Créditos

    Titulo: El vector

    Autor: MCM (mcm.1889.ca/)

    Copyright © 2023 1889 Labs Ltd. (CC-BY-NC-SA, algunos derechos reservados)

    Versión gratuita. Prohibida su venta.

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    Traducción, edición y portada: Artifacs, septiembre-octubre 2023.

    Imágenes de portada tomadas de Neural Love bajo licencia CC0.

    Ebook publicado en Artifacs Libros en octubre 2023

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    Titulo original: The Vector

    Copyright © 2009 1889 Labs Ltd (CC-BY-NC-SA, algunos derechos reservados)

    Texto en inglés publicado en Obooko

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Licencia Creative Commons

    El vector se publica bajo Licencia CC-BY-NC-SA 4.0 https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/legalcode.es

    Si quieres hacer una obra derivada, por favor, incluye el texto de la sección de Créditos de este eBook.

Licencia CC-BY-NC-SA

    

    Esto es un resumen inteligible para humanos (y no un sustituto) de la licencia, disponible en castellano.

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Sobre el autor

    Michael Milligan (más conocido en la red como MCM) es guionista, autor y programador. Se inició en el movimiento de la cultura libre con la exitosa fábula de Internet The Pig and the Box ("El cerdo y la caja"). Siguió con la galardonada serie de acción animada RollBots, que se emitió en YTV y en todo el mundo. Desde entonces, se ha mantenido ocupado lanzando proyectos de ficción experimental como las novelas escritas en vivo Typhoon (escrita en vivo y en directo en internet en 72 horas), The New Real (escrita en 48 horas en io9.com) y The Archivists (72 horas en el Festival The Game Is Up en Gante, Bélgica). Continúa escribiendo para una variedad de series infantiles (Justin Time de Disney Jr, Terrific Trucks de Sprout, Shutterbugs de TVO), mientras sigue creando series de género y series de ficción para adultos.

Obras de MCM disponibles online

    • The Virus Coder's Girl, 2009

    • TorrentBoy: Zombie World!, 2009

    • The Vector, 2009

    • Other Sides: 12 Webfiction Tales, 2010

    • Typhoon (Dustrunners Book 1), 2010

    • Kidney Disease Gave Me Brain Damage, 2011

    • Risk the Queen (Lennie Carson Mysteries Book 1), 2015

    • Valerie I (The Archivists Book 1), 2015

    • The Bellhop Plot (Lennie Carson Mysteries Book 2), 2015

    • Cutest Little Thing, 2015

    Michael vive en Ottawa, Canadá. Puedes saber más sobre MCM en:

    • Web: mcm.1889.ca

    • Facebook: facebook.com/mcm1889ca

    • Amazon: amazon.com/MCM/e/B002GGD2IS/

Dedicatoria

    Para Rie:

    Gracias por no odiar ésto

PARTE 1

del 21 al 27 de Noviembre

Capítulo 01

    Chemnitz, Alemania

    21 de noviembre

    La pintura se desprendìa del columpio del jardín delantero y copos amarillos caían sobre la hierba muerta como nieve abrasada por el sol. Sin viento desde hacía algún tiempo, el aire olía a sudor rancio estival, quieto y estancado, filtrado desde el suelo reseco. No había pájaros en los árboles estériles.

    Una pesadilla había llegado a la ciudad.

    Eso caminaba por la carretera con paso metódico, con la larga capa mecida gentilmente a cada paso. El gastado machete en su cinturón traqueteaba contra los guantes blindados. Ningún indicio de piel o cabello sugería que aquello fuese humano: capas superpuestas de ropaje, metal y caucho se encargaban de eso. La máscara en el rostro sibilaba levemente al tomar aire que procesar. En todos los sentidos, inhumano.

    Desde detrás de las rendijas en ventanas cerradas, nerviosos ojos lo observaban pasar, con alientos contenidos hasta que aquello estuviese fuera de la vista, con la supersticiosa certeza de que podía oler el miedo en el aire. No eran muchos quienes lo veían estos días. Algunas casas tenían las puertas abiertas desde hacía mucho tiempo, otras estaban cerradas con tablas y pintura negra salpicada desde lejos.

    Un pueblo fantasma, por voluntad o por fortuna.

    La cerca metálica alrededor el número 37 estaba intacta, con un solitario neumático apoyado precariamente en la puerta. Eso era lo más cerca que alguien había osado llegar. Desde una ventanita medio escarchada en la puerta, Kurt vio que aquella cosa se detenía al principio del camino de entrada. Tragó lentamente y ajustó su visión para ver mejor.

    Aquello lo estaba mirando directamente.

    Luego rodó el neumático para apartarlo, lo apoyó con cuidado en el poste de la cerca y descerrojó el pórtico. A mitad del camino de piedra entrelazada, la cosa se detuvo, se giró y miró fijamente la cruz en el césped, bajo cuya suave sombra había cuatro tumbas, todas toscamente cavadas en el terreno frío de noviembre. Nada se movió durante un tiempo, y Kurt se aferró a la jamba de su pequeño portal con uñas ensangrentadas, esperando. Finalmente, la cosa se alejó de las tumbas, subió los escalones hacia el porche y, sin pausa, abrió la puerta delantera. Kurt retrocedió en el vestíbulo, tropezando y chocando con la barandilla mientras la oscura figura se detenía ante él.

    —¿Eres…? —tartamudeó Kurt, con voz débil y ronca—. ¿Eres un…?

    La cosa lo miraba sin emoción. El aire sibilaba.

    —¿Eres un Sanador? —jadeó Kurt.

    Aquello lo observó durante un tiempo y luego, diligentemente, hizo una afirmativa reverencia.

    Kurt colapsó en los escalones, se cubrió la cabeza con sus frágiles brazos y comenzó a sollozar. Oyó el leve crujido de unas gruesas botas moliendo tierra sobre la alfombra persa. Dudó, levantó la vista y vio la máscara, vio su reflejo en el oscuro visor ovalado. Su aspecto era tan marchito. El Sanador le tendió una mano y él la tomó, se puso de pie y se dejó conducir al salón. Se sentó en el mullido sillón de su padre, torpemente, como un extraño en su propia casa recibido por alguien que acababa de llegar. El Sanador se sentó en el sofá de la derecha y sacó dos fardos de tela de una bolsa que llevaba al cinturón: uno azul y otro negro. Los colocó delicadamente sobre la mesita de café y desenrolló el negro para revelar un menudo dispositivo de plástico y una variedad de viales.

    Kurt cerró los ojos, estremeciéndose.

    El Sanador puso un vial largo en la base del dispositivo y lo fijó en su lugar con un chasquido. Kurt estudiaba cada movimiento con los brazos cerca del pecho, como un niño esperando una inyección del médico. Cuando llegara el momento de sacarle sangre, el rostro de Kurt ya estaría surcado de lágrimas. El Sanador no lo obligaba, pero estaba claro que no había forma de escapar. Kurt exhaló ruidosamente, extendió un brazo tembloroso y la mano del Sanador lo agarró por el codo con firmeza. Kurt sintió el rápido pinchazo de una cuchilla y emitió un gritito, cerrando los ojos con fuerza mientras su sangre llenaba el vial. Su codo quedó libre, con un hisopo de algodón presionado sobre la herida. El Sanador deslizó un panel hacia abajo en el dispositivo para revelar una pantallita LCD. Kurt miró afuera por las ventanas delanteras, vio la punta de la cruz en el césped y se quedó mirando. Era como si la habitación volviera a estar vacía y él estuviera solo allí, sentado, observando, esperando una resolución. La absolución.

    El crujido de goma a su lado lo sacó del ensueño.

    —Ellos… ¿murieron por mi culpa? —preguntó, no fue tanto una pregunta como una necesidad de confirmación.

    El Sanador no desviaba la mirada del dispositivo, y esa insensibilidad llevó a Kurt hasta la histeria: agarró al monstruo por la muñeca, densa de metal, la zarandeó y obtuvo la atención que necesitaba.

    —¡Murieron por mi culpa! —le gritó.

    El Sanador colocó una mano sobre la de Kurt, la apretó delicadamente y él se calmó, su respiración era irregular pero lenta.

    —¿Q-q-qué soy yo? —susurró.

    Pasó un momento en el que ninguno de los dos se movió, como si la respuesta tuviera que leerse desde el aire en lugar de repetirse como un hecho.

    Pero luego el Sanador asintió.

    —¡No! —chilló Kurt, acurrucándose en el sillón. Chilló de nuevo, hasta quedar sin aire en los pulmones, y jadeó con un horrible aliento ronco sobre la tela floral, como si se estuviera ahogando en el agua.

    Sintió el frío golpe del metal en el cuello, un siseo y un pinchazo, y sus ojos se abrieron de par en par ante el impacto. Empujó el rostro en los cojines, detuvo su teatro y comenzó a pronunciar una oración en sus últimos segundos. Un fuego le corría por las venas y él cayó hacia atrás, al suelo, y se convulsionó con tal fuerza que se mordió el borde de la lengua. Empezó a ahogarse con la sangre. Una mano fuerte le empujó el pecho hacia abajo, evitando que él rodara y, en los momentos antes de que su visión se rindiera, Kurt vio al Sanador sobre él como una máscara inexpresiva, observando.

    —No es culpa tuya —le dijo el Sanador, con voz áspera y procesada desde la oscuridad.

    Al salir de la casa, el Sanador cerró la puerta en silencio, con respeto. Cuandó pasó junto a las tumbas, se detuvo al sentir una fuerte estática en los oídos.

    —Hogar a Verde Cuatro —llegó una voz en chino mandarín, distorsionada por un cielo nublado, como hablada a través de una cascada digital—. ¿Me copias, Verde Cuatro?

    El Sanador sacó el pesado teléfono satelital de su cinturón, desplegó la antena y luego se volvió a colgar el teléfono al lado.

    —Verde Cuatro a Hogar —dijo, con fluidez en su lengua materna—. Sigma5 neutralizado.

    Una pausa. Estática de nuevo.

    —Entendido —dijo Hogar—. Le enviaremos las coordenadas de un lugar seguro para dejar la muestra de sangre.

    El Sanador asintió al aire vacío.

    —Su próxima misión está identificada —dijo Hogar sin la menor emoción—. Partirá usted de inmediato.

    El Sanador giró hacia el oeste, el sol vespertino casi era invisible en la bruma.

    —Entendido —dijo él de nuevo.

    —Se le enviarán perfiles y algoritmos de identificación por el camino. Tenemos información que indica que hay un huésped vivo en el Hospital Motol de Praga.

    El Sanador se tensó ligeramente cuando la línea devolvió estática. Dio media vuelta, justo detrás de él, y miró fijamente el cielo que se oscurecía donde ya caía la noche. Giró un poco más hacia el sureste.

    —Hogar —dijo cuidadosamente, deliberadamente—. Ya estoy al oeste de Praga. Por favor, confirme.

    Estática. Vagos sonidos de una discusión alejada de un micrófono.

    —Confirmado, Verde Cuatro —llegó la respuesta—. Se le transmitirán mapas y guías orales antes de que cruce la frontera.

    El Sanador miró atrás hacia el sol poniente y luego miró fijamente hacia su objetivo. Un viento débil le tiraba de la capa y una llovizna le golpeaba la máscara, entre los ojos. Su traje gimió vagamente, advirtiendo del contacto con la humedad, aquietándose delicadamente mientras la gota caía resbalando y desaparecía. Él no reaccionó.

    —Entendido —dijo una vez más.

    Otra gota de lluvia le rozó en el hombro.

    Él retornó a la vida ante el sonido de una granada incendiaria explotando en la casa detrás de él. Retrocedió sus pasos por el camino entrelazado, abriendo la puerta principal mientras un humo negro comenzaba a salir por las ventanas hacia el cielo. Dejó el neumático tal como lo había encontrado.

Capítulo 02

    Fuera de Praga, República Checa

    26 de noviembre

    Otra gota de lluvia golpeó la ventanilla del tren y bajó resbalando despacio. Eva la observó, con la cabeza apoyada en el cristal, mientras el cielo se oscurecía. Tiritaba de frío. Se apretó más la fina chaqueta vaquera, usando los brazos como los botones que hacía tiempo que la chaqueta había perdido. La camiseta estaba demasiado raída y gastada para este clima, pero ella no tenía bolsas ni ropa para cambiarse.

    Bajó la vista hacia el lateral del tren, lo más lejos que pudo, pero no vio ningún movimiento. Afuera los campos estaban abandonados, la tierra a medio remover esperaba otro paso del tractor.

    —Cuarenta minutos —se masculló a sí misma, comprobando el reloj. Miró atrás por donde ellos habían venido y no vio nada más que un cielo hostil.

    Un golpe en la puerta la sobresaltó. Se sentó erguida, se ajustó la chaqueta y trató de arreglarse el pelo mal recogido. La puerta se abrió un momento después y un oficial uniformado con máscara de cirujano entró en el compartimiento repentinamente estrecho. Echó un rápido vistazo a su alrededor, aunque parecía aburrido por la acción, como si hubiera hecho eso demasiadas veces antes. Eva intentó no moverse, con una sonrisa que le pareció falsa sin importar cómo la ajustara.

    El oficial no hizo ningún intento de establecer contacto visual, sólo dijo con brusquedad en checo: —Billete. Pasaporte. Identificación con fotografía.

    Eva sacó del bolsillo derecho al pecho un gastado sobrecito manila y tendió su contenido con manos temblorosas. El oficial tomó los papeles y las tarjetas y comenzó a pasarlas por su computadora de mano con casual experiencia. Asintió hacia la chaqueta de ella mientras trabajaba.

    —No es el lugar más seguro para guardar estas cosas —dijo él.

    —Lo sé—dijo ella, asintiendo nerviosamente.

    —Los pasaportes robados cuestan, ¿cuánto, 65.000 € en Barcelona?

    —Ochenta y cinco— comenzó Eva, luego se detuvo muy abruptamente y quedó mirando al suelo. Oyó que el oficial había detenido su trabajo. Intentó no temblar durante el incómodo silencio.

    —Deberías conseguir una chaqueta mejor —dijo él, y reanudó el trabajo.

    —Lo haré —dijo Eva, relajándose un poco, pero aún en guardia—. Ha sido un largo viaje.

    —Eso ya lo veo —dijo él, hojeando las páginas del pasaporte de Eva. Lo giró hacia un lado, le echó a Eva a una rápida mirada, luego lo cerró y lo pasó por debajo de la computadora de mano mientras él trabajaba en la tarjeta sanitaria de ella.

    —Pareces joven para tener veintitrés años —dijo él, aunque no la estaba mirando.

    —G-gracias —tartamudeó ella.

    —No es un cumplido. Dadas las circunstancias, nada de lo que diga va a ser un cumplido. Deja que te vea los ojos.

    Ella alzó la vista hacia él, nerviosa. Él la miró entornando los ojos.

    —Bonito tono de azul. ¿Qué es, azur?

    —Creo que se llama brandéis, en realidad.

    —¿En serio? Nunca había oído ese color. Qué curioso la de datos extraños y curiosidades que aprende uno de estas tarjetas sanitarias encriptadas.

    Hubo un silencio incómodo.

    —Me lo dijo un guardia fronterizo en Suiza —dijo Eva.

    El oficial arqueó una ceja.

    —¿Qué más te dijo?

    —Que parecía mayor para tener veintiún años.

    El guardia sonrió ante esto, pero no fue una sonrisa cálida. El hombre tenía rasgos muy severos y la máscara no le quedaba bien en la cara. El puente metálico para la nariz estaba partido por la mitad, donde habían intentado remodelarlo con demasiada frecuencia, y los espacios a los lados le empañaban las gafas en ráfagas lentas y constantes cuando él respiraba.

    —Sra. Kolikov —dijo el oficial gruñona, pero fatigadamente, como si repitiera un sermón por milésima vez—. Su pasaporte es ruso. Su nombre es ruso. Y a menos que vaya a decir que ha estado viviendo bajo una roca recientemente, estoy convencido de que sabe que la República Checa cerró sus fronteras hace más de dos años, especialmente hacia nuestros primos en Rusia.

    Eva bajó la mirada, apropiadamente reprendida. El oficial continuó: —La política tácita dice que no mantengamos conversaciones, ni siquiera triviales, con personas que llevan pasaportes rusos. El último que lo hizo terminó muriendo de forúnculos del tamaño de un puño en el cuello porque, y no quiero generalizar, aunque ustedes comenzaron esto, todavía no parecen comprender lo grande que se ha vuelto esta tormenta de mierda. No saben cuándo parar. Y estamos hartos de intentar hacerles entender la situación. Es como escupir al viento. Podría enumerarle unas quince normas que cubren los derechos de los refugiados y los solicitantes de amnistía en relación con las directrices de contención de la ONU, pero la conclusión es la siguiente: estoy en pleno derecho de agarrarla por el cuello y arrojarla fuera de este tren antes de que tenga usted ocasión de pensar en un modo de convencerme de lo contrario.

