lingotes fluían a través de los braseros flotantes sin apenas una pausa en su paso. De repente, como si hubieran cambiado, las incandescencias se redujeron a puntos de vela; instantáneamente, como en una señal, la media luna de cruces se cerró en una media luna de cubos.
Permanecieron inmóviles, como enormes bloques ennegrecidos ante el tenue resplandor de los Conos: monolitos sensibles; una curva druídica; un arco de un Stonehenge de metal. Y como al anochecer y al amanecer los grandes menhires de Stonehenge se llenan de una vida misteriosa y granítica que parecen sacerdotes de piedra rezando, así sobre estos se reunía la hierofántica ilusión.
Temblaron; los esbeltos pedículos ahuecados, las luces apagadas se balanceaban; las luces se alzaron y se elevaron, erguidas, a sus espaldas.
De dos en dos en paso mesurado, los cubos se deslizaron solemnemente hacia la oscuridad circundante. Mientras se alejaban, corrían detrás de ellos otras partituras que hasta entonces no habían quedado visibles para nosotros, uniéndose par por par desde arcos ocultos.
En las sombras secretas fluyeron, de dos en dos, cada uno llevando sobre él el delgado eje que sostenía la llama serena.
Grotescamente eran como una columna de monjes marchando con un tenue flambeado de su adoración. Angulosos monjes metálicos de algún dios del metal, portando cirios de fuego eléctrico, retirándose lentamente de un Lugar Santísimo cuyo Ocupante, divino y metálico, no sabía nada del hombre ni le importaba saberlo.
Grotesco, sí. Pero ojalá tuviera yo el poder de cristalizar en palabras el terror alienígena subyacente, cada movimiento del Monstruo de Metal cuando se desintegraba, cada una de sus manifestaciones cuando se combinaban, que evocaban. Incrédulos, asombrados que acechan siempre cerca del umbral de la mente la sombra que nunca se levanta y que se estremece.
Las luces, más pequeñas, más tenues, se apagaron.
Nos agachamos, inmóviles. Nada se movió; no hubo sonido. Sin hablar nos levantamos; se arrastraron juntos por el suelo liso hacia los conos.
Al cruzar vi que el pavimento, como los muros, estaba construido con los cuerpos de la Gente de Metal; y, como las paredes, eran ojos dormidos, velados, ajenos a nuestro paso. Más cerca nos deslizamos, solo había una pequeña veintena de varillas de ese colosal mecanismo. Noté que la base de cristal estaba baja; no estaba a más de metro y medio por encima del suelo. Las robustas pilastras enanas que lo sostenían se alzaban en bosquecillos abarrotados, fusionándose a lo largo de la distancia en una aparente solidez.
Ahora también percibía, como no lo había hecho al mirar hacia abajo desde arriba, cuán estupenda era la estructura que se elevaba desde la base de cristal.
Empecé a preguntarme cómo un soporte tan delgado podía soportar el erizado monte sobre él; luego recordé lo que había sido aquello que al principio había volado de ellos, encogiéndolos, y que finalmente los había alimentado e hinchado.
¡Luz! Ingrávidos iones magnéticos; enjambres de iones eléctricos; el brumoso aliento de la energía infinita que respira y se condensa sobre ellos. ¿Podía ser que los Conos, a pesar de toda su masa aparente, tuvieran poco peso, si acaso tenían alguno? Como un Saturno anillado miles de veces del tamaño de la Tierra, haciendo alarde de sí mismo en los Cielos, pero que, si fuese transportado a nuestro mundo, sería tan ligero que, con anillos y todo, flotaría sobre nuestros océanos como una burbuja. Los Conos se elevaban por encima de mí, muy muy cerca.
Los Conos eran ingrávidos. No puedo decir cómo lo sabía, pero ahora, casi tocándolos, lo sabía. Nebulosos, pero sólidos, eran; compactos, pero tenues, densos y sin sustancia.
De nuevo me vino el pensamiento: eran la fuerza que se hacía visible; energía convertida en materia concentrada.
Rodeamos, buscando la tablilla sobre la que se había posado el Guardián; el mecanismo que, bajo sus tentáculos, había movido los escudos en círculos, que había clavado la lanza de fuego verde en el costado del sol herido. Vacilante toqué la base de cristal; el borde era cálido, pero si este calor provenía de la lluvia deslumbrante que acabábamos de ver edificarse afuera o si era una propiedad inherente a la sustancia misma, no lo sé.
Ciertamente, no había ninguna marca que mostrara dónde habían caído las nieblas fundidas. Era liso y duro como un diamante. Los conos más cercanos estaban a escasos tres metros de su borde.
De repente vimos la tablilla; estaba a su lado. Con forma de una gran T, brillando con una tenue y límpida fosforescencia violeta, podría haber sido, en forma y tamaño, la sombra pálida y brillante del Guardián. Estaba a treinta centímetros del suelo y aparentemente no tenía conexión con los conos.
Estaba hecha de miles de diminutas varillas octogonales muy compactas, algunas de las cuales eran ahuecadas y otras puntiagudas; ninguna tenía más de dos centímetros de ancho. Había en ello la sugerencia del cristal y el metal casados, como en su carga estaba la sugerencia de energía y materia acopladas.
Las varillas eran móviles; formaban un teclado inconcebiblemente complejo; un teclado cuyas infinitas combinaciones eran como un juego de ajedrez en la cuarta dimensión. Vi que solo los enjambres de tentáculos eran las manos del Guardián y estas solo podían ser dueñas de sus increíbles complejidades. Ningún Disco, ni siquiera el Emperador, ninguna forma de Estrella podría tocarlo, sacar sus cuerdas de poder.
Pero ¿por qué? ¿Por qué se había hecho de tal manera que la sola Cruz llameante y hosca pudiera liberar sus significados ocultos, hacer articular sus entrelazadas octavas? ¿Y cómo se transmitían sus mensajes? Los cubos dormidos apretados contra sus bases; no dudé de que también estaban debajo de él.
No había cópula visible de la tablilla con conos; sin antenas entre él y los escudos en círculos. ¿Podría ser que los impulsos liberados por las bobinas del Guardián pasaran a través de la Gente de Metal del pavimento hacia la Gente de Metal que empujaba hacia arriba del borde del cráter que sostenía los escudos?
Eso era impensable, impensable porque, de ser así, este mecanismo era superfluo.
La rápida respuesta a la voluntad común que habíamos observado demostraba que el Monstruo de Metal no necesitaba nada de esto para transmitir el pensamiento de cualquiera de sus unidades.
Había una brecha aquí, una brecha que la conciencia agrupada no podía salvar sin otros medios. Claramente, eso era cierto; de lo contrario, ¿por qué la tablilla, por qué la aflicción del Guardián?
¿Era cada una de estas pequeñas varillas un mecanismo similar, en cierto modo, a las claves de envío de la radio? ¿Eran transmisores de energía sutil en los que estaba envuelto el mando? ¿Emisores de un súper código Morse que llevaban a cada célula receptiva del Monstruo de Metal la oferta de esas unidades superiores que eran para Él como las células cerebrales lo son para nosotros? Eso, por avanzado que fuera el conocimiento que implicaba, estaba más cerca del núcleo de lo posible.
Me incliné, decidido a pesar del casi invencible encogimiento que sentía, a tocar las varillas de la tablilla.
Una sombra parpadeante cayó sobre mí; una bandada de pulsantes sombras ocre y escarlata.
¡El Guardián brillaba sobre nosotros!
En una vida que ha tenido su parte de peligros, su necesidad de decisiones rápidas, reconozco que pocas de mis reacciones al peligro han sido más que puramente instintivas; no más conscientemente valiente ni intelectualmente disociado del estímulo activador que el alejamiento de la mano quemada de la llama, la precipitadamente dictada voluntad de vivir del animal acorralado sobre la cosa que lo amenaza.
Una de esas funciones superiores fue cuando seguí a Larry O'Keefe y Lakla, la Doncella, a lo que creíamos una muerte que destruye el alma en un lugar casi tan extraño como este [6]; otro era ahora. Deliberadamente, con indiferencia, estudié la ardiente Forma llameante.
Comparado con esta, éramos como un par de Pulgarcitos para el Gigante; si hubiera tenido forma de hombre, habríamos llegado a menos de un tercio de sus rodillas. Concentré mi atención en el cuadrado de seis metros de ancho que era el pie del Guardián. Su superficie era suave como una joya, hialina, pero debajo había una sugerencia de granulación, de innumerables y compactos cristales microscópicos.
Dentro de estos granos, cuya existencia era más sentida que vista, brillaba una tenue luz roja, humeante y hosca. En cada extremo del cuadrado, cerca del fondo, había un rombo en forma de diamante, cabujón, quizá de un metro de ancho. Estos eran de color amarillo tenue, translúcidos, sin sugerencia de la cristalización subyacente. Establecí que los órganos de los sentidos eran similares a los grandes óvalos dentro de la zona dorada del Emperador.
Mi mirada viajó hasta los brazos transversales. Se extendían veinte metros de punta a punta. En cada punta había otras dos figuras de diamantes, no apagadas, sino ardiendo furiosamente con un brillo anaranjado y escarlata. En el centro del haz había algo que podría haber sido el ruboroso reflejo humeante de la pulsante rosa multicolor del Emperador si cada uno de los pétalos de este último hubiera sido recortado y cuadrado.
Se profundizaba hacia su corazón en un patrón singular de entramados bermellón. En toda la figura corrían numerosos riachuelos de luz carmesí e iracundo naranja, formando un ángulo en patrones entrelazados sin ninguna curva ni arqueamiento.
Colocados a intervalos entre ellos había lo que parecían rosetones octogonales llenos de esbeltas franjas plateadas, pálidas estrías, como, se me ocurrió, inmensos capullos de crisantemos entreabiertos y tallados en jade gris.
Arriba se elevaba la gigantesca viga vertical. Hacia su cima vislumbré un enorme cuadrado de brillantes carmesí y topacio brillante; otros dos diamantes nos miraban desde debajo, como ojos. Y en toda su altura se agrupaban los octágonos estriados.
Me sentí elevado, flotando hacia arriba. La mano de Drake salió disparada, se aferró a mí mientras subíamos juntos por la pared viva. Frente al corazón enrejado de la rosa de pétalos cuadrados se detuvo nuestro vuelo. Allí por un instante quedamos suspendidos. Entonces los símbolos octogonales se agitaron, se desplegaron como brotes...
Eran los nidos de los tentáculos del Guardián, y de ellos los zarcillos parecidos a látigos se desenrollaron, salieron disparados y se retorcieron hacia nosotros.
Mi piel se estremeció por su toque; mi cuerpo, sujetado por el invisible agarre, estaba inmóvil. Sin embargo, cuando tocaron, su contacto no fue desagradable. Eran como hebras flexibles de vidrio; sus suaves puntas nos interrogaban, pasando por nuestro cabello, escudriñando nuestros rostros, retorciéndose sobre nuestra ropa.
Había un pulso en la gran rosa recortada, un latido rítmico de fuego bermellón que corría hacia ella desde las venas en ángulo, latía a través del núcleo enrejado y palpitaba de donde había venido. El enorme y alto cuadrado de escarlata y amarillo era una llama líquida; los órganos de diamante debajo parecían humear, enviar remolinos de vapor rojo anaranjado.
Nos sostenían para que el Guardián nos estudiara.
El ritmo del cuadrado se elevó, se convirtió en el ritmo de mi propia mente. Pero aquí no había nada de la vasta, serena y elemental calma que Ruth había descrito como la emanada del Emperador de Metal. Poderosa era, sin duda, pero en ella había matices de rabia, de impaciencia, connotaciones de rebelión, algo incompleto y combativo. Dentro de las discordias, me pareció sentir una fuerza encadenada que luchaba por la libertad; energía luchando contra sí misma.
Aumentaron los enjambres de tentáculos que se enrollaban a nuestro alrededor como delgados hilos de vidrio, cubriendo nuestros rostros, dificultando cada vez más la respiración. Había una espiral de ellos alrededor de mi garganta y apretándome.
Escuché a Drake jadear, esforzándose por respirar. Yo no podía volver la cabeza hacia él, no podía hablar. ¿Este sería entonces nuestro fin?
El estrangulador agarre se relajó, la masa de los tentáculos disminuyó. Tuve consciencia de una oleada de ira a través de la cosa cruciforme que nos retenía.
Sus hoscos fuegos ardieron. Noté que otra luz pasaba a nuestro lado, venciendo a la del Guardián. Las huestes de zarcillos se apartaron de mí. Sentí que me arrancaban del invisible agarre, que giraba en el aire y me alejaba.
Con Drake a mi lado, ahora yo flotaba ante el Disco Brillante, ¡el Emperador de Metal!
Él era quien nos había arrancado del Guardián, e incluso mientras me balanceaba veía los multitudinarios y serpentinos brazos del Guardián surgir enojados hacia nosotros y luego, hosca, lentamente, retrocediendo hacia sus nidos.
Y del Disco, vistiéndome, impregnándome, surgió una inmensa tranquilidad, un silenciamiento de todo pensamiento humano, de todo esfuerzo humano, una calma cósmica impensable en la que todo lo que era humano de mí parecía hundirse, ahogarse como en un abismo insondable. Luché contra ello, desesperadamente, esforzándome en el estudio del Disco para erigir una barrera de preocupación contra el poder que emanaba de él.
A una docena de pies de nosotros, los óvalos de zafiro centraron su mirada en nosotros. Eran límpidos, transparentes como gemas cuyas réplicas gigantes parecían ser. La superficie del Disco, rodeada por el zodíaco áureo en el que brillaban los nueve óvalos, era un laberinto de símbolos geométricos trazados en las líneas de los fuegos de gemas vivientes; infinitamente complejos esos patrones e infinitamente hermosos; un número infinito de formas simétricas en las que me pareció rastrear todas las ordenadas maravillas cristalinas de los copos de nieve, las agrupaciones de todos los patrones cristalinos, el alma de la ordenada belleza que son las maravillas de la Radiolaria, el libro milagroso de la propia naturaleza del alma de la belleza matemática.
El destellante corazón de pétalos estaba tejido con arcoíris vivientes de llamas frías.
Flotamos silenciosamente allí mientras el Disco nos MIRABA.
Y como si no hubiera sido un actor sino un observador, se me ocurrió la extraña imagen de todo: dos hombres balanceándose como motas en el aire, en un lado la forma cruciforme de color escarlata y naranja parpadeante, en el otro el disco radiante. tras los dos maniquíes, el pálido monte de los conos erizados, y muy por encima el pálido círculo de los escudos.
Se oyó un timbre a nuestro alrededor, un élfico tintineo, dulce y cristalino. Venía de los conos y, extrañamente, era su síntesis vocal, su voz. En el vasto círculo del cielo atravesó una lanza de fuego verde. Rápidamente en su estela surgieron otros.
Nos deslizamos suavemente hacia abajo, nos quedamos balanceándonos en la base del Disco. El Guardián se inclinó; angular. Una vez más, los planos sobre el cuadrado de apoyo se cernieron sobre la tablilla. Los zarcillos descendían, empujaban aquí y allá, tocando sobre las varillas una sinfonía de poder desconocida.
Más gruesas pulsaban las lanzas de la aurora; cambiado a vastas cortinas ondulantes. La rueda de facetas en la parte superior de la aguja central de los conos se balanceó hacia arriba; una luz comenzó a fluir desde los conos mismos; ahora no había pilares, sino un vasto círculo que se disparó girando hacia los cielos como una soga.
¡Y como una soga atrapó la aurora, la atrapó!
En él se arremolinaron las brumas resplandecientes de llamas misteriosas; perdió sus colores, se convirtió en un torrente de luz que volaba a través del anillo como a través de la parte superior de un embudo.
Derramaron los glóbulos radiantes, bañando los conos. No brillaron como lo habían hecho bajo la inundación de los escudos y, si crecieron, fue demasiado lento para que yo lo viera; los escudos estaban inmóviles. Ora aquí, ora allí, vi los otros anillos girar hacia arriba, bocas más pequeñas de conos menores escondidos dentro del cuerpo del Monstruo de Metal, sabía yo, absorbiendo este flujo magnético, estos innumerables iones brotando del sol.
Entonces, como cuando vimos por primera vez el fenómeno en el valle de las amapolas azules, el anillo se desvaneció, oculto por una niebla de coruscaciones, como si la fuerza que fluía a través de los anillos se difuminara después de haber sido capturada.
Agachados, olvidándonos de nuestra yuxtaposición con estas dos cosas anómalas e inhumanas, observamos el juego de los tentáculos sobre las varillas de empuje.
Pero si nosotros nos olvidamos, ¡ellos no nos olvidaron!
El Emperador se acercó más; parecía contemplarnos con curiosidad, DIVERTIDO; como un hombre despreciaría a un insecto curioso e interesante, un cachorro, un gatito. Sentí esta diversión en la mirada del Disco aun cuando había sentido su alma de espantosa tranquilidad; como habíamos sentido la malicia juguetona en los ojos estrellados del corredor viviente, la curiosidad en la columna que nos había arrojado al valle.
Sentí un empujón, un impulso lleno de una alegría colosal y reluciente.
Debajo de él, me alejé dando vueltas durante varios metros, con Drake girando muy cerca detrás de mí. La fuerza, cualquiera que fuese, salía del Emperador, pero en ella no había el menor indicio de ira o malicia, ni la más mínima sombra de lo siniestro.
Más bien era como si uno fuera a volar una pluma; como si urjiera gentilmente alguna cosilla menor a que se alejara.
El Disco observaba nuestros giros con una brillante y enjoyada RISA en su palpitante resplandor.
De nuevo llegó el empujón, más lejos aún giramos. De repente, ante nosotros, al otro lado del pavimento, brilló un rastro centelleante: los ojos despiertos de los cubos que lo formaban marcaban un camino para que lo siguiéramos.
Inmediatamente después de brillar, vi que el Emperador se volvía: su inmensa espalda ovalada y metálica ahora era negra ante el resplandor de los conos.
Desde el estrecho y reluciente camino —un camino abierto que yo conocía por alguna orden— se alzó la multitud de diminutas manos invisibles; las corrientes sensibles de fuerza magnética que eran los dedos y los brazos de las Hordas de Metal. Nos sujetaron, nos empujaron, nos adelantaron. Nos movíamos cada vez más rápido, acelerando la estela de los monjes de metal desaparecidos hacía mucho tiempo.
Giré la cabeza, los conos ya estaban lejos. Sobre la tabla de límpida fosforescencia violeta aún flotaban los planos del Guardián; y el óvalo del Emperador seguía negro ante el resplandor.
Pero el centelleante y brillante camino entre nosotros y ellos había desaparecido, se estaba desvaneciendo detrás de nosotros mientras avanzábamos.
Cada vez más rápido creció nuestro ritmo. La pared cilíndrica se acercó. En su interior se veía un portal alto y alargado. Al interior de este fuimos llevados. Ante nosotros se extendía un pasillo exactamente similar al que, cerrándose sobre nosotros, nos había obligado a salir por completo al pasillo.
A diferencia de ese pasaje, su piso se elevaba abruptamente, un suave y brillante deslizamiento por el que ningún hombre podía trepar. Un eje, de hecho, que subía recto como una flecha en un ángulo de al menos treinta grados y cuyo extremo o giro no podíamos ver. Arriba y arriba despejaba su camino a través de la Ciudad, a través del Monstruo de Metal, cerrado solo por la incapacidad del ojo para perforar la tenue luminosidad que, espesada por la distancia, se volvía impenetrable.
Durante un instante flotamos sobre su umbral. Pero el impulso, la orden que nos había llevado hasta ahora, no se detuvo aquí. Dentro del umbral y hacia arriba fuimos empujados, nuestros pies apenas tocaban la resplandeciente superficie; levantados por la fuerza que emanaba de su suelo, llevados por la fuerza que presionaba desde los lados.
Subimos y subimos, decenas de metros, cientos.
[6] Ver "El estanque de la luna" y "La conquista del estanque de la luna."
—¡Goodwin! - Drake rompió el silencio; desesperadamente se esforzaba por mantener el miedo fuera de su voz. Goodwin, esta no es la forma de salir. —¡Vamos a subir más todo el tiempo de las... las puertas!
—¿Qué podemos hacer? - Mi ansiedad no era menor que la de él, pero mi comprensión de nuestra impotencia era completa.
—Si supiéramos cómo hablar con estas Cosas, - dijo. —Si tan solo le hubiéramos hecho saber al Disk que queríamos salir, maldita sea, Goodwin, nos habría ayudado.
Grotesca como sonaba la idea, sentí que decía la verdad. El Emperador no pretendía hacernos daño; de hecho, al alejarnos a toda velocidad, no estaba del todo seguro de que no nos hubiera deseado deliberadamente lo mejor (había algo sobre el Guardián)
Aún arriba, aceleramos a lo largo del eje. Sabía que ahora debíamos estar por encima del nivel del valle.
¡Tenemos que volver con Ruth! Goodwin, ¡ESTA NOCHE! ¿Y qué le pudo haber sucedido a ella?
—Drake, muchacho —capté en su propio coloquialismo—, nos enfrentamos a eso. No podemos evitarlo. Y recuerda, ella está allí en la casa de Norhala. No creo, sinceramente, no creo, Dick, que haya peligro mientras ella permanezca allí. Y Ventnor la vigila de cerca.
—Eso es cierto, - dijo, más esperanzado. —Eso es cierto, y probablemente Norhala ya esté con ella.
—No lo dudo, - dije alegremente. Se me ocurrió una idea; yo mismo la creía a medias. —Y otra cosa. No hay una acción aquí que no tenga propósito. Estamos siendo impulsados por el comando de esa Cosa que llamamos Emperador de Metal. No quiere hacernos daño. Tal vez, tal vez esta SEA la salida.
—Tal vez sea así —negó con la cabeza, dubitativo—, pero no estoy seguro. Quizá ese largo empujón fue solo para alejarnos de ALLÍ. Y me sorprende que el impulso haya comenzado a debilitarse. No vamos a ir tan rápido como antes.
No me había dado cuenta, pero nuestra velocidad estaba disminuyendo. Miré atrás, cientos de metros detrás de nosotros caía el tobogán. Un escalofrío desagradable me atravesó: si el agarre magnético sobre nosotros se relajaba, se retiraba, nada podría evitar que retrocediéramos por esa pendiente para rompernos como huevos en el fondo; que nuestro terrible descenso nos dejaría sin aliento mucho antes de que llegáramos a ese final era un escaso consuelo.
—Hay otros pasajes que se abren a lo largo de este eje, - dijo Drake. —No estoy a favor de confiar demasiado en el Emperador, él tiene otras cosas en su mente metálica, ya sabes. Intentemos meternos en el siguiente, si podemos.
Yo me había dado cuenta; había habido aberturas a lo largo del eje ascendente; pasillos que corrían aparentemente transversales a su paso en ángulo.
Cada vez más lento se tornó nuestro ritmo. Un centenar de metros más arriba vislumbré una de las aberturas. ¿Podríamos alcanzarla? Nos levantábamos más y más lentamente. Ahora la brecha estaba a solo un metro de distancia, pero estábamos inmóviles, ¡estábamos tambaleándonos!
Los brazos de Drake me rodearon. Con un esfuerzo tremendo me arrojó al portal. Me dejé caer en su borde, me retorcí rápidamente, vi a Drake resbalar, resbalar hacia abajo, lancé mis manos hacia él.
Las atrapó. Se produjo una torsión que me torturó los zócalos de los brazos como si estuvieran desencajados. ¡Pero aguanté!
Lentamente, me retorcí hacia el pasillo, arrastrando su peso casi muerto. Apareció su cabeza, sus hombros. Tras una convulsión en el cuerpo, se tendió y yació frente a mí.
Durante un minuto o dos nos tumbamos boca arriba, descansando. Me senté. El pasaje era amplio, silencioso; aparentemente tan interminable como aquello de lo que acabábamos de escapar.
A lo largo de él, encima de nosotros, debajo de nosotros, los ojos cristalinos estaban apagados. No mostraban signos de movimiento, pero se habían movido, por lo que no había nada que pudiéramos hacer salvo bajar por la aniquiladora inclinación. Drake se levantó.
—Tengo hambre, - dijo, —y tengo sed. Propongo que comamos y bebamos y que seamos casi felices.
Dejó a un lado la mochila. De allí tomamos comida; de las cantimploras bebimos. No hablamos. Cada uno sabía lo que pensaba el otro. Pocas veces, y gracias por ello a la ley eterna que algunos llaman Dios, surgen crisis en las que el habla no solo parece mezquina sino que contra ella la mente se rebela como algo nauseabundo.
Este era uno de esos momentos. Por fin me puse de pie.
—Vámonos, —dije.
El pasillo se extendía directamente ante nosotros; a lo largo de él caminamos. No sé cuánto caminamos; milla tras milla, al parecer. Se amplió abruptamente hasta convertirse en un gran salón.
Y este salón estaba lleno de las Hordas de Metal, era un gigantesco taller de ellas. En todas las formas, bullían y trabajaban en ello. Sobre su suelo había montones de minerales brillantes, montones de gemas centelleantes, montones de lingotes, metálicos y cristalinos. Alto y bajo en todas partes flameaban las incandescencias en forma de huevo; hornos flotantes tanto grandes como pequeños.
