Título: Clásicos de Ciencia Ficción - núm. 1
• Armagedón - 2419 d.C.
• Los Aeroseñores de Han
(Versión gratuita en español. Prohibida su venta.)
Traducción y Edición: Artifacs, mayo 2021.
Ebook publicado en Artifacs Libros
Obras Originales de Philip Francis Nowlan con Copyright en el Dominio Público.
Armageddon - 2419 A.D. (Amazing Stories August 1928)
Texto en inglés publicado en Proyecto Gutenberg el 26 de mayo de 2010.
The Airlords of Han (Amazing Stories March 1929)
Texto en inglés publicado en Proyecto Gutenberg el 11 de mayo de 2008.
Textos en inglés revisados y producidos por Greg Weeks, Stephen Blundell y el Online Distributed Proofreading Team.
Clásicos de Ciencia Ficción - núm. 1 se publica bajo Licencia CC-BY-NC-SA 4.0 https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/legalcode.es
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Philip Francis Nowlan (13 de noviembre de 1888 - 1 de febrero de 1940) fue un autor de ciencia ficción estadounidense conocido especialmente por ser el creador del personaje Buck Rogers.
Mudado al barrio Bala Cynwyd en Philadelphia, creó y escribió la tira de historieta Buck Rogers, ilustrada por Dick Calkins, la cual siguió escribiendo hasta 1939. El personaje ya había aparecido con el nombre de Anthony Rogers en la novela de 1928, Armageddon 2419 A.D. (Armagedón 2419 d.C) Novela a la que siguió su secuela un año después, The Airlords of Han (Los Aeroseñores de Han).
• Armageddon 2419 A.D. (1928)
• The Girl from Nowhere (1928)
• The Airlords of Han (1929)
• The Onslaught from Venus (1929)
• The Time Jumpers (1934)
• The Prince of Mars Returns (1940)
• Space Guards (1940)
• Wings Over Tomorrow: The Collected Science Fiction of Philip Francis Nowlan editado por Lee Weinstein.
Fuente: Wikipedia
En otro lugar he dejado, por cualquier interés que ellos tengan en este el siglo veinticinco, mis recuerdos personales del siglo XX.
Ahora se me ocurre que mis memorias del siglo veinticinco pueden tener el mismo interés dentro de 500 años, particularmente en vista de esa perspectiva única desde la que he visto el siglo veinticinco, entrando en él como lo hice, saltando un hueco de 492 años.
Esta declaración requiere elucidación. Todavía hay muchos en el mundo no familiarizados con mi experiencia única. Dentro de cinco siglos puede haber muchos más, especialmente si la civilización está destinada a sufrir peores convulsiones que las ocurridas entre 1975 d.C. y el tiempo presente.
Debo decir, por tanto, que yo, Anthony Rogers, soy, que yo sepa, el único hombre vivo cuyo lapso normal de ochenta y un años de vida se ha extendido a lo largo de un período de 573 años. Para ser precisos, viví los primeros veintinueve años de mi vida entre 1898 y 1927, los otros cincuenta y dos a partir de 2419. El hueco entre estos dos, un período de casi quinientos años, lo pasé en un estado de animación suspendida, libre de los estragos de los procesos catabólicos y sin ningún efecto aparente en mis facultades físicas o mentales.
Cuando comencé mi largo sueño, el hombre acababa de comenzar su verdadera conquista del aire en una repentina serie de vuelos transoceánicos con aviones impulsados por motores de combustión interna. Apenas había comenzado este a especular sobre las posibilidades de aprovechar las fuerzas subatómicas y no había hecho más penetración práctica en el campo de las pulsaciones etéreas que la radio y la televisión primitivas de ese día. Los Estados Unidos de América eran la nación más poderosa del mundo, y su influencia política, financiera, industrial y científica era suprema; y en las artes también estaba ascendiendo rápidamente al liderazgo.
Desperté y encontré el Estados Unidos que conocía como un desastre total, a los estadounidenses como una raza perseguida en su propia tierra, escondidos en los densos bosques que cubrían las ruinas destrozadas y niveladas de sus alguna vez magníficas ciudades, preservando desesperadamente y luchando por desarrollarse en su retiros secretos, los restos de su cultura y ciencia, y la llama eterna de su sólida independencia.
La dominación mundial estaba en manos de los mongoles y el centro del poder mundial se encontraba en el interior de China, y los estadounidenses eran una de las pocas razas de la humanidad no sometidas --y debe admitirse con justicia a la verdad que no vale la pena someter a los ojos de los Aeroseñores de Han que gobernaron Norteamérica como tributarios titulares del Más Magnífico.
Porque ellos no necesitaban los bosques en los que vivían los estadounidenses ni los recursos de los vastos territorios que estos bosques cubrían. Con la perfección a la que habían reducido la producción sintética de necesidades y lujos, su notable desarrollo de los procesos científicos y la realización mecánica del trabajo, no tenían ninguna necesidad económica de los bosques y ningún deseo económico del trabajo esclavo de una raza rebelde.
Tenían todo lo que necesitaban para su esquema de civilización magníficamente lujoso y degradado, dentro de los muros de las quince ciudades de brillante cristal que habían lanzado hacia el cielo en los sitios de los antiguos centros estadounidenses, en las entrañas de la tierra debajo de ellos y con relativamente pequeñas áreas circundantes de agricultura.
El completo dominio del aire hacía que la comunicación entre estos centros fuera una cuestión de facilidad y seguridad. Las incursiones destructivas ocasionales en las tierras baldías se consideraban todo lo necesario para hacer huir a los estadounidenses "salvajes" dentro del refugio de sus bosques y evitar que se convirtieran en una amenaza para la civilización Han.
Pero casi trescientos años de seguridad fácilmente mantenida, el último siglo de los cuales había sido casi estéril en el progreso científico, social y económico, habían suavizado y desvitalizado a los Han.
Asimismo, se había desarrollado bajo el follaje protector del bosque el crecimiento de una nueva y vigorosa civilización estadounidense, notable en la movilidad y flexibilidad de su organización, en la conquista de obstáculos casi insuperables, en el desarrollo y custodia de sus industrias y recursos científicos, todo en anticipación de ese "Día de la Esperanza" que había estado deseando durante generaciones, cuando esta fuese lo suficientemente fuerte como para salir de la verde crisálida forestal, remontarse a las vías aéreas superiores y destruir el íncubo amarillo.
En el momento en que yo desperté, el "Día de la Esperanza" estaba casi próximo. No intentaré exponer una historia detallada de la Segunda Guerra de Independencia, pues eso ya ha sido registrado por mejores historiadores que yo. Me limitaré en cambio y en gran medida al papel que tuve la suerte de desempeñar en esta lucha y en los eventos que condujeron a esta.
Todo ello resultó por mi interés por los gases radiactivos. Durante la última parte de 1927, mi empresa, la Corporación de Gas Radioactivo Estadounidense, me mantuvo ocupado investigando informes de fenómenos inusuales observados en ciertas minas de carbón abandonadas cerca del Valle Wyoming, en Pensilvania.
Con dos asistentes y un equipo completo de instrumentos científicos, comencé la exploración de un abandonado trabajo en un distrito montañoso, donde varias semanas antes, varios ingenieros de minas habían reportado rastros de carnotita [1] y lo que ellos creían que eran gases radioactivos. Su informe no carecía de fundamento, esto fue evidente desde el principio, pues en nuestro examen de los niveles superiores de la mina, nuestros instrumentos indicaron una radiactividad vigorosa.
La mañana del 15 de diciembre descendimos a uno de los niveles más bajos. Para nuestra sorpresa, no encontramos agua allí. Evidentemente, esta se había filtrado a través de alguna ruptura en los estratos. También notamos que la roca en las paredes laterales del túnel era blanda, evidentemente debido a la radiactividad, y que los trozos se desmoronaban bajo los pies con bastante facilidad. Nos abríamos paso con cautela por el túnel cuando de pronto cedieron las maderas podridas encima de nosotros.
Yo salté hacia adelante y escapando por poco de la avalancha de carbón y blanda roca, pero mis compañeros, quienes estaban varios pasos detrás de mí, quedaron enterrados bajo la misma y encontraron sin duda la muerte instantánea.
Yo estaba atrapado. El regreso era imposible. Con mi linterna eléctrica exploré el túnel hasta el final, pero no podía encontrar otra salida. El aire se volvía cada vez más difícil de respirar, probablemente debido a la rápida acumulación del gas radiactivo. En poco tiempo mis sentidos padecieron y yo perdí el conocimiento.
Cuando desperté había en el túnel una circulación de aire frío y refrescante. No pensé haber estado inconsciente más de unas pocas horas, aunque el gas radiactivo me había mantenido al parecer en un estado de animación suspendida durante unos 500 años. Mi despertar, supe más tarde, se había debido a ciertos cambios en los estratos, los cuales habían reabierto el túnel y despejado la atmósfera en el proceso. Este debió de haber sido el caso, pues pude retroceder por el túnel ascendente sobre un montón de escombros y avanzar por la larga pendiente hasta la boca de la mina, donde un mundo completamente diferente me fue revelado, cubierto de un vasto bosque y sin señal visible de habitación humana.
Pasaré por alto los días de agonía mental que siguieron en mi intento de comprender el significado de todo ello. Hubo momentos en los que sentí estar al borde de la locura. Vagaba por el desconocido bosque como un alma perdida. Si no hubiera sido por la necesidad de improvisar trampas y toscos palos con los que matar la comida, creo que me habría vuelto loco.
Baste decir, sin embargo, que sobreviví a esta crisis psíquica. Comenzaré mi narración propiamente dicha con mi primer contacto con los estadounidenses del año 2419 d.C.
Vista en la placa de visión del ultroscopio, la batalla parecía como librada a la luz del día, tal vez en un día nublado, mientras que las explosiones de los cohetes aparecían como destellos de brillo extra.
Mi primera visión de un ser humano del siglo veinticinco se obtuvo a través de una porción forestal de árboles escasamente esparcidos, con un denso bosque más allá.
Yo había estado deambulando sin rumbo fijo y sin esperanza, meditando sobre mi extraño destino, cuando noté una figura que retrocedía cautelosamente fuera de la densa vegetación al otro lado del claro. Estuve a punto de gritarle alegremente, pero había algo furtivo en la figura que me previno de hacerlo. La atención del chico (porque parecía ser un muchacho de quince o dieciséis años) se centraba tensamente en la pesada vegetación de árboles de los que él acababa de emerger.
Iba ataviado con prendas bastante ajustadas, enteramente verdes, y llevaba del mismo color una gorra similar a un casco. A la altura de la cintura llevaba un cinturón ancho y grueso que se abultaba en la espalda y cruzaba los hombros hasta convertirse en algo de las proporciones de una mochila.
Mientras yo estudiaba estos detalles, se produjo un vívido destello y una fuerte detonación, como la de una granada de mano, no muy lejos a la izquierda del muchacho. Quien lanzó un brazo en alto y se tambaleó ligeramente, de un modo extraño y deslizante, antes de recuperarse y alejarse del lugar de la explosión con cautela, agachándose un poco y aún encarado a la parte más densa del bosque. Cada pocos pasos levantaba el brazo y señalaba hacia el bosque con algo que sostenía en la mano. Dondequiera que él señalaba, había una terrible explosión en la profundidad del bosque. Entonces se me ocurrió que estaba disparando con algún tipo de pistola, aunque no había destello ni detonación de la boca del arma en sí.
Después de disparar varias veces, pareció tomar una súbita resolución y, girando en mi dirección, saltó —para mi asombro navegando por el aire entre los árboles escasamente dispersos en un salto como yo nunca antes había visto en mi vida. Ese salto debió de haberlo llevado por unos buenos veinte metros, aunque la altura de su arco no estaba a más de tres o cuatro metros del suelo.
Cuando se apeó, su pie quedó atrapado en una raíz proyectada y él se desplomó suavemente hacia adelante. Digo "suavemente" porque no se derrumbó como yo había esperado. Con lo único que podía compararlo era con un cine a cámara lenta, aunque yo nunca había visto uno en el que se registraran movimientos horizontales a velocidad normal y solo se ralentizaran los movimientos verticales.
Debido a mi sorpresa, supongo que mi cerebro no funcionó con su rapidez normal, pues observé la figura boca abajo durante varios segundos antes de ver la sangre que brotaba de debajo de la ajustada gorra verde. Recuperando mi poder de acción, arrastré el cuerpo fuera de la vista hasta detrás de un gran árbol. Durante un momento me entretuve en un intento de detener el flujo de sangre. La herida no era profunda. Mi compañía estaba más aturdida que herida. Pero ¿y los perseguidores?
Tomé el arma de su agarre y la examiné apresuradamente. No era diferente de la pistola automática a la que yo estaba acostumbrado, excepto que al parecer disparaba con un botón en lugar de un gatillo. Inserté varias piezas de munición nuevas del cargador del cinturón de mi compañero tan rápido como pude, pues pronto escuché cerca de nosotros la contenida conversación de sus perseguidores.
Siguió a esta una serie de explosiones a nuestro alrededor, pero ninguna muy cercana. Evidentemente, no habían visto nuestro escondite y estaban disparando al azar.
Esperé tenso, balanceando el arma en la mano, para acostumbrarme a su peso y a su probable lanzamiento.
Entonces vi un movimiento en el follaje verde de un árbol no muy lejano, y apareció la cabeza y el rostro de un hombre. Como mi compañero, estaba completamente vestido de verde, lo que hacía que su figura fuese difícil de distinguir. Pero su rostro se podía ver claramente. Era un rostro maligno y tenía homicidio escrito en él.
Eso me decidió. Levanté el arma y disparé. Mi puntería fue mala, pues no hubo retroceso en el arma como yo esperaba, y golpeé el tronco del árbol unos metros por debajo del hombre. Eso hizo saltar al hombre desde su posición, como una arrugada hoja de papel, y él bajó flotando hasta el suelo como algo flácido y muerto, como bajado suavemente por una mano invisible. El árbol, con el tronco destrozado por la explosión, se derrumbó en el suelo.
Siguió otra serie de explosiones a nuestro alrededor. Estas pistolas que utilizábamos no producían ningún sonido en los disparos y, evidentemente, mis oponentes estaban tan perdidos respecto a mi posición como yo lo estaba respecto a la de ellos. Así que no hice ningún intento de responder a su fuego, contentándome con mantener una aguda vigilancia en su dirección. Y la paciencia tuvo su recompensa.
Muy pronto vi un movimiento cauteloso en la copa de otro árbol. Exponiéndome lo menos posible, apunté con cuidado al tronco del árbol y volví a disparar. Un chillido siguió a la explosión. Escuché caer el árbol; luego, un gemido.
Hubo silencio durante un rato. Entonces oí un leve crujido de ramas. Disparé tres veces en su dirección, pulsando el botón lo más rápido que pude. Las ramas se derrumbaban donde expliotaban mis proyectiles, pero no hubo ningún cuerpo.
Entonces vi a uno de ellos. Estaba iniciando uno de esos asombrosos saltos desde la rama de un árbol a otro, a unos doce metros de distancia.
Apunté arriba con mi arma impulsivamente y disparé. A estas alturas ya le había tomado el truco al arma y mi puntería fue buena. Le alcancé. La "bala" debió penetrar el cuerpo y explotar. Por un momento vi al hombre volar por el aire. Luego vi la explosión y él se había desvanecido. No llegó a terminar el salto. Fue pura aniquilación.
Cuántos más había, no lo sé, pero eso debió de haber sido demasiado para ellos. Usaron una salva final de proyectiles contra nosotros, todos los cuales explotaron inofensivamente y, poco después los oí alejarse de nosotros volando entre las copas de los árboles. Ninguno de ellos descendió a tierra.
Ahora tenía tiempo de prestarle algo de atención a mi compañero. Descubrí que era una chica y no un chico. A pesar de su voluminosa apariencia, debido al peculiar cinturón que le rodeaba el cuerpo por debajo de los brazos, era muy delgada y muy bonita.
No muy lejos había un arroyo del que llevé agua y le lavé la cara y la herida.
Aparentemente, el misterio de estos largos saltos, la simiesca habilidad para saltar de rama en rama y de los cuerpos que flotaban suavemente hacia abajo en lugar de caer, yacía en el cinturón. Se trataba de una especie de cinturón antigravedad que casi equilibraba el peso del usuario, multiplicando así enormemente el poder de propulsión de los músculos de las piernas y el poder de elevación de los brazos.
Cuando la chica se recuperó, me miró con tanta curiosidad como yo a ella, y rápidamente comenzó a interrogarme. Su acento y entonación me desconcertaron mucho, pero pudimos entendernos bastante bien, a excepción de ciertas palabras y frases. Yo le expliqué lo que había sucedido mientras ella yacía inconsciente y ella me agradeció simplemente haberle salvado la vida.
"Eres un intercambio extraño," dijo ella mirándome la ropa con curiosidad. Evidentemente, ella la encontraba jocosamente provocadora, en contraste con su propio atuendo prolijamente eficiente. "¿No entiendes lo que quiero decir con «intercambio»? Quiero decir, ah, déjame ver, un extraño, alguien de otra banda. ¿A qué banda perteneces? (Lo pronunciaba «banna», con solo la leve sospecha de un sonido nasal).
Me reí. "No soy un bandolero," le dije. Pero evidentemente ella no entendió esta palabra. "No pertenezco a ninguna banda," le expliqué, "y nunca lo hice. ¿Es que todos pertenecen a una banda hoy en día?"
"Naturalmente," dijo ella frunciendo el ceño. "Si no perteneces a una banda, ¿dónde y cómo vives? ¿Por qué no has encontrado y unido a una banda? ¿Cómo comes? ¿De dónde sacas la ropa?"
"He estado comiendo caza salvaje durante las últimas dos semanas," le expliqué, "y esta ropa yo... eh...." Hice una pausa, preguntándome cómo podría explicar que debía tener muchos cientos de años.
Al final, vi que tendría que contar mi historia lo mejor que pudiera, completándola con mis suposiciones sobre lo que había sucedido. Ella escuchó pacientemente; con incredulidad al principio, pero con más confianza a medida que yo avanzaba. Cuando hube terminado, se quedó pensando un buen rato.
"Eso es difícil de creer," dijo ella "pero lo creo." Me examinó con franco interés.
"¿Estabas casado cuando perdiste el conocimiento en esa mina?" me preguntó de pronto. Le aseguré que nunca me había casado. "Bueno, eso simplifica las cosas," continuó ella. "Verás, si estuvieras técnicamente clasificado como un hombre de familia, yo solo podría llevarte como un intercambio invitado, y yo, siendo soltera y sin parentesco tuyo, no podría hacer la invitación."
Ella me hizo un breve resumen del peculiar sistema social y económico bajo el cual vivía su gente. Al menos a mí me pareció muy peculiar desde mi punto de vista del siglo XX.
Me enteré con asombro de que me habían pasado por encima 492 años exactamente mientras yo había yacido inconsciente en la mina.
Wilma, pues ese era su nombre, no profesaba ser historiadora, por lo que sólo pudo hacerme un esbozo de las guerras que se habían librado y el modo en que se habían producido cambios tan radicales. Parecía que otra guerra había seguido a la Primera Guerra Mundial, en la que casi todas las naciones europeas se habían unido para romper el poder financiero e industrial de Estados Unidos. Tuvieron éxito en su propósito, aunque fueron derrotados, porque la guerra fue terrible y dejó Estados Unidos, como ellos, jadeando, sangrando y desorganizada, con solo el cascarón hueco de una victoria.
Esta oportunidad había sido aprovechada por los soviéticos rusos, quienes habían formado una coalición con los chinos para barrer toda Europa y reducirla a un estado de caos.
Estados Unidos, orientado industrialmente a la producción y al comercio mundiales, había colapsado económicamente, y sobrevino así un largo período de estancamiento e intentos desesperados de reconstrucción económica. Pero era imposible evitar la guerra con los mongoles, que ya habían subyugado a los rusos y tenían como objetivo un imperio mundial.
Alrededor de 2109, al parecer, el conflicto se precipitó por fin. Los mongoles, con abrumadoras flotas de grandes aeronaves y una ciencia que superaba con creces a la del paralizado Estados Unidos, arrasaron las costas del Pacífico y el Atlántico y descendieron desde Canadá aniquilando aviones, ejércitos y ciudades estadounidenses con sus terribles rayos desintegradores. Estos rayos eran proyectados desde una máquina de apariencia similar a un faro, cuyo reflector, sin embargo, no era una sustancia material, sino un complicado equilibrio de fuerzas electrónicas en interacción. Esto resultaba en un rayo terriblemente destructivo. Bajo su influencia, la sustancia material se fundía hacia la "nihilidad" mediante vibraciones electrónicas. Destruía todas las sustancias conocidas entonces, desde el aire hasta metales más densos y la piedra.
Los mongoles se asentaron para el establecimiento de lo que se conoció como la dinastía Han en Estados Unidos, como una especie de provincia en su Imperio Mundial.
Fueron días terribles para los estadounidenses. Eran cazados como fieras. Solo sobrevivían los que por fin encontraban refugio en las montañas, en los cañones y en los bosques. El gobierno estaba llegando a su fin entre ellos. La anarquía prevaleció durante varias generaciones. La mayoría habría estado ansiosa por someterse a los Han, aunque eso significara la esclavitud. Pero los Han no los querían, pues ellos mismos tenían una maquinaria maravillosa y un proceso científico mediante el cual se realizaba toda labor difícil.
En última instancia, detuvieron su búsqueda activa de la aniquilación de los grupos ampliamente dispersos de estadounidenses, ahora salvajes. Mientras estos permanecieran ocultos en sus bosques y no se aventuraran cerca de las grandes ciudades que los Han habían construido, se les prestaba poca atención.
Luego comenzó la construcción de la nueva civilización estadounidense. Las familias y los individuos se reunieron en clanes, o "bandas," para protegerse mutuamente. Durante casi un siglo vivieron una vida nómada y primitiva, moviéndose de un lugar a otro, con un miedo desesperado a los casuales y ocasionales ataques aéreos de los Han y al terrible rayo desintegrador. A medida que la frecuencia de estas incursiones disminuyó, comenzaron a quedarse permanentemente en localidades determinadas, organizándose en líneas que, en muchos aspectos, eran similares a las de las casas militares de los barones feudales normandos, excepto que en lugar de reunirse en castillos, sus tácticas de defensa requería una cierta dispersión de las viviendas para familias e individuos. Vivían virtualmente al aire libre, en los bosques, dentro de carpas de vegetación, recurriendo a tácticas de camuflaje para ocultar su presencia a los observadores aéreos. Cavaron fábricas y laboratorios subterráneos para estar mejor protegidos de los detectores eléctricos de los Han. Interceptaron las líneas de comunicación por radio de los Han, al principio con toscos instrumentos, mejores más adelante. Inclinaron todos los esfuerzos hacia el redesarrollo de la ciencia. Durante muchas generaciones trabajaron como invisibles eruditos desconocidos para los Han, adquiriendo conocimiento poco a poco, tan rápido como pudieron.
Durante la primera parte de este período, hubo muchas guerras mortales entre las distintas bandas, así como ocasionales ataques, valientes pero infantilmente inútiles, contra los Han, seguidos estos de incursiones terriblemente punitivas.
Pero a medida que avanzó el conocimiento, el sentido de hermandad estadounidense se desarrolló de nuevo. Se hicieron arreglos recíprocos entre las bandas en áreas en constante crecimiento. El comercio se desarrolló, hasta cierto punto, entre una banda y otra. Pero el intercambio de conocimientos se volvió más importante que el de los bienes a medida que se desarrollaba la habilidad en el manejo de procesos sintéticos.
Dentro de la banda se desarrolló una comprometida economía en un punto entre la libertad individual y el socialismo militar. El derecho a la propiedad privada se limitaba prácticamente a las posesiones personales, pero los privilegios privados eran muchos y se consideraban sagrados. El estímulo al logro radicaba principalmente en la obtención de diversos tipos de liderazgo y prerrogativas, y solo en un grado muy limitado en la esperanza de poseer algo que pueda clasificarse como "riqueza" y nada que pueda clasificarse como "recursos." Los recursos de todo tipo, para la seguridad y la eficiencia militares, eran un asunto de interés público para la comunidad en su conjunto.
Mientras tanto, a lo largo de tantas generaciones, los Han habían desarrollado una economía de lujo y, con ella, la perfección del dorado vicio y la degradación. Los estadounidenses eran considerados "hombres salvajes de los bosques," y como ellos no necesitaban ni querían los bosques ni a los hombres salvajes, los trataban como bestias y no tenían conciencia de ninguna hermandad humana con ellos. A medida que pasó el tiempo y los procesos sintéticos de producción de alimentos y materiales se desarrollaron aún más, los Han necesitaron cada vez menos terreno para la agricultura y, finalmente, incluso el trabajo en las minas se abandonó cuando resultó más barato construir metales mediante vibraciones electrónicas que sacarlos del suelo.
La raza Han, desvitalizada por sus vicios y lujos, con su maquinaria y procesos científicos para satisfacer todas sus necesidades prácticamente sin necesidad de mano de obra, comenzó a adoptar una actitud defensiva hacia los estadounidenses.
Y, naturalmente, los estadounidenses miraban a los Han con un profundo y rencoroso odio. Conscientes de la superioridad individual como hombres, sabiendo que últimamente estaban superando a los Han en ciencia y civilización, anhelaban desesperadamente el día en que fueran lo bastante poderosos para levantarse y aniquilar la Plaga Amarilla que se extendía sobre el continente.
En el momento de mi despertar, las bandas estaban organizadas de manera bastante flexible, pero estaban considerando el establecimiento de una fuerza militar especial, cuya ocupación especial sería acosar a los Han y derribar sus naves aéreas, siempre que fuera posible sin causar alarma general entre los mongoles. Esta fuerza estaba destinada a convertirse en el núcleo de la fuerza nacional cuando llegó el Día de la Retribución. Pero eso, sin embargo, no sucedió hasta diez años después y es otra historia.
A la izquierda de la ilustración hay una chica Han, y a la derecha una chica estadounidense, que, como toda su raza, va equipada con un cinturón de inertrón y una pistola de cohetes.
Wilma me dijo que ella era miembro de la Banda Wyoming, que reclamaba como su territorio todo el Valle de Wyoming bajo el liderazgo de Jefe Hart. Su madre y su padre habían muerto y ella no estaba casada, por lo que no era un "miembro de la familia." Ella vivía en un grupito de tiendas de campaña conocido como Campamento 17, bajo el mando de una mujer Jefa de Campamento, con otras siete chicas.
Sus funciones alternaban entre la exploración militar o policial y el trabajo en las fábricas. Durante el período de dos semanas que terminaría al día siguiente, había estado en "patrulla aérea." Esto no significaba, como imaginé al principio, que ella volaba, sino que buscaba naves Han sobre esta sección periférica del territorio de Wyoming, y había pasado la mayor parte del tiempo encaramada en las copas de los árboles escaneando los cielos. Si hubiera visto una, habría disparado una "bengala de descenso" a hacia varios kilómetros a un lado, la cual se encendía mientras flotaba verticalmente hacia el suelo de modo que la dirección o el punto desde donde se había disparado no pudiera ser descubierto por el dirigible ni atraer en su vecindad la explosiva obra del rayo desintegrador. Otros miembros de la patrulla aérea lanzarían cohetes, al ver el suyo, hasta que al final un explorador equipado con un ultrófono, que a diferencia de la antigua radio operaba con las vibraciones ultrónicas etéreas, pasaría la advertencia simultáneamente al cuartel general de la Banda de Wyoming y a otras comunidades dentro de un radio de varios cientos de kilómetros, por no mencionar las pocas naves de cohetes estadounidenses que pudieran estar en el aire y que descenderían al instante para cubrirse, ya fuese a través de los claros del bosque o bien aplastándose hacia campos verdes donde probablemente su coloración los protegería de la observación. El método de propulsión estadounidense favorito se conocía como "cohética." El cohete es lo que yo describiría, desde mi comprensión del tema en el siglo XX, como una explosión de gas extremadamente poderosa, producida atómicamente mediante la estimulación de la acción química. Los científicos de hoy lo consideran una reacción infantilmente simple, pero por esa misma virtud, la más económica y eficiente.
Pero mañana, explicó ella, volvería a trabajar en la fábrica de telas, donde se haría cargo de uno de los procesos sintéticos por los que se producían esos maravillosos sustitutos de los tejidos de lana, algodón y seda. Al cabo de otras dos semanas, estaría de nuevo en servicio militar, tal vez en el mismo puesto, o tal vez como "guardia de contacto," en servicio donde el territorio de los Wyoming se fusionaba con el de los Delaware o los "Susquannas" (Susquehannas) u otra de la media docena de otras "bandas" en esa sección del país que yo conocía como los estados de Pensilvania y Nueva York.
Wilma me aclaró el misterio de esos saltos voladores que habían hecho ella y sus asaltantes, y me explicó de la siguiente manera, cómo el cinturón de inertrón equilibraba el peso:
Los "saltadores" eran de uso común en el momento en que yo "desperté," aunque eran caros, pues en ese momento no se había producido inertrón en gran cantidad. Eran muy útiles en el bosque. Eran cinturones, sujetos con correas por debajo de los brazos, que contenían una cantidad de inertrón ajustada al peso y propósitos del usuario. En efecto, hacían que un hombre pesara tan poco como deseaba: un kilo si quería.
Los "flotadores" son un desarrollo posterior de los "saltadores" —motores cohéticos contenidos en bloques de inertrón y sujetos a la espalda de tal manera que el usuario flota mientras se desplaza, mirando ligeramente hacia abajo. Con su motor en funcionamiento, se mueve como un buceador, con la cabeza delante, controlando su dirección con el giro del cuerpo y con los movimientos de los brazos y manos extendidos. Los pesos de lastre sujetos en la parte delantera de la correa ajustan peso y elevación. Algunos hombres prefieren unos pocos gramos de peso para flotar, utilizando un leve empuje del motor para superar esto. Otros prefieren un equilibrio de flotación de unos pocos gramos. El inadvertido descenso de peso no es un asunto serio. El empuje del motor siempre se puede utilizar para descender, pero como precaución adicional, en caso de que el motor falle por cualquier motivo, en cada correa hay incorporadas una serie de secciones desmontables, una o más de las cuales se pueden desechar para compensar cualquier pérdida de peso.
"Pero ¿quiénes eran tus agresores?," le pregunté, "¿Y por qué fuiste atacada?"
Sus agresores, me dijo, eran miembros de una banda de forajidos conocida como los "Mala Sangre," un grupo que durante varias generaciones había estado bajo el dominio de líderes inconscientes que habían tratado de promover los intereses de su clan mediante tácticas que sus vecinos había llegado a considerar injustas y, en consecuencia, había sido virtualmente boicoteadas. Su propósito había sido matarla cerca de la frontera de los Delaware, dando la impresión de que el crimen había sido cometido por exploradores de los Delaware y, por tanto, involucrar a los Delaware y a los Wyoming en actos de represalia entre ellos, o al menos causar sospechas.
Por fortuna no habían logrado sorprenderla y ella había logrado esquivarlos durante unas dos horas antes de que comenzara el tiroteo, en el momento en que yo había llegado al lugar.
"Pero no debemos quedarnos aquí hablando," concluyó Wilma. "Tengo que llevarte dentro, y además debo informar de inmediato de este ataque. Creo que será mejor que pasemos al otro lado de la montaña. Quien esté en ese puesto tendrá un teléfono y yo puedo envíiar un informe directo. Pero tendrás que tener un cinturón. El mío solo no ayudará mucho con nuestros pesos combinados, y hay poco que ganar saltando pesado. Es casi tan malo como caminar."
Después de una pequeña búsqueda, encontramos a uno de los hombres que yo había matado, quien había flotado entre los árboles a cierta distancia y cuyo cinturón no estaba gravemente dañado. Al separarlo de su cuerpo, el cinturón casi se me escapa y sale disparado por los aires. Wilma lo atrapó y, aunque este reforzaba la elevación de su propio cinturón de modo que ella tuviera que engancharse a una rama con la pierna para sostenerse, lo salvó. Yo trepé al árbol y, con mi peso agregado al de ella, bajamos flotando fácilmente.
Nos demoramos en comenzar durante un tiempo, pues tuve que adquirir algunas toscas ideas sobre la técnica de uso de estos cinturones. Yo había estado sentado, por ejemplo, con el cinturón atado alrededor, disfrutando de una tranquilidad similar a la de un cómodo sillón; cuando me ponía de pie con un ejercicio natural de esfuerzo muscular, salía disparado tres metros en el aire con una salvaje e instintiva sacudida de brazos y piernas que divertía mucho a Wilma.
Pero después de un poco de práctica, comencé a pillar el truco de medir el esfuerzo muscular a un mínimo vertical y un máximo horizontal. Descubrí que la forma correcta era en cierta medida comparable a la del patinaje. También descubrí que, en la parte forestal en particular, los brazos y las manos podían utilizarse con gran ventaja para balancearse de rama en rama, prolongando así los saltos casi indefinidamente a veces.
Al subir por la ladera de la montaña, descubrí que mis músculos del siglo XX tenían una ventaja, a pesar de la falta de habilidad con el cinturón, y dado que las pendientes eran muy pronunciadas y la mayoría de nuestros saltos eran hacia arriba, yo podría haberme distanciado de Wilma fácilmente. Pero cuando cruzamos la cresta y descendimos, ella me venció con su superior técnica. Al elegir las pendientes más empinadas, se agachaba en la copa de un árbol y se impulsaba hacia afuera, sumergiéndose literalmente hasta que, con la pérdida de impulso horizontal, asumía una posición más erguida y flotaba hacia abajo. De esta manera, a veces cubría hasta un medio kilómetro de un solo salto, mientras que yo saltaba y avanzaba torpemente detrás, disfrutando a fondo de la novedosa sensación.
A mitad de camino montaña abajo vimos otra figura ataviada de verde saltar por encima de las copas de los árboles hacia nosotros. Los tres nos encaramamos en un afloramiento de roca desde el que se podía tener una vista de muchos kilómetros a la redonda mientras Wilma explicaba apresuradamente a su compañera de guardia —cuyo nombre era Alan— su aventura y mi presencia. Más tarde supe que Alan era la forma moderna de Helen.
"Entonces quieres informar por teléfono, ¿no?" Alan sacó un compacto paquete de unos quince centímetros cuadrados de una funda que llevaba sujeta al cinturón y se lo entregó a Wilma.
Por lo que pude ver, el paquete no tenía un receptor especial para el oído. Wilma se limitó a abrir una tapa, como si estuviera abriendo un libro, y empezó a hablar. La voz que salía de la máquina era tan audible como la suya.
La interrogaron con atención sobre el ataque contra ella y, con considerable detalle, en cuanto a mí mismo, y por el tono de esa voz noté que su dueño no estaba dispuesto a aceptarme por mi cara bonita tan fácilmente como lo había hecho Wilma. En realidad, tampoco la otra chica lo hacía. Pude darme cuenta de esto por las miradas de sospecha que me lanzaba cuando creía que mi atención estaba en otra parte, y por la forma en que su mano se cernía constantemente cerca de la funda de su pistola.
Se ordenó a Wilma que me llevara de inmediato y se le informó de que otro explorador ocuparía su lugar al otro lado de la montaña. Así, ella cerró la tapa del teléfono y se lo devolvió a Alan, quien pareció aliviada al vernos partir sobre las copas de los árboles en dirección a los campamentos.
Habíamos recorrido unos dieciséis kilómetros —de un modo que aún me parecía sorprendentemente fácil— cuando Wilma me explicó que de aquí en adelante tendríamos que mantenernos pegados al suelo. Nos estábamos acercando a los campamentos, dijo, y siempre existía la posibilidad de que alguna pequeña nave exploradora Han, invisible en lo alto del cielo, pudiera vernos a través de un proyectoscopio y encontrar así la ubicación general de los campamentos.
Wilma me llevó a la oficina de Explorador, que resultó ser un pequeño edificio de forma irregular ceñido a los árboles que lo rodeaban, y sustancialmente construido con material verde similar a las hojas.
Me recibió el asistente Jefe Explorador, quien informó de mi llegada de inmediato a la oficina histórica y a los oficiales que llamó Jefe Psicópata y Jefe Historia, quienes llegaron unos minutos después. La actitud de los tres hombres fue al principio educada pero escéptica, y la ardiente defensa de Wilma parecía divertirlos en secreto.
Durante las siguientes dos horas hablé, expliqué y respondí preguntas. Tuve que explicar en detalle el modo de mi vida en el siglo XX y mi comprensión de las costumbres, los hábitos, los negocios, la ciencia y la historia de ese período, y sobre los desarrollos en los siglos transcurridos. Si hubiera estado en un aula, habría superado el examen con una nota muy baja, ya que no pude dar ninguna respuesta a la mitad de sus preguntas. Pero al poco tiempo noté que la mayoría de estas preguntas estaban diseñadas a ser trampas. Unos objetos, de cuyo propósito yo no sabía nada, me fueron entregados casualmente, y me observaron atentamente mientras yo los manipulaba.
Al final, pude ver que tanto el asombro como la fe comenzaban a mostrarse en los rostros de mis inquisidores, y por fin los jefes Historia y Psicópata coincidieron abiertamente en no poder encontrar ningún defecto en mi historia o reacciones y que, por increíble que pareciera, mi historia debía aceptarse como genuina.
Me llevaron de inmediato al Gran Jefe Hart. Era un hombre corpulento con "cara de póquer." Probablemente habría sido el político de éxito incluso en el siglo XX.
Le hicieron un breve resumen de mi historia y un informe de su examen de mí. Él no hizo ningún comentario más que asentir en señal de aceptación. Luego se volvió hacia mí.
"¿Cómo se siente?" preguntó. "¿Te parecemos graciosos?"
"Un poco extraños," admití. "Pero estoy empezando a perder esa sensación de aturdimiento, aunque veo que tengo muchísimo que aprender."
"Quizá nosotros también podamos aprender algunas cosas de ti," dijo. "Así que luchaste en la Primera Guerra Mundial. ¿Sabes? Nos queda muy poco en cuanto a registros de los detalles de esa guerra, es decir, las condiciones precisas en las que se libró y las tácticas empleadas. Olvidamos muchas cosas durante el terror Han, y... bueno, creo que puede que tengas muchas ideas sobre las que valga la pena que piensen nuestros maestros de incursiones. Por cierto, ahora que estás aquí y no puedes volver a tu propio siglo, por así decirlo, ¿qué quieres hacer? Puedes convertirte en uno de nosotros. O tal vez te gustaría quedarte de visita por un tiempo y luego mirar a tu alrededor entre las otras bandas. Tal vez te gustaría más algunas de las otras. No te decidas ahora. Te dejaremos durante un tiempo como un intercambio. Veamos. Tú y Bill Hearn deberíais llevaros bien juntos. Él es el Jefe del campamento Número 34 cuando no está actuando como Jefe Incursión o Jefe Explorador. Hay una vacante en su campamento. Quédate con él y piensa en ello todo el tiempo que quieras. Tan pronto como decidas algo, házmelo saber."
Todos nos dimos la mano, pues esa era una costumbre que no se había extinguido en quinientos años, y partí con Bill Hearn.
Bill, como todos los demás, iba vestido de verde. El era un gran hombre. Es decir, tenía aproximadamente mi altura, metro setenta y cinco. Esto estaba considerablemente por encima del promedio ahora, porque la raza había perdido algo de estatura, al parecer, a través de las vicisitudes de cinco siglos. La mayoría de las mujeres medían un poco menos de metro y medio, y los hombres solo un poco por encima de esta altura.
Durante un período de dos semanas, Bill se limitaría a las tareas del campamento, por lo que yo tendría una buena oportunidad de familiarizarme con la vida comunitaria. No era fácil. Había muchas maravillas que absorber. Yo no dejaba de asombrarme por la extraña combinación de rústica vida social y febril actividad industrial. Al menos, a mí me resultaba extraño,.pues en mi experiencia, el desarrollo industrial significaba ciudades abarrotadas, viviendas, calles pavimentadas, profusión de vehículos, ruido, hombres y mujeres apresurados con rostros tensos o aburridos, vastas estructuras y ornamentadas obras públicas.
Aquí, sin embargo, había una simplicidad rústica, familias y grupos, aparentemente aislados, que vivían en el corazón del bosque con un cuatrocientos metros o más entre hogares, una ausencia total de multitudes, ningún medio de transporte salvo los cinturones llamados saltadores, casi constantemente usados por todo el mundo, y algún que otro cohete utilizado sólo para viajes más largos. Y había plantas o fábricas subterráneas que, en mi opinión, eran más como laboratorios y salas de máquinas; muchas de ellas eran excavaciones tan profundas como minas, con interiores bien acabados, iluminados y cómodos. Estas personas eran adeptas al camuflaje ante la observación aérea. Su actividad no solo habría pasado inadvertida por una aeronave que pasara sobre el centro de la comunidad, sino incluso por un enemigo que pudiera descender hasta el suelo del bosque atravesando la pantalla de ramas superiores. Los campamentos, o estructuras domésticas, eran todos de forma irregular y de colores que se mezclaban con los grandes árboles entre los que se ocultaban.
Había 724 residencias, o "campamentos," entre los Wyoming, ubicadas dentro de un área de unos veinticinco kilómetros cuadrados. La población total era de 8 688, todo hombre, mujer y niño, ya fuese miembro o "intercambio," se incluía en una lista.
Las plantas también estaban muy esparcidas por el territorio. En ningún lugar se permitía nada parecido a la congestión. En la medida de lo posible, se asignaba dependencias a las familias e individuos, no muy lejos de las plantas u oficinas en las que se encontraba su trabajo.
Todos los hombres y mujeres sanos alternaban en períodos de dos semanas entre el servicio militar y el industrial, excepto aquellos necesarios para el trabajo doméstico. Dado que las condiciones de trabajo en las plantas y oficinas eran ideales y, por tanto, todos tenían además mucha actividad saludable al aire libre, la población era robusta y activa. La pereza se consideraba casi el mayor de los delitos sociales. El trabajo arduo y el mérito general se recompensaba de diversas formas, con privilegios adicionales, ascenso a puestos de autoridad y diversos artículos de equipo personal por conveniencia y lujo.
En los momentos de ocio, yo disfrutaba mucho sentándome fuera de la residencia en la que estaba alojado, con Bill Hearn y otros diez hombres, observando a los ocasionales transeúntes mientras que estos, con movimientos pausados pero rápidos, iban y venían por el sendero del bosque levantándose del suelo en largos saltos casi horizontales, balanceándose ocasionalmente de una conveniente rama a otra antes de "deslizarse" hacia el suelo más adelante. El ritmo de viaje normal, donde estos senderos eran lo bastante rectos, era de unos treinta kilómetros por hora. Cosas como los automóviles y los trenes (su recuerdo no tenía más de un mes en mi mente) me parecían inefablemente bobas e inútiles en comparación con la comodidad que ofrecían estos cinturones o saltadores.