    Eva contuvo la respiración. El oficial consultó brevemente su computadora de mano.

    —Ahora viene la parte en la que me convences de lo contrario —suspiró él.

    —¡Oh! —tartamudeó Eva—. Bueno, yo tenía doble ciudadanía, así que aunque técnicamente ya no soy checa, mi madre sí lo es. Ella vive en Praga ahora mismo y yo...

    —Has estado en París —interrumpió él.

    Eva asintió: —Hace unos años. En la escuela.

    —Ciencia de la Computación —señaló el oficial.

    —No, bellas artes —corrigió Eva.

    —Aquí dice "Ciencia de la Computación".

    —Cambié de carrera.

    Él la miró de nuevo, con ojos firmes.

    —Lo único que yo veo es Ciencia de la Computación en París. Pasemos a otra cosa.

    —Hace años que no voy a París. Puede comprobar mi pasaporte... Me fui antes de...

    —Sra. Kolikov —dijo el oficial, mirándola fijamente desde arriba—. Su madre es ciudadana. Ha superado el primer obstáculo. Felicidades. Ahora créame cuando digo que si tiene la suerte de continuar en este tren, querrá haber guardado sus apasionados discursos para los agentes de inmigración en la estación. Las palabras no cambian sus documentos y, de ahora en adelante, lo único que nos importa son sus documentos...

    El hombre hizo una pausa, frunció el ceño ante la pantalla y miró a Eva fijamente. Ella se quedó helada, sin saber qué había leído. Él se embolsó tanto la identificación de ella como la computadora de mano, luego sacó medio cuerpo por la puerta y llamó al pasillo.

    —¿Qué es un 17-5? —gritó él, con voz ronca por el alto volumen.

    Hubo una breve pausa, algo de traqueteo, luego una voz masculló algo que Eva no pudo entender. El oficial suspiró, se inclinó más afuera hacia la puerta, se llevó la mano a la máscara y gritó de nuevo—. ¿Que qué es un 17-5?

    Miró atrás hacia Eva, luego salió del vagón, corriendo a medias la puerta y desapareciendo por el pasillo. Allí fue dejada sin papeles, penosamente sola en un espacio destinado a cuatro. Afuera el viento arreciaba y el cielo estaba aún más oscuro. Un súbito grito desde el pasillo interrumpió su mirada y ella giró en redondo para ver a una mujer siendo empujada por el estrecho pasillo. Los oficiales a ambos lados seguían empujándola hacia adelante, con rostros fríos detrás de máscaras arrugadas. La mujer se agarró a la barra exterior de la puerta de Eva y trató de resistirse, pero el más grande de los dos oficiales le puso una mano en la cara y la empujó con tanta fuerza que parecía como si le fuera a romper el cuello. La mujer buscó dentro de su chaqueta, sacó un pasaporte y un documento de identidad europeo e intentó entregarlos. Uno de los agentes se los quitó de la mano y los tiró al suelo, como si no significaran nada para él. Pero lo significaban todo para ella y la mujer jadeó horrorizada, perdió el agarre y la empujaron fuera de la vista.

    Eva se acercó con cuidado a la puerta, tratando de ver adónde habían ido. Oyó el eco de gritos, de frenética trifulca, y luego el sonido de las pesadas puertas del tren cerrándose de golpe. El pasaporte de la mujer yacía sobre la alfombra del pasillo, con la cubierta doblada y pisada. Búlgaro. Eva volvió a mirar por la ventana y sintió el frío atravesar la chaqueta ahora con más intensidad. Se tocó el bolsillo vacío y se mordió el labio.

    —Un largo camino a casa —se dijo ella, luego arriesgó otro vistazo al pasaporte. Con las manos entrelazadas, los blancos dedos temblando, reuniendo el coraje para robar otro salvavidas. Sólo le tomaría un segundo pescarlo. Lo único que requería es un segundo y tendría un plan de respaldo después de meses de...

    Una llamada en la ventana del pasillo la hizo volver a ponerse firme. El oficial había vuelto, sosteniendo su pasaporte y llamando nuevamente en el cristal con nudillos llenos de cicatrices.

    —¡Arriba! —exclamó él.

    Eva obedeció rápidamente y salió del vagón sin decir palabra. El oficial la miraba con indolencia, entornando los ojos con tristeza. La agarró por la barbilla y la giró hacia él, asegurándose de tener su atención. Agitó el pasaporte, la tarjeta sanitaria y el billete como un mago a punto de realizar un truco y luego se los metió en el bolsillo. Eva se estremeció ante el contacto. Le dolía la mandíbula de haberla tenido apretada tanto tiempo.

    —Al final del tren —dijo empujándola ligeramente.

    Ella recuperó el equilibrio justo a tiempo y lo miró desesperadamente.

    —¿Qué hay al final del tren?

    —Cuarentena —dijo él con frialdad, quitando el seguro de su arma.

Capítulo 03

    Fuera de Praga, República Checa

    26 de noviembre

    —¡Espere! —suplicó Eva mientras el oficial se acercaba—. ¡Soy checa!

    Él la apuntó con el arma directamente a la cabeza.

    —Tengo otros cuarenta supuestos checos que dicen lo mismo ahí atrás.

    El rostro de Eva perdió color.

    —¿Cuarenta? —jadeó ella—. Pero si uno de ellos está enfermo...

    —Menos papeleo para mí —gruñó él.

    Eva chocó contra la pared. El oficial sonrió a medias, como si estuviera rogando a Eva que hiciera un movimiento para tener una excusa para disparar. No había nada con qué defenderse, ningún lugar al que huir y ninguna esperanza aunque lo intentara. Lentamente, ella levantó las manos por encima de la cabeza. Hubo un rápidisimo movimiento y, de pronto, un par de brazos rodearon el cuello del oficial desde atrás, tirándolo hacia atrás y desequilibrándolo. Él se debatió hacia un lado y lanzó un feroz codazo al estómago de su agresor, pero aún así no pudo liberarse. Fue golpeado contra la pared, agrietando la ventana del compartimiento, pero no cedió su arma. El oficial volvió a atacar con el codo hacia atrás, una, dos veces, y el tercer golpe conectó con un crujido. La presa en su cuello cedió y él se lanzó hacia adelante, liberado, con el rostro rojo de furia y estrés. El puño de Eva lo golpeó con tanta fuerza que el oficial se estrelló contra la pared. Durante un momento mostró una mirada de confusión, como si lo que acababa de suceder no tuviera sentido. Pero sólo fue un momento. Ella lo remató con un golpe en la cara. El oficial se desplomó en el suelo, con las gafas rotas, con los ojos en blanco antes de cerrarlos.

    Eva alzó la mirada y vio a un hombre delgado y desaliñado de alborotado cabello rubio, haciendo una mueca por el dolor en las costillas.

    —¿Dónde aprendiste a hacer eso? —gruñó él.

    —Aquí y allá —sonrió ella—. Gracias, creo.

    —No lo tomes como algo personal —sonrió él, agachándose rápidamente, sacando el arma de la mano inerte del guardia y dándole un repaso—. Yo iba a ser el siguiente, y ni siquiera soy checo. ¿Vienes?

    Ella miró al guardia inconsciente y luego a la parte trasera del tren.

    —Ya no hay muchas opciones, ¿verdad?

    —¡Genial! Soy Anton, por cierto.

    —Eva—dijo ella.

    Anton le devolvió la sonrisa y luego emprendió un escurridizo viaje exploratorio hasta las pesadas puertas en mitad del tren. Un letrero amarillo brillante les advertía de que no salieran hasta que fuera seguro; un conocido símbolo de peligro biológico servía como el punto bajo el signo de interrogación.

    —¡Espero que te guste caminar! —Anton sonrió radiante y abrió la puerta de un tirón, sólo un poco al principio. El aire frío golpeó a Eva en la cara, haciéndola entornar los ojos. La lluvia caía con fuerza ahora y el horizonte era una masa borrosa de aguanieve fuertemente inclinada que atacaba los cultivos.

    Anton lo vio primero. Agarró con más fuerza la mano de Eva.

    La mujer búlgara del abrigo de piel retrocedía de los dos guardias que la habían sacado a empujonea. La estaban apuntado con las pistolas, pero la forma en que se acercaban a ella indicaba que estaban haciendo algo más que amenazarlas.

    La mujer se dio vuelta para correr, cubriendo sólo unos pocos metros antes de que sonaran dos disparos, y cayó al suelo hecha un ovillo, con el abrigo extendido en el barro como las alas de un ángel.

    —Oh, mierda —dijeron Eva y Anton a la vez.

    Los guardias dieron media vuelta y enfundaron las armas, pero se detuvieron al ver la puerta abierta. El más rudo de los dos reaccionó más rápido, con los ojos muy abiertos mientras cargaba contra ellos, sacando su arma y apuntando.

    —¡No os mováis! —gritó, y Anton cerró la puerta de golpe, bajó el cerrojo justo cuando un fuerte golpe la alcanzó. Él y Eva corrieron hacia el oficial inconsciente, que estaba a punto de despertar cuando Anton lo pateó brutalmente en la cabeza y ésta chocó contra la pared.

    —¿Qué vamos a hacer? —preguntó Eva.

    —No lo sé aún —dijo Anton, mirando a un lado y a otro de los pasillos—. Hazme saber si se te ocurre algo. ¡Ahora vamos!

    Él salió hacia la parte delantera del tren, seguido de cerca por Eva. Los demás pasajeros los observaban pasar, algunos mirando hacia adelante, otros mirando hacia atrás, esperando que los guardias calmaran la insurrección. Ninguno hizo ademán de seguirlos. Eva y Anton se metieron en un pequeño compartimento en la parte trasera de un vagón, cerraron la puerta y encendieron las luces. Anton comenzó a hurgar en los armarios como un loco, dejando caer paquetes de comida, almohadas esterilizadas y cinta adhesiva por todo el suelo mientras Eva se asomaba afuera, tratando de escuchar señales de problemas.

    —¿Por qué disparan a la gente? —siseó Anton—. ¿Qué pasó con la deportación?

    —La frontera está abierta de par en par —respondió Eva—. Si te arrojan fuera del tren, ¿qué harás? ¿Renunciar y volver a casa o terminar el viaje a pie?

    —Supongo —admitió él.

    —La única certeza que tienen es asegurarse de que no lleguemos a ninguna parte a pie. Debería haber sabido que pasaría ésto cuando no hicieron el control en la frontera. Estamos demasiado cerca de Praga para que nos echen.

    —¿A qué distancia crees que está Praga?

    Eva se encogió de hombros.

    —Lo suficiente para intentarlo.

    Anton dejó escapar un grito ahogado de alegría y sacó un par de gruesas mantas de lana marrón de un cajón bajo, las dobló y se metió una debajo del brazo. Le pasó la otra a Eva.

    —¡Toma esto y muévete rápido! —dijo abriéndose paso hacia el pasillo, mirando brevemente atrás antes de correr hacia el final del vagón, hacia otra puerta exterior.

    —¡Los tengo! —se oyó un grito lejano, y Anton, enojado, golpeó la pared con el puño y luego centró su atención en una escalera.

    —¡Vamos! ¡Rápido!

    Subieron rápidamente hasta el resbaladizo techo de acero. La escalera tenía crestas para que fuera más fácil escalar, pero la suave curva aún era lo bastante pronunciada como para que fuera peligrosamente fácil caer, especialmente con este clima. Anton señaló hacia la cola del tren.

    —Daremos media vuelta, nos meteremos en los campos, embarraremos las mantas y nos quedaremos quietos hasta que se cansen y se vayan.

    Pistola en mano, condujo a Eva a lo largo del tren, mientras la lluvia levantaba un rugido ensordecedor a su alrededor. Era tan ruidosa que ella no sabría si alguien los estaba llamando, al menos no hasta oír un disparo... Aunque ya habían pasado el punto de advertencia, de todos modos, así que corrió hacia adelante, tratando de mantener los pies en el rumbo mientras el metal resbaladizo amenazaba desastre. Eva sintió un rápido tirón en el brazo y, en un instante, Anton estaba cayendo de lado del tren, golpeándose el hombro antes de desaparecer por el borde. Eva se arrodilló y se inclinó hacia el borde, viéndolo rodar hasta detenerse dolorosamente en una zanja junto al campo embarrado. Anton buscaba desesperadamente el arma, que había caído a poca distancia. Detrás de ella, los guardias comenzaban a subir al techo y resonaban sus fuertes gritos de coordinación. Eva garró con fuerza su manta y, sin detenerse, saltó del tren y aterrizó junto a Anton. Ella se estremeció ante el impacto, sintió como si se le hubieran roto las piernas.

    —¡Anton! —jadeó, acercándose a él—. ¡Anton!

    Él agarró el arma, se la pasó por la camisa para limpiar el barro y se puso de pie.

    —¡Mantas! ¡Rápido!

    Eva soltó las mantas en el barro y las arrastró. Antes de poder llegar muy lejos, Anton la agarró del brazo y la adentró hacia el campo, pasando por un estanque de agua. Ella dejó que las mantas recogieran toda la porquería que pudieran por el camino.

    —¡Las necesitamos ya! —exclamó Anton con urgencia.

    —¡Casi está! —le gritó ella, pero él ya no escuchaba. Los guardias los habían alcanzado y empezaban a bajar las escaleras, urgentes pero confiados.

    Anton comprobó el seguro.

    —Deja mi manta. Te alcanzaré luego.

    —Anton, espera.

    Pero la voz de Eva fue ahogada por dos fuertes disparos cuando Anton acertó al guardia más cercano en el muslo. El guardia cayó sobre las vías y su compañero sacó rápidamente su arma y disparó como loco contra los fugitivos. Eva había recorrido casi diez metros cuando tropezó en el barro, chapoteando. Miró atrás para ver si alguien se había dado cuenta, pero lo único que vio fue una rápida imagen de Anton, acorralado por el enemigo, recibiendo un balazo en el pecho y cayendo de espaldas.

Capítulo 04

    Fuera de Praga, República Checa

    26 de noviembre

    Eva permaneció inmóvil, con la lluvia nublando su visión, mientras el eco del disparo desaparecía en el gélido aire. Ella estaba tiritando violentamente, ya fuera de frío o de miedo, y respiraba lenta y entrecortadamente para no sollozar. La manta estaba a su lado, desapareciendo en el barro que fluía libremente como un río, y supo que ella también se estaba hundiendo, fuera de la vista. No podía saber hasta qué punto. Los guardias se gritaban unos a otros, se oían órdenes militares que ella no podía entender. Otros dos guardias subieron al techo del tren, mirando hacia los campos con armas en la mano, cazándola. Era imposible saber hasta dónde podían ver, así que ella trató de hundirse más en el lodo para desaparecer.

    —¡Ey! ¡Éste aún respira! —se oyó un grito cerca del tren, y Eva se atrevió a mirar hacia allí. Un par de guardias estaban de pie junto a Anton, con las armas enfundadas. Ella no podía ver ningún movimiento, no podía oír ninguna señal de vida, pero sintió que la boca del estómago se le vaciaba de terror.

    —Hay que moverlo —dijo uno al otro.

    —No pienso tocar eso. Está sangrando por todas partes.

    —Tenemos guantes.

    —Pues hazlo tú. Mejor aún, la próxima vez dispárales en el campo como se suponía que debías hacer.

    Eva oyó un chapoteo cerca y contuvo la respiración. Otro chapoteo, y oyó detrás de ella el vago sonido de pies caminando con dificultad por el barro. Lentos, metódicos, buscando. Hundió más la cara, cerró los ojos y empujó hacia abajo lo más que pudo, hasta que su nariz quedó medio sumergida, aspirando suciedad maloliente cada dos respiraciones. Los pasos se detuvieron, pero ella oía aguanieve golpeando la chaqueta impermeable de un guardia.

    —Escucha —continuó el guardia cerca del tren—. Si lo dejamos aquí, la gente va a verlo y entrará en pánico durante la última media hora del viaje.

    —Como si la pierna de Holik no fuera a causar eso de todos modos. O la media docena de disparos que han oído todos ya.

    El guardia detrás de ella se movió de nuevo, pero ella no podía saber si iba o venía. Era consciente de la sensación de la lluvia golpeándole directamente la pantorrilla izquierda, y era consciente de que perdía la cobertura del barro que, poco a poco, se iba lavando mientras ella yacía allí. Intentó mover la pierna hasta que el barro la envolviera, pero entonces los pasos se detuvieron de nuevo. Aún estaban cerca.

    —Bien —refunfuñó el primer guardia—. De una forma u otra, hay que hacerlo. Pero muchas gracias.

    Eva sintió una presión en el pie derecho. ¡La dura pisada de una bota en la piel! Se mordió el labio para no hacer ruido y sintió que su tobillo chillaba de dolor.

    Y luego: ¡bam!

    Se oyó un disparo y todo perdió sentido.

    —¡Jesús! —jadeó el primer guardia, y Eva juró haber oído un demente gorgoteo. El guardia detrás de ella saltó sobre ella, dándole un último crujido en el tobillo mientras lo hacía. Ella gimió en el barro, pero el gemido quedó rápidamente ahogado por el sonido de otro disparo, y luego por una rápida serie en respuesta.

