Título: Clásicos de Ciencia Ficción - núm. 12
• Criaturas del Abismo
(Versión gratuita en español. Prohibida su venta.)
Traducción y Edición: Artifacs.
Ebook publicado en marzo de 2022 en Artifacs Libros
Obra Original de Murray Leinster con Copyright en el Dominio Público.
Creatures of the Abyss (THE BERKLEY PUBLISHING CORPORATION, ©1961, BY MURRAY LEINSTER)
Texto en inglés publicado en Proyecto Gutenberg el 9 de junio de 2013.
Texto en inglés revisado y producido por Greg Weeks, Mary Meehan y el Online Distributed Proofreading Team.
Clásicos Ciencia Ficción No. 12 se publica gratis bajo Licencia CC-BY-NC-SA 4.0 https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/legalcode.es
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Murray Leinster (seudónimo de William Fitzgerald Jenkins), fue un escritor estadounidense de ciencia ficción y ucronías. Escribió y publicó más de 1500 cuentos y artículos, 14 guiones de películas y cientos de guiones de radio y obras teatrales para televisión, inspirando varias series como Tierra de Gigantes y El Túnel del Tiempo.
También fue inventor, conocido por el proceso de proyección frontal usado en efectos especiales en cine y televisión, en lugar del más antiguo proceso de proyección trasera y como alternativa a la pantalla azul.
Leinster comenzó a aparecer a finales de los años 1910 en revistas pulp como Argosy y después en Astounding Stories. Fue muy prolífico y tuvo éxito en los subgenéros del oeste, el misterio, el horror y especialmente la ciencia ficción.
Se le atribuye la invención de relatos de universos paralelos. Cuatro años antes de que saliera The Legion of Time de Jack Williamson, Leinster escribió su relato Sidewise in Time, publicado por primera vez en Astounding en junio de 1934. Esta fue la primera vez que el extraño concepto de mundos alternativos apareció en la ciencia ficción moderna. La visión de Leinster de las extraordinarias oscilaciones de tiempo en la naturaleza tuvieron un efecto a largo plazo en otros autores, como en las obras Living Space, The Red Queen's Race o la famosa The End of Eternity de Isaac Asimov.
Fuente: Wikipedia.
El momento había llegado en que Terry Holt supo que simplemente estaba estancado con Jiménez y Cía. —Jiménez y Compañía [1]— en la ciudad de Manila. No estaba llegando a ninguna parte. Así que, tristemente, se preparó para dar fin a los asuntos de la empresa, a los suyos propios y a empezar de nuevo. Parecía apropiado hacer inventario, consultar a la policía —habían sido tanto amables como cooperativos— y planear algo nuevo. Pero primero parecía buena idea irse a otra parte durante un tiempo, hasta que el problema presentado por La Rubia, [2] el radar, los peces y las orejas de ellos, [3] quedara arreglado. Estaba trabajando en el inventario cuando se abrió la puerta, sonó la campanita de aviso y la chica entró en la tienda.
Él alzó la vista con ojo cauto, mirando por encima del tabique separador del área del taller en la que se ensamblaba la mercancía de Jiménez y Cía en venta. Había cierta gente que no debía entrar en la tienda. La policía coincidía con él. Estaba preparado a echar a todo aquel que viniera a exigir que construyera esto y lo otro, o a exigir que no construyera esto y lo otro. En tales expulsiones forzosas le respalban las autoridades de la ciudad y de la República de Filipinas.
Pero este cliente era una chica. Era una chica bonita. Tenía un agradable bronceado. Su maquillaje, si llevaba alguno, parecía natural, y ella cargaba bajo el brazo un paquete considerable. La chica se volvió para cerrar la puerta tras ella. Obviamente era de los Estados Unidos, así que Terry dijo en inglés: —Buenas tardes. ¿Puedo hacer algo por usted?
Ella pareció aliviada.
—¡Ah! Podemos hablar en inglés—dijo agradecida—. Me temía que tendría problemas. Tengo dificultades con el español.
Terry salió de detrás de la partición que delimitaba el taller. La tienda tenía seis metros de ancho y en su mayor extensión de vidrio rezaba: Jiménez y Cía. en letras grandes. A Jiménez, al ahora desvanecido socio de Terry, le gustaba ver su nombre en letras grandes. Bajo el nombre estaba la frase Especialidades Electrónicas y Físicas. Ahí es donde entraba Terry. Él ensamblaba especialidades relacionadas con la electrónica y la física moderna. Jiménez las vendía, no de modo muy sabio, pero con bastante éxito. En la esquina inferior de la ventana había una modesta frase: Orejas de Ellos, que no significaba nada para nadie salvo para ciertos pescadores mercantes, todos los cuales negarían tal hecho.
La chica miró dudosa en derredor. El frontal de la tienda mostraba dos lavadoras eléctricas de un blanco deslumbrante, cuatro refrigeradores eléctricos y dos arcones de alta congelación.
—Pero no estoy segura de que esta sea la tienda correcta—dijo ella—. No busco neveras.
—Son solo para el escaparate—dijo Terry—. Mi antiguo asociado intentaba llevar una tienda de electrodomésticos. Pero en Manila, los que compran esas cosas solo quieren los últimos modelos. Todo eso lleva ahí desde el año pasado. Por eso hacemos, hago, especialidades electrónicas y físicas. Pero voy a cerrar la tienda. ¿Qué está buscando?
La tienda estaba en un buen lugar para sus antiguos productos. En el exterior, en la Calle Enero, había locales donde podías comprar marisco en cantidad, madreperla, brea, cuerda de bonote, bèche-de-mer, copra, aceite combustible, repuestos para Diesel y nidos de pájaros comestibles. Especialidades encajaba con eso. Pero aunque en verdad era bastante respetable, el barrio no era exactamente donde uno esperaría encontrar a una chica como esta comprando lo que fuese que compraba una chica como esta.
—Estoy buscando—explicó ella—, a alguien que fabrique un artefacto especial, probablemente electrónico, para el barco de mi padre.
—¡Ah!—dijo Terry con pesar—. Eso es exactamente lo mío, como se evidencia en español en la ventana y en tagalo, malayo y chino en las tarjetas que pueden leerse a través del cristal. Pero voy a suspender las operaciones durante un tiempo. ¿Qué tipo de artefacto especial? ¿Radar...? No. Dudo que quiera usted orejas de ellos...
—¿Qué es eso de...?
—Oídos submarinos—dijo Terry—. Para barcos de pesca. El nombre no aclara mucho. Captan sonidos bajo el agua, lo cual permite escuchar el oleaje a gran distancia. Lo cual puede ser útil. Algunos peces hacen ruidos y los pescadores usan estos oídos para escuchar a escondidas y pescarlos. ¡Pero a usted no va a interesarle nada de eso!
La chica se iluminó visiblemente.
—¡Pues sí! Algo muy parecido, en cierto modo. Eche un vistazo a esto y verá lo que mi padre quiere que fabriquen.
Puso su paquete encima de una unidad de alta congelación y le quitó el embalaje de papel. El objeto dentro era una especie de pala curva con un mango en un extremo. Tenía un metro de largo, hecha de madera fibrosa de color claro, y la parte convexa de la curvatura estaba tallada con peculiares crestas transversales.
—Una pala para dirigir la pesca—explicó ella—. De Alua.
Él la examinó. Sabía vagamente que Alua era una isla en algún lugar cerca de Bohol.
—Naturalmente, una pala para dirigir la pesca se usa para dirigir peces—dijo ella—. Para ... pastorearlos, podría decirse. La gente sale a aguas poco profundas y forma una línea. Luego golpean la superficie del agua con palas como estas. Los peces intentan alejarse del sonido y la gente los pastorea hacia donde quieren, hacia trampas para peces, por lo general. Yo he probado esta llevando traje de baño. Sientes hormigueo en la piel... picor, más bien. Es como la sensación de alfileres y agujas. ¡Los peces se alejarían de un ruido submarino así!
Terry examinó la talla. —¿Y?
—Por supuesto, nosotros creemos que hay algo especial en el ruido que hacen estas palas. ¿Quizá sea una forma de onda especial?
—Posiblemente—admitió él—. Pero...
—Queremos algo que haga lo mismo a mayor escala. Direccional, si es posible. No una pala, por supuesto. Algo mejor. Más grande. Más fuerte. Continuo. Queremos dirigir la pesca y esta pala tiene un efecto limitado.
—¿Por qué quieren dirigir la pesca?— preguntó Terry.
—¿Por qué no?— preguntó la chica observándole la cara.
Él frunció un poco el ceño al considerar el problema que planteaba la chica.
—Oh, ellos [4] podrían objetar—dijo él distraídamente.
—¿Quién?
—Ellos—repitió él—. Es una superstición. La palabra significa ellos. Son chismes bajo el océano que escuchan a los peces y a los pescadores.
—No habla en serio —eso fue una afirmación.
—No —admitió él sin dejar de mirar la pala—. Pero los pescadores modernos y profesionales que compran oídos submarinos por sonadas razones comerciales los llaman orejas de ellos y todo el mundo sabe lo que quieren decir, incluso en la flota pesquera moderna.
—La cual—dijo la chica—, Jiménez y Cía. ha tenido una gran influencia en su modernización. Por eso vine aquí. Su nombre es Terry Holt, creo. Un Capitán de la Armada Estadounidense dijo que usted podía hacer lo que quiere mi padre.
Terry asintió súbitamente para sí mismo.
—Lo que ustedes quieren —dijo él abruptamente—, podría hacerse con una grabadora de cinta, un oído submarino y una bocina subacuática. Hace una grabación de esos golpes bajo el agua, edita la cinta para hacer que los golpes sean prácticamente continuos y luego pone la cinta a través de una bocina submarina para reproducir los sonidos a voluntad. Eso debería funcionar.
—¡Bien! ¿Para cuándo puede usted hacerlo?— preguntó ella.
—Me temo que para nunca—dijo Terry—. Me parece que he sido demasiado eficiente en la actualización de la flota pesquera. Me marcho de la ciudad por el bien de la ciudad.
Ella lo miró inquisitivamente.
—No —la tranquilizó él—. No ha sido la policía quien me ha pedido que me marche. La policía se alegra de que me vaya, pero son bastante cordiales y están de acuerdo en que vuelva cuando alguien descubra cómo pesca peces La Rubia.
—¿La Rubia?
—Significa pelo claro —le dijo él—. Es el nombre de un barco pesquero. Ha encontrado un sitio donde los peces prácticamente se pelean por meterse en sus redes. Desde hace meses, regresa de cada viaje cargado hasta la borda. ¡Y viaja rápido! Naturalmente, los demás pescadores quieren entrar en la fiesta.
—¿Y?
—Los viajes de bonanza—explicó Terry—, comenzaron inmediatamente después de que La Rubia instalara oídos submarinos. Inmediatamente todos los otros barcos los instalaron. Mi exsocio los vendía más rápido de lo que yo podía fabricarlos. Y nadie se arrepiente de tenerlos. Aumentan las capturas. Pero no se comparan con La Rubia. ¡Ese barco está ganando mucho dinero! Ha encontrado un sitio o tiene algún truco que la carga de peces hasta arriba cada vez que se hace a la mar.
La chica hizo un sonido interrogativo.
—Los demás pescadores piensan que hay un lugar —agregó Terry—, así que se unieron contra el barco. Hace dos meses, cuando salió a navegar, toda la flota pesquera lo siguió. Se pegaron a él como una lapa. Así navegó durante una semana entera, y sin echar una red por la borda. Luego regresó a Manila vacío. La flota pesquera estaba furiosa. El precio del pescado había subido por las nubes en su ausencia. A pesar de todo, se hicieron a la mar para ganar algo de dinero. Cuando regresaron, descubrieron que La Rubia había zarpado y regresado antes de que ellos hubieran vuelto, y estaba cargado de pescado, y el mercado volvió a la normalidad. Hubo resentimiento. Hubo peleas. Algunos pescadores aterrizaron en el hospital y otros en la cárcel.
Un camión a motor pasó por la calle frente a la ahora moribunda tienda de Jiménez y Cía.. La chica automáticamente volvió los ojos hacia la fuente del ruido. Luego volvió a mirar a Terry.
—Y luego Jiménez, mi antiguo socio, tuvo una serie de ideas —dijo Terry con pesar—. Vendió al patrón de La Rubia la idea de un radar de corto alcance. Yo le construí un artefacto. Funciona bien hasta unas veinte millas. La Rubia navegó a la penumbra de la luna con cincuenta barcos de pesca detrás jurando que la seguirían hasta el infierno si fuese preciso. Cuando cayó la noche, La Rubia apagó las luces, usó su radar para localizar a los otros barcos, que no podían verla, y se escabulló entre ellos. Regresó cargada de pesca. Hubo nuevas peleas y más hombres en el hospital y la cárcel. Algunos de los hombres de La Rubia se jactaron de haber usado el radar para esquivar a sus rivales. Y así fue como la policía se interesó por mí.
La chica había escuchado con interés. —¿Por qué?
—Pues porque Jiménez empezó a recibir pedidos de radar de otros propietarios de barcos pesqueros. Si La Rubia podía esquivarlos por radar, ellos podrían rastrearla por radar incluso en la oscuridad. Así que el patrón y la tripulación de La Rubia amenazaron a Jiménez con un feo destino para su persona si este entregaba un radar a cualquier otro barco. Y entonces los capitanes y tripulaciones de los otros barcos le amenazaron con aún peores destinos a su persona si no les entregaba el radar. Por eso Jiménez escapó dejándome a mí con el muerto.
La chica asintió.
—Y por eso —dijo Terry—, voy a cerrar la tienda. Entregaré el inventario a la policía y me iré a alguna parte hasta que alguien sepa dónde consigue la pesca La Rubia. Cuando las cosas se calmen, volveré y reabriré el negocio, sin Jiménez. Probablemente me ceñiré a puertas de sensor eléctrico, alarmas antirrobo, sistemas de televisión de circuito cerrado y cosas así. Solo entonces podría hacer ese dispositivo de emisión submarina, si su padre todavía lo quiere. Es mejor no hacerlo ahora.
—Oímos algo sobre su problema —dijo la chica—. Casi exactamente lo mismo que acaba de explicar usted.
Terry la miró fijamente. Luego dijo cortésmente: —¿Ah, si?
—Sí, yo pensé que...
—Entonces sabían ustedes —dijo Terry con más cortesía aún— que me iba de la ciudad y que no podía hacer el aparato que querían. ¿Sabía usted eso antes de venir aquí?
—Bueno —dijo la chica—, sus planes parecían encajar muy bien con los nuestros. Tenemos una goleta de veinticinco metros a punto de zarpar. Mi padre quiere un chisme como... como lo que usted ha descrito. Y como quiere usted viajar durante un tiempo, ¿por qué no sube a bordo de nuestro barco y fabrica allí lo que queremos? Le llevaremos donde quiera cuando esté terminado.
—Gracias —dijo Terry con gran cortesía—. Creo que he hecho el ridículo al explicárselo. Ya lo sabía usted todo. Me temo que la he aburrido horriblemente. Probablemente incluso sepa que Jiménez se llevó todos los fondos cuando escapó.
Ella vaciló y luego dijo: —Sí. Pensamos que...
—Que me iba a resultar difícil pagar la tarifa del vapor a cualquier parte —dijo sin cordialidad—. Y es cierto. También tenía usted esa información, ¿no?
—¡Por favor!— dijo ella con angustia—. Hace que suene como si...
—¿Tenía usted también una idea de lo que les cobraría por fabricar el dispositivo que quieren?
—Si pone usted un precio.
Terry pidió un precio. Estaba enfadado. La suma estaba lejos de ser pequeña. De hecho, era exorbitante, pero se sentía burlado al haber respondido cosas que ella ya sabía.
Ella abrió su bolso y sacó los billetes. Los dejó sobre el mostrador.
—Le dejo la pala —dijo ella secamente—. Nuestro barco es el Esperance. Lo encontrará ...—le nombró el fondeadero, que era el del club de yates más caro de Manila—. Una lancha le llevará cuando esté listo para zarpar. Estaría bien si pudiera zarpar mañana, y aun mejor si pudiera subir a bordo hoy.
Ella asintió de modo amistoso, abrió la puerta —sonó la campanilla— y salió.
Terry parpadeó. Luego maldijo y agarró la pila de billetes. Dos revolotearon al suelo y él perdió el tiempo recogiéndolos. Salió tras ella con el dinero en la mano.
Vio la puerta de un taxi cerrarse tras ella tres o cuatro puertas calle abajo. Al instante, el taxi se alejó como loco. Los taxistas de Manila son una raza especial de chóferes. Se dice que son todos lunáticos fugitivos con tendencias homicidas. El taxi bajó rugiendo por la abarrotada Calle Enero y giró la esquina.
Terry volvió a la tienda. Maldijo de nuevo. Miró el dinero en su mano. Totalizaba exactamente la excesiva cantidad que había mencionado como precio para una unidad electrónica de dirección de pesca, incluida la bocina subacuática.
—¡Demonios! —dijo enojado.
Sentía esa indignación especial que algunos hombres sienten al hallarse en esas dificultades que su orgullo les obliga a superar por sí mismos y que alguien se empeña en ayudar a solucionar. La indignación es mayor cuando ven menores posibilidades de éxito de solucionarlo ellos solos.
La situación de Terry era ofensiva para él porque, para empezar, no era culpa suya estar en este tipo de situación, o más bien porque sus problemas no eran previsibles ni por el más competente de los ingenieros electrónicos graduados. Se había entrenado para el trabajo que había emprendido. Se había preparado para ser competitivo. En la graduación se había encontrado con representantes de al menos tres grandes corporaciones que contrataban ingenieros en cuanto abandonaban los enclaustrados pasillos de aprendizaje. Terry había preguntado cuántos eran empleados en la categoría en la que él encajaba. Cuando un representante se jactó de que diez mil ingenieros de ese tipo estaban en la nómina de su empresa, Terry se negó de inmediato. Quería lograr algo por sí mismo, no como parte de un equipo de un millar de miembros. Cuanto más pequeña fuese la organización, mayores serán las posibilidades de satisfacción personal. No ganaría tanto dinero, pero ...
Era una cuestión de simple lógica. Si estaba mejor en una empresa muy pequeña, estaría mejor solo. Y casi lo había logrado. Había trabajado con Jiménez solo. Jiménez llevaba la organización de ventas, Terry era el personal de producción. En Manila había espacio para equipos electrónicos especiales (especialidades electrónicas y físicas). Había una excelente oportunidad para hacer un buen negocio. Comenzando con poco, incluso sin capital, confiaba en que se fortalecería en unos meses. Había flotas de taxis que equipar con radio de onda corta. Había que diseñar e instalar alarmas antirrobo, y todo tipo de configuraciones que diseñar. Y estas cosas todavía estaban en demanda. Sus expectativas tenían una base sólida. Nadie podría haber anticipado el desastre causado por el fenomenal éxito de La Rubia en la pesca comercial. Aun era irracional que fuera un desastre para Terry. Pero lo era.
Aunque, con mayor inmediatez, estaba indignado porque esta chica lo había sabido todo al entrar en la tienda. Probablemente hasta había sabido lo de su dispositivo de escucha submarina de diseño estándar, pues era muy bueno y direccional. Pero ella lo había dejado hablar, le había hecho preguntas aparentando interés cuando ya sabía todo sobre el asunto. Y al final, había hecho algo de lo más exasperante al pagarle por adelantado por algo que él se había negado a hacer, lo cual le colocaba ahora en la obligación de hacerlo.
Estaba inquieto. Necesitaba el dinero. Pero se oponía a que lo engañaran. Volvió a ese asunto sin sentido de hacer un inventario. Pasó el tiempo. No ocurrió nada. Nadie vino a la tienda. La policía había sido firme respecto a que los tripulantes de La Rubia no amenazaran a Terry. Habían sido igualmente firmes respecto a los otros que lo contraamenazaban. No entaron clientes ocasionales. Pasaron dos horas.
A las cuatro se abrió la puerta —con el tintineo de la campanilla— y entró el capitán de policía Felicio Horta.
—Buenas tardes —dijo este cordialmente.
Terry le gruñó.
—He oído —dijo Horta—, que te marchas de Manila.
Terry preguntó: —¿Es ese un modo de pedirme que me apresure y lo haga?
—¡Vaya, no! ¡Por supuesto que no!— protestó Horta—. Pero se dice que tienes nuevos y definitivos planes.
—¿Qué sabes tú de eso?— demandó Terry.
El capitán de policía Horta dijo amablemente: —Nada oficialmente. En privado sé que vas a ayudar a unos adinerados americanos a hacer experimentos en ... ¿oceanografía? En estudio de cosas oceánicas. Que te arrepientes de haber accedido a hacerlo. Que consideras cambiar de opinión. Que estás enojado.
La chica, por supuesto, podría haber inferido todo esto por su enojada salida fuera de la tienda con el dinero en la mano, demasiado tarde para detener el taxi. Pero Terry espetó: —¿Y quién diablos te ha contado todo eso?
El capitán de policía Horta se encogió de hombros. —Uno oye cosas. Espero que no sea cierto.
—¿Qué esperas que no sea cierto? ¿Que me marche o que no?
—Espero—dijo Horta benignamente—, que hagas lo que te venga en gana. Ahora mismo no estoy de servicio. Tengo mi coche fuera. Me ofrezco a llevarte si quieres ir a alguna parte, hasta algún vapor o a cualquier otro lugar. Si no quieres ir a ningún lado, me despido. Sin pre… prejuicios —finalizó—. Tú y yo nos hemos llevado bien. Espero que sigamos así.
Terry lo miró con aire calculador. El capitán de policía Horta era un hombre razonable y honesto. Sabía que Terry había contribuido a los problemas con la policía, pero sabía que eso era accidental por parte de Terry. No iba a guardarle rencor.
—¿Por qué?— Preguntó Terry con mesura, —¿Por qué has venido para ofrecerte a llevarme a alguna parte? ¿Hay alguna razón especial para querer que me vaya de la ciudad?
—No se trata de eso —dijo Horta—. Puede que sea deseable que tomes un rumbo de acción determinado, sí, pero no es porque te ausentes de aquí, es porque estarías presente en otro lugar especial. El problema se relaciona con La Rubia, pero de un modo que no podrías sospechar. Aunque tú eres totalmente un agente libre. Haz lo que quieras. Solo me gustaría que lo que hagas sea conveniente. Eso es todo.
Se pausó. Terry lo miró con el ceño fruncido. Horta lo intentó de nuevo.
—Digamos que tengo mucho interés en la oceanografía. Me gustaría que se hicieran algunas investigaciones.
—Estando tú, creo yo, especialmente interesado en la dirección de pesca—dijo Terry con escepticismo—, suenas como si estuvieras actuando extraoficialmente para hacer lo que no puedes hacer oficialmente.
Horta le sonrió cálidamente.
—Eso —pronunció—, es una conclusión lógica.
—¿Cuál es el objeto de la ... investigación, si es eso lo que es? ¿Y por qué elegirme a mí?
Horta se encogió de hombros y no respondió.
—¿Por qué no me lo dices?
—Amigo —dijo Horta—, nada me gustaría más que decírtelo. Me interesaría ver cómo encajas la idea. Pero eso sería fatal. Me creerías loco. Y también lo creerías de personas más importantes. Pero especialmente de mí.
Fue el turno de Terry de encogerse de hombros. Vaciló un buen rato. Si Horta hubiera intentado aplicar presión, se habría vuelto obstinado al instante. Pero no había presión. Primero la chica y ahora Horta intentaban atraerlo con el misterio y la seguridad de interés de los altos escalafones.
—¿Y La Rubia está involucrada en el secreto? —preguntó Terry.
—De un modo inocente —dijo Horta con prontitud—. Igual que tú.
—Gracias por tu fe en mi inocencia—dijo Terry con ironía—. Está bien. Si estoy involucrado, estoy involucrado. Intentaré dejar de estarlo siguiendo el juego.
Se volvió hacia el espacio del taller en la parte trasera de la tienda. Encontró cajas para empacar sus herramientas de trabajo y el considerable excedente de piezas necesarias para fabricar alarmas antirrobo, oídos submarinos y una variedad de chismes electrónicos que las empresas modernas consideraban cada vez más necesarios. Comenzó a empacarlos. Sorprendentemente, Horta lo ayudó. Cualquier hombre de sangre española tiende a ser escrupuloso con el trabajo manual. Si tiene un cargo oficial, su escrúpulo tiende a ser extremo. Pero Horta no solo ayudó a empacar las cajas con las piezas de Terry; ayudó a llevarlas a su coche afuera. Ayudó a cargarlas.
Terry giró la llave en la puerta y se la entregó, con el inventario casi completo del contenido de la tienda.
—Después de la escapada de Jiménez, dejo la tienda en tus manos—, observó.
Horta guardó la llave y el documento. Arrancó el motor de su coche y condujo por la Calle Enero. Conducía con sorprendente moderación para un oficial de policía autorizado a ignorar las reglas de tráfico. En poco rato, el área del muelle de Manila quedó atrás, y luego el resto del distrito comercial, y luego, durante un tiempo el automóvil recorrió las amplias calles más allá de las impresionantes residencias de los ricos. Parte de la arquitectura era notable. Un poco más allá el puerto, y la bahía, aparecieron de nuevo. El coche entró en los terrenos del club náutico más elegante de Manila. El diseño de la casa del club era asombroso. El coche se detuvo junto al muelle de los botes pequeños. Había dos hombres esperando allí. Sin recibir órdenes, aceptaron los paquetes que les entregó Horta. También sin órdenes, los llevaron al bote. Los cargaron en la lancha de motor con adornos de latón que esperaba allí.
—Sabían que íbamos a venir —dijo Terry brevemente—. ¿Me habrías traído de todos modos?
—Claro que no —dijo Horta—. Pero existen los teléfonos. Cuando salimos de la tienda se usó uno.
Los hombres que habían cargado los paquetes desaparecieron. Terry y Horta subieron a bordo. La lancha zarpó y se dirigió al puerto. Había una cañonera filipina, una portaminas y una barcaza americana a la vista. Había anclados buques cisterna y vapores y una gran variedad de embarcaciones más pequeñas. Un vapor de apariencia pesada en la parte superior surcaba el agua aceitosa a dos millas de distancia. La lancha se dirigió hacia una goleta de veinte metros anclada a una milla de la costa. Esta aumentaba y parecía más esbelta mientras la lancha se acercaba a ella.
La pequeña lancha pasó por debajo de la popa de la goleta y el nombre Esperance se mostró claramente. A estribor se lanzó una izadera. La lancha subió hábilmente y un hombre con sudadera y pantalones de algodón soltó la cuerda.
Dijo alegremente: —¿Cómo está, Sr. Holt?— Luego asintió hacia Horta—. Me alegra verle, capitán.— Ofreció la mano mientras Terry se enderezaba sobre la cubierta—. Mi nombre es Davis. Subiremos sus cosas a bordo de inmediato.
Aparecieron dos jóvenes de pelo rapado y con peto y se hicieron cargo del abigarrado lote de cajas que Terry y Horta habían preparado.
—¿Tiene aquí todo lo que necesita?— preguntó Davis con ansiedad—. ¿Serían útiles algunas cosas extra?
—Me vendrían bien algunos artículos—dijo Terry con rigidez.
Ya había desarrollado una aguda aversión debido al patente intento de inducirlo a unirse al Esperance. No tenía motivos para objetar, salvo que no se le había informado sobre la tarea que se le instaba a emprender.
—Además—agregó de repente—, al capitán Horta no se le ocurrió parar en mi hotel para que pudiera recoger mi equipaje.
—Escriba una lista de lo que quiere—, sugirió Davis—. Seguro que se puede hacer algo por su equipaje. Complete la lista. Si le falta algo no importa. Hay un escritorio en la cabina —Se volvió hacia Horta—. Capitán, ¿qué noticias hay sobre La Rubia?
—Ayer salió a navegar otra vez —dijo Horta con pesar—. La seguían muchos otros barcos. Y hoy habrá luna. Se levanta tarde, pero se levanta. Muchos marineros estarán vigilando desde los mástiles. Se dice que los pescadores han comprado todas las gafas de visión nocturna de Manila.
Su voz fue muriendo mientras Terry bajaba por la escalera de cubierta. Los bajos de cubierta eran atractivos. Nada de ostentación, pero la decoración era obviamente cara. Había sillones, lámparas eléctricas, un escritorio y estantes llenos de libros: dos o tres sobre electrónica y uno muy controvertido sobre monstruos y serpientes marinas. Había algunos sobre antropología. Sobre submarinismo. Sobre astronomía. Dos gruesos volúmenes sobre peces abisales. Había un estante de ficción y otros con libros de referencia para navegación, radio, mantenimiento y reparación de diesel. Había razones obvias para esto último, pero ninguna razón imaginable para dos libros sobre planetas solares.
Terry se sentó en el escritorio y compiló una lista de componentes electrónicos que sabía imposibles de conseguir en Manila. Se molestó al notar la suavidad de la operación que lo había llevado al Esperance. Encontró satisfacción en pedir algunos tubos de vacío de elementos múltiples imposibles de obtener salvo por pedido especial a los fabricantes en los Estados Unidos. Pero tomó tiempo pensar en ellos.
Cuando subió a cubierta media hora después, había enumerado solo seis componentes electrónicos. La lancha se había ido, y Horta con ella. Davis saludó a Terry tan cordialmente como antes.
—La lancha ha partido —dijo Terry con moderación—. Aquí está mi lista.
Davis ni siquiera la miró, pero hizo una seña a uno de los jóvenes rapados que habían descargado los paquetes.
—Este es Nick Alden —le dijo a Terry—. Es uno de la pandilla. Ocúpate de esta lista, Nick.
El joven de pelo corto tendió la mano y Terry se la estrechó. Eso parecía lo esperado. Luego siguió adelante con la lista y desapareció por la escalerilla de proa. Davis miró su reloj.
—Las cinco y media —observó—. Puede que una copa no esté mal.
Fue abajo y Terry examinó el Esperance. Tenía la pinta de una embarcación de recreo, pero estaba construida en base a algo más fiable. Había un cabrestante inusual a mitad del barco, con un carrete extraordinariamente grande. Junto a él había un pesado larguero con el que balancear algo fuera de borda. Había dos botes, bien estibados para las inclemencias del tiempo, y todo ese equipo que se omite a menudo, de modo que la goleta no resultaba convincente como mero pasatiempo del dueño de un yate.
Luego, Terry vio flotar de nuevo la lancha con adornos de latón, que salía del club náutico. La espuma se extendía por su arco. Una figura en ella saludó. Terry reconoció a la chica que había entrado en la tienda de Jiménez y Cía.. Sonreía y, a medida que la lancha se acercaba, a Terry le pareció que había triunfo en su sonrisa. Él se erizó. Luego vio algunos paquetes en la proa de la lancha. Junto a los paquetes, y él adivinaba incrédulo lo que eran, reconoció otra cosa: sus maletas y el baúl para el vapor. Para navegar con el Esperance no necesitaba bajar a tierra y recoger sus pertenencias. Se las llevaban directamente. Se convenció de que estas personas habían asumido que él iba a hacer lo que querían que hiciera, y sin consultar. Él se rebeló de inmediato. Siempre que otras personas daban por sentado que podían hacer planes por él, se volvía obstinado. Cuando estaba en un aprieto; y ahora estaba prácticamente varado en Manila con la necesidad de irse a otra parte durante un tiempo y sin dinero para hacerlo; era especialmente susceptible. Se encontró con el ceño fruncido y enojado, y más enojado porque lo que se requería de él habría sido muy conveniente si no hubiera habido ningún intento de engatusarlo.
La lancha rodeó la popa del Esperance. Davis llegó desde abajo con dos vasos. La chica dijo alegremente: —¡Mire! Tenemos sus artículos extra. Todos. Y su equipaje.
Terry dijo secamente: —¿Cómo ha llegado mi lista a tierra?
—Nick la transmitió —dijo Davis—. Por onda corta.
—¿Y dónde diablos encontraron los chismes que nombré?
—Eso —dijo Davis—, es parte del misterio que no le va a gustar.
—¡Cierto! —dijo Terry con gravedad—. No me gusta. No creo que vaya a seguirles el juego. Creo que volveré a tierra en la lancha.
—¡Espera! —dijo Davis. Estaba hablando con el operador de la lancha. Nick, el de pelo rapado, estaba en el acto de entregar la primera pieza de equipaje. Davis le indicó con la mano que no continuara—. Lo siento —le dijo a Terry—. Vamos a estar anclados aquí. Si cambia de opinión, la lancha lo traerá en cualquier momento.
Terry sacó el fajo de billetes que la chica había dejado en la tienda del desaparecido Jiménez. Se los entregó a la chica. Puso las manos detrás de la espalda y negó con la cabeza.
—Lo hemos metido en problemas —dijo ella amablemente, —y no hemos sido francos con usted. Esto es para compensarlo por ello.
—No lo aceptaré —dijo Terry con rigidez—. Insisto.
—No aceptaremos su devolución —dijo Davis—. ¡E insistimos!
Terry se sintió idiota. Había bastante brisa para que no fuese práctico dejar en el suelo la pila de billetes de banco. Saldrían volando. La chica miraba con remordimiento.
—Lo siento mucho —dijo ella—. Yo planeé el modo de llegar hasta usted. Es exactamente la persona que necesitamos, estamos seguros. Decidimos intentar que se uniera a nosotros. No podíamos explicarlo. Así que preguntamos cómo era usted. No es de los que se pueden contratar para hacer lo que le dicen sin hacer preguntas. El capitán Horta dijo que era usted un caballero. Así que, dado que no podíamos pedirle que se ofreciera voluntario sin más, aunque creo que lo haría si supiera lo que estamos a punto de hacer, intentamos atraerle para vivir la aventura. No ha funcionado. Y lo siento.
Terry tuvo la singular convicción de que la chica decía la exacta verdad. Y ella era una chica muy bonita, pero no usaba su apariencia para persuadirlo. Hablaba como una persona a otra. Reluctante, se encontró apaciguado.
—¡Mire! —dijo molesto—. Yo me iba de Manila. Necesito salir durante un tiempo. Voy a volver. Puedo hacer cualquier locura que quiera durante algunas semanas, o incluso durante un par de meses. ¡Pero no me gusta que me presionen! No me gusta que...
La chica sonrió de repente.
—De acuerdo, me quedaré con el dinero.
La chica sonrió más ampliamente y dijo: —Sr. Holt, nos vamos de crucero. Haremos escala en varios puertos de vez en cuando. Creemos que usted encajaría en nuestro grupo. Lo invitamos a venir en este crucero como nuestro invitado. Puede que usted sea útil o puede que no, como usted quiera. ¡Y no intentaremos pagarle por nada!
Davis asintió. Terry frunció el ceño. Luego habló tristemente.
—Tengo un don para hacer el ridículo —dijo con pesar—. Si lo dice de ese modo, ¡está bien! Iré. Pero me reservo el derecho de hacer conjeturas.
—¡Eso es estupendo! —dijo Davis cálidamente—. Si averigua lo que no le decimos, verá por qué no lo dijimos.
Hizo una seña a Nick y al operador de la lancha. Los paquetes llegaron a la cubierta del Esperance. Su equipaje vino después. Él recogió uno de los nuevos paquetes de cartón y examinó las marcas.
—Esto —dijo aún más tristemente—, me tiene perplejo. Habría jurado imposible conseguir uno de estos tubos especiales más cerca que Schenectady, Nueva York. ¡Pero han encontrado uno en Manila en minutos! ¿Cómo hicieron eso?
La chica dio una risotada.
—¡Terriblemente simple! —dijo ella—. Se lo diremos, pero no hasta que estemos de camino, de lo contrario se disgustaría usted tanto por la simplicidad que querría bajar a tierra otra vez.
El borde del sol tocaba el horizonte y se hundía por debajo, fuera de la vista. Había magníficos tintes en el cielo y el agua del puerto, que ondulaba suavemente, los reflejaba en incontables remolinos de color. El Esperance se balanceaba levemente y con mucha gracia en las olas chatas. En unos minutos, dos de los miembros con peto de la tripulación del barco levaron el ancla con profesionalidad. Uno de ellos fue abajo y el motor del Esperance empezó a rugir. Davis tomó tranquilo el timón y el pequeño yate comenzó a moverse hacia mar abierto mientras Nick pasaba a manguera de agua salada el ancla antes de amarrarla. El breve crepúsculo de los trópicos se transformó rápidamente en noche. Las luces parpadeaban y brillaban en la orilla y sobre el agua.
Terry se sentía más que un poco absurdo. La chica dijo amablemente, a su lado —Mi nombre es Deirdre, en caso de que no lo sepa".
—El mío es Terry, pero eso ya lo sabes.
—¡Naturalmente! —dijo ella enérgicamente—. Debería explicar que yo soy la cocinera del barco, y que los chicos de ahí adelante no son marineros profesionales, y que mi padre...
—No está en este asunto por dinero —dijo Terry—. Esto va estrictamente de otra cosa. Y no creo que sea un tesoro enterrado ni nada por el estilo.
—Nada tan prosaico —coincidió ella—. Bueno, si quieres unirte a una guardia, la harás tú. Si no, pues no la harás. El camarote de babor, el pequeño, es tuyo. Eres nuestro invitado. Si quieres algo, solo pídelo. Yo voy abajo a preparar la cena.
Ella lo dejó. Él reinspeccionó la cubierta y regresó donde Davis se sentaba plácido junto al timón del Esperance. Davis asintió.
—Ahora que te has unido —dijo meditativamente—, llevo un rato barruntando cómo, bueno, justificar todo este misterio. En parte fue idea de Deirdre. Pensó que el misterio haría nuestra propuesta más interesante y que así sería más probable que aceptases. Pero cuando pienso en explicarlo, no sé ni por dónde empezar.
Terry se sentó. El Esperance siguió su camino. Su proa se alzaba y se hundía y se alzaba y se hundía. El agua ya no era muy chata. Se oía el comienzo de una brisa terrestre.