Bill sugirió que yo deambulara durante varios días de planta en planta para observar y estudiar lo que pudiera. Toda la comunidad había sido informada de mi llegada, mi calificación como "intercambio" había llegado a todos los edificios y puestos de la comunidad mediante transmisión ultrónica. En todas partes se me recibía con un espíritu interesado y servicial.
Visité las plantas donde se aislaban del éter las vibraciones ultrónicas y se convertían mediante procesos lentos en formas subelectrónicas, electrónicas y atómicas en los dos grandes elementos sintéticos: ultrón e inertrón. Aprendí algo, al menos superficialmente, de los procesos de acción química y mecánica combinada mediante los cuales se producían las diversas formas de tela sintética. Observé la fabricación de las máquinas que se usaban en los solares de construcción para producir las diversas formas de materiales de edificación, pero yo estaba particularmente interesado en las plantas de municiones y los hangares de naves de cohetes.
El ultrón es un sólido, de gran densidad molecular y de moderada elasticidad, que tiene la propiedad de ser cien por ciento conductor de esas pulsaciones conocidas como luz, electricidad y calor. Dado que es completamente permeable a las vibraciones de la luz, es absolutamente invisible y no reflectante. Su respuesta magnética también es casi del cien por ciento, pero no del todo, por tanto, es muy pesado en condiciones normales, pero extremadamente sensible a los rayos repelentes o antigravitatorios como los que usan los Han como "patas" para sus aeronaves.
El inertrón es el segundo gran triunfo de la investigación y experimentación estadounidense con las fuerzas ultrónicas. Fue desarrollado solo unos años antes de mi despertar en la mina abandonada. Es un elemento sintético, construido, mediante de una complicada heterodinación de pulsaciones ultrónicas, a partir de formas subiónicas "infra-equilibradas." Es completamente inerte a las fuerzas eléctricas y magnéticas en todos los órdenes por encima del ultrónico; es decir, lo sub-electrónico, lo electrónico, lo atómico y lo molecular. En consecuencia, tiene una serie de propiedades sorprendentes y valiosas. Una de ellas es la falta total de peso. Otra es la falta total de calor. No tiene ninguna vibración molecular. Refleja el cien por ciento del calor y la luz que inciden sobre él. No es frío al tacto, por supuesto, ya que no absorbe el calor de la mano. Es un sólido, de estructura molecular muy densa a pesar de su falta de peso, de gran resistencia y considerable elasticidad. Es un escudo perfecto contra los rayos desintegradores.
Preparando su pistola de cohetes para un disparo de larga distancia.
Las pistolas de cohetes son artilugios muy simples en lo que respecta al mecanismo de lanzamiento de la bala. Son simples tubos de luz cerrados en la parte trasera y con un pasador accionado por gatillo para perforar la fina piel en la base del cartucho. Esta perforación de la piel inicia la reacción química y atómica. Todo el cartucho sale del tubo por su propia potencia, a una velocidad inicial muy tranquila, lo suficiente para asegurar la precisión del objetivo; por lo que el tubo no tiene que ser de construcción resistente. La bala aumenta de velocidad a medida que avanza. Puede ser sólida o explosiva. Puede explotar al contacto o con el tiempo o con una combinación de ambos.
Bill y yo hablamos principalmente de armas, tácticas militares y estrategia. Por extraño que parezca, él no tenía ni idea de las posibilidades del bombardeo, aunque el tremendo efecto de una "cortina de fuego" con proyectiles tan explosivos como los que usaban estas modernas pistolas de cohetes era obvio para mí. Pero la idea del bombardeo, al parecer, se ha perdido por completo en las guerras aéreas que siguieron a la Primera Guerra Mundial, y en las peculiares tácticas de guerrilla desarrolladas por los estadounidenses en el período posterior a las operaciones desde tierra contra aeronaves Han, y en las guerras de bandas que, hasta hace unas generaciones, yo sabía que habían sido casi continuas.
"Me pregunto," dijo Bill un día, "si no podríamos hacer algún tipo de bombardeo para atacar a los Mala Sangre. El Gran Jefe me dijo hoy que ha estado en comunicación con las otras bandas y que todas están de acuerdo en que Los Mala Sangre bien podrían ser eliminados para siempre. Ese atentado contra la vida de Wilma Deering y su evidente deseo de causar problemas entre las bandas ha conmovido a todas las comunidades al este de los Alleghenies. El Jefe dice que ninguna de las otras bandas objetará si vamos tras ellos. Así que me imagino que pronto lo haremos. Ahora enséñame de nuevo cómo operaste en ese asunto en el bosque de Argonne. Las condiciones deberían ser más o menos las mismas."
Lo repasé con él en detalle y, gradualmente, elaboramos un plan modificado que se adaptaría mejor a nuestras armas más poderosas y al uso de saltadores.
"Esto será fácil," se regocijó Bill. "Me deslizaré abajo y hablaré con el Jefe mañana."
Durante las dos primeras semanas de mi estadía con los Wyoming, Wilma Deering y yo nos vimos mucho. Naturalmente, yo sentía un poco más de amistad por ella, en vista del hecho de que era el primer ser humano que había visto después de despertar de mi largo sueño. Su aprecio por haberle salvado la vida, aunque yo no podría haber actuado de otra manera en ese asunto, y sobre todo mi propio aprecio por que a ella no le hubiera resultado tan difícil creer mi historia como a los demás, operaba en la misma dirección. Fácilmente podía yo imaginar que mi historia debía de haber sonado increíble.
También era bastante natural que ella sintiera un inusual interés por mí. En primer lugar, fui su descubrimiento personal. En el segundo, ella era una chica de mente estudiosa y reflexiva. Nunca se cansaba de mis historias y descripciones del siglo XX.
Los demás miembros de la comunidad, sin embargo, parecían encontrar nuestra amistad un poco divertida. Parecía que Wilma tenía fama de ser fría con el sexo opuesto, por lo que otros, al no ser capaces de apreciar algunas de sus buenas cualidades como yo, malinterpretaban su actitud, para su propio deleite. Wilma y yo, sin embargo, ignorábamos esto tanto como podíamos.
Había una chica en el campamento de Wilma llamada Gerdi Mann, de quien Bill Hearn estaba desesperadamente enamorado, y los cuatro solíamos pasar mucho tiempo juntos. Gerdi era de un tipo distinto. Mientras que Wilma tenía el habitual cabello castaño oscuro y ojos color avellana que marcaban a casi todos los miembros de la comunidad, Gerdi tenía el pelo rojo, ojos azules y piel muy clara. Ella lleva muerta ahora muchos años, pero la recuerdo vívidamente porque era un retroceso en apariencia física a cierto tipo del siglo XX que he encontrado muy raro entre los estadounidenses modernos; también porque los cuatro estuvimos enfrascados un día en una discusión sobre este mismo asunto, cuando yo tuve mi primera experiencia de un ataque aéreo Han.
Estábamos sentados en lo alto de la ladera de una colina que oteaba el valle rebosante de actividad humana, invisible esta bajo su manto de follaje.
Los otros tres; quienes conocían a los irlandeses, aunque de forma vaga e indefinida, como una raza del otro lado del mundo que, como nosotros, había logrado mantener una existencia precaria y fugitiva en rebelión contra la dominación mongola de la tierra; iban escuchando con interés mi teoría de que los antepasados de Gerdi de varios cientos de años atrás debían de ser irlandeses. Le expliqué que Gerdi era del tipo irlandés, evidentemente en retrospectiva, y que su apellido bien podría haber sido McMann, o McMahan, y aún más antiguamente "mac Mathghamhain." También les interesaba mi conjetura de que "Gerdi" era el mismo nombre que el que había sido "Gerty" o "Gertrude" en el siglo XX.
En medio de nuestra discusión, nos sobresaltó un cohete de alarma que estalló alto en el aire, muy al norte, extendiendo una capa de humo rojo que vagaba como una nube. Fue seguido por otros en puntos dispersos en el cielo del norte.
"¡Un ataque Han!" exclamó Bill asombrado. "¡El primero en siete años!"
"Tal vez sea sólo una de sus naves fuera de su curso," aventuré.
"No," dijo Wilma con cierta agitación. "Esos serían cohetes verdes. Rojo significa sólo una cosa, Tony. Están barriendo la zona rural con sus rayos. ¿Puedes ver algo, Bill?"
"Será mejor que busquemos cobertura," dijo Gerdi nerviosa. "Estamos los cuatro apiñados aquí al aire libre. Que sepamos, pueden estar a veinte kilómetros de altura, fuera de la vista, pero mirándonos con un proyector."
Bill había estado barriendo el horizonte apresuradamente con su cristal, pero aparentemente no veía nada.
"Será mejor que nos dispersemos," dijo finalmente. "Son las órdenes, ¿sabéis? ¡Mirad!" Señaló hacia el valle.
Aquí y allá, una diminuta figura humana se disparaba durante un momento por encima del follaje de las copas de los árboles.
"Eso es malo," comentó Wilma mientras contaba los saltadores. "No menos de quince personas visibles, y todas claramente en radio desde un punto central. ¿Es que quieren delatar nuestra ubicación?"
Las órdenes estándar que cubrían los ataques aéreos eran que la población debía dispersarse individualmente. No debería haber agrupaciones, ni siquiera emparejamientos, en vista de la destructividad de los rayos desintegradores. La experiencia de generaciones había demostrado que si se hacía esto y todo el mundo permanecía oculto bajo al abrigo de los árboles, los Han tendrían que barrer kilómetro tras kilómetro de territorio, metro a metro, para atrapar a más de un pequeño porcentaje de la comunidad.
Gerdi, sin embargo, se negaba a abandonar a Bill, y Wilma había desarrollado igual obstinación en no dejar mi lado. Yo no tenía experiencia en esta clase de cosas, explicó ella, ignorando por completo que ella tampoco la tenía. Ella solo había tenido trece o catorce años en el momento del último ataque aéreo.
Sin embargo, como yo no podía discutir con ella, saltamos juntos como medio kilómetro hacia la derecha, mientras Bill y Gerdi desaparecían ladera abajo entre los árboles.
Wilma y yo queríamos un punto de observación desde el cual poder ver el valle y el cielo hacia el norte, y lo encontramos cerca de la cima del risco donde, protegidos de la visibilidad por ramas gruesas, podíamos mirar entre los troncos de los árboles y obtener una buena vista del valle.
No subieron disparados más cohetes. Excepto por algunas de esas nubes rojas de advertencia que flotaban perezosamente en un cielo azul, no había indicios visibles del la la existencia pasada o presente del hombre en ningún lugar del cielo o de la tierra.
Entonces Wilma me agarró del brazo y señaló. Yo lo vi. Lejos en la distancia, con el aspecto de una aeronave dirigible fantasma, con su capa de pintura de baja visibilidad, vi un espectro desnudo.
"Dos mil metros de altura," susurró Wilma agachándose cerca de mí. "Observa."
La nave tenía casi la misma forma que los grandes dirigibles del siglo XX que yo había visto, pero sin la cabina de control suspendida, motores, hélices, timones o planos elevadores. A medida que se acercaba rápidamente, vi que era más ancha y algo más plana de lo que yo había supuesto.
Ahora podía ver los rayos repeledores, que mantenían en alto la nave, como los haces de reflectores débilmente visibles a la luz del día (y aún más débilmente visibles para el ojo humano por la noche). En realidad, yo había sido informado por mis instructores de que había dos rayos. El visible era generado por el aparataje de la nave e iba dirigido hacia el suelo como un haz de impulsos "portadores," y el verdadero rayo repeledor, el complemento del otro en un sentido, era inducido por la acción del "portador" y reaccionaba en una dirección ascendente concentrada desde la masa de la tierra, tornándose sucesivamente electrónico, atómico y finalmente molecular en naturaleza, de acuerdo con varias relaciones de distancia entre la masa terrestre y la fuente "portadora," hasta que, en última instancia, la nave en sí se apoyaba en una apresurada columna de aire ascendente muy similar a como una bola es sostenida continuamente sobre el chorro de una fuente.
El atacante se acercaba a una velocidad increíble. Sus rayos estaban ambos inclinados hacia atrás en un ángulo agudo, de modo que la nave avanzaba con un tremendo impulso.
La nave estaba operando dos rayos desintegradores, aunque solo de manera casual e intermitente. Pero cada vez que estos bajaban destellando con un brillo cegador, bosque, rocas y suelo se derretían instantáneamente hasta la nada allí donde los rayos actuaban sobre ellos.
Cuando más tarde inspeccioné las cicatrices dejadas por estos rayos, las encontré a casi dos metros de profundidad y diez metros de ancho, las superficies expuestas eran de textura similar a la de la lava, pero de un iridiscente tono verdoso claro.
Aunque la nave no hizo un uso sistemático de los rayos hasta llegar a un punto sobre el centro del valle —el centro de las actividades de la comunidad. Allí se detuvo súbitamente disparando sus rayos repeledores bruscamente hacia adelante y volviéndolos gradualmente hacia la vertical, manteniendo la nave flotando e inmóvil. Fue entonces cuando comenzó sistemáticamente la tarea de destrucción.
De un lado a otro viajaban los rayos destructores, arando surcos paralelos de ladera a ladera. Ambos jadeamos consternados, Wilma y yo, mientras una y otra vez lo veíamos arar secciones donde sabíamos que se ubicaban campamentos o plantas.
"Esto es horrible," gimió ella con una aterrorizada pregunta en los ojos. "¿Cómo han podido saber la ubicación tan exactamente, Tony? ¿Lo viste? No mostraron duda. Se detuvieron en un lugar predeterminado... y... y fue exactamente el lugar correcto."
No hablamos de lo que podría suceder si los rayos giraban en nuestra dirección. Ambos lo sabíamos. Simplemente nos desintegraríamos en una fracción de segundo en una mera dispersión de vibraciones electrónicas. Extrañamente, fue esta autosuficiente chica del siglo veinticinco la que se aferró a mí; un relativamente primitivo hombre del siglo XX, menos familiarizado que ella con la idea de esta aterradora posibilidad; en busca de apoyo moral.
Sabíamos que muchos de nuestros compañeros debían de haber sido barridos hacia la absoluta inexistencia ante nuestros ojos en estos pocos momentos. Todo el asunto nos paralizó hasta la inmovilidad física y mental durante no sé cuánto tiempo.
Aunque no pudo haber pasado mucho tiempo, porque los rayos no habían arado a través del valle más de treinta de sus surcos de seis metros o así, cuando yo recuperé el control de mí mismo y trajé a Wilma a sus sentidos zarandeándola bruscamente
"¿Hasta qué distancia dispara esta pistola de cohetes, Wilma?" Pregunté sacando mi pistola.
"Depende de tu cohete, Tony. Se necesitará incluso el cohete de mayor alcance, pero podrías disparar con mayor precisión desde un tubo más largo. Pero ¿por qué? No podrías penetrar el casco de esa nave con la fuerza de un cohete, aunque pudieras alcanzarlo."
Rebusqué torpemente mi bolsa de cohetes, porque estaba emocionado. Tenía una idea que quería probar; una "corazonada," la llamé olvidando que Wilma no podía entender mi antiguo argot. Pero finalmente, con su ayuda, seleccioné de mi bolsa el cohete explosivo de mayor alcance y lo coloqué en mi pistola.
"No llegará hasta dos mil doscientos metros, Tony," objetó Wilma, pero yo apunté con cuidado. Esa era otra idea que tenía en mente. El rayo repeledor de apoyo, me habían dicho, se tornaba de carácter molecular en lo que se llamaba un nivel logarítmico de cinco (por debajo de eso era un "flujo" o pulsación puramente electrónica entre la fuente del "portador" y la masa promedio de la tierra). Por debajo de ese nivel, si podía proyectar mi bala explosiva en esta corriente donde comenzaba a llevar la sustancia material hacia arriba, ¿no podría elevarse el cohete con la columna de aire, ganar velocidad y golpear la nave con suficiente impacto para atravesar el casco? Valía la pena intentarlo de todos modos. Wilma también se emocionó mucho cuando comprendió la naturaleza de mi inspiración.
Febrilmente miré a mi alrededor en busca de alguna formación de ramas sobre las que pudiera apoyar la pistola, porque tenía que apuntar con mucho cuidado. Por fin encontré una. Con paciencia, avisté el casco de la nave muy por encima de nosotros, apuntando al lado más alejado del mismo, en un ángulo tal que, por lo que pude estimar, haría que la trayectoria de mi bala atravesara el rayo repeledor delantero. Por fin, las miras se movieron sobre el punto que yo buscaba y pulsé el botón suavemente.
Durante un momento ambos miramos sin aliento.
De pronto, la nave se inclinó hacia abajo, como sobre un pivote, y se balanceó como un péndulo. Wilma gritó de emoción.
"¡Oh, Tony, le has dado! ¡Le has dado! Hazlo de nuevo; ¡Derríbala!"
Solo teníamos otro cohete de alcance extremo entre los dos, y se nos cayó al suelo tres veces en nuestra emoción de insertarlo en mi arma. Luego, obligándome a mantener la calma por pura fuerza de voluntad, mientras Wilma se metía el puño en la boca para evitar chillar, volví a apuntar con cuidado por la mira y disparé. En un instante, Wilma había captado la esperanza de que este descubrimiento mío pudiera conducir al fin de la dominación Han.
El tiempo transcurrido del invisible vuelo del cohete pareció una eternidad.
Entonces vimos caer la nave. Parecía zambullirse perezosamente, pero en realidad caía con una terrorífica aceleración, girando de un extremo a otro sus rayos desintegradores fuera de control, describiendo vastos y locos arcos y una vez trazando un corte a través del bosque a menos de sesenta metros de donde nos encontrábamos.
El choque con el que la pesada nave golpeó el suelo reverberó desde las colinas —el momentum de dieciocho o veinte mil toneladas en una caída libre de dos mil doscientos metros. Una masa de metal destrozada se enterró en el suelo con justicia poética, en medio del campo de destrucción humeante y semifundido que la nave había estado arando tan deliberadamente.
El silencio, la vacuidad del paisaje era agobiante mientras se morían los últimos ecos.
Luego, muy ladera abajo, una única figura saltó exultante por encima de la pantalla de follaje. Y a lo lejos otra, y otra.
En un momento, el cielo fue perforado por cohetes de señales. Una tras otra, las pequeñas bocanadas rojas se convirtieron en nubes a la deriva.
"¡Dispersión! ¡Dispersión!" exclamó Wilma. "En media hora habrá aquí toda una flota Han procedente de Nu-yok y otra de Bah-flo. Registrarán esto nstantáneamente en sus grabadores y localizadores. Harán estallar todo el valle y el país en kilómetros a la redonda. Ven, Tony. No hay tiempo para que se movilice la banda. Mira las señales. Tenemos que saltar. ¡Oh,qué orgullosa estoy de ti!
Sobre el risco fuimos, a grandes saltos hacia el este, hacia el país de los Delaware.
De vez en cuando, los cohetes de señales volaban por el cielo. La mayoría de ellos eran las "advertencias rojas," las señales de "dispersión," pero ciertos otros Wilma los identificó como cohetes de Wyoming, dedujo que quienquiera que estuviera al mando (no sabíamos si el Jefe estaba vivo o no) estaba ordenando una incursión definitiva hacia el sur, por lo que ambos cambiamos nuestro rumbo.
Pensé que era una gran lástima que el clan no hubiera equipado a todos sus miembros con ultrófonos, pero Wilma me explicó que aún no se habían construido suficientes para su distribución, aunque se había contemplado la distribución general en el plazo de un par de de meses.
Viajamos lejos antes de que el anochecer nos alcanzara, tratando sólo de poner la mayor distancia posible entre nosotros y el valle.
Cuando el polvo acumulado hizo que saltar fuera demasiado peligroso, buscamos un lugar cómodo bajo los árboles y consumimos parte de nuestras raciones de emergencia. Esa era la primera vez que yo las probaba —una altamente nutritiva sustancia sintética llamada "concentro," que era, sin embargo, un poco amarga y desagradable. Pero como solo se necesitaba un bocado o así, eso no importaba.
Ninguno de los dos tenía capa, pero ambos estábamos completamente cansados y felices, así que nos acurrucamos juntos para calentarnos. Recuerdo que Wilma hizo un somnoliento comentario sobre nuestro emparejamiento mientras se acurrucaba, como si el asunto estuviera todo resuelto, y recuerdo mi sorpresa por mi propia aceptación instantánea de la idea, pues no había pensado conscientemente en ella de esa manera antes. Pero ambos nos quedamos dormidos de inmediato.
Por la mañana encontramos poco tiempo para hacer el amor. El problema práctico al que nos enfrentábamos era demasiado grande. Wilma sentía que el plan de Wyoming debía ser reunirse en el territorio de Susquanna, pero tenía sus dudas sobre la sabiduría de este plan. En mi júbilo por mi éxito al derribar la nave Han; y por mi recién descubierto interés en mi encantadora compañera, quien era, desde mi punto de vista de otro siglo, a la vez más altamente civilizada y aún así más primitiva que yo; había olvidado el siniestro hecho de que la nave Han que yo había destruido debía haber sabido la ubicación exacta de las Obras de los Wyoming.
Esto significaba, para la mente lógica de Wilma, que los Han habían perfeccionado nuevos instrumentos aún desconocidos para nosotros, o que en algún lugar entre los Wyoming o alguna otra banda cercana, había traidores tan degradados como para cometer ese impensable acto de tráfico de información con los Han. En cualquier contingencia, argumentó ella, proseguirían otras incursiones Han, y dado que los Susquanna tenían una organización altamente desarrollada y plantas más productivas de lo habitual, se podía esperar que la próxima incursión los atacara a ellos.
Pero, en todo caso, era evidente que era asunto nuestro ponernos en contacto con los demás fugitivos lo antes posible, por lo que, a pesar de los músculos doloridos por los saltos excesivos del día anterior, continuamos nuestro camino.
Habíamos viajado solo un par de horas cuando vimos un cohete multicolor en el cielo, a unos dieciséis kilómetros delante de nosotros.
"Gira a la izquierda, Tony," dijo Wilma. "Y escucha el silbido."
"¿Por qué?" Le pregunté.
"¿No te han dicho el código del cohete aún?" respondió. "Eso es lo que significa el verde seguido de amarillo y morado: concentrarse ocho kilómetros al este de la posición del cohete. Ya sabes que la posición del cohete en sí misma podría atraer un juego de rayos desintegradores."
No nos tomó mucho tiempo llegar a la vecindad de la reunión indicada, aunque ahora viajábamos debajo de los árboles con un salto ocasional a una rama superior para ver si había más humo de cohete flotando hacia arriba. Y pronto escuchamos un silbido distante.
Encontramos ya allí a la mitad de la Banda, en un lugar donde los árboles se encontraban muy por encima de un pequeño arroyo. Gran Jefe y los Jefes Incursión estaban ocupados reorganizando los remanentes.
Informamos al Jefe Hart de inmediato. Él quedó en silencio, pero interesado, mientras escuchaba nuestra historia.
"Vosotros dos pegaos cerca de mí," dijo y añadió con gravedad: "Vuelvo de inmediato al valle con cien hombres escogidos y os voy a necesitar."
Quince minutos después, estábamos en camino. Se sacrificaba una cierta cantidad de precaución en aras de la velocidad, y los hombres saltaban por encima del bosque o sobre espacios abiertos de tierra, pero la concentración estaba prohibida. El Gran Jefe nombró el lugar en la ladera como el punto de reunión.
"Tendremos que arriesgarnos a que nos vean, siempre y cuando no nos agrupemos," declaró, "al menos hasta ocho kilómetros del lugar de reunión. A partir de entonces quiero que todos los hombres desaparezcan de la vista y viajen a cubierto. Y mantened los ultrófonos abiertos y sintonizados en diez, cuatro, siete, seis."
Wilma y yo habíamos recibido nuestra equipación de batalla del Jefe Equipo. Esta consistía en una pistola larga, una pistola de mano con una caja especial de munición construida con inertrón, que hacía que la carga pesara unos pocos gramos, y una espada corta. Este equipo lo amarramos sobre los hombros del otro, por encima de nuestros cinturones de salto. Además, cada uno de nosotros recibió un ultrófono y una ligera manta de inertrón enrollada en un cilindro de unos quince centímetros de largo por cinco o seis de diámetro. Esta tela era extremadamente fina y ligera, pero tenía una calidez considerable debido a la mezcla de inertrón en su composición.
"Esto parece todo un negocio," me comentó Wilma con ojos brillantes. (Y yo podría mencionar algo curioso aquí. La palabra «negocio» había sobrevivido del vocabulario estadounidense del siglo XX, pero no con ningún significado de «industria» o «comercio», ya que tales cosas, que eran puramente actividades comunitarias, se denominaban « trabajo» y «limpieza». Negocio significaba simplemente combatir, y eso era todo).
"¿Trajisteis todo este equipo del valle?" Le pregunté al Jefe Equipo.
"No," dijo. "No hubo tiempo para recoger nada. Todo esto lo limpiamos de Susquannas hace unas horas. Yo sstaba con el Jefe camino abajo y él me hizo saltar por delante y arreglarlo. Pero vosotros dos deberíais moveros. Él os está haciendo señas ahora."
Hart estaba a punto de llamarnos a nuestros teléfonos cuando alzamos la vista. En cuanto lo hicimos, él se alejó de un salto, saludándonos para que lo siguiéramos de cerca.
Él era un hombre poderoso, y se lanzaba hacia adelante con saltos largos, rápidos y bajos sobre las orillas del arroyo, el cual seguía un curso bastante recto en este punto. Aunque, al extendernos, Wilma y yo fuimos capaces de alcanzarlo.
A medida que sincronizábamos gradualmente nuestros saltos con los suyos, él nos delineaba su plan de acción entre los gruñidos que acompañaban cada salto.
"Tenemos que iniciar el gran negocio —unh— tarde o temprano," dijo. "Y si —unh— los Han han encontrado alguna forma de localizar nuestras posiciones —unh— es hora de empezar ahora, aunque el Consejo de Jefes —unh— tenía la intención de esperar unos años hasta que se hubieran construido suficientes cohetes. Pero no importa cuál sea el sacrificio —unh— no podemos permitirnos que nos pongan en fuga —unh. Prepararemos una trampa para los demonios amarillos en el —unh— valle si regresan en busca de la nave estrellada —unh, y si no lo hacen, iremos disparando cohetes en busca de algunas de sus naves de línea —unh— en el curso de Nu-yok, Clee-lan, Si-ka-ga. Podemos usar —unh— esa idea vuestra de disparar a los rayos repeledores. Quiero que nos hagáis una demostración."
Con una advertencia adicional de seguirlo de cerca, él aceleró el paso y Wilma y yo tuvimos que esforzarnos al máximo para seguir el ritmo. Era solo al ascender las pendientes que mis músculos más duros sobrepasaban la mayor habilidad del Jefe, y fui capaz de marcarle el ritmo, tanto a él como a Wilma.
Dormimos con mayor comodidad esa noche, bajo nuestras mantas de inertrón, y partimos al amanecer saltando cautelosamente hacia la cima del risco que oteaba el valle que Wilma y yo habíamos abandonado.
El Jefe escaneó el cielo con su ultroscopio, dedicándose unos quince pacientes minutos a la tarea, y luego puso su teléfono en uso, llamando a filas y dando a los hombres sus instrucciones.
Su primera orden fue que todos colocáramos nuestros discos de oreja y pecho en posición permanente.
Estos ultrófonos eran bastante diferentes a los que había usado la exploradora compañera de Wilma el día que yo la había salvado del feroz ataque de la Banda de bandidos. Aquel había estado contenido por entero en un pequeño estuche de bolsillo. Estos, con los que ahora íbamos equipados, consistían en un par de discos auditivos, cada uno de los cuales era un receptor independiente y autónomo. Estaban dentro de unos bolsillitos por encima de nuestras orejas en los cascos de tela que llevábamos, y excluían virtualmente todos los sonidos extraños. Los discos del pecho eran similares conjuntos de envío autónomos, sujetos al pecho unos centímetros por debajo del cuello y activados por las vibraciones de las cuerdas vocales a través de los tejidos corporales. El alcance total de estos conjuntos era de unos veintiocho kilómetros. La recepción era notablemente clara, bastante libre de la estática que tanto marcaba las radios del siglo XX, y de una fuerza en proporción directa a la distancia del hablante.
El conjunto del Jefe tenía triple potencia, por lo que sus órdenes interrumpían toda conversación local, la cual se permitía con gran restricción y solo con el propósito de mantener contactos.
Me maravillé de la eficacia de este moderno método de comunicación de batalla en contraste con los torpes dispositivos de señalización de tiempos más antiguos; y también de otros contrastes militares en los que los métodos de los siglos XX y veinticinco eran opuestos en eficiencia. Estos estadounidenses modernos, por ejemplo, sabían poco de la lucha cuerpo a cuerpo y naturalmente nada de la guerra de trinchera. De los bombardeos eran bastante ignorantes, aunque poseían armas de un poder tremendo. Y hasta mi reciente destello de inspiración, al parecer ninguno de ellos había pensado jamás en el plan de disparar un cohete contra un rayo repeledor y dejar que el rayo mismo lanzara el proyectil hacia la parte más vital de la nave Han.
Hart ubicaba pacientemente a sus hombres, primero daba sus instrucciones a los maestros de campamento y luego permanecía en silencio mientras estos ubicaban a los individuos.
Al final, el centenar de hombres se extendían en círculo por el valle, sobre las laderas y cimas, cada uno en una posición desde la que tenía una buena vista de los restos de la nave Han, pero ni un solo hombre había aparecido a la vista, que yo pudiera ver, en todo el proceso.
El Jefe me explicó que su idea era que él, Wilma y yo deberíamos investigar el accidente. Si las naves Han aparecían en el cielo, saltaríamos hacia las laderas.
Yo le sugerí que ubicaran a los hombres apuntando con las armas largas a un círculo imaginario que rodeara los restos de la nave. Él se ocupó de esto después de que los tres bajaaramos saltando hasta la nave Han, sirviendo él como blanco mientras llamaba a los hombres individualmente para que apuntaran sus armas y las fijaran en posición.
Mientras tanto, Wilma y yo subimos entre los escombros, pero no encontramos mucho. Prácticamente todos los instrumentos y maquinaria se habían retorcido y habían perdido toda forma reconocible, o habían sido totalmente destruidos por los rayos desintegradores de la nave, que aparentemente habían seguido operando en medio de sus restos deformados durante algunos momentos después del choque.
Era un trabajo desagradable registrar los cuerpos destrozados de la tripulación. Pero tenía que hacerse. Observé que la ropa Han era bastante diferente a la de los estadounidenses y, en muchos aspectos, más parecida a la vestimenta a la que yo me había acostumbrado en la temprana parte de mi vida. Estaba confeccionada con tejidos sintéticos como sedas, pantalones holgados y cómodos hasta la rodilla y camisas sin mangas.
Wilma me explicó que no se necesitaba protección, excepto la de las corrientes de aire, porque las ciudades Han estaban completamente cerradas, con espléndidos arreglos de ventilación y calefacción. Estos arreglos, por supuesto, eran igualmente adecuados en sus aeronaves. A los Han, de hecho, les disgustaba bastante la luz del día sin sombra, ya que sus aparatos de iluminación difundían una cantidad controlada de rayos violetas, haciendo que la inalterada luz del sol fuese innecesaria para la salud e indeseable para la comodidad. Dado que los Han no sabían el secreto del inertrón, ninguno de ellos usaba cinturones antigravedad. A pesar de tener que soportar todo su peso en todo momento, eran físicamente muy inferiores a los estadounidenses, pues vivían vidas de inercia física degenerativa. Tenían maquinaria de todas las descripciones para la realización de todo el trabajo y medios de transporte convenientes para cualquier movimiento de más de unos pocos pasos.
Incluso a partir de los retorcidos restos de esta nave, pude ver que los asientos, sillas y sofás jugaban un papel extremadamente importante en su esquema de existencia.
Pero ninguno de los cuerpos tenía sobrepeso. Parecían cuerpos de hombres en buen estado de salud, pero muscularmente muy subdesarrollados. Wilma me explicó que habían dominado la ciencia del control de las glándulas y, por supuesto, la dietética, hasta el punto en que los hombres y mujeres entre ellos alcanzaban con frecuencia la edad de cien años con las arterias y la salud general en espléndidas condiciones.
No tuve tiempo de estudiar la nave y su contenido con tanto cuidado como me hubiera gustado. El tiempo apremiaba y lo nuestro era descubrir alguna pista de la precisión mortal con la que la nave había detectado Obras Wyoming.
El Jefe apenas había terminado sus preparativos para el bombardeo en anillo cuando uno de los exploradores, sobre una eminencia al norte, anunció la aproximación de siete naves Han desplegadas en un gran semicírculo.
Hart saltó en busca de la laderas, llamándonos para que hiciéramos lo mismo, pero Wilma y yo habíamos levantado las solapas de nuestros cascos y apagado nuestros "altavoces" para conversar entre nosotros, y cuando descubrimos lo que había sucedido, los naves eran claramente visibles, tan rápido se estaban acercando.
"¡Saltad!" escuchamos la orden del Jefe, "Deering al norte. Rogers al este."
Pero Wilma me miró significativamente y señaló donde las placas retorcidas de la nave, que salían proyectadas desde el suelo, ofrecían un refugio.
"Demasiado tarde, Jefe," dijo ella. "Nos verían. Además, creo que hay algo aquí que deberíamos examinar. Probablemente sea su gráfico magnético."
"Estáis firmando vuestra sentencia de muerte," advirtió Hart.
"Nos arriesgaremos," dijimos Wilma y yo juntos.
"Bien por vosotros," respondió el Jefe. "Toma el mando entonces, Rogers, por el momento. ¿Todos reconocéis su voz, chicos?"
Un coro de asentimientos sonó en nuestros oídos y yo comencé a pensar rápido mientras la chica y yo nos metíamos en la retorcida masa de metal.
"Wilma, busca esa grabación," le dije sabiendo que, por el simple proceso de hablar, podría mantener a todo el comando continuamente informado sobre la situación. "En las laderas, mantened las armas apuntadas en los círculos y esperad. En las cimas de las colinas, ¿cuántos estáis ahí? Nombraos en rotación desde Bald Knob hacia el este, norte, oeste."
Por turnos, los hombres pronunciaron sus nombres. Había veinte de ellos.
Los asigné por su nombre para cubrir las distintas naves Han, numerando las naves de izquierda a derecha.
"Apuntad los cohetes a sus rayos repeledores aproximadamente a las tres cuartas partes del camino verrical entre las naves y el suelo. La puntería es más importante que la elevación. Seguid continuamente esos rayos con la mira. Disparad cuando yo os diga, no antes. Deering tiene la grabación. Los Han probablemente no nos han visto, o al menos piensan que solo somos dos en el valle, pues que se están posando sin abrir desintegradores. ¿Alguna opinión?"
Los discos de mis oídos permanecieron en silencio.
"Deering y yo permanecemos aquí hasta que aterricen y desembarquen. Esperad y manteneos alerta."
Rápida y fácilmente, la mayor de las naves Han se posó en la tierra. Tres naves exploraban rápidamente hacia el sur, elevándose a un nivel superior. Las otras flotaban inmóviles a unos trescientos metros por encima.
Espiando a través de una pequeña fisura entre dos placas, vi que el enorme casco de la nave se detenía por completo en la línea de nuestro posible bombardeo circular. Se abrió ruidosamente una puerta a medio metro del suelo y, uno por uno, emergió la tripulación.
"Están saliendo de la nave." Hablé en voz baja, tapándome la boca con la mano por miedo a que me oyeran. "Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve. Eso parece todo. ¿Quién sabe cuántos hombres lleva normalmente una nave como esta?"
"Unos diez si no hay pasajeros," respondió uno de mis hombres, probablemente uno en la ladera.
"¿Cómo están armados?" Pregunté.
"Sólo cuchillos," llegó la respuesta. "Nunca permiten rayos de mano en las naves. Temen accidentes. Tienen una sentencia contra eso."
"Entonces dejadnos estos a nosotros," dije, porque tenía en mente un plan formado apresuradamente. "Vosotros en las laderas, atacad las naves de arriba. Abandonas el objetivo del anillo. Dividios para apuntar a esos rayos repeledores. Vosotros en las cimas de las colinas, todos apuntad a los repeledores de las naves al sur. Disparad a mi orden, pero no antes."
"Wilma, gatea hacia tu izquierda, donde puedas dar un salto directo hacia la puerta en esa nave. Estos hombres están caminando en grupo alrededor de los restos. Cuando estén en el lado opuesto, daré la orden y tú saltarás hacia esa puerta de un salto. Yo te seguiré. Tal vez no nos vean. Superaremos al guardia que esté dentro, pero no dispares. Es posible que escapemos sin ser vistos ni por esta tripulación ni por las naves de arriba. Ellos no pueden ver bajo los restos."
Era tan fácil que parecía demasiado fácil para ser cierto. Los Han que había salido de la nave rodeaban perezosamente los restos de la nave, hablando en tonos guturales, muy interesados en el accidente, pero sin sospechar nada.
Por fin pasaron al otro lado. En un momento estarían abriéndose camino al interior de los restos.
"¡Wilma, salta!" Casi susurré la orden.
La distancia entre el escondite de Wilma y la puerta lateral de la nave Han no superaba los cuatro metros y medio. Ella ya estaba agachada con los pies apoyados en una viga de metal. Tomando el impulso de ese maravilloso cinturón de inertrón en sus cálculos, se lanzó de cabeza, como un proyectil verde, a través de la puerta. Yo la seguí en una fracción de segundo, más torpemente pero no menos rápido, lastimándome el hombro dolorosamente al rebotar con el borde de la abertura y caía chocando con la chica inconsciente —pues, evidentemente, ella se había golpeado la cabeza al estrellarse con el separador interno de la nave.
Habíamos hecho algo de ruido dentro de la nave. Unos pasos se estaban aproximando por una pasarela bien iluminada.
"¿Alguna señal de que nos hayan visto?" Pregunté a mis hombres en las laderas.
"Aún no," oí responder al Jefe. "Las naves en el aire siguen en posición. No han irrumpido rayos. Los hombres en tierra siguen absortos en los restos de la nave. La mayoría de ellos ha entrado a gatas en los restos hasta desaparecer de la vista.
"Bien," dije rápidamente. "Deering se ha golpeado la cabeza. Está inconsciente. Se aproxima uno o más miembros de la tripulación. Aún no nos han descubierto. Yo me ocuparé de ellos. Esperad un poco más, pero estad preparados."
Creo que mis últimas palabras debió de haberlas oído el hombre que se aproximaba, pues se detuvo de repente.
Yo me agaché hacia el otro lado del compartimiento, inmóvil. No iba a sacar la espada si solo había uno de ellos. Él sería un debilucho, pensé, y fácilmente lo superaría con mis propias manos.
Aparentemente tranquilizado por la ausencia de más ruido, un hombre rodeó una especie de mamparo y yo salté.
Balanceé las piernas delante de mí mientras lo hacía, lo pillé de pleno en el estómago y lo dejé inconsciente en el acto.
Corrí a lo largo de la pasarela de la quilla en busca de la sala de control. La encontré al fondo en el morro de la nave. Y estaba desierta. ¿Qué podía yo hacer para interferir los controles de las naves y que no quedara registrado en los instrumentos de grabación de las otras naves? Miré la masa de controles. Palancas y ruedas a espuertas. En el centro del compartimiento, encima de un montaje de junta universal masivamente reforzado, estaba lo que tomé por el generador repeledor. Un dial en este brillaba y un leve zumbido salía del interior de su caja metálica protectora. Pero yo no tenía tiempo de estudiarlo.
Por encima de todo, temía que existiera algún aparato telefónico automático en la sala por el que me pudieran oír en las otras naves. El riesgo de intentar interferir los controles era demasiado grande. Abandoné la idea y me retiré suavemente. Tendría que arriesgarme a que no hubiera ningún otro miembro de la tripulación a bordo.
Regresé corriendo al compartimiento de entrada. Wilma aún estaba donde se había desplomado. Escuché voces Han acercándose. Era el momento de actuar. Los segundos siguientes dirían si las naves en el aire iban a intentar o eran capaces de derretirnos hasta la nada..
Hablé: "¿Chicos, estáis todos preparados?" Pregunté arrastrándome hacia una posición frente a la puerta y sacando la pistola.
De nuevo hubo un coro de asentimientos.
"Entonces, a la cuenta de tres, disparad a esos rayos repeledores, a todos ellos, y por amor de Dios, no falléis." Y conté.
Creo que el «tres» me salió un poco flojo. Sé que necesité todo el coraje que tenía para pronunciarlo.
Durante un angustioso instante nada pasó, excepto que el grupo de aterrizaje de la nave entró en mi campo de visión.
Luego, sobresaltados, giraron los ojos hacia arriba. Por un instante quedaron paralizados de horror ante lo que vieron.
Uno me arrojó el cuchillo. Me rozó la mejilla. Luego, un par de ellos irrumpió hacia la puerta. El resto los siguió, pero yo disparé a quemarropa con la pistola, pulsando el botón lo más rápido que pude y apuntando a sus pies para asegurarme de que mis cohetes explosivos hicieran contacto y su trabajo.
Las detonaciones de mis cohetes fueron ensordecedoras. El lugar donde estaban los Han destelló con un resplandor cegador. Después no había nada allí excepto sus cuerpos destrozados y mutilados. Habían estado bastante agrupados y yo los había alcanzado a todos.
Corrí hacia la puerta esperando en cualquier instante ser lanzado a la infinidad por el barrido de un rayo desintegrador.
A un quinto de kilómetro de distancia vi una de las naves estrellarse con la tierra. Un rayo desintegrador entró en mi línea de visión, vaciló incierto durante un momento y comenzó a barrer directamente hacia la nave en la que me encontraba. Pero no lo alcanzó. De pronto, como una luz que se apaga, se disparó hacia un lado y un momento después otro vasto casco se estrelló con la tierra. Yo miré afuera antes de salir al terreno.
Las únicas naves Han en el cielo eran dos de los exploradores al sur que se suspendían perpendicularmente y estaban flaqueando lentamente hacia abajo. Las otras debían de haberse estrellado mientras yo estaba ensordecido por el sonido de la explosión de mis propios cohetes.