    —¡Jesús! ¡Dios mío, me han dado! ¡Me han dado! —se lamentó el primer guardia.

    Sonaban radios por todas partes, y pisadas corriendo por el agua, y Eva oyó abrirse las pesadas puertas del tren. Alzó la mirada por encima del barro, parpadeando para evitar la lluvia.

    —Un, dos, tres… ¡Arriba! —gritó un oficial, y subieron al primer guardia en una camilla y lo llevaron hasta la puerta.

    Eva vio al otro guardia apoyado en un camarada, con los ojos en blanco y una herida sangrante en el cuello. Le cerraron los ojos, lo levantaron con cuidado y se lo llevaron. Uno de los guardias más jóvenes pasó unos buenos dos minutos chapoteando en el barro con el pie, tratando de ocultar la sangre que se había acumulado allí. Aun cuando por fin estuvo sola, Eva permaneció en perfecto silencio bajo la lluvia, durante más tiempo del que podía medir. El diluvio no amainaba y seguía cayendo sobre su cabeza, tan frío que era como si pequeñas cuchillas se clavaran en su cráneo. Miró hacia adelante, intentó ver a Anton, ver si todavía estaba vivo; aunque eso ya no era probable. Intentó avanzar boca abajo, arrastrándose por el suelo, pero sabía que era demasiado arriesgado y se detuvo, apoyó la cabeza de lado y esperó.

    Tras una espera insoportable, un oficial de mayor edad y con aspecto de alto rango salió por la puerta, caminó cerca de donde Anton había caído y encendió un cigarrillo. Miró hacia el campo, justo hacia Eva, soplando humo en el viento. Un minuto más tarde se le unió el oficial al que ella había golpeado, sin gafas, con la cara magullada y una bolsa de hielo en un lado de la cabeza. Se apoyó contra el tren con semblante abatido.

    —Todo listo —dijo el herido—. Los vagones están seccionados y estamos listos para movernos.

    —¿Cómo está Karel?

    —Mientras no coja nada, sobrevivirá. Lo tenemos aislado con el doctor.

    —Bien. Nos pondremos en marcha una vez que me termine ésto.

    El oficial golpeado por Eva miró hacia el campo. Ambos siguieron allí en silencio y Eva se estremeció al pensar que podrían verla.

    —¿Qué hay de la chica? —dijo ese guardia.

    —Es un 17-5, ¿verdad?

    —Sí. Nunca había visto ninguno de esos.

    El oficial fumador contempló el sol poniente. Su cigarrillo brillaba intensamente.

    —Ya está muerta o va a morir. No voy a desperdiciar más vidas con ella.

    El otro hombre asintió solemnemente y guardó silencio durante el tiempo que tardó su superior en terminar de fumar y arrojar la colilla al barro. Subieron al tren, cerraron la puerta de golpe y, pocos minutos después, el motor volvió a funcionar con un rugido y el tren comenzó a avanzar por las vías. Eva esperó hasta ver un leve brillo en el horizonte antes de ponerse de pie. Aún le dolía el tobillo, pero siguió caminando hasta que la sensación desapareció en su malestar general. Al cabo de unos kilómetros apenas cojeaba.

***

    La mujer estaba detrás de una valla cerca de las vías del tren, con su amplio sombrero empapado y doblado inútilmente bajo la lluvia y con una linterna a su lado iluminando el campo hasta donde el clima lo permitía. No se había movido en todo el tiempo que Eva la había visto allí, el único movimiento había sido mantener un vago contacto visual con la única otra criatura viviente en kilómetros a la redonda. Estaba demacrada, como un esqueleto con una fina capa de piel para mantenerlo íntegro.

    —Bonita noche para pasear —dijo la anciana cuando pasó Eva.

    Eva se detuvo y se giró hacia la mujer. Era poco después de medianoche, tenía los ojos llorosos y tiritaba.

    —¿Disculpe? —dijo Eva temblando.

    —No ha habido lluvia últimamente. Ésta es buena para los cultivos.

    Eva mostró una sonrisa débil, asintió y retomó su marcha.

    —¿Vas a la ciudad? —preguntó la mujer, interrumpiendo otra vez—. Yo vine de la ciudad. Tenía un apartamento allí y una televisión grande y bonita. Veía películas importadas todos los viernes por la noche. ¿Has visto Midnight Cowboy?

    Eva negó con la cabeza.

    —Yo tampoco. Esa estaba al principio de mi lista cuando murió mi marido. Moscú 9.

    Eva se limitó a mirar. La anciana hablaba más para sí misma ahora, jugueteaba con los pulgares y miraba al suelo mientras una cascada caía del ala de su sombrero.

    —No pude volver. Sellaron mi apartamento y no tuve adónde ir. Mi hermana no quería verme, mis padres no contestaban el teléfono. Puede que ya estuvieran muertos. No estoy segura. Siempre es complicado saberlo.

    Pasó otro minuto con sólo el sonido de la lluvia, y cuando Eva decidió que era hora de seguir adelante, la mujer la miró directamente.

    —¿Sabes de granjas?

    —¿Perdón?

    —Que si sabes algo sobre el cultivo de alimentos. Sobre cuidar animales.

    —No. No, lo siento, no sé.

    La mujer asintió y volvió a mirar al suelo: —Vivo en el granero, allá atrás. La casa de la granja está sellada. Hay cinta por todas partes. No tengo ni idea de por qué. No voy a entrar en la casa, pero el granero es bonito. Yo… pensé que era un desperdicio de tierra, ¿sabes? ¿Toda esta tierra y nadie vivo para labrarla? Es una pena. Yo es que… no se me da bien el cultivo. Necesito algo de ayuda.

    Eva miró hacia atrás y no vio nada en la oscuridad. Ni casa de granja ni granero ni cultivos.

    —Yo voy a quedarme con mi madre. Tiene una casa en la ciudad —dijo Eva, y la mujer asintió como si se hubiera esperado eso.

    —Eso está bien. Está muy bien —masculló la mujer, girando en círculo hasta volver a acomodarse donde había estado—. Bueno, entonces no te retendré. Buena suerte con eso. Buena suerte de verdad.

    Eva volvió a asentir y emprendió el regreso hacia la ciudad. Cuando la linterna de la mujer ya no ayudaba a iluminar su camino, oyó un áspero grito: —¡Oh! Y si encuentras algún libro sobre agricultura, ¡tráemelo! ¡Nos haré un té!

    Eva no se volvió para responder, siguió adentrándose en el frío.

Capítulo 05

    Casa Skipton, Londres, Inglaterra

    27 de noviembre

    William Carey se golpeó el dedo del pie con una barrera de cemento y se le derramó rápidamente el café por toda la acera. Le tomó un instante procesar del todo lo que había hecho, instante durante el cual el líquido caliente estuvo a punto de quemarle la mano, lo cual le obligó a limpiarlo a toda prisa, maldiciendo en voz baja.

    —Buenos días, Sr. Carey —dijo un patrullero con una tensa máscara de goma ocultando una cálida sonrisa—. ¿Problemas con su bebida, señor?

    Carey sonrió patéticamente y se encogió de hombros.

    —Parece que las pierdo todos los días, ¿no, Claude?

    —Así es, señor.

    Carey se secó los pantalones con la mano libre y el maletín de cuero apenas contrarrestó el esfuerzo. Se puso erguido, suspiró sonoramente y se subió las gafas de montura metálica hasta la nariz. Por suerte, no había nadie más en la zona para ver su desastre. En algún lugar a lo lejos, una solitaria motocicleta circulaba por otra calle vacía, perforando el silencio de la mañana y haciendo volar una tormenta de palomas desde los tejados alrededor de la Casa Skipton.

    —Un día llegaré a mi escritorio sin tropezarme con nada.

    Claude se encogió de hombros y luego vio a una mujer joven que se dirigía al trabajo con una falda gris y una máscarilla amarilla. La mujer le mostró hábilmente una tarjeta de identificación al pasar, sin mirar a Carey siquiera. Los dos hombres la vieron pasar la tarjeta a través de las puertas principales y desaparecer dentro. La ropa empapada de café de Carey estaba empezando a darle escalofríos. Las secó un poco más.

    —Es un desperdicio de una buen bebida, eso es lo que es —refunfuñó.

    —Tendría que tirarlo en el primer punto de control de todos modos, señor —dijo Claude, mirando la calle de un lado a otro, como si estuviera esperando seguir con asuntos más importantes.

    —No. ¿En serio?

    —Sí, señor. Ninguna sustancia externa pasa el punto de control A.

    —Oh, vaya. Yo... supongo que nunca llegué tan lejos como para descubrir esa regla.

    —Sí, señor.

    Carey comenzó a mirar al suelo, avergonzado, comenzó a cambiar el maletín de una mano a otra. Se negaba a mirar a Claude a los ojos, aunque Claude no estaba prestando atención de todos modos.

    —¡Bueno, que tengas un buen día, entonces! —dijo Carey con una especie de desinflada alegría.

    —Y usted, señor.

    Carey saltó a la calle, cruzó al otro lado y se vio reflejado en el pulido letrero de latón que rezaba «Oficina de Contención»: parecía un idiota y deseó desesperadamente volver a casa.

***

    La máquina de café de la Casa Skipton estaba en lo más profundo del edificio, en un pasillo donde las luces apenas funcionaban y montones de cajas rebosantes, con páginas de matriz de puntos por todo el suelo. El mosaico del sistema de avisos en la pared instruía a los empleados sobre cómo no preparar café, con una advertencia de que dos cucharadas de Colombian Dark del mini refrigerador de la izquierda podrían muy bien constituir un riesgo biológico.

    Carey llevaba el maletín colgando entre dos dedos de cada mano, esperando pacientemente mientras la luz de "preparado rápida" se apagaba en una deambulante muerte. Los tubos fluorescentes sobre él, que al principio no eran más brillantes que una vela, se apagaron a mitad del proceso, dejando a Carey en completa oscuridad durante unos minutos mientras él intentaba devolverles la vida dándoles golpecitos con el tacón de un zapato. Una mujer con falda negra y máscara de algodón blanca se quedó mirándolo insegura, mientras la luz volvía a encenderse y él estaba allí de puntillas, con su mocasín de cuero gastado en la punta, golpeando como un loco el techo. Tras un momento de incómodo silencio, él se hizo a un lado para que ella pudiera pasar.

    El café aún no estaba listo.

    Al final del pasillo, en el gran mar de cubículos que constituía el primer piso del Departamento de Atención al Cliente, oyó la charla de unas decenas de trabajadores hablando en tonos calmados y tranquilizadores a las masas aterrorizadas.

    —No señor —dijo una mujer, con su acento norteño atravesando el resto—. No hemos absorbido la Oficina de Inmigración. Todavía necesita usted aclarar las cosas con ellos antes de presentarnos sus documentos a nosotros. No, no, señor, no podré transferir su archivo. Allí recogen información muy diferente. ¿Lo ha…, ah, sí? Y aun así le dijeron que... Bien, entonces déjeme ahorrarle algo de tiempo. Tendrá que rellenar un formulario BCO-193 y enviarlo por correo a nuestra sucursal de Liverpool, y ellos... sí, así es, cuatro meses. Ojalá pudiera, señor, pero como puede imaginar, últimamente hay un importante retraso...

    La máquina de café emitió un suave pitido, lo que hizo que Carey volviera a la tarea que tenía entre manos. Recogió su taza y se dio la vuelta, recorriendo con cuidado los abarrotados pasillos hasta su oficina en la sección de Responsabilidad Corporativa (Asuntos Extranjeros). A su izquierda se extendía una gran sala llena de escritorios, repletos de cables, papeles y expedientes. Cada uno de los treinta y tantos empleados que estaban allí alzaron la vista cuando pasó, asintiendo respetuosamente y mascullando sus "Buenos días, inspector" de una manera no del todo convincente. Carey intentó saludarlos con la mano, pero el movimiento le derramó café en la mano. Le temblaron los ojos por el calor, sonrió débilmente y entró corriendo en su oficina. Dejó la taza sobre su escritorio, salpicando otra vez, se chupó las gotas de café de la mano, luego la cerró con fuerza y ​​trató de contenerse. Su agitación fue interrumpida por un fuerte golpe en la puerta que lo hizo buscar pañuelos de papel, papel de borrador o cualquier cosa para absorber el desastre. Puso las cosas razonablemente en orden, se reclinó en su silla, fingiendo una expresión que sólo semejaba a medias cierta autoridad.

    —Adelante —exclamó, tomando un bolígrafo y buscando en su escritorio un papel en el que escribir, aunque todos esos papeles ahora estaban en la papelera.

    —Disculpe, señor —dijo una mujer apoyándose en la puerta entreabierta—. Ojalá esto pudiera esperar. Parece que tenemos un problema muy serio entre manos y necesitamos su ayuda.

    —¿Qué tipo de problema? —rechinó Carey, indicándole que entrara.

    Ella entró en la sala y Carey inmediatamente recordó su nombre: Janice. Posiblemente era la subordinada más hermosa de todo el gobierno. Carey sabía su nombre gracias a la etiqueta de identificación que ella llevaba en sus demasiado ajustados suéteres, los cuales le recordaban extrañamente a la actriz en el video de acoso sexual que le habían mostrado como parte de su orientación.

    —Es algo que captamos anoche —dijo ella sentándose cautelosamente frente a él—. Puede que no sea nada, pero...

    —Pero entonces no estaría aquí con esa expresión en la cara —interrumpió Carey, y la expresión de Janice se volvió tan vacía como ella pudo lograr.

    —Muy cierto —admitió ella—. Es urgente.

    —¿Dónde está ese David? Él es su gerente, ¿no? ¿No debería estar él aquí también? Quiero decir, no es que me importe, estoy seguro de que usted está capacitada.

    Janice arqueó una ceja: —Perdón, señor, ¿no se ha enterado? David tuvo tos anoche. Está bajo arresto domiciliario hasta la primavera.

    —¿La primavera? —jadeó Carey—. ¿Por una tos? ¿Qué hacemos aquí en temporada de gripe?

    —Honestamente, señor, perdemos la mitad de la fuerza laboral durante el invierno. El año pasado yo solo registré seis meses. El Departamento se lo toma muy en serio.

    Carey asintió con incertidumbre: —Bueno —dijo—. Sin David, supongo que tendrá que explicarme ésto usted.

    —Un placer, señor —dijo ella entregándole un bloque de páginas desde lo más profundo de la pila de carpetas. Él las escaneó rápidamente para intentar reunir contexto, pero no llegó a ninguna parte. Estaban llenas de columnas de números y códigos, ninguno de los cuales tenía sentido para él. Lo único que reconocía era la línea de asunto en la parte superior.

    —Farmacéutica Zemus —dijo él—. ¿Estamos...? No sabía que Zemus contrataba trabajadores extranjeros.

    —Oh, no los contratan, señor —dijo Janice—. De hecho, esto nos lo envió Ingresos. Un poco fuera de nuestro ámbito habitual. Tenían algunas preguntas y pensaron que deberíamos echar un vistazo.

    —Ah, ya veo —dijo Carey asintiendo ampliamente—. Cooperación entre los poderes del gobierno. Es bueno verlo. —Pasó a la segunda página, luego a la tercera, frunció el ceño—. Creo que todavía no la sigo —dijo él.

    El rostro de Janice se iluminó y ella rodeó rápidamente el escritorio con su fuerte perfume. Señaló la primera de las entradas resaltadas en la segunda página, siguiendo con su bolígrafo la línea sobre el código "OAE", en la columna "Pruebas/Aprobación".

    —Estas son las incorporaciones a la próxima vacuna de refuerzo de Zemus, cuya fabricación está prevista para diciembre —dijo ella—. Verá, ya hay casi veinte casos de Omisión de Aprobación Ejecutiva. Ingresos se pregunta si eso es normal.

    —Y…um…¿no lo es? —Carey sonrió nerviosamente.

    Janice señaló una de las otras entradas en la columna "Prueba/Aprobación" llena de códigos de letras: —El margen promedio en un lanzamiento de refuerzo se basa en un virus vivo —dijo ella—. Los investigadores de Zemus descifran una cepa, la ponen en el proceso de prueba y trabajan hasta que se demuestra que la vacuna es segura para el consumo general.

    —Ah —suspiró Carey—. entonces están omitiendo todas las pruebas. Um. Ejecutivamente.

    —Tienen un proceso construido específicamente para permitirles eludir las pruebas —dijo Janice, con los ojos brillantes mientras ella evitaba mirarlo—. Se supone que este proceso debe usarse cuando llegan a un acuerdo con otra empresa británica certificada para que puedan pasar sus tratamientos de un lado a otro sin tener que reinvertir en las pruebas que supuestamente tuvieron lugar. Ésto ahorra tiempo y dinero y mantiene todos los refuerzos lo más actualizados posible.