—Ahí está La Rubia —dijo Davis incómodo—. La equipaste con oídos submarinos y un radar, como poco. ¿Había algo más?
—No —dijo Terry secamente—. Nada más.
—Atrapa un montón de peces—dijo Davis. Frunció el ceño—. Algunos muy extraños, podría añadir. ¿No has oído nada de eso?
—No —dijo Terry—. Nada.
—Entonces —dijo Davis —creo que será mejor que no me exponga al escarnio. Bien que me gustaría poder leer la mente de su patrón. Aunque puede que ese piense sin más que tiene suerte. Es posible que tenga razón en eso.
Terry esperó. Davis dio una calada a su pipa. Luego dijo de pronto: —De todos modos, a ti se te da bien fabricar chismes. Lo dejaremos así, por el momento.
El mar se tornaba cada vez menos liso. Se oían golpecitos de las olas contra la proa del yate. El ruido sordo de su motor no era intrusivo. La brisa aumentó. Davis daba la impresión de haber dicho todo lo que pretendía decir por el momento. Terry se inquietó.
—Queréis que construya un chisme para conducir la pesca —dijo—. ¿Puedes darme más detalles?
Davis lo consideró. Unas gotas salpicadas cayeron por el costado del Esperance.
—Nooo —dijo Davis—. Todavía no. Hay una posibilidad de que esto encaje. Me gustaría que fabricaras uno. Tal vez esto encaje en alguna parte. La Rubia es lo mejor que tenemos hasta ahora. ¡Hay un chisme que yo daría un potosí por tener! ¿Sabes lo que es un medidor de profundidad? Envía un pulso de sonido hasta el fondo y mide el tiempo de regreso del eco. Es muy parecido al radar, en cierto modo. Ambos envían un pulso y cronometran su regreso.
Terry asintió. No había ningún misterio en los medidores de profundidad ni en los radares.
—Tenemos un medidor de profundidad a bordo —dijo Davis—. Si navego en línea recta y lo mantengo funcionando, puedo hacer un perfil del fondo del mar debajo. Si tuviera una fila de barcos haciendo lo mismo, podríamos captar perfiles y hacer un mapa en relieve del fondo.
—Así es —coincidió Terry.
—Por lo que yo daría un potosí—dijo Davis— sería por un medidor de profundidad que enviara pulsos puntuales como lo hace el radar. Pulsos de sonido dirigidos. Y una disposición tal que pudiera escanear el fondo del océano como un radar escanea el cielo. Con eso un barco podría hacer un gráfico de profundidad y altura del fondo, podría hacer un mapa incluso de los montículos y las colinas bajo el agua. ¿Se puede fabricar algo así?
—Probablemente —le dijo Terry—. Aunque podría requerir un montón de trabajo.
—Ojalá pensaras en ello —dijo Davis—. Conozco un lugar donde me gustaría usar ese chisme. Está en la Fosa Luzón. ¡Me encantaría tener una imagen detallada del fondo en cierto punto de allí!
Terry no dijo nada. Lo habían enojado, luego lo habían apaciguado y ahora se sentía tentado a enojarse otra vez. No había nada definido sobre lo que se quería de él después de elaboradas maquinaciones para llevarlo a bordo del Esperance. Estaba decepcionado.
—Buena brisa —dijo Davis con una voz diferente—. Bien podríamos izar la vela y apagar el motor. ¿Tomas el timón?
Terry tomó el timón. Davis fue a proa. Cuatro figuras con peto salieron del castillo de proa. Las velas se izaron y se tensaron. El motor se detuvo. El movimiento del barco cambió. Entraba más agua a bordo, pero el movimiento era más continuo. Davis regresó y retomó el timón.
—Creo —dijo —que estamos actuando de un modo que resulta... hm ... molesto. Debería poner mis cartas sobre la mesa, pero no puedo. En primer lugar, ni siquiera tengo una mano todavía. Por otro lado, hay algunas cosas que tendrás que descubrir por ti mismo en una situación como esta.
—¿Como cuáles?
—Bueno —dijo Davis con un repentino tono obstinado —mira esas orejas de ellos, por ejemplo. Se supone que Ellos son un tipo de seres en el fondo del mar que escuchan a los peces y a los pescadores. Eso es una pura y llana superstición. Supongamos que te digo que estoy investigando la posibilidad de que existan tales ... seres. Pensarías que estoy loco, ¿no es así?
Terry se encogió de hombros.
—Lo que me interesa —dijo Davis—, tiene suficiente crédito para mí como para comprar algunas piezas electrónicas bastante raras en la barcaza del puerto de allá atrás. Nick las transmitió por onda corta, enviaron las piezas a tierra y se las dieron a Deirdre, que te las trajo.
Terry parpadeó. Entonces lo supo. Por supuesto, ahí era donde se encontraban casi todos los componentes imaginables para dispositivos electrónicos: ¡en los almacenes de electrónica de una barcaza! Necesitaban tener esas cosas a mano. Las llevarían en el almacén.
Davis dijo: —No iban a proporcionar piezas a un civil que estuviera investigando dioses o demonios imaginarios. En lo que me ocupo no puede ser una superstición. ¿Cierto?
—S-sí —coincidió Terry.
Era cierto. La Marina no iba a hacer la vista gorda a las regulaciones por un civil chiflado. No era probable tampoco que Horta hubiera dado a entender de modo tan claro que el gobierno filipino quería que alguien con las calificaciones de Terry hiciera un crucero en el Esperance.
Deirdre asomó la cabeza por la escotilla de popa.
—La cena está servida —dijo alegremente.
—El timón —dijo Davis a Terry.
Davis se fue. Los cuatro marineros aficionados llegaron con él cuando regresó.
—Este es el resto de la pandilla —dijo Davis. —Ya conoces a Nick. Los demás son Tony Drake, Jug Bell y Doug Holmes —abarcó al grupo moviendo el brazo mientras se estrechaban la mano por turno—. Harvard, Princeton, Yale, y Nick es del M.I.T. Tu turno al timón, Tony.
Uno de los cuatro tomó el gobierno. Los otros siguieron en fila a Davis y a Terry. Terry guardó silencio. Davis había querido demostrar ser informativo y, sin embargo, no había dicho exactamente nada sobre los intereses ni el propósito del complemento de Esperance.
La cena en la cabina de popa era casi igual de confusa para Terry. Vistos de cerca frente a una mesa, los cuatro jóvenes con peto no podían ser otra cosa que estudiantes universitarios. Eran respetuosos con Davis, como hombre de mayor edad, y tendían a ser un poco cautelosos con Terry, que era ligeramente mayor que ellos y no un contemporáneo honorario. Claramente, miraban a Deirdre con la más cálida aprobación posible.
Comenzó la conversación, al principio críptica, pero al paso ridícula. Hubo una discusión sobre la supuesta inteligencia de las marsopas, basada en estudios recientes de su estructura cerebral. Tony observó con profundidad que, sin un pulgar oponible, la inteligencia no podía llevar a la artesanía y, por tanto, no era posible ninguna cultura ni una gran inteligencia eficaz. Jug negó el significado de la estructura del cerebro como una indicación del intelecto. El intelecto sería inútil para una criatura que no pudiera hacer ni usar una herramienta. Doug argumentó acaloradamente que esa lógica era absurda. Señaló a los niños espásticos; una vez calificados como idiotas, pero que en realidad tenían un alto coeficiente intelectual. Tenían intelectos, aunque estos habían resultado inútiles debido a su incapacidad para comunicarse. Pero Nick afirmó que sin herramientas no tendrían nada de qué hablar más que sobre comida, peligro y sobre quién fue adónde con quién para qué. Todo lo cual, observó, no necesitaba cerebro.
Davis escuchaba entretenido. Deirdre sugirió que, sin manos ni herramientas, una criatura inteligente podría componer poesía, y Jug protestó diciendo que eso no era nada que demandase cerebro, y la conversación se convirtió en una violenta discusión sobre poesía. Doug insistió con vehemencia en que se necesitaban los mejores intelectos posibles para la composición y la apreciación de la verdadera poesía.
Luego Davis dijo: —Tony todavía está al timón.
La discusión se calmó y los rapados se dedicaron a comer para que uno de ellos pudiera relevarlo.
Luego, Davis se instaló cubierta abajo para un delicado proceso de sintonización de onda corta y captar música desde una distancia improbable. Deirdre le sirvió la comida a Tony y habló con él mientras él se la comía. Terry subió a cubierta y se paseó de un lado a otro mientras el Esperance navegaba a través de la noche.
No podía barruntar nada sobre la tripulación o el propósito detrás de la tarea y propósito elegidos por el Esperance. Tenía dudas sobre todo el asunto. Como la mayoría de los hombres con mentalidad técnica, solía quedarse absorto en un problema, especialmente si era un artefacto difícil de diseñar o un diseño que no funcionaba por alguna razón. Tales cosas le fascinaban. Pero a la tripulación del Esperance no estaba preocupada por un problema así. No había un patrón, en su conversación o comportamiento, parejo al modo en que una mente técnica busca una solución. El problema era desconcertantemente vago, pero aún así había uno.
La Rubia era un elemento en ello. La nostálgica mención de Davis de un mapa parcial del fondo de la Fosa de Luzón posiblemente encajaba en alguna parte. Davis había hablado de las orejas de ellos con cierta familiaridad, pero ciertamente ningún barco de la Armada iba a cooperar en la investigación de la superstición de un pescador en la que aun los pescadores ya no creían. La flota pesquera filipina era moderna y eficiente. Los pescadores usaban oídos submarinos sin temores supersticiosos, y si se referían a imaginarios ellos era, como diría un estadounidense, por un "toco madera", sin creer realmente que significara nada.
Cualquiera que fuera el propósito del Esperance, no había nada místico en el mismo, no si una barcaza se separaba de raros y costosos tubos de vacío especializados en un intento por ayudar, y el departamento de policía de Manila había instado a Terry con tacto, a través de Horta, a unirse al yate, y no menos de un capitán de la Armada lo había nombrado como alguien a quien reclutar.
Deirdre subió a cubierta y reemplazó a Tony al timón. El Esperance siguió navegando. Un último cuarto de luna brillaba ahora bajo en el horizonte oriental. Parecía más grande y más cercana a la tierra que cuando se veía desde climas más templados. La estela del yate relucía con la luz de luna.
La amplia extensión de lienzo creaba un marcado contraste entre su techo de luz lunar y su sombra sobre la cubierta. La única iluminación en el barco eran las luces de bitácora y las luces de circulación roja y verde. Deirdre mantuvo el rumbo del Esperance.
Terry se acercó donde estaba sentada, al lado del timón.
—He estado haciendo conjeturas —le dijo—. Tu padre ... Creo que algo le ha despertado la curiosidad y está resuelto a rastrearlo. Mucho me sospecho que se aburrió de ganar dinero hace tiempo y decidió divertirse un poco.
Deirdre asintió. —¡Muy bien! Casi cierto del todo. Pero lo que le interesa es mucho más importante que la diversión.
Terry asintió a su vez. —También yo sospechaba eso. Y es muy razonable que tengáis un equipo de voluntarios, en lugar de uno profesional, porque estos jóvenes consideran esto una fascinante aventura hacia el absurdo, y porque mantendrán la boca cerrada si algo resulta ser información clasificada.
—¡Mi padre está haciendo esto estrictamente por su cuenta! —dijo Deirdre rápidamente—. No hay nada oficial al respecto. No hay información clasificada al respecto. ¡Esto es un asunto privado desde el principio!
—Pero al final puede resultar ser otra cosa—dijo Terry.
—S-sí. Aunque eso no lo sabemos. ¡Es imposible saberlo! ¡Es… ridículo!
—Y mi explicación para que seas tan misteriosa conmigo es que tú y tu padre insistís en que lo averigüe todo por mí mismo porque me parecería una tontería si me lo dijerais.
Deirdre no respondió durante un momento. Se oyó un movimiento detrás de Terry y Davis subió a cubierta.
—¡Esa música estuvo bien! —dijo complacido—. ¡Te perdiste algunos sonidos muy interesantes, Deirdre! Tú también, Holt.
—Ha decidido —dijo Deirdre —que nuestra empresa es un poco avergonzante y que no se la explicamos por temor a que se ría de nosotros.
Terry protestó —¡En absoluto! ¡No es nada de eso!
—Cuando unas cuarenta y pico personas han sido asesinadas a la vez por algo inexplicable —dijo Davis —y no sabemos cuántas otras han muerto antes o pueden ser asesinadas por ello en el futuro, no creo que sea cosa de risa.
Observó cuál debería ser la dirección de tierra. Una luz apareció allí y se desvaneció, luego volvió a encenderse y desapareció. Un minuto después apareció y desapareció, luego volvió a encenderse dos veces. Estaba muy lejos. Davis dijo en un tono diferente: —Ya podemos cambiar de rumbo, Deirdre. Ya conoces el nuevo.
El bauprés del Esperance abandonó la estrella a la que apuntaba. Pasó a otra. Davis se movió inquieto, sin dejar de ajustar las sábanas. En el nuevo rumbo, el yate giró un poco más y el agua que pasaba junto a su casco tenía un sonido diferente. El cielo parecía más grande y más remoto de lo que parecía desde una ciudad. La estela del yate fluía detrás en un rastro de brillo azulado. Incluso la luna era extraña. Tenía la frialdad de algo muy cercano y amenazador. Parecía tan cercana como vista a través de un telescopio de potencia media.
El Esperance parecía muy solitario en el inmenso yermo de agua.
A la mañana siguiente, por supuesto, la sensación de soledad desapareció. No había tierra ni ningún barco a la vista, pero las gaviotas revoloteaban y graznaban en lo alto, y las olas parecían saltar y brincar bajo el sol. Justo ante el trinquete se había levantado una placa de metal en la cubierta, y un nuevo mástil extensible, rechoncho, se elevaba casi tan alto como las crucetas. Un pequeño objeto, parecido a una canasta, giraba monótonamente en su extremo superior. Era una parábola de radar, y no era inusual salvo en la forma en que estaba montada. Aunque un mástil de radar plegable era razonable en un velero con muchas cuerdas en alto, que podrían estar sucias. El radar se ocupaba de asuntos humanos, al menos, por lo que era compañía.
El trabajo de limpieza en el barco estaba en progreso. Doug y Jug limpiaron la cubierta. Los otros tripulantes daban muestras de industria de vez en cuando, apareciendo y desapareciendo. Davis fumaba tranquilamente al timón. Terry se sentía inútil y fuera de lugar.
—¿Puedo hacer algo? —preguntó tímido.
—TU eres tu propio jefe —dijo Davis.
—Entonces bien podría ver qué se puede hacer con ese generador de ruido submarino.
—Si te apetece —dijo Davis—, por mí, adelante.
No lo urgió a ello. Terry esperó un momento. Había una suerte de contagio de determinación en este excéntrico grupito del Esperance. Intentaban hacer algo que les parecía importante, pero Terry era un forastero, y lo seguiría siendo hasta que se volviera activo en ese unido esfuerzo.
Sacó su equipo y materiales y los extendió. No había necesidad de construir una grabadora, ya que había una entre los suministros. El resto no sería de excesiva complejidad. Apartó un espacio de taller y se puso a trabajar sistemáticamente. La tarea aceptada era simple en esencia. Un oído submarino para captar sonidos submarinos. Tenía que modificar un micrófono y encapsularlo en una carcasa hermética, junto a ciertas características especiales para hacerlo muy direccional. La grabadora captaría el sonido y lo registraría en una cinta magnética, al tiempo que lo reproducía para escucha simultánea. Luego tenía que montar una máquina para reproducir los sonidos grabados bajo el agua. Eso requería una unidad con una bocina submarina para transmitir el sonido amplificado. No es difícil emitir un sonido bajo el agua. Uno puede golpear dos piedras bajo la superficie y un nadador puede oírlo a una milla o más de distancia. Pero una bocina para reproducir sonidos específicos es más difícil de construir. Necesita potencia extra. El sonido en una ciudad, con todos los ruidos del tráfico, no supera en ruido más de quince vatios de electricidad. Pero se necesita mucha más energía para producir un volumen similar bajo el agua.
Terry modificó el micrófono en un oído submarino, en una orejas de ellos. Luego comenzó a ensamblar un amplificador de audio para aumentar el volumen de los sonidos ya grabados y usarlos bajo el mar. Tenía las piezas. Era más que nada un trabajo meticuloso. Estaba sentado al sol con las piernas cruzadas, no lejos del inusual cabrestante del Esperance.
Nick subió desde abajo y fue a popa. Habló con Davis. Terry no pudo oír lo dicho, pero Davis dio órdenes.
El Esperance cambió el rumbo. Los cuatro pelones de la tripulación ajustaron los cabos para lograr el máximo efecto de las velas en la nueva dirección de movimiento. El yate parecía cortar el agua como un barco de regatas. Terry tuvo que rescatar algunas de las piezas más pequeñas que salieron volando hacia los imbornales. Alzó la vista.
Deirdre dijo alegremente: —Nuestro radar ha detectado un barco que probablemente sea La Rubia camino de regreso a Manila. No queremos que nos vea.
Terry parpadeó. —¿Por qué?
—Vamos a echar un vistazo al lugar donde creemos que captura la pesca —dijo Deirdre—. Es bastante extraño que atrape tanta, pero lo que es aún más extraño es el tipo de peces que captura a veces.
—¿Cómo es eso?
Deirdre se encogió de hombros. Luego dijo, irrelevante: —Al patrón de La Rubia le gustaría tener el único radar del mundo, como se esperaría, y no piensa en más radares que en el suyo y en el de la posible competencia. Pero hay muchos otros. Es posible que seamos un punto en la pantalla de radar de alguien en este momento. De hecho, se supone que debemos serlo. Así que, cuando mi padre se interesó en La Rubia y sus capturas, hizo que alguien anotara adónde iba cada cada vez que se alejaba de la flota pesquera. Y se lo dijeron. Todo fue bastante extraoficial, por supuesto.
Terry volvió a inclinarse sobre su tarea mientras el Esperance aceleraba sobre el oleaje de la costa. No había tierra a la vista por ningún lado. Un albatros planeó por encima durante un rato, como inspeccionando el Esperance como posible fuente de alimento. Cuando Terry lo buscó más tarde, ya no estaba. Una vez hubo una racha en muchos flancos de olas, y un banquito de peces voladores salió disparado del mar, con brumosas y batientes aletas, antes de zambullirse de nuevo en el agua a muchos metros de donde habían partido.
Pero no sucedió nada de importancia en ninguna parte. Terry ajustó, soldó y probó. Al mediodía tenía una unidad amplificadora de audio, bastante potente, configurada para aumentar cualquier sonido que le enviara la grabadora. Deirdre preparó una comida. Era admirable lo bien equipada que estaba la cocina del Esperance, con todo tipo de alimentos. Después del almuerzo, el yate cambió de rumbo otra vez hacia una línea que intersectaba más adelante el rumbo original de la mañana.
Terry estaba furioso. Se había puesto a trabajar para fabricar lo que Davis quería, pero sus preguntas más elementales seguían topando una llana negativa a ser respondidas. Tanto Davis como Deirdre habían hablado de rarezas en las capturas de La Rubia. No podía haber razón sensata para esa negación a decirle lo que eran. Terry estaba irritable, recordaba haberse ofrecido como voluntario para viajar en al Esperance, pero sin pensar que lo iban a tratar como a quien no se le permite saber lo que, seguramente, todos los demás a bordo sabían.
Por la tarde hubo música de guitarra en el castillo de proa, y Doug salió y se sentó en el bauprés con un libro de poesía. En ese momento, Nick se sentó cerca de Terry y observó con interés cómo unía en grupos incomprensibles elementos electrónicos de aspecto misterioso. Cuando terminó, Terry no admiró su obra. La unidad de producción de ruido fue la última. La parte eléctrica tenía que estar encerrada, hermética, con un diafragma expuesto al agua por un lado y sus partes funcionales protegidas de toda la humedad por el otro. El dispositivo parecía un ladrillo, pero funcionaba y emitía monstruosos sonidos en el aire.
Conectó el oído submarino a la grabadora. La descolgó por la borda y grabó ruidos al azar del mar: las olas del mar contra el casco del Esperance, salpicaduras frecuentes y gorjeos muy débiles de Dios sabría qué.
—Ten cuidado con el volumen, ¿quieres? —Terry señaló el Indicador que no debía excederse. Nick asintió—. Voy a batir el agua con la pala por el costado, a ver qué pasa con el ruido.
Nick vaciló. Luego dijo con inquietud: —Espera un minuto.
Fue a popa hacia Davis, aparentemente somnoliento al timón. Deirdre se unió a los dos en una discusión aparentemente muy seria. Luego se acercó a Terry.
—Me fastidia decirlo—, le dijo ella con evidente preocupación—, pero mi padre cree que sería más prudente probar la pala en aguas poco profundas. ¿Te importa?
—Sí —espetó Terry—. Me importa, ya que no se me permite saber la razón de eso ni de todo lo demás.
Guardó sus herramientas y las partes no utilizadas. Señaló las máquinas que ya había construido.
—Creo que esto es lo que quería tu padre. Después de la prueba, os pediré que me dejéis en tierra.
Fue abajo, donde se recomió de rabia. Pero nadie vino, ni para informarle de las razones de Davis, ni para decirle que hiciera lo que quisiera. Se sentía como un niño al que no se le permitía jugar con otros niños; arbitrariamente excluido del propósito y la emoción de sus compañeros. Pensar en esos términos no lo hacía sentirse mejor. Su irritación aumentó. El Esperance estaba comprometido en una empresa que esta gente consideraba muy valiosa. Él se había unido a ellos para lograrla y no le decían qué era. No tenía el temperamento para contentarse con seguir a ciegas. Y el hecho de que Deirdre estuviera a bordo y participara en el secreto convertía la exclusión en un insulto.
Sentía por Deirdre ese urgente interés que un hombre puede sentir por una o dos o, como mucho, tres chicas durante toda su vida. No era un interés romántico en esta etapa, pero quería mirarla bien a los ojos y estaba enormemente interesado en todo lo que ella decía y hacía. Si abandonaba el Esperance y dejaba de conocerla, sabía que lo molestaría la sensación de que había cometido un grave error. No quería dejar de conocerla. Pero se negaba a que fueran condescendientes con él.
Vio un libro abierto en la mesa de popa y lo miró inquieto. Había tres o cuatro fotografías y un recorte de periódico pegado en sus páginas. El libro en sí trataba de física a nivel de posgrado, lo cual incluía mucho sobre electrónica.
Terry, todavía furioso, miró las fotografías. La primera era de un objeto esférico hecho de plástico transparente y probablemente de tamaño pequeño. Tenía una serie de elementos metálicos claramente visibles a través de la caja transparente. Parecía un dispositivo electrónico en sí mismo, pero no había señales de contactos de entrada, y las partes del interior no tenían ningún sentido. La segunda y tercera fotografías eran de un objeto similar, pero ligeramente diferente. La cuarta fotografía era una imagen de lo que semejaba agua del océano tomada desde un avión. El horizonte asomaba en una esquina. El centro de la imagen era una masa blanca de forma irregular. Al examinarla de cerca parecía espuma, pero parecía amontonada en masas sobre la superficie. Si el agua a su alrededor era océano, y lo era, y las crestas visibles eran olas, y lo eran, ese montón de espuma debía de tener cientos de metros de diámetro y estar apilado hasta muchos metros de altura sobre la superficie. La espuma no se forma en tales masas en mar abierto. O si se forma, no duraría mucho.
En el margen de esta imagen había escrita una fecha —tres días antes— y una posición en grados de latitud y longitud.
Terry giró hacia el estante de cartas de navegación. Sacó una carta y buscó la posición. Alguien había hecho un punto de lápiz allí. Estaba cerca de la isla Thrawn, en el mismo borde de la Fosa Luzón, en ese increíble abismo submarino en el que toda la cadena del Himalaya podría hundirse sin mostrar un solo pináculo sobre la superficie.
Volvió al recorte. Estaba fechado en Manila dos años antes. Era un artículo, obviamente escéptico, sobre un informe realizado por los tripulantes de un velero que habIa atracado en Manila. Los veleros son bastante raros en los tiempos modernos. Este barco informó que había avistado otro velero en el mar. Los dos buques cambiaron de rumbo para hablar. Y el que llegó a Manila declaró que cuando el otro barco no estaba a más de dos millas de distancia, apareció de prontoven el mar una espuma blanca justo delante de este. Un géiser de materia blanca insustancial brotó y se extendió, disparándose a unos diez metros sobre el agua. La proa del otro velero entró en la zona de espuma. Y su proa se inclinó de pronto hacia abajo, sus mástiles se balancearon hacia adelante y todo el barco se desvaneció en el material blanco, exactamente como si hubiera navegado por un precipicio. No se hundió. Cayó. "Cayó" bajo el agua, bajo la espuma con las velas aún abiertas. Al instante navegaba orgulloso y al instante siguiente había desaparecido.
La posición de tan increíble suceso se dio a grandes rasgos. Era casi exactamente la misma que la posición escrita en la fotografía de espuma tomada desde el aire. En el borde de la Fosa de Luzón.
Terry notó que su indignación se había evaporado. La razón para esta seguía existiendo, pero ahora élcquería saber más sobre este suceso y sobre las esferas de plástico, con esas inclusiones hábilmente diseñadas pero enigmáticas. Los objetos de plástico tenían un propósito. Quería saber cuál. Y el recorte del periódico...
Habiendo anunciado con enfado que iba a pedir que lo dejaran en tierra en cuanto se probara la unidad de dirección de pesca, sería embarazoso retirarla. Terry se quedó abajo, ahora enojado consigo mismo. Nadie bajó. Deirdre no bajó a cocinar. Cayó la noche. Mucho después del anochecer oyó movimientos en cubierta, y luego una voz que sonó extrañamente distante. El rumbo del Esperance cambió abruptamente. La calidad de su movimiento se alteró una vez más.
Subió a cubierta. El crepúsculo había terminado hacía mucho, pero la luna aún no había salido. Aquí y allá se formaba espuma en la punta de una ola y aparecía una luminiscencia azul. Aquí y allá se podía ver un rayo de luz azul tenue bajo el agua, donde algunos peces nadaban como flechas, aunque esas flechas eran raras. A pesar de la estela brillante del yate y las puntas de las olas onduladas, el mar estaba más oscuro de lo habitual.
La voz de Nick llegó desde lo alto, débil y misteriosa, como proveniente de las estrellas.
—... más al babor... Dos puntos...
Terry veía el balanceo del palo mayor ante las estrellas, había una pequeña silueta oscura aferrada a él: Nick. El yate comenzó a balancearse. En una de las derrotas golpeaba con fuerza. La mar podía golpearla de lleno, y lo hacía. Las figuras se movían rápidamente por la cubierta, aflojando cabos o apretándolos. La voz de Nick sonó de nuevo, desde arriba.
—¡Man-teee-neeed!
El Esperance cesó de girar. Corrientes de agua palpitante salpicaba el aire. Las olas, el casco del yate, que avanzaba con un viento en diagonal.
Durante un tiempo nadie habló. Tony estaba al timón con Davis cerca, junto a la luz de la bitácora. Terry vio a Davis echar un vistazo a la bitácora, luego mirar hacia el horizonte por delante y luego hacia arriba, donde Nick se balanceaba entre estrellas de baja suspensión.
—¡Bieeeen! —exclamó desde lo alto—. Mantened como va.
El Esperance siguió navegando sobre la mar agitada. Las olas salían de la nada, saltaban al lado del yate y seguían su camino hacia ninguna parte. Era difícil creer que el yate avanzara. Parecía estar perpetuamente en el mismo lugar. Pero había una estela sinuosa, y había espuma debajo del casco.
Ahí que apareció un vago brillo en el mar, en el límite de la visión. Más se extendía a medida que se acercaba el Esperance. En ese momento era claramente visible.
Más adelante, el haz de luz del faro reveló de pronto un espectáculo increíble. Hasta entonces, solo había habido algunos destellos en el agua, donde algunos peces se alejaban rápido del volumen del yate. Pero aquí toda la superficie del agua brillaba con miles y miles de peces. Estaban agrupados en un círculo claramente delimitado de casi una milla de ancho. Cuando el Esperance se acercó lo suficiente, se levantó en dirección al viento para mirar.
Desde un punto cincuenta metros más adelante, el mar estaba vivo con un millón de frenéticas cosas nadando. Estaba abarrotado casi de punta a punta. Y no era solo un fenómeno superficial. Desde la cubierta del yate, los rayos de luz eran visibles en el fondo hasta donde el agua clara los dejaba ver. Formaban una columna de caos brillante. El vasto círculo, hasta una profundidad indefinida, estaba lleno de agitados peces. En ese borde de brillo, las criaturas en tropel chapoteaban en un loco frenesí. Formas sólidas y brillantes saltaban locamente del agua. Algunas saltaban una y otra vez, hasta el lugar donde los destellos eran más densos, y se perdían entre la multitud de compañeros. Algunos escapaban al mar más oscuro circundante. Parecían huir aterrorizados. Pero esos eran solo unos pocos. La masa mayor de peces pululaba como loca dentro del círculo. Incluso había marsopas, huyendo asustadas, más allá de todo comportamiento normal, sin siquiera intentar alimentarse de las criaturas, igualmente enloquecidas por el miedo que las rodeaba.
Terry miró con incredulidad. Alguien se movió a su lado. Era Davis. Habló con voz seca.
—Yo diría —dijo con indiferencia— que La Rubia podría pescar un barco entero de peces en esas aguas con un solo lance de sus redes. Ciertamente con dos.
Terry giró la cabeza.
—Pero ¿qué es eso? ¿Qué hace que estos peces se reúnan así?
—Una pregunta interesante —dijo Davis— Intentaremos averiguar cómo ocurre. Y aun más interesante, me gustaría saber por qué.
Se alejó por la cubierta. Terry se acercó a la barandilla lateral. Minutos después el sorprendente resplandor de uno de los reflectores laterales iluminó el agua lejos de la increíble escena. Esta se movía despacio de un lado a otro. Donde llegaba la luz, la mar era del todo común. No se veía ningún pez. Luego, el rayo blanco barrió aquí y allá en saltos espasmódicos. No había nada inusual en la superficie, nada más allá del límite de brillo, donde la mar se oscurecía.
Deirdre dijo al lado de Terry: —¡No esperábamos esto! Voy a tomar una muestra del agua, Terry. ¿Quieres ayudar?
Ella ignoraba el arrogante retraimiento de Terry de esta tarde, y él no podía mantener su dignidad en presencia de un fenómeno tan increíble. Ella tomó un balde de agua del estante cercano. Se levantó una ola mientras ella intentaba llenar el cubo. El agua le tocó la mano y ella gritó. Terry retiró a Dreide por el hombro. El cubo chocó contra el lateral del Esperance y quedó colgado de la cuerda atada a la barandilla.
—¿Qué pasa?
—¡Me ha picado! ¡El agua me ha picado! ¡Como una ortiga! —Temblando un poco, Deirdre se frotó la mano húmeda con la otra. —Ahora no duele, pero fue como una ortiga. ¡O una descarga eléctrica!
Terry subió el cubo y lo dejó en la cubierta. Se inclinó sobre la barandilla. Hundió la mano en un pináculo elevado de mar. Al instante, sintió la piel como pinchada por diez mil agujas. Pero sus músculos no se contrajeron como lo harían con una descarga eléctrica. La sensación estaba solo en la superficie de la piel.
Sacudió la cabeza con impaciencia. Metió un dedo en el cubo que había subido a la cubierta. No notó ninguna sensación inusual. Volvió a sumergir la mano por la borda. Otra vez un dolor agudo y alarmante ante el mero contacto con el agua.
Deirdre todavía se frotaba la mano. Le dijo con una voz extraña y sorprendida: —Como alfileres y agujas. Es como... ¡Como la pala para dirigir la pesca! ¡Pero peor! ¡Mucho peor!
Terry miró de nuevo el mar resplandeciente lleno de bancos de peces en desesperada y aterrorizada agitación, confinados en un estrecho compás específico por algo imposible de adivinar. El reflector continuaba parpadeando aquí y allá. El Esperance se alejaba del borde del brillo. Terry volvió a sacar la mano por la borda y, una vez más, sintió los pinchazos, similares a los de una ortiga. Sacó un nuevo balde de agua por el lateral. En cubierta no había ninguna sensación extraña cuando metía la mano en el cubo.
El reflector se apagó de golpe y de él solo salió un tenue y rojizo resplandor, que se atenuó rápidamente hasta morir.
La voz de Davis dio órdenes. Terry dijo bruscamente: —¡Espera un minuto! —Comenzó a explicar lo del escozor del agua, pero luego dijo: —¡Deirdre, explícaselo tú! Yo voy a sacar un oído submarino por la borda. Como mínimo captaremos ruidos de peces en una nueva escala. Pero tengo otra idea... no naveguéis hacia el círculo brillante todavía.
Sacó el oído submarino y la grabadora que había preparado esa tarde. Encendió la grabadora. Luego descolgó el micrófono sobre la borda. Los sonidos se escucharían en directo a través del altavoz y se grabarían al mismo tiempo. Al principio, se oyó un sonido confuso y estridente. Terry bajó el volumen.
Oyó gruñidos, chirridos y crujidos. Los peces hacían esos ruidos, no todos los peces, sino ciertas especies. Estos ruidos estridentes y chirriantes eran las protestas de marsopas asustadas, pero por entre todos los demás sonidos se podía detectar fácilmente un zumbido constante e invariable. Terry nunca había oído nada parecido. El tono era el mismo que el de una frecuencia de sesenta ciclos, pero el timbre era si acaso sardónico y gruñón. La palabra que a Terry le vino a la mente fue "desagradable". Sí, era un sonido desagradable. Uno que no le gustaba. Uno del que querría alejarse. En el aire era la misma sensación desagradable que producen los ruidos que te ponen la piel de gallina.
Terry se enderezó sobre la grabadora, que tocaba la cubierta mojada. Davis y Deirdre habían acudido a escuchar en la extraña oscuridad bajo las velas del Esperance.
—Tengo una corazonada —dijo Terry lentamente—. Naveguemos cruzando la zona brillante. Grabaré los ruidos del mar en todo el camino. Me da en la nariz que ese zumbido significa algo.
—No es lo que uno llamaría un sonido ordinario —dijo Davis.
Luego alzó una voz. Uno de los pelones de la tripulación estaba en el timón de la goleta. La hizo girar. Las velas se llenaron y el aleteo de la lona remitió. El Esperance avanzó rápidamente fuera el círculo brillante, dio la vuelta y navegó de nuevo hacia la zona de luz. Se acercaba cada vez más al borde.
La grabadora seguía emitiendo los ruidos confusos y asustados de las criaturas marinas, pero entre esos sonidos permanecía el desagradable y sardónico zumbido. Se hacía más fuerte y más desagradable, mucho más fuerte en proporción a los sonidos de los peces. En el mismo borde de la zona brillante, era el más ruidoso de todos.
Pero a medida que avanzaba el yate, el zumbido se atenuaba. En el mismo centro del círculo, donde los destellos eran más brillantes, el zumbido quedaba abrumado por un tumulto submarino de caóticas voces de peces. Terry metió la mano aquí. El hormigueo era casi tolerable, pero no del todo.
Davis sacó más cubos de agua hasta la cubierta. En dos de ellos encontró algunos peces, tan densa era la multitud. Entonces el yate se acercó al borde más lejano del círculo brillante. El zumbido del instrumento de grabación se hizo cada vez más fuerte. Una vez más, en el borde mismo del agua brillante, era el más ruidoso.
El Esperance cruzó la frontera y se adentró en el mar oscuro. A medida que avanzaba el barco, el sonido remitía...
—El más ruidoso sin duda —dijo Terry absorto— en el borde del círculo de peces. En la línea, los peces no podrían cruzar para escapar. Como si hubiera una cerca eléctrica en el mar. También tiene el mismo tacto. Pero no hay cerca.
Davis habló: —Pregunta: ¿qué los mantiene confinados?
Terry dijo, tanteando mentalmente: —Actúan como peces en una red que se cierra. He visto algo así una vez cuando se izaba una red de pesca. Aquellos peces estaban frenéticos porque no podían escapar. Igual que estos.
—¿Por qué no pueden escapar? —preguntó Davis con gravedad—. No hemos visto nada que los retenga.
—Pero sí lo hemos oído —señaló Deirdre—. El zumbido. Eso puede ser lo que los confina.
Su padre soltó un gruñido. —Ya lo veremos.
Se alejó hacia a la popa. Un momento después, el Esperance batía las olas a favor del viento. Ahora volvía a su posición anterior, pero fuera del brillo. Terry veía siluetas oscuras moviéndose cerca del timón del yate. Luego vio otro brillo en el horizonte oriental, pero ese estaba en el cielo. En cuanto lo vio, la luna se asomaba por encima del borde del mundo y ascendía lentamente hacia la plena vista, y luego nadó entre las estrellas que se suspendían más abajo.
Inmediatamente, el aspecto del mar fue diferente. Las olas ya no parecían correr en la oscuridad, con el rielar de las estrellas en sus flancos. Las figuras en la popa del Esperance eran ahora bastante distinguibles a la luz de luna.
—Dijiste algo muy sensato, Deirdre —dijo Terry— He meditado sobre la pala de conducción de pesca y sus efectos, pero me avergonzaba mencionarlo. No quería sonar como un idiota. Pero cuando lo tú mencionaste, no sonó a una idiotez.
—Ese es mi talento —dijo Deirdre—. Hacer que las idioteces suenen sensatas. ¿O era al revés? Voy a decir algo sensato ahora. No hemos cenado. Voy a preparar algo de comer.
—¡No conseguirás que nadie deje la cubierta ahora mismo! —dijo Terry.
—Ya pensé en eso —le dijo—. Sándwiches.