Alguien alcanzó el otro rayo repeledor de una de las dos naves restantes y esta se perdió de vista al otro lado de la cima de una colina. La otra, más alejada, descendía en diagonal con su rayo desintegrador recorriendo con saña el suelo debajo.
Grité con júbilo y alivio.
"¡Recupere el mando, Jefe!" Grité.
Sus órdenes, envíar saltadores en persecución de la nave que descendía, sonaron en mis oídos, pero no les presté atención. Salté de nuevo al compartimiento de la nave Han y me arrodillé junto a mi Wilma. El acolchado de su casco había absorbido gran parte del golpe, pensé yo, de lo contrario podría haberse fracturado el cráneo.
"¡Oh, mi cabeza!" gruñó ella al volver en sí mientras la levantaba suavemente entre mis brazos y salía con ella a terreno abierto. "Debemos de haber ganado, querido mío, ¿verdad?"
"Ciertamente lo hicimos," le aseguré. "Todos menos una se estrellaron y esa se está desplazando hacia el sur. Hemos capturado intacta esta en la que estamos. Solo había un miembro de la tripulación a bordo cuando nos zambullimos dentro."
Menos de una hora después, el Gran Jefe ordenó al equipo que sintonizara los ultrófonos en tres,veintitrés para captar una transmisión traducida de la oficina de inteligencia Han en Nu-yok desde la estación de Susquanna. La transmisión tenía la forma de una advertencia pública y una noticia, y decía como sigue:
«Esta es la Oficina de Inteligencia Pública, Nu-yok, transmitiendo advertencias a los navegantes de naves privadas y noticias de interés público. El escuadrón de siete naves que partió de Nu-yok esta mañana para investigar la reciente destrucción de GK-984 en el Valle Wyoming ha sido destruida por una serie de misteriosas explosiones similares a las que destrozaron GK-984.»
«Los teléfonos, las placas de visualización y todos los demás dispositivos de señalización de cinco de las siete naves dejaron de funcionar repentinamente casi en el mismo momento, alrededor de las siete, cuatro, nueve. [2] Tras violentas perturbaciones, los buscadores de ubicación dejaron de funcionar. Los registros de electroactividad aplicados al territorio del Valle Wyoming permanecen inactivos.»
«La Oficina de Inteligencia no tiene indicios del tipo de desastre que se apoderó del escuadrón, excepto ciertas evidencias de fenómenos explosivos similares a los del caso de GK-984, que quedó inactiva recientemente mientras recorría el valle en sistemático esfuerzo por acabar con las obras y campamentos de los miembros tribales. La Oficina considera como obvia la deducción de que los miembros tribales han desarrollado una técnica nueva, aún no determinada, de ataque a las aeronaves, y ha recomendado a los Nacidos del Cielo que entreguen autoridad inmediata e ilimitada a la División de Inteligencia de Navegación para hacer una investigación de esta técnica y desarrollar una defensa contra ella.»
«Mientras tanto, la Oficina insta a los navegantes privados a evitar este territorio en particular, y en general insta a que se ciñan cuanto sea posible a las rutas oficiales interurbanas que ahora están siendo patrulladas por toda la fuerza de la Oficina Militar, la cual transita las rutas hasta un generoso ancho de dieciséis kilómetros. La Oficina Militar informa que en la actualidad no está considerando tomar represalias contra los miembros tribales. Con la División de Inteligencia de Navegación, la Oficina sostiene que a menos que se desarrollen más pruebas de la naturaleza del desastre en un futuro próximo, el interés público estará mejor servido, y a un menor coste de vidas, por una investigación científica que por los intentos de represalia, los cuales pueden traer la destrucción a todas las naves que participen en la misma. Así, a menos que se desarrollen más pruebas o que los Nacidos del Cielo ordenen lo contrario, las Fuerzas Armadas mantendrán una política defensiva.»
«Insinuaciones no oficiales desde Lo-Tan están por hacer efecto que el Consejo del Cielo tenga el asunto bajo consideración.»
«La Oficina de Inteligencia de Navegación permite la transmisión de la siguiente condensación de sus observaciones detalladas:»
«El escuadrón se dirigió a una posición sobre el Valle Wyoming donde se sabía que estaba el desastre de GK-984, según el registro de su buscador de ubicación antes de que quedara inactiva. Allí, la transmisión del proyectoscopio de fondo de todas las naves registró el desastre de GK-984. Las vistas del teleproyectoscopio de los restos de la nave y la cuenca del valle no mostraron evidencia de la presencia de miembros tribales. Ni los registros de naves ni los registros de la base mostraron ningún indicio de electroactividad excepto del propio escuadrón. Por orden del Comandante del Escuadrón de Base, LD-248, LK-745 y LG-25 exploraron hacia el sur a 1000 metros. GK-43, GK-981 y GK-220 se situaron hasta 825 metros, y GK-18 aterrizó para permitir la inspección personal de los restos de la nave por el comité científico. El grupo desembarcó dejando un hombre a bordo en la cabina de control. Este hombre ajustó todos los proyectoscopios en enfoque universal, excepto el RB-3 [3] con lo que siguió al grupo de aterrizaje mientras este caminaba alrededor de los restos.»
«El primer fenómeno anormal registrado por uno de los instrumentos en la Base fue el que se transmitió automáticamente desde el proyectoscopio RB-4 de GK-18 cuando el grupo desapareció de la vista en la parte trasera de los restos de la nave. Se registró dos misiles verdes de forma aproximadamente cilíndrica proyectados desde los restos en el compartimento de aterrizaje de la nave. A tan corta distancia, estos no estaban claramente definidos debido al enfoque universal en el que estaba colocado el proyectoscopio. El capitán de la base de GK-18 ordenó de inmediato al hombre en la sala de control que investigara, y lo vio salir de la sala de control en cumplimiento de esta orden. Un instante después, sonidos confusos llegaron al electrófono de la sala de control, como los que podría hacer un hombre al caer pesadamente, así como los pasos que se acercaban a la sala de una figura entrando y saliendo apresuradamente de la sala de control. El Capitán de la Base ahora cree, y las imágenes fijas del registro fotográfico respaldan su creencia, que la figura no era el miembro de la tripulación que había quedado en la sala de control. Antes de qus el Capitán de la Base pudiera hablar con él, este salió de la habitación sin dar ninguna respuesta a la señal de atención que el Capitán destellaba por todo la nave.»
«En este punto, el projectoscopio RB-3 de la nave ahora fuera de control, mostró vagamente al grupo de aterrizaje caminando de regreso hacia la nave. RB-4 mostró esto más claramente. Luego, en ambos instrumentos, se vio una serie de cegadores explosivos en rápida sucesión y las trasmisiones de electrófono registraron terribles conmociones; el aparato electrónico de la nave y el aparato de proyectoscopios quedaron inactivos.»
«Los informes de los Observadores y Ejecutivos de la Base de las otras naves, respaldados por los fotorregistros, muestran que las explosiones tuvieron lugar en medio del grupo de desembarco en su regreso, evidentemente inadvertido, a la nave. Luego, en rápida sucesión, indican que terribles explosiones ocurrieron, dentro y fuera de las tres naves que permanecían encima, cerca de los generadores de rayos rep, y todas las señales de estas naves quedaron inactivas.»
«De las tres naves que exploraban al sur, LD-248 sufrió idéntico destino en el mismo momento. Sus registros aportan poco al conocimiento del desastre. Pero con LK-745 y LG-25 fue diferente.»
«Los instrumentos de transmisión de LK-745 indicaron la destrucción por una explosión del generador trasero de rayos dep, y que la nave se hundió por la popa durante un breve espacio, balanceándose como un péndulo. Las placas de visión e indicadores delanteros no dejaron de funcionar, pero sus registros son caóticos, excepto por un proyectoscopio inmóvil que muestra la cuenca del valle y a GK-981 cayendo, pero no hay evidencia visible de miembros tribales. La placa de visualización de la sala de control también tiene una caótica grabación de la tripulación de la nave tropezando y cayendo hacia el muro trasero. Luego explotó el generador delantero de rayos rep y todas las señales quedaron incativas.»
«El destino de LG-25 fue algo similar, excepto que esta nave flotaba con el morro hacia abajo y se desplazaba con el viento hacia el sur mientras descendía lentamente fuera de control.»
«Como su sala de control estaba hecha añicos, se excluyó el informe verbal de su Capitán de Acción. El registro de la placa de visión trasera interior muestra a los miembros de la tripulación subiendo hacia el generador trasero de rayos rep en un intento de establecer el control manual del mismo y aumentar la elevación. Las transmisiones del proyectoscopio, balanceándose en amplios arcos, registraban poco de valor excepto en los extremos de sus oscilaciones. En una de estas, desde una máquina ajustada en enfoque telescópico, se muestra varias vistas de gran valor para representar las caídas de las otras naves, y todos los registros del proyectoscopio trasero permiten la reconstrucción en detalle del péndulo y los movimientos de torsión de la nave, y su hundimiento hacia la tierra. Pero ninguna de las vistas que muestran el bosque debajo contiene ninguna indicación de la presencia de miembros tribales. La explosión final puso esta nave fuera de servicio a una altura de 300 metros y en un punto seis kilómetros y medio al sureste del centro del valle.»
El mensaje terminó con una repetición de la advertencia a otros aviadores para que evitaran el valle.
Después de recibir este informe y las garantías de apoyo de los Grandes Jefes de las bandas vecinas, Hart determinó restablecer la comunidad del Valle Wyoming.
Un cuidadoso estudio del territorio mostró que sólo las secciones y laderas del norte habían sido "rayadas" por la primera nave Han.
La planta de tejidos sintéticos había sido destruida parcialmente, aunque el rayo desintegrador no había alcanzado los niveles subterráneos más bajos. La pantalla del bosque sobre esta, no obstante, había sido aniquilada y se determinó abandonarla después de sacar toda la maquinaria utilizable y las pruebas de los procesos que pudieran ser de interés para los científicos Han, en caso de que regresaran al valle en el futuro.
La planta de municiones y la planta de cohetes, que acababan de empezar la operación en el momento del ataque, estaban intactas, al igual que las otras plantas importantes.
Hart trajo a los Jefes Campamento de Obras Susquanna y estableció nuevas ubicaciones de campamento, dispersándolos más hacia el sur y evitando el terreno que había sido chamuscado por los rayos y las ubicaciones inmediatas de los restos de naves Han.
Durante este período, se mantuvo un estricto control sobre los mensajes Han, ya que la planta telefónica había sido una de las primeras en entrar en operación, y cuando se hizo evidente que los Han no tenían la intención de tomar represalias inmediatas, todos los miembros de la comunidad fueron convocados y se reanudó la vida normal.
Wilma y yo nos habíamos casado el día después de la destrucción de los naves, y pasamos este período intermedio en una deliciosa luna de miel, acampando en lo alto de las montañas. A nuestro regreso, teníamos un campamento propio, por supuesto. Fuimos asignados a la ubicación 1017 y, como era de esperar, tuvimos una buena serie de bromas sobre quién de nosotros era Jefe Campamento. El título quedó a mi nombre en los registros del Gran Jefe, y en los de Grandes Jefes Campamento, por supuesto, pero Wilma sostuvo con aire despreocupado que esto no significaba nada en absoluto —y en general lograba que yo lo admitiera cuando ella quería.
Ahora me había convertido en un miembro de pleno derecho de la Banda, porque había elegido no buscar en otra parte una alianza permanente, por mucho que me hubiera gustado familiarizarme con esta vida del siglo 25 en otras partes del país. Los Wyoming tenían una moral alta y habían prosperado bajo el gobierno de Gran Jefe Hart durante muchos años. Pero descubrí que muchas de las bandas estaban mal organizadas, carecían de manos fuertes de autoridad y estaban plagadas de intrigas. En general, pensé que sería prudente quedarme con un grupo que ya había demostrado su simpatía y en el que yo parecía tener perspectivas de avance. En estas condiciones sociales y económicas modernas, el tipo de libertad individual al que yo estaba acostumbrado en el siglo XX era imposible. Intentar evitar las alianzas habría sido tan insignificante en cada fase de la relación humana como lo hubiera sido políticamente para cualquier hombre del siglo XX que no se alineara con ningún partido político.
Toda esta vida moderna, me parecía a juzgar por mi antiguo punto de vista, estaba organizada a lo largo de lo que yo llamé líneas "políticas." Y en este sentido, me divertía notar cuán universal se había vuelto el uso de la palabra "jefe." El líder, la persona al mando o la autoridad sobre cualquier cosa, era un "jefe." Había tan poca formalidad en sus relaciones con sus seguidores como la había en el caso del jefe político del siglo XX, y también el mismo alto respeto que le tenían sus seguidores, así como la misma alta consideración por parte de él por los intereses de estos. Él era igual autócrata y dependía igual de la popularidad general de sus acciones para poder mantener su autocracia.
El subjefe que no podía ganarse la lealtad de sus seguidores era depuesto muy rápidamente, ya fuese por ellos o por sus superiores, como el antiguo líder de sector electoral del siglo XX que perdía el control de sus votos.
Tal y como la sociedad estaba organizaba en el siglo XX, no creo que el sistema pudiera haber funcionado en nada salvo en la política. Me estremezco al pensar qué hubiera pasado si se hubiera intentado manejar así al A. E. F. durante la Primera Guerra Mundial, en lugar de por esa rígida disciplina militar y la completa asunción del individuo como un mero engranaje estandarizado en la máquina.
Pero debido a los siglos de desesperado sufrimiento que el pueblo había soportado a manos de los Han, se había desarrollado un espíritu de autosacrificio y consideración por el bien común que hacía que el esquema fuera aplicable y eficiente en todas las formas de cooperación humana.
Aunque yo siento un poco de herejía sobre todo esto. Mis asociados consideran la idea con tanto horror como muchas personas dignas del siglo XX con respecto a cualquier sugerencia herética de que el esquema de gobierno original, según había sido establecido en la Primera Constitución, no se aplicaba tan bien a las condiciones del siglo XX como a las de principios del siglo XIX.
En años posteriores, sentí que había un cierto ablandamiento de la fibra moral entre la gente, ya que los Han por fin habían sido destruidos junto a todas sus obras y los estadounidenses habían desarrollado una nueva economía de lujo. He visto señales del despertar de la codicia, del egoísmo. El ciclo eterno parece estar funcionando. Me temo que lentamente, aunque seguramente, la riqueza privada está reapareciendo, se están desarrollando códigos de inflexibilidad; a los que seguirá la corrupción, la degradación y, finalmente, algún evento cataclísmico pondrá fin a esta era y marcará el comienzo de una nueva.
Todo esto, sin embargo, se aleja mucho de mi historia, que se refiere a nuestras primeras batallas contra los Han y no a nuestros más modernos problemas de autocontrol.
Nuestra victoria sobre las siete naves Han había incendiado el país. El secreto había sido cuidadosamente comunicado a las otras bandas y el país estaba ansioso de un confín al otro. Había una febril actividad en las plantas de municiones y la caza de naves Han descarriadas se convirtió en un deporte entusiasta. Los resultados fueron desastrosos para nuestros hereditarios enemigos.
Desde la costa del Pacífico llegó el informe de un gran transpacífico, de 75.000 toneladas de "sustentación," que fue traído a la tierra desde una posición de invisibilidad por encima de las nubes. Una docena de Sacramentos había captado los borrosos contornos de sus rayos repeledores acercándose a ellos, de frente, en el crepúsculo, como fantasmales pilares alzándose hacia el cielo. Le habían disparado cohetes a discreción, pues habrían tenido dificultades para alcanzarlo si se hubiera movido en ángulo recto con respecto a su posición. Tenían un rayo repeledor. El otro no era lo bastante fuerte para mantenerlo en el aire. La nave flotó hacia la tierra con el morro hacia abajo y; como estaba desarmada y sin blindaje, no tuvieron dificultad en hacerla pedazos a disparos y masacrar a su tripulación y pasajeros. Esto me pareció una barbarie; pero, claro, yo no tenía siglos de amarga persecución en la sangre.
Desde las Playas de Jersey recibimos noticias de la destrucción de un crucero Nu-yok-A-lan-a. Los francotiradores de Arena, prácticamente invisibles con sus ropas color arena y medio enterrados a lo largo de las playas, estuvieron al acecho durante días, arriesgando ser alcanzados por los rayos a lo largo de la ruta, y finalmente registrando cuatro impactos en una semana. Los Han interrumpieron su servicio a lo largo de esta ruta y, como prueba de que estaban muy conmocionados por nuestro éxito, no enviaron asaltantes a las Playas.
Unas semanas después, Gran Jefe Hart envió a buscarme.
"Tony," dijo, "hay dos cosas de las que quiero hablarte. Una de ellas se convertirá en dominio público en unos días, creo. No vamos a atacar más naves Han disparando sus rayos repeledores a menos que usemos cohetes mucho más grandes. Ahora se han vuelto sabios. Están poniendo armaduras de gran espesor en los cascos de las naves bajo las máquinas de rayos repeledores. Cerca de Bah-flo esta mañana, un grupo de Eries disparó a una sin éxito. Las explosiones tambalearon la nave, pero no penetraron. Por lo que podemos deducir de sus informes, sus laboratorios han desarrollado una nueva aleación de gran resistencia a la tracción y elasticidad que, sin embargo, deja pasar los rayos repeledores como un tamiz. Nuestros informes indican que Los cohetes de los Eries rebotaron inofensivamente. Casi todo el grupo fue aniquilado cuando los rayos entraron en acción sobre ellos."
"Esto va a significar un verdadero negocio para todas las bandas en poco tiempo. Los Grandes Jefes acaban de celebrar por ultrófono un consejo nacional. Se decidió que Estados Unidos debe organizarse a nivel nacional. El primer paso es desarrollar por Zonas una organización seccional. Me nombraron a mí Superjefe de la Zona del Atlántico Medio."
"Ahora estamos en ello. Los Han seguramente lanzarán expediciones de represalia. Si queremos salvar la raza, debemos mantenerlos alejados de nuestros campamentos y plantas. Estoy pensando en desarrollar una fuerza de campo permanente en la línea de los ejércitos regulares del siglo XX de las que me hablaste. Su negocio será doble: llevar la guerra a los Han, tanto como sea posible, y servir como señuelo para mantener su atención fuera de nuestras plantas. Voy a a necesitar tu ayuda en esto."
"La otro de lo que quería hablarte es esto: por increíble e imposible que parezca, hay un grupo o tal vez toda una banda, en algún lugar entre nosotros, que nos está traicionando a los Han. Puede que sean los Mala Sangre o puede ser una de esas bandas que viven cerca de una de las ciudades Han. ¿Sabes?, hace ciento quince o ciento veinte años hubo algunos de los antepasados de estas personas que se degradaron al aparearse con los Han, a veces aunquerviéndoles como esclavos, en los días anteriores llevaron hasta la perfección toda su maquinaria de servicio."
"Hay una banda así, llamada Nagras, cerca de Bah-flo, y otra en Medio-Jersey que los hombres llaman Piney. Pero yo no sospecho mucho de los Piney. Hay poca inteligencia entre ellos. No tendrían información que dar a los Han, ni serían capaces de impartirla. Son unos absolutos salvajes."
"¿Qué evidencia hay de que alguien haya estado filtrando información a los Han?" Pregunté yo.
"Bueno," respondió, "en primer lugar, hubo una incursión contra nosotros. Esa primera nave Han conocía exactamente la ubicación de nuestras plantas. Recuerda que flotó directamente hasta su posición sobre el valle y comenzó una transmisión sistemática. Es obvio que los Han han descubierto que estamos captando sus ondas electrófonas, pues han vuelto a su antiguo, aunque extremadamente preciso, sistema de control direccional. Pero llevamos en escucha desde la última semana mediante la instalación de unidades automáticas de retransmisión. Así es cómo llamaban los estadounidenses a esas franjas de tierra directamente debajo de las rutas regulares de las naves Han, quienes, como medida de precaución, las atacaban con frecuencia con sus rayos para impedir el crecimiento de follaje que pudiera dar cobijo a la estadounidenses. Pero los Han han estado atacando esos caminos con tanta fuerza que parece que incluso tuvieran información de esta estrategia. Y además, han estado usando código. Por último, hemos captado tres de sus mensajes en los que discuten, con cierto nerviosismo, la existencia de nuestro «misterioso ultrófono»."
"Pero ¿es que aún no tienen conocimiento de la naturaleza y control de la actividad ultrónica?" Pregunté.
"No," dijo pensativo el Gran Jefe, "no parecen tener ni una mínina información al respecto."
"Entonces está bastante claro," aventuré, "que quienquiera que nos «filtre» a ellos lo está haciendo poco a poco. Esto parece un trueque ocasional, en lugar de una alianza absoluta. Están guardándose tanta información como sea posible para futuros trueques, tal vez."
"Sí," dijo Hart, "y no es información lo que los Han están dando a cambio, sino alguna forma de bienes o privilegios. El truco sería localizar los bienes. Supongo que tendré que hacer un viaje personal entre los Grandes Jefes."
Esta conversación me dejó pensando. Toda la intercomunicación de los electrófonos Han había sido un registro abierto para los estadounidenses durante muchos años, y los Han lo estaban descubriendo ahora. Durante siglos no nos habían considerado una amenaza. Indiscutiblemente nunca se les había ocurrido ocultar sus propios registros. En algún lugar de Nu-yok o Bah-flo, o posiblemente en el mismo Lo-Tan, el registro de esta traicionera transacción se archivaría más o menos abiertamente. ¡Si pudiéramos conseguirlo! Me pregunté si no sería posible una incursión.
Bill Hearn y yo lo hablamos con nuestro Jefe de asuntos Han y con sus expertos. Siguieron varios días de investigación en los que se escanearon y analizaron los registros Han de toda la década. Al final, seleccionaron una gran cantidad de detalles y los encajaron en una imagen muy definida tanto de la gran oficina central de archivos Han en Nu-yok; donde se guardaba toda la masa de registros oficiales, constantemente disponibles para proyectarlos instantáneamente a cualquiera de las oficinas de la ciudad; como del sistema mediante el cual se archivaba la información.
El intento comenzó a parecer factible, aunque Hart rechazó instantáneamente la idea cuando se la presenté por primera vez. Era impensable, dijo. Puro suicidio. Pero al final lo convencí.
"Necesitaré a Blash," dije, "quien está completamente familiarizado con el sistema de bibliotecas Han. A Bert Gaunt, quien durante años se ha especializado en sus oficinas militares. Bill Barker, el especialista en rayos, y necesitaré al mejor piloto de deslizadores que tengamos." Los deslizadores son naves de uno o dos hombres desarrolladas por los estadounidenses, con "lomos" de inertrón (durante la guerra pintados de verde para la invisibilidad sobre los verdes bosques de abajo) y "panzas" de ultrón claro.
"Ese es Mort Gibbons," dijo Hart. "Solo nos quedan tres deslizadores, Tony, pero arriesgaré uno de ellos si tú y los demás arriesgáis voluntariamente vuestra existencia. Pero cuidado, no voy a instar ni a ordenar que vayáis ninguno de vosotros. Pasa el aviso a todos los Jefes Planta para que te brinden todo lo que necesites en forma de equipo."
Cuando le hablé a Wilma sobre el plan, esperaba que ella presentara violentas objeciones y lágrimas, pero no lo hizo. Ella estaba hecha de un material mucho más duro que las mujeres del siglo XX. No es que no pudiera llorar tan copiosamente o ser tan caprichosa en ocasiones; pero ella no iba a llorar por esas mismas razones.
Simplemente me dirigió una mirada insondable, en la que parecía haber un poco de orgullo, y me preguntó ansiosa por los detalles. Confieso que me decepcionó un poco que ella pudiera arriesgarse a perderme con tanta valentía, aunque me asombró su entereza. Pero más tarde aprendería lo poco que la conocía entonces.
Estábamos listos para salir al amanecer de la mañana siguiente. Yo le había dado a Wilma en nuestro campamento un beso de despedida, y después de una conferencia final sobre nuestros planes, embarcamos en nuestra nave y nos deslizamos suavemente sobre las copas de los árboles en un rumbo que, después de cruzar tres rutas de las naves Han, nos llevaría sobre el Atlántico, frente a la costa de Jersey, desde donde llegaríamos a Nu-yok desde el océano.
Dos veces tuvimos que bajar el morro y yacer inmóviles en el suelo cerca de una ruta mientras pasaban las naves Han. Fueron esos momentos tensos. Si el lomo verde de nuestra nave hubiera sido avistado, habríamos sido desintegrados en un segundo. Pero no fue así.
Una vez sobre el agua, sin embargo, subimos en una gran espiral, de dieciséis kilómetros de diámetro, hasta que nuestro altímetro registró dieciséis kilómetros. Aquí Gibbons apagó el motor cohético y planeamos muy por encima del nivel de los transatlánticos, cuyo rumbo estaba bien al norte de nosotros de todos modos, y esperamos el anochecer.
Entonces Gibbons se apartó de su control el tiempo suficiente para sonreírme.
"Tengo una sorpresa para ti, Tony," dijo retirando la tapa de lo que yo había supuesto que era una gran caja de suministros. Y con un suspiro de alivio, Wilma salió del contenedor.
"Si vas a «ir a cero» (una expresión común en esos días para «ser aniquilado por el rayo desintegrador»), no creerás que voy a dejarte ir solo, ¿verdad, Tony? No podía creer lo que oí anoche cuando hablaste de irte sin mí, hasta que me di cuenta de que aún estás quinientos años atrasado en muchos aspectos. ¿No sabes, corazón míio, que me ofreciste el mayor insulto que un marido podría decirle a su esposa? No lo sabías, por supuesto."
Los demás, al parecer, habían estado todos al tanto del secreto, y ahora bromeaban sin piedad, excepto que los ojos de Wilma brillaban peligrosamente.
Al caer la noche, maniobramos hasta una posición justo sobre la ciudad. Esto tomó algo de tiempo y cálculos por parte de Bill Barker, quien me explicó que tenía que determinar nuestro punto mediante orientación ultrónica. El más mínimo recurso a un instrumento electrónico, temía yo, podría ser detectado por los localizadores de nuestros enemigos. De hecho, no nos atrevimos a llevar nuestro deslizador a menos de ocho kilómetros por miedo a que su capacidad pudiera reflejarse en sus instrumentos.
Aunque al final logró orientarse por encima de la torre central de la ciudad.
"Si mis cálculos fallan por tres metros de distancia," comentó con confianza, "me comeré la torre. Ahora el resto depende de ti, Mort. A ver qué puedes hacer para mantenerla firme. No, aquí, mira este indicador, el rayo rojo, no el verde. Mira, si lo mantienes exactamente centrado en la aguja, todo va bien. El ancho del rayo representa seis metros. La plataforma de la torre tiene veinte metros cuadrados, de modo que hemos conseguido un buen margen con el que trabajar."
Durante varios momentos vimos como Gibbons se inclinaba sobre sus palancas, ajustándolas constantemente con hábiles toques de sus dedos. Después de un poco de vacilación, el rayo permaneció centrado en la aguja.
"Ahora," dije, "bajemos."
Abrí la trampilla y miré hacia abajo, pero volví a cerrarla rápido al sentir el aire salir de la nave como un torrente hacia la enrarecida atmósfera. Gibbons gritó una protesta desde su tablero de instrumentos.
"Lo olvidé," murmuré. "Tonto de mi parte. Por supuesto, tendremos que salir del compartimiento."
El compartimento al que me refería era similar a los de algunos de los submarinos del siglo XX. Todos entramos en este. Apenas había espacio para estar de pie hombro con hombro. Con algunas dificultades, nos pusimos los cascos de aire especiales y ajustamos la presión. A nuestra señal, Gibbons purgó el aire del compartimiento bombeándolo hacia el cuerpo de la nave y, cuando la pequeña luz de señal parpadeó, Wilma abrió la compuerta.
Colocando el carrete de alambre de ultrón, trepé y comencé a deslizarme suavemente hacia abajo.
Todos teníamos puestos los cinturones, por supuesto, ajustados a un equilibrio de peso de unos pocos gramos. Y el carrete de alambre de ultrón de cinco kilómetros, que iba a ser nuestra guía, era de gran delicadeza, aunque creo que este habría podido levantar el peso de nosotros cinco, así de fuerte y resistente era este metal invisible. Como precaución adicional, dado que el cable era del metal más puro y, por tanto, totalmente invisible incluso a la luz del día, todos teníamos los cinturones enganchados a pequeños anillos que resbalaban por el cable.
Yo bajaba con el extremo del cable. Wilma me seguía a unos metros por encima de mí, luego Barker, Gaunt y Blash. Gibbons, por supuesto, se quedó atrás para mantener el barco en posición y controlar la respuesta de la línea. Todos teníamos los ultrófonos colocados dentro de los cascos de aire, por lo que podíamos conversar entre nosotros y con Gibbons. Pero por sugerencia de Wilma, aunque nos hubiera gustado dejar que Gran Jefe escuchara, los mantuvimos ajustados en operación de corto alcance por temor a que los que habían estado filtrando información a los Han, y contra quienes estábamos en misión de infiltración en busca de pruebas, también pudieran captar nuestra conversación. No teníamos miedo de que los Han nos oyeran. De hecho, teníamos la ventaja adicional de que, incluso después de aterrizar, podíamos conversar libremente sin peligro de que escucharan nuestras voces a través de nuestros cascos de aire.
Durante un tiempo no pude ver nada más abajo que la oscuridad total. Entonces noté, tanto por la sensación del aire como por cualquier otra cosa, que nos estábamos hundiendo en una capa de nubes. Atravesamos otras dos capas de nubes antes de poder ver algo.
Entonces apareció bajo mi mirada, a unos dos kilómetros más abajo, una de las vistas más hermosas que he visto en mi vida: el suave, pero brillante, resplandor de la gran ciudad Han de Nu-yok. Cada metro de sus miembros estructurales parecía brillar con una maravillosa incandescencia, torre apilada sobre torre, y todo construido sobre la vasta masa base de la ciudad, que según me habían dicho, se alzaba hacia arriba desde la superficie de los ríos hasta una altura de 728 niveles.
La ciudad, noté con cierta sorpresa, no cubría nada parecido a la misma área que la Nueva York del siglo XX. De hecho, ocupaba solo la mitad inferior de la isla de Manhattan, con una sección a caballo entre el East River y extendiéndose lo suficiente sobre lo que una vez había sido Brooklyn, para proporcionar atracaderos para los grandes aerocruceros transatlánticos y otras aeronaves.
Directamente bajo mir pies había una manchita oscura. Parecía el único lugar en toda la ciudad que no estaba inflamada de resplandor. Esta era la torre central, en cuyos pisos superiores se encontraba la vasta biblioteca de archivos de registro y la planta principal de proyectoscopios.
"Puedes disparar el cable ahora," ultrofoné a Gibbons, y solté el mango de peso. Este cayó en picado y nosotros lo seguimos a una velocidad considerable, pero frenando con manos enguantadas nuestro descenso lo bastante para ver si el mango, en el que brillaba una luz tenue como señal para nosotros, podía ser observado por cualquier guardia Han o merodeador nocturno. Aparentemente no fue así, y volvimos a descender con velocidad acelerada.
Aterrizamos sin ningún contratiempo en el tejado de la torre y, por fortuna para nuestro plan, en la oscuridad. Como no había nada en el tejado que hubiera valido la pena iluminar, o desde el cual hubiera necesidad de observarlo, los Han se habían olvidado de iluminar el tejado de la torre, o incluso de ocuparlo. Esta había sido la razón por la cual habíamos seleccionado el tejado como nuestro lugar de aterrizaje.
En cuanto Gibbons oyó nuestro aviso, apagó la luz del mango, y el mango, así como el cable, se volvieron totalmente invisibles. Al oír nuestra ultrofónico aviso, él lo volvería a encender.
"Nada de juego de armas ahora," advertí. "Solo espadas, y solo si es absolutamente necesario."
Apretados y pisando tan suavemente como solo podían hacerlo las personas con cinturones de inertrón, nos abrimos paso con cautela a través de una puerta y bajamos por un plano inclinado hasta el piso de abajo, donde Gaunt y Blash nos aseguraron que estaban ubicadas las oficinas militares.
Dos veces Barker nos advirtió que nos detuviéramos cuando estábamos a punto de pasar frente a unas "ventanas" espejadas en la pared del pasillo y, aplanándonos sobre el suelo, pasamos a gatas.
"Projectoscopios," dijo Barker. "Probablemente sólo en registro automático a esta hora de la noche. Aún así, no queremos dejar ningún registro para que lo estudien después de habernos ido."
"¿Has estado aquí antes?" Le pregunté.
"No," respondió, "pero no llevo estudiando las comunicaciones de sus electrófonos durante siete años sin ser capaz de reconocer estas máquinas cuando me cruzo con ellas."
Hasta ahora no habíamos puesto un ojo a un Han. La torre parecía desierta. Blash y Gaunt, sin embargo, me aseguraron que habría al menos un hombre de "servicio" en las oficinas militares, aunque probablemente estaría durmiendo, y dos o tres en la biblioteca propiamente dicha y en la planta de proyectoscopios.
"Tenemos que ponerlos fuera de servicio," dije. "¿Has traído los botes de droga, Wilma?"
"Sí," dijo, "dos para cada uno. Toma," y las distribuyó.
Ahora estábamos dos niveles por debajo del tejado y en el punto en el que debíamos separarnos.
Yo no quería perder a Wilma de mi vista, pero era necesario. De acuerdo con nuestro plan, Barker debía dirigirse a la planta de proyectoscopios, Blash y yo a la biblioteca, y Wilma y Gaunt a la oficina militar.
Blash y yo atravesamos un largo pasillo y nos detuvimos en la gran entrada arqueada de la biblioteca. Nos asomamos con cautela. Sentados frente a tres grandes centralitas estaban los operarios de la biblioteca. De vez en cuando, uno de ellos movía perezosamente una palanca o pulsaba adormilado un botón, mientras lucecitas numeradas parpadeaban y se apagaban. Estas respondían a las llamadas de registros de los electrógrafos y placas de visualización sobre todo tipo de temas de todas las secciones de la ciudad.
Avisé a mis compañeros de la situación. "Mejor esperar un poco," agregó Blash. "Las llamadas disminuirán en breve."
Wilma informó que un oficial en la oficina militar estaba profundamente dormido.
"Dale el bote entonces," le dije.
Barker no iba a hacer más que vigilar en la planta de proyectoscopios, y unos momentos después él informó de que estaba bien escondido, con una espléndida vista de la planta.
"Creo que podemos arriesgarnos ahora," me dijo Blash, y ante mi asentimiento, abrió la tapa de su bote de droga. Por supuesto, los humos no nos afectaban a nosotros, con los cascos puestos. Eran absolutamente inodoros e incoloros, y en unos segundos los bibliotecarios quedaron inconscientes. Nosotros pasamos a la habitación.
Se llevó a cabo una considerable observación cautelosa y experimentación por parte de Gaunt, quien trabajaba en la oficina militar, y Blash en la biblioteca; mientras que Wilma y yo, con las espadas desenvainadas y los micrófonos perfectamente sintonizados, montábamos guardia y patrullábamos ocasionalmente los pasillos cercanos.
"Oigo que algo se acerca," dijo Wilma después de un rato, con emoción en su voz. "Es un sonido blando y deslizante."
"Eso es un ascensor en alguna parte," interrumpió Barker desde la planta de proyectoscopios. "¿Puedes localizarlo? Yo no lo oigo."
"Está en mi dirección este," respondió ella.
"Y a mi oeste," dije yo al captar débilmente el sonido. "Está entre nosotros, Wilma, y más cerca de ti que de mí. Ten cuidado. ¿Tenéis alguna información ya, Blash y Gaunt?"
"Estamos en ello," respondió uno de ellos. "Danos dos minutos más."
"Seguid con ello entonces," le dije. "Nosotros vigilaremos."
El sonido suave y deslizante cesó.
"Creo que lo tengo muy cerca," casi susurró Wilma. "Acércate, Tony. Tengo la impresión de que va a pasar algo. Nunca había visto que mis nervios se tensaran así sin una razón."
Con cierta alarma, me lancé por el pasillo en un gran salto hacia la intersección desde donde sabía que podía verla.
En medio de mi salto, mi ultrófono registró su grito de alarma. Al instante siguiente, me detuve en la intersección para ver a Wilma retrocediendo hacia la puerta de la oficina militar, con su espada roja de sangre y una forma inerte en el piso del pasillo. Otros dos Han estaban dando vueltas a ambos lados de ella, con cuchillos de aspecto peligroso, mientras que un tercero, evidentemente un alto oficial a juzgar por el resplandor de su atuendo, tiraba desesperadamente para sacar un instrumento electrófono de un bolsillo abultado. Si él daba la alarma, no habría forma de saber qué podría pasarnos.
Yo estaba como poco a veinte metros de distancia, pero me agaché y salté con toda la fuerza de mis piernas. Sería más correcto decir que me zambullí, pues me acerqué a un paisano de frente, sin intentar meter las piernas debajo de mí.
Algún instinto debió de advertirle, porque se volvió de pronto cuando me precipité cerca de él. Pero para ese momento yo ya me había hundido cerca del suelo y me había puesto rígido, no fuese que una rodilla o un pie arrastrados pudieran impedir que lo alcanzara. Llevé mi espada hacia arriba y hacia él. Fue un corte brutal que lo dejó abierto, dividiéndolo en dos desde la ingle hasta la barbilla, y su cadáver cayó sobre mí, mientras yo resbalaba hasta una enredada parada.
Los otros dos se sobresaltaron y giraron. Wilma saltó hacia uno y lo atacó con un corte lateral. Yo alzaba la vista en este instante y el aturdido miedo en el rostro del hombre por la longitud de tal salto se registró vívidamente. Los Han no sabían nada de nuestros cinturones de inertrón, y estos saltos y zambullidas nuestros los llenaban de terror.
Cuando me puse de pie lleno de sangre, Wilma saltó de nuevo, con un equilibrio y una velocidad que yo encontré tiempo para admirar incluso en esta crisis. Esta vez ella se zambulló de cabeza como yo lo había hecho y, con una estocada bellamente ejecutada, atravesó la garganta del último Han.
Incierta, se puso de pie, tambaleándose extrañamente, y luego se tumbó suavemente boca abajo en el pasillo. Se había desmayado.
En esta coyuntura, Blash y Gaunt informaron con júbilo que tenían el registro que queríamos.
"¡De vuelta al tejado, todos!" Ordené mientras tomaba a Wilma en mis brazos. Con su cinturón de inertrón era tan liviana como una pluma.
Gaunt se unió a mí de inmediato desde la oficina militar y nos encontramos con Blash, quien nos esperaba en la intersección del pasillo. Barker, sin embargo, no estaba presente.
"¿Dónde estás, Barker?" Llame.
"Seguid adelante," respondió él. "Estaré con vosotros en el tejado de inmediato."
Salimos a la intemperie sin más contratiempos y le dije a Gibbons en la nave que encendiera el mango en el extremo del cable ultrón. Este destelló apagadamente a unos metros de nosotros. Yo no podía entender cómo había maniobrado él la nave para mantener nuestro extremo del cable en posición sin que se balanceara en un tremendo arco. Si la noche no hubiera sido inusualmente tranquila, yo no habría podido controlar los pendulares movimientos iniciales. Tal como estaba, había una corriente de aire considerable en algunos de los niveles y también en diferentes direcciones. Pero Gibbons era un experto de rara habilidad y sensibilidad en el manejo de la cohética y se las arreglaba, con ayuda de sus delicados instrumentos, para sentir las derivas casi antes de que afectaran el fino alambre de ultrón y neutralizarlas con pequeños cambios en la posición de la nave.
Blash y Gaunt abrocharon sus anillas al cable y yo enganché la mía y también la de Wilma. Pero al mirar a mi alrededor, descubrí que aún faltaba Barker.
"¡Barker, ven!" Llamé. "Estamos esperando."
"¡Ya voy!" respondió, y de hecho, en ese instante, su figura apareció por la rampa. Se reía mientras sujetaba su anilla al alambre y dijo algo sobre una sorpresita que les había dejado a los Han.
"No jales el cable más de unas decenas de metros," le dije a Gibbons. "Llevará demasiado tiempo enrollarlo. Subiremos flotando y, cuando estemos a bordo, podemos dejarlo caer."
Para subir flotando tuvimos que prescindir de un par de kilos de peso cada uno. Tiramos las espadas y nos quitamos los zapatos mientras Gibbons jalaba un poco la línea, y luego, soltando el cable, comenzó a zumbar hacia arriba en nuestros anillas con creciente velocidad.
La ráfaga de aire hizo que Wilma se recuperara y le expliqué apresuradamente que habíamos tenido éxito. Alejándonos mucho de abajo ahora, pude ver nuestro mango débilmente brillante balanceándose de un lado a otro en un arco cada vez más amplio mientras cruzaba y recruzaba el negro cuadrado del tejado de la torre. Como precaución adicional, ordené a Gibbons que apagara la luz y que encendiera una de la panza de la nave, porque ahora nuestra velocidad era tan grande que comencé a temer que tendríamos dificultades para controlarnos. Estábamos cayendo hacia arriba con una aceleración tremenda.
Afortunadamente, teníamos varios minutos para resolver esta dificultad que ninguno de nosotros, por extraño que parezca, había previsto. Fue Gibbons quien encontró la respuesta.
"Os irá bien si todos agarráis el cable con fuerza cuando os avise," dijo. "Primero comenzaré a enrollarlo a toda velocidad. No sentiréis mucho más que un tirón, y luego disminuiré su velocidad gradualmente, y su peso os detendrá. ¿Estáis listos? Uno, dos... ¡Tres!"
Todos nos agarramos con fuerza con nuestras manos enguantadas cuando él dio el aviso. Sin embargo, debíamos de haber estado subiendo un poco más rápido de lo que él imaginaba, ya que esto hizo que nuestros brazos se torcieran considerablemente y la maniobra provocara un mareante movimiento de péndulo.
Durante un rato, lo único que pudimos hacer fue girar allí en un arco que podría haber tenido doscientos metros de ancho, a unos cinco kilómetros por encima de la ciudad, y aún a más de un kilómetro de nuestra nave.
Gibbons tomó hábilmente la holgura mientras nuestro impulso subía la línea. Luego, por fin, volvimos a tener el control de nosotros mismos y continuamos nuestro viaje ascendente, controlando un poco la velocidad con los guantes.
No hubo ninguno de nosotros que no diera un gran suspiro de alivio cuando trepamos a salvo por la escotilla de vuelta a la nave, soltamos la línea de ultrón y cerramos la compuerta de golpe.