    Carey asintió: —La sigo —dijo él—. Pero... eh... ¿por qué es ésto un problema exactamente?

    Janice señaló una de las entradas resaltadas y dio un golpecito en ella con gravedad: —Ninguna de estas cepas ha sido identificada en Gran Bretaña —dijo ella—. Son todas continentales.

    —¡Cierto! —dijo él—. Está claro que continentales no es bueno. Y, ¿deberíamos... deberíamos asignar a alguien para que inicie el papeleo sobre... quiero decir... disciplina o algo similar? ¿Es eso lo que haríamos aquí?

    Janice negó con la cabeza y resultó incrementalmente obvio para ambos quién era la persona más adecuada para la silla que ahora ocupaba Carey. Ella cerró la carpeta, se inclinó junto a la silla de Carey y habló casi en un susurro: —Esto requiere un manejo cuidadoso, señor —dijo ella—. Me gustaría su permiso para llevárselo al Director, si no le importa.

    —¿Al Director? —jadeó Carey—. Janice, oye, llevo aquí casi un mes y sólo he visto a ese hombre una vez. No creo que debamos… no sé… molestarlo con algo como violaciones de importación.

    —Señor, Zemus no ha estado importando nada —susurró ella con urgencia—. Si lo hubiera hecho, habría montones de papeles tan altos como esta sala para cada una de estas entradas. Habría cientos de horas laborales dedicadas a confirmarlas. Y lo que es más importante, habría alguna prueba de que en realidad hay empresas continentales detrás de cada una de estas curas. Hemos mirado y no hay ninguna. La mitad de las cepas de aquí ni siquiera están registradas en el Departamento de Salud de la Unión Europea.

    —Quizá vengan de los chinos… —ofreció Carey mansamente.

    —Los chinos utilizan un sistema completamente diferente: primero pasan por el gobierno y, al final de las pruebas, llegan a las corporaciones. Y de todos modos, Zemus se esfuerza tanto en eludir las vacunas chinas que es muy poco probable que empiecen de pronto a adoptarlas así por debajo de la mesa. No, señor, estas omisiones se están implementando a ciegas. Aquí hay un esfuerzo concertado para añadir nuevos elementos a los refuerzos de Zemus de tal manera que eviten las inspecciones habituales... y no tenemos ni idea de lo que contienen en realidad. No es cuestión de regulaciones. Es la verdadera seguridad pública lo que está en juego.

    —Ah —dijo Carey dócilmente—. De acuerdo, entonces, veremos al Director de inmediato. Y tú harás la explicación.

    Janice sonrió, se incorporó y casi de inmediato cambió su compostura: ganó altura, el rostro era más afilado, apestaba a mandos intermedios.

    —Sólo una cosa… ¿qué tienes planeado decir? —preguntó Carey, y ella lo miró desde arriba con intensa concentración y la mandíbula apretada.

    —Voy a explicar que alguien podría muy bien estar utilizando el proyecto de inyecciones de refuerzo de Zemus para distribuir virus a nivel mundial. Y sin control.

Capítulo 06

    1 Piseckého, Praga, República Checa

    27 de noviembre

    Era mediodía cuando Eva vio la cima de la iglesia en Nepomucká, y pasó otra hora antes de que la misma se pareciera a la foto que ella había llevado en su billetera todos estos años. Aun con el ángulo correcto, las diferencias eran sorprendentes. El cielo hoy era de un gris claro, en lugar de un azul brillante, y Eva no se parecía en nada a su yo más joven, que vestía una camiseta de la Universidad de París, era regordeta y tenía una sonrisa cordial. La foto estaba arrugada y descolorida, parecía muy deteriorada, pero no tanto como Eva.

    Dobló la esquina hacia Píseckého, pasó por una hilera de casas que sólo recordaba a medias y caminó rápidamente hasta el número 1, con el tipo de determinación rígida que solo surge del miedo a los elementos. En algún momento alrededor del amanecer, el clima había pasado de una especie de frío lluvioso a un frío invernal, lo que le daba a la piel expuesta de Eva una aguda y punzante sensación, que ella sabía que deveniría en fuego ardiente en cuanto entrara en calor. Si es que llegaba a calentarse. Hacía algún tiempo que había perdido los últimos restos de barro, pero el mismo se había llevado consigo todo aislamiento posible. Subió las escaleras del edificio y empujó la puerta principal, que se abrió con impaciencia, y Eva sintió que una pequeña bolsa de aire cálido pasaba a su lado y salía hacia la lluvia. Más allá del umbral descubrió que hacía más frío dentro que fuera, así que subió corriendo las escaleras hasta el tercer piso, recorrió el pasillo hasta el número 303 y llamó a la puerta con una mano enrojecida.

    Sin respuesta. Lo intentó de nuevo mientras un escalofrío le recorría la espalda y acababa con la paciencia que le quedaba. Cerró el puño y golpeó la puerta, le castañeteaban audiblemente los dientes.

    —No está en casa, querida —dijo una anciana desde la puerta de al lado. Estaba espiando afuera de su apartamento, con el chal envuelto alrededor de baja y gruesa constitución. Llevaba gafas de casi un tercio del tamaño de su cara, pero tenía los ojos entornados como si no pudiera ver.

    Eva intentó controlar su respiración para poder hablar con claridad, pero tuvo poca suerte. —¿Hace cuánto que ella se fue? —exclamó débilmente.

    La mujer ladeó un poco la cabeza, salió al pasillo con un agrietado bastón de fibra de vidrio y se acercó renqueando hacia Eva. —No lo sé, querida. No me gusta fisgonear, pero recuerdo que un joven esta mañana estaba llamando a la puerta como un loco. ¡Yo casi llamo a la policía! —La mujer se detuvo a poca distancia, inspeccionando a Eva con atención—. Parece que tienes frio.

    Eva cerró los ojos y pensó en lugares cálidos. —Yo… tuve que caminar desde… desde la estación de tren —dijo—. Está lloviendo.

    —Pobrecita —dijo la mujer—. Toma... toma mi chal. No querrás resfriarte en un lugar como éste.

    Eva extendió una mano y sonrió vagmente. —No… no gracias —dijo—. Esroy demasiado mojada ahora. Sólo necesito entrar y calentarme.

    —¿Adentro? ¿Conoces a la Sr. Kolikov? No sabía que ella… —La mujer emitió un jadeo—. Dios mío… no serás Eva, ¿verdad?

    Eva hizo una mueca ante la mujer, asintió.

    —Ay, querida… no tenía ni idea… en las fotos siempre luces tan radiante y… —calló al darse cuenta de lo que decía.

    Eva dio una breve carcajada. —Han sido unos años duros.

    —Para todos nosotros —suspiró la mujer. Extendió la mano, como si volviera a la sociedad educada—. Soy Bachida Novaček. Vivo al lado. Qué maravilloso conocerte por fin.

    Eva tomó la mano de la mujer con dedos helados y la estrechó suavemente. —Hola —dijo, luego retiró el brazo en un vano intento de mantenerse caliente.

    La Sra. Novacek le frotó el hombro, con aire de abuela amable. —Debes de haber estado ahí afuera mucho tiempo para estar así de mojada. ¿Por qué no vienes a mi casa y te calientas?

    Eva negó con la cabeza. —No, de verdad, está bien. Sólo quiero entrar. ¿Dejó mi madre alguna llave por aquí, debajo del t-t-tapete o de…? —Se apoyó contra la puerta cuando la sobrecogió un escalofrío, bajó la cabeza y cerró los ojos con fuerza, tratando de aguantar; pero, al poco tiempo, el peso de los últimos días pasó factura y ella comenzó a sollozar incontrolablemente, con una mano tapándose los ojos y la otra tratando desesperadamente de girar el pomo de la puerta. Una cálida mano le frotó la espalda, de arriba a abajo, y ella sintió un reconfortante empujón bajo el brazo.

    —Ven conmigo, querida —dijo la anciana—. Vamos a arreglarte.

    Eva entró, con la cabeza gacha, en el húmedo y hogareño abrazo de la sala de estar de la Sra. Novacek. Fue conducida hasta un sofá demasiado mullido, entre un par de almohadas de punto de color ocre y mostaza, con una cálida manta envuelta sobre los hombros. Le tomó un minuto completo controlar su llanto.

    —Estoy toda empapada —dijo manteniendo la vista en el suelo.

    —Las cosas se secan —dijo la Sra. Novacek rebuscando bajo un montón de mantas, buscando el segundo de un par de gruesas pantuflas de pelo—. ¿Cuándo comiste por última vez?

    —No puedo comer ahora. Tengo mucho frío.

    —Té, entonces —y se alejó arrastrando los pies hacia la cocina, haciendo crujir el bastón a cada paso.

    La sala de estar estaba repleta, pero ordenada. Había innumerables marcos de fotos recubriendo cada superficie disponible, mostrando una gama completa de colores, desde brillantes hasta polvorientos blancos y negros. Había un puñado de marcos forrados con flores marchitas, apartados del resto, y una única vela aromática ardiendo ante ellos. Encima de la chimenea había un gran cuadro, realizado al óleo, de la Place de l'Alma de París, con vistas al Sena. El cielo era de un color oxidado, no del despiadado naranja brillante que aparecía en los más recientes días. Eva conocía la imagen íntimamente.

    —¿Tiene uno de mis cuadros? —exclamó.

    —Tu madre me lo regaló. Está muy orgullosa de ti, querida. ¡No todos los hijos tienen tanto talento para las artes! Mi difunta hermana tenía dos de tus cuadros en el comedor. A ella le encantaban. Cuando abran la casa, veré si puedo sacarlos.

    —¿Están muy mal las cosas aquí? —preguntó Eva—. Es difícil oír noticias desde el exterior.

    —La Plaza del casco antiguo cerró el mes pasado. Los vándalos se habían vuelto locos durante demasiado tiempo. Fue necesario, pero... nos quitó la chispa. La radio dijo que el guardián del viejo reloj había enfermado. Su hijo también. Sólo la hija parece estar a salvo, ¿y quién sabe por cuánto tiempo? A veces te preguntas… ¿cuándo es demasiado? ¿Cuándo dejamos de ser quienes somos?

    —Espero que haga falta más que eso —dijo Eva.

    —Pero no puede ser tan malo como donde has estado tú —respondió la anciana—. París debe de haber sido terrible. Sé que tu madre ha estado muy preocupada por ti.

    —Lo sé —dijo Eva bajando la cabeza—. Lo sé. Lo estropeé todo.

    —¿Por qué estuviste fuera tanto tiempo, querida? Perdona que te lo diga, pero ¿por qué no volviste a casa, por qué no volviste y cuidaste de tu mamá?

    Eva negó con la cabeza, le temblaba el labio inferior. —¿Conoce esa sensación que se tiene al bajar en bicicleta por la pendiente de una colina? Sabes que algo podría salir mal... que debería salir mal... pero aún así confías en que saldrá bien, que sobrevivirás ilesa —Se pasó los dedos por el pelo, se agarró la cabeza y trató de controlar los escalofríos. Todos los escalofríos—. Supongo que creí poder sobrevivir al viaje —dijo Eva.

    —Sí sobreviviste, querida —dijo la Sra. Novacek mientras reentraba al salón con un par de tazas de té tintineando en sus platillos. Le entregó una a Eva, quien la tomó con manos temblorosas. El calor hacía que le picaran los dedos, pero era un dolor agradable después de todo aquel frío.

    —Bebe despacio —dijo la Sra. Novacek sentándose en una silla frente a Eva—. Tienes mucho frío que deshacer y eso llevará un tiempo.

    —Gracias —dijo Eva, sorbiendo tranquilamente la camomila. Su anfitriona sopló en su propia taza y miró por la ventana.

    —Este año hace más frío que desde que yo era niña —dijo sombría—. Dicen que en Praga nunca nieva hasta febrero, pero creo que este año es diferente. No hubo ningún otoño: un verano árido y un invierno gélido.

    —Es así en todas partes —dijo Eva—. Dicen que es la falta de automóviles en las carreteras lo que aumenta la capa de ozono. O... o es al revés, tal vez.

    —Dicen muchas cosas —gruñó la mujer.

    Eva miró por la puerta corrediza de cristal hacia el pálido cielo de acuarela sobre la ciudad. Unas cuantas hojas doradas, que no habían sido tocadas por la lluvia, volaron cruzando el balcón hacia la izquierda y se colaron por debajo del tabique divisorio.

    —¡Eso es! —jadeó Eva, y rápidamente dejó su té sobre la mesa de café. Manteniéndose bien envuelta en las mantas, corrió hasta el balcón y se inclinó sobre el borde, mirando hacia la fila. Volvió a mirar, sonriente, a la confundida Sra. Novacek—. ¡Mi madre nunca cierra la puerta del balcón! —exclamó, justo antes de que el aire frío le devolviera el escalofrío con toda su fuerza—. ¡Si puedo rodear esta partición, puedo entrar por la parte de atrás!

    La Sra. Novacek observó la situación a través de sus gruesas gafas. —Creo que deberías esperar hasta que llegue a casa —dijo, pero Eva ya le había devuelto la manta y se había subido al alféizar del balcón, agarrando fuerte el tabique con dedos enrojecidos.

    Miró abajo cuando se sentó a horcajadas entre los dos lados, mientras el viento le mordía la piel reexpuesta. Allí abajo había herramientas de jardinería: un rastrillo, una cortadora de césped y un surtido de tijeras de podar medio enterradas bajo un montón de hojas dispersas. Tres pisos más abajo. Eva deslizó ligeramente las zapatillas por el borde. Se movió lo suficiente como para poder girar el resto del camino con un movimiento rápido, aterrizó en el balcón de su madre y cayó al suelo.

    —¡Eva! Eva, querida, ¿estás bien? —gritó la Sra. Novacek desde el otro lado.

    Eva se levantó torpemente, se sacudió la suciedad y la tierra de las rodillas y le dio un pequeño empujón a la puerta corrediza de cristal, que se abrió fácilmente.

    —Estoy genial, Sra. Novacek. No hay ningún problema. Acabo d...

    Su voz se apagó cuando ella miró dentro del apartamento y vio sangre salpicada en la pared de la cocina.

Capítulo 07

    1 Piseckého, Praga, República Checa

    27 de noviembre

    —Espere un segundo —exclamó Eva a la Sra. Novacek, y entró en el apartamento con cuidadosos y silenciosos pies.

    Dentro hacía frío y estaba seco, justo lo inverso de la casa de la Sra. Novacek. Las paredes eran firmes y lisas. La mesita de café con tablero de vidrio tenía una sólida capa de polvo. En la división entre el salón y la cocina, Eva notó restos brillantes de un par de copas de vino, la alfombra blanca estaba machada de color burdeos, junto a un charco seco en las baldosas del suelo. Un cuchillo yacía de lado sobre una tabla de cortar, y una zanahoria podrida, medio cortada, sobre la encimera. Eva rodeó el mueble sin respirar, con los ojos fijos en la salpicadura de sangre en la pared del fondo, sangre que bajaba goteando por los zócalos hacia un área que ella no podía (y no quería) ver. Después de un último y vacilante paso, vio un denso charco de sangre, casi vidrioso, frotado sobre el limpio suelo de baldosas. Pero no vio a nadie. Nada en absoluto, como si alguien hubiera sangrado todo aquello, se hubiera levantado y hubiera dejando solo un par de huellas que se desvanecían hasta la puerta principal y más allá. Eva tocó el charco de sangre con la punta del zapato, la cual se pegó un poco, pero no mucho. La limpió en el suelo y miró nerviosa a su alrededor.

    —¿Mamá? —exclamó hacia el apartamento. Un agudo eco lo repitió.

    Caminó con cuidado por el pasillo hasta el dormitorio de su madre a la derecha y miró con cautela. Contuvo la respiración para oír algún sonido, para buscar alguna señal de vida. Metió la mano en el dormitorio, encendió las luces y no vio nada más que el mismo vacío estéril que en el resto de la casa. La cama estaba hecha como siempre. Más adelante, en el cuarto de baño, Eva encendió instintivamente la calefacción al entrar. El termostato hizo un quedo clic cuando los calentadores junto al zócalo despertaron de un letargo anual, enviando al aire un olor a metal caliente. Aparte de que el botiquín estaba medio abierto, no había nada destacable. Los frascos de medicamentos caducados seguían ordenados, sin etiquetas. La alfombra de la ducha pendía limpiamente en el borde de la bañera.