Ella fue abajo. Terry continuó observando. Las figuras en la popa de la goleta pasaban por un complicado proceso de medición visual. No era sencillo determinar sobre un barco en movimiento las dimensiones de una zona de destellos de luz brillante. Davis se acercó a él.
—Tiene mil trescientos metros de diámetro —le dijo a Terry—. Veinte más, veinte menos. No me esperaba nada de esto —siguió Davis frunciendo el ceño—. Espero fervientemente que mis conjeturas estén equivocadas. Y lo han estado, pero la prueba de que estaba equivocado me ha llevado a nuevas conjeturas, y me temo que esas conjeturas pueden ser correctas.
—Yo ni siquiera sé por dónde empezar todavía —dijo Terry.
—¡Lo sabrás! —le aseguró Davis—. ¡Lo sabrás! Empieza por unir las piezas... Una zona de espuma de media milla de ancho que se apila hasta diez metros sobre el nivel del mar...
—Y dentro de la cual —interrumpió Terry— un velero no se hunde, sino que se pierde de vista como si hubiera un agujero en el mar.
Davis giró bruscamente hacia él.
—Había unas fotografías y un recorte de periódico en la mesa de la cabina —explicó Terry—. Sospeché que alguien lo había dejado allí para que yo lo viera.
—Deirdre tal vez —dijo Davis—. Está resuelta a involucrarte en esto. Tienes prejuicios, así que supone que tienes cerebro. Sí. Resolverás el puzzle. Incluye el notable éxito de un barco de pesca llamado La Rubia y el hecho de que a veces trae peces muy extraños... Y luego agrega...
Sus ojos parpadearon hacia lo alto. Una estrella fugaz cruzó un tercio del cielo dejando una estela de luz a su paso. Luego se apagó.
—¡Que te tiente incluir —dijo Davis— algo así en tus suposiciones! Completa el cuadro y estarás tan preocupado como yo.
Hizo una breve pausa.
—Querías ir a tierra tras probar el dispositivo que hiciste hoy. Espero que hayas cambiado de opinión o, al menos, que cambiarás de opinión. Esa cinta de grabación puede significar mucho para algunas personas. No habríamos oído ese ruido singular de no ser por ti.
—Retiro el deseo de ir a tierra —dijo Terry incómodo—. Voy a hacer otra pregunta. ¿Qué son esas pequeñas esferas que vi en las fotografías en la mesa del camarote? ¿Se hallaron amarradas a los peces?
—Eso me han dicho —dijo Davis—. Están hechas de plástico. Una estaba en un pez capturado por un suboficial de la Marina de los Estados Unidos. Se han encontrado cuatro en peces traídos al mercado por La Rubia. Puede que sea una broma, pero si lo es, es una muy elaborada. Alguien intentó abrir una y la bolita estalló en mil pedazos. Hay una presión terrible dentro. Las partes metálicas del interior eran de iridio. Las otras no se han abierto. Están... —El tono de Davis quedó ronco— Las están estudiando.
Una figura salió del castillo de proa y caminó hasta la popa. Era Nick. Se detuvo para decir: —Llamé a Manila y pedí un LORAN [5]. Estamos justo en el lugar al que se dirige La Rubia cada vez que se escabulle del resto de la flota pesquera. Parece que arrastra sus redes allí.
Asintió hacia el área circular de luminosidad en el mar. —Parece más pequeño que cuando bajé de la cubierta.
Davis se quedó mirando. Pareció ponerse rígido.
—Así es. Vamos a asegurarnos.
Fue a popa. Deirdre llegó con unos sandwiches. Terry la ayudó con la bandeja y la siguió hacia los demás.
—¿Puros, cigarrillos, caramelos, sándwiches? —preguntó ella alegremente.
Davis había vuelto a la tarea de medir el ángulo subtendido por la zona de mar luminosa y luego estimar su distancia del Esperance. Dijo: —Es más pequeña. Mil cien yardas, ahora.
—Cuando La Rubia estuvo aquí hoy —dijo Terry—, podría haber tenido un par de millas de ancho. Incluso eso sería una concentración tremenda de peces. No están todos en la superficie.
Davis dijo con impaciencia, aparentemente dirigida hacia sí mismo: —Se ha estrechado doscientas yardas en la última media hora. ¡Debe de estar tendiendo hacia algo! ¡Tiene que haber una conclusión en ello! ¡Algo debe de estar a punto de suceder!
Deirdre dijo lentamente: —Si eso es el equivalente a arrastrar una red de pesca, pero con un zumbido en lugar de una red, ¿qué va a pasar cuando sea el momento de que los peces sean transportados abordo?
Davis la ignoró durante un momento. Luego dijo con irritación: —¡Todo el mundo parece tener más cerebro que yo! Tony, saca esas cámaras. Nick, vuelve e informa si el punto brillante se está haciendo más pequeño. ¡Ojalá no estuvieras aquí, Deirdre!
Los dos pelones se movieron para obedecer. Terry, solo, no tenía ninguna tarea específica asignada en el yate, a menos que se ocupara de la grabadora. Se inclinó sobre el instrumento que reproducía en el aire cualquier cosa que un micrófono de arrastre captara bajo el agua. Subió un poco el volumen. Todavía podía oír los ruidos singulares de los peces agitados mezclados con el zumbido tenue y extrañamente ofensivo. Escuchó golpecitos y se dio cuenta de que eran las pisadas de sus compañeros en la cubierta del Esperance, transmitidas al agua. Escuchó más...
Tony volvió a la cubierta con un montón de objetos misteriosos e invisibles a la luz de la luna. Dejó dos de ellos junto al timón y repartió los demás. En silencio dejó uno para Terry y otro para Deirdre, mientras Terry ajustaba el tono y el volumen de la grabadora para obtener una claridad máxima.
—¿Qué es esto? —preguntó Terry.
—Cámaras —dijo Deirdre—. Montadas en rifles con bombillas de flash en los reflectores. Apuntas, aprietas el gatillo y el obturador se abre cuando el flash se dispara. Así obtienes una imagen de lo que sea a lo que apuntes, de noche o de día.
—¿Para qué quieres...?
—Hubo un tiempo en que mi padre pensó que podrían ser útiles —dijo Deirdre—. Por aquel entonces no lo parecía. Ahora parece que sí.
Terry estuvo tentado de decir: «¿Útiles para qué?» Pero la vaga charla de Davis sobre desagradables conjeturas erróneas que conducíann a otras aun más desagradables ya había sido una admisión de que no se le podía dar una respuesta convincente. Davis se acercó a él.
—Esto me tiene preocupado —dijo en un frustrado tono de indecisión—. Debemos de estar cerca del final de algún proceso que no he sospechado, y cuya conclusión no puedo adivinar. No sé qué es y no sé por qué es. Solo sé con qué está relacionado.
Terry dijo absorto: —Dos o tres veces he captado varios tipos de sonidos nuevos. Como ruidos de mugido. Son muy débiles, como si estuvieran muy lejos, y hay largos intervalos entre ellos. No creo que vengan de la superficie.
Davis hizo un gesto indeciso. Parecía dudar sobre algo que estaba inclinado a aceptar. Deirdre protestó antes de que pudiera hablar. —¡No creo que lo que estás pensando sea correcto! —dijo ella con firmeza—. ¡Ni de cerca! Pase lo que pase estará relacionado con la pesca. ¡La Rubia lleva rondando estas cosas una y otra vez! No hemos puesto en marcha el motor y no hemos hecho ningún ruido específico en el agua como para despertar la curiosidad! ¡Si nos fuera a pasar algo, a La Rubia ya le habría pasado antes! ¡Sería ridículo huir solo porque yo estoy a bordo!
Terry, inclinado intensamente sobre la grabadora, sintió de pronto un escalofrío recorrerle la columna vertebral. Su mente le decía que era ridículo asociar sonidos distantes de mugidos bajo el agua con una reunión de peces frenética y completamente sin precedentes en un área pequeña, y pensar que algo monstruoso y fatídico se acercaba ciegamente a alimentarse de criaturas semejantes en el mundo marino. No había nada que justificara esa idea. Estaba fuera de toda razón. Pero su columna vertebral se estremeció de todos modos.
—El círculo tiene ahora sólo ochocientas yardas de ancho —dijo Davis, inquieto—. ¡Los peces no pueden amontonarse más! Pero Doug ha saltado por la borda con gafas de buceo y dice que hay una columna de brillo hasta abajo, hasta donde puede distinguir.
Terry alzó la vista.
—¿Saltó por la borda? ¿No sintió el hormigueo?
—Dijo que era como ortigas por todas partes —protestó Davis—, como si fuera culpa de alguien, pero no que picaba después de salir. Debe de ser...
Un sonido de mugido salió de la grabadora. Era más débil que los otros sonidos y estaba muy lejos. Debía de haber sido de un volumen tremendo donde se originó. Duró muchos segundos y luego se detuvo.
—Debería haber estado grabando —dijo Terry—. Ese sonido sale cada cinco minutos. Lo captaré la próxima vez.
Davis se alejó, como si quisiera perderse el ruido y la decisión que este le impondría. Sin embargo, Terry se dijo obstinadamente que no había ninguna razón para conectar el sonido de los mugidos con la manada de peces enloquecidos a un kilómetro de distancia. Aunque no podía evitar pensar si había una conexión.
El reloj del barco dio las siete campanadas. Deirdre dijo: —¡El brillo es realmente menor ahora! —El parche de flashes no tenía más de la mitad de su tamaño original. Terry apretó el botón de grabación y se enderezó para mirar más de cerca. En ese momento, Deirdre dijo bruscamente: —¡Escucha!
Algo nuevo y bastante diferente al mugido salió de la grabadora.
—Llama a tu padre —ordenó Terry—. ¡Algo se acerca desde alguna parte!
Deirdre corrió por la agitada cubierta. Terry cambió de posición para poder manipular el micrófono que colgaba sobre el costado del yate en el agua. Llegó Davis. Su voz se volvió repentinamente tensa y sombría. —¿Algo viene? —preguntó—. ¿Oyes el ruido de un motor?
—Escúchalo —dijo Terry—. Estoy intentando averiguar su posición.
Giró el cable por el cual el oído submarino colgaba de la barandilla. Los chirridos, chillidos y gritos cambiaron de volumen cuando el micrófono giró. Pero el nuevo sonido de algo cruzando el agua a gran velocidad no cambió. Terry hizo girar el micrófono en un círculo completo. Los ruidos de los peces se redujeron a casi nada y luego volvieron a aumentar. El volumen del zumbido constante cambió con ellos. Pero el sonido apresurado se mantuvo estable. Más bien, creció en volumen, como si se acercara. Pero el micrófono direccional no registró ninguna diferencia, ya sea que recibiera sonido del norte, este, sur u oeste.
Era un sonido retumbante. Un sonido apresurado. Era el sonido de un objeto moviéndose a una velocidad tremenda a través del agua. No se oía ruido de motor, sino de algo que se abría paso furiosamente a través del mar, y el sonido se hacía cada vez más fuerte.
—No viene desde ningún rumbo de brújula —dijo Terry brevemente—. ¿Qué profundidad tiene el agua aquí?
—Estamos justo sobre el borde de la Fosa Luzón —dijo Davis—. Cuatro mil brazas. Cinco. Quizá seis.
—Entonces sólo puede venir de una dirección —dijo Terry—. Viene de abajo. Y está subiendo.
Davis permaneció inmóvil durante tres segundos. Luego dijo, con extrema severidad: —Ya que lo mencionas, de ahí es de donde viene.
Dio media vuelta y gritó algunas órdenes. Los tripulantes se apresuraron. La cabeza del yate cayó apartándose del viento. Terry oyó de nuevo el sonido apresurado. Parecía haber latidos regulares en él, pero aún no había ruido de motor. Era un zumbido constante.
—Las conchas de bazooka deberían desalentar cualquier cosa —dijo Davis con voz gélida—. Si ataca, que ataque. Pero tratad de usar primero las cámaras-arma.
El Esperance rodó y se viró. Su proa se levantaba y vaía. Sus velas eran negras ante el cielo estrellado. Dos de los pelones de tripulación se instalaron en la barandilla de estribor. Tenían largos tubos en las manos, tubos cuyos detalles no se podían ver. El viento zumbaba y agitaba los aparejos. Las puntas de los arrecifes repiqueteaban. Cerca de la barandilla de babor la grabadora emitía los sonidos amplificados que su micrófono captaba del mar. El sonido de la cosa que se acercaba se hizo más fuerte que todos los demás ruidos combinados. Era literalmente un ruido en auge. El agua comenzó a burbujear furiosamente cuando se separó para dejar que algo saliera a la superficie desde profundidades impensables.
Doug puso dos rifles al lado de Terry y Deirdre, luego se alejó. Deirdre tenía un objeto aparatoso en las manos. Este tenía una culata de rifle y un gatillo. Lo que debería haber sido el cañón era enorme, quince centímetros o más de diámetro, pero muy corto. Ese era el reflector del flash. La cámara en sí era pequeña y se hallaba en la parte superior, como una mira.
—Apuntaremos con esto a todo lo que veamos —dijo Deirdre tranquilamente— y apretaremos el gatillo. Luego tomaremos los rifles de verdad y veremos si debemos disparar. ¿Te parece bien?
Ella encaró la brillante zona del océano. Davis y el pelón al timón miraban en esa dirección. Tony y Jug se quedaban junto a los torpes tubos de bazooca mirando en la misma dirección. Doug se había adelantado hasta un puesto con una cámara y un rifle. Tenía la cámara en la mano, para usarla primero.
Pareció que pasaban horas, pero debieron de haber sido solo unos minutos. Nada fuera de lo común parecía estar ocurriendo en ninguna parte. La luna ahora brillaba desde un cielo en el que unas finas volutas de nubes relucían entre las estrellas. Olas de puntiagudos picos venían desde un horizonte y se dirigían rápidamente hacia el otro. El yate cabeceaba y se mecía con su compañía extrañamente armada y expectante. La grabadora emitía un zumbido, retumbante y apresurado, que se hacía más fuerte con una rapidez creciente. Ahora el sonido alcanzaba un clímax.
Desde el centro mismo del círculo resplandeciente del mar, se oyó un monstruoso sonido de salpicaduras. Una furiosa columna fosforescente se elevó de las olas. Saltó. El agua cayó y... algo se elevó en el aire. Fuertes y punzantes destellos de luz blanca, casi intolerable, se encendieron. Las cámaras-arma dispararon sus flashes sin el menor ruido.
Fue entonces cuando Terry lo vio en el aire. Hizo girar la cámara-arma y un destello de otra arma le mostró que iba a fallar. Giró el arma para apuntar y apretó el gatillo. El flash iluminó aquello vívidamente. Luego, la noche de nuevo.
Aquello tenía forma de torpedo y era excesivamente delgado, pero muy largo. Podría haber sido un ser vivo, congelado por el destello instantáneo. Podría haber sido algo hecho de metal. Saltó unos quince metros por encima de las olas y luego cayó al océano con un chapoteo colosal. Luego se hizo el silencio, excepto por los sonidos del mar. Terry tenía el rifle de verdad todavía en sus manos. Tony y Jug esperaban con los bazoocas listos. A Terry se le ocurrió que los yates no suelen estar armados con bazoocas.
—Eso... eso no era una ballena —dijo Deirdre vacilante.
La grabadora bramó de repente. Era el zumbido que se había oído antes: el desagradable zumbido de sesenta ciclos que rodeaba los peces cautivos. Pero era diez, veinte, cincuenta veces más fuerte que antes.
Los peces de la zona brillante de mar se volvieron locos. Toda la superficie se agitaba salpicando mientras los peces saltaban frenéticamente para salir del agua, que picaba y quemaba todo lo que tocaba.
Luego, de manera muy extraña, cesaron las salpicaduras. El brillo del mar disminuyó. Un rato después, el enorme gruñido fue notablemente menos fuerte de lo que había sido en ese primer horrible momento.
El viento soplaba. Las olas batían. La proa del Esperance se elevaba y se hundía. El ruido del sistema de altavoces, el ruido del mar, disminuyó aún más. Se podían oír de nuevo los chirridos y gorjeos de los peces, pero eran mucho más débiles. En ese momento, el zumbido no era más fuerte que antes de la extraña aparición. Para entonces, el sonido de los peces se había extinguido por completo. Los ruidos normales más cercanos permanecían. El zumbido se estaba alejando. Hacia abajo.
Davis llegó hasta Terry, donde se encontraba junto al instrumento de grabación.
—Los peces se han ido —dijo con voz plana—, se han ido. No se han dispersado. Lo habríamos visto. ¿Has visto adónde fueron?
Terry asintió.
—Justo hacia abajo. ¿Quieres oír una explicación imposible?
—He pensado en varias —dijo Davis.
Doug llegó, recogió las cámaras que Terry y Deirdre habían usado y se marchó con ellas.
—Hay una especie de sonido —dijo Terry— que a los peces no les gusta. No van hacia donde está el ruido. Intentan escapar de él.
Deirdre dijo en voz baja: —Yo también lo haría si estuviera nadando.
—El sonido —dijo Terry—, tanto en el agua como en el aire, puede reflejarse y dirigirse, como la luz. Un megáfono transforna la voz en un cono de ruido, como un reflector hace con una luz. Debería ser posible proyectarlo. Si se puede proyectar un cono de luz, ¿por qué no un cono de sonido en el agua?
Davis dijo con un aire poco convincente, irónico y escéptico: —Claro, ¿por qué no?
—Si se hiciera eso —dijo Terry— entonces, cuando se activara el cono de sonido, los peces en su interior serían capturados como por una red cónica. No podrían nadar a través de las paredes del sonido. Y luego uno puede imaginarse el cono más pequeño, las paredes más estrechas. Los peces se apiñarían en lo que sería una red cónica cada vez más vertical, pero con paredes de ruido insoportable en lugar de cuerdas. Sería como si el mar estuviera electrificado y los peces recibieran una descarga al intentar pasar por un lugar determinado.
—Absurdo, por supuesto —dijo Davis. Pero su tono no era en absoluto incrédulo.
—Entonces supón que algo fuese enviado a la parte superior del cono y proyectase una especie de cubierta de sonido en la parte superior del mismo, y aprisionara los peces con una tapa de sonido que no pudieran soportar. Y luego imagina que esa cosa se hunde en el agua de nuevo. Los peces no podrían huir nadando a través de las paredes de ruido que los rodean. No podrían cruzar la tapa de sonido encima de ellos. Tendrían que nadar hacia abajo, como si un tapa se cerrara sobre ellos desde arriba.
—Muy bien —dijo Davis—. Pero, por supuesto, no creerás nada por el estilo.
—No consigo imaginar qué podría producir ese sonido de ese modo y crear una trampa sonora para llevarse abajo los peces. Y no consigo imaginar por qué hacer tal cosa. De modo que no puedo decir que me lo crea.
Davis dijo lentamente: —Creo que comenzamos a entendernos. Nos quedaremos tan cerca de este lugar como podamos hasta el amanecer, hasta que no encontremos nada que muestre que sucedió algo fuera de lo común aquí.
—O como poco —dijo Terry— que insinúe su significado. He estado haciendo cálculos. Ese agua brillante estaba casi llena de peces. Yo diría que había al menos medio kilo de pescado por cada metro cúbico de mar.
—Una subestimación —dijo Davis juiciosamente.
—Cuando la mancha brillante tenía mil yardas de ancho, y era aún mayor, habría cuatrocientas toneladas de pescado en la capa superior de un metro.
Davis pareció sobresaltarse. Pero era cierto. Terry agregó: —El agua estaba clara. Pudimos ver que el banco se extendía un largo trecho. Digamos cincuenta metros por lo menos.
—S-sí —coincidió Davis—. Así es.
—Así que en las cincuenta yardas superiores, en cierto momento, había al menos reunidas veinte mil toneladas de pescado. Probablemente mucho más. Lo que La Rubia se llevó no pudo notarse. Todos esos miles de toneladas de pescado fueron absorvidas directamente hacia abajo. Dime —dijo Terry— ¿qué sentido tiene arrastrar al fondo todos esos peces? No puedo preguntar quién o qué lo hizo, ni siquiera por qué. Estoy preguntando, ¿qué resulta de eso?.
Davis gruñó.
—Mi mente se estanca en quién o qué y por qué. Y prefiero no mencionar mis conjeturas. Yo... ¡No!
Se alejó de pronto.
El Esperance permaneció navegando cerca de la zona de mar que había brillado antes y que ahora se veía exactamente como cualquier otro kilómetro cuadrado de océano. La grabadora verificaba la posición emitiendo, débilmente, el mismo zumbido desagradable, ya fuese más fuerte o más débil. Un viento suave y cálido soplaba sobre las aguas. La tierra estaba en algún lugar bajo del horizonte. Se acabó la cinta de la grabadora. Era notable que ahora se oyeran muy pocos sonidos de peces. Muy pocos. Pero el zumbido continuaba.
Hacia la mañana, el zumbido se detuvo abruptamente. Después no se oyó nada fuera de lo común que pudiera observarse en ninguna parte.
El sol salió con magníficos colores. El cielo estaba despejado de nubes. Una vez más, las olas parecían cosas vivas, saltarinas y alegres. Las gaviotas graznaban.
Doug subió a cubierta. Llevaba algunas impresiones fotográficas en la mano. Había revelado e impreso lo que las cámaras fotográficas habían fotografiado cuando el misterioso objeto, o la bestia, había saltado del mar. Había siete imágenes diferentes. Cuatro mostraban secciones de océano vacío iluminadas por flashes. Una mostraba una columna de agua marina elevándose hasta una altura fantástica. Otra mostraba el perfil de algo en la misma esquina de la película.
La séptima foto, Terry la reconoció. Era lo que él había visto al disparar el flash de su cámara-arma. El enfoque no era nítido, pero no era ni una ballena ni un pez negro, ni siquiera uno pequeño, ni era un tiburón. No era un calamar. Ni siquiera era una manta gigante. La imagen era una representación borrosa de algo irreal, creado para un propósito inimaginable, en condiciones anormales.
Deirdre observó por encima del hombro. Podría ser una criatura viva. Podría ser... cualquier cosa.
—Dijiste que no te gustaban los misterios —comentó Deirdre—. ¿Te arrepientes de haber venido?
A la mañana siguiente, el Esperance se dirigió al sureste sobre un mar iluminado por el sol. Primero, por supuesto, la tripulación examinó la superficie del mar en kilómetros a la redonda. Como era de esperar, no se observó nada extraordinario. Davis señaló que no había peces saltando, lo que era una indicación de que no había tantos peces como de costumbre en esta parte del océano. Pero era difícil estar seguro. No hay un número habitual de ocasiones en las que ve a los peces saltar. Suelen saltar para escapar de los peces más grandes que quieren comérselos. El número era pura casualidad. Pero parecía que casi no había saltos esta mañana.
Aunque eso no se discutió en profundidad. Toda la compañía del barco se mostraba curiosamente reacia a referirse a los acontecimientos de la noche anterior. A plena luz del día, una revisión despegada era simplemente impráctica. Con gaviotas graznando por todas partes, con mares resplandecientes al sol, con cubiertas que lavar y desayunos que comer, y tareas comunes y rutinarias de mantenimiento de barcos por hacer, la aventura de la zona brillante de mar parecía muy improbable. Terry sintió que aquello no podía haber sucedido. Discutirlo seriamente era como contar cuentos de fantasmas a la luz del día. Uno no podía creerlo a la luz del día. Era mejor ignorarlo.
Terry, sin embargo, sacó sus herramientas para hacer una pequeña modificación en el micrófono subacuático. Había sido diseñado para ser direccional, de modo que pudiera localizarse el sonido de las olas o los peces girando el micrófono, pero no había podido apuntarlo verticalmente hacia abajo, y anoche esa había sido la dirección clave, justo debajo del quilla del yate. Así que ahora improvisó cardanes para el micrófono, y un soporte similar al de una brújula, para que pudiera inclinarse en cualquier dirección deseada.
Lo cual, por supuesto, era una admisión tácita de que había sucedido algo peculiar. En ese momento, Deirdre se acercó a observar.
—¿Para qué es eso? —preguntó mientras él ajustaba los cardanes en su sitio.
Terry se lo contó. Ella dijo vacilante: —Ayer, cuando te pedí que no probaras la pala hasta que llegáramos a aguas poco profundas, te enojaste y dijiste que pedirías que te llevaran a tierra. Ahora nos dirigimos a Barca. Alguien está construyendo una cosa para mi padre, lo mismo que te pedí que construyeras: un instrumento para dirigir pesca. Si aún quieres irte, puedes tomar un autobús desde allí hasta Manila. Aunque espero que hayas cambiado de opinión.
—He cambiado de opinión —dijo Terry con severidad—. Se lo dije a tu padre. Estaba irritado porque no obtenía ninguna respuesta a las preguntas que hacía. Ahora tengo algunas preguntas para las que tu padre quiere respuestas. Y voy a tratar de averiguarlas.
Deirdre suspiró, tal vez aliviada.
—Puse algunas fotos y un recorte en un libro en la mesa del camarote —dijo ella—. ¿Los viste?
Él asintió.
—¿Qué pensaste?
—Que los pusisteis para que los viera —dijo.
—Fue para que vieras que no podemos responder a todas las preguntas, lo cual ya sabes.
—Sigo creyendo que podríais responder algunas más de las que tenéis —observó—. Pero déjalo. ¿El puerto de Barca es poco profundo?
—Tres, cinco metros con marea baja —le informó—. Vamos a hacer una especie de draga allí. Algo para bajar al mar, hacer fotografías, tomar muestras del fondo y luego volver a subir. Hay un barco oceanográfico que llegará a Manila en breve, por cierto. Tienen un batiscafo a bordo. Tal vez eso ayude a encontrar algunas respuestas —luego dijo incómoda—. Tengo la sensación de que el batiscafo no es... seguro.
Él la miró.
—¿Ellos? —Él sonrió mientras ella lo miraba fijamente. Luego dijo—: Esa draga, ¿no es demasiado ambicioso para un barco de este tamaño intentar dragar miles de brazas de profundidad?
—Es una draga libre —dijo ella—. Se hunde y sube por sí sola. No hay cable. ¿Qué estás haciendo ahora?
Él había guardado el micrófono submarino que acababa de modificar y ahora estaba sacando la bocina submarina aún no probada.
—Intento que esto sea direccional también —dijo—. De hecho, voy a intentar que proyecte el sonido en un rayo con forma de abanico. Puede que intente un cono más tarde.
Ella guardó silencio. El Esperance seguía navegando.
—¿Hablasteis alguna vez con el patrón de La Rubia? —preguntó Terry.
Ella negó con la cabeza.
—Pues deberíais. Es un estupendo y bravucón embustero —dijo Terry—. Miente automáticamente. Gratuitamente. Es de lo más amable, pero no puede decir la verdad sin detenerse a pensar.
—Nos dimos cuenta de eso —dijo Deirdre—No yo. Otra persona.
—¿Es este otro tema censurado o puedo preguntar qué pasó?
—Será mejor que me ocupe del almuerzo —dijo Deirdre rápidamente.
Ella se levantó y se marchó. Terry se encogió de hombros. Anteayer, o aun ayer, se habría indignado. Pero entonces sabía que estas personas tenían secretos que él no compartía. Hoy estaba empezando a compartir esos secretos, y tenía material fabulosamente absurdo en el que trabajar por su cuenta. Tenía ideas extrañas sobre el evento de anoche. No los creía del todo, pero pensaba haber ideado un modo de ver cuánta verdad contenían, si es que contenían alguna. Que Deirdre se guardara sus secretos, mientras que él no tuviera que revelar sus tremendamente imaginativas ideas propias...
La rutina del yate proseguía. En cierto modo, era una rutina muy informal. Davis daba órdenes cuando era menester, pero no había a bordo una disciplina formal; era más bien cooperación. Terry oyó a uno de los pelones de la tripulación hacerle una pregunta a Deirdre usando su nombre de pila. Eso habría sido muy improbable en una tripulación remunerada, pero era bastante razonable en una expedición de voluntarios.
Oyó a Deirdre responder: —¿Por qué no le preguntas a él?
El rapado Tony llegó hasta la parte de la cubierta donde trabajaba Terry.
—Tenemos un dilema —dijo sin prefacio—. Estuvimos hablando anoche de esa... "ballena".
Terry asintió. El uso del término "ballena" era una deliberada pretensión de que los eventos de la noche anterior habían sido naturales y normales.
—¿Cuán rápido crees que iba cuando emergió? —preguntó Tony—. Sé que una ballena puede saltar fuera del agua. Lo he visto en las películas. ¡Pero esa saltó tremendamente alto!
—No se me había ocurrido estimarlo —dijo Terry.
—Tienes una cinta del ruido —dijo Tony—. ¿Podrías cronometrar el intervalo entre el sonido cuando salió del agua y el chapoteo cuando volvió a caer?
—Mmm. Sí —dijo Terry, miró al joven—. Por supuesto.
—Eso sería interesante —dijo Tony medio casualmente. Luego añadió apresuradamente—: He leído en alguna parte que se ha cromometrado a las ballenas a velocidades bastante altas. Si podemos averiguar cuánto duró su salto, podríamos saber cuán rápido iba.
Terry pensó en ello un momento y sacó la grabadora. Reprodujo un tramo de cinta y saltó hacia adelante hasta las partes posteriores de la grabación hasta llegar al momento donde el desagradable zumbido era fuerte y, por fin, llegó al comienzo del ruido precipitado. Eso, a su vez, había precedido al salto del objeto fotografiado por las cámaras-arma.
Terry miró su reloj al empezar el jaleo. Calculó el período de ascenso del ruido mientras éste se hacía cada vez más fuerte y se convertía en un sonido retumbante, que era más fuerte en el instante antes de que cesara. En ese momento, el misterioso objeto había saltado del mar. El chapoteo de su reentrada llegó unos segundos después.
Tony cronometró el salto. Cuando llegó el chapoteo, hizo absortos cálculos mientras Terry apagaba la grabadora.
—Mismo tiempo para subir que para bajar —dijo Tony, garabateando números—. Como sabemos lo rápido que caen las cosas, cuando sabemos cuánto tiempo tardan en caer, podemos saber cuán rápido viajaban cuando aterrizaron y, por lo tanto, cuando saltaron.
Multiplicó y dividió.
—Cien kilómetros por hora, aproximadamente —pronunció—. ¡La ballena subía a cien kilómetros por hora cuando salió del agua! ¿Qué animal puede nadar tan rápido?
—Eso te preguntas tú—dijo Terry—. Yo me pregunto: Lo escuchamos venir durante cinco minutos y diez segundos. ¿Qué profundidad tiene el agua donde estábamos?
—Unas cuatro mil quinientas brazas.
—Si asumimos que vino del fondo, debe de haber viajado al menos a cien kilómetros por hora cuando salió a la superficie —dijo Terry.
—¿Pero puede una ballena nadar a cien kilómetros por hora?
—No —dijo Terry.
Tony vaciló, abrió la boca, la cerró y se marchó.
Terry volvió al cambio de la bocina subacuática. El sonido tiene trucos propios bajo el agua. Si se sabe algo de ellos, se puede producir algunos resultados notables. Una señal submarina hecha deliberadamente puede oíse a una increíble distancia de miles de kilómetros. Pero, salvo con una pala de dirección de pesca aún no probada, Terry nunca había oído que se pudiera robar peces con el sonido. Aun así, se puede aturdir o matar peces con sonido. Se sabe que quedan inconscientes por el ruido de una campana submarina muy cercana. No es descabellado que un fuerte ruido específico pudiera crear una barrera que ningún pez querría atravesar, pero aún había ciertas partes de los eventos de anoche que no encajaban en una explicación racional.
Davis se acercó a Terry. —Creo —le dijo—que es posible que hayamos perdido mucha información antes al no tener oídos submarinos. Puede que hubiese todo tipo de ruidos que podríamos haber oído.
—Posiblemente —coincidió Terry.
—Estamos como los salvajes que se enfrentan a fenómenos incomprensibles —dijo Davis molesto—. Los dilemas de los salvajes abarcan desde qué es lo que produce los truenos hasta lo que hace que la gente muera de enfermedad. Los salvajes idean dioses o demonios que hacen tales cosas por sus propias razones. ¡Nosotros no podemos aceptar ideas de esa clase, por supuesto!
—No —coincidió Terry—, no podemos.
—Pero lo que pasó anoche —dijo Davis— es casi tan misterioso para nosotros como el trueno para un salvaje. Un salvaje culparía a los demonios, o a cualquier otra cosa.
—O a ellos —dijo Terry.
—Los salvajes imaginarían una personalidad para eso, sí —dijo Davis—. El salvaje hace lo que hace porque quiere, así que cree que todos los fenómenos naturales ocurren porque alguien quiere que sucedan. No tiene idea de la ley natural, así que trata de imaginar qué tipo de persona, qué tipo de dios o diablo, hace las cosas que percibe. Es una forma natural de pensar.
—Es muy posible —admitió Terry—. Pero ¿qué quieres decir?
—Que no debemos pensar como un salvaje sobre el asunto de anoche.
Terry dijo: —No podría estar más de acuerdo contigo. Pero ¿adónde quieres llegar?
—He encargado una draga en Barca. Me temo que puedes sospechar que estoy tratando de... despertar algo con ella, pinchar algo que sabemos que está en alguna parte, pero que no podemos identificar. No quise que probaras la pala de pesca en aguas profundas, eso es cierto. Pero...
—Estás explicando —dijo Terry— que no querías que usara una pala de conducción de pesca en aguas profundas.
Davis vaciló y luego asintió.
—¿Los fenómenos que te interesan están bajo el agua?
—Sí —dijo Davis—. Están en el área de la Fosa de Luzón.
—Entonces, para ser cooperativo, probaré este dispositivo en cuatro o cinco metros de agua en el puerto Barca. No me pondré temperamental sobre tus sugerencias de que no debería entorpecer tus investigaciones en aguas profundas.
—Gracias —dijo Davis.
Se adelantó para encontrarse con Nick, que acababa de subir a cubierta con un papel en la mano. De pronto, Terry cayó en la cuenta de que alguien bajaba por la escotilla del castillo de proa casi cada hora en punto. Debían de estar en comunicación de onda corta con Manila. Eso se había mencionado anoche: un LORAN en la posición del Esperance. Al parecer, había informes frecuentes para alguien en algún lugar.
Pasó la tarde. Una orilla arbolada apareció por el Este justo cuando los llamativos colores de una bella puesta de sol llenaban todo el cielo occidental. El Esperance cambió de rumbo y siguió la línea de la costa a unas millas de distancia. Cayó la noche. El yate navegó con un movimiento suave y fino sobre el oleaje del océano.
Después de la cena, Davis fue abajo a toquetear la radio de onda corta para captar música de San Francisco, y el sonido apagado de una discusión llegaba de vez en cuando desde el castillo de proa donde residían los cuatro pelones de la tripulación. Terry y Deirdre subieron a cubierta.
—Mi padre —dijo Deirdre— dice que ahora os entendéis mejor. No cree que te sientas ofendido con nosotros, y está muy contento. Dice que tu mente no funciona como la suya, pero llega más o menos a las mismas conclusiones, lo que hace que sea probable que las conclusiones sean correctas.
Terry hizo una mueca. —Mi conclusión —observó— es que todavía no tengo suficientes hechos para llegar a ninguna conclusión.
—¡Pues claro! —dijo Deirdre—. ¡Como mi padre!
Se sentaron en silencio. No era exactamente una quietud tranquila. Era bastante agradable estar aquí en la cubierta inclinada de un hermoso yate, navegando de manera competente por mares oscuros bajo un dosel de estrellas. Pero ahora Terry notaba estar constantemente pendiente de Deirdre. Ella le caía bien, pero también le caían bien otras personas, hombres y mujeres, sin estar continuamente consciente de su existencia. Las chicas suelen ser más conscientes de estas cosas que los hombres. Al menos el noventa y nueve por ciento de las veces, un hombre no modifica su comportamiento debido a la edad, sexo y estado civil de las personas con las que entra en contacto. Eso no es relevante para la mayor parte de lo que dice y hace. Pero una chica a menudo modifica sus acciones en tales circunstancias. Deirdre era muy consciente del estado mental un poco inquieto y extremadamente interesado de Terry. Hubo silencio durante mucho tiempo. Luego, una estrella fugaz cruzó el cielo y se apagó.
—¿Te gustaría oír algo muy loco? —preguntó Deirdre—. Como esa estrella fugaz en ese momento, han caído y se han recogido más meteoritos, estrellas fugaces, en Kansas que en cualquier otro lugar del mundo. Pero sería ridículo pensar que apuntaban a Kansas, ¿no?
Terry asintió, sin seguirla en absoluto.
—En Thrawn Island —dijo Deirdre— desde que se construyó la estación de rastreo vía satélite, los radares espaciales han captado más bólidos, grandes meteoros, cayendo en la Fosa de Luzón que en Kansas o en cualquier otro lugar en el pasado. Creo eso interesa a mi padre, pero solo porque está muy interesado en la Fosa de Luzón.
Terry se oyó a sí mismo decir con irrelevancia: —Me gustaría hacerte algunas preguntas estrictamente personales, Deirdre. ¿Cuál es tu comida favorita? ¿Qué música te gusta? ¿Dónde te gusta vivir? ¿Cuándo...?
Deirdre volvió la cabeza para sonreírle.
—Me preguntaba—dijo ella— si pensabas en mí solo como una compañera de investigación o si habías notado que también soy una persona. Hmm. Hay un restaurante en Manila donde aún cortan los filetes a lo largo del músculo en lugar de al través, pero donde hacen unos platos inauditos. Ese lugar tiene algunas de mis comidas favoritas. Y...
—La próxima vez que estemos en Manila lo probaremos —dijo Terry—. Ahora, conozco un sitio...
El Esperance seguía su curso. En ese momento, la luna salía y la luz brillaba sobre las olas mientras las estrellas miraban cínicamente el pequeño yate sobre el mar. Y dos personas hablaban cómodas y absortas sobre cosas que nadie más habría considerado muy interesantes.
