Titulo: Clásicos de Ciencia Ficción - núm. 2
• En busca de lo desconocido
Autor: Robert W. Chambers
Copyright ©2021 Artifacs (CC-BY-NC-SA, algunos derechos reservados)
Prohibida su venta.
Traducción y edición: Artifacs, mayo 2021 / revisión de texto de mayo 2024.
Diseño de portada por Artifacs, imágenes tomadas de dreamstime.
Ebook publicado en Artifacs Libros en junio de 2024.
Titulo original: In Search of the Unknown (©1904, New York and London Harper & Brothers Publishers)
Copyright en el Dominio Público.
Texto en inglés publicado en Proyecto Gutenberg el 23 de junio de 2006.
Texto en inglés revisado y producido por Suzanne Shell, Jeannie Howse y el Online Distributed Proofreading Team.
Clásicos de Ciencia Ficción - núm. 2 se publica bajo Licencia CC-BY-NC-SA 4.0 https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/legalcode.es
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Robert Williams Chambers nació en Brooklyn el 26 de mayo de 1865. Estudió en el Instituto Politécnico de Brooklyn, pero le interesaban más los deportes, el dibujo y la entomología. En 1886 se trasladó a París para estudiar bellas artes. Sus trabajos fueron expuestos en el Salón de 1889.
En 1893 volvió a Nueva York y en 1894 publicó su primer libro, In the Quarter. Nadie esperaba que se dedicase a escribir, ni siquiera él mismo, aunque según sus amigos tenía una facilidad natural para contar historias. Sea como fuere, en 1895 publicó su segundo libro, The King in Yellow ("El Rey de Amarillo"), en el que combinaba nuevos retratos parisinos con originales historias de fantasía y terror que tuvieron un enorme éxito. Ahí empezó su carrera literaria y su continua y pasmosa variación de temas y estilos. En The Maker of Moons (1896) y The Mystery of Choice (1897) siguió aún la estela de "El Rey de Amarillo", pero en In Search of the Unknown (1904) se decantó más bien por la ciencia ficción.
Fuente: wikipedia.
Mi querido Le Grand: A ti y a mí nos unió pronto un amor común por la naturaleza. Tus investigaciones sobre la historia natural del sapo arborícola, tus observaciones sobre las tortugas del barro del municipio de Providence, tus experimentos con la langosta de agua dulce estimularon mi entusiasmo en una dirección científica que ha cristalizado en este pequeño y útil libro, dedicado a ti.
Ruego lo aceptes como un insignificante pago a cuenta de todo lo que te debo.
—El Autor.
Al autor le parece que hay una necesidad urgente de más "libros sobre naturaleza", libros retirados de la ficción y que muestren sólo el esqueleto de hechos cuidadosamente articulados. De ahí este pequeño volumen, presentado con cierta vacilación y mayor modestia.
A intervalos han aparecido varios capítulos en las páginas de diversas publicaciones. La narración continuada se publica ahora por primera vez, y el autor confía en que pueda inspirar entusiasmo por la investigación natural y científica e inculcar entre los jóvenes la pasión por la observación precisa.
—El Autor. 1 de abril de 1904.
Donde el alero del bosque inclinado,
con las hojas más verdes el dosel tensado,
barre la juncia perfumada del prado,
Vayamos a espíar por las lindes;
Vayamos a fisgar en ocultos rincones,
Con nuestros libros de naturaleza cargados,
Asustando pájaros con gritos felices,
Cloroformando a las mariposas,
Arrancando toda planta del bosque,
Pinchando hormiga, mosca, escarabajo,
Y poder así identificar
Lo que hemos arruinado, poco a poco hasta el más allá.
Where the slanting forest eaves,
Shingled tight with greenest leaves,
Sweep the scented meadow-sedge,
Let us snoop along the edge;
Let us pry in hidden nooks,
Laden with our nature books,
Scaring birds with happy cries,
Chloroforming butterflies,
Rooting up each woodland plant,
Pinning beetle, fly, and ant,
So we may identify
What we've ruined, by-and-by.
Como todo parece tan improbable —tan horriblemente imposible para mí ahora, sentado aquí sano y cuerdo en mi propia biblioteca— dudo en registrar un episodio que ya me parece menos horrible que grotesco. Aún así, a menos que esta historia se escriba ahora, sé que nunca tendré el valor de decir la verdad sobre el asunto —no por miedo al ridículo, sino porque pronto dejaré de dar crédito a lo que ahora sé que es cierto. Apenas ha pasado un mes desde que escuché el sigiloso ronroneo de lo que creí que era la superficial resaca —hace apenas un mes, con mis propios ojos, vi lo que aun ahora empiezo a creer que nunca existió. En cuanto al capitán del puerto —y al golpe que estoy dando ahora al antiguo orden de las cosas— no hablaré de ello ni ahora ni más tarde. Trataré de contar la historia de manera simple y veraz, y dejaré que mis amigos testifiquen sobre mi probidad y que los editores de este libro la corroboren.
El 29 de febrero renuncié a mi posición bajo el gobierno y abandoné Washington para aceptar una oferta del profesor Farrago —cuyo nombre me permite amablemente usar— y el primer día de abril asumí mis nuevas y agradables funciones como superintendente general del departamento de aves acuáticas, conectado con los Jardines Zoológicos en curso de construcción en el Bronx Park de Nueva York.
Durante una semana seguí la rutina, examinando los nuevos cimientos, estudiando los planos del arquitecto, siguiendo a los topógrafos a través de la espesura del Bronx, sugiriendo arreglos para cursos de agua y estanques destinados a ser incluidos en los recintos para cisnes, gansos, pelícanos, garzas y demás zancudas y nadadoras que esperaríamos que se aclimataran en el Bronx Park.
Era en aquel momento política de los fideicomisarios y funcionarios de los Jardines Zoológicos no contratar recolectores ni enviar expediciones en busca de especímenes. La sociedad decidía depender de las contribuciones voluntarias y yo siempre estaba ocupado parte del día dictando respuestas a los corresponsales que escribían ofreciendo sus servicios como cazadores de caza mayor, recolectores de todo tipo de fauna, tramperos, laceros y también aquellos que ofrecían especímenes a la venta, usualmente a precios exorbitantes.
A los propietarios de gatitos de cinco patas, sarnosos linces, apolillados coyotes y osos bailarines les devolvía yo corteses, pero inflexibles, negativas, enviando primero, por supuesto, todas esas cartas junto con mis respuestas al profesor Farrago.
Un día hacia fines de mayo, no obstante, justo cuando salía de Bronx Park para regresar a la ciudad, el profesor Legarto del departamento de reptiles me dijo que el profesor Farrago quería verme un momento; de modo que devolví la pipa al bolsillo y regresé sobre mis pasos hasta el provisional edificio de madera que ocupaba el profesor Farrago, superintendente general de los Jardines Zoológicos. El profesor, que estaba sentado en su escritorio ante una pila de cartas y respuestas enviadas para mi aprobación, se bajó las gafas y me miró con una sonrisa caprichosa que sugería diversión, impaciencia, molestia y tal vez un vago indicio de disculpa.
—Aquí hay una carta —dijo con un gesto deliberado hacia una hoja de papel empalada en un archivo—, una carta que supongo que recordará —Desenganchó la hoja de papel y me la entregó.
—Oh, sí —respondí encogiéndome de hombros—, por supuesto, el hombre está equivocado o...
—¿O qué? —preguntó tranquilamente el profesor Farrago, limpiándose las gafas.
—O es un mentiroso —respondí.
Después de un silencio, él se reclinó en su silla y me pidió que le volviera a leer la carta, y lo hice con desdeñosa tolerancia hacia el escritor, que debió de haber sido o bien una víctima muy inocente, o un estafador muy estúpido. Así se lo dije al profesor Farrago, pero, para mi sorpresa, él pareció vacilar.
—Supongo —dijo con su miope y avergonzada sonrisa—, que novecientos noventa y nueve hombres de cada mil tirarían esa carta a un lado y condenarían al escritor de mentiroso o insensato.
—En mi opinión —dije—, él es lo uno o lo otro.
—No lo es... en la mía —dijo plácidamente el profesor.
—¡Qué! —exclamé—. ¡Este es un hombre que vive a solas en una franja de roca y arena, entre el desierto y el mar, que quiere que le envíe usted a alguien para que se haga cargo de un pájaro inexistente!
—¿Cómo lo sabe? —preguntó el profesor Farrago—, ¿Cómo sabe que el pájaro en cuestión no existe?
—Eso está generalmente aceptado —respondí sarcásticamente—. El alca gigante[1] lleva extinta desde hace años. Por tanto, se me puede perdonar que dude de que nuestro corresponsal posea un par de ellas con vida.
—Oh, ustedes los jóvenes —dijo el profesor sonriendo fatigadamente—, se embarcan en una teoría hacia destinos que no existen.
Se reclinó en su silla, sus ojos divertidos buscaban espacio para el imaginario que lo hacía sonreír.
—Como ardillas nadadoras, navegan ustedes con la ayuda del Cielo y una brisa fuerte, pero nunca toman tierra donde esperan, ¿verdad?
Con cara bastante enrojecida, le dije: —¿No cree usted que el alca gigante esté extinta?
—Audubon[2] vio a el alca gigante.
—¿Quién ha visto un solo espécimen desde entonces?
—Nadie, excepto nuestro corresponsal de aquí —respondió riendo.
Yo también me reí, considerando que eso era el final de la entrevista, pero el profesor prosiguió, friamente: —Sea lo que sea lo que tiene nuestro corresponsal, y me atrevo a creer que es el alca gigante misma, quiero que usted lo asegure para la sociedad.
Cuando mi asombro disminuyó, mi primer sentimiento consciente fue de lástima. Claramente, el profesor Farrago estaba al borde de la senilidad, ¡ah, qué pérdida para el mundo!
Creo ahora que el profesor Farrago interpretó perfectamente mis pensamientos, pero no delató ni resentimiento ni impaciencia. Acerqué una silla a su escritorio; no había nada que hacer más que obedecer y esta insensata misión no era de mi concepción.
Juntos hicimos una lista de los artículos necesarios para mí y detallamos los gastos en los que yo podría incurrir, y fijé una fecha para mi regreso, sin dejar margen para una terminación exitosa de la expedición.
—No se moleste con eso —dijo el profesor—. Lo que quiero que haga es traer esos pájaros aquí a salvo. Ahora, ¿cuántos hombres va a llevar?
—Ninguno —respondí sin rodeos—, Es un gasto inútil, a menos que haya algo que traer. Si lo hay, le enviaré un telegrama, puede estar seguro.
—Muy bien —dijo el profesor Farrago, bienhumorado—, tendrá toda la ayuda que necesite. ¿Puede partir esta noche?
El anciano caballero era ciertamente apremiante. Asentí, medio malhumorado, consciente de su diversión.
—Bueno —dije recogiendo mi sombrero—, debo partir hacia el norte para encontrar un lugar llamado Puerto Negro donde hay un hombre llamado Halyard que posee, entre otros utensilios domésticos, dos alcas gigantes extintas.
Ambos estábamos riendo en ese momento. Le pregunté por qué diablos daba crédito a la afirmación de un hombre del que nunca antes había oído hablar.
—Supongo —respondió él con la misma sonrisa medio de disculpa y medio humorística—, que por instinto. De algún modo siento que este Halyard tiene un alca, tal vez dos. No puedo apartar la idea de que estamos en vísperas de adquirir criaturas vivas de lo más raras. Es extraño que un científico hable como yo lo hago, sin duda está usted sorprendido. ¡Vamos, admítalo!
Pero yo no estaba sorprendido, al contrario, era consciente de que la misma extraña esperanza que abrigaba el profesor Farrago comenzaba, a pesar mío, a agitarme el pulso también.
—Si él ha —comencé, luego me detuve.
El profesor y yo nos miramos fijamente en silencio.
—Continúe —dijo alentadoramente.
Pero yo no tenía nada más que decir, porque la perspectiva de contemplar con mis propios ojos un espécimen vivo de alca gigante me producía una serie de internas emociones encontradas que hacían que el hablar fuese profanamente superfluo.
Al despedirme, el profesor Farrago se acercó a la puerta de la oficina temporal de madera y me entregó la carta escrita por el tal Halyard. Yo la doblé y la guardé en el bolsillo, pues Halyard podría necesitarla para mi propia identificación.
—¿Cuánto quiere él por el par? —le pregunté.
—Diez mil dólares. No ponga reparos, si los pájaros son de verdad...
—Lo sé —dije deprisa, sin atreverme a tener demasiadas esperanzas.
—Una cosa más —dijo gravemente el profesor Farrago—, Como sabe, en el último párrafo de la carta, Halyard habla de algo más en forma de espécimen, una especie no descubierta de bípedo anfibio. Lea ese párrafo de nuevo, ¿quiere?
Saqué la carta del bolsillo y leí como me indicó:
Cuando haya visto los dos especímenes vivos del alca gigante y esté satisfecho de que digo la verdad, puede que sea lo bastante sabio como para escuchar sin prejuicio una declaración que haré sobre la existencia de la criatura más extraña jamás creada. Sólo diré en este momento que la criatura referida es un bípedo anfibio que habita en el océano cerca de esta costa. Más no puedo decir porque no he visto personalmente al animal, pero tengo un testigo que sí lo ha hecho, y hay muchos que afirman haber visto a la criatura. Naturalmente, usted dirá que mi declaración no cuenta para nada, pero cuando llegue su representante, si está libre de prejuicios, espero que sus informes sobre este bípedo marino confirmen las solemnes declaraciones de un testigo que sé que es intachable.
Suyo sinceramente, Burton Halyard.
Puerto Negro.
—Bueno —dije después de pensarlo un momento—, aquí empieza la búsqueda del gamusino [3] salvaje.
—Alca salvaje, quiere decir —dijo el profesor Farrago estrechándome la mano—. Partirá usted esta noche, ¿cierto?
—Sí, pero el Cielo sabrá cómo voy a tomar tierra en la puerta de este Halyard. ¡Adiós!
—Sobre ese bípedo marino —comenzó el profesor Farrago con timidez.
—¡Oh, ni lo mencione! —dije—. Puedo tragarme lo de las alcas, con plumas y garras, pero si este tal Halyard insinúa que ha visto una criatura anfibia semejante a un hombre...
—O a una mujer —dijo el profesor cautamente.
Me retiré, disgustado y con mi fe zarandeada por el vigor mental del profesor Farrago.
El viaje de tres días por barco y ferrocarril fue un fastidio. Compré equipo en Sainte Croix, en el Central Pacific Railroad, y el 1 de junio comencé la última etapa de mi viaje por la vía de amplio calibre de Sainte Isole, llegando a la zona rural a la luz del día. Una tediosa marcha forzada por calurosos senderos; recién divisados en el lado equivocado, por supuesto; me llevó al extremo norte del oxidado ferrocarril de leña y de vía de calibre estrecho que iba desde el corazón de la silenciosa pinada hasta el mar.
Ya un largo tren de vagones abollados, con puntales de compuerta apilados y traviesas toscamente labradas, se estaba moviendo lentamente hacia la penumbra del bosque cuando divisé la vía, aunque desarrollé una gratificante e inesperada sensación de velocidad, gritando todo el tiempo. El tren se detuvo. Subí al último vagón, donde un afable joven estaba sentado en el freno trasero masticando pícea y leyendo una carta.
—Suba a bordo, señor —dijo alzando la vista con una sonrisa—. Supongo que es usted el hombre con prisa.
—Estoy buscando a un hombre llamado Halyard —dije dejando caer el rifle y la mochila sobre la fragante pila de pino recién cortado—. ¿Es usted Halyard?
—No, soy Francis Lee, jefe del pozo de mica en Port-of-Waves —respondió—. pero esta carta es de Halyard y me pide que busque a un hombre con prisa de Bronx Park, Nueva York.
—Yo soy ese hombre —dije llenando mi pipa y ofreciéndole una parte de la hierba de la paz.
Nos sentamos uno al lado del otro fumando muy amigablemente hasta que una señal de la locomotora lo envió a la parte delantera y yo me quedé solo, descansando cómodamente, con la cabeza sobre la almohada de mis dos brazos, mirando el cielo azul volar a través de las ramas en lo alto.
Mucho antes de ver el océano, lo olí. El aroma fresco y salado se apoderó de mis sentidos. Adormilado por el cálido olor a pino y cicuta, me senté erguido para mirar hacia el oscuro mar de pinos.
Cada vez más fresco llegaba el viento del mar, en rachas, en brisas suaves y dulces, en constantes y refrescantes corrientes que soplaban las plumosas coronas de los pinos y mecían los azules manojos del bálsamo.
Lee regresó andando por la larga fila de vagones sin techo permanente, balanceándose con indiferencia mientras los vagones giraban por una curva cerrada, donde agua goteaba de una compuerta recién apuntalada que emergía de repente de las profundidades del bosque y corría paralela a la vía del tren.
—La construí esta primavera —dijo inspeccionando su obra, que parecía ondular mientras pasaban los vagones—. Corre hacia la ensenada, o debería —Se detuvo abruptamente y me miró pensativo.
—Así que va usted a casa de Halyard —prosiguió, como si respondiera a una pregunta que él mismo había hecho.
Asenti.
—Nunca ha estado allí, por supuesto.
—No —dije—. Y no es probable que vuelva.
Le habría dicho por qué iba si no hubiera empezado a avergonzarme mi idiótico recado.
—Supongo que va a ver usted esos pájaros suyos —continuó Lee plácidamente.
—Supongo que sí —dije malhumoradamente, mirando de reojo para ver si él estaba sonriendo.
Pero él sólo me preguntó, bastante serio, si una alca gigante era de verdad un pájaro muy raro, y yo le dije que la última vez que se había visto una había sido hallada muerta frente a la costa del Labrador en enero de 1870. Luego le pregunté si esos pájaros de Halyard eran de verdad alcas gigantes, y él respondió, con cierta indiferencia, que eso suponía, que al menos nadie había visto antes tales pájaros cerca de Port-of-Waves.
—Hay algo más —dijo él pasando una astilla de pino a través del tubo de su pipa—. algo que nos interesa a todos aquí más que las alcas, grandes o pequeñas. Supongo que bien podría hablar de ello, ya que está usted destinado a oírlo tarde o temprano.
Dudó, y pude ver que estaba avergonzado, buscando las palabras exactas para transmitir su significado.
—Si tienen ustedes —dije— algo en esta región más importante para la ciencia que el alca gigante, me alegraría mucho saber al respecto.
Quizá se oyó una ligerísima nota de sarcasmo en mi voz, pues él me lanzó una afilada mirada antes de girarse levemente. Aunque después de un momento, se guardó la pipa en el bolsillo, asió el freno con ambas manos, se encaramó de un salto a su percha en lo alto y bajó la vista hacia mí.
—¿Ha oído hablar alguna vez del capitán del puerto? —preguntó maliciosamente.
—¿Qué capitán del puerto? —inquirí.
—Lo sabrá más pronto que tarde —observó con una satisfecha mirada en perspectiva.
Esta bastante extraordinaria observación me desconcertó. Esperé a que continuara y, como no lo hizo, le pregunté qué había querido decir con eso.
—Si yo lo supiera —dijo— se lo diría. Pero, ahora que lo pienso, sería un insensato si entrara en detalles con un científico. Ya oirá hablar sobre el capitán del puerto, tal vez vea usted mismo al capitán del puerto. En ese evento, me complacerá conversar con usted sobre el tema.
No pude evitar reírme de sus remilgados y precisos modales y, después de un momento, él también se rió, diciendo: —Duele a la vanidad de un hombre saber que sabe algo que otra persona sabe que no sabe. ¡Que me aspen si digo una palabra más sobre el capitán del puerto hasta que haya estado usted en casa de Halyard!
—Un capitán del puerto —persistí yo— es un oficial que supervisa el amarre de los barcos, ¿no es así?
Pero rehusó ser tentado a conversar y ambos holgazaneamos en silencio encima de la madera hasta que un largo y fino silbido de la locomotora y una ráfaga de viento salado y punzante nos pusieron en pie. A través de los árboles yo podía ver el océano azul oscuro que se extendía al otro lado de los negros promontorios para encontrarse con las nubes. Un fuerte viento estaba rugiendo entre los árboles mientras el tren se detenía lentamente en la linde de aquel bosque primordial.
Lee saltó al suelo y me ayudó con el rifle y la mochila, y luego el tren comenzó a retroceder por una vía lateral curva que, dijo Lee, conducía a los pozos de mica y a los almacenes de la compañía.
—¿Qué va usted a hacer ahora? —me preguntó cortésmente—. Puedo ofrecerle buena cena y cama decente esta noche si lo desea. Y estoy seguro de que la Sra. Lee estaría encantada de que se quedara con nosotros todo el tiempo que escoja.
Se lo agradecí, pero le dije que estaba ansioso por llegar a casa de Halyard antes de que oscureciera, y él, muy amablemente, me condujo por los acantilados y me señaló el sendero.
—Este Halyard —me dijo— es un inválido. Vive en una ensenada llamada Puerto Negro, y su camión pasa hasta la misma por la carretera de la compañía. Nosotros lo recibimos aquí y enviamos una mula de carga una vez al mes. Yo lo he conocido, es un hipocondríaco de mal genio, un cínico de corazón y un hombre cuya palabra nunca se pone en duda. Si dice que tiene una alca gigante, puede estar satisfecho de que la tiene.
Mi corazón latió de emoción ante la perspectiva. Miré a través de los boscosos promontorios y los enredados tramos de dunas y hondonadas, tratando de descubrir lo que esto podría significar para mí, para el profesor Farrago, para el mundo, tratando de descubrir si debía llevar a Nueva York un alca viva.
—Es un chiflado —dijo Lee—. Francamente, a mí no me agrada. Si encuentra desagradable estar allí, vuelva con nosotros.
—¿Halyard vive solo? —pregunté.
—Sí, excepto por una enfermera capacitada profesionalmente, ¡pobrecilla!
—¿No es un hombre?
—No —dijo Lee disgustado.
Luego me dirigió una mirada peculiar; dudó, y finalmente dijo: —Pídale a Halyard que le hable de su enfermera... y del capitán del puerto. Adiós, tengo trabajo en la cantera. Venga y quédese con nosotros cuando quiera. Encontrará una bienvenida en Port-of-Waves.
Nos estrechamos la mano y nos separamos en el acantilado. Él volvió al bosque por la vía del tren. Yo partí hacia el norte, mochila colgada y rifle al hombro. Pronto encontré a un grupo de canteros, rostros de un rojo ladrillo tostado, manos llenas de cicatrices balanceándose mientras caminaban. Y, cuando pasé junto a ellos con un asentimiento, al girar vi que ellos también se habían girado para mirarme y capté una o dos palabras de su conversación, las cuales llegaron hasta mí en un torbellino junto al viento del mar.
Estaban hablando del capitán del puerto.
Hacia la puesta del sol, salí a un escarpado acantilado de granito donde las aves marinas giraban y clamaban y rompían deprisa las grandes olas, rodando en reverberaciones de doble trueno bajo la roca y sobre las arenas carmesí teñidas por el sol.
Al otro lado de la media luna de playa se alzaba otro acantilado y, tras éste, vi una columna de humo elevándose en el aire inmóvil. Ciertamente procedía de la chimenea de Halyard, aunque el acantilado opuesto me impedía ver la casa en sí.
Descansé un momento para rellenar la pipa, luego retomé rifle y mochila y partí cauteloso para bordear los acantilados. Había descendido medio camino por la playa y estaba examinando el acantilado opuesto cuando algo en la misma cima de la roca retuvo mi atención: un hombre oscuramente delineado frente al cielo. Al momento siguiente, sin embargo, supe que aquello no podía ser un hombre, pues el objeto se deslizó súbitamente por la cara del acantilado y bajó reptando por la escarpada y lisa cara como un lagarto. Antes de poder verlo bien, la cosa entró arrastrándose en las olas —o al menos eso pareció que hizo—, pero todo el episodio ocurrió tan de repente, tan inesperadamente, que yo no estaba seguro de si había visto algo en absoluto.
Aunque sentí suficiente curiosidad para escalar el acantilado en el lado de tierra y encaminarme hacia el lugar donde imaginaba haber visto al hombre. Por supuesto, no encontré nada allí —ni rastro de un ser humano, quiero decir. Algo había estado allí, una nutria marina, posiblemente, pues los restos de un pez muerto hacía poco yacían sobre la roca, devorados hasta la espina dorsal y la cola.
Al momento siguiente, debajo de mí, vi la casa. Una endeble estructura recién pintada, ordenada, moderna y muy fuera de armonía con el espléndido salvajismo que la rodeaba. Tocaba una barata nota desagradable en la noble y gris monotonía del promontorio y el mar.
El descenso fue bastante fácil. Crucé la playa de media luna, dura como el mármol rosa, y encontré un pequeño sendero trillado entre las rocas que conducía al porche delantero de la casa.
Había dos personas en el porche — oí sus voces antes de verlas— y, cuando puse mi pie en los escalones de madera, vi a una de ellas, una mujer, levantarse de su silla y caminar deprisa hacia mí.
—¡Vuelve! —gritó la otra voz, un hombre de rostro bien afeitado y profundamente arrugado, y un par de airados ojos azules; y la mujer dio un paso atrás en silencio, reconociendo mi saludo de sombrero levantado con una inclinación silenciosa.
El hombre, que estaba reclinado en la silla de ruedas de un inválido, cerró ambas grandes y pálidas manos en las ruedas y se impulsó él solo hacia el borde del porche. Llevaba ponchos sujetos con pasadores, un desordenado sombrero de color apagado en la cabeza y, cuando me miró, frunció el ceño.
—Sé quién eres —dijo con su voz ácida—, Eres uno de esos zoólogos de Bronx Park. Lo pareces, al menos.
—Es fácil que te reconozcan por tu reputación —respondí irritado por su descortesía.
—¿En serio? —respondió con algo entre una mueca y una risa—. Te agradezco la franqueza. Tú vas en busca de mis alcas gigantes, ¿o no?
—Ninguna otra cosa me habría tentado a entrar en este lugar —respondí sinceramente.
—Gracias al cielo por eso —dijo—. Siéntate un momento. Nos has interrumpido —Luego, volviéndose hacia la joven, quien vestía la pulcra bata y la diminuta cofia de una enfermera profesional, la invitó a que reanudara lo que ella había estado diciendo. Ella lo hizo, con despreciantes miradas de soslayo hacia mí, lo cual hizo que el anciano sonriese burlonamente de nuevo.
—Ocurrió tan de repente —dijo ella en voz baja— que no tuve oportunidad de volver. El bote estaba entrando a la deriva en la ensenada. Yo estaba sentada en la popa, leyendo, con los dos remos a bordo y la caña del timón balanceándose. Entonces oí un arañazo bajo el bote, pero pensé que sería un alga marina, y, al momento siguiente, llegó ese golpeteo suave, como el sonido de un pez grande frotando el morro en una boya.
Halyard se aferraba a las ruedas de su silla y miraba fijamente a la chica con lúgubre desagrado: —¿No sabías que no había que asustarse? —demandó.
—No, no entonces —dijo ella sonrojándose levemente—, pero cuando, después de un momento, levanté la vista y vi al capitán del puerto corriendo playa arriba y abajo, me asusté terriblemente.
—¿En serio? —dijo Halyard con sarcasmo—. Ya era hora —Luego, volviéndose hacia mí, dijo con voz ronca: —Y esa jovencita se vio obligada a remar todo el camino hasta Port-of-Waves y llamar a los canteros de Lee para que le entraran el bote.
Completamente desconcertado, miré de Halyard a la chica, sin comprender lo más mínimo lo que significaba todo esto.
—Eso bastará —dijo Halyard, descortés, cuya cortante frase aparentemente era la usual despedida de la enfermera.
Ella se levantó y yo me levanté, y ella pasó por mi lado con una inclinación, entrando silenciosamente en la casa.
—¡Quiero té de ternera! —bramó Halyard hacia ella antes de dirigirme una nada amigable mirada de soslayo.
—Yo fui un hombre bien educado —sonrió con burla—. Soy un graduado de Harvard también, pero vivo como me place, hago lo que me place y digo lo que me place.
—Ciertamente no es usted reticente —le dije disgustado.
—¿Por qué deberia serlo? —dijo con voz ronca—. Le pago a esa joven por mi irritabilidad. Es un trato entre nosotros.
—En sus asuntos domésticos —dije—, no hay nada que me interese. He venido a ver esas alcas.
—Probablemente creas que son alcas de pico afilado —dijo con desdén—, pero no lo son, son alcas gigantes.
Sugerí que me permitiera examinarlas y me respondió, con indiferencia, que estaban en un corral en su patio trasero y que yo era libre de caminar por la casa cuanto me viniera en gana.
Dejé el rifle y la mochila en la veranda y salí deprisa con emociones encontradas, entre las cuales ya no predominaba la esperanza. Ningún hombre en sus cabales guardaría tales dos premios tan preciosos en un corral en su patio trasero, argumenté, y yo estaba perfectamente preparado para encontrar cualquier cosa en ese corral, desde un frailecillo hasta un pingüino.
Nunca olvidaré mientras viva mi estupor de asombro cuando llegué al recinto alambrado. No solo había dos alcas gigantes en el corral, vivas, respirando, posadas en voluminosa majestad en su lecho de algas marinas, sino que una de ellas estaba contemplando gravemente dos polluelos recién nacidos, todo pico y patas, que anidaban tranquilamente al borde de un charco de agua salada donde nadaban unos pececillos.
Por un tiempo, la emoción me cegó, es más, me ensordeció. Traté de asimilar que estaba contemplando los últimos individuos de una raza casi extinta: los únicos supervivientes de la gigantesca alca, que durante treinta años se había considerado una criatura extinta.
Creo que no moví músculo ni extremidad hasta que el sol se puso y la acumulada oscuridad me empañó los esforzados ojos y borró de la vista a las grandes y silenciosas aves de ojos brillantes.
Aun entonces no podía apartarme del recinto. Oía la extraña y somnolienta nota del pájaro macho, las respuestas más débiles de la hembra, los finos plañidos de los polluelos acurrucados bajo el pecho de la madre. Oía el adormilado batir de sus alas embrionarias parecidas a aletas mientras los pájaros se estiraban y bostezaban y chasqueaban con los picos, preparándose para el sueño.
—Si lo desea —llegó una suave voz desde la puerta—, el señor Halyard espera su compañía para cenar.
Cené bien; o mejor dicho, podría haber disfrutado de la cena si el Sr. Halyard hubiera sido eliminado de ésta y el festín hubiese consistido exclusivamente en un trozo de ternera, la guapa enfermera y yo. Ella era sumamente atractiva, con un perturbador modo de agachar la cabeza y alzar sus oscuros ojos cuando se le hablaba.
En cuanto a Halyard, él era indescriptible, envuelto hasta arriba en sus irritantes ponchos y haciendo zafios ruidos por encima de su aguachirle de avena, o tal vez maíz. Pero a esto hay que decir que valía la pena sentarse a su mesa y que su vino era bueno como un bálsamo.
—¡Yah! —espetó él—. Estoy harto de esta maldita sopa, y te molestaré para que me llenes el vaso.
—Es peligroso para usted tocar el clarete —dijo la guapa enfermera.
—Bien podría morir en la cena como en cualquier otro lugar —observó él.
—Ciertamente —dije yo pasando alegremente el decantador, pero él no pareció demasiado complacido con la atención.
—Tampoco puedo fumar —gruñó ciñéndose los ponchos hasta parecer Ricardo III.
Aunque fue lo bastante amable para lanzarme una caja de puros. Yo tomé uno y me levanté mientras la guapa enfermera pasaba a mi lado y desaparecía en el pequeño salón más allá.
Ambos nos quedamos un rato sin hablar. Él recogía a pellizcos y con irritación las migas de pan de la tela, sin mirar nunca en mi dirección; y yo, cansado de mi largo recorrido a pie, me recosté en mi silla a apreciar en silencio uno de los mejores puros que jamás había fumado.
—Bueno —dijo con voz áspera—, ¿qué piensas de mis alcas y de mi veracidad?
Le dije que ambas eran impecables.
—¿No me llamaron estafador allá abajo en tu museo? —demandó.
Admití que había oído aplicar el término. Entonces me sinceré sobre el asunto, diciéndole que había sido yo quien había dudado, que mi jefe, el profesor Farrago, me había enviado contra mi voluntad y que yo estaba dispuesto y feliz de admitir que él, el señor Halyard, era un benefactor de la raza humana.
—¡Pamplinas! —dijo él—. ¿De qué le sirve un confundido pájaro tambaleante de dedos arqueados a la raza humana?
Él estaba complacido, sin embargo, y acto seguido me pidió, no sin amigabilidad, que le diera otro tiento al clarete.
—He acabado —dijo— con lo bueno que comer y beber, no me hacen bien. Algún día me enojaré lo bastante como para tener un ataque, y entonces...
Hizo una pausa para bostezar.
—Entonces —continuó— esa enfermerita mía se pulirá mi clarete y volverá a la civilización, donde la gente es educada.
De una forma u otra, a pesar de que Halyard era un viejo cerdo, lo que dijo me conmovió. Ciertamente, no le quedaba mucho de la vida, tal y como él consideraba la vida.
—Voy a dejarle la casa —dijo arreglándose los ponchos—. Ella no lo sabe. También voy a dejarle mi dinero. No sabe eso. ¡Dios mío! ¡Qué clase de mujer puede ser para soportar mi mal genio por unos cuantos dólares al mes!
—Yo creo —dije— que eso es en parte porque ella es pobre, y en parte porque siente lástima por usted.
Él alzó la mirada con una sonrisa fantasmal.
—¿Crees que siente lástima de verdad? —Antes de que yo pudiera responder, prosiguió—. No soy un sentimental sensiblero y no permitiré que nadie sienta lástima por mí, ¿me oyes?
—¡Oh, yo no lo siento por usted! —dije apresuradamente y, por primera vez desde que yo lo había visto, se carcajeó de buena gana, sin una mueca de burla.
Ambos parecimos sentirnos mejor después de eso. Yo me bebía su vino y me fumaba sus puros, y él parecía tomarse un cierto y horrible placer observándome.
—No hay insensato como el insensato joven —observó acto seguido.
Como yo no tenía ninguna duda de que se refería a mí, no le presté atención.
Después de juguetear con sus ponchos, me lanzó una oblícua y ceñuda mirada y me preguntó mi edad.
—Veinticuatro —respondí.
—Una especie de renacuajo, ¿no? —me dijo.
Como no me ofendí, repitió el comentario.
—Oh, vamos —dije—, no sirve de nada tratar de irritarme. Lo tengo a usted calado. Una discusión actúa como un cóctel con usted, pero tendrá que ceñirse a las gachas en mi compañía.
—¡A eso llamo yo descaro! —soltó con voz áspera, airado.
—No me importa cómo lo llame —respondí impertubable—. No voy a molestarme con usted. El caso es que —terminé— opino que podría usted ser una muy buena compañía si quisiera.
La propuesta pareció dejarlo sin aliento; o como poco, no dijo nada más. Yo me terminé el puro en paz y tiré la colilla en un plato
—Ahora —dije—, ¿qué precio pone a sus pájaros, señor Halyard?
—Diez mil dólares —espetó con una maligna sonrisa.
—Recibirá un cheque certificado cuando se hayan entregado las aves —dije tranquilamente.
—No querrás decir que estás de acuerdo con ese escandaloso trato, y tampoco aceptaré ni un centavo menos... ¡Dios mío! ¿No te queda nada de espíritu? —gritó medio levantándose de su pila de ponchos.
Su penosa ansia por una disputa me hizo reír a carcajadas imposibles de controlar, y él me ojeó boquiabierto, con la animosidad aumentando visiblemente.
Luego apresó las ruedas de su silla de inválido y se alejó, demasiado airado para hablar. Y yo salí andando hacia el salón, aún riendo.
La guapa enfermera estaba allí, cosiendo bajo una lámpara colgante.
—Si no soy indiscreto... —comencé.
—La indiscreción es la mejor parte del valor —dijo ella bajando la cabeza, pero levantando los ojos.
Así que me senté con una frívola sonrisa peculiar para ser apreciada.
—Sin duda —dije— está haciendo un dobladillo en un pañuelo.
—Sin duda no lo estoy —dijo—. Este es un gorro de dormir para el Sr. Halyard.
Una visión mental de Halyard con un gorro de dormir, muy airado, casi me hizo empezar a reír de nuevo.
—Como el Rey de Yvetot, lleva la corona puesta en la cama —dije con ligereza.
—El Rey de Yvetot podría haber hecho ese comentario —observó ella reenhebrando la aguja.
Es desagradable ser reprobado. Qué grandes, rojas y calientes se sienten las orejas de un hombre.
Para enfriarlas, salí al porche y, al cabo de un rato, salió también la guapa enfermera y se sentó en una silla no muy lejos. Probablemente lamentaba su oportunidad perdida de que coquetearan con ella.
—Tengo tan poca compañía..., es un gran alivio ver a alguien del mundo —dijo—. Si puede usted ser agradable, desearía que lo fuera.
La idea de que ella hubiera salido a verme era tan agradable que permanecí mudo hasta que ella me dijo: —Dígame qué hace la gente en Nueva York.
De modo que me senté en los escalones y hablé de la porción del mundo habitada por mí mientras ella se sentaba a coser a la tenue luz que se filtraba por las ventanas del salón.
Ella tenía una cierta coquetería propia, usaba los métodos usuales con una individualidad ciertamente agradable de contemplar. Por ejemplo, cuando perdió la aguja y, en otra ocasión, cuando ambos, sobre rodillas y manos, buscamos su dedal.
No obstante, las directrices para estos pasatiempos se pueden encontrar en los clásicos contemporáneos.
Yo estaba tan entretenido como podía estarlo, quizá no tan entretenido como un joven suele creer que está. Sin embargo, nos llevábamos muy bien hasta que le pregunté tiernamente quién podría ser el capitán del puerto, de quien todos discutían tan misteriosamente.
—No me gusta hablar de eso —dijo con una primordialidad de la que yo no la sospechaba capaz.
Por supuesto, escasamente pude perseguir el tema después de eso, y, de hecho, yo no tenía intención de hacerlo, así que comencé a decirle que había imaginado haber visto a un hombre en el acantilado esa tarde, y que la criatura se deslizaba sobre la roca escarpada como una serpiente.
Para mi asombro, me pidió que tuviera la amabilidad de interrumpir el relato de mis aventuras, en un gélido tono que no dejó espacio a las protestas.
—Solo fue una nutria marina —traté de explicar, pensando que tal vez a ella no le gustaban las historias de serpientes.
Pero la explicación no pareció interesarla y me mortificó observar que mi impresión dejada en ella era de todo menos agradable.
Parece que no le gusto yo ni mis historias, pensé, aunque es demasiado joven, tal vez, para apreciarlas
De modo que la perdoné —pues ella era incluso más bonita de lo que pensé al principio— y me despedí diciendo que el señor Halyard sin duda me indicaría la dirección a mi habitación.
Halyard estaba en su biblioteca, limpiando un revólver, cuando entré.
—Tu habitación está al lado de la mía —dijo—. Felices sueños, y sé amable y abstente de roncar.
—¡Puedo aventurar la absurda esperanza de que usted haga lo mismo! —respondí cortésmente.
Eso lo enfureció, así que me retiré apresuradamente.
Llevaba dormido al menos dos horas cuando un movimiento junto a mi cama y una luz en los ojos me despertaron. Me senté erguido de golpe en la cama, parpadeando hacia Halyard; quien, vestido con una bata y un gorro de dormir; se había metido en mi habitación con una mano, mientras con la otra meneaba solemnemente una vela sobre mi cabeza.
—Estoy tan malditamente solo —dijo—. Ven, sé un buen paisano, háblame a tu modo original e impudente.
Objeté enérgicamente, pero él se veía tan cansado y delgado, tan solo y malhumorado, tan desconsoladamente grotesco, que me levanté de la cama y me pasé una esponja de agua fría por la cabeza.
Luego volví a la cama y apoyé las almohadas para descansar la espalda, listo para discutir con él si eso podía traer un poco de placer a su mórbida existencia.
—No —dijo amablemente—, estoy demasiado preocupado para discutir, pero estoy muy agradecido por tu amable oferta. Quiero decirte algo.
—¿Qué? —pregunté con sospecha.
—Quiero preguntarte si alguna vez has visto a un hombre con branquias como un pez.
—¿Branquias? —repetí.
—¡Sí, branquias! ¿Lo has visto o no?
—No —respondí enojado—, y usted tampoco.
—No, nunca lo he visto —dijo con una voz curiosamente plácida—, pero hay un hombre con branquias como un pez que vive en el océano ahí afuera. Oh, no hace falta que me mires de ese modo, a nadie se le ocurre nunca dudar de mi palabra, y te digo que hay un hombre, o una cosa que parece un hombre, tan grande como tú también, todo color pizarra, ¡con desagradables branquias rojas como un pez! ¡Tengo un testigo para probar lo que digo!
—¿Quién? —pregunté sarcásticamente.
—¿El testigo? Mi enfermera.
—¡Oh! ¿Ha visto ella a un hombre color pizarra con branquias?
—Sí, lo vio. Como Francis Lee, superintendente de la Compañía de la Cantera de Mica en Port-of-Waves. Como una docena de hombres que trabajan en la cantera. Oh, no hace falta que te rías, joven. Esta es una vieja historia aquí y cualquiera puede hablarte del capitán del puerto.
—¡El capitán del puerto! —exclamé.
—Sí, esa cosa color pizarra con branquias que parece un hombre y, ¡por Dios! Es un hombre, ese es el capitán del puerto. ¡Pregúntale a cualquier cantero de Port-of-Waves qué es lo que ronronea alrededor de sus botes en el muelle y desata los cabos y cambia el amarre de cada noray en la ensenada por la noche! Pregúntale a Francis Lee qué fue lo que vio corriendo y saltando arriba y abajo de la resaca al atardecer el viernes pasado! Pregúntale a cualquiera por toda la costa qué clase de cosa se mueve por los acantilados como un hombre y se desliza sobre ellos hacia el mar como una nutria.
—¡Yo lo he visto hacer eso! —estallé.
—¿Ah, sí? Bueno, ¿qué fue eso?
Algo me mantuvo en silencio, aunque una decena de explicaciones volaron a mis labios.
Después de una pausa, Halyard dijo: —¡Viste al capitán del puerto, eso es lo que viste!
Lo miré sin decir palabra.
—No me entiendas mal —dijo malhumorado—. Yo no creo que el capitán del puerto sea un espíritu ni un hada ni un trasgo ni ningún tipo de maldita podredumbre. Tampoco creo que sea una ilusión óptica.
—¿Qué piensa usted que es? —le pregunté.
—Creo que es un hombre. Creo que es una rama de la raza humana, eso es lo que pienso. Déjame decirte algo. El lugar más profundo del Océano Atlántico tiene un poco más de ocho kilómetros de profundidad, y supongo que sabes que ese lugar se encuentra a solo a medio kilómetro de este promontorio. El barco de exploración británico, Gull, del Capitán Marotte, lo descubrió y lo sondeó, creo. El caso es que allí está y yo creo que, en lo profundo de esas profundidades, ¡habitan los restos de la última raza de seres humanos anfibios!
Esto era infantil. No me molesté en responder.
—Créelo o no, como quieras —dijo enojado—. Una cosa sé y es la siguiente: ¡el capitán del puerto se ha acostumbrado a merodear por mi ensenada y se siente atraído por mi enfermera! ¡No lo permitiré! ¡Le volaré esas agallas de pez de la cabeza si alguna vez lo tengo a tiro! No me importa si es homicidio o no. De todos modos, ¡es un nuevo tipo de asesinato y me atrae!
Lo miré con incredulidad, pero él se estaba dejando llevar por la pasión y yo decidí callarme lo que pensaba.
—Sí, esta cosa color pizarra con branquias va por ahí ronroneando y sonriendo y escupiendo detrás de mi enfermera. ¡Cuando ella da un paseo, cuando rema, cuando se sienta en la playa! ¡Dios! Eso me vuelve casi frenético. ¡No lo toleraré, te lo aseguro!
—No —dije—, yo tampoco lo toleraría —Y rodé en la cama convulsionado por la risa.
Al momento siguiente oí el portazo. Ahogué mi alegría y me levanté para cerrar la ventana, pues el viento de tierra soplaba frío desde el bosque y una llovizna estaba barriendo la alfombra hasta mi cama.
Ese luminoso resplandor que a veces perdura después de que se apagan las estrellas, radiaba tembloroso y nebuloso sobre la arena y la ensenada. Yo oía las bullentes corrientes bajo el trueno suavizado de las rompientes, más alto de lo que nunca lo había oído. Luego, cuando cerré la ventana, deteniéndome para echar un último vistazo a la marea, vi a un hombre de pie, con el agua hasta los tobillos en el oleaje, todo solo allí en la noche. Pero ¿era un hombre? Pues la figura comenzó de pronto a correr sobre la playa a cuatro patas como un escarabajo, agitando sus extremidades como antenas. Antes de que pudiera lanzarme a abrir la ventana de nuevo, se precipitó hacia el oleaje y, cuando me asomé raudo a la llovizna helada, no vi nada salvo la llana marea que se arrastraba por la costa. No oí nada salvo el ronroneo de burbujas sobre la bullente arena.
Tardé una semana en perfeccionar mis preparativos para el transporte por agua de las alcas gigantes hasta Port-of-Waves, donde se enviaría una goleta maderera desde Petite Sainte Isole, fletada por mí, para un viaje a Nueva York.
Había construido una jaula hecha de mimbre en la que mis alcas debían permanecer posadas hasta llegar a Bronx Park. Mis telegramas al profesor Farrago fueron breves. Uno simplemente decía «¡Victoria!» Otro explicaba que no quería ayuda, y un tercero decía: «Goleta fletada. Llegada a Nueva York el 1 de julio. Envíe furgona de muebles al pie de Bluff Street.».
Mi semana como invitado del Sr. Halyard resultó interesante. Discutía con ese inválido para contento de su corazón, trabajaba todo el día en mi jaula de mimbre, perseguía el dedal a la luz de la luna con la guapa enfermera. A veces lo encontrábamos.
En cuanto a lo que ellos llamaban el capitán del puerto, lo vi una docena de veces, pero siempre o bien de noche o tan lejos y tan cerca del mar que, por supuesto, no quedaba ni rastro de él cuando yo llegaba al lugar, rifle en mano.
Había tomado la decisión de que el así llamado capitán del puerto era un oscuro demente vagando de Dios sabía dónde, tal vez un náufrago enloquecido por sus sufrimientos. Aún así, estaba lejos de ser agradable saber que la guapa enfermera atraía fuertemente a la criatura.
Ella, sin embargo, persistía en considerar al capitán del puerto como una criatura marina. Afirmaba con seriedad que ésta tenía branquias como las de un pez, que tenía un agujero blando y carnoso como boca y que sus ojos eran luminosos, sin párpados y fijos.
—Además —dijo ella con un estremecimiento—, es todo color pizarra, como una marsopa, y parece tan húmedo como una hoja de goma arábiga en una sala de disección.
El día antes de zarpar con mis alcas en un barco destino a Port-of-Waves, Halyard se acercó a mí en su silla y anunció su intención de venir conmigo.
—¿Ir adónde? —le pregunté.
—A Port-of-Waves y luego a Nueva York —respondió tranquilamente.
Yo tenía dudas, y mi falta de cordialidad hirió sus sentimientos.
—Oh, por supuesto, si necesita un viaje por mar... —comencé.
—No lo necesito, te necesito a ti —dijo salvajemente—. Necesito el estímulo de nuestra disputa diaria. Nunca en mi vida he discrepado tan apaciblemente con nadie. Eso me sienta bien. Estoy cien por ciento mejor que la semana pasada.
Yo estaba inclinado a resentir esto, pero algo en el rostro arrugado del inválido me ablandó. Además, me había llegado a gustar sinceramente el viejo cerdo.
—No quiero sentimiento sensiblero al respecto —dijo observándome de cerca—. No permitiré que nadie sienta lástima por mí, ¿entiendes?
—Le molestaré diciendo que use un tono diferente al dirigirse a mí —respondí acaloradamente—. ¡Sentiré lástima por usted si así me viene en gana! —Y procedió nuestra disputa habitual para su profunda satisfacción.
A las seis de la tarde del día siguiente, yo tenía el equipaje de Halyard guardado en el barco y los efectos de la guapa enfermera atados, con los recién nacidos pollitos de alca en una caja de sombreros encima. Ella y yo colocamos la jaula de mimbre a bordo, asegurándola firmemente, y luego, arrojando mantas sobre las cabezas de las alcas, guiamos a esos simples y dignos pájaros por el sendero y por la tabla del pequeño muelle de madera. Juntos cerramos la casa mientras Halyard nos atormentaba a los dos y se movía furiosamente playa arriba y abajo. En el último momento, ella se olvidó de su dedal. Pero lo encontramos, no recuerdo dónde.
—¡Vamos! —gritó Halyard, agitando furiosamente sus ponchos—. ¿Qué diablos estáis haciendo ahí arriba?
Recibió nuestra explicación con un resoplido y lo subimos a bordo sin más ceremonia.
—¡No corras por la tabla como un camión de vapor! —gritó mientras yo lo conducía diestramente a toda velocidad hacia la cabina, pero el viento estaba amainando y yo no tenía tiempo para discutir con él entonces.
El sol se estaba poniendo sobre la cresta ataviada de pinos cuando nuestra vela aleteó y se llenó parcialmente, y yo solté amarras y comencé una larga virada, al Sureste, para evitar las rocas que sobresalían a estribor.
Las aves marinas se elevaban en nubes mientras nos balanceábamos a través de la resaca, los patos negros se precipitaban hacia el mar, las gaviotas arrojaban sus alas de puntas de sol en el océano, cabalgando las olas como pedazos de espuma.
Ya navegando lentamente a través de ese gran agujero en el océano de ocho kilómetros de profundidad, el sondeo más profundo jamás tomado en el Atlántico, la presencia de grandes alturas o grandes profundidades, visibles o invisibles, siempre impresiona a la mente humana, quizá la oprime. Estuvimos muy silenciosos. La mancha del sol en el acantilado y la playa se hizo más carmesí, luego se desvaneció en una sombría floración púrpura que persistió mucho después de que el tinte rosa se extinguiera en el cénit.
Nuestro progreso era lento a veces, aunque la vela se llenaba con la creciente brisa de tierra, apenas parecíamos movernos en absoluto.
—Por supuesto —dijo la guapa enfermera—, no podríamos encallar en el agujero más profundo del Atlántico.
—Difícilmente —dijo Halyard sarcásticamente—, a menos que estemos anclados en una ballena.
—¿Qué es ese leve golpeteo? —pregunté—. ¿Nos hemos topado con un barril o un tronco?
Estaba casi demasiado oscuro para ver, pero me incliné sobre la barandilla y barrí el agua con la mano.
Al instante, algo suave se deslizó debajo de ésta, como el lomo de un gran pez, y retiré la mano hacia el timón. Al mismo tiempo, toda la superficie del agua pareció empezar a ronronear, con el sonido al romper la espuma de una copa de champán.
—¿Qué pasa contigo? —preguntó Halyard con aspereza.
—Un pez ascendió hasta mi mano —dije—. Una marsopa o algo.
Con un grito bajo, la guapa enfermera me aferró el brazo con ambas manos. —¡Escuche! —me susurró ella—. Está ronroneando alrededor del barco.
—¿Qué diablos está ronroneando? —gritó Halyard—. ¡No toleraré nada ronroneando a mi alrededor!
En ese momento, para mi asombro, vi que el barco se había detenido por completo, aunque la vela estaba llena y el banderín ondeaba en la punta del mástil. Algo, también, estaba tirando del timón, girándolo y zarandeándolo hasta que se tensaba y crujía en mi mano. Y de pronto, se partió; la caña del timón rodó inútilmente y el bote empezó a girar, escorado por el creciente viento e impulsado hacia la orilla.
Fue entonces cuando yo, agachándome para escapar de la botavara, vislumbré algo más adelante, algo que una ola repentina parecía haber arrojado sobre cubierta y haber dejado allí, mojado y aleteando, un hombre de redondos y fijos ojos de pez, y blanda y pizarrosa piel.
Pero el horror de la cosa eran las dos branquias que se hinchaban y relajaban espasmódicamente, emitiendo un raspado ronroneo: dos branquias jadeantes, rojo sangre, todo estriadas, aplastadas y distendidas.
Congelado por el asombro y la repugnancia, me quedé mirando la criatura. Sentí el cabello revolverse en mi cabeza y el sudor helado en mi frente.
—¡Eso es el capitán del puerto! —gritó Halyard.
El capitán del puerto se había recogido él mismo en un bulto húmedo, acuclillado inmóvil en la proa debajo del mástil. Sus ojos sin párpados eran fosforescentes, como los ojos de un bacalao vivo. Después de un rato, sentí que el miedo o el asco me iban a estrangular allí mismo, pero sólo eran los brazos de la guapa enfermera que me atenazaban en un frenesí de terror.
No había un arma de fuego a bordo a la que pudiéramos llegar. La mano de Halyard se arrastró atrás donde yacía un gancho de barco con funda de acero, yo también lo agarré. Al momento siguiente yo lo tenía en la mano y avancé titubeante, pero el bote ya estaba dando tumbos hacia la orilla entre las olas rompiendo, y lo siguiente que supe fue que el capitán del puerto corría hacia mí como una rata colosal, justo mientras el bote rodaba y rodaba a través de las olas, derramando carga y pasajeros entre las rocas cubiertas de algas marinas.
Cuando me recuperé, me encontré debatiéndome de rodillas en un estanque rocoso, cegado por el agua y medio asfixiado, mientras bajo mis pies, como una marsopa varada, el capitán del puerto hacía hervir el agua en sus esfuerzos por trastornarme. Pero sus miembros parecían blandos y deshuesados. Él no tenía uñas ni dientes, y botaba y golpeaba y aleteaba y chapoteaba como un pez, mientras yo le lanzaba una lluvia de golpes con el gancho que sonaban como golpear una pelota de fútbol. Y mientras tanto, sus branquias se hinchaban, echaban espuma y ronroneaban, y sus ojos sin párpados miraban los míos, hasta que, con náuseas y temblores, me arrastré de regreso a la playa, donde ya la guapa enfermera se retorcía alternativamente las manos y las enaguas en ornamental desesperación.
Más allá de la ensenada, Halyard estaba rebotando arriba y abajo, flotando en su silla de inválido, tratando de virar hacia el lado de la orilla. Era el hombre más enfadado que he visto en mi vida.
—¿Has matado ya a esa cosa con cabeza de goma? —me rugió él.
—No puedo matarlo —grité sin aliento—. ¡Es como intentar matar una pelota de fútbol!
—¿No puedes hacerle un agujero de un puñetazo? —gritó—. Ojalá pudiera yo llegar hasta él...
Sus palabras se ahogaron en un estruendoso chapoteo, un rugido de grandes y anchas aletas batiendo el mar, y vi las gigantescas formas de mis dos alcas gigantes, seguidas de sus polluelos, pasando a trompicones en una lluvia de agua, lanzándose de cabeza hacia el océano.
—¡Oh, Señor! —dije—. No puedo soportar eso —Y, por primera vez en mi vida, me desmayé apacible y apropiadamente a los pies de la guapa enfermera.
Está dentro del alcance de la posibilidad que esta historia sea puesta en duda. Eso no importa, nada puede aumentar la desesperación de un hombre que ha perdido dos alcas gigantes.
En cuanto a Halyard, nada le afectó —salvo su involuntario baño de mar, y eso le hizo tanto bien que me escribe desde el sur sobre que va a dar un paseo a pie por Suiza si yo me uno a él. Podría haberme unido a él si no se hubiera casado con la guapa enfermera. A veces me pregunto... pero, por supuesto, este no es lugar para la especulación.
En lo que respecta al capitán del puerto, puede usted creerlo o no, según su elección. Pero si descubre que ha encontrado alcas gigantes, por favor, écheles una manta sobre la cabeza y notifíquelo a las autoridades de los nuevos Jardines Zoológicos de Bronx Park, Nueva York. La recompensa es de diez mil dólares.
Antes de continuar, la decencia común me obliga a tranquilizar a mis lectores con respecto a mis intenciones; que, sabe Dios, están lejos de ser frívolas.
Separar la realidad de la fantasía siempre me ha sido difícil, pero ahora que he tenido el honor de ser elegido secretario de los Jardines Zoológicos de Bronx Park, me doy cuenta de que, a menos que deje de escribir ficción, nadie creerá lo que escribo sobre ciencia. Por tanto, es a un público serio y poco imaginativo al que me dirigiré en lo sucesivo; y lo hago con la modesta confianza de que no se desconfiará de mí ni se me pondrá en duda, aunque por desgracia sigo escribiendo con ese estilo irracional que sugiere una frivolidad encubierta, y por el que estoy siguiendo un curso de literatura inglesa en el Columbia College. Ahora, habiendo prometido evitar la originalidad y limitarme a los hechos, diré lo que tengo que contar sobre el dingue [4], el mamut y... otra cosa.
Durante algunas semanas se rumoreaba que el profesor Farrago, presidente de la Sociedad Zoológica de Bronx Park, dimitiría para aceptar un salario enorme como director del circo de Barnum & Bailey. Él ahora estaba en el circo de Londres y había prometido telegrafiar su decisión antes de que terminara el día.