Sin darnos cuenta de que teníamos una experiencia aún más terrible que superar, discutimos la información que Blash y Gaunt habían extraído de los registros Han y la conveniencia de ultrofonar a Hart de inmediato.
Los traidores eran, al parecer, los Sinsings, una degenerada banda estadounidense ubicada a unos pocos kilómetros al norte de Nu-yok en las boscosas orillas del Hudson. Habían intercambiado fragmentos de información con los Han a cambio de varias máquinas de rayos repeledores viejas y el privilegio de sintonizar la transmisión de energía electrónica Han para su funcionamiento, siempre que sus naves accedieran a someterse a las órdenes de la oficina de tráfico Han mientras estuvieran en el aire.
El resto quiso ultrófonoar las noticias de inmediato, pues siempre existía el peligro de que nunca volviéramos a la banda.
Yo objeté, sin embargo. Era probable que los Sining captaran nuestro mensaje. Aunque usáramos el proyector direccional, era posible que tuvieran exploradores hacia el oeste y el sur en los grandes tramos del país entre bandas. Huirían a Nu-yok y escaparían del castigo que merecían. Parecía de vital importancia que no lo hicieran, tanto como ejemplo para otros grupos débiles entre las bandas estadounidenses, así como para prevenir una crisis en la que pudieran filtrar más información vital al enemigo.
"Mar adentro de nuevo," le ordené a Gibbons. "Será menos probable que nos busquen en esa dirección."
"Tranquilo, Jefe, tranquilo," respondió él. "Espera hasta que nos elevemos otro par de kilómetros. Deben haber descubierto evidencias de nuestra incursión a estas alturas, y su muro de rayos desintegadores puede entrar en operación en cualquier momento."
Incluso mientras él hablaba, la nave se tambaleó hacia abajo y hacia un lado.
"¡Ahí está!" gritó Gibbons. "Agarraos todos. ¡Vamos de morro hacia arriba!" Y abrió de par en par el control del motor cohético.
Mirando por una de las ventanas traseras pude ver un luminoso anillo nebuloso y, por todos lados, la atmósfera adquirió una leve iridiscencia.
Estábamos casi cerca del alcance destructivo de la pared de rayos desintegradores, un cilindro hueco de aniquilación disparado hacia arriba desde un sólido anillo de generadores que rodeaba la ciudad. Ese era el principal sistema de defensa Han, que nunca se había utilizado excepto en pruebas periódicas. Puede o no que hubieran sospechado que un cohete estadounidense estaba dentro del cilindro, probablemente habían encendido sus generadores más como medida de precaución para evitar que cualquiera tomara una posición por encima de la ciudad.
Pero incluso con nuestra gran altura actual, corríamos un gran peligro. Era una cuestión de cuánto podrían dañarnos los mismos rayos, ya que su alcance efectivo no era mucho más de diez u once kilómetros. El mayor peligro residía en la terrible ráfaga de aire descendente dentro del cilindro que reemplazaba el que estaba siendo vaporizado en la nada por la continua acción de los desintegradores. El aire caía en el cilindro con la fuerza de un vendaval. También subía hacia la pared desde el exterior con una fuerza tremenda, pero naturalmente, el efecto se intensificaba en el interior.
Nuestra nave vibraba y temblaba. Solo teníamos una oportunidad de escapar: abrirnos camino muy por encima de la corriente. Bajar planeando con esta significaba, en última instancia e inevitablemente, ser absorbidos por el muro de destrucción en algún nivel inferior.
Pero muy gradual y bruscamente, nuestro movimiento ascendente, como mostraban los indicadores, comenzó a aumentar y, después de una hora de desesperada lucha, nos liberamos de la vorágine y entramos en los enrarecidos niveles superiores. El terror bajo nosotros ahora era invisible a través de varias capas de formaciones nebulosas.
Gibbons hizo que la nave volviera a estabilizarse y lo condujo al este hacia uno de los amaneceres más brillantes que yo jamás haya visto.
Describimos un gran círculo hacia el sur y el oeste, en una larga y fácil inmersión, pues Gibbons había cortado los motores cohéticos para reservarlos tanto como fuera posible. Habíamos aprovechado terriblemente sus reservas de combustible en nuestra batalla con los elementos. Por el momento, la atmósfera se aclaraba y podíamos ver la costa de Jersey muy por debajo, como un gran mapa.
"Aún no hemos terminado," comentó Gibbons de repente, señalando a su periscopio y ajustándolo al enfoque telescópico. "Una nave Han, y una nave de descenso, y nos ha visto. Si nos lanza su rayo, estamos acabamos."
Contemplé fascinado el visor. Lo que yo veía era una nave en forma de puro, no muy diferente a la nuestra en diseño, y por el tamaño proporcional de sus ventanas, casi del mismo tamaño que nuestros deslizadores. Más tarde supimos que llevaban tripulaciones, en su mayor parte de no más de tres o cuatro hombres. Tenían cascos y colas aerodinámicos que incorporaban articulados timones universales de doble cola de pez. En funcionamiento, se elevaban a grandes alturas con sus poderosos rayos repeledores, luego ganaban velocidad bien mediante un picado recto o un picado inclinado en el que a veces usaban el rayo repeledor inclinado en un ángulo agudo. La nave ya estaba por encima de nosotros, aunque a varios kilómetros al norte. Por supuesto, podría intentar seguirnos y "ensartarnos" con su rayo mientras se abalanzaba sobre nosotros desde una gran altura.
Su rayo brilló de pronto con un destello cegador, serpenteando lentamente hacia abajo a nuestra derecha. Pasaba por una peculiar evolución similar a un sacacorchos, maniobrando evidentemente para llevar el rayo hacia nosotros con un movimiento en espiral.
Gibbons envió al instante nuestra nave a una serie de evoluciones que debieron parecerse a las de una gallina asustada. Alternativamente, utilizó las explosiones cohéticas delanteras y traseras en diversos grados. Aleteamos, nos disparamos repentinamente a izquierda y derecha, y caímos a plomo con movimientos inciertos. Pero todo el tiempo, el explorador Han se abalanzaba sobre nosotros, azotando con el rayo y determinación el aire a nuestro alrededor. Una vez el rayo rebanó rl espacio debajo de nosotros, a no más de treinta metros, y caímos con un tirón en la bolsa formada por la destrucción del aire.
Gibbons había descendido a un kilómetro, y la mave Han estaba llegando con la velocidad de un proyectil cuando llegó el final. Gibbons siempre juró que fue pura suerte. Quizá lo fue, pero me gustan los pilotos que tienen esa clase de suerte.
En medio de una revoloteante y vertiginosa maniobra, con la nave Han agrandándose con aterradora rapidez ante nuestros ojos y su rayo deslizándose lentamente hacia nosotros en lo que parecía una destrucción segura en el siguiente segundo, vi que los dedos de Gibbons se movían rápidamente hacia la palanca de su arma cohética y, una fracción de segundo más tarde, la nave Han voló en pedazos como una paloma de arcilla.
Nos tambaleamos y revoloteamos locamente durante un momento mientras Gibbons luchaba por equilibrar nuestra nave, y una sección de unos dos metros cuadrados cerca del lateral de popa de la nave se desmoronaba lentamente como metal oxidado. Su rayo en realidad nos había tocado, pero nuestro cohete explosivo lo había alcanzado una milésima de segundo antes.
Parte de nuestro timón había sido aniquilado y nuestro motor estaba dañado, pero pudimos volver a Jersey planeando con suavidad, cruzando las rutas de navegación sin avistar otras naves Han hasta posarnos en el pequeño claro bajo los árboles cerca del campamento de Hart.
Habíamos ultrofonado nuestra llegada y el propio Gran Jefe, rodeado por el Concilio, estaba presente para darnos la bienvenida y conocer nuestras novedades. A su vez, nos informaron que durante la noche una banda de incursores Mala Sangres, disfrazada bajo la insignia de los Altoona, una banda a cierta distancia al oeste de nosotros, había destruido varios de nuestros campamentos antes de que nuestra gente se reuniera y los expulsara. Su propósito, evidentemente, había sido enredarnos con los Altoona, pero por fortuna uno de nuestros intercambios reconoció al líder Mala Sangre, que había sido asesinado.
El Gran Jefe había movilizado toda la fuerza de asalto de la Banda y estaba a punto de encabezar una expedición para el exterminio de los Mala Sangre.
Miré alrededor del sombrío círculo de los sub-jefes y me di cuenta de que el destino de Estados Unidos, en este momento, estaba en sus manos. Su temperamento exigía el inmediato consumo de todo nuestro esfuerzo para vengarnos de esta incursión. Pero las exigencias estratégicas, en mi opinión, exigían claramente el exterminio instantáneo y absoluto de los Sinsing. Podría ser sólo cuestión de horas, por lo que sabíamos, antes de que estas degradadas personas intercambiaran pistas sobre los secretos ultrónicos estadounidenses con los Han.
"¿Qué fuerza tenemos?" Le pregunté a Hart.
"Todo hombre y mujer que podamos," respondió. "Eso nos da setecientos hombres casados y solteros, y trescientas chicas, más que toda la Banda Mala Sangre. Todos están equipados con cinturones, ultrófonos, pistolas de cohetes y espadas, y todos locos por la lucha."
Medité cómo podría plantear el asunto a estos decididos hombres, y fui vagamente consciente de que estaban esperando mis palabras.
Finalmente comencé a hablar. No recuerdo hasta el día de hoy lo que dije. Hablé con calma, con el debido respeto por su pasión, pero con profunda convicción. Repasé la información que habíamos recopilado, punto por punto, construyendo mi tesis de manera lógica y pintando una espeluznante imagen del peligro inminente en esa media alianza entre los Sinsing y los Han de Nu-yok. Me apasioné, culminando creo, con un voto de proceder con una sola mano contra los hereditarios enemigos de nuestra raza"si los Wyoming estaban ciegamente decididos a anteponer una disputa de bandas al honor, al deber y a las esperanzas de toda Estados Unidos."
Al concluir, se apoderó de mí una gran calma, como la de un desapegado. Me había sentido de la misma manera durante varias crisis de la Primera Guerra Mundial. Los miré cara a cara, esforzándome por leer sus expresiones y con el ánimo de cumplir mi amenaza, sin más actos heroicos, si la decisión estaba en mi contra.
Pero fue Hart quien sintió el temperamento del Concilio más rápidamente que yo, y miró más allá hacia el futuro.
Se levantó del tronco del árbol en el que había estado sentado.
"Eso lo deja arreglado," dijo mirando alrededor del anillo. "He sentido que esto se avecina desde hace algún tiempo. Estoy seguro de que el Concilio está de acuerdo conmigo en que hay entre nosotros un hombre más capaz que yo para dirigir a la Banda Wyoming, a pesar de la desventaja de haber necesitado un tiempo para familiarizarse con nuestras costumbres e instalaciones modernas. Todo lo que yo pueda hacer para apoyar su liderazgo eficaz, a cualquier costo, me comprometo a hacerlo."
Al concluir, avanzó hasta donde yo estaba, y tomando de su cabeza el casco de cresta verde que constituía su insignia de oficio, para mi sorpresa lo colocó en mi mano mecánicamente extendida.
El rugido de aprobación de los miembros del Concilio me dejó aturdido. Alguien ultrofonó la noticia al resto de la Banda, y aunque las orejeras de mi casco estaban izadas, pude escuchar los vítores con los que mis invisibles seguidores me ovacionaban desde cercanas y lejanas laderas, campamentos y plantas.
Mi primer paso fue asegurarme de que Jefe Fono, al comunicar esta noticia a los miembros de la Banda, no hubiera retransmitido mi charla ni mencionado mi plan de trasladar el ataque contra los Mala Sangre a los Sinsing. Me sentí aliviado por su seguridad de que no lo había hecho, porque eso habría arruinado todo el plan. Todo dependía de nuestra capacidad para sorprender a los Sinsing.
Así que prometí al Concilio y a mis compañeros guardar el secreto, y permití que se creyera que estábamos a punto de tomar el aire y los árboles contra los Mala Sangre.
Ese grupo debía de haber estado muy asustado por la forma en que estaban "quemando" el éter con coartadas y propaganda ultrofónica en beneficio de las bandas más distantes. Era su viejo juego, y el único método por el cual habían evitado el antiguo exterminio de sus vecinos inmediatos —estas llamadas al espíritu de hermandad estadounidense dirigidas a bandas demasiado lejanas para haber tenido el tipo de experiencia con ellos que yo había tenido con nuestro lote.
Me reí. Aquí había otra buena razón para el cambio de planes. Si hubiéramos de emprender el exterminio de los Mala Sangre de una vez, habría sido un trabajo difícil convencer a algunas de las bandas de que no habíamos sido precipitados ni injustificados. Existían celos y prejuicios. Había bandas que daban el beneficio de la duda a los Mala Sangre, en lugar de a nosotros mismos, y el tema ahora estaba irremediablemente empañado por las ingeniosas mentiras que se difundían en una corriente incesante.
Pero el exterminio de los Sinsing sería otra cosa. En primer lugar, yo esperaba que no hubiera ninguna advertencia de nuestra acción hasta que todo hubiera terminado. En segundo lugar, tendríamos pruebas indiscutibles (en forma de sus naves de rayos repeledores y demás parafernalia) de sus tratos con los Han, y el estado de los prejuicios estadounidenses, en el momento en que escribo, consideraba que el trato con los Han era algo mucho más atroz que incluso una cruenta enemistad entre bandas.
Inmediatamente convoqué una sesión ejecutiva del Concilio. Quería hacer un inventario de nuestros recursos militares.
Creé una nueva oficina allí mismo, la de "Jefe Control," y nombré a Ned Garlin para el puesto, entregando su anterior responsabilidad como Jefe Plantas a su asistente. Presentí que necesitaba a alguien que vinculara los registros de las diversas actividades funcionales de la campaña y que se hiciera cargo por mí de la tarea de mantener los registros al día.
Recibí informes de los jefes de la unidad de ultrófonos, y de los de comida, transporte, equipo de combate, química, actividad electrónica e inteligencia electrófona, ultroscopios, patrulla aérea y guardia de contacto.
Mis ideas para la campaña, por supuesto, estaban algo teñidas con mi experiencia en el siglo XX, y me encontré frente a la tarea de elaborar una organización de personal que fuese una combinación de los mejores y más fáciles principios de eficiencia empresarial y militar, tal y como yo los conocía desde el punto de vista de la practicidad inmediata.
Lo que quería era una organización especializada funcionalmente, no como la indicada anteriormente, sino desde los ángulos de: inteligencia en cuanto a las actividades de los Sinsing; inteligencia en cuanto a las actividades de los Han; perfección de la comunicación con mis propias unidades; cooperación del comando de campo y perfecta movilización de suministros y recursos de emergencia.
Se necesitaron varias horas de arduo trabajo con el Concilio para trazar el plan. Primero asignamos expertos funcionales y equipos a cada "División" de acuerdo con sus necesidades. Luego, estos a su vez eran reasignados por los nuevos Jefes de División a los Comandos de Campo según fuera necesario, o como Unidades Independientes o del Cuartel General. Las dos divisiones de inteligencia se llamaron Blanca y Amarilla, lo que indicaba que una se especializaba en el enemigo estadounidense y la otra en los mongoles.
La división a cargo de nuestras propias comunicaciones, la asignación de frecuencias ultrafónicas y fortalezas, y el mantenimiento de operadores y equipos, lo llamé "Comunicaciones."
Nombré a Bill Hearn para el puesto de Jefe Campo al mando de las unidades de combate principales o independientes, y para la División de Recursos, asigné toda la responsabilidad por las pocas aeronaves que teníamos; y todos los problemas de transporte y suministros, los asigné a "Recursos." Los jefes funcionales se quedaron con esta división.
Finalmente completamos nuestra organización con la asignación de representantes de enlace entre las distintas divisiones según fuera necesario.
Por tanto, tenía un "Estado Mayor del Cuartel General" compuesto por los Jefes de División que reportaban directamente a Ned Garlin como Jefe Control, o a Wilma como mi asistente personal. Y cada uno de los Jefes de División tenía un pequeño personal propio.
En el resumen final de nuestro personal y recursos, encontré que teníamos aproximadamente mil "tropas," de las cuales unas trescientas cincuenta estaban en lo que yo llamé las Divisiones de Servicio y el resto en la División de Campo de Bill Hearn. Este último número, sin embargo, se redujo algo al asignar numerosas unidades pequeñas al servicio independiente. En total, la fuerza de combate real disponible, supuse, sería de unos quinientos para cuando realmente entráramos en acción.
Solo teníamos seis pequeños deslizadores, pero yo tenía un ingenioso plan en mente, como resultado de nuestra pequeña incursión en Nu-yok, que haría que eso bastara, pues las reservas de bloques de inertrón eran más grandes de lo que yo había esperado encontrar. La División de Recursos, al empacar sus cajas de suministros un poco más apretadas o al colocar bloques adicionales de inertrón, podía reducir cada uno a un peso de unos pocos gramos. Estos fácilmente podrían flotar y remolcarse por los deslizadores en cualquier cantidad. Enganchados a los cables de ultrón, sería prácticamente imposible que se soltaran.
Todo el personal, por supuesto, estaba provisto de saltadores, y si cada hombre y cada chica tenían cuidado de ajustar el equilibrio correctamente, el número completo también podría ser remolcado por el aire, asidos a cables de ultrón, balanceándose debajo de los deslizadores o tendiendo cuerdas tras ellos.
No habría nada agotador en esto porque la tensión no sería mayor que la de llevar un par de kilos de peso en la mano, excepto por la fricción del aire a altas velocidades. Pero para asegurarme bien de que no íbamos a perder a ningún miembro de nuestro personal, di órdenes estrictas de que las correas y los cables de remolque estuvieran equipados con anillas y ganchos.
Tan grande fue la eficiencia de la organización fundamental y la disciplina de la Banda, que nos pusimos en marcha al anochecer.
Uno por uno, los deslizadores se elevaron en el aire, cada uno seguido por su largo tren o "cola de cometa" de humanidad y cajas de suministros colgando ligeramente de su cable de remolque. Por conveniencia, las líneas de remolque estaban hechas de una aleación de ultrón que, a diferencia del metal en sí, era visible.
Al principio, estas "colas" colgaban hacia abajo, pero cuando las naves se pusieron en formación y se dirigieron al este hacia el territorio de los Mala Sangre, ganando velocidad, la carga comenzó a agruparse detrás. Y agachados desde cada nave sobre cables muy ponderados, los observadores de ultroscopio, ultrófono y visión directa escudriñaban con atención la zona rural mientras los hombres de inteligencia de los deslizadores de arriba se inclinaban sobre sus tableros de instrumentos y visores.
Dejando al Jefe Control Ned Garlin temporalmente a cargo de los asuntos, Wilma y yo dejamos caer una cuerda ponderada desde nuestra nave y nos deslizamos hasta la mitad del camino hasta los vigías inferiores, es decir, unos trescientos metros. La sensación de flotar rápidamente por el aire de esta manera, con la absoluta seguridad de la confianza que uno tiene en el cinturón de inertrón, era una delicia interminable para mí.
Volvimos a subir al deslizador cuando la expedición se acercaba al territorio de los Mala Sangre y nosotros dirigíamos los preparativos para el bombardeo. Era parte de mi plan aparentar que llevaría a cabo el ataque como estaba planeado originalmente.
A unos veinte kilómetros de sus campamentos, nuestras naves se detuvieron y mantuvieron sus posiciones durante un tiempo, con las ráfagas inactivas de los motores cohéticos, para dar a los operadores del ultroscopio la oportunidad de hacer un examen completo del territorio debajo de nosotros, porque era muy importante que este próximo paso de nuestro programa se llevara a cabo con todo secreto.
Finalmente estos informaron que el suelo debajo de nosotros estaba completamente libre de toda apariencia de ocupación humana, y una unidad de cañones de especialistas de largo alcance bajó con una docena de cañones de cohetes, equipados con dispositivos automáticos especiales que la División de Recursos había desarrollado a mi pedido unas pocas horas antes de nuestra partida. Estos eran dispositivos de puntería y cronometraje. Después de calcular cuidadosamente el alcance, la elevación y las cargas del cohete, se dejó los cañones escondidos en un barranco y se subió a los hombres a la nave de nuevo. A la hora predeterminada, esos cañones de cohetes no tripulados comenzarían automáticamente a bombardear las laderas de los Mala Sangre, cambiando con cada disparo su puntería y elevación ligeramente, al igual que muchas de nuestras piezas de artillería en la Primera Guerra Mundial.
Entretanto giramos hacia el sur unos treinta kilómetros y aterrizamos a esperar que comenzara el bombardeo antes de intentar cruzar furtivamente el carril de naves Han. Para la seguridad, yo confiaba en la distracción que el bombardeo podría proporcionar a los observadores Han.
Era una tarea tensa esperar, pero el asunto se desarrolló según lo planeado, nuestro escuadrón cruzó la ruta lo bastante alto como para permitir que las colas de tropas y las cajas de suministros de las naves abandonaran el terreno.
Al cruzar la segunda ruta de naves a lo largo de las Playas de Jersey, no tuvimos éxito en escapar de la observación. Una nave Han llegó a toda velocidad a una altura muy baja. La detectamos con nuestros localizadores electrónicos de ubicación y dirección, y también la ubicamos con nuestros ultroscopios, pero llegó tan rápido y tan bajo que pensé que era mejor permanecer donde habíamos aterrizado la segunda vez y mantener silencio, en lugar de pasar por abajo y cruzar frente a esta.
El objetivo era este. Si bien los Han no tenían dispositivos como nuestros ultroscopios, con los que nosotros podíamos ver en la oscuridad (dentro de ciertas limitaciones, por supuesto), sus instrumentos electrónicos eran virtualmente inútiles para descubrir nuestra presencia, ya que todas las actividades electrónicas, excepto las naturales, habían sido cuidadosamente eliminadas de nuestros aparatos. Excepto por los receptores electrófonos (nada fáciles de detectar), los Han tenía algunos dispositivos de sonido muy sensibles que funcionaban con gran eficacia en clima tranquilo, en lo que respectaba a los sonidos surgidos del aire. Pero el "rugido del suelo" confundía enormemente el uso de estos instrumentos sobre la ubicación de sonidos específicos que flotaban desde la superficie de la tierra.
Sin embargo, esta nave debió de haber captado en sus sensibles instrumentos algún leve ruido nuestro, porque escuchamos que sus dispositivos electrónicos entraban en juego y captamos el informe de rutina de tal ruido a su Comandante de la Nave Base. Pero por la naturaleza de la conversación, juzgué que no lo habían identificado y, de hecho, que sentían más curiosidad por las detonaciones que estaban recibiendo ahora en las tierras de los Mala Sangre, a unos cien kilómetros o así al oeste.
Inmediatamente después de que esta nave pasara volando, tomamos el aire de nuevo y, siguiendo la misma ruta que yo había tomado la noche anterior, ascendimos en un largo semicírculo sobre el océano, giramos hacia el norte y finalmente hacia el oeste. Pero fijamos nuestro rumbo hacia la tierra de los Sining al norte de Nu-yok, en lugar de hacia la ciudad misma.
Cuando cruzamos el río Hudson, a unos pocos kilómetros al norte de la ciudad, dejamos caer varias unidades de la División de Inteligencia Amarilla con equipo instrumental completo. Los cajas de sus aparatos estaban muy bien equilibradas, con solo unos pocos gramos de peso cada uno, y los hombres usaban sus capas paracaídas para facilitar el descenso.
"El círculo del mapa está completo ahora, Jefe. Tenemos ubicaciones claras alrededor de ellos."
Asentí a Bill Hearn. "Adelante, Hearn," le dije, "y coloca a tus hombres de bombardeo."
Bill formó dos líneas, paralelas y de cara al río, y rodeando todo el territorio del enemigo entre ellas. De un lado a otro, a horcajadas sobre el río, había dos líneas defensivas. Estas últimas debían simplemente mantener sus posiciones. Las otras debían acercarse una a la otra, atacando en un alto bombardeo explosivo a ocho kilómetros por delante de ellos. Cuando los dos bombardeos se encontraran, ambas líneas pasarían al bombardeo de corto alcance visual y continuarían acercándose a cualquiera de los enemigos que pudieran haber atravesado la cortina de fuego anterior.
Una llamada a filas final, por unidades, compañías, divisiones y funciones, estableció el hecho de que todas nuestras fuerzas estaban en posición. No hubo informes de actividad Han y ninguna transmisión Han indicaba sospechas de nuestra expedición. Tampoco había ningún indicio de que los Sinsing tuvieran conocimiento del destino que les esperaba. La activación de los generadores de rayos repeledores se informó desde el centro de su campamento, obviamente los de las naves que los Han les había dado, el precio de su traición a su raza.
Muy por debajo de nosotros, y varios kilómetros a derecha e izquierda, aparecieron las dos líneas de bombardeo. Desde la gran altura a la que nos habíamos elevado, parecían líneas de luces brillantes y parpadeantes, y las detonaciones eran amortiguadas por las distancias en una especie de trueno retumbante y distante. Hearn y sus ayudantes estaban muy ocupados: midiendo, calculando y enviando órdenes ultrofónicas a los comandantes de unidad, lo que resultó en el enderezamiento de las líneas y el cierre de las brechas en el bombardeo.
En este punto, el deslizador que yo había enviado al sur hacia la ciudad entró en acción como una distracción, para mantener a los Han en casa. Su "cola de cometa," cargada con artillería de largo alcance que usaba los cohetes más explosivos que teníamos, planeaba invisible en la oscuridad del cielo y bombardeaba la ciudad desde una distancia de unos ocho kilómetros. Con toda una ciudad a la que disparar y el objetivo de crear la mayor conmoción posible en ella, independientemente del daño real, los artilleros no tuvieron dificultades para dar en el blanco. Podía ver el resplandor de la ciudad y los destellos punzantes de los cohetes que explotaban. Al final, los Han, inseguros de lo que estaba sucediendo, recurrieron a una política defensiva y pusieron en funcionamiento su "cilindro infernal" o muro de rayos desintegradores vueltos hacia arriba. Eso, por supuesto, puso fin a nuestro bombardeo contra ellos. Los rayos eran una defensa perfecta, desintegraban nuestros cohetes cuando los alcanzaban.
Pregunté a Garlin sobre esto, pero él me aseguró que la Inteligencia Amarilla no reportaba indicios de naves Han en menos de 1200 kilómetros. Esto probablemente nos dejaría las manos libres por un tiempo, ya que la mayoría de sus instrumentos registraban solo de manera imperfecta o nada en absoluto, a través del muro de la muerte.
Garlin comenzó a manipular sus controles y sombras caóticas se movieron rápidamente a través de la placa del visor, entrando y saliendo de foco, hasta que alcanzó un ajuste que me mostroop una imagen del suelo del bosque, aparentemente de treinta metros de ancho, con las ramas y el follaje intermedios de los árboles del bosque que aparecían como sombras mezcladas con la realidad a unos pocos metros del suelo.
Luego Garlin se hizo a un lado y se ocupó de mirar detenidamente a través de los árboles que tenía delante. Ni siquiera un temblor sacudió el tubo, pero supe que, a intervalos de algo menos de un segundo, este estaba descargando pequeños proyectiles que, viajando por su propia potencia continuamente reducida, se arqueaban en el aire para caer precisamente a ocho kilómetros más adelante antes de explotar con la fuerza de proyectiles de veinte centímetros, como los que usábamos en la Primera Guerra Mundial.
Entonces ordené a mi observador que pasara al propio bombardeo. Él enfocó de cerca, pero mostró poco, excepto una serie continua de destellos cegadores que, desde la placa de visualización, iluminaban todo el interior de la nave. Un enfoque de doscientos metros resultó mejor. Yo había creído que parte de nuestra artillería francesa y estadounidense del siglo XX había logrado lo último en precisión de fuego matemática, pero nunca había visto nada que igualara la precisión de esa línea de terribles explosiones mientras avanzaba constantemente, cortando árboles como una guadaña corta la hierba (o como lo hacía hace 500 años), batiendo literalmente la tierra y los restos astillados y estallados de los gigantes del bosque hasta una profundidad de tres a seis metros.
Incluso mientras observaba, un grupo de ellos, quienes había estado haciendo un esfuerzo inútil para despegar sus tres máquinas de rayos repeledores, abandonó sus esfuerzos y se precipitó hacia la pululante multitud.
De nuevo me volví hacia mi visor, que aún estaba enfocado en la sección central de las obras de Sinsing. La confusión de los traidores era completamente de miedo, pues nuestro bombardeo aún no los había alcanzado.
Sus hombres ultrófono, de los cuales no tenían muchos, estaban de pie en actitudes tensas, con los cascos de los auriculares sujetos alrededor de las orejas, tocando nerviosamente los controles de sintonización de sus cinturones. Indiscutiblemente debían de haber localizado algunas de nuestras frecuencias y escuchado muchos de nuestros informes y órdenes. Pero estaban confundidos y desorganizados. Si tenían un Jefe Ultrófono, evidentemente no le estaban informando de modo organizado.
Curiosamente, fueron nuestras propias fuerzas las que sufrieron las primeras bajas en la batalla. Algunos de estos disparos a distancia registraron impactos por casualidad, mientras que nuestros hombres tenían órdenes estrictas de no exceder sus distancias de bombardeo.
Las dos líneas de bombardeo no estaban separadas por más de doscientos metros cuando los Sining recurrieron a tácticas que no habíamos previsto. Primero notamos que comenzaron a aligerarse tirando equipo extra. Algunos de ellos, en su entusiasmo, tiraron demasiado y subieron disparados al aire. Luego, unos pocos dispersos flotaron hacia arriba suavemente, seguidos de números crecientes, mientras que otros, preservando el equilibrio de peso, saltaban hacia las barreras que se acercaban y pasaban por encima con la esperanza de dejarlas atrás. Algunos lo lograron. Vimos a otros volar como hojas en una tormenta de viento, arrugarse y ser arrastrados lentamente hacia abajo, o bien caer en el bombardeo con los cinturones arrancados de sus cuerpos.
Retrocedimos nuestras naves mientras las explosiones se elevaban en el aire en formación escalonada hasta alcanzar una altura de cinco kilómetros. No creo que ninguno de los Sinsing que intentaran flotar hacia la libertad lo consiguiera
Fueron aquellos que lograron saltar el bombardeo los que nos dieron más problemas. Con la mitad de nuestros cañones largos en alto, preví que no tendríamos suficientes para establecer sucesivos bombardeos terrestres y ordené que el bombardeo retrocediera tres kilómetros, desde cuyas posiciones nuestras "cortinas" comenzaron a cerrarse de nuevo, esta vez, sin embargo, calibradas para explotar no al contacto, sino a diez metros en el aire. Esto dejaba pocas posibilidades de que los Sinsing saltaran por encima o por debajo.
Nuestras propias bajas ascendieron a cuarenta y siete hombres en las fuerzas terrestres, dieciocho de los cuales habían muerto en combate cuerpo a cuerpo con los pocos enemigos que lograron llegar a nuestras líneas, y sesenta y dos en la tripulación y en la fuerza del deslizador No. 4 en la "cola de cometa," que había sido localizado por uno de los ultroscopios del enemigo y derribado con fuego de cañón largo.
Sin embargo, esto tenía un significado mucho mayor. Para todos los que participamos en la expedición, la efectividad de nuestras tácticas de bombardeo definitivamente estableció una confianza en nuestra capacidad para vencer a los Han.
"Siempre he creído, querida, que el cohete explosivo estadounidense es un arma mucho más eficiente que el rayo desintegrador de los Han, una vez que podamos entrenar a todas nuestras bandas para que lo utilicen de manera sistemática y coordinada. Como un arma en manos de un solo individuo, disparando a un blanco en línea directa de visión, la pistola de cohetes tiene un poder destructivo inferior al del rayo desintegrador, excepto que su alcance puede ser un poco mayor. El problema es que hasta la fecha se ha utilizado sólo como nosotros usábamos nuestros rifles y escopetas en el siglo 20. Las posibilidades de su uso como artillería, como bombardeos que avanzan por el suelo o trepan por los aires, son tremendas.
"Tampoco debemos olvidar que nuestros ultronistas ahora nos prometen un escudo perfecto en el inertrón contra el rayo desintegrador."
"Sin embargo," profeticé, "el Dedo de la Perdición los apunta directamente a ellos hoy, y a menos que tú y yo estemos muertos en la lucha, viviremos para ver a Estados Unidos destruir la Plaga Amarilla de la faz de la Tierra."
[1] carnotita: Un hidrovanadato de uranio y otros metales utilizado como fuente de compuestos de radio.
[2] siete, cuatro, nueve: Según el sistema Han de calcular el tiempo, siete horas y cuarenta y nueve minutos después de la medianoche.
[3] RB-3: esto significa el tercer proyectoscopio de la proa de la nave, en el lado derecho del piso inferior.
En un registro anterior de mis aventuras en la primera parte de la Segunda Guerra de Independencia expliqué cómo yo, Anthony Rogers, fui superado por gases radiactivos en una mina abandonada cerca de Scranton en el año 1927, donde viví en un estado de animación suspendida durante casi quinientos años. Desperté y descubrí que el Estados Unidos que conocía había sido aplastado por la cruel tiranía de los Aeroseñores de Han, feroces mongoles que, como afirman ahora los científicos, tenían en la sangre una mancha que no era de esta tierra, y que con ciencia y recursos más avanzados que los de los Estados Unidos —económicamente postrados al final de una larga serie de guerras con una Europa bolchevique en el año 2270 d.C.— habían caído de los cielos en sus grandes aeronaves que cabalgaban "rayos repeledores" como una bola cabalga sobre el chorro de una fuente, y con sus terribles "rayos desintegradores" habían destruido más de cuatro quintas partes de la raza estadounidense, y forzado a la otra quinta parte a cubrirse en los vastos bosques que crecían sobre los restos de la una vez poderosa civilización de los Estados Unidos.
Expliqué la parte que desempeñé en el otoño del año 2419, cuando los robustos estadounidenses, con ciencia secretamente desarrollada hasta una tremenda eficiencia en sus cobijos forestales, se revelaron ferozmente y asumieron la agresividad contra una ahora decadente población Han, quienes durante generaciones se había encerrado en las quince grandes ciudades mongolas de Estados Unidos habiendo abandonado el cultivo del terreno y la operación de minas, pues estos Han producían todo lo que necesitaban en forma de comida, ropa, refugio y maquinaria mediante procesos electrono-sintéticos.
Expliqué cómo fui adoptado en la Banda Wyoming o clan, descendientes de las poblaciones originales de Wilkes-Barre, Scranton y el Valle Wyoming en Pensilvania; cómo por accidente tropecé con un método para destruir aeronaves Han disparando cohetes explosivos, no directamente a las naves fuertemente blindadas, sino a las columnas de rayos repeledores que empujaban automáticamente los cohetes hacia arriba donde estos explotaban en los generadores de la nave; cómo los Wyoming estremecieron de terror a los Aeroseñores al derribar todo un escuadrón y estrellarlo en la tierra; cómo un puñado de nosotros asaltó con éxito en una nave cohética la ciudad Han de Nu-Yok y cómo, mediante la aplicación de los principios militares que yo recordaba de la Primera Guerra Mundial, pude llevar a los Wyoming a la victoria sobre los Sinsing, una tribu del río Hudson que había formado traidora alianza con los hereditarios enemigos opresores de la Raza Blanca en Estados Unidos.
Para la primavera de 2420 d.C., seis meses después de estos eventos, las posiciones de las Razas Amarilla y Blanca en Estados Unidos se habían invertido. Los cazados eran ahora los cazadores. Los Han estaban aumentando desesperadamente las defensas de sus quince ciudades, alrededor de cada una de las cuales las Bandas estadounidenses habían trazado una línea ampliamente desplegada de artilleros de largo alcance, mientras nerviosos convoyes aéreos, apiñados tras su pantalla protectora de rayos desintegradores, mantenían esporádicos y costosos sistemas de transporte entre las ciudades.
Durante este período, nuestra propia campaña contra los Han de Nu-Yok fue bastante típica del desarrollo de la guerra en todo el país. Nuestra fuerza estaba compuesta por contingentes de la mayoría de las Bandas de Pensilvania, Jersey y Nueva Inglaterra. Rodeábamos la ciudad en un amplio radio, nuestra línea se extiendía aproximadamente desde Staten Island hasta el sitio boscoso de la antigua ciudad de Elizabeth, hasta First y Second Mountains justo al oeste de las ruinas de Newark, Bloomfield y Montclair, de allí al noreste a través del Hudson y el Sound. En Long Island nuestra línea avanzaba hacia las primeras laderas de las colinas.
No teníamos más de cuatro artilleros de largo alcance por kilómetro cuadrado en nuestra primera línea, pero cada uno de ellos equivalía a una batería de artillería pesada como la que yo había conocido en la Primera Guerra Mundial. Y cuando su fuego se concentró por primera vez en la ciudad Han, volaron sus muros exteriores y los niveles de los tejados dejando una caótica masa de escombros antes de que los nerviosos ingenieros Amarillos pudieran encender el anillo de generadores que rodeaba la ciudad con una película vertical de rayos desintegradores. Nuestros cohetes explosivos no pudieron penetrar esta película, pues esta los desintegraba instantánea e inofensivamente como lo hacía con todas las demás sustancias materiales, con la única excepción del "inertrón," ese elemento sintético desarrollado por los estadounidenses a partir de órdenes subelectrónico y ultrónico.
La continua operación de los desintegradores destruía el aire y mantenía un vacío constante dondequiera que actuaran, dentro de lo cual el aire circundante se precipitaba continuamente creando naturalmente perturbaciones atmosféricas después de un tiempo y dando como resultado una tormenta local. Aunque esta cesaba después de varias horas, cuando el flujo de aire hacia la ciudad se estabilizaba.
Los Han sufrieron severamente problemas atmosféricos dentro de su ciudad al principio, pero más tarde reorganizaron su anillo desintegrador en un sistema de películas superpuestas que dejaban aberturas diagonales, a través de las cuales el aire se precipitaba hacia ellos y a través de las cuales sus naves emergían para explorar nuestras posiciones.
Derribamos siete de sus cruceros antes de que se dieran cuenta de la locura de flotar individualmente sobre nuestra línea invisible. Sus rayos trazaron sendas de destrucción como cicatrices a través de la zona rural, pero atraparon a menos de media docena de nuestros artilleros en total porque llevaba mucho tiempo barrer cada metro cuadrado de un kilómetro cuadrado con un rayo cuya sección transversal no tenía más de seis o siete metros de diámetro. Nuestros artilleros, completamente ocultos bajo el follaje del bosque, con armas que no revelaban su posición, como sí hacían los destellos y detonaciones de la artillería del siglo XX, atacaron los rayos repeledores con comparativa facilidad.
Las "naves de descenso" que los Han enviaron a continuación eran más difíciles de manejar. Elevándose hasta inmensas alturas detrás del muro desintegrador de la ciudad, estas pequeñas naves con forma de proyectil se colaban a través de las grietas del cilindro de destrucción y luego apagaban sus rayos repeledores, cayendo a una velocidad tremenda hasta que sus pequeñas aspas eran suficientes para sustentarlas mientras planeaban en picado trazando grandes círculos y entraban disparadas en las defensas de la ciudad en un nivel inferior.
La gran velocidad de estas naves hacía casi imposible un impacto directo contra ellas con los cañones de cohetes, y las naves no tenían rayos repeledores a los que pudiéramos disparar mientras sobrevolaban nuestras líneas.
Pero por igual motivo, no eran capaces de hacernos gran daño. Tan grande era la velocidad de una nave de descenso que el único modo en que esta podía usar un rayo desintegrador era desde un generador fijado al morro de la estructura mientras caía en línea recta hacia su objetivo. Pero como no podían avistar a los artilleros individuales ampliamente desplegados en nuestra línea, su exploración era tan ineficaz como nuestros intentos de derribarlas.
Durante más de un mes permaneció estancada la situación, con los Han encerrados en sus ciudades mientras nosotros movilizábamos artilleros y suministros.
Si nuestra reserva de inertrón hubiera sido lo bastante grande en este período, podríamos haber terminado la guerra rápidamente, al tener naves inmunes al rayo "des." Pero la producción de inertrón era un proceso penosamente lento que implica la acumulación de este elemento ingrávido mediante vibraciones ultrónicas a través de los estados subelectrónico, electrónico y atómico en forma molecular. Nuestros laboratorios apenas habían comenzado la producción en cantidad, pues acabábamos de aprender cómo protegerlos de los ataques aéreos Han y pasarían muchos meses antes de que se terminara el suministro que habían empezado a fabricar. Entretanto teníamos suficiente para algunas aeronaves, para cinturones de salto y una pequeña cantidad para blindaje.
Nosotros, los Wyoming, poseíamos un deslizador completamente enfundado con inertrón y contrapesado con ultrón. Los Altoona y los Lycoming también tenían uno cada uno, pero un deslizador blindado, aunque inmune al rayo "des," era impotente contra escuadrones de aeronaves Han, pues los Han habían desarrollado una técnica para que sus rayos actuaran debajo del deslizador de tal suerte que lo hacían descender como por succión, haciéndolo revolotear hacia el vacío así creado. hasta que al final, y más o menos violentamente, lo llevaban a tierra.
En última instancia, los Han rompieron nuestro bloqueo hasta cierto punto cuando reanudaron el tráfico entre sus ciudades en grandes convoyes, protegidos estos por escuadrones de cruceros en formación vertical, aplicando un continuo fuego cruzado de rayos desintegradores frente a ellos y hacia abajo a los lados en una pantalla más eficaz, por lo que era muy difícil para nosotros hacer pasar un cohete hasta los rayos repeledores.
Pero nosotros alineamos las cicatrizadas sendas bajo sus rutas aéreas durante kilómetros en extensión con artilleros ocultos, algunos de los cuales tarde o temprano registrarían impactos, y rara vez un convoy hacía el viaje entre Nu-Yok y Bos-Tan, Bah- Flo, Si-ka-ga o Ah-la-nah sin perder varias de sus naves.
El Han que llegaba vivo al suelo, nunca era hecho prisionero. Ni siquiera la espléndida disciplina de los estadounidenses podía frenar el odio salvaje desarrollado a través de siglos de maliciosa opresión cobarde, y los Han eran masacrados sin piedad cuando no nos ahorraban la molestia cometiendo suicidio.