Cuando Terry se fue a dormir, notó gratamente que estaba muy contento de haberse dejado convencer para unirse a la compañía del Esperance.
Llegó el amanecer. Terry ya estaba en cubierta cuando el Esperance se abría camino hacia un pequeño puerto. Había palmeras a lo largo de la costa, y una ciudad filipina con edificios que iban desde ladrillos cocidos hasta estuco y meras chozas de nipa en las afueras. Barcos de pesca de dos hombres salían de la orilla en la que habían estado varados. De alguna parte llegaba el ruido entrecortado y ronco de un viejo motor de automóvil calentando para el trabajo del día. Sin duda sería el autobús de Manila. Pero no era imaginable que Terry fuese a tomarlo ahora.
El yate echó anclas y se posó indolente mientras su tripulación desayunaba y se realizaba la rutina de la cubierta de la mañana. Después apareció Deirdre con ropa de playa de extrema feminidad. Davis tampoco vestía como de costumbre.
—Vamos a desembarcar en el astillero —le dijo a Terry—. Si quieres venir...
—Tengo algo que hacer aquí —dijo Terry.
Dos de los tripulantes bajaron un bote y se dirigieron a la orilla. Terry sacó la grabadora y el oído y la bocina submarinos. Ajustó el aparato para una prueba. Tony subió a la cubierta y observó. Luego se acercó un poco más.
—Si puedo ayudar —dijo tentativamente.
—Puedes —le dijo Terry—. Pero oigamos lo que dicen los peces primero.
Descolgó el oído submarino y puso en marcha la grabadora para reproducir lo que recogía, pero sin grabarlo. Los sonidos del agua salieron de los altavoces. Los golpes de las pequeñas olas del puerto contra las tablas del yate; el sonido rítmico y chirriante de los remos de un barco de pesca que bogaba tras la media docena que había salido antes; sonidos de gruñidos... que eran de peces.
Terry escuchaba críticamente y Tony con interés. Entonces Terry sacó la pala de pesca. Encendió la cinta ahora para tener un registro del sonido que hacía la pala.
—Golpea el agua con esto —sugirió Terey— y oigamos cómo suena.
Tony bajó la escalera y le dio a la superficie del agua unos cuantos golpes contundentes. Surgieron pequeños y violentos remolinos. A diez u once metros del lateral del Esperance se produjeron pequeños disturbios aislados en el agua. De hecho, tres o cuatro peces saltaron fuera de la superficie.
—¡No está mal! —dijo Tony—. ¿Quieres que golpee un poco más?
Terry retrocedió unos pocos metros de la cinta que contenía los golpes. Los volvió a reproducir y escuchó críticamente, como antes. Tony había regresado a cubierta. Los golpes, según se oían bajo el agua, no eran simplemente impactos. Se oía una resonancia en ellos, casi un zumbido, y bastante siniestro, Terry sustituyó esta cinta por la grabación que había hecho la noche anterior. Encendió el instrumento y encontró el lugar exacto donde el objeto de las profundidades había caído de vuelta al mar. Detuvo la grabadora allí mismo. Sacó el oído submarino y enchufó la bocina al amplificador de audio, aún sin probar, que debía multiplicar el volumen del sonido de la cinta. Luego sacó la bocina por la borda.
Encendió la grabadora de nuevo. El carrete de cinta empezó a girar. El sonido salió de la bocina. Debajo del agua era mucho más fuerte que cuando lo había captado el micrófono del Esperance. Aquí estaba confinado; arriba, por la superficie, y debajo, por el fondo del puerto. Era el equivalente a un fuerte grito en una habitación cerrada, solo que peor.
Los peces en el puerto Barca enloquecieron. Toda la superficie del puerto empezó a salpicar. Criaturas de todos los tamaños saltaban a lo loco por encima de la superficie, batiendo las aletas, solo para saltar de nuevo, más frenéticamente aún, cuando volvían a caer. Un totalmente insospechado banco de peces voladores muy pequeños saltó brillando con tal frenética prisa que algunos intentaban volar demasiado inclinados, caían y, al instante, volvían a lanzarse al aire.
Terry apagó la grabadora. El desorden en la superficie del agua cesó de inmediato. Pero él oyó gritos estridentes. Unos niños habían estado vadeando al borde de la orilla. Corrían en estampida hacia tierra firme, chillando. Donde sus pies y piernas habían estado bajo el agua, sentían como si un millón de alfileres y agujas los hubieran pinchado.
Algo aleteaba pesadamente en la cubierta del Esperance. Tony fue a ver. Era un pez de kilo y medio que había saltado fuera del agua y por encima de la barandilla del yate hasta la cubierta.
Tony lo lanzó otra vez al agua. —Supongo que no hay muchas dudas —dijo cansinamente.
—¿De qué? —preguntó Terry.
—De lo que... yo había supuesto —dijo Tony.
—¿Y qué habías supuesto?
Tony vaciló.
—Creo que —dijo con tristeza— será mejor que no lo diga.
Observaba con una expresión de asombro e inquietud en su rostro mientras Tony guardaba el aparato.
Pasó el tiempo. Davis y Deirdre llevaban en tierra más de una hora. Terry vio que el pequeño bote abandonaba la orilla y se acercaba. Llegó rápido al costado, los dos pasajeros subieron a bordo y los cuatro pelones izaron el bote dentro y lo amarraron rápidamente.
—Nuestra draga aún no está lista —dijo Davis—. Pinta bien, pero habrá un retraso de unos días.
Deirdre examinó la expresión de Terry. —Algo ha pasado. ¿Qué es?
Terry se lo dijo. Davis escuchó. Tony agregó lo que había visto, incluido el pez que había salido del agua saltando lo bastante alto como para aterrizar en la cubierta del Esperance.
—A toro pasado —dijo Davis— entiendo cómo podría suceder. Pero... —Vaciló durante un largo tiempo y luego dijo—: Este es otro caso sobre el que he estado conjeturando y esperando estar equivocado. Y como las demás, la prueba de que mi suposición inicial era incorrecta es necesaria causa de otra suposición. Y la suposición posterior me disgusta mucho más que la primera.
Se movió inquieto.
—Me alegro de que sólo la hayas probado una vez —dijo con tristeza—. Hemos de llegar a la Thrawn Island de todos modos. Ya resolverás este truco en la laguna de allí. Si no hay reacción a la draga cuando la probemos, podemos intentar esto. Aunque podría ser un golpe muy violento sobre algo en lo que no creemos del todo. Prefiero intentar primero un golpe suave.
Dio media vuelta. En cuestión de minutos, Nick estaba abajo encendiendo el motor del yate, otros dos tripulantes estaban levando anclas y el cuarto gobernaba al timón. Sin prisa pero sin pausa, el Esperance se dirigió hacia la desembocadura del puerto y hacia mar abierta.
Alnorzaron ya en dirección Norte y Oeste. A última hora de la tarde Deirdre tuvo ocasión de hablar con Terry sobre Thrawn Island.
—Es la estación de rastreo por satélite del Mar de China —le dijo—. Algunos miembros del personal son amigos de mi padre. Está justo al borde de la Fosa de Luzón, y la isla es en realidad una montaña submarina que apenas sobresale de la superficie. Hay algunas colinas, un arrecife de coral y una laguna. También es terriblemente escarpada, y puedes usar el dispositivo de conducción de pesca tanto como quieras sin asustar a ningún pescador filipino.
—Has estado allí antes —dijo Terry.
—¡Oh, sí! Te dije que un pez con un objeto de plástico fue atrapado en la laguna de allí. Ocurrió mientras se estaba construyendo la estación. Los hombres de la estación de rastreo pescan en la laguna por diversión, y ahora, naturalmente, observan en busca de más... rarezas.
El Esperance seguía navegando. Los pelones se dedicaban a sus diversas tareas y hablaban sin cesar, tanto entre ellos como con Deirdre, cuando ella se unía al grupo. Terry se sentía inútil. Descolgó por la borda el oído submarino y encendió la grabadora solo en modo amplificador. A bajo volumen reproducía los sonidos de las cosas de abajo. Mantenía la mitad del oído ladeada hacia él para oído el sonido mugido que había captado en el lugar donde brillaba el océano. Lo oyó de nuevo ahora, y de nuevo le resultó difícil imaginar la causa. Los sonidos emitidos por los peces generalmente se producen en sus vejigas natatorias. El propósito de los gritos de los peces es tan oscuro como el motivo de algunas estridencias de insectos o el canto de muchos pájaros. Pero un ruido de pez prolongado implica una vejiga natatoria de gran tamaño. A grandes profundidades, si se llenara con gas una cavidad considerable, bajo presiones que llegaran a toneladas por centímetro cuadrado... Terry no podía creerlo del todo.
Ya no oía el sonido de los mugidos mientras el yate seguía su camino. Otros sonidos submarinos se tornaron comunes y él tendía a no escucharlos. Aunque, desde la cubierta que lo rodeaba, oía debates sobre la mecánica de las ondas, sobre las perspectivas en la Serie Mundial, sobre las virtudes del jazz de Dixieland, sobre la ictiología, sobre la contribución de Copeland a la música moderna, sobre la posibilidad de vida en otros planetas y sobre temas afines. Los miembros de la tripulación estaban aprovechando las vacaciones de verano para hacerse hábiles marineros a bordo del Esperance, pero tenían tantas y tan volubles opiniones como cualquier otro estudiante universitario. Y las transmitían unos a otros.
Pasó la tarde. Cayó la noche y la cena fue una sesión de erudita discusión sobre diferentes temas, siempre discutidos con vehemencia. Más tarde, Terry tomó el timón del yate, Deirdre se acomodó cerca y discutieron asuntos adecuados a su estado más maduro. Ambos eran mucho menos intelectuales que los pelones. En unos días desarrollaron un interés mutuo, pero cada uno de ellos pensaba en ello solo como una muy agradable amistad.
Por fin salió la luna. Era cerca de la medianoche cuando Nick se acercó a la cubierta y presentó un informe: habían sido detectados por el radar de Thrawn Island y estaban siguiendo el rumbo con exactitud. Media hora después apareció una diminuta luz en el borde del mar. El Esperance se dirigió hacia él y pronto hubo rompientes a babor y a estribor, el motor retumbó cubierta abajo y el yate se elevó y cayó más violentamente que de costumbre. Luego, una vez más, llegaron a aguas cristalinas; el aire se cargó de verde olor a vegetación. Se hicieron visibles ciertos rectángulos de luz. Eran las ventanas de la instalación de seguimiento por satélite de Thrawn Island.
Las velas del Esperance se arriaron y la goleta avanzó hacia las luces solo con la potencia del motor. No había movimiento en tierra, aunque Nick había hablado con la isla por onda corta.
Después de un rato, el reflector se puso en funcionamiento y comenzó a extenderse como un pincel de brillante luz blanca. Iluminó aquí y allá hasta encontrar un muelle extendido desde la orilla hasta aguas profundas. El Esperance flotó hacia el fondeadero, su motor apenas giraba. Seguía sin haber señales de actividad, a excepción de las ventanas iluminadas.
El motor se detuvo, luego pasó a reversa y el yate se deslizó suavemente hasta hacer contacto con las boyas del atracadero. Jug y Tony saltaron a tierra con cabos para amarrar el yate. Todavía sin señales de vida.
—Qué extraño —dijo Davis mirando a tierra—. ¡Sabían que veníamos!
Una luz apareció de pronto moviéndose en el cielo. Una bola de fuego, un tipo de estrella fugaz inusualmente lúgubre. Llegó por encima de las copas de los árboles y cruzó el cenit dejando un rastro de luz. Siguió y siguió, disminuyendo, lo que indicaba que estaba descendiendo desde una gran altura. Su brillo se hizo cada vez más intenso, luego se atenuó. En este punto, la bola de fuego pareció caer a plomo. Luego su llama se apagó y solo se pudo ver una mancha de color rojo pálido en movimiento.
Se precipitó más allá de los árboles al otro lado de la laguna. O eso parecía. En realidad, podría haberse hundido en el mar a kilómetros de distancia. Luego se oyó un leve ruido, entre un estruendo y un silbido. El sonido volvió a cruzar el cielo a lo largo del camino que había seguido la bola de fuego. Y murió.
Hubo silencio. Las estrellas fugaces tan brillantes como esta son raras. La mayoría de los meteoros son muy pequeños, pero son visibles debido al desgaste producido por la caída de sus cuerpos en la atmósfera, que les prende fuego. Por lo general, aparecen a una altura de cien kilómetros, pero a menudo se vaporizan antes de haber descendido más de cincuenta. A veces explotan en el aire y esparcen fragmentos en la tierra. Otras veces chocan contra el suelo, dejando monstruosos cráteres. La mayoría de los meteoros caen al mar. Pero un meteoro tiene que estar al menos a treinta kilómetros del nivel del mar antes de poder oír su sonido.
Alguien salió de un edificio. Se dirigió hacia el muelle con una linterna eléctrica balanceándose en la mano. A mitad de camino hacia el yate exclamó —¿Davis?
—Sí —dijo Davis—. ¿Qué ha pasado?
—Nada —dijo el hombre en tierra—. Estábamos buscando ese bólido. Fue detectado por un radar espacial hace un par de horas, pero luego pensamos que aterrizaría más lejos de lo que hizo.
Era una voz educada, una voz académica.
—¿Grande? —preguntó Davis mientras la luz se acercaba.
—Más grandes los hemos visto, pero no mucho —el hombre de la linterna llegó al final del muelle—. Me alegro de verte. Por cierto, te hemos guardado algunos peces. Los pescamos en la laguna. Te están esperando en el congelador. Hay un Macrourus violaceus, si es que hemos leído bien los libros, y un Gonostoma polipus. Al menos eso es lo que coincide con las imágenes. ¿Qué opinas tú?
—¡Que no los tienes! —dijo Davis con incredulidad—. ¡No puedes! No soy especialista en peces, pero esos peces son abisales. ¡Solo puedes pescarlos a una profundidad de cuatro kilómetros o más!
—Los pescamos nosotros —dijo el hombre alegremente— con anzuelo y sedal en la laguna, por la noche. ¡Baja a tierra! Todos se alegrarán de verte.
Davis protestó: —¡Me niego a creer que tengas esa especie de peces hasta que los vea!
El hombre de la linterna subió hasta la cubierta del yate.
—Lo único que tienes que hacer es mirar en el congelador del comedor. El cocinero se queja de que ocupan espacio. Nadie quiere saber si son buenos para comer. ¡Qué criaturas de aspecto más malsano! ¿Y tú cómo estás, jovencita? —le preguntó a Deirdre—. Te hemos echado de menos. Tony, Nick, Jug...
Deirdre presentó a Terry.
—¡Ja! —dijo el hombre—. Te alistaron, ¿eh? Hablaron de eso hace un mes. Ya habrás resuelto el problema a estas alturas, me atrevería a decir. Incluyendo qué hacen estos peces tan extraños en nuestra laguna, en lugar de estar a kilómetros de profundidad en la Fosa de Luzón. ¡Cuando encuentres tiempo, háblame de ello!
—Lo intentaré —dijo Terry con reserva.
El hombre bajó al camarote de popa y Davis lo siguió. Deirdre dijo divertida: —¡El Dr. Morton es un encanto! ¡No le tomes en serio, Terry! Le encanta bromear. Te acosará hasta que le cuentes cómo llegaron esos peces abisales hasta aquí, hasta una laguna poco profunda. ¡Por favor, no te preocupes!
—No lo haré —dijo Terry—. Se lo contaré mañana, espero. Creo que ya sé cómo sucedió, pero quiero comprobarlo primero.
Cuando Terry despertó a la mañana siguiente, los reflejos de luz solar sobre el agua entraban por la portilla de su camarote. Observó las brillantes contorsiones de las ondas de luz en la pared. Sus pensamientos retomaron el tema detenido al irse a dormir. El hombre de las gafas; el Dr. Morton, aunque su doctorado era en astronomía en lugar de medicina; había afirmado que Deirdre y su padre llevaban un mes con el plan de enlistarlo en el Esperance. Deirdre había entrado en la tienda de Jimenez y Cía. sólo cuatro días atrás. Parte del retraso podría haber sido causado por el tiempo dedicado a navegar de un lugar a otro, tramitando recados del todo inútiles. Habían conseguido en Alua una pala de dirección de pesca, un viaje que robaría unos días navegando en cada sentido. Por lo visto habían ido a ciegas, buscando alguna vaga idea para averiguar qué producía los hechos observados. «Peces muy extraños», había comentado Davis sobre algunas de las capturas de La Rubia. El pez abisal mencionado anoche era un pez muy extraño que pescar en una laguna. Sí...
Terry yació quieto examinando otros aspectos de la situación. Davis había comunicado con un portaaviones para obtener los artículos electrónicos, y el Esperance estaba en constante contacto con alguien mediante radio de onda corta. Ese alguien podría ser el portaaviones mismo. El departamento de policía de Manila era muy cordial con Davis, y el personal de una instalación de rastreo por satélite le guardaba extraños espécimes de peces.
Evidentemente, la empresa del Esperance no era una aventura nueva. Marchaba desde hace tiempo. Habían conseguido ayuda técnica del más alto calibre, pero aún así no habían llegado a ninguna parte. Parecía que Terry había añadido una especialidad menor al arsenal de técnicas de investigación. Sin los datos recopilados en la grabadora, la idea de los eventos de anteanoche sería muy diferente. El mar habría parecido muy brillante, luego se habría notado la reducción del área resplandeciente y se habría visto algo parecido a una ballena saltando por encima del agua. Y después el brillo se habría desvanecido. Todo habría sido bastante misterioso, pero un aspecto completo del fenómeno habría pasado desapercibido. Aún no había respuesta a ninguna de las preguntas importantes que Terry se había hecho, pero la mayoría de estas nunca se habían hecho antes. Los ruidos del mar habían demostrado estar estrechamente relacionados con todo lo que había que averiguar. Lo que se sabía de ellos se debía a sus hallazgos. Terry había establecido un nuevo marco de referencia.
Y había descubierto la solución de un problema menor aun antes de que se planteara el problema. Solo tenía que demostrarlo. Entonces, por supuesto, surgirían otros problemas.
Se levantó de la cama, se puso un bañador y unos pantalones de algodón encima. Tomó una sudadera y salió a cubierta. Deirdre lo saludó.
—¡Buenos días! Todos están en la estación de rastreo, discutiendo sobre el bólido que cayó anoche. Según el radar, se hundió en el mar, a millas y millas de distancia
—¿Qué debería haber hecho ese bólido? —preguntó Terry—. No estoy familiarizado con los meteoritos. ¿Están todos planeando bucear para buscarlo?
—¡Lo dudo! —Deirdre rio—. Aterrizó en la Fosa de Luzón —hizo un gesto inclusivo con la mano—. Esta isla está en su borde. Se puede ir allí en batiscafo; de hecho, creo que eso ya está programado; ya sabes, el que dije que venía a Manila en el barco oceanográfico. Un batiscafo puede llegar a esa profundidad, pero no es probable que busquen meteoritos.
—Ah —dijo Terry juiciosamente—. Entonces, ¿qué más da donde caiga?
—No cayó como debería —dijo Deirdre—. Fue detectado desde lejos por un radar espacial y calcularon su trayectoria, pero se equivocaron. Ahora intentan recalcularla bien incluyendo el efecto del campo magnético de la tierra sobre un meteorito metálico. Están discutiendo y lanzándose ecuaciones unos a otros.
—Déjalos —dijo Terry—. Ya tengo suficientes problemas con los peces. ¿Crees que podría pedir prestado un bote?
—Siempre nos lo han permitido —dijo Deirdre. Luego añadió—: Te he calentado el desayuno. Mientras comes conseguiré un bote
Ella fue abajo y, poco después, regresó.
—Tengo la sensación —dijo ella— de que va a pasar algo interesante. Volveré luego.
Se giró suavemente hacia el muelle y se dirigió a tierra. Terry fue abajo y encontró su desayuno sobre la mesa del camarote. Se acomodó, pero primero sacó un libro de los estantes. Se trataba de un volumen sobre oceanografía. Sus páginas revelaban que había sido usado a menudo como referencia. Encontró descrita la Fosa de Luzón. Su área era relativamente pequeña, apenas un abismo de catorce kilómetros de largo en el lecho marino, pero era superada solo por la Fosa Mindanao en profundidad, y solo por muy poco. Su profundidad máxima se medía en más de nueve mil metros. Se mencionaba que Thrawn Island estaba al borde de la Fosa. Según el libro, la isla era la cima de una de las montañas submarinas más escarpadas y altas del mundo. A tres millas de donde se encontraba Thrawn Island se habían hecho sondeos de diez mil metros. Esta profundidad se extendía como una trinchera...
Los estertores de un motor fuera borda sonaron a cierta distancia. Bramaba hacia el yate, giró y se apagó. Terry bebió un sorbo de café y subió a cubierta justo cuando Deirdre estaba amarrando la pequeña embarcación junto al yate.
—¿Taxi? —preguntó ella amablemente—. Conseguí el bote. ¿Adónde?
Terry bajó y tomó el timón. Alejó el bote del barco. Dentro del bote había una caja de cebo, sedales de pesca y dos cañas de pescar altamente profesionales. La pesca no era necesariamente un pasatiempo sedentario aquí.
—Probemos la entrada de la laguna —dijo Terry—. Tengo una idea. Anoche noté algo cuando entramos.
—¿Quieres ponerme al corriente?
—Preferiría no hacerlo —admitió.
Deirdre se encogió de hombros, sin resentimiento. El bote se dirigió con firmeza hacia el pasillo que conducía a mar abierto. Formaba una punta de flecha de olas mientras se movía. Se acercó a los puntos de tierra en los extremos de la formación de coral que encerraba la laguna. Thrawn Island no era un atolón, pero las playas eran de arena coralina, blanca como la nieve. Delante había un espacio agua clara, y luego un arrecife que separaba los mares.
Terry dirigió el bote hacia mar abierto. No había nada más que el arrecife y el mar entre el bote y el horizonte. Redujo la velocidad del bote, hasta casi detenerse, dentro del tumulto del arrecife. La lancha se balanceó y meció sobre remolinos de agua.
—Quédate aquí —ordenó—. Quiero nadar de ida y vuelta.
Se quitó la sudadera por la cabeza y saltó por la borda, dejando a Deirdre a cargo del bote.
El mundo le pareció extraño cuando las olas pasaron por encima de su cabeza. Unas cuantas veces el cielo se redujo al espacio entre las crestas de las olas. Otras veces lo elevaban sobre el pico de la ola, y el cielo era ilimitadamente alto y grande, y la mar que rompía en el arrecife cercano rugía y refunfuñaba.
Nadó mar adentro. De pronto, comenzó a sentir un hormigueo en el cuerpo. Se detuvo y flotó, analizando la sensación. Sentía en un lado del cuerpo como si la más diminuta de las corrientes eléctricas entraran en su piel. No era una sensación desagradable. Deirdre, en el bote, estaba a cincuenta metros observándolo. Mientras él nadaba, el hormigueo se hacía más fuerte. Se zambulló. El hormigueo no variaba con la profundidad. Ascendió y vio que se había alejado más de lo que pensaba.
De pronto supo que había sido imprudente. Había corrientes entrantes y salientes en las lagunas. Una barrera de arrecifes también las afectaba. Terry se encontró nadando en una corriente que lo empujaba mar adentro y lo alejaba de la isla.
En cuestión de segundos, la sensación en su cuerpo cambió de un mero hormigueo a un tormento. Durante un momento fue mucho más fuerte y un poco doloroso, pero un momento después sintió como si nadara entre llamas. Era insoportable. Sus músculos no estaban contraídos como por una descarga eléctrica, pero no podía controlar sus reflejos. Se encontró chapoteando locamente, tratando de salir de la angustia que lo envolvía.
Y se hundió. Su cuerpo había tomado control total de su mente, y se encontró nadando frenéticamente bajo el agua. No podía subir a la superficie. Su cuerpo trataba de escapar de la intolerable agonía en la que estaba inmerso, pero no podía.
Oyó un sonido rugiente, pero no significaba nada. El rugido se hizo más fuerte. Finalmente, Terry salió a la superficie durante unos segundos y jadeó horriblemente, pero luego se hundió. El rugido se hizo atronador y él volvió a salir a la superficie...
Algo le agarró del agitado brazo y tiró de él. El brazo dejó de experimentar la horrible sensación de estar en aceite hirviendo. Su mano reconoció un borde. Subió frenético por el objeto sólido con ayuda de unas manos, y se encontró en el bote, jadeando, temblando y encogiéndose ante el simple recuerdo del sufrimiento que había sufrido.
Deirdre lo miraba fijamente, asustada. Giró la proa del bote hacia la orilla. El motor fuera borda rugió y el bote pasó a toda velocidad por la brecha entre el arrecife hasta la abertura de la laguna.
—¿Estás bien? ¿Qué te pasó? Estabas nadando y de pronto...
El tragó. Le temblaban las manos. Sacudió la cabeza y luego dijo vacilante: —Quería... verificar la razón por la que esos peces extraños se quedan en la laguna. Pensé que si pertenecían a las profundidades y algo se los llevaba, intentarían regresar. ¡Lo descubrí!
Sintió un alivio irracional cuando la entrada a la laguna quedó detrás del bote. El agua cristalina era reconfortante. El Esperance parecía el epítome de la seguridad.
—Creo que ya sé cómo llegaron aquí —agregó—. Subestimamos lo que estamos tratando de entender. Estaré bien en un minuto
Pasó menos de un minuto antes de recomponerse y consiguiera sonreír a Deirdre irónicamente.
—¿Se oyó un zumbido en el agua? —preguntó Deirdre, todavía mirándolo—. Creo que lo oí en el fondo del bote. ¿Fue ese el problema?
—Sí. Yo no lo llamaría un zumbido —admitió Terry—. Ya no. Ahora sé qué se siente a fuego lento.
—Me diste un susto de muerte —dijo Deirdre—. La forma en que salpicabas...
—Oí el zumbido —dijo Terry— anoche cuando el yate llegó a la isla. Estábamos quizás a media milla de la costa. Era muy débil, pero yo había bajado el amplificador. El zumbido estaba en su punto más alto justo antes de que pasáramos el arrecife, pero nadie se dio cuenta. Cuando el Dr. Morton dijo que había peces abisales en la laguna, supe por qué estaban allí. Supuse qué era lo que podría llevarlos allí. Fui a averiguar si tenía razón. ¡Lo descubrí!
—¿El zumbido? —preguntó Deirdre de nuevo. Cuando él asintió con la cabeza, ella dijo—: ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Qué crees que hace el zumbido?
—Intento no suponer qué es lo que hace el zumbido —le dijo Terry—. Datos insuficientes. Necesito más. Creo que preguntaré qué otros fenómenos extraños han aparecido en esta zona. ¿Zonas de espuma en el mar? No se me ocurre ninguna conexión, pero aún así...
Terry hizo girar el bote hasta el lateral del Esperance atracado y extendió la mano para ayudar a Deirdre a llegar al muelle. Su mano estaba completamente firme de nuevo. Ella aceptó la ayuda.
—¿Vamos a la estación de rastreo?
—Sí. Todo el mundo parece estar allí —dijo Terry.
Oyeron un murmullo de voces provenientes de la estación de rastreo por satélite. Mientras se acercaban a los edificios, Terry miró a su alrededor. A un lado se hallaba el peculiar sistema aéreo, mediante el cual se detectaban diminutas lunas artificiales que rodeaban la Tierra. Esferas diminutas y cilindros y objetos puntiagudos y ruedas de paletas de aspecto burdo, girando en sus rondas designadas por el hombre, enviaban señales con potencias de meras fracciones de vatio. Este sistema de antenas recogía esas minitransmisiones y extraía notables cantidades de información. Era posible determinar con mayor precisión la distancia de los satélites mediante la comparación de cambios de fase en sus señales que si se estiraran cintas métricas de acero hasta hacer contacto físico con estos. La precisión era del orden de centímetros hasta cientos de kilómetros. Flotando donde las estrellas brillantes y luces no parpadeaban en la oscuridad, y el sol era un disco con brazos de remolinos fuego, los pequeños objetos enviaban información que los hombres nunca habían poseído antes, y que no sabían del todo qué hacer con ellas ahora que las poseían. Y también había otros objetos en los cielos. Había satélites que ya no enviaban señales a la tierra. Algunos tenían su equipo desgastado. Otros eran satélites que no habían funcionado desde el principio. Otros eran misterios.
El bólido de la noche anterior era un misterio. Cuando Terry y Deirdre entraron en la amplia galería del edificio de ocio para el personal de la estación, escucharon al Dr. Morton protestar: —¡Pero eso está fuera de discusión! Estoy de acuerdo en que no sabemos más de lo que los rusos lanzan al espacio que de lo que averiguamos por nosotros mismos. ¡Eso es cierto! ¡Pero este no era un objeto terrestre! Si era un satélite no lanzado correctamente, tendría que haber sido enviado desde territorio ruso. No lo fue. ¡Eso es un hecho! Supongamos que era un satélite, supongamos que ya había hecho varios giros orbitales, ¡debemos admitir que sería un cambio imposible en el apogeo para que descendiera en el ángulo en que lo hizo!
Deirdre y Terry se sentaron mientras otra persona decía acaloradamente: —Nuestras observaciones eran equivocadas. ¡Tenían que serlo! ¡El campo magnético de la tierra no podría afectar la velocidad de un objeto fuera de la atmósfera! Nuestras observaciones dicen que redujo la velocidad. ¡El campo no pudo hacer eso!
Davis levantó una mano a modo de saludo. La discusión se detuvo un momento. Deirdre era conocida, pero había que presentar a Terry. Él estaba sentado junto a un joven calvo que explicó en voz baja, mientras se reanudaba la discusión. —Se están divirtiendo. Discutieron durante días cuando nuestro radar detectó en órbita una segunda etapa vacía. Y están aún dispuestos a debatir durante horas sobre un supuesto satélite retrógrado visto el año pasado, fue observado durante cuatro turnos y luego desapareció. ¿Cerveza?
—Demasiado temprano —dijo Terry—. Gracias de todos modos.
Davis dijo con seriedad, desde el otro lado de la sala: —Me sentiría mucho mejor si esa cosa de anoche no hubiera salpicado donde lo hizo
—El bólido —dijo una voz con humor— es un animal libre
La discusión prosiguió. Terry vio a Deirdre hablando con una mujer de mediana edad, un espléndido bronceado y una expresión plácida en el rostro. Doug y Tony estaban sentados y atentos a las charlas laterales, escuchando. A Doug le habían ofrecido, y había aceptado, un sándwich. Se lo comía metódicamente.
Terry tuvo una súbita sensación de irrealidad. Menos de media hora antes había pasado por un tormento y, salvo por Deirdre, de camino a la muerte. En el Esperance había tantas cosas absorbentes sobre el comportamiento de los peces que había olvidado que a algunas personas les interesaba otras cosas. Aquí una docena de personas discutía por el comportamiento de un meteorito. Nada podía tener menor importancia para el mundo exterior, pero en el mundo exterior la gente discutía sobre béisbol, golf o política...
Doug se excusó y salió fuera. Terry se reunió con él allí un poco más tarde. Doug estaba fumando un cigarrillo, mirando al cielo y a las palmeras.
—Menuda discusión —dijo Terry.
—Me supera —dijo Doug—. Me sentía solo. Me hace pensar en mi chica. A ella le gusta hablar así. Por eso...
Se detuvo.
—¿Hay traje de submarinismo en el Esperance? —preguntó Terry.
—¡Claro! Dos o tres. Al Sr. Davis le pareción que podrían ser útiles. Se puso uno la semana pasada para mirar las planchas inferiores del Esperance. ¿Por qué?
—Me gustaría hurgar un poco en el fondo de la laguna —dijo Terry con inconsciente gravedad—. ¿Me ayudarías?
—¡Claro! —dijo Doug.
Regresaron al Esperance. Doug sacó dos trajes de buceo. Revisaron las válvulas, los tanques y las conexiones. Doug sacó dos arpones de resorte. En media hora estaban en el motor fuera borda rumbo a lo que Doug dijo que era la parte más profunda de la laguna.
Al llegar allí, Terry probó el agua con el dedo antes de sumergirse. En lugar de un arpón, llevó una de las lanzas de pesca, que parecía ser un equipo estándar aquí. Doug se quedó en el bote para vigilar.
Terry había supuesto que lo que buscaba estaría en la parte más profunda de la laguna. Estaba en lo cierto. En media hora se había cruzado con cinco especied de peces que no tenían por qué estar a dos mil brazas de la superficie. Ignoró a los habitantes normales de la laguna. Escogió peces de un color rojo oscuro, que predomina en las profundidades pero no en otros lugares. Cuando el pez tenía ojos extremadamente pequeños o extremadamente grandes, los cazaba con determinación sabiendo que eran peces de aguas profundas. Atrapó cinco, lo que fue un buen botín, incluso considerando sus sospechas anteriores.
Doug inspeccionó la captura mientras el fuera borda regresaba al yate. Terry volvió a colocar la lanza debajo del asiento.
—Son peces raros —observó Doug—. No me gustaría comerlos.
—A mí tampoco —asintió Terry—. Pero siento cierta simpatía por ellos. Creo que hemos compartido una experiencia.
Era cierto. Los peces tan lejos de su entorno normal no habrían emigrado a menos que se hubieran visto obligados a hacerlo. De modo que estos peces debían de haber sido expulsados de la bendita y absoluta negrura del abismo, que era su hábitat. Terry tenía un recuerdo vívido del tipo de estímulo que habían recibido, debido a su reciente baño fuera de la abertura del arrecife. Esa era la experiencia que creía que compartían.
Llevó su captura sobre la cubierta del Esperance y encontró algunos cuchillos afilados en la cocina mientras Doug guardaba los trajes de buceo. Cuando Doug volvió a subir a cubierta, miró con disgusto el trabajo que había emprendido Terry.
—¿Te gusta hacer ese tipo de cosas? —preguntó.
—¡Para nada! —dijo Terry—. Pero tengo que hacerlo.
Doug observó durante un momento.
—Soy buen aficionado a la poesía. A veces siento que tengo que sudar para escribir un poema. Es un trabajo duro. No tiene sentido real, pero siento que debe hacerse. Supongo que así es como te sientes ahora
—Tal vez —dijo Terry.
No se le había ocurrido comparar la escritura de versos con la disección de peces abisales muertos, pero Doug tenía razón. Al poco tiempo se marchó y Terry completó la sumamente desagradable tarea. Recién limpiada la cubierta, Deirdre regresó de la estación de rastreo. Él ya estaba trabajando en la grabadora cuando ella subió a la cubierta.
—No te quedaste —dijo Deirdre—. Esperaba la oportunidad de contarle a mi padre lo del zumbido de la laguna, pero estaba tan absorto en la discusión del meteorito como el resto. Todavía no se lo he dicho.
—Hay algo más que decirle ahora —comentó Terry—. Bajé con un traje de buceo. Doug se quedó vigilando —agregó ante su gesto de protesta— y pinché algunos peces que no pertenecen a esta zona. Los he diseccionado. Sus vejigas natatorias habían sido perforadas muy hábilmente, de modo que si iban o eran llevado a presiones menores, las vejigas se vaciarían en lugar de estallar. Así es como sobrevivieron al salir de las profundidades. Pero lo principal es esto.
Le tendió un pequeño objeto de plástico en la mano. Tenía unos dos centímetros de diámetro y cinco de largo, y había inclusiones en el material transparente. Había planchas e hilos de metal. Tenían esa pinta de propósito misterioso que tienen los dispositivos técnicos altamente desarrollados.
—Esto estaba sujeto a la aleta de un pez que pertenece a profundiades tan bajas como un pez puede llegar —dijo—. He descubierto uno de sus propósitos. Cuando esto está en el agua, hace un sonido más agudo que un silbido cada vez que lo golpea otro sonido. ¡Pruébalo en tu piano!
Deirdre lo miró fijamente.
—Estoy diciendo —repitió— que esto acepta un sonido y emite otro. Es... podría ser un transmisor. ¿Para qué es eso? ¿De qué va todo esto? ¿Qué significa? Y hago sólo estas preguntas porque no me atrevo a preguntar quién ni por qué
—¿Qué... qué vas a hacer? —preguntó Deirdre absurdamente.
—No tengo ni idea —le dijo Terry—. Tengo la sensación de que lo más inteligente sería establecerse en alguna ciudad, comprar una tienda y olvidarme de todo esto. Si no pienso en ello, tal vez desaparezca.
—Llamaré a mi padre y veré qué dice.
—Dile —ordenó Terry— que quiero probar mi bocina de dirección de pesca. Me gustaría tener testigos. Si esta estupidez tiene que ser denunciada a alguien, necesitamos pruebas de los hechos. Quiero dirigir pesca y ver cuántos peces abisales hay en esta laguna, y cuántos de ellos tienen dispositivos espía.
Deirdre dio media vuelta para irse. Luego lo encaró de nuevo. —¿Dispositivos espía?
—Se me escapó —dijo Terry—. No debería haber dicho eso. Olvídalo. Tú dile a tu padre que tengo un impulso extremadamente urgente de dirigir pesca, y que venga a ayudar.
Deirdre lo miró con extrañeza, se dirigió al muelle para buscar a su padre.
Terry se paseaba de un lado a otro por la cubierta del Esperance. Tras pocos minutos aparecieron Davis y los pelones con Deirdre. Pero no estaban solos. Casi todo el personal de la estación de seguimiento les iba a la zaga. Alguien se habría quedado de servicio oficial, por supuesto, pero aquí estaba el Dr. Morton con gafas; el joven calvo que le había ofrecido cerveza y cocinero de la instalación; un mecanógrafo y especialistas en radares y demás materias abstrusas.