Yo esperaba que él decidiera quedarse con nosotros. Yo era su secretario y su favorito en particular, y veía, sin entusiasmo, la llegada de un nuevo presidente que pudiera sacarnos a todos de nuestras agradables y cuidadosamente aposentadas rutinas. Aunque estaba claro que los fideicomisiarios de la sociedad esperaban la renuncia del profesor Farrago, pues habían estado en sesión secreta todo el día considerando los nombres de posibles candidatos para ocupar los grandes y anticuados zapatos del profesor Farrago. Estos preparativos me preocupaban, pues no podía esperar otro jefe tan amable y considerado como el profesor Leónidas Farrago.
Esa tarde de junio salí de mi oficina en el Edificio de Administración en Bronx Park y paseé bajo los árboles en busca de una bocanada de aire. Pero el calor del sol pronto me llevó a buscar refugio bajo un pequeño cenador cuadrado, un refugio sombreado cubierto de glicinias púrpura y de madreselva. Al entrar en el cenador, noté que había otras tres personas sentadas allí: una anciana de rasgos masculinos y pelo corto, una dama más joven sentada a su lado y, más lejos, un joven de aspecto rudo leyendo un libro.
Por un momento tuve la indistinguible impresión de haberme encontrado con la señora mayor en alguna parte y bajo circunstancias no del todo agradables, pero más allá de una mirada pétrea e indiferente, ella no me prestó atención. En cuanto a la señorita, no me miró en absoluto. Era muy joven, de ojos bonitos, una masa de cabello castaño sedoso y una piel fresca como una rosa recién llovida.
Con esa delicadeza peculiar de los solitarios científicos solteros, me senté modestamente al lado del rudo joven, aunque había más espacio al lado de la joven. Algún gandúl holgazán leyendo un horrible libro de un centavo, pensé mirándolo, luego mirando el título de su libro. Al oírme a su lado, él giró y parpadeó por encima de su laxo hombro, y el movimiento descubrió la página que él había estado gobernando en silencio. El volumen que tenía en las manos era la famosa monografía de Darwin sobre el monodáctilo.
Notó el asombro en mi rostro y sonrió con inquietud, moviendo la corta pipa de arcilla en la boca.
—Supongo —observó— que este libro es demasiado para mí, señor.
—Es bastante técnico —respondí sonriendo.
—Sí —dijo con vaga admiración—. Es feroz, ¿verdad?
Después de un silencio le pregunté si podía decirme por qué había elegido a Darwin como pasatiempo literario.
—Bueno —dijo plácidamente—, estuve intentando leer sobre el de los anermales, pero me se antojó un lanzador de palabras. Ahora bien, este es un trabalenguas —Y deletreó dolorosamente monodáctilo, respirando fuerte cada vez.
—Monodáctilo —dije— significa una criatura de un único dedo.
Pasó la página con alacridad. —¿Es esa la bestia de la que él está hablando? —preguntó.
La ilustración que señaló era una talla en madera que representaba la reconstrucción de Darwin del dingue a partir de los huesos fósiles del Museo Británico. Era un talla en madera bien ejecutada, que mostraba un dingue en primer plano y, para dar escala, un mamut a media distancia.
—Sí —respondí—, ese es el dingue.
—He visto uno —observó con calma.
Sonreí y le expliqué que el dingue se había extinguido hacía algunos miles de años.
—Oh, supongo que no —respondió con frío optimismo. Luego colocó un mugriento dedo índice sobre el mamut—. También he visto estos —comentó.
Nuevamente indiqué pacientemente su error y le sugerí que se refería al elefante.
—¡Elefante, pamplinas! —respondió con desprecio—. Yo supongo que sé lo que vi. Y también vi ese que usted llama dingue.
No deseando prolongar una futil discusión, permanecí en silencio. Después de un momento se dio la vuelta y se quitó la pipa de la dura boca.
—¿Alguna vez oyó usted hablar del Glaciar Graham? —demandó.
—Ciertamente —respondí asombrado—. Es el glaciar más al sur de la América británica.
—Cierto —dijo—. ¿Y alguna vez oyó hablar de las Montanias Hudson, señor?
—Sí —respondí.
—¿Qué hay detrás? —espetó.
—Nadie lo sabe —respondí—. Se consideran intransitables.
—Pues no lo son —dijo obstinadamente—. Yo he estado detrás de ellas.
—¡Por favor! —respondí cansado de su cuento.
—Sí, por favor —repitió malhumorado. Luego comenzó a tantear y buscar en las páginas de su libro hasta encontrar lo que buscaba—. Señor —dijo—, léalo en voz alta, por favor.
El pasaje que indicó era el famoso capítulo que comienza:
¿Se extinguió el mamut? ¿Se extinguió el dingue? Probablemente. Y, sin embargo, los aborígenes de la América británica sostienen lo contrario. Probablemente tanto el mamut como el dingue estén extintos; pero hasta que las expediciones hayan penetrado y explorado no sólo la región desconocida de Alaska, sino también esa meseta escondida más allá del Glaciar Graham y las Montañas Hudson, no será posible anunciar definitivamente la extinción total ni del mamut ni del dingue.
Cuando lo hube leído, despacio para su beneficio, bajó la mano con elegancia sobre una rodilla y asintió rápidamente.
—Señor —dijo—, este caballero sabe un par de cosas, ¡y no olvide usted eso! —Luego preguntó abruptamente cómo sabía yo que él no había estado detrás del Glaciar Graham.
Se lo expliqué.
—¡Memeces! —dijo él—. Hay una carretera de ocho kilómetros de ancho que entra en la meseta. Señor, no llevo en Nueva York mucho tiempo. Vine al puerto hace una semana en el ballenero Belle Ártica. Estaba en las Montanias Hudson cuando ese Glaciar Graham de allí estalló.
—¡Qué! —exclamé.
—¿No lo sabía? —preguntó—. Bueno, tal vez no esté en los periódicos, pero se rompió, explotó por un terremoto y un volcán combinados. Y, señor, fue terrible. ¡Vaya, cómo corrí!
—¿Quiere decirme que alguna convulsión de la tierra ha destrozado el Glaciar Graham? —le pregunté.
—¿Convulsión? Sí, y también achaques —dijo malhumorado—. Todo el pecado cayó en un agujero. Y digamos, señor, que el hogar y mi madre me parecen bastante buenos ahora.
Me quedé mirándole estúpidamente.
—Una vez —dijo—, yo ponía pieles para los listos en la Bahía del Hudson, como cualquier gritón de huskies, pero las cosas que vi tuvieron un achaque-convulsión, las cosas que vi detrás de las Montanias Hudson, no me hacen anhelar la vida en el raso, déjeme decirle. Yo puede que sea un gallina de Muy Señor Mío, pero esta gallina ha tenido suficiente.
Después de un largo silencio, recogí su libro y señalé la imagen del mamut.
—¿De qué color es esto? —le pregunté.
—Rojizo y marrón —respondió con prontitud—. Es lanudo también.
Asombrado, señalé el dingue.
—Un dedo —dijo rápidamente—. Hace un ruido como una campana cuando corretea por ahí.
Intensamente emocionado, le puse una mano sobre el brazo. —¡Mi sociedad te dará mil dólares —dije— si me conduces dentro de la meseta del Hudson y me muestras un mamut o un dingue!
Me miró a los ojos con calma. —Señor —dijo lentamente—, ¿tiene usted un millón que derrochar conmigo?
—No —dije con sospecha.
—Porque —prosiguió—, eso no sería bastante. El hogar y madre me sienta bien ahora.
Recogió su libro y se levantó. En vano le pregunté su nombre y dirección; en vano le rogué que cenara conmigo, que se convirtiera en mi invitado de honor.
—Nada —dijo brevemente, y se alejó tambaleante por el camino.
Pero no lo iba a perder así. Me levanté y empecé a acecharlo deliberadamente. Era fácil. Él avanzaba arrastrando los pies, dando caladas a su pipa, y yo detrás de él.
Estaba oscureciendo un poco, aunque el sol aún enrojecía las copas de los arces. Con miedo de perderlo en el crepúsculo, una vez más me acerqué a él y le puse una mano sobre la harapienta manga.
—Mire aquí —gritó girando en redondo—, quiero que deje de seguirme. ¿No le digo que el dinero no me puede hacer volver a las montanias? —Y mientras yo intentaba hablar, de repente se quitó la gorra y se señaló la cabeza. Su cabello era blanco como la nieve—. Esto es lo que le pasa al que hace el mono dentro de sus malditas montanias —gritó ferozmente—. Hay cosas allí que ningún cristiano debería ver. Déjeme en paz o le daré una zurra.
Avanzó arrastrando los pies, puños doblados balanceándose a los lados. Al momento siguiente, apretaba los dientes obstinadamente. Yo lo seguí y lo alcancé junto a la puerta del parque. A mi saludo, se dio la vuelta con un gruñido, pero lo agarré por el cuello y lo empujé violentamente contra la pared del parque.
—Eres un rufián incaculable —le dije—. Ahora escúchame. Vivo en ese gran edificio de piedra y te daré mil dólares para que me lleves detrás del Glaciar Graham. Piénsalo y llámame cuando estés en un estado de ánimo más agradable. Si no vienes mañana al mediodía, iré al Glaciar Graham sin ti.
Estuvo intentando patearme todo el tiempo, pero yo logré esquivarlo, y cuando hube terminado le di un empujón que casi le suelta el espinazo. Salió tambaleándose por la acera y, cuando recuperó el aliento y el equilibrio, bailó de disgusto y mostró un vocabulario que me asombró. Sin embargo, mantuvo la distancia.
Cuando volví al parque, satisfecho de que no me iba a seguir, la primera persona que vi fue a la anciana dama de rostro pétreo del cenador de las glicinias avanzando de puntillas. Detrás de ella venía la dama más joven con mejillas como una rosa recién llovida.
Al instante se me ocurrió que nos habían seguido, y al mismo tiempo supe quién era la dama de rostro pétreo. Enojado, pero educado, me levanté el sombrero y la saludé, y ella, probablemente furiosa por haber sido sorprendida yendo de puntillas detrás de mí, me ignoró por completo. La dama más joven pasó a mi lado apartando el rostro, pero incluso en el crepúsculo pude ver que la punta de una orejita se volvía escarlata.
Caminando apresuradamente, entré en el Edificio de Administración y encontré al profesor Legarto, del departamento de reptiles, preparándose para irse.
—No lo haga —le dije con brusquedad—. Tengo noticias emocionantes.
—Me voy al teatro —respondió—. Es una buena obra, Adán y Eva. Sale una serpiente, ¿sabe?. Está en mi línea.
—No puedo evitarlo —dije y le conté brevemente lo que había ocurrido en el cenador.
—Pero eso no es todo —continué como loco—. Esas mujeres nos siguieron, ¿y quién cree que resultó ser una de ellas? Bueno, la mismísima profesora Smawl, de Barnard College, y apuesto cada par de botas que tengo que ésa parte hacia el Glaciar Graham en el plazo de una semana. ¡Qué idiota he sido! —exclamé golpeándome la cabeza con ambas palmas—. No la reconocí hasta que la vi caminar de puntillas y estirar el cuello para escuchar. Ahora sabe lo del glaciar, escuchó cada palabra que dijo ese joven rufián, y se irá al glaciar aunque solo sea para adelantarme.
El profesor Legarto pareció ansioso. Sabía que la señorita Smawl, profesora de historia natural en el Barnard College, hacía tiempo que deseaba una plaza en los jardines de Bronx Park. Incluso se decía que ella misma tenía la posibilidad de suceder al profesor Farrago como presidenta, pero eso, por supuesto, debía de haber sido un chiste. Sin embargo, ella frecuentaba los jardines y molestaba a los cuidadores al pinchar persistentemente a los animales con la sombrilla. En una ocasión nos envió el mensaje de que deseaba entrar en el recinto de los tigres con el propósito de hacer experimentos de hipnotismo. El profesor Farrago estaba ausente, pero me encargué de enviarle a la dama la noticia de que me temía que los tigres la fueran a lastimar. El miserable mozo que tomó mi mensaje le informó a ella de que yo temía que los tigres se fueran a lastimar, y el desagradable incidente casi me cuesta el puesto.
—Estoy bastante convencido —le dije al profesor Legarto—, de que la señorita Smawl es perfectamente capaz de abusar de la información que oyó a escondidas y de comenzar a explorar una región que, según todas las leyes de la decencia, la justicia y afirmaciones previas, me pertenece.
—Bueno —dijo Legarto con una peculiar carcajada—, no es seguro que pueda usted ir.
—El profesor Farrago me autorizará —dije con seguridad.
—El profesor Farrago ha dimitido —dijo Legarto. Esto fue un rayo desde un cielo despejado.
—¡Cielo santo! —solté—. ¿Qué será del resto de nosotros, entonces?
—No lo sé —respondió—. Los fideicomisarios están celebrando una reunión en el Edificio de Administración para elegir un nuevo presidente. Depende del nuevo presidente lo que suceda con nosotros.
—Legarto —dije con voz ronca—, tú no crees que pueden elegir a la señorita Smawl como nuestra presidenta, ¿verdad?
Me miró de reojo y mordió el puro.
—Yo no estaría en una buena posición, ¿verdad? —dije ansiosamente.
—La dama probablemente te haría caminar por la tabla por ese asunto de los tigres —respondió.
—¡Pero yo no dije aquello! —protesté con enfermiza ansiedad—. Además, se lo expliqué.
Él no dijo nada y yo lo miré horrorizado por la posibilidad de tener que presentarme la mañana siguiente ante la profesora Smawl para recibir instrucciones.
—Mira, Legarto —dije nervioso—, me gustaría que pasaras al Edificio de Administración y les preguntaras a los fideicomisarios si puedo prepararme para esta expedición. ¿Quieres?
Me miró de soslayo con simpatía. Era bastante natural en mí desear asegurar mi puesto antes de que se eligiera a un nuevo presidente, especialmente cuando existía la posibilidad de que el nuevo presidente fuese la señorita Smawl.
—Tienes toda la razón —dijo—. El Glaciar Graham sería el lugar más seguro para ti si nuestro próximo presidente es la Dama de los Tigres—. Y echó a andar por el parque fumando el puro.
Me senté en la puerta para esperar su regreso, nada encantado con la perspectiva. También me enfureció ver mi ambición cortada con la escarcha de un posible veto de la señorita Smawl.
Como resulte elegida, pensé, no me queda sino renunciar para evitar el inconveniente de que me muestren la puerta. ¡Oh, ojalá le hubiera permitido hipnotizar a los tigres!
Pensamientos de crimen revolotearon por mi mente. La señorita Smawl no seguiría siendo presidenta —ni cualquier otra cosa— por mucho tiempo si persistía en su deseo por los tigres. Y entonces, cuando ella pidiera ayuda, yo fingiría no oír nada.
Despertado de la meditación criminal por el regreso del profesor Legarto, me levanté de un salto y le miré a los perplejos ojos. —Han elegido un presidente —dijo—, pero no nos dirán quién es hasta mañana.
—No creerás que… —balbuceé.
—No lo sé. Pero sé esto: el nuevo presidente autoriza la expedición al Glaciar Graham y te indica que elijas un asistente y comiences los preparativos para cuatro personas.
Lleno de alegría, le tomé la mano y dije: —¡Hurra! —con voz débil por la emoción—. El viejo dragón no ha sido elegido esta vez —agregué triunfalmente.
—Por cierto —dijo él—, ¿quién era el otro dragón que estaba con ella en el parque esta noche?
La describí con una voz más modulada.
—¡Guao! —observó el profesor Legarto—. ¡Esa debe de ser su ayudante, la profesora Dorothy Van Twiller! Es la académica más bonita de la ciudad.
Con este curioso comentario, mi colega me siguió a mi habitación y escribió la lista de artículos que le dicté. La lista incluía un equipo de campamento completo para mí y para otros tres hombres.
—¿Soy yo uno de esos otros hombres? —preguntó Legarto con una sonrisa infeliz.
Antes de que yo pudiera responder, mi puerta se abrió de golpe y una figura apareció en el umbral, gorra en mano.
—¿Qué quieres tú? —pregunté con severidad, pero mi corazón latía alto de triunfo.
La figura se movió inquieta, luego llegó una voz apagada: —Señor, supongo que volveré al Glaciar Graham con usted. Soy Billy Spike, y me da algo de miedo volver a las Montanias Hudson, pero de alguna manera, señor, cuando me estranguló y más o menos me sacó de allí de la oreja, vaya, señor, me empezó a caer usted bien.
Hubo un silencio absoluto durante un minuto; Entonces el dijo: —Así que, si usted va, supongo que yo también iré, señor.
—¿Por mil dólares?
—Por nada —murmuró—, o lo que usted quiera.
—De acuerdo, Billy —dije enérgicamente—. Revisa esos rifles y municiones y comprueba que todo esté bien.
Lentamente levantó su rostro joven y duro y me mostró una mirada de perrillo abandonado. Eran ojos duros, pero había gratitud en ellos.
—Vas a hacer que te rebanen la garganta —susurró Legarto.
—No mientras Billy esté conmigo —respondí alegremente.
A última hora de la noche, mientras me preparaba para unos placenteros sueños, llamaron a mi puerta y un telegrafista me entregó una nota, la cual leí temblando sobre mis pies descalzos, aunque el termómetro marcaba veintiséis grados Celsius.
Saldrá usted inmediatamente hacia las Montañas Hudson a través de Wellman Bay, Labrador, para esperar más instrucciones. El equipo para usted y un asistente incluirá los siguientes artículos: [aquí comenzaba una lista de utensilios de campamento, parafernalia científica y provisiones]. El vapor Pingüino zarpa mañana a las cinco de la mañana. Por favor, embarque a esa hora. Cualquier excusa para no cumplir con estas órdenes será aceptada como su renuncia.
Susan Smawl,
Presidenta de la Sociedad Zoológica de Bronx Park.
—¡Legarto! —grité temblando de furia.
Legarto apareció en su puerta, castamente envuelto en un pijama, y leyó la insolente carta con aterrorizada alacridad.
—¿Qué vas a hacer, renunciar? —preguntó muy asustado.
—¿Hacer? —gruñí rechinando los dientes—. Voy a ir. ¡Eso es lo que voy a hacer!
—Pero pero pero no puedes prepararte y subir a ese vapor a tiempo —balbuceó.
Él no me conocía.
Y así sucedió que aquella tranquila tarde de finales de junio, William Spike y yo fuimos al campamento bajo el refugio sur de esa enorme pared de granito llamada las Montañas Hudson, allí para esperar las prometidas "nuevas instrucciones".
Había sido un viaje agotador en vapor hasta Anticosti, desde allí en goleta hasta la Bahía de Widgeon, luego por la costa y por el río Cabo Claro hasta Puerto Propósito. Allí compramos tres mulas de carga y partimos hacia el norte por la Gran Pista Peluda. El segundo día pasamos por Fuerte Boisé, el último puesto de avanzada de la civilización, y el sexto día viajamos hacia el Este bajo los parapetos de las graníticas montañas.
En la tarde del sexto día, saliendo de Fuerte Boisé, entramos al campamento por última vez antes de entrar en la tierra desconocida.
Yo podía verla ya con mis prismáticos y, mientras William estaba encendiendo el fuego, trepé entre las rocas de arriba y me senté, con los binoculares nivelados, para estudiar la perspectiva.
No había nada extraordinario ni imponente en el paisaje que se extendía más allá. A la derecha, la sólida empalizada de granito cortaba la vista. A la izquierda continuaba la empalizada: una interminable barrera de escarpados acantilados coronados de pinos y cicuta. Pero la sección interesante del paisaje se encontraba casi directamente frente a mí: una rotura en la pared de la montaña a través de la cual parecía correr una meseta llana y árida, de kilómetros de ancho, tan suave y uniforme como una carretera.
No cabía duda respecto al significado de esa rotura en la sólida pared de la montaña y, además, era exactamente como la había descrito William Spike. Sin embargo, lo llamé y el joven salió de la fogata humeante, hacha al hombro.
—Sip —dijo, acuclillándose a mi lado—. El Glaciar Graham solía serpentear a través de ese agujero, pero algo salió mal con los interines de la tierra y hubo una explosión.
—¿Y tú lo viste, William? —dije con un suspiro de envidia.
—¿Eh? ¿Si lo vi? ¡Claro que lo vi! Yo estaba en las Fuentes del Chorro, treinta kilómetros oeste, con un fardo de zorro azul y pellejo nutria. Me se hizo saber que los géiseres empezaron a gemir como egregios, y en viendo el caribú galpando hacia el sur me digo: «Este clima», me dije yo, «es demasiado astimulante para mí». Así que encontré una trocha de vuelta y aterricé encima d'una colina. Ahí que los geiseres explotaron, uno espués del siguiente, y oí algo así como una cueva entre aquí y la China. No menrecuerdo de cosas que ocurrieron. Algo me tiró al piso, pero yo no podía quedarme allí porque el suelo del diablo corría como un río, todo como ondulado, y el cielo me golpeó en la nuca de la cabeza.
—¿Y luego? —urgí con esa nueva excitación que cada repetición de la historia revivía. La había escuchado veinte veces desde que habíamos salido de Nueva York, pero la mera repetición, al parecer, no podía satisfacerme.
—Entonces —continuó William—, el mundo entero como que se disparó como un petardo, y yo también, y corrí como...
—Lo sé —dije interrumpiéndolo, porque me había cansado de la invariable blasfemia que daba un espeluznante final a su narración.
—Después de eso —continué yo—, ¿pasaste por la rotura en las montañas?
—Seguro.
—¿Y viste un dingue y una criatura semejante a un mamut?
—Seguro —repitió malhumorado.
—¿Y viste algo más? —Yo siempre hacía esta pregunta. Me fascinaba ver el hosco parpadeo de miedo en los ojos de William y la mecánica mirada hacia atrás, como si lo que había visto aún estuviera detrás de él.
Él nunca había respondido a esta tercera pregunta, salvo una vez, y esa vez me gruñó a la cara al bramar: —Vi lo que ningún cristiano debería ver.
Así que cuando repetí: —¿Y viste algo más, William? —me dirigió una mirada maliciosa y asustada y se alejó arrastrando los pies para dar de comer a las mulas. Los halagos, los ruegos, las amenazas lo dejaban impasible. Nunca me decía cuál era esa tercera cosa que había visto detrás de las Montañas Hudson.
William se había retirado para mezclarse con sus mulas. Yo reanudé mi observación con los binoculares y mi inspección silenciosa del gran y suave sendero dejado por el Glaciar Graham cuando algo había explotado y vaporizado esa gran masa de hielo.
La llanura árida serpenteaba desde el país desconocido como un río, y pensé entonces, y pienso ahora, que cuando se había vaporizado el glaciar, el vapor había descendido en la más terrible de las lluvias que el mundo jamás había visto, y que se había derramado a través de la nueva entrada a la montaña, barriendo la tierra hasta dejar el lecho de roca. Para corroborar esta teoría, kilómetros al sur podía ver los sedimentos serpenteando por la tierra hacia la Bahía de Wellman, pero como la morrena del anteriormente desaparecido glaciar terminaba allí, no podía estar seguro de que mi teoría fuese correcta. Debido a la formación de las montañas, no podía ver más de un kilómetro en el país desconocido. Lo que podía ver parecía ser nada más que la continuación del camino del glaciar, marcado por el nebuloso estallido y barrido, tan suave como el suelo.
Sentado allí, con el corazón latiendo fuertemente por la emoción, miré a través del resplandor del atardecer hacia la pared de la montaña sin fin, coronada de pinos, ¡con su gigantesco portal perforado para mí! Y pensé en todos los exploradores y héroes desconocidos —tramperos, indios, humildes naturalistas, tal vez— que habían intentado escalar esa barricada y habían muerto allí o habían fracasado vencidos por aquellos acantilados eternos. ¿Eternos? ¡No! Porque el Eterno mismo había golpeado la roca y esta había brotado en pedazos con atronadora obediencia.
En el aire quieto de la tarde, el humo del fuego de abajo se elevaba en una recta y esbelta columna, como el humo de esos antiguos altares construidos antes de que la primera sangre fuese derramada sobre la tierra.
El viento de la tarde agitaba los pinos. Un arroyuelo creaba una fina armonía entre las rocas. Un murmullo provenía del tranquilo campamento. William estaba pertrechando las mulas. En el cada vez más profundo crepúsculo, yo descendí por la loma pisando con cuidado entre las rocas.
Entonces, de repente, mientras estaba fuera del enrojecido anillo de la luz del fuego, lejos en las profundidades del país desconocido, muy detrás de la pared de la montaña, un sonido creció en el aire silencioso. William lo oyó y volvió el rostro hacia las montañas. El sonido se desvaneció hasta convertirse en una vibración sentida, no escuchada. Luego, una vez más, comencé a adivinar una vibración en el aire, que se acumulaba en distante volumen hasta devenir un sonido duradero por espacio de una palabra hablada, y que luego se desvaneció en vibración y luego, en silencio.
¿Era eso un llanto?
Miré a William inquisitivamente. Él se había desmayado quedamente.
Lo arrastré al arroyuelo, le metí la cabeza en el agua helada y, después de un rato, se incorporó sentado con espíritu valiente.
A una pregunta indignada, respondió: —No, no le acuso a usted. Déjeme estar o tendré achaques.
—¿Fue ese sonido lo que te asustó? —le pregunté.
—Sí —respondió con intrépido estremecimiento.
—¿Fue eso la voz del mamut? —persistí emocionado—. ¡Habla, William, o te arrastro a patadas!
Él respondió que aquello no era ni mamut ni dingue, y añadió una enérgica solicitud de privacidad que me vi obligado a conceder, pues no pude torturarle ni una palabra más.
Dormí poco esa noche; la excitante proximidad de la tierra desconocida era demasiado para mí. Pero aunque permanecí despierto durante horas, no oí nada excepto el tintineo del agua entre las rocas y el chorlito trinando desde algún pantanal oculto. Al amanecer, le disparé a una perdiz nival que había entrado a pie en el campamento, y el disparo hizo que los ecos aullaran entre las montañas.
William, hosco y de ojos pesados, desvistió al pájaro y lo asamos para el desayuno.
Ni él ni yo aludimos al sonido que habíamos oído la noche anterior. Él hirvió agua y limpió la vajilla, y yo revolví entre las rocas en busca de otra perdiz nival. Cansado de esto, regresé con las mulas y con William, y me senté a fumar.
—Se me está ocurriendo —dije— que nuestras instrucciones de esperar nuevas instrucciones son una idiotez. ¿Cómo vamos a recibir nuevas instrucciones aquí?
William no lo sabía.
—¿O crees —dije yo, con repentino disgusto— que la Srta. Smawl piensa que hay en las Montañas Hudson un hotel de verano y servicio de correo diario?
William pensaba que quizá ella suponía algo por el estilo.
Me irritaba más allá de toda medida encontrarme por fin en la mismísima frontera del país desconocido y, sin embargo, también frenado, retenido, por las irresponsables órdenes de una dama llamada Smawl. Sin embargo, mi salario dependía del capricho de esa dama y; aunque yo me quejaba, echaba humo y miraba fijamente a las montañas con los prismáticos; sabía que no podía moverme sin el permiso de la Srta. Smawl. A veces, esta situación grotesca se volvía casi insoportable y yo me iba a solas a menudo y me entregaba a fantasías, disparaba el arma y fingía haber alcanzado a la Srta. Smawl por error. En esos momentos imaginaba estar libre por fin para sumergirme en el país extraño, y me sentaba en cuclillas sobre una roca y soñaba con embolsarme mi primer mamut.
El tiempo pasaba con pesadez, la tensión aumentaba con cada nuevo día. Yo disparaba a perdices nivales y mantenía nuestra mesa abastecida con truchas de arroyo. William cortaba leña, conversaba con sus mulas y cocinaba muy mal.
—Mira —dije una mañana—, ¡llevamos una semana en el campamento y no soporto tu cocina ni un minuto más!
William, que estaba lavando una cacerola, alzó la vista y me rogó sarcásticamente que preparara yo el cordon bleu. Pero yo sólo sé cocinar huevos y no había huevos en cientos de kilómetros a la redonda.
Para quitarme el sabor del desayuno de la boca, caminé hasta mi montículo favorito y me senté a fumar. Al momento siguiente, sin embargo, estaba de pie animando con entusiasmo y gritando por William.
—¡Aquí vienen las nuevas instrucciones por fin! —grité señalando hacia el sur, donde dos puntos en la meseta de hierba se movían imperceptiblemente en nuestra dirección.
—Gente en mulas —dijo William sin entusiasmo.
—¡Deben de ser nuestros mensajeros! —chillé con casta alegría—. ¡Tres hurras por el camino hacia el norte, William, y que el diablo se lleve a la señorita...! Bueno, eso no importa ahora —agregué.
—En las mulas que se acercan —observó William— hay mujeres.
Me quedé mirando a William un segundo, luego intenté darle un golpe. Él lo esquivó fatigadamente y repitió su increíble observación: —Que sí, hay mujeres... dos damas en esas mulas.
—¡Tráeme los prismáticos! —dije groseramente—. ¡Tráeme esos prismáticos, William, porque te voy a destruir si no lo haces!
Algo sobrecogido por mi calmada furia, William se apresuró hacia el campamento y regresó con los prismáticos. Aquel fue un momento de quitar el aliento. Ajusté las lentes con mano firme y las levanté.
Bueno, de entre todas las inesperadas visiones que mi destino pueda reservarme en el futuro, confío —no, estoy seguro— de que ninguna va a resultar tan desagradable como la vista que percibí a través de mis binoculares. Porque a lomos de aquellas distantes mulas había dos mujeres, ¡y la primera era la Srta. Smawl!
En la cabeza llevaba un casco, del cual ondeaba un velo verde. Por lo demás iba vestida en traje de lana y golpeaba por momentos su mula con un grueso paraguas.
Harto del enfermizo espectáculo, me senté en una roca e intenté llorar.
—Se lo dije —observó William, pero yo estaba demasiado cansado para atacarlo.
Cuando la caravana entró en el campamento, me recompuse, sonreí preparado para lo peor y avancé gorra en mano seguido furtivamente por William.
—Bienvenidas —dije inyectando violenta alegría en mi voz—. ¡Bienvenida, profesora Smawl, a las Montañas Hudson!
—Sea amable y tome mi mula —dijo ella bajando a la madre tierra.
—William —dije con dignidad—, toma la mula de la dama.
La Srta. Smawl me lanzó una mirada impasible y se dirigió directamente a la fogata, donde una tetera con caldo de caza hervía a fuego lento sobre las brasas. Lo último que vi de ella era que la olía, pues le di la espalda y avancé hacia la segunda dama peregrina, preparado para ser cortés hasta que me desairaran.
Es bastante seguro que nunca antes William Spike o yo habíamos contemplado tanta belleza femenina en un cuerpo humano a lomos de una mula. La dama iba vestida con la más delicada de las faldas de tiro, pero no había nada masculino en ella excepto la forma en que montaba la mula, y eso solo acentuaba su adorable feminidad.
Recordé lo que había dicho el profesor Legarto sobre la académica de medias azules, pero las de la señorita Dorothy Van Twiller eran grises, dobladas en la parte superior y desapareciendo en polainas de lona abrochadas sobre un par de finas botas de tiro.
—Bienvenida —dije tratando de contener una cordialidad demasiado violenta—. Bienvenida, profesora Van Twiller, a las Montañas Hudson.
—Gracias —respondió ella aceptando mi ayuda con mucha dulzura—. Es un placer volver a encontrar a un ser humano.
Miré a la Srta. Smawl, que estaba comiendo caldo de caza, pero que semejaba un ser humano sólo de un modo general.
—Me gustaría mucho lavarme las manos —dijo la profesora Van Twiller sacándose los guantes de ante de sus delgados dedos.
Traje toallas y jabón y la conduje al arroyo.
Ella llamó a la profesora Smawl para que se uniera, con una voz cristalina. La profesora Smawl rehusó, con una voz batraciana.
—¡Tiene tanta hambre! —observó la señorita Van Twiller—. Estoy muy agradecida de que por fin estemos aquí, porque lo hemos pasado muy mal. Verá, ninguna de los dos sabemos cocinar.
Me pregunté qué es lo que dirían de la cocina de William, pero me contuve y me retiré, dejando que el pequeño arroyo reflejara la más dulce de las caras que jamás se hubo lavado en agua.
Esa tarde nuestra expedición avanzó en dos secciones. La primera sección estaba compuesta por mí y todas las mulas. La segunda sección estaba comandada por la profesora Smawl, seguida por la profesora Van Twiller, quien iba armada con una escopeta pequeña. William, cargado con los artículos de tocador de señoras, se camuflaba en la parte de atrás. Digo camuflaba, no había otra palabra para ello.
—Así que eres un guía, ¿verdad? —había observado la profesora Smawl cuando William, gorra en mano, se había acercado a ella con consejo bienintencionado—. El bosque está plagado de guías perezosos. ¡Recoge esos zurrones! Yo haré de guía en esta expedición.
Cauteloso por la humillación de William, yo me había asociado con las mulas exclusivamente. Aunque la profesora Smawl me lanzaba miradas severas y noté que estaba tramando fechorías.
El desencuentro tuvo lugar justo cuando yo, conduciendo las cinco mulas, entré por la gran puerta de la montaña, emocionado por una impaciencia que casi llegaba a la predicción. Cuando estaba a punto de poner un pie en la frontera imaginaria que separaba el mundo de la tierra desconocida, la profesora Smawl me saludó y me detuve hasta que ella llegó a mi lado.
—Como comandante de esta expedición —dijo, algo sin aliento—, deseo ser la primera criatura viviente en poner un pie detrás del Glaciar Graham. ¡Sea amable y hágase a un lado, joven señor!
—Señora —dije rígido por la decepción—, mi guía, William Spike, entró en esa tierra desconocida hace un año.
—Eso lo dirá él —se burló la profesora Smawl.
—Como quiera —le respondí—, pero es escasa generosidad adelantarse a la persona cuya estupidez le dio a usted la pista de esta región inexplorada.
—¿Se refiere a usted mismo? —preguntó con una mirada pétrea.
—Así es —dije con firmeza.
Sus severos ojillos se hicieron aún más severos y ella apretó el paraguas hasta hacer crujir las varillas de acero.
—Joven —dijo con insolencia—, si hubiera podido deshacerme de usted, lo habría hecho el día que fui nombrada presidenta. Pero el profesor Farrago rehusaba renunciar a menos que el puesto de usted estuviera asegurado, sujeto esto, por supuesto, a su buen comportamiento. Francamente, no me gusta usted y considero que sus visiones sobre la ciencia son ridículas, y si se presenta una oportunidad, seré la persona más feliz el día que solicite su renuncia. Sea amable y recoja sus mulas, sígame.
Mortificado más allá de toda medida, recogí mis mulas y seguí a mi presidenta al país extraño detrás de las Montañas Hudson. Yo, quien había aspirado a liderar, obligado a seguir en la retaguardia, y conduciendo las mulas.
El viaje fue monótono al principio, pero en breve ascendimos a un risco desde el que podíamos ver, extendiéndose debajo de nosotros, el páramo donde, salvo por los pies de William Spike, ningún pie humano había pasado.
En cuanto a mí, yo hormigueaba de entusiasmo, olvidé mi berrinche, olvidé la grosera injusticia, olvidé las mulas. —¡Excelso! —chillé corriendo de un lado a otro del risco con una incontrolable excitación ante el sublime espectáculo de bosque, montaña y valle todo puesto con pequeños laguitos.
—¡Excelso! —repitió una emocionada voz a mi lado, y la profesora Van Twiller se disparó hacia el risco junto a mí, con los ojos brillantes como estrellas.
Exaltados, inspirados por la misteriosa belleza de la vista, estrechamos las manos y corrimos de un lado a otro del frondoso risco.
—Basta —dijo la profesora Smawl con frialdad, mientras nosotros corríamos como un par de gatitos distraídos. La voz escalofriante rompió el hechizo. Dejé caer la mano de la profesora Van Twiller y me senté en una peña, dolorido de ira.
A última hora de la tarde nos detuvimos junto a un lago, en las profundidades de la naturaleza desconocida, donde bergamota púrpura y escarlata ahogaba las orillas y la perdiz picea se pavoneaba sin miedo bajo nuestros mismos pies. Aquí montamos nuestras dos tiendas. El sol de la tarde se filtraba entre los pinos, el lago relucía, acres de dorados brezales perfumaban el silencio del bosque, interrumpido sólo en raras ocasiones por el lejano tamborileo de una perdiz.
La profesora Smawl comió mucho y se retiró a su tienda para yacer dormida hasta la noche. William condujo las mulas descargadas a un intervalo lleno de hierbas aromáticas curadas por el sol. Yo me senté junto a la profesora Van Twiller.
El campo agreste es eléctrico. Una vez bajo la influencia de sus corrientes, los seres humanos se cargan positiva o negativamente, atrayéndose violentamente o repeliéndose unos a otros.
—A este aire le pasa algo —dijo la profesora Van Twiller—. Me hace sentir como si estuviera desesperadamente enamorada de toda la raza humana.
Apoyó la espalda en un pino, sonriendo vagamente y cruzando una rodilla sobre la otra.
Yo no soy atrevido por temperamento y normalmente temo a las damas, por eso me sorprendió oírme comenzar una frívola charla, respondiendo a sus bonitos epigramas con epigramas propios, avanzando hacia la tierra fronteriza de la chanza, conduciéndonos sin miedo a ella y a mí a través de esa delicada frontera para encontrarnos en el terreno del conspicuo coqueteo.
Estaba claro que ella estaba de vacaciones. Toda esa seriedad y moderación de veintidós años que ella había dejado atrás en el mundo civilizado, y ahora, con un encogimiento de sus jóvenes hombros, ella soltaba su reticencia, dignidad y responsabilidad y dejaba caer toda esa carga con un discreto golpe sordo.
—Hasta las liebres se vuelven locas en marzo —dijo ella con seriedad—. Sé que intenta usted coquetear conmigo, y no me importa. De todos modos, no hay nada más que hacer, ¿verdad?
—Supongamos —dije yo solemnemente— que la llevara detrás de ese gran árbol e intentara besarla.
La perspectiva no pareció espantarla, así que miré a mi alrededor con esa furtiva, pero conciliadora, cautela peculiar de los jóvenes novatos en el arte. Antes de que me hubiera convencido de que ni William ni las mulas nos estaban observando, la profesora Van Twiller se puso en pie y dio un corto paso atrás.
—Vamos a cazar un dingue —dijo ella—, ¿quiere?
Miré hacia el gran árbol, indeciso.
—Vamos —dijo ella—. Le enseñaré —Y nos adentramos en el bosque, ella a la cabeza, faldas brillando a la media luz dorada.
Yo no tenía la menor idea de cómo atrapar un dingue, pero la profesora Van Twiller afirmaba que antiguamente se alimentaban de los brotes tiernos de los abetos, citando a Darwin como su autoridad.
Así, juntamos una fanega de brotes de abeto, la apilamos en la orilla de un arroyuelo y construimos una miniempalizada de treinta centímetros de altura alrededor del cebo. Yo puse un tejado de cicuta, luego recorté laboriosamente y ajusté una contraventana oscilante para la entrada, colocándola sobre ramitas elásticas.
—El dingue, ¿sabe usted?, se supone que vivía en el agua —dijo ella arrodillándose a mi lado ante nuestra trampa.
Yo la tomé de la manita y le agradecí la información.
—Sin duda —dijo ella con entusiasmo—, un dingue saldrá del lago esta noche para alimentarse de nuestras puntas de abeto. Luego —agregó—, ya es nuestro.
—¡Cierto! —dije seriamente y le apreté muy suavemente los dedos.
Ella tenía el rostro un poco apartado, no recuerdo lo que dijo. No recuerdo que dijera nada. Un ligero tinte rosa se apoderó de su mejilla. Unos momentos después, dijo: —No debe usted hacer eso de nuevo.
Era bastante tarde cuando regresamos al campamento. Mucho antes de ver las tiendas gemelas, oímos una voz profunda bramando nuestros nombres. Era la profesora Smawl, y se abalanzó sobre Dorothy y la condujo ignominiosamente al interior de la tienda.
—En cuanto a usted —dijo con tonos huecos—, puede explicar su conducta de inmediato o poner su renuncia a mi disposición.
Pero, de un modo u otro, yo parecía estar temporalmente perdido en la vergüenza, y solo pude sonreír a mi enfurecida presidenta y entrar en mi propia tienda con un paso claramente juguetón.
—Billy —le dije a William Spike, quien me miraba morosamente desde las profundidades de la tienda—, voy a salir mañana a cazar un mamut, así que, sé amable y limpia el rifle para elefantes y el hacha para cortar colmillos.
Esa noche la profesora Smawl se quejó amargamente de la cocina, pero como ni Dorothy ni yo sabíamos cómo mejorarla, se vengó de nosotros comiéndose todo lo que había en la mesa y retirándose a la cama, llevándose a Dorothy con ella.
Yo no podía dormir muy bien. Los mosquitos eran intrusivos y la profesora Smawl soñaba ser una manada de lobos y daba chilliditos mientras dormía.
—Pájaros, ¿no? —dijo William despertado de su sueño por los extraños ruidos de la dama.
Dorothy, muy asustada, salió gateando de la tienda, donde su compañera de manta seguía soñando dispépticamente, y William y yo la acomodamos junto a la fogata.
Se necesita una chica bonita para verse bonita medio dormida en una manta.
—¿Está segura de estar bien? —le pregunte a ella.
Para asegurarme, le probé el pulso. Durante una hora varió más o menos, pero sin alarmar a ninguno de los dos. Luego ella volvió a la cama y yo me senté a solas junto a la fogata.
Hacia la medianoche, comencé a sentir de pronto esa extraña y distante vibración que ya había sentido una vez. Como antes, la vibración crecía en el aire quieto, aumentando de volumen hasta convertirse en un sonido, luego se extinguió en el silencio.
Me levanté y entré sigilosamente en mi tienda.
William, blanco como la muerte, yacía en su rincón gimoteando en sueños.
Lo desperté sin remordimientos y él se sentó erguido con el ceño fruncido, pero rehusó decirme qué había estado soñando.
—¿Era eso la tercera cosa que viste? —comencé. Pero él me gruñó como un animal asustado y yo me vi obligado a ir a la cama y a dar vueltas y especular.
A la mañana siguiente llovió. Dorothy y yo visitamos nuestra trampa de dingue, pero no encontramos nada en ella. Estuvimos, no obstante, inclinados a permanecer bajo la lluvia detrás de un gran árbol, pero la profesora Smawl vetó esa propuesta y me envió a abastecer de carne fresca la despensa.
Regresé, enojado y mojado, con una docena de perdices y una liebre blanca —marrón en esa estación— y William las cocinó vilmente.
—¡Esto sabe a plumas! —dijo la profesora Smawl, indignada.
—No hay explicación para el gusto —dije con un cortés gesto de desprecio—, personalmente encuentro las plumas insípidas.
—¡Puede usted entregar su renuncia esta noche! —gritó la profesora Smawl con huecos tonos de pasión.
Le pasé a ella los panqueques con una sonrisa alegre y presioné frívolamente la mano a mi lado. Inesperadamente resultó ser el pegajoso puño de William, y Dorothy y yo nos reímos hasta que le saltaron las lágrimas dentro de la taza de café de la profesora Smawl, un accidente que encendió al rojo vivo la ira de la presidenta, solicitando mi renuncia por quinta vez ese día.
Al día siguiente volvió a llover, más o menos. La profesora Smawl se quejó de la comida, exigió mi renuncia y por último salió a explorar, llevándose al reacio William con ella. Dorothy y yo nos sentamos detrás del árbol más grande que pudimos encontrar.
No recuerdo lo que estábamos diciendo cuando un sonido peculiar nos interrumpió y escuchamos atentamente.
Era como una campana en el bosque: ¡ding-dong! ¡ding-dong! ¡ding-dong! Una armonía en voz baja, suave y dorada, acercándose, luego deteniéndose.
Agarré a Dorothy entre mis brazos en mi emoción.
—¡Es la nota del dingue! —susurré—, y eso explica su nombre, transmitido desde épocas remotas junto con los nombres del behemoth y el conejo. ¡Fue por su grito de campana que fue nombrado! ¡Querida! —grité olvidando nuestra breve amistad—. ¡Hemos hecho un descubrimiento que va a sonar en el mundo!
De la mano, caminamos de puntillas por el bosque hasta nuestra trampa. Había algo dentro que se asustó al vernos y se debatió por el interior de la trampa presa del pánico, emitiendo su nota de alarma, que sonaba como el tintineo de un juego completo de campanas.
Agarré a la extrañamente hermosa criatura, no me intentó morder ni arañar, sino que se agachó entre mis brazos, temblando y mirándome de reojo.
Deleitados con el adorable y manso animal, lo llevamos tiernamente al campamento y lo colocamos sobre mi manta. Tomados de la mano, nos plantamos frente a él, asombrados por la visión de esta bestia tanto tiempo creída extinta.
—Es demasiado bueno para ser verdad —suspiró Dorothy, juntando sus blancas manos bajo la barbilla, observando con éxtasis el dingue.
—Sí —dije solemnemente—. Tú y yo, hija mía, estamos cara a cara con el legendario dingue... ¡Dingus solitarius! Sigamos mirándolo en reverencia, oración, humildad...
Dorothy bostezó, probablemente de emoción.
Aún estábamos adorando en silencio el dingue cuando la profesora Smawl irrumpió dentro de la tienda al galope, gritando roncamente por su kodak y su cuaderno.
Dorothy la agarró triunfalmente del brazo y señaló el dingue, que parecía estar muerto de miedo.
—¡Qué! —chilló desdeñosa la profesora Smaw—. ¿Eso es un dingue? ¡Memeces!
—Señora —dije con firmeza—, ¡Esto es un dingue! ¡Es un monodáctilo! ¡Mire! ¡Tiene un solo dedo en el pie!
—¡Pamplinas! —replicó ella—. ¡Tiene cuatro!
—¡Cuatro! —repetí sin comprender.
—¡Sí, uno en cada pie!
—Pues claro —dije yo—. ¡No supondrá usted que un monodáctilo significaba una bestia con una sola pierna y un dedo del pie!
Pero ella se carcajeó con odio y declaró que aquello era un castor de tierra o una marmota.
Discutimos un tiempo hasta que vi el significado de su actitud. La desafortunada mujer deseaba ser la primera en encontrar un dingue y acreditarse así el descubrimiento.
Levanté el dingue con ambas manos y agité suavemente a la criatura hasta que el ding-dong de sus protestas llenó nuestros oídos como dulces campanillas fuera de tono.
Pálida de rabia ante esta prueba final de la identidad del dingue, ella tomó su cámara y su cuaderno. —¡No tengo tiempo que perder con marmotas musicales! —gritó y salió con un bote de la tienda.
—¿Qué has descubierto tú, querida? —gritó Dorothy, corriendo tras ella.
—¡Un mamut! —gritó triunfalmente la profesora Smawl—. ¡Y voy a fotografiarlo!
Ni Dorothy ni yo lo creímos. Observamos en silencio el vuelo de la infatuada mujer.
Y ahora, por fin, la trágica sombra cae sobre mi papel mientras escribo. Nunca estuve muy apegado a la profesora Smawl, sin embargo, con mucho gusto me abstendría de relatar el episodio que debe seguir si, como he intentado hasta ahora, consigo aferrarme a la verdad sin ornamentos.
He dicho que ni Dorothy ni yo la creímos. No sé por qué, a menos que aún no nos hubiéramos decidido a creer que el mamut aún existía en la tierra. Así, cuando la profesora Smawl desapareció en el bosque, corriendo entre la maleza cual pollo sin moral, vimos su huida despreocupados. Había un gran árbol en la vecindad, un agradable refugio en caso de lluvia, de modo que nos sentamos detrás, aunque el sol brillaba ferozmente.
Era una de esas apacibles tardes en el campo cuando el bosque entero sueña y las sombras duermen y cada pequeñita hoja se echa la siesta. Bajo las inmóviles copas de los árboles; la moteada luz del sol, inmóvil, empapaba el césped. Las moscas del bosque ya no giraban en círculos, sino que se posaban en las esbeltas puntas de las hojas a que sus alas tomaran el sol.
El calor era dulce y especiado. El sol extraía la delicada esencia de la resina y la savia, calentando los jugos volátiles hasta que estos se exhalaban a través de la aromática corteza.
El sol se ponía en el campo. El bosque se agitaba en su sueño. Un pez chapoteaba en el lago. El hechizo se rompió. En ese momento, el viento comenzó a levantarse en algún lugar lejano de la tierra desconocida. Yo lo oía venir, más cerca, más cerca: un fuerte viento que se hacia más pesado y soplaba más rápido a medida que se acercaba a nosotros. Un vendaval que barría ramas distantes. Un furioso vendaval que hacía que las ramas chocaran y crujieran, cada vez más cerca. ¡Crack! ¡Y el vendaval crecía en un huracán, pisoteando árboles como ramitas muertas! ¡Crack! ¡Crash! ¡Crack! ¡Crash!
¿Era el viento?
Con el rugido en los oídos, me levanté como un resorte para mirar hacia el bosque y, en ese mismo instante, saliendo del destrozado bosque, aceleraba la profesora Smawl con las faldas recogidas y las delgaduchas piernas volando como radios de bicicleta. Grité, pero el estrépito ahogaba mi voz. Entonces, de repente, la tierra sólida comenzó a temblar y, con la prisa y el rugido de un tornado, una gigantesca cosa viviente surgió fuera del bosque ante nuestros ojos: un vasto y sombrío volumen que se mecía por su camino talando árboles en su curso.
Dos grandes medias lunas de marfil se curvaban desde la cabeza. El lomo barría las copas de los árboles. Bramó una vez como un arma disparada desde un alto bastión.
La aparición pasaba con el continuo ruido del trueno rodando hacia los confines de la tierra: ¡Crack! ¡Crash!, decían los árboles, la tempestad se alejó barriendo una andanada de disparos, distantes, más distantes, hasta que, mucho después de que el tumulto se hubo apaciguado y luego cesado, el aturdido bosque resonó con la lenta caída de ramas destrozadas.
Esa noche, una joven pareja agitada estaba sentada muy cerca en el campamento del campo, llamando tímidamente a intervalos a la profesora Smawl y a William Spike. Digo tímidamente porque eso es correcto: no teníamos mucho interés en que un mamut respondiera a nuestras llamadas. Los acechantes ecos al otro lado del lago respondían a nuestros gritos. La luna llena asomaba por encima el bosque para mirarnos. No éramos una muy buena vista. Dorothy me estaba humedeciendo el hombro con lágrimas no fingidas, y yo, temiendo encender el fuego, me sentaba encorvado bajo la manta común y examinaba como loco la oscuridad que nos rodeaba.
Helado hasta la médula espinal, miré las luces grises blanquearse en el este, un único pájaro que despertaba en el campo, los árboles más cercanos asomando en la niebla y la niebla plateada rodando sobre el lago.
Toda la noche la oscuridad vibró con el extraño monotono que yo había oído la primera noche de acampada en la puerta de la tierra desconocida. Mi cerebro parecía resonar esa sutil armonía que retumba en el laberinto auricular después de que el sonido había cesado.
Hay fantasmas de sonido que vuelven para atormentar mucho después de que el sonido ha muerto. Eran estos mudos espectros de una voz largo tiempo muerta los que agitaban el silencio transparente y entonaban tonos sin tono.
Creo que me he explicado bien.
Fue una noche inusual.
La mañana blanqueó el este. La luz gris del día penetró sigilosamente en el bosque, borrando las sombras con tintes más pálidos. Era casi mediodía cuando el sol se hizo visible, a través de la fina red de niebla, como una pálida mancha dorada en el cénit.
A esta luz pálida me esforcé por levantar las dos tiendas vacías, recoger nuestros equipos y estibarlos en nuestras cinco mulas. Dorothy me ayudó con valentía, sollozando cuando yo le mencionaba a la profesora Smawl y a William Spike, pero no reprimió su laboriosidad hasta haber cargado las mulas y que yo estuviera listo para conducirlas, Dios sabía adónde.
—¿Adónde hemos de ir? —tembló Dorothy, sentada en un tronco con el dingue en el regazo.
Una cosa estaba clara: esta tierra plagada de mamuts no era lugar para mujeres, y así se lo dije.
Colocamos el dingue en una cesta y atamos ésta al cuello de la mula en cabeza. El dingue, alarmado, comenzó de inmediato a tintinear como un cencerro. Aquello actuaba como magia en las otras mulas, que marchaban gravemente detrás de su líder siguiendo la campana. Dorothy y yo, tomados de la mano, cerrábamos la retaguardia.
Nunca olvidaré esa escena en el bosque: el arco gris de los cielos nadando en la niebla, a través de la cual el sol miraba furtivamente; los altos pinos ondeando en la niebla, las preocupadas mulas marchando en fila india, la brumosa nota de suave campanilla del dingue en la cesta oscilante, y Dorothy, en faldas que goteaban rocío, pisoteando por el pálido crepúsculo.
Seguimos el terrible camino de tornado que el mamut había dejado a su paso, pero no había rastros de sus víctimas humanas, ni una mota de la profesora Smawl ni una solitaria huella de William Spike.
Y ahora estaría encantado de terminar este capítulo si pudiera. Gratamente me dejaría como estaba, allí en el bosque brumoso, con un brazo rodeando el esbelto cuerpo de mi esbelta compañera y las mulas moviéndose en una monótona fila y el dingue tintineando discretamente, pero de nuevo esa sombra amenazante cae sobre mi página y la verdad me pide que lo cuente todo, y yo, el esclavo de la precisión, debo recordar mis votos como el más intrépido discípulo de la verdad.
Hacia la puesta de sol —o hacia esa pálida parodia de puesta de sol que hacía que el bosque nadara en una bruma espantosa e incolora— el rastro de la ruina del mamut nos sacó de pronto de los árboles hacia la orilla de una gran lámina de agua.
Era un lugar desolado. Hacia el norte se elevaba un caos de picos sombríos, amontonados como nubes de tormenta a lo largo del horizonte. Al este y al sur, el oscurecido páramo se extendía como un manto. Hacia el oeste, arrastrándose hacia la niebla desde nuestros mismos pies, el resto gris del agua se movía bajo el cielo opaco, y las olas planas golpeaban rocas cargadas de limo.
Y ahora comprendí por qué el rastro del mamut continuaba directamente hacia el lago, porque a ambos lados había negros y sucios pantanos de tacamaca bajo fantasmales sábanas de niebla. Yo me esforzaba por vadear el pantano, buscando pie, pero el pantano cedía y la blanda superficie temblaba como gelatina en un cuenco. Un palo metido en el limo se hundía hacia profundidades desconocidas.
Vagamente alarmado, regané terreno firme y miré a mi alrededor, creyendo que no había más camino abierto que la desolada senda que habíamos atravesado. Pero estaba equivocado, pues la mula que iba en cabeza se estaba metiendo en el agua y las demás, una por una, la seguían.
No sabíamos el ancho que podía tener el lago porque la banda de niebla se suspendía sobre el agua como una cortina. Aún así, en aquel llano y poco profundo vacío avanzaban nuestras mulas con paso firme: ¡chof! ¡chof! ¡chof!, y en fila india. Ya se estaban volviendo indistinguibles en la niebla, así que le pedí a Dorothy que se apresurara y se quitara los zapatos y las medias.
Ella estuvo lista antes que yo —teniendo que desatarme las botas de tiro— y salió al agua con las faldas aleteando, moviendo sus pies blancos con cautela. Un momento después yo estaba a su lado y ambos caminamos sondeando el agua poco profunda con nuestras varas.
Cuando el agua llegó hasta las rodillas de Dorothy, dudé, alarmado. Pero cuando intentamos volver sobre nuestros pasos, no pudimos encontrar la orilla de nuevo porque la diáfana neblina lo envolvía todo, y el agua se hacía más profunda a cada paso.
Me detuve a escuchar las mulas. A lo lejos, en la niebla, escuché un chapoteo sordo que se alejaba. Después de un rato, todo el sonido se apagó y un lento horror se apoderó de mí, un horror que me congeló la redecilla de venas en cada miembro. Un paso a la derecha y el agua me subía hasta las rodillas; un paso a la izquierda y el delgado y frío círculo de la inundación me helaba el pecho. De repente, Dorothy gritó, y al momento siguiente respondió un grito lejano, un dulce grito lejano que pareció venir del cielo, como la armonía de los ágiles vientos del mundo. Entonces la cortina de niebla que teníamos delante se retroiluminó. Unas sombras se movieron en la pantalla brumosa, contornos de árboles y orillas de hierba y pájaros diminutos volando. Lanzados sobre la cortina de vapor, en silueta, un hombre y una mujer pasaron bajo los adorables árboles, con los brazos echados uno al cuello del otro; cerca de ellos, las sombras de cinco mulas pastaban pacíficamente; un dingue retozaba cerca.
—¡Es un espejismo! —murmuré, pero mi voz no hizo ningún sonido. Lentamente, la luz detrás de la niebla se apagó. El vapor a nuestro alrededor se elevó girando, luego se disolvió, mientras kilómetro tras kilómetro de un mar ilimitado se extendía hasta que, como una línea rápida dibujada a lápiz de un trazo, el horizonte cortó el cielo y el mar por la mitad, y ante nosotros yació un océano desde el cual se elevaba una montaña de nieve, o un gigantesco iceberg de hielo lechoso, pues se estaba moviendo.