Varias veces los Han conducían "cuñas de aire" sobre nuestras líneas en esta formación vertical o de "banco de nubes," abriendo una cicatriz de un kilómetro o más de ancho a través de nuestras posiciones. Pero en el peor de los casos, para nosotros, esto significaba la pérdida de no más de una docena de hombres y chicas y, en general, sus incursiones les costaban una o más naves. Ellos segaban sendas de destrucción a través del mapa, pero no podían cubrir toda el área, y cuando terminaban de sobrevolar nuestras líneas, no les quedaba nada que hacer sino dar la vuelta y regresar a Nu-Yok. Nuestras líneas volvían a cerrarse después de cada incursión, y nosotros seguíamos cobrándonos un gran número de víctimas de los convoyes y las flotas incursoras. Al final abandonaron estas tácticas.
Así, en el momento del que hablo, la primavera de 2420 d.C., los estadounidenses y los Han se encontraban temporalmente en un punto muerto. Pero los Han estaban tan desesperados como nosotros optimistas, pues nosotros teníamos el tiempo de nuestro lado.
Fue en este período que supimos por primera vez de la determinación de los Aeroseñores, una muy impopular entre sus poblaciones conscriptas, de llevar la lucha a tierra. Había pasado el momento en el que el comando del aire significaba la victoria. Nosotros no teníamos ciudades visibles ni cuerpos masivos de hombres que ellos pudieran destruir, nada más que vastas extensiones de silenciosos bosques y colinas donde acechaban nuestras fuerzas, invisibles desde el aire.
Una de nuestras chicas Wyoming en guardia de contacto cerca de Pocono entró en un campamento de caza de los Mala Sangre, una de las renegadas bandas estadounidenses que ocupaba la sección de Blue Mountain al norte del Water Gap de Delaware. No les habíamos invitado a cooperar en esta campaña porque ellos estaban bajo cierta sospecha de haber tratado con los Han en los últimos años, pero no ofrecieron ninguna objeción a nuestro paso por su territorio en nuestro avance hacia Nu-Yok.
Afortunadamente, nuestra guardia de contacto había podido saltar a las ramas superiores de un árbol sin ser descubierta por los Mala Sangre, porque la disciplina de estos era laxa y su guardia descuidada. Ella escuchó lo suficiente de la conversación de sus jefes alrededor de la fogata bajo ella para indicar la naturaleza general de los planes de los Han.
Tras varias horas, ella pudo alejarse sin ser vista saltando por las ramas más altas de los árboles y, después de poner varios kilómetros entre ella y ese campamento, ultrofonó un informe completo a su Jefe Contacto en el Valle Wyoming. Mi propio Jefe Ultrófono de Campo recogió el mensaje y me trajo de inmediato el registro gráfico de este.
El informe de la chica también fue recogido por los jefes de las distintas unidades de bandas en nuestra línea, y habíamos convocado un consejo para discutir nuestros planes de boca en boca.
Estábamos reunidos en un protegido claro de la ladera oriental de First Mountain en una agradable noche de mayo. Lejos al este, por las boscosas pendientes de las tierras bajas, los tramos planos de pradera abierta y la cresta rocosa que una vez había sido Jersey City, el resplandor iridiscente de la película protectora de aniquilación de Nu-Yok se disparó hacia arriba, desvaneciéndose gradualmente en un cielo estrellado.
En el tenue fulgor de nuestras ultronolámparas, distinguí la gran figura y los robustos rasgos de Jefe Casaman, comandante de la unidad de Mifflin, y el uniforme gris de Jefe Warn, quien dirigía a los francotiradores de las Playas Barnegat, y quien se había acercado allí en deslizador desde su cuartel general en Sandy Hook. A su lado estaba Jefe Handan de los Winslow, una banda de Central Jersee. En el grupo también estaban los líderes de los Altoona, Cameron, Lycoming, Susquanna, Harshbarg, Hagersdun, Chester, Redding, Delaware, Elmiran, Kiuga, Hudson y Connediga.
La mayoría de ellos iban vestidos con uniformes color verde bosque que se mostraban negros de noche, pero cada uno tenía alguna insignia distintiva o elemento de uniforme o equipo que distinguía a su banda.
Tanto los Jefes de los Mifflin como los de Altoona, por ejemplo, usaban botas de aspecto pesado con rodillas articuladas. Venían de secciones que no solo eran montañosas, sino rocosas, donde "saltar" implica muchos resbalones y extremidades magulladas a menos que se usara alguna protección de este tipo. Pero estas botas no eran tan pesadas como parecían y estaban algo desequilibradas con inertrón.
El casco de los Winslow era bastante diferente del casco ajustado de los Wyoming, pues era grande y de aspecto tupido, ya que en el territorio Winslow había muchas extensiones de tierra casi desnuda, con frondosos pinos ocasionales, y un Winslow atrapado al raso durante la aproximación de una aeronave Han se retorcía en una inmóvil imitación de un arbusto, el cual pasaba con mucho éxito por la planta real cuando se observaba desde varios cientos de metros en el aire.
Los Susquanna tenían una unidad equipada con escudos de inertrón de la misma forma que los de los antiguos romanos, pero mucho más grandes y capaces de ocultar a sus portadores de la cabeza a los pies cuando se agachaban un poco. Estos escudos, por supuesto, eran de color verde bosque y tenían tonos irregulares; se equilibrabam con inertrón, de modo que su peso efectivo era de sólo unos pocos gramos. También eran curiosos, pues tenían mangos para ambas manos y dos pequeños depósitos para cañones de cohetes como partes integrales.
Al entrar en acción, los Susquanna se agachaban un poco sosteniendo los escudos ante ellos con ambas manos, mirando por una rendija de visión estrecha y operando con ambos cañones de cohetes. Los escudos, sin embargo, eran un gran obstáculo para saltar y avanzar a través de la espesura del bosque.
La unidad de campo de los Delaware también estaba fuertemente blindada. Era uno de los cuerpos de tropas de choque más eficientes de toda nuestra línea. Llevaban escudos circulares, de aproximadamente un metro de diámetro, con una rendija de visión y una pequeña pistola de cohetes. Estos escudos se sujetaban con el brazo extendido en la mano izquierda al entrar en acción. En la mano derecha iba cargada un hacha no muy diferente al hacha de guerra de la Edad Media. Esta tenía un metro de largo. El eje consistía en una pistola de cohetes, con una hoja de hacha cerca de la boca del cañón y una punta en el otro extremo. Era un arma terrible. Unas guardas articuladas en las piernas protegían al artillero del hacha por debajo del borde del escudo, y un casco hemisférico, cuya sección frontal era de ultrón transparente y llegaba hasta la barbilla, completaba su equipo.
Los Susquanna también tenían una unidad de cañones de largo alcance en el campo.
A una compañía de mis Wyoming yo la había equipado con un arma diseñada por mí mismo. Era un arma larga que yo había adaptado para tácticas de bayoneta como las que usaron las tropas estadounidenses en la Primera Guerra Mundial, en el siglo XX. Tenía casi la longitud del rifle antiguo e iba equipada con un corto cuchillo bayoneta. La culata, sin embargo, estaba reemplazada por la hoja de un hacha estrecha y una púa. También tenía dos guardamanos. Se disparaba desde la posición de cintura.
En cuerpo a cuerpo uno se lanzaba con la bayoneta en un violento golpe ascendente, siguiendo con un empuje hacia arriba de la hoja del hacha mientras uno se precipitaba hacia el oponente, y luego un empuje hacia abajo con la culata-púa para desarrollar un corte descendente de la bayoneta, y un último tirón hacia arriba de la bayoneta en la garganta y el mentón con un agarre más corto en el cañón, que se había permitido resbalar por las manos al finalizar la rebanada descendente.
Casi lamenté que no nos opusiéramos a los hombres del hacha de Delaware en esta campaña, así de curioso era comparar la eficiencia de los dos cuerpos.
Pero tanto los Delaware como mis propios hombres estaban eufóricos ante la noticia de que los Han tenían la intención de luchar por fin en tierra, y ante la perspectiva de que, en consecuencia, pudiéramos llegar a un combate cuerpo a cuerpo con ellos.
Muchos de los jefes de banda tenían dudas sobre nuestra política Wyoming de no proporcionar a nuestros combatientes armadura inertrón como protección contra el rayo desintegrador de los Han. Algunos de ellos incluso cuestionaban la utilidad de todas las armas destinadas a la lucha cuerpo a cuerpo.
Como dijo Warn, de los Sandsniper: "Tú deberías estar en una mejor posición que nadie, Rogers, con tus recuerdos del siglo XX, para apreciar que entre la superletalidad del cañón de cohetes y del rayo desintegrador, nunca habrá oportunidad para el combate cuerpo a cuerpo. Mucho antes de que las fuerzas opuestas lleguen a enfrentarse, una u otra será aniquilada."
Pero yo solo sonreí, pues recordé lo mucho que esta misma conversación se había hablado hacía cinco siglos, y que incluso se había predicho en 1914 que ninguna guerra podría durar más de seis meses.
De que habría combate cuerpo a cuerpo antes de que termináramos, y en abundancia, yo estaba convencido, por lo que todos los jóvenes sanos que pude reunir estaban inscritos en mi batallón de infantería y pasaban la mayor parte del tiempo practicando vigorosamente con la bayoneta. Y por la misma razón yo había descartado la idea de la armadura. Me pareció que esta resultaría torpe y cuestioné su utilidad. Cierto, la armadura era una barrera absoluta contra el rayo desintegrador, pero ¿de qué serviría eso si un rayo Han encontraba una grieta entre placas superpuestas, o si el rayo se usaba para aniquilar la misma tierra debajo de los pies del portador?
El único equipo de protección que pensé que valía la pena era un dispositivo muy peculiar suministrado a un contingente de quinientos Altoona. Lo llamaban el "umbra-escudo." Era un artilugio de inertrón con forma de campana, equilibrado con ultrón y de unos dos metros y medio de alto. El artillero, que entraba en él, lo cargaba fácilmente con dos correas al hombro. También había asas en el interior, mediante las cuales el artillero podía equilibrarlo más fácilmente cuando corría, o levantarlo para evitar cualquier obstrucción en el suelo.
En la cúspide del artilugio, sobre la cabeza del artillero, había una pequeña torreta con un cañón de cohetes automático. La mira periscópica del arma y los controles estaban al mismo nivel que los ojos del operador. Al entrar en acción, este podía, después de tomar su posición, agacharse hasta que el borde del umbra-escudo descansara en el suelo, o bien deslizarse fuera de las correas en los hombros y permanecer allí, bastante a salvo del rayo desintegrador, y usar el cañón.
Pero, claro, yo no sabía qué les impedía a los Han cortar por debajo, en lugar de al escudo directamente, con sus rayos.
Tal como yo lo veía, cualquier estadounidense que tuviera la mala suerte de meterse en el camino directo de un rayo "des," tenía la "salida" casi asegurada, a menos que estuviera encerrado herméticamente en un caparazón completo de inertrón, como por ejemplo, en un deslizador de inertrón. Me parecía a mí mejor concentrar todos nuestros esfuerzos en tácticas de ataque, confiando en nuestra capacidad para eliminar a los Han antes que ellos nos eliminaran a nosotros.
Yo tenía otra unidad principal además de mi batallón de bayonetas, un contingente de cañones largos compuesto enteramente por chicas, al igual que mis unidades de exploración y la mayoría de mis contingentes auxiliares. Estas jóvenes se habían estado dedicando a la práctica de tiro durante meses y habían desarrollado una excelente técnica de estimación de alcance y otras tácticas de la artillería masiva del siglo XX, a las que se sumaban la perfección científica de los cañones de cohetes y una agudeza mental promedio que habría avergonzado al artillero de la Primera Guerra Mundial.
De la información que había obtenido nuestra guardia de contacto, parecía que los Han habían desarrollado un tipo de "nave terreste" completamente protegida por un "dosel" de rayos desintegradores, operados desde un corto mástil que extendía los rayos a su alrededor como un cono.
Estas naves eran meras adaptaciones de sus naves aéreas y estaban diseñadas para viajar solo unos pocos metros por encima del suelo. Sus rayos repeledores eran relativamente débiles —con la fuerza justa para sustentarlas a unos tres o cuatro metros de la superficie— por tanto, se beneficiaban mucho de la energía transmitida desde la ciudad y se podía utilizar un gran número de ellas. Un rayo especial en la popa las propulsaba, y un rayo de sustentación adicional en la proa les permitía pasar por encima de los obstáculos del suelo. Su característica más formidable era el "dosel" en forma de cono de rayos desintegradores de corto alcance, diseñados para extenderse a su alrededor desde un generador circular en la punta del mástil de seis metros en medio de la nave. Esto aniquilaba cualquier proyectil que se le disparara, pues naturalmente, estos no podían alcanzar la nave sin pasar por el cono de rayos.
Al instante fue obvio que las "naves terrestres" resultarían ser los "tanques" del siglo veinticinco, y teniendo en cuenta el hecho de que estaban protegidas con un revestimiento de rayos aniquiladores en lugar de acero; el cual proporcionaría casi las mismas desventajas y ventajas que los tanques, salvo que flotaban ligeras con cortos rayos repeledores; difícilmente podrían recurrir a las tácticas destructivas de aplastamiento de los tanques de la Primera Guerra Mundial.
Tan pronto como llegaran nuestros primeros suministros de cohetes revestidos de inertrón, su invulnerabilidad llegaría a su fin, así como la de las mismas ciudades Han. Pero estos proyectiles aún no habían salido de las fábricas.
Aunque hasta que eso ocurriera, iba a ser difícil lidiar con las naves terrestres, pues entendíamos que cada una de ellas iba equipada con un fino rayo de largo alcance montado en una torreta en la base del mástil.
No teníamos información sobre las probables tácticas de los Han en el uso de estas naves. Un método seguro de destruirlas sería enterrar minas en su camino, demasiado profundo para la penetración de su dosel protector, que según estimaban nuestros ingenieros, no cortaba más de un metro por segundo. Pero no podíamos cercar Nu-Yok con minas continuas en un radio de ocho a veinte kilómetros. Tampoco podíamos saber con antelación la dirección de su ataque.
Al final, después de varias horas de discusión, acordamos una defensa flexible. En lugar de arriesgar muchas vidas, nos retiraríamos ante ellos, probaríamos su efectividad y nos familiarizaríamos con las tácticas que adoptaran. Si era posible, enviaríamos ingenieros detrás de ellos desde los flancos para colocar minas en su probable camino de regreso, siempre que su primer ataque demostrara ser una incursión y no un avance para consolidar nuevas posiciones.
Jefe Handan, de los Winslow, un gigante de hombre, un luchador a dos puños y un líder de gran sagacidad, había sido seleccionado por el concilio como nuestro Jefe provisional y, habiendo dado al concilio la señal de dispersión, el hombre se retiró a nuestro cuartel general que habíamos establecido en Second Mountain, en un profundo barranco a unos pocos kilómetros de la retaguardia del frente de combate.
Allí, en dependencias excavadas muy por debajo de la superficie, él observaría cada detalle de la batalla en el maravilloso sistema de placas de visualización que nuestros ingenieros de ultrono habían derivado mediante una serie de trasmisiones desde puestos de observación ultroscópicos y de "camarógrafos" individuales.
Dos horas antes del amanecer, nuestros osciloscopios de larga distancia informaron que un escuadrón de "naves terrestres" abandonaban la muralla desintegradora del enemigo y se dirigían rápidamente hacia nosotros desde el sur, hacia el sitio de la antigua ciudad de Newark. Los ultroscopios no detectaron ninguna operación del dosel. Esto en sí mismo no era significativo, ya que se anteponían colinas en sus líneas de visión, en la mayoría de estas, lo que por supuesto difuminaba un poco sus imágenes. Pero ahora teníamos una división de electronoscopios bien equipada, con instrumentos casi iguales a los de los propios Han, y estos no detectaban evidencia de rayos "des" en operación.
Handan apreció al instante nuestra oportunidad, pues apenas se hizo evidente la importancia del mensaje en el canal de los Jefes, oímos que su orden personal salió disparada por el canal general de los artilleros de largo alcance.
Novecientos setenta artilleros en los lados sur y oeste de la ciudad, ocultos en las oscuras fortalezas de los bosques y laderas, saltaron hacia sus armas, encendieron las luces de los diales y accionaron las pequeñas combinaciones de palancas. Los artilleros apuntaron automáticamente las armas en la posición predeterminada de la sección del mapa HM-243-839, colocaron cargadores para veinte disparos y pulsaron los botones de disparo.
Durante lo que pareció un instante interminable, no ocurrió nada.
Luego, varios kilómetros al sureste, una sección entera del país explotó literalmente en una erupción de fuego que se disparó a un kilómetro en el aire. La conmoción, cuando me alcanzó, fue terrible. La luz fue cegadora.
Y nuestros osciloscopios informaron de la aniquilación instantánea del escuadrón.
Lo que había ocurrido, por supuesto, fue esto; los Han no sabía nada de nuestra capacidad para ver de noche con nuestros ultroscopios. Considerándose invisible en la oscuridad y creyendo que nuestros instrumentos captarían su ubicación cuando sus pantallas entraran en funcionamiento, el escuadrón cometió el error fatal de no encender sus doseles.
Decir que la consternación abrumó al alto mando Han sería un eufemismo. A pesar del uso de su código y de otros recursos de protección, captamos suficientes mensajes para saber que el incidente los había desmoralizado gravemente.
Su siguiente intento se realizó a la luz del día. En ese momento yo estaba en el aire en mi deslizador, flotando inmóvil a un kilómetro de altura. Abajo, las naves terrestres parecían una serie de rombos ovalados que se deslizaban sobre un mapa, cada uno rodeado por un halo circular de luminiscencia que era su dosel de rayos.
Habían subido el morro sobre la sinuosa cresta de lo que antaño había sido Jersey City y se movían a través de los prados. Había veinte naves.
Al llegar al verde más oscuro que marcaba el bosque en el "mapa" debajo de mí, adoptaron una formación de cuña, y actuando con sus rayos delante de ellos, comenzaron a abrirse con los rayos un camino a través del bosque. En mis oídos sonaron las instrucciones ultrafónicas de mis ejecutivos hacia los artilleros de largo alcance en el bosque, y una a una escuché a las chicas informar de su rápida retirada, con sus armas y otros equipos aligerados con inertrón. Localicé a varias de ellas en mis visores, con los que podía, por supuesto, enfocar atravesando la pantalla de hojas encima de ellas, y noté con satisfacción la pausada velocidad de sus movimientos.
Sobre el surco de la cuña Han, mis chicas se separaron ante esta y se retiraron a los lados. Con una rapidez mucho mayor que la de las propias naves, los rayos profundizaban cada vez más en el bosque, actuando continuamente en la misma dirección, derritiendo literalmente a su paso como una corriente de agua caliente podría derretir un banco de nieve.
Entonces sucedió algo curioso. Una de las naves cerca del ala de la cuña debió de haber pasado sobre terreno inusualmente blando, o tal vez alguna irregularidad en el control de su generador de dosel hizo que el rayo cavara más profundo en la tierra por delante, pues la nave sufrió una repentina sacudida hacia abajo y al salir se desvió un poco hacia un lado. Su rayo ofensivo cortó completamente la escalonada nave a la izquierda. Esa nave, que no tenía sino unas pocas placas en un lado, desapareció de la vista al instante, pero el escuadrón no podía detenerse. En cuanto una nave se detuviera, con su rayo de dosel actuando continuamente en un mismo sitio, el suelo a su alrededor era aniquilado a una profundidad en continuo aumento. Un par de naves lo intentaron, pero en un espacio de segundos, habían cavado agujeros tan profundos a su alrededor que tenían dificultades para salir. Sus comandantes, sin embargo, tuvieron la previsión de apagar los rayos ofensivos y no dañar así a más a sus camaradas.
Yo conecté por ultrófono con el canal de Jefe Handan con la intención de informar de mi observación, pero descubrí que uno de nuestros deslizadores exploradores —que, como yo, estaba flotando sobre los Han— estaba delante de mí y, además, estaba informando de una idea improvisada que resultó en el prematuro final de la amenaza de las naves terrestres de los Han.
"Esas naves no pueden salir de agujeros profundos, Jefe," estaba él diciendo emocionado. "Sitúe un gran bombardeo sobre ellas, no, no sobre ellas, delante de ellas, siempre delante de ellas. Llévelo hacia atrás según se acerquen. ¡Pero incinere como el demonio el suelo delante de ellas! Que los artilleros hagan un ataque penetrante temporizado. ¡Que disparen al suelo delante de las naves, lo bastante hondo como para quedar debajo de su rayo de dosel, ¿lo ve?, y que los detonen debajo de las naves cuando estas pasen por encima!"
Escuché el rugido de júbilo de Handan cuando apagué de nuevo para ordenar un bombardeo de mis chicas de Wyoming. Luego puse mi motor cohético a toda velocidad y salí disparado a un kilómetro hacia un lado y a más altura, pues sabía que pronto habría una hirviente erupción abajo.
Ningún humo interfirió con la visión, pues nuestro explosivo atómico no emitía humo en su acción. Una línea de fuego cegador y destellante apareció frente a la cuña de naves terrestres. Las naves se dirigían hacia esta con serena determinación, pero se retiraba ante estas, no de manera constante, sino de manera intermitente, de modo que el suelo se convertía en una serie de gigantescos montículos, crestas y agujeros. Dentro de estos se revolcaban las naves de los Han, hundiéndose pesadamente pero sin atreverse a detenerse mientras actuaban sus rayos protectores del dosel, sin atreverse a apagar estos rayos activos.
Una se volcó. Nuestros observadores lo informaron. El resultado fue una lluvia de proyectiles directamente sobre el escuadrón. Estos no podían penetrar los doseles de las otras naves, pero la que había volcado, cual tortuga panza arriba, fue volada en pedazos.
El escuadrón intentó cambiar su curso y esquivar la barrera de delante, pero una nueva barrera de ardientes detonaciones y tierra batida apareció en sus flancos. En cuestión de minutos estaban rodeadas, gracias a la habilidad de nuestro control de fuego.
Una tras otra, las oscilantes naves se hundían en agujeros de los que no podían salir. Una tras otra, o bien los rayos de su dosel se apagaban o las naves daban un salto mortal fuera de los montículos sobre los que se posaban, mientras sus doseles derretían el suelo a su alrededor. Así una tras otra fueron destruidas.
Así quedó aniquilada la segunda sortie terrestre de los Han.
En este período, los Han de Nu-Yok solo tenían una aeronave equipada con su nuevo rayo repeledor blindado, su última defensa contra nuestras tácticas de disparo a los rayos repeledores y dejar que estos lanzaran los cohetes contra las naves. Los Han habían desarrollado una nueva aleación de acero de tremenda fuerza, que resistía su rayo repeledor con facilidad, pero era prácticamente inmune a nuestros explosivos más poderosos. Sus suministros de esta aleación eran limitados, pues solo podía producirse en los talleres de Lo-Tan, ya que solo allí podían desarrollar el grado de potencia electrónica necesaria para su fabricación.
Esta nave salió disparada hacia nuestras líneas justo cuando la última de las naves terrestres volcaba como una tortuga y volaba en pedazos. Mientras se aproximaba, los cohetes de nuestros invisibles artilleros ampliamente dispersos en el bosque debajo empezaron las detonaciones bajo las placas de los rayos repeledores. Las explosiones causaron que la gran nave se hundiera y se zarandeara poderosamente, pero por lo demás no causó ningún daño grave que yo pudiera ver, pues estaba fuertemente blindada.
Ocasionalmente, cohetes disparados directamente contra la nave encontraban su blanco y despedían gases en las placas laterales e inferiores de las naves, pero estos impactos fueron pocos. La nave estaba a buena altura en el aire y era un blanco mucho más difícil que sus columnas de rayos repeledores. Para alcanzar estas columnas, nuestros artilleros solo tenían que calibrar su puntería verticalmente. La distancia podía ignorarse prácticamente, ya que el rayo repeledor lanzaba automáticamente el cohete hacia arriba si este pasaba por cualquier punto por encima de dos tercios de la altura de vuelo de la nave. El cohete explotaba luego en la placa de rayos repeledores.
Mientras la nave aceleraba hacia nosotros; meciéndose de lado a lado, cayendo y recuperándose; comenzó a cear un surco por el bosque de abajo. Estaba también equipada con un súper rayo que cortaba una franja de casi treinta metros de ancho dondequiera que actuaba.
Con visiones de muchas vidas apagadas debajo de mí, me rendí al impulso de realizar un ataque de una sola mano sobre esta nave, sintiéndome bastante seguro en mi flotante caparazón de inertrón. Subí el morro del deslizador hasta la vertical y lo propulsé hacia una posición por encima de la nave. Mientras ascendía sin ser visto en mi diminuta nave apenas más grande que yo, apunté a la nave Han con mi telultroscopio, enfocando una vista de su interior.
Por mucho que me hubiese impregnado del odio por los Han de esta generación, yo me vi obligado a admirarlos por la integridad y eficiencia de esta maravillosa nave suya.
Girando constantemente los controles de mi visor para mantener el enfoque, examiné su interior desde el morro hasta la popa.
Puede ser de interés en este punto dar al lector una explicación simple de la maquinaria electrónica o iónica de estas naves, y de su construcción general, pues hoy el público en general sabe poco de la aplicación particular de las leyes electrónicas que utilizaban los Han, aunque se conoce bien la aplicación práctica de la ultrónica.
En el siglo XX, y como millones de personas, yo había incursionado un poco en lo que llamábamos "radio" entonces. La ciencia de los Han era simplemente el superdesarrollo de la "electricidad," "radio" y "transmisión."
Debe entenderse que esta explicación mía no es técnicamente precisa, sino solo lo que podría denominarse una aproximación ilustrativa.
Las centrales de energía de los Han solían transmitir tres tipos de "electricidad" distintos simultáneamente. Nuestros ingenieros llamaban a estas electricidades: "iniciadora," "jaladora" y "subdesintegradora." La última nombrada no tenía nada que ver con la operación de las naves, sino que solo alimentaba los generadores desintegradores.
La "iniciadora" no era diferente a las transmisiones de "radio" del siglo XX. Salía a una frecuencia de unos mil kiloherzios, tenía un amperaje prácticamente cero, pero un voltaje de dos mil millones de voltios. Si se amplificaba bien con baterías inductostáticas (un desarrollo que aplicaba el principio de la brújula inducida por la tierra), esta corriente alimentaba en las aeronaves las bobinas ionomagnéticas "A," grandes y robustas, que operaban los Receptores Atractorreflejos que, a su vez, "jalaban" de la segunda electricidad de transmisión, conocida como "jaladora," y la absorbían desde todas las direcciones, agotándola literalmente del espacio circundante. La "jaladora" entraba a unos 500 millones de voltios, pero a un amperaje muy fuerte, proporcional a la capacidad del receptor, y a una longitud de onda larga —a frecuencia de audio, de hecho. La mitad de esta recepción de energía actuaba en los generadores de rayos repeledores. La otra mitad se utilizaba en alimentar las bobinas ionomagnéticas "B," peculiarmente enrolladas, cuyos campos magnéticos constituían el único medio de aislar y controlar los circuitos de las tres "electricidades."
Los generadores de rayos repeledores operaban en la planta de transmisión de energía con esta corriente en conjunto con los "sincronizadores gemelos." Desarrollaban dos circuitos éter-tierra rítmicamente variables de polaridad opuesta. En el circuito "X," la polaridad negativa estaba conectada a tierra siguiendo un rayo ultravioleta que salía del generador de rayos repeledores de la nave. La conexión positiva llegaba a través del éter al "sincronizador X" en la planta de energía, cuyo polo opuesto estaba conectado a tierra. El circuito "Y" seguía el mismo curso, pero en la dirección opuesta.
Las variables rítmicas de estos dos circuitos opuestos, hasta donde puedo entenderlo, en heterodino, creaban un poderoso "empuje" material desde la tierra, una fuerza ascendente a lo largo del haz violeta del rayo que empujaba el generador de rayos repeledores y los dos sincronizadores en la planta de energía.
Este empuje se desarrollaba molecularmente desde la masa terrestre resultante hasta el generador; y a la misma distancia fraccional desde el generador de rayos repeledores hasta la planta de energía.
La fuerza ejercida hacia arriba sobre la nave estaba, por supuesto, muy concentrada, al estar confinada a la trayectoria del rayo ultravioleta. El aire o cualquier sustancia material que entrara en la sección indicada del rayo era arrojada violentamente hacia arriba. En realidad, las naves cabalgaban sobre columnas de aire arrojadas con fuerza hacia arriba. Las "literas" y "puestos" de la nave se construían con pozos de ventilación debajo. Cuando se elevaban desde un terreno ordinario en campo abierto, se producía una enorme agitación de tierra bajo los generadores en el instante del despegue; esto iba cesando a medida que ganaban bastante altura por encima del nivel del suelo.
Igual presión se ejercía hacia la energía de elevación del generador y los sincronizadores en la planta de energía, pero esta fuerza, al no estar concentrada direccionalmente a lo largo de un rayo ultravioleta, implicaba un problema práctico solo en puntos relativamente cercanos a los sincronizadores.
Por supuesto, los sincronizadores se controlaban automáticamente mediante la operación de los generadores, y solo eran necesarios los dos para cualquier número de naves que drenase energía de la estación, siempre que su protección fuera lo bastante robusta como para soportar la tensión.
Ambos estaban aislados en vastas cámaras esféricas de acero con paredes gruesas, para que nada salvo presión de aire se arrojara sobre ellos, y esta, por supuesto, estaba autoneutralizada, llegando como llegaba desde todas las direcciones.
La "electricidad subdesintegradora" llegaba hasta las naves como la recepción de una transmisión ordinaria a un amperaje insignificante, pero de entre uno hasta 500 "quints" (quintillones) de voltios. Era controlable solo por los campos de las bobinas ionomagnéticas "B." Tenía una longitud de onda de unos diez metros. En el generador de rayos "des," esta longitud de onda se dividía en una frecuencia casi increíblemente alta y se convertía en una onda controlada direccionalmente de una fracción infinitesimal de una pulgada (dos centímetros y medio). Esta longitud de onda, en realidad idéntica al diámetro de un electrón, es decir, "sintonizada" con precisión a un electrón, perturbaba las trayectorias orbitales y equilibraba las pulsaciones de los electrones dentro del átomo, desincronizándolos de tal modo que destruía el equilibrio átomico de polaridad y hacía que el átomo dejase de existir como tal. Era así como el rayo reducía la materia hasta la "nada."
Esta destrucción del átomo, y una energía limitada para su reconstrucción bajo ciertas condiciones, marcaba el mayor progreso de la ciencia de los Han.
Nuestros propios ingenieros, que trabajaban en laboratorios blindados a lejana distancia subterránea, habían establecido tanto control sobre los electrones "desatomizados" como para diseccionarlos a su vez en subelectrones. Además, habían llevado a cabo el estudio de este "orden" hasta el punto de "diseccionar" el subelectrón en sus ultrónes constituyentes, pues las leyes fundamentales que subyacen a estos órdenes sucesivos no son radicalmente diferentes. Y a medida que progresaban, desarrollaron prácticas tanto constructivas como destructivas. De ahí los grandes triunfos del ultrón y el inertrón, nuestros dos maravillosos elementos sintéticos construidos de superequilibradas y subequilibradas bobinas ultrónicas, a través del orden subelectrónico hasta el atómico y molecular.
De ahí también nacen nuestros ultrófonos y ultroscopios relativamente simples y bellamente eficientes, que en su funcionamiento fónico y visual atraviesas obstáculos de naturaleza material, electrónica y subelectrónica sin impedimento ni estorbo, y con el consumo de una potencia infinitesimal.
La perturbación estática, debería explicar, es insignificante en el orden subelectrónico e inexistente en el ultrónico.
Las expediciones pioneras de nuestros ingenieros en el orden ultrónico, me han dicho, requirieron el uso de los aparatos más elaborados, complicados y delicados, así como la energía de lo más costosa, pero una vez establecidos allí, toda la energía necesaria se desarrollaba de modo muy simple a partir de diminutas baterías compuestas por delgadas placas de metultrón y katultrón. Estas dos sustancias, desarrolladas sintéticamente de la misma manera que el ultrón ordinario, muestran fenómenos duales que, a modo de ilustración, puedo comparar con algunos de los fenómenos de la radiactividad. Así como el radio emite emanaciones electrónicas y cambia su estructura atómica constantemente, el katultrón emite constantemente emanaciones ultrónicas y, por tanto, cambia su forma subelectrónica, mientras que el metultrón, su complementario, atrae y absorbe constantemente valores ultrónicos, y así cambia su naturaleza subelectrónica en la dirección opuesta. Placas delgadas de estas dos sustancias colocadas correctamente, en yuxtaposición con placas aislantes de inertrón entre ellas, constituyen una batería que genera una corriente ultrónica.
Y es un paralelo curioso que así como había muchos misterios relacionados con la naturaleza de la electricidad en el siglo XX (misterios que, podría mencionar, nunca se han resuelto a pesar de nuestra penetración en los "subórdenes"), también existen ciertos misterios sobre la corriente ultrónica. Fluye, a través de un alambre de ultrón, por ejemplo, desde el katultrón hasta la placa de metultrón como la electricidad fluye a través de un alambre de cobre. Se produce un cortocircuito entre las dos placas si el aislamiento del inertrón es imperfecto. Sin embargo, cuando el aislamiento es perfecto y no hay ningún circuito metálico ultrón cerrado, la "corriente" (aparentemente la misma que fluiría a través del circuito metálico) se proyecta al espacio en una línea absolutamente recta desde la placa de katultrón y se recibe desde el espacio por la placa de metultrón en la misma línea. Esta línea es la línea recta teórica que pasa por el centro de masa de cada placa. Las formas y ángulos de las placas no tienen nada que ver con esto, solo la distancia perpendicular de los bordes de la placa desde la línea del centro de masa determina el espesor del haz de rayos paralelos de corriente.
Por tanto, una simple batería se puede usar como emisora o receptora de corriente. Dos baterías ajustadas a la misma línea central se conectan en serie como si estuvieran conectadas por cables de ultrón.
En la práctica, sin embargo, se usan dos tipos de baterías; tanto las baterías de foco como las baterías de transmisión.
Las baterías de foco son baterías gemelas dispuestas para disparar un haz positivo y uno negativo en la misma dirección. Cuando estos rayos se hacen intermitentes a frecuencias lumínicas (aunque ni son ondas de luz ni del mismo orden que las ondas de luz) y se juntan o se concentran en un punto dado, el espacio en el que se cruzan irradia una corriente ultrónica alterna en todas direcciones. Este ultraluz irradiada actúa como luz verdadera siempre que los rayos que se cruzan vibren a ciertas frecuencias, consideradas ópticas excepto en tres aspectos: primero, no es visible para el ojo humano. Segundo, su "color" depende exclusivamente de la frecuencia de los haces de foco, que determinan la frecuencia de la radiación alterna. Las superficies de los materiales reflejan todas las frecuencias en igual magnitud y el color de la imagen resultante depende del color de las frecuencias del foco. Al alterarlas se puede ver una imagen rojiza, amarillenta o azulada. En la práctica real, se utiliza una mezcla de frecuencias ortocromática para obtener una imagen en negro, gris y blanco. La tercera diferencia es la siguiente: si unos rayos pulsan en línea recta hacia cualquier objeto hecho de ultrón y conectado mediante rectificadores a las placas traseras de las baterías gemelas, los objetos materiales no pueden reflejarlos. Según parece, los rayos están sujetos a una especie de "tirón" que los atrae directamente a los objetos materiales, que en cierto sentido quedan "magnetizados" y mientras estén en este estado no ofrecen resistencia.
El ultrón, cuando se conecta a los terminales de la batería, brilla con luz verdadera bajo el impacto de la ultraluz, y con la forma de una lupa o una serie de lentes, se puede hacer que presente una imagen en cualquier grado telescópico deseado.
Las partes esenciales de un ultroscopio, entonces, son baterías gemelas con control focal y control de frecuencia. Un escudo ultrón, conectado a baterías y ajustable para interceptar los rayos directos del "punto luminoso," va con un escudo ligero ordinario entre éste y la lente, y la propia lente conectada a baterías y con más o menos elaboración telescópica.
Para ver un objeto a través de una sustancia, uno solo tiene que enfocar el punto luminoso más allá de la sustancia, pero en el lado cercano del objeto y ligeramente por encima de él.
Un aparato completo se puede "configurar" para "penetración," "distancia" y "visión normal."
En el primero, que se suele usar para mirar a través de la pantalla boscosa desde el aire, o para examinar el interior de una nave Han o cualquier estructura opaca, el punto luminoso se hace descender solo un pequeño ángulo por encima de la línea de visión, y el escudo, por supuesto, debe ajustarse con mucho cuidado.
La configuración de "Distancia" se usa, por ejemplo, para realizar un levantamiento topográfico de un valle más allá de una colina o montaña. El punto de luz se lanza a lo alto para iluminar toda la escena.
En la configuración "normal," los rayos del foco se juntan por encima e iluminan la escena como lo haría una lámpara de superbrillo en la misma posición.
Para la comunicación fónica, una batería emisora esférica es una bola de metultrón rodeada por un caparazón aislante de inertrón, y éste a su vez por un caparazón esférico de katultrón, desde el cual la corriente irradia en todas direcciones. La sintonización se logra por la frecuencia de las pausas, con modulación de audiofrecuencia. La batería receptora tiene un polo central de katultrón y una capa exterior de metultrón. La batería receptora, por supuesto, capta todas las frecuencias, las no deseadas se ignoran en la detección.
La sintonización, sin embargo, es solo una conveniencia para la privacidad y la eliminación de interferencias en la comunicación ultrofónica. No constiyuye una necesidad, pues las corrientes no sintonizadas pueden transmitirse en frecuencias controladas por voz directamente, sin ninguna onda portadora.
El uso de baterías de placa o baterías de única línea central para la comunicación fónica requeriría una alineación direccional absolutamente precisa del emisor y el receptor, una dificultad práctica muy grande, excepto cuando el emisor y el receptor están relativamente cerca y son mutuamente visibles.
Sin embargo, este es el sistema habitual que se utiliza en la red Inter-Banda para la comunicación oficial. Los emisores y receptores utilizados en este sistema son muy complejos de configurar y se requiere ayuda de los mejores aparatos de laboratorio para hacerlo, pero una vez configurados, quedan permanentemente en su posición en las estaciones y, salvo terremotos o cimientos inseguros, no necesitan subsecuente ajuste. La precisión de la alineación permite trayectorias de haz no más gruesas que los viejos lápices de mina que yo solía usar en el siglo XX.
La no interferencia de tales líneas de comunicación y la dificultad de intervernirlas desde cualquier punto excepto el inmediatamente adyacente al emisor o receptor, es sorprendentemente evidente cuando se comprende que cada centímetro cuadrado de un plano imaginario que biseca un rayo desubicado tendría que ser explorado con una batería receptora para localizar el rayo en sí.
Un compromiso práctico entre los emisores y receptores de difusión, esféricos o universales, por un lado, y las baterías de línea única por el otro, crea la batería multifacética. Otro y más práctico dispositivo, especialmente para trabajos a distancia, es la ventana esférica. Esto es simplemente una batería esférica ordinaria con un caparazón de protección con una abertura, de cualquier tamaño deseado, desde la cual se puede emitir un haz controlado direccionalmente en diferentes formas, generalmente como un cono en expansión, con un ángulo de expansión suficiente para cubrir el territorio deseado en el punto de recepción deseado.
Pero de vuelta a mi narrativa, y a mi deslizador, desde el cual yo estaba observando el interior de la nave Han.
Esta nave no tenía una forma diferente a los grandes dirigibles del siglo XX, excepto que no tenía suspendida una cabina de control, tampoco teníia góndolas, ni hélices ni timones, más allá de un doble estabilizador fijo de cola de pez permanentemente en la parte trasera, y varias "quillas" dispuestas para aprovechar al máximo las columnas de aeroempuje del rayo repeledor.
Su ancho era probablemente el doble de su profundidad, y su longitud casi el doble del ancho. Es decir, había unos 30 metros desde la quilla principal hasta la cubierta superior en su distancia máxima entre ambas, unos 60 metros de ancho a mitad de la nave y entre 130 y 170 metros de largo. Además de la cubierta superior, tenía tres cubiertas interiores. En su curvatura general, la nave era un compromiso entre un verdadero diseño aerodinámico y un cilindro plano.
A una distancia de probablemente 25 a 33 metros del morro no había cubiertas excepto la formada por la parte inferior del casco. Pero desde este punto atrás, las cubiertas tenían unos pocos metros hasta la popa.
En varios puntos de la curvatura del casco en esta gran "nariz hueca" había plataformas desde las cuales las tripulaciones de los generadores de rayos y los dispositivos de electronoscopio y electrófono manipulaban sus aparatos.
En este espacio desde el extremo delantero de la cubierta central, se proyectaba la sala de control. Las paredes, el techo y el suelo de este compartimento eran simplemente las superficies de las placas de visualización. No había ventanas ni otras aberturas.
Los oficiales de operaciones dentro de la sala de control, en lo que respecta a su visión, bien podrían haberse imaginado suspendidos en el espacio, excepto por los transmisores, palancas y otros dispositivos de señalización a su alrededor.
Cinco oficiales, tengo entendido, tenían sus puestos en la sala de control: el capitán y los jefes de visores, teléfonos, rayo "des" y navegación. Cada uno de ellos estaba en comunicación intertfónica continua con sus subordinados en otros puestos a lo largo de la nave. Cada placa de visualización tenía en el casco su teléfono conectado a sus "máquinas oculares," cuyas tripulaciones pasaban de vista telescópica a vista normal al recibir una orden.
Por supuesto, había muchos otros visores en puestos ejecutivos en toda la nave.
Los Han seguían un sistema peculiar en el mando de sus naves. Cada nave tenía un doble complemento de oficiales. Oficiales Activos y Oficiales de Base. Los primeros estaban al mando activo de la nave y su aparatos. Los últimos permanecían en la base de la nave, en escritorios equipados con visores y teléfonos, en constante comunicación con sus "corresponsales" en la nave. Actuaban continuamente como consejeros, observadores, registradores y asesores durante el vuelo o el combate. Aunque no eran los principales responsables de la operación de la nave, eran superiores y, en cierto sentido, responsables del entrenamiento y la eficiencia de los Oficiales Activos.
Las bobinas ionomagnéticas, que servían como carcasas, "placas" y aislantes de los gigantescos condensadores, estaban todas ubicadas en el punto medio de la nave sobre un eje central que se extendía claramente desde la parte superior hasta la parte inferior del casco y desde la proa hacia los generadores de rayos "rep" en la parte trasera. Es decir, desde puntos a unos 60 metros de proa y de popa. Los camarotes de la tripulación estaban dispuestos a ambos lados de las bobinas. En el exterior de estos, donde las distintas cubiertas tocaban el casco, se ubicaban las distintas piezas de teléfono, visor y aparato de visualización.