    La última habitación al final del pasillo había sido la de Eva, brevemente; pero, cuando la abrió, no encontró ninguna de sus antiguas cosas. En su lugar, había un pesado escritorio de roble cubierto con montones y montones de papeles, carpetas y material de oficina. La pantalla de una computadora portátil asomaba entre el desorden, con su base enterrada bajo un mar de cosas físicas. Había un par de enormes estanterías llenas de revistas médicas, carpetas de informes y libros de texto universitarios que Eva nunca había visto. El suelo también estaba lleno de papeles arrugados, notas y bocetos. Moléculas, cadenas de ADN sin notación, garabatos codificados con la letra de su madre. Un bolígrafo rojo crujió bajo su pie cuando ella cruzó la habitación hasta la mesita auxiliar con una gruesa caja de cartón encima. Había una mancha de sangre en el lateral de la caja, y la esquina inferior estaba muy golpeada, arrugada. En el interior encontró una docena de cajas más pequeñas, del tamaño de una lata de refresco, con etiquetas azules y blancas en finlandés, francés y ruso. Eva giró una y leyó el ruso:

    Incubadora Génesis

    Cápsula de recarga

    220 mg (55 mg x 4)

    Dejó el paquete y dio un paso atrás, mirando a su alrededor. Regresó corriendo a la cocina, agarró el teléfono de pared y lo encendió. Con el dedo sobre el teclado, Eva oyó el tono de marcar. Miró la sangre secándose en el suelo, vio su pasaporte asomando del bolsillo de su chaqueta, manchada de barro. La habitación vacía le quitaba el calor del cuerpo. Apagó el teléfono y lo dejó sobre la encimera. En ese momento, un golpe en la puerta hizo a Eva retroceder hasta la pared. Permaneció allí, en silencio, escuchando. Después de una breve pausa, hubo otro golpe, rápido y agitado, y Eva avanzó con cuidado hacia la puerta, con el corazón tan acelerado que le era imposible concentrarse en cualquier otro sonido discernible del pasillo.

    Apenas proyectó la voz, ronca de miedo. —¿Hola? —exclamó a la puerta cerrada con la cadena.

    —¿Eva? —preguntó nerviosa la Sra. Novacek, y Eva exhaló tan profundamente que casi se desmaya. Retiró la cadena, descorrió el cerrojo y abrió la puerta lo suficiente para asomarse.

    —Hola, Sra. Novacek —dijo intentando sonar lo más tranquila y despreocupada posible.

    —¡Oh, lo lograste! ¡Estaba preocupada! ¡Parecía como si algo fuera mal!

    Eva se mordió el labio. —Oh, no… es que pensé que el horno estaba encendido. Ilusión óptica. Probablemente mi vista esté congelada. Fingió una sonrisa, pero la anciana medio ciega no la notó. Se limitó a frotar amablemente el brazo de Eva y a darle unas suaves palmaditas.

    —Tú también pareces congelada. Ve a darte un baño caliente, querida, y quédate aquí hasta que llegue tu mamá. Ella estará muy feliz de verte.

    Cuando Eva cerró la puerta, miró por la desolada, fría, vacía y extraña habitación, y volvió a temblar.

    —Hasta que ella llegue a casa —repitió.

***

    Esbeltos brazos rodearon a Eva, más calientes que el agua del baño, y ella giró la cabeza atrás y besó una barbilla áspera y sin afeitar, con los ojos cerrados. Más allá de los aceites perfumados, ella lo olió. Familiar. Sintió un aliento en su cuello, muy en paz, y lentamente se hundió más en el agua, pero él la sujetaba firme y ​​ella sonrió.

    —Rhodri—gimió ella.

    Antes de atragantarse con agua fría.

    Se sentó erguida de repente, asiendo con fuerza y con ambos brazos los bordes de la bañera para sostenerse. Estaba sola en el cuarto de baño. El agua estaba helada. Se quedó allí sentada un momento, sin moverse, hasta que las cosas dejaron de moverse a su alrededor. Miró hacia un lado, hacia el pasillo vacío.

    —Mantente alejado de mi cabeza —le dijo a nadie presente.

***

    Despertó en mitad de la noche sintiéndose abatida, como si hubiera estado corriendo durante horas, pero incapaz de dormir más. Necesitó toda su fuerza de voluntad para engullir el contenido de un paquete, envuelto en papel de aluminio de "Alimento Seguro", que había encontrado estibado en el armario. El envoltorio decía “Certificado por el Gobierno Checo”, lo cual hacía sonreír a Eva. Pasó media hora en el sofá de su madre, envuelta en dos mantas de lana, mirando la chimenea vacía, de espaldas al televisor. Había madera a un lado y un encendedor también, pero ella se limitaba a mirar el agujero oscuro. Los calentadores de pared hicieron clic, clic, clic, clic al encenderse, tratando de mantener a raya el aire de noviembre. Eva era periféricamente consciente de la guía de programación que aparecía en la pantalla del televisor informándole de todos los grandes clásicos que se emitirían en la cadena número uno de Praga. La música fácil de escuchar le pesaba los párpados y ella cabeceaba un poco, pero se mantenía despierta. Llegó la noticia y ella la miró, aunque no giró la cabeza.

    —Estamos siguiendo una noticia en desarrollo a esta hora —dijo la presentadora, una pristina rubia cuyas mejillas aún tenían las marcas del borde de una máscarilla de filtro—. Un chico de seis años que la semana pasada se creía perdido en los complejos de viviendas del extremo este fue encontrado y se reunió con sus abuelos tras una búsqueda exhaustiva por parte de la policía local. El chico, cuyo nombre no puede ser identificado debido a las leyes de confidencialidad de los pacientes, fue visto por última vez por los vecinos hace casi ocho días. Según las fuentes, desde su desaparición ha sobrevivido a base de cereales para el desayuno en el ático de un edificio vecino.

    Eva giró con desgana la cabeza hacia la pantalla mientras el abuelo del niño llevaba en brazos a un chico envuelto en una manta frente a la cámara de noticias.

    —Es un milagro que lo hayamos recuperado —dijo el anciano con lágrimas en los ojos—. Debe de haber sido muy duro para él, solo, con este clima, especialmente después de que su madre...

    —No hay más preguntas —interrumpió un portavoz policial, con la mano sobre el objetivo, empujando al camarógrafo—. Denles algo de privacidad. Circulen.

    Eva apagó la televisión y arrojó el mando al otro lado de la habitación. Respiró larga y lentamente. El aire seguía frío. Rebuscó en los cajones de su madre hasta sacar otra capa de suéteres, ropa interior larga y calcetines, y encontró las botas más grandes y pesadas que pudo calzarse en sus pies helados. Pisoteó un poco la sala de estar para que su sangre volviera a fluir y subió todos los termostatos al máximo. Un golpe en la puerta la sobresaltó, pero también le dio algo que hacer. Corrió y retiró la cadena y el cerrojo.

    —Gracias a Dios que está aquí, Sra. Novacek, yo estaba… —empezó a decir Eva.

    Pero no era la Sra. Novacek quien estaba en la puerta. Una pesada mano enguantada la agarró por la parte delantera de la camisa y la hizo perder el equilibrio de un tirón.

    —Ahí está, Sr. Kolikov —dijo una mujer con un grueso abrigo de invierno y mostrando una placa de policía sobre el hombro de su corpulento compañero—. Nos preguntábamos cuándo aparecería.

PARTE 2

28 de Noviembre

Capítulo 08

    Hospital Motol, Praga, República Checa

    28 de noviembre

    La Dra. Fanta Anouma se acomodó el estetoscopio en un frágil brazo lleno de viruelas y miró el reloj con el ceño fruncido. Una gota de sudor corría por su piel de ébano y ella se la apartó con el brazo libre, con cuidado de que no tocara sus guantes esterilizados. El sonido de los calentadores por toda la habitación era difícil de tolerar. La Dra. se esforzaba por escuchar, arrugando la frente con concentración.

    —¿Sabes lo que estás haciendo? —preguntó el Sr. Vecera, con voz ronca y áspera.

    —Shh —lo regañó Anouma—, o tendré que empezar de nuevo.

    El Sr. Vecera sonrió, su irregular barba blanca acentuaba los huecos de sus dientes, marrones y negros. Su bata de hospital colgaba holgada, con sangre seca en el frente. Una vía intravenosa pendía tras él, goteando solución salina lentamente. Anouma se puso el estetoscopio alrededor del cuello y anotó en su historial con un lápiz demasiado corto. Se rascó debajo de la máscara de cirujano con la arrugada muñeca del guante, suspirando.

    —¿Malas noticias? —preguntó el Sr. Vecera, medio en serio.

    —No peor que antes —respondió Anouma—. Si continúas así, vivirás para siempre.

    El Sr. Vecera rió con una sonora carcajada, y dos de los pacientes más cercanos a él gruñeron e intentaron darse la vuelta para quedar de espaldas a él. Él dio a Anouma unas amables palmaditas en la mano .

    —Mientes mal —dijo él—, pero gracias.

    Anouma no respondió, mantuvo su misma expresión. Miraba el historial del paciente y él le apretó la mano para recuperar su atención.

    —¿Extrañas el hogar? —preguntó él con sinceridad.

    Anouma se encogió de hombros. —Me está gustando estar aquí —dijo ella.

    —Tu idioma va mejor. Espera otro mes y ni siquiera sabremos que no eres checa.

    Esta vez fue Anouma quien rió, dio a su paciente unas palmaditas en el brazo y dejó su historial al final de la cama.

    —¿Cómo es de donde vienes? —le preguntó él.

    —El lugar donde vivía en Côte d'Ivoire, lo llaman el país cálido —dijo ella con ojos vivos, recordando—. En el norte se burlan de nosotros por nuestra mala constitución y por el hecho de que no podemos sobrevivir más que en un clima pacífico y soleado. Pero, ya sabe, después de todos estos años aquí arriba, en su ciudad, Sr. Vecera… bueno, mis amigos del sur cerca del océano no tienen ni idea de lo que es el frío de verdad. Tener una agradable brisa marina no se parece en nada a un día como hoy.

    —¡Oh! Así que te gusta estar aquí.

    Ella sonrió y su máscara se inclinó hacia un lado. —Cómo no me va a gustar un lugar que me brinda pacientes como usted.

    Él sonrió alegremente e hizo un gesto de modestia con una mano temblorosa. —Me alegra que se haya quedado con nosotros, doctora —dijo él—. Es más dura de lo que esos sureños se esperarían jamás.

    —Gracias —dijo ella asintiendo—. Volveré luego para otra revisión. Pronto —Corrió la cortina que rodeaba la cama, dejando entrar el sonido y la vista de cuatrocientos enfermos y moribundos.

    Estaban agrupados y divididos por tipo y gravedad de la enfermedad y, aunque había letreros que ayudaban a identificar la cepa que uno buscaba, cualquiera con una cierta familiaridad con las plagas modernas podía orientarse de un vistazo por los tonos de piel o por las manchas particulares en las sábanas. Desde mitad de la planta, los sonidos de diferentes especies de gemidos pasaban junto a Anouma, la cosa de mayor altura entre las filas de camas. Ella sintió una brisa tranquila que le acariciaba el pelo de la frente y, durante un momento, se meció sonriendo ante la sensación, sosegadora y silenciosa. Pero luego abrió los ojos y miró al techo, a los grandes ventiladores que giraban despacio, pero ganando velocidad, y se quedó sin aliento. Se volvió rápidamente hacia el otro extremo de la habitación, junto a los generadores, y vio a una enfermera jugando con una larga fila de interruptores, tratando de ver cuál alimentaba la vieja máquina de rayos X. Anouma quiso gritar, pero se contuvo, apretó los puños y corrió rápidamente hacia la enfermera. Bajó a golpes todos los interruptores y, con mano furiosa, agarró a la enfermera por la nuca.

    —¿Qué crees que estás haciendo? —siseó Anouma.

    —No encuentro cuál enciende la...

    —¡Mira los techos! —susurró Anouma—. ¡Has estado operando los ventiladores! ¿Cuánto tiempo llevas en los interruptores?

    —Yo… no lo sé —tartamudeó la enfermera—. ¿Un minuto? ¿Quizás más?

    Anouma negó con vehemencia y trató de reprimir un dolor de cabeza. —Hay que restringir el flujo de aire en esta habitación —dijo—. Nuestra partición no es lo bastante efectiva para detener la contaminación cruzada.

    —Lo sé, es que...

    —Debes tener más cuidado —dijo Anouma suavizando el tono—. Si el Dr. Bastien se da cuenta de esto, serías...

    —¡Ayuda! —llegó la llamada desde el antiguo vestíbulo, al otro lado del océano de lino blanco. Anouma miró hacia atrás, abandonó su advertencia y comenzó a correr, estetoscopio aún colgando en los oídos a mitad de zancada. En el otro lado del pasillo, el Dr. Bastien también corría, quitándose los guantes con urgencia. Un hombre con traje de trabajo estaba apoyado en la pared con una niña pequeña en brazos envuelta en una manta y empapada por la lluvia. El hombre jadeaba, respiraba con dificultad y parecía como si hubiera estado llorando. La niña tosía fuertemente y él casi la deja caer al suelo.

    —Ayúdenla… No sé qué le pasa… —jadeó el hombre, antes de colapsar como un fardo, evitando a duras penas que su frágil cuerpo se estrellara contra el suelo. Anouma se puso un par de guantes nuevos, se agachó y apartó la manta del rostro de la niña. La manta se pegaba a una pus seca en la cara, y la niña gritó, luego tosió de nuevo… una tos terrible, cortante.

    —Kiev-5 —murmuró Bastien sombríamente desde atrás, rociando con desinfectante su estetoscopio y llevándolo al irritado pecho de la niña—. ¿Cuánto tiempo lleva enferma? —le preguntó al hombre.

    —Creo que tres días —murmuró él, antes de quedar con los ojos en blanco.

    —Atiéndelo —dijo Bastien, arrebatando a la niña mientras Anouma bajaba suavemente la cabeza del padre al suelo. La doctora le abrió la chaqueta y la camisa y vio que el hombre tenía fístulas muy pequeñas en el pecho.

    —Cúbrele la cara con una mascarilla y ayúdame a sacar a la chica afuera —dijo Bastien, apartándose el cabello blanco de los ojos.

    —¿Afuera?

    —Necesitamos aire libre —dijo él con severidad.

    —¡La niña necesita una cama! —susurró Anouma con urgencia.

    Bastien la miró seriamente, habló en francés en voz baja y lanzó rápidas miradas hacia la habitación de los enfermos. —El Kiev-5 ya está en el aire. La mitad de las personas en esta sala morirán esta noche si se contagian. Incluso con los ventiladores apagados, no podemos correr ese riesgo.

    —Ella morirá ahí fuera —respondió Anouma, imperturbable.

    —También morirá aquí. No dejes que se lleve a los demás con ella.

    Un fuerte grito vino desde el interior de la habitación, débil pero histérico. —¡No puedo morir! —gritó una mujer en francés—. ¡No puedo morir aquí!

    —Mierda —masculló Bastien, luego exclamó en francés hacia la mujer—. Si dices una palabra en checo sobre esto a alguien, haré que esta niña sea tu compañera de cama, ¿me entiendes?

    Hubo un largo silencio.

    —S-s-sí —fue la respuesta.

    Bastien asintió hacia Anouma. —Agarra el ultrasonido y reúnete conmigo en las escaleras.

    Anouma tapó rápidamente al padre de la niña con una manta, le puso una mascarilla en la cara y corrió de regreso a la sala de tratamiento, hasta los armarios cerca de la estación de emergencia, y sacó un pequeño y manchado ultrasonido. Pulsó el chequeo de batería mientras corría, y redujo la velocidad al ver que tenía la mitad de energía. Se detuvo junto a los cajones de la puerta y buscó algo de gel y una batería de repuesto. Lo único que encontró fue una botella a medio usar y un paquete de baterías vacío. Bastien tenía a la niña boca arriba en las escaleras del hospital, revisando sus vías respiratorias. Se acercó hacia el ultrasonido y Anouma se lo entregó, extendió gel en el estómago de la niña y el color verdoso se mezcló con un amarillo denso. Bastien aplicó el sensor en el torso y la niña se incorporó por acto reflejo, jadeando.

    —Sujétala —ordenó él, entornando los ojos hacia la pantalla.

    Anouma se inclinó sobre los hombros de la niña y vio esos pobres ojitos hinchados moviéndose en un doloroso sueño. Apartó la vista hacia otro lado, hacia el monitor, entornó los ojos y luego miró hacia donde apuntaba Bastien.

    —Su hígado… —dijo ella tentativamente.

    —Sus riñones también —murmuró él—. Sus pulmones van ahora.

    —¿No deberíamos…?

    —No —dijo él apagando la máquina y limpiándola—. Una vez que el hígado desaparece, el paciente también. Su padre la trajo aquí demasiado tarde.

    Anouma parpadeó, bajó la mirada hacia el hermoso cabello rubio que rodeaba ese rostro desencajado y lo peinó con una mano enguantada. Cuando volvió a alzar la mirada, Bastien estaba preparando una inyección.

    —¿Qué es lo…?

    —Para el dolor —dijo él, clavándole a la niña la jeringa en las venas—. Cual sea el bien que pueda hacerle.

    Anouma asintió y observó cómo la niña se calmaba de repente, su respiración era acuosa y lenta. Bastien le entregó el ultrasonido y comprobó la lluvia que estaba soplando sobre su sala de operaciones temporal.

    —Mete eso dentro —dijo él—. Tendremos que llevarla al fondo hasta que todo haya terminado.