Delante de una de estas forjas, cerca de nosotros, había una cosa de metal. Su cuerpo era una columna de tres metros y medio de cubos más pequeños. En la parte superior había un cuadrado hueco formado por bloques aún más pequeños, bloques apenas más grandes que las Cositas. En el centro del rectángulo abierto había otro eje cuya parte superior era una placa cuadrada de medio metro formada por un solo cubo.
De los lados del cuadrado hueco brotaban largos brazos de esferas, cada uno con la punta de un tetraedro. Se movían libremente, deslizándose sobre sus puntos curvos de contacto y como una docena de martillos pensantes, las pirámides de sus extremos golpeaban tantos objetos en forma de dedal que empujaban alternativamente en el brasero que no se agitaba y luego colocaban sobre el bloque central para darle forma.
La Cosa parecía un obrero goblin, parado allí, tan concentrado y tan ocupado con sus forjas.
Había decenas de estas máquinas animadas; no nos prestaron la menor atención cuando pasamos junto a ellos, aferrándonos lo más que pudimos a la pared del inmenso taller.
Pasamos junto a una compañía de otras Formas que estaban de dos en dos y muy juntas, con la parte superior de anchas ruedas giratorias a través de las cuales los zarcillos de un globo abierto alimentaban lingotes translúcidos e incoloros, la sustancia que me pareció de la que estaban hechas las sombrías paredes de Norhala, el cristal del que estaban hechas las barras que formaban la base de los Conos.
Los lingotes pasaban entre las caras que giraban; emergía de ellas como largos y delgados cilindros; quedaban sujetas cuando resbajaban hacia abajo por un bloque agachado, cuyo lugar mientras se alejaba era instantáneamente ocupado por otra. En muchas formas desconcertantes, atentos a actividades desconocidas dirigidas hacia fines imposibles de adivinar, operaban los mecanismos compuestos y animados. Y todo el lugar se llenaba de un bullicio de duendes, troll tras troll, tintineo de yunques gnomos, estrépito de forjas de kobold: una clamorosa caverna llena de metálicos nibelungos.
Llegamos a la apertura de otro pasaje, una puerta que atravesaba las paredes del taller. Su pendiente, aunque empinada, no era peligrosa.
En ella entramos; subía y parecía interminable. Muy por delante de nosotros apareció por fin el contorno de su entrada posterior, recortada y llena de una luminosidad más brillante. Nos acercamos; nos detuvimos cautelosamente en su umbral, mirando hacia afuera.
Bueno fue que habíamos dudado. Ante nosotros había un espacio abierto, un abismo en el cuerpo del Monstruo de Metal.
El pasillo se abría a él como una ventana. Al asomar nuestras cabezas vimos una pared intacta tanto arriba como abajo. A un kilómetro de distancia estaba su lado opuesto. Sobre este abismo había un cielo brumoso y a no más de trescientos metros de altura, y negro ante el cielo, estaba el borde del mismo: las cornisas de este abismo dentro de la Ciudad.
Muy muy por debajo de nosotros vimos cómo las Hordas se lanzaban a través del abismo en redes de arcos curvos y puentes de vigas rectas; gigantescos, sabíamos que estos tramos debían ser aún reducidos a esbeltas aceras por la distancia. Sobre ellos se movían apresuradas compañías; de ellos venían destellos, fulgores, prismáticos, dorados por el sol; plutónicos escarlatas, azules fundidos; jabalinas de luz coloreada que perforaban hacia arriba desde cubos desplegados y globos y pirámides que los cruzaban, o desde atareados portadores de los frutos brillantes de los misteriosos talleres.
Y al pasar, los puentes se abrieron, se enroscaron y desaparecieron de la vista a través de las aberturas que se cerraban detrás de ellos. Siempre, a medida que pasaban, cerca de su camino se extendía por otros tramos de modo que siempre a través de ese abismo flotaba una red sensible y cambiante.
Nos echamos hacia atrás y nos miramos a la cara pálida. El pánico me invadió en un rápido y alternativo pulso de hielo y fuego. Porque aplastantemente, algo que ya no se puede negar, llegaba la certeza de que estábamos perdidos en los laberintos de esta increíble Ciudad, perdidos en el cuerpo del Monstruo de Metal que era esa Ciudad. Sentí una enfermiza desesperación en mi corazón cuando nos dimos la vuelta y nos abrimos paso lentamente por el corredor inclinado.
Unos cien metros, tal vez, habíamos avanzado en silencio antes de detenernos, mirando estúpidamente una abertura en la pared a nuestro lado. El portal no estaba allí cuando habíamos pasado, de eso yo estaba seguro.
—Está abierto desde que pasamos, —susurró Drake.
Miramos a través de él. El pasaje era estrecho; su pavimento conducía hacia abajo. Por un momento dudamos con el mismo presentimiento en nuestras mentes. Y, sin embargo, entre los peligros que nos acechaban, ¿qué opción teníamos? Allí no podría haber más peligro que aquí.
Ambas formas estaban... VIVAS, ambas obedientes a impulsos sobre los que no teníamos más control ni más modo de predeterminar que ratones en alguna compleja trampa hecha por el hombre. Además, este pasaje también corría hacia abajo y; aunque su inclinación era menor y, por tanto, no descendía tan rápidamente hacia el nivel que buscábamos allii donde se encontraban las aberturas de escape hacia el valle exterior, caía en ángulo recto con el corredor a través del cual nos dirigíamos.
Sabíamos que volver sobre nuestros pasos ahora nos llevaría de regreso a las forjas y de allí a la sala de los Conos y al peligro seguro que nos esperaba allí.
Entramos en este camino abierto. Recorría una pequeña distancia en línea recta, luego giraba y se inclinaba suavemente hacia arriba; y un poquito más subimos. Entonces, de repente, a menos de cien metros de nosotros, brotó un torrente de suave resplandor, opalescente, lleno de destellos nacarados y sombras de luz rosadas.
Era como si una puerta se hubiera abierto a un mundo de luminiscencia. De ella brotaba el fulgurante torrente; ondeaba sobre nosotros. A su paso venía la música, si se podía nombrar a las poderosas armonías, los sonoros acordes, los temas cristalinos y la coronilla de notas unidas que eran como espirales de pequeñas campanillas de estrellas doradas.
Nos movimos hacia la fuente de luz y sonido, y no hubiéramos podido detenernos ni retirarnos si hubiéramos querido; el resplandor nos atraía hacia él como el sol, el agua caía y la música dulce y sobrenatural llamaba irresistiblemente. Nos acercamos más, era un nicho estrecho del que se derramaban el sonido y la luz, en él nos deslizamos, y no fuimos más lejos.
Nos asomamos a una gran bóveda sin columnas, un templo de luz ilimitada. En lo alto, sembrados y múltiples, bailaban y brillaban orbes suaves como tiernos soles. No eran estas las luminarias pálidas doradas de rayos helados. Refulgentes, jubilosos, flameaban orbes rojos como el vino de los rubíes que los Djinn de Al Shiraz extraen de sus encantados viñedos de joyas; orbes gemelos de un blanco rosado como los pechos de las consentidas doncellas babilónicas; orbes de opalescencias pulsantes y orbes del verde murmullo de brotes primaverales, orbes azafrán y orbes de coral real; soles que palpitaban con rayos cantores de rosa de azufre y de perla y de zafiros y amorosos topacios; orbes nacidos de frescos amaneceres virginales y de atardeceres imperiales y orbes que eran fruto del apareamiento de arco iris de fuego y tulipanes.
Danzaban estas incontables aureolas; se balanceaban y se enhebraban en radiantes patrones corales, en armonías de luz entrelazada. Y mientras bailaban, sus alegres rayos acariciaban y bañaban miríadas de Gentes de Metal abiertas debajo de ellas. Bajo los rayos, los fuegos de las joyas del disco, la estrella y la cruz saltaban, pulsaban y bailaban al mismo ritmo brillante.
Buscamos la fuente de la música, una cosa tremenda de relucientes tubos de cristal como un colosal órgano. Del resplandor que lo rodeaba se formaban grandes llamas que se agitaban a la vista con corrientes y estandartes, en baderolas y banderas, saltaban sobre los tubos de cristal y se fundían dentro de ellos.
¡Y mientras los tubos las bebían, las llamas se transformaban en sonido!
Violetas vibrantes de vientos primaverales rugientes, diapasones de cascadas y torrentes habían sido llamas de esmeralda; trompetas llameantes de deseo habían sido grandes serpentinas de color escarlata, llamas rosas que se habían disuelto en ecos de plenitud; brotes de diamantes que se fundían en sinfonías plateadas como la enmarañada niebla de las Pléyades transmutadas en melodías; armonías camaleónicas con las que bailaban los extraños soles.
Y ahora yo veía; notando un sentimiento de asombro indescriptible, una sensación de profanación inexplicable; el secreto de esta cámara embrujada.
Dentro de cada rosa palpitante de fuego irisado que era el corazón de un disco, de cada ruboroso rosa y recortada cruz, y de cada pétalo púrpura rayado de una estrella, se encontraba un disco diminuto, una cruz diminuta, una estrella diminuta, luminosa y brillante. simbolizado como aquellos que lo acunaban.
¡Los Bebés de Metal se construían como cristales de corazones radiantes bajo el juego de orbes jubilosos!
Increíbles florecimientos de cristal y de metal cuyas canciones de cuna eran sinfonías de llamas.
¡Era la cámara de nacimiento de la Ciudad!
¡El útero del Monstruo de Metal!
De repente, las paredes del nicho brillaron, los ojos brillantes nos miraron con la más inquietante sugerencia de unos centinelas que, dormidos, habían sido sorprendidos desprevenidos y ahora al despertar nos desafiaban. Rápidamente, el nicho se cerró, tan rápido que apenas tuvimos tiempo de saltar sobre su umbral hacia el pasillo.
¡El pasillo estaba despierto, vivo!
El poder salió disparado; nos agarró. Nos arrastró y siguió. A lo lejos apareció un cuadrado de luz, que rápidamente se hizo más grande. Enmarcado en él estaba la llama amatista del gran anillo que rodeaba los acantilados circundantes.
Giré la cabeza, ¡detrás de nosotros se estaba cerrando el pasillo!
Ahora la abertura estaba tan cerca que a través de ella podía yo ver el vasto panorama del valle. La pared detrás de nosotros nos tocó; nos empujó. Nos empujamos contra ella, desesperados. También podrían haber intentado las moscas hacer retroceder una montaña en movimiento.
Resistiendo, inexorablemente, fuimos empujados hacia adelante. Ahora nos acurrucamos en un nicho de un metro de profundidad; ahora temblábamos sobre un saliente de treinta centímetros de ancho.
Temblando, jadeando, miramos fijamente la caída de la muralla de la ciudad. La lisa y reluciente escarpa caía miles de metros directamente al suelo del valle. Y no había nieblas misericordiosas para ocultar lo que nos esperaba allí; nimguna bruma en ninguna parte. En esa breve y agónica mirada, se reveló cada detalle del Abismo con una claridad anormal.
Nos tambaleamos en el borde del abismo. La cornisa se derritió.
¡Abajo, abajo nos hundimos, encerrados en los brazos del otro, lanzándonos hacia la devastadora muerte tan abajo!
¿Era cierto que el Tiempo está dentro de nosotros, que al igual que el Espacio, su gemelo, es solo una ilusión creada por la mente humana? Hay horas que pasan sobre las alas de los colibríes; hay segundos que se arrastran calzados con zapatos de plomo.
¿Era cierto que cuando la muerte nos enfrenta, la conciencia encuentra poder a través de su voluntad de vivir para conquistar la ilusión, para prolongar el Tiempo? Que, retrocediendo del olvido, que podemos recrear en una fracción de segundo años pasados, años por venir, esforzándonos por alargar nuestra existencia, por extender nuestra percepción más allá de los límites fantasmas sobregirando un reservorio de minutos de Barmecide, apostando nuevos derechos sobre un espejismo?
¿De qué otra manera se explica la aparente lentitud con la que caíamos, la aparente tranquilidad con la que la pared se elevaba a nuestro lado?
¿Y era este castigo una sentencia impuesta por profanar con nuestros ojos un lugar prohibido? ¿Un castigo por tocar con nuestra mirada el arca de las Tribus de Metal, su lugar santísimo, el lugar en el que nacían los Trozos de Metal?
El valle se balanceaba, giraba en curvas lentas y anchas; oscilaba vertiginosamente.
Lentamente, la colosal pared se deslizaba hacia arriba.
El descubrimiento me arrastró; me dejó asombrado; solo creyendo a medias. Esto no era una ilusión. Después de esa primera caída rápida, nuestra caída había sido detenida. Nosotros estábamos balanceándonos, no el valle.
Deliberadamente, en amplios arcos como péndulos, estábamos pendulando a través de la escarpa de la Ciudad; a un metro de esta, y mientras nos balanceábamos, nos hundíamos lentamente.
Y ahora vi que los innumerables ojos de la pared vigilante volvían a parpadear, mirándonos con burla traviesa.
Era el agarre de la pared viviente lo que nos sujetaba; lo que nos mecía de un lado a otro como si nos diera mayores posibilidades de contemplarnos; lo que nos dejaba caer gentilmente, cuidadosamente, al fondo del valle ahora a escasos seiscientos sesenta metros más abajo.
Una tormenta de rabia, del más intenso resentimiento, me arrastró; como una vez antes, toda gratitud que debería haber sentido por escapar se sumergió en la absoluta humillación de la que se la acusaba.
Golpee con mis puños la pared centelleante, me esforcé por patearla y azotarla como un niño enojado, la maldije, no infantilmente. Se atrevía a arrojarme a la muerte.
Sentí la mano de Drake tocar la mía.
—Tranquilo, - dijo. —Tranquilo, viejo. No sirve de nada. Aguanta. Mira abajo.
Rojo de vergüenza por mi arrebato, débil por su violencia, obedecí. El fondo del valle no estaba a más de trescientos metros de distancia. Agitándose por donde debíamos aterrizar por fin, agrupadas y furiosas, había una multitud de Cosas de Metal. Parecían mirarnos, observarnos, esperarnos.
—Comité de recepción, —sonrió Drake.
Aparté la mirada del valle. Estaba luminosamente claro; sin embargo, el cielo estaba nublado y no se veían estrellas. La luz no era más fuerte que la de la luna llena, pero tenía una cualidad desconocida para mí. No arrojaba sombras; aunque suave, era penetrante, revelando todo lo bañado con la claridad del sol brillante. La iluminación procedía, pensé, de los velos circundantes que caían de la franja de amatista.
Y, mientras miraba, desde los velos y a lo lejos se disparó una chispa violeta. Con la velocidad de un meteoro, voló hacia nosotros. Cerca de la base de la vasta fachada aterrizó con un destello de incandescencia azul. Yo la conocía por una de las Cosas Volantes, los Creadores de Marcas, uno de los increíbles mensajeros.
Cerca de su caída se produjo un aumento en la agitación de la multitud que nos aguardaba. También se produjo un cambio brusco en nuestro propio movimiento. Los largos arcos disminuyeron. Nos dejaban caer más rápidamente.
Muy lejos, en la dirección de donde había volado la Cosa Volante, sentí otro movimiento; algo que venía y que llevaba consigo una sutil diferencia con todos los demás incesantes y vinculados movimientos sobre el abismo. Más cerca se acercó.
—¡Norhala! - jadeó Drake.
Vestida con sus fajas de seda de color ámbar, el cabello rojo cobrizo ondeando, tejido con destellos élficos, corría ella hacia la Ciudad como una bruja encantadora, montada en el lomo de un corcel de enormes cubos.
Cuanto más cerca corría, más directa se tornabs nuestra caída. Ahora caíamos en picado como si estuviéramos al final de una cuerda desenrollada; el suelo del valle no estaba a más de setenta metros más abajo.
—¡Norhala! - gritamos y una y otra vez, de nuevo —¡Norhala!
Antes de que nuestros gritos pudieran llegar hasta ella, los cubos se desviaron; se detuvieron debajo de nosotros. A través de los treinta metros de espacio entre ellos, capté el brillo de las extrañas constelaciones en los grandes ojos de Norhala; vi con un vago pero no menos espantoso presentimiento que en su rostro había una ira aterradora y explosiva.
Tan suavemente como si la mano de una nube gigante nos levantara de la pared, nos colocó sin ningún impacto perceptible junto a ella en la parte posterior de los cubos.
—Norhala...— Me detuve. Porque esta no era la Norhala que habíamos conocido. Se había ido toda la calma, desvanecido todo rastro de tranquilidad sobrenatural. Era una Norhala que por fin había despertado, toda humana.
Sin embargo, en la rabia que la inundaba yo sentí una fuerza, una intensidad, más que humana. Sobre los ojos llameantes, las cejas formaban una rígida barra dorada; las delicadas fosas nasales estaban pellizcadas; la dulce boca roja era blanca y despiadada. Era como si, en su largo sueño, su yo humano hubiera reunido más fuerza que la humana y que, ahora despertada y desatada, la violencia de su rabia tocara el vibrante cénit de esa esfera cuyo silencio había sido el nadir.
Ella era como una colmada urna en llamas con los fuegos de los Dioses de la ira.
¿Qué era lo que la había despertado, qué en el despertar había cambiado la conciencia humana que se abría paso en este torrente de furia? El presentimiento se apoderó de mí.
—¡Norhala! - Mi voz temblaba. —Los que dejamos...
—¡Se han ido! - La voz dorada era una octava más profunda, vibrante, palpitante con esa nota amortiguada y amenazadora que debió de haber salido de los dorados tambores que convocaban a luchar contra las feroces hordas de Timur. —Fueron tomados.
—¡Tomados! - Jadeé. —¿Tomados por qué... por estos? - Moví mis manos hacia las Cosas de Metal que se arremolinaban a nuestro alrededor.
—¡No! Estos son mios. Estos son los que me obedecen. - La voz dorada ahora chilló con su pasión. —¡Tomados por... hombres!
Drake había leído mi rostro, aunque no podía entender nuestras palabras.
—Ruth
—Tomados, —dije. Tanto Ruth como Ventnor. Tomado por los hombres con armadura, ¡por los hombres de Cherkis!
—¡Cherkis! - Ella había captado la palabra. —¡Sí, Cherkis! Y ahora él y todos sus hombres y todas sus mujeres, y todo ser viviente que gobierna pagará. Y no temáis vosotros dos. Porque yo, Norhala, traeré lo mío.
—¡Ay, ay de ti, Cherkis, y de todos los tuyos! Porque yo, Norhala, estoy despierta, y yo, Norhala, lo recuerdo. ¡Ay de ti, Cherkis, ay, porque ahora todo acaba para ti!
—No prometo esto por los dioses de mi madre que volvieron su fuerza contra ella. Yo, Norhala, no los necesito; yo, Norhala, que tengo una fuerza mayor que ellos. ¡Ojalá pudiera aplastar a esos dioses como te aplastaré a ti, Cherkis, y a todos tus seres vivos! Sí, ¡y a todas las cosas INVIVAS también!
No se detuvo ahora el discurso de Norhala; brotó de los despiadados labios, llameante.
—Vamos, —gritó. —Y algo de venganza he guardado para vosotros, como es vuestro derecho.
Ella alzó los brazos; golpeó en la parte posterior de la Cosa de Metal que nos retenía.
Esta se estremeció y se alejó a toda velocidad. Disminuyó rápidamente el volumen de la ciudad; rápidamente se desvaneció su rostro resplandeciente y vigilante.
No hacia los velos de luz, sino sobre la llanura que volábamos. Por encima de nosotros, agazapado contra el estallido de nuestra marcha, fluía como un estandarte de seda el cabello de Norhala, adornado con luces de brujas.
Estábamos muy lejos ahora, la Ciudad muy lejos. El cubo se ralentizó. Norhala echó la cabeza en alto. De la garganta arqueada y exquisita sonó un toque de trompeta: dorado, invocador, imperioso. Tres veces sonó y todo el valle circundante pareció detenerse y escuchar.
Seguido de su final, un canto tan sonoro como el oro. Salvaje, perentorio, triunfante. Era como un grito de reunión para las aventureras estrellas, cornetas para los vientos bucaneros, cadenciadas llamadas para las inquietas filas de olas vikingas, señalando a todos los corsarios y picaros de lo elemental.
¡Una llamada cósmica a matar!
El bloque gigantesco sobre el que cabalgamos se estremeció. Yo mismo sentí que mil puntiagudas flechas errantes me pinchaban, instándome a una orgía de destrucción jubilosa e imprudente.
Obedecer esa invocación nos hizo girar hacia una forma de cubo, globo y pirámide por veintenas, por cientos. Se abalanzaron sobre nuestra estela y nos siguieron, elevándose detrás de nosotros en un mar en constante aumento.
Cada vez más alto se elevaba la ola de metal, subiendo, subiendo cada vez más a medida que otros trozos saltaban sobre ella, se precipitaban hacia arriba y aumentaban su cresta. Y pronto fue tan grande que nos siguió, se cernió sobre nosotros.
Los cubos que montábamos ángularon en su curso. Corrían ahora con una velocidad cada vez mayor hacia las cortinas de lentejuelas.
Y aún el canto dorado de Norhala atraía; más y aún más alto se estiró la siguiente ola. Ora estábamos subiendo sobre una pendiente empinada, ora casi se oía el amatista y reluciente anillo.
La canción de Norhala cesó. Un momento sin aliento, silencioso, y habíamos perforado los velos. Un glóbulo de zafiro brillaba a lo lejos, la burbuja élfica de su hogar. Nos acercamos.
Con el corazón dando un salto, vi a tres ponis, con sus monturas altas y vacías tachonadas de turquesa, levantar la cabeza de su camino flotante. Por un momento se quedaron parados, rígidos de terror; luego los gemidos se alejaron corriendo.
Estábamos en la puerta de Norhala; levantados; cerca de su umbral. Esclavos de un solo pensamiento, Drake y yo saltamos para entrar.
—¡Esperad! - Las manos blancas de Norhala nos atraparon. —¡Hay peligro allí sin mí! ¡Debéis... seguirme!
En el rostro exquisito no había ninguna sombra de ira, ninguna disminución de la rabia, ningún debilitamiento de la terrible determinación. Los ojos salpicados de estrellas no estaban sobre nosotros; miraban más allá, fríamente, calculadoramente.
—No es suficiente, —la escuché susurrar. —No es suficiente para lo que voy a hacer.
Nos volvimos, siguiendo su mirada. A treinta metros de altura, extendida casi a través del desfiladero, se abrió una cortina increíble. Sobre sus pliegues había movimiento: brazos de globos giratorios que avanzaban como patas y bajaban, sobre las cuales saltaban pirámide tras pirámide, endureciéndose mientras se aferraban como púas erizadas de cabello; grandes barras de cubos chasqueantes que se lanzaron desde los postigos, se agitaron y se retiraron. La cortina era un fermento, cambiante, voluble; palpitaba de deseo, palpitaba de impaciencia.
—¡No es suficiente! - murmuró Norhala.
Sus labios se separaron; de ellos vino otro trompeteo: tiránico, arrogante y estruendoso. Debajo de ella, la cortina se retorció; de ella brotaron finas cascadas de cubos. Se apiñaron en pilares altos que temblaban, se balanceaban y giraban.
Destello cegador tras destello, las incandescencias de zafiro golpearon sus pies. Una veintena de formas en columnas de llamas saltaron y se curvaron en meteorítico vuelo sobre la tumultuosa cortina. Fluyendo con fuegos violetas, se dispararon de regreso al valle de la Ciudad.
—¡Hai! - Gritó Norhala mientras volaban. —¡Hai!
Levantó los brazos como una flecha; las galaxias estrelladas de sus ojos danzaban como locas, lanzaban rayos visibles. La poderosa cortina de las Cosas de Metal latía y pulsaba; sus unidades se entrelazaban: bloque, globo y pirámide de los que estaba tejida, cada uno de los cuales parecía tensarse con la correa.
—¡Venid! - gritó Norhala, y abrió el camino a través del portal.
Detrás de ella avanzamos. Tropecé, casi cayendo, con un cuerpo de rostro moreno y corazas de cuero que yacía medio boca abajo, con las piernas bloqueando el umbral.
Norhala pasó sobre él con desdén. Estábamos dentro de esa cámara del manantial. A su alrededor yacía una buena docena de hombres con armadura. La defensa de Ruth, pensé con sombrío deleite, había sido excelente: los que se la habían llevado a ella y a Ventnor no lo habían hecho sin pagar el peaje completo.
Un destello violeta desvió mis ojos. Cerca del manantial donde habíamos visto por primera vez el milagro blanco del cuerpo de Norhala, ardían dos inmensas estrellas de fuego púrpura. Entre ellas, como un suplicante molde de hierro negro, estaba Yuruk.
En equilibrio sobre sus puntas inferiores, las estrellas lo protegían. Con la cabeza tocando sus rodillas, los ojos ocultos entre los brazos cruzados, el eunuco negro se agachaba.
—¡Yuruk!
Había una crueldad sobrenatural en la voz de Norhala.
El eunuco levantó la cabeza; lentamente, con miedo.
—¡Diosa! - susurró él. —¡Diosa! ¡Misericordia!