—¡Santo cielo —chillé—, eso está vivo!
Al sonido de mi enloquecido grito, la montaña de nieve se convirtió en un pilar, elevándose hasta las nubes, ¡y una ola de gloria dorada empapó la figura hasta las rodillas! ¿Figura? Sí, porque un brazo colosal cruzó el cielo y luego se curvó atrás con exquisita gracia hacia una cabeza de horrorosa belleza, la cabeza de una mujer con ojos como el lago azul del cielo. Sí, la forma espléndida de una mujer, erguida desde el cielo hasta la tierra, hasta las rodillas en el mar. Las nubes de la tarde se deslizaban por su frente, su cabello reluciente iluminaba el mundo debajo con una puesta de sol. Luego, sombreándose la blanca frente con una mano, se inclinó y, con la otra mano, la sumergió en el mar y envió una ola rodando hacia nosotros. Directamente desde el horizonte aceleró una onda que creció hasta convertirse en una ola, luego en una furiosa ola rompiente que nos atrapó en un remolino de espuma, llevándonos hacia adelante cada vez más rápido, volando velozmente a través de leguas de rocío hasta que la consciencia cesó y todo quedó en blanco.
Sin embargo, antes de que huyeran mis sentidos, escuché de nuevo ese extraño grito, esa dulce y emocionante armonía que fluía sobre las espumosas aguas, llenando la tierra y el cielo con sus silenciosas vibraciones.
Y supe que era el saludo del Espíritu del Norte advirtiéndonos que volviéramos a la vida.
Mirando atrás ahora, hacia los días que pasaron antes de que llegáramos tambaleándonos al puesto de avanzada de la Bahía de Hudson en Gravel Cove, me inclino a creer que ni Dorothy ni yo estábamos completamente revestidos de toda la facultad de nuestras mentes —o, si lo estábamos, nuestras mentes sin duda debían de haber estado en las mismas condiciones que nuestra ropa. Recuerdo haber disparado a las perdices y que nos las habíamos comido; los destellos de la memoria recuerdan el constante aguacero de lluvia a través del interminable crepúsculo de los velludos bosques; días oscuros en la tundra neblinosa, agujeros de barro de los que salían miles de patos salvajes; luego las atrofiadas cicutas, luego el bosque de nuevo. Y ni siquiera recuerdo el momento en que, por fin, tropezando con el suave sendero dejado por el Glaciar Graham, nos arrastramos a través de la pared de la montaña, salimos de la tierra desconocida y, una vez más, entramos en un mundo protegido por el Señor Todopoderoso.
Un grupo de cazadores indios de Elbon nos trajo al puesto, y todos fueron muy amables, eso lo recuerdo, justo antes de pasar varias semanas de desagradable delirio, misericordiosamente mitigado por la inconsciencia.
Curiosamente, la profesora Van Twiller no estaba muy maltrecha físicamente, pues yo había cargado con ella durante días como una mochila, pero la espantosa experiencia le había producido una conmoción que resultó en un estado de nerviosismo que duró el tiempo que tardó ella en regresar a Nueva York y el tiempo que tardó el rico y eminente especialista que la atendió en insistir en llevarla a la Riviera y casarse con ella. A veces me pregunto... Pero, como he dicho, tales reflexiones no tienen cabida en estas austeras páginas.
Sin embargo, me imagino que cualquiera tiene la libertad de especular sobre el destino de la desaparecida profesora Smawl y William Spike, y sobre las mulas y el gentil dingue. Personalmente, estoy convencido de que las sugerentes siluetas que vi en aquella espantosa cortina de niebla fueron proyectadas por seres beatificados en algún paraíso terrenal, un espejismo de dicha del que nosotros no captamos más que incoloras sombras flotando entre el mar y el cielo.
En cualquier caso, ni la profesora Smawl ni su William Spike regresaron jamás. Ninguna expedición de exploración ha encontrado rastros de mula o dama, de William o del dingue. La nueva expedición que organizará el Barnard College puede que llegue aún más lejos. Supongo que, cuando llegue el momento, se esperará que me presente voluntario. Pero la profesora Van Twiller está casada y William y la profesora Smawl debían estar... y, en conjunto, considerando el mamut y esa aparición gigantesca y espléndida que se había inclinado desde el cénit hacia el océano y había enviado un maremoto rodando desde la palma de una mano blanca. Yo digo, teniendo en cuenta todos estos asuntos, que creo que decidiré quedarme en Nueva York y seguir escribiendo para las revistas científicas. Además, la mortificante experiencia de la Exposición de París ha amortiguado incluso mi juvenil entusiasmo perenne. Y en cuanto a la última expedición a Florida, Dios sabe que estoy listo para repetirla, es más, ya estoy elaborando un plan para el rescate, pero aunque estoy preparado para enfrentar cualquier peligro por el bien de mi amado superior, el profesor Farrago, no me siento inclinado a cometer indiscreciones para fisgar en secretos que, a mi modo de ver, conciernen únicamente a la profesora Smawl y a William Spike.
Pero todo esto es, en cierta medida, prematuro. Lo que ahora tengo que relatar es el relato de un testigo ocular del más asombroso escándalo ocurrido durante la reciente exposición en París.
Cuando los delegados fueron designados para el Congreso Científico Internacional en la Exposición de París de 1900, qué poco se imaginaba la gente que la gran conferencia iba a terminar con el escándalo más gigantesco que jamás haya conmovido a dos continentes.
Sin embargo, si no hubiera sido por el par de periódicos estadounidenses publicados en París, este escándalo nunca se habría emitido, pues la prensa continental está tan bien amordazada que, cuando muerde, los dientes se reúnen en la atmósfera vacía con un discreto "clap".
Pero para el yanqui, nada excepto la Doctrina Monroe es sagrado, y los imparables perros guardianes de la prensa muerden a diestro y siniestro sin bozal. El mordedor muerde —esa es su profesión— y eso pone fin al asunto; el mordido es mordido y, en el deplorable argot del momento, "allá él".
Y ahora que el escándalo se ha ventilado bien y se ha dejado secar en los dientes de la decencia y a los cuatro vientos, y como todos los detalles han sido exagerados alegre y groseramente, quizá sea el momento adecuado para que sea escrita la verdad por la única persona cuyo conocimiento de todos los hechos del asunto le da derecho a hablar tanto por sí mismo como por aquellas honorables damas y caballeros cuyos nombres y títulos han sido criticados tan despiadadamente.
Estos, entonces, son los llanos hechos:
El Congreso Científico Internacional, ahora aplazado sine die, se reunió a las nueve de la mañana del 3 de mayo de 1900 en el Pabellón de Tasmania de la Exposición de París. Estuvieron presentes los científicos más famosos de Gran Bretaña, Francia, Alemania, Rusia, Italia, Suiza y Estados Unidos.
Presidió Su Alteza Real el Príncipe Heredero de Mónaco.
No es necesario, ahora, repetir los detalles de esa reunión preliminar. Baste decir que los comités que representan las diversas ciencias conocidas fueron nombrados y designados por el Príncipe de Mónaco, quien había sido elegido por unanimidad presidente permanente de la conferencia. Es la composición de un único comité lo que nos ocupa ahora, y ese comité, que representa a la ciencia que trata de la avifauna, estaba conformado de la siguiente manera:
Presidente: Su Alteza Real el Príncipe Heredero de Mónaco.
Miembros: Sir Peter Grebe, Gran Bretaña.
Barón de Becasse, Francia.
Su Alteza Real el Rey Christian, Finlandia.
Condesa d'Alzette, Bélgica.
Yo, de los Estados Unidos, en representación de la Smithsonian Institution y de la Sociedad Zoológica de Bronx Park de Nueva York.
Ésta fue, entonces, la composición de ese ahora notorio comité ornitológico, un grupito modesto, serio y humilde de obreros, unidos —al principio— por esos lazos de respeto y estima mutuos que unen a todos los obreros de la viña de las Ciencias.
Desde la primera reunión de nuestro comité, la ciencia, el gran nivelador, no dejó artificiales barreras de rango o título entre nosotros. Éramos entusiastas de nuestro amor por la ornitología; encontrábamos una nueva inspiración en la democracia de nuestros intereses comunes.
En cuanto a mí, charlé con mis compañeros sin sentir ninguna restricción ni percibir ninguna. El Rey de Finlandia y yo discutimos su última monografía sobre el carbonero moteado, y me alegré de estar de acuerdo con el Rey en todas sus teorías sobre los hábitos de anidación de esa importante ave.
Sir Peter Grebe, un gran caballero pelirrojo vestido con traje de lana, nos leyó algunas notas que había hecho sobre la gallina doméstica y sobre los motivos de la misma para seguir corriendo delante de un caballo o una carreta en lugar de hacerse a un lado para dejar pasar el inquietante vehículo.
El Príncipe Heredero de Mónaco discrepó con Sir Peter, también lo hizo el barón de Becasse, y nos entretuvieron a todos con una amigable y maravillosamente interesante disputa a tres bandas, compartida por tres de los pensadores más profundos del siglo.
Nunca olvidaré la brillantez de ese argumento, ni las modestas réplicas bien intencionadas que nos permitieron vislumbrar profundidades de erudición que nos impresionaron profundamente y sellaron los lazos que nos mantenían tan unidos.
¡Ay, que el sello tuviera que romperse! ¡Ay, que la brillante manzana de la discordia fuese arrojada entre nosotros! No, arrojada no, sino rodada suavemente bajo nuestras narices por los enguantados dedos de la encantadora condesa d'Alzette.
—Messieurs —dijo la hermosa condesa cuando todos los presentes, excepto ella y yo, habían tocado o indicado los temas que se habían preparado para presentar al congreso—. Messieurs mes confrères, me ha solicitado nuestro distinguido presidente, el Príncipe Heredero de Mónaco, que someta a juicio de ustedes el tema que, por favor del Rey de los Belgas, he preparado para presentar al Congreso Científico Internacional.
Hizo una gran cortesía al nombrar a su propio soberano, y todos nos levantamos por respeto al gobernante más austero y moral, el Rey de Bélgica.
—Pero —dijo con una encantadora sonrisa discreta— mucho mucho me temo que el tema que he elegido no cuente con su aprobación, caballeros.
Se quedó allí con su delicado vestido parisino y su sombrero, sacudiendo su bonita cabeza con incertidumbre, sonrisa en los labios, enguantados deditos entrelazados.
—Oh, sé lo espantoso que sería si este gran congreso se viera obligado a escuchar una broma como la que monsieur de Rougemont impuso a la Royal Society británica —dijo ella con gravedad—. Y como el tema de mi artículo es tan extraño como el más extraño de los fenómenos que supuestamente ha observado el señor de Rougemont, dudo...
Miró a los silenciosos oyentes a su alrededor. El rostro enrojecido de sir Peter se había endurecido. El Rey de Finlandia fruncía levemente el ceño. El príncipe heredero de Mónaco y el barón de Becasse lucían sonrisas ansiosas, pero cuando los ojos violetas de la condesa se encontraron con los míos, yo le mostré una mirada de aliento, y esa mirada, me veo obligado a confesar, no fue dictada por la aprobación científica, sino por algo que nunca se seca del todo en el más mohoso y polvoriento de los sabios: el buen Adán implantado en todos nosotros.
Yo sabía perfectamente bien cuál debía ser el tema, también lo sabían todos los presentes. Porque no era ningún secreto que Su Majestad de Bélgica había sido estafado por algunos nativos de Tasmania y había pagado una gran suma de dinero por una piel de ese pájaro gigantesco, el ux [5], que tan a menudo se ha informado que existe entre los inaccesibles picos de las montañas de Tasmania. Tal vez no sea necesario decir que la piel resultó ser un fraude, ya que no era más que un artilugio circense hecho de pieles de una docena de avestruces y casuarios [6], y muy hábilmente ensambladas por obreros chinos. Al menos, tal era el elaborado informe al respecto realizado por Sir Peter Grebe, quien había sido enviado a Amberes por la Sociedad Británica para examinar la adquisición. Es innecesario decir también que el rey Leopoldo de Bélgica sostuvo firmemente que la piel del ux era genuina desde el pico hasta la garra.
Durante seis meses había existido una diferencia de opinión muy seria entre los ornitólogos europeos sobre el famoso ux del Museo de Amberes, y esta diferencia había prometido dar lugar a una disputa abierta entre unos pocos sabios belgas por un lado y toda Europa y Gran Bretaña por el otro.
Los científicos tienen un horror profundamente arraigado a todo lo que toca la charlatanería. La mancha del engaño no sólo los alarma, sino que los aleja de todo tema sospechoso y que, por lo general, arruina, científicamente hablando, a la persona que ha presentado el tema para la discusión.
Por tanto, la condesa de Alzette tenía no poco valor para tocar, con sus delicados guantes, un tema que todos los científicos de Europa, con apenas una excepción, habían calificado de fraudulento e indigno de investigación. Y llevarlo ante el gran Congreso Internacional requería aún más coraje porque la persona que podía enfrentarse en sesión ejecutiva a los intelectos más brillantes del mundo y profesar abiertamente la fe en una piel de pájaro falsa, no tenía reputación científica que perder o poseía una valentía muy superior a la de los sabios que componían la audiencia.
Cuando la bonita condesa captó un destello de aliento en mi mirada, se sonrojó de satisfacción y sorpresa. Claramente, no esperaba encontrar un solo aliado en todo el congreso. Su rápida sonrisa de gratitud me conmovió, y también me avergonzó, porque la había animado por puro amor a la travesura, esperando oír todo el trillado asunto antes del congreso y dejarlo así resuelto de una vez por todas. Fue una cosa irreflexiva por mi parte. Debería haber recordado las consecuencias para la condesa si se demostraba que ella había estado defendiendo un fraude. La perturbada dignidad del congreso nunca la perdonaría. Su carrera científica prácticamente llegaría a su fin porque sus teorías y observaciones ya no podrían imponer el respeto, y ni siquiera la atención, de quienes sabían que ella misma había sido engañada una vez por un fraude palpable.
La miré culpablemente, ya avergonzado de mí mismo por alentarla a su destrucción. Qué hermosa e inocente parecía, allí de pie leyendo sus notas con una voz baja y clara, fresca como la de una niña, de vez en cuando con un delicioso movimiento ascendente de sus largas y oscuras pestañas.
Con un sobresalto, recobré el sentido y me pellizqué. No era el momento ni el lugar para sentimentalizar a una belleza juvenil cuya cabecita parisina estaba repleta de bobas y valientes teorías sobre una imposición que su anciano soberano había sido incapaz de detectar.
Vi que la asamblea fruncía el ceño sobre el rostro moreno del rey de Finlandia. Vi a Sir Peter Grebe ponerse cada vez más rojo y apretar sus gruesos labios para controlar ese enojado "¡Pamplinas!" que no necesitaba decirse para entenderse. El barón de Becasse lucía una sonrisa dolorosamente neutra que le congelaba la cara en la de una extravagante gárgola. El príncipe heredero de Mónaco se miraba las uñas pulidas con una sorprendida, pero abstraída, resignación. Claramente, la joven condesa no tenía un solo simpatizante en el comité.
Algo —quizá fue la caballerosidad latente integrada en todos nosotros, tal vez fue lástima, tal vez un resplandeciente amanecer de fe en la piel ux— hizo que mis pensamientos funcionaran muy rápidamente.
La condesa de Alzette terminó sus notas, luego miró a su alrededor con una sonrisa discreta, que se apagó en sus labios cuando percibió la silenciosa y pétrea hostilidad de sus colegas científicos. Una rápida expresión de alarma apareció en sus hermosos ojos. ¿Votarían en contra de darle una audiencia ante el congreso? Se requería un voto unánime para rechazar un tema. Ella giró los ojos hacia mí.
Me levanté, rojo como el fuego, con la cabeza zumbando con un caos de ideas, todas desordenadas y vagas, pero girando en una sola e irresistible corriente. Yo había venido al congreso preparado para exponer una monografía sobre el alca gigante, pero ahora el tema se iba por la borda como lo habían hecho los pájaros mismos, y me encontré rogando al comité que diera a la condesa una audiencia sobre el ux.
—¿Por qué no? —exclamé cálidamente—. Está establecido más allá de toda duda que el ux existe en Tasmania. Wallace vio con el telescopio varios de ellos caminando sobre las inaccesibles alturas de las montañas de Tasmania. Darwin reconoció que el pájaro existe. El profesor Farrago ha publicado un panfleto que contiene una acumulación de todos los datos relacionados con el ux. ¿Por qué Madame la Comtesse no ha de ser escuchada por todo el congreso?
Miré a sir Peter Grebe.
—¿Ha visto usted esta supuesta piel de pájaro en el Museo de Amberes? —preguntó él, sudando de indignación.
—Sí, la he visto —dije—. Ha sido remendada, pero ¿cómo vamos a saber que la piel no requería un remiendo? No he encontrado que se haya utilizado piel de avestruz. Es cierto que los habitantes de Tasmania pueden haber disparado al ave hasta hacerla pedazos y remendar la piel con trozos de piel de casuario aquí y allá, pero la mayor parte de la piel, y el pico y las garras, en mi opinión, bien merecen la seria atención de los sabios. Pronunciar su falsedad es, en mi opinión, precipitado y prematuro.
Me sequé la frente. Estaba metido en ello ahora. Había comprometido mi reputación junto con la reputación de la condesa.
El descontento y el asombro de mis colegas fue inconfundible. En medio de un tenso silencio propuse que se votara sobre la conveniencia de una audiencia ante el congreso sobre el tema del ux. Tras una pausa, la joven condesa, pálida y decidida, secundó mi moción. El resultado de la votación tuvo una conclusión inevitable. La condesa tenía un voto —ella misma se abstuvo de votar— y el tema se inscribió en el libro del comité como aceptable y se fijó una fecha para la audiencia antes del Congreso Internacional.
El efecto de esta votación en nuestro pequeño comité fue de lo más notable. La moderación reemplazó a la cordialidad, la reserva cortés reemplazó a esa cortesía inocente y sincera con la que habían comenzado nuestros procedimientos.
Con gélida cortesía, el Príncipe Heredero de Mónaco me pidió que expusiera el tema del documento que yo me proponía leer ante el congreso, y le respondí tranquilamente que, como yo era en parte responsable de defender la discusión del ux, me había propuesto yo mismo como asociado de la condesa d'Alzette en ese asunto, si Madame la Comtesse aceptaba la oferta de un hermano sabio.
—De hecho, la aceptaré —dijo ella impulsivamente, con sus ojos azules suaves de gratitud.
—Muy bien —observó Sir Peter Grebe, tragándose su indignación y caminando hacia la puerta—. Voy a renunciar a mi puesto en este comité. ¡Sí, lo haré, se lo aseguro! —Mientras el rey de Finlandia ponía una paternal mano en la manga de sir Peter—. No seré responsable de esta maldita...
Se atragantó, farfulló y luego se inclinó ante la horrorizada condesa, pidiendo perdón y declarando que no cedía ante nadie por causa de género. Y se retiró con el barón de Becasse.
Pero en el pasillo lo escuché explotar. —¡Maldición! ¡Este no es lugar para enaguas, barón! Y en cuanto a ese ornitólogo yanqui, se ha ahorcado con el corsé de la condesa... ¡sí, lo ha hecho! ¡No me lo digas, barón! El joven idiota estaba bien hasta que lo miró la condesa, te lo aseguro. ¡Dios! ¡Cómo lo arrugaba con esos ojos azules suyos! ¿Para qué diablos entran las mujeres en esos comités? ¿Eh? ¡Es un ultraje, te lo aseguro! ¡Se burlará de nosotros si nos sentamos a escuchar su monografía sobre ese pájaro fraudulento!
La joven condesa, que estaba escribiendo cerca de la ventana, no pudo haber oído este arrebato, pero yo sí lo oí, al igual que el rey Christian y el príncipe heredero de Mónaco.
«Señor,» pensé, «la condesa y yo estamos en la sartén esta vez. Haré lo que pueda para mantenernos a los dos fuera de las brasas.»
Cuando el rey y el príncipe heredero se despidieron de la condesa y ella respondió pálida y seria, se acercaron donde yo estaba, mirando al Sena.
—Aunque debemos diferir de ustedes —dijo el rey amablemente—, les deseamos todo el éxito en esta peligrosa empresa.
Les di las gracias.
—Es usted un hombre joven para arriesgar una reputación ya establecida —comentó el Príncipe Heredero, y luego agregó—. Es más valiente que yo. El ridículo es una barrera para todo conocimiento y, aunque sabemos eso, nosotros los buscadores de la verdad siempre que estamos cerca de llegar a esa barrera desmontamos sin osar poner nuestras aficiones en la valla.
—Uno puede venir a cosechar —dije yo.
—¿Y a riesgo de apostar nuestros pasatiempos? No no, eso nos haría ridículos, y lo ridículo mata en Europa.
—También es algo mortal en Estados Unidos —dije sonriendo.
—Más honor para usted —dijo el príncipe heredero con gravedad.
—Oh, no soy el único —respondí a la ligera—. Ahí está mi colega, el profesor Hyssop, que estudia las apariciones y desafía un menosprecio y una burla que ninguno de nosotros se atrevería a desafiar. Los yanquis estamos aprendiendo despacio. Algún día encontraremos la llave perdida del futuro mientras Europa se burla de quienes intentan forzar la cerradura.
Cuando el rey Christian de Finlandia y el príncipe heredero de Mónaco tomaron sus sombreros y bastones y se marcharon, miré al otro lado de la habitación hacia la joven condesa, que ahora estaba trabajando rápidamente en una máquina de escribir, aparentemente ajena a mi presencia..
Volví a mirar por la ventana y mi mirada vagó por los terrenos de la exposición. Dorados, escarlata y azul, los palacios se elevaban en todas direcciones bajo una pradera de banderas ondeantes. Torres, minaretes, torreones, agujas doradas cortando el cielo azul en el oeste. La demacrada Torre Eiffel se erguía sobre la reluciente explanada; detrás de la cual se elevaba la sólida cúpula dorada de la tumba del Emperador, dorada una vez más por el sol del Todopoderoso, para divertir a la chusma viva mientras los muertos dormían en su cripta imperial, él mismo ahora sólo una reliquia para el entretenimiento de la gente a la que había despreciado. ¡Oh, tempora! ¡Oh, mores! ¡Oh, Napoleón!
Bajo mi ventana, en el patio asfaltado, el rey de Finlandia entraba en su hermosa carroza victoria. Un ayudante, vestido con sombrero de tres picos y uniforme brillante, subió al palco junto al cochero verde y dorado; los dos postillones se enderezaron en sus sillas; los cuatro caballos bailaron. Luego, cuando el príncipe heredero de Mónaco se sentó junto al rey, el carruaje se alejó y, en el fondo del muelle, lo miré hasta que el aleteo de las plumas verdes y blancas en el sombrero de tres picos del ayudante fue todo lo que pude ver de la desvaneciente realeza.
Estaba aún meditando junto a la ventana, oyendo el clic y el timbre de la máquina de escribir, cuando noté de pronto que el clic había cesado y, volviéndome, vi a la joven condesa parada a mi lado.
—Gracias por su caballeroso impulso de ayudarme —dijo con franqueza, tendiendo la mano sin guante.
Me incliné sobre ésta.
—No me había dado cuenta de lo desesperado que era mi caso —dijo ella con una sonrisa—. Supuse que al menos me darían una audiencia. ¿Cómo puedo agradecerle su valiente voto a mi favor?
—Dándome su confianza en este asunto —dije con gravedad—. Si queremos ganar, debemos trabajar juntos y trabajar duro, madam. Hemos entrado en una lucha, no sólo para demostrar la autenticidad de la piel de un pájaro y la existencia de un pájaro que ninguno de los dos ha visto, sino también una lucha que nos hará famosos para siempre o hará imposible que ninguno de ambos vuelva a encarar una audiencia científica.
—Lo sé —dijo en voz baja—. Y entiendo mucho mejor lo valiente que es un caballero que he tenido la fortuna de ver alistarse en mi causa. Créame, si hubiese tenido absoluta confianza en mi capacidad para demostrar la existencia del ux, yo, egoísta como soy, no habría aceptado su caballerosa oferta de permanecer o caer conmigo.
La sutil emoción en su voz tocó una cuerda sensible en mí. La miré con seriedad, ella levantó sus hermosos ojos hacia los míos.
—¿Me ayudará usted? —me preguntó.
¿Que si la ayudaría? A fe mía, pasaría el resto de mi vida dando volteretas para complacerla. No intenté desengañarme a mí mismo. Supe que me había caído un rayo, que estaba desesperadamente enamorado de la joven condesa desde la punta de su sombrero hasta la punta de su zapatito lustrado. Yo también estaba curiosamente tranquilo al respecto, aunque mi corazón dio un golpe que casi me ahoga y sentí que me enrojecía desde la sien hasta la barbilla.
Si la condesa de Alzette advertía todo esto, no dio muestras de ello, a menos que el tinte rosado debajo de sus ojos, cada vez más profundo, fuese una sutil señal de comprensión de la señal en mis ojos.
—Supongamos —dijo ella— que yo fracasara ante el congreso de probar mi teoría. Supongamos que mis investigaciones dan como resultado la denuncia de un fraude y que mi nombre se pone en ridículo ante toda Europa. ¿Qué sería de usted, monsieur?
Yo quedé en silencio.
—Ya es usted célebre como el descubridor del mamut y el alca gigante —insistió ella—. Es joven, entusiasta, de renombre y tiene un futuro por delante que cualquiera en el mundo podría envidiar.
No dije nada.
—Y aún así —dijo ella en voz baja— lo arriesga todo porque no quiere dejar a una joven sin amigos entre sus colegas. Eso no es sabio, señor; es galante, generoso e impulsivo; pero no es sabiduría. Don Quijote ya no cabalga en Europa, amigo mío.
—Él se queda en casa, setenta millones de él, en Estados Unidos —dije yo.
Al cabo de un momento, ella dijo: —Le creo, monsieur.
—Es bastante cierto que —dije con una carcajada— somos las únicas personas que nos inclinamos por los molinos de viento en estos días, nosotros y nuestros primos, los británicos, quienes nos enseñaron.
Hice una alegre reverencia y agregué: —Con sus colores que vestir, tendré el honor de romper una lanza contra el mayor molino de viento del mundo.
—Querrá decir contra la Ciudadela de la Ciencia —dijo sonriendo.
—Y su rocosa respetabilidad —respondí.
Me miró pensativa, enrollando y desenrollando el papel en sus manos. Luego suspiró, sonrió y se iluminó, entregándome el rollo.
—Léalo atentamente —dijo—. Es un esquema de la política que sugiero que sigamos. Se sorprenderá de algunas de las declaraciones. Sin embargo, cada palabra es la verdad. Y, monsieur, su recompensa por la devoción que ha ofrecido no será menor de la que merece cuando se descubra usted doblemente famoso por nuestra monografía conjunta sobre el ux. Sin su voto en el comité, me deberían haber negado una audiencia a pesar de que presenté pruebas para apoyar mi teoría. Lo aprecio, aprecio mucho el coraje que le impulsó a defender a una mujer a riesgo de su propia ruina. Venga a verme esta noche a las nueve. Le reservo una sorpresa y un placer con los que no ha soñado.
—Ah, pero sí los he soñado —dije lentamente bajo el hechizo de su delicada belleza y entusiasmo.
—¿Cómo puede? —dijo ella riendo—. No sabe lo que le espera esta noche a las nueve.
—Usted —le dije fascinado.
El color le recorrió la cara y ella me dedicó una profunda cortesía. —A las nueve, entonces —dijo—. Rue d'Alouette, No. 8.
Hice una reverencia, tomé mi sombrero, guantes y bastón, y la acompañé hasta su carruaje.
Mucho después de que la victoria azul y negra se alejara por el abarrotado muelle, me quedé mirándola, en el laberinto de la red de ese antiguo encantamiento cuyo hechizo había caído sobre el primer hombre del Edén, y cuya hechicería no ha de fallar hasta que el último hombre devuelva su alma.
Almorcé en mi alojamiento en el Quai Malthus y tuve poco apetito, habiéndome alimentado de una variedad tan inesperada de emociones durante la mañana.
Aunque ya estaba locamente enamorado, no creo que la pérdida de apetito fuese el resultado sólo de eso. Poco a poco comencé a darme cuenta de lo que podría costarme mi reciente actitud, no solo un colapso total de mi carrera científica y la consiguiente ruina material que probablemente seguiría, sino la pérdida de todos mis amigos en casa. La Sociedad Zoológica de Bronx Park y la Smithsonian Institution de Washington me habían enviado como su delegado de confianza, dejándome a mí elegir el tema sobre el que iba a hablar ante el Congreso Internacional. ¿Cuál sería entonces su actitud cuando supieran que yo había optado por defender la peligrosa teoría de la existencia del ux?
¿Me repudiarían y enviarían a otro delegado para reemplazarme? ¿Se lavarían las manos y me dejarían a mi propia destrucción?
Lo sabré muy pronto, pensé, pues los procedimientos de esta mañana habrán sido telegrafiados a Nueva York a esta hora, y se habrán leído en las mesas de desayuno de todos los musgosos naturalistas de Estados Unidos antes de que yo vea a la condesa d'Alzette esta noche. Y saqué del bolsillo el rollo de papel que ella me había dado y, encendiendo un puro, me recosté en mi silla para leerlo.
El manuscrito había sido mecanografiado maravillosamente, y no tuve ningún problema en seguir su breve y claro relato de las circunstancias en las que se había obtenido la notoria piel de ux. En cuanto a la historia en sí, era algo sospechosa, pero me tragué valientemente mi creciente nerviosismo y me consolé con la creencia de Darwin en la existencia del ux y con el testimonio posterior de Wallace, quien simplemente declaraba lo que había visto a través de su telescopio y dejaba que otros identificaran las enormes aves que describía mientras las había observado rondando por los picos nevados de los Alpes de Tasmania.
Mi propio conocimiento del ux se limitaba a una sola circunstancia. Cuando en 1897 fui a Tasmania con el profesor Farrago para hacer un informe sobre la disponibilidad del llamado "diablo de Tasmania", como sustituto de la mangosta en las Indias Occidentales, por supuesto escuché muchas cosas entre los nativos acerca de las aves que, según ellos, rondan las cumbres de las montañas.
Nuestro tiempo en Tasmania fue demasiado limitado para admitir una exploración en ese entonces. Pero aunque éramos perfectamente conscientes de que las cumbres de los Alpes de Tasmania son inaccesibles, ciertamente debíamos haber intentado ganarlas si no hubiera llegado la hora fijada para nuestra partida antes de haber completado la investigación para la que habíamos sido enviados.
Una reliquia, sin embargo, me llevé conmigo. Era una sola pluma bronceada verdosa, encontrada en lo alto de las montañas por un nativo y vendida por una suma de dinero algo grande.
Darwin creía que el ux estaba cubierto de un plumaje verdoso. Wallace había estado demasiado lejos para observar el color de los grandes pájaros, pero todos los nativos de Tasmania se unen en afirmar que el plumaje del ux es verde.
No fue solo el color de esta pluma lo que me hizo un comprador ansioso, fue su extraordinaria longitud y tamaño. No conocía ningún pájaro viviente lo bastante grande como para llevar tal pluma. En cuanto al color, puede que se hubiese alterado antes de comprarlo y, de hecho, al comprobarlo más tarde, encontré en las plumas trazas de sulfato de cobre. Pero lo mismo se ha encontrado en las plumas de ciertas aves cuyo color es verde metálico, y se ha comprobado que tales aves recogen y tragan trozos brillantes de piritas de cobre.
¿Por qué no iba a hacer lo mismo el ux?
Aún así, mi única razón para creer en la existencia del pájaro era esta única pluma. Yo había demostrado fácilmente que no pertenecía a ninguna especie de ave conocida. También había probado que era similar a las plumas de la cola de la piel de ux en Amberes. Pero las plumas del espécimen de Amberes eran grises, y la más larga de ellas sólo medía un metro de largo, mientras que mi enorme pluma verde bronceada medía cuatro metros de punta a punta.
Uno podría explicarlo suponiendo que la piel de Amberes era la de un pájaro joven, o de un pájaro en muda, o tal vez de un sexo diferente al del pájaro cuya pluma yo me había asegurado.
Aún así, estas ideas no habían sido demostradas. No se había probado nada relativo a las aves. Yo sólo tenía un hecho en el que apoyarme, y era que la pluma que poseía no podía pertenecer a ninguna especie conocida de ave. Nadie salvo yo sabía de la existencia de esta pluma. Y ahora tenía la intención de enviar un telegrama a Bronx Park para solicitarla y poner esta prueba a disposición de la hermosa condesa d'Alzette.
Se me había apagado el puro mientras estaba sentado meditando, lo volví a encender y retomé la lectura de las notas escritas a máquina, perezosamente, incluso con un poco de escepticismo, a pesar de todas las pruebas que ella había podido reunir para corroborar su teoría de la existencia del ux, éstas no eran ni la mitad de importantes que la evidencia que iba a presentar yo en la forma de esa enorme pluma verde.
Llegué al último párrafo, fumando serenamente y recostándome cómodamente, una pierna cruzada sobre la otra. Entonces, de repente, mi atención se centró en las palabras debajo de mis ojos. ¿Podría haberlas leído mal? ¿Podría creer lo que leía con un creciente asombro que culminó en una emoción que me agitó hasta el mismo cabello de la cabeza?
El ux existe. Ya no hay lugar para la duda. Ahora puedo ofrecer una prueba ocular en la forma de cinco huevos vivos de este pájaro gigantesco. Se han tomado todas las medidas para incubar estos huevos; ahora están en la gran incubadora. Mi plan es hacerlos eclosionar, uno por uno, bajo los propios ojos del Congreso Internacional. Será el mayor triunfo que la ciencia haya presenciado desde el descubrimiento del Nuevo Mundo.
[Firmado] Susanne d'Alzette.
—O bien —grité con una excitación incontrolable—, o bien esta chica está loca o es la mujer más inteligente del mundo.
Después de un momento agregué: —En cualquier caso, voy a casarme con ella.
Esa noche, minutos antes de las nueve, bajé de un taxi frente al No. 8 de la Rue d'Alouette y fui conducido a una bonita sala de recepción por un irreprochable sirviente, que desapareció directamente con mi tarjeta.
Poco después entró la joven condesa, exquisita con su traje de noche plateado, ojos brillantes y brazos blancos extendidos en una encantadora e impulsiva bienvenida. El tacto de sus sedosos dedos me emocionó. Me quedé mudo ante el encanto de su belleza; y creo que ella comprendió mi silencio, pues sus ojos azules se turbaron y la feliz separación de sus labios cambió a una curva pensativa.
En ese momento comencé a hablarle de mi pluma verde bronceada. A mi primera palabra, ella miró hacia arriba brillantemente, casi agradecida, imaginaba yo; y al momento siguiente estábamos enfrascados en una ansiosa discusión sobre el tema que nos había unido desde el principio.
Me apresuré a revelar las pruebas que poseía para sustentar nuestra teoría sobre la existencia del ux; luego, con el corazón latiendo con entusiasmo, le pregunté por los huevos y dónde estaban actualmente, y si creía posible traerlos a París —todas estas preguntas en la misma respiración— lo cual trajo una luz feliz a sus ojos y una deliciosa oleada de risas a sus labios.
—Por supuesto que es posible traer los huevos aquí —gritó—. ¿Si estoy segura? ¡Parbleu! ¡Los huevos ya están aquí, monsieur!
—¡Aquí! —exclamé—. ¿En París?
—¿En París? Mais oui; y en mi propia casa, en esta misma casa, monsieur. ¡Venga, los contemplará con sus propios ojos!
Sus ojos brillaban de emoción. Extendió impulsivamente su mano rosada. Yo la tomé y ella me condujo rápidamente por el salón, el comedor, la despensa del mayordomo y un pasillo largo y oscuro. Ya casi estábamos corriendo. Yo sujetaba con fuerza su suave manita, ella, levantándose un poco el vestido, corría por el pasillo, las enaguas de seda susurraban como un estandarte de seda al viento. Un giro a la derecha nos llevó a las escaleras del sótano. Nos apresuramos abajo y luego atravesamos el piso de cemento hacia un estante largo con vitrina de vidrio perforado con tubos de vapor.
—Una cerilla —susurró ella sin aliento.
Encendí una cerilla de cera y toqué con ella el quemador de gas del techo.
Nunca, nunca podré olvidar lo que reveló esa inundación de luz de gas. En una fila había cinco grandes incubadoras de vidrio; detrás de las puertas de cristal yacían, en adormecida majestad, cinco huevos enormes. Los huevos eran de color verde pálido, algo más claros que los huevos de los petirrojos, pero no tan pálidos como los huevos de las garzas. Cada huevo parecía ser más grande que una gran cabeza de cerdo y estaba parcialmente incrustado en fardos de algodón.
Cinco pequeños termómetros plateados dentro de las puertas de vidrio indicaban una temperatura de 35° Celsius. Noté que había un arreglo automático conectado con las tuberías que regulaba la temperatura.
Yo estaba demasiado conmovido como para poder hablar. El hablar parecía superfluo mientras estábamos allí, tomados de la mano, contemplando esos huevos gigantes de color verde claro.
Hay algo en un silencioso huevo que mueve las emociones más profundas de uno, algo solemne en su inercia embrionaria, algo asombroso en su anodina inmovilidad.
No conozco nada en la tierra que sea tan totalmente carente de expresión como un huevo. La gran Esfinge del desierto, cavilando a través de su velo de arena, no tiene esa tremenda dignidad insignificada que envuelve el ovalado e incoloro esfuerzo de una única gallina doméstica.
Cogí la mano de la joven condesa con mucha fuerza. Sus dedos se cerraron levemente.
Entonces y allí, en la solemne presencia de esos huevos sin emociones, puse mi brazo alrededor de su cintura flexible y besé a la condesa.
Ella no dijo nada. Luego se agachó para observar el termómetro. Naturalmente, registraba 35° Celsius.
—Susanne —dije en voz baja.
—Oh, debemos subir las escaleras —susurró, sin aliento; y recogiéndose las faldas de seda, corrió escaleras del sótano arriba.
Apagué el gas, con ese instinto de economía que el despilfarro temprano había implantado en mí, y seguí a la condesa Suzanne a través del conjunto de habitaciones y hasta el pequeño vestíbulo de recepción donde me había recibido por primera vez.
Estaba sentada en un diván bajo, con la cabeza inclinada, girando lentamente un anillo de zafiro en su dedo, dándole vueltas y más vueltas.
La miré románticamente y luego...
—Por favor, no lo haga —dijo.
La respuesta correcta a esto es:
—¿Por qué no? —hablada con mucha ternura.
—Porque... —respondió ella, que también era la respuesta correcta y usual.
—Suzanne —dije lenta y apasionadamente.
Giró el anillo de zafiro en el dedo. En ese momento ella se cansó de eso, así que yo levanté su pasiva mano muy suavemente y continué girando el anillo de zafiro en su dedo, lentamente, para armonizar con la cadencia de nuestras tácitas ideas.
Hacia la medianoche volví a casa, caminando con mucho cuidado por una nueva calle de París pavimentada exclusivamente con bloques de aire color de rosa.
A las nueve de la noche del 31 de julio de 1900, el Congreso Internacional hacía asamblea en la gran sala de conferencias del Pabellón Científico Belga, aledaño al Pabellón de Tasmania, para escuchar a la Condesa Suzanne d'Alzette leer su artículo sobre el ux.
Aquella mañana, la condesa y yo, con cinco furgones para muebles, transportamos las cinco grandes incubadoras a la plataforma de la sala de conferencias y contratamos a un ejército de fontaneros y gasistas para que hicieran las conexiones de calefacción de vapor necesarias para mantener las incubadoras a una temperatura de 37,7° Celsius.
Un pesado telón verde ocultaba el escenario del cuerpo de la sala de conferencias. Detrás de esta cortina reposaban los cinco huevos enormes, cada uno en su incubadora.
La condesa Suzanne estaba emocionada y tranquila por turnos, sus mejillas estaban rosadas, sus labios escarlata, sus ojos brillantes como planetas azules a medianoche.
Sin vacilar, ensayó su discurso ante mí, leyendo su manuscrito mecanografiado con una voz clara, en la que apenas pude discernir un temblor. Luego pasamos por el tonto espectáculo de mostrar los huevos de ux a una audiencia que aplaudía frenéticamente. Ella respondía a innumerables preguntas supuestas, mientras yo la conducía fuera repetidamente frente al telón verde para encarar al gran auditorio húmedo y oscurecido.
Luego, en respuesta a repetidos recuerdos imaginarios, ella ensayaba el extemporáneo discurso, agradeciendo a la distinguida audiencia su paciencia al escuchar a una colega desconocida y confesándome su agradecimiento (aquí aparecía yo y me inclinaba en humilde reverencia) por mi fe en ella y mi ayuda al asegurarle una conferencia pública ante la audiencia más altamente educada del mundo.
Después de eso, nos retiramos detrás del telón para sentarnos en una caja vacía a comer sándwiches y ver a los últimos fontaneros que quedaban pegando las conexiones de vapor con una olla de plomo fundido.
Los plomeros eran estadounidenses, traídos a París para hacer reparaciones en los edificios estadounidenses durante la exposición, y conversamos con ellos afablemente mientras se paseaban, como plomeros, hurgando debajo del piso con velas encendidas, pasando los pulgares arriba y abajo por las tuberías y levantando tablones en rincones oscuros.
Nos informaron que eran sindicalistas y que esperaban que nosotros también lo fuéramos. Y yo respondí que el sindicato era sin duda mi propósito final, ante lo que la joven condesa sonrió soñadora ante la vacante.
No nos atrevíamos a abandonar las incubadoras. Los fontaneros se demoraban, hora tras hora, mientras nosotros nos sentábamos a mirar los pequeños termómetros plateados y esperábamos.
Llegó la hora para que la condesa Suzanne se vistiera, y los fontaneros aún no habían terminado; así que envié un mensajero a buscar a su doncella para que trajera el baúl de la condesa a la sala de conferencias, y envié a otro mensajero a mi alojamiento para que me trajera la ropa de noche y ropa de cama limpia.
Había varios camerinos fuera del escenario. Aquí, hacia las seis en punto, la condesa se retiró con su doncella a vestirse, dejándome a mí vigilar a los fontaneros y los termómetros.
Cuando regresó la condesa Suzanne, radiante y encantadora con un vestido de noche de encaje negro, le di las rosas que le había traído y me apresuré a vestirme a mi vez, dejándola que vigilara los termómetros.
No estuve ausente más de media hora, pero cuando regresé encontré a la condesa conversando ansiosamente con los fontaneros y señalando con desesperación los termómetros, que ahora marcaban sólo 35°.
—¡Deben mantener la temperatura! —dije—. Esos huevos eclosionarán en unas pocas horas. ¿Cuál es el problema con el calor?
El plomero no lo sabía, pero pensó que las conexiones eran defectuosas.
—Pero ¡por eso os llamamos! —exclamó la condesa—. ¿No podéis arreglar cosas de forma segura?
—Oh, arreglaremos las cosas, señora —respondió el plomero con condescendencia, y se alejó para pasar el pulgar arriba y abajo por una tubería.
Como nosotros solos éramos incapaces de mover y manejar los enormes huevos, la condesa, cuyo carácter dulce era ajeno a la venganza o al mezquino resentimiento, había escrito a los miembros del comité ornitológico para revelar la maravillosa fortuna que había coronado sus esfuerzos en la búsqueda de pruebas que sustentaran su teoría sobre el ux, y ella había invitado a estos caballeros para que la ayudaran a mostrar los grandes huevos al congreso asambleario.
Esto lo había hecho ella la noche anterior. Cada uno de los caballeros invitados había acudido apresuradamente a su "hotel" para ver los huevos con sus propios escépticos y asombrados ojos, y la hermosa y joven condesa y yo habíamos saboreado nuestro primer triunfo en su sótano, donde habíamos conducido a sir Peter Grebe, al príncipe heredero de Mónaco, al barón de Becasse y a su majestad el rey Christian de Finlandia.
El escepticismo y la incredulidad dieron lugar a la emoción y al desbocado entusiasmo. El viejo rey abrazó a la condesa. El barón de Becasse intentó besarme. Sir Peter Grebe pronunció una bella disculpa por su insensatez e hizo votos de abierta penitencia por sus pecados. El pobre príncipe heredero, de temperamento nervioso, se sentó en las escaleras del sótano y lloró como un niño.
Tal aflicción por su propia terquedad nos había conmovido profundamente a todos.
Y sucedía que estos caballeros venían esta noche para ayudarnos a mover los huevos de valor incalculable y brindar su entusiasta semblante y apoyo a la joven condesa en su esfuerzo de dama honoraria.
Sir Peter Grebe llegó primero, todo cubierto de órdenes y condecoraciones, y nos saludó afectuosamente llamando a la condesa la "muchacha más dulce de Francia" y a mí su descortés primo yanqui que había aterrizado de pie sobre todo a expensas del Imperio Británico.
El rey de Finlandia, el príncipe heredero y el barón de Becasse llegaron juntos, una masa compuesta de medallas, fajas y palmas de la academia. Verlos mover cajas, enderezar sillas y sacar alfombras me recordó a esos caballeros con bordados dorados que salen corriendo a la arena y enrollan alfombras después de que los acróbatas terminan su turno en el Nouveau Cirque.
Estaba yo ayudando al rey de Finlandia a mover un pesado barril de clavos cuando la condesa me llamó alarmada y me dijo que los termómetros habían bajado a 26,7° Celsius.
Hablé con dureza a los fontaneros, que formaban un círculo detrás de los camerinos, pero que respondieron hoscamente que no podían trabajar más ese día.
Indignado y alarmado, les ordené que salieran al escenario y, tras algunas vacilaciones, salieron en fila como un grupo de enfurruñados y silenciosos obreros, con sus herramientas ya recogidas y atadas en sus kits. Noté de inmediato que un nuevo hombre había aparecido entre ellos: un hombre fornido y de rostro enrojecido con una levita y un sombrero de seda brillante.
—¿Quién es el capataz aquí? —pregunté.
—Yo —dijo un hombre con un mono azul.
—Bueno —dije—, ¿por qué no arreglan esos accesorios de vapor?
Hubo un silencio. El hombre del sombrero de seda sonrió.
—¿Y bien? —dije yo.
—Vamos, vamos, no pasa nada —dijo el hombre del sombrero de seda—. Estos hombres conocen su negocio sin que usted se lo diga.
—¿Quién es usted? —exigí bruscamente.
—Oh, sólo soy un delegado ambulante —respondió con una mueca burlona—. Hay una huelga en Nueva York y vine aquí para amarrar esta exposición. ¿Ve?
—¿Quiere decir que no va a dejar que estos hombres terminen su trabajo? —pregunté, estupefacto.
—De eso se trata, joven —dijo con frialdad.
Furioso, miré mi reloj, luego a los termómetros, que ahora registraban solo 23,9°. Ya podía oír a los primerios asistentes de la audiencia llegar al cuerpo de la sala. Ya un tramoyista encendía las candilejas y arrastraba sillas y mesas de un lado a otro.
—¿Qué hace falta para quedaros y atender esas tuberías de vapor? —exigí desesperadamente.
—Eso no se puede hacer de ninguna manera —observó el hombre del sombrero de seda—. Esa huelga de Nueva York aún dura un mes —Luego, volviéndose hacia los trabajadores, asintió y, para mi horror, toda la pandilla salió tras él, haciendo oídos sordos a mis ruegos y amenazas.
Hubo un silencio sepulcral, luego Sir Peter estalló en una vívida lluvia de palabras. La condesa, pálida como un fantasma, me lanzó una mirada desgarradora. El príncipe heredero lloró.
—¡Gran cielo! —chillé—. ¡Los termómetros han caído a 21,1°!
El rey de Finlandia se sentó en una silla y se tapó los ojos con las manos. El barón de Becasse corría en círculos lanzando gritos apagados y lastimeros. Sir Peter maldecía continuamente.
—¡Caballeros! —grité desesperadamente—. ¡Debemos salvar esos huevos! ¡Están en vísperas de eclosionar! ¿Quién va a ser voluntario?
—¿Para hacer qué? —gimió el Príncipe Heredero.
—Se lo mostraré —exclamé corriendo hacia las incubadoras y haciendo señas al barón para que me ayudara.
En un momento sacamos rodando un gran huevo, hicimos un nido en el suelo del escenario con los fardos de algodón y pusimos el huevo en él. Uno tras otro, colocamos los huevos restantes, construyendo para cada uno su nido de algodón; y por fin los cinco huevos enormes yacían en fila detrás del telón verde.
—Ahora —le dije con entusiasmo al rey— debe subirse encima de ese huevo y tratar de mantenerlo caliente.
El rey empezó a protestar, pero yo no acepté negativas y, en breve, Su Majestad estaba encaramado en el gran huevo, mirando tontamente a los demás, que ahora estaban trepando por los huevos asignados.
—¡Gran cielo! —murmuró el Rey mientras Sir Peter se acomodaba en su huevo—. Estoy dispuesto a dar vida y fortuna por el bien de la ciencia, ¡pero no puedo soportar incubar huevos como un pájaro!
El príncipe heredero estaba ahora sentado pacientemente junto al barón de Becasse.
—Siento en mis huesos —murmuró— que estoy a punto de incubar algo. ¿No oye un golpeteo en la cáscara de su huevo, barón?
—¡Parbleu! —respondió el barón—. El cascarón se mueve debajo de mí.
Ciertamente lo hacía; porque al momento siguiente el barón cayó dentro de su huevo con un "crash" y un chillido ahogado, y salió a trompicones, goteando, amarillo como un canario.
—¡N'importe! —gritó emocionado—. ¡Allons! ¡Salven los huevos! ¡Hurra! ¡Vive la science! —Y se subió al cuarto huevo y se sentó allí con los brazos cruzados, un coraje sublime que lo transfiguró de la cabeza a los pies.
Todos lo vitoreamos, ovación que fue silenciada cuando el director de escena entró corriendo, advirtiéndonos de que el público ya estaba reunido y en su lugar.
—No irá usted a subir el telón con nosotros sentados, ¿verdad? —preguntó ansiosamente el rey de Finlandia.
—No no —dije—. Siéntese tranquilo, Su Majestad. ¡Ánimo, caballeros! ¡Nuestra reivindicación está cerca!
La condesa me miró con ojos de asombro. Tomé su mano, la saludé respetuosamente y luego la llevé en silencio ante el telón, de cara a un océano de rostros girados hacia arriba entre las luces de las candilejas.
Ella se detuvo un momento para reconocer el aplauso, un tanto irregular, con una sonrisa tranquila en los labios. Todo su coraje había regresado, lo vi de inmediato.
Muy silenciosamente, tocó ella con los labios el eau-sucrée, dejó su manuscrito sobre la mesa, levantó su hermosa cabeza y comenzó:
—Que el ux es un pájaro viviente, estoy aquí ante ustedes para demostr...
Un fuerte golpe detrás de la cortina ahogó su voz. Ella palideció. La audiencia se levantó en medio de gritos de emoción.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó ella débilmente.
—El huevo de Sir Peter ha eclosionado —susurré—. ¡Oiga! ¡Ahí va otro huevo! —Y corrí detrás del telón.
Tal escena, como la que yo contemplé, nunca fue soñada en la tierra ni en el mar. Dos enormes ux jóvenes, todo gigantescas plumas de punta de aguja, deambulaban por ahí estúpidamente. Montado en uno estaba sir Peter Grebe con ojos fuera de las órbitas en un rostro de disculpa. Sobre otro, aferrado al cuello del pájaro, colgaba el barón de Becasse.
Antes de que yo pudiera moverme, estallaron los dos huevos restantes, y un par de inmensos y escuálidos polluelos se alzaron de entre los restos llevando sobre sus lomos al Rey y al Príncipe Heredero.
—¡Socorro! —dijo el Rey de Finlandia, débilmente—. ¡Me estoy cayendo!
Salté en su ayuda, pero tropecé con el resorte del telón. Al instante siguiente se levantó el telón verde y, allí, revelados a aquel vasto y distinguido público, deambulaban cuatro pollitos enormes llevando sobre sus espaldas la aristocracia más respetada y exclusiva de Europa.
La condesa Suzanne giró con un pequeño grito de horror, luego se sentó en su silla, apoyó su hermosa cabeza sobre la mesa y se desmayó muy silenciosamente, inconsciente a los frenéticos vítores que rugían hasta el techo.
Ésta, entonces, es la verdadera historia del famoso escándalo de la exposición. Y, como he dicho, si no hubiera sido por la presencia en esa audiencia de dos reporteros estadounidenses, nadie habría sabido lo que todo el mundo sabe ahora, nadie habría leído nada sobre las maravillosas hazañas de montar a pelo que mostró el rey de Finlandia. Nadie habría leído cómo sir Peter Grebe condujo su montura de manera segura más allá de las candilejas sólo para llegar a la dolorosa concha del apuntador.
Pero esto es escándalo. Y, en cuanto a la encantadora condesa Suzanne d'Alzette, el público ha oído todo lo que tiene derecho a oír y gran parte de lo que no tiene derecho a escuchar.
Sin embargo, pensándolo bien, tal vez el público tenga derecho a escuchar un poco más. Por tanto, diré esto: la conmoción de asombro que me dejó atónito cuando se levantó el telón y dejó al descubierto el ux montado por el rey, no fue nada comparado con el horrible golpe que me hirió cuando el conde d'Alzette saltó desde la orquesta, por encima de las candilejas y se llevó consigo la forma desfallecida de su esposa, la encantadora condesa d'Alzette.
A veces me pregunto... Pero, como he observado repetidamente, esta narrativa aburrida y pedante de los hechos no es vehículo para un soliloquio sentimental, por tanto, baste decir que tomé el primer vapor para orillas más amables, alentado a apresurarme por un venenoso telegrama de la Smithsonian repudiándome y por otro del Bronx Park ordenándome que pasara el invierno en algún lugar barato, venenoso y discreto, para hacer una colección de isópodos. La isla de Java me pareció una región tan venenosamente discreta y barata como jamás había oído hablar y un vapor zarpaba de Amberes hacia Batavia en veinticuatro horas. Por tanto, como digo, tomé el tren nocturno para Bruselas y el vapor desde Amberes la noche siguiente.
De mi viaje sin incidentes, de la búsqueda feliz y exitosa, hay poco que contar. Los javaneses son juguetones y hospitalarios. Allí había una chica con rasgos tan delicados como cincelados en el más pálido ámbar, y recuerdo que llevaba un hermoso tocado con joyas, parecido a un casco, y brazaletes tintineantes en los tobillos, y cuando bailaba hacía gestos de lo más elegantes y poéticos con sus flexibles muñecas —aunque esto no tiene nada que ver con los isópodos, absolutamente nada.
De vez en cuando llegaban cartas de casa. El profesor Farrago había regresado al Bronx y había sido reelegido para el alto cargo que había tenido tan noblemente cuando yo me había asociado con él por primera vez.
Por su amabilidad y por su consejo, permanecí varios años en el Lejano Oriente, hasta que llegó una carta suya rellamándome y también anunciando su propia apresurada y repentina partida hacia Florida. También mencionó mi ascenso a la oficina de subcuidador de departamento; así que comencé mi viaje de regreso a casa muy complacido con el mundo y llegué a Nueva York el 1 de abril de 1904, listo para un descanso al que me creía con derecho. Y lo primero que me entregaron fue una carta del profesor Farrago, convocándome para ir al Sur.
La carta que me puso en marcha —iba a decir que me puso en sobresalto, pero sólo la gente imaginativa se sobresalta—; la carta, entonces, que me hizo partir desde Bronx Park hacia el Sur, la imprimo sin permiso de mi superior, el profesor Farrago. No he obtenido su permiso por la algo emocionante razón de que nadie sabe dónde está. Siendo la publicidad ya reconocida como la aniquiladora de los misterios, sólo un propósito benevolente me inspira a publicar una carta tan extraña, tan patéticamente notable, en vista de lo que ha ocurrido recientemente.
Como digo, yo acababa de regresar de Java con una valiosa colección de isópodos no descritos —una orden de crustáceos edrioftálmicos con siete somitas torácicas libres provistas de catorce patas— y le pido perdón a mi lector, pero mi lector verá la necesidad de la absoluta precisión del autor al insistir en los detalles, porque la historia que sigue es una historia peligrosa para que la cuente un científico, en vista de la vasta cantidad de sinsentidos y ficciones que circulan enmascaradas como historias de aventuras científicas.
Yo estaba, por tanto, anticipando un delicioso trabajo estival de lápiz y microscopio cuando el 1 de abril recibí la siguiente y extraordinaria carta del profesor Farrago:
En campamento, Little Sprite Lake,
Everglades, Florida, 15 de marzo de 1902.
Estimado Sr. Gilland:
Al recibir esta comunicación, usted me asegurará de inmediato los siguientes artículos:
• Un conjunto completo de ropa de mujer.
• Una cámara.
• Una jaula de acero liviano, lo bastante grande para que usted pueda entrar de pie.
• Un estenógrafo (género masculino).
• Un tanque de acero de cinco libras, con sifón y accesorio de manguera.
• Un rifle y munición.