    Anouma asintió, empujó las pesadas puertas de madera y caminó de regreso a la estación de emergencia, dejando la máquina encima del mostrador distraídamente.

    —¿Nos estamos muriendo? —preguntó la solitaria voz, en francés, nerviosa.

    Anouma se giró hacia la habitación, con cortinas, camas y bolsas de goteo por todas partes, y no tuvo ni idea de quién era la voz. —Estás bien —mintió—. La niña estaba bien. Sólo era un resfriado, nada más.

    Nadie respondió.

    Mientras se dirigía hacia la puerta delantera, oyó el sonido del Dr. Bastien gritando. Corrió hacia la puerta, salió al aire frío y húmedo y vio al anciano gritando bajo la lluvia. Allí, en mitad del puesto de ambulancias, había una figura oscura envuelta en cuero y metal, y Anouma jadeó.

    Un Sanador.

Capítulo 09

    Hospital Motol, Praga, República Checa

    28 de noviembre

    —¡No pasarás por esta puerta! —gruñó Bastien—. ¡Vuelve al este, monstruo!

    El Sanador levantó una mano con cuidado y se dio unos golpecitos en la sien derecha con un dedo. Anouma observaba mientras Bastien imitaba la acción, con un desvaído tatuaje grabado en el rostro, cuatro barras cortas. Bastien se tocó la sien con cautela, como si le hubieran picado.

    —Sí, me acuerdo —espetó Bastien—. ¡Y no se repetirá! ¡Ésta es mi redención! ¡Ve a matar a otra parte! —Bastien levantó a la niña con cierto esfuerzo y miró a Anouma—. Estaré atrás. Cierra las puertas detrás de nosotros.

    —Pero... —empezó ella.

    —Hazlo, Fanta —gruñó él—. No se le puede permitir entrar.

    Ella asintió solemnemente, le abrió la puerta al anciano, luego entró y pasó el cerrojo en mitad de los paneles. Las puertas eran gruesas y antiguas, pero algo en el sello decía que no podían cerrarse para alguien que quisiera entrar con todas sus fuerzas. Ella miró nerviosamente afuera, a través de la alta ventana de la puerta. El puesto de ambulancias estaba vacío. La lluvia caía a cántaros, resbalaba como una cascada desde el descolorido letrero de "Ambulancia", y el desagüe atascado en el centro de la acera no podía satisfacer la demanda. La cosa había desaparecido. Ella se acercó más, tratando de ver la vuelta de la esquina. Una máscara apareció a la vista, justo contra la ventana, encontrando su mirada, y ella gritó. Un aliento cálido y procesado salía silbando de los conductos de ventilación junto al cuello del Sanador, empañando el cristal en ráfagas irregulares. Anouma retrocedió, pero estaba demasiado asustada para correr. El Sanador la miró fijamente, desapasionadamente, antes de mirar cuidadosa y deliberadamente hacia el cerrojo. Y volvió a mirarla de nuevo. Ella se estremeció y negó con la cabeza, pasando la vista rápidamente por la puerta para comprobar que realmente la había cerrado.

    Durante un rato nada cambió, no hubo movimiento.

    Luego él retrocedió un paso, sin romper el contacto visual y, sin previo aviso, golpeó el cristal con la mano. Ella saltó espantada hacia atrás, pero llevó un puño hacia el cerrojo y contuvo la respiración. El Sanador estaba pegando con cinta adhesiva un papel a la ventana, con movimientos breves, casi mecánicos. Ella se alejó un poco más de la puerta y chocó contra una camilla que había en la pared de atrás, llena de sábanas para tapar las manchas de sangre que los médicos no habían podido limpiar. Se agarró a las frías barras de metal para sostenerse. Una vez que el papel estuvo completamente sujeto, el Sanador dio media vuelta y comenzó a alejarse sin pausa. Bajó las escaleras, cruzó el charco creciente, pasó bajo la cascada del letrero y giró en la esquina. Anouma esperó un par de minutos antes de avanzar y de comprobar con más atención. Exhaló por primera vez en lo que habían parecido horas y apoyó la frente en la puerta, tratando de recuperar los nervios.

    —Se ha ido —se dijo—. Lo hiciste bien. Lo hiciste bien.

    Alzó la vista y vio el cartel que el Sanador había dejado. Una hoja informativa en francés, en gramática clara y clínica: síntomas de una cepa denominada LS-411. Cómo diagnosticarla. Cómo no tratarla. Siempre fue fatal. Ella tocó ligeramente la ventana con los dedos, abrió la boca y jadeó ante la foto de las lesiones que había que cuidar.

    Corrió hacia las escaleras sin decir palabra.

***

    Franz quitó el envoltorio de plástico de un rancio sándwich de hospital que estaba en el fondo de un contenedor de basura verde oscuro y, con sus manos temblorosas, estuvo a punto de perder el queso y el jamón. Se lo metió en la boca, masticó furiosamente y se lamió los dedos mugrientos, lanzando miradas nerviosas más allá de las bolsas sobre él.

    —¡Franz! —siseó Luka medio mirando por encima del borde interior.

    — ¡Aún nada! —respondió Franz, intentando disimular su masticación—. ¡Toy mirando!

    Luka levantó un poco más la cabeza, se inclinó sobre el borde, pero mantuvo la vista en otra parte.

    —Eso no —susurró Luka con urgencia—. Tienes que ver esto.

    Franz frunció el ceño, se puso de pie y subió a un contenedor de plástico aplastado para poder ver mejor. Afuera, en el claro, caminando despacio por el lado oeste del Edificio A había algo que él nunca había visto.

    —¿Un Sanador? —Preguntó Luka con cautela.

    —Parece que sí —dijo Franz—. Rápido, ayúdame a salir.

    Aterrizó en el pavimento mojado, se puso la gastada capucha sobre el pelo para protegerse de la lluvia y se unió a su amigo detrás del contenedor de basura, fuera de la vista, mientras la figura pasaba. La observaron desde las sombras, con los ojos blancos muy abiertos por el miedo o la ira.

    —Vamos —Franz le dio un codazo y lo siguieron con las manos en los bolsillos, como si estuvieran en un paseo casual.

    El Sanador giró en una esquina y entró en un callejón, y los dos se detuvieron en la entrada y miraron a su alrededor. La calle estaba desierta. Detrás de ellos, el bosque estaba inundado de hojas naranja que se disolvían bajo la lluvia. Franz revisó un montón de basura y encontró en la mezcla un pesado tablón de madera y una vieja tubería oxidada. Le entregó el madero a Luka y se dirigió hacia adentro. El Sanador estaba mirando una ventana abierta en el tercer piso, cuya escalera de incendios era demasiado alta para alcanzarla. Pasó el dedo por la puerta metálica sin tirador que tenía delante, la única brecha en la ominosa estructura de hormigón. Retrocedió con cuidado, luego bajó la cabeza, hizo una pausa y giró para ver a Franz y a Luka avanzando poco a poco hacia él, acercándose a su presa.

    —Jodido asesino —espetó Franz blandiendo el tubo de un lado a otro—. Viniste a terminar lo que empezaste, ¿eh?

    Golpeó con el tubo a distancia y el Sanador dio un paso atrás, levantó las manos con cautela, como si pidiera paz. Quieto, sin palabras. Sin expresión que leer.

    —No eres tan engreído, ¿verdad? —dijo Luka rodeando al Sanador amenazadoramente—. ¡No pudisteis matarnos a todos con vuestros gérmenes, así que ahora tenéis que luchar como un hombre!

    —No es un hombre —se burló Franz—. Un hombre tiene alma. ¡Esto es un asesino de bebés!

    Los ojos de Luka empezaron a lagrimear; su rostro, a torcerse, y Franz quedó boquiabierto ante la vista. Luka se secó furiosamente los ojos con la manga, conteniendo las lágrimas, y su rostro se puso rojo cuando la ira lo invadió.

    —¡Mi hijo! —gritó, y cargó, blandiendo el tablón directamente hacia la cabeza del Sanador.

    La mano de éste se movió rápido, braceando para desviar el golpe, y el tablón se partió en dos. El lado suelto voló contra la pared en una lluvia de astillas. Luka resbaló directamente hacia el Sanador, quien lo agarró por el cuello con la otra mano metálica, sujetándolo con fuerza. La pasión de Luka se drenó presto al estar él tan cerca de la máscara, y jadeaba desesperadamente en busca de aliento, dejando caer a sus pies el resto del tablón. El Sanador habló con voz ronca y procesada. Palabras que ninguno de los dos entendió. Las lágrimas seguían corriendo por las mejillas de Luka, pero él no dejaba de ver las gafas vacías. Luego, el Sanador ladeó ligeramente la cabeza y se apartó del camino cuando pasó la tubería de Franz. El plomo no alcanzó el objetivo, se estrelló contra un lado de la cara de Luka y se oyó un fuerte crujido. El Sanador dejó caer el cuerpo y dio un paso a un lado, encarando a su siguiente oponente. Franz exhaló al ver a su amigo en un charco de sangre y su tubería también manchada de rojo. Volvió a agarrar el metal, inhaló lentamente y dejó que su furia se desbordara.

    —¡Maldito asesino! —gritó, y cargó de nuevo, atacando como un loco. El Sanador esquivó el ataque, agarró la tubería y la giró. Franz sintió que le chasqueaba la muñeca y perdió el agarre y el equilibrio. Una ruda mano lo agarró por la parte de atrás del abrigo y lo empujó contra la pared del hospital. Franz cayó hacia atrás con la nariz sangrando, y luego lo arrastraron por el pelo mientras él gritaba de dolor. El Sanador levantó la tubería como si fuera a golpear, pero luego la arrojó por el callejón, sin apartar la mirada de Franz y habló, de nuevo en una lengua que Franz no entendió.

    —Que te jodan —dijo Franz entre la sangre y el dolor—. Que te jodan a ti y que le jodan a tu puta madre china.

    No hubo reacción. Franz le escupió sangre en la máscara. Entonces lo notó... el mango de una hoja en el cinto. Un machete. Intentó agarrarlo alocadamente, asiéndolo por la punta con los dedos. Pero esa mano tiró de su cabello con más fuerza y ​​él acabó mirando hacia arriba. El Sanador movió la cabeza un "no". Muy despacio. Muy sólidamente. La lluvia caía a cántaros, corriendo por su maltrecho rostro, con las gotas batiendo en la mano que había logrado asir el machete. Franz sentía la tensión del agarre en su pelo, pero no veía ninguna emoción en la máscara, y eso lo ponía nervioso. Tiró, oyó la hoja liberarse y, en un momento de euforia, la llevó hacia atrás para clavar, traicionado por una sonrisa en su rostro. Pero con la misma rapidez, el Sanador le asestó un calculado golpe en el pecho y Franz sintió que se le rompían las costillas. El machete cayó de su mano, directo a la del enemigo. Él jadeaba desesperadamente por respirar, pero ningún aire llegaba. Y luego, en un instante, sintió una mano en la barbilla, un rápido crujido y luego nada en absoluto.

    El Sanador bajó con cuidado el cuerpo al suelo, colocando los brazos sobre el pecho respetuosamente. Volvió a mirar a Luka, el charco de sangre crecía y se diluía en la lluvia, corriendo por la ligera pendiente hacia las alcantarillas.

    Una mujer gritó histéricamente y él se levantó rápido, con el machete preparado. Ella estaba de pie en la entrada del callejón, con la mano en la boca y la ropa empapada, goteando agua sucia a sus pies. Retrocedía tambaleante, con los ojos moviéndose entre Franz, Luka y el Sanador, aterrorizada. Y gritó pidiendo ayuda, llamó a la policía y salió corriendo, fuera de la vista, dejándolo solo, aislado. Él miró rápidamente a su alrededor, con el machete laxo en la mano, y se retiró a la esquina con suficiente espacio para luchar. Escuchó los gritos de hombres enojados, metales, maderas y otras posibles armas sacadas de los contenedores de basura. Los sonidos de una enojada turba en formación.

    —¡Tú! —exclamó una voz francesa desde atrás, y él giró y vio la puerta metálica, ahora abierta. Anouma se asomó con cuidado, nerviosa—. ¡Por aquí! ¡Deprisa! —siseó ella.

Capítulo 10

    Comisaría de Policía Praha 5, Praga, República Checa

    28 de noviembre

    El final del pasillo estaba sellado con brumoso plástico, pegado con cinta adhesiva a las paredes, el techo y el suelo. Una pegatina de peligro biológico se estaba despegando en el medio. Eva redujo el paso a medida que se acercaba, pero los policías la empujaron hacia adelante antes de detenerla bruscamente ante una puerta a la derecha. Un papel colgaba sobre un letrero de "Conserje".

    —Sala de Interrogatorios B —masculló Eva.

    —Alguien estornudó en la A —gruñó la mujer policía, abriendo la puerta de una salita con una mesa improbablemente encajada dentro del espacio de un armario—. Tiene usted suerte.

    Eva cayó en la silla detrás de la mesa, aterrizando con un gemido. Los dos policías se acercaron sigilosamente al otro lado, se sentaron casualmente y se reclinaron en silencio. La mujer era de constitución robusta, de mandíbula fuerte y pelo corto cortado al estilo "cinco años de retraso". El hombre era brusco, grande y calvo, de frente profunda. Cuando apretaba la mandíbula, casi cambiaba la forma de su cara cuando los huesos encajaban en una nueva disposición.

    —Sra. Kolikov —comenzó la mujer, sin establecer contacto visual—. Mi nombre es inspectora Sobotka. Éste es el inspector Crew.

    —¿Son… de la Policía Extranjera? —aventuró Eva.

    Crew soltó una risita y se acarició la barbilla sin afeitar. —¿Por qué? Usted no es inmigrante, ¿verdad?

    Eva lo miró a los ojos, nerviosa. —No —respondió ella.

    —Mejor. Ya no debería haber inmigrantes, ¿sí?

    —No, Sra. Kolikov —sonrió Sobotka—. Sólo somos policías corrientes ocupándonos de asuntos corrientes.

    Eva los observó observarla y no dijo nada.

    —Por supuesto —reflexionó Crew—, mi padre era de la Policía Extranjera, así que debo tener algo de eso en la sangre, ¿no? Porque cuando vi pasar su expediente me dije: aquí hay alguien con quien deberíamos charlar.

    —Yo también lo pensé —asintió Sobotka.

    —Vaya, entonces quizá sólo sea sentido común —sonrió Crew, inclinándose hacia adelante sobre la mesa, haciéndola crujir bajo su inmenso peso—. Hemos oído que tuvo algunos problemas en el tren.

    —Fue un gran malentendido —tartamudeó Eva—. Estaba hablando con un oficial cuando alguien salió de la nada y lo golpeó, y...

    —¿Y mató a dos guardias?

    —En serio, yo no tuve nada que ver con eso. Lo juro.

    La observaron seriamente un momento, luego Crew bostezó ruidosamente. —Pasemos a lo siguiente. Háblenos sobre París.

    Eva parpadeó. —Yo… eh… bueno, fui a la escuela allí. A la universidad.

    —A estudiar, ¿qué? —preguntó Sobotka abriendo un bolígrafo y hojeando unos cuantos papeles en una carpeta.

    —Bellas artes —respondió Eva.

    —¿Qué hay de Ciencias de la Computación? La tengo matriculada en eso, pero no hay nada de Bellas Artes. Eso es bastante extraño, ¿no cree?

    —Cambié de carrera.

    —Interesante. ¿Cuál fue su diplomatura? ¿Biología, tal vez?

    Eva hizo una pausa y tragó lentamente. —No —dijo en voz baja.

    —Lo siento, se va el audio. ¿Qué dijo? —preguntó Crew llevándose la mano a la oreja.

    —Que no estudié Biología —dijo claramente Eva, luego se enderezó un poco y los miró entornando los ojos, como si se estuviera preparando para una tormenta.

    —¿Cuánto tiempo lleva creando virus? —preguntó Sobotka.

    Eva no se inmutó. —Yo no creo virus —respondió—. Soy pintora. Hago...

    —Ya ya ya—interrumpió Crew agitando una mano hacia ella—. Y el sicario no es un sicario, es un fontanero. Chica, no eres la primera que idea una tapadera.

    —No es una tapadera. Yo no creo virus. Ni siquiera sabría por dónde empezar.

    Crew gruñó y se levantó bruscamente. —Tengo que mear —dijo dándole una palmada en el hombro a su compañera—. Llámame cuando deje de mentir.

    Sobotka miró a Eva con atención mientras Crew salía de la habitación. Juntó las manos y se inclinó ligeramente hacia adelante. —¿Qué pasa con su madre?

    Eva levantó la vista como si la hubiera atropellado un coche. —No lo sé—dijo.

    —¿Eran ustedes cercanas?

    —S-sí.

    —En todo ese tiempo que estuvo vagando por Europa, ella encontró el modo de conseguirle paquetes de ayuda todos los meses. No muchos padres podrían hacer esa clase de cosas.

    —Su… supongo.