—Lo salvé, - se volvió hacia nosotros, —para que lo matéis. Él fue quien trajo a los que se llevaron a la dama que era mía y al desamparado que amaba. Matadlo.
Drake lo entendió, su mano se movió hacia su pistola y la sacó. Apuntó con el arma al eunuco negro. Yuruk lo vio, gritó y se encogió de miedo. Norhala rió, dulcemente, sin piedad.
—Muere antes de que caiga el trueno, - dijo ella. —Por tanto, muere doblemente, y eso está bien.
Drake bajó lentamente la automática; se volvió hacia mí.
—No puedo, - dijo. —No puedo... hacerlo...
—¡Amos! - De rodillas, el eunuco se retorció hacia nosotros. —Amos, yo no pretendía hacer nada malo. Lo que hice fue por amor a la Diosa. Año tras año la he servido. Y a su madre antes que a ella.
—Pensé que si la dama y el maldito se iban, vosotros los seguiríais. Entonces yo estaría a solas con la Diosa una vez más. Cherkis no os matará, y Cherkis os dará la bienvenida y os devolverá a la dama y al maldito a cambio de las artes que podéis enseñarle.
—Misericordia, Amos, no quise hacer daño, ¡rogad a la Diosa que sea misericordiosa!
Los pozos de ébano de sus ojos se aclararon de sus antiguas sombras por su terror; la edad les fue borrada por el miedo, mientras esta se borraba de su rostro. Las arrugas desaparecieron. Horriblemente joven, el rostro de Yuruk nos rogó.
—¿Por qué esperas? - nos preguntó ella. —El tiempo apremia y ya deberíamos estar en camino. Cuando tantos van a morir tan pronto, ¿por qué demorarse en uno? ¡Mátalo!
—Norhala, - respondí, —no podemos matarlo así. Cuando matamos, matamos en una lucha justa, cuerpo a cuerpo. La dama que ambos amamos se ha ido, llevada con su hermano. No la traerá de vuelta si lo matamos por quien fueron tomados. Lo castigaríamos, sí, pero no podemos matarlo. Y pronto iríamos detrás de la dama y su hermano.
Durante un momento ella nos miró, la perplejidad ensombrecía la alta y constante ira.
—Como queráis, - dijo al fin; luego agregó, medio sarcásticamente, —Tal vez sea porque yo, que ahora estoy despierta, he dormido tanto tiempo que no puedo entenderos. Pero Yuruk ME ha desobedecido. Lo MÍO que le confié a su cuidado se lo ha dado a mis enemigos y a los que eran míos. No me importa nada lo que VOSOTROS haríais. A mí solo me importa lo que yo quiero hacer.
Ella señaló a los muertos.
—Yuruk, —la voz dorada era fría, —recoge estas carroñas y amontónalas.
El eunuco se levantó y salió a hurtadillas de entre las dos estrellas. Deslizó cuerpo a cuerpo, arrastrándolos uno tras otro al centro de la cámara, levantándolos y formando un montón con ellos. Había uno que no estaba muerto. Sus ojos se abrieron cuando el eunuco lo agarró, la boca ennegrecida se abrió.
—¡Agua! - rogó. —Dame de beber. ¡Me quemo!
Sentí un estremecimiento de lástima; levanté mi cantimplora y caminé hacia él.
—Tú de la barba, - sonó la campana despiadada, —no tendrás agua. Pero beberás, y pronto, ¡beberás del fuego!
Los ojos febriles del soldado rodaron hacia ella, vio y leyó correctamente la crueldad en el bello rostro.
—¡Hechicera! - gimió. —¡Maldito engendro de Ahriman! - Le espetó.
Las garras negras de Yuruk se estiraron alrededor de su garganta.
—¡Hijo de perros inmundos! - se quejó Yuruk. —¡Te atreves a blasfemar contra la Diosa!
Rompió el cuello del soldado como si fuera una ramita podrida.
Ante la crueldad insensible, me quedé petrificado un instante; Escuché a Drake maldecir salvajemente, vi su pistola disparando.
Norhala le golpeó el brazo.
—Tu oportunidad ha pasado, - dijo, —y no lo matarás por ESO.
Y ahora Yuruk había arrojado ese cuerpo sobre los demás; la pila estaba completa.
—¡Monta! - ordenó Norhala, y señaló. Yuruk se arrojó a sus pies, retorciéndose, gimiendo, implorando. Ella miró una de las grandes formas; algo de mando pasó de ella, algo que la forma entendió claramente.
La estrella se deslizó hacia adelante; hubo un movimiento casi imperceptible de sus puntas laterales. La forma temblorosa del negro pareció saltar del suelo, arrojarse como una bolsa sobre el montículo de los muertos.
Norhala levantó las manos. De los óvalos violetas bajo las puntas superiores de las Cosas brotaron chorros de llamas azules. Cayeron sobre Yuruk y salpicaron sobre él y sobre el montón de muertos. En el montículo hubo un movimiento espantoso, una contorsión; los cuerpos se pusieron rígidos, parecieron intentar levantarse, alejarse, nervios y músculos muertos que respondían a la explosión de energía que los atravesaba.
De las estrellas llovió rayo tras rayo. En la cámara se oyó el sonido de un trueno, crujiendo como cristales rotos. Los cuerpos ardieron, se desmoronaron. Hubo un poco de nauseabundo humo con débil protesta, apaleado por los fuegos devoradores casi antes de que pudiera elevarse.
Donde había estado el montón de muertos coronado por el eunuco negro no había más que una arremolinada nubecilla de triste polvo gris. Atrapada por una corriente de aire, se retorció, se deslizó por el suelo y se desvanecíó por la puerta. Inmóviles permanecieron las fulgurantes estrellas, contemplándonos. Norhala permanecía inmóvil, su ira no había disminuido en absoluto por el espantoso sacrificio. Y paralizados por lo que habíamos contemplado, nosotros quedamos inmóviles.
—Escuchad, - dijo. —Vosotros dos que amáis a la dama. Lo que habéis visto no es nada comparado con lo que VERÉIS: esto es una brizna de niebla a la nube de tormenta.
—Norhala... —encontré el habla. —¿Puedes decirnos cuándo fue que capturaron a la dama?
Quizá aún había tiempo de adelantar a los secuestradores antes de que Ruth se viera envuelta en un peligro mayor esperando donde la llevaban. Se cruzó este pensamiento con otro: desconcertante, abrumador. Los acantilados que Yuruk me había señalado como aquellos a través de los cuales pasaba el camino oculto estaban, estimé entonces, al menos a veinte millas de distancia. ¿Y cuánto tiempo para el paso, el túnel, a través de ellos? ¿Y entonces cuán lejos ese lugar de los hombres con armadura? Había pasado del amanecer cuando Drake había asustado al eunuco negro con su pistola. Aún no había amanecido. ¿Cómo había podido Yuruk llegar tan rápido hasta los persas? ¿Cómo habían podido regresar tan rápidamente?
Para mi sorpresa, ella respondió a las preguntas habladas y no dichas.
—Llegaron mucho antes del anochecer, - dijo. —La noche anterior, Yuruk había ganado Ruszark, la ciudad de Cherkis; y mucho antes del amanecer se dirigían hacia acá. Esto me lo dijo el perro negro que maté.
—Pero Yuruk estuvo con nosotros aquí al amanecer de ayer, —jadeé.
—Ha pasado una noche desde entonces, - dijo ella, —y otra noche casi se ha ido.
Aturdido, consideré esto. Si eso era cierto, y ni por un instante yo dudé de ella, entonces no habíamos estado acostados unas pocas horas allí al pie del muro viviente en el Salón de los Conos, sino el resto de ese día y esa noche, y otro día y parte de otra noche más.
—¿Qué dice? - Drake miró ansiosamente mi rostro blanqueado. Yo se lo dije.
—Sí. —Norhala habló de nuevo. —El anochecer antes del último anochecer que ha pasado volví a mi casa. La dama estaba allí y estaba triste. Me dijo que os habíais ido al valle, me rogó que os ayudara y os trajera de regreso. La consolé, y algo de... paz... le di; pero no toda, pues ella luchó contra ella. Jugamos un poco juntas y la dejé durmiendo. Os busqué y os encontré también durmiendo. Sabía que no os ocurriría ningún daño, y seguí mis caminos y os olvidé. Luego volví aquí y encontré a Yuruk y a los que la dama había matado.
Los grandes ojos brillaron.
—Ahora honro a la dama por la batalla que libró, - dijo, —aunque no sé cómo mató a tantos hombres fuertes. Mi corazón está con ella. Y, por tanto, cuando la traiga de vuelta, ya no será un juguete para Norhala, sino su hermana. Y con vosotros será ella como quiera. ¡Ay de los que se la han llevado!
Hizo una pausa para escuchar. Desde afuera llegaba una creciente tormenta de finos lamentos, insistentes y ansiosos.
—Pero tengo una venganza más antigua que esta, - dijo sombríamente la voz dorada. —Hace mucho que lo he olvidado, y siento vergüenza por haberlo olvidado. Tanto tiempo he olvidado todos los odios, todas las concupiscencias, toda la crueldad, entre... estos... - extendió una mano hacia el valle oculto. —Olvidé, habitando en las grandes armonías. Si no hubiera sido por vosotros y por lo que ha sucedido, creo que nunca me habría apartado de ellos. Pero ahora despierto, tomo esa venganza. Después de que esté hecho, —hizo una pausa. —... después de que termine, volveré de nuevo. Porque este despertar no tiene nada de la ordenada alegría que amo: es un fuego feroz y asesino. Volveré...
La sombra de sus sueños lejanos se desvaneció, suavizó el airado brillo de sus ojos.
—¡Escuchad vosotros dos! - La sombra del sueño huyó. —Los que estoy a punto de matar son malvados, malvados son todos, hombres y mujeres. Hace mucho que son ssí, sí, durante los ciclos de los soles. Y sus hijos crecen como ellos, o si son amables y con amor por la paz, son asesinados o mueren de angustia. Todo esto me lo contó mi madre hace mucho tiempo. De modo que no nacerán más hijos de ellos ni para sufrir ni para crecer en el mal.
De nuevo hizo una pausa, nosotros no interrumpimos su meditación.
—Mi padre gobernaba Ruszark, - dijo al fin. —Rustum fue nombrado, de la semilla de Rustum el Héroe, al igual que mi madre. Eran amables y buenos, y fueron sus antepasados quienes construyeron Ruszark cuando, huyendo del poder de Iskander, fueron sellados en el valle oculto por la montaña desplomada.
—Entonces surgió de una de las familias de los nobles: Cherkis. Perverso, malvado era, y a medida que crecía ansiaba gobernar. En una noche de terror cayó él sobre los que amaban a mi padre y los mató; y mi padre apenas tuvo tiempo de huir de la ciudad con mi madre, aún una novia, y un puñado de sus leales.
—Encontraron por casualidad el camino a este lugar, se ocultaron en la hendidura que es su portal. Vinieron, y fueron llevados por los que ahora son mi pueblo. Entonces mi madre, que era muy hermosa, fue levantada ante el que gobierna aquí y encontró gracia ante sus ojos y él le hizo construir esta casa, que ahora es mía.
—Y con el tiempo nací, pero no en esta casa. No, en un lugar secreto de luz donde también nace mi pueblo.
Ella guardó silencio. Lancé una mirada a Drake. El lugar secreto de la luz, ¿no era esa vasta bóveda de misterio, de orbes danzantes y llamas transmutadas en música en la que habíamos mirado y por cuyo sacrilegio, pensé yo, habíamos sido arrojados desde la Ciudad? ¿Y en esto radicaba la explicación de su extrañeza? ¿Había absorbido con la leche de su madre la enigmática vida de las Hordas de Metal, se había transformado en un cambiante medio humano, se había convertido en un verdadero pariente de ellos? ¿Qué otra cosa lo podía explicar?
—Mi madre me mostró a Ruszark, - su voz, retomando una vez más su historia, revisó mis pensamientos. —Una vez, cuando era pequeña, ella y mi padre me llevaron por el bosque y por el camino escondido. Miré a Ruszark: una gran y populosa ciudad, y un caldero de crueldad y maldad.
—No es como si yo fuera mi padre y mi madre. Anhelaban a los de su especie y buscaban siempre los medios para recuperar su lugar entre ellos. Llegó un momento en que mi padre, impulsado por su anhelo, se aventuró a Ruszark en busca de amigos que le ayudaran a recuperar ese lugar, porque los que me obedecen no le obedecen a él como me obedecen a mí; ni él los habría hecho marchar, como lo haré yo, sobre Ruszark si le hubieran obedecido.
—Cherkis lo atrapó. Y Cherkis esperó, sabiendo bien que mi madre lo seguiría. Porque Cherkis no sabía dónde buscarla ni dónde se habían escondido, porque entre su ciudad y aquí, las montañas son grandes, imposibles de escalar, y el camino a través de ellas está astutamente escondido. Sólo por casualidad lo descubrieron la madre de mi madre y los que huyeron con ella... Y aunque lo torturaron, mi padre no quiso decirlo. Y al cabo de un tiempo, los que aún quedaban con ella salieron furtivamente con mi madre para buscarlo. Me dejaron aquí con Yuruk. Y Cherkis atrapó a mi madre.
Los orgullosos senos se agitaron, los ojos lanzaron llamas visibles.
—Mi padre fue desollado vivo y crucificado, - dijo. —Le clavaron la piel a las puertas de la Ciudad. Y cuando Cherkis tuvo su voluntad con mi madre, la arrojó a sus soldados para que se divirtieran.
—A todos los que fueron con ella los torturó y mató, y él y los suyos se rieron de su tormento. Pero hubo uno que escapó y me lo contó a mí, quien era poco más que una doncella en ciernes. Me llamó para que trajera venganza y murió. Pasó un año, y yo no soy como mi madre ni mi padre, y me olvidé, al vivir aquí en la gran tranquilidad, vedada y sin pensar en los hombres ni sus costumbres.
—¡AY, AY! - clamó ella; —¡Ay de mí que pudiera olvidar! Pero ahora tomaré mi venganza. Yo, Norhala, los aplastaré. ¡Cherkis y su ciudad de Ruszark y todo lo que contiene! ¡Yo, Norhala, y mis sirvientes los estamparemos en la roca de su valle para que nadie sepa que han existido! ¡Y ojalá pudiera yo enfrentar a sus dioses con todos sus poderes para poder quebrarlos también y estamparlos en la roca bajo los pies de mis sirvientes!
Ella extendió los brazos blancos.
¿Por qué me había mentido Yuruk? Me pregunté mientras la miraba. El Disco no había matado a su madre. ¡Por supuesto! Ese había mentido para jugar con nuestros terrores; había mentido para asustarnos.
Los lamentos aumentaron en un sostenido crescendo. Una de las estrellas asesinas se deslizó por el suelo de la cámara, dobló las puntas y salió por la puerta.
—¡Venid! - ordenó Norhala, y abrió el camino. La segunda estrella se cerró y nos siguió. Pasamos el umbral.
Durante un asombrado momento sin aliento, hicimos una pausa. Frente a nosotros se alzaba un monstruo: una colosal Esfinge sin cabeza. Como patas delanteras y garras, una cresta de cubos puntiagudos y globos se apretaban contra cada lado de las paredes del cañón. Entre ellos, a sesenta metros de altura, se extendía el pecho.
Y esta era una masa cambiante y entretejida de las Cosas de Metal; se formaban en corazas gigantes, escudos gigantes, corpiños de malla viva. Desde ellas mientras se movían, no, desde todo el monstruo, llegaban los lamentos. Como una Esfinge sin cabeza, se agachó y, mientras estábamos de pie, avanzó como si diera un paso para saludarnos.
—¡HAI! - gritó Norhala, los cornetes de batalla resonando a través de la voz dorada. —¡HAI! ¡Mis siervos!
Desde lo alto del pecho salió disparado un tremendo tronco de cubos y globos giratorios. Y como un tronco nos acarició, nos tocó, nos arrastró hasta la cima. Un instante me tambaleé mareado; celebrante; estaba de pie junto a Norhala en una pequeña plataforma nivelada de ojos centelleantes; al otro lado se balanceaba Drake.
Ahora, a través del monstruo, sentí un pulso palpitante, ansioso e impaciente. Giré la cabeza. Aún como una bestia enorme y grotesca, la parte trasera de las cosas agrupadas recorría media milla al menos por detrás, estrechándose hasta convertirse en una cola de dragón que se enroscaba y giraba otra milla completa hacia el Abismo. Y de este lomo se alzaban y caían inmensos colmillos puntiagudos y en forma de abanico, matorrales de pinchos, nudillos de erizados tentáculos, crestas con colmillos. Empujaban y se agitaban, azotaban y caían constantemente; y constantemente la gran cola azotaba y chasqueaba, fantástica, larga y viva.
—¡HAI! - gritó Norhala una vez más. De su garganta levantada salió de nuevo el cántico dorado, pero ahora una canción implacable y despiadada de matanza.
Se elevó el monstruoso volumen. Dentro corrió la cola del dragón. Dentro de él se vertió la espalda erizada y con colmillos.
Arriba, arriba fuimos empujados: cien metros, doscientos, trescientos. Sobre el globo azul de la casa de Norhala surgió una inclinada pierna gigantesca. Como una araña, de cada lado, el monstruo lanzó media veintena más.
En lo alto, el amanecer comenzó a despuntar. A través de él, con una velocidad cada vez mayor, avanzamos directamente hacia la línea de los acantilados detrás de los cuales se encontraba la ciudad de los hombres de armadura, y Ruth y Ventnor.
Se movía suavemente la colosal forma; sobre ella viajábamos tan fácilmente como si estuviéramos acunados. No se deslizaba, daba grandes zancadas.
Las piernas como columnas se levantaban dobladas por miles de articulaciones. Los pedestales de los pies, enormes y macizos como cimientos de cañones de dieciséis pulgadas, caían con la precisión de una máquina, estampando gigantescamente.
Bajo su paso, los árboles del bosque se partían, aplastados como juncos bajo los pies de un mastodonte. Desde muy abajo llegaba el sonido de sus choques. El denso bosque detenía el progreso de la Forma como la alta hierba lo haría con el de un hombre.
Detrás de nosotros, nuestro sendero estaba marcado por profundos surcos negros en el verde del bosque, despejados y grandes como la Marca sobre el valle lleno de amapolas. Eran las huellas de la Cosa que nos llevaba.
El viento soplaba y silbaba. Se levantó una bandada de currucas de sauce, arremolinándose a nuestro alrededor con múltiples batidos de pequeñas alas asustadas. El rostro de Norhala se suavizó, sus ojos sonrieron.
—Volad, pequeñas tontas, —gritó, y agitó los brazos. Las aves se fueron volando, regañando.
Un quebrantahuesos planeó sobre amplias alas fúnebres; nos miró fijamente; se lanzó hacia los acantilados.
—No habrá carroña allí para ti, devorador de muertos, cuando yo haya terminado, —escuché a Norhala susurrar, con los ojos de nuevo sombríos.
Constantemente crecía la luz del amanecer; de los labios de Norhala salió de nuevo el cántico. Y ahora ese himno, el imprudente pulso del monstruo que montábamos, comenzó a colarse por mis propias venas. En las de Drake también, yo lo sabía, porque su cabeza estaba en alto y sus ojos eran claros y brillantes como los de ella, quien cantaba.
El pulso jubiloso fluía a través de las manos que nos sujetaban, palpitaba a través de nosotros. El pulso de la Cosa, ¡cantaba!
Cada vez más cerca crecían los acantilados. Los árboles caían y se derrumbaban, el ruido de su caída acompañaba el canto de batalla de la Valquiria a mi lado como los acordes de arpa salvaje de las olas azotadas por la tormenta. Hasta los precipicios, el bosque se extendía ininterrumpido. Ahora los acantilados se alzaban sobre nuestras cabezas. Había pasado el amanecer. Era de día.
Cortada a través de las altísimas escarpas de granito había una grieta. En esta las sombras negras se agrupaban densamente. Directamente hacia esa hendidura aceleramos. A medida que nos acercábamos, la cresta de la Forma comenzó a descender rápidamente. Nos hundimos y nos hundimos: treinta metros, sesenta; ahora estábamos a sesenta metros por encima de las copas de los árboles.
Disparó un cuello, un tremendo cuerpo de serpiente. Crestado estaba con pirámides; coronada con ellas, también, estaba su inmensa cabeza. Densamente, la cabeza se erizó con ellas, inmóvil sobre globos giratorios igual de enormes. Por decenas de metros, ese increíble cuello se extendía por delante de nosotros y, por el doble de distancia, un cuerpo monstruoso con forma de lagarto se retorcía.
Cabalgamos ahora sobre una serpiente, un dragón de metal azul brillante con púas, nudos y escamas. Era el extraño corcel de Norhala aplastando, empujando para perforar la grieta.
Y quieto, como cuando se había encabritado, latía a través de él el salvaje, triunfante e inquisitivo pulso. Aún sonaba el cántico de Norhala.
Los árboles se partían y caían a cada lado de nosotros como si fuéramos un monstruo del mar y las olas, así los partíamos.
La grieta nos encerró. Bajamos y caímos; no a más de quince metros sobre el suelo. La Cosa sobre la que cabalgamos era un torrente que la atravesaba rugiendo.
Una negrura más profunda nos envolvió, un túnel.
A través de este fluimos. Salimos disparados hacia un ensanchamiento lleno de luz pálida que se descendía a través de una colmillada boca en el pináculo de kilómetros de altura. De nuevo la hendidura encogió. Unos trescientos metros más adelante había una grieta, un estrechamiento de la hendidura tan pequeño que apenas podía atravesarlo un hombre.
De repente, el dragón de metal se detuvo.
El cántico de Norhala cambió; volvió a ser el clarín arrogante. Y muy cerca, debajo de nosotros, el enorme cuello se separó. Entonces se me ocurrió que era como si Norhala fuera el espíritu superior de esta quimera, como si esta captara, entendiera y obedeciera cada rápido pensamiento de Norhala.
Como si, de hecho, ella fuese PARTE de ello, como en verdad era Norhala parte de aquella Cosa infinitamente más grande, agazapada allí en su guarida del Abismo, el Monstruo de Metal que le había prestado esta parte viva de sí mismo como corcel a un campeón. Tuve poco tiempo para considerar tales asuntos.
La Forma avanzaba ante nosotros. En esta corrían y giraban las cosas en ángulo, las cosas en curva y las cosas en cuadratura. Se reunieron en un pilar titánico del que, instantáneamente, asomaron decenas de brazos.
Sobre estos corrían grandes globos; tras éstos volaron otras decenas de enormes pirámides, nada menos que de tres metros de altura, la masa de ellas por veinte y treinta. Los múltiples brazos se pusieron rígidos. En silencio durante un momento, un Titánico Gigante de Metal, se puso de pie.
Luego, en la punta de los brazos, los globos empezaron a girar, más y más rápido. Sobre ellos vi la hueste de pirámides abrirse, como si fueran una a una huestes de estrellas. La hendidura estalló en un torrente de luz violeta.
Ahora, durante otro instante, las estrellas que habían estado inmóviles y en equilibrio sobre las esferas giratorias, se unieron en su loco giro. Giraron ruedas de alfileres ciclópeos; de nuevo como una cesaron. Más brillante ahora era su luz, deslumbrante; como si en su giro hubieran acumulado una mayor fuerza.
Debajo de mí sentí que la Cosa dividida se estremecía de impaciencia.
¡De las estrellas vino un huracán de relámpagos! Una catarata de llama eléctrica se vertió en la grieta, salpicó y se derramó por las paredes de granito. Estábamos cegados por ella, ensordecidos por los truenos.
La cara del precipicio humeó y se partió; arremolinada en nubes de polvo.
La grieta se amplió, se ensanchó como lo hace un barranco en un banco de arena cuando lo atraviesa una corriente rápida. Estos eran relámpagos, y más que relámpagos; relámpagos activados hasta convertirse en un arma aniquiladora e invencible que podía desgarrar, dividir y desmenuzar en átomos el granito viviente.
De manera constante, la hendidura se expandió. A medida que sus paredes se fundían, la Cosa Explosiva avanzaba lanzando a chorros los torrentes llameantes. Detrás de él avanzamos nosotros. El polvo de las rocas rotas se arremolinaba hacia nosotros como fantasmas enojados; antes de llegarnos fueron arrastrados como si hubiera fuertes vientos soplando bajo nosotros.
Seguimos adelante, cegados, ensordecidos. Parecía que el huracán de fuego azul se derramaba interminablemente, que interminablemente bramaba el trueno.
Se oyó un clamor más fuerte, volcánico, caótico, que ahogó los truenos. Los lados de la hendidura temblaron, se doblaron hacia afuera. Partida, se derrumbó. La luz brillante del día se derramó sobre nosotros, un torrente de luz hacia el cual las olas de polvo se precipitaron como si buscaran escapar; se derramó como el humo de diez mil cañones.
¡Y la Cosa Explosiva se estremeció como si riera!
Las estrellas se agruparon. De vuelta a la Forma corrieron globos y pirámides. Se deslizaron hacia nosotros, se unieron al cuerpo del cual se habían desprendido. A través de toda la masa corrió una ola de dicha, un pulso de júbilo, una carcajada colosal, metálica, SILENCIOSA.