Deirdre dijo: —Les hablé sobre el asunto de la pesca y quieren verlo. Dejaron de discutir sobre el bólido de anoche para tomar asientos en primera fila. ¿De acuerdo?
Terry se encogió de hombros. Ya tenía la grabadora ajustada. Había tomado una sección de la cinta grabada donde el mar estaba brillante, en el lugar donde se grabó el más fuerte del desagradable zumbido. Había hecho un bucle para que se repitiera una y otra vez.
Reprodujo el sonido muy amplificado a través de la bocina submarina sostenida en el aire. El resultado fue un estridente bramido. Bajó la bocina al agua. Esta tocó la superficie y se hundió.
Al instante, los peces de la laguna parecieron enloquecer. Toda la superficie se agitaba, se retorcía y salpicaba. Había una cantidad increíble de peces. Terry giró la bocina hacia un lado. En esa dirección no toda el agua se llenaba con el ruido intolerable, sino que solo un haz en forma de red atravesaba el agua. Dentro de esa línea, los peces continuaban saltando frenéticamente. El resto de la laguna se calmó repentinamente. En un momento, el espacio del haz también se aquietó, pero eso fue debido a que los peces capturados anteriormente habían escapado.
—Me temo —dijo Terry— que esto no va a ser muy entretenido. Voy a hacer un barrido a través de la laguna para empujar a los peces hacia delante, hasta que los tenga todos en una pequeña área.
Era curioso que se sintiera incómodo mientras se dedicaba a su tarea, pero había experimentado la sensación que producía este sonido. Y no era muy agradable.
Dio la vuelta al haz, ligeramente. Una vez más, hubo salpicaduras repentinas. Se aquietaron. Volvió a girar el haz. Era una vibración desagradable y gruñona en el agua. En lo que respectaba a los peces, se parecía más a una pared que a una red, porque ni la criatura viviente más pequeña podía atravesarla. No solo los peces huían de ella, camarones, cangrejos y todo tipo de crustáceos se alteraban, se arrastraban y nadaban delante de su movimiento. Las medusas se retorcían cuando las tocaba. Los pepinos de mar se contorsionaban. Todo lo que vivía en la laguna y podía nadar, reptar o retorcerse se movía ante la barrera invisible. En ese momento, se pudo ver el efecto del hacinamiento y los peces comenzaron a saltar fuera del agua.
—Este es un gran avance en la civilización —dijo el Dr. Morton—. ¡Los hombres inventaron las armas y destruyeron el búfalo y la paloma migratoria! ¡Es posible que hayas hecho posible la despoblación del mar!
Terry no respondió. El sol de la mañana brillaba con fuerza, una suave brisa agitaba la laguna, las palmeras agitaban sus frondas con gestos lánguidos y se oía el oleaje retumbando y chapoteando en el arrecife exterior. Y casi dos docenas de personas en el muelle o en la cubierta del Esperance veían cómo una sección de empalme de una cinta grabadora pasaba y pasaba por una grabadora, configurada para reproducir un sonido submarino imposible de oír por las personas de arriba.
Los peces de la laguna se habían apiñado en una pequeña ensenada de la orilla. Allí había innumerables saltos.
—Debería haber muchos peces recolectados ahora —dijo Terry con disgusto—. Ciertamente no puedo llevarlos a tierra.
El bote fuera borda se alejó del yate con el motor rugiendo. Llegó al área en la que el agua parecía hervir y surgir con el movimiento de criaturas nadando densamente apiñadas. Las personas en el bote examinaron el agua circundante, luego el bote regresó a toda velocidad.
—¡Ahí están! —exclamó Davis—. ¡Y lo bastante gruesos como para caminar encima! ¡Vi claramente algunos monstruos, que debían de surgir desde el fondo! ¡Queremos recogerlos!
—Acabo de ensartar cinco —le dijo Terry— y uno de ellos llevaba esto.
Levantó el objeto de plástico que había encontrado. Hubo un momento de silencio. Entonces el Dr. Morton dijo enérgicamente: —Necesitaremos lanzas de pesca. Tomaremos todos los botes e iremos tras algunas de estas rarezas piscatorias. ¿Quién es el mejor con una lanza?
Davis iría. Podía llevar las dos lanzas de pesca del equipo estándar del fuera borda. El personal de la estación de seguimiento se dispersó para bajar otros botes. Sólo Terry y Deirdre permanecieron en el Esperance. Era necesario que alguien estuviera junto a la grabadora.
Los botes se alejaron a través del agua. Un miembro corpulento del personal de la isla vadeaba trabajosamente por la orilla.
—Los estás dirigiendo —dijo Deirdre—. Tienes razón.
—Ojalá no la tuviera —dijo Terry.
—¿Por qué?
—Tú sabes cómo llegaron aquí estos peces raros —dijo con impaciencia—. Fueron conducidos aquí. Sabes cómo los han mantenido aquí. ¡Yo experimenté eso! ¡Te dije por qué no murieron cuando emergieron desde miles de brazas de profundiad! Ahora dime, ¿cuál es el único propósito posible para que estén aquí? ¡Dicho más científicamente! ¿Cuál es la consecuencia de estos hechos de modo que para alguna entidad biológica esto sea un suceso favorable? —Su tono fue sardónico, al final.
—No lo sé.
—Espero que yo tampoco —dijo Terry con severidad.
No estaba de buen humor. Había hecho demasiadas conjeturas como las que había mencionado Davis. Empezaba a tener cada vez menos esperanzas de que fueran falsas. Cada nuevo desarrollo hacía que cualquier causa imaginable de estos eventos fuera mucho más terrible de pensar.
En una hora, tres botes regresaron de la pequeña bahía en la que se habían apiñado todos los peces de la laguna. Terry apagó la bocina submarina. Un hombre corpulento caminaba lentamente por la orilla con una pesada carga de pescado conocido y comestible. Era el cocinero de la isla y los había pescado desde la playa. Los botes, en total, habían ensartado y capturado no menos de sesenta especímenes de peces que normalmente se encuentran a muchos miles de metros bajo la superficie del océano. Tras la inspección, se descubrió que todos ellos tenían hábilmente perforadas las vejigas natatorias, perforadas con una púa tan dina que la abertura se cerrarba sola, salvo cuando sirviera para la liberación de un gas en incontenible expansión.
Antes del mediodía se habían encontrado otros siete objetos de plástico entre los peces abisales. Tres parecían idénticos al que había encontrado Terry. Otros dos eran idénticos entre sí pero de un tipo diferente, y los dos últimos eran dos tipos completamente diferentes. Solo aquellos como el probado por Terry parecían sensibles a los sonidos, que cambiaban a otros sonidos en una frecuencia de veinte mil ciclos o más. El resto no hacía nada que pudiera detectarse.
Durante la tarde llegaron noticias para distraer la absorción del personal de la estación de rastreo en los peces de la laguna. El operador de onda corta llegó corriendo al muelle, agitando un mensaje escrito. La cubierta del Esperance no era un espectáculo agradable en ese momento, con la disección que se había realizado sobre ella. Jug estaba empezando a barrer los restos por la borda.
Llegó el operador de onda corta. El Dr. Morton leyó el mensaje. Levantó la voz.
—¡Aquí hay uno bueno! —le dijo a la compañía reunida—. El radar espacial ha detectado un nuevo objeto que viene de la nada. Probablemente orbitará una vez antes de golpear el aire y arder. Por la línea de movimiento debería pasar casi por encima de nuestra cabeza. ¡Nos alertan para ponerlo bajo observación y vigilarlo! —Agitó el mensaje con un gran gesto—. ¡Tenemos que prepararnos! La discusión sobre la trayectoria del bólido de anoche, y por qué cayó donde cayó, está de nuevo sobre el tapete. ¡Veamos qué podemos hacer para calcular el punto de caída de este!
Se dirigió a la orilla. El personal lo siguió, farfullando. Las matemáticas de algún lumbreras serían verificadas, y con ellas sus opiniones sobre los posibles efectos del magnetismo terrestre sobre los objetos en aproximación terrestre.
—Deberíamos llevar a Manila estos chismes de plástico —dijo Davis lentamente—. Hay que compararlos con los otros. Aunque creo que esperaremos y veremos este bólido primero
Una discusión acalorada comenzó entre el personal de la estación de rastreo. Desde el Dr. Morton hacia abajo, casi hasta el cocinero de la estación, se hicieron las más variadas predicciones. El cálculo oficial de Washington, realizado a partir del rumbo, la altura y la velocidad observados, predijo que el bólido aterrizaría en algún lugar del Pacífico Sur. El Dr. Morton predijo una caída en el Mar de China, dentro de un número determinado de millas de Thrawn Island. Otras predicciones variaron.
Exactamente catorce minutos después de las ocho, una hora muy por delante del horario oficial, pero exactamente como había predicho el Dr. Morton, el bólido pasó por encima. Fue un espectáculo asombroso. Dejó un rastro de llamas a su paso, en treinta grados de cielo. Seguía y seguía....
Menos de diez minutos después, la radio de onda corta informó a la isla que se había visto caer al mar la estrella fugaz. Había sido observado por un avión que volaba en círculos sobre la zona en la que el Esperance se había encontrado con el círculo de mar brillante. El avión estaba allí para ver si el fenómeno volvería a ocurrir. No lo hizo.
Pero el avión vio el bólido al chocar contra el mar y surgieron enormes masas de vapor y salpicaduras. El bólido no estaba al rojo vivo entonces, como cuando pasó sobre Thrawn Island. Apenas tenía un brillo rojo apagado. Golpeó el mar y se hundió, dejando vapor atrás.
El agua tenía cuatro mil quinientas brazas de profundidad en ese punto.
Catorce horas después, el Esperance se preparó para zarpar desde Thrawn Island. Su propósito era llevar los objetos de plástico a Manila, donde serían entregados a laboratorios especializados para su estudio. Cinco de esos objetos se habían encontrado antes: uno en la laguna de la isla, durante la construcción de la estación de rastreo por satélite, y cuatro adheridos a peces exóticos llevados al mercado por el barco de pesca comercial La Rubia. Ahora había ocho más, de cuatro tipos diferentes. A los laboratorios llegaría la observación de Terry de que un tipo de estos objetos absorbía el sonido a frecuencias audibles y lo retransmitía a frecuencias mucho más altas, pero solo bajo el agua. Todo esto era tanto interesante como desconcertante.
Pero se había producido una perturbación grave en la estación de seguimiento.
El Dr. Morton llegó al Esperance antes de su partida. Tenía un problema. Había predicho al minuto, y casi al kilómetro, el aterrizaje del bólido de la noche anterior. Era la primera predicción precisa de esa clase en la historia. Pero su pronóstico destacaba solo por su precisión. Nadie se había acercado siquiera a la correcta. Ahora estaba siendo interrogado insistentemente por astrónomos de todo el mundo. Querían saber cómo lo había hecho. En particular, querían saber cómo había calculado que el bólido podía perder tantos metros por segundo de velocidad, ni más ni menos, en una órbita de tres cuartos alrededor del mundo. Nadie tenía una cifra igual en su ecuación para el lugar de aterrizaje. El Dr. Morton lo había calculado. Su predicción había sido exacta. ¿De dónde había sacado esa cifra, necesaria pero inexplicable?
Hizo una seña a Davis y a Terry para que lo acompañaran abajo, en el camarote de popa del Esperance. Terry vaciló.
—Bien podrías escuchar mis problemas —dijo Morton con irritación—. Eres en gran parte responsable de ellos.
Terry lo siguió inquieto. No veía cómo el Dr. Morton podía responsabilizarlos. Terry se había guardado sus propias conjeturas sobre los descubrimientos del Esperance. No podía permitirse creer en su exactitud, pero estaba consternado por la insuficiencia de todas las demás explicaciones de los eventos pasados.
—En dieciséis meses —dijo Morton molesto— hemos visto seis bólidos aterrizando en la Fosa de Luzón. ¡Eso está fuera de toda razón! Por supuesto, podría ser una serie matemática de coincidencias tremendamente improbables. Como dice la probabilidad, eso puede suceder a veces. Hasta anoche esa parecía ser una posible explicación .
Davis asintió. Su expresión era extraña.
—Pero ahora —dijo Morton algo indignado— ¡eso está descartado! Está descartado debido al bólido de anoche, el experimento de pesca de ayer y el asunto del mar brillante, además de esos malditos artilugios de plástico y de los peces abisales que prosperan en aguas poco profundas. ¡No hay una explicación razonable para tales cosas, y no son meras coincidencias!
—Me temo —admitió Davis— que no lo son.
—La explicación obvia —dijo Morton obstinadamente—, rehúso nombrarla o considerarla. Pero la pregunta no es si una teoría o una explicación es improbable o no. ¡La pregunta es si es verdad!
Davis asintió. Terry tuvo que estar de acuerdo con eso. Pero el modo en que se forma a las personas en los tiempos modernos pone un gran énfasis en la razón, a menudo a expensas de los hechos. Terry sentía la habitual renuencia civilizada a aceptar una idea estadísticamente improbable.
—Estoy en un dilema —dijo enfurecido Morton—. Calculé que el maldito bólido se ralentizaría después de entrar en órbita terrestre. Calculé exactamente cuánto se ralentizaría. ¿Quieres saber cómo supe cuánto debía ralentizarse? ¡Te lo diré! ¡Calculé exactamente cuánto tendría que frenar para poder caer en la Fosa de Luzón! Y lo hizo. Cayó allí. Pero ¿cómo voy a explicarle eso a Washington?
Terry sintió de pronto una cálida simpatía por Morton. Ya era bastante discutir con uno mismo cuando sucede algo increíble, pero el Dr. Morton había salido a la palestra. Lo habían pillado psicológicamente desnudo diciendo la verdad, y ahora le pedían que lo explicara. Y no podía.
—¡Esta cosa tiene que llegar a un punto crítico! —dijo enojado—. ¡Tarde o temprano descubrirán que no calculé dónde aterrizó por su comportamiento en el espacio, sino por su lugar de aterrizaje! Davis, tú has hablado de remover algo. ¡Por amor de Dios, hazlo! ¡Puedes salvar mi reputación! Y tú...
—Intentaré pensar en algo —dijo Davis con reserva.
—Necesito pruebas de que mis sospechas son correctas o incorrectas antes de la ruina. Sé lo que planeas hacer. ¡Hazlo! ¿Hay algo que se pueda hacer aquí para ayudar?
Davis extendió las manos con impotencia. Pero Terry dijo: —Sí. Envía un bote de vez en cuando para escuchar la brecha en el arrecife. Saca un remo por la borda y pon el oído en el mango. Deberías escuchar el zumbido bajo el agua, si todavía está allí. Estuvo allí esta mañana.
Morton lo miró suspicaz. —¿Por qué comprobarlo? ¿Debería cambiar el zumbido?
—Tal vez —dijo Terry—. Hemos ensartado la mayor parte de los peces abisales en la laguna. Tal vez hemos interferido con... los informes de los objetos de plástico que decían lo que estaba sucediendo aquí. Puede que haya una reacción. Si es así, lo más probable es que el zumbido se detenga, y después de un tiempo, más o menos largo, comenzará de nuevo. Y después, si mi suposición es correcta, habrá nuevas criaturas abisales en la laguna .
—Ja —dijo Mortonlargo. ¡Creo que tú y yo deliramos igual! Está bien. Veré que puedo hacer. Vosotros dos haced el resto.
Subió a cubierta. Cuando Terry subió a cubierta, la figura angulosa del doctor Morton ya marchaba por el muelle hacia la orilla.
No hubo ceremonia de partida. El Esperance zarpó y su motor arrancó. Se movió hacia la entrada de la laguna solo a motor, pero con las velas izadas mientras flotaba. Jug Bell estaba ajustando el foque cuando salieron por la abertura hacia el mar.
El zumbido en el agua todavía era audible para el oído submarino, cerca de tierra. A Terry se le ocurrió medir el rumbo en la fuente del sonido, notando tanto la dirección de la brújula como el ángulo vertical desde el arrecife. Si su lectura del ángulo vertical era precisa, una línea desde el arrecife hasta la fuente del sonido tocaría el fondo a nueve mil metros de profundidad y entre seis y siete kilómetros de distancia.
El Esperance siguió navegando. El zumbido se desvaneció según lo esperado. Terry dejó la grabadora captando sonidos submarinos, sin grabarlos. Esta transmitía los sonidos submarinos a las personas en cubierta. Terry tenía en mente mantener al menos medio oído atento, en caso de que los sonidos de mugido, oídos y grabados en otro lugar, volvieran a aparecer.
No aparecieron. El Esperance siguió su camino metódicamente, en dirección Sur y Este a vela. Un horizonte de mar ininterrumpido se mecía lentamente por todas partes. No había nada en lo más mínimo inusual o misterioso en ninguna parte.
En ese momento, Terry se encontró conversando con Deirdre, y el mundo parecía tan descaradamente normal que su conversación esquivó todas las tendencias inusuales. Hablaron de su infancia, de las cosas que habían hecho y de los lugares que habían visto.
A eso de las cuatro de la tarde, Nick gritó: —¡Por allí resopla! —en un buen intento por lograr el estilo apropiado de un barco ballenero, y toda la compañía del Esperance se unió para observar un chorro de agua muy adelante. El yate cambió un poco de rumbo y pronto alcanzó una manada de cachalotes en la superficie. Los enormes cuerpos oscuros se movían tranquilamente por el agua. Jud mostró una gran erudición sobre el tema y explicó en detalle cómo sus chorros demostraban que eran cachalotes. Deirdre señaló una ballena bebé cerca de una más grande.
Continuaron navegando, dejando atrás a las ballenas. Los pelones, inevitablemente, discutían sobre estas. Recopilaron toda la información y desinformación que poseían y propusieron una acalorada discusión sobre las ballenas, cómo pueden nadar hasta enormes profundidades sin sufrir mareos al volver a subir. Luego, la conversación se centró en la comida. Los balleneros, en los viejos tiempos, habían encontrado hocicos de calamares y secciones no digeridas de tentáculos en los estómagos de cachalotes arponeados. Había informes de secciones de tentáculos de metro y medio de espesor, lo que implicaba un tamaño total sorprendente, todo lo cual probaba que las ballenas habían estado en el fondo del océano, donde se pueden encontrar calamares tan gigantescos. Estos eran informes fiables de navegantes balleneros. Ciertamente, las cicatrices hechas por los brazos tentaculares de enormes calamares, que indican batalla, se han encontrado en la piel de los cachalotes, y ha habido informes de batallas en la superficie entre ballenas y calamares de tamaños que la mayoría de los naturalistas no estarían dispuestos a certificar. En tales casos se asumía que los calamares habían sido atacados en el fondo del mar y habían seguido a la ballena hasta la superficie cuando esta surgió en busca de aire. Ciertamente, solo un calamar enorme podría sostener una batalla con una ballena.
Terry escuchaba la discusión. Todos tenían su propia opinión.
—Nunca resolvereis la discusión, a menos que amarrarais una cámara y un flash en una ballena y consiguierais un informe instrumental de ella.
Lo cual no era una idea nueva, por supuesto. Pero era curioso que la idea de enviar instrumentos de autoinforme al fondo del mar hubiera sido sugerida debido a su propia sospecha. La sospecha de que se habían enviado aquí arriba instrumentos similares desde abajo. En el pasado se habían bajado sondas con termómetros, redes y máquinas de muestreo; se habían bajado recolectores de núcleo para obtener muestras de lodo abisal, pero el instrumental amarrado nunca es tan útil.
Deirdre dijo algo. Terry notó que ella lo había repetido. Él se había quedado absorto en las posibilidades de los informes instrumentales desde la superficie hacia las profundidades y viceversa.
—No me estás escuchando —protestó Deirdre—. Me refiero al batiscafo que debería llegar a Manila en cualquier momento.
—Intento imaginarme a mí mismo bajando en un batiscafo —dijo Terry apresuradamente—. No creo que me guste.
Un batiscafo es una esfera de metal con paredes y ventanas de enorme espesor, suspendida de un globo de metal lleno de gas para flotar. Se baja a profundidades espantosas con la ayuda de pesado lastre, y está equipado con motores eléctricos para un movimiento independiente. Lleva potentes focos eléctricos que permiten una visibilidad de hasta diez o veinte metros. Vuelve a salir a la superficie cuando se suelta el lastre. Solo hay tres dispositivos de exploración submarina de este tipo en todo el mundo.
—No estoy segura del todo de que no te guste —dijo Deirdre.
Terry frunció el ceño ante sus propios pensamientos. Hay opiniones que un hombre sostiene firmemente sin ser consciente de ellas, a menos que sean cuestionadas, y si eso sucede, sospecha profundamente del desafío, porque sugiere que su opinión debe ser reexaminada. Terry había estado recopilando fragmentos de información aquí y elementos incuestionables allí, resistiéndose en todo momento a una conclusión.
Parecía fantasioso pensar que los objetos de plástico, transportados por los peces abisales fuera de su entorno natural, eran en realidad instrumentos hechos por el hombre, aparatos de telemetría muy comparables a los dispositivos utilizados para transmitir información desde el espacio exterior. Era tremendamente imaginativo suponer que transmitían información desde la superficie del agua hasta las profundidades del océano. Esos peces había sido sacados del abismo para informar de lo que sucedía en la superficie. ¿Informar a quién? Era la más fantástica de las fantasías pensar que existía curiosidad, en la Fosa de Luzón, sobre los modales y costumbres de los habitantes de las aguas superficiales y de aquellas áreas no cubiertas por el mar.
Pero Terry echó el freno. Había límites para las ideas que él permitía que su cerebro pensara.
Deirdre se alejó andando y él se aseguró de que nunca había pensado nada tan ridículo como las conclusiones a las que acababa de llegar. En ese momento, fue servida la cena y Terry actuó concienzudamente como una persona perfectamente racional. Después de la cena, Davis, como de costumbre, se acomodó para disfrutar de un programa de música sinfónica de San Francisco, a miles de kilómetros de distancia. Y Deirdre volvió a desaparecer de la vista.
Más tarde, Terry se encontró solo en la cubierta del Esperance, a excepción de Nick al timón, una mera figura oscura que sólo se veía a la luz de la lámpara de bitácora. Había un tenue resplandor difuso procedente de la escotilla de popa. Hacia adelante, uno de los pelones rasgeaba una guitarra, y Terry se imaginó a Doug tratando de leer poesía a pesar del ruido. Las velas eran negras ante el cielo. La cubierta era más oscura que el mar.
Las conjeturas de Terry lo perseguían. Se aseguró a sí mismo que no se entretendría en ellas ni un instante. ¡Eran absurdas! Una parte de su mente argumentaba engañosamente que, si eran absurdas, no había razón para no ponerlas a prueba. Si tenía miedo de intentarlo, eso revelaba que una parte de él creía en ellas.
Tomó uno de los objetos de plástico y lo acercó la grabadora a la barandilla de sotavento. Esta seguía transmitiendo fielmente, a un volumen mínimo, el batir de las olas, como se escuchaba abajo, y pequeños sonidos ocasionales de seres vivos, generalmente lejos en el mar. Inclinado como estaba el Esperance, su mano podía llegar hasta las veloces aguas.
Llegó a una resolución. Se sentía tonto, pero ahora estaba decidido a intentar un experimento. Diminutas chispas de color azul claro centelleaban donde el agua pasaba junto a las placas del yate. Cuando sumergía la mano, el agua se amontonaba en su muñeca y un rayo de brillo dejaba un rastro detrás.
Terry dio un golpecito el casco con el objeto de plástico. Un toque, dos toques, tres toques, cuatro toques. Luego cinco, seis, siete, ocho. Volvió a uno. Un toque, dos y tres y cuatro. Cinco y seis y siete y ocho.
La grabadora emitía las grabaciones que había captado el micrófono subacuático. A Terry le pareció que el altavoz luchaba por emitir los sonidos más estridentes imaginables en estricta sincronía con las grabaciones.
Entonces la voz de Deirdre llegó en voz baja, muy cercana.
—No creo —dijo ella tranquilamente— que hacer eso sea bueno.
Él había estado inclinado sobre la barandilla en una posición incómoda. Se enderezó, culpable.
—Sé que es un sinsentido, pero me... avergonzaba admitir...
—Admitir —concluyó Deirdre por él— que, al marcar números con un dispositivo de espionaje, esperabas saber a quién podría interesarle que hemos encontrado un comunicador, y que sabemos lo que es y que intentamos ponernos en contacto con las criaturas inteligentes que lo fabricaron.
Escuchar tus propias autorrechazadas conjeturas en voz alta era espantoso. Terry no las creyó en absoluto.
—Es ridículo, por supuesto —protestó—. Es infantil...
—Pero podría ser cierto —dijo Deirdre—. Y, si es cierto, podría ser peligroso. ¿Supongamos que lo que sea que ha puesto esos chismes de plástico en los peces no quiera comunicarse? ¿Supongamos que piensa que debería defender el secreto de su existencia matando a aquellos que sospechan de ellos? Yo no te estaba espiando —agregó—. Escuché los golpes desde abajo.
Ella se marchó. Él vio la interrupción a la luz de la escotilla de popa mientras ella bajaba.
De pronto se sintió horrorizado ante la idea de que, si sus conjeturas resultaban acertadas, podría haber puesto a Deirdre en peligro. Y luego dejó de sentirse tonto. En cambio, se sintió como un criminal.
Durante mucho mucho tiempo escuchó la grabadora con desesperada intensidad, por si acaso escuchaba alguna respuesta a sus señales.
Pero no llegó ninguna respuesta. Los sonidos submarinos seguían siendo absolutamente comunes.
Cuando llegó la mañana, Terry se hallaba en un estado de desesperada tristeza. Durante el desayuno, Deirdre actuó como si considerara zanjado el incidente. Y, siendo tal la naturaleza de los hombres, Terry se sintió peor que antes.
No estaba del todo a gusto de nuevo, aun cuando esa tarde el Esperance pasó por Cavite y Corregidor y entró en la bahía de Manila. Un nuevo barco estaba anclado en el puerto. Era un barco rechoncho y robusto que Davis consideraba con interés.
—Ese es el Pelorus —le dijo a Terry mientras el yate pasaba a una milla, de camino a su antiguo fondeadero—. Es el buque hidrográfico con el batiscafo a bordo. Lo visitaremos. Haré que Nick llame por onda corta.
Avanzó hasta donde Nick se preparaba para echar el ancla. Davis se hizo cargo de la tarea y Nick bajó.
—¿Vas a bajar a tierra? —preguntó Deirdre.
Terry se encogió de hombros. —No tengo ninguna razón para hacerlo.
Ella pareció aliviada. —Entonces, ¿te quedarás con el Esperance hasta que... las cosas se arreglen de una forma u otra? Quiero decir, ¿de verdad estás con la tripulación?
—Hasta que no me queden formas de cometer un error —dijo Terry con disgusto—. Aunque me estoy quedando sin ideas.
—¡Para nada! —protestó Deirdre—. Transmitir números dando golpecitos fue una muy buena idea. ¡Yo fui horrible! Te regañé porque lo mantuviste en secreto. ¡Me habría sentido orgullosa si se me hubiera ocurrido a mí primero!
Nick regresó y habló con Davis. Davis se acercó a popa.
—El Pelorus enviará un bote tan pronto como hayamos anclado —les dijo—. Han oído algo y quieren ver los objetos de plástico.
—Yo no apostaría que creyeran en ellos, ni en nosotros —dijo Terry abruptamente—. Son reputadas autoridades sobre el fondo del océano. Saben un montón. Probablemente saben tanto que no creen que quede algo por saber, aparte de lo que están ocupados averiguando ahora.
Davis negó con la cabeza. Tenía confianza. El Esperance echó anclas, casi exactamente donde había estado cuando Terry subió a bordo por primera vez. Media hora después llegó un bote procedente del Pelorus. Terry reiteró su negativa a acompañarlos. Deirdre se fue con su padre.
Regresaron poco más de una hora después. Al principio, Davis estaba casi mudo de furia. Luego le dijo a Terry, ahogándose en rabia —Según ellos, los objetos de plástico son un timo. El zumbido es un banco de peces. Nosotros no somos observadores entrenados. En Thrawn Island solo hay astrónomos y no saben nada sobre biología. Y debemos entender que es absolutamente imposible que se desarrolle inteligencia donde el suministro de oxígeno es limitado. Es impensable que a los peces abisales se les haya perforado la vejiga natatoria para que no exploten durante la liberación de presión al subir a la superficie. Lo que hay en la laguna no son peces abisales, ¡solo especies desconocidas!
—¿Y bien? —preguntó Terry.
—¡Pues que van a hacer una inmersión en batiscafo! —dijo Davis tan enojado como antes—. Como una cuestión de cortesía con alguien, no con nosotros. Llegarán hasta donde encontramos peces confinados en un círculo. En cualquier caso, esa es la parte más profunda de la Fosa de Luzón. No se oponen a que bajemos una draga nosotros primero. Estarán educamente interesados si es que vuelve a subir.
—¡Agh! —anunció Deirdre —¡Estoy tan enojada que podría escupir!
—Es inútil que nos quedemos aquí —dijo Davis furioso—. Nuestra draga ya estará lista. Remontaremos el Barca y la remolcaremos hasta el punto donde queríamos bajarla.
Ordenó a Nick que se preparara para levar anclas.
—Una pregunta —dijo Terry por fin—. ¿Mencionaste los bólidos?
—¡No! —espetó Davis—. ¿Quieres que crean también que estoy loco?
Y se marchó a grandes y pesadas zancadas.
El Esperance se hizo a la mar de nuevo. Navegó rumbo Norte siguiendo la costa. Durante la cena, todo el mundo estuvo callado. Era la única comida, desde la incorporación de Terry, no animada por una elaborada discusión sobre un tema u otro. Davis seguía echo un basilisco. Él mismo lo sabía y se obligó a mantener silencio.
Más tarde, Terry y Deirdre charlaron a solas. Se abstuvieron tácitamente de hablar sobre biología marina y sobre cualquier razón que justificase dar golpecitos en el casco del Esperance con objetos de plástico. Hablaron solo de trivialidades, pero Terry encontraba cualquier tema absorbente cuando estaba con Deirdre.
Al cabo de un rato, ella fue abajo y él se quedó arriba, fumando. La luna aún no había salido cuando Terry se fue a dormir.
Zarparon hacia el puentecito del Barca a las diez de la mañana. A las doce, los barqueros locales habían remolcado un aparatoso objeto de unos diez metros de largo. Lo ataron a bitas en la popa del Esperance. A la una de la tarde habían cargado en cubierta un gran saco de tela para velas y media docena de bloques de hormigón, especialmente fundidos con varillas de hierro cementadas en ellos. A la una y media, Deirdre, que había desembarcado en uno de los botes del propio yate, regresó con innumerables provisiones que había comprado. A las dos de la tarde el Esperance se hizo a la mar de nuevo.
El objeto remolcado era una construcción alrededor de un larguero de madera central con un tubo de hierro en su extremo superior y media docena de largueros menores, enlazados libremente a su parte inferior. Una masa de red iba sujeta a los listones más pequeños, y pesados cabos sostenían los mástiles y la red en su sitio durante el remolque. Había un gancho para sujetar el larguero principal a las platinas de hormigón.
—Se abre como un paraguas —explicó Deirdre—. Lo izaremos en posición vertical fuera del agua y lo sujetaremos con los lastres. La bolsa de lona cabe en ese tubo de hierro. Cuando la sueltas, se hunde como un paraguas bien cerrado, pero cuando toca el fondo las pesas lo extienden y se dispara una carga explosiva automáticamente dentro de ese tubo de hierro. Es un explosivo especial. El gas que produce infla la bolsa de lona, que no se puede quemar bajo el agua y que lo reflota todo hacia arriba con las varillas del paraguas estiradas y extendiendo la red entre ambos. Debería atrapar cualquier cosa que encuentre a su paso en la subida. A medida que la presión baja, el exceso de gas puede escapar a través de una válvula de alivio. Esta draga es experimental. Si funciona, se puede modificar para hacer muchas cosas.
—Como hurgar en cosas en las que no creemos —dijo Terry secamente—. Esa explosión va a agitar cualquier cosa en su vecindad. ¡Será mucho más perturbadora y audible que unos cuantos golpecitos en el casco del Esperance!
Deirdre sonrió con pesar y no respondió.
El voluminoso remolque redujo la velocidad del yate. No llegó a la posición del círculo lleno de peces hasta después del anochecer, y era necesaria mucha luz para ubicar la bolsa inflada cuando saliera a la superficie, por lo que no se podía intentar nada hasta la mañana siguiente. Poco antes del amanecer, aparecieron luces en el horizonte. Luces laterales rojas y verdes, y luces centrales blancas. Era un vapor. Se acercaba cada vez más. En ese momento, giró y se dirigió contra el viento, iba muy lento, solo mantenía la dirección. Era el Pelorus.
El amanecer llegó con un resplandor dorado que apartó la noche a un lado. El Pelorus brillaba intensamente con los primeros rayos del sol. Un gran objeto sobresalía de la bodega. Su forma era la de un pez dorado grávido, con una esfera más pequeña colgando debajo. Bajó por la borda, lentamente, y allí flotó, meciéndose como loco sobre las olas. Durante mucho tiempo no pareció suceder nada. Luego, el nivel del agua del flotador se hundió un poco. Se estaba llenando de gas, que es más liviano que el agua y prácticamente incompresible.
En el Esperance, el remolque había sido arrastrado a un costado y el poderoso cabrestante del yate lo puso en posición vertical. El yate se inclinó por el peso. Los pelones sujetaron el saco de lona en su lugar y Davis cargó la carga explosiva en el tubo de hierro. Los pelones desenredaron las redes. Esta operación preliminar parecía prometedora, y era muy probable que la draga funcionara según había sido diseñada.
El Pelorus silbó con impaciencia. Nick abandonó su trabajo y bajó al equipo de onda corta. Regresó poco después.
—El Pelorus dice que están listos para sumergir el batiscafo para una prueba en dos horas —informó—. Dice que objetará si nuestro dispositivo está al pairo en ese momento, por la posibilidad de que pueda interferir con el batiscafo. Pregunta si puedes bajar nuestra draga de inmediato y terminar de una vez.
—Diles que sí —dijo Davis—. En cinco minutos.
Apretó los labios. El dispositivo del Esperance, aunque torpe, era fundamentalmente simple. Cinco minutos más tarde, la parte superior del larguero central estaba a nivel del agua.
—Corta —dijo Davis.
Doug cortó la cuerda que sostenía la draga, que se hundió de inmediato.
La grabadora emitía el sonido de las olas. Ocasionalmente, muy ocasionalmente, se podía oír un chirrido o un gruñido. Veinte minutos. Treinta.
Se oyó un ¡blam! desde el altavoz que informaba de eventos submarinos. El sonido parecía venir de muy abajo. Incluso un pequeño explosivo produce una considerable conmoción cuando se detona tan abajo, y el choque viaja en todas las direcciones, en lugar de solo hacia arriba. La grabadora captó esa conmoción como un profundo sonido grave.
El sol brillaba. El viento aumentó. Las olas marchaban en serradas hileras de aquí para allá.
Mucho mucho tiempo después, la bolsa de lona inflada subió y flotaba sobre las olas. El Pelorus silbó. Nick fue cubierta abajo. Unos minutos después volvió a subir para informar.
—El Pelorus dice que no lancemos nuestra draga a la deriva. Van a enviar el batiscafo sin tripulación para probar todos los aparatos antes de una inmersión tripulada. No quieren escollos en el mar.
—Diles que les enviamos un beso —espetó Davis— ¡Y que no se preocupen!
El Esperance se acercó a la bolsa flotante. Jug giró el brazo de elevación y la enganchó. El cabrestante la sacó del agua. Los latres de hormigón habían desaparecido. Lo que habían capturado las redes no era agradable de ver. Un pez muerto con apéndices foliados había subido desde mucha profundidad, a juzgar por lo que le había hecho su vejiga natatoria no perforada en expansión incontrolada. Davis dijo secamente que era un Linophrine arborifer, que vivía a dos mil brazas de profundidad. Una criatura de aspecto enojado, igualmente muerta, era un Opisthoproctus grimaldi. Este vivía aún a más profundidad que el otro. Había otros ejemplares: un genostoma de una especie que los libros no retrataban; un Myctophum y varias otras criaturas, en su mayoría tan grotescas como sus nombres científicos. Todos eran peces abisales. Habían muerto al pasar de una presión de varias toneladas por centímetro cuadrado a la presión de una atmósfera.
—Funcionó —dijo Davis secamente—. Casi desearía que no hubiera funcionado. Déjala caer al agua de nuevo. La izaremos cuando el Pelorus nos dé permiso.
Pasó el tiempo. Más tiempo. Aún más. El batiscafo estaba ahora en el agua, prácticamente inundado. Solo una pequeña torre de mando asomaba por encima de las olas. Los hombres pululaban a su alrededor.
Llegó una consulta del Pelorus. El Esperance aseguró que la draga de aguas profundas había regresado a la superficie y que se mantendría allí.
Se permitió que el batiscafo se hundiera.
La grabadora del yate comenzó a captar profundos sonidos de mugidos de las profundidades.
En ese momento, cesaron los gemidos.
Dos horas después, las olas rompieron sobre un objeto completamente inundado en el océano. El Pelorus se dirigió cautelosamente hacia él. Bajaron botes de sus costados y rodearon el flotador.
Después de mucho tiempo, el Pelorus se acercó y los hombres sujetaron rápidamente la enorme boya al buque. Entonces el mar con viento a favor cambió de apariencia. Un hedor a gasolina alcanzó al Esperance.
—Algo ha ocurrido —dijo Davis severamente—. Están vertiendo gasolina al mar, ni siquiera la bombean a bordo. Salgamos de esta peste.
El Esperance batió a barlovento. El Pelorus empezó a elevar del agua algo grande y aparatoso. El Esperance fue con viento a favor para echarle un vistazo.
El yate pasó a no más de cincuenta metros de distancia, justo cuando el batiscafo abandonaba el agua.