La nave que yo estaba mirando con mi ultroscopio (en un ajuste telescópico y penetrante), llevaba una tripulación de quizá 150 hombres en total. Y a excepción de las miradas tensas en sus malvados rostros amarillos, podría haber estado tentado a creer estar contemplando una excursión de placer del siglo veinticinco, porque no había carreras ni apariencia de actividad.
A los Han les encantaba la comodidad y, a pesar de tratarse de una nave de guerra, todas las máquinas y aparatos que había en ella iban equipados con un complemento de asientos y sofás, especialmente diseñados, en los que oficiales y hombres se reclinaban mientras miraban sus visores y manipulaban los pequeños grupos de controles colocados convenientemente para sus manos.
La imagen me resultó cómica y me reí, preguntándome cómo esas blandas criaturas habían mantenido en completa sujeción a la robusta y viril raza estadounidense durante siglos. Pero mi risa murió cuando mi mente comprendió la explicación obvia. Estos Han eran sólo blandos físicamente. Mentalmente eran duros, eficientes, despiadados y sin conciencia.
Impulsivamente, bajé el morro de mi deslizador hacia la nave y lo propulsé hacia ella con toda la potencia cohética. Había actuado con tanta rapidez que tenía cubierta casi la mitad de la distancia hasta la nave cuando mi mente salió lentamente del aturdimiento de mi emoción. Esto resultó ser mi perdición. Su osciloscopista me vio demasiado rápido, pues al dirigirme directamente hacia ellos me volvía fácilmente visible, apareciendo como un punto fijo y en expansión. Al mirar a través del casco vi que la tripulación de un generador de rayos se ponía de pronto en posición Un segundo después, su rayo me envolvió.
Por un instante mi corazón se detuvo. Pero el caparazón de inertrón de mi deslizador era impermeable al rayo desintegrador. Sin embargo, no tuve suerte en lo que respecta a mi control sobre mi pequeño deslizador. Me había precipitado en línea recta hacia la nave cuando el rayo me encontró. Entonces, cuando traté de desviarme del rayo, el deslizador respondió, pero con lentitud al cambio que hice en el ángulo del cohete. Yo estaba, por supuesto, viajando en un rayo de vacío. Cuando el morro de mi nave se acercaba lentamente al borde del haz del rayo, el aire que entraba en este vacío desde todos los lados lo empujaba otra vez hacia dentro.
Si yo propulsaba mi nave en ángulos rectos con uno de estos rayos, mi impulso me habría permitido salir sin dificultad. Pero ahora no tenía impulso excepto en la línea del haz, y al ser esta un vacío ahora, mi impulso a plena potencia cohética estaba aumentando vastamente. Esta comprensión me produjo una segunda y más aguda emoción. ¿Sería capaz de controlar mi pequeña nave a tiempo o, impotente como una bala misma, atravesaría el casco de la nave Han para mi propia destrucción?
Apagué el motor cohético, pero no noté disminución práctica de la velocidad.
Fue el miedo a los propios Han lo que me salvó. Por el ultroscopio vi alarma repentina en sus rostros, vacilación, un oficial frenético en la sala de control parloteaba en su teléfono. Luego, temblorosamente, la tripulación giró su rayo hacia un lado. El tirón sobre mi nave fue terrible. Primero el morro captó la zarandeante racha de aire, por supuesto, con la cola navegando en vacío. El deslizador giró tanto en sacacorchos que bien podría haber sido un barril en el tumulto de las aguas al pie del Niágara. Lo que era peor era que los Han me mantuvieron en ese estado. Tres de sus rayos actuaban ahora en mi dirección, pero no directamente sobre mí, excepto por una fracción de segundo. Su técnica consistía en mover los rayos a mi alrededor más que a mí, sacudiéndolos de un lado a otro para formar bolsas de vacío en las que el aire golpeaba y rugía mientras los rayos se movían, zarandeándome como una hoja.
Intenté desesperadamente controlar la nave, apuntar el morro hacia la nave Han y descargar un cohete explosivo. Con amargura maldije mi confianza en mí mismo y mi acción impulsiva. Un piloto experimentado de la época actual habría sabido que era mejor no ser sorprendido volando directamente hacia un haz de rayos. Ese piloto habría mantenido la nave volando en algún ángulo constantemente, de modo que su impulso lo sacara del haz si este lo golpeaba. Demasiado tarde me di cuenta de que había más en el negocio de la lucha aérea que la habilidad instintiva para guiar un deslizador.
Por fin, cuando por una fracción de segundo el morro apuntó hacia los Han, pulsé el botón de mi pistola de cohetes. Registré un acierto, pero no uno exacto. Mi proyectil había rozado una sección superior del casco de la nave. En esta hizo un daño tremendo. La explosión melló una sección de unos quince metros de diámetro, destruyendo parcialmente la cubierta superior.
En el mismo instante en que yo había disparado mi cohete en un desesperado intento por escapar de esa turbulencia de inestable aire, liberé una traba y dejé caer todo lo que fuese posible de mi lastre de ultron. Mi deslizador se disparó hacia arriba como una frenética burbuja subiendo hacia la superficie del agua.
Estaba libre de la trampa en la que yo mismo me había atrapado, pero incapaz de aprovechar la confusión que reinaba en la nave Han.
Estaba tan impotente ahora para maniobrar mi nave en su ascenso como cuando había estado dando tumbos en las bolsas de aire. Además, yo estaba muy maltrecho por haber estado volado en tumbos por ahí dentro de mi caparazón, como un perdigón en una caja, y estaba parcialmente inconsciente.
A kilómetros en el aire me recuperé. El deslizador estaba bastante estable ahora, pero seguía subiendo según me dijeron mis instrumentos, y viajaba hacia el oeste a toda velocidad. Muy por debajo de mí había un mar de nubes que se extendía de horizonte a horizonte, y a través de brechas ocasionales en su superficie veía aún más mares de nubes en niveles más bajos.
Ciertamente mi situación era no poco desesperada. A menos que pudiera encontrar algún método para compensar mi lastre perdido, la gravedad inversa de mi nave de inertrón me lanzaría continuamente hacia arriba hasta que saliera disparado al espacio fuera de la última capa de aire. Pensé en saltar y bajar flotando con el cinturón de inertrón, pero ya estaba a demasiada altura para esto. El aire en el exterior estaba demasiado enrarecido para permitir respirar, aunque mis pequeños compresores de aire mantenían automáticamente la densidad adecuada dentro de la carcasa. Si podía comprimir la cantidad suficiente de aire dentro de la nave, aumentaría su peso. Pero parecía haber pocas posibilidades de que yo mismo pudiera soportar la compresión suficiente.
Pensé en liberarme del cinturón de inertrón, pero dudaba de que eso fuera suficiente. Además, podría necesitar urgentemente el cinturón si encontraba algún método de hacer descender la pequeño nave, y esta iba demasiado rápido.
Por fin un plan, aunque bastante desesperado, entró en mi medio entumecido cerebro con alguna promesa de éxito. Cortando una de las mangueras de mi compresor de aire y agarrándola entre los labios, me puse a trabajar para serrar las cabezas de los remaches que sostenían toda la sección del morro del deslizador (las placas de inertrón tenían que estar ranuradas y ser remachadas juntas, ya que la sustancia era inmune al calor y no se podía soldar). Desesperadamente corté, martillé y cincelé, hasta que con una llave inglesa y un chasquido, la placa se rompió por fin.
El morro de la nave liberado se disparó hacia arriba. El resto empezó a caer conmigo. No sé cuán rápido caí porque mis instrumentos habían desaparecido con el morro. Medio desmayado, apreté severamente la manguera de goma entre los dientes, mientras el pequeño compresor "seguía funcionando" noblemente a pesar del desastroso estado de la nave, dándome el aire suficiente para evitar que mis pulmones colapsaran.
Por fin atravesé una capa de nubes y, mucho tiempo después, otra. Por la forma en que subían a mi encuentro como un relámpago y se alejaban por encima de mí, debí de haber estado cayendo como una piedra.
Por fin probé el motor cohétivo, muy suavemente, para controlar mi caída. El deslizador estaba, por supuesto, cayendo de cola, y yo tenía que tener cuidado de que no girara con un fuerte estallido del motor y me sacara fuera.
Al atravesar la tercera capa de nubes, vi la tierra debajo de mí. Luego salté, levantándome a través de la irregular abertura y brincando hacia arriba mientras los restos de mi nave se alejaban disparados debajo de mí.
Al aproximarme al suelo, abrí mi capa paracaídas para controlar aún más mi caída, y aterricé suavemente y sin más contratiempos. Después de lo cual, me tumbé rápidamente y me quedé dormido, así de exhausto estaba tras mi experiencia.
No fue hasta la mañana siguiente que desperté y miré a mi alrededor. Había caído en una zona rural montañosa. Mi intención fue orientarme sintonizando el cuartel general con mi ultrófono, pero para mi consternación, descubrí que los pequeños discos de batería habían sido arrancados de las orejeras de mi casco, aunque mi transmisor de disco de pecho aún estaba en su sitio y, por lo que podía ver, en funcionamiento. Podía informar de mi experiencia, pero no podía recibir respuesta.
Pasé media hora repitiendo mi historia y explicación en el canal del cuartel general, luego inspeccioné una vez más mis alrededores, tratando de determinar en qué dirección era mejor saltar. Sentí una punzada de dolor en la parte superior de la cabeza y caí inconsciente.
Recuperé la consciencia y me encontré, para mi sorpresa, prisionero en manos de un destacamento de unos treinta Han. Mi sorpresa fue doble: primero porque no me habían matado instantáneamente; segundo porque un destacamento de ellos debía de haber estado deambulando por este agreste campo, obviamente lejos de cualquiera de sus ciudades y sin ninguna nave suspendida en el cielo sobre ellos.
Cuando me senté derecho, su oficial gruñó de satisfacción y bramó una orden gutural. Cuatro soldados me agarraron y me pusieron en pie con brusquedad, y me empujaron junto con el grupo hasta un barranco boscoso, por el cual subimos abruptamente. Supuse, correctamente como resultó, que algún proyectil me había rozado la cabeza y que yo estaba en tal forma que si no hubiera sido por que mi cinturón de inertrón soportaba la mayor parte de mi peso, me habrían tenido que llevar. Pero tal como estaban las cosas, me las arreglaba bien, y al final de una hora de ascenso comencé a sentirme yo mismo de nuevo, aunque los soldados Han a mi alrededor estaban resoplando y babeando como haría cualquier hombres, sin importar cuán saludable estuviese, no acostumbrados a ese esfuerzo físico.
Por fin, el grupo se detuvo para descansar. Yo los observaba con curiosidad. Excepto por unos breves momentos emocionantes en el momento de nuestro ataque aéreo a la oficina de inteligencia en Nu-Yok, no había visto de cerca especímenes vivos de esta raza amarilla.
Se parecían poco a los mongoles del siglo XX, excepto por sus ojos rasgados y cabezas redondas. La característica de los pómulos altos parecía haberles sido extraída, al igual que las piernas relativamente cortas y la piel de color amarillo barro. Llamarlos amarillos era más figurativo que literal. Sus pieles eran más blancas que las de nuestros propios hombres del bosque curtidos por la intemperie. Sin embargo, su pigmentación era peculiar, y lo que había en esta se parecía más a un tinte naranja pálido que al rubor de los caucásicos. Estaban bien formados, pero eran más bien pequeños y de aspecto blando, musculosos y de piel suave, como las chicas. Sus facciones estaban finamente cinceladas, ojitos pequeños y nariz ligeramente aguileña.
Iban uniformados, no en un verde ceñido ni en otros tonos de colores protectores, como el gris discreto de las playas de Jersey o el rojo plomizo de los uniformes otoñales de nuestra gente. En su lugar llevaban holgadas chaquetas de un material sedoso y pantalones anchos hasta la rodilla. Este comando en particular había sido equipado con botas moldeadas de un material blando que llegaba por encima de la rodilla y por debajo de los pantalones. Llevaban sombreros circulares con pequeñas coronas y anchos alas. Sus chaquetas holgadas estaban ceñidas a la cintura y llevaban como armas un cuchillo, una espada corta de doble filo y lo que yo tomé por una especie de pistola de cohetes de carga. Esto era un chisme bastante voluminoso, de cañón corto y empuñadura de pistola. Obviamente, estaba destinado a dispararse desde la cintura o desde algún tipo de soporte, como las antiguas ametralladoras. De hecho, parecía una edición bastante pequeña del arma del siglo XX.
¿Y he mencionado el color de sus uniformes? Sus pantalones y sombreros circulares eran de un amarillo brillante; sus mantos de un escarlata llameante. ¡Qué objetivos hacían!
Debí de haberme reído audiblemente al pensarlo, porque su comandante, que estaba sentado en un taburete plegable que uno de sus hombres le había colocado, miró en mi dirección y, ante su arrogante gesto de mando, me empujaron hasta ponerme de pie y; con las manos aún atadas, como lo habían estado desde el momento en que había recuperado el conocimiento; fui arrastrado ante él.
Entonces supe qué tenían esos Han que me mantenían en un torbellino de irritación. Eran sus sonrisas sardónicas, burlonas y crueles; sonrisas que les dejaban huella en los rostros, incluso en reposo. Ahora el comandante me sonreía burlonamente. Cuando habló, fue en mi propio idioma.
"¡Bueno!" se burló. "Las bestias como vosotros habéis aprendido a reír. Os habéis salido de control en el último año. Pero eso se remediará. Mientras tanto, una simple operación quirúrgica hará que tu sonrisa sea permanente, de oreja a oreja. Pero ¿ves?, mis órdenes son entregarte a ti y a tu equipo, todo lo que tenemos, intacto. El Nacido del Cielo ha tenido un capricho."
"¿Y quién," pregunté yo, "es este Nacido del Cielo?"
"San-Lan," respondió, "engendro mal parido de la difunta Suma Sacerdotisa Nlui-Mok, y ahora el Aeroseñor Más Glorioso de Todos los Han." Lanzó estos títulos con una reverencia de exagerado respeto hacia el oeste y en un tono de burla. Aquellos de sus hombres que estaban lo bastante cerca para escuchar, dieron risitas discretas.
Me enteré de que esta actitud asombrosa suya era más típica que excepcional. Por extraño que parezca, ningún Han rendía ningún respeto a otro ni lo esperaba a cambio; es decir, no genuino respeto. Su disciplina era rígida y despiadada, de sangre fría. Las cortesías más elaboradas se exigían y concedían entre iguales y de inferiores a superiores, pero tal era la inteligencia y la degradación moral de esta notable raza, que todos reconocían estas cortesías por lo que eran; debían de haber sido necesariamente burlas huecas. Se complacían en obligarse mutuamente a seguir con ellas, cada uno tratando de superar al otro en cínicas y sardónicas estocadas, ataviados con la cortesía más meticulosamente ceremoniosa. De hecho, mi captor, por esta cruda referencia al origen de su gobernante, estaba simplemente demostrando ser un tipo vulgar, culpable de una vulgaridad más que de un comentario traidor o irrespetuoso. Un oficial de mayor rango y mejor educación habría logrado una indirecta inteligente, menos directa, pero igualmente sencilla.
Yo estaba a punto de preguntarle en qué parte del país estábamos y adónde me iban a llevar cuando uno de sus hombres se acercó corriendo a él con un pequeño electrófono portátil, que colocó frente a él con muchas reverencias.
El líder conversó por el aparato durante un rato, y luego condescendió a darme la información de que una nave pronto estaría por encima de nosotros y que me iban a trasladar a la misma. Al decirme esto, se las arregló para transmitir, con toscos intentos de fingida cortesía, que él y sus hombres se sentirían aliviados de deshacerse de mí como una amenaza para la salud y el saneamiento, y que disfrutarían de un placer exquisito en inflingir mi persona a la tripulación de la nave.
Unos veinte minutos después llegó la nave. Se posó lentamente en el barranco sobre sus rayos repeledores hasta que estuvo unos pocos metros por encima de las copas de los árboles. Allí se detuvo y flotó de manera constante mientras se bajaba con un cable una pequeña jaula. Dentro de esta fui empujado y encerrado, después de lo cual la jaula se elevó rápidamente hasta un agujero en la parte inferior del casco, en el que encajó cómodamente y yo entré al interior de una nave no muy diferente a la que yo había tenido mi fatídico encuentro, la jaula estando desbloqueada.
La cabina en la que estaba confinado no era un compartimento exterior, sino que estaba equipada con varias placas de visualización.
La nave se elevó a gran altura y se dirigió hacia el oeste a tal velocidad que el zumbido del aire que pasaba por sus suaves placas se convirtió en un gemido agudo, casi inaudible. Después de un lapso de algunas horas llegamos a la vista de una impresionante cadena montañosa, que correctamente supuse que eran las Rocosas. Desviándonos ligeramente, nos dirigimos hacia uno de los pináculos más altos de la cordillera, y allí, desplegada en una de las placas de mi cabina, una vista gloriosa de Lo-Tan la Magnífica, una ciudad de cuentos de hadas con relucientes agujas de cristal y colores iridiscentes, amontonadas sobre paredes transparentes de azul brillante, en la punta de este pico.
Tampoco había ningún brillo de rayos desintegradores rodeándolo que interfiriera con la vista centelleante. Descubrí que las defensas de Lo-Tan eran tan lejanas que se consideraba imposible que un artillero de cohetes estadounidense se colocara dentro del alcance efectivo, y tan numerosas eran las baterías de rayos en los picos de las montañas y en los barrancos, en esta circundante línea de defensas trazada en un radio de no menos de 100 kilómetros, que incluso la nave más grande, en opinión de los Han, podría ser fácilmente llevada a la tierra mediante tácticas de embolsamiento de aire. Y esto, estaba yo más dispuesto a creerlo después de mi propia experiencia reciente.
Pasé dos meses prisionero en Lo-Tan. Honestamente puedo decir que durante todo ese tiempo se prestó toda la atención a mi comodidad física. Los lujos se derramaban encima de mí. Pero fui sometido casi continuamente a alguna forma de tortura mental o agresión moral. La mayoría de los intentos de seducción elaboradamente escenificados me fueron hechos con drogas o con mujeres. Se recurrió al hipnotismo. Las placas de visualización se falsearon para que yo imaginara la completa derrota de las fuerzas estadounidenses en todo el continente. Con increíble paciencia, y trabajando con grandes obstáculos en vista del vigor de la ofensiva estadounidense, el departamento de inteligencia Han descubrió el hecho de que en algún lugar de las fuerzas que rodeaban a Nu-Yok, yo había dejado atrás a Wilma, mi esposa desde hacía menos de un año. De alguna manera, nunca diré cómo, descubrieron un parecido con ella y falsificaron una imagen electronoscópica de ella en manos de torturadores en Nu-Yok, en la que se la mostraba extendiendo sus brazos hacia mí con tristeza, como si suplicara que yo la salvara rindiéndome.
¿Rindiendo qué? Curiosamente, nunca me lo indicaron directamente, y hasta el día de hoy no sé exactamente qué confiaban o esperaban sacarme. Supongo que sería información sobre las ciencias estadounidenses.
Sin embargo, había algo en la imagen de Wilma en manos de los torturadores que no me parecía real, y mi mente seguía resistiendo. Recuerdo haber mirado fijamente esa imagen, el sudor me corría por la cara, buscando ansiosamente alguna evidencia visible de fraude y no pudiendo encontrarla. Era la semejanza idéntica de Wilma. Quizá si mi amor por ella hubiera sido menos grande, habría sucumbido. Pero todo el tiempo supe inconscientemente que esta no era Wilma. Producto de la máxima nobleza de esta viril y robusta raza americana moderna, ella habría muerto bajo una tortura aún peor que la que estos crueles científicos Han sabían infligir, antes de que suplicarme así que yo traicionara a mi raza y el honor de Wilma.
Pero estas eran cosas que ni siquiera el más hábil de los hipnotistas y psicoanalistas Han podía sacarme. Su división de inteligencia tampoco pudo captar que yo mismo era el producto del siglo XX y no del siglo ceinticinco. Si lo hubieran hecho, eso podría haber marcado la diferencia. No tengo ninguna duda de que algunos de sus ataques mentales más sutiles fallaron debido a mi propia "densidad" del siglo XX. Sus hipnotizadores me infligieron muchas pesadillas horribles y me obligaron a hacer y decir muchas cosas que no habría hecho en mi sano juicio. Pero incluso en el siglo XX habíamos aprendido que el hipnotismo no puede hacer que una persona viole sus conceptos fundamentales de moralidad en contra de su voluntad, y con firmeza me armé de voluntad contra ellos.
Desde entonces he pensado que mi novedad a esta edad me ayudó grandemente. De hecho, nunca me he adaptado por completo a ella. E incluso hoy confieso un anhelo de que el hombre pueda viajar tanto hacia atrás como hacia adelante en el tiempo. Ahora que mi Wilma lleva descansando todos estos años, deseo poder volver al año 1927 y retomar mi antigua vida donde la dejé, en la mina abandonada cerca de Scranton.
Y en el período del que hablo, yo estaba menos sintonizado que ahora con el mundo moderno. Por real que fuera mi vida y mi amor por mi esposa, mucho en todo eso era como un sueño, y en medio de mis torturas por parte de los Han, este complejo —este hábito de muchos meses— me ayudaba a decirme a mí mismo que todo esto era también un sueño, que no debía sucumbir porque me despertaría de un momento a otro.
Y así, fracasaron.
Más que eso, creo que me gané algo más cercano al genuino respeto de quienes me rodeaban que cualquier otro Han de esa generación había otorgado a nadie.
Entre ellos estaba el propio San-Lan, el gobernante. Al final fue él quien ordenó el cese de estas torturas y quien me admitió con toda franqueza su convicción de que habían sido inútiles y que yo era en muchos sentidos un superhombre. En lugar de hacerme ejecutar, continuó derramándome lujos y atenciones y, con frecuencia, me ordenó que lo atendiera.
Otra fue su concubina favorita, Ngo-Lan, una criatura de la más atrayente belleza; joven, elegante y delicadamente seductora, cuya habilidad en las artes y las ciencias avergonzaba a muchos de sus doctores. Con esta criatura, su posesión más preciada, ordenó seducirme San-Lan con la máxima insensibilidad moral, instándola a aplicar sin escatimar y en toda su extensión, su conocimiento de las artes del mal. Si no hubiera visto yo el horror desnudo del alma de esta mujer, que ella dejó entrar en sus ojos durante un solo instante de descuido, y si no hubiera sido por mi convicción de la fe de Wilma en mí, no sé qué habría... pero baste decir que también resistí este asalto.
Si San-Lan lo hubiera sabido, podría haber tenido una mejor oportunidad de romper mi resistencia a través de otro poco de feminidad en su hogar, la pequeña princesa Lu-Yan de nueve años, su hija.
Creo que San-Lan sentía algo de verdadero afecto por este pequeño ácaro vivaz, que a pesar del enfermizo conocimiento de la podredumbre que ella ya había adquirido a esta temprana edad, era lo más cercano a la inocencia que encontré en Lo-Tan. Pero él no se dio cuenta de esto, y no podía darse cuenta, pues incluso el afecto más natural y fundamental de la raza humana, el de los padres hacia su descendencia, había sido tan degradado y reprimido en esta viciosa civilización Han que resultaba irreconocible. Naturalmente, San-Lan no podía comprender la naturaleza de mi compasión por este pobre niña, ni el hecho de que pudiera haber resultado ser un punto débil en mi armadura. Pero si lo hubiera sabido, creo que él habría estado dispuesto a infligir degradación en ella, tortura e incluso la muerte para hacerme rendir la información que él quería.
Sin embargo, este hombre, producto pervertido de una raza moralmente degradada, tenía algo de verdadera dignidad; algo de sinceridad, de una manera acabada y retorcida. Había momentos en los que yo parecía sentir vagamente, a tientas, con asombro, que él podría tener alma.
La filosofía Han no había admitido la existencia del alma desde hacía siglos. Su concepción no abarcaba más que electrones, protones y moléculas, y aún luchaban desesperadamente por alguna pizca de evidencia de que los pensamientos, la fuerza de voluntad y la conciencia del yo no fueran más que reacciones químicas. Sin embargo, no habían llegado más allá del conocimiento negativo que teníamos en el siglo XX, el de que un cuerpo enfermo embota la conciencia del mundo material, y que ese conocimiento lo ha tenido toda la humanidad desde el principio de los tiempos, que un cuerpo muerto significa una consciencia difunta. Habían logrado producir, por síntesis, lo que parecían ser tejidos vivos, e incluso animales de estructura moderadamente compleja y cerebros rudimentarios, pero no podían dar a estas criaturas el pleno complemento de las características de la vida, ni elevar los cerebros a más que un control mecánico de los tejidos musculares.
En mi opinión, nunca podrían lograrlo. Esta opinión impresionó mucho a San-Lan. Yo esperaba que resoplara su disgusto, como habría hecho la extrema escuela de evolucionistas en el siglo XX. Pero la idea era tan nueva para él y los científicos de su corte como lo era el darwinismo a finales del siglo XIX y principios del XX. Así mi opinión fue recibida con mucho respeto. Dolorosamente y con reajustes mentales forzados, iniciaron una búsqueda filosófica de excusas y justificaciones para la idea.
Todo esto me divirtió mucho, porque, por supuesto, ni la novedad ni la ortodoxia de una hipótesis la harán verdadera si no lo es, ni falsa si lo es. Tampoco la suerte o la fuerza de voluntad con la que yo había resistido a sus hipnotizadores y psicoanalistas podían convertir lo que podía o no ser un hecho universal en algo más o menos un hecho de lo que realmente era. Pero el prestigio que yo había ganado entre ellos y la novedad de mi opinión expresada tuvieron mucho peso en ellos.
Sin embargo, ¿acaso los brillantes científicos en el siglo XX no mostraban con frecuencia la misma falta de lógica? ¿No demostraron los historiadores, los filósofos de la antigua Grecia y Roma, ser los mismos observadores astutos que los de los siglos siguientes, los mismos amos de lo lógico y esclavos de lo ilógico?
Después de todo, reflexioné, el hombre progresa poco en sí mismo. A lo largo de las generaciones sucesivas, acumula los recursos que posee fuera de sí mismo, las herramientas de sus manos y los depósitos de conocimiento para su cerebro, ya sean manuscritos en pergamino, libros impresos o electronoregistrografos. Por lo demás, el hombre nacía hoy, como en la antigua Grecia, con el cerebro en blanco y luchas hasta su tumba, con una comprensión más o menos confusa y con claras limitaciones a lo que solíamos llamar su "tanque de pensamiento."
Este reflejo mío en particular resultó impopular entre ellos, porque apuñalaba su vanidad, y ni mi prestigio ni la novedad de la idea fueron un bálsamo suficiente. Estos Han habían creído y enseñado a sus hijos durante siglos que eran una súper raza, una raza del destino. Destinada a Quién o para Qué, no les resultaba tan claro; pero destinada a "elevar" a la humanidad a una especie de superplano. Aunque a lo largo de estos mismos siglos los Han se habían afanado en el exterminio de los "débiles"; a quienes por sus mismas persecuciones habían convertido en "superhombres" (que ahora se levantaban con gran ira para destruirlos);y en reducirse a las profundidades del vicio ablandador y la fibra moral flácida. ¿Era extraño que me miraran asombrados cuando yo me reía abiertamente en mitad de algunas de sus especulaciones más serias?
Mi posición entre los Han en este período era peculiar. Era a la vez un prisionero celosamente guardado y un invitado de honor. San-Lan me dijo con franqueza que seguiría siendo lo último sólo mientras siguiera siendo objeto de estudio serio o distracción mental para él o su corte. Me atreví a preguntarle qué se haría conmigo cuando dejara de serlo.
"Naturalmente," dijo, "serás eliminado. ¿Qué sino? Se necesitan los servicios de quince hombres en total para protegerte, y los hombres, como comprenderás, no se pueden producir y desarrollar en menos de dieciocho años." Meditó con el ceño fruncido por un momento. "Eso, por cierto, es algo que debo abordar con la Oficina de Educación y Nacimiento. Deben desarrollar algún método para acelerar el crecimiento, aun a costa del desarrollo mental. Con vuestros ferales hombres de los bosques saliéndose de control de ese modo, vamos a necesitar mayores recursos de población, y urgentemente.
"Aunque," continuó con más ligereza, "no parece que haya necesidad de que te incomodes por la perspectiva de ese momento. Es cierto que has podido resistir a nuestros psicoanalistas e hipnotizadores y que, por tanto, no tienes ningún valor para nosotros desde el punto de vista de la información militar, pero como filósofo, has demostrado ser realmente interesante."
Se interrumpió para prestar atención a un oficial magníficamente uniformado que apareció de repente en el gran visor que formaba una de las paredes del apartamento. Este mecanismo funcionaba tan perfectamente que el hombre bien podría haber estado en la sala con nosotros. Hizo una profunda reverencia, se enderezó y miró a su gobernante con maliciosa diversión.
"Nacido del Cielo," dijo, "tengo el exquisito dolor de reportar malas noticias."
San-Lan le dirigió una mirada mordaz. "Será menos desagradable si no me distraigo con tu vista mientras informas."
Al oír esto, el hombre desapareció y la placa de visualización presentó una vez más su imagen normal de las montañas al norte de Lo-Tan, aunque la voz prosiguió:
"Nacidos del Cielo, la flota Nu-Yok ha sido destruida, la ciudad está en ruinas y las recién formadas brigadas terrestres, reducidas a 10 000 hombres, se han refugiado en las colinas de Ron-Dak (las Adirondacks) donde están siendo fuertemente atacadas por los miembros tribales, que los han rodeado."
Por un instante, San-Lan se sentó como paralizado. Luego se puso de pie de un salto, de cara al visor.
"¡Déjame verte!" gruñó. La vista de la montaña desapareció al instante y el Oficial de Inteligencia apareció de nuevo, esta vez luciendo un poco asustado. "¿Dónde está Lui-Lok?" gritó. "Pásalo a mi placa del Norte. El comandante que pierde su ciudad muere por tortura. Pásalo. ¡Pásalo!"
"Nacido del Cielo, Lui-Lok se suicidó. Saltó dentro de un rayo cuando los cohetes de los miembros tribales comenzaron a penetrar la muralla de rayos. Lip-Hung está al mando de los supervivientes. Acabamos de recibir un mensaje suyo. No pudimos entenderlo todo. La recepción era muy débil porque él está operando con un aparato de emergencia con la energía de Bah-Flo. La planta de transmisión de energía de Nu-Yok ha sido volada. Lip-Hung ruega una flota de rescate."
San-Lan, con su expresión momentáneamente más cruel, ahora paseaba de un lado a otro de la sala mientras que el pobre desgraciado en el visor, completamente asustado al final, estaba temblando.
"¡Qué!" chilló el tirano. "¿Ruega un rescate? ¿Para rescatar qué? ¿10 000 derrotados y nada mejor que un aparato improvisado? ¿Sin flota? ¿Sin ciudad? ¡Le entregaré a él y a sus 10 000 a los miembros tribales! ¡No nos sirven de nada ya! ¡Fuera! ¡Desaparece! ¡No, espera! ¿Alguno de los cohetes de las bestias ha penetrado las murallas de rayos de otras ciudades?"
"No, Nacido del Cielo. Los miembros tribales solo usaron en Nu-Yok los cohetes cubiertos de esa misma sustancia misteriosa que usan en sus pequeñas aeronaves y que no puede ser desintegrada por el rayo." (Se refería al inertrón, por supuesto).
San-Lan hizo un gesto de despedida con la mano. El oficial desapareció de la vista y las montañas aparecieron una vez más, como si todo el lado de la habitación fuera de cristal.
Más lentamente se paseaba el tirano de un lado a otro. Ahora era el tigre enjaulado, su rostro marcado por el odio y la desesperación de la fatalidad presagiada.
"Expulsado hacia las colinas," murmuró para sí mismo. "No más que 10 000 supervivientes. Cazados como bestias, y por las mismas bestias que nosotros mismos llevamos cazando desde hace siglos. ¡Malditos sean nuestros antepasados por haber dejado vivo a uno solo de los engendros!" Sacudió las manos apretadas por encima de la cabeza. Luego, recordándome de repente, se volvió y me miró. "Hombre del bosque, ¿qué tienes que decir?" demandó.
Así confrontado, se apoderó de mí ese mismo sentimiento de desapego que se había apoderado de mí el día de mi nombramiento con Jefe de los Wyoming.
"Este es el fin de los Aeroseñores de Han," dije en voz baja. "Durante cinco siglos, el dominio del aire ha significado la victoria. Pero eso ya no es así. Durante más de tres siglos, vuestras grandes y relucientes ciudades han sido inexpugnables en toda su arrogante visibilidad. Pero ese día también ha terminado. La victoria vuelve una vez más a la tierra, a los hombres invisibles en la vasta extensión del bosque que cubre las ruinas de la civilización destruida por tus antepasados. Vos habéis sembrado destrucción. ¡Vos habéis de cosecharla!"
"Tus antepasados pensaron que habían convertido en meras bestias a la raza estadounidense. Los redujisteis físicamente al estado de bestias. Pero los hombres tienen alma, San-Lan, y en sus almas los estadounidenses aún apreciaban la chispa de la hombría, del honor, de la independencia. Mientras que los Han han degenerado en una raza de pomposas y mimadas, bestias sin saberlo han criado una raza de superhombres de aquellos a los que buscaban hacer animales. Vosotros habéis criado vuestra propia destrucción. Vuestras ciudades serán arrasadas desde los cimientos. Vuestras flotas aéreas se estrellarán contra la tierra. ¡Tenéis la opción de morir en los escombros o de huir a los bosques para ser cazados y asesinados como habéis tratado de destruirnos a nosotros!"
Y el gobernante de todos los Han se apartó encogido de mi dedo señalador como si este fuese de verdad el dedo de la perdición.
Pero solo por un momento. Gruñóde pronto y se agachó como para saltar hacia mí con sus propias manos. Aunque, por una poderosa convulsión de la voluntad, recuperó el control de sí mismo y asumió una actitud de tranquila dignidad. Incluso sonrió —una lenta y torcida sonrisa.
"No," dijo respondiendo a su propio pensamiento. "No permitiré que te maten ahora. Vivirás, mi honorable invitado, para ver con tus propios ojos cómo exterminaremos a tus hermanos animales en sus bosques. Con tus propios oídos escucharás sus chillidos agonizantes. La fría ciencia de los Han es superior a vuestro espurio conocimiento. Hemos sido descuidados. A nuestra expensa os hemos dejado desarrollar una especie de cerebro, pero nosotros seguimos siendo superiores. Bajaremos a los bosques y os encontraremos, os venceremos en vuestro propio elemento. Cuando hayas visto y oído que esto sucede, mi Concilio ideará para ti una muerte por tortura científica como ningún hombre en la historia del mundo ha sido honrado."
Debo apartarme un poco aquí de mis propias aventuras personales para explicar brevemente cómo se produjo la caída de Nu-Yok, como lo supe después.
Tras mi captura por los Han, mi esposa, Wilma había asumido valientemente el mando de mi banda, los Wyoming.
El jefe Handan, de los Winslow, quien dirigía las fuerzas estadounidenses que invertían en Nu-Yok, se contentó durante varias semanas con el mantenimiento de nuestras líneas mientras esperaba que se completara el primer suministro de cohetes con camisa de inertrón. Por fin llegaron con una cantidad limitada de proyectiles atómicos de muy alta potencia, un poco más de un centenar para ser exactos. Pero este número se estimó que sería suficiente para reducir la ciudad a ruinas. Se distribuyeron los cohetes y se fijó el día del bombardeo final.
Los Han, sin embargo, trastornaron los planes de Handan al lanzar una expedición terrestre por la orilla occidental del Hudson. Al amparo de un ataque aéreo hacia el suroeste, en el que participó la mayor parte de sus naves, esta expedición terrestre se disparó hacia el norte en naves de vuelo a baja altura.
La aeroflota de incursión se precipitó hacia las profundidades de nuestras líneas en su famosa formación de "banco de nubes," con rayos desintegradores tan concentrados que formaron una cortina virtual de destrucción. Grabó en nuestro territorio un surco en cicatriz de un kilómetro y medio de ancho veinte kilómetros.
Todos nuestros artilleros de cohetes atrapados en esta sección fueron aniquilados. En total, perdimos varios cientos de hombres y chicas.
Los artilleros a cada lado de las naves de asalto mantuvieron un fuego continuo. La mayoría de los cohetes se desintegraron, porque Handan no permitiría el uso de cohetes de inertrón contra las naves. De vez en cuando uno encontraba un camino a través de los haces, alcanzba un rayo repeledor y era arrojado hasta estrellarse contra una nave Han.
Las órdenes que Handan gritó en su ultrófono fueron, por supuesto, escuchadas por todos los artilleros de largo alcance del anillo de fuerzas estadounidenses alrededor de la ciudad, y casi todos ellos dispararon contra la flota aérea Han, con la excepción de aquellos equipados con cohetes de inertrón.
Estos últimos se mantuvieron firmes en el objetivo original y rápidamente se abrieron paso dentro de la ciudad con una lluvia de destrucción que los muros de rayos desintegradores no pudieron detener. Los resultados produjeron asombro incluso entre nuestras propias filas.
Donde un instante antes habían estado las grandes masas y torres de Nu-Yok, relucientes de rojo, azul y oro bajo la brillante luz del sol, y brillando a través de la iridiscencia de la "pared" de rayos, se produjo un torbellino hirviente de gigantescas explosiones.
Oleadas de escombros salieron arrojadas hacia el cielo entre gigantescos pulsos de luz cegadora por las detonaciones que sacudieron a los hombres en muchas secciones de la línea estadounidense a diez u once kilómetros de distancia.
Como he dicho, solo había unos centenares de cohetes de inertrón entre los estadounidenses, largos y delgados, que se ajustaban a los cañones ordinarios, pero los laboratorios atómicos ocultos bajo los bosques se habían superado en su construcción. Su liberación de fuerza atómica era casi del cien por ciento, y cada uno de ellos equivalía a cientos de toneladas del trinitrotolueno que yo había conocido en la Primera Guerra Mundial, quinientos años antes, como "T.N.T."
Todo terminó en unos segundos. Nu-Yok había dejado de existir, y las aguas de la bahía y los ríos se vertían ahora en el vasto agujero donde un momento antes habían yacido los estratos rocosos debajo del bajo Manhattan.
Naturalmente, con la destrucción de la planta de transmisión de energía de la ciudad, la flota aérea Han se había desplomado.
Pero las naves de la expedición terrestre río arriba, abrazadas de cerca a las copas de los árboles, habían recogido el guante de los artilleros de largo alcance estadounidenses atareados disparando contra la otra flota Han, en el aire hacia el suroeste, y casi la mitad de ellos había aterrizado antes de que sus naves fueran despojadas energía. La otra mitad se estrelló, llevando consigo a unos 10 000 o 12 000 soldados Han a la destrucción. Pero de aquellos que habían aterrizado a salvo, emergieron los 10 000 que ahora eran los únicos supervivientes de la ciudad, y que se refugiaron en las fortalezas boscosas de las Adirondack.
Los estadounidenses, con su movilidad inmensamente mayor debido a sus cinturones de salto y su familiaridad con el bosque, los tuvieron rodeados en veinticuatro horas.
Pero debido a la velocidad de las maniobras, las líneas no estaban tan estrechamente trazadas y hubo una considerable dispersión de unidades estadounidenses y de los Han. Los Han solo podían hacer un uso de lo más débil del corto alcance de sus unidades de campo de rayos desintegradores recientemente desarrolladas, ya que solo tenían fuentes distantes de transmisión de energía a las que recurrir. Por otro lado, los estadounidenses solo podían usar sus cohetes explosivos con moderación por temor a explotarse entre sí.
Así la batalla terminó en una serie de desesperados encuentros cuerpo a cuerpo en los barrancos y laderas de las montañas del distrito.
Los Mifflin y los Altoona, ellos mismos de secciones rocosas y montañosas, dieron un espléndido relato de sí mismos en esta lucha, saltando a las escarpadas laderas sobre el Han y arrojándolos hacia los barrancos, donde podían concentrar con seguridad en ellos el fuego de los cañones de cohetes.
Los Susquanna, con los grandes escudos de inertrón que les servían bien contra los débiles rayos de los Han, avanzaban irresistiblemente cada vez que entraban en contacto con una unidad Han, y sus cañones de cohetes de corto alcance enviaron una lluvia de destrucción explosiva ante ellos.
Pero los Delaware, con sus escudos más pequeños, sus cascos y protectores de piernas de inertrón, y sus pistolas-hacha, operaron más rápido. Se precipitaron contra los Han, disparando desde sus escudos mientras se acercaban, y terminaron el asunto con sus hojas de hacha y los pequeños cañones de cohetes que formaban los mangos de sus hachas.
Fue mi propia unidad Wyoming, equipada con fusiles de bayoneta similares a los rifles de la Primera Guerra Mundial, la que cobró a los Han el precio más terrible.
Avanzaron al doble, colocando un bombardeo continuo delante de ellos mientras corrían, acercándose al enemigo a grandes saltos, cortando, empujando y tajando con esas terribles armas de doble punta con una gran eficacia contra las espadas, cuchillos y las lanzas de los Has, completamente indefensos.
Y así, mi predicción de que la guerra se desarrollaría en un combate cuerpo a cuerpo se verificó desde el principio.
Ninguno de los detalles de esta batalla de los Ron-Daks se conoció en Lo-Tan. San-Lan y su Concilio no recibió más que esbozos muy simples de la destrucción de los supervivientes de Nu-Yok. Y, por supuesto, en ese momento yo no sabía más sobre eso que ellos.
La actitud de San-Lan hacia mí cambió. No buscaba mi compañía como lo había hecho antes, y así terminaron esas largas discusiones y duelos mentales en los que enfrentamos nuestras filosofías. Sospechaba que yo era para él un desagradable recordatorio de cosas que preferiría olvidar y que mi presencia era un presagio de una fatalidad inminente. El hecho de que no ordenase mi ejecución de inmediato se debió, creo, a una especie de fascinación por mí, como la personificación de esta (para él) extraña y misteriosa raza de superhombres que se había desarrollado tan mágicamente de la noche a la mañana a partir de "bestias" del bosque.
Pero aunque lo vi poco después de esto, seguí siendo un miembro de su hogar, si se puede llamar "hogar" a algo sin apariencia de casa.