Avanzamos fuera de la hendidura. Sentí un movimiento cambiante.
Arriba y arriba fuimos empujados. Aturdido miré detrás de mí. Frente a un muro de roca que escalaba hasta el cielo, humeaba un amplio abismo. Fuera de él, las ondulantes nubes de polvo aún fluían, persiguiéndonos, amenazándonos. Toda la barrera de granito parecía estremecerse de agonía. Más alto nos elevamos y aún más alto.
—Mira, —susurró Drake, y me dio la vuelta.
A menos de cinco millas de distancia se encontraba Ruszark, la ciudad de Cherkis. Y fue como si una ciudad antigua hubiese cobrado vida desde los siglos muertos. Una página restaurada del antaño conquistado libro derrumbado de Persia. Una ciudad de los Cosroes transportada por los genios a nuestro tiempo.
Construida alrededor y sobre un monte bajo, se encontraba dentro de un valle, pero un poco más grande que el Abismo. La meseta estaba plana, como si una vez hubiera sido el suelo de algún lago primigenio; el cerro de la Ciudad era su única elevación.
Más allá capté el destello de un arroyuelo angosto, serpenteante. El valle estaba rodeado de escarpados acantilados que caían abruptos hasta el suelo.
Avanzamos lentamente.
La ciudad era casi cuadrada, custodiada por dobles muros de piedra labrada. El primero se elevaba treinta metros de altura, con torreones y parapetos y atravesado por puertas. Quizá a un cuarto de milla detrás de él se levantaba la segunda fortificación.
Calculé que la ciudad en sí cubría unas diez millas cuadradas. Subía en amplias terrazas. Era muy hermosa, adornada con jardines florecientes y verdes arboledas. Entre grupos de casas de granito con techos rojos y amarillos se alzaban torres y bastiones altos hasta el cielo. Sobre la cima del monte había una amplia y llana plaza con grandes edificios de mármol blanco y techos dorados; templos, pensé yo, o palacios, o ambos.
Corriendo hacia la ciudad, saliendo de los campos de cereales y los caminos que la rodeaban, había decenas de figuritas, como ratas. Aquí y allá entre ellas vislumbraba yo jinetes, relucientes armas y armaduras. Todos corrían hacia las puertas y hacia el refugio de las almenas.
Más cerca avanzamos. De las paredes llegaba ahora un débil sonido de gongs, de tambores, de estridentes pitidos como de flauta. Sobre estos pude ver las huestes reunidas; hordas como enjambres de figuritas cuyos cuerpos relucían, de los que venían destellos: la luz incidía en sus yelmos, sus lanzas y las puntas de las jabalinas.
—¡Ruszark! —suspiró Norhala con los ojos muy abiertos y los labios rojos sonriendo cruelmente—. Mira, estoy ante tus puertas. ¡Mira, estoy aquí y alguna vez hubo una alegría como esta!
Las constelaciones en sus ojos resplandecieron. Hermosa, hermosa era Norhala, como Isis castigando a Tifón por el asesinato de Osiris; como Diana vengadora; brillaba en ella algo del espíritu de todas las Diosas iracundas.
El llameante cabello se arremolinaba y se separaba. De todo su dulce cuerpo salía una furiosa fuerza al rojo vivo, un fulminante perfume de destrucción. Se apretó contra mí y temblé por el contacto.
Me atravesaron imaginaciones salvajes y sin ley. La vida, la vida humana disminuyó. La ciudad parecía de juguete.
—¡Vamos, aplastemos! ¡Adelante! ¡Adelante!
De nuevo, el monstruo se estremeció debajo de nosotros. Más rápido nos movimos. Se hizo más fuerte el estruendo de los tambores, los gongs, las flautas. Más cerca se allegaron los muros; y cada vez más atestados de hormigueros humanos que los tripulaban.
Estábamos pisándole los talones a los últimos rezagados que huían. La Cosa aflojó su paso; esperó pacientemente hasta que estuvieron cerca de las puertas. Antes de que pudieran alcanzarlas, oí el descarado sonido de las válvulas. Los excluidos golpeaban las puertas frenéticamente; avanzaban hasta la base de las almenas, se acobardaban allí o corrían a lo largo de estas en busca de algún agujero en el que esconderse.
Con un lento descenso de su altura, la Cosa avanzó. Ahora su forma era la de un huso de una milla de largo en cuyo abultado centro estábamos los tres.
A treinta metros del muro exterior nos detuvimos. Lo miramos a no más de quince metros por encima de su ancha cima. Cientos de soldados estaban agazapados detrás de los parapetos, compañías de arqueros con grandes arcos preparados, flechas en las mejillas, decenas de hombres con tiras de cuero y jabalinas en la mano derecha, lanceros y hombres con hondas largas.
Colocados a intervalos había rechonchos y potentes ingenios de madera y metal junto a los cuales había montones de enormes rocas redondas. Yo sabía que eran catapultas, y alrededor de cada una se arremolinaba un grupo de soldados fijando las grandes piedras en su lugar, tirando hacia atrás las gruesas cuerdas que, una vez sueltas, lanzaban los proyectiles. De cada lado llegaron otros hombres arrastrando más de aquellos balaustres; armando una batería contra el prodigioso y reluciente monstruo que amenazaba su ciudad.
Entre la muralla exterior y las almenas interiores galopaban escuadrones de hombres montados. Sobre este muro interior, los soldados se agruparon tan densamente como en el exterior, preparándose activamente para su defensa.
La ciudad bullía. De allí surgía un zumbido como el de una inmensa colmena colérica.
Involuntariamente, visualicé el espectáculo que debíamos de presentar a quienes nos miraban: esa enorme e increíble Forma viva de metal con el movimiento del mercurio. Ese, como debía de parecerles a ellos, mecanismo infernal de guerra capitaneado por una hechicera y dos familiares en forma de hombres. Se me ocurrieron visiones espantosas de un monstruo así contemplando las pacíficas almenas de Nueva York: la oleada de pánico de miles de personas alejándose de ella.
Hubo un estruendo de trompetas. En el parapeto saltó un hombre todo vestido con una reluciente armadura roja. De la cabeza a los pies, las escamas estrechamente entrelazadas lo cubrían. Dentro de una capucha en forma algo así como las cubiertas ceñidas para la cabeza de los Cruzados, un rostro pálido y cruel nos miraba; en los feroces ojos negros no había rastro de miedo.
Malvados como Norhala había dicho que eran estos habitantes de Ruszark, malvados y crueles, ¡no eran cobardes, no!
El hombre de la armadura roja levantó una mano.
—¿Quién eres tú? - gritó él. —¿Quiénes son vosotros tres, los tres que vienen cabalgando hacia Ruszark a través de las rocas? ¿No tenemos ninguna disputa contigo?
—Busco a un hombre y a una dama, - gritó Norhala. —Tus ladrones me quitaron una dama y un hombre enfermo. ¡Tráelo!
—Pues búscalos en otro lugar, - respondió él. —No estan aqui. Vuélvete ahora y busca en otra parte. Vete rápido, no sea que te eche nuestras fuerzas encima y no te vayas nunca.
Sonó burlonamente su risa y, bajo las pestañas, los ojos negros se volvieron más feroces, la crueldad en el rostro blanco se oscureció.
—¡Hombrecito cuyas palabras son tan grandes! ¡Vuela quien truena! ¿Cómo te llamas, hombrecito?
Su burla fue profunda, pero su amenaza pasó desapercibida en la rabia que provocó.
—Soy Kulun, - gritó el hombre de la armadura escarlata. —Kulun, hijo de Cherkis el Fuerte, y capitán de sus ejércitos. ¡Kulun, quién arrojará tu piel debajo de mis yeguas en el establo para que pisoteen y lleven tu rojo cuerpo desollado sobre un poste en los campos de trigo para ahuyentar a los cuervos! ¿Eso te responde?
La risa de Norhala cesó; sus ojos se posaron en él, llenos de una alegría infernal.
—¡El hijo de Cherkis! - La escuché yo murmurar. —Tiene un hijo.
Hubo una mueca de desprecio en el cruel rostro del hombre; claramente pensaba que ella estaba asombrada. Rápida fue su desilusión.
—Escucha, Kulun, —gritó ella. —Soy Norhala, hija de otra Norhala y de Rustum, a quien Cherkis torturó y mató. Ahora vete, engendro de sapos inmundos, ve y dile a tu padre que yo, Norhala, estoy a sus puertas. Y trae contigo a la dama y al hombre. ¡Vete, te digo!
Había un gran asombro en el rostro de Kulun; y suficiente miedo ahora. Cayó del parapeto entre sus hombres. Se escuchó un fuerte toque de trompeta.
De las almenas salió una tormenta de flechas, una nube de jabalinas. Las rechonchas catapultas saltaron hacia adelante. De ellos salió una lluvia de rocas. Ante esa avalancha de muerte, me estremecí.
Escuché la risa dorada de Norhala y antes de que pudieran alcanzarnos, las flechas, la jabalina y la roca fueron controladas como si miles de manos se extendieran desde la Cosa debajo de nosotros y las atraparan. Cayeron abajo.
Desde el gran huso salió disparado un brazo gigantesco con la punta de un martillo con cubos. Golpeó la pared cerca de donde el Kulun con armadura escarlata se había desvanecido.
Bajo su golpe, las piedras se derrumbaron. Con los fragmentos cayeron los soldados; quedaron enterrados debajo de ellos.
De treinta metros de ancho se abrió una brecha en las almenas. Se disparó al brazo de nuevo; enganchó la punta del martillo sobre el parapeto y arrancó un tramo del mismo como si fuera cartón. Junto a la brecha, una extensión de la amplia superficie plana se abría como una amplia plataforma.
El brazo se retiró, y de toda la longitud del eje empujó otros brazos, con la punta de un martillo, sostenidos en alto, amenazadores.
Por toda la longitud del muro surgió un grito de pánico. De repente terminó la tormenta de flechas; las catapultas estaban quietas. Nuevamente sonaron las trompetas; cesó el grito. Cayó un aterrorizado silencio, sofocante.
Kulun dio un paso adelante de nuevo, ambas manos en alto. Atrás quedó su arrogancia.
—Un parlamento—. gritó—. Un parlamento, Norhala. Si te damos la dama y el hombre, ¿te irás?
—Ve a buscarlos—. respondió ella—. ¡Y lleva contigo esta orden mía a Cherkis: que ÉL regrese con los dos!
Por un instante, Kulun vaciló. Los espantosos brazos se alzaron y se dispusieron a golpear.
—Será así —gritó—. Yo llevo tu orden.
Dio un salto hacia atrás, su cota de malla roja destellaba hacia una torreta que tenía, supuse, una escalera. Se perdió de vista. En silencio esperamos.
Al otro lado de la ciudad, vislumbré movimiento. Pequeñas tropas de hombres a caballo, carromatos tirados por ponis, grupos de figuras corriendo huían de la ciudad por las puertas opuestas.
Norhala también los vio. Con esa incomprensible e instantánea obediencia a su pensamiento tácito, una masa de las Cosas de Metal se separó de nosotros. Giró en una docena de esas formas obelisco que había visto marchar desde los ojos de gato de la Ciudad del Abismo.
Al parecer, en tan solo un suspiro, sus columnas estaban lejos, haciendo retroceder a los fugitivos.
No los tocaron, no se ofrecieron a hacerles daño; solo, grotescamente, como perros que se alejan y acorralan a ovejas asustadas, dieron vueltas y se lanzaron. Volvieron corriendo.
De las terrazas y muros de observación surgieron estridentes gritos de terror, un lamento. A lo lejos, los obeliscos se encontraban, daban vueltas, se fundían en una gruesa columna. Imponente, inmóvil como nosotros, estaba de pie, protegiendo las puertas posteriores.
Hubo un movimiento en la pared, un destello de lanzas, de hojas desenvainadas. Dos literas cerradas con cortinas, rodeadas por tres filas de espadachines completamente armados, que llevaban pequeños escudos y dirigidos por Kulun, iban a ser llevados a la almena rota.
Sus porteadores se detuvieron bien dentro de la plataforma y bajaron suavemente sus cargas. El líder de los que estaban alrededor de la segunda litera apartó la cubierta y habló.
Ruth salió y tras ella... ¡Ventnor!
—¡Martín! - No pude contener el grito. Oyó mezclado con él el propio grito de Drake a Ruth. Ventnor levantó la mano a modo de saludo. Pensé que sonreía.
Los cubos sobre los que estábamos parados salieron disparados hacia adelante; se detuvieron a quince metros de ellos. Al instante, la guardia de espadachines levantó sus espadas y las sostuvieron sobre la pareja como si esperaran la señal para atacar.
Y ahora vi que Ruth no estaba vestida como estaba cuando la dejamos. Estaba de pie con una falda escasa que apenas le llegaba a las rodillas, sus hombros estaban desnudos, su cabello castaño rizado suelto y enredado. Su rostro estaba teñido de ira apenas menos que la que venía de Norhala. En la frente de Ventnor había una cicatriz rojo sangre, una línea que iba de una sien a otra como una marca.
Las cortinas de la primera litera temblaron; detrás de ellas alguien habló. Aquello en lo que habían llevado a Ruth y a Ventnor se alejó rápidamente. El grupo de espadachines retrocedió.
En sus lugares saltó y se arrodilló una docena de arqueros. Los rodearon a los dos, con los arcos tensos, las flechas en su lugar y apuntando directamente a sus corazones.
De la litera salió un hombre gigante. Debía de haber tenido dos metros y medio de altura; sobre los hombros anchos, del pecho como un cañón y del abdomen hinchado colgaba un manto púrpura reluciente de gemas; a través del espeso y canoso cabello pasaba un destellante aro de joyas.
El Kulun con armadura escarlata a su lado, con espadachines protegiéndolos, caminó hasta el borde de la brecha rota en la pared. Miró hacia abajo, mirando imperturbable a los brazos levantados, con bandas de martillo aún amenazadores; examinó de nuevo la brecha. Luego, aún con Kulun, se acercó al borde mismo de la almena rota y se puso de pie con la cabeza un poco adelantada, estudiándonos en silencio.
—¡Cherkis! - susurró Norhala. El susurro era un himno a Némesis. Sentí su cuerpo temblar de la cabeza a los pies.
Una ola de odio, un ardiente deseo de matar, me atravesó mientras examinaba el rostro que nos miraba. Era una gran máscara de maldad, de fría crueldad y deseos insensibles. Unas rendijas de ojos negros, glacialmente malignos y sin parpadear, nos miraban entre las bolsas que los mantenían medio cerrados. Una papada pesada colgaba, arrastrando por las comisuras de la boca brutal y de labios gruesos hacia una mueca profunda e inmutable.
Mientras miraba a Norhala, un destello de lujuria se disparó como una lengua lamiendo a través de sus ojos.
Sin embargo, de él latía el poder; siniestro, instinto de maldad, concentración con crueldad, pero poder indomable. Tal era Cherkis, descendiente quizá de Jerjes el Conquistador, que durante tres milenios gobernó la mayor parte del mundo conocido.
Fue Norhala quien rompió el silencio.
¡Tcherak! ¡Te saludo, Cherkis! —Había una alegría despiadada en los clarines de su voz—. Mira, llamé tan suavemente a tus puertas y te apresuraste a darme la bienvenida. Saludos: puerco asqueroso, saliva de sapos, gorda babosa debajo de mis sandalias.
Él pasó los insultos, impasible, aunque escuché un murmullo de los que estaban cerca y los ojos duros de Kulun ardieron.
—Negociaremos, Norhala —respondió con calma; la voz era profunda, llena de una fuerza siniestra.
—¿Negociar? —ella rió—. ¿Qué tienes con lo que negociar, Cherkis? ¿Negocia la rata con la tigresa? Y tú, sapo, no tienes nada.
Sacudió la cabeza.
—Tengo estos —hizo un gesto con la mano hacia Ruth y su hermano. —A mí me puedes matar, y quizá a muchos de los míos. Pero antes de que puedas moverte, mis arqueros emplumarán sus corazones.
Ella lo consideró, ya no se burlaba.
—Dos de los míos mataste hace mucho tiempo, Cherkis, —dijo lentamente—. Por tanto, estoy aquí.
—Lo sé —asintió pesadamente—. Sin embargo, eso no es ni aquí ni allá, Norhala. Ha pasado mucho tiempo y he aprendido mucho durante los años. Yo también te habría matado, Norhala, si te hubiera encontrado. Pero ahora no haría lo que entonces; haría de manera muy diferente, Norhala; porque he aprendido mucho. Lamento que aquellos que amabas murieran como lo hicieron. ¡Lo siento de verdad!
Había una curiosa sardonicidad al acecho en las palabras, un trasfondo de burla. ¿Era lo que realmente quería decir con que en esos años había aprendido a infligir mayores agonías, torturas más exquisitas? Si era así, Norhala aparentemente no sintió esa interpretación. De hecho, parecía interesada, su ira disminuyó.
—No —la voz ronca retumbó desapasionadamente—. Nada de eso es importante, ahora. TÚ querías a este hombre y a esta chica. Yo los retengo ahora. Mueren si mueves un palmo hacia mí. Si mueren, prevaleceré contra ti porque te he estafado de lo que deseas. Yo gano, Norhala, aunque me mates. Eso es todo lo que es importante ahora.
Había dudas en el rostro de Norhala y capté un rápido destello de despectivo de triunfo a través de las profundidades de los ojos malvados.
—Vacía será tu victoria sobre mí, Norhala, —dijo; luego esperó.
—¿Cuál es tu oferta? —ella habló vacilante; con un hundimiento de mi corazón escuché la duda temblar en su garganta.
—Si te marchas sin llamar más a mis puertas —había una tristeza satírica en la frase—, vete cuando te los hayan dado, y si prometes no volver nunca más, los tendrás. Si no lo haces, mueren.
—Pero ¿qué seguridad, qué rehenes, preguntas? —Sus ojos estaban preocupados—. No puedo jurar por tus dioses, Cherkis, porque no son mis dioses; en verdad, yo, Norhala, no tengo dioses. ¿Por qué no debería decir que sí y tomar los dos, luego caer sobre ti y destruir, como harías tú en mi lugar, viejo lobo?
—Norhala —respondió—, no pido nada más que tu palabra. ¿No conozco a los que te dieron a luz y a la línea de la que brotaron? ¿No se mantuvo siempre la palabra que dieron hasta la muerte, inquebrantable, inviolable? No hay necesidad de votos a dioses entre tú y yo. Tu palabra es más santa que ellos, ¡oh gloriosa hija de reyes, princesa real!
La gran voz acariciaba con dureza; no servil, sino como si le concediera a ella el honor que le correspondía. Su rostro se suavizó; ella lo consideró con ojos mucho menos hostiles.
Sentí un profundo respeto por la mentalidad de este grosero tirano; no templaba, aumentaba el odio que sentía por él. Pero ahora reconocí la sutileza de su ataque; se dio cuenta de que, infaliblemente, había tomado el único medio por el cual podría haber sido escuchado; contemporizado. ¿Podría conquistarla con su astucia?
—¿No es verdad? —Había un ronroneo leonino en la pregunta del hombre.
—¡Es verdad! —respondió ella con orgullo—. Aunque por qué debes pensar en esto, Cherkis, cuya palabra es firme como el arroyo que corre y cuyas promesas son tan duraderas como sus burbujas, no sé por qué debes pensar en esto.
—He cambiado mucho, princesa, en los años transcurridos desde mi gran maldad. He aprendido mucho. El que te habla ahora no es el que te enseñaron, y con justicia entonces, a odiar.
—¡Puede que digas la verdad! Ciertamente no eres como te he imaginado —era como si estuviera más de la mitad convencida—. En esto al menos dices la verdad, que SI te prometo que me iré y no volveré a molestarte.
—¿Por qué irte, princesa? —En silencio, hizo la pregunta asombrosa, luego se irguió en toda su estatura y abrió los brazos.
—¿Princesa? —la gran voz retumbó—. No, ¡Reina! ¿Por qué dejarnos de nuevo, Norhala la Reina? ¿No somos de tu pueblo? ¿No soy de tu familia? Une tu poder con el nuestro. Lo que puede ser ese motor de guerra que montas, cómo está construido, no lo sé. Pero esto sí sé: que con nuestras fuerzas unidas, los dos podemos salir de donde he vivido durante tanto tiempo, ir al mundo olvidado, devorar sus ciudades y gobernar.
—Enseñarás a nuestra gente a hacer estos motores, Norhala, y nosotros fabricaremos muchos de ellos. Reina Norhala, te casarás con mi hijo Kulun, el que está a mi lado. Y mientras yo viva, tú gobernarás conmigo, gobernarás por igual. Y cuando yo muera, tú y Kulun gobernaréis.
—Así nuestros dos linajes reales se convertirán en uno, la vieja enemistad será aniquilada, la larga cuenta se saldará. Reina, dondequiera que vivas, se me ocurre que tienes pocos hombres. Reina, necesitas hombres, muchos hombres y fuertes para seguirte, hombres para recoger las cosechas de tu poder, hombres para traerte el fruto de tu más pequeño deseo, hombres jóvenes y vigorosos para divertirte.
—Deja que el pasado sea olvidado, yo también tengo errores que olvidar, oh Reina. Ven a nosotros, Grandiosa, con tu poder y tu belleza. Enséñanos. Conducenos. ¡Regresa y, entronizada por encima de tu pueblo, gobierna el mundo!
Eso cesó. Sobre las almenas, sobre la ciudad, cayó un vasto silencio expectante, como si la ciudad supiera que su destino estaba en juego.
—¡No! ¡No! —Era Ruth gritando—. ¡No confíes en él, Norhala! ¡Es una trampa! Me avergonzó, me torturó...
Cherkis se volvió a medias; antes de que se girara vi una sombra infernal oscurecer su rostro. La mano de Ventnor se extendió, cubrió la boca de Ruth y la ahogó mientras ella gritaba.
—Tu hijo—. Norhala habló rápidamente; y en la espalda brilló el rostro cruel de Cherkis, devorándola con sus ojos. —Tu hijo, y el Reinado aquí, y el Imperio del Mundo—. Su voz estaba embelesada, emocionada—. ¿Todo esto que ofreces? A mí... ¿Norhala?
—¡Esto y más! —La enorme masa de su cuerpo se estremeció de ansiedad—. Si es tu deseo, oh reina, yo, Cherkis, bajaré del trono por ti y me sentaré debajo de tu mano derecha, ansioso por cumplir tus órdenes.
Un momento ella lo estudió.
—Norhala —susurré—, no hagas esto. Él piensa en ganar tus secretos.
—Deje que mi novio se presente para que pueda mirarlo —dijo Norhala.
Cherkis se relajó visiblemente, como si le hubieran quitado la tensión. Entre él y su hijo vestido de carmesí hubo una mirada; era como si un demonio triunfante se precipitara desde ellos hacia los ojos del otro.
Vi a Ruth encogerse en los brazos de Ventnor. Desde el muro se elevó un grito de júbilo, fue atrapado por las almenas interiores, pasó a las terrazas abarrotadas.
—Encárgate tú de Kulun—. fue Drake, con la pistola en la mano y susurrándome—. Yo me ocuparé de Cherkis. Y dispara directo.
La mano de Norhala que se había ido de mi muñeca volvió a caer; la otra cayó sobre la de Drake.
Kulun se aflojó la capucha y la dejó caer sobre sus hombros.
Dio un paso adelante y le tendió los brazos a Norhala.
—¡Un hombre fuerte! —gritó ella con aprobación—. ¡Salve, esposo mío! Pero quédate, retrocede un momento. Párate al lado de ese hombre por quien vine a Ruszark. ¡Los quiero ver juntos!
El rostro de Kulun se ensombreció. Pero Cherkis sonrió con maligna comprensión, se encogió de hombros y le susurró. Malhumorado, Kulun dio un paso atrás. El anillo de los arqueros bajó sus arcos; se pusieron de pie de un salto y se hicieron a un lado para dejarlo pasar.
Rápido como la lengua de una serpiente, un tentáculo con punta de pirámide se movió debajo de nosotros. Atravesó el círculo roto de los arqueros.
Lamió a Ruth y a Ventnor y... ¡a Kulun!
Rápidamente, como había barrido, regresó, se enroscó y dejó caer a los dos que amaba a los pies de Norhala.
Volvió a brillar en lo alto con la longitud escarlata del hijo de Cherkis tendido a lo largo de su extremo en ángulo.
El gran cuerpo de Cherkis pareció marchitarse.
De toda la pared se elevó un tempestuoso suspiro de horror.
Resonaron las despiadadas carcajadas de la risa de Norhala.
—¡Tchai! —gritó ella—. ¡Tchai! Gordo tonto ahí! ¡Tchai, Cherkis! ¡Sapo cuyo ingenio se ha enfermado con tus años!
—¿Pensabas atraparme, a Norhala, en tu sucia telaraña? ¡Princesa! ¡Reina! ¡Emperatriz de la Tierra! Ja... viejo zorro, superado en juego y vencido, ¿qué tienes ahora para comerciar con Norhala?
Con la boca abierta, los ojos deslumbrantes, el tirano levantó lentamente los brazos, suplicante.
—¿Recuperarías al novio que me diste? - ella rió—. Llévatelo, entonces.