La torre de mando del batiscafo había desaparecido. Había sido arrancado por fuerza bruta. El globo de acero de siete centímetros de espesor... la mitad de él había desaparecido. El resto estaba aplastado. La esfera, que había sido diseñada para resistir una aplastante presión de diez toneladas por centImetro cuadrado, se había partido por la mitad. La habían mordido. ¡Mordido!
Nadie en el Esperance hizo ningún comentario.
A media milla del barco oceanográfico, Davis dijo con una voz peculiarmente llana: —Corta la draga. Ya no vamos usarla.
Alguien cortó la bolsa de lona inflada y esta colapsó. Alguien cortó una cuerda. La draga libre se hundió lentamente. Nunca volvería a aparecer.
El Esperance cambió a rumbo Norte y Oeste. Aún no había ninguna conversación. El yate parecía alejarse de puntillas del escenario de la destrucción del batiscafo.
Mucho tiempo después, Deirdre dijo tentativamente: —¿Tienes alguna conjetura, Terry?
—Supongo que sí —admitió él.
—¿Como cuál?
—Tu padre negó que la draga estuviera diseñada para molestar lo que sea que reunía a los peces y los llevaba al fondo del mar. Yo estuve presente cuando lo negó, pero eso es lo que pretendíamos de todos modos. Dijimos que no creíamos que hubiera nada allí, por lo que no podía hacer ningún daño bajar para tantearlo. ¡Y lo tanteamos, no hay duda! Con nuestra draga, y luego con el batiscafo...
—Pero ¿qué...?
—Y un bólido cayó allí mismo hace un par de noches —dijo Terry irrelevante—. Me pregunto qué pensó la entidad que hay en el fondo del océano sobre el bólido. Hm —se pausó—. También me pregunto qué pensó el bólido de lo que encontró allí abajo. ¿Son demasiadas locuras para que las piense un hombre cuerdo, Deirdre?
Ella negó con la cabeza.
—¿Por qué está mi padre trabajando en este asumto? —preguntó ella—. ¿Y por qué están ayudando los chicos, y por qué las estaciones de radar nos comunican lo que averiguan, y por qué el gobierno filipino le pidió al Pelorus que hiciera una inmersión con el batiscafo en ese lugar?
Terry la miró parpadeando.
—Demasiadas locuras para dar un aviso oficial, ¿eh? —dijo él—. ¡Pero demasiado peligroso para no tenerlo bajo control! ¿Estamos absolutamente seguros de que los bólidos son bólidos?
—No.
—Gracias —dijo Terry. Frunció los labios, como si fuera a silbar—. He estado pensando en esto como en un rompecabezas. Pero no lo es. ¡Me temo que es una amenaza! —se pausó—. S-sí. Acabo de crear una nueva conjetura. Eso lo explica todo. ¡Espero que esté equivocada, Deirdre! ¡Me da escalofríos solo de pensarla!
Mientras el Esperance navegaba hacia el norte, parecía casi irreal. Desde la distancia podría haber sido el cuadro de un artista de un yate imaginario escorado por el viento, navegando espléndidamente sobre un océano inexistente. El cielo era de un azul inmaculado, el sol estaba alto.
Pero era bastante real, y el mar de China a su alrededor era auténtico, y lo que había ocurrido donde el Pelorus yacía ahora con el casco hacia abajo, estibando en su bodega un batiscafo en ruinas, había sin duda tenido lugar.
Algo monstruoso y terrible estaba escondido en el oscuro abismo bajo el yate. La ferocidad de su ataque al batiscafo era abrumadora. Y la ferocidad siempre tiene un matiz de locura. Pero el zumbido del mar no era producto de la locura. Era un logro técnico. Y objetos de plástico con inclusiones metálicas...
Davis se unió a Deirdre y a Terry. Antes de que Davis pudiera hablar, ella dijo: —No puedo imaginarme ninguna suposición que lo explique todo, Terry.
Davis hizo un gesto brusco.
—El asunto de hoy está más allá de toda razón —dijo con tristeza— y si alguna vez hubo un eufemismo, ¡es ese! Si puede haber algún motivo concebible para los objetos de plástico, que Pelorus descarta como engaños, el motivo es usarlos para averiguar algo sobre las condiciones de la superficie; es decir, para que se informe de las condiciones de la superficie. Y eso no es fácil de imaginar. ¡Pero trata de pensar en algo más fácil! Y, sin embargo, tal ferocidad sin sentido que atacó al batiscafo... eso no es curiosidad por la superficie!
Nooo —estuvo de acuerdo Terry—. No lo es. Pero habíamos detonado una bomba abajo para agitar las cosas. Un par de horas más tarde, el batiscafo cayó. Algo estúpido y feroz de las profundidades no asociaría la explosión de una bomba con un batiscafo que bajó dos horas después. Se necesitó inteligencia para hacer la asociación de dos objetos que caen con peligro.
Deirdre sonrió de repente.
—¡Por supuesto! ¡Eso es! ¡Continúa!
—La curiosidad implica inteligencia —dijo Terry cuidadosamente— y la inteligencia es un sustituto de los dientes o las garras. No asumimos que los peces que portan los artilugios de plástico los hayan fabricado. ¿Por qué asumir que lo que sea que atacó al batiscafo lo hizo por su propia voluntad? Creemos otra cosa hace que los peces abisales suben a la laguna de Thrawn Island, ¿no es así? ¿O no?
—Fingimos que no —dijo Deirdre.
Davis asintió reluctante.
—Sí, fingimos que no —coincidió—. ¡Pero si la inteligencia está involucrada, no puedo sino asustarme! A los humanos siempre nos aterrorizan extraños clases de inteligencia de todos modos. Si es inteligencia que no es humana...
Nick subió desde abajo.
—Llamada de Thrawn Island —informó—. Dicen que el zumbido en la apertura de la laguna se detuvo durante unas cuarenta y pico horas y luego comenzó de nuevo. Me preguntan si vamos. Dije que estábamos en camino. Están esperando. ¿Algo que debamos decirles?
Llegaremos allí después del atardecer —dijo Davis—. Y tal vez deberías hablarles sobre el Pelorus y el batiscafo.
Nick sonrió brevemente. —Lo hice. Y el tipo de Thrawn Island dijo "Hurra" y luego explicó que lo dijo porque no se le ocurría nada que encajara con la idea de algo que abría agujeros a mordiscos en acero de ocho centímetros —añadió—. Tampoco a mí se me ocurre un comentario adecuado.
—Llegaremos a Thrawn Island después de la puesta del sol —repitió Davis—. Entonces veremos qué encontramos en la laguna, si es que hay algo.
Nick se dirigió hacia la proa, pero se detuvo.
—¡Oh, sí! No era un científico quien hablaba, solo el operador de onda corta. El personal científico está ocupado. Dijo que hace una hora supieron que otro posible bólido había sido detectado por un radar espacial en los EE. UU. Fue detectado más lejos que lo que se había visto antes. A ocho mil metros de altura.
Davis asintió sin hacer comentarios. Nick avanzó y desapareció abajo.
Un banco de marsopas apareció a popa. Alcanzaron al Esperance. Pasaron como un cohete, saltando exuberantemente sin motivo alguno. Cruzaron la proa del yate y jugaron con entusiasmo alrededor de este dos o tres veces, luego continuaron hacia un horizonte lejano. Lograron dar la impresión de criaturas que habían hecho algo que consideran importante.
Se dice —dijo Terry —que las marsopas tienen un cerebro tan listo como el de los hombres. ¡Ojalá pudiera hablar con una o dos! ¡Podrían contestarlo todo! ¡Me estoy obsesionando con este asunto infernal!
—Yo llevo en eso desde hace meses —dijo Davis—. Sin embargo, durante la semana pasada, contigo a bordo, descubrí más cosas que no entiendo de las que creía que existían.
Él se marchó. Deirdre sonrió a Terry.
—Mi padre te ha hecho un cumplido —dijo— Creo que hemos estado perdiendo el tiempo, tú y yo. Hablamos mucho entre nosotros, pero no hemos estado aplicando nuestros masivos cerebros a asuntos de verdadera importancia.
¿Como qué? —preguntó Terry con severidad.
—Como espuma —dijo Deirdre—. Grandes masas de espuma flotando en el mar. Siempre sobre la Fosa de Luzón. Fotografiadas por un avión hace menos de un mes. Informadas por los pescadores con mucha más frecuencia de lo que sospechas. Al menos una vez, un barco se hundió en una zona de espuma y se perdió de vista, exactamente como si hubiera un agujero en el mar allí. Hablemos de eso.
Se acomodaron en el techo del camarote de popa y comenzaron una discusión sobre las zonas de espuma, para la cual no había indicios de explicación. Luego Deirdre mencionó que, cuando era pequeña, siempre le había fascinado ver a su padre afeitándose. La espuma la fascinaba. Y el tema llevó a otra cosa, y esta a otra cosa todavía. Una hora más tarde estaban hablando agradablemente sobre asuntos que no tenían relación concebible con grandes zonas de espuma que se veían flotando en la superficie del océano donde el agua tenía cuatro mil quinientas brazas de profundidad.
Davis se detuvo junto a ellos.
—Morton me acaba de hablar desde Thrawn Island —dijo de repente—. Está muy molesto. Se trata de ese posible bólido que fue visto desde Palomar. Lleva allí desde hace dos horas.
Terry esperó.
—Morton —dijo Davis— quería que intentáramos fotografiarlo cuando llegue, donde estaba el Pelorus esta mañana.
Terry lo miró fijamente. Las estrellas fugaces no son raras. En una noche de verano promedio, cualquiera puede ver al menos tres en una hora en cualquier cuarto del cielo. Los bólidos son un tipo raro de estrella fugaz. Aún así, muchas personas han visto uno o dos en su vida. Pero nadie planea con antelación observar un bólido, y mucho menos alguien planea ver llegar un meteorito a la superficie de la tierra, ya sea en tierra o en el mar. Simplemente no es pensable.
—Volveremos y lo intentaremos —dijo Davis. Parecía avergonzado—. Morton dice que no tiene ningún sentido, y que si conseguimos fotografías se considerarán falsas. Está muy alterado. Pero me preguntó si yo creía posible sacar un avión de Manila para verlo caer, si es que viene aquí. Voy a intentar eso también —añadió, aún más avergonzado—. Por supuesto que nadie me prestaría atención si explicara por qué debe ir allí el avión. Tendré que decir que solo estoy buscando otro evento peculiar en ese lugar. El Pelorus ya debe de haber informado de un evento peculiar.
Terry abrió la boca y la volvió a cerrar. Davis se fue.
—Has tenido una idea —dijo Deirdre acusadoramente—. ¿Cuál?
—Estaba pensando en Horta —dijo Terry—. El capitán de policía Horta. Un hombre muy honesto y sin ningún conocimiento científico. Nadie con educación científica le prestaría atención, pero yo podría instarle a que hablara con otros que saben tan poco como él, y si ese maldito bólido aparece, habrá pruebas de que fue predicho. Si no aparece... —Terry se encogió de hombros— No tengo reputación científica que perder.
—¡Maravilloso! ——dijo Deirdre cálidamente—. ¡Pero no lo habrías propuesto de no ser por mí! ¡Voy a poner las cosas en marcha!
Ella desapareció. En cuestión de minutos, el Esperance recorrió un amplio semicírculo y se dirigió en la dirección por la que acababa de venir. Deirdre permaneció fuera de la vista durante mucho tiempo. Cuando se acercó, fue para decir a Terry que Nick estaba llamando por el equipo de onda corta. Había avisado a la barcaza en la bahía de Manila. La barcaza había avisado a la costa. Se estaban haciendo llamadas telefónicas aquí y allá y desde todas partes para llevar a Horta a una estación de onda corta y recibir una llamada de Terry.
Era cercana la puesta del sol cuando la complicada llamada estuvo lista y la voz de Horta llegó por unos auriculares que Terry llevaba puestos en la sala de radio del Esperance.
—Necesito —dijo Terry lentamente— que un número de personas en Manila sepan ya de algo que va a suceder en el mar esta noche. Será necesario que testifiquen que conocían la predicción antes del evento. ¿Puedes arreglarlo?
—Por supuesto —dijo alegremente la voz de Horta—. ¿No somos amigos? ¿Cuál es la predicción y quién debería saberlo?
—La predicción —dijo Terry obstinadamente, anticipando la incredulidad y la protesta— es que a las nueve y doce minutos de esta noche caerá un gran meteorito en el mar donde, a ver, donde La Rubia captura la pesca. No, mejor será que no lo ubiques de ese modo. Te daré la posición.
Davis, de pie, escribió la posición en latitud y longitud y se la entregó. La leyó en el transmisor.
—¿La tienes? —preguntó Terry—. ¿La has anotado?
—Oh, sí —dijo Horta tranquilamente—. Me encargaré de que hagan un memorando del asunto. ¿Se lo digo a tres o cuatro personas, o a más? También tengo noticias para ti. Jiménez...
—¡Mira! ——dijo Terry con brusquedad—. ¡Quiero que esto quede fuera de toda duda! ¡Todos los que alguna vez se han preocupado por La Rubia deberían saberlo! ¡No debería haber ninguna duda posible al respecto! Pero debería haber incredulidad, por lo que la gente que no cree tratará de verificar que no sucedió, para que puedan jactarse de las personas que pensaron que sucedería o podría.
—¡Ah! —dijo Horta—. ¡Quieres asomar el cuello! ¡Eso es serio! ¡Ahora dímelo otra vez!
—A las nueve y doce minutos de esta noche —dijo Terry obstinadamente— una estrella fugaz caerá al mar a las... —nombró la latitud y la longitud que Davis le había dado—. Ahí es donde La Rubia va a pescar.
—¿Una estrella fugaz va a caer allí? —protestó Horta—. Pero ¿quién sabe dónde van a caer?
Sí —dijo Terry—. Lo saben de esta al menos. Ahora, ¿harás que varias personas lo sepan?
¡Esto es una locura! —objetó Horta. Luego dijo: —Pero lo haré.
Terminó la llamada de onda corta, con Horta demasiado perturbado para volver a referirse a Jiménez.
Al anochecer, Doug había sacado las cámaras-arma. Dio una clase improvisada en cubierta, mostrando a los otros pelones cómo apuntar las cámaras con precisión, ajustar la exposición de la película, y qué botón presionar para cambiar de modo automático la película entre tomas. No estaba muy satisfecho porque no sabía la configuración de las lentes, al no saber el brillo del objeto a fotografiar. Estaba aún menos satisfecho porque el bólido podía viajar prácticamente a cualquier velocidad angular, por lo que no sabía cómo ajustar los obturadores. Pero el enfoque sería infinito y, si usaba la película más rápida posible, podría detener gran parte del movimiento con una exposición de centésimas de segundo.
En lugar de llegar a Thrawn Island poco después de la puesta del sol, el Esperance estaba de nuevo por encima del lugar donde se había bajado la draga y se había destruido el batiscafo. El Pelorus se había ido. La gente a bordo de ese barco debía de haber estado muy alterada. El batiscafo había costado más dinero del que normalmente se asigna a la mayoría de las investigaciones científicas, y ahora estaba roto. ¿Cómo lo iban a justificar? Difícilmente podían culpar al Esperance.
El yate navegó en un patrón cercano sobre esta área de la Fosa de Luzón. Deirdre sirvió la cena en cubierta. Las estrellas brillaron casi instantáneamente después de una puesta de sol de inusual magnificencia, incluso para el Mar de China. Tony llevó su guitarra a popa y un sentimiento contagioso de euforia se extendió por el Esperance, donde tuvo lugar una fiesta improvisada en cubierta. Tal vez el ánimo para la fiesta surgió ante la idea de que al menos nueve décimas partes de la población mundial los habría calificado de lunáticos, de haber conocido su proyecto para esa noche.
Habría sido injusto, por supuesto. Terry reflexionó que no había sido idea suya concertar una cita con una estrella fugaz. Lo hacían por una especie de cortesía profesional, «de un grupo de chiflados a otro», expresó Terry en su propia mente. Era un loco intento de asegurar una prueba de lo que era absolutamente imposible. Así que hubo charlas, cantos y algunos bailes. El punto álgido fue quizás el momento en que Jug, tímidamente, le dio una serenata al aparejo y las estrellas con aulladores melodías que había aprendido en la universidad.
Finalmente, Nick bajó hasta el equipo de onda corta. Doug volvió a distribuir las cámaras-arma después de comprobar cada una. Nick asomó la cabeza por la escotilla.
—El Dr. Morton ha estado llamando como loco —informó—. El bólido ha dado cuatro vueltas orbitales, mientras entraba en todo momento. Debería llegar a la atmósfera en la próxima. El Tiempo Estimado Orbital es de nueve, doce, diecisiete segundos. Le he dicho que estábamos listos.
Su cabeza desapareció.
¡No lo olvidéis! —Doug dijo con ansiedad—. ¡Las cámaras parecen escopetas, pero no indican el objetivo! ¡Y no olvidéis presionar el cambiador de película!
Terry alzó su cámara-arma a modo experimental. Parecía una escopeta. Y luego, de pronto, perdió la fe en todo: en el propósito de la investigación original del Esperance; en los fenómenos que se habían observado; en las conjeturas que se habían hecho. ¡Era pura locura! Sintió una rápida impaciencia por enredarse en algo tan ridículo.
Deirdre se inclinó hacia él y susurró con tristeza: —¡Terry! ¡Es terrible! ¡Acabo de tener un ataque de sentido común! ¿Qué estamos haciendo aquí? ¡Estamos locos!
Él puso su mano sobre la de ella para consolarla. El acto no fue premeditado y la sensación fue sorprendente. Descubrió que se miraban fijamente el uno al otro a la luz de las estrellas.
—Creo... —dijo Terry, vacilante— que es muy sensato estar loco. Tenemos que... hablar de esto.
Deirdre le sonrió temblorosa.
—S-sí, lo haremos.
Luego Davis señaló posiciones para los operadores de cámara. El rumbo del bólido debería ser de trescientos cincuenta grados, no exactamente en una línea norte-sur. Podía aterrizar cerca o más allá del Esperance. O podía pasar muchas millas al Este o al Oeste. El Dr. Morton necesitaba tantas fotografías de él frente a estrellas reconocibles como fuera posible.
De pronto se oyó un débil estruendo sordo en los cielos. Se hizo más fuerte. En ese momento aparecieron luces de crucero en el cielo. Mantenían una relación fija entre ellas. Parecían estrellas en movimiento, volando en formación de un cúmulo estrellar a otro.
Nick se asomó de nuevo a la cubierta.
—Los aviones nos acaban de llamar —informó—. Acaban de someterse a un control de posición LORAN y están en el blanco. Tienen órdenes de observar cualquier fenómeno inusual que ocurra alrededor de las nueve y doce de la noche, hora de Manila. Usando terminología civil, parece que están diciendo que el gobierno filipino les pidió que salieran y echaran un vistazo.
Son las nueve y cinco ahora —dijo Davis.
El Esperance se dirigía contra el viento. Su proa subía y bajaba. Las olas pasaban y se movían bajo las estrellas unos rugidos en lo alto, y luces muy diminutas se movían en un grupo compacto a través del firmamento.
Pasó el tiempo.
A las veintidós segundos después de las nueve y doce —es decir, a las veintiuna horas, doce minutos, veintidós segundos— apareció una luz en el cielo procedente del norte. Se hizo cada vez más brillante. De pronto se encendió con mucha intensidad, luego se atenuó y continuó elevándose por encima del horizonte. Segundos después volvió a encenderse, muy brevemente.
Terry se encontró apuntando con la cámara. Apretó el gatillo y cambió la película y apretó el gatillo y cambió la película.
La luz brillante dejó de subir. Se hizo cada vez más brillante, y luego se encendió por tercera vez —la mente de Terry preguntó con escepticismo: «¿Cohetes de frenado?»— Y la luz era tan intensa que se podían ver las grietas en las tablas de la cubierta del yate. Luego el brillo extra se desvaneció y, de pronto, la luz en movimiento ya no era blanca, sino rojiza.
Terry apuntó de nuevo y disparó la cámara-arma.
La luz pasó casi directamente por encima. Terry tuvo la impresión de sentir el calor sobre su piel.
Aquello se hundió en el mar dos millas más allá del Esperance. La onda expansiva causada por el impacto golpeó el entablado lateral del yate unos segundos después. La luz de las estrellas brillaba sobre una columna de vapor.
Entonces no hubo nada más que el ruido de los aviones que volaban en círculos. Luego un sonido, como de trueno, desapareció hacia el norte. Era el sonido del paso del bólido, que llegaba después de que el propio objeto se hubiera sumergido en el mar.
La gente del Esperance se quedó estupefacta. Nick bajó y volvió a subir unos minutos más tarde.
Los aviones estaban llamando —informó—. Dicen que notaron el fenómeno inusual. Preguntan si deberían quedarse para hacer algo más.
Creo —dijo Davis cáusticamente— que eso es todo lo que está programado ahora. Díselo.
El Esperance prosiguió un poco al noroeste. Davis estaba abajo hablando por radio con el Dr. Morton en la base de rastreo de satélites.
Terry y Deirdre fueron a buscar un lugar donde pudieran hablar en privado sobre algo. Ese algo era de enorme importancia para ellos, pero no estaba relacionado con peces, meteoritos, objetos de plástico ni nada de eso, solo con ellos dos. Y para ellos el yate parecía abarrotado de gente, a pesar de que no había nadie más en la cubierta que uno de los tripulantes al timón.
Sin embargo, cuando el Esperance entró en la laguna a la mañana siguiente, su conversación privada evidentemente había llegado a una conclusión satisfactoria. Deirdre sonreía a Terry sin motivo alguno, y él se veía presumido, avergonzado e incómodo a la vez, como si poseyera un nuevo estatus al que todavía no estaba acostumbrado.
La grabadora, conectada a un oído submarino, había informado debidamente de la presencia del zumbido en el agua en las afueras de la laguna. Llevaba sin funcionar unas cuarenta horas. Durante ese tiempo, los peces podrían haber salido de la laguna si así lo deseaban. Y podrían haber entrado otros.
Terry dijo, cuando el yate se puso en marcha hacia el muelle de la estación de rastreo: —Supongamos que hay un cono de ruido justo fuera de la laguna, y que los flancos de la montaña submarina bajo nosotros están incluidos en el cono. Y supongamos que el cono se hace más pequeño, como el otro. ¿Qué pasaría?
Deirdre negó con la cabeza, sonriéndole.
—Los peces —dijo Terry— podría escapar a la laguna.
Probablemente —asintió Deirdre.
—Y si los peces pudieran ser conducidos hacia abajo a lo largo de un cierto camino —dijo Terry—, como vimos que sucedió, entonces los peces también podrían ser conducidos hacia arriba en un cierto camino.
—Obviamente —dijo Deirdre.
—Luego, si algo quisiera reemplazar a los peces en la laguna o aumentar su número, perforaría sus vejigas natatorias a mucha mucha profundiad, y luego los llevaría a la superficie hasta la laguna, y luego mantendría el ruido para retenerlos dentro.
—¿Es esta una idea nueva? —preguntó Deirdre.
—No no —admitió Terry—. Se me ocurrió hace un tiempo.
—Como yo —dijo Deirdre.
El motor del Esperance se detuvo y la goleta flotó hasta alcanzar, en suave contacto, el muelle. Los miembros del personal de la estación de seguimiento llegaron rápido al yate. Con otros, el Dr. Morton subió a bordo. Su expresión era la imagen de una desconsolada tristeza.
—¡Mi reputación está en juego! —le dijo a Davis—. ¡Predije correctamente un segundo bólido! Tuve que usar un factor de retardo diferente para que las cálculos encajaran. ¡Ahora me piden que lo explique! ¿Cómo voy a decirles que ya sabía dónde iba a caer y que solo tuve que calcular el cuándo?
—Ven abajo y mira las fotos que tenemos —dijo Davis.
Desaparecieron por la escotilla de popa. Terry conocía las fotos. Doug las había revelado con mucho cuidado, sacando cada negativo por separado y ajustando el tiempo de revelado a las distintas exposiciones del objeto brillante.
Había un total de veinte fotografías del bólido, razonablemente buenas, desde su primera aparición hasta su zambullida en el océano, a dos millas del Esperance. Doug había ampliado algunas de ellas. En la mayoría había distintos patrones de estrellas. En casi todas, sin embargo, el objeto estaba más o menos borroso por su propio movimiento. Las tomadas cuando brilló con más intensidad estaban especialmente borrosas. Solo había una imagen de calidad profesional, aunque accidental, y era la menos convincente de todas. Mostraba la parte delantera de una forma cónica que viajaba cayendo de punta. Nadie iba a creer que se trataba de un meteorito. Parecía artificial.
Terry y Deirdre se quedaron en cubierta. La gente de la estación de rastreo estaba perpleja. Parecía que el evento más importante de la historia, en la historia de Thrawn Island al menos, había tenido lugar la noche anterior. Se reveló —Terry no había sospechado de su propio éxito— que al pedirle a Horta que averiguara si se sabía de antemano una caída meteórica, Terry había dispuesto que el asunto se llevara inmediatamente a los altos funcionarios del gobierno filipino. El portaviones americano, a petición suya, había enviado aviones al lugar de la caída, con órdenes enigmáticas hasta que apareció el objeto descendente. Entonces, todos los hombres de todos los aviones suieron que lo habían enviado allí para verlo.
Así que no cabía duda de que el Dr. Morton lo había predicho. Eso significaba que sabía más sobre los objetos meteóricos que nadie en el mundo. Lo que tenía que explicar era de gran importancia y Thrawn Island compartía su logro. Pero era un triunfo estrictamente profesional. La noticia no iba a salir en los periódicos. Ningún lector ordinario lo creería. Y nadie en ningún lugar creería en el conocimiento de Morton sobre el lugar de la caída antes de comenzar los cálculos.
Terry observó que la gente de Thrawn Island ya no estaba interesada en los peces. Habían mantenido los ojos abiertos a las rarezas porque un pez abisal con un objeto de plástico adherido había sido atrapado en la laguna mucho tiempo atrás. Habían estado muy interesados cuando Terry condujo a todos los peces de la laguna hasta una pequeña bahía interior, cuando ensartaron sesenta peces que no tenían por qué estar en la superficie. Habían encontrado otros ocho objetos de plástico. Cosas así habían sido interesantes, si no importantes. ¡Pero ahora el jefe del personal de Thrawn Island había calculado el lugar y la hora de llegada de una masa meteórica espacial! ¡Y lo había hecho cuando esa masa estaba a ocho mil metros de altura! Desde un punto de vista profesional, ¡eso era estupendo! Intentaban hacer ver a Terry lo importante que era.
Davis y Morton subieron a cubierta. Se dirigieron a la orilla. Los pelones bajaron a tierra con la mayoría de los visitantes. Solo Deirdre y Terry permanecieron en el yate, con un mero operador de onda corta de la isla.
—Vamos a tener un almuerzo elegante, con champaña y discursos —dijo esperanzado el operador—. ¿Vais a venir?
¡Naturalmente! —dijo Terry—. Pero primero vamos a nadar. No hemos tenido ocasión desde la última vez que estuvimos aquí.
—Regresaremos a tiempo para el almuerzo —aseguró Deirdre al operador— ¡Pero nadar aquí es tan maravilloso! ¡Llevamos hablando de eso durante días!
Ella bajó a cambiarse. El operador se encogió de hombros. Después de un nuevo intento de interesar a Terry en la celebración de una primicia astronómica, se fue a tierra. Terry fue con él a buscar la lancha fuera borda que él y Deirdre habían usado antes. Él ya llevaba bañador.
Un poco más tarde, el pequeño bote se alejó del Esperance sobre las aguas cristalinas de la laguna.
Había una gran tranquilidad por todas partes. El estruendoso rugido de las olas provenía de marea invisible en el arrecife exterior. Las aves marinas graznaban. Las palmeras a lo largo del borde de la laguna agitaban sus frondas muy muy suavemente.
—¿A qué distancia quieres llegar antes de que nademos? —preguntó Deirdre—. Toda la laguna es perfecta. Cualquier lugar es tan bueno como otro.
Terry apagó el motor.
—Hmmm. Hay un lugar profundo allá —observó él—. Ahí es donde fui con el traje de buceo y ensarté al pez monstruo. Mantente alejado de él.
Saltó en una zambullida limpia. Se unió a ella en el agua. Ella subió haciendo burbujas.
—Está bien, Terry. ¿Cuáles son tus problemas?
—Ese bólido me molesta —le dijo—. ¡Tenía un destino específico! ¡Estaba destinado a golpear el agua sobre la Fosa de Luzón!
Ella se zambulló de nuevo. Esta vez Terry la siguió. El mundo submarino era maravillosamente brillante, con ondas que hacían que todo pareciera brillar debido a la luz cambiante. Cuando volvieron a subir, Deirdre dijo: —¡Qué gracioso!
—¡Tenía un propósito! —insistió Terry—. ¡Hubo otros antes, y también esos tenían un propósito! ¡Eso no es gracioso!
No lo he dicho por eso —dijo Deirdre—. Me refiero a... ahora mismo, bajo el agua... ¿Qué es eso?
Había un remolino en la superficie a unas decenas de metros de distancia. No era el remolino ondulante que formaba un pez a punto de salir a la superficie, era una perturbación demasiado grande para eso. Parecía como si algo se agitara, apenas sumergido, pero algo muy grande. Terry, observando, pensó en una marsopa retozando justo debajo de las olas. O quizá un tiburón. Pero los tiburones y las marsopas son demasiado pequeños para hacer este remolino. Reapareció.
¡Sube al bote! —espetó Terry—. ¡Rápido!
Mientras ella subía, él se hundió y abrió los ojos. Había un enturbiamiento del agua debajo, donde había estado la alteración de la superficie. Era barro removido del fondo. No se podía ver nada con claridad a través de él, aunque cerca y alrededor de él se podían ver fácilmente los colores de los corales y las esponjas de abanico, y pececillos lanzándose aquí y allá.
Terry salió a la superficie. Deirdre se inclinó ansiosamente sobre la borda. —¿Qué pasa?
—No lo sé —dijo él secamente—. Pero dame una lanza de pescado.
—No irás a...
—Solo quiero tener algo en la mano —dijo él con impaciencia— mientras miro.
Tomó la lanza que ella le entregó y se zambulló otra vez. De nuevo algo se movió en la parte más profunda de la laguna. Era un movimiento inquietante, como si una o varias criaturas intentaran esconderse de la luz que brillaba a través del agua. Fuera lo que fuese lo que se movía, una espesa nube de residuos del fondo flotaba hasta la superficie.
Terry subió por aire.
—Ahí hay algo raro —dijo él brevemente—. No sé qué.
Se hundió y se acercó al disturbio nadando cautamente. Estaba a unos pocos metros de la ondulante nube de oscuridad cuando algo similar a un gusano gigantesco salió de esta. O tal vez era como la trompa de un elefante, solo que ningún elefante había tenido una trompa tan grande. Era un objeto que se retorcía y relucía. Su extremo era redondo. La punta parecida a la de un gusano de medio metro de diámetro, y salía un metro y medio de la nube de fango, luego dos metros, luego cinco. Se engrosaba solo un poco en esa longitud. Tanteaba a ciegas en el resplandor.
Terry se retiró nadando rápidamente, y el objeto se encabritó e hizo un barrido a través del agua clara. De pronto surgieron unos peculiares discos blancos en la parte inferior del largo tentáculo. Parecían ventosas capaces de agarrar cualquier cosa. El monstruoso tentáculo buscaba a Terry como guiado por las ondas de presión que generaban sus movimientos.
Terry se quedó paralizado. Deirdre se movió en el bote casi directamente sobre su cabeza. Algo resonó en el bote y él lo oyó. El bote probablemente se mecía, haciendo ondas de presión de las que una criatura del abismo, donde los ojos no servirían para nada, dependería para guiarse.
El grueso y abultado tentáculo se extendió hacia el sonido en la superficie, ahora ignorando a Terry, aunque él estaba más cerca. También estaba quieto. Los discos de ventosa blancos en su lado inferior tenían varios anillos de una sustancia córnea, parecida a dientes en sus bordes. Los más pequeños tenían unos diez centímetros de ancho. El torpe objeto buscaba a ciegas en el agua. Deirdre volvió a moverse en el bote. La parte visible de la monstruosidad ya era más larga que el bote. ¡Toda la criatura debía ser enorme! Si este brazo descansara sobre la borda del bote, fácilmente podría inundarlo.
Buscaba el bote a tientas, saliendo horriblemente de una nube de barro. Se extendía. En un instante tocaría...
Terry hundió su lanza de pesca en el gusano. Este se sacudió violentamente. Se debatió tremendamente. Otros brazos similares de discos blancos aparecieron a la vista, buscando a tientas a la criatura, a Terry, que había osado atacarla.
Terry se lanzó hacia la superficie. Algo indeciblemente horrible lo tocó, pero era el lado liso y no el lado succionador del gusano. Terry ahora sacaba la cabeza fuera del agua. Se agarró a la borda para subir, enfebrecido de prisa. Pero lo que le había tocado antes volvió. Le rozó la pierna, solo un segundo. Donde tocaba, su carne ardía como fuego.
—¡Arranca! —jadeó Terry—. ¡Aléjate!
Algo tocó la borda de popa del bote. Deirdre tiró del iniciador del motor.
—¡Entra! —dijo ella en tensión—. ¡Rápido!
Ella veía a Terry tensando cada músculo por instinto puro y agonizante contra la fuerza irresistible de cualquier cosa que se aferrara a su piel. El horrible tentáculo se estiró y parte de su longitud tomó un nuevo agarre. Se arrastró sobre Terry... Deirdre vio la expresión de ese rostro.
Ella agarró la segunda lanza y la clavó una vez detrás de Terry, hacia la bestia que se acercaba. Eso produjo una sacudida muy violenta. Pinchó de nuevo, jadeando, sin aliento, pinchó y pinchó, sollozando de miedo y horror. Y Terry cayó a bordo, liberado. Tan pronto como colapsó sobre las tablas del suelo, se arrastró azarosamente hacia el motor de popa. Algo golpeaba el bote por debajo. Terry tiró del iniciador del motor y el motor rugió en respuesta. Pero el bote no arrancó de inmediato, se zarandeó una vez más. Las palas giratorias de la hélice habían tocado uno de los tentáculos y lo habían cortado. Se inició un tumulto.
El bote se puso en movimiento y Terry, apretando los dientes, hizo un loco giro para evitar un remolino en la superficie, y luego otro frenético viraje cuando algo apareció momentáneamente sobre la superficie. El barco zigzagueó. Un objeto espantoso y retorcido se elevó sobre el agua, agitándose, con una lanza de pesca clavada. El inclinado bote esquivó y giró a su máxima velocidad... Se enderezó y casi voló sobre el agua hacia tierra.
Los ecos del rugido del motor fuera borda llegaban desde los troncos de las palmeras alineadas en la orilla de la laguna, el pequeño bote cruzaba el agua a toda velocidad. Deirdre estaba pálida como la ceniza. Apartó los ojos del agua y los posó en los puntos redondos en carne viva de la pierna de Terry, donde los discos de succión lo habían magullado horriblemente. La chica se estremeció. Todavía tenía la sensación de ser perseguida por el monstruo. Allí donde la lanza de Deirdre había liberado a Terry, continuaron los movimientos convulsivos, seguidos de un chapoteo gigantesco final. Terry condujo el bote a toda velocidad.
El monstruo volvió a hundirse donde la laguna era más profunda. Había surgido de profundidades donde no había luz; de un abismo donde la negrura era absoluta. Ahora, habiendo perdido a su víctima, regresaba malhumorada a tal oscuridad que podía protegerla.
Terry dijo secamente, mientras el pequeño bote corría hacia el Esperance y el muelle —¡Esa criatura fue conducida desde la Fosa de Luzón hasta la laguna para reemplazar los peces que portaban chismes, los que ensartamos!
Deirdre tartamudeó un poco. —Tu p-pierna... Estás sangrando...
—Estoy bastante bien pelado en un par de sitios —dijo brevemente—. Eso es todo.
—¿Podría ser venenoso?
—El veneno —dijo Terry— es un arma para los débiles. ¡Esta cosa no es débil! Estoy bien. ¡Y tengo suerte!
—Habría saltado sobre mi lanza, si...
—¡Idiota! —dijo Terry gentilmente—. ¡Nunca pienses tal cosa! ¡Nunca! ¡Nunca!
—No me gustaría vivir...
Una nueva cualidad reverberante llegó de los ecos de la orilla. Los postes del muelle estaban cerca ahora. Multiplicaban los sonidos. El Esperance apareció. Terry apagó el motor, el pequeño bote tomó contacto y Deirdre trepó hasta la cubierta del yate, tomó el cabo de proa y lo ató. Esto era absurdamente común. Era exactamente lo que se habría hecho al regresar de cualquier viaje habitual.
—Tú ve a decirles a los demás lo que encontramos —dijo Terry—. Yo voy a ver si hay más de una de esas cosas por ahí.
—No...
—No —le aseguró él—. Solo voy a usar la bocina de dirección de pesca.
Deirdre lo miró alarmada. —¡Ten cuidado, por favor! —Ella lo besó de pronto, caminó hasta el muelle y echó a correr hacia la orilla. Terry la miró con avidez. Ambos habían tomado una decisión muy personal la noche anterior en el Esperance, pero aún le parecía increíble que Deirdre sintiera por él lo que él sentía por ella.
Se adelantó para configurar la combinación de conducción de pesca. Una parte de él pensaba vívidamente en Deirdre. La otro enfrentaba las consecuencias que podría haber si los bólidos no fueran bólidos, y si los artilugios de plástico y los desagradable zumbidos submarinos fueran productos de una inteligencia que podía hacer que los bólidos cambiaran su velocidad en el espacio; lo cual los hacía caer en la Fosa de Luzón en el Mar de China y en ningún otro lugar.