• Tres onzas de óxido de rosium.
• Una onza de clorato de estroncio.
Luego, en veinticuatro horas, saldrá usted con el estenógrafo y los suministros mencionados y se reunirá conmigo en el campamento en Little Sprite Lake. Esta orden es formal y no admite demora. Apreciará usted la necesidad de una absoluta e incondicional obediencia cuando le diga que estoy prácticamente al borde del descubrimiento más asombroso registrado en la historia natural desde que Monsieur Zani descubriera el zumbok de motas púrpuras en Nyanza, y que dependo de usted y de su celo y fidelidad para el éxito.
No me atrevo —no sea que mi carta caiga en inescrupulosas manos— transmitir más que un indicio de lo que nos espera en estas inexploradas soledades de los Everglades.
Debe leer entre líneas cuando le digo que, aunque uno puede ver a través de una lámina de vidrio, el vidrio no es menos sólido y palpable. Uno puede ver a través de él, si es que eso es también verlo, pero no obstante puede sostenerlo y sentirlo y recibir de él sensaciones de frío o calor según su temperatura.
Ciertas medusas son absolutamente transparentes cuando están en el agua, y sólo se puede saber de su presencia por contacto accidental, no por la vista.
¿Ha pensado usted alguna vez que posiblemente puedan existir criaturas más grandes y altamente organizadas, transparentes a la vista, pero palpables al tacto?
Little Sprite Lake es el lugar de partida, más allá se encuentran los Everglades, cuyos arrabales están frecuentados por los seminolas, y cuyo interior nunca ha sido visitado por el hombre, que nosotros sepamos.
Como usted sabe, aún no se ha realizado un estudio general de Florida. No existen mapas de los Everglades al sur de Okeechobee. Incluso Little Sprite Lake es sólo una vaga mancha en nuestros mapas. Sabemos, por supuesto, que al sur de los quince mil kilómetros cuadrados de agua dulce llamados lago Okeechobee, los Everglades forman una vasta proyección en forma de delta de miles y miles de kilómetros cuadrados. El África más oscura ya no es un misterio, pero los Everglades siguen siendo hoy el sombrío secreto de nuestro continente Y, hoy, esta desconocida extensión de pantanos, yermos, bosques y lagunas es mayor que en los días de De Soto, porque la región entera ha estado elevándose lentamente.
Todo esto, querido señor mío, usted ya lo sabe y le pido indulgencia por recordarle los hechos. Lo hago por esta razón: la búsqueda de lo que estoy rastreando puede llevarnos a la completa destrucción y, por tanto, mis formales órdenes hacia usted han de modificarse en la siguiente medida: ¿se ofrece usted voluntario? Si es usted voluntario, mis órdenes se mantienen, si no, entregue esta carta al Sr. Kingsley, quien me buscará el compañero que requiero.
En el caso de que venga, debe interrumpir su viaje en Cabo Falso y preguntar por un anciano llamado Feto. Él le dará un paquete, usted le dará un dólar y conducirá hasta Cabo Cañaveral y hará lo que ha de hacerse allí. De allí irá a Fort Kissimmee, a Okeechobee, atravesando el lago hasta el río Rita, donde he marcado el sendero hasta Little Sprite.
En Little Sprite le esperaré. Más allá de ese punto, solo la misericordiosa Providencia puede saber lo que nos espera.
Fraternalmente suyo,
Farrago.
PD: creo que será mejor que haga testamento y sugiera la misma idea al estenógrafo que le acompañe.
F.
Y esa fue la carta que recibí mientras yo estaba cómodamente sentado en el suelo de mi sala de trabajo, rodeado de inocentes isópodos, todos esperando pacientemente investigación científica.
Y esto es lo que hice: en veinticuatro horas había reunido los suministros necesarios: la jaula, la ropa de mujer, el tanque, las armas y municiones y los productos químicos. Había asegurado alojamiento, para esa noche, en el ferrocarril de Florida, Volusia y Fort Lauderdale hasta Citron City, y había estado entrevistando a estenógrafos todo el día, resultado de un anuncio inocentemente redactado en los periódicos.
Se acercaba ahora el momento en que debía invocar un taxi y viajar hasta el ferry y, sin embargo, aún me faltaba un estenógrafo.
Yo había visto las respuesas, simplemente no hacían caso a la propuesta. "¿Por qué un caballero en la floresta de Florida quiere un estenógrafo?", exigían, y como yo no tenía la menor idea, solo podía decir eso. Creo que la mayoría de los entrevistados concluyó que yo me había escapado de una institución estatal.
A medida que se acercaba el momento de la partida, me desesperé, instando y suplicando a los solicitantes que me acompañaran, pero ni la simpatía por mi instantánea necesidad ni el deseo de un salario los conmovieron.
Esperé hasta el último minuto, confiando contra toda esperanza. Entonces, con un gruñido de desesperación, pillé el equipaje, la gabardina, me dirigí hacia la puerta y la abrí de golpe para encontrarme cara a cara con una atractiva joven, al parecer a punto de pulsar el botón eléctrico.
—Lo siento —dije yo—, pero tengo un tren que tomar.
Ella era notablemente atractiva, con su abrigo de lluvia y su bonito sombrero, y yo lo lamenté mucho, tanto que agregué:
—Tengo unos veintisiete segundos que poner a su servicio antes de irme.
—Veinte serán suficientes —respondió ella amablemente—. Vi su anuncio de estenografía...
—Necesitamos un hombre —intervine apresuradamente.
—¿Lo han contratado?
—N-no.
Nos miramos mutuamente.
—Usted no va a aceptarlo, de todos modos —comencé.
—¿Cómo lo sabe?
—No querrá usted abandonar la ciudad, ¿verdad?
—Sí, si ustedes lo requieren.
—¿Qué? ¿Iría usted a Florida?
—S-sí, si debo hacerlo.
—¡Pero piense en los caimanes! ¡Piense en las serpientes! ¡Serpientes grandes que muerden!
—¡Cáspita! —exclamó ella con ojos cada vez más grandes.
—¡Indios también! ¡Irreconciliados y huraños seminolas! ¡Fiebres! ¡Charcos de barro! ¡Arañas! Y sólo cincuenta dólares a la semana.
—Y-yo... iré —balbuceó ella.
—¿Irá? —repetí lúgubremente—. Entonces le quedan exactamente dos segundos y tres cuartos para los preparativos.
Instintivamente, la joven levantó su manita enguantada y se dio unas palmaditas en el pelo. —Estoy... estoy lista —dijo vacilante.
—Un segundo extra para que haga testamento —agregué aturdido por su dominio de sí misma.
—Yo... no tengo nada que dejar, nadie a quien dejarlo —dijo sonriendo—. Estoy lista.
Yo mismo tomé ese segundo extra para un curso relámpago en la reflexión sobre efectos y consecuencias.
—Esto es una locura, probablemente sea asesinato —dije—. Pero ¡está contratada! ¡Ahora debemos partir!
Y así fue como llegué a contratar los servicios de la señorita Helen Barrison como estenógrafa.
A mediodía del segundo día desembarqué del tren en Citron City con toda la parafernalia: jaula, productos químicos, arsenal y estenógrafa; toda una acumulación de muy polvorienta impedimenta, todo menos la estenógrafa. A las tres en punto, nuestro librea del hotel aceleraba el carruaje por la playa de Cabo Falso hacia el alto faro que se alzaba sobre las dunas.
La hacienda de un caballero llamado Feto era mi meta. Me senté meditando en el destartalado carruaje, aún aturdido por la rapidez de mi salida desde Nueva York. La estenógrafa se sentaba a mi lado con ojos azules brillantes de emoción y el cabello rubio ondeando en la brisa del mar.
Nuestra mutua compañía ferroviaria había sido mínima, también absolutamente formal; pues yo había estado demasiado absorto barruntando el significado del viaje como para ser más que distraídamente cortés; y ella, imagino yo, habría tenido tiempo de arrepentirse y de, tal vez, sentir un pequeño temor, aunque yo no pude descubrir indicio de ninguno de ambos.
Recuerdo que ella había dejado el tren, en una ciudad u otra donde estuvimos retenidos durante una hora, y que por la ventanilla del vagón la había visto regresar con una nueva bolsa de mano.
Debía de haberse comprado ropa, pues seguía estando fresca como una rosa con su camisola de verano y su falda corta de calle; y ahora se veía inmaculada, sentada a mi lado, con el indicio de una sonrisa curvando su boca roja.
—Estoy buscando a un personaje llamado Feto —observé.
Después de un momento de silenciosa consideración del Océano Atlántico, ella dijo: —¿Cuándo comienzan mis deberes, Sr. Gilland?
—Sólo el Señor lo sabe —respondí con gravedad—. ¿Se está arrepintiendo de su contrato?
—Estoy muy feliz —dijo serenamente.
El remordimiento me azotó por haber consentido en contratar a este frágil bípedo de rosa y marfil para una empresa que yacía fuera de los suburbios de Manhattan. Eché una mirada culpable a mi víctima. Ella estaba sentada allí, la encarnación de lo picante de Nueva York, la traducción de una ciudadana de la metrópoli, un esbelto espíritu de las oficinas de fondo de los rascacielos. ¿Por qué la había yo sacado de allí? Hasta aquí, donde las pesadas olas teñidas de lavanda retumbaban en una costa perdida; aquí donde, sobre las junglas de dunas, se elevaban los buitres y las águilas de cabeza nívea acechando las arenas, haciendo pedazos los peces y gritándonos al pasar.
Extrañas aguas, extraños cielos: una tierra extraña y perdida que se agitaba bajo un sol exótico; y allí estaba ella sentada con sus sabios ojos de niña, despreocupada, observando el mundo con perfecta confianza.
—¿Puedo hacerle un pequeño cumplido por su valor? —pregunté divertido.
—Ciertamente —dijo ella sonriendo como sólo la dama de Manhattan sabe sonreír, tímidamente, inquisitivamente, con un persistente toque de risa en las comisuras de los labios curvados. Luego, sus rasgos sensibles decayeron una pizca—. No es fortaleza —dijo ella—, sino necesidad. No tenía ocasión de elegir, no tenía tiempo para esperar. ¡Mi último dólar, Sr. Gilland, está en mi bolso!
Con un gestito alegre lo sacó de la pechera de su camisa, luego, sonriendo, lo posó en el regazo, dándole vueltas y vueltas.
El sol caía sobre sus manos, dorando la tersa piel con el primer tinte del bronceado solar. Bajo las comisuras de los ojos, sobre las mejillas redondeadas, había una mancha rosada como el primer rubor de maduración de una fresa silvestre. Esa también era la huella que dejaba la caricia del viento y el sol. Yo no tenía idea de que ella era tan bonita.
—Creo que disfrutaremos de esta aventura —dije—, ¿no lo cree?
—Trato de sacar lo mejor de las cosas —dijo mirando hacia la neblina del horizonte—. Mire —agregó—. ¿Es eso un hombre?
Un punto alejado de la playa me llamó la atención. Al principio pensé que era un pelícano, y no por azar, pues el regordete y contoneante individuo tenían un cuello de ganso que parecía más un pájaro de gran buche que un ser humano.
—¿Cree usted que podría ser el Sr. Feto? —preguntó la estenógrafa mientras nuestro vehículo se acercaba.
Parecía un hombre cuyo nombre debía ser Feto. Estaba excavando almejas coquinas y cavaba con la mano en un movimiento de picoteo como un pavo de agua subyugando un salmonete demasiado grande para él.
Su nombre era Feto. Él lo admitió cuando yo lo acusé. Nuestro conductor negro tiró de las riendas, yo bajé a la arena y examiné al Sr. Feto.
Él no era, como he dicho, impresionante, ni siquiera con el tremendo fondo de cielo y océano.
—He recorrido algo más de mil kilómetros para verle —dije reacio a admitir que había llegado hasta allí para ver tal espécimen de arquitectura humana.
Una curtida sonrisa estiró la piel que le cubría el rostro, y él se llevó al bolsillo del mono una peluda zarpa para excavar hondo en las profundidades. Primero sacó a la luz un poco de tabaco de Carolina del Sur, el cual se introdujo tranquilamente en la boca, al parecer no por placer, sino solo para deshacerse de él.
El segundo objeto extraído del mono fue un paquetito dirigido a mí. Esto, me lo entregó. Yo le entregué con gravedad un dólar de plata. Él se volvió a desenterrar almejas, yo entré en el carruaje y seguimos adelante. Hasta el momento todo se había llevado a cabo al pie de la letra de mis instrucciones, y eso me aligeró el espíritu.
—Si no le importa, leeré mis instrucciones —dije de muy buen humor.
—Por favor, no dude —dijo ella sonriendo con simpatía.
Y así, abrí el paquetito y leí:
Conduzca hasta Cabo Cañaveral por la playa. Encontrará un grupo de hombres trabajando en un rompeolas del gobierno. El superintendente es el Sr. Rowan. Enséñele esta carta.
Farrago.
Bastante decepcionado, pues esperaba encontrar en el paquete alguna clave del interesante misterio que había enviado al profesor Farrago a los Everglades, me metí la misiva en el bolsillo y reanudé el estudio del paisaje inmediato. Éste no había cambiado a medida que avanzábamos: océano, arena, bajas dunas coronadas con impenetrables marañas de bahía agreste, espumosas bayas y encinas, con una extensión de palmetos torcidos por el clima aquí y allá. Y aquí y allá las maltrechas hojas de cactus y bayoneta española que avanzaban amenazadoramente y, sobre todos, los buitres, planeando, navegando, meras motas circulando perdidas en el azul de arriba, algunas tan cerca de la tierra que sus veloces sombras se inclinaban continuamente a través de nuestro camino.
—Detesto a los buitres —dije en voz alta.
—Yo pensé que eran cuervos —confesó ella—. Cuervos carroñeros, sí. Los cuervos carroñeros cantan: ¡cau, cau!
—Sólo que estos no lo hacen —agregué, la canción me puso de buen humor una vez más. Y miré de reojo a la guapa estenógrafa.
—Es un placer ser empleada por gente agradable —dijo ella inocentemente.
—Oh, puedo ser mucho más agradable —dije.
—¿El profesor Farrago es... divertido? —preguntó ella.
—Bueno... oh, ciertamente, pero no en el sentido de... no como lo soy yo.
De repente, recordé que mi superior era un confirmado odiador de las mujeres solteras. Yo lo había olvidado por completo y, ahora, la plena importancia de lo que había hecho me dejó en silencio del susto.
—¿Ocurre algo? —preguntó la Srta. Barrison.
—No, aún no —dije siniestramente.
¿Cómo diablos pude haber pasado por alto ese hecho bien conocido? La prisa y la ansiedad, el estrés de la preparación y la partida inmediatas, habían despejado ese detalle de mi distraída cabeza.
Yo trotaba por la arena en silencio, estrujándome los sesos para encontrar una solución al desastroso apuro en el que me había metido. Visualicé la impresionante rabia de mi superior, mi probable despido del empleo, tal vez el vuelco general y aplastamiento de toda la expedición.
Un oscuro y distante objeto en la playa concentró mis abstraídos pensamientos. Debía de ser el rompeolas de Cabo Cañaveral. Y lo era, el rompeolas, plagado de obreros negros que balanceaban grandes bloques de coquina en lechos cementados, cantando y silbando en su labor.
Olvidé mi situación al ver a un hombre blanco y delgado, con casco caqui para el sol dirigiendo el trabajo desde la playa; y mientras nuestros caballos avanzaban pesadamente, me acerqué y lo llamé por su nombre.
—Sí, mi nombre es Rowan —dijo el hombre al instante, volviéndose hacia mí. Sus ojos claros y penetrantes incluyeron el vehículo y a la estenógrafa, se levantó el casco y me miró directamente.
—Mi nombre es Gilland —dije bajando la voz y acercándome—. Acabo de llegar de Bronx Park, Nueva York.
Él hizo una reverencia, esperando algo más de mí; así que presenté mis credenciales.
Su modo formal cambió de inmediato. —Venga aquí y charlemos un poco —dijo cordialmente, luego vaciló al mirar a la Srta. Barrison—, si su esposa nos excusa.
La guapa estenógrafa se sonrojó y yo le di la razón al Sr. Rowan, cosa que pareció perturbarlo más que su error.
—Perdóneme, Sr. Gilland, pero no se propondrá usted llevar a esta joven a los Everglades, ¿verdad?
—Eso es lo que me había propuesto hacer —dije con brusquedad.
Perfectamente consciente de que yo resentía su pregunta, le lanzó a la joven una mirada perpleja y preocupada, luego, me condujo lentamente hacia un gran bloque de coquina calentada por el sol, donde se sentó y me indicó que hiciera lo mismo.
—Veo —dijo— que no sabe exactamente adónde va ni qué se espera que haga.
—No, no lo sé —dije.
—Bueno, entonces se lo diré. Va usted al país del diablo a buscar algo por lo que yo volé setecientos kilómetros para evitar.
—¿Exagera usted? —dije inquieto.
—No le exagero, Sr. Gilland.
—¡Oh! ¿Y cuál es este objeto que debo buscar y del cual huyó setecientos kilómetros?
—No lo sé.
—¿No sabe de lo que escapó?
—No, señor. Quizá si lo hubiera sabido, habría huido mil kilómetros.
Nos miramos mutuamente.
—¿Cree usted, entonces, que sería mejor que enviara a la Srta. Barrison de regreso a Nueva York? —le pregunté.
—Ciertamente lo creo. Llevarla puede ser asesinato.
—¡Entonces lo haré! —dije nerviosamente—. Se vuelve en la primera estación de ferrocarril.
En un instante me vino la idea de que aquí había un modo de evitar la ira del profesor Farrago, y también una buena excusa. Puede que me perdonara por no llevarle un hombre como estenógrafo, dado mi limitado tiempo, pero nunca me perdonaría que me presentara con una mujer.
—Ella debe regresar —repetí, y me sorprendió bastante descubrir que ya estaba anticipando la soledad, algo que nunca antes había experimentado en todos mis viajes.
—En el primer tren —agregué con firmeza, sintiendo desagrado por el Sr. Rowan sin ninguna razón, salvo por que me había privado de repente de mi estenógrafa.
—Lo que tengo que decirle —comenzó él encendiendo un cigarrillo, el mate que yo rehusé— es esto: hace tres años, antes de entrar en este negocio de contratación, yo estaba en el gobierno como funcionario en Observación Costera. Nuestros deberes nos llevaron a las aguas de Florida. Estuvimos meses trabajando en tierra.
Dio una pensativa calada al cigarrillo y lanzó una nubecilla al aire.
—Yo había pedido un permiso de un mes y, como un asno, me preparé para invertirlo en un viaje de caza por los Everglades.
Cruzó las delgadas piernas y miró pensativo el cigarrillo.
—Creo —continuó— que penetramos en los Everglades más lejos que ningún hombre blanco vivo que haya regresado. No hay gran cosa en los Everglades; en la mayor parte, quiero decir. Hay montículos altos y bajos, pantanos, arroyos, lagos y todo eso. Si se pierde usted, está perdido. Si adquiere una fiebre, ya puede verse partiendo con los serafines, no mejora ni una pizca. Allí hay animales normales: osos (pequeños y negros), linces, ciervos, panteras, caimanes y algunos cocodrilos errantes. En cuanto a las serpientes, las hay de todo tipo, mocasines en abundancia, algunas cascabel, pero no tantas serpientes como las que encuentra uno en Alabama, o incluso en el norte de Florida y Georgia. Los seminola no van a ayudarle, ni siquiera hablarán con usted. Son unos huraños, pero no asesinos, que yo sepa. Más allá de sus límites internos se encuentran las regiones desconocidas.
Mordió la húmeda colilla del cigarrillo.
—Yo fui allí —dijo—. Salí en cuanto pude.
—¿Por qué?
—Bueno, en primer lugar, mi compañero murió de miedo.
—¿De miedo? ¿A qué?
—Hay algo allí dentro.
—¿El qué?
Me clavó una mirada penetrante. —No lo sé, Sr. Gilland.
—¿Vio usted algo que lo asustara? —insistí.
—No, pero sí sentí algo —dejó caer el cigarrillo y lo molió con saña en la arena—. Para abreviar —dijo—, estoy muy dispuesto a creer que hay... criaturas, criaturas vivientes de algún tipo en los Everglades, tan grandes como usted o como yo, y perfectamente transparentes, tan transparentes como una medusa incolora.
Al instante me quedó claro el velado significado de la carta del profesor Farrago. Él también lo creía.
—Me avergüenzo como el diablo al decir tal cosa —continuó Rowan, cavando en la arena con sus tacones de espuelas—. Parece tan... tan mentira enorme, parece tan infantil y ridículo. ¡Tan condenadamente barato! Pero hui y ahí estamos. Debo añadir —dijo con indiferencia—, que yo tengo la porción ordinaria de coraje asignada a los hombres corrientes.
—Pero ¿qué cree que son esos... animales? —pregunté fascinado.
—No lo sé —Una mirada obstinada apareció en sus ojos—. No lo sé y me niego totalmente a especular en beneficio de nadie. No lo haría ni por mi amigo el profesor Farrago y no lo voy a hacer por usted —finalizó, riendo un poco. Una risa sombría que me hizo percatarme de la asombrosa importancia de su historia. Pues no dudé de la misma, por extraña o fantástica que fuera, por increíble que sonara a los oídos de un científico.
Lo que conllevaba tal convicción, yo no sé lo que era. Tal vez el hecho de que mi superior lo acreditaba. Quizá la forma de narración, contada con frases tranquilas y vulgares, por un joven sumamente práctico y carente de imaginación, claramente avergonzado por el relato. La historia había sonado como el grito en un cañón, sorprendente por la absoluta falta de énfasis empleado en la narración.
—El profesor Farrago me pidió que no hablara de esto con nadie, salvo con el hombre que debía acudir en su ayuda. Él deseaba tener la oportunidad de ser el primero en aclarar este bastante desconcertante asunto. Sin duda no quería grupos de exploradores merodeando por allí —añadió Rowan sonriendo—. Pero eso no hay que temerlo, imagino. Espero no volver a contarle esa historia a nadie, no debería habérsela contado, pero la misma me lleva preocupando desde hace tres años y, aunque tenía un miedo mortal al ridículo, al final decidí que la ciencia debería darle un tiento a esto. Cuando estuve en Nueva York el invierno pasado, me armé de valor y le escribí al profesor Farrago. Vino a verme a Holland House esa misma noche. Le dije todo lo que no le diría a nadie. Eso es todo, Sr. Gilland.
Por largo tiempo me quedé en silencio, meditando sobre las extrañas palabras. Al cabo de un rato le pregunté si el profesor Farrago tenía provisiones, y me dijo que las tenía, que una gran cantidad de alimentos básicos y latas de raciones concentradas se habían llevado hasta Little Sprite Lake, que el profesor Farrago estaba ahora solo allí, habiendo insistido en despedir a todos los que había contratado.
—No había uso práctico alguno para un guía —agregó Rowan—, porque ni nativo de Florida ni indio ni ningún guía conoce la región más allá del país seminola.
Me levanté, le di las gracias y le ofrecí mi mano. Él la tomó y la estrechó de manera varonil, diciendo: —Considero al profesor Farrago un hombre muy valiente; puedo decir lo mismo de cualquier hombre que se ofrezca a acompañarlo. Adiós, Sr. Gilland. Le deseo sinceramente el éxito. El profesor Farrago dejó esta carta para usted.
Y eso fue todo. Yo volví a subir al destartalado carruaje, con mi carta sin abrir. El conductor negro chasqueó el látigo y silbó, y los caballos trotaron tierra adentro por un hermoso camino de conchas que nos llevaría a través de Verbena Junction hasta Citron City. Media hora más tarde cruzamos las vías en Verbena y nos adentramos en un ancho camino de marga. Esto me sacó de mi profunda y especulativa ensoñación y, después de unos momentos, pedí la indulgencia de la Srta. Barrison y leí la carta del profesor Farrago que me había dado el Sr. Rowan:
Estimado Sr. Gilland:
Ahora sabe todo lo que no me atreví a escribir por temor a atraer a mis oídos un enjambre de exploradores, en caso de que la carta se perdiera y la encontraran entrometidos sin escrúpulos. Si aún está dispuesto a ser voluntario, sabiendo todo eso, únase a mí lo antes posible. Si consideraciones de familia le disuaden de tomar lo que quizá sea un riesgo demente, no esperaré que se reúna conmigo. En ese caso, regrese a Nueva York de inmediato y envíe a Kingsley.
Suyo,
F.
—¡Qué diablos le ha dado a este hombre! —Exclamé irritado—. ¡Yo puedo aceptar cualquier riesgo que acepte Kingsley!
La Srta. Barrison alzó la mirada, sorprendida.
—Srta. Barrison —dije zambulléndome de cabeza en el tema—. Lo siento mucho, pero tengo noticias que me obligan a creer que el viaje sea demasiado peligroso para su intento, así que creo que sería mucho mej..—. La consternación en su bonito rostro me detuvo.
—Lo lamento muchísimo —musité horrorizado por su silencio.
—Pero... pero ¡usted me contrató!
—Lo sé, lo sé, no debería haberlo hecho. Es que...
—Pero me contrató, ¿o no?
—Creo que lo hice... eh, um, por supuesto...
—Y un contrato verbal es vinculante entre personas honorables, ¿no es así, Sr. Gilland?
—Sí, pero...
—Y el nuestro fue un contrato verbal, y en contraprestación me pagó el salario de mi primera semana, y yo compré una camisa y una falda corta y tres mudas de... y cepillos de dientes y...
—Lo sé, lo sé —gemí—. Pero yo financiaré todo eso.
—No puede si rompe su contrato.
—¿Por qué no?
—Porque —dijo ruborizándose—, yo no debería aceptarlo.
—Usted no entiende...
—Entiendo muy bien. Usted va a un país peligroso y tiene miedo de que eso me vaya a asustar.
—Es algo así.
—Dígame cuáles son los peligros.
—Caimanes, grandes serpientes mordedoras...
—¡Oh, ya ha dicho todo eso antes!
—Seminolas...
—Y eso también. ¿Qué más hay? ¿Le dijo algo peor el joven del casco?
—¡Sí, mucho peor! Algo tan espantosamente horrible que...
—¡Que qué!
—No me encuentro en libertad de decírselo, Srta. Barrison —dije esforzándome por parecer conmocionado.
—Eso no supone ninguna diferencia de todos modos —observó ella con calma—. Yo no le tengo miedo a nada en el mundo.
—¡Sí lo tiene! —repliqué—. Escúcheme. Me alegraría muchísimo que viniera. De veras, no se hace usted idea de cuánto la echaría de menos... una compañía tan agradable, quiero decir, cuánto echaría de menos una compañía tan agradable. Pero eso no es posible —El recuerdo de la aversión del profesor Farrago regresó a mente—. No no —dije—, no se puede hacer. Soy muy infeliz por este error mío... ¡por favor, no parezca usted como si estuviera a punto de llorar!
—No me despida, Sr. Gilland —dijo ella.
—Soy un bruto por hacerlo, pero debo hacerlo. Fui el bruto más grande del mundo al contratarla, pero lo hice. ¡No... por favor, no me mire de ese modo, Srta. Barrison! Tengo un corazón tierno y no puedo soportarlo.
—Si supiera por lo que he pasado, no me despediría —dijo en voz baja—. Requirió mi último centavo vestirme y pagar la última lección en la facultad de estenografía. Yo... yo viví de casi nada durante semanas. Todo empleo respetable estaba ocupado. Yo caminaba y caminaba y caminaba, y nadie me quería... solo pedían personas con experiencia, y ¿cómo puedo tener experiencia si no empiezo nunca, Sr. Gilland? Estaba completamente desesperada cuando fui a verle, sabía que había anunciado usted el puesto para un hombre.... —La más mínima de las rupturas en su clara voz me asustó.
—No voy a llorar —dijo ella esforzándose por sonreír—. Si debo ir, iré. Yo... no quise decir todo esto, p-pero he estado tan, tan desanimada, y usted no se mostró muy enfadado conmigo.
Abrumado por el remordimiento, tomé su mano y me puse a palmearla violentamente, tratando de pensar en algo que decir. El ejercicio no pareció estimular mi ingenio.
—Entonces, ¿voy a ir con usted? —me preguntó.
—Ya veré —dije débilmente—, pero me temo que hay problemas en camino en esta expedición.
—Me temo que los hay —asintió ella con voz alegre—. Tiene un rifle y una jaula en el equipaje. ¿Va a atrapar indios y pedirme que informe de su idioma?
—No no. No voy a atrapar indios —dije con brusquedad—. Puede que nos atrapen ellos, pero eso son detalles. Lo que quiero decirle es esto: el profesor Farrago detesta a las mujeres solteras y yo lo olvidé al comprometerme con usted.
—Oh, ¿eso es todo? —preguntó ella riendo.
—No todo, pero lo bastante como para que me cueste el puesto.
—¡Qué absurdo! ¡Vaya, hay millones de cosas que podríamos hacer! ¡Millones!
—¿Cuál es una de ellas? —inquirí.
—¡Cómo! ¡Podríamos fingir estar casados! —Su franco y absolutamente inocente deleite ante esta sugerencia fue tan reconfortante como inquietante.
—Tendríamos que ser demostrativos para que esa historia funcione —dije.
—¿Por qué? La gente bien educada no es demostrativa en público —replicó ella poniéndose un poco rosada.
—No, pero en privado...
—Creo que no hay necesidad de llevar una broma a nuestra vida privada —dijo con una voz perfectamente amable—. De todos modos, si han de salvarse los sentimientos del profesor Farrago, ningún sacrificio por parte de una chica sencilla podría ser demasiado grande —agregó alegremente—. Vestiré ropa de hombre si lo desea.
—Puede que tenga que hacer eso de todos modos —dije—. y en la jungla eso no es algo poco común estos días, nadie la tomaría por otra cosa que no sea lo que es: muy voluntariosa, valiente, persistente y...
—¿Y qué, Sr. Gilland?
—Y atractiva —murmuré.
—Gracias, Sr. Gilland.
—No hay de qué —repliqué. El silbido cercano de una locomotora nos advirtió, y yo me levanté en el carruaje para mirar las colinas de arena.
—Ese debe de nuestro tren —observó la guapa estenógrafa.
—¡Nuestro tren!
—Sí, ¿no lo es?
—Por tanto, insiste usted...
—Ah, no, Sr. Gilland; sólo confío implícitamente en mi jefe.
—Esperaremos hasta llegar a Citron City —dije débilmente—. Entonces habrá tiempo suficiente para discutir la situación, ¿no cree?
—Sí, lo creo —dijo, sonriendo, pero ella sabía, y yo ya temía, que la situación no admitía discusión.
Momentos después salimos, sin previo aviso, de las colinas de arena con crestas de matorrales hacia la única calle blanca de Citron City, donde árboles de China cargados de flores y magnolias, ya adornadas con candelabros perfumados, proyectaban suaves sombras interrumpidas sobre la marga.
El tren estaba en la estación, océanos de denso humo negro fluía perezosamente de la locomotora. Estibadores negros cargaban cajas de fruta vacías en el vagón de equipajes, a través de cuya puerta yo vislumbré mi jaula de acero y el resto de la parafernalia, todo seguramente embalado.
—Telegrama aquí para usted, Sr. Gilland —comentó el operador, descansando en su ventanilla mientras nosotros descendíamos de nuestro polvoriento vehículo. No se había dirigido a nadie en particular, pero le dije que yo era el Sr. Gilland y él sacó el sobre—. ¿Viene de Okeechobee? —preguntó él con indiferencia.
—Probablemente. Lo firma Farrago, ¿no?
—Es para usted, señor, supongo yo —dijo el operador entregándolo con un bostezo. Luego se quitó el sombrero y se abanicó la cabeza, perfectamente calva.
Abrí el sobre amarillo. Consígame un buen perro con puntos, fue el lacónico mensaje, y me irritó recibir instrucciones tan idiotas en tal momento y en tal lugar. ¿Un buen perro? ¿Dónde diablos iba a encontrar un perro en un pueblo de diez casas y un tanque de agua? Le dije eso mismo al calvo operador, quien sonrió fatigado y se volvió a colocar el sombrero: —¿Perro? Hay más sabuesos en Citron City que garrapatas para mantenerlas ocupadas. Creo que un dólar hará una pila de cosas por usted, señor.
—¿Puede usted conseguirme un perro por un dólar? —le pregunté—. ¿Uno con puntos?
—¿Puntos? Debería poder, señor. Un montón de puntos. ¿Qué tipo de perro requiere, señor? ¿Perro vivo? ¿Perro muerto? ¿Perro pastor? ¿Perrito perdicero? ¿Perrito caliente?
La locomotora emitió un largo, perezoso y suavemente modulado "TUT" completamente sureño. Le entregué al operador un dólar de plata, y en ese momento él salió de su oficina y se encaminó hacia la calle, mientras yo caminaba con la Srta. Barrison hasta el andén de la estación, donde reanudé la discusión de sus movimientos futuros.
—Es usted muy joven para correr estos riesgos —dije con gravedad—. ¿No sería mejor que comprara un billete de regreso a Nueva York? El tren que va hacia el norte se encuentra con este. Supongo que lo estamos esperando ahora —Me detuve, consciente de su impaciencia.
Su rostro se sonrojó brillantemente: —Sí, creo que eso es lo mejor. Ya lo he avergonzado bastante.
—¡No diga eso! —murmuré—. Y-yo... voy aburrirme mortalmente sin usted.
—No soy animadora, sólo estenógrafa —dijo secamente—. Por favor, consígame mi pasaje, Sr. Gilland.
Me miró desde el andén. La locomotora tocó dos "TUT".
—Es por su bien —dije evitando su mirada cuando el lejano silbido del expreso rumbo al norte llegó flotando desde la distancia azul.
Ella no respondió. Yo saqué el reloj, mirándolo en silencio, escuchando el zumbido del tren que se acercaba, el cual en ese momento debía llevarla hacia el norte donde nada podría amenazarla, excepto las trampas de una civilización cristiana. Pero me quedé allí, contemporizando, incapaz de pronunciar una palabra mientras su tren pasaba a buena velocidad, cada vez más despacio hasta que, por fin, éste se detuvo con un largo suspiro de los frenos de aire.
En ese instante apareció el operador de telégrafo cargando un perro por la nuca, un perro de ojos tristes y cuello de oveja, de cuyas cuatro esquinas colgaban enormes patas acolchadas. Gritó cuando me vio. La Srta. Barrison se inclinó desde el andén del vagón y tomó al animal en sus brazos, profiriendo una reprimida exclamación de lástima mientras lo levantaba.
—Usted tiene las manos ocupadas —me dijo ella—. Se lo llevaré yo al vagón.
Subió los escalones. Yo la seguí con las valijas, esforzándome por tener una buena vista de mi adquisición por encima del hombro de la joven.
—¡Ese no es el tipo de perro que quería! —Repetía yo una y otra vez, inspeccionando al animal mientras este yacía en el suelo del vagón bajo la falda de la Srta. Barrison—. ¡Ese perro es todo voz, patas y emoción! ¿Qué le hace levantar las patas así? ¡No quiero este perro y no me voy a identificar con él! ¿Dónde está el operador...?
Me volví hacia la ventanilla del vagón. La calva del operador era visible sobre una línea en el alféizar, y le hice gestos. Él se inclinó con reverencia cortesana, como si yo le hubiese dado las gracias.
—¡No se lo agradezco! —grité negando con la cabeza—. Quería un perro con puntos, no puntos sobresaliendo de un perro. ¡Lléveselo!
La cabeza del operador pareció deslizarse fuera de mi campo de visión, luego, las ventanillas del tren que se dirigía al norte pasaron cada vez más rápido. Una melancólica nota del perro, una sacudida, y me di la vuelta, horrorizado.
—Este tren se marcha —balbuceé—, ¡y usted está en él!
La Srta. Barrison se levantó de un salto y se dirigió hacia la puerta, y yo aceleré tras ella.
—Puedo saltar —dijo ella sin aliento, asomándose hacia el andén—. ¡Por favor, déjeme! Aún hay tiempo si no me abraza tan fuerte.
Unos momentos después caminamos despacio juntos por el vagón y nos sentamos uno frente al otro.
Entre nosotros estaba sentado el perro de caza, presa de una inefable melancolía.
Era domingo cuando desperté y noté que había abandonado la civilización y que estaba flotando en una masa de agua desconocida en un bote abierto que contenía...
• Una jaula de acero ligero,
• Un rifle y municiones,
• Una estenógrafa,
• Tres onzas de óxido de rosium,
• Un perro de caza,
• Dos valijas.
Una juguetona ola cayó en la proa y perdí la cuenta, pero la guapa estenógrafa hizo el inventario mientras yo retomaba los remos y el perro perforaba el primigenio silencio con un staccato de gemidos.
Unos minutos más tarde, todas las cosas y personas estuvieron contabilizadas. El cielo era azul y las palmeras ondeaban, y varias especies de gorrioncillos afinaban mientras yo remaba con poderosos golpes hacia las soleadas aguas del Little Sprite Lake, ahora a pocos kilómetros del final de mi viaje.
Desde estanques ocultos en las marismas, las garzas se elevaban en perezoso y laborioso vuelo, aleteando a baja altura sobre el agua. En lo alto de los cipreses, águilas pescadoras de ojos amarillos inclinaban la crestada cabeza para observar nuestro avance. Caimanes cocidos por el sol, que yacían como trocos en la juncia que daba a la orilla, abrieron los ojos vidriosos cuando pasamos.
—Hasta los caimanes la miran a usted —dije descansando sobre los remos.
Ambos estábamos en términos de charla animada.
—¿Quién derramó lágrimas de cocodrilo ante la perspectiva de enviarme al norte? —inquirió ella.
—Hablando de lágrimas —observé—, es probable que alguien suelte unas cuantas al recoger al profesor Farrago.
—¡Ja! —dijo chasqueando sus bonitos dedos bronceados por el sol, y yo retomé los remos a tiempo para evitar un naufragio contra una gran barrera de barro.
Ella se reclinó en la popa, serenamente ocupada con la vista, acariciando de vez en cuando al desolado perro, de vez en cuando ella se palmeaba el cabello allí donde el viento había soltado un mechón brillante.
—Si el profesor Farrago no esperaba una estenógrafa —dijo bruscamente—, ¿por qué le indicó que trajera un conjunto completo de ropa de mujer?
—No lo sé —dije secamente.
—Pero las compró usted. ¿Son para una mujer joven o para una anciana?
—No lo sé. Envié un mensajero a una tienda por departamentos. No sé qué compró.
—¿No las revisó?
—No. ¿Por qué? Yo no debía saberlo. Supongo que están bien, porque la factura fue de mil ochocientos dólares.
La guapa estenógrafa se incorporó bruscamente.
—¿Eso es mucho? —pregunté inquieto—. Siempre había oído que la ropa de mujer era cara. ¿No fue suficiente? Le dije al chico que pidiera lo mejor. El profesor Farrago siempre requiere los mejores instrumentos científicos, y... yo enumeré la ropa como accesorio científico, al ser objeto de esta expedición... ¿de qué se ríe?
Cuando le vino en gana recobrar la gravedad, ella anunció su deseo de inspeccionar y reempaquetar la ropa, pero yo me negué.
—Son para el profesor Farrago —dije—. No sé qué quiere hacer con ellas. No creo que tenga la intención de usarlas y hacer cabriolas por la jungla, pero son suyas. Las compré porque él me dijo que lo hiciera. También compré una jaula en la que yo pudiera entrar, pero supongo que no quiere meterme a mí en ella. Quizá —agregué—, puede que él la invite a usted a hacerlo.
—Déjeme volver a doblar los vestidos —suplicó ella persuasivamente—. ¿Qué sabe un hombre torpe de doblar ropa como esa? Si no lo hace, se arruinará. ¡Qué lástima arrastrar esas cajas por el barro y el agua!
Cuando tomamos tierra, levantamos y abrimos las cajas. Lo único que yo podía ver dentro era montones de encajes y cintas, y con la vaga idea de que la Srta. Barrison no necesitaba ayuda, regresé al bote y me senté a fumar hasta que ella estuviera lista.
Cuando me llamó, tenía la cara enrojecida y los ojos brillantes.
—¡Estas son ciertamente las cosas más hermosas que he visto! —dijo ella en voz baja—. Vaya, es como un ajuar de novia, absolutamente completo, todo excepto el vestido de novia.
—¿No hay un vestido ahí? —exclamé alarmado.
—No, ni un vestido de día.
—¡Vestidos de noche! —chillé—. ¡Él no quiere camisones de mujer! ¡Es soltero! ¡Dios mío! ¡La he liado esta vez!
—Pero ¿quién va a vestirse con ellos? —preguntó ella.
—¿Y qué se yo? Yo no sé nada. Sólo puedo suponer que no tiene la intención de abrir una tienda por departamentos en los Everglades. Y si alguna dama va a usar ropa en su vecindad, asumo que esas prendas son... ¡cualquier cosa menos diáfana! Por favor, tome asiento en el bote, Srta. Barrison. Quiero remar y pensar.
Yo había tenido mi dosis de ejercicio y pensamiento cuando, alrededor de las cuatro de la tarde, la Srta. Barrison dirigió mi atención a un punto de palmeras que sobresalían en el agua a un kilómetro hacia el sur.
—¡Es Farrago! —exclamé al ver una bandera de los Estados Unidos ondeando majestuosamente desde una caña de bambú—. Deme el megáfono, por favor.
Me entregó el instrumento. Llamé a la orilla y luego apareció un hombre bajo las palmeras en la orilla del agua.
—¡Hola! —rugí tratando de inyectar alegría en el hueco bramido—. ¿Cómo está, profesor?
La respuesta llegó claramente desde el otro lado del agua: —¿Quién va con usted?
Yo tenía los labios enterrados en el megáfono. Me esforcé por hablar, pero sólo produje un espantoso y risueño sonido.
—Por supuesto, irá usted a decir la verdad —observó tranquilamente la guapa estenógrafa.
Retiré los labios del megáfono y miré a mi alrededor. Ella me devolvió la mirada con una sonrisa inquietante.
—Quiero mitigar el golpe —dije con voz ronca—. Dígame cómo.
—Estoy segura de no saberlo —dijo con dulzura.
—¡Pues yo sí! —bramé en alto y, tomando el megáfono de nuevo, lo puse en mis labios y rugí—. ¡Mi prometida!
—¡Buena la ha hecho! —exclamó la Srta. Barrison consternada—. ¡Pensé que iba a decir la verdad!
—No haga eso o nos irá mal —espeté—. Estoy diciendo la verdad, me acabo de comprometer con usted. Lo hice mentalmente antes de gritar.
—Pero...
—Usted sabe tan bien como yo lo que significa estar prometido —dije recogiendo los remos y hundiéndolos profundamente en el agua azul.
Ella asintió, incierta.
Unos minutos más de vigoroso remo nos llevaron a un fangoso embarcadero bajo un grupo de altos palmitos, donde yacía una lancha de gasolina. El profesor Farrago bajó a la orilla cuando encallé y me adelanté para encontrarme con él. Si él era el hombre más loco que he visto en mi vida, yo era su par, pues estaba desesperado.
—¿Qué diablos...? —comenzó él en voz baja.
—¡Bobadas! —dije deliberadamente—. Una mujer prometida está prácticamente casada. Los matrimonios se hacen en el cielo.
—¡Buen señor! —jadeó él—. ¿Está usted loco, Gilland? Le pedí un estenógrafo.
—La Srta. Barrison es estenógrafa —dije con calma y, antes de que él pudiera recuperarse, ya les había presentado y les había dejado cara a cara, lavándome las manos de todo el asunto.
Al ir descargando el bote y cargando el equipaje bajo las palmas, la oí decir:
—No, no le tengo el menor miedo a las serpientes y estoy preparada para comenzar mis tareas.
Y él: —El Sr. Gilland es un joven que... eh, carece de experiencia práctica.
Y ella: —El Sr. Gilland ha sido muy atento con mi comodidad. El viaje ha sido perfectamente celestial.
Y él, con torpeza: —¡Ejem! El... eh, aspecto celestial de su viaje... eh, sin duda ha sido coloreado por... eh, las perspectiva de... eh, las próximas nupcias.
Ella, apresuradamente: —Oh, no lo creo, profesor.
—¡Idiota! —murmuré yo, arrastrando al perro hasta la orilla, donde sus chillidos hicieron que el profesor se apresurara.
—¿Ese es el perro? —preguntó ajustándose los anteojos.
—Este es el perro —dije—. Está lleno de puntos, ¿ve?
—Oh —reflexionó el profesor—. Pensé que estaba lleno de… —Vaciló, inspeccionando al animal, quien, con el hocico pegado al suelo, estaba investigando un olor de algún tipo.
—Mire —dije con entusiasmo—, ha encontrado un olor. ¡Ya lo está rastreando! ¡Lo está rodeando!
—Está rodeando una de nuestras pastillas de comida concentrada —dijo secamente el profesor—. Átelo, Sr. Gilland, y pídale a la Sra. Gilland que suba al campamento. Su habitación está lista.
—Habitaciones —le corregí—. Ella no es la Sra. Gilland aún —agregué con una sonrisa forzada.
—Pero está prácticamente casado —observó el profesor—, como usted me señaló. Y si ella es prácticamente la Sra. Gilland, ¿por qué no decirlo?
—No haga eso de todos modos —gruñí.
—Pero los matrimonios se hacen en...
Le lancé una mirada desesperada.
A partir de ese momento, cada vez que estábamos solos, él me convertía en su objetivo. Yo nunca lo había supuesto humorísticamente vengativo. Lo era, y sus aparentemente inocentes errores casi hacían que mi cabello se volviera gris.
Pero con la Srta. Barrison era amable y cortés y, durante un tiempo, demasiado serio. Al observarlo, yo no podía detectar el más mínimo síntoma de disgusto por el género, un defecto que el rumor común siempre le había atribuido rayando en la absoluta rudeza.
Por el contrario, era perfectamente evidente para todos que a él le agradaba la dama. Había en sus modales hacia ella una mezcla de formalidad comercial y la deferente actitud de un caballero.
Estábamos sentados, justo antes de la puesta de sol, fuera de la cabaña construida con troncos de palmito, cuando el profesor Farrago, dirigiéndose a ambos, comenzó la explicación de nuestros deberes futuros.
La Srta. Barrison, al parecer, iba a anotar todo lo que decía él mismo, haciendo por la noche varias copias estenográficas. En otras palabras, debía informar de cada fragmento de conversación que oyera mientras estuviera en los Everglades. Y ella asintió inteligentemente cuando él terminó, y sacó una libreta y un lápiz del bolsillo de su falda, anotando sus instrucciones como un comienzo. Yo pude ver que él estaba complacido.
—La razón por la que hago esto —dijo el profesor— es porque no deseo ocultar nada de lo que suceda mientras estamos en esta expedición. Únicamente el más escrupulosamente minucioso registro puede satisfacerme. Ningún detalle es demasiado pequeño para merecer un registro. Exijo a, y busco que el logro de, mis compañeros científicos y del público la más completa investigación.
Sonrió levemente, volviéndose hacia mí.
—Ya sabe usted, Sr. Gilland, lo peligrosa que es para la reputación de un científico toda línea de investigación sobre lo inusual. Si alguna vez se sospecha que un hombre es un charlatán, un sensacionalista o que desvía su atención hacia cualquier fenómeno no estrictamente dentro de la encomienda de la investigación científica, ese hombre está condenado al ridículo, su profesión se desposee de él, se convierte en un hombre sin honor, sin autoridad. ¿No es así?
—Sí —dije.
—Por tanto —prosiguió él pensativo—, dado que creo firmemente en el curso que ahora estoy persiguiendo, tanto si tengo éxito como si fracaso, deseo que se haga un registro veraz y minucioso, sin ocultar nada de lo que pueda ser dicho o hecho. Sólo un estenógrafo puede darle esto al mundo, mientras que yo sólo puedo complementarlo con una descripción de los eventos, si es que vivo para transcribirlos.
Sumido en un profundo ensueño, se sentó en silencio bajo la gran palmera, como una venerable figura con su bata amarilla y sus pantuflas de alfombra. Sentados uno al lado del otro, esperamos, un pelín asombrados. Yo podía oír la suave respiración de la guapa estenógrafa a mi lado.
—En primer lugar —dijo el profesor Farrago alzando la vista—, debo ser capaz de confiar en aquellos que están aquí para ayudarme.
—Y-yo seré leal —dijo la chica en voz baja.
—No dudo de usted, hija mía —dijo—. Ni de usted, Gilland. Y por eso voy a contales esto ahora, y más, espero, más tarde.
Y se sentó con la espalda recta, levantando un impresionante dedo índice.
—El señor Rowan, recientemente funcionario de nuestra Observación Costera, me escribió una carta desde Holland House en Nueva York, una carta tan extraña que, al leerla, me dirigí de inmediato a su hotel, donde conversamos durante horas. El resultado de esa conferencia es esta expedición.
—Ya llevo dos meses aquí y estoy satisfecho con ciertos hechos. Primero: existen en este salvaje territorio inexplorado ciertas formas de vida sólidas y palpables, pero transparentes y prácticamente invisibles. En segundo lugar, estos seres vivientes pertenecen al reino animal, son vertebrados de sangre caliente, poseen medios de locomoción, aunque si pueden volar, no estoy seguro. En tercer lugar, parecen poseer los sentidos de los que nosotros gozamos: olfato, tacto, vista, oído y, sin duda, el sentido del gusto. Cuarto: su piel es suave al tacto, y la temperatura de la epidermis parece aproximarse a la de un ser humano normal. Quinto y último: no sé si son bípedos o cuadrúpedos, aunque todas las pruebas parecen confirmar mi teoría de que caminan erguidos. Un par de sus extremidades parecen terminar en una especie de pie, como un delicadamente modelado pie humano, excepto que parece que no hay dedos. El otro par de extremidades terminan en algo que, por el único caso que experimenté, semejaban blandas pero firmes antenas o, tal vez, digitadas palpi...
—¡Sensores! —solté.
—No lo sé, pero eso creo. Una vez, cuando estuve de pie en el bosque y perfectamente consciente de que criaturas que yo no podía ver me habían rodeado sigilosamente, la tensión llegó a una crisis cuando; sobre mi cara, mejilla con mejilla; capté algo suave rozándome la piel, tan delicadamente como los dedos de un niño podrían rozarla.
—¡Buen Señor! —respiré.
Una sonrisa de cansancio trepó hssta sus ojos. —¿Cree que eso es poner a prueba los nervios, Sr. Gilland? Coincido con usted. Nadie teme lo que no puede ver.
Se produjo el más ligero de los movimientos a mi lado.
—¿Está usted temblando? —pregunté girándome.
—Estaba escribiendo —respondió ella con firmeza—. ¿Le toqué con el codo?
—Por cierto —dijo el profesor Farrago—, temo haber olvidado felicitarle por su elección de la estenógrafa, Sr. Gilland.
Una luz rosada se deslizó sobre el pálido rostro de la joven.
—¿He de registrar eso también? —preguntó ella levantando sus ojos azules.
—Ciertamente —respondió él con gravedad.
—Pero, profesor —comencé yo presa de una creciente excitación—, ¿se propone usted intentar la captura de uno de estos animales?
—Para eso es la jaula —dijo él—. Supuse que lo había adivinado.
—Yo lo hice —murmuró la guapa estenógrafa.
—No lo dudo —dijo el profesor Farrago con gravedad.
—¿Para qué son los productos químicos? ¿Y el tanque y el accesorio de la manguera?
—Piense, Sr. Gilland.
—No puedo. Estoy casi aturdido por lo que me cuenta.
Él dio una carcajada. —El óxido de rosium y las sales de estroncio deben verterse juntos en el tanque. Harán efervescencia, por supuesto.
—Por supuesto —murmuré.
—Y puedo lanzar un aerosol color rosa sobre cualquier objeto con el accesorio de la manguera, ¿no?
—Sí.
—Bueno, pues lo probé en una medusa transparente y la misma se volvió perfectamente visible y de un hermoso color rosa. Y lo probé en cristal de roca y en vidrio y en gelatina pura, y todo quedó impregnado de un delicado resplandor rosado que duró horas o minutos según la sustancia. Lo entiende ahora, ¿verdad?
—Sí. Quiere ver con qué tipo de criatura tiene que lidiar.
—Exactamente, así, cuando lo atrape, voy a rociarlo —Se volvió medio humorístico hacia la estenógrafa—. Supongo que usted lo entendió mucho antes que el Sr. Gilland.
—No creo —dijo ella con un pestañeo de soslayo, y yo capté el color de sus ojos durante un segundo.
—Ya ve cómo la Srta. Barrison vela por sus sentimientos —observó secamente el profesor Farrago—. Ella le debe poca gratitud por traerla aquí, y aún así demuestra ser una víctima generosa.
—¡Oh, estoy muy agradecida por esta rara oportunidad! —dijo ella tímidamente—. Estar entre los primeros en el mundo en descubrir tales maravillas debería hacerme sentir muy agradecida con el hombre que me dio la oportunidad.
—¿Se refiere al Sr. Gilland? —preguntó el profesor riendo.
Nunca antes había visto al profesor Farrago reír con tanta despreocupación. Nunca sospeché que albergara siquiera un embrión de las gracias sociales. Seco como el polvo, sin savia como el acero, preciso como la aguja magnética, hasta entonces había sido para mí la momificada personificación del militante de ciencia. Ahora, bajo esa apariencia de anciano caballero perfectamente humano y afable, yo apenas reconocía a mi superior de la sociedad del Bronx Park. Y como odiador de mujeres, era un miserable fracaso.
Cielos, pensé para mí, ¿me estoy poniendo celoso del éxito social de mi reverenciado profesor con una descarriada estenógrafa? Me sentí mezquino, probablemente lo parecía, y me alegré de que la telepatía no permitiera a la Srta. Barrison registrar mis secretas e indignas cavilaciones.
El profesor estaba diciendo: —Estas criaturas transparentes arrancan bayas, frutos y ramas. También he visto una flor arrancada de su tallo por dedos invisibles y llevada rápidamente a través del bosque; sólo la flor fue visible y aceleró por el aire y fuera de la vista entre la maleza. He encontrado las huellas que les he descrito, generalmente en el borde de un arroyo o en la tierra blanda o junto algún lago del bosque o laguna perdida.
—Una y otra vez he sido consciente en el bosque de que ojos invisibles estaban fijos en mí, de que formas invisibles me seguían. Nunca, salvo aquella vez, estas criaturas invisibles se acercaron a mí y se atrevieron a tocarme. Puede que sean débiles, que su estructura sea frágil, y puede que sean incapaces de violencia o daño, pero la profundidad de las huellas indica un peso de al menos sesenta y cinco kilos, y ciertamente se requiere cierta fuerza muscular para romper una rama de guayabo silvestre.
Inclinó su noble cabeza, pensativo, contemplando el diseño de sus pantuflas.
—¿Para qué era el rifle? —pregunté.
—Defensa, no agresión —dijo simplemente.
—¿Y la cámara?
—Un registro de cámara es necesario en estos días de malos artistas.
Dudé, mirando a la Srta. Barrison. Ella aún estaba escribiendo, con su bonita cabeza inclinada sobre el bloc de notas en su regazo.
—¿Y la ropa? —pregunté casualmente.
—¿La compró usted? —demandó.
—Claro —Miré a la Srta. Barrison—. No sirve de nada anotarlo todo, ¿verdad?
—Todo debe quedar registrado —dijo el profesor Farrago, inflexible—. ¿Qué ropa compró?
—Olvidé el vestido —dije poniéndome rojo alrededor de las orejas.
—¡Olvidó el vestido! —Rrepitió él.
—Sí, un tipo de vestido, el tipo de día. Yo... compré el otro tipo.
Él estaba molesto. Yo también. Después de un momento se levantó y, cruzando hacia la cabaña de troncos, abrió una de las cajas de ropa.
—¿Es eso lo que quería? —inquirí.
—Sssí, supongo que sí —respondió visiblemente perplejo.
—Es lo mejor que hay —dije yo.
—Muy cierto —dijo pensativo—. Sólo usamos lo mejor de todo en el Bronx Park. Es una tradición nuestra, ¿sabía?
La curiosidad me impulsó. —Bueno, ¿y para qué diablos es? —estallé.
Me miró con gravedad por encima de los anteojos, una llamativa e inspiradora figura con su bata de franela amarilla y sus pantuflas.
—Se lo diré algún día, tal vez —dijo con suavidad—. Buenas noches, Srta. Barrison. Buenas noches, Sr. Gilland. Encontrarán mantas extra en sus literas.
—¡Qué! —chillé.
—Literas —dijo, y cerró la puerta.
—Hay algo raro en todo este procedimiento —le dije a la guapa estenógrafa a la mañana siguiente.
—Estas tartas serán raras si no deja de hablarme —dijo ella abriendo las puertas del horno portátil de campamento del profesor Farrago y asomándose a la fragante pastelería.
El profesor se había ido a algún lugar del bosque esa mañana temprano. Como él no tenía la costumbre de hablar solo, no se requerían los servicios de la Srta. Barrison. Sin embargo, antes de partir, se había acercado a ella con la solicitud de una docena de tartas, cuya construcción le había preguntado si entendía. Ella había ido a la escuela de cocina en días más prósperos, y así lo mencionó; así que, ante tal seria solicitud, la joven se comprometió a prepararle doce tartas de manzana; y ahora lo estaba intentando asistida con mis consejos.