Barrió hacia abajo el brazo de metal que sostenía a Kulun. El brazo dejó caer al hijo de Cherkis a los pies de Cherkis; y como si Kulun hubiera sido una uva, ¡lo aplastó!
Antes de que los que habían visto pudieran salir de su estupor, el tentáculo se cernió sobre Cherkis, mirando hacia el horror que había sido su hijo.
No lo sorprendió, lo atrajo hacia él como un imán atrae un alfiler.
Y así como el alfiler se balancea del imán cuando se lo sostiene suspendido por la cabeza, el gran cuerpo de Cherkis se balanceaba desde el lado inferior de la pirámide que lo sujetaba. Colgado para que lo llevaran hacia nosotros, se detuvo a menos de tres metros de nosotros...
Extraña, extraña más allá de todo lo que se puede decir era esa escena y, ojalá yo tuviera el poder de hacer que los que la lean la vean como nosotros.
La forma animada y viva de metal sobre la que nos encontrábamos, con su bosque de brazos martillados alzados amenazadoramente a lo largo de su milla de longitud en forma de husillo; las grandes murallas relucientes con las huestes acorazadas; las terrazas de esa hermosa y antigua ciudad, sus jardines y arboledas verdes y casas, templos y palacios agrupados de techos rojos y amarillos; el cuerpo asqueroso balanceándose de Cherkis en el agarre invisible del tentáculo, su cabello canoso tocando el costado de la pirámide que lo sostenía, sus brazos medio extendidos, la capa con gemas aleteando como las alas de un murciélago enjoyado, su blanco, rostro maligno en el que los ojos malignos eran rendijas ardientes encendiendo el odio más negro del propio infierno; y más allá de la ciudad, de la que latía casi visiblemente un vasto y desesperado horror, la columna vigilante; y sobre todo esto, el cielo blanco pálido y radiante bajo cuya luz los acantilados circundantes eran tremendas paletas pedregosas salpicadas de cien pigmentos.
La risa de Norhala había cesado. Sombríamente miró a Cherkis, a los fuegos diabólicos de sus ojos.
—¡Cherkis! —medio susurró—. ¡Ahora llega el final para ti y para todo lo que es tuyo! Pero hasta el final del fin lo verás.
El cuerpo colgante fue empujado hacia adelante; hacia arriba; fue derribado sobre sus pies en el plano superior de la pirámide postrada inclinando el brazo de metal que lo sujetaba. Por un instante el hombre luchó por escapar. Creo que pretendía arrojarse sobre Norhala, matarla antes de que él mismo fuera asesinado.
Si era así, después de un esfuerzo frenético se dio cuenta de la inutilidad, porque con cierta dignidad se incorporó y volvió los ojos hacia la ciudad.
Sobre esa ciudad se cernía un terrible silencio. Era como si se encogiera de miedo, escondiera su rostro, tuviera miedo de respirar.
—¡El fin! —murmuró Norhala.
Hubo un temblor rápido a través de la Cosa de Metal. Abajo se balanceó su bosque de azotes. Debajo del golpe cayeron las paredes destrozadas, destrozadas, desmoronándose, y con ellas, brillando como moscas brillantes en una tormenta de polvo, cayeron los hombres con armadura.
A través de esa brecha de una milla de ancho y hasta la barrera interior, vislumbré una confusión caótica. Y lo digo de nuevo: esos hombres de Cherkis no eran cobardes. De las almenas interiores volaron nubes de flechas, de piedras enormes, tan inútiles como antes.
Luego, por las puertas abiertas salieron regimientos de jinetes, blandiendo jabalinas y grandes mazas, y gritando ferozmente mientras cabalgaban hacia cada extremo de la Forma de Metal. Al amparo de su ataque, vi jinetes encapuchados espoleando a sus ponis a través de la llanura para refugiarse en las paredes del acantilado, con la posibilidad de esconderse dentro de ellas. Mujeres y hombres de los ricos, los poderosos, que huyen en busca de seguridad; tras ellos corría y se esparcía por los trigales una multitud a pie.
Los extremos del huso retrocedieron ante la carga de los jinetes, ensanchándose a medida que avanzaban, como las cabezas de monstruosas cobras que se esconden en sus capuchas. De repente, con la velocidad del rayo, estos ensanchamientos se expandieron en inmensas lunetas, dos tremendas garras curvas y como de cangrejo. Sus puntas se lanzaron más allá de las tropas de carreras; luego, como pinzas gigantes, comenzaron a contraerse.
Ahora era inútil que los jinetes dejaran de avanzar sus monturas o se volvieran para huir. Los extremos de las lunetas se habían juntado, las puntas de las pinzas se habían cerrado. Los hombres a caballo quedaron atrapados en círculos de media milla de ancho. Y sobre el hombre y el caballo marcharon los muros vivientes. Dentro de esos recintos de condenados comenzó un frenético molido —yo cerré los ojos—
Hubo un espantoso chillido de caballos, un chillido de hombres. Luego silencio.
Temblando, miré. Donde habían estado los hombres a caballo, nada.
¿Nada? Había dos grandes espacios circulares cuyos suelos relucían, de un rojo húmedo. Fragmentos de hombre o caballo, no había ninguno. Habían sido aplastados, lo cual era lo que Norhala había prometido, habían sido estampados en la roca bajo los pies de sus sirvientes.
Mareado, aparté la mirada y miré fijamente una cosa que se retorcía y ondulaba sobre la llanura; una forma serpentina prodigiosa de cubos y esferas enlazadas y tachonadas densamente con las púas de la pirámide. A través de los campos, sobre la llanura, sus espirales centelleaban.
Juguetonamente aceleró y se retorció entre los fugitivos, aplastándolos, arrojándolos a un lado rotos, deslizándose sobre ellos. Algunos se arrojaron sobre esta con impotente desesperación, algunos se arrodillaron ante ella, rezando. Por encima rodaron las circunvoluciones metálicas, inexorables.
Dentro del alcance de mi visión no había más fugitivos. Alrededor de una esquina de las almenas rotas corría la Forma de Serpiente. Donde se había retorcido ahora no había grano ondulado, ni árboles, ni cosa verde. Sólo había roca lisa sobre la que aquí y allá brillaban húmedas manchas rojas.
A lo lejos hubo un llanto, a su paso un estruendo. Se me ocurrió que era la columna operando en las almenas posteriores. Como si el sonido hubiera sido una señal, el huso tembló; nos avanzaron otros treinta metros o más. Atrás dejó caer la multitud de brazos blandidos, se enroscaron en el cuerpo principal.
A derecha e izquierda de nosotros, el huso se dividió en decenas de fisuras. Entre estas fisuras, las Cosas de Metal que componían cada una ahora se disociaban y la masa informe se convirtió en géiser; el bloque y la esfera y la espiga del tetraedro giraban y se arremolinaban. Hubo un instante de falta de forma.
Luego, a derecha e izquierda de nosotros, había decenas de guerreros gigantes y grotescos. Sus crestas estaban completamente a quince metros por debajo de nuestra plataforma viviente. Se pararon sobre seis inmensos pilotes de columnas. Estas séxtuples patas sostenían, a treinta metros por encima de sus bases, un cuerpo enorme y globular formado por grupos de esferas. De cada uno de estos cuerpos, que eran a la vez troncos y cabezas, brotaba media veintena de colosales brazos en forma de mayales; como vigas con clavos, titánicas mazas de batalla, ciclópeos azotes.
De piernas, baúles y brazos, los diminutos ojos de las Hordas de Metal brillaron exultantes.
De ellos, de la Cosa sobre la que cabalgamos también, vino un coro de lamentos delgados y ansiosos y latió a través de toda esa línea de batalla, un latido jubiloso.
Luego, con paso rítmico y JOCUND, saltaron sobre la ciudad.
Bajo los mazos de los brazos golpeadores, las almenas interiores cayeron como bajo los martillos de mil Thors de metal. Sobre sus fragmentos y los hombres acorazados que cayeron con ellos caminaron a grandes zancadas, triturando piedra y hombre juntos a nuestro paso.
Toda la ciudad en terrazas, excepto el lado oculto por el monte, estaba abierta a mi mirada. En ese breve momento de pausa, vi multitudes enloquecidas luchando en calles estrechas, pisoteando montículos de caídos, surgiendo sobre barricadas de cuerpos, arañándose y desgarrándose unos a otros en su huida.
Había una calle ancha y escalonada de reluciente piedra blanca que ascendía como una inmensa escalera en línea recta hacia la pendiente hasta esa amplia plaza en la cima donde se agrupaban los grandes templos y palacios: la Acrópolis de la ciudad. En él fluían las calles de las terrazas, cada una derramando sobre él un torrente viviente, tumultuoso con pequeñas olas tulipadas y centelleantes, las alegres coberturas y las armas y armaduras de los miles desesperados de Ruszark que buscaban seguridad en los santuarios de sus dioses.
Aquí surgieron grandes arcos tallados; había torres esbeltas y exquisitas coronadas con oro rojo; había una calle de estatuas colosales, otra sobre la cual docenas de puentes graciosos y trasteados arrojaban sus tramos desde plumosas olas de árboles en flor; había jardines alegres con flores en las que brillaban fuentes, arboledas verdes; miles y miles de banderines multicolores brillantes, estandartes, ondeaban.
Una ciudad hermosa y hermosa era el bastión de Cherkis en Ruszark.
Su belleza llenó los ojos; de él fluía la fragancia de sus jardines; la voz de su agonía era la de las almas de Dis.
La fila de formas destructoras se alargó, cada enorme guerrero de metal se alejó mucho de sus compañeros. Flexionaron sus múltiples brazos, la sombra en caja, grotesca, espantosamente.
Abajo golpearon los mayales, los azotes. Debajo de los golpes, los edificios estallaron como cáscaras de huevo, sus fragmentos enterraron a las multitudes que luchaban por escapar en las vías que los rodeaban. Sobre sus ruinas avanzamos.
Abajo y siempre abajo se estrellaban los horribles azotes. Y siempre debajo de ellos la ciudad se derrumbó.
Había una Forma de Araña que trepaba por la amplia escalera martillando en la piedra a los que intentaban huir ante ella.
Paso a paso, las Cosas Destructoras se comieron la ciudad.
No sentí ni ira ni lástima. A través de mí latía un pulso jubiloso y rugiente, como si yo fuera un corpúsculo de gritos del huracán que se precipitaba, como si fuera una de las huestes de espíritus golpeadores del tifón rugiente.
A través de esto robó otro pensamiento, vago, desconocido, pero aparentemente de la propia esencia de la verdad. ¿Por qué, me pregunté, nunca había reconocido esto antes? ¿Por qué nunca había sabido que estas formas verdes llamadas árboles no eran más que excrecencias feas y asimétricas? ¿Que estos altos salientes de torres, estos edificios eran deformaciones?
¿Que estas pequeñas formas de cuatro puntas en movimiento que gritaban y corrían eran... horribles?
¡Deben ser eliminados! ¡Toda esta fealdad deforme, desordenada e inarmónica debe ser borrada! Debe rectificarse para obtener planos uniformes e ininterrumpidos, curvas armoniosas, formas, armonías de arco, línea y ángulo.
Algo en lo profundo de mí luchó por hablar, luchó por decirme que este pensamiento no era un pensamiento humano, no era mi pensamiento, ¡que era el pensamiento reflejado de las Cosas de Metal!
Me lo dijo, y luchó ferozmente para que me diera cuenta de lo que decía. Su insistencia se basaba en pequeños latidos rítmicos y desesperados, latidos que eran como los sollozos ahogados de los tambores del dolor. Más fuerte, más cercano llegó el latido; más clara con ella mi percepción de la inhumanidad de mi pensamiento.
El ritmo del tambor golpeó mi humanidad, se convirtió en un doloroso golpe en mi corazón.
¡Era el sollozo de Cherkis!
El grueso rostro se encogió, las mejillas se hundieron en pliegues de dolor; la crueldad y la maldad fueron borradas de ella; el mal de los ojos había sido lavado por las lágrimas. Con los ojos llorosos, la garganta de toro y el pecho de barril atormentado por sus sollozos, observó el paso de su gente y su ciudad.
Y sin descanso, con frialdad, Norhala lo miró, como si no quisiera perder la más leve sombra de su agonía.
Ahora vi que estábamos cerca de la cima del monte. Apretujados entre nosotros y las inmensas estructuras blancas que lo coronaban estaban miles de personas. Cayeron de rodillas ante nosotros, nos rezaron. Se desgarraban el uno al otro, esforzándose por esconderse de nosotros en la masa que eran ellos mismos. Golpeaban las puertas enrejadas de los santuarios; subían a los pilares; pululaban sobre los tejados dorados.
Hubo un momento de caos, un caos del que éramos el corazón. Entonces el templo y el palacio se agrietaron, estallaron; fueron destrozados; cayeron. Vislumbré esculturas resplandecientes, destellos de oro y plata, destellos de gemas, destellos de hermosas cortinas, bajo ellos un revoltijo de hombres y mujeres.
Nos cerramos sobre ellos, ¡sobre ellos!
El espantoso sollozo cesó. Vi la cabeza de Cherkis balancearse pesadamente sobre un hombro; los ojos cerrados.
Las cosas destructoras se tocaron. Sus brazos agitados se enrollaron hacia atrás, se retiraron a sus cuerpos. Se unieron, formando por un instante un tremendo pilar hueco muy abajo en cuyo centro nos encontrábamos. Ellos se fueron; cambiado de forma? rodó por el monte sobre las ruinas como una ola que se ensancha, aplastándose contra la piedra por donde pasaban.
A lo lejos, vi a la serpiente reluciente aún en juego, aún retorciéndose, aniquilando a los pocos fugitivos dispersos que de alguna manera, de alguna manera, se habían escapado de las Cosas Destructoras.
Nos detuvimos. Durante un largo momento, Norhala contempló el cuerpo caído de aquel sobre quien había dejado caer esta poderosa venganza.
Luego, el brazo de metal que sujetaba a Cherkis giró. Lanzada de él, la forma envuelta voló como un gran murciélago azul. Cayó sobre el montículo aplanado que una vez había sido la orgullosa corona de su ciudad. Una mancha azul sobre la desolación yacía el cuerpo destrozado de Cherkis.
Una mancha negra apareció en lo alto del cielo; creció rápido... el quebrantahuesos.
—¡Te he dejado carroña, después de todo! —gritó Norhala.
Con un remolino de alas de ébano, el buitre se dejó caer junto al montón azul, metió en él su pico.
Descendimos lentamente ese monte desolado; detenidamente, como si los ojos inquietos de Norhala aún no estuvieran saciados de destrucción. De vida humana, de vida verde, de vida de cualquier tipo no había ninguna.
Hombre y árbol, mujer y flor, bebé y capullo, palacio, templo y hogar... Norhala los había dejado planos. Los había aplastado dentro de la roca, tal y como había prometido.
La tremenda tragedia había absorbido todas mis facultades. No había tenido tiempo de pensar en mis compañeros. Los había olvidado. Ahora, en las dolorosas oleadas del despertar de la comprensión, de la plena comprensión humana de esa aniquilación inhumana, recurrí a ellos en busca de fuerzas. Débilmente me pregunté de nuevo por la escasez de ropa de Ruth, su más de la mitad de desnudez. Esta se detuvo con curiosidad en la marca roja en la frente de Ventnor.
En sus ojos y en los de Drake vi reflejado el horror que yo sabía que estaba en los míos. Pero a los ojos de Ruth no era nada de esto: severa, fríamente triunfante, indiferente a su lástima como la propia Norhala, ella escudriñaba el yermo que menos de una hora desde entonces había sido un lugar de viva belleza.
Sentí una sacudida de repulsión. Después de todo, aquellos que habían sido destruidos tan despiadadamente no podrían haber sido TODOS completamente malvados. Sin embargo, madre y dama floreciente, joven y anciana, todo el desfile de la humanidad dentro de los grandes muros no eran ahora más que líneas dentro de la piedra. Según sus diferentes luces, se me ocurrió que no había habido en Ruszark un número mayor de malvados que el que se podría encontrar en cualquier gran ciudad de nuestra propia civilización.
Desde Norhala, por supuesto, no busqué ninguna percepción de nada de esto. Pero de Ruth...
Mi reacción creció; la lástima retenida durante mucho tiempo me recorrió unida a una ira ardiente, un odio por esta mujer que había sido el alma directora de esa catástrofe.
Mi mirada se posó de nuevo en la marca roja. Vi que era una hendidura profunda, como si una correa hubiera sido enrollada alrededor de la cabeza de Ventnor mordiendo el hueso. Había sangre seca en los bordes, un doble anillo de carne blanca hinchada bordeando el cíngulo. ¡Era la marca de... tortura!
—Martin, —clamé—. ¿Ese anillo? ¿Qué te hicieron?
—Me despertaron con eso, —respondió en voz baja—. Supongo que debería estar agradecido, aunque sus intenciones no eran exactamente... terapéuticas
—Lo torturaron, — la voz de Ruth era tensa, amarga; habló en persa; pensé entonces para beneficio de Norhala, sin adivinar una razón más profunda—. Lo torturaron. Le dieron agonía hasta que... ella regresó. Y le prometieron otras agonías que le harían rezar por la muerte.
—Y a mí… a mí —levantó las manitas apretadas—, a mí me desnudaron como una esclava. Me llevaron por la ciudad y la gente se burló de mí. Me llevaron ante ese cerdo que Norhala ha castigado... y me desnudaron ante él... como a una esclava. Ante mis ojos torturaron a mi hermano. Norhala, ¡eran malvados, todos malvados! Norhala, ¡hiciste bien en matarlos!
Tomó las manos de la mujer y se apretó contra ella. Norhala la miraba con sus grandes ojos grises en los que moría la ira, en los que fluía la antigua tranquilidad, la antigua serenidad. Y cuando habló, la voz dorada tenía algo más que el eco de los lejanos y distantes repiques.
—Está hecho —dijo—. Y estuvo bien hecho, hermana. Ahora tú y yo viviremos juntas en paz, hermana. O si hay personas en el mundo de donde viniste a las que hubieras matado, entonces tú y yo saldremos con nuestras compañías y las erradicaremos, como hice yo con estas.
Mi corazón dejó de latir, porque desde las profundidades de los ojos de Ruth se alzaban sombras brillantes, espectros respondiendo a la llamada de Norhala; y, mientras estos se levantaban, constantemente tomaban vida del claro resplandor que los llamaba, se acercaban más a la apariencia de ese espíritu tranquilo que su venganza había desterrado, mas que ahora había regresado a los tronos gemelos de los ojos de Norhala.
¡Y por fin fue la hermana gemela de Norhala quien la miraba desde el rostro de Ruth!
Los brazos blancos de la mujer la rodearon; la cabeza gloriosa inclinada sobre ella; cabellos llameantes mezclados con tiernos rizos castaños.
—¡Hermana! —susurró ella—. ¡Hermanita! Tendrás a estos hombres todo el tiempo que te plazca, para hacer con ellos lo que quieras. O si es tu deseo, volverán a su mundo y yo los protegeré hasta sus puertas.
—Pero tú y yo, hermanita, viviremos juntas en las inmensidades, en la paz. ¿No será así?
Sin vacilar, sin mirarnos a los tres —Amante, hermana, vieja amiga —Ruth se acercó a ella y apoyó la cabeza en los pechos reales y virginales. —¡Será así! —murmuró ella—. Hermana, así será. Norhala: estoy cansada. Norhala, he visto suficientes hombres.
Un éxtasis de ternura, una llama de éxtasis sobrenatural, tembló sobre el maravilloso rostro de la mujer. Hambrienta, desafiante, apretó a la chicaa contra ella; las estrellas en los cielos lúcidos de sus ojos eran suaves, tiernas y acariciadoras.
—¡Ruth! —gritó Drake, y saltó hacia ellas. Ella no prestó atención; ni siquiera cuando él saltó, giró contra nosotros.
—Espera —dijo Ventnor, y lo agarró del brazo mientras, airado y cegado, luchaba contra la fuerza que lo retenía—. Espera. No sirve ahora.
Había una curiosa comprensión en su voz, una curiosa simpatía también en la mirada paciente y tranquila que se posaba en su hermana y en esta mujer extrañamente exquisita que la sostenía.
—¡Esperar! —exclamó Drake—. ¡Esperar diablos! ¡La maldita bruja nos la está robando!
De nuevo se lanzó hacia adelante; retrocedió como si lo arrastrara un brazo invisible; cayó contra nosotros y fue abrazado y sostenido por Ventnor. Y mientras luchaba contra la Cosa, nos detuvimos. Como olas de metal que regresaban a esta, se precipitaban las enigmáticas olas que se habían apoderado de los fragmentos de la ciudad.
Fuimos levantados; entre nosotros y la mujer y la chica apareció una hendidura; se ensanchó hasta convertirse en una grieta. Era como si Norhala lo hubiera decretado como símbolo de esta su segunda victoria, o la hubiera puesto entre nosotros como una barrera.
Más amplia creció la grieta. Salvo por el puente de nuestras voces, nos separaba de Ruth como si ella estuviera en otro mundo.
Más alto nos elevamos; los tres ahora en la parte superior plana de una torre en cuya contraparte a cincuenta pasos de distancia y de cara al camino de regreso a casa, Ruth y Norhala estaban de pie con los brazos blancos entrelazados.
La forma de serpiente brilló hacia nosotros; desapareció debajo, fundiéndose con la Cosa que esperaba.
Luego, lentamente, la Cosa comenzó a moverse; silenciosamente se deslizó hacia el abismo que había abierto en la pared del acantilado. La sombra de esos muros cayó sobre nosotros. Como uno miramos atrás; como uno, buscamos la mancha azul con la mancha negra en el pecho.
La encontramos; luego los precipicios la escondieron. Corrimos silenciosamente a través del abismo, a través del cañón y del túnel, sin decir una palabra, con los ojos de Drake fijos de amargo odio en Norhala, con Ventnor meditando sobre ella siempre con esa enigmática simpatía. Pasamos entre las paredes de la hendidura posterior. Nis detuvimis un instante al borde del bosque verde.
Nos llegó, como desde distancias inconmensurables, un zumbido débil y sostenido como el batir de innumerables tambores ahogados. La cosa que nos transportaba tembló, el sonido se apagó. La Cosa se calmó. Comenzó a caminar con paso firme y sin esfuerzo a través de la multitud de árboles, pero ahora sin la velocidad con la que había llegado, sin estar impulsada por el odio despertado de Norhala.
Ventnor se movió; rompió el silencio. Y ahora vi cuán demacrado estaba su cuerpo, cuán afilado su rostro; casi etéreo; purgado no solo por el sufrimiento sino, entendí yo, por algún conocimiento extraño.
—Es inútil, Drake —dijo soñadoramente—. Todo esto está ahora en manos de los dioses. Y si esos dioses son de la humanidad o si lo son de los dioses del metal, no lo sé.
—Pero esto sí lo sé: solo de una forma u otra puede caer el equilibrio; y si es de una manera, entonces tú y nosotros recuperaremos a Ruth. Y si cae al revés, entonces habrá poca necesidad de que nos preocupemos. ¡Porque el hombre se hará!
—¡Martín! ¿Qué quieres decir?
—Es la crisis, —respondió—. No podemos hacer nada, Goodwin, nada. Lo que sea, sale ahora del útero del Destino.
De nuevo llegó ese rodar distante, ahora más fuerte. De nuevo la Cosa tembló.
—Los tambores —susurró Ventnor—. Los tambores del destino. ¿Qué es lo que están anunciando? ¿Un nuevo nacimiento de la Tierra y el fallecimiento del hombre? Un nuevo hijo a quien se le dará dominio, es más, ¿a quién se le ha dado dominio? ¿O son redobles para ellos?
El tamborileo murió mientras escuchaba, con miedo. A nuestro alrededor solo se oía el silbido, el suspiro de los árboles que caían bajo la pisada de la Cosa. Norhala permanecía inmóvil; y como Ruth inmóvil.
—Martin, —grité una vez más, con una terrible duda sobre mí—. Martin, ¿qué quieres decir?
—¿De dónde vinieron... ellas? —Su voz era clara y tranquila, los ojos debajo de la marca roja claros y tranquilos también—. ¿De dónde vinieron, estas cosas que nos llevan? ¿Que caminó como ángeles destructores sobre la ciudad de Cherkis? ¿Son engendros de la Tierra, como nosotros? ¿O son niños adoptivos, cambiantes de otra estrella?
—Estas criaturas que, aun cuando muchas, aún son una, que aun cuando una, aún son muchas. ¿De dónde vinieron? ¿Qué son?
Miró hacia los cubos que nos retenían; sus huestes de ojos diminutos lo miraron, enigmáticamente, como si escucharan y entendieran.
—No lo olvido, —dijo—. Al menos no me olvido del todo de lo que vi durante ese tiempo en que parecía un átomo fuera del espacio, como os dije, o creo que os dije, hablando con un esfuerzo impensable a través de labios que parecían eternidades alejadas de mí, el átomo, que se esforzó por abrirlos.
—Hubo tres... visiones, revelaciones... no sé cómo llamarlas. Y aunque cada una parecía igualmente real, de dos de ellas, solo una, creo, puede ser cierta; y de la tercera, puede que sea cierta en algún momento, pero seguramente aún no lo es.