Los apartamentos imperiales estaban ubicados en la cima de la Torre Imperial, el pináculo más alto de la ciudad que se aferraba a los lados y al pico de la montaña más alta en esa sección de las Montañas Rocosas. Había días en que la ciudad parecía estar construida sobre una isla escarpada en medio de un mar de blancura lanuda, porque con frecuencia el nivel de las nubes estaba por debajo del pico. Y en esos días la única comunicación visual con el mundo de abajo era a través de las placas de visualización que formaban casi todas las paredes interiores de los miles de apartamentos (porque la ciudad era, de hecho, un gran edificio) y con las cuales los inquilinos podían sintonizar casi cualquier punto de vista que quisieran de un elaborado sistema de televisión pública y transmisiones de proyectoscopios.
Cada ciudad Han tenía muchas estaciones de radiodifusión a la vista del público, que operaban en rangos de sintonización que no interferían con otros sistemas de comunicación. Por ligeras tarifas adicionales, un ciudadano de Lo-Tan podía, si se sentía inclinado, "visitar" la orilla del mar, o los lagos o los bosques de cualquier parte del país, porque cuando tal escena se proyectaba en las paredes de un apartamento, el efecto era exactamente el mismo que si uno estuviera mirando a través de una gran ventana la escena misma.
También era posible, por una tarifa ligeramente más alta, establecer una conexión mutua entre apartamentos en la misma ciudad o en diferentes ciudades, de modo que una familia en Lo-Tan, por ejemplo, podía "visitar" amigos en Fis-Ko (San Francisco) llevarse su apartamento, por así decirlo, con ellos; estando a todos los efectos separados de sus "anfitriones" sólo por una gran pared de vidrio que no interfería ni con la visión ni con la conversación.
Estos proyectoscopios de visión y visita pública explican esa profundidad absoluta de pereza a la que los Han habían sido arrastrados por su civilización. No había ningún incentivo para que nadie abandonara su apartamento a menos que estuviera en el ejército o en el servicio aéreo, o miembro de uno de los servicios de reparación que de vez en cuando tenía que recorrer los pasillos y pozos de la ciudad, algo así como los antiguos. bomberos, para realizar alguna reparación de emergencia a la maquinaria de la ciudad o sus aparatos eléctricos.
¿Por qué iban a salir de casa? La comida, maravillosos brebajes sintéticos de cualquier sabor y consistencia deseados (y por una tarifa adicional de acuerdo con la prescripción dietética del individuo) le llegaban a través de un túnel desde el cual la bandeja se deslizaba automáticamente sobre un conveniente estante o mesa.
A voluntad podría sintonizar una representación teatral de películas sonoras. Podría visitar y hablar con sus amigos. Respiraba el aire filtrado más fresco en su propio apartamento, a cualquier temperatura que deseara, fragante con el aroma de las flores, el olor aromático de los bosques de pinos o el sabor salado del mar, como él prefiriera. Podía "visitar" a sus amigos a voluntad, y aunque su apartamento en realidad podría estar enterrado a muchos miles de metros de la muralla exterior de la ciudad, no por eso era menos "exterior," en virtud de las paredes de su placa de visualización. Incluso había un sistema de tubos, con líneas troncales, ramales y locales y un sistema de conmutación automatizada, mediante el cual los artículos dentro de ciertos límites de tamaño podían enviarse desde cualquier apartamento a cualquier otro de la ciudad.
De hecho, las mujeres se desplazaban por la ciudad más que los hombres, ya que no tenían obligaciones fijas. No se les exigía ningún trabajo y, aunque nominalmente libres, su dependencia de la pensión del gobierno para sus necesidades y de sus "maridos" (del momento) para sus lujos las reducía virtualmente a la condición de esclavas.
Cada una tenía su propio apartamento en la Ciudad Baja, con una única placa de visualización pequeña, instalaciones de "visitas" muy limitadas y un crédito mínimo para comida y ropa. Este apartamento le era asignado al graduarse de la Escuela Estatal, en la que había sido colocada de niña, y seguía siendo suyo de por vida, sin importar si lo ocupaba o no. Al concluir sus diversos "matrimonios," volvía allí en espera de hacer un nuevo matrimonio. Naturalmente, a medida que aumentaban sus años, sus retornos se volvían más frecuentes y su estadía más prolongada, hasta que finalmente, abandonando la esperanza de hacer otro matrimonio, terminaba sus días allí, generalmente entre borracheras y cualquier otra forma de barata disipación que pudiera permitirse su subsidio, muriendose de hambre.
Los hombres también recibían la misma pensión estatal, suficiente para las necesidades, pero no para los lujos de la vida. La recibían sólo como pensión de vejez y previa solicitud.
Cuando los niños se graduaban de la escuela estatal, generalmente eran "adoptados" por sus padres y llevados a los hogares de estos últimos, donde disfrutaban de lujos que superaban con mucho su propio poder adquisitivo. No es que sus padres derrocharan afecto en ellos, ya que, como he explicado antes, los Han estaban tan atrofiados moralmente y científicamente desarrollados que el amor y el afecto, tal como los conocíamos los estadounidenses, eran emociones inexpertas o reprimidas en ellos. Estas eran reemplazadas por la lujuria y el orgullo de posesión. Mientras agradara la vanidad de un padre y no derrochara el coste, se quedaría con un hijo, pero no de otra manera.
Los jóvenes, por supuesto, comenzaban a trabajar con el salario mínimo, que era algo más alto que la pensión. Había trabajo para todos en puestos de menor responsabilidad, pero muy poco trabajo físico.
Al recibir su nombramiento de una u otra de las grandes corporaciones que manejaban la producción y distribución de la vasta comunidad (cuyas participaciones estabab agrupadas y eran mantenidas por el gobierno, es decir, por el mismo San-Lan, en fideicomiso de todos los trabajadores según sus cargos) era asignado a un apartamento-oficina, o un apartamento contiguo al grupo de oficinas en el que iba a estar su escritorio. La mayor parte del trabajo se realizaba en oficinas de apartamentos individuales.
El joven, por ejemplo, podía reclinarse cómodamente en su apartamento cerca de la parte alta de la ciudad y durante tres o cuatro horas al día para inspeccionar, a través de su visor y ciertos aparatos especialmente instalados, el resultado de cierto proceso en una de las vastas fábricas de alimentos controladas automáticamente enterradas a mucha profundidad bajo la base de la montaña, donde el gemido de su maquinaria zumbante y palpitante no perturbaba la paz y la tranquilidad de los ciudadanos en la cima de la montaña. O se le podía pedir simplemente que observara el funcionamiento de una máquina contable en una tienda automática.
No se puede negar que el sistema económico de los Han era maravilloso. Por ejemplo, se podía entregar un traje en el apartamento de un hombre sin que una mano humana hubiera tocado la prenda nunca.
Habiendo decidido que deseaba un traje de un estilo general dado, simplemente sintonizaba una transmisión visual de la visualización de varias selecciones, y cuando había hecho su elección, marcaba el número del artículo y presionaba el botón de pedido. Simultáneamente, el cargo se haría automáticamente en su número de cuenta y se acreditaría como una venta en los registros automáticos de esa fábrica en particular en la casa de cuentas. Y su placa de cuenta, escondida detrás de una puertecita en la pared, registraría su nuevo saldo de crédito. Un traje empaquetado automáticamente hecho al estilo y tamaño estándar por maquinaria automática a partir de material producido sintéticamente, se deslizaría en el conducto de entrega, con dirección magnética, y dentro de cualquier lugar desde unos pocos segundos hasta treinta minutos más o menos, de acuerdo con el volumen de negocios en los toboganes y la caída en la canasta de entrega en su habitación.
Diariamente se acreditaba su salario en su cuenta, y mensualmente también su parte de los dividendos (según su cargo) del Imperial Investment Trust, después de la deducción de impuestos (a través de las máquinas automáticas de contabilidad) para el sustento de los jubilados de la ciudad y cualquier suma. El propio San-Lan había optado por deducir los gastos personales y las propinas.
Un hombre no podía legar su participación en la propiedad de la industria a su hijo, porque ese interés cesaba con su muerte, pero su acumulación de crédito, sobre la cual se pagaban los intereses, se acreditaba a su hijo mayor registrado como una cuestión de derecho.
Dado que muchas de estas fortunas crediticias (los Han habían abandonado el oro como base financiera siglos antes) eran tan grandes que atraían intereses que superaban los costos de lujo más elevados de un solo individuo, había una clase de ricos ociosos formada por los hijos mayores, transmitiendo estas fortunas crediticias de generación en generación. Pero los hijos menores y las mujeres no participaron en estas fortunas, excepto por los caprichos y el favor de los "Man-Dins" (mandarines), como se conocía a estos herederos.
Estos Man-Dins formaban una clase distinta de la población y representaban alrededor del cinco por ciento de ella. Era distinto de los Ku-Li o gente común, y de la "Ki-Ling" o aristocracia compuesta por aquellos hombres más enérgicos (al menos mentalmente más enérgicos) que eran los jefes ejecutivos activos o retirados de las diversas industrias., administraciones educativas, militares o políticas.
Un hombre podría, si así lo deseaba, transferir parte de su crédito a una mujer favorita, que luego seguiría siendo suya de por vida o hasta que ella lo agotara, y por supuesto, el objetivo principal de la mayoría de las mujeres, ya sea como esposas o favoritas. era engañar a un hombre rico para conseguir un asentamiento de este tipo.
Cuando tenía éxito en esto, y al recuperar su libertad, una mujer se clasificaba social y económicamente con los Man-Dins. Pero a su muerte, lo que quedaba de su crédito se transfería al fondo imperial.
Cuando uno considera que los Han, desde los días de su éxodo de Mongolia y su conquista de Estados Unidos, nunca habían tenido ningún ideal de monogamia, y considera el hecho de que el matrimonio no era más que una formalidad temporal que cualquiera de las partes podía rescindir mediante notificación oficial —después de todo el matrimonio no le daba a una mujer derechos o prerrogativas reales que no pudieran ser cancelados por el capricho de su marido, y la establecía como nada más que la favorita de su harén si él tenía un ingreso lo bastante grande como para mantener uno— era fácil ver que no existía nada parecido a una verdadera vida familiar entre ellos.
Las mujeres libres deambulaban por los pasillos de la ciudad, importunando patéticamente el matrimonio, y las esposas pasaban la mayor parte del tiempo que no estaban bajo la atenta mirada de sus maridos en coqueteos e intentos de tener mejores perspectivas para sus próximos matrimonios.
Naturalmente, el mayor problema de la comunidad era estimular la tasa de natalidad. El sistema de créditos especiales a las madres había comenzado siglos atrás, pero no había sido muy eficaz hasta que las mujeres se vieron privadas de todo otro poder adquisitivo, e incluso en el momento en que escribo, eso solo tuvo un éxito parcial, a pesar de las grandes recompensas para los hijos. Resultaba difícil que las recompensas fueran lo bastante atractivas para persuadir a las mujeres que dejaran sus ligeros coqueteos más remunerativos. Los estándares eugenésicos también fueron una desventaja.
De hecho, San-Lan estaba considerando un cambio revolucionario en las normas económicas y morales cuando la revuelta de los hombres del bosque trastornó sus planes delicadamente trazados, porque, como él me había explicado, no era fácil alterar las costumbres de siglos en lo que a él le agradaba llamar la "moral" de su raza.
Él también tenía otra razón. Los hombres físicamente activos de la comunidad comenzaban a adquirir una dominación bastante peligrosa. Estos incluían hombres en el ejército, en las aeronaves y en aquellas relativamente pocas actividades civiles en las que las máquinas no podían hacer el trabajo y el pensamiento de rutina. Los soldados comunes y las tripulaciones aéreas ya exigían y recibían una remuneración más alta que todos los demás, excepto los más altos de los Ki-Ling, los líderes industriales y científicos, mientras que los mecánicos y reparadores que podían —y querían— trabajar duro físicamente tenían ingresos más altos que los Príncipes de la Sangre. Y aunque estos constituían sólo una fracción del uno por ciento de la población, en realidad dominaban la ciudad. San-Lan no se atrevía a dar ningún paso importante en el desarrollo del sistema industrial y militar sin consultar a su concilio o al (Sindicato) Yun-Yun, como se le conocía.
Socialmente las ciudades Han estaban en una condición caótica en este momento, entre morales que no eran morales, familias que no eran familias, matrimonios que no eran matrimonios, hijos que no conocían hogar, trabajo que no era trabajo, eugenesia que no funcionaba. Entre Ku-Lis, que envidiaba a las clases más ricas pero era demasiado perezoso para buscar las recompensas ofrecidas libremente por la iniciativa individual. Los Ki-Lings intelectualmente activos y físicamente perezosos que despreciaban su letargo. Los zánganos Man-Din que miraban a ambas clases con una tolerancia desdeñosa. Los Príncipes de la Sangre, arrogantes en su asunción de una herencia de un Cielo en el que no creían y finalmente las tres castas del ejército, los servicios de reparación aérea e industrial, igualmente arrogantes y con más razón en su conciencia del poder físico.
El ejército ejercía un poder policial cruelmente descuidado e imparcial sobre todas las clases, incluidos los aviadores, cuando estos últimos estaban en el aeropuerto. Pero no se atrevía a tocar a los reparadores, que, por lo que yo pude ver, deambulaban por los pasillos de la ciudad a su antojo durante sus horas libres, imponiendo sin impedimento su voluntad a quienquiera que se encontraran.
Incluso un Príncipe de la Sangre se retiraría a un pasillo lateral, con su escolta de una veintena de hombres, para dejar pasar a uno de estos "reyes" laborales, en lugar de arriesgarse a un altercado que pudiera resultar en problemas para el gobierno con el Yun-Yun independientemente de los aciertos y perjuicios del caso, salvo que se hubiese realizado una fuerte transferencia crediticia del saldo del Príncipe al del trabajador. Pues la maquinaria de la ciudad no podía seguir funcionando ni quince días sin que algún accidente requiriera un delicado trabajo de reparación que la dejaba parcialmente fuera de servicio. Y el Yun-Yun se apresuraba a resentir cualquier cosa que pudiera interpretar como un desaire a uno de sus miembros.
En último análisis, fueron estos hombres del Yun-Yun, numéricamente los menos en las clases, quienes gobernaron la civilización Han, porque para todos los propósitos prácticos controlaban la maquinaria de la que dependía esa civilización para su existencia.
Políticamente, San-Lan podía equilibrar las organizaciones del ejército y las flotas aéreas entre sí, pero no podía romper el control de los reparadores sobre la maquinaria de las ciudades y las plantas de transmisión de energía.
Muchas veces, durante los meses que permanecí prisionero entre los Han, había tratado de desarrollar un plan de fuga, pero no podía concebir nada que pareciera tener alguna posibilidad razonable de éxito.
Si bien se me permitía una libertad casi completa dentro de los confines de la ciudad, y a veces se me permitía visitar incluso los puestos de avanzada militares y las baterías de rayos desintegradores en las montañas circundantes, nunca estuve sin una guardia de menos de cinco hombres bajo el mando de un oficial. Estos hombres eran soldados escogidos y estaban armados con pistolas de rayos desintegradores, poderosas aunque de corto alcance, capaces de aniquilar cualquier cosa dentro de un radio de treinta metros. Nunca relajaban la vigilancia. El oficial de guardia se mantenía constantemente a mi lado o a un par de pasos detrás de mí, mientras que algunos de los otros tenían órdenes estrictas de no acercarse nunca a mi alcance ni alejarse más de doce metros. Una vez se me ocurrió la idea de agarrar al oficial a mi lado y usarlo como escudo, hasta que descubrí que la guardia tenía órdenes de destruirnos a los dos en tal caso.
Así yo vaguaba por los pasillos de la ciudad donde quisiera. Visité las grandes fábricas al pie de los pozos que conducían a la base de la montaña, donde, desatendidas de todo mecánico, grandes turbinas zumbaban y gemían, pistones gigantes se hundían hacia adelante y hacia atrás, e inmensos sistemas de depósitos químicos, tuberías y convertidores realizaban automáticamente sus funciones sin la ayuda de ninguna mano humana, sino bajo la minuciosa inspección televisiva de muchos dandis perfumados y reclinados a sus anchas ante los visores de las oficinas de sus apartamentos en la ciudad, que se aferraban a la cima de la montaña muy por encima.
Solo había dos restricciones a mi libertad de movimiento. No se me permitía acercarme a la estación de transmisión de energía en la cima ni a su complementaria enterrada a cinco kilómetros bajo la base de la montaña. Y nunca se me permitía acercarme a menos de treinta metros de ninguna máquina de rayos desintegradores cuando visitaba los puestos militares en las montañas circundantes.
Noté por primera vez los "túneles de escape" un día que yo había descendido al nivel más bajo de todos, la ubicación de la Planta Electrónica, donde máquinas, conocidas como "desintegradores inversos," alimentados con tierra y roca triturada por transportadores automáticos, sometían este material al rayo desintegrador, mantenían cautivos los electrones liberados dentro de sus campos magnéticos y los transformaban lentamente en suministros de metales y otros elementos deseados.
Los túneles me llamaron la atención por el inusual hecho de que los hombres entraban y salían afanosamente. Casi toda la fuerza de reparación parecía estar concentrada aquí. Eran hombres fornidos y musculosos, con los mismos semblantes orientales modificados que el resto de los Han, pero con una cierta rudeza que faltaba en el resto de la indolente población. Sudaban mientras trabajaban en la construcción de carros magnéticos evidentemente diseñados para viajar por estos túneles, colocando automáticamente tuberías para ventilación y control de temperatura. Los túneles en sí parecían haber sido perforados con rayos desintegradores, que podían perforar rápidamente la roca sólida, formando paredes vidriosas iridiscentes a medida que perforaban y no implicaban ningún problema de eliminación de escombros.
Le pregunté a San-Lan al respecto la vez siguiente que lo vi, porque el oficial de mi guardia no me daba información.
El gobernante supremo de los Han sonrió burlonamente.
"No hay ninguna razón por la que no debas conocer su propósito," dijo, "porque nunca podrás evitar que los usemos. Estos túneles constituyen el camino hacia una nueva era Han. Tus hombres del bosque han convertido nuestras ciudades en trampas, pero no han captado nuestras mentes y nuestros poderes sobre la Naturaleza. Aún somos amos, dueños del mundo y de los hombres del bosque."
"Vosotros habéis revolucionado las tácticas de guerra con vuestros cohetes explosivos y vuestra estrategia de lucha desde posiciones ocultas, a kilómetros de distancia, donde no podemos encontraros con nuestros rayos. Habéis abatido nuestras naves desde el aire y destruido nuestras ciudades. Pero nosotros escaparemos."
"Por estos túneles partiremos hacia nuestras nuevas ciudades, profundamente subterráneas y esparcidas a lo largo y ancho de las montañas. Están casi completadas ahora. Nunca nos sacaréis de ellas, ni siquiera con vuestros explosivos más poderosos, porque os será más difícil encontrarlas que para nosotros localizar a un artillero forestal debajo de su frondosa cobertura de kilómetros de árboles, y porque la ciudad estará demasiado bajo tierra."
"Pero," objeté, "el hombre no puede vivir y florecer como un lunar apartado continuamente de la luz del día, sin los rayos del sol que dan la salud que el hombre necesita."
"¿No?" San-Lan se burló. "Puede que los salvajes miembros tribales no puedan hacerlo, pero nosotros somos una civilización. Crearemos nuestra propia luz del sol en las entrañas de la tierra. Si es necesario, podemos fabricar nuestro aire sintéticamente; no el aire cargado de gérmenes de la naturaleza, sino Aire absolutamente puro. Nuestras ciudades subterráneas se calentarán o refrigerarán artificialmente según las condiciones lo requieran. ¿Por qué no vivir bajo tierra si lo deseamos? Producimos todas nuestras necesidades sintéticamente. Tampoco podréis localizar nuestras ciudades con indicadores electrónicos."
"Verás, Rogers, sé lo que tienes en mente. Nuestros científicos lo han planeado cuidadosamente. Toda nuestra maquinaria y procesos estarán protegidos para que no existan perturbaciones electrónicas en la superficie. Y luego, desde nuestras ciudades subterráneas saldremos a su debido tiempo para librar una despiadada guerra contra tus salvajes hombres del bosque hasta que hayamos hecho por fin lo que nuestros antepasados debían haber hecho, exterminarlos hasta la última bestia."
Acercó su rostro burlón al mío. "¿Tienes alguna respuesta a eso?" Me exigió.
Mi impulso fue plantarle un puño en la cara, porque no podía pensar en otra respuesta. Pero me controlé, e incluso me obligué a reír a carcajadas para irritarlo.
"Es un buen plan," admití, "pero no tendrás tiempo para llevarlo a cabo. Mucho antes de que podáis completar vuestras nuevas ciudades, habréis sido destruidos."
"Se completarán en una semana," respondió triunfalmente. "No nos hemos dormido, y nuestros recursos mecánicos y científicos nos hacen dueños del tiempo y de la tierra. Ya verás."
Naturalmente, yo estaba preocupado. Habría dado mucho si hubiera podido transmitir esta información a nuestros jefes.
Pero dos días después surgió dentro de mí un gran júbilo, cuando a lo lejos hacia el este y también hacia el sur, llegó el retumbar y continuo del fuego de los cohetes. En ese momento yo estaba en mi propio apartamento. El capitán Han de mi guardia estaba conmigo, como de costumbre, y dos guardias estaban junto a la puerta. Los demás estaban en el pasillo exterior. Y tan pronto como lo escuché, interrogué a mi carcelero con una mirada. Él asintió, e hice lo que probablemente todas las personas desconectadas de Lo-Tan hacían en el mismo momento, sintonizar la transmisión local de la Vista del Cuartel General Militar y de la Sala de Control.
Fue como si la pared lateral de mi apartamento se hubiera disuelto y miráramos hacia una gran sala u oficina sin paredes ni techo, reemplazados por la superficie interior de un hemisferio, que de hecho era una vasta placa de visualización en la cual aquello en la sala podía ver en todas direcciones. Unos 200 oficiales de estado mayor tenían sus escritorios en esta sala. Cada escritorio estaba equipado con un sistema propio de pequeñas placas de visualización, y cada oficial era responsable de una determinada sección direccional del "mapa" y se ocupaba de examinarlo con el teleproyectoscopio, con bastante independencia de la vista general que se proyectaba en la placa del domo.
En un escritorio circular elevado en el centro, compuesto enteramente de placas de visualización, estaba sentado el Mariscal Ejecutivo escaneando el hemisferio, pidiendo ocasionalmente vistas telescópicas de una sección u otra en las placas de su escritorio, y observando las pequeñas luces de señal verde pálido que destellaban, cuando los Observadores del Sector llamaron su atención.
Los miembros de la Junta de Estrategia, los Comandantes de Base de las unidades militares y el mismo San-Lan, según entendí, se sentaban en escritorios similares en sus oficinas privadas, en las que se duplicaban todas estas opiniones, y en constante comunicación verbal y visual entre sí y con el personal. Mariscal Ejecutivo.
La vista particular que apareció en mi propia pared, afortunadamente, mostró el lado este de la placa de visualización del domo y en una esquina de mi imagen apareció el propio Mariscal Ejecutivo.
Aunque yo recibía una imagen de la placa de visualización de otra imagen, podía ver claramente el ancho y escarpado valle hacia el este, y la cresta relativamente baja más allá, que debía estar a unos cincuenta kilómetros de distancia.
Era más allá, evidentemente mucho más allá, donde se ubicaba la escena de la acción, porque en la placa no se veía nada más que una bruma impregnada de indefinidos y continuos pulsos de luz sobre la que se destacaba con audaz relieve la baja cresta de la montaña..
En algún lugar del piso de la sala de observación, por supuesto, había un Observador de Sector que miraba más allá de esa cresta, probablemente a través de una estación de proyectoscopio en el segundo o tercer "círculo," ubicado quizá en esa cresta o más allá.
En el mismo momento en que yo deseaba sus instalaciones, el Mariscal Ejecutivo se inclinó hacia un micrófono y dio una orden en voz baja. La vista hemisférica se disolvió y otra tomó su lugar del tercer círculo. Y la vista era ahora la que vería un hombre de pie en la colina distante y baja.
Había otro valle ancho, un cañón ancho y profundo, de hecho, y más allá de esta otra cresta, cuyos contornos ya comenzaban a desvanecerse en la bruma de la barrera. Los destellos de los grandes cohetes detonantes se hicieron momentáneamente más vívidos.
"Esa es la cresta de Gok-Man," reflexionó el oficial Han a mi lado en el apartamento, "y los Hombres del Bosque deben estar a más de ochenta kilómetros más allá."
"¿Cómo lo sabéis?" Pregunté con curiosidad.
"Porque obviamente no han penetrado nuestras líneas de exploración. Mira la línea de observadores más cercana al domo. Están todos ocupados con sus placas de escritorio. Están en comunicación con la línea de exploración. La transmisión de la línea de exploración aún sigue en funcionamiento. Parece que la línea aún no está perforada, pero los cohetes de los miembros tribales están volando y cayendo por este lado de la misma."
Durante toda la noche continuó el bombardeo. A veces parecía acercarse sigilosamente y luego retroceder de nuevo. Finalmente se retiró, retrocediendo hasta las líneas estadounidenses, para avanzar y retroceder alternativamente. Por fin me fui a dormir. El oficial Han parecía ser un tipo relativamente bondadoso, para alguien de su raza, y prometió despertarme si ocurría algo más de interés.
Aunque no lo hizo. Cuando me desperté por la mañana, me hizo un breve resumen de lo que había sucedido, reconstruido a partir de sus propias observaciones y de la transmisión de noticias públicas.
El bombardeo estadounidense había sido un bombardeo de larga distancia, diseñado aparentemente para poner en funcionamiento las baterías de rayos desintegradores Han y así revelar sus posiciones en las cimas y laderas de las montañas, porque los Han, después de la destrucción de Nu-Yok, habían notado rápidamente que ocultar sus posiciones era una mejor protección que una muralla circundante de rayos desintegradores disparados hacia el cielo.
Los Han, sin embargo, no había respondido con rayos desintegradores. Porque ya esta arma, que antes habían creído invencible, estaba restringida a un número limitado de sus unidades militares, y sus fábricas estaban ocupadas produciendo cohetes explosivos no diferentes a los de los estadounidenses en su fuerza motriz y detonación atómica. Habían respondido con estos, disparándolos desde posiciones no reveladas hacia las posiciones estimadas de los estadounidenses.
Dado que los estadounidenses, sin saber la ubicación exacta de la línea exterior Han, habían disparado su bombardeo sobre ella, y los Han habían disparado contra posiciones estadounidenses desconocidas, este primer intercambio de disparos había hecho poco más que batir vastas áreas de montaña y Valle.
Los Han parecían estar eufóricos al sentir que habían rechazado un ataque estadounidense. Yo era más listo. Sentía que el próximo movimiento estadounidense sería la ocupación del aire del que habían expulsado a los Han, y desde los deslizadores para dirigir el lanzamiento de cohetes hacia la ciudad misma. Luego, cuando hubieran destruido esto, entrarían y cazarían a los Han hombre a hombre en las montañas circundantes. El mando del aire seguía siendo importante en la estrategia militar, pero el mando del aire ya no yacía en el aire, sino en la tierra.
Los propios Han intentaron hacer estallar desde el aire las posiciones estadounidenses, al amparo de un ataque masivo de naves en formación "banco de nubes" o formación radiante, pero con muy poco éxito. La mayoría de sus naves fueron derribadas y el resto volvió volando a la ciudad en rayos repeledores muy inclinados. Una de ellas, que tenía sus generadores gravemente dañados cuando aún estaba a ochenta kilómetros de distancia, se derrumbó sobre la ciudad antes de que pudiera llegar a su atracadero en el aeropuerto, y se estrelló contra el techo de cristal de la ciudad, causando grandes daños.
Luego siguieron las "bolas aéreas," una imprevista e ingeniosa resurrección de los estadounidenses de un antiguo principio de tácticas aéreas y submarinas, mediante una aplicación moderna del principio de control remoto.
Las bolas aéreas afectaron mucho la moral de los Han antes de que les fueran entendidas claramente, e incluso después de eso.
Su primera aparición fue bastante misteriosa. Una noche inquieta, mientras el rugido palpitante del distante bombardeo mantenía nerviosos a los habitantes de la ciudad, hubo una explosión cerca de la cima de un pináculo no lejos de la Torre Imperial. Ocurrió en el nivel 732 y provocó que la estructura sobre él se inclinara y se hundiera, aunque no cayó.
Los reparadores —que subieron deprisa los túneles unos minutos después para traer nuevas lámparas de transmisión y reemplazar las que se habían roto— informaron de lo que parecía ser una esfera de metal, de casi un metro de diámetro con una lente de diez centímetros, flotando lentamente por el túnel, como si fuera una criatura viviente haciendo un examen cuidadoso, deteniéndose de vez en cuando mientras su lente giraba como el gran ojo de un cíclope. En el momento en que este "ojo" se volvió hacia ellos, informaron los hombres, la bola "se precipitó" sobre ellos, aplastando a varios hasta la muerte en sus crueles giros y bloqueando el mecanismo del ascensor, aunque no logró atravesarlo. Luego, dijeron los sobrevivientes heridos, volvió a flotar por el túnel, "observándolos" atentamente, y salió del nivel destrozado volando hacia un lado.
La noche siguiente se vieron varias de estas "bolas aéreas," seguidas de explosiones en varias torres y secciones del techo y las paredes de la ciudad. En cada caso, las cuadrillas de reparaciones acabaronn "atropelladas" por estas y sufrieron muchas bajas. En la tercera noche, algunas de las bolas aéreas fueron destruidas por los reparadores y los guardias, que ahora estaban equipados con pistolas desintegradoras.
Sin embargo, esto fue un asunto bastante costoso, ya que en todos los casos el rayo se incrustaba en las paredes del corredor y del túnel más allá de su objetivo, destruyendo mucha maquinaria, dañando los miembros estructurales de esa sección, penetrando en apartamentos y cobrando varias vidas. Además, las "bolas aéreas," al ser destruidas, no podían ser sometidas a inspección científica.
Después de esto cesaron las explosiones, pero durante muchos días las apariciones repentinas de esas "bolas aéreas" en los pasillos y túneles de la ciudad causaron una gran confusión y muchas veces fueron causa de muerte y pánico.
A veces liberaban gases venenosos, y no pocas veces estallaban ellas mismas, en lugar de retirarse, en una verdadera explosión de gérmenes patógenos, lo que requería una cuarentena absoluta por parte del departamento médico de los Han.
Había una total crueldad respecto a la defensa de las autoridades Han, que no consideraban más que el bien de la comunidad en su conjunto; porque cuando establecieron estas cuarentenas, no dudaron en encerrar a miles de habitantes de la ciudad detrás de barreras herméticas que seccionaban diferentes niveles enteros, donde privados de alimentos y ventilación, los miserables habitantes murieron miserablemente mucho antes de que los gérmenes de la enfermedad se desarrollaran en sus sistemas.
Al cabo de dos semanas, toda la población de la ciudad estaba presa del pánico. Se suspendió el servicio de noticias al público y el uso de todos los visores y teléfonos de la ciudad se restringió a las comunicaciones oficiales. La administración de la ciudad había emitido órdenes de que todos los ciudadanos no en servicio debían quedarse en sus apartamentos, pero la orden fue abiertamente burlada, y pequeñas turbas deambulaban por los pasillos, ascendiendo y descendiendo de un nivel a otro, buscando no sabían qué, huyendo de las bolas aéreas que podían aparecer en cualquier lugar, y que la guardia militar las hacía retroceder desde las zonas más recónditas y profundas de la ciudad.
Ahora decidí que había llegado el momento de intentar escapar. En toda esta confusión podría tener una oportunidad, a pesar del peligro de que yo mismo no pudiera escapar de las bolas aéreas y de las dificultades casi insuperables de abrirme paso hacia las afueras de la ciudad y bajar por las escarpadas paredes de la montaña a la que la ciudad se aferraba como un gorro. Hubiera dado mucho por mi cinturón de inertrón, con el que podría haber saltado hacia afuera sin más desde el borde del tejado durante una noche oscura, y bajar flotando suavemente. Anhelaba mi equipo de ultrófono, con el que podría haber establecido comunicación con las asaltantes fuerzas estadounidenses.
Sabía que mi mayor dificultad sería escapar de mi guardia. Una vez libre de ellos, pensé que no sería asunto de nadie en particular, en esa ciudad tan desorganizada, volver a capturarme. No temía los cuchillos de los ciudadanos comunes, y muy pocos de la guardia militar estaban armados con pistolas desintegradoras.
Estaba pues sentado en mi apartamento ocupando mi mente con varios planes, cuando se produjo una conmoción en el pasillo de la ciudad frente a mi puerta. El capitán de mi guardia saltó nerviosamente del sofá en el que había estado reclinado y ordenó a los nerviosos guardias que abrieran la puerta.
En el amplio pasillo, el resto de la guardia yacía muerto o gimiendo, donde había sido derribado por una de estas bolas aéreas, la primera que yo había visto.
La esfera de metal flotaba vacilante sobre sus víctimas, girando de un lado a otro para llevar su "ojo" a varios objetos a su alrededor. Se detuvo en seco al ver la puerta que el guardia había abierto de par en par, vaciló un momento y luego se disparó repentinamente hacia el apartamento con un silbido, arrojando a un rincón lejano a uno de los guardias que no había sido lo suficiente rápido para agacharse. Cuando el capitán desenfundó su pistola desintegradora, la bola se lanzó hacia él con un siseo feroz. El hombre se recuperó del impacto, con el pecho aplastado, mientras su pistola, que afortunadamente había caído con el cañón apuntando en dirección opuesta a mí, disparaba un rayo continuo que se abría paso instantáneamente a través de la pared del apartamento.
La esfera luego se volvió hacia el otro guardia, quien se había arrojado a un rincón y estaba agachado de miedo. Deliberadamente, la bola pareció medir la distancia y la dirección. Luego se lanzó contra él con otro siseo feroz, que ahora vi que provenía de un motorcito cohético, aplastándo al hombre donde yació hasta la muerte.
La bola giró lentamente hasta que la lente volvió a mirarme y flotó suavemente a la altura de mi cara, pareciendo escanearme con su ojo de diez centímetros. Luego habló, con una voz metálica.
"Si eres estadounidense," dijo, "responde con tu nombre, banda y rango."
"Soy Anthony Rogers," respondí aún medio desconcertado, "Jefe de los Wyoming. Fui capturado por los Han después de que mi deslizador quedara inutilizado en combate con una aeronave Han y se hubiera desviado muchos cientos de kilómetros hacia el oeste. Estos Han que habéis asesinado eran mis guardianes."
"¡Bien!" eyaculó la bola de metal. "Llevamos dos semanas buscándote con estos cohetes de control remoto. Sabíamos que te habían capturado. Se captó un mensaje de los Han. Cierra la puerta de tu habitación y esconde esta bola en algún lugar. He apagado el cohete. Ponla en el sofá. Ponle unas almohadas encima. Fuera de la vista. Hablaremos en voz baja, para que ningún Han pueda oírnos y hablaremos solo cuando tú hables con nosotros. "
Descubrí que la pelota flotaba libremente en el aire. Estaba tan perfectamente equilibrada con ultrón e inertrón que tenía casi el peso de una tela de araña. Al final, supongo, se habría posado en el suelo. Pero no tuve tiempo para un experimento tan ocioso. Rápidamente la empujé hacia mi sofá, donde le eché encima un par de almohadas y algo de la ropa de cama. Luego me dejé caer en el sofá con la cabeza cerca. Si los guardias muertos del exterior llamaban la atención y entraba la patrulla Han, yo podía informar del ataque de la "bola aérea" y afirmar que la misma me había dejado inconsciente.
"Un momento," dijo la bola después de que yo informara de estar listo para hablar. "Aquí hay alguien que quiere hablar contigo." Y casi salté del sofá de alegría cuando, a pesar del tono metálico del instrumento, reconocí la voz ansiosa y amorosa de mi esposa, casi histérica por su propia alegría por volver a hablar conmigo.
Pero teníamos poco tiempo que perder en palabras cariñosas y muy poco que dedicar a informarme sobre los planes estadounidenses. Lo esencial era que yo informara de los planes y recursos de los Han al máximo de mi capacidad. Y durante una hora o dos hablé sin parar, dando un resumen de todo lo que había aprendido de San-Lan y sus consejeros, y en particular de los arreglos para llevar a la población de la ciudad a nuevas ciudades ocultas bajo tierra, a través del sistema de túneles irradiados desde la base de la montaña. Y como resultado, los estadounidenses decidieron acelerar su ataque.
De hecho, solo había dos comandos relativamente pequeños frente a la ciudad, me dijo Wilma, pero ambos eran tropas elegidas del nuevo Concilio Federal. Los del sur eran una división de veteranos que unas semanas antes habían destruido la ciudad Han de Sa-Lus (St. Louis). En el este había varias bandas de Colorado y una fuerza expedicionaria de nuestros propios Wyoming. El ataque a Lo-Tan estaba destinado principalmente a atacar la moral de los Han de las otras doce ciudades. Si parecía haber una posibilidad de victoria, las operaciones debían llevarse a cabo, de lo contrario el objetivo sería hacer el mayor daño posible y desaparecer en los bosques si los Han desarrollaban una presión real con su nueva infantería y baterías de campaña de cañones de cohetes y rayos desintegradores.
Las "bolas aéreas" eran simplemente deslizadores en miniatura de forma esférica, controlados ultrónicamente por operadores en tableros de control a kilómetros de distancia, y que veían en sus placas de visualización cualquier imagen que la lente de visión ultrónica en la esfera misma captara en el enfoque predeterminado. El motor cohético propulsor principal estaba diametralmente opuesto a la lente, de modo que la esfera podía dirigirse simplemente manteniendo la imagen de su objetivo centrada en las líneas cruzadas de las placas de visualización. La capa exterior se movía magnéticamente como se deseaba con respecto al núcleo, que estaba estabilizado giroscópicamente. Motores cohéticos auxiliares permitían al operador hacer que una esfera se moviera lateralmente, hacia atrás o verticalmente. Algunas de estas esferas iban equipadas con dispositivos que permitían a sus operadores escuchar y ver a través de sus transmisiones ultrónicas, y la mayoría de las que habían invadido el interior de Lo-Tan estaban equipadas con "altavoces," con la esperanza de encontrarme y establecer comunicación. Otras iban equipadas para un control de dos etapas. Es decir, el control del operador dirigía la esfera de visión y, a través de ella, observaba y dirigía un torpedo aéreo que viajaba delante de él.
La aeronave Han o cualquier otro objetivo seleccionado por el operador de tal combinación estaba condenado. No había escapatoria. Las esferas y los torpedos eran demasiado pequeños para ser derribados. Podían viajar a la velocidad de las balas. Podían seguir una nave indefinidamente, flotar a una distancia segura de su blanco y atacar a voluntad. Finalmente, ni la oscuridad ni las cortinas de humo eran un obstáculo para su visión ultrónica. Las esferas, que habían penetrado y explorado Lo-Tan en su búsqueda de mi posición, habían flotado a través de brechas en las paredes y techos hechas por sus torpedos de avance.
Wilma acababa de explicarme todo esto cuando escuché un ruido fuera de la puerta. Con una advertencia susurrada, me dejé caer de nuevo en el sofá y simulé estar inconsciente. Como no respondí a los golpes y las llamadas para abrir, un destacamento de la policía irrumpió y me zarandeó bruscamente.
"La bola aérea," gemí fingiendo recuperar lentamente la consciencia. "Vino por el pasillo. Mira lo que le hizo a la guardia. Debió haberme rozado la cabeza. ¿Dónde está?"
"Se fue," murmuró el suboficial, mirando con temor a su alrededor. "Sí, sin duda se ha ido. Estos hombres llevan muertos algún tiempo. Y esta pistola. La bala lo alcanzó antes de que tuviera la oportunidad de usarla. Mira, ha atravesado la pared sólo aquí, donde la dejó caer. ¿Quién eres tú? Pareces un miembro tribal. Ah, sí, eres el prisionero especial del Nacido del Cielo. Tal vez debería desintegrarte ahora mismo. Buena cosa. Todo el mundo lo llamaría accidente. ¡Por el Gran Dragón, voy a hacetlo!"
Mientras él hablaba, me tambaleé hasta el otro lado de la habitación para desviar su atención del sofá donde estaba escondida la bola.
De repente, las almohadas y una manta con la que yp había cubierto la bola saltaron por el aire cuando esta salió del sofá golpeando al hombre en la parte baja de la espalda. Pude escuchar su columna vertebral romperse bajo el impacto. Luego salió disparada por el aire hacia el grupo de soldados en la entrada, los derribó y los envió chillando a derecha e izquierda por el pasillo. Implacable y con una velocidad asombrosa, se lanzó contra cada uno de ellos hasta que los cadáveres yacieron grotescamente esparcidos por todos lados, y ninguno había escapado.
Regresó a mí como un fantasma de antaño, la manta aún la cubría (y sin interferir con su visión ultrónica en lo más mínimo), y "se paró" ante mí.
"Los diablos amarillos te iban a matar, Tony," escuché que decía la voz de Wilma. "Tienes que salir de allí, Tony, antes de que te maten. Además, te necesitamos en los tableros de control, donde puedas hacer un uso real de tu conocimiento de la ciudad. ¿Tienes tu cinturón de salto, ultrófono y pistola?"
"No," respondí, "todo eso ha desaparecido."
"No sería bueno que intentaras llegar a una de las brechas en la pared, ni al tejado," reflexionó.
"No, están demasiado bien vigilados," respondí, "y aunque hicieras uno nuevo en un lugar predeterminado, me temo que los reparadores y la patrulla acudirían antes que yo."
"Sí, y te transportarían antes de que pudieras subir a un deslizador," agregó ella.
"Te diré lo que voy hacer, Wilma," sugerí. "Conozco bastante bien los caminos por la ciudad. Supongamos que bajo por uno de los túneles hasta la base de la montaña. Creo que puedo salir. Está oscuro en el valle, así que los Han no pueden verme, y conseguiré sobresalir al aire libre, donde vuestros ultroscopios pueden captarme. Luego, un deslizador puede caer rápidamente y recogerme."
"¡Bien!" Dijo Wilma. "Pero llévate la pistola desintegradora de los Han. Y vete de inmediato, Tony. Pero envuelve esta bola en algo y llévala contigo. Si te atacan, tírala. Me quedaré en el tablero de control y la operaré en caso de emergencia."
Así recogí la bola y la pistola, metí la mano en la que la sostenía en la blusa suelta Han que llevaba, envolví la bola en un trozo de sábana y salí al pasillo, apresurándome hacia la estación de coches magnéticos más cercana, a unos cientos de metros por el pasillo, pero tenía que cruzar casi todo el ancho de la ciudad para llegar al túnel que conducía a la base de la montaña.