    Eva exhaló profundamente y se hundió un poco más en su silla. Sobotka se reclinó, se cruzó de brazos y miró fijamente la pared, detrás de Eva. —La oímos viendo las noticias esta mañana. ¿Por casualidad vio la historia del niño de los cereales para el desayuno?

    Los ojos de Eva se movieron de izquierda a derecha. —Um. Sí.

    —Fuimos nosotros. Me refiero a que nosotros encontramos al niño. Antaño perseguíamos asesinos, matones, ladrones y cosas así. Ahora es una victoria para nosotros si encontramos a un niño que se mantuvo con vida sin nuestra ayuda.

    —Qué bueno que esté vivo.

    —Tiene el Bonn-22. Una semana de vida, como mucho.

    Eva no dijo nada.

    —Pero podrá usted ver que, después de vivir y respirar esa mierda durante los últimos años, ver a alguien como usted en nuestra bella ciudad aporta cierta… vivacidad a nuestros días.

    Un gruñido desde el pasillo indicó el regreso de Crew, y la puerta se abrió cuando él entró con una gran máquina a cuestas. La levantaba con ambas manos, haciendo crujir el mango, y la dejó caer sobre la mesa frente a Eva. Era marrón y estaba quemada, agrietada en algunos lugares, y apenas parecía funcional. La gran pantalla cuadrada estaba deformada y al recipiente de vidrio transparente en su núcleo le estaba creciendo moho por los bordes. Aun así, Eva tenía claro de qué se trataba.

    —¿Una incubadora? —preguntó ella.

    —¡Ah, entonces sí sabes crear virus!

    —No, yo...

    —¿Qué hacía su madre con un paquete de cápsulas de recarga? —preguntó Sobotka con una sonrisa. Crew se dejó caer en su asiento y puso un pie sobre la mesa.

    —No lo sé —dijo Eva en voz baja.

    —¿No lo sabe? —prosiguió Sobotka—. Bien, déjeme intentarlo otra vez. Su madre estaba en posesión de ciertos materiales altamente ilegales, así como numerosos documentos relacionados con la fabricación de virus. ¿Por qué cree usted...?

    —Mi madre es experta en epidemiología. Probablemente sea parte de su investigación.

    —Claro. Ya lo entiendo. Sí. Bueno… cambiando de tema… hablemos de viajes. ¿Dónde has estado desde que dejó París?

    Eva se movió incómoda en su asiento. —En un montón de lugares —dijo deseando que su rostro no se sonrojara—. España, Italia, Austria, Alemania. Pasé por otros países por el camino, pero es complicado cruzar las fronteras debido a los brotes.

    Sobotka asintió. —Debe de haber sido duro —dijo casi amablemente—. Pero parece que consiguió cruzarlas todas sin problemas. ¿Viajaba sola?

    Eva hizo una pausa antes de responder. —No.

    —Nuestros registros muestran que iba usted con alguien llamado, un segundo —Sobotka abrió una carpeta y hojeó algunas páginas. Crew se inclinó, señaló un punto bajo en la página y ella asintió—... Cierto, Rhodri Tenant. Nacionalidad británica. ¿Es correcto?

    Eva asintió. —Sí.

    —¿Su novio?

    —Lo fue.

    —¿Mala separación?

    Eva se miró las manos y movió los pulgares. —Preferiría no hablar de él —dijo en voz baja.

    Sobotka hizo una pausa y asintió. —Como quiera —dijo la inspectora—. Estamos aquí por usted, de todos modos.

    Crew sonrió con malicia. —Bueno, ¿y cuándo empezaste a hacer virus? —preguntó él.

    —¡Ya se lo he dicho, yo no creo virus! ¡No sé hacer eso!

    —Pero se te dan bastante bien las computadoras, ¿verdad? —presionó él.

    —No sé. Lo normal, supongo

    Crew se rascó la mejilla distraídamente. —Entraste en el programa de posgrado en Ciencias de la Computación de la Universidad de París como estudiante extranjera a los diecinueve años. ¿No dice ésto algo sobre tus habilidades?

    Ella no respondió. Él puso el otro pie sobre la mesa y agitó sus botas embarradas de un lado a otro. —Mira, mi pregunta es ésta: ¿por qué alguien como tú, con una madre médica, educación en informática y ese período en prisión, no se plantearía crear virus?

    —¿Disculpe? —Eva jadeó, su rostro se puso rojo brillante.

    —¿El año en prisión? ¿Qué pasa, lo olvidaste?

    —Yo… ¿cómo ha…?

    —Oh, está todo aquí. Pirateaste un banco cuando tenías quince años, dejaste suficientes migas para que te encontrara la policía en Suecia y pasaste un año en la cárcel por ello.

    Los ojos de Eva empezaron a lagrimear.

    Fue Sobotka quien prosiguió. —Y lo más chocante es que aquí dice que fue su padre quien solicitó que fuera juzgada como adulto. ¡Su propio padre! Eso debe de haber dolido.

    —Tu padre es un capullo —asintió Crew.

    —Se suponía que esos archivos estaban sellados —murmuró Eva.

    —Es curioso —dijo Crew haciendo crujir los nudillos—, pero las cosas tienden a abrir sus sellos cuando cumplen los criterios adecuados.

    —¿Qué tipo de criterios? —preguntó Eva.

    —Un patrón en el uso de tecnología para actos delictivos. Piratear bancos, crear virus. Es un poco como la evolución de una técnica, pero a mí me parecen lo mismo.

    —¡Yo no creo virus! —gritó Eva con lágrimas en los ojos.

    —Volvamos a eso —dijo Sobotka, inclinándose hacia adelante mientras Crew apartaba la mirada hacia otro lado—. Mire, al revisar su historial de viajes en estos últimos años, lo que me sorprende es que parece haber estado en una variedad de ciudades de Europa justo antes de que las cerraran debido a brotes importantes.

    —Nos marchábamos cuando las cosas pintaban mal.

    —Sí, claro —ironizó el inspector.

    —Mucha gente se iba cuando las cosas pintaban mal. ¿No lo haría usted?

    —No lo sé —reflexionó Crew—. Creo que yo me quedaría y lucharía por mi ciudad. ¿No lo harías tú, Sobotka?

    Sobotka asintió lentamente antes de preguntar. —¿Cómo se tomó su madre el despido, Sra. Kolikov?

    —¿Disculpe?

    —A su madre la despidieron de la Organización Mundial de la Salud hace tres semanas. Negligencia en el cumplimiento del deber después de veinte años de servicio. La reprendieron bastante en público. Eso debe de haber dolido.

    —Yo... no sabía eso.

    —¿Cuándo habló con ella por última vez? —prosiguió Sobotka.

    —Hace unos dos meses. No he podido localizarla desde entonces.

    —¿Ni siquiera anoche?

    Eva parpadeó. El rostro de ambos inspectores era pétreo, pero el tono decía mucho sobre su confianza. Eva se dirigía a una trampa y no tenía idea de a cuál.

    —¿Qué pasó anoche? —preguntó Eva.

    —Tiene derecho a un abogado, por supuesto, pero aquí ya no es fácil conseguir uno en persona. Y menos aún para defender a un extranjero. A un extranjero que acaba de llegar —dijo Sobotka.

    —No entiendo —dijo Eva.

    —Módena, Italia. Graz, Austria. Linz, Austria. Nuremberg, Alemania. Es bastante inusual que cada vez que usted y su novio abandonan una ciudad se produzca un brote masivo que acaba con la mitad de la población. ¿No le parece?

    Eva no dijo nada, juntó las manos.

    —Ya se puede imaginar lo emocionados que estamos de que haya pasado usted por aquí —dijo Sobotka sombríamente—. Sobre todo teniendo en cuenta la advertencia que nos envió.

    Eva los miró de un lado a otro, con los ojos muy abiertos. —¿Qué advertencia?

    Crew resopló, sacó su teléfono y pulsó algunos botones. Se lo mostró a Eva con la pantalla de lado, y ella vio un vídeo reproduciéndose...

    Las nubes a intervalos cruzaban cielos grises, distorsionadas en los bordes por el parpadeo de la compresión. Había audio, débil por el pequeño altavoz, pero Eva pensó que podría ser alemán. Luego, sobre las nubes, letras en fría y negra tipografía: 8 de enero: Módena-1.

    —Ésto fue enviado a la oficina del alcalde hace tres semanas —dijo Sobotka—. La voz está generada por computadora, totalmente falsa. Habla en alemán. Nos llevó un tiempo traducirlo, pero lo esencial es ésto...

    2 de marzo: Graz-3 —decía ahora la pantalla.

    —Veamos —dijo Sobotka hojeando sus notas, para luego leer secamente—. «La avaricia y la hipocresía de la sociedad es un cáncer para la humanidad que hay que extirpar a toda costa antes del...» bla, bla, bla. Ya capta usted la idea.

    —No… no entiendo —dijo Eva—. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?

    21 de abril: Linz-1 —rezaba el texto ahora.

    —El vídeo llegó a través de un servidor indirecto de correo electrónico en Rusia, pero como últimamente los rusos se han vuelto muy susceptibles con las comunicaciones, pudieron decirnos de dónde venía antes de que el archivo llegara a sus fronteras. Y, ¿a qué no adivina lo que encontramos? —dijo Sobotka.

    6 de julio: Nuremberg-5 —rezaba el texto ahora.

    —Que la cuenta de origen estaba registrada a nombre de su madre —dijo Sobotka inclinándose hacia Eva—, pero al aprecer había una cuenta secundaria en el archivo. Su cuenta, Sra. Kolikov. Y los forenses están bastante seguros de que coinciden.

    Eva parpadeó, miró de Sobotka a Crew y viceversa, sintió que se le revolvía el estómago. Miró el vídeo, vio que las palabras cambiaban de nuevo y ella quedó sin aliento cuando las leyó:

    1 de diciembre: Praga-1.

    Miró a los inspectores presa del pánico.

    —Así que, dígame, Sra. Kolikov —dijo Crew—. ¿Cómo vamos a morir el 1 de diciembre?

Capítulo 11

    Comisaría de Policía Praha 5, Praga, República Checa

    28 de noviembre

    Eva estaba temblando y con lágrimas en los ojos. —¡Esa no soy yo! ¡Yo no hice...! ¡No sé nada de eso!

    —Su historial de conducta criminal indica lo contrario —dijo Sobotka—. Así que, ¿qué hizo? ¿Llegó a casa con un nuevo cultivo listo para atacar y descubrió que su madre había cambiado de opinión? ¿La mató para mantenerla callada? ¿Es eso?

    —¿Matarla? ¿Es que está muerta? —Eva empezó a llorar—. No, no, eso no es... ¿Qué está pasando aquí? ¿Dónde está mi madre?

    Crew resopló. —Dínoslo tú.

    Sobotka golpeó la mesa con el puño, sobresaltando a Eva y dejándola en silencio. —Sra. Kolikov, le conviene ser más comunicativa con nosotros. Tal como están los tribunales hoy en día, pueden pasar meses hasta que usted llegue a juicio. Y, sinceramente, muchos prisioneros llegan con resfriados.

    —Espera —interrumpió Crew—. No tenemos tiempo para...

    —Dame un minuto —advirtió Sobotka, luego giró hacia Eva—. Le recomiendo encarecidamente que nos diga lo que queremos saber o no tendremos motivos para mantenerla aislada. ¿Me entiende?

    —Oh, venga ya —exclamó Crew—. Déjame cinco minutos a solas con ella, eso es todo lo que...

    Sobotka exendió una mano hacia su compañero y él se pausó y miró hacia otro lado, sin apenas poder controlar su frustración. Sobotka se acercó a Eva y entornó los ojos. —Creo que no vas a decirnos nada —dijo la inspectora—. Creo que te resistirás hasta el final. Y cada minuto que paso aquí contigo es otro minuto que no estoy ahí fuera cazando el maldito virus. Así que, si no vas a confesar, dímelo ya para que pueda dejar de perder el tiempo.

    —Pero, sinceramente, no sé de qué trata todo esto… Tienen que creerme, por favor…

    Crew apretó los puños, parecía como si estuviera a punto de estallar de furia. —Escucha, mocosa malcriada —siseó él—. Puede que no te lo parezca, pero esta ciudad aún no está muerta. Ésta es mi casa. Y aunque tenga que hervir y esterilizar cada gota de agua de la ducha, eso es mejor que hacer las maletas y rendirme. Eso es lo que tú y los de tu calaña no entienden, y me enferma. No sería una gran pérdida que Praga desapareciera del mapa, ¿verdad? ¡Pues te equivocas!

    Él se puso de pie, empujando contra la pared la silla, que se volcó detrás de él. Eva se echó hacia atrás por acto reflejo, pero él la agarró por el pelo, con fuerza, y ​​se inclinó hacia ella con furia en los ojos.

    —¡Dinos dónde está el virus! —gritó Crew—. ¡No tenemos tiempo de ver tu numerito de inocente! ¡Dinos dónde está o te juro por Dios que te meto en la celda más llena que tenemos!

    Eva estaba llorando, trataba de liberarse el pelo del agarre, y suplicó. —Por favor —sollozó—.... Por favor, no lo sé... yo no sé nada de ésto... Por favor...

    —Crew, vamos —dijo Sobotka saliendo al pasillo—. No va a funcionar. Déjalo.

    —¡Joder! —gruñó Crew, y estampó la cabeza de Eva contra la mesa con tal fuerza que a ella le empezó a sangrar la nariz. Eva sintió el sabor de la sangre en el fondo de la garganta, y sólo veía estrellas de luz. Crew salió en estampida hacia la puerta, se llevó las manos a la cabeza y trató de recuperar la compostura—. Vas al calabozo —gruñó hacia ella—. y no vas a salir.

    —Espere —farfulló Eva, extendiendo débilmente la mano hacia él.

    —Qué lástima que mamá no pueda ayudarte ahora, ¿eh? —sonrió él, y salió de la sala cerrando la puerta con tanta fuerza que sonó a madera quebrándose. Un fino rayo de luz entraba iluminando el suelo. Afuera, las sombras cruzaban el umbral y Eva oyó a los inspectores hablar de nuevo.

    —Olvidé las llaves —exclamó Crew—. Cierra la puerta.

    Unos pasos se acercaron, un tintineo, una revisión de llaves, y Eva se tensó.

    —¿Cuánto crees que sabe? —preguntó Sobotka.

    —¿Qué mierdas importa eso? Hay que seguir trabajando en el plan. ¿Tenemos ya alguna pista? —dijo Crew en voz baja.

    —Algunas. Nos llevará un tiempo cubrirlas todas. ¿Tienes tiempo?

    —Al parecer sólo unos días. ¿Alguna idea de por dónde empezar a buscar?

    —A decir verdad, ninguna. A ella le es complicado... ya sabes...

    —Ya.

    —Pues vamos a imprimir la lista y elijamos un lugar al azar.

    En ese momento, Eva oyó el débil timbre de un teléfono móvil. Crew respondió, con voz más tranquila y distante a medida que se alejaba de la puerta. Un clic al plegar el teléfono. Crew llamó a su compañera. —Hay que irse. Algo gordo en la parte oeste. El capitán dice que Sestak está preguntando por nosotros directamente.

    Apresurados pasos desaparecieron en ecos y Eva quedó en un ominoso silencio mientras la cuña de luz le atravesaba los tobillos. Respiró lenta y temblorosamente, esperando.

    —¿Hola? —preguntó ella a la oscuridad—. ¿Va a venir alguien a buscarme?

    No podía oír nada, salvo su propia respiración.

    Con cuidado y en silencio, se levantó del asiento y se dirigió hacia la puerta. Ningún sonido en absoluto. Tocó el pomo de la puerta, tentativamente, escuchó en busca de un sonido, de una voz, de cualquier cosa que le diera una pausa. Giró el pomo suavemente y oyó un clic. Abrió la puerta un poco y se asomó afuera. El pasillo era amarillento como papel viejo. El suelo estaba cubierto de agua sucia y no había nadie a la vista. Eva inclinó más la cabeza, miró en ambos sentidos y no vio nada. Nada que la detuviera. Sintió un escalofrío.

    —Estoy saliendo de la sala… —susurró.

    A menos de un metro de la sala, Eva oyó ruidos más adelante, como de revisar papeleo. Ella se quedó helada, con los ojos muy abiertos. Oyó un fuerte suspiro y un gruñido. Buscó en el pasillo algún lugar donde esconderse. Allí, unos pasos más adelante, había otra puerta a su derecha, entornada y con las luces apagadas. Esperó, escuchó. Los filtros de aire en el techo zumbaban y siseaban, y a un ventilador en algún lugar cercano le chirriaban los engranajes con un ruido estridente. Luego, más ruidos, pasos. Eva contuvo la respiración y corrió hacia la habitación, se coló dentro y quedó espiando por la rendija detrás de la puerta, la oscuridad dentro contrastaba con la luz del pasillo. Dejó escapar el aire lenta y uniformemente y trató de oír de nuevo el exterior. Pasos ahora, más cerca, y vio desde la parte trasera de la puerta botas negras, que se detuvieron. Respirar, oía la respiración. Una larga pausa.