A través del aire llegó un redoble de tambor más fuerte, algo siniestro, algo nefasto. Se hinchó a un crescendo; cesó abruptamente. Y ahora vi a Norhala levantar la cabeza; escuchar.
—Vi un mundo, un mundo vasto, Goodwin, marchando majestuosamente por el espacio. No era un globo, era un mundo de muchas facetas, de planos lisos y pulidos; un enorme mundo de joyas azules, tenuemente luminoso; un mundo de cristal tallado del Éter. Un pensamiento geométrico de la Gran Causa, de Dios, si se quiere, hecho materia. Sin aire, sin agua, sin sol.
—Me pareció acercarme a él. Y luego vi que sobre cada faceta se trazaban patrones; diseños simétricos gigantes; jeroglíficos matemáticos. En ellos leí cálculos impensables, fórmulas de universos entrelazados, progresiones aritméticas de ejércitos de estrellas, pandectos de los movimientos de los soles. En los patrones había una armonía espantosa... como si todas las leyes, desde las que guían al átomo hasta las que dirigen el cosmos, estuvieran allí resueltas en su totalidad... totalizadas.
—El mundo facetado era como un abacista cósmico contando mientras marchaba los errores del infinito. Los símbolos estampados cambiaban constantemente de forma. Me acerqué más, los símbolos estaban vivos. Eran, en cantidades incalculables, ¡esto!
Señaló la Cosa que nos portaba.
—Fui arrastrado hacia atrás; volví a mirarlo desde lejos. Y se me ocurrió una idea fantástica; era una fantasía, por supuesto, pero construida, lo sé, alrededor de un núcleo de extraña verdad. Era..—su tono era mitad caprichoso, mitad apologético—, era que este mundo enjoyado estaba montado por algún dios matemático, conduciéndolo a través del espacio, observando ocasionalmente con divertida tolerancia la pésima aritmética de otra Deidad, lo contrario de lo matemático: una Deidad más o menos fortuita, el Dios, de hecho, de nosotros y de las cosas que llamamos vivas.
—No tenía misión; no tenía nada que ver con reformar; no le preocupaba en lo más mínimo rectificar las inexactitudes del Otro. Sólo de vez en cuando tomaba nota de las deplorables diferencias entre los mundos que veía y su propio templo impecablemente ordenado con sus igualmente ordenados servidores.
—Solo un demiurgo itinerante de supergeometría que recorre el espacio en su mundo perfectamente resumido; maestro de toda la mecánica celeste; su gente, independiente de toda esa compleja química y trabajo por el equilibrio por el que vivimos; no necesitan aire ni agua, no hacen caso del calor ni del frío; alimentado con el magnetismo del espacio interestelar y deteniéndose de vez en cuando para disfrutar de la energía de un gran sol.
Un estremecimiento de asombro me atravesó. Todo eso podía ser una fantasía, pero... ¿cómo, de ser así, había tenido ese último pensamiento? Él no había visto, como nosotros, la orgía en el Salón de los Conos, la prodigiosa alimentación del Monstruo de Metal con nuestro Sol.
—Eso pasó —continuó, sin más—. Vi vastas cavernas llenas de las Cosas; trabajando, creciendo, multiplicándose. En las cavernas de nuestra Tierra, ¿el fruto de algún útero no adivinado? Yo no lo sé.
—Pero en esas cavernas, bajo innumerables orbes de muchas luces de colores —de nuevo me estremeció la emoción del asombro—, crecían. Se me ocurrió que se estaban acercando a la luz del sol y del aire libre. Irrumpieron en esta, en una luz solar amarilla y brillante. ¿Nuestro? Yo no lo sé. Y esa imagen pasó.
Su voz se hizo más profunda.
—Vino una tercera visión. Vi a nuestra Tierra. Yo sabía, Goodwin, indiscutiblemente, sin lugar a dudas, que era nuestra Tierra. Pero sus colinas habían sido allanadas, sus montañas, molidas y moldeadas en símbolos fríos y pulidos: geométricos, modelados.
—Los mares estaban encadenados, relucientes como inmensas joyas en escenarios estampados de costas de cristal. El mismo hielo polar, cincelado. En las llanuras ordenadas se trazaban los jeroglíficos del mundo facetado. Y en toda la Tierra, Goodwin, no había vida verde, ni ciudad, ni rastro del hombre. En esta Tierra que había sido nuestra solo estaban... Ellos.
—¡Visiones! —él dijo—. No creas que las acepto en su totalidad. En parte verdad, en parte ilusión: la mente que tantea su paso se deslumbra con la luz de verdades desconocidas y avanza en mitad luz y mitad sombra para ayudarla a comprender.
Pero hay aún así... ALGUNA verdad en ellas. Cuánta, no lo sé. Pero esto sí lo sé, esa última visión fue de un cataclismo cuyos comienzos enfrentamos ahora, en este mismo instante.
La imagen brilló detrás de mis propios ojos: la ciudad amurallada, su gente apiñada, sus arboledas y jardines, su ciencia y su arte; las Formas Destructoras pisoteándola, y luego el terrible y desolado monte.
Y de repente vi ese monte como la Tierra, la ciudad como las ciudades de la Tierra, sus jardines y arboledas como los campos y bosques de la Tierra, y la gente desaparecida de Cherkis pareció expandirse a toda la humanidad.
—Pero Martin, —balbuceé, luchando contra la asfixia, contra el terror intolerable—, había algo más. Algo del Guardián de los Conos y de nuestro paso a través del sol para destruir las Cosas, algo sobre que se rigen por las mismas leyes que nos gobiernan y que si las rompen deben caer. Una esperanza, una PROMESA de que ellas NO nos conquistarían.
—Lo recuerdo, —respondió—, pero no claramente. Hubo algo, una sombra sobre ellas, una amenaza. Era una sombra que parecía nacer de nuestro propio mundo, algún espíritu amenazador de la tierra que se cernía sobre ellas.
—No puedo recordar; se me escapa. Sin embargo, es porque recuerdo un poco de eso que digo que esos tambores pueden no ser, redobles, para nosotros.
Como si sus palabras hubieran sido una señal, los sonidos volvieron a estallar, ya no apagados ni débiles. Rugieron; parecían precipitarse por el aire y caer sobre nosotros; golpean en nuestros oídos con estruendosos tañidos como cavernas cubiertas sobre las que los titanes golpean con troncos de grandes árboles.
El tamborileo no murió; se hizo más fuerte, más vehemente; desafiante y ensordecedor. Dentro de la Cosa debajo de nosotros, un poderoso pulso comenzó a latir, acelerándose rápidamente al ritmo de ese clamoroso redoble.
Vi a Norhala levantarse bruscamente; permanecer atenta y alerta. Debajo de mí, el latido se convirtió en un batido incómodo, un fermento.
—¿Tambores? —murmuró Drake—. ELLOS no son tambores. Es fuego de tambor. Es como una docena de Marnes, una docena de Verduns. Pero ¿de dónde podrían venir baterías como esas?
—Tambores, —susurró Ventnor—. Son tambores. ¡Los tambores del Destino!
El rugido se hizo más fuerte. Ahora era un tremendo cañoneo rítmico. La Cosa se detuvo. La torre que sostenía a Ruth y a Norhala se balanceó, se inclinó sobre la brecha entre nosotros, tocó la parte superior sobre la que cabalgábamos.
Suavemente los dos fueron separadas; rápidamente se colocaron a nuestro lado.
Se oyó un lamento fuerte y agudo, más fuerte que nunca antes lo había yo escuchado. Hubo un temblor de terremoto; un remolino en el que giramos; un rápido hundimiento.
La Cosa se dividió en dos. Ante nosotros se alzaba una estupenda pirámide escalonada; un poco más pequeña que la construida por Keops para proyectar sus sombras sobre el sagrado Nilo. En ella fluyeron, sobre ella encajaron puntaje tras puntaje de cubos, construyéndola más y más alta. Se inclinó hacia adelante, lejos de nosotros.
De Norhala llegó un único grito, resonante, estruendoso como una airada trompeta dorada.
La forma veloz se detuvo, vaciló; parecía a punto de regresar. Se estrelló sobre nosotros un abrupto crescendo de los tambores distantes; perentorio, autoritario. La forma se lanzó hacia adelante. Se alejó corriendo aplastando los árboles debajo en una franja completa de un cuarto de milla de ancho.
Grandes ojos grises muy abiertos, llenos de asombro incrédulo, incredulidad atónita, Norhala vaciló por un instante. Luego, de su garganta blanca, a través de sus labios rojos, brotó una tempestad de entrecortadas cornetas.
Debajo, lo que quedaba de la Cosa saltó, siguió adelante. El cabello llameante de Norhala crujió y se agitó; sobre su cuerpo de leche y perlas, sobre la piel cremosa de Ruth, empezó a brillar un nimbo radiante.
A lo lejos vi una chispa de zafiro; yo la conocía por la casa de Norhala. No muy lejos de ella ahora estaba la pirámide corriendo, y se me ocurrió que dentro de esa forma extrañamente no había ni globo ni pirámide. Ni, excepto por los temblorosos cubos que formaban la plataforma en la que estábamos parados, la Cosa encogida que nos transportaba contenía unidad alguna del Monstruo de Metal excepto sus esferas y tetraedros, al menos dentro de su masa visible.
La chispa de zafiro había crecido hasta convertirse en un mármol azul brillante. Progresivamente avanzamos sobre la pirámide. Nunca cesó ni por un instante esa lluvia de notas de Norhala; ni por un instante disminuyó el clamor de los tambores que parecía intentar sofocarlos.
El mármol de zafiro se convirtió en una bola de zafiro, un gran globo. Vi que la Cosa a la que queríamos unirnos se elevaba hasta convertirse en un pilar prodigioso; la base del pilar echaba zancos; sobre ellos, la Cosa pasó por encima de la cúpula azul de la casa de Norhala.
La burbuja azul estaba cerca; ahora se curvaba debajo de nosotros. Suavemente fuimos bajados; nos equilibraron ante su portal. Miré el bulto que nos había llevado.
Había tenido razón: lo había construido solo con un globo y una pirámide; una forma inconcebiblemente grotesca se cernía sobre nosotros.
A lo largo de la imponente Forma hubo un movimiento espantoso; sus unidades se retorcían en su interior. Luego se perdió de vista en las brumas a través de las cuales había pasado la Cosa que habíamos perseguido.
En el rostro de Norhala, mientras lo veía irse, había consternación, una conmovedora incertidumbre que contenía algo indescriptiblemente lamentable.
—¡Tengo miedo! —La escuché susurrar.
Apretó su agarre con Ruth; nos indicó que fuéramos adentro. Pasamos en silencio; ella vino detrás de nosotros, seguida por tres de los grandes globos, por un par de sus tetraedros.
Junto a una pila de tejidos de seda, se detuvo. Los ojos de la chica se posaron en los de ella con confianza.
—¡Tengo miedo! —susurró Norhala de nuevo—. ¡Miedo, por ti!
Con ternura la miró, las galaxias de estrellas en sus ojos suaves y trémulos.
—Tengo miedo, hermanita —susurró por tercera vez—. Aún no puedes ir, como yo, entre los fuegos. —Ella vaciló—. Descansa aquí hasta que yo regrese. Dejaré a estos para que te guarden y te obedezcan.
Señaló las cinco formas. Se alinearon alrededor de Ruth. Norhala la besó en ambos ojos marrones.
—Duerme hasta que vuelva —murmuró.
Salió rápidamente de la cámara, sin ni siquiera mirarnos a los tres. Escuché un pequeño coro de lamentos afuera, muriendo rápidamente en el silencio.
Esferas y pirámides centelleaban ante nosotros, custodiando la pila de seda sobre la que dormía Ruth, como una princesa encantada.
Golpeando el globo azul como mundos metálicos huecos, golpeado y chillando.
¡Los tambores del destino!
¡Los tambores de la condenación!
¿Para el mundo de los hombres?
Durante muchos minutos nos quedamos en silencio, en la habitación en penumbra, escuchando, cada uno absorto en sus propios pensamientos. El atronador tamborileo era continuo; a veces se desvanecía en un fondo de tormentas estrepitosas como de un millar de ametralladoras, miles de remachadores trabajando a la vez sobre miles de estructuras metálicas; a veces estaba casi sumergido bajo choques que se partían como si encontraran meteoros de acero hueco.
Pero siempre persistía el tamborileo, rítmico, atronador. A pesar de todo, Ruth dormía, tranquila, con la mejilla apoyada en un brazo flexionado, con las dos grandes pirámides erguidas detrás de ella, vigilantes; un globo a sus pies, un globo a su cabeza, la tercera esfera colocada entre ella y nosotros y, como las pirámides, vigilante.
¿Qué estaba sucediendo allí, sobre el borde del cañón, más allá del portal de los acantilados, detrás de los velos, en el Abismo del Monstruo de Metal? ¿Cuál era el mensaje de los rugientes tambores? ¿Cuál la redención de sus clamorosas runas?
Ventnor pasó junto al globo centinela y se inclinó sobre la chica en trance. Esfera ni par puntiagudo se agitó; solo miraban, como una cosa palpable se sentía su vigilancia. Él escuchó el corazón de Ruth, tomó una muñeca, notó su pulso de vida. Respiró hondo, se puso en pie y asintió de forma tranquilizadora.
De repente, Drake se volvió, salió por el portal abierto, su tensión y una ansiedad muy profunda estaban claramente escritas en líneas profundas que iban desde las fosas nasales hasta la boca joven y firme.
—Sólo salí a buscar al poni —murmuró cuando regresó—. Está a salvo. Tenía miedo de que lo hubieran pisado. Está anocheciendo. Hay una gran luz en el cañón, en el valle.
Ventnor retrocedió más allá del globo; se reincorporó a nosotros.
La glorieta azul temblaba bajo una ráfaga de sonido. Ruth se agitó; sus cejas se fruncieron; sus manos se cerraron. La esfera que estaba frente a ella giró sobre su eje, flotó hacia el globo en la cabeza, se deslizó desde esta hacia el globo a los pies, como susurrando. Ruth gimió, su cuerpo se enderezó, se balanceó rígidamente. Sus ojos se abrieron; miraban a través de nosotros como si tuvieran una visión espantosa; y extrañamente era como si estuviera viendo con los ojos de otro, reflejando los sufrimientos de otro.
Los globos a sus pies y en su cabeza se arremolinaban, apiñándose contra la tercera esfera: tres formas extrañas en consulta silenciosa. En el rostro de Ventnor vi lástima y un gran alivio. Con perplejidad y asombro noté que la agonía de Ruth (porque claramente estaba en agonía) estaba provocando júbilo en él. Él habló y yo supe por qué.
—¡Norhala! —él susurró—. Está viendo con los ojos de Norhala, sintiendo lo que siente Norhala. No va bien con eso que está ahí fuera. Si nos atreviéramos a dejar a Ruth, solo podríamos ver...
Ruth se puso de pie de un salto; gritó, un corneta dorado que podría haber sido las propias notas de airadas trompetas de Norhala. Instantáneamente las dos pirámides se abrieron en llamas, se convirtieron en dos relucientes estrellas que la bañaron en un resplandor violeta. Debajo de sus puntas superiores vi brillar los óvalos explosivos, amenazantes.
La chica nos fulminó con la mirada, más brillantes se hicieron los óvalos relucientes como si sus relámpagos temblaran en sus labios.
—¡Ruth! —exclamó Ventnor en voz baja.
Una sombra suavizó el intolerable y duro brillo de los ojos castaños. En ellos algo luchaba por surgir, abriéndose camino hacia la superficie como algo humano que se ahoga.
Se hundió, sobre su rostro cayó una nube de angustia, de espantoso dolor; la desesperación de un alma que, habiendo retirado toda la fe en su propia especie para depositar toda la fe, como yo pensaba, en los ángeles, ve esa fe traicionada.
Allí se nos quedó ella mirando un espíritu despojado, desnudo, desesperado y terrible.
Desesperada, furiosa, gritó una vez más. El globo central flotó hacia ella; la levantó sobre su lomo; avanzó hacia la puerta. Sobre ella se mantuvo firme como una Victoria juvenil y angustiada, una Victoria que se enfrentaba, sabía yo, a una derrota destructora; posada sobre ese orbe enigmático con delgados pies descalzos, un dulce pecho desnudo, manos en alto, virginalmente arcaica, nada de ella era de la Ruth que conocíamos.
—¡Ruth! —gritó Drake; desesperación tan grande como en su rostro había en su voz. Saltó ante el globo que la sostenía; bloqueó su camino.
Por un instante, la Cosa se detuvo, y en ese instante el alma humana de la chica se apresuró a regresar.
—¡No! —ella chilló—. ¡No!
Una extraña llamada salió de los labios blancos, tropezando, insegura, como si ella misma, quien la enviaba, se preguntara de dónde había salido. De repente, las estrellas furiosas se cernieron. Los tres globos giraron, ¡dudando, perplejos! Ella volvió a llamar, ahora con una cadencia temblorosa y vacilante. Ruth fue levantada; dejada caer suavemente sobre sus pies.
Por un instante, los globos y las pirámides giraron y bailaron ante ella, luego se alejaron a toda velocidad a través del portal.
Ruth se tambaleó, sollozando. Luego, como atraída, corrió hacia la puerta, huyó a través de ella. Como uno, saltamos tras ella. Varillas delante de su cuerpo blanco destellaron, acelerando hacia el Abismo. Como Atalanta de pies ligeros, ella huyó, y muy muy lejos detrás de nosotros estaba la glorieta azul, la barrera brumosa de los velos se cerró, cuando Drake con un último estallido desesperado llegó a su costado, la agarró. Los dos cayeron rodando por el liso camino. Ella luchó en silencio, mordiendo, desgarrando a Drake, luchando por escapar.
—¡Rápido! —jadeó Ventnor, estirándome un brazo—. Corta la manga. ¡Rápido!
Sin cuestionar, saqué mi cuchillo, rasgué la prenda por el hombro. Él tomó la manga y se arrodilló junto a la cabeza de Ruth; rápidamente arrugó un extremo y se lo metió con rudeza en la boca; la ató rápido, amordazándola.
—¡Sostenla! —le ordenó a Drake; y con un sollozo de alivio saltó. Los ojos de la chica lo miraron ardiendo, llenos de odio.
—Corta esa otra manga —dijo; y cuando hube hecho eso, se arrodilló de nuevo, inmovilizó a Ruth con una rodilla en su garganta, le dio la vuelta y le anudó las manos detrás de ella. Ella dejó de luchar; suavemente ahora levantó la cabeza rizada; la puso sobre su espalda.
—Sujétele los pies —Asintió hacia Drake, quien tomó los delgados tobillos desnudos en sus manos.
Ella yacía allí, indefensa, sin poder usar las manos ni los pies.
—Demasiada poca Ruth y demasiada Norhala —dijo Ventnor, mirándome—. ¡Si tan solo hubiera pensado en gritar! Ella podría haber traído un regimiento de esas Cosas para arruinarnos. Y lo haría, si lo hubiera pensado. No creerás que ESA es Ruth, ¿verdad?
Señaló el pálido rostro que lo miraba con furia, cuyos ojos brillaban con fríos fuegos.
—¡No, no es así! —asió a Drake por el hombro y lo envió dando vueltas a una docena de pasos de distancia—. Maldita sea, Drake, ¡no lo entiendes!
Porque de repente los ojos de Ruth se suavizaron; los había vuelto hacia Dick, lastimosamente, suplicantes, y él le había soltado los tobillos, se había inclinado hacia adelante como para quitarle la banda que le cubría los labios.
—Tu arma —me susurró Ventnor; antes de que me moviera, me había quitado la automática de la pistolera; había apuntado a Drake con ella.
—Drake —dijo—, quédate donde estás. Si das otro paso hacia esta chica, te dispararé, ¡por Dios que lo haré!
Drake se detuvo con sorpresa y asombro en su rostro. Yo mismo me sentí resentido, preguntándome por su arrebato.
—Pero eso la está lastimando —murmuró, los ojos de Ruth, suaves y suplicantes, aún se posaron en él.
—¡Lastimando! —exclamó Ventnor—. ¡Hombre, ella es mi hermana! Sé lo que estoy haciendo. ¿No lo ves? ¿No ves lo poco que hay de Ruth en ese cuerpo, lo poco que hay de la chica que amas? Cómo o por qué no lo sé, pero eso es algo que SÍ sé. Drake, ¿has olvidado cómo Norhala sedujo a Cherkis? Quiero recuperar a mi hermana. La estoy ayudando a volver. Ahora déjalo estar. Sé lo que estoy haciendo. ¡Mírala!
Nosotros miramos. En el rostro que miraba a Ventnor no había nada de Ruth, tal y como él había dicho. Había la misma ira fría y terrible que se había apoderado de Norhala al ver a Cherkis llorar por la destrucción de su ciudad. Rápidamente se produjo un cambio, como el repentino suavizado de las olas de un lago azotado por el viento y encerrado en una colina.
El rostro era de nuevo el rostro de Ruth, y el de Ruth solo; los ojos eran los ojos de Ruth: piadosos, suplicantes.
—¡Ruth! —Ventnor gritó—. Mientras puedas oír, ¿no estoy en lo cierto?
Ella asintió vigorosamente, con severidad; estaba perdida, escondida una vez más.
—Verás— Se volvió hacia nosotros con gravedad.
Un rayo de luz que se rompía destellaba sobre los velos; casi los traspasó. Una avalancha de sonido pasó muy por encima de nosotros. Sin embargo, ahora noté que donde estábamos, el clamor había disminuido, se había amortiguado. Por supuesto, me vino a la mente, eran los velos.
Me pregunté por qué, cualquiera que fuera la calidad de las brumas radiantes, su propósito ciertamente tenía que ver con la concentración del flujo magnético. La atenuación del ruido debía de ser accidental, no podía tener nada que ver con su uso real; porque el sonido es una vibración del aire únicamente. No, debía de ser un efecto secundario. El Monstruo de Metal era tan indiferente al clamor como al calor o al frío...
—Tenemos que ver —Ventnor rompió la cadena de pensamientos—. Tenemos que pasar y ver qué está pasando. Ganemis o perdamos, tenemos que SABER.
—Córtate la manga, como hice yo —le indicó a Drake—. Átale los tobillos. La llevaremos.
Rápidamente se hizo esto. Con el ligero cuerpo de Ruth balanceándose entre hermano y amante, avanzamos hacia la niebla; nos deslizamos cautelosamente a través de sus silencios muertos.
Cayó y recayó en ellos, desde un caos abrasador de luz, un tumulto caótico.
Desde el agarre relajado de Ventnor y de Drake, el cuerpo de Ruth cayó mientras los tres permanecimos ciegos, ensordecidos, luchando por recuperarnos. Ruth se retorció, rodó hacia el borde; Ventnor se arrojó sobre ella y la sujetó con fuerza.
Arrastrándola, arrastrándonos sobre nuestras rodillas, avanzamos sigilosamente Nos detuvimos cuando la disminución de la niebla nos permitió ver a través de ellos, pero aún interponía una cortina que, aunque tenue, atenuaba el intolerable brillo que llenaba el Abismo, amortigaba su estruendo en un grado que podíamos soportar.
Miré a través de ellos, y los nervios y los músculos estaban atrapados en las garras de un asombro paralizante. Entonces me sentí como si uno se sintiera cerca de regimientos de estrellas en guerra, testigo de la agonía de un universo, o barrido a través del espacio y sostenido por encima de las giratorias espirales de la nebulosa de Andrómeda para ver su nacimiento de agonías de soles nacientes.
Éstas no son figuras retóricas, ni hipérboles; una mancha como lo sería todo nuestro planeta en el vasto telar de Andrómeda, un pinchazo como lo sería el hoyo para los cráteres ciclónicos de nuestro propio sol, dentro de las paredes del valle, en forma de copa de acantilados, había una lucha tangible. Fuerza viva similar a la que habita dentro de la nebulosa y la estrella; un espíritu cósmico que trasciende todas las dimensiones y extiende sus confines hacia el infinito; una emanación sensible del infinito mismo.
Tampoco su voz era menos sobrenatural. Usaba el caparazón del valle de tierra para sus trompetas, sus estruendos, pero como se oye en los murmullos de la concha acanalada la gran voz del océano, sus susurros y sus rugidos, así aquí, en el clamoroso caparazón del Abismo, resonaba el tremendo voces de ese mar ilimitado que baña las orillas de los innumerables soles.
Contemplé un poderoso remolino de millas y millas de ancho. Giró con oleadas cuyas crestas veloces golpeaban incandescencias; estaba enhebrado con una corriente de relámpagos; pisoteado por derviches nieblas de llamas fundidas atravesadas por bosques de lanzas de luz viva. Lanzó una lluvia cadente hacia los cielos.
Sobre él, los cielos brillaban como si fueran un escudo sostenido por dioses temibles. A través de la vorágine se tambaleaba una mole montañosa; un leviatán reluciente de metal azul pálido atrapado en la marea arremolinada de algún volcán increíble; un arca enorme de metal que enciende un diluvio de llamas.
Y el tamborileo que oímos como de mundos huecos de metal batido, el grito de las tempestades de las estrellas cañoneando, fue la ruptura de estas crestas incandescentes, la caída de los relámpagos, el impacto rítmico de los rayos lanzados sobre la montaña reluciente que se tambaleaba y temblaba según lo golpeaban.