—¿Están quemadas? —pregunté oliendo el aire.
—No están quemadas, Sr. Gilland, pero mi dedo lo está —replicó retrocediendo para examinar el daño.
Le ofrecí simpatía y liquidámbar, pero ella no quiso aceptar ninguna de mis ofrendas, y pronto regresó a sus tartas.
—No podemos comernos toda esa pastelería —protesté.
—El profesor Farrago no dijo que eran para que las comiéramos nosotros —dijo espolvoreando cada tarta con azúcar en polvo.
—Bueno, ¿y para qué son? ¿Para el perro? ¿O son objetos de arte para adornar la choza?
—Qué pesado es usted —dijo ella.
—Las tartas me resultas pesadas, ¿me va decir para qué son o no?
—Tengo una idea bastante clara de para qué son —observó ella girando la cabeza—. ¿Usted no?
—No. ¿Para qué?
—Estas tartas son para cebo.
—¿Para cebar anzuelos? —exclamé.
—¡Anzuelos! No sea bobo. Son para cebar la jaula. Él quiere atrapar a estas criaturas transparentes en una jaula con tarta como cebo.
Yo solté una carcajada burlona. Ella se insertó en la boca la punta quemada del dedo y se quedó mirándome desafiante como una colegiala sonrojada y de ojos brillantes.
—Usted piensa que se está riendo de mí —dijo ella—, pero no se da cuenta del singularmente lento joven que es.
Dejé de reírme. —¿Cómo ha llegado a la conclusión de que las tartas son para tal propósito? —le pregunté.
—Lo deduzco —observó ella con un ligero movimiento de su mano suelta.
—Sus deducciones son muy raras, como todo lo demás en esta vecindad. ¿Tartas para atrapar monstruos invisibles? ¡Ja!
—No es usted particularmente elogioso, ¿verdad? —dijo ella.
—No particularmente, pero podría serlo, con usted como inspiración. Incluso podría mostrarme entusiasta.
—¿Sobre mis tartas?
—No, sobre sus ojos.
—Es usted muy frívolo para ser científico —dijo con desdén—. Por favor, someta su entusiasmo y tráigame algo de leña. Este fuego está casi apagado.
Cuando hube traído la leña, me presentó un balde de agua caliente y señaló los platos sobre la mesa del desayuno.
—¡Nunca! —chillé rebelde.
—Entonces supongo que debo hacerlo yo.
Se miró pensativa la punta del dedo quemada y, frunciendo los labios rojos, exhaló un suave suspiro para enfriarla.
—Yo lavaré los platos —dije.
Chapoteando tazas y platillos en el agua caliente, reflexioné sobre los eventos de los últimos días. El perro, estupefacto por la inusitada abundancia de comida, yacía al sol durmiendo el sueño de la saciedad. La guapa estenógrafa, toda sonrojada por sus esfuerzos culinarios, estaba sacando las tartas y colocándolas en ordenadas filas para que se enfriaran.
—Traiga —dijo ella con un suspiro—, ahora le secaré los platos. No mencionó el hecho cuando me contrató de que también se esperaba que yo hiciera las tareas domésticas.
—Yo no la contraté —le dije maliciosamente—. Me contrató usted a mí, ¿sabe?
Ella me miró con desdén, con la nariz levantada.
—¡Cuán completamente desagradable puede ser! —dijo ella—. Seque usted sus propios platos. Yo voy a dar un paseo.
—¿Puedo acompañ...?
—¡No puede! Iré tan lejos que no le será posible descubrirme.
La observé avanzar hacia el bosque. Paseó unos treinta metros por el lago y luego se sentó a plena vista bajo un enorme roble.
Momentos después yo había completado mi tarea como lavador general de botellas, y busqué algo en que ocuparme.
Primero me acerqué y acaricié cortésmente al perro saciado. Éste despertó, me miró con ojos aburridos y meditabundos, bostezó y se volvió a dormir. Ni un movimiento de cola para indicar gratitud por los halagos, ni el más leve síntoma de aprecio canino.
Helado por la recepción, ratoneé por ahí un rato, hurgando en cajas y fardos. Luego alcé la cabeza e inspeccioné el paisaje. Entre la vista de los árboles, la camisa rosada de la guapa estenógrafa brillaba como una rosa floreciendo en el desierto.
Desde cualquier punto que yo mirara hacia la perspectiva, esa mancha rosada parecía entrometerse. Me volví de espaldas y examiné la jungla, pero allí el asunto se repetía en un centenar de flores rosadas entre los masivos matorrales. Miré hacia las copas de los árboles, donde musgos rosados manchaban los palmitos. Miré hacia el lago y lo vi en mi mente más rosado que nunca. Sin duda era un caso de conjuntivitis.
—También yo daré un paseo. Éste es un país libre —murmuré.
Después de haber caminado en un círculo completo, me encontré a un metro de una camisa rosa.
—Le ruego me disculpe —dije—. No fue mi inten...
—Pensé que no iba a venir nunca —dijo amistosamente.
—¿Cómo está su dedo? —le pregunté.
Ella lo sostuvo en alto. Yo lo tomé con cautela: estaba suave y ligeramente rosado en la punta.
—¿Duele? —inquirí.
—Horriblemente. Tiene las manos muy frías —Después de un silencio, dijo—: Gracias, eso ha enfriado la quemadura.
—Estoy determinado —dije— a expulsar el fuego de su dedo aunque eso lleve horas y horas —Y me senté con esa intención.
Durante un rato ella habló, haciendo inocentes observaciones sobre el follaje tropical que nos rodeaba. Entonces el silencio se deslizó entre nosotros, acentuado por la mórbida quietud del bosque.
—Temo que sus manos se estén cansando —dijo ella con consideración.
Yo lo negué.
A través de la vista de las palmeras podíamos ver el lago, azul como una violeta, chispeando con un sol plateado. En el intenso silencio, el chapoteo del salmonete sonaba con claridad.
Una vez, una alta grulla apareció a la vista entre los juncos. Otra vez, un oculto caimán zarandeó el silencio con su profundo y hueco rugido. Luego la quietud se hizo más intensa.
Llevábamos allí sentados mucho tiempo sin intercambiar una palabra, mirando soñadores la ondulación del agua azul, cuando se oyó de pronto un repiqueteo de pisadas a través del bosque, y, al levantar la mirada, vi al perro de caza, rabo entre las piernas, rumbo a nosotros a velocidad del rayo. Me levanté al instante.
—¿Qué le pasa al perro? —gritó la guapa estenógrafa—. ¿Se está volviendo loco, Sr. Gilland?
—Algo lo ha asustado —exclamé mientras el perro, ojos como velas encendidas, corría frenéticamente entre mis piernas y hundía la cabeza en el regazo de la Srta. Barrison.
—¡Pobre perrito! —dijo ella alisando al colapsado cachorro—. ¡Pobre, pobre bestiecilla! ¿Te asustó algo? Cuéntaselo todo a la tía.
Cuando un perro huye sin gimotear, es una criatura muy asustada. Partí instintivamente hacia el campamento, de donde había huido la bestia, y antes de dar una docena de pasos, la Srta. Barrison estaba a mi lado llevando al perro en sus brazos.
—He tenido una idea —dijo ella en voz baja.
—¿Qué? —pregunté manteniendo los ojos en el campamento.
—Es así: ¡apuesto a que vamos y que esas tartas se han ido!
—¿Se han ido las tartas? —repetí perplejo—. ¿Qué le hace pensar...?
—¡Se han ido! —exclamó—. ¡Mire!
Quedé boquiabierto como un estúpido ante la tosca mesa de pino donde habían estado las tartas en tres ordenadas filas de cuatro tartas cada una. Y luego, en un momento, el significado de este robo destelló en mi sentido común.
—¡Las criaturas transparentes! —jadeé.
—¡Chitón! —susurró ella aferrándose al tembloroso perro en sus brazos.
Escuché. No oí nada, no vi nada, pero poco a poco me convencí de la presencia de algo invisible, algo en el bosque cercano que nos observaba con ojos invisibles.
Un escalofrío, instalado por todo mi espinazo, me subió reptando hasta el cuero cabelludo, hasta que cada pelo por separado se meneó hasta las raíces. La Srta. Barrison estaba pálida, pero perfectamente tranquila y serena.
—Vayamos dentro —dije tan firme como pude.
—Muy bien —respondió ella.
Mantuve la puerta abierta de la cabaña, ella entró con el perro. Yo la seguí, cerré y bloqueé la puerta, y luego tomé posición en la ventana, rifle en mano.
No había un sonido en el bosque. La Srta. Barrison dejó al perro en el suelo y recogió en silencio su libreta y su lápiz. En ese momento estaba inmersa en un informe de los fenómenos, su lápiz volaba, hoja tras hoja de la libreta revoloteando hasta el suelo.
Yo en la ventana no cambié mi posición de asustada alerta hasta notar que su mano me tocaba suavemente el codo para atraer mi atención, y su voz suave en mi oído...
—¿Cree usted acaso que el perro se comió esas tartas?
Recogí mis tumultuosos pensamientos y me volví para contemplar al perro.
—Doce tartas de treinta centímetros cada una —reflexionó ella pensativamente—. Un perro, cincuenta centímetros de diámetro. ¿Cuántas veces entran las tartas en el perro? Déjeme ver —Hizo unas cuantas cifras en la libreta, pensó un rato, sacó una cinta métrica del bolsillo y, arrodillándose, midió al perro.
—No —dijo levantando la mirada hacia mí— él no puede contenerlas.
Inspirado por su entereza y perfecta compostura, dejé el rifle en un rincón y abrí la puerta. La luz del sol caía en barras a través del bosque silencioso. Nada se agitaba en la tierra ni en el agua, salvo las grandes mariposas de rayas amarillas que revoloteaban, se elevaban y flotaban sobre los matorrales en flor que rodeaban la jungla.
El calor se volvió intenso. La Srta. Barrison fue a su habitación para cambiarse el vestido por uno más ligero. Yo me senté bajo un roble con ojos y oídos aguzados ante cualquier señal de nuestros vecinos invisibles.
Cuando ella salió con un vestido de verano de lo más ligero y endeble, traía la cámara con ella y, durante un rato, nos hicimos fotos el uno al otro hasta que gastamos todas las películas menos una.
Deseando tener una foto de la Srta. Barrison y de mí sentados juntos, até una cuerda a la palanca del obturador y até el otro extremo de la cuerda al perro, que había reanudado su interrumpido sueño. A mi silbido, el nervioso perro se levantó de un salto, activó la palanca y se tomó la fotografía.
Con tan inocente e inofensivo pasatiempo perdimos la tarde. Ella hizo otras doce tartas de manzana. Yo monté guardia sobre éstas. Y empezábamos a sentirnos algo incómodos por el profesor Farrago cuando apareció caminando con paso firme por el bosque, sombrilla verde y cazamariposas bajo un brazo, escopeta y frasquito de cianuro bajo el otro, y su pecho todo cruzado con correas, de las cuales colgaban viales de campo, cajas recolectoras y latas de botánico. Ciertamente una inspiradora figura, ¡el símbolo de la indomable y triunfante ciencia en persona!
Lo saludamos con tres ovaciones culpables. El perro despertó con un mecánico ladrido indiferente, el primer sonido que yo escuchaba de él desde que me había chillado su desaprobación en la laguna.
La Srta. Barrison sacó tres cuencos llenos de agua hirviendo y echó en ellos tres bolitas de carne concentrada para sopa mientras yo preparaba café. Y en unos momentos nuestra sencilla cena estuvo lista —las hormigas rojas habían sido desempolvadas de las galletas, las arañas ahuyentadas de las alubias cocidas, los escorpiones sacudidos fuera de las servilletas— y nos sentamos a la tosca e improvisada mesa bajo las palmeras.
El profesor nos ofreció un breve, pero completo, relato de su breve recorrido de exploración. Había traído una nueva especie de orquídea, varios escarabajos no descritos y un bolsillo lleno de semillas de coontie [7]. Parecía, no obstante, estar cansado y singularmente deprimido, y pronto supimos por qué.
Al parecer, había ido directamente a esa sección del bosque donde hasta entonces siempre había encontrado señales de las criaturas transparentes e invisibles que había decidido capturar, y no había encontrado ni un solo rastro de ellas.
—Esto me alarma —dijo con gravedad—. Si han abandonado esta región, podría llevar toda una vida localizarlas de nuevo en esta jungla.
Luego, muy queda, bajando la voz instintivamente, como si lo invisible pudiera estar justo a nuestros mismos codos escuchando, la Srta. Barrison relató la curiosa aventura que había sufrido el perro y el primer lote de tartas de manzana.
Con visible y creciente entusiasmo, el profesor escuchó hasta el final. Luego golpeó la mesa con el puño cerrado, un golpe contundente que hizo bailar en los cuencos la sopa concentrada y que esparció galletas y laboriosas hormigas rojas en todas direcciones.
—¡Eureka! —susurró él—. Srta. Barrison, su deducción no sólo es perfectamente razonable, sino brillante. Tiene razón, las tartas son para ese mismo propósito. Concibí la idea al llegar aquí por primera vez. Una y otra vez las tartas que mi guía hacía con manzanas secas desaparecían del modo más asombroso y misterioso mientras se dejaban enfriar. Finalmente, decidí vigilarlas en todo momento. Y así lo hice, con el resultado de que una tarde me sorprendió ver una tarta levantarse lentamente de la mesa y alejarse rápido a través del aire a metro y medio del suelo, desapareciendo al final entre una maraña de jazmines y parras.
—El aparentemente automático vuelo de esa tarta resolvió el problema. Estas criaturas transparentes no pueden resistirse a ese manjar. Por tanto, he decidido poner el cebo en la jaula esta misma noche. ¡Miren! ¿Qué le pasa a ese perro?
El perro saltó de pronto en el aire, postrado sobre cuatro patas; las orejas, ojos y hocico se concentraron en un punto directamente detrás de nosotros.
—¡Santa gracia! ¡Las tartas! —balbuceó la Srta. Barrison medio levantándose del asiento, pero el perro corrió locamente hacia sus faldas, debatiéndose en busca de protección, y ella cayó casi en mis brazos.
Aferrándola con fuerza, miré por encima del hombro: la última tarta fue arrebatada de la mesa ante mis propios ojos y la vi alejarse rápidamente llevada por algo invisible, directamente hacia las cada vez más profundas sombras del bosque.
El profesor estaba singularmente tranquilo, incluso ligeramente irónico, cuando se volvió hacia mí y me dijo: —Quizá si libera a la Srta. Barrison, podrá ella liberarse de ese perro.
Lo hice de inmediato y ella depositó al acobardado perro en mis brazos. La cara de la joven se había puesto rosada de repente.
Le pasé el perro al profesor Farrago, soltándolo cruelmente en su regazo —un procedimiento que me chocó semejante a un pasatiempo de extrema juventud conocido como "botón, botón, ¿quién tiene el botón?"
El profesor examinó al animal con gravedad, sintiendo su pulso, contando sus respiraciones y finalmente insertándole un tentativo dedo en un esfuerzo de examinarle la lengua. El perro lo mordió.
—¡Auch! Éste es un claro caso de susto —dijo con gravedad—. Yo quería un perro que me ayudara a rastrear estas notables criaturas, pero creo que este perro suyo es inútil, Gilland.
—Ya nos ha advertido dos veces de la presencia de las criaturas —argumenté.
—Pobrecillo —dijo la Srta. Barrison en voz baja—. No sé por qué, pero adoro a ese perro... Tiene los ojos como los suyos, Sr. Gilland.
Exasperado, me levanté de la mesa. —¡Tiene los ojos como agujeros quemados en una manta! —dije—. Y si alguna vez un destello de inteligencia los iluminó, he fracasado en observarlo.
El profesor me miró soñadoramente. —Deberíamos hacer más tartas —observó—. Quizá si llevaran ustedes el horno a la barraca...
—Ciertamente —dijo la Srta. Barrison—. Podemos bloquear la puerta mientras hago otras doce tartas.
Llevé el horno portátil de campamento a la cabaña, conecté los tubos de chimenea de asbesto patentado y encendí el fuego. Y en unos minutos, la Srta. Barrison, arremangada y delantal rosa prendido bajo la barbilla, se ocupaba en amasar con rodillo la masa de tarta mientras el profesor Farrago medía las especias y ponía las manzanas secas en remojo.
El rápido crepúsculo sureño ya había velado el bosque cuando salí de la cabaña para fumar un puro y pasear un poco y cogitar. Un último rastro de persistente color en el oeste se desvanecía mientras yo miraba. El destello gris profundizaba hacia la oscuridad, a través de la cual los vapores blancos del lago flotaban sobre el agua en finos y vacilantes estratos.
Durante un rato, la sinfonía de la rana dominó todos los demás sonidos, luego despertaron la laguna, el bosque y las ramas de ciprés y; a través del sostenido tumulto de las voces del bosque, pude oír el seco ladrido del zorro ardilla, el silbido del mapache, los patos graznando o croando suavemente mientras se preparaban para dormir entre los juncos, el suave retumbar de los avetoros, el chasqueante chismorreo de la garza, la incesante llamada de los chotacabras sureños.
A intervalos regulares, el aullido de una garza solitaria se hacía eco del estridente chillido de una grulla crestada carmesí. El salvaje grito de caza del búho real acechaba la noche; ora cerca, ora flotando desde distancias infinitas.
Y después de un tiempo noté un sonido más cercano, de tono grave pero incesante: el zumbido de miles de menores criaturas vivientes mezclándose en un monotono continuo.
Entonces, una luna teatral apareció tras el vaporoso telón de ondulado musgo español, fino como telarañas; y lejos en la jungla un puma cayó gimiendo y tosiendo como un niño pequeño con un fuerte resfriado.
Entré en la cabaña después de eso. La Srta. Barrison estaba sentada frente al horno, con las rodillas juntas entre las manos, estudiando lánguidamente el fuego. Ella levantó la vista cuando aparecí, abrió las puertas del horno, olió el aroma y retomó su actitud de satisfecha indiferencia.
—¿Dónde está el profesor? —le pregunté.
—Se ha retirado. Ha estado hablando en sueños por momentos.
—Será mejor que anote usted lo que dice, para eso está aquí —observé cerrando y sujetando la puerta exterior—. ¡Agh! Qué frío está el aire. El rocío cae de los pinos como una lluvia constante.
—Le va a dar una fiebre si deambula así por la noche —dijo ella—. ¡Piedad! ¡Tiene el abrigo empapado! Siéntese aquí junto al fuego.
Y me acerqué un banco y me senté a su lado como la tradicional araña. La Srta. Barrison se levantó.
—Srta. Muffet [8] —le dije—, no permita que yo la espante.
—Iba a salir de todos modos.
—Por favor, no lo haga.
—¿Por qué? —demandó resentándose.
—Porque me gusta estar sentado a su lado —dije sinceramente.
—Su admisión es sorprendente y no sustanciada con hechos —comentó ella apoyando la barbilla en una mano, para contemplar el fuego.
—¿Lo dice porque fui a dar un paseo a la luz de la luna? Hice eso porque parece que siempre se burla usted de mí en cuanto el profesor se une a nosotros.
—¿Burlarme de usted? ¡No esperará que le ponga ojitos!
Hubo un silencio. Yo me tostaba las canillas pensativo.
—¿Cómo está su dedo quemado? —pregunté.
Ella lo levantó para mi inspección y yo comencé un demorado examen.
—¿Qué prescribiría? —preguntó ella con una distraída mirada de reojo hacia la puerta cerrada del profesor.
—No lo sé. Quizá una leve pero firme presión de las yemas de los dedos.
—Ya intentó usted eso esta tarde.
—Pero el perro nos interrumpió.
—Yo le interrumpí. Además...
—¿Qué?
—No creo que deba usted hacerlo —dijo ella.
Allí sentados frente al horno, uno al lado del otro, inocentemente entrelazados a una mano, oímos el redoble del rocío en el techo, la brisa nocturna agitando las palmeras, los ahogados ronquidos del profesor, el débil susurro y crepitar del fuego.
Una única vela ardía brillante, apilando nuestras sombras en la pared detrás de nosotros. La luz de luna plateaba los cristales de las ventanas, sobre los cuales se arrastraban multitudes de polillas de alas suaves, atraídas por la vela del interior.
—¡Mire cómo brillan sus ojillos! —susurró ella—. ¡Cómo tiemblan sus alas! ¡Y todo por la llama de una vela! ¡Ay! ¡Ay! El fuego es la ruina de todos nosotros.
Se inclinó hacia delante, posando como enterrada en un ensueño. Al cabo de un rato extendió un pie un poco y, con la punta del zapato, abrió con cuidado la puerta del horno. Mientras ésta giraba hacia afuera, una deliciosa fragancia llenó la habitación.
—Están hechas —dijo ella retirando su mano de la mía—. Ayúdeme a sacarlas.
Juntos arreglamos la deliciosa pastelería en filas sobre el banco para que se enfriara. Abrí la puerta durante unos minutos, luego la cerré y eché el cerrojo de nuevo.
—¿Cree que esas criaturas transparentes olerán el aroma y se acercarán a la cabaña? —sugirió ella limpiándose los dedos con un pañuelo.
Yo caminé hacia la ventana, inquieto. Fuera del cristal reptaban las polillas, algunas brillantes en escarlata y color tostado con negro, otras blancas como la nieve, con rastros negros en las alas y cuerpos del azul del pavo real, con bordes anaranjados. El científico en mí se emocionó. La llamé a la ventana y ella se acercó y se apoyó en el alféizar, con la nariz pegada al cristal.
—Supongo que no sabe que las antenas de esa polilla de alas plateadas son distinguiblemente pectinadas —dije.
—Por supuesto que lo sé —dijo ella—. Me gradué como D.E. en el Barnard College.
—¡Qué! —exclamé con asombro—. ¿Ha pasado por el Barnard? ¿Es usted Doctora en Entomología?
—Eso fue mi perdición —dijo ella—. El departamento fue abolido el año en que me gradué. No había una vacante similar, ni siquiera en la Smithsonian.
Se encogió de hombros con los ojos fijos en las polillas. —Tenía que ganarme la vida. Elegí la estenografía como el camino más rápido para el sustento.
Alzó la vista con un rubor en sus mejillas.
—Supongo que me tomó usted por una inferior —dijo—. Pero ¿supone que iba a coquetear con usted si lo fuera?
Pegó la cara al cristal de nuevo, murmurando ese exquisito poema de Andrew Lang:
—Inocuo es coquetear y no necesita secuela,
Pero si debes coquetear, sólo con tu misma escuela.
Parados allí, mirando las polillas, nos quedamos bastante silenciosos, no sé por qué.
El fuego se había apagado, la llama de la vela, centelleando sobre un platillo de cera derretida, se hundía cada vez más.
De pronto, como perturbadas por algo en el interior, todas las polillas abandonaron el cristal de la ventana y se precipitaron hacia la oscuridad.
—Qué curioso —dije.
—¿Qué es curioso? —preguntó ella abriendo lánguidamente los ojos—. ¡Santa gracia! ¿Fue un murciélago que ha golpeado la ventana?
—Yo no vi nada —dije perturbado—. ¡Escuche!
Un suave sonido contra el cristal, como si dedos invisibles estuvieran palpando la ventana, un gentil roce, luego unos golpecitos: "tap tap", casi inaudibles.
—¿Es un pájaro? ¿Puede verlo? —susurró ella.
La llama de la vela detrás de nosotros destelló y expiró. La luz de luna inundó el cristal. Los sonidos continuaron, pero allí no había nada.
Comprendimos entonces qué era lo que estaba rozando y palmeando el cristal con tanta suavidad. Al unísono, recogimos silenciosamente las tartas y las llevamos a mi habitación.
Luego, ella caminó hasta la puerta de su habitación, se giró, tendió la mano y susurró: —¡Buenas noches! ¡A demain, monsieur! —Entró en su habitación y cerró suavemente la puerta.
Y toda la noche yací en un sueño turbulento junto a las tartas, con un rifle descansando sobre las mantas a mi lado, un revólver debajo de la almohada. Y soñé con polillas de ojos brillantes y vastas alas plateadas posadas en un globo, dentro del cual, la Srta. Barrison y yo estábamos sentados, brazos alrededor del otro, comiendo una porción tras otra de tarta de manzana.
Llegó el amanecer, el amanecer de un día que estoy destinado a no olvidar nunca. Largas y rosadas serpentinas de luz atravesaban el bosque, agitadas, temblando, como inestables rayos desde reflectores celestiales. La niebla ascendía flotando desde el pantano y el lago y, a través de ésta, se alzaban espectrales palmeras de hojas colgantes bordadas de rocío.
Durante un rato, la tintineante música de los pájaros lo dominó todo, pero pronto cesó con las decadentes notas de los cardenales rojos, repetidas en alargados intervalos menores; y luego volvió el hechizo del silencio, interrumpido sólo por el ligero chapoteo del salmonete, que se burlaba del sol con sinuosos destellos plateados.
—Buenos días —dijo una voz baja desde la puerta mientras yo avivaba el fuego del campamento con astillas de madera y abanicos de palmito muerto.
Fresca y dulce como una rosa empapada de rocío, tras su aseo personal, la Srta. Barrison se quedó allí oliendo esmeradamente el delicado aire de la mañana.
—Demasiado perfume —dijo ella—, demasiado similar a la cananga [9] de las tiendas por departamentos. Central Park huele mejor en una mañana de abril.
—¿Es eso una crítica al jazmín silvestre? —le pregunté.
—Es una crítica a un olor exótico. ¿No se me permite comentar sobre los trópicos?
Sacando un tronco de cedro de la pila de madera, me puse a cortarlo vigorosamente. Los golpes de hacha producían un alegre estruendo en el bosque.
—¿Oyó algo anoche después de retirarse? —pregunté.
—Algo había en mi ventana, algo que golpeaba suavemente y que parecía estar palpando todo el cristal. A decir verdad, fui tan tonta que permacecí vestida toda la noche.
—Pues no lo parece —le dije.
—Oh, cuando llegó la luz del día tuve una oportunidad —agregó riendo.
—De todos modos —dije apoyándome en el hacha y mirándola—, es usted la mujer más templada y valiente que he conocido.
—Todos estábamos en la misma situación —dijo ella con modestia.
—No, todos no. Ahora le diré yo la verdad. Se me erizó el pelo casi toda la noche. Está usted mirando a un miserable timorato, Srta. Barrison.
—¿Es que también había algo en su ventana?
—¿Algo? ¡Una docena! Estuvieron haciendo el mono con las persianas y los cristales toda la noche, y yo imaginaba poder oírlos respirar, como por un esfuerzo de intensa ansiedad. ¡Ohh! Estuve tan cerca de perder los nervios como es posible. Estuve a punto de arrojarles por la ventana esas condenadas tartas. Hoy saldría disparado de aquí si no temiera quedar como un cobarde.
—La mayoría de la gente es valiente por esa razón —dijo ella.
El perro, que había dormido debajo de mi litera y había contribuido a mi entretenimiento mediante suspiros y gimoteos toda la noche, ahora parecía por la labor: siendo la labor en su caso la operación de alimentación. Le presenté una tableta concentrada, la cual investigó con cautela antes de seguir su camino.
—Bonito testimonio para las personas que la inventaron —dije con disgusto—. Ojalá tuviera un huevo.
—Hay algunas pastillas de huevo concentrado en la cabaña —dijo la Srta. Barrison, pero la idea no resultaba atractiva.
—Me niego a freír una píldora para el desayuno —dije malhumorado, y dejé la cafetera sobre las brasas.
A pesar de la húmeda belleza de la mañana, el desayuno no fue una función alegre. Apareció el profesor Farrago, vestido con un casco para el sol y de color caqui. Rara vez lo había visto yo deprimido, pero lo estaba ahora y sus mismos esfuerzos por disimularlo sólo acentuaban su visible ansiedad.
Sus preparativos para el día también tenían un ominoso aspecto para mí. Él dio órdenes y nosotros obedecimos, reprimiendo instintivamente las preguntas. Primero, él y yo transportamos todo el equipaje personal de la compañía hasta la gran lancha eléctrica: los efectos de la Srta. Barrison, los suyos y los míos. Sus papeles privados, los informes estenográficos y todos los memorandos fueron atados y llevados a bordo.
Luego, para mi sorpresa, dos semanas de raciones concentradas para dos personas y agua mineral suficiente para el mismo período se estibaron a bordo de la lancha. Varias veces me preguntó el profesor si yo sabía operar el bote y yo le aseguré que sí en todas ellas.
En poco tiempo no quedó nada en tierra excepto los muebles de la cabaña, la ropa de mujer, la jaula de acero y los productos químicos que yo había traído, y las doce tartas de manzana, estas últimas bajo llave en mi habitación.
Cuando los preparativos llegaron a su fin, la gentil melancolía del profesor pareció profundizarse. Cuando me aventuré a preguntarle si se encontraba indispuesto, me respondió que nunca se había sentido en mejores condiciones físicas.
Luego me pidió que fuera a buscar las tartas y yo las traje y, a una señal suya, las coloqué dentro de la jaula de acero, cerrando y atrancando la puerta.
—Creo —dijo el profesor mirando de la Srta. Barrison hasta mí, y de mí hasta el perro—, creo que estamos listos para partir.
Se fue a la cabaña y cerró la puerta por fuera, guardándose la llave en el bolsillo.
Luego retrocedió hasta la jaula de acero, se inclinó y levantó su extremo mientras yo levantaba el mío, y juntos comenzamos a atravesar el bosque, llevando la jaula entre nosotros como los porteadores cargan una pesada pieza de equipaje.
La Srta. Barrison fue la siguiente, cargando el ajuar, el tanque, la manguera y los químicos. El perro la siguió a la lancha —probablemente no por afecto hacia nosotros, sino por temor a quedarse solo.
Caminamos en silencio, el profesor y yo manteniendo instintivamente una vigilancia de las serpientes, pero no encontramos ninguna de ellas. Por todos lados, tocando nuestros hombros, se apiñaba la impenetrable y densamente tejida maraña de la jungla; y nosotros la enhebramos por una angosta trocha que él, sin duda, había cortado, pues las marcas del machete estaban aún frescas, y de las llamas en nogal, roble y palmera rezumaban chorros de savia entre un enjambre de ansiosas y brillantes mariposas.
A veces a lo largo de nuestro curso fluían corrientes de agua rápidas y poco profundas, claras como el cristal y de lo más atractivas para los sedientos.
—Hay fiebre en cada gota —dijo el profesor cuando mencioné mi sed—. Tome agua embotellada si pretende quedarse un poco más de tiempo.
—¿Quedarme dónde? —pregunté.
—Sobre la tierra —respondió concisamente, y seguimos marchando.
La belleza de los trópicos me resulta algo estropeada. Bajo todo el fresco esplendor del color, la muerte acecha en tintes brillantes. Donde la fruta pintada cuelga tentadoramente; donde las grandes y sedosas flores exhalan un aroma seductor; donde crótalos, mambas y culebras se enroscan con incrustaciones de escarlata, negro y azafrán; donde, a la sombra de una fronda de palmitos, una sucesión de aterciopelados diamantes negros marcan la hinchada longitud de la cascabel; allí está la muerte. Y su invisible consorte, el horror, repta donde la serpiente de boca alineada de blanco repta; donde la tarántula espera, peluda, inmóvil; donde un poco de viviente esmalte jalonado de naranja ondula por un musgoso tronco.
Pensando en estas cosas y atento; no fuese que, inadvertidamente, el terror se presentara desde alguna floreciente y frondosa cobertura; noté escasamente la belleza del claro en el que habíamos entrado —un largo óvalo enrejado por la luz del sol que caía sobre los altos setos de palmito, entrelazada con flores doradas de jazmín. Y todo alrededor, como pilares sujetando un alto dosel verde sobre un trono, se erguían los plateados tallos de palmeras engastadas de pálidos líquenes teñidos de rosa y suspendidas draperías de vid.
—Éste es el lugar —dijo el profesor Farrago.
Su tranquila y desapasionada voz me sonó extraña. Sus palabras también parecían extrañas, cada una pesadamente lastrada con un significado oculto.
Colocamos la jaula en el suelo. Él usó la llave y abrió la puerta de barrotes de acero y, arrodillándose, dispuso cuidadosamente las tartas por la parte central de la jaula.
—Tengo el curioso presentimiento —dijo él— de que no saldré ileso de este experimento.
—¡Por amor de Cielo, no diga eso! —repliqué de los nervios de nuevo.
—¿Por qué no? —preguntó sorprendido—. No tengo miedo.
—¿No tiene miedo de morir? —exigí exasperado.
—¿Quién habló de morir? —inquirió suavemente—. Lo que dije fue que no espero salir ileso de este asunto.
Yo no comprendía su significado, pero entendía la reprimenda transmitida.
Cerró la puerta de la jaula, usó la llave de nuevo y se acercó a nosotros balanceando la llave en la palma de la mano.
La Srta. Barrison se había sentado sobre las hojas. Yo quedé atrás mientras el profesor se sentaba al lado de ella. Luego, a un gesto suyo, ocupé el lugar que indicó a su izquierda.
—Antes de empezar —dijo con calma— hay varias cosas que deberían saber y que aún no les he dicho. La primera se refiere a la ropa femenina que me trajo el Sr. Gilland.
Se volvió hacia la Srta. Barrison y le preguntó si había traído un conjunto completo, y ella abrió el paquete sobre las rodillas y se lo entregó.
—No puedo —dijo él— explicar delicadamente en palabras el uso que espero hacer de esta prenda. Tampoco sé aún si tendré algún uso para la misma. Eso sólo puede ser especulación teórica hasta que, en unas pocas horas más, mi teoría esté probada o refutada, y —dijo volviéndose repentinamente hacia mí— mi teoría sobre estas criaturas invisibles es la teoría más extraordinaria y audaz que jamás haya tenido el hombre desde que Colón supuso que debía haber en alguna parte un continente escondido que nadie había visto nunca.
Se pasó la mano por la protuberante frente, perdido por un momento en la más profunda reflexión. Luego: —¿Alguna vez han oído hablar de la Esfinge? —preguntó.
—Me parece que Ponce de León escribió sobre algo así —comencé, vacilante.
—Sí, las famosas líneas del tercer volumen que han dejado suponiendo a tantos sabios. Las recuerda usted:
Y allí, ¡ay!, dentro del sonido de la Fuente de la Juventud cuyas aguas tiñen la piel hasta que el cuerpo entero resplandece como el pétalo de una rosa; allí, ¡ay!, en el nuevo mundo ya floreciendo, El Enigma Eterno contemplé, en carne y hueso; sin embargo, se desvaneció incluso mientras miraba, aunque juro que vivía y respiraba. Ésta es la Esfinge.
Un silencio; luego dije: —Esas líneas no tienen sentido para mí.
—Ni para mí —dijo la Srta. Barrison en voz baja.
El profesor la miró. —¡Ah, hija! Cada vez más sutil, cada vez más segura: el Enigma Eterno no es un enigma para usted.
—¿Qué es la Esfinge? —pregunté.
—¿Ha leído a De Soto? ¿O a Goya?
—Sí, a ambos. Ahora recuerdo que De Soto registra la leyenda syacha de la Esfinge... algo sobre una diosa.
—Una diosa no —dijo la Srta. Barrison con sus labios tocados por una sonrisa.
—A veces —dijo el profesor, gentilmente—. Y Goya dijo:
Ha llegado a mis oídos, mientras estaba en las tierras de los syachas, que es seguro que la Esfinge vive, como hombres más audaces y más curiosos que yo pueden, si Dios quiere, demostrar al mundo en el futuro.
—Pero ¿qué es la Esfinge? —insistí.
—Durante siglos, eruditos y sabios se han hecho esa pregunta. Yo la he respondido por mí mismo; ahora estoy a punto de demostrarlo, eso espero.
Su rostro se oscureció, y una y otra vez se acarició la frente poblada.
—Si ocurre algo —dijo tomando mi mano con la izquierda y la mano de la Srta. Barrison con la derecha—, prométanme obedecer mis deseos. ¿Lo harán?
—Sí —dijimos ambos, juntos.
—Si pierdo la vida o... o desaparezco, prométanme por su honor llegar hasta la lancha eléctrica lo antes posible y seguir dirección norte a toda velocidad, colocando mis documentos privados, los informes de la Srta. Barrison y sus propios informes en manos de las autoridades de Bronx Park. No intenten ayudarme, no se demoren en buscarme. ¿Me lo prometen?
—Sí —respiramos juntos.
Nos miró solemnemente. —Si me fallan, me traicionan —dijo.
Juramos obediencia.
—Entonces comencemos —dijo, y se levantó y fue hacia la jaula de acero. Abrió la puerta de par en par y entró, dejando la puerta de la jaula abierta.
—En el momento en que se mueva una sola tarta —me dijo a mí—, yo cerraré la puerta de acero desde el interior y usted y la Srta. Barrison arrojarán el óxido de rosium y el estroncio dentro del tanque, cerrarán de una palmada la tapa, apuntarán la boquilla de la manguera hacia la jaula y la rociarán a fondo. Lo que haya invisible en la jaula se hará visible y de un tenue color rosa. Y cuando la criatura atrapada se haga visible, estén listos para ayudarme mientras yo sea capaz de darles órdenes. Después de eso, o todo irá bien o todo irá de otra manera, y ustedes deben correr hacia la lancha —Se sentó en la jaula cerca de la puerta abierta.
Coloqué el tanque de acero cerca de la jaula, desenrollé el accesorio de la manguera, desatornillé la parte superior y vertí las sales de estroncio. La Srta. Barrison desenvolvió la botella de óxido de rosium y aflojó el corcho. Examinamos este nacarado polvo rosa y lo agitamos para pudiera agotarse rápidamente. Luego, la Srta. Barrison se sentó y quedó absorta en un informe estenográfico de los procedimientos hasta la fecha.
Cuando la Srta. Barrison terminó su informe, me entregó el fardo de papeles. Yo los guardé en mi cartera y ambos nos sentamos juntos al lado del tanque.
Dentro de la jaula estaba sentado el profesor Farrago, con sus engafados ojos fijos en la hilera de tartas. Durante un tiempo, aunque nos dábamos perfecta cuenta de que nuestra presa era transparente e invisible, forzamos inconscientemente nuestra vista en busca de algo que se agitara en el bosque.
—Debería pensar —dije en voz baja— que el olor de las tartas podría atraer al menos a una de la docena que rozaron mi ventana anoche.
—¡Chitón! ¡Escuche! —respiró ella. Pero no oímos nada salvo los ronquidos del sobrealimentado perro a nuestros pies.
—El perro nos avisará con bastante antelación cuando se estampe contra las faldas de la Srta. Barrison —observé—. No hay necesidad de que vigilemos, profesor.
El profesor asintió. Luego se quitó las gafas y se recostó en los barrotes, cerrando los ojos.
En principio, el silencio del bosque pareció alegre allí dentro, bajo la luz moteada del sol. El enjambre de puntos de los mosquitos giraba alegremente perseguido por las libélulas; los tímidos pájaros del bosque brincaban de ramita en ramita, mirándonos con amistosa curiosidad; una ágil ardilla gris de ondulante cola plumosa merodeaba serenamente alrededor de la jaula, olfateando la pastelería del interior.
Súbitamente, y sin razón aparente, la ardilla pegó un brinco hasta el tronco de un árbol, quedó un momento colgada de la corteza, toda temblorosa, y luego se alejó disparada al interior de la jungla.
—¿Por qué ha actuado así? —susurró la Srta. Barrison. Y después de un momento—. ¡Qué quietud hay! ¿Dónde han ido los pájaros?
En el ominoso silencio, el perro comenzó a gimotear en sueños y a patalear convulsivamente con las patas traseras.
—Está soñando... —comencé.
Mis palabras casi fueron impulsadas garganta abajo por el perro, quien, sin un chillidito de advertencia, se arrojó sobre la Srta. Barrison y se me encaramó encima del pecho, con las patas delanteras alrededor de mi cuello.
Me lo aparté desdeñosamente, pero él volvió, cavando como un topo, para meterse debajo de nosotros.
—¡Las criaturas transparentes! —susurró la Srta. Barrison—. ¡Mire! ¡Mire esa tarta moverse!
Me puse en pie de un brinco justo cuando el profesor, encajándose las gafas, se inclinaba hacia adelante y daba un portazo en la jaula.
—¡He atrapado una! —gritó él frenéticamente—. ¡Hay una en la jaula! ¡Enciendan esa manguera!
—Espere un segundo —dijo la Srta. Barrison con calma, descorchando la botella y vertiendo un chorro de perlado óxido de rosium en el tanque—. ¡Rápido! ¡Está burbujeando! ¡Atornille la tapa!
En un segundo tenía yo atornillada la tapa, agarré la manguera y dirigí una siseante nube de vapor a través de las barras de la jaula.
Por un momento no se oyó nada salvo el silbido del rocío perfumado escapando; un delicioso olor a rosas llenó el aire. Luego, lentamente, a la luz del sol, un brumoso algo creció dentro de la jaula, un fantasma brillante, teñido de perlas, que tomaba forma en el espacio imperceptiblemente, vago al principio, como un jirón de vapor de lago, luego se alargó, se redondeó hacia una forma fluyente, cada vez más clara.
—¡La Esfinge! —jadeó el profesor—. ¡En nombre del Cielo, use esa manguera!
Mientras hablaba, la traicionera manguera estalló. Un lluvioso pilar de vapor rosado lo envolvió todo. A través de la espesante niebla y durante un breve instante, apareció una forma humana como por arte de magia. La forma de una mujer, perfecta, exquisita como una estatua, pura como el mármol. Luego, el desbordado vapor la enterró a ella, a la jaula, a las tartas y a todo.
Correteamos frenéticamente por allí, con la jaula en la oscuridad, pidiendo instrucciones y tanteando en busca de los barrotes. Se escuchó la voz ahogada del profesor exigiendo el vestuario, y yo busqué a tientas, lo encontré y embutí el vestido entre los barrotes de la jaula.
—¿Necesita ayuda? —grité. No hubo respuesta. Mirando alrededor a través del espeso vapor rosa que rodaba en nubes desde el tanque volcado, oí la voz de la Srta. Barrison exclamando:
—¡No me puedo mover! ¡Una dama transparente me está sujetando!
A ciegas, corrí de un lado a otro con los brazos extendidos, y al momento siguiente golpeé la puerta de la jaula con tanta fuerza que el impacto casi me deja sin sentido. Agarrándola para estabilizarme, ésta se abrió de golpe. Una ráfaga de criaturas parcialmente visibles pasó a mi lado como un estallido de llamas rosas y, en medio, arrastrado rápidamente hacia el risco del desfiladero, el profesor pasó como una peña disparada por una catapulta. Y su último grito llegó flotando hacia mí desde el bosque mientras yo me balanceaba allí, borracho con el estupefaciente perfume. —¡No se preocupe! ¡Estoy bien!
Salí tambaleante hacia el aire más claro, hacia una figura vista vagamente a través del remolino de vapor.
—¿Está herida? —tartamudeé, aferrando a la Srta. Barrison entre mis brazos.
—No, oh, no —dijo ella retorciéndose las manos—. Pero ¡el profesor! ¡Lo vi! ¡No podía gritar, no podía moverme! ¡Lo tenían!
—Yo también lo vi —gemí—. No había ni rastro de terror en su rostro. De hecho, estaba sonriendo.
Abrumados por la sublime valentía del hombre, lloramos ambos en los brazos del otro.
Fieles a nuestra promesa al profesor Farrago, salimos hacia el norte a toda velocidad posible; y no fue un viaje difícil de ninguna manera, el viaje en lancha a través de Okeechobee fue perfectamente simple, y el camino hasta la estación de ferrocarril más cercana no fue sino de unos pocos kilómetros desde el lugar de desembarco.
A pesar de lo impactante que había sido nuestra experiencia, de lo terrible que era la calamidad que no sólo me había robado a un amigo de toda la vida, sino que también me había hecho perder a todo el mundo científico, yo no parecía poder sentir aquella desesperada aflicción que la muerte natural de un amigo cercano podría justificar. No. Permanecía una vaga expectativa que dominaba mi tristeza y que por momentos me hacía sentir esperanzado —esperanzado no, optimista— de que algún día volvería a contemplar a mi amado superior en carne y hueso. Había habido algo tan feliz en su última sonrisa, algo tan ingenuamente placentero, que yo estaba seguro de que ningún temor de disolución inminente le preocupaba mientras él desaparecía en las profundidades inexploradas de los desconocidos Everglades.
Creo que la Srta. Barrison coincidía conmigo también. Parecía estar más o menos aturdida —lo cual, por supuesto, era bastante natural— y durante nuestro viaje de regreso por Okeechobee y a través de las lagunas y bosques más allá, ella estuvo muy silenciosa.
Cuando llegamos al ferrocarril en Portulacca, un rancho de cultivo de limoneros, próspero en su frugalidad, al tren de Volusia y Chinkapin, lo primero que hice fue presentarle a mi perro al agente de la estación —aunque me vi obligado a darle cinco dólares antes de que el hombre consintiera en aceptar el perro.
Sin embargo, la Srta. Barrison entrevistó a la esposa del jefe de estación, un alma amable y compasiva que prometió ser una buena ama para la criatura. Ambos nos sentimos mejor después de quitarnos el asunto de la mente. Nos sentimos aún mejor cuando el tren que se dirigía al norte se adentraba tranquilamente en el resplandor blanco de Portulacca, y poco después salía de nuevo, con la misma tranquilidad y con destino, gracias al Cielo, a ese abusado agregado de barrios de pecado llamado Nueva York.
A excepción de un joven que encontré en el vagón fumador, teníamos el tren para nosotros solos, circunstancia que, curiosamente, pareció aumentar la depresión de la Srta. Barrison y la mía como una secuencia natural. Las circunstancias del rapto del profesor Farrago parecían absorber sus pensamientos tan completamente que me inquietaron durante nuestro viaje fuera de Little Sprite —de hecho, me estaba resultando cada vez más claro a cada hora que pasaba que, en su breve encuentro con ese distinguido científico, ella había llegado a tener un cierto apego personal por él hasta el punto de empezar a preocuparme. Su indignación personal por la enjaulada Esfinge estallaba a intervalos inesperados, y no cabía duda de que su infelicidad y resentimiento se estaban volviendo morbosos.
Pasé una o dos horas en el compartimento para fumadores, ocupado sólo por un pasajero y yo. Era un joven agradable, aunque, en la relación natural que entablamos, lamenté enterarme de que era un popular escritor de ficción, y de regreso desde Fort Worth, donde había estado con el único propósito de componer un poema sobre Florida.
Yo —en común con otros sabios mentalmente equilibrados— siempre he despreciado a los escritores de ficción. Todos los científicos albergan una antipatía natural por la novela en cualquier forma, y esa antipatía se convierte en un horror profundo si la ficción osa tratar con ligereza las ciencias exactas, o si algún degradado intelecto asume la frívola libertad de utilizar la historia natural como vehículo para bobos relatos.
Nunca, salvo una vez, había estado yo tentado a las novelas en cualquier forma. Nunca, salvo una vez, había interferido el sentimiento con la desapasionada transcripción de notas científicas hacia el santuario del desbarnizado cuaderno o hacia el claustro de la insulsa monografía. Ni he tenido el más ligero acercamiento a esa superficial y dudosa cualidad conocida como habilidad literaria. Una vez, sin embargo, mientras estaba sentado a solas en el suelo clasificando mis isópodos, no sólo estuve yo perplejo, sino totalmente desprevenido, de descubrirme repitiendo en voz alta un verso que yo mismo había formado inconscientemente:
Un isópodo
Dios lo creópodo.
Nunca antes en toda mi vida había hecho yo una rima y eso me tuvo preocupado durante semanas, resonando en mi cerebro día y noche, confundiéndome, interfiriendo con mis pensamientos.
Se lo dije al joven, quien sólo rio bienhumorado y respondió que era propósito del Creador limitar ciertos intelectos, nadie sabe por qué, y que era evidente que el mío no había escapado.
—Aunque hay una cosa —dijo— que podría ser de algún interés para usted y también entrar dentro del circunscrito ámbito de su inteligencia.
—¿Y qué es eso? —pregunté con aspereza.
—Una experiencia científica mía —dijo con una risita despreocupada—. Es mucho más extraño que la ficción a la que incluso el profesor Bruce Stoddard, de Columbia, dudó en darle crédito.
Miré al joven paisano con sospecha. Su franca sonrisa me desarmó, pero no lo invité a relatar su experiencia, aunque aparentemente necesitaba tal estímulo para comenzar.
—Ahora bien, si pudiera yo contarlo exactamente como ocurrió —observó—, y un estenógrafo pudiera anotarlo, palabra por palabra, exactamente como lo relato...
—Sería un gran placer para mí hacerlo —dijo una voz tranquila desde la puerta. Nos levantamos al instante, quitándonos los puros de los labios; pero la Srta. Barrison nos pidió que siguiéramos fumando y, ante un gesto suyo, volvimos a tomar asiento después de que ella se hubo instalado junto a la ventana.
—En serio —dijo ella mirándome fríamente—, no podía soportar la soledad por más tiempo. ¿No hay nada que hacer en este fatigoso tren?
—Si tuviera su libreta y su lápiz —comencé maliciosamente—, podría usted anotar un asunto de interés.
Ella miró abiertamente al joven, quien sonreía de esa manera simpática y bienhumorada que tenía, y él se ofreció a contarnos su supuesta experiencia científica si creíamos que eso nos divertiría lo bastante como para variar la aburrida monotonía del viaje hacia el norte.
—¿Es esto ficción? —pregunté a quemarropa.
—Es la absoluta verdad —respondió el joven.
Me levanté y fui a buscar una libreta y un lápiz. Cuando regresé, la Srta. Barrison se reía de una historia que el joven acababa de terminar.
—Pero —finalizó él con gravedad— prácticamente he decidido renunciar a la ficción como medio de vida y limitarme a desinteresantes estadísticas y hechos simples.
—Me alegra mucho oírle decir eso —exclamé cálidamente. Él hizo una reverencia, miró a la Srta. Barrison y le preguntó cuándo podía comenzar su historia.
—Cuando esté usted listo —respondió la Srta. Barrison, sonriendo de una manera que yo no había observado desde la desaparición del profesor Farrago. Admito que el joven era superficialmente atractivo.
—Bien, entonces —comenzó él con modestia—, como no tengo ninguna habilidad técnica sobre el asunto en cuestión y no tengo conocimiento ni de anatomía comparada ni de zoología, tal vez no esté capacitado para contar esta historia. Pero la historia es cierta. El episodio ocurrió ante mis propios ojos, a unas pocas horas de navegación de The Battery [10]. Y como fui una de las primeras personas en verificar lo que ha sido durante mucho tiempo una teoría entre los científicos y, además, como resultado del descubrimiento del profesor Holroyd puesto para exhibición en el Madison Square Garden el 20 del próximo mes, he decidido contarles, tan simplemente como pueda, exactamente lo que ocurrió.
—Conté la historia por primera vez el 1 de abril de 1903 a los editores de Reseñas de Norteamérica, de Mensualidad de Ciencia Popular, de Científico Norteamericano, de Naturaleza, de Revista de Excursionistas y Fosilíferos. Todos estos caballeros la rechazaron. Algunos me informaron secamente que la ficción no tenía cabida en sus columnas. Cuando traté de explicar que no era ficción, los editores de estas publicaciones mantuvieron desdeñoso silencio o me notificaron sin ambages que no deseaban mis servicios literarios ni opiniones. Pero, al final, cuando varios editores ofrecieron aceptar la historia como ficción, interrumpí todas las negociaciones y decidí publicarla yo mismo. Donde se me conoce es en mi infortunio de ser conocido como un escritor de ficción. Esto me hace imposible conseguir entrevista de una audiencia científica. Lo lamento amargamente, porque ahora, cuando ya es demasiado tarde, estoy preparado para probar ciertas cuestiones científicas de interés y presentar las pruebas. En este caso, sin embargo, soy afortunado, pues nadie puede disputar la existencia de algo cuando la prueba corporal se exhibe como prueba.
—Esta es la historia, y si la cuento mientras escribo ficción es porque no sé cómo contarla de otra manera.
Paseaba yo por la playa debajo de Pine Inlet, en la costa sur de Long Island. La estación de ferrocarril y telégrafo está en West Oyster Bay. Todos los que han viajado en el Ferrocarril de Long Island conocen la estación, pero pocos tal vez conocen Pine Inlet. Los cazadores de patos, por supuesto, están familiarizados con ella, pero como no hay hoteles allí y no hay nada que ver excepto una salina, un arroyo y una franja de dunas y arena, el público de verano probablemente no sepa de su existencia. El nombre local del lugar es Pine Inlet; los mapas dan su nombre como Sand Point, creo; pero cualquiera en West Oyster Bay puede indicarles. El capitán McPeek, que mantiene la West Oyster Bay House, guía a los cazadores de patos allí en invierno. La casa se encuentra a ocho kilómetros al sureste de West Oyster Bay.
Había caminado yo esa tarde desde la casa del capitán McPeek. Había una razón para ir a Pine Inlet; me da vergüenza explicarla, pero la verdad es que meditaba para escribir una oda al océano. Estaba fuera de cuestión escribir en West Oyster Bay, con el silbido de las locomotoras en los oídos. Sabía que Pine Inlet era uno de los lugares más solitarios de la costa atlántica. Está fuera de la vista de todo, excepto de leguas de gris océano. Raramente distinguía uno chalupas de pesca flotando en el horizonte. Los veraniegos nunca la visitan; los deportistas la evitan, excepto en invierno. Por tanto, cuando estuve por escribir un poco de poesía, pensé que Pine Inlet era el lugar perfecto.
Mientras paseaba por la playa, mordiendo el lápiz pensativamente, tremendamente impresionado por la soledad y el solemne retumbar de las olas, se me ocurrió una idea: qué desagradable sería si de repente me tropezara con un huésped de verano. La imposibilidad revoloteó por mi mente mientras rodeaba una blanquecina duna de arena.
Una chica se interpuso directamente en mi camino.
Me miró como si yo acabara de salir reptando del mar para morderla. No sé a qué semejaba mi propia expresión, pero me han dado a entender que era de idiota.
Ahora bien, percibí después de unos momentos que la señorita estaba asustada, y supe que debía decir algo cortés. Así que dije: —¿Hay muchos mosquitos aquí?
—No —respondió ella con un ligero temblor en su voz—. Sólo he visto uno y estaba picando a otra persona.
La conversación parecía muy futil y la joven parecía estar más nerviosa que antes. Tuve el impulso de decir: No huya, ya he desayunado, pues ella parecía estar meditando una fuga hacia las olas. Lo que dije fue: —No sabía que había alguien aquí. No es mi intención entrometerme. Vengo de casa del capitán McPeek y estoy escribiendo una oda al océano —Después de haber dicho esto, pareció sonar en mis oídos como: Vengo de la Montaña Mesa y mi nombre es Sincero James.
La miré tímidamente.
Ella está pensando lo mismo, me dije.
Sin embargo, la joven pareció tranquilizarse un poco. Noté que soltó un suspiro de alivio y miró a mis zapatos. Miró tanto tiempo que me hizo sospechar y también yo examiné mis zapatos. Parecían estar en un buen estado de conservación.
—Lo... lo siento —dijo ella—, pero ¿le importaría no pasear por la playa?
Esto fue repentino. Yo tenía la intención de retirarme y dejarle la playa a ella, pero no me apetecía que me echaran tan abruptamente.
—¡Pobre de mí! —gritó ella—. Usted no lo entiende. Y-yo no pensaría ni por un momento en pedirle que abandonara Pine Inlet. Meramente me aventuré a pedirle que no paseara por las dunas. Temo tanto que sus huellas borren las que está estudiando mi padre.
—¡Oh! —dije mirando a mi alrededor como si me hubieran atrapado en medio de un macizo de flores—. Yo no advertí ninguna huella. ¿Huellas de qué?
—No lo sé —dijo ella, sonriendo un poco ante mi incómoda pose—. Si da un paso hacia aquí en línea recta, no puede hacer ningún daño.
Hice lo que me ordenó. Supongo que mis movimientos parecieron el paso de un pavo real tras un chubasco. Posiblemente evocaron las delicadas maniobras del canguro. En cualquier caso, ella se rio.
Esto me molestó seriamente. Yo había estado en desventaja, camino bastante bien cuando me dejan en paz.
—Difícilmente podrá usted esperar —dije— que un hombre absorto en sus propios pensamientos pueda notar huellas en la arena. Confío en no haber borrado nada.
Mientras yo decía esto, miré atrás hacia la larga línea de huellas que se extendían en perspectiva a través de la arena. Eran mías. ¡Qué grandes se veían! ¿Era de eso de lo que ella se estaba riendo?
—Quiero explicarle —dijo ella con gravedad, mirando la punta de su sombrilla—. Siento mucho tener que advertirle y pedirle que renuncie al placer de pasear por una playa que no me pertenece. Tal vez —continuó ella con súbita alarma—, tal vez esta playa le pertenece a usted.
—¿La playa? Oh, no —dije.
—P-pero usted iba a escribir poemas sobre ella.
—Sólo uno, y eso no requiere ser dueño de la playa. He observado que —dije francamente— las personas que no poseen nada escriben muchos poemas sobre ello.
Ella me miró seriamente.