Configuró la grabadora con su bucle de zumbido de conducción de pesca. Bajó la bocina por la borda, cuidadosamente orientada para difundir su sonido por todas las aguas poco profundas encerradas de la laguna. Giró el amplificador adicional en salida máxima, para aumentar la efectividad del ruido, y encendió el aparato.
La mirada vidriosa del agua de la laguna se desvaneció de inmediato. Los peces saltaban como locos por todas partes, desde enanos de un centímetro hasta depredadores de esbeltos flancos de un metro y más de largo. No había metro cuadrado en las aguas donde una criatura no luchara por escapar de la sensación de alfileres y agujas por todo su cuerpo. Y estos alfileres y agujas pinchaban mucho.
Los peces voladores planeaban locamente, y eran los más afortunados, porque volando el atormentador sonido del agua no los alcanzaba. Aunque muchos de ellos aterrizaban en la playa, e incluso entre las palmeras.
En el lugar donde brazos ciegos y serpentiles habían intentado destruir a Terry y Deirdre, los azotes y los remolinos eran de un tipo diferente. Algo usaba una fuerza enorme para ofrecer batalla a un ruido. El agua se batía hasta hacer espuma. Terry vio dos veces esos cordados brazos elevarse por encima del agua y fustgarla.
Aunque este tipo particular de tumulto aparecía solo en un lugar. Así que solo había una criatura de ese tipo en la laguna.
Cuando Davis y los demás bajaron de la estación de rastreo, Terry apagó la bocina. Estaba aplicando un ungüento calmante en la carne cruda de su pierna.
—Hay una criatura monstruosa ahí fuera —dijo tranquilamente cuando un Davis de rostro pálido exigió información—. Dios sabe lo grande que es, pero es algo así como un calamar enorme. Puede ser de la especie que sirve de alimento a los cachalotes, en las profundidades.
Llegaron otros de la estación de rastreo, jadeando.
—¡Oh! ¡Estoy cansado de ser conservador! —añadió Terry con fiereza—. ¡Voy a decir lo que todos pensamos! ¡Hay algo inteligente en el fondo del mar, a ocho kilómetros de profundidad!
Miró desafiante a su alrededor.
—¿Quién no cree eso? —preguntó—. Bueno, los artefactos de informe ya no informan. Matamos a los peces que los transportaban. De modo que lo que sea que hay en el lecho marino ha enviado arriba con mucha inteligencia algo con lo que nosotros, salvajes ignorantes, no osaríamos entrometernos. ¡Estaríamos aterrorizados! ¡Pero le mostraremos de qué estamos hechos los hombres!
El Dr. Morton dijo suavemente: —Tal vez deberíamos notificar al Pelorus. Los biólogos a bordo...
—¡No! —dijo Terry con gravedad—. Tengo una pelea privada con este monstruo. ¡Pudo haber matado a Deirdre! ¡Y Davis ya trató de decirles algo a esos biólogos! Háblales de esto y ellos querrán pruebas que no querrán ver de todos modos. ¡Nos ocuparemos de esto nosotros mismos! ¡Esto es demasiado importante para ellos!
—Demasiado importante —dijo Deirdre con firmeza—. Las estrellas fugaces no son estrellas fugaces y hay algo en las profundidades, como dice Terry. Tiene razón en que no podemos considerar compartir nuestro mundo con seres que bajan del cielo, aunque solo quieran nuestros océanos y no les importa la tierra. Dice que no nos llevaríamos bien con criaturas que saben más que nosotros, y nos resentiríamos especialmente si las naves espaciales vinieran sin ser invitadas para iniciar colonias en nuestro mundo mientras no estamos lo suficientemente avanzados como para detenerlos. Si eso es lo que están haciendo, tienen que luchar desde el primer instante hasta el último momento, ¡hay uno de ellos escondido en nuestros mares! ¡Terry tiene razón!
—No le he oído decir ninguna de esas cosas, jovencita —dijo Morton secamente—, pero es cierto. Y no me gusta la idea de que un monstruo marino esté en la laguna. Especialmente uno que intenta matar gente. Aún así, luchar contra eso...
—Hay un par de bazoocas en el Esperance —dijo Terry bruscamente. Miró a Davis—. Si estás dispuesto a arriesgar el yate, podemos llevar la bestia a tierra, o al menos hasta aguas poco profundas, con la bocina submarina. Entonces las bazoocas deberían poder destruirla. ¿Te arriesgarás?
—Por supuesto que puedes usar el Esperance —dijo Davis—. ¡Por supuesto!
—Entonces querré —dijo Terry, asumiendo inconscientemente el mando—, alguien en el motor y alguien al timón. Haré funcionar la bocina. Pero, francamente, si ese monstruo pone un brazo de ventosa en el Esperance, puede ser un adiós. ¿Algún voluntario?
En minutos, el Esperance, con el motor rugiendo, se alejó del muelle. Llevaba a bordo a toda su compañía original, excepto por Deirdre, firmemente dejada en tierra por su padre y Terry, y además llevaba al Dr. Morton y al fotógrafo aficionado más entusiasta del personal de la estación de rastreo. Estaba tembloroso pero resuelto, y andaba con una imponente variedad de cámaras, tanto para imágenes fijas como en movimiento. Las velas del Esperance se enrollaron y la goleta se lanzó a la batalla con los palos desnudos. Davis estaba ocupado fabricando granadas de mano improvisadas para él y Morton.
El sol estaba casi en lo alto. Terry hizo preguntas a Morton sobre la laguna. Finalmente eligieron una ensenada menor como el lugar al que se debía conducir a la criatura, si era posible. Allí podría quedar inmovilizada por el intolerable sonido de la grabadora. Allí podría ser destruida.
—Me pregunto —dijo Morton con ironía— si puedo presentar un calamar gigante muerto como parte de la explicación de mis órbitas calculadas para los dos últimos bólidos.
El Esperance avanzó con paso firme hacia el lugar donde casi habían matado a Terry.
La empresa era arriesgada. El Esperance medía treinta y cinco metros de eslora. La criatura a la que iba a atacar era mucho más grande, y si uno de su especie había aplastado el batiscafo, tenía la fuerza y la ferocidad suficientes para hacer de un crucero de batalla un antagonista mucho más adecuado. Pero la verdadera locura de la empresa era su propósito.
Todo había comenzado cuando un barco pesquero, La Rubia, se hizo a la mar y capturó cantidades notables de pescado, de los cuales cuatro especímenes tenían adheridos artefactos de plástico. Luego, Terry comenzó a verificar ciertos ruidos que escuchó en el mar que provocaban una incomprensible aglomeración de millones de peces en una área pequeña, desde la cual nadaban hacia profundidades donde no podían sobrevivir. Ahora bien, se suponía que la matanza de este calamar arrojaría luz sobre el misterio de los nueve bólidos que habían caído en una parte particular del océano.
Terry hizo girar la bocina submarina verticalmente para que transmitiera un filo de sonido dondequiera que apuntara, en lugar de extenderse por toda la laguna. La encendió.
El agua frente al Esperance se moteó y salpicó por los enloquecidos saltos de peces de todos los tamaños posibles. La apagó. La apuntó hacia donde las ondas mostraban la presencia de algo enorme bajo la superficie. La encendió de nuevo.
Hubo convulsiones. Un tentáculo largo emergió brevemente y se sumergió nuevamente. Las convulsiones continuaron. Terry ajustó su puntería. Saltos locos de criaturas más pequeñas mostraban la línea del rayo sonoro, como las balas trazadoras muestran el camino de los disparos de una ametralladora. Terry apagó el sonido un instante y lo encendió de nuevo a todo volumen, apuntando donde debía estar el monstruo. Hubo un tumulto explosivo bajo el agua. Brazos enormes se agitaron por encima de la superficie. Pero una vez más la criatura huyó.
El Esperance lo siguió lentamente ahora. El monstruo había reaccionado al punzante haz de sonido como si estuviera intimidado. Pero era una criatura abisal. No sabía cómo moverse en agua poco profundas que obstaculizaban sus movimientos. Parecía asustado al verse atrapado entre el fondo de la laguna y la superficie. Y quedó deslumbrado por el brillo al que había sido conducido. Sin ser atacado ni siquiera por un instante, trataba de esconderse de la luz y de nuevo formó una densa nube de barro desde el fondo. Luego se quedó quieto, como si se escondiera.
Terry le lanzó el doloroso ruido. El agua hizo espuma. Tentáculos monstruosos aparecieron y desaparecieron, y una vez emergió parte del cuerpo de la criatura. Estaba arrinconada en una entrada menor, y allí el agua era menos profunda, y el monstruo no quería ir donde sus movimientos quedaran aún más confinados.
Parecía fluir hacia la parte más profunda de la bahía en miniatura. Era como si se sintiera seguro de un refugio allí. Cuando el atormentador rayo de ruido volvió a golpear, el monstruo abisal se debatió como loco. Lleno de una rabia terrible y frustrada, movían sus brazos aquí y allá, por encima y por debajo del agua. Se incorporó, de modo que una parte de su cuerpo, en forma de torpedo, atravesó la superficie. El monstruo estaba loco de furia. Se lanzó hacia el Esperance, no nadando ahora, sino arrastrándose con sus ocho patas en un agua demasiado poco profunda para sumergirlo. Su esfuerzo era desesperado. Se levantaba del todo del agua y se arrojaba al agua de nuevo, mientras se arrastraba hacia su enemigo.
Terry vio que Nick y Jug apuntaban con firmeza a sus bazoocas. Davis corrió hacia la proa con granadas de mano. El enorme calamar llegó arrastrándose y, con cada metro de avance, el doloroso ruido era más insoportable. De pronto, la criatura lanzó un gemido y se retiró. El grito fue como el mugido que Terry había recogido de las profundidades.
Quedó varado. Luchaba por subir a tierra, por hacer cualquier cosa para escapar de sus torturadores. Hacía espuma y salpicaba...
Desesperado, dio media vuelta para enfrentarse a sus torturadores. Su cuerpo se elevó casi por completo fuera del agua, ahora. Se hundió flácidamente. Se tambaleó cuando sus brazos se tensaron. Sus ojos se elevaron por encima de la superficie, cegados por la luz. Eran ojos enormes. Solo los calamares, entre los invertebrados, tienen ojos como los de las bestias terrestres. Llameaban un odio demoníaco. Apareció un pico, no muy diferente al de un loro, pero capaz de rasgar placas de acero. El pico se abrió y cerró con sonidos de chasquido singularmente horripilantes. Atacó el yate, que estaba fuera de su alcance. Uno de los tentáculos se enroscó violentamente a algo. Cedió. El brazo se elevó por encima del agua. Una masa espinosa de coral ramificado voló por el aire y chapoteó junto al Esperance.
—¡Disparad! —dijo Terry, algo asqueado—. ¡Maldita sea, disparad!
Nick y Tony apuntaron de cerca. Los bazoocas emitían sus peculiares e inadecuados sonidos. Los proyectiles de bazuca, como pequeños cohetes-misiles, atravesaron la corta distancia. Golpearon. Sus cargas detonaron, de nuevo con un volumen inadecuado. No explotaron de una manera que hiciera pedazos a la criatura, en cambio, enviaron en la carne del calamar llamas punzantes mil veces más mortales que las balas.
Este de debatió como loco. Lanzó gritos agudos. Sus brazos desgarraban sus propias heridas, desgarraban el agua, el lecho de la laguna, como si fuera a desgarrar y destrozar en su rabia todo el universo.
Los bazoocas dispararon una y otra vez.
Fue el octavo misil de bazooca lo que puso fin a la batalla. Luego, el enorme cuerpo quedó flácido. Su pico córneo dejó de intentar aplastar toda la creación. Pero los brazos largos, gruesos y con discos de ventosa se agitaron sin rumbo fijo durante mucho tiempo. Incluso cuando dejaron de moverse, temblaron y se agitaron durante otro período de tiempo considerable. Y cuando pareció que toda la vida había abandonado a la gigantesca bestia y los hombres de la estación de rastreo pisaron el monstruoso cuerpo, de pronto se agitó una vez más en un último intento de asesinar.
El cuerpo del calamar, sin los tentáculos, medía quince metros de largo. El calamar más grande capturado en el pasado, de variedad atlántica, tenía un manto de no más de siete metros. Esa criatura relativamente familiar, Architeuthis princeps, alcanzaba una longitud total máxima de catorce metros. Contando los dos brazos más largos de este, llegaba a los veintitrés. No podía nadar en agua de menos de seis metros de profundidad. No pertenecía a una laguna de coral, pero aquí estaba.
Cerca de la puesta del sol se calmaron los últimos temblores de la gran masa de carne. Terry no estaba de humor para comer después. Se saltó la cena y se paseó de un lado a otro por la galería del comedor, en la estación de seguimiento por satélite. En el interior se oía un ruido de platos y un zumbido de voces. Afuera había una noche suave, cálida e iluminada por las estrellas. El oleaje retumbaba en el arrecife fuera de la laguna.
Deirdre salió y caminó rápidamente hacia los brazos de Terry. Ella lo besó y luego se echó hacia atrás.
—¡Querido! —dijo ella suavemente. Su voz cambió—. ¿Cómo está tu pierna? ¿Todavía te duele?
—No hay nada de qué preocuparse —dijo Terry—. Me preocupa otra cosa. Dos cosas, de hecho.
—¡Nombra una! ——dijo Deirdre, sonriendo.
—Me gustaría casarme pronto —dijo Terry con pesar.
—¿Con quien? —preguntó ella en broma.
—Pero primero tengo que tener un negocio o una fuente de ingresos. Creo, sin embargo, que con un poco de trabajo puedo volver a poner en marcha mis especialidades electrónicas y físicas, y si no te importa escatimar un poco...
—Lo adoraré —dijo Deirdre con entusiasmo—. ¿Qué más querría yo? ¿Qué otra cosa te preocupa?
—Ese monstruo —dijo Terry con cierta severidad.
—¡Puff! —dijo Deirdre. ¡Lo has matado!
—No me refiero a ese —dijo Terry más sombrío—. Me refiero al que lo envió. ¡Ojalá supiera qué es y qué pretende hacer!
—¡Ya has descubierto más de lo que nadie se atrevió a sospechar! —protestó ella.
—Pero no lo suficiente. Lo hemos molestado. Envió peces pequeños a la laguna aquí y en otros lugares para informarle. No podemos adivinar lo que informaron los peces, pero sabemos que parte de ello trata sobre seres humanos. Lo que sea que está abajo en el fondo del mar debe de estar interesado en los hombres. ¿Recuerdas? Hizo una zona de espuma que se tragó un barco con toda su tripulación. Está interesado en los hombres, ¡sin duda!
—Cierto, pero...
—Dejamos caer la draga, lo que implicaba que estábamos interesados en él. El batiscafo indicó más interés por nuestra parte. Para desalentar ese interés, o tal vez en defensa propia, eso destruyó el batiscafo.
—¿Eso, Terry? —preguntó Deirdre—. ¿O ellos?
—Ellos —se corrigió con frialdad—. Matamos los peces que informaban sobre las actividades de los hombres. Eso fue insolencia por nuestra parte. Una vez que el zumbido en la entrada de la laguna se apagó, y después de dos noches, comenzó de nuevo, y luego encontramos este enorme calamar en la laguna. Debería haber podido defenderse de nosotros. ¡Fue enviado aquí porque era capaz de defenderse! Pero lo hemos matado de todos modos. Así que, ¿qué saldrá ahora de las profundidades? ¿Y qué hará?
Deirdre dijo con firmeza: —¡Estarás preparado para cuando llegue!
—Tal vez —dijo Terry—. Tu padre mencionó una vez un instrumento que le gustaría tener para hacer un mapa en relieve del fondo del océano. Modificado un poco, podría ser algo que necesitamos de verdad. La bocina que tenemos está bien, pero no lo suficiente. Hablaré con los ingenieros electrónicos de aquí.
Se oyó un ruido de arrastre de sillas dentro del comedor. La gente salió hablando alegremente. Hoy había mucho de qué hablar en Thrawn Island. La matanza de un calamar gigante había sido precedida por una suposición específica que lo vinculaba a caídas meteóricas en la Fosa de Luzón. Lógicamente, la emoción había crecido.
Terry buscó a sus especialistas en electrónica y les explicó el tipo de aparato que le interesaba. Preguntó si estaba incluido en los almacenes técnicos de la isla. Quería montar algo capaz de emitir ruidos submarinos de una calidad especial y una potencia sin precedentes. No hay mucho potencia involucrada en el sonido a través del aire. Un tocador de corneta consigue con mucho esfuerzo convertir en música cuatro décimas de vatio de potencia. Un sistema de megafonía para un área grande puede producir quince vatios de ruido. Terry describió un dispositivo que podría usar una pequeña cantidad de energía, sirviendo como un sonar o una unidad de búsqueda de profundidad, y luego, con solo presionar un interruptor, convertir kilovatios en vibraciones debajo del mar. Si eran lo suficientemente potentes y estridentes, tales vibraciones podrían ser letales.
Siguió a eso una discusión técnica. Las demandas de Terry se atenuaron para adaptarse al equipo que había a mano. Luego, tres hombres lo acompañaron al taller de la isla. Se quitaron los abrigos y se pusieron a trabajar.
Tres horas después, alguien notó que una embarcación desconocida se dirigía a la laguna. Era rechoncha y pequeña, y tenía mástiles cortos y gruesos con brazos pesados inclinados hacia arriba en ángulos pronunciados. Sus motores diésel retumbaron de forma hueca, más fuerte que el oleaje. Cuando entró en la laguna, un reflector parpadeó aquí y allá. Finalmente encontró el muelle donde estaba amarrado el Esperance.
Los hombres del personal de la estación de rastreo bajaron al muelle para encontrarse con el pequeño bote de remos que ahora desembarcaba.
Un capitán de barco pesquero, bajito, robusto e iracundo agitó los brazos y gritó enojado. ¿Qué habían hecho los estadounidenses para evitar que La Rubia pescara? ¿Por qué habían cambiado el arreglo mediante el cual se alimentaba a las esposas y los hijos hambrientos de la tripulación de La Rubia? ¡Iba a protestar ante el gobierno filipino! ¡Iba a exponer al mundo la villanía de los estadounidenses! ¡Exigió que ahora, instantáneamente, se restableciera el estado original de las cosas!
Un pez saltó del agua cerca. Donde saltó y donde cayó aparecieron manchas brillantes de luminosidad. Incluso las ondas de las salpicaduras brillaron débilmente a medida que se extendían. El patrón de La Rubia lo miró fijamente. Y ahora la gente de la isla se dio cuenta de que el aspecto del agua no era del todo común. Pequeñas llamas azuladas debajo de la superficie mostraban que muchos peces se lanzaban allí. Había más peces de lo habitual en la laguna. Muchos más. De repente, la laguna se había convertido en un buen lugar para pescar. Se necesitaría algo de cuidado, por supuesto. Sin duda, había abrojos de coral en abundancia. Pero aún así...
El patrón de La Rubia volvió abruptamente a su furor y a sus protestas. La Rubia había ido al lugar donde siempre encontraba pescado. ¡Siempre! Allí se oía un zumbido en el agua y había peces en abundancia. Pero ayer había estado allí el barco estadounidense, ¡y también este mismo yate! La Rubia se mantuvo fuera de la vista para que los estadounidenses no se enteraran de sus secretos de pesca. Pero fue inútil. Cuando los dos barcos estadounidenses se fueron, ya no hubo un zumbido en el mar y ya no hubo más peces para que los pescara la tripulación de La Rubia para sus esposas e hijos hambrientos. Y por eso él, Capitán Saavedra, exigió a los estadounidenses que restablecieran el estado anterior.
Davis habría intervenido, pero el regordete patrón estalló en acusaciones aún más salvajes y teatrales.
¡Que no nieguen lo que han hecho! Siempre había pesca donde había un zumbido en el mar que las orejas de ellos oían y le informaban. Pero ese zumbido no estaba en su lugar anterior. ¡Estaba aquí! ¡A la entrada de la laguna! ¡Los peces también estaban aquí! Los estadounidenses habían movido los peces para que los tripulantes de La Rubia no pudieran alimentar a sus esposas e hijos. ¡Los estadounidenses querían quedarse con todo el pescado! Pero el pescado era propiedad de todos los hombres, especialmente de los pescadores con esposas e hijos hambrientos. Entonces él, Capitán Saavedra, pescaba en esta laguna, y desafiaba a cualquiera que lo detuviera.
—Ciertamente —dijo Terry—. ¡Seguramente! —añadió en español—. Le prestaremos un contacto de onda corta con Manila para que presente cualquier queja que desee. Estoy seguro de que todos los demás barcos de pesca estarán encantados de saber dónde ha estado pescando y dónde ha descubierto que los peces se han mudado. ¡Cálmese, Capitán, y sírvase de los peces de la laguna, y cuando quiera llamar a Manila, lo arreglaremos.
Terry se alejó. Regresó al taller de electrónica, mientras Morton, Davis y los demás hablaban alentadoramente con el capitán Saavedra. Luego le sugirieron que aceptara su hospitalidad, y el capitán y sus remeros subieron al comedor, donde se les sirvió la cena y se desarrolló un humor más amistoso. Con el tiempo, el capitán dijo alegremente que esperaría hasta el amanecer para bajar sus redes, porque no quería arriesgarse a perderlas en los abrojos de coral. Unos tragos más tarde el capitán se jactó de su propio sistema de pesca como lo practicaba La Rubia. La condición de hambruna de las esposas e hijos de su tripulación dejó de mencionarse.
En presencia de un mentiroso tan hábil, nadie del personal de la estación de rastreo mencionó un calamar gigante parcialmente sacado del agua. Sospechaban que no lo creería. Estaban seguros de que el hombre superaría su verdadera hazaña con una imaginaria. Así que los cuatro pelones lo escucharon cortésmente, le dieron más bebidas y aprendieron mucho.
En el taller tomó forma el dispositivo más improbable que Terry había descrito. En efecto, era una bocina submarina mucho más potente de lo que parecía. Sumergida, y con la potencia de un grupo de amplificadores en paralelo, crearía un tremendo volumen de ruido submarino. Ese sonido pasaría a través de un tubo con forma de cañón de pistola. Viajaría en línea recta, extendiéndose solo un poco.
El mismo tubo de proyección también podría enviar el tentativo bip-bip-bip del equipo de sonar, o el ruido peculiar que hace un buscador de profundidad. Así, el instrumento podría buscar una distancia o encontrar un objetivo, y luego arrojarle un rayo de tormento zumbante igual a las balas de una ametralladora.
Terry, solo, habría tardado mucho en construirlo. Pero tenía tres asistentes, dos de los cuales eran muy competentes. Al amanecer, lo tenían listo para ser montado en el Esperance. La bocina se colocó en la proa montada sobre cardanes, de modo que pudiera apuntar en cualquier dirección. Estaba firmemente fijada al entablado del yate.
También había mucha actividad en La Rubia al amanecer. Ese barco pesquero, rechoncho y capaz, se preparó para pescar en la laguna. Sacó sus redes. Intentó transportarlas. Algunas quedaron atrapadas entre el coral que se elevaba desde el fondo de la laguna hacia la superficie. El capitán Saavedra maldijo y las desenredó. Lo intentó de nuevo. Una vez más, los abrojos de coral obstaculizaron la empresa. Las redes se rompieron.
Un helicóptero apareció a la vista desde el sur. Creció en tamaño y sonoridad y, en ese momento, se cernía sobre la estación de rastreo. Luego hizo un amplio y deliberado circuito de la laguna. En la ensenada donde el calamar yacía casi por completo en el agua, pero sujeto con cuerdas para que no se fuera a la deriva, por encima de ese lugar, el helicóptero se mantuvo suspendido durante mucho tiempo. Tras haber estado tomando fotografías, bajó a un hombre por una cuerda al suelo. Evidentemente, el hombre no podía esperar para conseguir un espécimen biológico tan deseable. Luego, el helicóptero se dirigió zumbando y traqueteando hacia la estación de seguimiento y aterrizó con aire de cansancio.
La Rubia siguió intentando atrapar peces. Había aquí en abundancia, pero también coral por todas partes. Las redes se rasgaban. Las cuerdas se partía. El capitán Saavedra agitaba los brazos y maldecía.
El Esperance se alejó retumbando del muelle y se dirigió a la entrada de la laguna. El singular artefacto construido durante la noche estaba en su lugar en la proa. Pasó junto a La Rubia, en cuya cubierta los hombres reparaban frenéticamente las redes.
El Esperance pasó entre los cabos pequeños y la primera de las olas del océano levantó su proa y lo meció. Continuó más allá del arrecife. El fondo del mar se perdió de vista. Terry conectó el oído submarino y escuchó. El zumbido era de esperar aquí.
Este se había detenido. Estuvo presente ayer, e incluso durante la noche cuando La Rubia entró en la laguna, pero ahora el mar no emitía otro sonido que el de los multitudinarios ruidos aleatorios de los peces y el batir, rugir y retumbar de las olas.
Deirdre estaba a bordo, por supuesto. Observó el rostro de Terry. Se volvió hacia el nuevo instrumento y luego dejó caer la mano.
—Creo —le dijo él con cuidado a Davis— que me gustaría hacer una especie de barrido hacia el mar. Es posible que encontremos el zumbido más allá.
Deirdre dijo rápidamente: —Creo que sé lo que estás haciendo. Quieres inspeccionar una gran área del océano por si surge algo. Luego, puedes dirigir ese "algo" a la boca de la laguna usando tu dispositivo de sonido, así que... ese lo que sea tiene que refugiarse en la laguna. Como matamos el calamar...
—Eso es —dijo Terry—. Algo así sucedió cuando ensartamos a los peces. El calamar ocupó su lugar. Ahora hemos matado al calamar. Solo posiblemente...
Encontraron el zumbido en el agua a cuatro millas de la costa. Lo rastrearon a través de parte de un círculo. Si algo estuviera siendo impulsado hacia arriba, no podría atravesar esa pared de zumbido.
—Eso prueba tu idea —dijo Davis—. ¿Ahora qué?
Sin darse cuenta, él había cedido la dirección de la empresa a Terry, quien inconscientemente la había asumido.
—Regresemos a la isla —dijo Terry pensativo—. Tengo una idea loca, ¡muy loca! Quiero ir donde podamos meternos en aguas poco profundas cuando probemos el nuevo proyector.
El Esperance dio media vuelta y se dirigió de regreso a la isla. El mar y la isla lejana se veían reconfortantes, normales y hermosos a la luz del sol. Bajo un cielo tan azul, no parecía razonable preocuparse por nada. Los acontecimientos o planes en el fondo del mar parecían sin duda las últimas cosas que probablemente le importarían a alguien.
Terry tenía el Esperance casi entre los arrecifes antes de probar el nuevo dispositivo. Si funcionaba, debería ser posible hacer un mapa en relieve del fondo del océano con todas las alturas y profundidades del lecho marino trazadas con precisión.
Comenzó a operar el nuevo instrumento. Primero trazó el empinado descenso desde los flancos de la montaña submarina cuya punta era la isla Thrawn. Los rastreó hasta el abismo que era La Fosa de Luzón. Luego comenzó a rastrear el fondo del océano en su profundidad extrema, en lo que deberían haber sido llanuras submarinas al pie de la montaña sumergida. El instrumento comenzó a dar lecturas extraordinarias. El fondo, en cierto lugar, marcaba cuatro mil quinientas brazas. Pero de repente hubo una lectura de dos mil quinientas. Había una gran obstrucción, cuatro mil metros sobre el fondo del mar, más de seis mil metros debajo de la superficie. El instrumento escaneó el área. Algo más se encontró a mil ochocientas brazas de altura. Eran objetos de enorme tamaño, flotando o tal vez nadando en la oscuridad. No eran ballenas. Las ballenas respiran aire. No pueden permanecer demasiado tiempo en aguas profundas, inmóviles entre la parte superior y el fondo del mar.
El instrumento recogió cada vez más objetos de este tipo. Algunos estaban a dos mil quinientas brazas desde el fondo y a dos mil desde la superficie. Otros a dos mil doscientas arriba y dos mil trescientas abajo. Había lecturas a mil ochocientas brazas, veintiuna, veinticuatro y diecinueve. Las lecturas eran de objetos más grandes que las ballenas. Subían muy lentamente y parecían descansar, luego subían un poco más y descansaban...
Rostros en blanco se volvieron hacia Terry. Él se humedeció los labios y buscó a Deirdre. Luego dijo con calma: —Entremos en la laguna. Y si salimos de nuevo, si salimos, dejamos a Deirdre en tierra, a menos que se hayan aclarado estas lecturas. Hay riesgos que no estoy dispuesto a correr.
El Esperance se dirigió hacia la laguna. Era imposible que el nuevo instrumento detectara cuáles eran los objetos grandes. Podían ser criaturas vivientes monstruosas, tal vez calamares, y se podía adivinar que su misión era lidiar con las criaturas de la superficie —hombres— que atacaban peces y calamares gigantes y detonaban explosivos en la Fosa de Luzón.
O los objetos ascendentes podían ser, digamos, bólidos sumergidos en las profundidades desde el espacio exterior y que ahora estaban saliendo a la superficie para asegurarse de que los nativos terrestres no volvieran a perturbar las profundidades tomadas por seres de otro planeta.
El sol se elevó en lo alto del cielo cuando el Esperance regresó al muelle. Davis desembarcó y mantuvo largas conversaciones con Manila por radio de onda corta. Los biólogos intentaron investigar el calamar. La Rubia todavía intentaba pescar. Todos los esfuerzos parecían tender a la frustración.
Cuando Terry se acercó para ver a su víctima de cerca, encontró a los biólogos frustrados por el enorme tamaño del calamar. Había que manipular literalmente decenas de toneladas de carne. Los calamares no tienen columna vertebral, pero un caparazón interno modificado es importante para el estudio de los biólogos. Los biólogos lo querían. Había que examinar las branquias, anotar su posición bajo el manto y contar sus filamentos. El sistema nervioso de la enorme criatura debía de tener sus rarezas. Pero la preservación real del calamar estaba fuera de discusión. El mero manejo de un objeto tan grande era un problema de ingeniería.
Terry consultó al capitán Saavedra, que juraba frenéticamente y que estaba dispuesto a llorar de rabia al contemplar las redes rotas y los peces que no podía capturar. Los calamares eran un artículo de comercio. Terry llevó el Capitán para verlo. Su tripulación ayudaría a los biólogos a conseguir los elementos científicamente importantes y, como recompensa, tendrían el resto del gigante, más de lo que podían cargar en La Rubia. Esto haría rentable su viaje y el capitán tendría la oportunidad de contar la historia más estupenda de la captura y muerte del gigante. Con la evidencia que tendría, la gente podría creerle.
En ese momento, los tripulantes de La Rubia treparon por encima del monstruo con enormes cuchillos y trabajando bajo la dirección de los hombres de Manila. Hubo una amarga disputa con el cocinero de la estación de rastreo, quien se opuso al uso de su espacio de refrigeración para congelar material biológico antes de que fuera enviado a Manila en helicóptero.
A media tarde el Esperance volvió a salir de la laguna. El buscador de profundidad del sonar sondeó las profundidades con delicadeza. Los objetos en el medio del mar, al parecer, habían estado subiendo de manera constante. Su posición anterior tenía un promedio de dos mil quinientas brazas de profundidad. Ahora estaban a menos de dos mil brazas de profundidad, y había muchos de ellos. Desafortunadamente, el Esperance no era una plataforma lo suficientemente estable para el instrumento. Pero se hizo un cálculo bastante preciso, y si los objetos no identificados continuaban su ascenso al ritmo actual, saldrían a la superficie poco después del amanecer. Y entonces, ¿qué?
Las consultas cada vez más urgentes llegaron por onda corta, pidiendo una explicación del Dr. Morton sobre cómo había calculado el lugar de aterrizaje y la hora del último bólido. Su precisión no era cuestionada, pero los astrónomos y físicos querían poder hacerlo ellos mismos. ¿Cómo lo había hecho?
Terry lo encontró sentado tristemente ante una taza de café en la estación de rastreo. Davis también estaba allí.
—Ojalá no lo hubiera hecho —confió Morton—. Es una de esas cosas que no deberían suceder. Ya es bastante tener un calamar gigante del que dar cuenta. Por cierto, me dicen que es una nueva especie. Nunca se ha encontrado ni descrito antes. Uno de los hombres del Pelorus me dice también es un espécimen inmaduro. ¡No es adulto! ¿Cómo será uno adulto?
—Tengo el presentimiento de que lo sabremos cuando esos gigantes sumergidos lleguen a la superficie —dijo Davis con tristeza.
Terry dijo: —El que matamos no pudo salir del agua. ¡Me pregunto si las formas adultas pueden caminar sobre la tierra!
Davis lo miró fijamente. —¿Deberíamos enviar a Deirdre a un lugar seguro en el Esperance?
—¿Seguridad? —preguntó Terry—. ¿En un barco? ¿Cuando una masa de burbujas submarinas podría provocar tal agitación en el agua que ningún barco podría mantenerse a flote? Así es como desapareció un barco. El Esperance podría ser el próximo. ¿Quién sabe? —Luego agregó—: ¡No hay límite para el tamaño de una criatura nadadora!
Entró un miembro calvo del personal de la estación de rastreo. Llevaba un objeto de plástico transparente. Este tenía medio metro de largo, unos quince centímetros de diámetro. Había una complejidad infinita de piezas metálicas encerradas en el plástico.
—Sorprendí a uno de los pescadores llevándose esto —dijo con voz plana—. Estaba atado a uno de los brazos más cortos del calamar. Los pescadores no querían renunciar a él. El capitán lo reclamó como un tesoro.
Lo dejó sobre la mesa. Davis, Terry y Morton lo miraron. Luego Morton se encogió de hombros, casi hasta las orejas.
—El ser inteligente que lo hizo —dijo Davis— aparentemente bajó del cielo en un bólido. Eso es más fácil de creer que que una civilización submarina de origen terrenal vive en las profundidades. Pero ¿por qué alguien preferiría el fondo del mar a... a cualquier otro lugar de la tierra? ¿De dónde vendría una criatura así?
Deirdre entró y se paró junto a la mesa, mirando el rostro de Terry. El hombre calvo dijo: —Puedo creer algunas cosas bastante extrañas, pero no me creo que una criatura pueda desarrollar inteligencia sin mucho oxígeno. No hay mucho oxígeno libre en el fondo del mar.
—Pero hay algo inteligente ahí abajo —dijo Davis obstinadamente—. Si necesita oxígeno libre, solo hay que plantear la cuestión de dónde lo obtiene. Tal vez lo traiga con él.
Deirdre negó con la cabeza. —Espuma —dijo.
Los cuatro hombres la miraron. Entonces Terry dijo con brusquedad: —¡Eso es! En el Esperance hay una imagen de una enorme masa de espuma en el mar. Un barco se perdió de vista directamente en él. ¡Deirdre encontró la respuesta! Algo abajo necesita oxígeno libre. En cantidad. ¿Por qué no sacarlo del agua? ¿Qué hacer con el hidrógeno que queda? ¡Soltarlo! Saldrá a la superficie, formará una zona de espuma...
El Dr. Morton dijo con una especie de afabilidad sin alegría: —¡Un toque de pura genialidad! Davis acaba de preguntar cuál sería el origen de una criatura que prefería las profundidades del mar a cualquier otro lugar de la tierra. ¿Qué se puede encontrar abajo? ¿Hay algo que falta en cualquier otro lugar? ¿Frío? No. ¿Humedad? No. ¡Solo dos cosas! ¡Oscuridad y presión! En el fondo de la Fosa de Luzón, la presión es de más de siete mil atmósferas. No hay luz, repito, ninguna. ¡En el fondo del mar hay negrura, negro, negro! Ahora, ¿en qué parte del universo podría haber criaturas capaces de viajar hasta aquí abajo en un bólido y que necesiten de un entorno como ese?
Terry negó con la cabeza. Recordó haber visto un libro sobre los planetas solares en la cabina de popa del Esperance. No lo había leído. Los demás en el yate sí.
—¿Qué hay de Júpiter? —preguntó Deirdre—. La gravedad es cuatro veces mayor que la de la Tierra, y la atmósfera tiene un espesor de miles de millas. La presión en la superficie debe ser de toneladas por centímetro cuadrado.
Morton asintió. Con la misma falsa afabilidad agregó: —Y no habrá luz. ¡La luz del sol nunca atravesará esa atmósfera bochornosa y espesa! ¡Así que nos consideramos seres racionales y adivinamos que los bólidos provienen de Júpiter! Pero debo admitir que el último bólido se dirigía hacia el interior, hacia el Sol, y desde la dirección general de Júpiter. Entonces, ¿advertimos al mundo que las criaturas de Júpiter están descendiendo en naves espaciales y se están asentando bajo el agua, a una profundidad de 4.500 brazas? ¡Ni hablar!
Se levantó y se alejó abruptamente.
—Yo... —dijo el hombre calvo, moviendo la cabeza con incredulidad— guardaré este artilugio y volveré a trinchar calamares.
—Hablaré con Manila —dijo Davis con tristeza—. Algo está subiendo desde abajo. No debería permitirse que ningún barco venga por este camino hasta que averigüemos qué está sucediendo.
Deirdre sonrió a Terry, ahora que estaban solos.
—¿Tienes algo muy importante que hacer ahora?
Él negó con la cabeza.
—Si las cosas que se avecinan son... naves espaciales, no podemos luchar contra ellas. Si son cualquier otra cosa, no pueden luchar contra nosotros. Si quisiéramos atacar algo en el fondo del mar, sería um trabajo muy torpe para nosotros. No sabríamos por dónde empezar. Entonces, tal vez, si una potencia submarina quiere atacar la superficie del mar, también pueda resultarle difícil.
Él frunció el ceño. Deirdre dijo: —¡Vamos a mirar el mar y reflexionar sobre las cosas!.