La montaña tambaleante, el leviatán que luchaba, era... ¡la Ciudad!
Era la masa del Monstruo de Metal en sí, custodiada y asaltada por sus propias legiones que, aunque separadas de él, seguían siendo como las células que formaban la piel de sus paredes, su caparazón.
Era el Monstruo de Metal rasgando, desgarrando, luchando, luchando contra sí mismo.
A una milla de altura, como cuando lo vi por primera vez, estaba el cuerpo inexplicable que contenía el gran corazón de conos en el que habían sido atraídas las cataratas magnéticas de nuestro sol; que contenía también los corazones más pequeños de los conos menores, los talleres, la cámara de parto y muchos otros misterios inadvertidos e invisibles. En un cuarto completo se había reducido su base.
Alineadas en doble línea a lo largo del lado vuelto hacia nosotros había cientos de formas espantosas, formas que en su intensidad se abalanzaban encima, oprimidas por un peso de pesadilla, de la conciencia.
Rectangulares, en sus contornos sin picos de pirámide, ninguna curva de globo que muestre, inflexiblemente pesadas, empujan hacia arriba. Sobre las cimas de la primera fila había enormes masas en forma de azotes, como esos puños de metal que habían derribado los muros de la ciudad de Cherkis, pero para estos como la mano humana es a la garra del dinosaurio.
Concibe esto, concibe estas Formas como animadas y flexibles; golpeando con los prodigiosos mazos, aplastando de lado a lado como si los tremendos pilares que los sujetaban fueran mil pistones verticales articulados; lo más fielmente que puedo presentarlo en imágenes de cosas que conocemos es la imagen de las cosas martilladas.
Detrás de ellas había una segunda fila, tan alta como ellas y tan angular. De ellas se extendían decenas de brazos ceñidos. Estos estaban densamente tachonados con formas cruciformes en llamas, los cubos abiertos relucían con sus furiosos destellos de rojos y amarillos ahumados. De los tentáculos de muchos se balanceaban inmensos escudos como los que rodeaban la sala de los grandes conos.
Y mientras los azotes batían, siempre sobre sus cabezas inclinadas se derramaba desde las cruces un torrente de relámpagos carmesí. De las profundidades cóncavas de los escudos surgieron latigazos de llamas cegadoras. Con cuerdas de fuego golpearon las Cosas que golpearon los azotes, los hoscos haces carmesí explotaron.
Ahora podía ver las Formas que atacaban. Grotescas; con espinas y colmillos, púas y astas, púas y pechos; con ángulos quiméricos, cúspides y cornudas como si fueran los dioses supercortados y supercornudos de los dioses con cúspides y ángulos de los javaneses, luchaban contra las torres cuadradas de múltiples brazos y estruendosas torres con aplastante cabeza de azote.
Tan altas como ellas, tan enormes como ellas, incomparablemente fantásticas en docenas de formas cambiantes, lucharon.
A más de un kilómetro y medio de la ciudad que se tambaleaba, se alineaban como francotiradores una multitud de torres sólidas de patas erizadas. Sobre sus cimas giraban gigantescas ruedas. De los centros de estas ruedas salieron lanzas radiantes, huestes de lanzas de la más intensa luz violeta. El resplandor que lanzaron no fue continuo; estaba roto, de modo que los rayos de jabalina se disparaban en vuelos rítmicos, cada uno volando rápido sobre los ejes de los demás.
Fue su impacto el que envió el atronador tamborileo. Golpearon y se astillaron contra las paredes, cayendo de ellas en grandes ráfagas de llamas fundidas. Fue como si antes de romperse perforaran la pared, el costado del Monstruo, desangrara fuego.
Con el estallido de andanadas de baterías acumuladas, los azotes se estrellaron contra los agresivos atacantes. Bajo el terrible impacto, los globos y las pirámides se hicieron añicos en cientos de fragmentos, estallidos de cohetes de llamas azules, azules y violetas, llamas arcoíris e irisadas.
Los extremos del martillo se partieron, volaron en pedazos, se esparcieron, caían lluvias de meteoritos amarillos sulfurosos y escarlatas. Pero siempre aparecieron otros cubos y repararon las puntas rotas. Y siempre donde una forma con colmillos y cornudos había sido aplastada, desintegrada, otra surgía tan grande y formidable derramando sobre la torre cuadrada sus relámpagos, desgarrándola con colosales garras puntiagudas y en forma de gancho, golpeándola con increíbles puños globulares y puntiagudos que eran como las manos apretadas de algún Atlas de Metal.
Mientras las Formas en lucha se balanceaban y luchaban, cedían o empujaban hacia adelante, se tambaleaban o caían, la masa del Monstruo tropezaba y se balanceaba, avanzaba y retrocedía, un movimiento sobrenatural unido a una inmensidad amorfa que inundó la conciencia observante con una náusea mortal.
Sin cesar, la lluvia de lanzas radiantes brotaba de las ruedas giratorias, cayendo sobre las formas torcidas y la muralla de la ciudad por igual. Surgió un prodigioso lamento, un grito sobrenatural y delgado. Alrededor de las bases de los defensores centellearon destellos cegadores de incandescencia, como los que habían presagiado el vuelo de la Cosa Voladora cayendo ante la casa de Norhala.
A diferencia de ellos, no tenían deslumbrantes resplandores de zafiro; eran ocres, teñidos de bermellón furioso. Sin embargo, fueron factores de esa misma acción inexplicable, porque de miles de luces brotantes saltaron miles de gigantescos pilares cuadrados; proyectiles inimaginables lanzados desde las bocas llameantes de morteros titánicos ocultos en la tierra.
Se elevaron alto, se desviaron y se abalanzaron sobre los lanzadores de lanzas. Debajo de su embestida esas quimeras se tambalearon, vi proyectiles vivientes y un objetivo viviente fusionarse donde se encontraron, fundirse y soldarse en chorros de relámpagos.
Pero no todos. Hubo aquellos que abrieron grandes huecos en los gigantes con cuernos, heridas que al instante se curaron con globos y pirámides que brotaban del tronco ciclópeo. Siempre los increíbles proyectiles centelleaban y volaban como de algún depósito inagotable; jamás levantó ese prodigioso bombardeo contra los rayos devastadores.
Ahora, para controlarlos, surgieron de las filas de los sitiadores nubes de innumerables dragones cornudos, inmensos cilindros de cubos agrupados tachonados con tetraedros adheridos. Golpearon los proyectiles en cubos de frente; se propusieron encontrarse con ellos.
El dragón erizado y el pilar se atascaron y se fusionaron o estallaron con un fuego intolerable. Cayeron (cubo, esfera y pirámide) unos entreabiertos, otros completamente, en una lluvia de discos, de estrellas, enormes cruces llameantes; una tormenta de pirotecnia inimaginable.
Ahora me di cuenta de que dentro de la Ciudad, dentro del cuerpo del Monstruo de Metal, había una contienda colosal como esta fuera. De él salió un vasto rugido volcánico. Desde su tiro superior, llamas torturadas, cascadas y fuentes de Cosas frenéticas que daban vueltas y luchaban, se retorcían sobre su borde, se lanzaban hacia atrás; luchando contra las quimeras que contra el cielo resplandeciente trazaban luminosos símbolos de agonía.
Chilló un lamento más fuerte. Desde detrás del rayo que lanzaba Towers, se disparaban montones de globos terráqueos. Miles de lunas metálicas de un azul pálido se elevaron; lunas guerreras cargando con una avalancha de meteoritos y fluyendo con pendones de batalla ondeando de llamas violetas. Volaron alto; se curvaban sobre la espalda del Monstruo de una milla de altura; cayeron sobre él.
Se levantó a su encuentro con inmensas columnas de cubos; golpeado contra las esferas; los barrió una y otra vez hacia las profundidades. Cientos cayeron, destrozados, pero miles mantuvieron su lugar. Los vi retorcerse alrededor de los pilares, columnas retorcidas de cubos entrelazados y globos tensos como serpientes monstruosas mientras a lo largo de sus bobinas los discos abiertos y las cruces golpeaban con las cimitarras de sus relámpagos.
En el muro de la Ciudad apareció una grieta brillante; corría de arriba abajo; se ensanchó hasta convertirse en una grieta de la que brotó un torrente de resplandor. De esta grieta salió un torrente de globos con cuernos de trescientos metros de altura.
Solo por un instante fluyeron. La grieta se cerró sobre ellos, atrapando a los que aún emergían en un tornillo de banco colosal. Los CRUJÓ. A través de la confusión se escuchó un rugido espantoso y explosivo.
De las mandíbulas que se cerraban del tornillo de banco goteaba una corriente de fragmentos que centelleaban y parpadeaban, y morían. Y ahora en la pared no había rastro de la brecha.
Un huracán de lanzas radiantes la barrió. Debajo de ellos se dividió una sección de una milla de ancho de la escarpa viva; cayó como una avalancha. Su caída reveló grandes espacios, enormes bóvedas y cámaras llenas de relámpagos en guerra; de ellos salieron rugidos, truenos atronadores. Rápidamente desde cada lado del hueco se unió una cortina metálica de los cubos. Una vez más, la pared estaba completa.
Desvié mi mirada atónita de la Ciudad, barrí el valle. En todas partes, en torres, en espirales que se retuercen, en azotadores, en olas que golpean y se estrellan, en innumerables formas y combinaciones, las Hordas de Metal lucharon. Aquí había pilares contra los que se precipitaban y se rompían olas de metal; había cometas de metal que chocaban muy por encima de la locura.
De velo silencioso fluir a velo, al norte y al sur, al este y al oeste, el Monstruo se mató bajo sus veloces y llameantes estandartes, las tempestades de sus relámpagos.
El casco torturado de la Ciudad se tambaleó; barrió hacia nosotros. Antes de que borrara de nuestros ojos el Abismo, vi que los tramos de cristal sobre el río de jade habían desaparecido; que las maravillosas cintas enjoyadas de sus orillas se rompieron.
Se acercó la ciudad tambaleante.
Busqué a tientas mis prismáticos y las enfoqué. Ahora vi que donde las lanzas radiantes golpeaban, mataban los bloques ennegrecidos debajo de ellos, se volvían sin brillo; el brillo de los ojos diminutos se apagó; los caparazones de metal se desmoronaron.
Más cerca de la Ciudad, llegó el Monstruo; estremeciéndome, bajé los vasos para que no pareciera tan cerca.
Cayeron las Formas erizadas que luchaban con las Torres cuadradas. Se levantaron de nuevo en una sola ola monstruosa que se apresuró a abrumarlos. Antes de que pudieran atacar, la Ciudad se acercó más; me las había ocultado.
Nuevamente levanté los prismáticos. Trajeron la escarpa de metal a menos de quince metros de distancia; dentro de ella brillaban las huestes de ojos diminutos, que ya no eran burlones ni maliciosos, sino dementes.
Más cerca atrajo al Monstruo, más cerca.
A mil pies de distancia, comprobó su movimiento, pareció recuperarse. Luego, como el rugido de un mundo que se derrumba, todo el lado que estaba frente a nosotros se deslizó hacia el suelo del valle.
La masa caída debió de atravesar cientos de metros; dentro de ella, ¿quién sabe qué cámaras llenas de misterios? Sí, debió de tener cientos de metros de grosor, porque los escombros se astillaron y amarraron hasta el borde mismo de la cornisa en la que nos agachamos; apilados con los fragmentos de los cuerpos que lo habían formado.
Miramos dentro de mil bóvedas, mil espacios. Se produjo otra rugiente avalancha antes de que abriéramos el cráter de los conos.
A través de la rasgada brecha los vi, agrupados sin ser molestados alrededor de la base de esa única aguja delgada, coronada y apuntando estrellas, elevándose serena e imperturbable de un infierno de relámpagos. Pero los escudos que habían bordeado el cráter habían desaparecido.
Ventnor me arrebató los prismáticos de la mano, las niveló y se las acercó a los ojos.
Me las devolvió—. ¡Mirad!
Por los prismáticos, el gran salón apareció a la vista, aparentemente a solo unos metros de distancia. Era un caldero de camaleónicas llamas. Enfurecido con las Hordas luchando por las paredes y el suelo restantes. Pero alrededor de la base de cristal de los conos había una zona abierta en la que ninguno se rompía.
En ese amplio anillo, rodeando la brillante fantasía como un santuario en círculo, había solo tres formas. Una era el maravilloso Disco de fuegos enjoyados que he llamado el Emperador de Metal; la segunda era el hosco y quemado cruciforme del Guardián.
¡La tercera era Norhala!
Ella estaba al lado de ese extraño amo suyo, ¿o era, después de todo, el sirviente? Entre ellos y los planos del Guardián brillaba la gigantesca tablilla en forma de T de innumerables varillas que controlaban las actividades de los conos; que había controlado el movimiento de los desaparecidos escudos; eso que también manipulaba, quizá, las energías de cualquier ganglio cornudo similar pero más pequeño y esparcido por toda la Ciudad, y uno de los cuales habíamos contemplado cuando los guardias del Emperador habían atacado a Ventnor.
Cerca estaba Norhala en los prismáticos, tan cerca que casi, en apariencia, podía yo extender la mano y tocarla. El cabello llameante ondeaba y flotaba sobre su gloriosa cabeza como un estandarte de fundido hilo de oro cobrizo; su rostro era una máscara de ira y desesperación; sus grandes ojos se posaron sobre el Guardián; su exquisito cuerpo estaba desnudo, despojado de todo jirón de seda.
Desde trenzas sueltas hasta pies blancos, un óvalo de luz dorada y palpitante la invadía. Doncella Isis, virgen Astarté, allí quedaba, sostenida en las garras del Disco como una diosa traicionada y desesperada, pero sedienta de venganza.
A pesar de su quietud, de su inmovilidad, se me ocurrió que el Emperador y el Guardián estaban luchando encerrados en una presa de muerte. La comprensión era tan definitiva como si, como Ruth, yo pensara con la mente de Norhala, viera con sus ojos.
Claramente también se me ocurrió que, en esta contienda entre los dos, se personificaba todo el vasto conflicto que los rodeaba; que allí estaba madurando rápidamente el fruto del destino del que había hablado Ventnor, y que aquí, en el Salón de los Conos, se resolvería (y pronto) el destino no solo de Disco y Cruz, sino también de la humanidad.
Pero ¿con qué poderes desconocidos se estaba librando ese duelo? No arrojaban relámpagos, luchaban sin armas visibles. Sólo los grandes planos de la Forma cruciforme invertida humeaban y ardían con sus sombrías llamaradas de ocres y escarlatas; mientras sobre toda la faz del Disco sus fríos y irisados fuegos corrían y brillaban, latiendo con un ritmo increíblemente rápido; su núcleo de rubí incandescente resplandecía, sus óvalos de zafiro eran un cabujón de resplandor vivo y luminoso.
Se oyó un rugido desgarrador que se elevó por encima de todo el clamor, ensordeciéndonos incluso al abrigo de los silenciosos velos. A cada lado del cráter cayeron masas enteras de la Ciudad. Fugazmente fui consciente de decenas de abismos más pequeños en los que se levantaban réplicas menores del Monte Cono, depósitos menores de la fuerza del Monstruo.
Ni el Emperador ni el Guardián se movieron, ambos aparentemente indiferentes a la catástrofe que se desarrollaba rápidamente a su alrededor.
Ahora me esforcé por avanzar hacia el borde más delgado de las cortinas. Porque entre el Disco y la Cruz comenzó a formarse una fina niebla negra. Era transparente. Parecía tejida de diminutos corpúsculos de translúcido ébano. Colgaba como un sudario negro suspendido por manos invisibles. Se estremecía y oscilaba ora hacia el Disco, ora hacia la Cruz.
Sentí un aumento de la fuerza dentro de los dos. Yo sabía que cada uno se esforzaba por lanzar como una red hacia el otro la niebla que flotaba.
De repente, el Emperador apareció como un relámpago, cegador. Como atrapado por una explosión, el sudario negro voló hacia el Guardián, lo envolvió. Y mientras la niebla lo cubría y se aferraba, vi que las sulfurosas llamaradas carmesí se atenuaban. Se apagaban.
¡El Guardián caía!
En el rostro de Norhala se encendió un triunfo salvaje que desterró la desesperación. Los planos extendidos de la Cruz se alzaron como atormentados. Por un instante, sus fuegos se encendieron y lamieron a través de la pegajosa oscuridad; se retorcía medio erguida, se lanzaba hacia adelante, se desplomaba postrado sobre la enigmática tablilla que solo sus tentáculos podían manipular.
Del rostro de Norhala huyó el triunfo. Sobre sus talones se precipitó un horror crudo e incrédulo.
El Monte de Conos se estremeció. De él salió un único y poderoso latido de fuerza, como un prodigioso latido del corazón. Bajo ese pulso de poder, el Emperador se tambaleó, giró y, rodando, tiró a Norhala de sus pies y la acercó a su rosa destellante.
Un segundo latido pulsó de los conos, y más poderoso.
Un espasmo sacudió el Disco, un paroxismo.
Sus fuegos se extinguían; se encendían de nuevo bañando la figura flotante y sobrenatural de Norhala con sus iridiscencias.
Vi el cuerpo de Norhala retorcerse, como si compartiera la agonía de la Forma que la retenía. Su cabeza torcida; los grandes ojos, charcos de incomprensión e incrédulo horror, se clavaron en los míos.
Con un movimiento espasmódico e infinitamente espantoso, el Disco se cernió...
¡Y se acercaba a ella!
Norhala había desaparecido, quedó encerrada en él. Aplastada por los reprimidos fuegos de su corazón de cristal.
Escuché un sollozo, ahogado agonizante, supe que era yo quien sollozaba. Contra mí sentí golpear el cuerpo de Ruth, doblarse en un arco convulsivo, caer inerte.
El delgado campanario de los conos se inclinó y su facetada corona se hizo añicos contra el suelo. El monte se derritió. Debajo del radiante resplandor se extendía el Guardián y el gran Globo inerte que era el sepulcro de la mujer Diosa.
El cráter se llenó de la pálida luminiscencia. Cada vez más rápido se vertía en el abismo. Y de todos los cráteres menores de los conos menores surgieron cataratas silenciosas del mismo pálido resplandor.
La Ciudad comenzó a desmoronarse, el Monstruo a caer.
Como aguas reprimidas corriendo a través de una presa rota, el reluciente diluvio barrió el valle brotando, a constantes torrentes, de la masa quebrada. Sobre el valle cayó un vasto silencio. Cesaron los relámpagos. Las Hordas de Metal permanecieron rígidas, la brillante inundación lamía sus bases, elevándose rápidamente cada vez más alto.
Ahora, desde la inundada Ciudad que se hundía, pululaban multitudes de sus extrañas luminarias.
Salían en tropel, arremolinándose desde cada rotura y brecha: orbes escarlata y zafiro, orbes rubí, orbes tulipados e irisados, los alegres soles de la cámara de parto y, junto a estos, huestes de soles helados, dorados, pálidos y rígidos.
Miles y miles marchaban y se posaban solemnemente sobre todo el Abismo, que ahora era un lago que se elevaba rápidamente de espuma amarilla como la llama de sol.
Avanzaban en escuadrones, en compañías, en regimientos, esos misteriosos orbes. Flotaban sobre todo el valle; se separaban y se balanceaban inmóviles sobre este como misteriosas almas múltiples de fuego cernidas sobre el caparazón moribundo que las había retenido.
Debajo, surgiendo del lago fulgurante como torres grotescas de alguna ahogada metrópolis fantástica, se alzaban las grandes Formas, negras ante su resplandor.
Lo que había sido la Ciudad, lo que había sido la mayor parte del Monstruo, ahora era solo una vasta colina sin forma de la que fluían los silenciosos torrentes de esa desconocida fuerza liberada que, concentrada y atada, habían sido los conos.
Como si de la derramada y brillante sangre vital del Monstruo se tratara, el radiante nivel del lago se elevaba cada vez más en su veloz inundación.
Cada vez más se hundía el inmenso volumen; acurrucado y extendido, siempre agachado, indefenso, paciente, algo inefablemente lastimero, algo indescriptible, CÓSMICAMENTE trágico.
De repente, los observantes orbes se agitaron bajo una lluvia de átomos centelleantes que caían del cielo resplandeciente; lloviendo sobre el lago brillante. Tan espesos caían que ahora las inquietantes luminarias eran tenues aureolas dentro de ellos.
Del Abismo llegó una brillantez cegadora e insoportable. De cada torre rígida brillaron fuegos enjoyados; sus unidades se abrieron en ardiente estrella y disco y cruz. La Ciudad era una colina de gemas vivientes sobre la que fluían torrentes de pálido oro fundido.
El Abismo ardía.
Siguió una espantosa tensión; una prodigiosa reunión de fuerzas; un pánico que agitó la concentración de energía. Cuanto más espesas caían las nubes de átomos centelleantes; más alto se elevaba la inundación amarilla.
Ventnor gritó. Yo no pude oírlo, pero leí su propósito, y también Drake. Sobre sus anchos hombros balanceaba a Ruth como si ella fuese una niña. Corrimos a través de los velos palpitantes; desmayados ante ellos.
—¡Atrás! —gritó Ventnor—. ¡Retroceded lo más lejos que podáis!
Seguimos corriendo; llegamos a la puerta de los acantilados. Corrimos subiendo una y otra vez por la brillante calzada hacia el globo azul, ahora a una milla escasa ante nosotros; corrimos sollozando, jadeando, corríamos, sabíamos, por nuestras vidas.
Del Abismo salió un sonido, ¡no puedo describirlo!
Un lamento de desesperación indeciblemente desolador y espantoso, pasó junto a nosotros como el gemido de una estrella con el corazón roto: angustiado y terrible.
Murió. Se precipitó sobre nosotros un mar de esa increíble soledad, ese anhelo de extinción que nos había asaltado en el hueco embrujado donde por primera vez habíamos visto a Norhala. Pero las olas eran irresistibles, invencibles. Debajo de ellas caímos; fuimos desgarrados por el deseo de una muerte rápida.
Vagamente, a través de ojos desfallecidos, vi un brillo deslumbrante llenar el cielo; escuchando con oídos moribundos, un rugido caótico y explosivo. Una ola de aire más espesa que el agua nos alcanzó y nos lanzó hacia adelante cientos de metros. Nos dejó caer; en su estela se precipitó otra ola, marchita, abrasadora.
Esta corrió sobre nosotros. A pesar de lo abrasador que era, dentro de su calor había una fuerza revitalizante y vigorizante; algo que mataba la mortal desesperación y alimentaba los apagados fuegos de la vida.
Me puse de pie tambaleándome; miré hacia atrás. Los velos habían desaparecido. La puerta de entrada con paredes de precipicio, que había estado cubierta con cortinas, estaba llena de un plutónico resplandor como si se abriera al corazón incandescente de un volcán.
Ventnor me agarró del hombro y me hizo girar. Señaló la casa de zafiro y empezó a correr hacia ella. Muy por delante vi a Drake con el cuerpo de la chica abrazado a su pecho. El calor se volvió insoportable, intolerable; me ardían los pulmones.
Sobre el cielo encima del cañón se esparcía una serpenteante cadena de relámpagos. Una ciclónica y repentina ráfaga barrió la hendidura, arremolinándonos como hojas hacia el Abismo.
Me arrojé de bruces, agarrándome a la lisa roca. Estalló una descarga de truenos, pero no el trueno del Monstruo de Metal ni de sus Hordas; no, el bramido de los rayos de nuestra propia tierra.
Y el viento era frío; bañó la piel ardiente; lavó los febriles pulmones.
Una vez más, los relámpagos partieron el cielo. Y rugiendo desde allí en sólidas sábanas vino la lluvia.
Desde el Abismo surgió un silbido como si dentro de él se enfureciera la babilónica Tiamat, Madre del Caos, habitante de la serpiente en el vacío; Midgard-serpiente de los antiguos nórdicos que sostiene el mundo en sus espirales.
Golpeados por el viento, golpeados por la lluvia, aferrándonos el uno al otro como hombres ahogándose, Ventnor y yo avanzamos hacia el globo de los elfos. La luz se estaba apagando rápidamente. Por ella vimos a Drake pasar dentro del portal con su carga. La luz se convirtió en brasas; se apagó; la negrura nos abrazó. Guiados por los relámpagos, nos abrimos paso hasta la puerta; la atravesamos.
En el resplandor eléctrico vimos a Drake inclinado sobre Ruth. En este vi un deslizamiento caer sobre el portal abierto a través del cual chillaba el viento, fluía la lluvia.
Como si su panel de cristal estuviese movido por gentiles manos invisibles, el portal se cerró; la tempestad se apagó.
Nos dejamos caer junto a Ruth sobre un montón de tejidos de seda, asombrados, maravillados, temblando de piedad y... agradecimiento.
Porque sabíamos (cada uno de nosotros sabía con absoluta precisión mientras estábamos agachados entre las negras sombras plateadas que corrían y danzaban con las que los relámpagos llenaban el globo azul) que el Monstruo de Metal estaba muerto.
¡Asesinado por sí mismo!