—Yo escribo muchos poemas —agregué.
Ella rio dubitativa.
—¿Preferiría que me fuera? —le pregunté cortésmente—. Mi familia es respetable —agregué, y le dije mi nombre.
—¡Oh! Entonces escribió usted Racimo de Caléndulas y Desvaídas Hojas de Higo e imita a Maeterlinck, y usted... oh, conozco a mucha gente que usted conoce —chilló con todos los síntomas de alivio—, y ya conoce a mi hermano.
—Yo soy el autor —dije con frialdad— de Racimo de Caléndulas, pero Desvaídas Hojas de Higo fue un trabajo anterior que ya no reconozco, y le agradecería que tuviera la amabilidad de negar que alguna vez he imitado a Maeterlinck. Posiblemente —agregué—, él me imita a mí.
Ella quedó muy callada y la vi arrepentida.
—No importa —dije magnánimamente—, probablemente no esté usted familiarizada con la literatura moderna. Si yo supiera su nombre, debería pedir permiso para presentarme.
—Bueno, soy Daisy Holroyd —dijo.
—¡Qué! ¿La hermana pequeña de Jack Holroyd?
—¿Pequeña? —chilló ella.
—No quise decir eso —dije—. Sepa que su hermano y yo éramos grandes amigos en París.
—Lo sé —dijo ella significativamente.
—¡Ejem! Por supuesto —dije—, Jack y yo éramos inseparables.
—Excepto cuando los encerraron en celdas separadas —dijo la Srta. Holroyd con frialdad.
Esta insensible alusión a la desafortunada conclusión de una celebración en el Barrio Latino me dolió.
—La policía —dije— fue demasiado oficiosa.
—Eso dice Jack —respondió la Srta. Holroyd con recato.
Ambos nos habíamos movido inconscientemente a lo largo de las colinas de arena, uno al lado del otro, mientras hablábamos.
—Y pensar —repetí— que iba a encontrar a la pequeña...
—Por favor —dijo ella—, sólo es usted tres años mayor que yo.
Abrió la sombrilla y se la puso sobre un hombro. Ésta era blanca y tenía motas y ramilletes.
—Jack nos envía cada libro nuevo que usted escribe —observó—. No apruebo algunas cosas que escribe.
—Es escuela moderna —murmuré.
—Eso no es excusa —dijo con severidad—. Anthony Trollope no escribía eso.
La espuma de las olas rompía a la deriva a través de las dunas. El viento salado del mar silbaba y se enroscaba por las crestas de las olas, soplando en perfumadas bocanadas entre matorrales de dulce bahía y cedro. Mientras pasábamos por las crujientes y jugosas algas de los pantanos, miríadas de cangrejos violinistas levantaban su pinzas en advertencia y retrocedían, claqueando, entre los juncos, agresivos, protestando.
—Como millones de pigmeos Ajax desafiando los rayos —dije.
La Srta. Holroyd se rio.
—Nunca imaginé que los autores fueran inteligentes, excepto en el papel —dijo ella.
Era una chica extraordinaria.
—Supongo —observó ella después de un momento de silencio—, supongo que tengo que llevarle con mi padre.
—¡Encantado! —murmuré—. ¡Hmm! Tuve el honor de conocer al profesor Holroyd en París.
—Sí, él pagó la fianza de usted y de Jack —dijo serenamente la Srta. Holroyd.
El silencio fue demasiado doloroso para prolongarlo.
—El capitán McPeek es un hombre interesante —dije. Hablé más alto de lo que pretendía. Puede que estuviera nervioso.
—Sí —dijo Daisy Holroyd—, pero tiene un recepcionista de hotel de lo más singular.
—¿Se refiere al Sr. Frisby?
—Así es.
—Sí —admití—, el Sr. Frisby es peculiar. Fue un tiempo colocador de carteles.
—¡Lo sé! —exclamó Daisy Holroyd con algo de calor—. Arruina paisajes siempre que tiene ocasión. ¿Sabía usted que le apasiona colocar afiches? Lo hace, coloca carteles por el puro placer de hacerlo, tal como se juega al golf o al tenis o al squash.
—Pero ahora es empleado de hotel —dije—, nadie lo emplea para colocar carteles.
—¡Lo sé! Lo hace todo él solo por el puro placer de hacerlo. Papá lo ha contratado para que venga aquí durante dos semanas, y me temo lo peor —dijo la chica.
Yo no tenía la menor idea de lo que el profesor Holroyd podría querer de Frisby. Supongo que la Srta. Holroyd notó el desconcierto en mi rostro, pues se rio y asintió dos veces.
—No sólo el Sr. Frisby, sino también el capitán McPeek —dijo.
—¡No estará diciendo que el capitán McPeek va a cerrar su hotel! —exclamé.
Mi baúl estaba allí. Contenía garantías de mi respetabilidad.
—Oh, no; su esposa lo mantendrá abierto —respondió la chica—. '¡Mire! Ahora puede ver a papá. Está excavando.
—¿Dónde? —solté.
Yo recordaba al profesor Holroyd como un caballero remilgado, con anteojos, canosa barba bien cortada y un encanto clerical. El hombre que veía excavando llevaba gafas verdes, una camiseta, un maltrecho sombrero impermeable y botas de goma. Hurgaba en el lodo de la pradera salada, cara empapada de sudor, botas y jersey salpicados de un fango de aspecto desagradable. Al acercarnos, alzó la mirada y se cubrió los ojos con una mano bronceada por el sol.
—Papá, querido —dijo la Srta. Holroyd—, aquí está el amigo de Jack, ese que sacaste de Mazas.
La presentación fue sorprendente. Me puse carmesí de mortificación. El profesor fue muy decente al respecto, me llamó por mi nombre de inmediato. Luego miró su pala. Estaba claro que me consideraba una molestia y deseaba continuar con su excavación.
—Supongo —dijo él— que aún escribe.
—Un poco —respondí tratando de no hablar con sarcasmo. Mi producción había rivalizado con la de La Duquesa; en cantidad, quiero decir.
—Rara vez leo ficción —dijo él mirando inquieto el agujero en el suelo.
La Srta. Holroyd vino a mi rescate.
—Fue una historia encantadora la última que escribió —dijo ella—. Papá debería leerla. Deberías, papá. Trata sobre un fósil.
Ambos miramos con detenimiento a la Srta. Holroyd. Su sonrisa era inocente.
—¡Fósil! —repitió el profesor—. ¿Le interesan los fósiles?
—Mucho —dije yo.
No estoy del todo seguro de cuál fue mi objetivo al mentir. Miré los ojos oscuros de Daisy Holroyd. Eran muy serios.
—Los fósiles —dije— son mi pasatiempo.
Creo que la Srta. Holroyd hizo un poco una mueca ante esto. No me importó. Continué:
—Rara vez he tenido la oportunidad de estudiar el tema, pero, cuando era niño, coleccionaba puntas de flecha de pedernal.
—¡Puntas de flecha de pedernal! —dijo el profesor con frialdad.
—Sí, eso era lo más cercano a los fósiles que se podía obtener —respondí maravillándome de mi propia mendacidad.
El profesor miró dentro del agujero. Yo también miré. No pude ver nada en él. Está cavando en busca de fósiles, pensé.
—Quizá —dijo el profesor con cautela—, quizá desee usted ayudarme en una pequeña investigación, es decir, si tiene una inclinación por los fósiles—. El doble sentido no me pasó desapercibido.
—He leído todos sus libros con tanto entusiasmo —dije— que unirme a usted, serle de utilidad en cualquier investigación, por difícil y tentativa que sea, sería un honor y un privilegio que nunca me atreví esperar.
Eso, pensé, servirá por sí solo.
Pero el profesor aún sospechaba. ¡Cómo podía él evitarlo al recordar las escapadas de Jack, en las que mi nombre siempre estaba mezclado! Sin duda estaba convencido de que mi influencia sobre Jack era maligna. Lo inverso también era el caso.
—Los fósiles —dijo preocupando el borde de la excavación con la pala—, los fósiles no son algo que considerar a la ligera.
—¡No, ciertamente! —protesté.
—Los fósiles son las cosas más interesantes y desconcertantes del mundo —dijo.
—¡Lo son! —chillé con entusiasmo.
—Pero yo no estoy buscando fósiles —observó el profesor con suavidad.
Esto fue un golpe inesperado. Miré a Daisy Holroyd. Ella se mordió el labio y fijó sus ojos en el mar. Sus ojos eran maravillosos ojos.
—¿Pensaba que estaba buscando fósiles en una salina? —preguntó el profesor—. Puede haber leído muy poco sobre el tema. Estoy buscando algo muy diferente.
Me quedé en silencio. Sabía que mi cara estaba sonrojada. Anhelé decir: Bueno, ¿y qué diablos está buscando?, pero miré dentro del agujero como si estuviera hipnotizado.
—El capitán McPeek y Frisby ya deberían estar aquí —dijo mirando primero a Daisy y luego a través de los prados de sal.
Yo moría de ganas de preguntarle por qué había citado al capitán McPeek y a Frisby.
—Vienen —dijo Daisy protegiéndose los ojos—. ¿Ves la mancha en los prados?
—Puede que sea una gallina de barro —dijo el profesor.
—La Srta. Holroyd tiene razón —dije—. Un carro, animales de tiro y dos hombres vienen del norte. Hay un perro al lado del carro, es ese miserable perro amarillo de Frisby.
—¡Santa gracia! —exclamó el profesor—. ¿No querrá decirme que ve todo eso a tanta distancia?
—¿Por qué no? —dije.
—Por que yo no veo nada —insistió.
—Verá que tengo razón, en breve —me reí.
El profesor se quitó las gafas azules y las frotó, mirándome de forma oblicua.
—¿No has oído sobre la extraordinaria vista que tienen los cazadores de patos? —dijo su hija mirando a su padre—. Jack dice que puede saber exactamente qué tipo de pato está volando antes de que la mayoría de la gente pueda ver algo en el cielo.
—Es verdad —dije yo—, eso le llega a cualquiera que haya tenido práctica, imagino.
El profesor me miró con un nuevo interés. Había inspiración en sus ojos. Se volvió hacia el océano. Durante mucho tiempo se quedó mirando las olas agitadas en la playa, luego miró hacia lo lejos, donde el horizonte se encontraba con el mar.
—¿Hay patos ahí fuera? —preguntó por fin.
—Sí —dije escudriñando el mar—, los hay.
Sacó un par de binoculares del bolsillo de la chaqueta, los ajustó y se los acercó a los ojos.
—¡Hmm! ¿Qué clase de patos?
Miré con más atención, con ambas manos sobre la frente.
—Gaviotas y patos marinos. Hay un bucefela entre ellos, no, dos; el resto son fochas —respondí.
—Esto —gritó el profesor— es de lo más asombroso. Tengo buena vista, ¡pero no puedo ver una bendita cosa sin estos prismáticos!
—Esto no es extraordinario —dije yo—, cualquier novato podría reconocer gaviotas y fochas; los patos de mar y las bucefelas no las habría podido nombrar a menos que hubieran surgido del agua. Es fácil identificar cualquier pato cuándo está volando, aunque no parezca más grande que un puntito negro.
Pero el profesor insistió en que era maravilloso, y dijo que podría prestarle un servicio inestimable si consintía en ir a acampar en Pine Inlet durante unas semanas.
Miré a su hija, pero ella me dio la espalda. Una espalda bellamente moldeada. Su vestido también le quedaba bien.
—¿Acampar aquí? —repetí fingiendo estar desagradablemente sorprendido.
—No creo que le interese —dijo la Srta. Holroyd, sin volverse.
No me esperaba eso.
—Sobre todas las cosas —dije yo, con una voz clara y agradable— me gusta acampar.
Ella no dijo nada.
—No es exactamente acampar —dijo el profesor—. Venga, verá nuestro invernadero. ¡Daisy, ven, querida! Debes ponerte un vestido más pesado, se acerca la puesta del sol.
En ese momento, sobre una duna cercana, aparecieron dos cabezas de caballos, seguidas de dos cabezas humanas, luego una carreta, luego un perro amarillo.
Me volví triunfalmente hacia el profesor.
—Tú eres el hombre que quiero —murmuró—, el hombre mismo... el hombre mismo.
Miré a Daisy Holroyd. Ella me devolvió la mirada con una sonrisita desafiante.
—Waal —dijo el capitán McPeek, conduciendo hacia arriba—. ¡Aquí estamos! Sal, Frisby.
Frisby; gordo, nervioso y sentimental; saltó del carro.
—Venga —dijo el profesor, moviéndose impaciente por las dunas. Yo caminé con Daisy Holroyd. McPeek y Frisby nos siguieron. El perro amarillo caminó solo.
El sol se hundía en el mar mientras renqueábamos por los prados hacia una alta duna en forma de domo llena de cedros y matorrales de bayas dulces. No vi señales de habitación entre las colinas de arena. Hasta donde alcanzaba la vista, nada interumpía la línea gris del mar y el cielo, salvo las achaparradas dunas coronadas por los atrofiados cedros.
Luego, cuando rodeamos la base de la duna, casi entramos por la puerta de una casa. Mi asombro divirtió a la Srta. Holroyd, y noté también un toque de malicia en sus bonitos ojos. Pero ella no dijo nada al seguir a su padre al interior de la casa, con el más leve de los gestos posibles hacia mí, ¿fue eso una invitación o una amenaza?
La casa no era más que un ligero armazón de madera barnizado con un material impermeable que parecía una mezcla de caucho y alquitrán. Encima de este —de hecho, sobre todo el techo— había un toldo de pesada lona. Noté que la casa estaba anclada a la arena con cadenas, ya rojas de óxido. Pero esta casa de una planta no era el único edificio ubicado al abrigo sur de la gran duna. A unos treinta metros de distancia había otra estructura, larga, baja, también construida de madera. Esta segunda estructura tenía fila tras fila de portillas redondas a cada lado. Las portillas iban provistas de vidrio pesado, con bisagras para abrirse si era necesario. Un único portón doble ocupaba la parte delantera.
Detrás de este largo y bajo edificio había otro más, un mero cobertizo. Un humo ascendía por la chimenea chapada en hierro. Había alguien moviéndose dentro de la puerta abierta.
Mientras yo miraba boquiabierto este caserío de hongos, el profesor apareció en la puerta y me pidió que entrara. Yo pasé al interior de inmediato.
La casa era mucho más grande de lo que había imaginado. Un pasillo recto atravesaba el centro de este a oeste. A ambos lados de este pasillo había habitaciones con puertas abiertas de par en par. Conté tres puertas a cada lado, las tres hacia el sur parecían dar a dormitorios.
El profesor me condujo a una habitación en el lado norte, donde encontré al capitán McPeek y a Frisby sentados a una mesa, sobre la cual había dibujos y bocetos de animales articulados y peces.
—Verá, McPeek —dijo el profesor—, sólo queríamos un hombre más, y creo que lo tengo, ¿no es así? —volviéndose ansiosamente hacia mí.
—Sí —dije riendo—, esto es delicioso. ¿Estoy invitado a quedarme aquí?
—Su dormitorio es el tercero en el lado sur, está todo preparado. McPeek, puede traer su baúl mañana, ¿no? —preguntó el profesor.
El capitán de cara roja asintió y masticó tabaco.
—Entonces, todo arreglado —dijo el profesor, y exhaló un suspiro de satisfacción—. Verá —dijo, volviéndose hacia mí—, ya había agotado mi ingenio por saber en quién confiar. No había pensado en usted. Jack está en China y no me atrevía a confiar en nadie de mi propia profesión. A usted lo único que te importa es escribir versos e historias, ¿no?
—Me gusta disparar —respondí suavemente.
—¡Exactamente! —gritó, sonriéndonos a todos por turnos—. No veo ninguna razón por la que no debamos progresar rápidamente. McPeek, Frisby y usted deben traer esas cajas antes de que oscurezca. La cena estará lista antes de que hayan terminado de descargar. Dick, tú desearás ir a tu habitación primero.
Mi nombre no es Dick, pero él habló con tanta amabilidad y me sonrió de una manera tan paternal que lo dejé pasar. Tuve ocasión de corregirlo después, varias veces, pero él siempre lo olvidaba al minuto siguiente. Me llama Dick hasta el día de hoy.
Estaba oscuro cuando el profesor Holroyd, su hija y yo nos sentamos a cenar. La habitación era la misma en la que yo había notado los dibujos de bestias y pájaros, pero la mesa redonda se había extendido en un óvalo y se había dispuesto prolijamente con un delicado mantel y cubertería de plata.
Una chica sueca de frescas mejillas apareció desde una habitación más alejada, llevando la sopa, que el profesor sirvió, aún con una sonrisa radiante.
—Bueno, esto es una delicia, ¿no es así, Daisy? —dijo él.
—Mucho —dijo la Srta. Holroyd con un toque de ironía.
—Mucho —repetí yo, de todo corazón.
—Supongo —dijo el profesor asintiendo misteriosamente a su hija— que Dick no sabe nada de lo que estamos haciendo aquí.
—Supongo —dijo la Srta. Holroyd— que él cree que estamos desenterrando fósiles.
Yo miré mi plato. Ella podía haberme ahorrado eso.
—Bueno, bueno —dijo su padre, sonriendo para sí mismo—, lo sabrá todo por la mañana. Te asombrarás, Dick, muchacho.
—Su nombre no es Dick —corrigió Daisy.
—El profesor dijo distraídamente —¿No? —y retomó la contemplación de mi corbata.
Le hice a la Srta. Holroyd algunas preguntas sobre Jack y se me informó que él había renunciado a la escuela de derecho y entrado en el servicio consular. A cuál, no me atreví a preguntar, pues conozco cuál es nuestro servicio consular.
—En China —dijo Daisy.
—Choo Chin es el nombre de la ciudad —agregó su padre, orgulloso—, es la terminal del nuevo ferrocarril transiberiano.
—Está en Pong Ping —dijo Daisy.
—Él es vicecónsul —añadió triunfalmente el profesor.
—Será uno bueno —observé. Yo conocía a Jack. Sentí lástima de su cónsul.
Así, charlamos sobre mi antiguo compañero de juegos hasta que Freda, la doncella de mejillas coloradas, trajo café y el profesor encendió un puro, con una pequeña reverencia a su hija.
—Por supuesto, usted no fuma —me dijo ella con un destello de malicia en sus ojos.
—No debe —intervino el profesor apresuradamente—, eso hará que le tiemblen las manos.
—No lo hará —dije yo riendo—, pero me temblará la mano si no fumo. ¿Me va a contratar como bocetador?
—Mañana lo sabrás —dijo con una risita misteriosa hacia su hija—. Daisy, dale mis mejores puros, pon la caja aquí sobre la mesa. No podemos permitirnos que le tiemble la mano.
La Srta. Holroyd se levantó y cruzó el pasillo hasta la habitación de su padre, regresando en ese momento con una caja de puros de aspecto prometedor.
—No creo que él sepa lo que es bueno para él —dijo ella—. Debería fumar sólo uno al día.
Eso fue difícil de soportar. No soy vengativo, pero decidí atesorar algunas de las suaves burlas de la Srta. Holroyd. Mi intimidad con su hermano era ciertamente una desventaja para mí. Al parecer, Jack había estado hablando demasiado y su hermana parecía estar muy familiarizada con mi pasado. Eso era una desventaja. Yo la recordaba vagamente como una niña de largas trenzas que solía venir los domingos con su padre a tomar el té con nosotros en nuestras habitaciones. Luego ella se habìa ido a una escuela en Alemania y Jack y yo empleamos nuestras noches de domingo de otra manera. Es cierto que yo consideraba las visitas semanales de ella como una especie de imposición, pero no creí haberlo demostrado nunca.
—Es extraño —dije— que no me reconociera de inmediato, Srta. Holroyd. ¿Tanto he cambiado en cinco años?
—Llevaba usted una puntiaguda barba francesa en París —dijo—, una muy baja. Y no se quedó a tomar el té sino dos veces, y luego solo habló una vez.
—¡Oh! —dije quedándome en blanco—. ¿Y qué dije?
—Me preguntó si me gustaban las ciruelas —dijo Daisy, estallando en una risa irresistible.
Vi que debí de haber quedado como un idiota, igual que la mayoría de los chicos de dieciocho años.
Eso fue una lástima. Nunca pensaba en el futuro en aquellos días. ¿Quién podría haber imaginado que la pequeña Daisy Holroyd se iba a convertir en esta desconcertante jovencita? Fue todo una lástima. En ese momento el profesor se retiró a su habitación, llevando consigo un brazado de dibujos y nos pidió que no nos quedáramos despiertos hasta tarde. Cuando cerró la puerta, la Srta. Holroyd se volvió hacia mí.
—Papá va a trabajar en esos dibujos hasta la medianoche —dijo con una sonrisa desesperada.
—Eso no es bueno para él —dije—. ¿Qué son los dibujos?
—Puede que lo sepa usted mañana —respondió, inclinándose hacia adelante sobre la mesa—. Hábleme de usted y de Jack en París.
La miré con sospecha.
—¡Qué! No hay mucho que contar. Estudiábamos. Jack iba a la facultad de derecho y yo asistía... eh, um, a todo tipo de facultades.
—¿Ah, sí? Pero seguro que se entregaba usted a un poco de recreación ocasional.
—Ocasional —asentí.
—Temo que usted y Jack estudiaron demasiado.
—Puede que sí —dije pareciendo manso.
—Sobre todo fósiles.
Yo no pude soportar eso.
—Srta. Holroyd —dije—, me interesan los fósiles. Puede pensar que soy un farsante, pero tengo una perfecta manía por los fósiles ahora.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace una hora —dije alegremente. Por el rabillo del ojo vi que ella se había sonrojado. Eso me complació.
—Pronto se cansará usted del experimento —dijo ella con una peligrosa sonrisa.
—Oh, puede ser —respondí con indiferencia.
Ella se echó hacia atrás. El movimiento fue apenas perceptible, pero yo lo noté y ella lo supo.
La atmósfera era vagamente hostil. Uno siente tales estados mentales y cambia instantáneamente. Recogí un tablero de ajedrez, lo abrí, coloqué las piezas con mucho cuidado y comencé a mover, primero las blancas, luego las negras. La Srta. Holroyd me miró con frialdad al principio, pero después de una docena de movimientos se interesó y se inclinó un poco más hacia adelante. Yo avancé un peón negro.
—¿Por qué hace eso? —dijo Daisy.
—Porque —dije yo— la reina blanca amenaza al peón.
—Ese fue un movimiento agresivo —insistió.
—Puramente defensivo —dije—. Si su alteza blanca deja en paz al peón, el peón dejará en paz a la reina.
La Srta. Holroyd apoyó la barbilla en la muñeca y miró fijamente el tablero. Estaba sonrojándose furiosamente, pero se mantenía firme.
—Si la dama blanca no bloquea ese peón, el peón puede volverse peligroso —dijo ella con frialdad.
Me reí y cerré el tablero con un chasquido.
—Es cierto —dije—, podría incluso tomar a la reina—. Después de un momento de silencio le pregunté—. ¿Qué haría en ese caso, Srta. Holroyd?
—Debería rendirme —dijo serenamente; luego, dándose cuenta de lo que había dicho, perdió el dominio de sí misma por un segundo y gritó—. ¡No, de hecho! ¡Debería luchar hasta el amargo final! Quiero decir...
—¿Qué quiere decir? —pregunté, saboreando mi venganza.
—Quiero decir —dijo lentamente—, que su peón negro nunca tendría la oportunidad, ¡nunca! Yo debería capturarlo de inmediato.
—Creo que lo haría —dije sonriendo—, así que digamos que la partida es suya y que... el peón es capturado.
—No lo quiero —exclamó—. Un peón no vale nada.
—Excepto cuando está en la fila del rey.
—El ajedrez es muy interesante —observó ella tranquilamente. Había recuperado por completo el dominio de sí misma. Aun así, vi que ahora sentía cierto respeto por mis poderes defensivos. Eso fue muy reconfortante para mí.
—Usted sabe que —dije con gravedad— le tengo más aprecio a Jack que a nadie. Esa es la razón por la que nunca nos escribimos, excepto para pedir cosas prestadas. Me temo que cuando yo era un muchachillo en Francia no era una personalidad atractiva.
—Al contrario —dijo Daisy sonriendo—, yo pensaba que era usted muy importante y muy perfecto. Yo tenía ilusiones. Lloraba a menudo cuando volvía a casa y recordaba que nunca se había tomado usted la molestia de hablar conmigo sino una vez.
—Yo era un muchachillo —dije—, no egoísta y brutal, pero no entendía a las escolares. No he tenido hermanas y no sabía qué decirles a las chicas. Imaginaba que se sentiría usted herida.
—Oh, lo estuve, cinco años atrás. Después me reí de todo el asunto.
—¿Se rio? —repetí, vagamente decepcionado.
—Por supuesto. Yo me lastimaba muy fácilmente cuando era pequeña. Creo que lo he superado.
La suave curva de su sensible boca la contradecía.
—¿Me perdonará ahora? —le pregunté.
—Sí. Lo había olvidado todo hasta que lo encontré a usted hace una hora más o menos.
Había algo que tenía un tono no del todo genuino en ese discurso. Yo lo noté, pero lo olvidé al momento siguiente.
En ese momento ella se levantó, se tocó el pelo con la punta de un dedo y caminó hacia la puerta.
—Buenas noches —me dijo.
—Buenas noches —le dije abriéndole la puerta para que pasara.
El mar era una lámina de plata teñida de rosa. El tremendo arco del cielo brillaba y relucía con la promesa del sol. Ya la niebla arriba, salpicada de nubes, se sonrojaban de apagados rosa y oro. Yo oía el suave chapoteo de las olas rompiendo y rizándose a través de la playa. Una brisa errante, fresca y fragante, volaba las cortinas de mi ventana. Había olor a bayas dulces en la habitación y por todas partes, el perfume sutil y sin nombre del mar.
Cuando por fin llegué a la orilla, el aire y el mar brillaban con una luz rosada, que devenía en carmesí en el cénit. A lo largo de la playa vi una calita, toda brillante, donde olas poco profundas bañaban con sonido suave. Fina como polvos de oro, resplandecía la ripia, y la fina película de agua se elevaba, retrocedía, volvía a subir un poco más y volvía a fluir con el bajo siseo de la espuma y las áureas burbujas rompiendo.
Quedé un rato en silencio con los ojos en el agua, con la invitación del océano en los oídos, vaga y dulce como el murmullo de una concha. Luego miré mi traje de baño y mis toallas.
—¡Adentro que voy! —dije en voz alta. Un segundo después se cumplió la profecía.
Nadé mar adentro y, mientras nadaba, las aguas a mi alrededor se volvían doradas. El sol había salido.
Hay una fragancia en el mar del amanecer que nadie puede nombrar. La oxiacanta florecida en mayo, los carrizos meciéndose y los juncos perfumados susurrando en la brisa de interior me recuerdan el mar, no puedo decir por qué.
Lejos de la orilla me levanté, di la vuelta, me zambullí y salí de nuevo hacia la orilla, dando fuertes brazadas hasta hacer volar la espuma. Y cuando por fin atravesé las olas, reí en voz alta y salté sin aliento a la playa. Entonces, desde el océano llegó otro grito, claro, alegre, y un brazo blanco se elevó en el aire.
Ella venía a la deriva de las olas como una blanca hada marina, riendo hacia mí, y yo me sumergí en las olas de nuevo para unirme a ella.
Hombro con hombro, nadamos a lo largo de la costa, justo fuera de las olas rompientes, hasta que en la siguiente cala vimos el aleteo de los cordones de la gorra de su criada.
—¡A que llego antes que usted al desayuno! —gritó ella mientras yo descansaba, observándola ascender por la playa.
—¡Hecho! —dije yo—. ¡Le apuesto una concha de mar!
—¡Hecho! —exclamó ella al otro lado del agua.
Corrí a toda velocidad por la orilla y no tardé mucho en vestirme, pero cuando entré al comedor ella ya estaba allí, recatada, sonriente, exquisita con su fresco vestido blanco.
—La concha de mar es suya —dije yo—. Espero encontrar una con una perla dentro.
El profesor entró deprisa antes de que ella pudiera responder. Me saludó él muy cordialmente, pero con cierto aire abstraído, y me llamó Dick hasta que yo reconocí que la protesta era inútil. No tardó mucho en dar cuenta de su café y panecillos.
—McPeek y Frisby regresarán con la última carga, incluido tu baúl, a primera hora de la tarde —dijo levantándose y recogiendo su paquete de dibujos—. Ahora no tengo tiempo para explicarte lo que estamos haciendo, Dick, pero Daisy te guiará y te dará instrucciones. Te dará el rifle de mi habitación, es un buen Winchester. Te dejo un expreso, lo bastante grande como para derribar a cualquier elefante en la India. Daisy, llévale por los cobertizos y cuéntaselo todo. El almuerzo es al mediodía. Tú almuerzas normalmente, ¿no, Dick?
—Cuando me lo permiten —sonreí.
—Bueno —dijo el profesor, dubitativo—, no debes volver aquí por eso. Freda puede llevarte lo que quieras. ¿Te tiembla la mano después de comer?
—¡Vaya, papá! —dijo Daisy—. ¿Es que intentas matarlo de hambre?
Todos nos reímos.
El profesor guardó sus dibujos en un espacioso bolsillo, se pusó las botas de mar hasta las caderas, tomó una pala y se fue asintiendo hacia nosotros como si estuviera pensando en otra cosa.
Fuimos a la puerta y lo observamos pasar por los prados de sal hasta que lo ocultó la distante duna de arena.
—Venga —me dijo Daisy Holroyd—, que lo llevo a usted al almacén.
Ella vestía un sombrero de ala ancha de paja y un distrayente conjunto de bonitas cosas frescas y vaporosas, y abrió el camino hacia la larga y baja estructura que yo había notado la noche anterior.
El interior estaba iluminado por innumerables portillas y se podía ver todo claramente. Reconozco quedar desconcertado por lo que vi.
En el centro del cobertizo, que debía de tener al menos treinta metros de largo, estaba posado lo que al principio pensé que era el esqueleto de una enorme ballena. Tras un momento de silenciosa contemplación de la cosa, vi que no podía ser una ballena, pues los espolones de dos alas gigantes, como de murciélago, se elevaban de cada hombro. También noté que el animal poseía patas —cuatro de ellas— con garras palmeadas del más inquietante aspecto, de dos metros y medio de largo. El marco óseo de la cabeza también semejaba algo entre un cocodrilo y una monstruosa tortuga picuda. De las paredes de la barraca colgaban dibujos y planos. Un hombre vestido de lino blanco estaba hurgando en las vértebras de la cola, similar a la de un lagarto.
—¿De dónde diablos ha salido tal reptil? —pregunté en toda su longitud.
—¡Oh, este no es real —dijo Daisy desdeñosa—. Es de papel maché.
—Ya veo —dije yo—, un atrezo de escenario.
—¿Un qué? —preguntó Daisy en dolido asombro.
—Pues un... una especie de dragón Siegfried... un ¿cómo se llama?, un Fafner o Fefer o...
—Como mi padre le oiga decir esas cosas, no le va a gustar —dijo Daisy. Parecía afligida y se dirigió hacia la puerta. Me disculpé —el porqué, yo no lo sabía— y nos reconciliamos. Ella corrió a la habitación de su padre y me trajo el rifle, un Winchester muy bueno, también me dio un cinturón cartuchera lleno.
—Ahora —sonrió ella—, le llevaré a su observatorio, y cuando lleguemos debe comenzar su servicio de inmediato.
—¿Y ese servicio? —aventuré echándome el rifle al hombro.
—Ese servicio es vigilar el océano. Luego le explicaré todo el asunto, pero no debe mirarme mientras hablo, debe mirar al mar.
—Eso —dije— va a ser difícil. Preferiría quedarme sin el almuerzo.
No creo que ella se sintiera ofendida por mi discurso; aun así, frunció el ceño durante casi tres segundos.
Pasamos por acres de dulces bayas y hierba de lanza, ora rodeando matorrales de retorcidos cedros, ora caminando bajo el pleno resplandor del sol de la mañana, hundiéndonos en la arena con conchas cocidas por el sol y que crujían bajo los pies. Y ese mar bronceado por el sol... ah, la maleza brillaba, bronceada e iridiscente. Luego, mientras subíamos una pequeña colina, la brisa del mar refrescaba en nuestros rostros y, ¡contemplad!, el océano se extendía debajo de nosotros, abarcando hasta donde alcanzaba la vista, reluciente, magnífico.
Daisy se sentó en la arena. Se necesita una chica inteligente para hacer eso y mantener la respetuosa deferencia que le deben los hombres. Se necesita una chica elegante para lograrlo triunfalmente mientras un hombre está mirando.
—Debe usted sentarse a mi lado —dijo como si eso fuese a resultarme molesto.
—Y ahora —continuó ella—, debe vigilar el agua mientras hablo.
Asentí.
—¿Pues por qué no lo hace entonces? —me preguntó.
Logré girar la cabeza hacia el océano, aunque estaba seguro de que volvería a girarla hacia ella gradualmente muy a pesar mío.
—Para empezar —dijo Daisy Holroyd—, hay algo en ese océano que le dejaría perplejo si lo viera. ¡Gire la cabeza!
—Perdón —dije mansamente.
—¿Oyó lo que dije?
—Sí, em, una cosa en el océano que me va a asombrar —Visiones de sirenas aparecieron ante mí.
—Esa cosa —dijo Daisy—... ¡es un termosaurio!
Asentí vagamente, como si anticipara la encantadora presentación de un amigo náutico.
—No parece usted asombrado —dijo ella con reproche.
—¿Por qué iba a estarlo? —le pregunté.
—Por favor, vuelva los ojos hacia el agua. ¿Y si un termosaurio está saliendo ahora a mirar fuera de las olas?
—Bueno —dije yo—, en ese caso el placer sería mutuo.
Ella frunció el ceño y se mordió el labio superior.
—¿Sabe usted lo que es un termosaurio o no? —me preguntó.
—Si tengo que adivinar —dije—, supongo que es una medusa.
—¡Es esa criatura grande, fea y horrible que le mostré en el cobertizo! —gritó Daisy con impaciencia.
—¡Em! —balbuceé.
—No de papel maché —continuó emocionada—, es el real.
Ésta fue una agradable noticia. Miré instintivamente a mi rifle y luego al océano.
—Bueno —dije al fin—, me da en la nariz que usted y yo somos un par de Andrómedas a punto de ser engullidas. Este rifle no va a detener a una bestia, a una bestia viva, como ese dragón Nibelungo suyo.
—Sí lo detendrá —dijo ella—. Ese no es un rifle ordinario.
Entonces, por primera vez, noté justo debajo del cargador un accesorio cilíndrico que me resultó extraño.
—Ahora, si mira el mar con mucha atención y me promete no mirarme —dijo Daisy—, intentaré explicarle.
Ella no esperó a que yo se lo prometiera, sino que continuó con entusiasmo, con un brillo de emoción en sus ojos azules:
—¿Sabe?, de entre todos los restos fósiles de las grandes criaturas parecidas a murciélagos y lagartos que habitaban la tierra hace mucho tiempo, los huesos de los saurios gigantes son los más interesantes. Creo que solían chapotear en el agua y volar sobre la tierra durante el período carbonífero; de todos modos, eso no importa. Por supuesto, usted habrá visto imágenes de criaturas reconstruidas como el ictiosaurio, el plesiosaurio, el antracosaurio y el termosaurio, ¿no?
Asentí, tratando de apartar mis ojos de los suyos.
—¿Y sabía que los restos del termosaurio fueron descubiertos y reconstruidos por primera vez por mi papá?
—Sí —dije yo. No tenía sentido decir que no.
—Me alegro de que lo sepa. Pues papá ha demostrado que esta criatura vivía enteramente en la Corriente del Golfo, que emergía para vuelos ocasionales sobre un océano o dos. ¿Se imagina cómo lo demostró?
—No —dije yo, apuntando con resolución mi nariz hacia el océano.
—Lo demostró mediante un minucioso examen de las conchas microscópicas encontradas entre las costillas del termosaurio. Estas conchas contenían unas criaturitas que sólo viven en las cálidas aguas de la Corriente del Golfo. Eran el alimento del termosaurio.
—¿No eran raciones bastante escasas para una cosa así? ¿No tragaba alguna vez comida más grande... como, um... hombres?
—Oh, sí. Toneladas de huesos fósiles de hombres prehistóricos se encuentran también en el interior del termosaurio.
—Entonces —dije—, usted al menos, será mejor que vuelva a casa del capitán McPeek si...
—Por favor, gire la cabeza. No sea tan bobo, no dije que hubiera un termosaurio vivo en el agua, ¿verdad?
—¿No lo hay?
—¡Claro que no!
Mi alivio fue genuino, pero pensé en el rifle y miré sospechosamente hacia el mar.
—¿Para qué es el Winchester? —le pregunté.
—Escuche y se lo explicaré. Papá ha descubierto, el cómo no lo entiendo exactamente, que en las aguas de la Corriente del Golfo hay un cuerpo de un termosaurio. La criatura debía de haber estado viva hace un año más o menos. La impenetrable armadura de escamas que le cubre el cuerpo, que papá sepa, ha impedido su desintegración. Sabemos que aún sigue allí, o que estuvo allí hace unos meses. Papá tiene informes y declaraciones juradas de capitanes de vapor y marineros de una docena de embarcaciones diferentes, todas corroboradas entre sí en detalles esenciales. Estas historias, por supuesto, llegan a los periódicos, historias de serpientes marinas, pero papá sabe que confirman su teoría de que el enorme cuerpo de este reptil está flotando en algún lugar de la Corriente del Golfo.
Abrió su sombrilla y la sostuvo sobre ella. Noté que se dignó darme el beneficio de aproximadamente un octavo de la misma.
—Su deber con ese rifle es éste: si tenemos la suerte de ver pasar flotando el cuerpo del termosaurio, debe apuntar bien y disparar. Dispare rápido todas las balas del cargador. Luego recargue y dispare de nuevo, y recargue y dispare mientras le queden cartuchos.
—Un Maxim automático es lo que debería usar —dije con un suave sarcasmo—. Bueno, y supongo que hago un colador de este gran lagarto.
—¿Ve estos aros en la arena? —me preguntó.
Efectivamente, alguien había clavado en la arena pesadas estacas a nuestro alrededor, y en la parte superior de estas estacas había sujetos aros de acero, medio enterrados bajo la hierba de lanza. Nosotros estábamos sentados casi exactamente en el centro de un círculo de estos aros.
—La razón es ésta —dijo Daisy—: cada bala de sus cartuchos tiene punta de acero y perfora blindajes. A la base de cada bala hay unido un fino alambre de palio. El palio es un nuevo metal, un hilo del cual, estirado en un alambre muy fino, puede sostener suspendida una tonelada de hierro. Cada bala está equipada con diminutas bobinas de kilómetros de este alambre. Cuando la bala sale del rifle, hace girar este alambre como lo hace un disparo de mortero de un salvavidas que lleva la cuerda de salvamento a un barco hundido. El extremo de cada rollo de alambre está unido a ese cilindro debajo del cargador de su rifle. En cuanto el proyectil se expulsa automáticamente, este alambre también sale volando. Hay un poco de cinta escarlata hacia el final para que sea fácil de recoger. También hay un broche de presión en el extremo, y este broche se ajusta a esos aros que ve en la arena. Ahora bien, cuando comience a disparar, mi tarea es recoger corriendo los extremos de los cables y atarlos a los aros. Luego, como ve, tenemos el cuerpo del termosaurio lleno de balas y cada bala anclada a la orilla por pequeños cables, cada uno de los cuales podría soportar fácilmente una tonelada de tensión.
La miré con asombro.
—Y entonces —añadió con calma—, hemos capturado al termosaurio.
—Su padre —dije por fin—, debe de haber pasado años trabajando en esta preparación.
—Es el trabajo de toda una vida —dijo ella simplemente.
Mi rostro, supongo, delató mis recelos.
—No debe esto fallar —agregó ella
—P-pero no estamos ni cerca de la Corriente del Golfo —aventuré.
Su rostro se iluminó y ella sostuvo la sombrilla sobre los dos.
—Ah, usted no sabe —dijo ella— qué otra cosa ha descubierto papá. ¿Creería que ha encontrado un remolino en la Corriente del Golfo, un remolino genuino que entra aquí dentro justo frente a las rompientes de abajo? ¡Es verdad! Todos en Long Island saben que hay una corriente cálida frente a la costa, pero nadie imaginó que era simplemente una especie de remanso de la Corriente del Golfo que forma un gran recorrido circular alrededor del cono de un volcán subterráneo y que se reincorpora a la Corriente del Golfo frente al Cabo Albatros. Pero ¡así es! Por eso papá compró un yate hace tres años y salió a navegar tan misterioso durante dos años. ¡Oh, yo quise tanto ir con él!
—Eso —dije yo— es de lo más asombroso.
Ella se inclinó con entusiasmo hacia mí, su hermoso rostro resplandecía.
—¿Verdad que sí? —dijo—. ¡Y pensar que usted, papá y yo somos las únicas personas en todo el mundo que saben esto!
Ser incluido en tal triología era una delicia.
—Papá lo está escribiendo todo, me refiero a las corrientes. También tiene en preparación dieciséis volúmenes sobre el termosaurio. Dijo esta mañana que le iba a pedir a usted que escribiera primero la historia para alguna revista científica. Él está seguro que el profesor Bruce Stoddard de Columbia redactará los panfletos necesarios. Eso le dará a papá tiempo para atender la obra de dieciséis volúmenes, que espera poder terminar en tres años.
—Vamos primero —dije riendo— a atrapar nuestro termosaurio.
—No debemos fallar —dijo ella con pensativa tristeza.
—No fallaremos —dije—, porque prometo quedarme sentado en esta colina de arena, tanto tiempo como viva, hasta que aparezca un termosaurio, si ese es su deseo, Srta. Holroyd.
Nuestras miradas se encontraron durante un instante. Ella no me reprendió por no mirar el océano. Sus ojos eran más azules, de todos modos.
—Supongo —dijo ella inclinando la cabeza y vertiendo distraídamente arena entre los dedos—, supongo que me cree usted una académica o algo odioso.
—No exactamente —dije. Hubo un énfasis en mi voz que hizo que ella se ruborizara. Después de un momento, dejó la sombrilla en el suelo, aún abierta.
—¿Puedo sostenerla? —le pregunté.
Ella asintió casi imperceptiblemente.
El océano se había vuelto de un marino azul profundo, rayando en lo púrpura, que presagiaba una tarde abrasadora. El viento amainaba, el olor a cedro y baya dulce flotaba rico en el aire.
En la arena a nuestros pies se arrastraba un iridiscente escarabajo flor, con sus alas verde y azul metálico ardiendo como una chispa. Grandes mosquitos de alas vaporosas y relucientes bailaban sin rumbo fijo sobre la joven planta vara de oro; lustrosos grillos, curiosos y tímidos, salieron corriendo de debajo de las astillas de la madera varada, nos hicieron señas con sus antenas... y regresaron corriendo. Uno a uno, los jaspeados escarabajos tigre cayeron a nuestros pies, aturdidos por el esfuerzo de un vuelo aéreo, luego rodaron sobre sus patas y corrieron un poco, o se lanzaron hacia la hierba, donde grandes y brillantes arañas los miraban de reojo desde sus hamacas de gasa.
A lo lejos, en el mar, las gaviotas blancas flotaban y nadaban en el agua, o se elevaban en el aire para aletear perezosamente un momento antes de posarse de nuevo entre las olas. Pasaron hileras de patos negros, con sus fuertes alas inclinadas hacia la superficie del agua; fochas errantes solitarias giraban desde las rompientes en vuelo solitario hacia el horizonte.
Los dos nos tumbamos y miramos los pequeños cuellos anillados de las aves que corrían a lo largo de la orilla del agua, ora retrocediendo de la marea entrante, ora vadeando audazmente la resaca. La armonía del silencio, el perfume profundo, el misterio de esperar ese algo que todos aguardan. ¿Qué es? ¿El amor? ¿La muerte? ¿O sólo el milagro de otro mañana? Me inquietaba con vaga inquietud. Como la luz del sol arroja sombras, la felicidad también arroja una sombra, y la sombra es tristeza.
Y así pasó la mañana hasta que llegó Freda con una cesta de aspecto fresco. Luego, deliciosos sándwiches fríos de ave y lechuga, y una copa de champán, hicieron que nuestras lenguas se menearan como solo las lenguas muy jóvenes pueden menearse. Daisy volvió con Freda después del almuerzo, dejándome una caja de puros con una sonrisa traviesa. Yo me quedé adormilado, medio despierto, con el ojo parcialmente cerrado en el océano, donde una tenue raya gris se mostraba claramente en mitad del agua azul a su alrededor. Ese era el remolino de la Corriente del Golfo.
Hacia las cuatro de la tarde apareció Frisby con una carpa refugio de bambú, por la cual estuve sinceramente agradecido.
Después de que él la hubo erguido, se detuvo a charlar un poco, pero la conversación me aburrió, pues él no podía hablar más que de la colocación de carteles.
—No irás a arruinar el paisaje aquí, ¿verdad? —le pregunté.
—¡Arruinar! —repitió Frisby con nerviosismo—. Ya está arruinado, no hay lugar para poner un pico.
—Los pájaros clavan picos en la arena —dije con ligereza.
No había humor en Frisby. —¿Ah, sí? —preguntó.
Me moví con cierta impaciencia.
—Los carteles —dijo Frisby— dan variedad a la naturaleza. Rompen la monotonía del verde eterno y de lo que se pueda llamar suyo.
Miiré al hombre de reojo.
—Los carteles —continuó— no son fáciles de pegar, déjeme decirle, señor. Pintar letreros es un juego de niños comparado con pegar carteles. Creo que he pegado más carteles en el estado de Nueva York que nadie.
—¿Ah, sí? —dije enojado.
—¡Sí, señor! Siempre escojo los lugares más bonitos: algún cacho lleno de bosques y arroyos y esas cosas; luego pongo mi olla de pasta en una roca y unto esa roca con goma y, ¡pum, ahí lo tiene!
—Y pum, ¿tengo qué?
—El cartel. Lo pego en la roca de un pincelazo en los bordes y de otro por detrás para el acabado, excepto cuando el cartel viene doblado en dos mitades.
—¿Y qué haces en ese caso? —pregunté disgustado.
—Tres pincelazos —dijo Frisby con entusiasmo.
—¿Y no crees que eso daña el paisaje?
—¡Dañarlo! —exclamó él, convencido de que yo intentaba bromear.
Miré con fatiga hacia el mar. Él también miró el agua y suspiró sentimentalmente.
—Las boyas flotantes con carteles encima es una idea mía —observó—. Ese condenado océano es monótono, ¿verdad?
No sé qué podría haberle hecho yo a Frisby (el rifle era tan conveniente) si su maligno perro amarillo no hubiera aparecido, andando como un pato, en esta coyuntura.
—Hola, Davy, ¡busca! —dijo Frisby expectorando sobre una concha de almeja y arrojándola hacia el mar. El perro observó con apatía el vuelo de la concha, luego se acuclilló en la arena y miró a su amo.
—Ha perdido el ánimo —dijo Frisby—, ¿verdad? Una vez le puse un cartel a Davy y se le cayó, y la pasta lo enfermó. ¡Fue un infierno con las ratas, una vez!
Después de un momento o dos, Frisby se fue silbando alegremente a Davy, quien lo siguió cuando estuvo listo. El rifle me quemaba en los dedos.
Eran casi las seis cuando apareció el profesor, pala al hombro y botas manchadas de barro.
—Bueno —dijo—, ¿nada que informar, Dick, muchacho?
—Nada, profesor.
Se secó el reluciente rostro con un pañuelo y miró el agua.
—Mis cálculos me llevan a creer —dijo—, que nuestro premio puede llegar en cualquier momento. Esta teoría la baso en el resultado del informe del último capitán de barco que vi. No puedo entender por qué algunos de estos capitanes no se llevaron el cadáver a remolque. Todos dicen que lo intentaron, pero que el cuerpo se hundía antes de que pudieran acercarse a medio kilómetro. La verdad es que, probablemente, no se desviaron ni un metro de su rumbo para examinar esa cosa.
—¿Alguna vez ha viajado usted en su busca? —aventuré.
—Durante dos años —dijo lúgubremente—. Es inútil. Es un accidente que un barco se tope con él. Un capitán informa de él a mil kilómetros de donde lo dijo el último patrón, y siempre en la Corriente del Golfo. Creen que cada avistamiento es de un espécimen diferente, y los periódicos están llenos de sinsentidos sobre serpientes marinas.
—¿Está seguro de que —le pregunté— entrará en la costa con este remolino de la Corriente del Golfo?
—Creo que puedo decir que hay certeza de que lo hará. Experimenté con una ballena franca muerta. Puede que hayas oído hablar de su llegada a la costa aquí el verano pasado.
—Creo que sí —dije con una leve sonrisa. La cosa había envenenado el aire kilómetros a la redonda.
—Pero —continué— suponga que llega por la noche.
Él dio una carcajada.
—Ahí tengo suerte. Todas las noches de este mes, y también todos los días, la corriente del remolino mana hacia el interior tan lejos que incluso una marsopa se quedaría varada durante al menos doce horas. Más hallá de ese punto, no lo he experimentado, pero sé que la tendencia de la orilla del remolino pasa por un largo espolón de la montaña volcánica sumergida, y que cualquier cosa más pesada que una marsopa rasparía el fondo y sería transportada tan lentamente que deben pasar al menos doce horas antes de que el cadáver pueda flotar de nuevo en las profundidades. También hay posibilidades de que se quede varado indefinidamente, pero no me importa correr esos riesgos. Por eso te he apostado a ti aquí, Dick.
Volvió a mirar el agua, sonriendo para sí mismo.
—Hay otra pregunta que quiero hacer —dije—, si no le importa.
—¡Claro, dime! —dijo cálidamente.
—¿Para qué está excavando?
—Vaya, sólo para hacer ejercicio. El médico me dijo que mis hábitos sedentarios me estaban matando, así que decidí cavar. No conozco un ejercicio mejor. ¿Lo conoces tú?
—Supongo que no —murmuré con el rostro bastante rojo. Me pregunté si iba a mencionar los fósiles.
—¿Te dijo Daisy por qué estamos haciendo nuestro termosaurio de papel maché? —preguntó.
Negué con la cabeza.
—Lo construimos a partir de las medidas que tomé de los restos fósiles del termosaurio en el Museo Metropolitano. El profesor Bruce Stoddard hizo los dibujos. Lo instalamos aquí, todo listo para recibir la piel del cadáver que estoy esperando.
Habíamos partido hacia casa, caminando lentamente a través de las oscurecidas dunas, hombro con hombro. La arena era profunda y caminar no era fácil.
—Desearía saber —dije al fin— por qué la Srta. Holroyd me pidió que no caminara por la playa. Es mucho menos fatigante.
—Eso —dijo el profesor—, es un asunto que tengo intención de discutir contigo esta noche —habló con gravedad, casi con tristeza. Sentí que pronto se revelaría algo de una importancia incomparable, así que me quedé muy callado, mirando el océano con el rabillo del ojo.
La cena había finalizado. Daisy Holroyd le encendió la pipa a su padre e insistió en que yo fumara todo lo que quisiera. Luego se sentó, cruzó las manos como una buena chica y esperó a que su padre hiciera la revelación que yo sentía en los huesos que debía ser algo fuera de lo ordinario.
El profesor fumó un rato, mirando meditabundo a su hija. Luego, fijando sus ojos grises en mí, dijo:
—¿Alguna vez has oído hablar del kree, ese pájaro australiano mitad loro, mitad halcón, que destruye tantas ovejas en Nueva Gales del Sur?
Asentí.
—El kree mata a una oveja posándose sobre su lomo y arrancándole la carne con el pico en forma de gancho hasta llegar a una parte vital. ¿Lo sabías? Bueno, pues se ha descubierto que los kree tenían prototipos prehistóricos. Estas aves eran criaturas enormes que se alimentaban de mamuts y mastodontes, e incluso de los grandes saurios. Se ha demostrado de manera concluyente que algunos saurios han sido asesinados por los antepasados de los kree, pero la comida favorita de estas aves era sin duda el termosaurio. Se cree que los pájaros atacaban los ojos del termosaurio y que cuando, como era su costumbre, el animal se volvía de espaldas para defenderse, caían sobre las escamas más finas de la armadura de su estómago y finalmente lo mataban. Esto, claro, es teoría, pero tenemos pruebas casi absolutas de su exactitud. Ahora escucha, estos dos pájaros son conocidos entre los científicos como el orni-ekaf y el uul-ylik. Los nombres son australianos, en cuyo país se han desenterrado la mayoría de sus restos. Vivieron durante el periodo carbonífero. No se sabe en general, pero el hecho es que en 1801, el capitán Ransom, del barco explorador británico Gull, compró a los nativos de Tasmania la piel de un orni-ekaf que no pudo haber muerto más de veinticuatro horas previas a su venta. Yo vi esta piel en el Museo Británico. Estaba etiquetada como: Pájaro desconocido, probablemente extinto. Me tomó exactamente una semana convencerme de que en realidad era la piel de un orni-ekaf. Pero eso no es todo, Dick —continuó el profesor, emocionado—. En 1854, el almirante Stuart, de nuestra propia marina, vio el cadáver de un extraño y gigantesco pájaro flotando en la costa sur de Australia. Los tiburones lo perseguían, y antes de que se pudiera arriar un bote, estos miserables peces se lo comieron. Pero el buen almirante consiguió algunas plumas y las envió a la Smithsonian. Yo las vi. Ni siquiera estaban etiquetadas, pero sabía que eran plumas del orni-ekaf o de su pariente cercano, el uul-ylik.
Yo estaba tan interesado que me incliné mucho sobre la mesa. Daisy también se inclinó hacia adelante. Sólo cuando el profesor se detuvo un momento noté lo juntas que estaban nuestras cabezas, la de Daisy y la mía. Creo que ella se dio cuenta. No se movió.
—Ahora viene la parte importante de este largo discurso —dijo el profesor sonriendo ante nuestro entusiasmo—. Desde que se notó por primera vez el cadáver de nuestro termosaurio abandonado, cada capitán que lo ha visto también ha informado de la presencia de uno o más pájaros gigantes en la vecindad. Estos pájaros, a gran distancia, parecían estar sobrevolando el cadáver, pero al acercarse un barco desaparecían. Incluso en mitad del océano fueron observados. Cuando me enteré, me quedé perplejo. Un mes más tarde, estaba convencido de que ni el orni-ekaf ni el uul-ylik se habían extinguido. El lunes pasado supe que yo estaba en lo cierto. Encontré cuarenta y ocho huellas distintas de la enorme garra de siete dedos del orni-ekaf en la playa, aquí en Pine Inlet. Puedes imaginarte mi emoción. Logré desenterrar suficiente arena húmeda alrededor de una de estas impresiones para conservar su forma. Logré meterla en una caja de jabón y ahora la tengo en mi almacén. La marea subió demasiado rápido para que yo pudiera salvar las otras huellas.
Me estremecí ante la posibilidad de que un torpe paso en falso por mi parte hubiera borrado la huella de un uul-ylik.
—Esa es la razón por la que mi hija te advirtió que salieras de la playa —dijo con suavidad.
—La horca sería demasiado poco para el vándalo que destruyese tales incalulables premios —grité en autorreproche.
Daisy Holroyd volvió una cara sonrojada hacia la mía e impulsivamente me puso la mano sobre la manga.
—¿Cómo iba usted a saberlo? —dijo ella.
—Todo está bien ahora —dijo su padre, enfatizando cada palabra con un suave golpe del cuenco de su pipa en el borde de la mesa—. No seas duro contigo mismo, Dick. Harás un servicio honorable después de todo.
Era casi medianoche y aún charlábamos sobre el termosaurio, el orni-ekaf y el uul-ylik, discutiendo con entusiasmo la probabilidad de que el cadáver del gran reptil estuviese en las cercanías. Eso parecía explicar la presencia de estos pájaros prehistóricos en Pine Inlet.
—¿Atacan alguna vez a los seres humanos? —le pregunté.
El profesor pareció sorprendido.
—¡Cáspita! —exclamó—. Nunca había pensado en eso. ¡Y Daisy correteando por ahí fuera de la casa! ¡Dios mío! ¡Se necesita un científico para ser un padre antinatural!
Su alarma era medio real, medio asumida; pero de todos modos, él nos miró a los dos con gravedad, negando con su apuesta cabeza, absorto en sus pensamientos. La propia Daisy parecía un poco dudosa. En cuanto a mí, mis sensaciones eran claramente peculiares.
—Es cierto que —dijo el profesor mirando a la pared con el ceño fruncido— se han encontrado junto a los huesos del orni-ekaf restos humanos asociados, no sé con qué grado de intimidad. Ese es un asunto que hay que tener en la mayor de las serias consideraciones.
—El problema se puede resolver —dije— de varias formas. Una es mantener a la Srta. Holroyd dentro de la casa.
—No pienso quedarme dentro —chilló Daisy indignada.
Todos nos reímos y su padre le aseguró que no habría abuso.
—Aunque me quedara —dijo ella—, una de estas aves podría posarse sobre Maese Dick.
Ella me miró con descaro mientras hablaba, pero se puso carmesí cuando su padre observó, en voz baja. —¡Parece que no piensas en mí, Daisy!