Ella tomó su brazo muy formalmente y salieron. En ese momento, se pararon en la playa de coral blanco de la costa exterior y hablaron. La mente de Terry volvía, de vez en cuando, a lo inadecuadas que habían sido sus conjeturas anteriores sobre la amenaza inminente. Ahora parecía que la amenaza debía de ser mucho peor de lo que había imaginado. Pero había muchas cosas que quería decirle a Deirdre.
Mientras hablaban, se sintieron perturbados. El helicóptero que había partido antes del mediodía cargado con material biológico para Manila se acercaba de nuevo. Aterrizó junto a la estación de rastreo. Luego se quedaron solos de nuevo.
Cuando cayó la noche, se sorprendieron de lo rápido que había pasado el tiempo. Regresaron a la estación. El helicóptero estaba en tierra. Los biólogos habían parado su trabajo, exhaustos pero muy emocionados por el descubrimiento de una nueva especie de calamar, de la cual un ejemplar inmaduro medía veinticinco metros. Había ofrecido material filogenético extremadamente interesante para los Cephalopoda en general. Las fotografías que habían tomado eran muy valiosas desde un punto de vista científico.
La tripulación de La Rubia había regresado a su barco. El Esperance había estado más allá del arrecife una vez más. Los objetos no identificados seguían subiendo. Se habían elevado a menos de mil brazas de la superficie mucho antes de la puesta del sol. A esta misma velocidad de ascenso, deberían llegar a la superficie algún tiempo después de la medianoche. ¿Qué pasaría después de eso?
—Lo que sucederá depende —dijo Terry— de cuán precisa sea su información sobre nosotros. Depende de sus instrumentos, en realidad. Sospecho que sus ideas sobre nosotros son extrañas. No creo tener ninguna idea sobre ellos.
En la cena, Davis dijo preocupado: —Hablé con Manila. El dragaminas que estaba en la bahía salió del puerto ayer. La barcaza lo captó por radio y ambos van a venir aquí mañana. Tuve que hablarles sobre la espuma. No quedaron impresionados. El calamar sí los impresiona, pero la espuma no. Odio —dijo indignado— tratar de convencer a la gente de cosas de las que ni yo mismo podría convencerme.
Hablaron tranquilamente. Alguien mencionó La Rubia. Había sido más o menos esperado que su patrón volviera a aparecer para beber y conversar, pero no lo había hecho. La conversación se centró en los objetos de plástico. Podían o no captar sonidos. No era probable que respondieran a la luz. Ciertamente, las imágenes completas no tendrían sentido para criaturas que habían evolucionado en la oscuridad y sin sentido de la vista. Podían responder a ondas de presión, como las que se sabe que recogen los peces cuando algo se agita el agua, aunque los instrumentos artificiales aún no las hayan detectado. Podían proporcionar datos de tipo sensorial sin sentido para los humanos, como lo serían las imágenes para los jovianos. Si hubiera tales cosas...
—¿Por qué hablar sólo de Júpiter? —preguntó Deirdre—. Se supone que Venus es principalmente océano. Podría haber vida abisal allí.
Los pelonesl se unieron a la discusión, pero tentativamente, porque había muchos expertos presentes.
Llegó la medianoche. El mar abierto fuera del arrecife no mostró nada inusual. Las olas brillaban pálidamente en sus crestas. Había pequeños destellos en el agua donde algún pez de superficie ocasional se lanzaba. Las estrellas brillaban. La luna aún no había salido.
Llegaron las dos. La gente de Esperance estaba dividida. Terry y Davis estaban demasiado aprensivos para dormir. Deirdre había ido confiadamente al yate para acostarse. Los tripulantes también durmieron tranquilamente. Davis dijo con inquietud: —Tengo la sensación de que los... objetos están en la superficie, o muy cerca de ella, pero que simplemente no se muestran. Creo que están tendidos en una emboscada. El calamar muerto debía de haber tenido problemas para entrar en la laguna. Probablemente no intentarán meter a los grandes. Esperarán...
Terry negó con la cabeza.
—Matamos a ese pequeño y su muerte probablemente se informó de alguna manera. Así que tal vez usen los grandes en la superficie como cebo para otro tipo de arma. Espuma, por ejemplo. Sabemos cómo un barco simplemente se perdió de vista, como si estuviera en un agujero.
—¡Sé! —dijo Davis con tristeza—. Se lo dije a los de la barcaza. Pero no creo que lo creyeran.
A las dos y media, Davis y Terry bajaron al yate. Se pararon en la cubierta. Vigilaban por mero instinto. No había actividad por ningún lado. De La Rubia venían ruidos débiles. Tal vez su tripulación estaba reempacando las masas de pulpa de calamar cargadas apresuradamente. El último cuarto de luna salió por fin y brilló sobre el agua cristalina ondulada de la laguna. Imágenes de estrellas bailaban junto a su reflejo.
Poco después de las tres, de manera bastante abrupta, el Diésel de La Rubia retumbó. La silueta oscura del barco cruzó la laguna hacia su abertura. Terry maldijo.
—Levantó el ancla sin hacer ruido —dijo enojado—. ¡Su patrón quiere llegar a Manila con su pesca antes de que se eche a perder! ¡Maldita sea! Le dije que no se fuera sin avisar. ¡Cualquier cosa podría estar esperando afuera!
Corrió hacia la lancha fuera borda. Davis gritó desde el castillo de proa y corrió tras él. Terry tenía el motor fuera borda en el agua cuando llegó Davis. Saltó y tiró del activador del motor de arranque. El motor arrancó.
El fuera borda se precipitó sobre el agua. Su estela era una luminiscencia azulada brillante.
El estruendo del diésel se hizo más fuerte. El capitán Saavedra pensó que se había adelantado a los estadounidenses. Le habían dado casi un calamar monstruoso entero, es cierto, pero se habían reservado ciertas partes para ellos. Sin duda, eran las piezas más valiosas. Entonces, cuando el trabajo cesó oficialmente al anochecer, el patrón de La Rubia solo fingió aceptar la idea. A última hora, su tripulación había completado silenciosamente la carga de calamar en La Rubia. Habían estado cuidadosamente en silencio. Habían levado anclas sin hacer ruido. Ahora La Rubia se dirigía hacia la entrada de la laguna, pesada en el agua pero con información precisa sobre qué abrojos de coral esquivar. A bordo había un historial de carga sin par. Su patrón esperaba ser recompensado con fama, además de con dinero en efectivo.
Mientras el fuera borda se precipitaba hacia La Rubia, el capitán Saavedra aceleraba con entusiasmo sus motores. Cuando la lancha llegó junto a su barco y Terry le gritó que se detuviera, este rió entre dientes y siguió su camino. De hecho, salió de la cabina del piloto de La Rubia para saludar alegremente a los dos hombres. Estos se acercaron corriendo frenéticamente y le gritaron por encima del ruido de su propio motor y el retumbar de su diésel.
La Rubia llegó a la entrada de la laguna con el bote más pequeño cerca de su lado y Terry seguía gritando.
Pero el capitán Saavedra no lo creyó, quizás no lo entendió, ciertamente no obedeció. Las olas del océano se levantaron y sacudieron la lancha. Se hizo necesario reducir la velocidad, por seguridad. Pero La Rubia siguió adelante grandiosamente, hacia mar abierto.
—No podemos obligarlo a detenerse —dijo Davis con voz desesperada—. No lo hará. Solo espero que estemos equivocados, ¡y que lo supere!
El fuera borda se quedó donde estaba y el oleaje lo meció al azar. La Rubia encendió sus luces de navegación. Condujo con entusiasmo hacia el sur. Siguió navegando, disminuyendo de tamaño, mientras el zumbido de su diésel disminuía de volumen.
Mirando atrás, Terry vio al Esperance acercándose desde la laguna, con figuras oscuras en su cubierta. Terry gritó, otros gritos le respondieron y el Esperance se detuvo cuando la lancha se acercó.
Terry y Davis se apresuraron a subir a cubierta mientras uno de los tripulantes guiaba el bote más pequeño a popa y lo aamarraba.
—Estamos lo suficientemente seguros aquí —dijo Terry con amargura— y ya que has venido, podemos quedarnos y ver si pasa algo. Ojalá ese barco continúe en ese rumbo...
Pero La Rubia no lo hizo. Sus luces indicaron que había cambiado de rumbo. La luz de su mástil comenzó a oscilar de un lado a otro. Se revolcó de tal manera que quedó claro que ya no estaba en curso ni en movimiento.
Nadie dio órdenes, pero el motor del Esperance rugió. La acción a partir de este momento se convirtió en una respuesta automática y rápida a una emergencia.
La goleta-yate avanzó a toda velocidad. Terry encendió la grabadora y el proyector de sonido ultrapotente. Davis se inclinó sobre el reflector. Dos de los pelones prepararon los bazoocas.
De repente, se disparó una bengala en la cubierta de La Rubia. Sus mástiles y palos rechonchos se volvieron sorprendentemente brillantes. Los gritos atravesaron las olas, incluso por encima del rugido de las olas y por encima del ruido del motor del Esperance.
La bengala atravesó el aire. Se arqueó en una parábola alta, brillante en el cielo, y cayó al mar. Se disparó otra bengala.
El reflector del Esperance se encendió. Un largo lápiz de luz se extendió a través de las olas mientras corría. Se escucharon más gritos. Otra bengala ardió. Se arqueó hacia arriba. El Esperance siguió avanzando, separando las olas más pesadas de aguas abiertas.
Media milla. Un cuarto de milla. La Rubia se revolcaba locamente y más chillidos provenían de su cubierta. Entonces el barco de pesca pareció balancearse. Más allá de ella, emergió un monstruo cónico, reluciente y absolutamente aterrador, a unos pocos metros de su barandilla. Enormes ojos brillaban a los rayos del reflector. Un tentáculo monstruoso con una hilera de innumerables discos de ventosa se extendía sobre la popa de La Rubia.
Otra bengala surgió de la cubierta del barco pesquero en dirección al calamar gigante. Cayó sobre carne humedecida y brillante. El monstruo atacó y La Rubia se sacudió de proa a popa. Apresuradamente, Terry presionó el botón de alimentación y el proyector de sonido se encendió. Su efecto fue instantáneo. El monstruo comenzó a retorcerse convulsivamente. Era gigantesco. Era el doble, el triple del tamaño del calamar capturado en la laguna. Terry escuchó su propia voz gritar: —¡Bazoocas! ¡Usadlos! ¡Usadlos!
Los misiles cohete en llamas se apresuraron hacia el gigante. Davis arrojó una de las granadas de mano que había fabricado. El yate se lanzó hacia el barco pesquero medio hundido y agarrado. La granada de mano explotó contra la carne del monstruo. Simultáneamente, los misiles de los bazoocas alcanzaron su objetivo y arrojaron una llama viva e incandescente profundamente en el cuerpo de la criatura. Esas llamas derretirían el acero. Perforaban profundamente el calamar y eran infinitamente más dañinas que las balas.
La criatura saltó del agua cuando explotaron trozos de carne. Era un horror montañoso surgido del mar. Mientras saltaba, había arrojado la sustancia tintada que es el arma de defensa definitiva del calamar. Pero, a diferencia de los calamares pequeños, esta bestia de las profundidades arrojaba tinta fosforescente.
La bestia volvió a chapotear en el mar y la ola de su descenso barrió la cubierta de La Rubia. El barco de pesca estuvo a punto de volcar. Pero el monstruo no había escapado a la angustia de sus heridas. Luchaba contra los puntos heridos como si un enemigo todavía mordiera allí. Era una locura luchadora en el mar.
El Esperance giró para acercarse al pesquero medio hundido, y Terry mantuvo el reflector en la confusión. La bestia conocía el pánico. Estaba herida, y el abismo no es un lugar donde los débiles o los heridos puedan sobrevivir por mucho tiempo. Vendrían sus compañeros...
Y vinieron. Algo enorme se movió rápidamente bajo el mar hacia el monstruo herido. Se podía ver por la fosforescencia que creaba su movimiento al acercarse a la superficie. Se oyó un siseo, una sacudida. Una parte tocó la quilla del Esperance. El enorme monstruo avanzó, pero un tentáculo se movió hacia lo que había tocado un momento antes.
El feo tentáculo se arrastró sobre la barandilla del yate. La barandilla se hizo añicos. La escotilla del castillo de proa fue arrasada. El bauprés se convirtió en meros escombros que colgaban tontamente del aparejo.
El Esperance se resistió violentamente ante este contacto fugaz. Nick disparó un proyectil, pero falló. Agarrándose rápido, Davis arrojó una granada. Esta detonó inútilmente. Fue entonces cuando Deirdre gritó.
Terry se quedó paralizado por un instante. Simplemente no había tenido tiempo de pensar que Deirdre pudiera estar a bordo. Era imperdonable, pero ahora no se podía hacer nada.
Tony había sido derribado por el impacto del contacto con el gigante, y nadaba desesperadamente tratando de seguir al yate y volver a subir a bordo. Terry hizo brillar el reflector. Encontró a Tony, chapoteando. El Esperance se balanceó en su propia longitud mientras Terry mantenía enfocado el haz del reflector. Más chillidos vinieron de La Rubia. Davis lanzó un cabo y Tony lo atrapó. Lo subieron a bordo y el Esperance viró de nuevo para rescatar a los tripulantes del pesquero.
Hubo increíbles salpicaduras a babor. Terry arrojó el rayo de luz en esa dirección. Cayó sobre un conflicto inimaginable. El monstruo que había pasado debajo del yate ahora luchaba contra el calamar herido. Luchaban en la superficie, horriblemente. Un laberinto de tentáculos entrelazados brillaba a la luz, y sus cuerpos repugnantes aparecían de vez en cuando mientras la criatura maltrecha luchaba por protegerse y la otra por devorar. Otros calamares enormes llegaron apresurados al lugar. Se lanzaron a la espantosa lucha, desgarrando al monstruo moribundo y entre ellos. Aún quedaban otros en camino...
El mar resonaba con gemidos desesperados.
El Esperance llegó hasta La Rubia. Hombres frenéticos, histéricamente asustados treparon desde la cubierta del pesquero que se hundía hasta el yate. Tan pronto como estuvieron a bordo, imploraron a sus rescatadores que se dirigieran a tierra inmediatamente.
—¡Sacadlos a todos! —gritó Terry, al mando por la simple virtud de tener claras las ideas de lo que había que hacer—. ¡Sacadlos a todos!
El corpulento patrón de La Rubia saltó por encima de la borda del yate. Sin gobierno, el motor del yate rugía. El Esperance giró hacia la orilla, que ahora parecía muy lejana.
Algo chapoteó a estribor. El mar brillaba a su alrededor. Terry vertió el doloroso sonido exactamente en esa dirección. El monstruo entró en convulsiones. El yate se desvió para mantener la distancia y siguió, pasando el lugar donde el gigante agitaba sus tentáculos como loco.
El Esperance corrió a toda velocidad hacia la isla. Casi una milla más adelante, el oleaje rugió y se hizo espuma en el arrecife de coral casi inundado.
De vuelta en la escena de la batalla de los monstruos, hubo una ruptura repentina en el conflicto. Uno de los gigantes heridos se liberó. Pudo haber sido el primero que había atacado el Esperance; tal vez fue otro, que podría haber sido devorado en parte mientras aún luchaba.
En cualquier caso, uno de ellos se soltó y huyó, con la manada infernal tras él. Es el instinto de los calamares, si están heridos, tratar de encontrar alguna caverna submarina en la que esconderse. El monstruo se zambulló y los demás lo persiguieron. No había ninguna abertura en la barrera del arrecife, no bajo el agua. Pero había una abertura en la superficie. La bestia lisiada tenía que encontrar un refugio o ser despedazada. Guiado por el instinto, o tal vez por la corriente que fluía hacia adentro o hacia afuera de la laguna, encontró la pista. En cualquier caso, la criatura que huía se lanzó locamente hacia el canal utilizado por el Esperance para pasar. Durante un rato, procedió bajo el agua. Luego se conectó a tierra. Sin esperanza.
Y llegó la manada que los perseguía.
La vista desde la cubierta del Esperance procedía directamente de la peor pesadilla posible. Tentáculos serpentinos relucientes se retorcían y agitaban los mares. Hicieron espuma en la marejada. Los perseguidores se habían lanzado salvajemente sobre el indefenso. La brecha en el arrecife fue cerrada por los gigantes en batalla. Buscaban. Agarraron. Rompieron...
Terry vio un tentáculo tan grueso como un barril cortado por la mitad y colgaba inútilmente mientras su muñón aún intentaba luchar.
Y vinieron otros gigantes. Terry gritó y el Esperance viró. Había grandes zonas de fosforescencia bajo la superficie. Y de repente, Terry se dio cuenta de que algunos de ellos se habían desviado hacia el Esperance. Cuando se acercaron, la bocina de sonido los picó. Entraron en una lucha convulsiva, mientras el sonido se reproducía sobre ellos, y pasaron el Esperance de largo.
Davis encontró a Terry junto a los controles del arma sónica y mirando el mar con desesperada intensidad.
—Escucha —dijo Davis con fiereza—, ¡estamos en el mar y no podemos volver a la laguna! ¡Será mejor que nos vayamos de aquí!
—¿A través de aguas profundas? —preguntó Terry—. Esa peligrosa espuma puede salir de aguas profundas, pero tal vez no de aguas poco profundas. Tenemos que permanecer cerca del arrecife hasta que venga la barcaza y bombardee a estas criaturas, ¡si es que llega de una vez!
Davis hizo un gesto de impotencia. Terry dijo secamente: —Haz que el helicóptero vuele sobre el arrecife e informe sobre los combates allí. Dile que informe a la barcaza. Puede que no nos crean, pero pueden enviar un avión de todos modos. Y si vienen los barcos, ¡tendrán que creer en la espuma! Diles que la escuchen bajo el agua. Tienen equipo de sonar.
Davis se alejó a trompicones. En ese momento, la oscura figura de Nick descendió a través de lo que había sido la escotilla del castillo de proa. Davis lo siguió.
Deirdre se acercó a Terry.
—Terry...
—Voy a golpear cabezas —dijo Terry —!¡A esos idiotas que vinieron detrás de tu padre y de mí sin dejarte primero en el muelle!
—Habrían perdido un tiempo precioso —dijo Deirdre con calma—. Yo no los habría dejado. ¿Crees que quiero estar en tierra cuando tú...?
Había la más tenue de las palmeras del horizonte hacia el este. —Voy a intentar encontrar un pasaje a través del oleaje para llevarte a la orilla —dijo Terry con gravedad—. Mantendré el Esperance en aguas poco profundas, dentro de la línea de cien brazas, pero no me fío. Ciertamente. ¡No confío en que un barco sea más seguro para ti!
—Pronto amanecerá —protestó ella—. Luego....
—Luego no podremos ver lo que sucede bajo el agua —le dijo él—. ¡Esas... criaturas de abajo son inteligentes!
Se escuchó un rugido estruendoso y desgarrador en la isla. Una luz se elevó por encima de las copas de los árboles. En ese momento se encendió una bengala de paracaídas. Luego hubo otra, como si los hombres del helicóptero no creyeran lo que vieron la primera vez.
—Terry —dijo Deirdre temblorosa—, me alegro de que... nos hayamos conocido, pase lo que pase...
Davis subió a la cubierta.
—La barcaza está a sólo unos kilómetros de distancia. Ahora avanzan a máxima velocidad. El dragaminas los sigue. Estarán aquí al amanecer.
Lejos, hacia el Este, algo de brillo entró en la palidez del cielo. Una luz apagada e incolora se extendió sobre el mar. El océano era de un azul pizarra oscuro. Las marejadas se aplanaron abruptamente a un cuarto de milla de distancia. Terry apuntó con el arma de sonido y apretó el botón. Algo gigantesco se puso en marcha y la parte superior del manto de un calamar enorme atravesó la superficie. El gigante saltó convulsivamente, muy por encima del agua, salvo por los tentáculos que arrastraba. Era más grande que una ballena. Cayó de nuevo al mar con un fuerte chapoteo y se alejó rápidamente.
El color llegó al cielo. Apareció el borde superior del sol. Manchas de oro se esparcieron sobre el mar.
Lejos, muy lejos en el horizonte apareció una mancha oscura. Cuando el sol se elevó sobre el borde del mundo, la mancha se volvió dorada. Había una neblina de humo sobre ella. Un avión de la barcaza. Lo seguía otro avión.
Los aviones de combate se dirigieron hacia la isla. Uno de ellos hizo zumbidos bruscos, como un pájaro asombrado por algo que ha visto debajo. Giró y volvió a ese punto. Se oyó el chirrido áspero de una ametralladora. Algo parecido a una serpiente gigante se encabritó y volvió a caer. Y ahora aparecieron más aviones.
El amanecer se completó de repente. Terry miró hacia el mar. Y no podía creer lo que veía, acostumbrado como estaba ahora a lo altamente improbable. Los calamares gigantes flotaban en la superficie. Vio uno aquí, otro allá, otro y otro... Salían por decenas, por decenas.
—Han sido enviados —dijo Terry muy lúgubre— por una entidad que no evolucionó en la tierra. Están... domesticados, de alguna manera. Son perros guardianes de lo que sea que llegó con los bólidos ese otoño. a la Fosa de Luzón. Son la razón del círculo brillante del mar desde el cual miles de toneladas de peces vivos fueron arrastrados al abismo. Las criaturas, los... ellos que escuchan lo que dicen los peces y los pescadores, cuidan de estas cosas como animales domésticos. Y tienen que alimentarlos. Esos mugidos eran... los gritos de estas cosas esperando ser alimentadas. ¡Intenta imaginarte eso, Deirdre! En la oscuridad del pozo, en el abismo en el fondo del mar...
Un tentáculo salió a la superficie. Terry hizo girar el haz de sonido. Un manto se elevó sobre las olas. Un proyectil de bazuca lo golpeó. Algo enorme, estúpido y monstruoso luchó contra lo impalpable que lo lastimó...
Davis se acercó.
—Estas —dijo absurdamente— no son las criaturas que hicieron los objetos de plástico. Tal vez deberíamos intentar abrir la comunicación con sus amos. ¿Por qué deberíamos luchar? Si demostramos que podemos defendernos...
—Sospecho —dijo Terry— que todos los seres inteligentes piensan igual, inteligentemente. Si aterrizáramos en otro planeta, en alguna parte de ese planeta que los nativos no usaran pero que podrían, no sería sensato que esos nativos nos dieran la bienvenida. Comerciar con nosotros, tal vez, pero dejar que nos instalemos, ¡no!
Hubo una explosión de bomba en el mar. Un avión había lanzado una bomba de cien libras sobre un monstruo en la superficie. La barcaza ahora era distinta. La luz del sol dorada, casi horizontal, la iluminaba. Hacia el oeste, un avión se inclinó abruptamente, algo cayó y el avión se niveló. Un chorro de treinta metros brotó de la superficie. Luego llegó la prueba absoluta de que la inteligencia estaba detrás de todo esto. No era inteligencia humana, sin duda. Los hombres son criaturas que usan herramientas hoy en día. Se imaginan robots para la lucha, y hoy los fabrican, pero hace muchos siglos los hombres dejaron de intentar utilizar animales como combatientes en la guerra.
Las criaturas submarinas no lo habían hecho. Enviaban calamares gigantes para luchar contra los hombres, como una vez los hombres enviaron elefantes contra el ejército macedonio. Era ingenuo, pero los generales, los tácticos, los estrategas de las profundidades no se ceñían a una única arma. Veían que los hombres podían luchar contra las bestias. Entonces sus instrumentos de batalla cambiaron. Sin duda, se dieron órdenes y, a ocho kilómetros bajo el mar, algo —algo que los hombres no podrían haber duplicado— inició la transformación del agua de mar en gas, en cantidades inimaginables. Un motor imposible de adivinar producía diminutas burbujas que se elevaban hacia la superficie en un flujo constante. La parte inferior estaban bajo una presión de toneladas por centímetro cuadrado, pero la presión disminuía a medida que se elevaban y, a medida que se elevaban, se hinchaban. Una burbuja del tamaño de una cabeza de alfiler en el fondo del mar crecía hasta ser del tamaño de una pelota de baloncesto a media milla de altura, y habría sido del tamaño de una casa a una milla si no se separara en otras más pequeñas. Se levantaban y se elevaban y se expandían y se separaban. A ocho kilómetros de su origen, a poco más de la presión atmosférica, formaron una columna ascendente de insustancialidad. En la superficie se volvieron espuma. Pero debajo de la espuma había más espuma, y debajo aún más. Un barco que navega desde el agua normal del océano hacia un material tan aireado caería como una piedra en el cono de la casi nada de millas de largo. Nada sólido podría flotar allí. Nada sustancial podría descansar su peso sobre ello.
Y la primera de las armas burbuja apareció en la superficie en forma de una zona de espuma. Su fuente, y por lo tanto el lugar de su aparición, podía moverse. Se podía mover debajo de cualquier barco, aunque siempre habría un intervalo de tiempo antes de que la espuma en la superficie estuviera exactamente encima del motor de generación de gas de abajo. Podía moverse para anticipar los movimientos de un barco, pero siempre había ese lapso de tiempo.
El Esperance se dirigió hacia el montón de monstruos en la ruptura del arrecife. Otros calamares gigantes emergieron y se unieron a la manada. Se acercó un avión y bombardeó. El Esperance dio media vuelta. El dragamimas de Manila apareció en el horizonte. La barcaza dio un giro repentino y violento. Apareció más espuma sobre el agua. Se enroscaba, se retorcía y se amontonaba hasta tener diez, veinte, treinta metros de altura.
La barcaza le disparó un proyectil. Hubo un destello y una llama gigantescos, y por un instante no hubo espuma, sino solo la superficie del océano peculiarmente marcada con virutas, instantáneamente cubierta por más espuma que se amontonaba como antes.
—Gas —dijo Terry con gravedad—. Hidrógeno. ¡Acertaste, Deirdre!
Ahora de la barcaza salía disparado un avión tras otro, como si fueran proyectiles. Se balancearon en el aire y volaron bajo para lanzar bombas en la ahora ondulante mancha de materia blanca, moviéndose en barrido. Era una gran decoloración de la superficie del océano. Tenía casi el diámetro de la longitud de la barcaza. Ahora el portaaviones lo esquivó con cautela.
Hubo conmociones sordas por todas partes. Los calamares gigantes se retorcían en agonías de muerte. Aparecieron manchas blancas de espuma aquí y allá, pero al azar, como si buscaran a tientas los barcos. Una zona se acercó a La Rubia y ese pequeño pesquero pareció temblar. Y entonces el barco de pesca tocó el borde mismo de la materia blanca y quedó envuelto en ella. Desapareció instantáneamente, como si se hubiera caído en un agujero en el mar. Cuando pasó la zona de espuma, el mar estaba vacío.
El efecto de la espuma, en realidad, era el de una garganta ciega, gigantesca y babeante que se esforzaba por devorar. Se movía erráticamente sobre la superficie. Terry llamó a Deirdre: —Haz que Nick le diga a la barcaza que la espuma solo proviene de aguas profundas. Si pueden entrar en la curva de cien brazas, ¡están a salvo! Tal vez incluso a quinientas. Tal vez más. ¡Pero la espuma solo sube de aguas profundas!
El dragaminas apareció desde el horizonte a máxima velocidad. Al parecer, habían recibido una advertencia de la barcaza, porque el barco de repente comenzó a zigzaguear. El propio portaaviones adoptó el impredecible sistema de cambio de rumbo que había sido diseñado originalmente para frustrar a los submarinos al acecho. Ambos barcos lo adoptaron justo a tiempo. Un área voraz de espuma apareció directamente ante la proa del dragaminas justo cuando se desviaba. El dragaminas arrojó una mina. Terry la vio caer por la borda, pero tendría que hundirse ocho kilómetros antes de tocar fondo.
Terry llamó a Davis y, entrecortadamente, le explicó que las minas tendrían que estar armadas cuando cayeran por la borda, preparadas para explotar cuando tocaran fondo. Explicó que las bombas de profundidad podrían ser útiles contra los calamares, pero si estallaban a una profundidad fija serían inofensivas contra el enemigo que desplegaba los calamares.
El portaaviones, en medio de un giro en zig-zag de noventa grados, encontró su proa proyectándose en una zona de espuma. La proa se hundió profundamente. Las hélices del portaaviones estaban fuera del agua mientras su proa apuntaba hacia abajo. Si la espuma se hubiera quedado quieta durante dos segundos, el portaaviones se habría colado por la columna de gigantescas burbujas ascendentes y se habría hundido hasta la destrucción. Pero la espuma se desvió hacia un lado.
El portaaviones escapó y fue infinitamente cauteloso después de eso. Hizo carreras cortas, rápidas e impredecibles de un lado a otro... Sus cañones antiaéreos retumbaban y traqueteaban contra lo que había en la superficie. En ese momento, su buscador de profundidad descubrió una extensión submarina en la base de la montaña de la isla, y el barco se refugió donde el agua tenía menos de cien brazas de profundidad. Allí yacía, disparando aviones y recuperándolos, sus armas destellaban contra todo objetivo que apareciera.
Dos veces, como sucedió, brazos monstruosos y serpenteantes se lanzaron hacia arriba y tiraron de la barcaza como si los calamares gigantes esperaran volcar incluso un portaaviones con su peso. Pero esos brazos fueron volados por los aires. El único daño que hicieron fue que una sección de seis metros de tentáculo quedó retorcía independientemente en la cubierta de vuelo t rompió el tren de aterrizaje de un avión que regresaba y chocó con él.
El dragaminas surcaba el mar. De vez en cuando tiraba algo por la borda. No pareció pasar nada. Sin embargo, cada mina estaba tan ajustada que podía explotar cada vez que tocaba algo bajo el agua. No dejaban siquiera el tiempo habitual para que el buque pudiera escapar. El dragaminas tenía mucho tiempo porque las minas avanzaban lentamente, girando ocho largos kilómetros, hasta el fondo de la Fosa de Luzón.
Veinte minas cayeron antes de que detonase la primera. La conmoción se sintió en el Esperance, a ocho mil metros de altura y en aguas poco profundas. Luego otra, y otra, y otra. El dragaminas continuó sembrando su semilla destructiva. Muy por detrás de ella, un monstruoso chorro de gas y espuma se elevó decenas de metros. Hubo otra conmoción y otra...
El Esperance se estremeció y Terry le dijo sombríamente a Deirdre: —Lanzamos cinco libras de explosivo hacia las profundidades y el batiscafo regresó destrozado. ¿Qué hará la criatura ahora? ¡Ojalá pudiéramos llevar algunas minas al fondo!
Davis se acercó, sonriente pero temblando.
—¡El portaaviones está enviando algunos aviones para dejar caer huevos en el lugar donde los peces fueron arrastrados hacia abajo! —dijo con entusiasmo.
Gigantescas y aterradoras masas de gas saltaron hacia el cielo donde los gases liberados por la explosión de las minas finalmente alcanzaron la superficie. El dragaminas hizo zig-zag y dejó caer una mina. Volvió a zigzaguear y dejó caer otra. En ese momento, se refugió junto al portaaviones. El Esperance se acercó y se detuvo entre los dos buques armados. Alguien gritó por megáfono desde la cubierta del portaaviones: —¿Qué os pasó? ¿Qué golpeó el bauprés?
Terry gritó en respuesta: —Le disparaste a esas bestias. ¡Hemos estado luchando con ellas!
Una enorme erupción de gas... Después, el oído bajo el agua comenzó a emitir un sonido sin precedentes. Era un sonido apresurado, pero solo se parecía vagamente al ruido de lo que fuese que había surgido de las profundidades el martes por la noche. Este era poderoso más allá de lo imaginable.
—¡Algo está pasando! —rugió Terry—. ¡Mejor dar la alerta para una verdadera pelea ahora!
Deirdre dijo con un pequeño grito ahogado: —¡Las verdaderas criaturas están llegando! ¡Terry! Las... cosas que vinieron en los bólidos...
Él dijo apresurado: —Las conmociones las han molestado terriblemente bajo el agua. ¡Les molestaron cinco libras de explosivo! ¡Cada mina llevaba cuatrocientas libras! Si intentan luchar después de eso...
El sonido apresurado del agua era un zumbido fuerte y palpitante, sin relación con el zumbido que conducía a los peces. Se dispararon dos chorros de gas de explosiones de minas. Hubo más conmociones en el agua.
Entonces algo salió a la superficie. Era enorme y parecía un cohete. Saltó. No, se lanzó hacia arriba, hacia el cielo. Destellaba hacia el cielo, acelerando a medida que se elevaba. Otro salió a la superficie y se dirigió a los cielos. Éste era globular.
Hubo conmociones sordas provenientes de las profundiades, y más cohetes salieron a la superficie, disparados hacia el cielo.
Se dispararon cañones antiaéreos. Los estallidos de proyectiles ocurrían cerca, pero no lo suficiente. No menos de veinte enormes cohetes saltaron del agua y se dispararon hacia el cielo. Algunos observadores afirmaron que había más de treinta. Hacia el sur, donde el batiscafo había sido aplastado, los aviones que arrojaban minas informaron que otros cuatro objetos se desprendieron del océano y huyeron hacia el espacio vacío a velocidades demasiado grandes para ser estimadas.
Terry pareció de repente asombrado.
—¡Pero por supuesto! —le dijo a Deirdre—. Cuando necesitas alta presión, por supuesto que tienes una debilidad. ¡No puedes soportar explosiones! ¡Cualquier cosa bajo el agua es completamente vulnerable a las bombas! Lo que sea que haya allí abajo ha descubierto que los nativos, nosotros los aborígenes, tenemos un arma que puede vencerlos. Armas primitivas. ¡Explosivos! ¡Explosivos químicos! ¡Y criaturas que pueden viajar entre planetas; y sin duda tienen poder atómico y, quién sabe qué más; no pueden defenderse si les dejamos caer minas submarinas!
Un último objeto salió a la superficie y se precipitó hacia el cielo. Detrás de él, en las profundidades, hubo una explosión titánica.
—¡Ah! —dijo Terry—. ¡Eso ha sido una bomba de tiempo! ¡Se han ido a casa para siempre!
Un grupo de trabajo compuesto por un yate privado, un pesquero, una estación de rastreo por satélite, un portaaviones y un dragaminas habían rechazado una invasión alienígena. Pero no se podía decir al público que la Tierra había sido invadida. Las personas involucradas en esta aventura secreta tenían que estar satisfechas con la comprensión de que habían salvado a la humanidad.
Después de una cena jubilosa, Terry y Deirdre se sentaron en la veranda.
Davis salió. Parpadeó ante la noche.
—¿Deirdre? ¿Terry?
—Aquí —dijo Terry.
Davis se unió a ellos. Se habían separado un poco.
—Buenas noticias por onda corta —dijo Davis—. Esos cohetes fueron captados por radar. Se dividieron en dos grupos. Uno se dirigió hacia el sol. El otro se dirigió al espacio profundo. Supongo que a Venus un grupo y a Júpiter el otro. No podrían haber venido de Marte. Pero se han ido a casa. Ambos grupos.
Terry hizo una pausa y luego dijo con ironía: —¡Dos razas! Algunos de los bólidos tenían forma de bala y otros eran globulares. Eso sí. ¡Pero dos razas capaces de viajar en el espacio y ambas en nuestro propio sistema solar!
Davis hizo una mueca. —Hemos estado hablando de ello. Suponemos que la raza de Venus se desarrolló en aguas profundas y, por lo tanto, a alta presión. Y cualquier cosa que se desarrolle en la superficie sólida de Júpiter también estaría acostumbrada a una presión extremadamente alta.
Terry asintió. No estaba exactamente absorto en lo que Davis tenía que decir. Pero dijo de repente: —Supongo que no querían establecer una colonia aquí. El fondo del mar aquí es demasiado frío para ser cómodo para los seres de Venus, y demasiado caliente para adaptarse a los de Júpiter. Pero ambos necesitaban una presión tremenda. Para mantenerse en contacto entre sí, para hacer negocios, podrían haber establecido un puesto comercial aquí para reunirse y mercadear. Ninguno de los dos podría apoderarse de la Tierra. Si lo piensas, ¡no podrían apoderarse de Venus o de Júpiter! ¡Quizás esa sea la respuesta!
—¿Eh? —dijo Davis.
—Que no tendremos que luchar como planetas —dijo Terry— cuando tengamos naves espaciales como ellos. No podríamos ganar nada luchando. Lo único que podemos ganar es el comercio. Estarán complacidos. Debe de haber sido terriblemente inconveniente tener que establecer un puesto comercial aquí en la tierra. Siempre había nativos, ya sabes. Últimamente se han dado cuenta de que nos hemos vuelto inquietos. Ya lo creo. Me imagino que ahora esperaran hasta que creemos naves espaciales y comencemos el comercio interplanetario.
Davis dijo: —Muy cierto. Aunque eso va a ser un caos. Morton aún tendrá que explicar la precisión de su predicción sobre los aterrizajes de los bólidos. Sospecho que será censurado por suponer algo tan improbable como la verdad ha resultado ser.
Terry no respondió. Deirdre estaba diciendo algo y él no escuchó nada.
—Todavía hay cabos sueltos —agregó Davis—. Por ejemplo, ¿cómo crees que controlaban esos calamares allí abajo? ¿Qué usaban para la vista? ¿Cómo diablos iban a estar de acuerdo los jovianos y venusinos en un lugar de encuentro en nuestros océanos?
Terry respondió lo que Deirdre había dicho. Ella le sonrió. Habían olvidado que Davis estaba allí.
[1] Jiménez y Compañía: en español en el original.
[2] La Rubia: en español en el original.
[3] orejas de ellos: en español en el original.
[4] ellos: en español en el original.
[5] LORAN: (del inglés, LOng RAge Navigation, navegación de largo alcance) sistema de ayuda electrónica a la navegación que utiliza el intervalo transcurrido entre la recepción de señales de radio, transmitidas desde tres o más emisoras, para determinar la posición del receptor.
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Fuente: wikipedia.