Ruth suspiró y se agitó. Por el resplandor de los relámpagos, ahora casi continuo, vimos que su rigidez, y de hecho todos los desconcertantes síntomas catalépticos, habían desaparecido. Sus miembros se relajaron, su piel levemente sonrojada yacía en un sueño más profundo, pero natural, sin ser molestada por el incesante cañoneo de trueno bajo el cual las paredes del globo azul se estremecían. Ventnor atravesó las cortinas del vestíbulo central; regresó con una de las capas de Norhala; cubrió a la chica con esta.
Un sueño abrumador se apoderó de mí, un cansancio inefable. Los nervios, el cerebro y los músculos se relajaron de repente, se aflojaron y adormecieron. Sin luchar me entregué a un estupor abrumador y, acunado en lo profundo de su corazón, dejé de ser conscientemente.
Cuando mis ojos se abrieron, la cámara de las paredes de piedra lunar se llenó de una luz plateada y crepuscular. Oí el murmullo y la risa del agua corriendo, la obra, noté perezosamente, de la piscina con fuente.
Permanecí tumbado durante minutos sin pensar, disfrutando de la sensación de la tensión desaparecida y de la seguridad; yacía yo sumergido en las secuelas del descanso completo. La memoria me inundó.
Silenciosamente me senté. Ruth aún dormía, respirando tranquilamente bajo la capa, con un brazo blanco estirado sobre el hombro de Drake, como si, mientras dormía, se hubiera acercado a él.
A sus pies yacía Ventnor, tan profundamente dormido como ambos. Me levanté y me acerqué de puntillas a la puerta cerrada.
Buscando, encontré su llave; una muesca ahuecada sobre la que presioné.
El panel cristalino se retiró deslizando; movido, supongo, por algún mecanismo de contrapeso que respondía al peso de la mano. Debió de haber sido alguna vibración del trueno lo que había soltado ese mecanismo y había cerrado el panel a los talones de nuestra entrada, eso pensé, y luego, al ver de nuevo en la memoria ese cierre extraño y deliberado, no estuve del todo convencido de que hubiera sido el trueno.
Miré hacia afuera. No había forma de saber cuántas horas había estado el sol.
El cielo estaba bajo y gris pizarroso; caía una fina lluvia. Yo salí.
El jardín de Norhala era un desastre de árboles arrancados y astillados y masas desgarradas de lo que había estado floreciendo.
La puerta de entrada de los precipicios más allá del cual se encontraba el Abismo estaba escondida entre las telarañas de la lluvia. Durante mucho tiempo miré hacia el cañón, y con nostalgia; esforzándose por imaginar lo que ahora contenía el Abismo; ansioso por leer los acertijos de la noche.
No vino del valle ningún sonido, ningún movimiento, ninguna luz.
Volví a entrar en el globo azul y me detuve en el umbral, mirando fijamente los ojos abiertos y asombrados de Ruth, quien se erguía en su cama de seda con la capa de Norhala pegada a la barbilla, como una niña que se despierta repentinamente y se sobresalta. Cuando me vio, extendió la mano. Drake, completamente despierto en ese instante, se puso en pie de un salto y su mano saltó hacia su pistola.
—¡Dick! —exclamó Ruth con voz trémula, dulce.
Él se dio la vuelta y miró profundamente los claros e intrépidos ojos marrones en los que... con el corazón acelerado me di cuenta... estaba entronizado solo ese espíritu que era de Ruth y solo de Ruth. Los ojos claros y sin sombra de Ruth, alegres, tímidos y tiernos de amor.
—¡Dick! —susurró, y le tendió suaves brazos. La capa se le cayó. Él la levantó. Sus labios se encontraron.
Sobre ellos, abrazados, moraban los ojos despiertos de Ventnor; llenos de alivio y alegría, y no carentes de cierta diversión.
Ella se soltó de los brazos de Drake, lo empujó lejos de ella, se quedó un momento temblorosa, con los ojos cubiertos.
—Ruth —excllamó Ventnor en voz baja.
—¡Oh! —ella clamó—. Oh, Martin... lo olvidé —ella corrió hacia él, lo abrazó con fuerza, el rostro escondido en su pecho. Su mano descansaba sobre los rizos castaños agrupados, tiernamente.
—Martín —ella levantó su rostro hacia él—. ¡Martin, se ha ido! ¡Soy... YO de nuevo! ¡Toda yo! ¿Qué sucedió? ¿Dónde está Norhala?
Yo empecé a hablar. ¿Ella no lo sabía? Por supuesto, yaciendo atada como lo había estado, con los velos desaparecidos, ella no podía haber visto nada de la estupenda tragedia representada más allá de los mismos, pero ¿no había dicho Ventnor que, poseída por la inexplicable obsesión evocada por la extraña mujer, Ruth había visto con los ojos de Norhala... con su mente?
¿Y no había evidencia de que en su cuerpo se hacían eco los tormentos de Norhala? ¿Lo había ella olvidado? Empecé a hablar; me detuvo la rápida mirada de advertencia de Ventnor.
—Ella está... en el Abismo —le respondió en voz baja—. Pero ¿no recuerdas nada, hermanita?
—Hay algo en mi mente que se ha borrado —respondió—. Recuerdo la ciudad de Cherkis, y tu tortura, Martin, y mi tortura.
El rostro de él palideció. La frente de Ventnor se contrajo con ansiedad. Yo sabía por lo que miraba, pero el rostro avergonzado de Ruth era completamente humano; sobre ella no había ni sombra ni rastro de aquella alma ajena que tan pocas horas después nos había amenazado.
—Sí —asintió ella con la cabeza—, lo recuerdo. Y recuerdo cómo Norhala les pagó. Recuerdo estar feliz, tremendamente feliz, y luego cansada, muy cansada. Y luego... llego al lugar borrado. —terminó perpleja.
De manera deliberada, casi banal, si no me hubiera dado cuenta de su propósito, él cambió de tema. La apartó de él con el brazo extendido.
—¡Ruth!. —exclamó, mitad burlona, mitad reprobatoria—. ¿No crees que tu atuendo matutino es un poco escaso incluso para este rincón de la tierra olvidado de Dios?
Con los labios entreabiertos de puro asombro, ella lo miró. Luego sus ojos se posaron en sus pies descalzos, en sus rodillas con hoyuelos. Se cruzó los pechos con los brazos; el rojo rosado transformó toda su piel clara.
—¡Oh!. —ella jadeó—. ¡Oh! —Y se escondió de Drake y de mí detrás de la alta figura de su hermano.
Me acerqué a la pila de tejidos de seda, tomé la capa y se la arrojé. Ventnor señaló las alforjas.
—Tienes otro equipo allí, Ruth —dijo—. Daremos una vuelta por el lugar. Llámanos cuando estés lista. Conseguiremos algo de comer e iremos a ver qué está pasando ahí fuera.
Ella asintió. Atravesamos las cortinas y salimos del pasillo a la cámara que había sido de Norhala. Allí nos detuvimos, Drake miró a Martin con cierta vergüenza. El hombre mayor le tendió la mano.
—Lo sabía, Drake —dijo—. Ruth me lo contó todo cuando Cherkis nos retuvo. Y me alegro mucho. Es hora de que tenga una casa propia y no corra por los lugares perdidos conmigo. La extrañaré, la extrañaré condenadamente, por supuesto. Pero me alegro, muchacho, ¡me alegro!
Hubo un pequeño silencio mientras cada uno miraba profundamente en el corazón del otro. Entonces Ventnor soltó la mano de Dick.
—Y ESO es todo —dijo—. El problema que tenemos ante nosotros es: ¿cómo vamos a volver a casa?
—La... COSA... está muerta —Hablé con una convicción absoluta que me sorprendió, ya que no se basó en ninguna evidencia conocida realmente tangible.
—Eso creo —dijo—. No, lo sé. Sin embargo, aunque podemos pasar por encima de su cuerpo, ¿cómo podemos salir de su guarida? Ese tobogán por el que cabalgamos con Norhala es imposible de escalar. Las paredes no se pueden escalar. Y ahí está ese abismo, ella, se abrió para nosotros. ¿Cómo podemos cruzar ESO? El túnel a las ruinas estaba sellado. Quedan restos de posibles caminos del camino a través del bosque hasta lo que fue la Ciudad de Cherkis. Francamente, detesto aceptarlo.
—No estoy del todo seguro de que todos los hombres armados hayan sido asesinados, de que algunos pocos pueden no haber escapado y estar acechando allí. Sería muy fácil para nosotros si cayéramos en sus manos ahora.
—Y no estoy seguro de ESO —objetó Drake—. Creo que su ánimo y empuje deben estar completamente fuera de combate, si es que queda alguno. Creo que si nos vieran venir, lo golpearían tan rápido que fumarían con la fricción.
—Hay algo en eso —sonrió Ventnor—. Aún así, no estoy dispuesto a correr el riesgo. De todos modos, lo primero que hay que hacer es ver qué sucedió allí en el Abismo. Tal vez tengamos alguna otra idea después de eso.
—Sé lo que pasó allí —anunció Drake, sorprendentemente—. ¡Fue un cortocircuito!
Lo miramos boquiabiertos, desconcertados.
—¡Quemado! —dijo Drake—. Todos los condenados, quemados. ¿Qué eran, después de todo? Muchas dínamos vivientes. Dinamotores, mejor dicho. Y de repente tuvieron demasiada energía encendida. Explotaron sus aislamientos, fueran lo que fueran.
—Bang, desaparecieron. Quemados, cortocircuitados. No pretendo saber por qué ni cómo. ¡Disparates! Lo se. Los conos eran una especie de fuerza inmensamente concentrada: eléctrica, magnética; una o ambas o más. Yo mismo creo que probablemente eran sólido, en cierto modo, coronio.
—Si unos veinte de los más grandes científicos que el mundo ha conocido tienen razón, el coronio es... bueno, llámalo energía cuajada. La potencialidad eléctrica del Niágara en una punta de polvo de fuego amarillo. Muy bien, ellos o TÚ perdieron el control. Cada punta de un alfiler se convirtió en un Niágara. Y mientras lo hacía, se expandió de un punto de polvo controlado a una catarata incontrolada; en otras palabras, su energía se desató y no se bloqueó.
—Muy bien, ¿qué siguió? ¿Qué TENÍA que seguir? Cada batería viviente de bloques, globos y púas se sobrecargó y se volvió… sangrienta. El valle debe haber sido un pequeño y dulce volcán mientras ocurría ese cortocircuito. Muy bien, bajemos y veamos qué le hizo a tu tobogán imposible de escalar y a tus paredes imposibles de escalar, Ventnor. No estoy seguro de que no podamos salir de esa manera.
—Vamos; todo está listo —estaba llamando Ruth; su invocación bloqueó cualquier objeción que pudiéramos haber planteado al argumento de Drake.
No fue una dríada, ni una doncella vestida de pagana angustiada lo que vimos cuando regresamos a la habitación de la piscina. Con calzones y falda corta, recatada y serena, rizos rebeldes mantenidos severamente en su lugar por una gorra ajustada y pies delgados firmemente calzados, Ruth se cernía sobre la tetera humeante que se balanceaba sobre la lámpara de alcohol.
Y ella se quedó muy callada mientras nos apresuramos a romper el ayuno. Ni cuando terminamos fue a Drake. Se aferró a su hermano ya su lado mientras avanzábamos por el camino, a través de la lluvia, hacia la cornisa entre los acantilados donde los velos habían brillado.
Más y más caliente crecía a medida que avanzábamos; el aire humeaba como un baño turco. Las brumas se agruparon tan densamente que por fin avanzamos a tientas paso a paso, abrazados.
—Inútil —jadeó Ventnor—. No pudimos ver. Tendremos que dar marcha atrás.
—¡Quemado! —dijo Dick—. ¿No te lo dije? Todo el valle era un volcán. Y con ese diluvio cayendo en él, ¿por qué no habría niebla? Es por eso que HAY niebla. Tendremos que esperar hasta que se aclare.
Caminamos de regreso al globo azul.
Todo ese día cayó la lluvia. A lo largo de las pocas horas restantes de luz diurna, deambulamos por la casa de Norhala, examinando sus contenidos más interesantes, o nos sentamos a teorizar, discutiendo todas las fases de los fenómenos que habíamos presenciado.
Le contamos a Ruth lo que había ocurrido después de que ella se uniera a Norhala; y de la enigmática lucha entre el disco glorioso y la Cosa hoscamente llameante a la que he llamado el Guardián.
Le contamos del entierro de Norhala.
Cuando ella escuchó eso, lloró.
—Ella era dulce —sollozó—. Ella era encantadora. Y ella era hermosa. Cariñosamente ella me amaba. SÉ que ella me amaba. Oh, sé que nosotros, los nuestros y lo que era de ella no podíamos compartir el mundo juntos. ¡Pero se me ocurre que la Tierra habría sido mucho menos venenosa para los que eran de Norhala que para nosotros y los nuestros!
Llorando, atravesó las cortinas y se dirigió a la habitación de Norhala.
Ciertamente era una cosa extraña que ella hubiera dicho, pensé, mirándola irse. Que el jardín del mundo sería mucho menos venenoso floreciendo con esas Cosas de cristal y metal casados y fuegos magnéticos que fértil como ahora con nosotros de carne, sangre y huesos. A mí me llegaron las apreciaciones de sus armonías, y mezcladas con esas percepciones había otras personas de la humanidad: discordantes, descoordinadas, siempre luchando, siempre luchando por destruirse a sí misma.
Hubo un quejumbroso relincho en la puerta abierta. Una cara larga y peluda, un par de ojos pacientes e inquisitivos miraron adentro. Era un poni. Por un momento nos miró y luego trotó confiadamente; deambuló hacia nosotros; asomó su cabeza contra mi costado.
Lo había montado uno de los persas a los que había matado Rut, porque debajo de él se deslizó de las cinchas y colgó una silla de montar. Y su dueño debió haber sido amable con él; lo sabíamos por la falta de temor que nos tenía. Impulsado por la tempestad de la noche anterior, el instinto lo había devuelto a la protección del hombre.
—¡Suerte! —suspiró Drake.
Se ocupó del poni, quitó la silla colgante y lo acicaló.
Esa noche dormimos bien. Al despertar, descubrimos que la tormenta se había vuelto violenta de nuevo; el viento rugía y la lluvia caía a tal volumen que era imposible llegar al Abismo. De hecho, lo intentamos dos veces; pero el camino liso era un torrente y, empapados hasta la piel con nuestros aceites, finalmente abandonamos el intento. Ruth y Drake se alejaron juntos entre las otras cámaras del globo; estaban absortos en sí mismos, y no nos imponíamos a ellos. Todo el día cayeron torrentes.
Esa noche nos sentamos a lo que era casi la última de las tiendas de Ventnor. Al parecer, Ruth se había olvidado de Norhala; al menos, no habló más de ella.
—Martin —dijo—, ¿no podemos volver mañana? Quiero irme lejos. Quiero volver a nuestro propio mundo.
—Tan pronto como cese la tormenta, Ruth — respondió—, partiremos. Hermanita, yo también quiero que regreses rápido.
A la mañana siguiente, la tormenta había cesado. Nos despertamos poco después del amanecer con una luz clara y brillante. Tomamos un desayuno silencioso y apresurado. Las alforjas estaban empacadas y atadas al poni. Dentro de ellos había lo que podíamos llevar de recuerdos de la casa de Norhala: una armadura lacada, un par de capas y sandalias, las peinetas con pedrería. Ruth y Drake al lado del poni, Ventnor y yo a la cabeza, nos dirigimos hacia el Abismo.
—Probablemente tendremos que volver, Walter —dijo—. No creo que el lugar sea transitable.
Señalé: en ese momento estábamos justo sobre el umbral del globo de los elfos. Donde los velos se habían extendido entre los pilares perpendiculares de los acantilados, ahora había una abertura ancha y de bordes irregulares.
La calzada que había pasado tan suavemente a través de los escarpes estaba bloqueada por una barrera de mil pies. Por encima, más allá, pude ver a través de la claridad cristalina del aire las paredes opuestas.
—Podemos escalar —dijo Ventnor. Seguimos adelante y llegamos a la base de la barrera. Allí había caído una avalancha; la barricada eran los escombros de los acantilados desgarrados, su polvo, sus guijarros, sus cantos rodados. Trabajamos duro; llegamos a la cima; miramos hacia el valle.
Cuando lo vimos por primera vez, habíamos contemplado un mar de resplandor atravesado por bosques lanzados, barrido por gigantescos gonfalones de llamas; la habíamos visto vaciarse de sus brumas ardientes: una vasta pizarra cubierta con la quirografía de un dios matemático; lo habíamos visto lleno del símbolo de las Hordas de Metal y dominado por el colosal jeroglífico integrado de la Ciudad viviente; lo habíamos visto como un lago radiante sobre el que crecían extraños soles; un lago de espuma de llama amarilla sobre el que caía un granizo centelleante, dentro del cual se elevaban torres isleñas y un monte que se ahogaba corriendo con cataratas de fuegos solares; aquí habíamos visto a una mujer diosa, un ser mitad de la tierra, mitad de lo desconocido encerrado dentro de una tumba viviente (una tumba moribunda) de misterios llameantes; había visto a un Satanás de metal en forma de cruz, un cristal llameante y hosco que Judas traicionaba a sí mismo.
Donde habíamos mirado hacia lo insondable, habíamos vislumbrado el infinito, habíamos oído y habíamos visto lo inexplicable, ahora había...
¡Escoria!
El anillo de amatistina del que se habían derramado los velos circulares estaba agrietado y ennegrecido; como una veta de carbón se había extendido alrededor del Abismo, una corona de duelo. Los velos se habían ido. El suelo del valle estaba agrietado y ennegrecido; sus patrones, sus escritos quemados. Por lo que podíamos ver, se extendía un mar de escoria, negra como el carbón, vitrificada y muerta.
Aquí y allá se extendían negros montículos; Se levantaban enormes pilares, doblados y retorcidos como si hubieran sido chorros de lava enfriada hasta la rigidez antes de que pudieran hundirse o romperse. Estas formas se apilaban más densamente alrededor de un inmenso montículo calcificado. Eran lo que quedaba de las Hordas de lucha, y el montículo era lo que había sido el Monstruo de Metal.
¡En algún lugar estaban las cenizas de Norhala, selladas por fuego en la urna del Emperador de Metal!
De lado a lado del Abismo, en playas rotas y en olas y montículos, en colmillos ennegrecidos y distorsionados y en alturas deformadas que se extendían con horroroso patetismo en miles de formas hacia el montículo carbonizado, no había más que escoria.
De las grietas y los huecos aún llenos de agua salían pequeñas coronas de vapor. En esos futiles espectros de vapor estaba todo lo que quedaba del poder del Monstruo de Metal.
Había esperado una catástrofe, una tragedia que sabía que encontraríamos, pero no había buscado nada tan lleno de la abominación de la desolación, tan espantoso como esto.
—¡Quemado! —murmuró Drake—. ¡Cortocircuitado y quemado! ¡Como una dinamo, como una luz eléctrica!
—¡Destino! —dijo Ventnor—. ¡Destino! Aún no había llegado la hora de que el hombre renunciara a su soberanía sobre el mundo. ¡Destino!
Comenzamos a caminar por los escombros amontonados y salimos a la llanura. Durante todo ese día y parte del otro buscamos una abertura fuera del Abismo.
En todas partes estaba la increíble calcificación. Las superficies que habían sido los caparazones metálicos lisos con los ojos diminutos en lo profundo de ellos, se derrumbaron bajo el golpe más leve. No pasaría mucho tiempo hasta que bajo el viento y la lluvia se disolvieron en polvo y barro.
Y se hizo cada vez más obvio que la teoría de la destrucción de Drake era correcta. El Monstruo había sido un imán prodigioso o, más bien, una dinamo prodigiosa. Por magnetismo, por electricidad, había vivido y se había activado.
Cualquiera que sea la fuerza con la que se construyeron los conos y que he comparado con el material hecho con energía, ciertamente era similar a las energías electromagnéticas.
Cuando, en el cataclismo, esa fuerza se difundió, se creó un campo magnético de increíble intensidad; se había concentrado una carga eléctrica de magnitud inconcebible.
Al descargar, había destruido al Monstruo, le había provocado un cortocircuito y lo había quemado.
Pero ¿qué fue lo que condujo al cataclismo? ¿Qué fue lo que había vuelto al Monstruo de Metal contra sí mismo? ¿Qué desarmonía se había deslizado en ese orden celestial para poner en movimiento la maquinaria de la desintegración?
Solo pudimos conjeturar. La Forma cruciforme que he nombrado el Guardián fue el agente de destrucción, de eso no podía haber ninguna duda. En el enigmático organismo que, aunque muchos aún eran uno y que, conservando su integridad como un todo, podía disociar múltiples partes y aún así, como un todo, mantener un contacto y una dirección invisibles sobre ellas a través de millas de espacio, el Guardián tenía su lugar, su trabajo, sus deberes.
También lo había hecho ese maravilloso Disco cuyo poder visible y concentrado, cuyo liderazgo manifiesto, nos había hecho nombrarlo emperador.
¿Y no había llamado Norhala al Disco... Gobernante?
¿Cuáles eran las responsabilidades de estos dos para con la masa del organismo del que eran unidades tan importantes? ¿Cuáles eran las leyes que administraban, las leyes que debían obedecer?
Algo ciertamente de esa misteriosa ley que Maeterlinck ha llamado el espíritu de la Colmena, y algo infinitamente más grande, como eso que gobierna el enjambre de abejas solares de los orbes agrupados de Hércules.
¿Había evolucionado dentro del Guardián de los Conos, guardián e ingeniero como parecía haber sido, ambición?
¿Había surgido en su interior la determinación de arrebatarle poder al Disco, de ocupar su lugar como Gobernante?
¿De qué otra manera explicar ese conflicto que había sentido cuando el Emperador nos arrancó a Drake ya mí de las garras del Guardián esa noche después de la orgía de la alimentación?
¿De qué otra manera explicar ese duelo en el destrozado Salón de los Conos cuyo final había sido la señal del cataclismo final?
¿De qué otra manera se explica la alineación de los cubos detrás del Guardián contra los globos y pirámides que permanecen leales a la voluntad del Disco?
Hablamos de esto, Ventnor y yo.
—Este mundo —reflexionó—, es un lugar de lucha. El aire, el mar, la tierra y todas las cosas que habitan dentro y sobre ellos deben luchar por la vida. La Tierra, no Marte, es el planeta de la guerra. Tengo una teoría —vaciló—, de que las corrientes magnéticas que son la fuerza nerviosa de este globo nuestro eran las que alimentaban las Cosas de Metal.
—Dentro de esas corrientes está el espíritu de la tierra. Y siempre han estado sobrecargadas de contiendas, de odios, de guerras. ¿Fueron estas atraídos por las Cosas mientras se alimentaban? ¿Ocurrió que el Guardián se volvió... SINTONIZADO con ellas? ¿Que las absorbió y respondió a ellas, volviéndose aún más sensible a estas fuerzas, hasta que reflejó a la humanidad?
—Quién sabe, Goodwin, ¿quién puede decirlo?
Enigma, a menos que se acepten las explicaciones que he arriesgado, debe seguir siendo ese monstruoso suicidio. Enigma, salvo por las teorías inconclusas, debe seguir siendo la cuestión del origen del Monstruo.
Si hubo respuestas, se perdieron para siempre en la escoria que pisamos.
Era la tarde del segundo día cuando encontramos una grieta en la pared destruida del valle. Decidimos probarlo. No nos habíamos atrevido a tomar el camino por el que Norhala nos había conducido a la ciudad.
El tobogán gigante estaba quebrado y se podía escalar. Pero aunque hubiéramos podido atravesar con seguridad el túnel del abismo, aún quedaba el abismo sobre el que no podríamos haber lanzado ningún puente. Y si hubiéramos podido salvarlo aún al final de ese camino era el acantilado cuyo pozo Norhala había sellado con sus relámpagos.
Entonces entramos en la grieta.
De nuestros vagabundeos a partir de entonces no necesito escribir. De la grieta emergimos a un laberinto de valles, y después de un mes en ese desierto, viviendo de la caza que podíamos disparar, encontramos un camino que nos llevó a Gyantse.
En otras seis semanas estábamos en casa en Estados Unidos.
Mi historia ha terminado.
Allí, en el desierto del Trans-Himalaya, está el globo azul que fue el extraño hogar de la bruja del rayo y, al mirar atrás, siento que ahora no podría haber sido del todo una mujer.
Allí está el vasto pozo con su corona de picos fantásticos; su piso calcinado y simbolizado y el cuerpo desmoronado de lo inexplicable, lo increíble que, vivo, era la sombra de la extinción, la aniquilación, revoloteando para arrojarse sobre la humanidad. Esa sombra se ha ido; ese manto retirado.
Pero para mí, para cada uno de los cuatro que vimos esos fenómenos, su lección sigue siendo imposible de erradicar; dándonos una nueva fuerza y propósito, enseñándonos una nueva humildad.
Porque en ese vasto crisol de vida del que somos una parte tan pequeña, ¿qué otras Formas pueden surgir ahora para sumergirnos?
En ese vasto depósito de fuerza que es el infinito lleno de misterio a través del cual rodamos, ¿qué otras sombras pueden estar acechando sobre nosotros?
¿Quién sabe?