—Por supuesto que sí —dijo ella levantándose y poniendo ambos brazos alrededor del cuello de su padre—. Pero Dick, como tú lo llamas, es tan indefenso y tímido...
Mi sonrisa de dicha se congeló en mis labios.
—¡Tímido! —repeti.
Ella regresó a la mesa haciéndome una reverencia burlona.
—¿Cree que estoy aquí para que se rían de mí con impunidad? —dijo ella.
—¿Cuáles son tus otros planes, Dick? —preguntó el profesor—. Daisy, déjalo en paz, ¡pequeña bromista!
—Uno es arrastrar por las dunas un montón de calderas de hierro fundido —dije—. Si estos pájaros vienen cuando salga a flote el cadáver, y si parecen dispuestos a molestarnos, podríamos meternos en las calderas y estar a salvo.
—¡Vaya, eso es brillante! —gritó Daisy.
—Calla, hija mía. Dick, el plan es sólido, sensato y perfectamente práctico. McPeek y Frisby irán mañana en busca de una docena de calderas.
—Eso arruinará la belleza del paisaje —dijo Daisy con un gesto de burla hacia mí.
—Y Frisby probablemente intentará llenarlas con carteles —agregué riendo.
—Eso —dijo Daisy— yo lo prevendré, incluso a costa de su vida —Y se puso de pie con semblante muy determinado.
—Hijos, hijos —protestó el profesor—, idos a la cama, me incomodáis.
Luego me giré deliberadamente hacia la Srta. Holroyd.
—Buenas noches, Daisy —dije.
—Buenas noches, Dick —dijo ella muy gentilmente.
La semana se me pasó rápido, no dejando sino pocas impresiones definitivas. Cuando miro atrás ahora, puedo ver el largo tramo de playa ardiendo bajo la feroz luz del sol, los interminables prados con el brillo del agua en la distancia, las dunas, los torcidos cedros, las leguas de rutilante océano, meciéndose, meciéndose, siempre meciéndose. En las noches estrelladas, el zarapito entraba desde los bancos de arena de dos en dos o de tres en tres; podía oír su quejumbroso grito mientras yacía en la cama pensando. Durante todo el día trinaban desde la orilla los pequeños cuellos anillados, el chorlito les respondía desde lejanos y solitarios estanques del interior, las grandes gaviotas blancas flotaban como plumas sobre el mar.
Una mañana, hacia el final de la semana, paseando por las dunas me encontré con Frisby. Estaba colocando carteles. Lo pillé con las manos en la masa.
—Esto —dije— debe terminar. ¿Lo entiende, Sr. Frisby?
Él se retiró un paso de su trabajo, inclinando la cabeza hacia un lado, considerándome primero a mí, luego el cartel que había pegado en una de nuestras grandes calderas.
—¿No le gusta el color? —preguntó—. Va bien con el negro de las calderas.
—¡Color! No me gusta el color tampoco. ¿No puedes entender que hay algunas personas en el mundo que se oponen a ver anuncios de medicamentos patentados esparcidos por un paisaje?
—¿Eh? —dijo perplejo.
—¿Sería tan amable de quitar ese anuncio? —persistí.
—Demasiado tarde —dijo Frisby—. Está hecho..
Yo estaba demasiado disgustado para hablar, pero mi disgusto se convirtió en ira al percibir que, hasta donde alcanzaba la vista, nuestras calderas, situadas a una distancia de entre cien y ciento veinte metros, estaban encendidas con carteles amarillos y rojos que ensalzaban la Compañía de Píldoras de Hígado Eureka.
—No les cuesta nada —dijo Frisby alegremente—. Lo hice por diversión. Una fiesta, ¿no le parece?
—Esas calderas son del profesor Holroyd —dije reprimiendo el deseo de golpear a Frisby con mi telescopio—. Espere hasta que la Srta. Holroyd vea este trabajo.
—¿No le gusta a ella el amarillo y el rojo? —preguntó ansiosamente.
—Pronto lo sabrás —dije yo.
Frisby quedó boquiabierto ante su obra y luego ante su perro amarillo. Después de un momento, escupió mecánicamente en una concha de almeja y le pidió a Davy: —¡Busca!
—¿No consigues comprender que has arruinado nuestro placer en el paisaje? —pregunté más suavemente.
—Tengo algunos cartels verdes —dijo Frisby—, puedo pegarlos encima de los amarillos si...
—¡Lo confundes! —dije—. ¡No es el color!
—Entonces —observó Frisby—, no le gustan las pastillas. Tengo algunos carteles de Automóviles Cropper y unos de Bagley, Sastre de Caballeros.
—Frisby —le dije—, úsalos todos, pega toda la colección encima de tu perro y de ti mismo, luego salta por el acantilado.
Desplegó malhumorado un cartel verde, embadurnó la caldera con pasta, colocó la sección superior del cartel encima y pegó todo el cartel con un golpe seco de su brocha. Mientras me alejaba, le oí murmurar.
Al día siguiente, Daisy estaba tan horrorizada que prometí darle a Frisby un ultimátum. Lo encontré con Freda, mirando sentimentalmente su obra, y lo envié de regreso al almacén a toda prisa, diciéndole a Freda al mismo tiempo que podía pasar su tiempo libre proporcionando al Sr. Frisby arena, jabón y un cepillo para fregar. Luego me dirigí a mi puesto de observación.
Estuve vigilando hasta el atardecer. Daisy vino con su padre para oír mi informe, pero no había nada que contar y los tres caminamos lentamente de regreso a la casa.
Por las noches, el profesor trabajaba en sus volúmenes, el clic de su máquina de escribir sonaba débilmente detrás de la puerta cerrada. Daisy y yo jugábamos a veces al ajedrez, a veces jugábamos a las cartas. No recuerdo que alguna vez termináramos una partida de ninguno de ambos. Hablábamos demasiado.
Nuestras discusiones cubrían todos los temas de interés: discutíamos sobre política; examinábamos la literatura y la música; arreglábamos diferencias internacionales; hablábamos vagamente de hermandad humana. Si digo que no despreciábamos ningún tema de interés, estoy equivocado; nunca hablábamos de amor.
El amor es un asunto de interés para diez personas de cada diez. Por qué no parecía interesarnos es una pregunta tan interesante como el amor mismo. Éramos jóvenes, interesados, entusiastas, inquisitivos. Absorbíamos ansiosamente las teorías sobre cualquier curioso fenómeno en la naturaleza como cócteles intelectuales para estimular la discusión. Y sin embargo, no discutíamos el amor. No digo que lo evitáramos. No, el tema era demasiado ignorado incluso para eso. Y sin embargo, nos resultaba muy difícil pasar una hora separados. El profesor se dio cuenta y se rio de nosotros. Nosotros ni siquiera nos avergonzamos.
El domingo pasó en piadosa contemplación del océano. Daisy leyó un poco de su libro de oraciones y el profesor echó un paño sobre su máquina de escribir y se paseó por la arena. Puede que él se hubiese perdido en una devota abstracción, puede incluso que estuviese buscando huellas. En cuanto a mí, mi mente estaba muy serena y yo estaba más que feliz. Daisy me leyó un poco para beneficio de mi alma y el profesor se acercó y dijo algo alegre. También examinó el cargador de mi Winchester.
Esa noche, también, Daisy llevó su guitarra a la arena y cantó uno o dos himnos vascos. A diferencia de nosotros, los vascos no toman sus placeres con tristeza. Uno de sus placeres es evidentemente la religión.
La gran luna apareció sobre las dunas y miró el mar hasta que la superficie de cada ola rieló con resplandor. Una súbita quietud cayó sobre el mundo; el viento amainaba; la espuma corría silenciosamente por la playa; la runa del grillo quedó en silencio.
Me eché hacia atrás dejando caer una mano sobre la arena. Toqué otra mano, suave y fría.
Después de un rato, la otra mano se movió levemente, y descubrí que la mía se había cerrado encima de ésta. En ese momento, uno de los dedos se movió un poco, un poquito, porque nuestros dedos estaban entrelazados.
En la orilla, la espuma burbujeaba, parpadeaba y brillaba a la luz de luna. Una estrella cayó del cénit, bañando la noche con polvo incandescente.
Si nuestros dedos yacían entrelazados a nuestro lado, los ojos de ella estaban tranquilos y serenos como siempre, abiertos de par en par, fijos en las profundidades de un cielo oscuro. Y cuando su padre se levantó y nos habló, ella no retiró la mano.
—¿Es tarde? —preguntó ella soñadoramente.
—Es medianoche, hijita.
Me puse en pie, aún sosteniendo su mano, y la ayudé a levantarse. Y, cuando en la puerta le dije buenas noches, ella se volvió y me miró un rato en silencio, luego entró en su habitación lentamente, con la cabeza aún vuelta hacia mí.
Toda la noche soñé con ella y, cuando el Este se blanqueó, me levanté como un resorte, con el trueno del océano en los oídos y el fuerte viento del mar soplando por la ventana abierta.
Está dormida, pensé, y me incliné desde la ventana y miré hacia el Este.
El mar me llamaba agitando su millar de brazos; las gaviotas volaban, bajando, elevándose, girando sobre el banco de arena, gritaban y clamaban por un compañero de juegos. Yo me puse el traje de baño, me dejé caer por la ventana sobre la arena blanda y, en un momento, tenía la cabeza sumergida en las olas, nadando bajo la marea hacia el mar abierto.
Bajo el lanzante océano, la voz de las aguas llegaba a mis oídos: una voz baja, dulce, íntima, misteriosa. A través de la espuma cantarina y las profundidades amplias, verdes y vidriosas; por los susurrantes canales arenosos de los rastros de algas marinas, y, en el mar vago y fresco; aceleré, subiendo a lo alto, hundiéndome, buceando, hasta que por fin nadé hasta la superficie del agua, manos levantadas y el clamor de las gaviotas llenando mis oídos.
Mientras yacía, respirando rápido, flotando en el mar, más allá de las gaviotas, vi un destello blanco y un brazo que se levantaba, haciéndome señas.
—¡Daisy! —llamé.
Un claro saludo vino cruzando el agua, distinguible en la brisa del mar y, en el mismo instante, ambos alzamos las manos y nos acercamos el uno al otro.
¡Cómo nos reímos al encontrarnos en el mar! El blanco amanecer apareció subiendo desde las profundidades, el cénit se tornó de rosa y gris.
Y con el amanecer llegó el viento, un gran viento marino, fresco, aromático, que arrojaba nuestras voces de regreso a nuestras gargantas y levantaba el rocío en láminas sobre nuestras cabezas. Cada ola, coronada de bruma, nos atrapaba en un fresco abrazo, nos acunaba y se escabulliia, sólo para dejarnos para otra ola, más alta, más fuerte, crestada con una gloria opalescente como respirando incienso.
Dimos la vuelta juntos por la costa, nadando ligeramente lado a lado, pero nuestras palabras quedaban atrapadas por los vientos y volaban en remolinos hacia el cielo.
Alzamos la vista hacia las nubes pasajeras, miramos hacia el pálido desperdicio de las aguas, pero era en los ojos del otro que mirábamos, preguntándonos, anhelantes, cuestionando la razón del cielo y el mar. Y allí, en los ojos del otro, leíamos el misterio y sabíamos que la tierra, el cielo y el mar habían sido creados sólo para nosotros.
Siguiendo la deriva por arenas y dunas distantes, con esos dedos blancos tocando los míos, hablamos afinando nuestro tono con la vasta armonía del viento. Y hablamos de amor.
Grises y anchos como la ilimitada extensión del cielo y el mar, los vientos se congregaban desde los confines del mundo para llevarnos adelante; pero no eran vientos familiares, pues ahora, a lo largo de la costa, las rompientes se encrespaban y mostraban un millón de colmillos, y el océano se agitaba hasta sus profundidades, intranquilo, ominoso, y la amenaza de su murmullo nos acercaba más a la costa a medida que avanzábamos.
Donde el trueno sordo y el danzante rocío nos advertían de los arrecifes hundidos, nosotros oíamos los duros desafíos de las gaviotas. Donde el pálido oleaje se retorcía en amarillas espirales de espuma sobre el fondo, las arenas cantoras murmuraban traiciones y secretos de almas perdidas jadeando en la agonía de silenciosas contracorrientes.
Pero había un pequeño tramo de brillante playa entre las montañas de agua, y hacia éste giramos hombro con hombro. A nuestro alrededor el agua se hacía más cálida, el aliento de las siguientes olas nos humedecía las mejillas, el agua misma se volvía gris y extraña en torno a nosotros.
—Hemos llegado demasiado lejos —dije, pero ella solo respondió:
—¡Más rápido, más rápido! ¡Tengo miedo! —El agua estaba casi caliente ahora, su olor aromático nos llenaba los pulmones.
—¡El remolino del Golfo! —murmuré—. Daisy, ¿tengo que ayudarte?
—No. Nada, ¡Cerca de mí! ¡Ohh! Dick...
Su grito de sorpresa tuvo otro como eco; un estridente chillido, indeciblemente horrible; y un gran pájaro aleteó desde la playa, chapoteando y batiendo sus piñones por el agua con un ruido atronador.
Fuera en las aguas yerraba, levantándose poco a poco del agua, y ahora, para mi horror, vi a otro pájaro monstruoso balanceándose en el aire sobre él, chillando mientras giraba sobre sus vastas alas. Antes de que yo pudiera hablar, ambos tocamos la playa y medio cargué con ella hacia la orilla.
—¡Rápido! —repetí—. No debemos esperar.
Los ojos de Daisy estaban oscurecidos por el miedo, pero ella me apoyó una mano en el hombro y ambos subimos entre las hierbas de las dunas y nos tendimos junto al punto de arena donde se encontraba el tosco refugio, rodeado por las estacas de aros de hierro.
Ella yació allí, respirando rápido y profundo, chorreando agua. A mí no me quedaba capacidad de habla, pero cuando me levanté, fatigado, de rodillas y miré hacia el agua, se me heló la sangre. Por encima del océano, en el pecho del rugiente viento, tres enormes pájaros navegaban en círculos, girando y virando entre ellos, y abajo, a la deriva con la corriente gris del remolino del Golfo, un colosal volumen yacía medio sumergido, un lagarto gigantesco flotaba panza arriba.
Entonces Daisy se arrastró de rodillas a mi lado y me tocó, temblando de la cabeza a los pies.
—Lo sé —murmuré—. Debo volver corriendo a por el rifle.
—¿Y... y dejarme?
La tomé de la mano y nos arrastramos entre la hierba de lanza hasta el extremo abierto de una caldera que yacía en la arena.
Ella entró a cuatro patas y me llamó para que la siguiera.
—Ahora estás a salvo —grité—. Yo debo volver a por el rifle.
—Los pájaros pueden... pueden atacarte.
—Si lo hacen, puedo entrar en una de las otras calderas —le dije—. Daisy, no debes aventurarte a salir hasta que yo vuelva. No lo harás, ¿verdad?
—N-no —susurró ella, dubitativa.
—Entonces, adiós.
—Adiós —respondió ella, pero su voz fue muy pequeña y queda.
—Adiós —dije de nuevo. Yo estaba arrodillado ya en la boca del gran túnel de hierro; estaba oscuro por dentro y no podía ver a Daisy, pero, antes de darme cuenta, sus brazos estaban alrededor de mi cuello y nos habíamos besado.
No recuerdo cómo me alejé. Cuando recuperé el sentido común, estaba nadando a lo largo de la costa a toda velocidad, y sobre mi cabeza viraba uno de los pájaros, gritando a cada giro.
La intoxicación de ese inocente abrazo, la cercana impresión de esos brazos alrededor de mi cuello, me dieron una fuerza y una temeridad que ni miedo ni fatiga podían someter. El pájaro sobre mí ni siquiera me asustaba. Lo miré por encima del hombro; mientras yo nadaba con fuerza, con la marea ora ayudándome, ora frenando mi rumbo; pero vi la orilla pasando rápidamente y aumentaron mis fuerzas, y grité al ver la casa, y me arrastré por la arena, goteando y emocionado. No había nadie a la vista, eché una última mirada hacia el aire donde el pájaro giraba, aún chillando, y me apresuré a entrar en la casa. Freda me miró con asombro cuando yo aferré el rifle y llamaba al profesor a gritos.
—Él acaba de salir a la ciudad con el capitán McPeek en su carreta —balbuceó Freda.
—¡Qué! —grité—. ¿Sabe él dónde está su hija?
—La Srta. Holroyd está... durmiendo, ¿no? —jadeó Freda.
—¿Dónde está Frisby? —grité impaciente.
—¿Yimi? —tembló Freda.
—Sí, Jimmie; ¿no hay nadie aquí? ¡Dios mío! ¿Dónde está ese hombre del almacén?
—Él también se ha ido —dijo Freda derramando lágrimas—. Para comprar papel maché. Yimi ha ido a colocar carteles.
No esperé a escuchar más, sino que balanceé el rifle sobre el hombro y, colgando el cinturón cartuchera cruzado al pecho, salí apresurado playa arriba. El pájaro no estaba a la vista.
Llevaba yo corriendo quizá un minuto cuando, en lo alto de las dunas, vi un perro amarillo correr como loco a través de un grupo de bayas dulces y, en el mismo momento, un pájaro pasó volando, se elevó y planeó justo encima del matorral. De repente, el pájaro se lanzó en picado; hubo un chillido y un aullido del perro, pero el pájaro lo enganchó con una garra y batió las alas sobre la arena, esforzándose por elevarse. Entonces vi a Frisby —pasta, cubo y brocha en alto— caer sobre el pájaro chillando lujuriosamente. La fiera criatura relajó sus garras y el perro siguió corriendo chillando de terror. El pájaro se volvió hacia Frisby y lo envió al suelo de bruces en un pegajoso fardo de pasta y arena. Pero esto no terminó la lucha. El pájaro, graznando horriblemente, voló hacia el postrado pegador de carteles y la arena se alzó en huracanada columna sobre sus terribles alas. Sin saber apenas lo que yo estaba haciendo, levanté el rifle y disparé dos veces. Un grito hizo eco en cada disparo y el pájaro se elevó pesadamente entre una lluvia de arena; pero dos balas estaban incrustadas en ese mugriento volumen de plumas, y vi los cables y la cinta escarlata desenrollarse en la arena a mis pies. En un instante los agarré y pasé los extremos alrededor de un cedro, enganchando los broches con fuerza. Luego lancé una rápida mirada arriba, donde el pájaro giraba, chillando, anclado como una cometa a los alambres de palio; y me apresuré a cruzar las dunas —con las conchas cortándome los pies y los arbustos rasgándome el mojado traje de baño hasta gotear sangre desde el hombro hasta el tobillo. Afuera, en el océano, flotaba el cadáver del termosaurio con las garras extendidas y el vientre brillando en la luz gris, y sobre él volaban en círculos dos pájaros. Cuando llegué al refugio, me arrodillé y disparé a la masa de escamas, y en mi primer disparo ocurrió algo horrible: la cabeza de lagarto se retorció, los rasgados ojos amarillos se entornaron desde la película que los cubría. Un temblor recorrió el ondulante cuerpo, la gran panza escamosa se hinchó y una pata arañó débilmente el aire.
¡La cosa aún estaba viva!
Luchando contra el horror que casi me paralizaba las manos, planté tiro tras tiro en el tembloroso reptil mientras este se retorcía y arañaba, debatiéndose por darse la vuelta y por sumergirse; y en cada disparo, la sangre negra brotaba en largos y delgados chorros como una manta en el agua. Y ahora Daisy estaba a mi lado, pálida y decidida, amarrando rápidamente cada cable marcado con cinta a los aros de hierro en el círculo que nos rodeaba. Dos veces llené el cargador con mi cinturón y dos veces vertí ráfagas de balas con punta de acero en la masa escamosa que se retorcía y estremecía en el mar. De repente, los pájaros se dirigieron hacia nosotros. Sentí el viento de sus vastas alas. Vi las plumas erguidas, vibrantes. Vi las garras alargadas, extendidas hacia fuera, y yo las ataqué furiosamente, chillando a Daisy para que corriera hacia el refugio de hierro. Hacia atrás, bateando con mi rifle como una maza, me retiré, pero tropecé con uno de los tensos cables de palio y, en un instante, los horribles pájaros estaban sobre mí y el hueso de mi antebrazo se partió como un junco a un golpe de sus alas. Dos veces luché por ponerme de rodillas, cegado por la sangre, confundido, casi desvanecido; y luego volví a caer rodando hacia la boca de la caldera de hierro.
Cuando pude recuperar la consciencia, Daisy estaba arrodillada en silencio a mi lado mientras el capitán McPeek y el profesor Holroyd me vendaban el brazo hecho pedazos, hablando excitadamente. El dolor me hacía desvanecerme y marearme. Traté de hablar y no pude. Me puse de pie y subí al carromato, y Daisy también subió y se agachó a mi lado envuelta en hules hasta los ojos. La fatiga, la falta de comida y la excitación se habían combinado con las heridas y los huesos rotos para extinguir el último átomo de fuerza en mi cuerpo, pero mi mente estaba lo bastante clara como para comprender que el problema había terminado y que el termosaurio estaba a salvo.
Oí a McPeek decir que uno de los pájaros que yo había anclado a un cedro se había soltado de las balas y se había abierto camino pesadamente hacia el mar.
El profesor respondió: —Sí, el orni-ekaf, los otros eran ul-yliks. Habría dado mi brazo derecho por asegurarlos.
Luego, durante un rato, no oí más, pues el traqueteo del carro sobre las dunas me provocaba un dolor agudo, y le tendí la mano derecha a Daisy, quien la estrechó entre las suyas y la besaba una y otra vez.
Hay poco más que añadir, creo yo. El panfleto científico del profesor Bruce Stoddard se publicará pronto, seguido de los dieciséis volúmenes del profesor Holroyd. En unos días, el termosaurio rellenado y montado se colocará en exposición pública gratuita en la arena del Madison Square Garden, el único edificio de la ciudad lo bastante grande como para albergar el cuerpo de este inmenso reptil alado.
El joven vaciló, mirando larga y seriamente a la Srta. Barrison.
—¿Se casó usted con ella? —preguntó ella suavemente.
—No lo creería usted —dijo el joven con seriedad—, no lo creería si, después de todo lo que pasó, le dijera que ella se casó con el profesor Bruce Stoddard de Columbia, ¿verdad?
—Sí, lo creería —dijo la Srta. Barrison—. Nunca se sabe lo que hará una chica.
—Esa historia suya —dije yo— es para mí la contribución más maravillosa y valiosa al estudio de la naturaleza que jamás haya tenido la fortuna de escuchar. Usted está capacitado para escribir, es su sacra misión producirla. ¿Va a hacerlo?
—Estoy escribiendo —dijo el joven en voz baja— un libro de naturaleza. La magnífica monografía de Sir Peter Grebe sobre el Párido moteado me inspiró. Pero el estudio de la naturaleza no es lo que he elegido como misión de mi vida.
Miró soñadoramente a la Srta. Barrison. —No, fenómenos naturales no —repitió—, sino fenómenos no naturales. Lo que el profesor Hyssop ha hecho por Columbia, yo intentaré hacerlo por Harvard. De hecho, ya he aceptado la cátedra de Fenómenos Psíquicos en Cambridge.
Lo miré con intenso respeto.
—Una experiencia personal me reveló el trabajo de mi vida —continuó acariciándose pensativamente el bigote rubio—. Si a la Srta. Barrison le interesara oírla.
—Por favor, cuéntela —dijo ella dulcemente.
—He de relatarla vestido con ese artificial atuendo conocido como estilo literario —explicó desaprobadoramente.
—Eso no importa —dije yo—, no noté ningún estilo en absoluto en su historia del termosaurio.
Sonrió agradecido y se pasó la mano por la cara; una expresión lejana asomó a sus ojos, y él comenzó lentamente, vacilando, como si hablara consigo mismo...
Era mediodía en la ciudad de Amberes. Desde esbeltos campanarios flotaba la tierna música de las campanas flamencas, y en la antena de la gran catedral, al otro lado de la plaza, las agrietadas campanas doblaban discordias hasta que me dolían los oídos.
Cuando el demonio de la catedral hubo sacudido de las campanillas el último sonido sordo, me quité los dedos de los oídos y me senté a una de las mesas de hierro del patio. Un camarero, con la cara azul de afeitado, me trajo una botella de vino del Rin, un vaso de hielo picado y un sifón.
—¿Monsieur desea algo más? —preguntó.
—Sí, la cabeza del campanero de la catedral, tráigala con vinagre y patatas —dije con amargura. Entonces empecé a reflexionar sobre mi tía abuela y el Diamante Carmesí.
Las paredes blancas del Hôtel St. Antoine se elevaban en rectángulo en torno al patio soleado, proyectando largas sombras en la base de la fuente. La franja azul del cielo estaba despejada. Gorriones trinaban bajo los aleros, los toldos amarillos aleteaban, las flores se mecían en la brisa del verano y el chorro de la fuente salpicaba entre las plantas acuáticas. En el lado soleado de la plaza, las mesas estaban vacías; en el lado sombreado, yo era perezosamente consciente de que las mesas detrás de mí estaban ocupadas, pero era indiferente en cuanto a sus ocupantes, en parte porque yo rehuía a todos los turistas, en parte porque estaba pensando en mi tía abuela.
La mayoría de las ancianas son excéntricas, pero hay un límite y mi tía abuela lo había sobrepasado. Yo la creía rica, murió en la bancarrota. Aún así, sabía que había una cosa que poseía, y eso era el famoso Diamante Carmesí. Ahora, por supuesto, ya saben ustedes quién era mi tía abuela.
Excepto por el Koh-i-noor y el Regente, esta enorme y única piedra era, como todo el mundo sabe, la gema más valiosa que existe. Cualquier persona normal habría depositado ese diamante en una caja fuerte. Mi tía abuela no hizo nada por el estilo. Lo guardaba en una bolsita de terciopelo que llevaba al cuello. No se la quitaba nunca, sino que la llevaba colgando abiertamente por encima de su pesado vestido de seda.
En esta misma bolsa también llevaba hojas secas de hierba gatera, de las cuales era ella inordinariamente aficionada. Nadie, salvo yo, su único pariente vivo, sabía que el Diamante Carmesí yacía entre las ramitas de hierba gatera en la bolsita de terciopelo.
—Harold —decía ella—, ¿crees que soy tonta? Si coloco el Diamante Carmesí en cualquier caja fuerte de Nueva York, alguien lo robará tarde o temprano —Luego mordisqueaba una ramita de hierba gatera y me miraba con astucia. Yo detestaba el olor de la hierba gatera y ella lo sabía. También detestaba a los gatos. Ella también sabía eso y, por supuesto, se rodeaba de una docena. ¡Pobre anciana! Un día fue encontrada muerta en su cama en sus apartamentos en el Waldorf. El médico dijo que había muerto por causas naturales. La única otra ocupante de su dormitorio era una gata. La gata huyó cuando abrimos la puerta, y oí después que fue recibida y querida por algunas personas excéntricas en un apartamento vecino.
Aunque la muerte de mi tía abuela se debió a causas puramente naturales, hubo una muy sorprendente y desagradable característica en el caso. La bolsa de terciopelo que contenía el Diamante Carmesí había desaparecido. Se registró cada centímetro del apartamento, se arrancaron los pisos, se destablaron las paredes, pero el Diamante Carmesí se había desvanecido. El jefe de policía Conlon puso a cuatro de sus mejores hombres en el caso y, como yo no tenía nada mejor que hacer, me inscribí como voluntario. También ofrecí una recompensa de 25.000 dólares por la recuperación de la gema. Todo Nueva York sentía ansiosa curiosidad.
El caso parecía bastante desesperado, aunque íbamos cinco detrás del ladrón. McFarlane estaba en Londres, y lo había estado desde hacía un mes, pero Scotland Yard no podía ayudarlo, y lo último que supe de él fue que estaba recorriendo Surrey tras un hombre con una mancha blanca en el pelo. Harrison había ido a París. No dejaba de escribirme que las pistas eran abundantes y el rastro, caliente, pero al igual que Dennet en Berlín y Clancy en Viena, me escribía lo mismo. Yo empecé a dudar de la capacidad de estos caballeros.
—Dice usted —respondí a Harrison— que el tipo es francés y que ahora está oculto en París, pero Dennet me escribe por el mismo correo que el ladrón es sin duda alemán y que lo vieron ayer en Berlín. Hoy recibí una carta de Clancy que me aseguraba que Viena tiene al culpable y que es un austriaco de Trieste. Ahora, por el amor de Dios —terminé yo—, déjeme en paz y no me escriba cartas hasta que tenga usted algo sobre lo que escribir.
El recepcionista nocturno del Waldorf nos había proporcionado nuestra primera pista. La noche de la muerte de mi tía, había visto a un hombre alto y de rostro serio salir apresuradamente del hotel. Cuando el hombre había pasado junto a recepcción, se había quitado el sombrero y se había secado la frente, y el empleado de noche había notado que, en mitad de la cabeza, el hombre tenía un mechón de cabello tan blanco como la nieve.
Trabajamos con esta pista con todos nuestros esfuerzos y, un mes después, recibí un envío por telégrafo desde París diciendo que un hombre que respondía a la descripción del sospechoso del Waldorf había ofrecido un enorme diamante carmesí a la venta a un joyero en el Palais Royal. Desafortunadamente, el tipo se asustó y desapareció antes de que el joyero pudiera llamar a la policía y, desde entonces, McFarlane en Londres, Harrison en París, Dennet en Berlín y Clancy en Viena llevan persiguiendo hombres con manchas blancas en el pelo hasta que ningún patriarca canoso en Europa quede libre de sospechas. Yo mismo lo había investigado en Inglaterra, Francia, Holanda y Bélgica, y ahora me encontraba en Amberes en el Hôtel St. Antoine sin un indicio que prometiera nada, excepto otro ultraje sobre algún respetable ciudadano de pelo blanco. El caso parecía bastante desesperado, a menos que el ladrón intentara de nuevo vender la gema. Aquí estaba nuestra única esperanza, ya que, a menos que cortara la piedra en otras más pequeñas, no tenía más posibilidades de venderla que la que habría tenido si hubiera robado la Venus de Milo y la hubiera vendido por la Rue de Seine. Aunque cortara la piedra, ningún coleccionista de gemas o joyero respetable compraría un diamante carmesí sin antes notificarme; pues aunque los coleccionistas conocen algunas piedras rojas, el color del Diamante Carmesí era absolutamente único y había pocas probabilidades de que se cometiera un error honesto.
Pensando en todas estas cosas, me senté a beber mi vino del Rin a la sombra de los toldos amarillos. Una gran gata blanca pasó tranquilamente y se detuvo frente a mí para su aseo gatuno hasta que yo deseé que se fuera. Tras un rato, la gata se sentó, se lamió los bigotes, bostezó una o dos veces y estaba a punto de seguir caminando, cuando, al verme, se detuvo en seco y me miró directamente a la cara. Le devolví la atención con el ceño fruncido, pues quería desalentar todo avance hacia las relaciones sociales que ella pudiera estar contemplando, pero después de un rato su mirada firme me desconcertó y yo me volví hacia mi vino del Rin. Unos minutos más tarde levanté la vista de nuevo. La gata aún me estaba mirando.
—¿Qué diablos le pasa al animal? —murmuré—. ¿Reconoce en mí a un pariente?
—Quizá —observó un hombre en la mesa de al lado.
—¿Qué quiere decir con eso? —exigí.
—Lo que digo —respondió el hombre de la mesa de al lado.
Lo miré a la cara. Era viejo, calvo y parecía simplón. La edad protegía su impudencia. Le di la espalda. Entonces mis ojos se posaron en la gata de nuevo. Aún me miraba con seriedad.
Disgustado por que me prestara tanta atención pública, me pregunté si la verían otras personas; me pregunté si había algo peculiar en mi propia apariencia personal. ¡Con qué dureza la criatura me miraba! Era de lo más embarazoso.
¿Qué le ha dado a este gato?, pensé. Esto es pura impudencia. Es una intrusión, ¡y no lo toleraré!. La gata no se movió. Traté de mirarla fijamente. Era inútil. Había una agresiva indagación en sus ojos amarillos. Una sensación de inquietud comenzó a invadirme, una sensación de vergüenza no exenta de asombro. Todos los gatos miraban igual, me parecía a mí, y sin embargo, había algo en éste que me molestaba, algo que no podía explicarme a mí mismo, pero que comenzaba a ocuparme.
Me resultaba familiar esta gata de Amberes. Una extraña sensación de haberla visto antes, de haberla conocido bien en años anteriores, se instaló lentamente en mi mente y, aunque no podía recordar yo un momento en que no hubiese detestado a los gatos, estaba casi convencido de que mis relaciones con esta atigrada gata de Amberes habían sido antaño íntimas, si no cordiales. Miré con más atención al animal. Entonces se me ocurrió una idea —una idea que persistió y tomó definitiva forma a pesar mío. Escapar de esta idea, eludirla, reprimirla y sofocarla fue una lucha interna que trajo transpiración en perlas de sudor sobre mis mejillas, una lucha corta, aguda, decisiva. Era inútil —inútil tratar de apartar tan miserablemente extraña idea, tan grotesca y fantástica, tan absolutamente inana— ¡era inútil negar que la gata tenía una distinguible semejanza con mi tía abuela!
La miré con horror. ¡Qué ojos tan enormes tenía la criatura!
—La sangre es más espesa que el agua —dijo el hombre de la mesa de al lado.
—¿Qué quiere decir con eso? —murmuré enojado, tragando un vaso de seltzer y vino del Rin. Pero no me volví. ¿De qué servía?
Viejo imbécil charlatán, agregué para mis adentros, y encendí una cerilla, porque mi puro estaba apagado; pero, cuando levanté la cerilla para volver a encenderlo, me encontré de nuevo con los ojos del gato. No podía disfrutar del puro con el animal mirándome fijamente, pero yo estaba justamente indignado y no tenía la intención de ser derrotado. ¡Qué idea! ¡Obligado a irme por un gato!, me burlé. ¡Ya veremos quién será el que se vaya!. Traté de enviarle un chorro de agua mineral del sifón, pero la botella estaba demasiado vacía para llevarla tan lejos. Luego intenté atraer a la gata para tenerla más cerca, llamándola en francés, alemán e inglés, pero ella no se movió. No sé como se dice gato en flamenco.
La gata tiene un nombre y no quiere venir, pensé. ¿Y cómo puedo llamarla?
—Tía —sugirió el hombre de la mesa de al lado.
Quedé sentado perfectamente quieto. ¿Podía ese hombre haber respondido a mis pensamientos? Porque yo no había hablado en voz alta. Por supuesto que no, había sido una coincidencia, pero una muy desagradable.
—Tía —repetí mecánicamente—, tía, tía... ¡Dios mío, qué horriblemente humano parece este gato! —Entonces, de una forma u otra, las palabras de Shakespeare se deslizaron en mi cabeza y me encontré repitiendo—: El alma de mi abuela podría felizmente habitar un pájaro; el alma de... ¡tonterías! —gruñí—, ¡no está impreso correctamente! Uno podría decir; hablando en metáfora poética, que el alma de un pájaro podría felizmente habitar en la abuela de uno —Me detuve en seco, ruborizándome penosamente—. ¡Qué horrible fastidio! —murmuré y encendí otro puro. El gato seguía mirando; el puro se apagó. Me puse cada vez más nervioso—. ¡Qué fastidio! —repetí—, Pitágoras debe de haber sido un asno, pero creo que hay muchos asnos vivos hoy que se tragan ese tipo de cosas.
—¿Quién sabe? —suspiró el hombre de la mesa de al lado, y yo me levanté de un salto y le encaré, pero sólo pude vislumbrar un par de deshilachados faldones y una cabeza calva que se desvanecía dentro del comedor. Me senté de nuevo, completamente indignado. Un momento después, el gato se levantó y se fue.
La luz del día se estaba desvaneciendo en la ciudad de Amberes. El sol se hundía en el mar, tiñendo el vasto horizonte con copos carmesí y tocando con ricos y profundos matices las agitadas aguas del Escalda. Su resplandor caía como un manto rosado sobre los tejados rojos y prados, y a través de la bruma las agujas de veinte iglesias atravesaban el aire como afiladas y doradas llamas. Al oeste y al sur, las verdes llanuras por las que los ejércitos españoles pasaron tanto tiempo atrás se extendían hasta encontrarse con el cielo. El encanto del resplandor crepuscular había convertido a la vieja Amberes en un país de hadas, y el mar, el cielo y la llanura eran hermosos y vagos como las brumas nocturnas que flotaban en los fosos de abajo.
A lo largo del malecón desde la Puerta de Rubens, toda Amberes paseaba, charlaba, coqueteaba y bebía sus vinos flamencos en esbeltos vasos flamencos, o chismorreaba sobre krugs de cerveza espumosa.
Desde el Escalda llegaban los gritos de los marineros, el crujir de los correajes y el puf-puf de los transbordadores. En los baluartes de la fortaleza de enfrente, un corneta estaba de pie. Dos veces las suaves notas de la corneta se escucharon débilmente sobre el agua, luego un gran cañón tronó desde las murallas y la bandera belga ondeó a lo largo de las eslingas hasta el suelo.
Me apoyé con indiferencia en el malecón y miré Escalda abajo. Una batería de artillería estaba embarcando hacia la fortaleza. El transporte en forma de tina yacía siseando y silbando junto a la rampa, y los pisotones de los caballos, el estruendo de las armas y cajones y los agudos gritos de los oficiales llegaban claramente al oído.
Cuando el último cajón estuvo a bordo y estibado, y el último soldado había saltado tintineando a la cubierta, el transporte salió disparado por el Escalda y yo me di la vuelta entre la multitud de paseantes y encontré una mesita en la terraza, justo afuera del bonito café. Y, cuando me senté, noté una chica en la mesa de al lado, una chica toda de blanco, la chica más encantadora y distrayente que yo había visto en mi vida. En la agitación del momento olvidé mi nombre, mi fortuna, mi tía y el Diamante Carmesí, todo esto lo olvidé en un impulso puramente humano de ver con claridad, y con ese fin me quité el monóculo del ojo izquierdo y, momentos después, me recuperé y lo recoloqué flácidamente. Era demasiado tarde, el daño estaba hecho. Al principio no noté el estado exacto de mis sentimientos, porque nunca me había enamorado más de tres o cuatro veces en toda mi vida, pero lo supe a su solicitud. Me habría sentido orgulloso de hacer el pino sobre la cabeza o tirarme al Escalda dando una voltereta.
No la miré, pero lograba verla casi todo el tiempo cuando sus ojos estaban en otra dirección. Me descubrí bebiendo algo que trajo un camarero, presumiblemente por un pedido que yo no recordaba haber hecho. Noté que era una bebida repugnante que los belgas llaman "grog americano", pero la tragué y encendí un puro. Cuando la nube fragante se elevó en el aire, una voz, que reconocí con un escalofrío, irrumpió en mi sueño de encantamiento. ¿Podía él haber estado allí todo el tiempo, allí sentado junto a esa visión de blanco? Él se había quitado el sombrero y la brisa del océano susurraba sobre su cabeza calva. Los faldones deshilachados de su abrigo estaban cuidadosamente doblados encima de las rodillas y entre el pulgar y el índice de su mano izquierda balanceaba un mal puro. Me miró de una manera levemente alegre y dijo: —Ahora lo sé.
—¿Sabe qué? —pregunté pensando que era mejor complacerlo, pues estaba convencido de que estaba loco.
—Sé por qué muerden los gatos.
Esto fue desconcertante. Yo no tenía idea de qué decir.
—Yo sé por qué —repitió—, ¿puede usted adivinar por qué? —Había un tono encubierto de triunfo en su voz y sonreía alentadoramente—. Vamos, intente adivinar —instó.
Le dije que no estaba al tanto del asunto.
—Escuche, joven —continuó él doblando los faldones de su abrigo alrededor de sus piernas—, intente razonar: ¿por qué iban a morder los gatos? ¿No lo sabe? Yo sí.
Me miró con ansiedad.
—¿No le interesa este problema? —demandó.
—Oh, sí.
—Entonces, ¿por qué no me pregunta por qué? —dijo luciendo vagamente decepcionado.
—Bueno —dije desesperado—, ¿por qué muerden los gatos? ¡Que me aspen!, pensé: ¡Esto es como un espectáculo de corcho quemado, y yo soy el Sr. Bones y él es Tambo!
Luego sonrió amablemente. —Joven —dijo—, los gatos muerden porque se alimentan de hierba gatera. Esto lo he razonado yo.
Lo miré fijamente con asombro. ¿Se estaba burlando de mí este viejo de aspecto benevolente? ¿Me estaba devolviendo el desaire de esa mañana? ¿Era un viejo maligno y vengativo o sólo un débil mental? ¿Quién podría ser? ¿Qué estaba haciendo aquí en Amberes? ¿Y qué estaba haciendo ahora?, pues el calvo se había vuelto familiarmente hacia la hermosa chica de blanco.
—Wilhelmina —dijo—, ¿tienes frío? —La chica negó con la cabeza.
—Ni en lo más mínimo, papá.
¡Su padre!, pensé. ¡Su padre! ¡Gracias a Dios que ella no dijo pretendiente [11]!
—He estado hoy en el zoo —anunció el calvo volviéndose hacia mí.
—Ah, vaya —observé—, um, confío en que lo haya pasado bien.
—He estado contemplando a los simios —continuó, soñadoramente—. Sí, contemplando a los simios.
Traté de parecer interesado.
—Sí, los simios —murmuró fijando sus apacibles ojos en mí. Luego se inclinó confidencialmente hacia mí y susurró—. ¿Sabe decirme lo que piensa un mono?
—No lo sé —respondí con brusquedad.
—Ah —suspiró hundiéndose en su silla y palmeando la esbelta mano de la chica a su lado—. Ah, ¿quién sabe lo que piensa un mono? —Su rostro amable apaciguó mis sospechas y le respondí muy gravemente:
—¿Quién puede saber si piensa siquiera?
—¡Cierto, cierto! ¿Quién puede saber si piensan siquiera y, si piensan, ¡ah! ¿Quién puede saber lo que piensan?
—Pero —comencé— si uno no puede saber si piensan siquiera, ¿de qué sirve tratar de conjeturar lo que piensan si piensan?
Levantó la mano en señal de desaprobación. —¡Ah! Eso es exactamente lo que tiene un interés tan absorbente. ¡Eso exactamente! Es la abstrusión de la proposición lo que estimula la investigación, lo que conmueve profundamente el cerebro del mundo pensante. La cuestión es de importancia vital e instantánea. Posiblemente ya se haya formado una opinión.
Admití haber dado poco pensamiento al tema.
—Dudo —continuó pasando las rodillas por los faldones de la chaqueta—, dudo que haya usted prestado mucha atención al tema discutido últimamente por la Sociedad de Investigación Pitagórica Dodo de Boston.
—No estoy seguro —dije cortésmente— de recordar esa discusión en particular. ¿Puedo preguntar cuál fue la pregunta que surgió?
—La cuestión de Felis domestica.
—¡Ah, eso debe ser muy interesante! Y... eh, ¿qué pueden hacer los Felis... dodo?
—Domestica, no dodo. Felis domestica, el gato común y normal.
—Cielo santo —murmuré.
—No está escuchando —dijo.
Yo sólo lo había escuchado a medias. No podía apartar los ojos del rostro de su hija.
—¡Gato! —gritó el calvo y casi salté de mi silla—. ¿Es usted sordo? —preguntó empático.
—¡Oh, no no! —contesté coloreado de confusión—. Es que estaba... Perdóneme. Estaba usted hablando del... em, dodo. Extraordinario pájaro que...
—No estaba hablando del dodo —suspiró—. Estaba hablando sobre gatos.
—Pues claro —dije.
—La pregunta es —continuó él retorciendo los deshilachados faldones en una especie de cuerda—, la pregunta es, ¿cómo vamos a mejorar la presente situación y el estatus social de nuestros gatos domésticos?
—Dándoles de comer —sugerí.
Él levantó ambas manos. Eran elocuentes con paciente postulación. Me refiero a su situación espiritual —dijo.
Asentí, pero mis ojos volvieron a aquel rostro exquisito. Ella estaba sentada en silencio con los ojos fijos en las menguantes manchas de color del cielo del oeste.
—Sí —repitió el calvo—, el bienestar espiritual de nuestros gatos domésticos.
—¿Mininos y atigrados? —murmuré.
—Exacto —dijo haciendo un gran nudo en los faldones de su abrigo.
—Va a arruinarse el abrigo —observé.
—¡Papá! —exclamó la chica, girándose consternada mientras el caballero se sobresaltaba culpable—. ¡Detente ahora mismo!
Él sonrió en tono de disculpa e hizo un débil intento por ocultar los faldones.
—Querida —dijo con gentil despreocupación—, qué distraído soy, siempre lo hago en el fragor de la discusión.
La chica se levantó e, inclinándose sobre su desarreglado padre, le desató hábilmente el nudo del abrigo. Cuando el hombre quedó desenredado, ella se sentó y dijo con el fantasma de una sonrisa—. Es tan distraído...
—Su padre evidentemente es un gran estudioso —aventuré complaciente. ¡Cómo la compadecía atada a ese viejo lunático!
—Sí, es un gran estudioso —dijo ella en voz baja.
—Lo soy —murmuró él—, eso es lo que me hace tan distraído. A menudo me voy a la cama y me olvido de dormir —Luego, mirándome, me preguntó mi nombre, añadiendo con una reverencia que se llamaba P. Royal Wyeth, profesor de Investigación Pitagórica y Paradoja Abstrusa.
—Mi primer nombre es Penny, el nombre del profesor Penny, de Harvard —dijo—, pero rara vez uso mi primer nombre en relación con el segundo, ya que la combinación sugiere un remedio casero de olor penetrante [12].
—Mi nombre es Kensett —dije—, Harold Kensett, de Nueva York.
—¿Estudioso?
—Ehh, un poco.
—¿Estudioso de los diamantes?
Sonreí. —Oh, veo que sabe usted quién era mi tía abuela —dije.
—La conozco —dijo.
—Ah, tal vez no sepa que mi tía abuela no vive ya.
—La conozco —repitió obstinadamente.
Me incliné en reverencia. ¡Qué chiflado estaba!
—¿Qué estudia? No gandulea todo el tiempo, ¿verdad? —preguntó.
Eso era exactamente lo que yo hacía, pero no me complacía que la Srta. Wyeth lo supiera. Aunque mi tiempo lo dedicaba principalmente a matar el tiempo, una vez, en un arranque de energía, logré escribir algunos versos A un Pajarillo Insectívoro, así que evadí una humillante confesión diciendo que había hecho una pequeña obra en ornitología.
—¡Bien! —gritó el profesor, con sonrisa radiante—. Sabía que era usted un colega científico. Posiblemente es miembro hermano de la Sociedad de Investigación Pitagórica Dodo de Boston. ¿Es usted un dodo?
Negué con la cabeza. —No, no soy un dodo.
—¿Sólo un arrendajo?
—¿Un qué? —dije enojado.
—Un arrendajo. Llamamos arrendajos a los miembros de la Sociedad Ornitológica Junior de Arrendajos de Nueva York, tal como nos referimos a nosotros mismos como dodos. ¿No es ni siquiera un arrendajo?
—No lo soy —dije mirándolo con sospecha.
—Debo convertirle, ya veo —dijo el profesor, sonriendo.
—Me temo que no apruebo la investigación pitagórica —comencé, pero la hermosa Srta. Wyeth se volvió hacia mí muy seria y, mirándome abiertamente a los ojos, dijo:
—Confío en que estará usted abierto a la convicción.
¡Buen señor!, pensé. ¿Puede ser otra loca? La miré fijamente. ¡Qué pequeña belleza era! Así que ella también pertenecía a los pitagóricos, una secta que yo despreciaba. Todo el mundo lo sabe todo sobre la locura pitagórica, su auge en Boston, su rápida expansión y su posterior consolidación con la ciencia mental y cristiana, la teosofía, el hipnotismo, el Ejército de Salvación, la secta de Celibato y Comunismo, los Bautistas y el culto de la cura mental sobre una base comercial. Hasta ahora yo había mirado a todos los pitagóricos con la misma desdeñosa indiferencia que concedía a los curanderos de la fe. No siendo miembro de ninguna iglesia en particular, apenas estaba preparado para tomarme a ninguno de ellos en serio. Menos que nada aprobaba la "base comercial" y miraba con mucho recelo a la Compañía Científica y Religiosa de Crédito, debidamente legalizada y generalmente conocida como la Pitagórica de Crédito que, consolidándose con curanderos de la mente, curanderos de la fe y otros florecientes sindicatos de salvación, en realidad reclamaba un lugar entre las compañías de crédito ordinarias y al mismo tiempo pretendía tener control sobre la vida futura del hombre. No, yo nunca podría escucharlos —me avergonzaba considerar la idea siquiera— y negué con la cabeza.
—No, Srta. Wyeth, me temo que no me interesa escuchar ningún razonamiento sobre este tema.
—¿No cree usted en Pitágoras? —preguntó el profesor, reprimiendo con dificultad su excitación y añadiendo otro nudo a sus faldones.
—No —dije—, no creo.
—¿Cómo sabe que no cree? —preguntó el profesor.
—¡Porque —dije con firmeza— es un sinsentido decir que el alma de un ser humano puede habitar una gallina!
—¡Póngalo de un modo más simplificado! —insistió el profesor—. ¿Cree que el alma de una gallina puede habitar un ser humano?
—¡No, no lo creo!
—¿Alguna vez ha oído hablar de un hombre picoteado por una gallina [13]? —chilló el profesor, su voz terminó en un grito.
Asentí, intensamente molesto.
—¿Escuchará la razón, entonces? —prosiguió él con entusiasmo.
—No —comencé, pero capté los ojos azules de la Srta. Wyeth, fijos en los míos, con una expresión tan triste, tan dulcemente atractiva, que vacilé.
—Sí, escucharé —dije débilmente.
—¿Se convertirá en mi alumno? —insistió el profesor.
Me sorprendió descubrirne vacilando, pero mis ojos estaban mirando los de ella y no podía desobedecer lo que leía allí. Cuanto más miraba, mayor inclinación sentía a vacilar. Vi que iba a ceder, y lo más extraño de todo es que mi conciencia no me inquietaba. Lo sentía venir, una especie de leve euforia se apoderaba de mí. Por primera vez en mi vida me volví imprudente, incluso me glorifiqué en mi temeridad.
—Sí, sí —exclamé inclinándome ansiosamente sobre la mesa—. ¡Encantado, me alegraría! ¿Me aceptará como su alumno? —Mi monocular cayó de su posición sin ser rescatado—. ¡Acépteme! Oh, ¿me aceptará? —lloriqueé.
En lugar de responder, el profesor parpadeó rápidamente hacia mí durante un momento. Imaginé que sus ojos se habían agrandado y estaban tomando un tinte verdoso. Las comisuras de su boca comenzaron a temblar, emitiendo extraños y provocativos ruiditos, y él rápidamente añadió nudo tras nudo a sus temblorosos faldones. De pronto se inclinó sobre la mesa hasta que su nariz casi tocó la mía. Las pupilas de sus ojos se expandieron, el iris asumió un hermoso y cambiante tinte verde dorado y sus faldones se movieron violentamente. Luego el hombre empezó a maullar.
Me esforcé por salir de mi parálisis. Traté de retroceder, porque sentía que la punta de su fría nariz tocaba la mía. No podía moverme. El grito de terror murió en mi agarrotada garganta, mis manos estaban tensas por la convulsión; yo era incapaz de hablar o de moverme. Al mismo tiempo, mi cerebro se volvió maravillosamente claro. Comencé a recordar todo lo que me había sucedido, todo lo que había hecho o dicho alguna vez. Incluso recordé cosas que no había hecho ni dicho. Recordé claramente mucho de lo que nunca había sucedido. ¡Cuán fresca y fuerte es mi memoria! El pasado era como un espejo, claro como el cristal, y allí, en gloriosos tintes y matices, las escenas de mi infancia crecieron, brillaron y se desvanecieron para dar lugar a nuevas y más espléndidas escenas. Por un momento, el episodio del gato en el Hôtel St. Antoine pasó por mi mente. Cuando se desvaneció, un frío estupor nubló lentamente mi cerebro; las escenas, los recuerdos, los colores brillantes, se habían ido, dejándome envuelto en un vapor gris, a través del cual los dos grandes ojos del profesor centelleaban con una luz turbia. Me conmovió un peculiar anhelo, un extraño deseo de algo, no sabía qué, pero, ¡oh! ¡Cómo lo anhelaba y deseaba! Lentamente, este indefinido e incomprensible anhelo se convirtió en un dolor vivo. ¡Ah, cómo sufría y cómo los vapores parecían amontonarse a mi alrededor! Entonces, como a gran distancia, escuché esa voz, dulce, imperativa, de la Srta. Wyeth:
—¡Miau! —dijo ella.
Por un instante me pareció ver el interior de mi propio cráneo iluminado como por un destello de fuego. Los giratorios globos oculares, veteados de escarlatas, los relucientes músculos temblando a lo largo de la mandíbula, las masas húmedas del cerebro convolucionado; luego una espantosa oscuridad, una oscuridad casi tangible, una negrura absoluta a través de la cual parecía ahora deslizarse un fino hilo plateado, como un río que se arrastra a través de un mundo, como un pensamiento que se desliza hacia el cerebro, como una canción, una canción fina y aguda que alguna voz distante estaba cantando, que yo estaba cantando.
¡Y supe que yo estaba maullando!
Me lancé hacia atrás en mi silla y maullé con todo mi corazón. ¡Oh, qué pesada carga se levantó de mi pecho! ¡Qué bien, qué satisfactorio era maullar! ¡Y cómo decía yo miau y yau!
Me entregaba a ello en corazón y alma. Todo mi ser se estremecía con las apasionadas efusiones de un espíritu liberado. Mi voz temblaba en los altos compases de una felina balada de amor, tremolaba, descendía, se hinchaba de nuevo en la insinuación de que yo no toleraba rival, y terminaba con un magnífico crescendo.
Y terminé algo avergonzado, y miré de reojo al profesor y a su hija, pero el uno se sentaba despreocupadamente desenredando sus faldones y la otra estaba absorta en el paisaje lejano. Evidentemente no me consideraban ridículo. Ruborizándome dolorosamente, me giré en mi silla para ver cómo mi bello solo había afectado a la gente en la terraza. Nadie me miraba siquiera. Esto, sin embargo, me dio poco consuelo, pues cuando comencé a entender lo que había hecho, mi mortificación y rabia no conocían límites. Estaba a punto de morir de vergüenza. ¿Qué diablos me había inducido a maullar? Miré desesperadamente a mi alrededor en busca de escape, de levantarme de un salto y correr hacia casa para enterrar mi cara ardiente en la almohada y, más tarde, entrar en la amigable cabina de vapor en casa. ¡Huiría, huiría de inmediato! ¡Ay del hombre que me bloqueara el camino! Me puse en pie, pero en ese momento vi los ojos de la Srta. Wyeth fijos en los míos.
—No se vaya —me dijo ella.
¿Qué serafines de los Cielos había en aquellos ojos azules? Me hundí lentamente en mi silla.
Entonces el profesor habló. —Wilhelmina, acabo de recibir un despacho.
—¿De dónde, papá?
—De la India. Me voy de inmediato.
Ella asintió sin apartar los ojos del mar. —¿Es importante, papá?
—Debería serlo. El cajero de la compañía de crédito local ha comprometido un cuerpo astral y ha malgastado en ella todos nuestros fondos, incluidas muchas primeras hipotecas del Nirvana. Supongo que ha estado incursionando en futuribles y va corto en sus cuentas. No creo que yo esté fuera mucho tiempo.
—Entonces, buenas noches, papá —dijo ella besándolo—. Intenta estar de vuelta a las once —Yo me quedé mirándolos estúpidamente.
—Oh, es sólo a Bombay. No iré al Tíbet esta noche. Buenas noches, querida —dijo el profesor.
Entonces ocurrió algo singular. El profesor había logrado por fin desenredarse de los faldones de su chaqueta y, ahora, encajándose el sombrero hasta taparse las orejas y agitando los brazos con un movimiento de murciélago, se subió al asiento de su silla y eyaculó la palabra ¡Presto! Ahí fue que yo encontré mi voz.
—¡Deténgalo! —chillé de terror.
—¡Presto! ¡Presto! —gritó el profesor, balanceándose sobre el borde de la silla y agitando majestuosamente los brazos, como preparándose para un repentino vuelo a través del Escalda; y yo, firmemente convencido de que él no sólo lo ponderaba, sino que era perfectamente capaz de intentarlo, me tapé los ojos con las manos.
—¿Está enfermo, Sr. Kensett? —preguntó la chica en voz baja.
Levanté la cabeza indignado. —En absoluto, Srta. Wyeth, sólo que le daré las buenas noches, pues estamos en el siglo XIX y soy cristiano.
—Yo también —dijo ella—. También lo es mi padre.
El diablo es lo que ese es, pensé.
Sus siguientes palabras me hicieron saltar.
—Por favor, no sea profano, Sr. Kensett.
¿Cómo sabía ella que yo era un profano? ¡Yo no había dicho una palabra! ¿Podría ser posible que ella pudiera leerme el pensamiento? Esto era demasiado, y me levanté.
—Tengo el honor de darle las buenas noches —comencé y me giré reluctantemente para incluir al profesor, esperando ver a ese caballero balanceándose encima de la silla. La silla del profesor estaba vacía.