Agradecí a la providencia la perfección de los dispositivos mecánicos Han cuando llegué a la estación. El sistema de control automático de estos coches hacía innecesario a los asistentes de estación. Solo tuve que deslizar la llave —que le había quitado al oficial Han muerto— dentro de la máquina de registro de cuentas en la estación para liberar un coche.
Presioné las combinaciones adecuadas de botones de línea principal y secundaria, me senté sosteniendo la pistola lista, pero escondida debajo de mi blusa. El coche se propulsó con una rápida aceleración por el estrecho túnel.
Los tubos por los que se desplazaban estos carros magnéticos (que se deslizaban unos centímetros por encima del suelo del túnel mediante rayos repeledores localizados) eran muy estrechos, solo del ancho del coche, y mi único peligro vendría si el conductor debía darse la vuelta y mirarme a la cara. Si mantenía mi cara hacia el frente y me encorvaba para ocultar mi tamaño, ningún conductor de coche sospecharía que yo no era un Han como él.
El tubo se hundió bajo el tráfico cuando llegó a una línea principal, y mi coche se retrasó magnéticamente hasta que una abertura en el tráfico le permitió girar rápidamente hacia el túnel de la línea principal. A la distancia automática de tres metros, seguía a un coche en el que viajaba una chica con poca ropa, con sus frágiles sedas ondeando en la ráfaga de aire. Maldije mi suerte. Sería mucho más probable que ella se diera la vuelta que un hombre, para ver si había un hombre en el coche de atrás, y si era agradable, ni siquiera la inminente fatalidad de la ciudad y la desmoralización pública causada por las "bolas aéreas" habían embotado las inclinaciones de las mujeres Han por el coqueteo descarado. Y ella se dio la vuelta e hizo precisamente eso.
Antes de que yo pudiera bajar la cabeza, ella me había visto el rostro y sabía que yo no era Han. Vi sus cejas arquearse por la sorpresa, pero la mujer parecía más desconcertada que asustada. Sin embargo, antes de que pudiera tomar una decisión acerca de mí, su coche se había salido del túnel principal en su curso predeterminado, y el mío automáticamente estaba cerrando el espacio con el coche de delante. El pasajero en este vestía el uniforme de un oficial médico, pero no se dio la vuelta antes de que yo saliera del tráfico principal hacia la pequeña estación en la cabecera del túnel.
Este túnel en particular estaba destinado a servir exclusivamente a los niveles más bajos, y dado que su único coche no transportaba más que tráfico expreso, solo lo usaban los reparadores y otros especialistas que ocasionalmente tenían que descender a esos niveles.
Solo había tres personas en el pequeño andén, el cual me recordó mucho a las estaciones de metro del siglo XX. Dos hombres y una chica estaban de pie frente a la puerta del túnel, esperando que el coche regresara desde abajo. Uno de ellos era un soldado, aparentemente fuera de servicio, porque aunque vestía el abrigo militar escarlata, no portaba más armas que su cuchillo. El otro hombre vestía nada más que sandalias y un par de pantalones cortos holgados de un material pesado y útil. No necesité mirar el juego de herramientas compacto y las máquinas de rayos adjuntas a su pesado cinturón, ni el brazalete y la diadema maravillosamente enjoyados que llevaba para reconocerlo como un reparador.
La chica vestía muy escasamente, pero usaba una máscara, lo cual no era inusual entre las mujeres Han cuando salían en sus expediciones de coqueteo, y había algo en la sinuosa gracia de sus movimientos que me pareció familiar. Estaba haciendo el amor desesperadamente con el reparador, cuya actitud hacia ella era de tolerancia complacida pero elevada. El soldado, que no buscaba problemas, se ocupaba estrictamente de sus propios pensamientos y les prestaba poca atención.
Salí de mi coche, aún cargando mi bulto en el que estaba escondida la "bola aérea," y el coche salió disparado cuando tiré de la palanca de liberación. No tan exitoso como el soldado en simular la falta de interés en la chica amorosa y su compañera, atraje de esta última una mirada de desafío altivo, y la chica misma se volvió para mirarme a través de su máscara.
Ella jadeó y se echó hacia atrás alarmada. Y la reconocí entonces a pesar de su máscara. Era la favorita del propio Nacido del Cielo.
"¡Ngo-Lan!" Exclamé antes de poder contenerme.
Ante la mención del nombre, la cabeza del soldado se alzó rápidamente y la propia chica soltó un pequeño grito de terror, encogiéndose sobre su corpulento compañero. Esto significaría la muerte para ella si llegara a oídos de su señor.
Y su compañero, arrogante en su inmunidad de reparador, no dudó ni un segundo. Su brazo salió disparado hacia el soldado, que estaba más cerca de él que yo. Hubo el destello de la hoja de un cuchillo, y el soldado se hundió hasta sus pies cayendo como un saco de patatas, y antes de que mi mente hubiera captado el peligro, él había barrido a la chica a un lado y estaba saltando hacia mí.
Que viví por un momento incluso se debió a la devoción de mi esposa, Wilma, quien en algún lugar de las montañas hacia el este estaba lealmente ante el tablero de control de la bola aérea que yo cargaba.
Porque incluso cuando el Han saltó hacia mí, el bulto que contenía la bola aérea, que había puesto a mis pies, se disparó en diagonal hacia arriba, alcanzando al tipo en medio de su salto y arrojándolo contra la puerta enrejada del hueco del ascensor, e inmovilizando allí su cuerpo sin vida.
En un instante la chica miró con mudo horror al que había sido su amante secreto, luego se arrojó a mis pies, retorciéndose y chillando de terror.
En ese momento, el ascensor se detuvo repentinamente detrás de la rejilla y, preparado para lo peor, lo enfrenté con la pistola desintegradora en alto.
Pero bajé la pistola de inmediato con un suspiro de alivio. El ascensor estaba vacío. Por un momento lo consideré. No me atrevía a dejar atrás ninguno de estos cuerpos ni a la chica al descender por el túnel. En cualquier momento, otros pasajeros podrían deslizarse fuera del túnel para tomar el ascensor y dar la alarma.
Así que apunté un instante el rayo de la pistola a los dos cadáveres. Desaparecieron, por supuesto, en la nada, al igual que parte del andén de la estación. Sin embargo, el daño a la plataforma no se interpretaría necesariamente como evidencia de la fuga de un prisionero.
Luego abrí la puerta del ascensor, arrastré a Ngo-Lan al interior del coche y reprimí sus chillidos histéricos, apreté el botón que hacía que el ascensor se disparara hacia abajo. En unos momentos salí varios miles de metros más abajo, hacia un túnel que iba hacia una de las Puertas del Valle.
La pistola volvió a ser útil, esta vez para la destrucción del ascensor, bloqueando así cualquier posible persecución, pero sin revelar mi huida.
Ngo-Lan luchó como un gato, pero a pesar de que ella se retorcía, arañaba y mordía, la até y amordacé con su propia ropa y la dejé tirada en el túnel mientras yo entraba en un coche y salía disparado hacia la puerta.
Mientras el coche se deslizaba rápidamente por el túnel brillantemente iluminado pero desierto, volví a conversar con Wilma a través del altavoz metálico de la bola aérea.
"El único obstáculo ahora," le dije, "es la enorme puerta al final del túnel. La guardia de la puerta, creo, está apostada tanto dentro como fuera de la puerta."
"En ese caso, Tony," respondió ella, "dispararé la bola hacia adelante y volaré la puerta. Cuando la escuches chocar contra la puerta, tírate de plano en el coche por un instante, después la haré explotar. Entonces puedes correr a través de la puerta hacia la noche. Las naves de exploración ahora están flotando por encima y te verán con sus ultroscopios, aunque la oscuridad te dejará invisible para los Han."
Con esto, la bola salió disparada del coche y se alejó rápidamente por el túnel ante mí. Escuché un golpe metálico distante y me agaché en el veloz coche, tapándome los oídos con las manos. La fuerte detonación que siguió me golpeó y me dejó sin aliento. El coche se tambaleó como un ser vivo al que hubieran empujado, luego volvió a ganar velocidad y salió disparado hacia el enorme agujero negro donde había estado la puerta.
Lo detuve en el montón de escombros y subí a través de este hacia la libertad y la noche. Tropezando, salí al campo abierto y esperé.
Detrás y muy por encima de mí en la cima de la montaña, las luces de la ciudad brillaban y destellaban, mientras que los rayos iridiscentes de innumerables baterías de rayos desintegradores en los picos de las montañas circundantes actuaban de manera continua y nerviosa, entrecruzados en el cielo.
Luego, con un silbido, un cable cayó del cielo y un pequeño asiento descansó en el suelo a mi lado. Me subí a él y, sin más preámbulos, ascendí hacia el deslizador que flotaba a unos cientos de metros por encima de mí.
Media hora más tarde me depositaron en un pequeño claro del bosque donde se encontraba la sede de la banda Wyoming y fui recibido por la subjefa de los Wyoming con una frenética indiferencia por el decoro, quien se abalanzó sobre mí como un torbellino, riendo, llorando y susurrando palabras cariñosas al mismo tiempo, mientras yo la abrazaba a ella, a Wilma, mi esposa, hasta que por fin ella jadeó pidiendo piedad.
"¿Cómo supisteis que me habían llevado prisionero a Lo-Tan?" Le preguntí al pequeño grupo de jefes de los Wyoming reunidos en la tienda de Wilma para recibirme. "¿Y cómo es posible que nuestra banda esté aquí en las Montañas Rocosas? Yo había esperado que después de la caída de Nu-Yok os unirías al anillo del bosque alrededor de Bah-Flo (Buffalo, la llamaba yo en el siglo XX). ) o a las fuerzas de asedio en Bos-Tan."
Explicaron que mi encuentro con la aeronave Han había sido seguido cuidadosamente por varios teluntronoscopistas. Habían visto mi deslizador dispararse hacia el cielo sin control, y lo habían seguido con sus teluntrónoscopios hasta que quedó atrapado en un vendaval a gran altura y se dirigió rápidamente hacia el oeste. Se habían transmitido advertencias untronofónicas pidiendo a las bandas occidentales que me rescataran si era posible. Sin embargo, pocas de las bandas al oeste de las Alleghanies tenían deslizadores, y aunque se informó con frecuencia de mí, no se pudo hacer ningún intento por rescatarme. Los teluntronoscopistas habían informado de mi captura por las tropas de tierra de los Han y de mi probable encarcelamiento en Lo-Tan.
Las bandas de las Montañas Rocosas, al planificar su campaña contra Lo-Tan, habían pedido ayuda al este, y Wilma había conducido a los veteranos de Wyoming hacia el oeste, aunque la otra banda del este había dividido su ayuda entre los ejércitos ante Bah-Flo y Bos-Tan.
El fuerte bombardeo que había escuchado de Lo-Tan, me dijeron, fue simplemente una prueba de las tácticas y la fuerza del enemigo, pero logró poco más que descubrir que los Han tenían las montañas y los picos densamente plantados con artilleros de cohetes propios. Era casi imposible localizar estos puestos de armas, porque estaban bien camuflados de la observación aérea y muy dispersos, no revelaban sus posiciones cuando entraron en acción como lo hacían sus baterías de rayos.
Los Han aparentemente estaban abandonando sus rayos a excepción de la defensa aérea. Yo conté lo que sabía de los planes Han para abandonar la ciudad y sus túneles de escape. Sobre la base de esto, se convocó a un concilio general de Jefes de Banda. Este concilio acordó que era necesaria una acción inmediata, porque probablemente se sospecharía de mi escapada de la ciudad, y San-Lan se inclinaría a iniciar un éxodo de inmediato.
De hecho, la destrucción de la ciudad no nos presentó ningún problema real. Se podían enviar bolas aéreas explosivas contra cualquier objetivo bajo un control que no sería mejor ni si sus operadores viajaran dentro de ellas, y sin riesgo para los operadores. Cuando el operador hacía explotar una bola en su objetivo, o la destruía por accidente, simplemente informaba del hecho a la división de suministros y se colocaba una nueva en la salida de salto, sintonizada con sus controles.
En mi propia banda, los Wyoming, el Concilio delegó la destrucción de los túneles de escape del enemigo. Teníamos un campamento cómodamente ubicado en un cañón boscoso, a unos doscientos kilómetros al noreste de la ciudad, con unos 500 hombres, la mayoría de los cuales eran artilleros de bayoneta, 350 chicas como artilleras de largo alcance y operadores de tableros de control, 91 tableros de control y alrededor de 250 bolas aéreas protegidas con inertrón de un metro, de las cuales 200 eran de la variedad explosiva.
Ordené que todos los tableros de control estuvieran operados, tomando el Número Uno yo mismo, e instruí a los demás para que siguieran mi ejemplo en fila india, en el intervalo mínimo de seguridad, con sus proyectiles configurados para señal en lugar de detonación de contacto.
En mi mente rendí humilde tributo al ingenio de nuestros ingenieros mientras giraba suavemente la palanca que disparaba mi proyectil verticalmente en el aire desde el punto de salto a unos 800 metros de distancia.
El tablero de control que tenía ante mí era un aparato compacto de unos dos metros cuadrados. El centro contenía una placa de visualización de metro y medio. Cualquier vista captada por el "ojo" del untronoscopio de la bola aérea se transmitía automáticamente a un canal de sintonización preciso de esta placa de visualización mediante el mecanismo automático del proyectil. A su vez, mi tablero de control transmitía las señales que controlaban automáticamente los movimientos de la bola.
Encima y debajo de la placa de visualización estaban los punteros y las agujas oscilantes que indicaban la velocidad y el ángulo del movimiento vertical, el altímetro, la brújula direccional y los indicadores de velocidad y distancia horizontales.
A mi izquierda estaba la palanca mediante la cual podía colocar el "ojo" para visión penetrante, normal o de diversos grados de visión telescópica, y a mi derecha la palanca universalmente articulada (muy parecido a la palanca de los aviones antiguos) con su botón de control de velocidad en la parte superior, con el que se "apuntaba" y controlaba direccionalmente la bola
Yo había encontrado la manipulación de estas palancas de lo más instintiva y sencilla incluso con muy poca práctica.
Así, como he dicho, apunté mi proyectil hacia arriba y lo dejé propulsarse hasta una altura de tres kilómetros. Luego lo nivelé y lo propulsé a toda velocidad (umos de 800 kilómetros por hora sin permitir corrientes de aire) en una dirección general hacia el suroeste, mientras aflojaba mis controles hasta que llegué a la vista telescópica de Lo-Tan. Centré la imagen de la ciudad en las líneas cruzadas en medio de mi punto de mira y vi crecer su imagen.
En unos quince minutos la "hilera" de bolas aéreas estaba ante la ciudad, y hablando por mi ultrófono di la orden de alto mientras movía el control del osciloscopio a la posición de penetración y dejaba que mi "ojo" vagara lentamente de un lado a otro a través de las murallas de la ciudad, buscando un lugar desde el que pueda orientarme. Por fin, después de muchas penetraciones, logré tener una vista de la cabeza del túnel en cuyo fondo sabía que estaban ubicados los túneles, y vi que no estábamos demasiado pronto, porque todos los corredores que conducían hacia este túnel estaban abiertos, llenos de Han esperando su turno para descender.
Lentamente dejé que mi "ojo" retrocediera por uno de estos pasillos hasta que "lo saqué" a través del muro exterior de la ciudad. Allí sostuve el lugar en las líneas cruzadas y ordené al Operador Número Dos que se dirigiera a mi tablero de control, donde le indiqué el lugar exacto donde deseaba una brecha en la pared. Volviendo a su propio tablero, él retiró su bola de la "cuerda" y, concentrándose en este punto de la pared, puso su proyectil en contacto y la detonó.
La fuerza atómica de la explosión hizo añicos una gran sección de la pared y, por el momento, temí haber obstaculizado mi propio juego al no haber proporcionado un proyectil menos poderoso.
Sin embargo, después de buscar a tientas, pude maniobrar mi bola a través de un espacio entre los escombros y encontrar el corredor que estaba buscando. Por este pasillo lo envié a la velocidad de una bala del siglo XX, (es decir, a la mitad de la velocidad) para ahorrarme la vista de la matanza mientras cortaba una franja entre la apretada columna del enemigo. Si había alguno que yo no mataba, sabía que las otras bolas de la cadena que seguirían se ocuparían de ellos.
Sin embargo, tuve que reducir la velocidad cerca de la cabeza del eje para cambiar el rumbo, y un mar de rostros malvados, contorsionados por el terror lívido, me miró desde mi visor. Pero ni siquiera el terror pudo ocultar el odio en esos rostros, y surgió en mi mente la imagen de sus largos siglos de crueldad despiadada hacia mi raza, y la desesperanza de cambiar la naturaleza tigre de estos Han. Así que me armé de valor y empujé la bola una y otra vez hacia ese mar de caras, hasta que dejé libre la plataforma de la estación de cualquier enemigo vivo y envié a los supervivientes aplastando su camino como locos por los pasillos lejos de ella. Hubo un par de destellos cegadores en mi placa de visión cuando un oficial Han probó su pistola de rayos en mi proyectil, pero eso fue todo, excepto que debió haber desintegrado a muchos de sus compañeros, porque nuestras bolas estaban enfundadas en inertrón y no sufrieron ningún daño..
Advirtiendo a mi unidad que me siguiera con cuidado, empujé mi palanca de control completamente hacia adelante hasta que mi "ojo" apuntó hacia abajo, y apareció en mi placa de visión el interior cilíndrico liso del eje, desvaneciéndose hacia la base de la montaña, y como un una mota diminuta, muy, muy abajo, estaba el coche, descendiendo con su última carga.
Dejé caer mi bola sobre él, golpeándola hasta el fondo del túnel y con golpes como de martillo aplastando los restos, para poder sacar la bola del túnel en la estación inferior.
Salió a la gran excavación abovedada capaz de albergar a mil personas o más, de la que irradiaban los distintos túneles de escape. Por estos túneles desaparecían los últimos restos de una multitud de fugitivos, mientras soldados de capa roja guiaban el tráfico y reprimían el desorden con la amenaza de sus lanzas y el ocasional movimiento de una pistola de rayos.
Mientras flotaba mi bola en el medio de la caverna artificial, pude verlos tambalearse hacia atrás aterrorizados. De nuevo, los destellos cegadores de algunas pistolas de rayos y las perforaciones instantáneas de los rayos en las paredes. Los capas rojas más cercanos a los túneles de escape huyeron presas del pánico. Aquellos cuyo escape bloqueé dejaron caer sus armas y se encogieron contra las iridiscentes paredes verdes.
Coloqué el resto de mi cadena con cuidado en la caverna y conté las entradas del túnel, girando lentamente mi "ojo" alrededor del semicírculo de estos. Había 26 corredores que divergían hacia el norte y el oeste. Decidí enviar tres bolas a cada uno, dejar doce en la caverna y luego detonarlas todas a la vez.
Asignando corredores a mis operadores, ordené intervalos de ocho kilómetros entre ellos, y tomando la delantera por el primer corredor, ordené el "avanzad."
Pronto mi bola superó a la corriente de fugitivos, aplastándolos a pesar de las pistolas de rayos e incluso los cohetes que se dispararon contra ella. La conduje golpeándola una y otra vez a través de los destacamentos Han que huían, mientras el registro de distancia en mi tablero subía a quince, cincuenta, ochenta kilómetros.
Luego hice un alto y suspendí mis órdenes anteriores. No tenía idea de que los Han habían excavado estos túneles a tales distancias bajo la superficie del suelo. Sería necesario rastrearlos hasta el final y ubicar sus nuevas ciudades subterráneas en las que esperaban establecerse, y en las que muchos se habían establecido a estas alturas, sin duda.
Ochenta kilómetros de aire en estos pasillos, pensé, deberían resultar un buen colchón contra el impacto de la detonación en la caverna. Así ordené la detonación de las doce bolas que habíamos dejado atrás. Como esperaba, hubo poco efecto tan lejos en los túneles.
Pero, por nuestros escopistas que cubrían la ciudad desde el exterior, supe que los efectos de la explosión en la montaña habían sido terribles, mucho más de lo que me había atrevido a esperar.
La montaña misma había estallado en varios puntos, arrojando miles de toneladas de tierra y roca. La mitad de la ciudad se soltó y se deslizó hacia abajo, perdida entre los escombros de la avalancha de la que formaba parte. El resto, retorcido y convulsionado como un ser vivo en agonía, se resquebrajó, se derrumbó y se partió, las torres colapsaron y grandes fisuras aparecieron en los muros. Su planta de energía y maquinaria eléctrica quedaron fuera de servicio. Quince de sus naves exploradoras flotando en el aire directamente encima, despojadas del poder transmitido y sus rayos repeledores desapareciendo, se estrellaron contra las ruinas.
Pero en los túneles de escape continuábamos nuestras exploraciones, ahora seguros de que no se podían transmitir advertencias a las salidas del túnel, y cortamos contingente tras contingente de los odiados hombres amarillos.
Mi registro mostraba ciento diez kilómetros antes de que llegara al final del túnel, y conduje mi bola hacia una vasta ciudad subterránea de grandes corredores brillantemente iluminados, algunos de ellos de cientos de metros de alto y ancho. El esquema arquitectónico era el de una estructuras en forma de encaje de líneas curvas y de una belleza indescriptible.
Ahora nos había llegado la noticia de la destrucción de la ciudad misma, de modo que no existía la necesidad de destruir los túneles de escape. En consecuencia, ordené a los dos operadores que me seguían que enviaran sus bolas a esta ciudad subterránea para buscar el túnel que los Han seguramente tendrían como salida secreta hasta la superficie de la tierra.
Pero en esta coyuntura, acontecimientos de trascendente importancia interrumpieron mis planes para una exploración a fondo de estas nuevas ciudades subterráneas de los Han. Detoné mi proyectil de inmediato y ordené a todos los operadores que hicieran lo mismo y que sintonizaran instantáneamente los nuevos. Ahora sé que destruimos la mayoría de estas nuevas ciudades, pero, por supuesto, en aquel momento no sabíamos cuánto daño habíamos causado, pues nuestras placas de visión se apagaron naturalmente cuando detonamos nuestros proyectiles.
La noticia que me hizo cambiar de planes fue bastante grave. Como he explicado, las líneas estadounidenses se encontraban al este y al sur de la ciudad en las montañas. Mi propia banda ocupaba el flanco norte de la línea este. Al sur de nosotros estaba la Unión de Colorado, una fuerza de 5 000 hombres y unas 2 000 mujeres reclutados de unas quince bandas. Eran una organización espléndida, bien disciplinada y equipada. Sus puestos, bastante distribuidos, ocupaban las cimas de las montañas y otros puntos de ventaja a una distancia de unos doscientos kilómetros al sur. Allí la línea giraba hacia el este y era sostenida por las bandas llegadas desde el sur. Ahora, simultáneamente con los informes de mis exploradores de que una gran fuerza terrestre Han se abría camino hacia nosotros desde el norte y amenazaba con flanquearnos, llegaba la noticia de Jim Hallwell, Gran Jefe de la Unión de Colorado y el comandante en jefe de nuestro ejército, de que otra gran fuerza Han estaba al suroeste de nuestro flanco occidental. Y además, al parecer, la mayoría de las fuerzas militares Han en Lo-Tan habían sido trasladadas fuera de la ciudad y avanzaban hacia nuestras líneas antes de nuestro ataque de bolas aéreas.
La situación no habría sido alarmante si los Han no hubieran tenido mejores armas con las que luchar que sus rayos desintegradores, que naturalmente revelaban la ubicación de sus generadores en el momento en que los rayos visibles entraban en juego, y sus aeronaves, que habíamos aprendído a derribar primero desde el aire y ahora desde el suelo mediantes de proyectiles controlados ultrónicamente.
Pero los Han ya habían aprendido de nosotros la lección en ese momento. Sus electroquímicos habían ideado proyectiles atómicos propulsados por cohetes muy parecidos al nuestro que podían ser lanzados en una tremenda andanada sin revelar la ubicación de sus baterías, y habían equipado a su infantería con cañones de cohetes similares a los nuestros. Esta división de su ejército se había ampliado mediante el reclutamiento general. En lo que respecta a los artefactos explosivos, teníamos pocas ventajas sobre ellos. Aunque tácticamente aún éramos muy superiores: ya que nuestros cinturones de salto permitían a nuestros hombres y mujeres escalar alturas inaccesibles de otro modo, ocultarse fácilmente en las ramas superiores de los árboles gigantes y darles una movilidad general; el enemigo no podía esperar igualarlo.
También teníamos la ventaja, en nuestros untronófonos y visores, en un campo de energía que los Han no podían penetrar, mientras que nosotros podíamos conectarnos con sus electronos o (como yo lo habría llamado en el siglo XX) sus transmisiones de radio.
Informes posteriores mostraron que había no menos de 10 000 Han en la fuerza hacia nuestro norte, que evidentemente estaba equipada con una transmisión de energía portátil, suficiente para fines de comunicación y operación local de pequeñas naves de exploración, pintadas de verde que las hacía difíciles de distinguir en los fondos de montaña y bosque. Estas naves simplemente rozaban la superficie del terreno, casi nunca se perfilaban contra el cielo. Además, los comandantes Han se habían abstenido sabiamente de concentrar sus fuerzas. Se habían desplegado sobre un frente muy amplio y profundo en pequeñas unidades bien dispersas que avanzaban por los valles y cañones paralelos como puntas de lanza. Sus comunicaciones también funcionaban bien, porque nuestros exploradores informaron que su avance también estaba restringido y que mantenían un frente perfecto entre valle y valle con una línea secundaria de baterías pesadas movidas por pequeñas aeronaves de pico a pico, siguiendo un poco las crestas detrás de las fuerzas del valle.
Hallwell había determinado retirar nuestra ala sur, pivotarla hacia atrás para enfrentarse a la fuerza Han que flanqueaba ese lado, quien ya se había abierto camino muy por detrás de nuestra línea.
En el concilio ultronofónico que celebramos de inmediato —cada Jefe sintonizando la banda de Hallwell, aunque permaneciendo con su unidad— Wilma y yo suplicamos un ataque vigoroso en lugar de una maniobra defensiva. Nuestra sugerencia era dividir las fuerzas estadounidenses en tres divisiones, con todos los deslizadores formando una reserva especial, y avanzar rápidamente sobre las tres fuerzas Han detrás de un bombardeo de barrido.
Pero lo mejor que pudimos hacer fue obtener permiso para realizar un ataque de ese tipo con nuestros Wyoming, si así lo deseábamos, para que sirviera de distracción mientras se reformaban las líneas. Y dos de las Bandas del sur en el flanco oeste, que estaban ansiosas por atacar al enemigo, recibieron el mismo permiso.
El resto del ejército se enfureció ante la precaución del concilio, pero hablaba bien de su disciplina el hecho de que no tomaran las cosas en sus propias manos, porque a los ojos de esos hombres del bosque que habían sido acosados durante siglos, la oportunidad de saltar a las gargantas de los Han superaba todas las demás consideraciones.
Así, cuando el concilio firmó, Wilma y yo nos volvimos hacia los rostros ansiosos que nos rodeaban y dimos nuestras órdenes.
En un momento, el aire se llenó de figuras que saltaban mientras los hombres y las mujeres se disparaban por encima de las copas de los árboles y por las laderas de las montañas en el movimiento de despliegue.
Un grupo de nuestros ingenieros se lanzó de cabeza hacia una cueva al otro lado del valle, donde habían instalado una poderosa electronoplanta que operaba con energía atómica. Y unos momentos después, el pequeño receptor portátil, el Jefe de Inteligencia que solía recibir los mensajes del enemigo, comenzó a emitir chillidos y aullidos tan ensordecedores que él lo apagó. Nuestra transmisión heterodina o de "codificación por radio" había entrado en funcionamiento, emitiendo impulsos de longitud de onda que variaban constantemente en todo el rango de transmisión y volviendo inútiles las comunicaciones Han.
Al poco tiempo, nuestros exploradores llegaron saltando por el valle desde el norte, y nuestras bolas aéreas ahora flotaban por encima de las líneas Han, los operadores en los tableros de control cercanos captaban minuciosamente las imágenes de los escuadrones Han luchando por los valles con sus armas comparativamente torpes.
Tan rápido como los visores de bola aérea detectaban a estos escuadrones, sus operadores —cada uno de los cuales en comunicación ultronofónica con una artillera de largo alcance en algún lugar de nuestra línea, le informaban de la ubicación de la unidad enemiga, y esta última, tras un poco de cálculo matemático, enviaba un cohete al aire que caía rugiendo sobre esa unidad o muy cerca de ella y la aniquilaba.
Pero a pesar de todo eso, el número de escuadrones Han era demasiado para nosotros. Y por cada escuadrón que destruíamos, cincuenta avanzaban.
Y aunque las líneas aún estaban separadas por varios kilómetros, en la mayoría de los lugares, y en algunos casos con las crestas de las montañas interviniendo, el control de fuego Han comenzó a detectar la ubicación general de nuestros puestos, y las cosas se volvieron más serias a medida que sus cohetes también comenzaron a silbar y explotar aquí y allá en nuestras líneas, no pocas veces matando o mutilando a una o más de nuestras chicas.
Los hombres, nuestros artilleros bayoneta, aún no habían sufrido, porque esraban más adelantados que las muchachas y tenían órdenes estrictas de no disparar cohetes ni revelar de ninguna manera sus posiciones, por lo que los cohetes Han pasaban por encima de sus cabezas.
Los Han de los valles ahora disparaban descargas diagonales por las laderas hacia las crestas, donde sospechaban que estaríamos apostados con más fuerza, haciendo así un fuego cruzado por los dos lados de una cresta, mientras sus pesadas baterías, algo en la parte trasera, disparaba directamente a lo largo de la parte superior de las crestas. Pero sus fuerzas del valle se estaban desalineando un poco a estas alturas, debido a nuestras operaciones heterodinas.
Yo ordené a nuestros deslizadores, de los cuales teníamos cinco, que pasaran por encima de estas crestas y destruyeran las baterías Han.
Arriba, en los niveles superiores donde estaban ubicados, los Han tenían poca cobertura. Algunas de sus pequeñas naves de rayos repeledores se elevaron para encontrarse con nuestros deslizadores, pero fueron derribadas. Esta derribó un deslizador con un rayo desintegrador, creando un vacío debajo de él, pero no le hicieron ningún daño grave, ya que su caída fue leve. Acto seguido hizo un daño tremendo, limpiando una cresta entera.
Otro deslizador se topó con una catástrofe con una posibilidad de ocurrir de uno entre un millón. Chocó de morro con un cohete pesado Han. Con revestimiento de inertrón y todo, explotó y se pulverizó.
Pero los demás realizaron su trabajo de manera excelente. Pequeñas naves de dos hombres, dirigidas directamente hacia los Han a una velocidad de entre 900 y 1200 kilómetros por hora, no podían ser alcanzadas excepto por pura suerte, y lanzaban sus diminutas pero poderosas bombas por todas partes a medida que avanzaban.
En el mismo instante ordené a las muchachas que dejaran de disparar y que depositaran sus bombardeos en los valles, con sus cañones largos preparados para el máximo avance automático, y para alimentar los depósitos lo más rápido posible, mientras los artilleros de bayoneta saltaban de cerca detrás de este aluvión.
Luego, con una urgencia del siglo XX de ver a través de un visor con mis propios ojos en lugar y de participar en la acción, entregué el mando a Wilma y salté, cinco metros de salto, valle arriba hacia los distantes destellos y truenos.
Había recorrido ocho kilómetros y me había detenido un momento a mitad de camino de la ladera del valle para orientarme cuando una figura se precipitó por el aire por detrás y aterrizó suavemente a mi lado. Era Wilma.
"Puse a Bill Hearn al mando y te seguí, Tony. No dejaré que entres ahí solo. Si mueres, yo también moriré. Ahora no discutas, querido. Estoy decidida."
Así que, juntos saltamos de nuevo hacia el norte y hacia la batalla. Y después de un rato nos detuvimos detrás del bombardeo.
Grandes destellos cegadores, como un muro continuo de gigantescos fuegos artificiales, retrocedían por el valle delante de nosotros, barriendo delante de este en una masa hirviente y arrojadiza de escombros que parecían compuestos de toda la naturaleza, toneladas de tierra, rocas y árboles. De vez en cuando, grandes secciones de las laderas de las montañas se soltaban y se derrumbaban hacia el valle.
Y, saltando de cerca detrás de este bombardeo, con una destreza y un coraje imprudentes que me asombró, nuestros artilleros bayoneta aparecieron en una serie continua de imágenes parpadeantes, perfiladas a medio salto ante el muro de fuego.
No habría yo creído posible que semejante bombardeo pasara sobre ninguno de los enemigos y los dejara ilesos, pero lo hizo. Los Han, operando pequeños rayos desintegradores de transmisiones locales o de campo, perforaban frenéticamente profundos e inclinados agujeros en la tierra mientras ardientes mareas de explosiones rodaban por los valles hacia ellos, y probablemente la mitad de sus unidades pudieron lanzarse ellios mismos y escapar de la destrucción.
Pero, aturdidos y tambaleantes, volvían a salir sólo para encontrarse con la muerte de las armas terribles, desgarrantes, cortantes y hendientes en las manos de nuestros artilleros bayoneta que saltaban.
¡Empuje! ¡Corte! ¡Crujido! ¡Rebanada! ¡Empuje! Arriba y abajo con una velocidad feroz, incansable y deslumbrante, balanceaban las bayonetas y las culatas de las hojas de las hachas los artilleros estadounidenses mientras saltaban y esquivaban, siempre hacia adelante, hacia nuevos oponentes.
Débil e ineficazmente, los soldados Han de capa roja les lanzaban lanzas, agitando sus espadas cortas y cuchillos o azotando con sus pistolas de rayos. Los hombres del bosque eran demasiado poderosos, demasiado rápidos en su movimiento implacablemente eficiente.
Con un grito de alegría impía, yo agarré un rifle bayoneta de las manos de un artillero cuya pierna había desaparecido rápidamente debajo de él por un rayo de pistola, y salté hacia la lucha, lanzándome contra un oficial de capa roja que salía de un "agujero de gusano."
Como el chillido de la Valquiria, el grito de guerra de Wilma sonó en mi oído cuando ella también se disparó como un cohete contra una figura de capa roja.
Yo ataqué con cada gramo de mi fuerza. El oficial Han, sonriendo maliciosamente mientras trataba de levantar el cañón de su pistola, se arrojó hacia atrás cuando mi bayoneta rasgó el aire debajo de su nariz. Pero su sonrisa se convirtió instantáneamente en enfermiza sorpresa cuando la hoja del hacha de la culata de mi arma lo atrapó en la ingle, medio dividiéndolo en dos.
Y por el rabillo del ojo vi a Wilma enterrar su bayoneta en su oponente, gritando de extasiada alegría.
Y así, en cuestión de segundos, nos encontramos en la primera fila, empujando, cortando, esquivando, saltando detrás de ese bombardeo cegador y ensordecedor en un verdadero torbellino de furia, hasta que me pareció que estábamos exultantes en la conciencia de superar incluso esa marea de destrucción en nuestra despiadada eficiencia.
Por fin nos dimos cuenta, aunque al principio de una forma vaga, de que ya no se levantaban más capas rojas del suelo para volver a caer ante nuestras armas giratorias y oscilantes. Poco a poco hicimos una pausa, mirando a nuestro alrededor con asombro. Entonces cesó el bombardeo, y la repentina ausencia del ruido ensordecedor y el muro de luz, en sí mismos, nos ensordecieron y cegaron.
Salté débilmente hacia el lugar donde vi vagamente a Wilma, ahora inclinada y balanceándose sobre los pies, sostenida como estaba por su cinturón de salto, y la agarré entre mis brazos justo cuando ella se hundía suavemente en el suelo.
A nuestro alrededor, los cansados guerreros, ahora enrojecidos por la sangre del enemigo, se hundían exhaustos en el suelo. Y mientras yo también me hundía, agarrando en mis brazos la forma inconsciente de mi esposa guerrera, comencé a escuchar, a través de los ultrófonos de mi casco, el exultante informe del cuartel general.
Nuestro ataque había atravesado directamente el sector enemigo, aniquilándolo por completo todo excepto unos pocos cientos de sus tropas en cada flanco. Y estos, presos del pánico y el terror, se habían dispersado en loca fuga. Habíamos aniquilado una fuerza diez veces mayor que la nuestra. Se salvó el flanco derecho del ejército estadounidense. Y la Unión de Colorado, detrás de nosotros, estaba dando saltos en un gran movimiento circular, acercándose a la fuerza Han que avanzaba desde las ruinas de Lo-Tan.
A lo lejos al suroeste, las bandas del sur, reforzadas al final por la mayor parte de nuestro ala izquierda, habían atacado directamente a la fuerza Han envolvente, destrozándola como un relámpago, y en este momento estaban afanosamente cazando y destruyendo sus restos dispersos.
Pero antes de que la Unión de Colorado pudiera completar la destrucción de la división central del enemigo, los desesperados Han les ahorraron el problema. Compañía tras compañía de ellos, sabiendo que no era posible escapar, se alinearon en los claros y valles del bosque, mientras sus oficiales los eliminaban por centenares con sus pistolas de rayos, que luego volvían contra ellos mismos.
Y así se logró la caída de Lo-Tan. En algún lugar de las actividades hirvientes de estos pocos días, San-Lan, el "Nacido del Cielo," Emperador de los Han en Estados Unidos, pereció, porque nunca más se supo de él y la acción unificada de los Han desapareció con él, aunque pasaron varios años antes de que, una por una, las ciudades restantes fueran destruidas y sus poblaciones perseguidas, completando así la recuperación de Estados Unidos e inaugurando la era de civilización científica más gloriosa y noble en la historia de la raza estadounidense.
Cuando miro atrás a esos emocionales y violentos años desde mi actual punto de vista de existencia en declive en una era de paz y buena voluntad hacia toda la humanidad, estos años parecen salvajes y repugnantes.
Entonces me viene a la memoria la imagen de Wilma (que ya hace mucho que se había ido a descansar) mientras, gritando en un abandono total de furia despiadada, se arrojaba imprudentemente, exultante, en el meollo de esa matanza salvaje e implacable; y mi mente no puede encontrar nada salvaje ni repugnante en ella.
Si yo, producto del relativamente pacífico siglo XX, me dejé llevar tan completamente por la furia de esa guerra, intensificada por siglos de crueldad indescriptible por parte de los hombres amarillos que eran mentalmente dioses y moralmente bestias, ¿me escandalizará la "sed de sangre" de una compañera que, al fin y al cabo, no era más que una chica normal de ese día, y que, chica como era, no vacilaba ni un instante en la gran valentía con la que se lanzaba a ese combate, respondiendo a la apasionada ansia de libertad en su sangre que ni cinco siglos de inhumana persecución habían podido someter?
Si los Han hubieran sido tigres furiosos, o reptiles viscosos y repugnantes, ¿los habríamos perdonado? Y cuando en sus siglos de degradación habían destruido las almas dentro de sí mismos, ¿eran de alguna manera superiores a los tigres o serpientes? Haber extendido misericordia habría sido un suicidio.
En los años que siguieron, Wilma y yo viajamos por casi todas las naciones del mundo que habían logrado deshacerse de la dominación Han, impulsadas por nuestro éxito en Estados Unidos, y nunca supe que ella mostrara a los hombres o mujeres de cualquier raza sino la máxima cortesía y consideración compasiva, ya fueran los nobles caucásicos de piel morena de la India, los robustos balcanitas del sur de Europa, o los simples y espirituales negros de África, hoy una de las razas líderes del mundo, aunque en el Siglo XX los considerábamos inferiores. Esta caridad y gentileza suyas no fallaron ni siquiera en nuestros contactos con los mongoles no Han de Japón y las provincias costeras de China.
Pero esa monstruosidad entre las razas de hombres que se originó como un híbrido en algún lugar de las oscuras fortalezas del interior de Asia, y que se extendió como una plaga amarilla inhumana sobre la faz del globo, por esa raza, como todos nosotros, ella no sentía nada más que horror y la irresistible urgencia de exterminio.
Últimamente, nuestros historiadores y antropólogos encuentran mucho apoyo para la teoría de que los Han surgieron de un género de criaturas parecidas a los humanos que pueden haber llegado a esta tierra en un pequeño planeta (o un gran meteoro) que es sabido que se estrelló en el interior de Asia a finales de este año del siglo XX, provocando ciertos cambios permanentes en la órbita y el clima de la tierra.
Las convulsiones geológicas bloquearon esta sección del resto del mundo durante muchos años. Y es un hecho histórico que los científicos chinos, quienes llevaron a cabo sus exploraciones en un período algo posterior, se encontraron con la primera ola Han que se avecinaba.
La teoría es que estas criaturas (y ciertos esqueletos extraños se han encontrado en el "Cuenco Asiático") con un superdesarrollo mental, pero un vacío en lugar de ese algo intangible que llamamos alma, emparejado a la fuerza con los tibetanos, fortaleciendo así su físico. estructura a casi la normalidad humana, adaptándose al habla y hábitos terrenales, y de alguna manera extraña intensificando aún más sus poderes mentales.
O, para decirlo al revés. Estos tibetanos, a través de la inyección de esta sangre sobrenatural, se deterioraron levemente físicamente, perdieron las partes del "alma" de su naturaleza por completo y desarrollaron intelectos anormalmente eficientes.
Sin embargo, a lo largo de los siglos que siguieron, a medida que los Han se extendieron por la faz de la tierra, esta cepa sobrenatural en ellos no solo se diluyó, sino que perdió su potencia; y al final, el veneno sumergió su poder, y la humanidad de la tierra volvió a tomar posesión de su herencia.
Cómo puede ser todo esto, no lo sé. Es simplemente una hipótesis sobre la que discuten los sabios de hoy.
Pero yo sé que había algo inhumano en estos Han. Y tuve muchos meses de contacto íntimo con ellos y con su Emperador en Estados Unidos. Puedo dar fe del hecho de que incluso en sus momentos más amistosos y humanos, había una inhumanidad, o tal vez "ahumanidad" en él que despertaba en mí ese impulso de matar.
Pero haya o no en estas personas sangre de fuera de este planeta, el hecho es que han sido exterminados, que una civilización verdaderamente humana reina una vez más, y que ahora soy un anciano muy cansado, esperando sin remordimientos la llamada que me llevará a otra existencia.
Ahí está mi esperanza y mi convicción de que mi valiente compañera de aquellos sangrientos días me espera con amorosos brazos.