—Oh —dijo la chica sonriendo—, mi padre se ha ido.
—¡Ido! ¿Adónde?
—A... a la India, creo.
Me hundí impotente en mi propia silla.
—No creo que se quede mucho tiempo, prometió regresar a las once —dijo ella tímidamente.
Traté de descubrir el significado de todo esto. —¿Se ha ido a la India? ¿Cómo? ¿Sobre una escoba? ¡Dios mío! —murmuré—. ¿Estoy loco?
—Perfectamente —dijo ella—, y yo estoy cansada; puede usted acompañarme de regreso al hotel.
Apenas la oí. Yo intentaba vagamente recobrar mi aturdido ingenio. Lentamente comencé a comprender la situación, a repasar los alarmantes y humillantes hechos del día. Al mediodía, en el patio del Hôtel St. Antoine, me había molestado un hombre y un gato. Yo me había retirado a mi propia habitación y había dormido hasta la cena. Por la noche me había encontrado con dos turistas en el malecón. ¡Dos turistas! ¡Había tenido la intención de abrazar la fe de Pitágoras! Luego había maullado como un gato con toda la fuerza de mis pulmones. Ahora el turista se había desvanecido, y me dejaba a cargo de la turista, sola y de noche. ¡En una ciudad extraña! ¡Y ahora la turista me proponía que la llevara a casa!
Con el autocontrol restante busqué a tientas mi monóculo, lo recogí, me lo atornillé firmemente en el ojo y miré larga y seriamente a la chica. Mientras miraba, mis ojos se suavizaron, mi monóculo cayó y lo olvidé todo a favor de la belleza y pureza del rostro ante mí. Mi corazón comenzó a latir en mi rígido chaleco blanco. ¿Me había atrevido? Sí, me había atrevido a pensar en esta maravillosa belleza como una turista. Su pálido y dulce rostro, que estaba vuelto hacia el mar, parecía hechizar la noche. ¡Qué fuerte latía mi corazón! La luna amarilla flotaba medio sumergida en el mar, inundando la tierra y el agua con luces encantadas. El viento y las olas parecían sentir el hechizo de sus ojos, porque la brisa se apagaba, el Escalda se agitaba silenciosamente y los oscuros veleros holandeses se mecían ociosamente sobre la marea con cada vela encopada.
Un súbito silencio cayó sobre la tierra y el agua, las voces en el paseo se acallaron; poco a poco la multitud en sombras, la terraza, el mar mismo se desvaneció, y yo sólo veía ese rostro, ensombrecido por la luna.
Parecía como si yo hubiera ido a la deriva kilómetros sobre la tierra, a través de todo el espacio y toda la eternidad, y no había nada entre el cielo y yo más que ese rostro blanco. ¡Ah, cómo la amaba! Yo lo sabía y nunca lo dudé, años de apasionada adoración tocaban ese corazón: su corazoncito, ahora latiendo tan sosegadamente y sin pensar en un amor que le sacara de su silencio y lo enviara aleteando contra el suave pecho. En su regazo, sus manos entrelazadas se tensaron, sus párpados cayeron como si pasara un pensamiento agradable. Vi el color teñir sus sienes, vi los ojos azules volverse, medio asustados, hacia los míos, vi... y supe que ella había leído mis pensamientos. Entonces los dos nos levantamos, hombro con hombro, y ella sollozaba suavemente, pero por mi vida que yo no me atreví a hablar. Ella dio media vuelta para secarse los ojos con un poco de encaje, y yo salté a su lado y le ofrecí mi brazo.
—No puede usted volver sola —dije.
Ella no me tomó del brazo.
—¿Me odia, Srta. Wyeth?
—Estoy muy cansada —dijo—, debo irme a casa.
—No puede irse sola.
—No me interesa aceptar su escolta.
—Entonces, ¿me despide?
—No —dijo con voz dura—. Puede usted venir si quiere.
Así la acompañé humildemente al Hôtel St. Antoine.
Cuando llegamos a la Place Verte y entramos en el patio del hotel, el sonido de las campanas de medianoche barría la ciudad y un coche de caballos tintineaba lentamente en su último viaje a la estación de ferrocarril.
Pasamos la fuente, que burbujeaba y chapoteaba en el patio a la luz de luna y, cruzando la plaza, entramos en el ala sur del hotel. Al pie de la escalera se apoyó ella un instante en la barandilla.
—Me temo que hemos caminado demasiado rápido —dije.
Ella se volvió hacia mí con frialdad. —No, hay que observar las formas. Tuvo usted razón en escapar lo antes posible.
—Pero —protesté— le aseguro que...
Ella hizo un pequeño movimiento de impaciencia. —No —dijo— usted me cansa, las formas me cansan. Esté satisfecho, nadie lo ha visto.
—Qué cruel es usted —dije en voz baja—. ¿Cree que me importan las formas?
—Le importa todo, le importa lo que piense la gente y trata de hacer lo que le dicen de buena gana. Nunca hizo nada tan original en su vida como lo que acaba de hacer.
—Lee mis pensamientos —exclamé con amargura—. Eso no es justo.
—Justo o no, sé lo que me considera: mal educada, vulgar, complacida con cualquier tipo de atención. ¡Oh! ¿Por qué debería desperdiciar una palabra, un pensamiento en usted?
—Srta. Wyeth... —comencé, pero ella me interrumpió.
—¿Se atrevería a decirme lo que piensa de mí? ¿Se atrevería a decirme lo que piensa de mi padre?
Me quedé en silencio. Ella giró y remontó dos escalones de la escalera, luego me encaró de nuevo.
—¿Cree que fue de agrado propio permitirme quedar a solas con usted? ¿Imagina que me siento halagada por su atención? ¿Se atreve a pensar que podría yo estarlo alguna vez? ¿Cómo se atrevió a pensar lo que pensó en el malecón?
—¡No puedo evitar pensar mis pensamientos! —respondí.
—Se volvió usted hacia mí como un tigre cuando despertó de su trance. ¿De verdad cree que maulló? ¿No notó que mi padre lo había hipnotizado?
—No, no lo sabía —dije. La sangre caliente hormigueaba en las puntas de mis dedos, y yo la miré con enojo.
—¿Por qué imagina que pierdo mi tiempo con usted? Su vanidad ya ha respondido a esa pregunta, ahora deje que la responda su inteligencia. Soy pitagórica, he sido elegida para traer un converso, y usted fue el converso seleccionado para mí por los Mahatmas de la Compañía de Crédito Consolidado. Le he seguido desde Nueva York hasta Amberes, como se me ordenó, pero ahora me falla el coraje y me encojo en el cumplimiento de mi misión al saber que es usted el tipo de hombre que es. ¡Ojalá pudiera renunciar, ojalá pudiera usted marcharse sin más para nunca nunca volverle a ver! ¡Ah, me temo que no lo permitirán! No hasta que se cumpla mi misión. ¿Por qué fui elegida? Yo, con corazón de mujer y orgullo de mujer. Yo... ¡le odio!
—Yo... la amo —dije lentamente.
Ella palideció y apartó la mirada.
—Contésteme —dije.
Sus grandes ojos azules me encararon de nuevo y yo los sostuve con los míos. Al fin, ella sacó lentamente una rosa de tallo largo del ramo que colgaba de su cinturón, se volvió y subió la sombría escalera. Por un momento creí verla pausarse arriba en el rellano, pero la luz de la luna era incierta. Tras esperar largo tiempo en vano, me alejé y, yendo, alcé la mano a mi cara, pero me detuve en seco y mi corazón se detuvo también, durante un momento. Mi mano sostenía una rosa de tallo largo.
Con mi cerebro en un torbellino, arrastré los pies por el patio y subí las escaleras hacia mi habitación. Hora tras hora caminé por la sala, lentamente al principio, luego más rápido, pero eso no calmó el feroz tumulto de mis pensamientos, y por fin me dejé caer en una silla frente a la vacía chimenea y hundí la cabeza entre las manos.
Incierto, conmocionado y mortalmente fatigado, traté de pensar. Me esforcé por poner orden en el caos en mi cerebro, pero sólo me quedé mirando la rosa de tallo largo. Comencé lentamente a sentir un vago placer en su pesado perfume, y una vez aplasté una hoja entre mis palmas e, inclinándome, libé la fragancia.
Mi lámpara parpadeó dos veces y se apagó, y dos veces, pisando suavemente, crucé la habitación para volver a encenderla. Dos veces abrí la puerta, pensando haber oído algún ruido afuera. ¡Qué cargado estaba el aire! ¡Qué pesado y caliente! ¿Y qué era ese olor extraño y sutil que había llenado insensiblemente la habitación? Se hacía más fuerte y penetrante, y me empezó a desagradar, y para escapar de él enterré la nariz en la rosa medio abierta. ¡Horror! ¡El olor venía de la rosa, y la rosa en sí ya no era una rosa, ahora ni siquiera era una flor, era sólo un manojo de hierba gatera, y la arrojé al suelo y la trituré bajo el talón.
—¡Timadora! —chillé de rabia. Mi ira se enfrió y me estremecí, atraído por la fuerza hacia la ventana con cortinas. Había algo allí, fuera. No podía oírlo, pues no emitía sonido, pero yo sabía que estaba allí, mirándome. ¿Qué era? El cabello húmedo me tembló en la cabeza. Toqué las pesadas cortinas. Lo que fuese que había fuera pegó un salto, rompió la ventana y luego se fue corriendo.
Sintiéndome muy tembloroso, me acerqué a la ventana, la abrí y me asomé. La noche estaba en calma. Escuché la fuente chapoteando a la luz de la luna y los vientos del mar susurrando entre las palmeras. Luego cerré la ventana, volví a la habitación y, mientras estaba allí, una brisa repentina, que no podía haber venido de afuera, sopló bruscamente en mi cara, apagando la vela y haciendo que las largas cortinas se hincharan en la habitación. La lámpara de la mesa destelló, humeó y chisporroteó. La habitación estaba llena de papeles voladores y hojas de hierba gatera. Luego, el extraño viento se apagó y en algún lugar de la noche gruñó un gato.
Me volví desesperadamente hacia mi baúl y lo abrí. En él arrojé todo lo que tenía, sin ton ni son, bajé la tapa, cerré con llave y, tomando mi guardapolvo y mi bolsa de viaje, corrí escaleras abajo, crucé el patio, y entré en la oficina nocturna del hotel, allí llamé al somnoliento recepcionista, ajusté las cuentas y mandé a un mozo a buscar un taxi.
—Ahora —dije—, ¿a qué hora sale el próximo tren?
—¿El próximo tren adónde?
—¡A cualquier parte!
El empleado cerró la caja fuerte y, manteniendo cuidadosamente el escritorio entre él y yo, le indicó al mozo oficinista que mirara los horarios.
—Próximo tren, 02:10. Bruselas, París —leyó el muchacho.
En ese momento el taxi llegó traqueteando al bordillo y yo salté dentro mientras el portero arrojaba mis cosas encima. Fuera, botamos por el pedregoso pavimento, pasando calle tras calle tenuemente iluminadas entre altas lámparas de gas, y callejón tras callejón brillante con el resplandor de los viles café conciertos nocturnos, y luego, girando, pasamos ruidosamente junto al Circo y Eldorado, y por fin nos detuvimos con una sacudida ante la estación de Bruselas.
Yo no tenía ni un momento que perder. —¡París! —chillé—. ¡Primera clase! —Y, embolsando el talonario de cupones, crucé apresuradamente el andén hacia donde estaba el tren de Bruselas. Un guardia llegó corriendo, abrió la puerta de un vagón de primera clase, la cerró de golpe y pasó la llave después de que yo hubiera subido, y el largo tren se deslizó desde la estación arqueada hacia la mañana iluminada por las estrellas.
Yo estaba solo en el compartimento. La miserable lámpara en el techo parpadeaba tenuemente, iluminando apenas la poco ventilada cabina. No podía ver para leer mi horario, así que me envolví las piernas con la manta de viaje y me recosté a mirar la brumosa mañana. Los árboles, las paredes, los postes de telégrafo pasaban como un relámpago, y cenizas se precipitaban como lluvia en las traqueteantes ventanas. A veces dormía, a ratos, y una vez, despertando de un brinco, miré fijamente el asiento de enfrente poseído por la idea de que alguien estaba allí.
Cuando el tren llegó a Bruselas yo estaba profundamente dormido y el guardia me despertó.
—¿Desayuno, señor? —preguntó.
—Lo que sea —suspiré, y salí al andén frotándome las piernas y tiritando. Los otros pasajeros ya estaban desayunando en el café de la estación, me uní a ellos y logré engullir una taza de café y un panecillo.
La mañana amaneció gris y nublada y me ceñí el guardapolvo para un paseo a lo largo del andén. Marché arriba y abajo, fumando un puro con las manos en los bolsillos, mientras los otros pasajeros se acurrucaban en los compartimentos más cálidos del tren o se quedaban mirando cómo subían el equipaje al vagón de correo de delante. La espera fue muy larga; las manecillas del gran reloj señalaron las seis y el tren seguía inmóvil en el andén. Me acerqué a un guardia y le pregunté si algo andaba mal.
—Accidente en la vía —respondió—. Será mejor que monsieur vaya a su compartimento y trate de dormir, porque puede que nos demoremos hasta el mediodía.
Seguí el consejo del guardia y, arrastrándome hasta mi rincón, me envolví en la manta y me recosté mirando las gotas de lluvia que salpicaban el alféizar de la ventana. Al mediodía el tren no se había movido y yo almorcé en el compartimento. A las cuatro de la tarde, el jefe de estación llegó apresuradamente por el andén gritando: —¡Montez! ¡Montez! Messieurs, s"il vous plaît; y el tren salió de la estación y se alejó rodando por la estepa belga. A veces me dormía, pero el temblor del coche siempre me despertaba, y yo me sentaba parpadeando en la interminable extensión de llanura hasta que una repentina ráfaga de lluvia borraba el paisaje de mis ojos. Por fin un largo y estridente silbido del motor, una sacudida, una serie de golpes y una aparición de pantalones rojos y bayonetas me advirtieron de que habíamos llegado a la frontera francesa. Salí con los demás y abrí mi valija para inspección, pero los aduaneros simplemente la marcaron con tiza, sin examinarla, y yo me apresuré a regresar a mi compartimento en medio de los gritos de los guardias y el repique de las campanas de la estación. Una vez más noté que estaba solo en el compartimento, así que fumé un puro, agradecí al cielo y caí en un sueño sin sueños.
Cuánto tiempo dormí, no lo sé, pero cuando desperté, el tren rugía a través de un túnel. Cuando salió al brillo del campo abierto, miré por la mugrienta ventana manchada de lluvia y vi que la tormenta había cesado y las estrellas brillaban en el cielo. Estiré las piernas, bostecé, me quité la gorra de viaje de la frente y, renqueando, caminé arriba y abajo por el compartimento hasta aliviar mis acalambrados músculos. Luego me senté de nuevo y, tras encender un puro, soplé grandes anillos y nubes de humo fragante por el pasillo.
El tren volaba. Los vagones temblaban y se zarandeaban, y las ventanas vibraban acompañando a los batientes cristales. El humo de mi puro atenuaba la lámpara en el techo y ocultaba de la vista el asiento de delante. ¡Cómo se encrespaba y se retorcía el humo en los rincones, ora subiendo en remolinos, ora flotando por el pasillo como un velo! Me recliné en mi asiento acolchado a observarlo con interés. ¡Qué formas extrañas adoptaba! ¡Qué denso se estaba volviendo! ¡Qué extrañamente luminoso! Ahora había llenado todo el compartimento, bocanada tras bocanada se acumulaba arriba, se agitaba, vacilaba, nublaba las ventanas y borraba la lámpara de la vista. Era muy interesante. Nunca antes había fumado un puro así. ¡Qué marca tan extraordinaria! Examiné la punta y sacudí la ceniza. El puro estaba apagado. Buscando a tientas una cerilla para volver a encenderlo, mis ojos se posaron en la cortina de humo flotante que ondulaba en la esquina de enfrente. Parecía casi tangible. ¡Cómo colgaba como una cortina real, gris, impenetrable! Un hombre podría esconderse detrás. Entonces me vino una idea a la cabeza, y ésta persistió hasta que mi inquietud se acumuló en un vago terror. Traté de combatirla —me esforcé por resistir— pero se asentaba lentamente sobre mí la convicción de que había algo detrás de ese velo de humo, algo que había entrado en el compartimento mientras yo dormía.
—No puede ser —murmuré con los ojos fijos en el brumoso drapeado—. El tren no se ha detenido.
El coche crujía y temblaba. Me puse en pie de un salto y pasé el brazo a través del velo de humo. Entonces se me erizó el pelo en la cabeza. Mi mano tocó otra mano y mis ojos se encontraron con otros dos ojos.
Oí una voz en la penumbra, baja y amable, llamándome por mi nombre; volví a ver esos ojos, tiernos y azules; esos dedos suaves tocaron los míos.
—¿Tiene usted miedo? —dijo ella.
Mi corazón comenzó a latir de nuevo y mi rostro recuperó el calor con la sangre que regresaba.
—Sólo soy yo —dijo ella con suavidad.
Me pareció escuchar mi propia voz hablando como a una gran distancia. —¿Está usted aquí, sola?
—¡Qué cruel de su parte! —balbuceó ella— No estoy sola.
En ese mismo instante, mis ojos se posaron en el profesor, sentado tranquilamente junto a la ventana más alejada. Tenía las manos metidas en los pliegues de una bata con cordones y borlas, por debajo de la cual asomaban dos enormes pies envueltos en pantuflas de felpa. En la cabeza llevaba un gorro de dormir amarillo. No me prestaba la menor atención ni a mí ni a su hija y, salvo por el puro encendido que se movía constantemente entre los labios, podría haber sido tomado por un muñeco de cera.
Entonces comencé a hablar, débilmente, vacilando como un niño.
—¿Cómo han entrado en este compartimento? Usted... ustedes no poseen alas, supongo. No podrían haber estado aquí todo el tiempo. ¿Me lo van a... explicar? Mire, les pregunto muy humildemente, pues no lo entiendo. Estamos en el siglo XIX y estas cosas no encajan. Llevo un sombrero Dunlap, tengo una copia del New York Herald en mi bolsa, el presidente Roosevelt está vivo y... ¡todo es tan irromántico en el mundo! ¿Es esto magia de verdad? Tal vez estoy sufriendo alucinaciones. Tal vez estoy dormido y soñando. Tal vez no estén ustedes aquí en realidad... ¡ni yo ni nadie ni nada!
El tren se zambulló en un túnel y, cuando salió disparado por el otro extremo, el viento frío sopló furiosamente en mi cara desde la ventana más alejada. Estaba abierta de par en par; el profesor se había ido.
—Papá se ha cambiado a otro compartimento —dijo ella en voz baja—. Creo que quizá estaba usted empezando a aburrirlo.
Sus ojos se encontraron con los míos y ella sonrió.
—¿Está muy desconcertado?
La miré en silencio. Ella estaba sentada muy tranquilamente, con las manos cruzadas por encima de la rodilla, el cabello rizado brillando hasta la cintura. Una túnica larga, casi plateada en el crepúsculo, se aferraba a su joven figura; sus pies descalzos estaban hundidos profundamente en un par de relucientes babuchas orientales.
—Cuando huyó usted —suspiró ella— yo estaba dormida y no había tiempo que perder. Apenas tuve un momento para ir a Bombay, encontrar a papá y regresar a tiempo para reunirme con usted. Éste es un atuendo de la India Oriental.
Yo aún estaba en silencio.
—¿Está conmocionado? —preguntó simplemente.
—No —respondí con voz apagada— ya he pasado eso.
—Es usted muy grosero —dijo ella con lágrimas en los ojos.
—No pretendo serlo. Sólo deseo irme, irme a alguna parte y averiguar cuál es mi nombre.
—Su nombre es Harold Kensett.
—¿Está segura? —pregunté ansiosamente.
—Sí, ¿qué le preocupa?
—¿Es todo esto canto llano para usted? ¿Es usted una especie de profeta y médium a segunda vista? ¿No hay nada que se le oculte? —pregunté.
—Nada —titubeó ella.
Me dolía la cabeza y me apreté la sien con la mano.
Un cambio repentino se apoderó de ella. —Soy humana, ¡créame! —dijo con lastimero afán—. De hecho, no les parezco extraña a aquellos que entienden. Usted se pregunta porque me dejó a medianoche en Amberes y despertó encontrándome aquí. Sí, porque me encuentro reencarnada, dotada de sentidos y capacidades que pocos poseen en la actualidad. Si estoy hecha para eso, ¿por qué debería parecer extraño? Todo es muy natural para mí. Si aparezco ante usted...
—¿Aparecer?
—Sí.
—¡Wilhelmina! —chillé—. ¿Puedes desaparecer?
—Sí —murmuró ella— ¿le parece eso impropio de una dama?
—¡Cielo santo! —gruñí.
—¡No lo haga! —gritó con lágrimas en la voz—. ¡Oh, por favor, no lo haga! ¡Ayúdeme a soportarlo! ¡Ojalá supiera lo horrible que es ser diferente de otras chicas, lo mortificante que es para mí poder desaparecer! ¡Oh, cuánto odio y detesto todo ello!
—No llores —le dije mirándola con lástima.
—¡Oh, pobre de mí! —sollozó ella—. Se estremece usted al verme porque puedo desaparecer.
—¡Yo no! —chillé.
—¡Sí, usted sí! ¡Me aborrece, se aparta encogido! ¡Oh, ¿por qué tuve que verle? ¿Por qué entró en mi vida? ¿Qué he hecho en épocas pasadas que ahora, renacida, sufro cruelmente... cruelmente?
—¿Qué quieres decir? —susurré, mi voz tembló de felicidad.
—¿Yo? Nada, pero usted cree que soy un monstruo de fábula.
—Wilhelmina, mi dulce Wilhelmina —dije—, no creo que seas un monstruo de fábula. Te amo. Mira, ¿ves?, estoy a tus pies. Escúchame, querida mía...
Ella volvió esos ojos azules hacia los míos. Vi lágrimas brillando en las curvadas pestañas.
—Wilhelmina, te amo —dije de nuevo.
Lentamente, ella levantó las manos hacia mi cabeza y la sostuvo un momento, mirándome extrañamente. Luego su rostro se acercó más al mío, su cabello brillante cayó sobre mis hombros, sus labios descansaron sobre los míos.
En ese largo y dulce beso, el latido de su corazón respondió al mío, y aprendí mil verdades, maravillosas, misteriosas, espléndidas; pero cuando nuestros labios se separaron en leve caída, el recuerdo de lo que había aprendido también había partido.
—Era tan simple y hermoso —suspiró ella— y yo... yo nunca lo vi. Pero los Mahatmas sabían... ah, sabían que mi misión sólo podía cumplirse a través del amor.
—Y la cumpliste —susurré— porque me enseñarás a mí, a mí, tu esposo.
—¿Y... y no se impacientará usted? ¿Intentará creer?
—Creeré lo que me digas, amor mío.
—¿Incluso sobre... gatos?
Antes de que yo pudiera responder, se abrió la ventana del otro lado y un gorro de dormir amarillo, seguido por el profesor, entró desde algún lugar exterior. Wilhelmina se hundió atrás en su sofá, pero el profesor no necesitaba que se lo dijeran, y ambos supimos que él ya estaba muy ocupado leyendo nuestros pensamientos.
Por un instante hubo un silencio de muerte, el tiempo suficiente para que el profesor comprendiera todo el significado de lo que había sucedido. Luego pronunció una única exclamación. —¡Oh!
Después de un rato, no obstante, me miró por primera vez esa noche y dijo: —Congratúlese, Sr. Kensett, estoy seguro —ató varios nudos en el cordón de su bata, encendió un puro, y no nos prestó más atención a ninguno de los dos. Unos momentos después volvió a abrir la ventana y desapareció. Yo miré al otro lado del pasillo hacia Wilhelmina.
—Puede usted acercarse a mi lado —dijo ella tímidamente.
Eran casi las diez y nuestro tren se acercaba rápidamente a París. Pasamos aldea tras aldea envueltos en bruma, estación tras estación entre rutilantes farolillos rojos, azules y amarillos, y luego aceleramos de nuevo con el eco de las campanas de trasbordo sonando en los oídos.
Cuando por fin el tren aminoró la marcha y se detuvo, abrí la ventana y miré hacia un largo y húmedo andén que brillaba bajo las luces eléctricas.
Un guardia pasó corriendo, abrió las puertas de cada compartimento y gritó: —¡Próxima parada, París! Billetes, por favor.
Le entregué mi talonario de cupones, del cual el guardia arrancó varios antes de devolverlo. Luego levantó su linterna y miró dentro del compartimento, diciendo: —¿Monsieur está solo?
Me giré hacia Wilhelmina.
—Quiere tu billete, dámelo —le dije a ella.
—¿Qué es eso? —preguntó el guardia.
Miré ansiosamente a Wilhelmina.
—Si tu padre tiene los billetes... —comencé, pero el guardia me interrumpió y espetó:
—Monsieur, se tomará la molestia de recordar que no entiendo inglés.
—¡Silencio! —dije bruscamente en francés—. No estoy hablando con usted.
El guardia me miró estúpidamente, luego a mi equipaje y, finalmente, entrando al compartimento, se arrodilló y miró debajo de los asientos. Luego se levantó muy enrojecido y salió cerrando la puerta. No le había prestado la más mínima atención a Wilhelmina, pero le oí decir claramente: —¡Sólo los ingleses y los idiotas hablan con ellos mismos!
—Wilhelmina —titubeé—, ¿quieres decir que ese guardia no podía verte?
Ella comenzó a verse tan seria de nuevo que simplemente agregué: —No importa, no me importa si eres invisible o no, querida.
—No soy invisible para ti —dijo ella;—, ¿por qué debería preocuparte eso?
Un gran ruido de campanas y silbidos ahogó nuestras voces y, entre el zumbido de las campanas, el silbido del vapor y los gritos de: "¡París! ¡Todos fuera!", nuestro tren se entró en la estación.
Fue el profesor quien abrió la puerta de nuestro carruaje. Allí estaba él, ajustándose tranquilamente su gorro de dormir amarillo y ciñéndose la bata con las borlas de cordón.
—¿Dónde ha estado? —le pregunté.
—En el motor —dijo él
—¿En el motor?, supongo que se refiere a... —dije.
—No. Me refiero en el motor, en el piloto. Fue muy refrescante. ¿Adónde estamos yendo ahora?
—¿Conoce usted París? —preguntó Wilhelmina, volviéndose hacia mí.
—Sí. Creo que será mejor que tu padre te lleve al Hôtel Normandie de la rue de l"Échelle.
—Pero ¡usted debe alojarse allí también! —dijo ella.
—Por supuesto, si lo deseas.
—Ella rió nerviosamente.
—¿No ve que mi padre y yo no podríamos reservar habitaciones, ahora? Debe reservar tres habitaciones para usted.
—¿Por qué? —pregunté estúpidamente.
—Oh, querido, porque somos invisibles.
Traté de reprimir un escalofrío. El profesor le ofreció el brazo a Wilhelmina y, mientras yo estudiaba su atuendo, agradecí al cielo que fuera invisible.
En la puerta de la estación paré un carruaje de cuatro plazas y nos alejamos traqueteando por las pedregosas calles, brillantes con chorros de gas. En unos momentos rodábamos suavemente por la Avenue de l'Opéra, giramos en la Rue de l'Échelle y paramos. Un brillante mozo, lleno de botones, salió a tomar mi equipaje y nos precedió hacia el vestíbulo.
Yo, con Wilhelmina del brazo y el profesor arrastrando los pies a mi lado, me acerqué a la mesa de recepción.
—¿Habitación? —dijo el recepcionista—. Tenemos una habitación muy agradable en la segunda planta frente a la Rue St. Honoré.
—Pero nosotros, es decir, quiero tres habitaciones, ¡tres habitaciones separadas! —dije.
El empleado se rascó la barbilla. —¿Monsieur, está esperando amigos?
—Diga que sí —susurró Wilhelmina con la sospecha de una carcajada en su voz.
—Sí —repetí débilmente.
—¿Caballeros, por supuesto? —dijo el empleado, mirándome con detenimiento.
—Una dama.
—¿Casada, por supuesto?
—¿Qué le importa eso a usted? —dije con brusquedad—. ¿Qué pretende hablándonos como..?
—¿Hablándoles?
—Quiero decir hablándome —dije muy agitado—. Deme las habitaciones y déjeme ir a la cama, ¿quiere?
—Monsieur recordará —dijo el recepcionista con frialdad— que éste es un hotel antiguo y respetable.
—Lo sé —dije sofocando mi rabia.
El empleado me miró con recelo.
—¡Front! —gritó con irritante deliberación—, muéstrale a este caballero el apartamento diez.
—¿Cuántas habitaciones hay? —exigí.
—Tres dormitorios y un salón.
—La tomaré —dije con compostura.
—Provisionalmente —murmuró el empleado con insolencia.
Tragándome el insulto, seguí al botones por las escaleras, manteniéndome entre él y Wilhelmina, porque temía verlo caminar a través de ella como si ella fuera de aire. Una elegante doncella se levantó para recibirnos y nos condujo por el pasillo de un apartamento grande. Abrió de par en par todas las puertas de los dormitorios y dijo: —¿Tendrá monsieur la bondad de elegir?
—¿Cuál vas a tomar tú? —comencé volviéndome hacia Wilhelmina.
—¿Yo? ¡Monsieur! —gritó la doncella asustada.
Eso me molestó por completo. —Tenga —murmuré deslizando un poco de plata en su mano—, ahora, por amor del Cielo, ¡Vuele!
Cuando desapareció con un dudoso "¡Merci, monsieur!", le entregué las llaves al profesor y le pedí que arreglara el asunto con Wilhelmina.
Wilhelmina ocupó la habitación de la esquina, el profesor corrió a la siguiente, y yo di las buenas noches y me arrastré fatigado a mi habitación. Me senté y traté de pensar. Una gran sensación de fatiga me lastraba el espíritu.
—Pienso mejor sin ropa —dije, y me quité el abrigo de los hombros. ¡Qué cansado estaba!—. Pienso mejor en la cama —murmuré colgando la corbata en el tocador y lanzando la camisa después. Ciertamente estaba muy cansado—. Ahora —bostecé agarrando la almohada y colocándola debajo de la cabeza—, ahora puedo pensar un poco —Pero antes de que mi cabeza cayera sobre la almohada, el sueño me cerró los ojos.
Comencé a soñar de inmediato. Parecía como si tuviera los ojos bien abiertos y el profesor estuviera de pie junto a mi cama.
—Joven —dijo—, ¡has ganado a mi hija y debes pagar al flautista!
—¿Qué flautista? —dije.
—El Flautista de Hamelín no creo que sea —respondió el profesor vulgarmente y, antes de que pudiera darme cuenta de lo que él estaba haciendo, se había sacado una flauta de caña de la bata y se puso a sonar un aire extrañamente molesto. Luego ocurrió algo espantoso. Gatos empezaron a entrar en tropel en la habitación, gatos a centenares (mininos y atigrados, grises, amarillos, malteses, persas, de manx), todos ronroneando y todos marchando dando vueltas y vueltas, restregándose en los muebles, en el profesor e incluso en mí. Yo luché contra la pesadilla.
—¡Lléveselos! —traté de jadear.
—¡Pamplinas! —dijo—, aquí hay una vieja amiga.
Vi la blanca gata atigrada del Hôtel St. Antoine.
—Una vieja amiga —repitió, y tocó una lúgubre melodía con su caña.
Vi a Wilhelmina entrar en la habitación, levantar a la atigrada blanca en brazos y llevarla a mi lado.
—Dale la mano —le ordenó ella.
Para mi horror, la gata atigrada extendió deliberadamente una pata y me dio unos golpecitos en los nudillos.
—¡Oh! —grité en agonía—. ¡Éste es un sueño horrible! ¡Por qué, oh, por qué no puedo despertar!
—Sí —dijo ella dejando caer al gato—, esto es en parte un sueño, pero algo de esto es real. Recuerda lo que te digo, cariño. Tienes que ir mañana por la mañana y encontrarte con el tren de las doce en punto desde Amberes en la Gare du Nord. Papá y yo vamos a París en ese tren. ¿Es que no sabes que no estamos aquí ahora, so tonto? Buenas noches, entonces. Me alegrará mucho verte.
La vi deslizarse fuera de la habitación, seguida por el profesor, quien tocaba un alegre paso rápido que los gatos danzaban de dos en dos.
—Buenas noches, señor —decía cada gato al pasar junto a mi cama; y ya no soñé más.
Cuando desperté, la habitación, la cama, se habían desvanecido. Yo estaba en la calle, caminando rápido. El sol brillaba sobre las amplias y blancas aceras de París, y las corrientes de la vida ocupada fluían a mi vera a ambos lados. ¡Qué rápido estaba caminando! ¿Adónde diablos iba? Seguramente tenía yo asuntos que necesitaban atención inmediata en algún lugar. Traté de recordar cuándo me había despertado, pero no pude. Me pregunté dónde me había vestido; al parecer me había tomado grandes molestias con mi acicalado, pues estaba inmaculado, con monóculo y todo, incluso una rosa de tallo largo se acurrucaba en mi ojal. Conocía París y reconocía las calles por las que me apresuraba. ¿Adónde podría yo estar yendo? ¿Cuál era mi prisa? Miré mi reloj y descubrí que no tenía un momento que perder. Luego, cuando las campanas de la ciudad sonaron al mediodía, me apresuré a entrar en la estación de ferrocarril de la Rue Lafayette y salí al andén. Miré por la brillante vía, doblando la distante curva venía disparada una locomotora seguida de una larga línea de vagones. Se acercaba cada vez más mientras sonaban los gongs de las estaciones y las campanas a lo largo de la vía.
—¡Expreso de Amberes! —gritó el subjefe de estación y, mientras el tren avanzaba por el andén embaldosado, salté sobre los escalones de un vagón de primera clase y abrí la puerta.
—¿Cómo está, Sr. Kensett? —dijo Wilhelmina Wyeth saltando con ligereza hacia el andén—. Es muy amable de su parte venir hasta el tren —En el mismo momento, un caballero calvo y de ojos apacibles emergió de las profundidades del mismo compartimento llevando una gran cesta cubierta.
—¿Cómo estás, Kensett? —dijo el profesor—. Me alegra verte de nuevo. Hace bastante calor en ese compartimento. No, no confiaré esta canasta a un hombre del expreso. Ofrécele a Wilhelmina tu brazo y yo os seguiré. Vamos a la Normandía, creo.
Toda la mañana tuve a Wilhelmina para mí solo, y en la cena me senté a su lado, con el profesor enfrente. Este último estaba bastante alegre, pero casi me arruinaba el apetito, pues olía fuertemente a hierba gatera. Después de la cena se puso inquieto y se movió en su silla hasta que le trajeron el café. Después subimos a la sala de nuestro apartamento, donde su inquietud aumentó hasta tal punto que me atreví a preguntarle si estaba bien de salud.
—Es esa canasta, la canasta cubierta que tengo en la habitación contigua —dijo.
—¿Cuál es el problema con la canasta? —le pregunté.
—La canasta está bien, pero el contenido me preocupa.
—¿Puedo preguntar cuál es el contenido? —aventuré.
El profesor se levantó.
—Sí —dijo—, puedes preguntarle a mi hija —Salió de la habitación, pero reapareció poco después llevando un platito de leche.
Lo vi entrar en la habitación de al lado, que era la mía.
—¿Para qué diablos está metiendo eso en mi habitación? —le pregunté a Wilhelmina—. Yo no tengo gatos.
—Pero los tendrás —dijo ella.
—¿Yo? ¡Nunca!
—Lo harás si te lo pido.
—Pero... pero no me lo pedirás.
—Pero lo hago.
—¡Wilhelmina!
—¡Harold!
—Detesto a los gatos.
—No debes.
—No puedo evitarlo.
—Lo evitarás cuando te lo pida. ¿No me he entregado yo a ti? ¿No harás un pequeño sacrificio por mí?
—No entiendo.
—¿Rechazarías mi primera solicitud?
—No —dije miserablemente—, me quedaré con docenas de gatos...
—No te pido eso, sólo deseo que te quedes con uno.
—¿Era eso lo que tenía tu padre en esa canasta? —pregunté con sospecha.
—Sí, la canasta vino de Amberes.
—¡Qué! ¡La gata blanca de Amberes! —chillé.
—Sí.
—¿Y me pides que me quede con esa gata? ¡Oh, Wilhelmina!
—¡Escucha! —dijo—. Tengo una larga historia que contarte. Acércate más, más cerca de mí. ¿Dices que me amas?
Me incliné y la besé.
—Entonces he de ponerte a prueba —murmuró.
—¿Ponerme a prueba?
—Escucha. Esa gata es el mismo gato que salió corriendo del apartamento en el Waldorf cuando tu tía abuela dejó de existir... en forma humana. Mi padre y yo, habiendo recibido noticias de los Mahatmas de la Compañía de Crédito, dimos cobijo y nos encariñamos del gato. Los Mahatmas nos ordenaron que te convirtiéramos. La tarea era espantosa, pero no existe eso de rehusar una orden, y trazamos nuestros planes. Ese hombre con una mancha blanca en el pelo era mi padre.
—¿Qué? Si tu padre es calvo.
—Llevaba una peluca entonces. La mancha blanca provino de dejar caer productos químicos en la peluca mientras él experimentaba con una sustancia que tú no podrías comprender.
—Entonces... entonces esa pista era inútil. Pero ¿quién podría haber cogido el Diamante Carmesí? ¿Y quién fue el hombre con la mancha blanca en la cabeza que intentó vender la piedra en París?
—Ese fue mi padre.
—¡Él se llevó el Diamante Carmesí! —chillé boquiabierto.
—Sí y no. Aquello era sólo una piedra de pasta que él tenía en París. Era para atraerte aquí. También tenía el verdadero Diamante Carmesí.
—¿Tu padre?
—Sí. Ahora lo tiene en la habitación de al lado. ¿Es que no ves cómo desapareció, Harold? ¡Vaya, el gato se lo tragó!
—¿Quieres decir que la gata blanca atigrada se tragó el Diamante Carmesí?
—Por error. Ella intentaba sacarlo de la bolsa de terciopelo y, como la bolsa también estaba llena de hierba gatera, no pudo resistir dar un bocado, y desafortunadamente en ese momento tú irrumpiste por la puerta y asustaste tanto al gato que se tragó el Diamante Carmesí.
Hubo una dolorosa pausa. Por fin dije:
—Wilhelmina, puesto que eres capaz de desaparecer, supongo que también serás capaz de conversar con los gatos.
—Sí —respondió ella tratando de contener las lágrimas de la mortificación.
—¿Y esa gata te dijo esto?
—Lo hizo.
—¿Y mi Diamante Carmesí está dentro de esa gata?
—Sí.
—Entonces —dije con firmeza—, voy a cloroformar al gato.
—¡Harold! —gritó ella de terror.—. ¡Esa gata es tu tía abuela!
No sé hasta el día de hoy cómo soporté la conmoción de ese anuncio, ni cómo logré escuchar mientras Wilhelmina trataba de explicar la teoría de la transmigración, pero todo aquello era chino para mí. Sólo sabía que yo era un pariente consanguíneo de un gato, y la idea casi me vuelve loco.
—Inténtalo, querido mío, intenta amarla —susurró Wilhelmina—, ella debe ser muy preciosa para ti.
—Sí, con mi diamante dentro de ella —respondí débilmente.
—No debes descuidarla —dijo Wilhelmina.
—Oh, no, siempre tendré mis ojos puestos en ella, quiero decir, la rodearé de lujo, eh, leche, huesos, hierba gatera y libros, ehh, ¿sabe leer?
—No los libros que leen los seres humanos. Ahora ve y habla con tu tía, Harold.
—¡Eh! ¿Cómo diantres...?
—Ve, hazlo por mí, trata de ser cordial.
Ella se levantó y me condujo sin resistencia hasta la puerta de mi habitación.
—¡Cielo santo! —gemí—, esto es horrible.
—¡Coraje, querido mío! —me susurró—. Sé valiente por amor a mí.
La atraje hacia mí y la besé. Perlas de sudor frío comenzaron en las raíces de mi cabello, pero apreté los dientes y entré a la habitación a solas. El cuarto estaba a oscuras y yo quedé allí de pie en silencio, sin saber adónde ir. ¡Temiendo pisar a mi tía! Luego, a través del triste silencio, grité: —¡Tía!
Un débil ruido llegó a mi oído y me enfermó el corazón, pero caminé hacia la oscuridad, llamando con voz ronca:
—¡Tía Atigrada! ¡Soy tu sobrino!
De nuevo el sonido débil. Algo se agitaba allí entre las sombras, una forma que se movía suavemente a lo largo de la pared, una sombra que se deslizó a mi lado, se detuvo, vaciló y se lanzó debajo de la cama. Luego yo me arrojé al suelo, profundamente conmovido, rogando, implorando a mi tía que viniera a mí.
—¡Tía! ¡Tía! —murmuré—. ¡Tu sobrino está esperando para llevarte a su corazón!
Por fin vi los ojos de mi tía abuela brillando en la oscuridad.
La voz del joven se tornó silenciosa y solemne, y él levantó la mano en silencio:
—Cierre la puerta. ¡Ese encuentro no es para los ojos del mundo! Cierre la puerta a esa escena sagrada donde la tía abuela y el sobrino se unen por fin.
Siguió una larga pausa. En el sensible rostro de la Srta. Barrison se veía una profunda emoción. Ella dijo:
—Entonces, ¿estás casado?
—No —respondió el Sr. Kensett con voz mortificada.
—¿Por qué no? —pregunté yo asombrado.
—Porque —dijo—, aunque mi prometida estaba dispuesta a aceptar a un gato como su tía abuela, no pudo soportar las complicaciones que siguieron.
—¿Qué complicaciones? —preguntó la Srta. Barrison.
El joven suspiró profundamente, sacudiendo la cabeza.
—Mi tía abuela tuvo gatitos —dijo en voz baja.
La tremenda importancia científica de estas experiencias me emocionó más allá de toda medida. La simplicidad de la narración, la elaborada atención a los detalles corroborativos, todo daba irresistible testimonio de la verdad de estos relatos de fenómenos vitalmente importantes para todo el mundo de ciencia.
Todos cenamos juntos esa noche —una pequeña y seria compañía de buscadores de conocimientos en la vasta naturaleza salvaje de lo inexplorado— y nos quedamos mucho tiempo en el vagón restaurante, planteando preguntas, avanzando teorías, especulando sobre posibilidades de gran interés. Nunca antes había conocido yo a un hombre cuyos parientes fueran gatos y gatitos, pero él no parecía compartir mi entusiasmo al respecto.
—Verá —dijo él mirando a la Srta. Barrison—, puede que sea interesante desde un punto de vista puramente científico, pero ya ha demostrado ser un obstáculo para mi matrimonio.
—¿Eran negros los gatitos? —consulté.
—No —dijo—, mi tía trazó la línea de color, me enorgullece decir.
—No veo —dijo la Srta. Barrison—, por qué el hecho de que su tía abuela sea un gato debería impedirle a usted casarse.
—¡Eso no me lo impediría! —dijo el joven rápidamente.
—Ni a mí —barruntó la Srta. Barrison—, si estuviera realmente enamorada.
Mientras tanto, yo había estado muy ocupado pensando en el profesor Farrago y, al llegar a una teoría interesante, la adelanté.
—Si —comencé— él se casa con una de esas mujeres transparentes, ¿qué pasa con los niños?
—Algunos serían, sin duda, transparentes —dijo Kensett.
—Puede que sólo sean translúcidos —sugirió la Srta. Barrison.
—O parcialmente opacos —aventuré—. Pero ese es un matrimonio arriesgado, no poder ver uno en qué anda la esposa...
—Esa es una tonta reflexión sobre las mujeres —dijo la Srta. Barrison en voz baja—. Además, una chica no necesita ser transparente para ocultar lo que está haciendo.
Esta observación pareció poner fin a nuestra tripartita conferencia de sobremesa. La Srta. Barrison se retiró a su compartimento en ese momento. Después de un último puro, fumado casi en silencio, el joven y yo nos despedimos cortésmente y nos retiramos a nuestras respectivas literas.
Creo que fue en Richmond, Virginia, donde me despertó el mozo de equipajes zarandeándome muy suavemente y repitiendo, con una voz agradable y monótona: —¡Telegrama para usted, señor! ¡Telegrama para el Sr. Gilland, señor! ¡Le llevo llamando once veces desde el desayuno, señor! ¡Última llamada para el almuerzo, señor! ¡Telegrama para...!
—¡Cielos! —murmuré sentándome en mi litera—. ¡Ya es tan tarde! ¿Dónde estamos? —me levanté hasta la persiana de la ventana y parpadeando ante una inundación de sol.
—¿Telegrama? —dije bostezando y frotándome los ojos—. Dámelo. Está bien, ahora sal. ¡Cierra la cortina! ¡No quiero que todo el coche critique mi pijama rosa!
—No hay nadie en el coche por quien excusarse, señor —sonrió el mozo de equipajes, retirándose.
Lo escuché, pero no comprendí, sentado allí, adormilado, desplegando el telegrama garabateado. De repente mis ojos se abrieron de par en par. Escaneé el despacho con asombrada incredulidad:
Atlanta, Georgia.
No pudimos evitarlo. Amor a primera vista. Casados esta mañana en Atlanta. Muy felices. Perdón. Bendición telegráfica..
(Firmado) Harold Kensett, Helen Barrison Kensett.
—¡Mozo! —grité—. ¡Mozo! ¡Ayuda!
No hubo respuesta.
—¡Oh, Señor! —gemí y me di la vuelta, hundiendo la cabeza en las mantas; pues comprendí por fin que la ciencia, la más celosa y exigente de las amantes, jamás podría tolerar un rival.
Fuente: Wikipedia y DRAE.
[1] alca gigante: El alca gigante, Pinguinus impennis, es una especie extinta de ave de la familia Alcidae. Fue la más grande de las alcas. A diferencia de las especies actuales de alcas, la gigante carecía de la capacidad de vuelo, aunque era una buena nadadora y buceadora.
El alca gigante también se denomina alca imperial, gran pingüino o simplemente pingüino. Originalmente fue llamada pingüino, la única ave que recibía este nombre (derivado del gaélico pen gwyn, "cabeza blanca", haciendo alusión a las dos manchas blancas que presentaba en la cabeza). Posteriormente, los marineros y exploradores de los mares antárticos (en su mayor parte británicos, norteamericanos y escandinavos ) comenzaron a llamar también pingüinos a las aves no voladoras del Hemisferio Sur (hasta entonces conocidas como pájaros bobos o patos bobos), debido a su fuerte parecido externo fruto de la convergencia evolutiva.
Los ejemplares adultos tenían alrededor de un metro de altura y llegaban a pesar 5 Kg. El plumaje era negro en las alas y la espalda, cuello y cabeza. A los lados de esta destacaban dos manchas blancas, del mismo color que el abdomen. Las patas eran oscuras y palmeadas, y el pico, usado para arponear peces bajo el agua, era muy robusto, razón por la cual los escandinavos la conocían como geirfugl o garefowl (ave lanza). El rasgo más distintivo de estas aves era su incapacidad para volar, debido a su adaptación al buceo. Formaban parejas que incubaban un único huevo extraordinariamente grande (13 cm de longitud y 400 g de peso) sobre los acantilados o las playas durante la época de reproducción.
El alca gigante sufrió una intensa persecución por caza, recolección de huevos y plumas y agotamiento de su alimento por la sobreexplotación pesquera. Su incapacidad para volar y lo apetitoso de sus huevos y carne las hacían un apreciado alimento y unas presas perfectas ya en la prehistoria, como demuestran varios yacimientos paleolíticos.
A finales del siglo XVI ya había desaparecido de la Europa continental. En América del Norte solo abundaba al norte de Nueva York. Los naturalistas del siglo XVIII describen su sabor como atroz, pero parece que los marineros no tenían un paladar muy exquisito y paraban a menudo durante sus viajes para aprovisionarse de su carne y, sobre todo, de sus huevos. Cuando Linneo nombró la especie, inicialmente como Alca impennis en 1758, el alca gigante era un animal sumamente raro en Europa, incluso en islas del mar del Norte donde abundaba un siglo antes. En 1790 se capturó un ejemplar en Kiel, lo que causó gran extrañeza por ser el único visto en el mar Báltico en años. Hacia 1800, la especie ya se había extinguido en Norteamérica y su distribución se reducía a Islandia.
Sorprendentemente, mientras el ave se extinguía en el resto del mundo, las alcas abundaban por cientos en algunos lugares de Islandia, como la isla de Geirfuglasker, adonde se dirigían con frecuencia los marineros para aprovisionarse de carne. La peligrosidad y la poca rentabilidad mantenían a salvo a las últimas alcas gigantes, de tal manera que algunos años ni siquiera arribaba allí un solo barco. Su suerte cambió durante las guerras napoleónicas, cuando dos barcos arribaron allí en 1808 y 1813 (esta última vez en plena época de anidación) y se cobraron cientos de aves y huevos sin respetar nada. Para colmo, un terremoto en 1830 hizo desaparecer la isla de Geirfuglasker bajo las aguas. Las alcas gigantes emigraron a otros lugares de Islandia donde no se habían visto en años (y fueron cazadas de todos modos), e incluso apareció una, casi muerta de hambre, en las costas de Irlanda. La isla de Eldey, cerca de la desaparecida Geirfuglasker, se convirtió en el hogar de las últimas parejas supervivientes.
Un ave tan sumamente rara despertó entonces el interés de todos los coleccionistas europeos, que pagaban cantidades cada vez más desorbitadas por hacerse con una piel o un ejemplar disecado de alca gigante. En 1840, los marineros de la zona informaron de que la población había desaparecido. En 1844, Carl Siemsen, de Reikiavik, persuadió al pescador Vilhjalmur Hakonársson para realizar una última expedición a la isla, pues había oído que en Dinamarca ofrecían 100 coronas por un solo pellejo de alca gigante. Hakonársson desembarcó en Eldey el 2 de junio junto con otros tres hombres, y dos días más tarde consiguieron divisar entre las gaviotas una pareja de alcas en su nido. Las mataron y ya no se volvió a tener noticia de ningún otro ejemplar vivo. Varios museos de Europa y Estados Unidos conservan plumas, huesos y huevos de alcas gigantes, especialmente de la "cosecha" de 1830-1831. El último ejemplar vivo fue visto en 1852 en Terranova.
[2] Audubon: Se refiere a John James Audubon (1785-1851) ornitólogo, naturalista y pintor francés, nacionalizado estadounidense en 1812, considerado como el primer ornitólogo de América. Comenzó cerca de Filadelfia el estudio de la naturaleza realizando los primeros anillamientos del continente americano. Audubon ató hilos a las patas de Sayornis Phoebes y determinó que volvían a los mismos lugares de anidamiento año tras año. Después de una bancarrota, navegó por el río Misisipi con su arma, sus pinturas y un asistente con la intención de encontrar y dibujar todas las aves de América del Norte.
Para dibujar o pintar las aves, Audubon tenía que dispararles primero, realizando un disparo fino para evitar hacerlas pedazos. Entonces usaba alambres para mantenerlas derechas y conseguir una postura natural. Audubon una vez escribió: «Digo que hay pocas aves cuando mato menos de cien en un día.» Uno de sus biógrafos, Duff Hart-Davis, revela, «cuanto más rara era el ave, con mayor impaciencia la perseguía Audubon, sin preocuparse por que su muerte acercase un poco más a la especie a su extinción.»
Fue apodado The American Woodsman y consiguió suficiente dinero para publicar su libro The Birds of America. Esta obra consistía en láminas a tamaño natural grabadas y pintadas a mano. Incluso el rey Jorge IV se convirtió en un admirador de Audubon, quien fue nombrado miembro de la Royal Society de Londres. Mientras se encontraba en Edimburgo para buscar suscripciones para su libro, dio una demostración de su método de usar alambres para mantener a las aves muertas en la Wernerian Natural History Association del profesor Robert Jameson. Uno de los alumnos entre la audiencia era Charles Darwin.
[3] gamusino: (ganso, en el original). animal imaginario cuyo nombre se usa para gastar bromas a los cazadores novatos. Términos similares son el extremeño gangüezno, la forma andaluza gambusino, la versión portuguesa gambozino, la valenciana gambosí y el término catalán gambutzí ("enano tan diminuto que apenas es visible"; este término fue recogido en 1950 por el folclorista catalán Joan Amades en su Costumari Català); y a su vez se relaciona con el provenzal gambosí o gabuzo (engaño).
[4] dingue: animal ficticio.
[5] ux: animal ficticio.
[6] casuarios: o Casuarius es un género de aves Casuariiformes de la familia Casuariidae. Está compuesto por tres especies que se distribuyen entre Australia y Nueva Guinea. Son aves solitarias, no voladoras y muy agresivas, que viven en la lluviosa selva tropical, donde se alimentan de las frutas caídas, de algunos hongos y de pequeños animales. Su plumaje negro está formado por ásperos calamos, algunos de ellos terminan en filamentos como pelos. El cuello es de color azul y rojo (carúncula) y tienen una gran protuberancia ósea sobre la cabeza, llamada casco, que puede dar protección al ave en los momentos en que el animal se desplaza entre la densa vegetación de su hábitat, también puede usarlo como defensa en algún momento que se sienta amenazada.
[6] zumbok: animal ficticio.
[7] coontie: (o koonti) derivado de «contin hateka» de la lengua de la tribu Seminola. Se refiere a la Zamia integrifolia, la Zamia nativa del sudeste de los Estados Unidos (Florida y Georgia), Bahamas, Cuba, Gran Caimán y posiblemente extinta en Puerto Rico y Haití. Otros nombres, como el arrowroot de Florida y el sagú sagrado, se refieren al antiguo uso comercial de esta especie de planta como fuente de un almidón comestible.
Se trata de una planta de bajo crecimiento, tronco desde 3 hasta 25 cm de altura, pero a menudo es subterráneo. Con el tiempo, el tronco forma un racimo multi-ramificado, con un sistema tubular grande, que es extensión de los tallos sobre el suelo. Como otras cícadas, la Zamia integrifolia es dioica, plantas masculinas y femeninas. Los conos machos son cilíndricos, de hasta 16 cm de largo. Los conos hembra son alargados y ovoides, de 19 cm de largo y 6 cm de diámetro.
Produce conos de semilla rojiza con una punta acuminada. Las hojas tienen hasta un metro de largo, con hasta 30 pares de folíolos. Cada folio es lineal a lanceolado, u obovado oblongo, de hasta 25 cm de largo y 2 cm de ancho. La controversia ha existido durante mucho tiempo sobre la clasificación de la Zamia en Florida. Estudios realizados por Ward demostraron que cinco poblaciones diferentes de Z. integrifolia con un cultivo idéntico producían una morfología distinta de la hoja, lo que sugiere que puede haber demasiada diversidad genética entre estas Z. integrifolia de Florida, por no mencionar las poblaciones geográficamente aisladas, para ser consideradas como una sola especie.
La planta tiene una importancia crítica para la mariposa Eumaeus atala. La mariposa, que se creía extinta hasta hace poco, depende para su supervivencia de la Zamia integrifolia, así como varias otras especies de Zamia. En la fase larvaria, la oruga Eumaeus atala come exclusivamente las hojas de la Zamia integrifolia.
Todas las partes de la Zamia integrifolia son tóxicas para los seres humanos si se comen crudas. La preparación de almidón comestible de las raíces requiere un procesamiento complejo. Todas las partes de las plantas también son venenosas para los perros y el ganado.
[8] Srta. Muffet: protagonista de un poema popular infantil de origen incierto, cuya versión de 1805 (hay versiones donde la araña es grande) dice, más o menos:
La Srta. Muffet
se sentó en un tuffet (en un taburete bajo, aunque posiblemente sea un montículo de hierba)
A comer cuajada y natita.
Ahí llegó una arañita
Que a su lado se sentó
Y a la Srta. Muffet espantó.
________
Little Miss Muffet
She sat on a tuffet,
Eating of curds and whey;
There came a little spider,
Who sat down beside her,
And frighten'd Miss Muffet away.
[9] cananga: cananga odorata, planta aromática de Siam, de la familia de las Anonáceas, usada en perfumería.
[10] The Battery: anteriormente conocido como Battery Park, es un parque público de 25 acres (10 ha) ubicado en el extremo sur de la Isla de Manhattan en la ciudad de Nueva York. El parque contiene atracciones como un antiguo fuerte llamado Castle Clinton; múltiples monumentos; y el carrusel SeaGlass. El área circundante, conocida como South Ferry, contiene múltiples terminales de ferry, incluida la terminal Whitehall de Staten Island Ferry.
[11] pretendiente: perdido en la traducción, popper (en el original) se pronuncia casi igual que papa.
[12] Penny Royal: en inglés, pennyroyal es poleo, Mentha pulegium, una planta de la familia de las mentas usada en varios tratamientos médicos y como repelente de pulgas.
[13] hombre picoteado por una gallina: Perdido en la traducción, hen-pecked man en el original. El adjetivo henpecked alude a una persona molestada, incordiada constantemente. Usado particularmente para calificar a los esposos que son incordiados por una esposa mandona.