    Las botas retrocedieron un poco, luego giraron y ella oyó murmullos a medida que los pasos se alejaban en ritmo tranquilo y uniforme. Eva exhaló de nuevo y sus pulmones se liberaron un poco. Se inclinó más hacia las bisagras y vio el pasillo, vacío como antes. Dio media vuelta y notó, contra la pared junto a ella, una puesto de trabajo con computadora. La pantalla estaba apagada, pero la luz de energía estaba encendida, proyectando una pálida luz verde hacia la sala.

    Una computadora de la policía.

    Con cuidado y en silencio avanzó hasta la silla y se sentó. La silla crujía un poco y Eva se esforzó por no moverse. Usó el dial del monitor para bajar al máximo el brillo de la pantalla y luego encendió la computadora. Podía entender las palabras, pero le tomó un tiempo asimilar toda la información. Había un cuadro de búsqueda en la esquina, el cursor parpadeaba, invitando a crear entradas. Eva miró por encima del hombro antes de escribir Kolikov y pulsar "enter".

    La pantalla se actualizó en un segundo y mostró dos entradas. El expediente de Eva y el de Dasa Kolikov, su madre. Colocó el cursor sobre el nombre de su madre, luego pinchó en el suyo y apareció un archivo que incluía foto de pasaporte y algunas fotografías de las cámaras de seguridad del tren. Revisó el archivo rápidamente, deteniéndose sólo para intentar discernir el significado de "17-5". No tuvo suerte, así que revisó los datos mientras borraba e inventaba información lo más rápido posible. Para cuando terminara, no sabrían nada de ella.

    Luego sonrió ante un trabajo bien hecho y pusló el botón "atrás" para sumergirse en el expediente de su madre. Lo que encontró fue peor de lo que esperaba:

    Orden de arresto #058833153

    Conspiración para cometer asesinato.

    Violaciones de la Ley de Armas Biológicas.

    Eva se llevó por acto reflejo una mano a la boca y jadeó quedamente. —Oh, mamá —dijo—. ¿Qué ha pasado?

    Oyó un crujido en la sala, pero no tuvo tiempo de reaccionar. Una mano la había agarrado por la mano en la boca desde atrás y la empujaba hacia abajo, no dejándola respirar. Ella se debatió, rompiéndose la muñeca contra un escritorio y desperdiciando su último aliento en un grito que nadie pudo oír.

Capítulo 12

    Casa Skipton, Londres, Inglaterra

    28 de noviembre

    —No esperaba verte aquí tan pronto, Will —dijo el Director cuando Carey entró por la puerta con un fardo de papeles bajo el brazo. Carey mostró una vaga sonrisa, se dirigió a la silla frente al trono gigante de su jefe y casi se cae en ella. Janice lo seguía como una impresionante sombra, de esas que eclipsaban a su dueño.

    La sala era como una galería fotográfica, un santuario dedicado a las personas que el director conocía (o con las que había sido fotografiado). Carey veía primeros ministros, estrellas del rock, atletas y científicos famosos. Una fotografía del Primer Ministro actual tenía un mensaje garabateado con tinta plateada: ¡Juntos Venceremos!, el eslogan con el que había ganado. Todo en la habitación era de la "vieja escuela". El escritorio parecía tener más de cien años, las lámparas y la decoración general olían a baba y pulimento victorianos. Había un gran mapa en la pared del fondo (el espacio más grande de la oficina que aún no se había convertido en un mosaico de marcos) que mostraba el Imperio Británico en algún momento antes de la Primera Guerra Mundial.

    El Director era un hombre que amaba la gloria, que la mataba y la montaba sobre las paredes para mostrar su dominio sobre ella.

    —Perdón por irrumpir así, señor —dijo Carey intentando reunir algunos de los papeles en algo parecido a una pila. Tiró un bote de tinta por el borde del escritorio y se agachó tras él, golpeándose la cabeza con la mesa en el proceso. Volvió a levantarse, sujetando cabeza y bote, y se le escaparon los papeles de las manos, desparramándose por el suelo. Janice suspiró conspicuamente—. Perdón, perdón… —dijo Carey.

    —¡Para nada, Will, para nada! —exclamó el Director, al parecer divertido por cómo intimidaba su oficina a la gente—. Escucha, ¿quieres una copa? ¿Y usted, señorita?

    —No, señor. Gracias, señor —dijo Janice impecablemente.

    —Um, pues si no le... —comenzó Carey, antes de que Janice le diera una patadita en la espinilla, tan sutilmente que casi no se movió—. N-no, señor, estoy bien, gracias.

    El Director asintió ante esto, se reclinó en su sillón y comenzó a girar un adornado abrecartas sobre la mesa de un modo que hizo sudar a Carey, quien agarró la hoja superior de su pila de papeles y, nervioso y tembloroso, se la entregó.

    —Hemos encontrado algo, señor —dijo Carey, y dio un leve golpecito en la hoja—. Algo que podría ser bastante malo.

    El Director tomó la hoja con ligereza, se puso las gafas de lectura en la larga y puntiaguda nariz, y aspiró ruidosamente por ella como si estuviera poniendo en marcha el cerebro. Chasqueó los labios un par de veces, y entornó los ojos al empezar a leer, ya que su rostro se endureció abruptamente. Levantó la vista y Carey apartó la mirada de inmediato.

    —¿Qué es esto? —preguntó el Director en voz baja.

    —Um… ¿Janice? —invitó Carey.

    Janice se aclaró la garganta para hablar, pero el Director se inclinó hacia delante de repente, con un gruñido grave en la voz. —Ésta es una reunión de alto nivel, querida. Estás excusada.

    —Pero, señor —protestó Carey—. Janice es quien...

    —No forma parte de esta conversación, Will. Está usted excusada, señorita.

    Janice parpadeó, confundida, pero luego adoptó su rostro más sereno y se retiró diligentemente fuera de la sala sin decir una palabra. Carey se quedó a solas con el hombre de rostro pétreo que tenía el viejo imperio colonial a sus espaldas, y se sintió terriblemente solo.

    —Tú estuviste destinado en Madrid, ¿no, Will? —dijo el Director haciendo crujir el respaldo de su sillón.

    —Sí. Sí, señor. Ocho años.

    —Entonces eres un jugador de equipo. Sabes lo que está en juego aquí. No necesito repetir que un poco de información puede causar mucho daño.

    Carey negó despacio con la cabeza lentamente. —No, señor.

    —Excelente. Bueno, háblame de estos documentos, Will.

    —Son… es… bueno, son los registros de transmisión de Farmacéutica Zemus, señor. Están... uh... parece que están integrando vacunas para su programa de inyecciones de refuerzo sin... eh... probarlas.

    —¿Estamos seguros de ésto? —dijo el Director con voz desapasionada, pero acusadora.

    —Sí, señor, lo estamos. Y... y creemos haber descubierto por qué.

    Carey le entregó el siguiente conjunto de hojas de la pila, una lista de comunicaciones con excruciante detalle, completa con marcas de tiempo y direcciones de origen. —Al principio pensamos que Zemus había sido… bueno, tal vez comprometida por algunas personas maliciosas. Intentando... ya sabe... Bueno...

    —Intentando propagar un virus dentro de una vacuna de refuerzo —dijo el Director, obviamente más perspicaz de lo que había sido Carey.

    —Aunque… bueno… como puede ver, señor, las órdenes de anulación vinieron todas de una sola persona, de una persona registrada, y tenemos buenas razones para creer que es esa misma persona quien hizo las entradas.

    El Director levantó la vista de la hoja y miró a Carey. —¿Es esa persona quien creo que es?

    —Sí, señor, me temo que sí.

    El Director dejó la hoja sobre la mesa, juntó las manos encima y cerró los ojos. Le temblaban las mejillas mientras respiraba y parecía una bestia sacada de un documental de naturaleza, tan irreal que nadie habría creído que existiera. El ceño del Director se frunció ligeramente. El hombre estaba pensando y Carey se sintió como si estuviera invadiendo un momento privado.

    —Will —dijo el Director abriendo los ojos y mirando fríamente a Carey—. Gracias por traer esto a mi atención —Hizo una nueva pausa, pareció pensar, resopló y su rostro se contrajo. Se lamió los labios lentamente y luego se inclinó hacia adelante, empujando con los gastados codos de su traje los papeles esparcidos por la mesa—. ¿Puedo preguntarte qué te hizo dejar Madrid? ¿Qué fue, estrés? ¿Familia?

    Carey se miró las manos —Me trasladaron, señor. El... este... el caso Domínguez, si lo conoce.

    —Creo que no.

    Carey siguió evitando el contacto visual. —Para ser breve, señor: había una mujer llamada Rosa Domínguez que no había conseguido volver al Reino Unido antes de que entrara en vigor la Orden de Contención, y desde entonces había dado positivo en P-150.

    —Y los chicos de Brighton se habrían negado a ponerla en cuarentena aun cuando tú la habrías dejado volver a entrar.

    —Exactamente. Me encargaron entregar a la Sra. Domínguez su Aviso de Exilio, pero su nombre hizo que fuera extremadamente difícil localizarla. Al final la localicé, en Alicante, en un spa de allí. Al parecer, ella había ahorrado durante años para unas vacaciones y había decidido continuarlas a pesar del cierre de la frontera.

    —Tonto —dijo el Director con un gruñido—. Tonto y trágico.

    —Me temo que la Sra. Domínguez era una mujer bastante testaruda. Se negó a salir de su paquete de sesión de barro corporal completo para verme, por lo que me vi obligado a entrar y a entregarle su aviso en contra de sus deseos.

    —Lo cual fue lo correcto, Will. Absolutamente el único proceder.

    —Sí, señor. Bueno... la Sra. Domínguez no lo vio de esa manera. Presentó una demanda contra el Ministerio por acoso sexual. Dada la… uh… naturaleza corporal completa del paquete de barro.

    —Oh. Ya veo.

    —Se llegó a un acuerdo antes de sufrir la publicidad, y así me pusieron detrás de una mesa en su excelente departamento, señor.

    —¿Y qué fue de la Sra. Domínguez?

    —Utilizó el dinero del acuerdo para comprar el spa.

    —Todos felices, entonces.

    Carey asintió con tristeza. —Sí, señor.

    —Y, bueno —dijo el Director, inflándose de nuevo—. ¿Qué te parece eso de trabajar detrás de una mesa?

    Carey fue automático y severamente mecánico: —Está muy bien, señor. De lo más gratificante.

    —No creo que pienses eso, Will. Creo que odias este trabajo. Papeleo, hojas de cálculo, besar el culo adecuado del modo adecuado... Ésto no es quien eres, ¿me equivoco?

    Carey no supo qué decir.

    El Director tomó las hojas que había recibido, las llevó debajo de la mesa y Carey oyó el ruido de una trituradora de papel devorando las pruebas. El Director no había apartado la vista de Carey, simplemente quedó en silencio mientras el ruido zumbaba debajo, como si no estuviera haciendo lo que estaba haciendo y cualquiera que indicara lo contrario estuviera loco. Cuando desapareció la última hoja de los papeles, el Director volvió a poner las manos sobre la mesa y entrelazó los callosos dedos.

    —Te retiro de tu puesto en el departamento.

    —Pero, señor...

    —Trabajarás ahora como mi investigador jefe. Me informarás a mí y solamente a mí. Quiero que aproveches tu experiencia en el continente para tener las cosas de casa bajo mejor control. Empezarás por este lío de Zemus. Hay que abordarlo rápida y discretamente. Nadie más que nosotros dos debe saberlo, ¿me entiendes?

    —Sí, señor —asintió Carey, luego se estremeció—. ¡Pero, señor! ¡Janice lo sabe! ¿Qué vamos a...?

    —Janice será tu reemplazo como jefa de departamento, por supuesto. Tiene buen cerebro, eso está claro. Pero aun así, lo que ella sepa es intrascendente sin pruebas que lo respalden. De ahora en adelante, estos secretos quedarán entre nosotros.

    —Sí, señor.

    —Zemus va a sacar un nuevo refuerzo dentro de tres semanas y no creo que nadie pueda soportar las consecuencias financieras o políticas si lo retiran del público por un escándalo.

    —¿Señor...?

    El Director se acercó con los ojos entornados y con tan tranquilo semblante que Carey se inclinó por instinto hacia adelante para escuchar.

    —Conozco a este hombre de toda la vida. Tiene un alma buena, Will, es muy buen tipo. Y, sin embargo —su vista se desvió para mirar más allá de Carey, hacia la nada—, sin embargo puedo ver que esto es cierto. Puedo verlo haciendo esto porque cree que es la mejor manera de proteger al público.

    Carey asintió.

    —Pero va contra la ley —dijo el Director, y Carey dejó bruscamente de asentir, frunció el ceño—. Y tiene que aprender a aceptarlo. Por eso necesito que hables con él, Will, y le hagas saber que lo sabemos y que, a menos que renuncie ahora, será sólo cuestión de tiempo antes de que se sepa. Dile... pero no de mi parte, ¿comprendes?, dile que tiene que enviar esas vacunas para que se realicen las pruebas adecuadas y que siga el procedimiento normal de ahora en adelante.

    Carey asintió débilmente, comprensivo.

    —Ese hombre tiene buenas intenciones, pero un error podría… —El Director miró a Carey a los ojos, y estaba triste, triste por su amigo y el problema que esto podría suponer—. Un error bien podría destripar nuestro país, Will. Tienes que hacerle entender ésto.

Capítulo 13

    Hospital Motol, Praga, República Checa

    28 de noviembre

    La escalera trasera del hospital estaba oscura y húmeda, llena de trastos acumulados durante años de desuso. Abajo, a nivel de tierra, masas de contenedores de riesgo biológico llenaban el suelo, rayados y desgastados por el personal que los había dejado allí mucho tiempo atrás. Hacía tiempo que nadie había bajado aquí; la única iluminación era la fina franja de balizas rojas de emergencia a lo largo del borde de las escaleras.

    Anouma encaró al Sanador, cuyo rostro frío se tornaba demoníaco por el entorno. Ella estaba expuesta aquí, sola en un lugar donde nadie encontraría su cuerpo en semanas, si es que alguna vez lo encontraban. A solas con un asesino, ella se agarraba a la barandilla con una resbaladiza mano y una linterna de mano colgando del cordón alrededor del cuello.

    —¿Por qué estás aquí? —preguntó Anouma con la voz quebrada, pero con francés preciso, tentativo.

    El Sanador la observó durante un momento. —Ya sabes por qué estoy aquí —respondió él áspero y distorsionado a través de la máscara—. Tenéis información sobre el LS-411. Ahora me la dirás.

    El Sanador avanzó un paso y Anouma extendió una mano en señal de advertencia, apretanto la mandíbula. —Quiero saber qué harás si encuentras esa cepa. ¿Cuáles son tus órdenes?

    —Mis órdenes son diagnosticar y contener.

    —¿Contener, cómo? —preguntó ella bajando el brazo, pero sin dejar de vigilarlo.

    El Sanador no se movió, salvo para mover la cabeza hacia un lado. —La contención requiere la destrucción del huésped, generalmente mediante inyección letal. A veces también se considera necesaria la incineración.

    Anouma asintió lentamente, con los ojos temblando de furia. —Entonces, encontráis a los enfermos y los matáis. ¿Es eso? ¡Ellos no se hicieron ésto! Los que los infectaron todavía están ahí fuera, ¿y los dejáis marchar?

    El Sanador estaba negando con la cabeza hacia ella. —La eutanasia a la población en general es ineficiente. Esa no es mi comisión. Yo sólo contengo a los vectores.

    —¿Los vectores?

    —Los huéspedes que infectan al resto. Cuanto más cerca de la fuente, mejor. Estas enfermedades tienden a estar mal construidas. Pierden cualidades virulentas a medida que pasan de generación en generación. Cuanto más cerca de la fuente, mayor será la eficacia de la contención.

    —Y si mi paciente es el vector del LS-411…

    —Cumpliré con mi deber.

    Anouma se cruzó de brazos y negó con la cabeza. —Eso es inaceptable. No puedo permitir que hagas eso.

    El Sanador miró arriba hacia la escalera, luego de nuevo a Anouma. —Ya has confirmado que el paciente está aquí. Tu permiso es irrelevante—. Luego él giró y empezó a subir las escaleras. Con cada paso se oía un leve sonido metálico.

    Anouma lo llamó cuando él llegó al primer rellano. —¡Éste es uno de los hospitales más grandes de Europa! —dijo con la voz quebrada por la ira—. Sólo en esta ala tenemos siete pisos utilizables, con mil pacientes por piso. El Sanador se dio la vuelta, bajó unos escalones y la miró siniestramente bajo la luz roja. Ella siguió con los brazos cruzados y se mantuvo firme. —Y yo no he dicho que el paciente esté en esta ala.

    Hubo una breve pausa. Un líquido goteaba en las sombras y caía en un charco entre los contenedores de peligro biológico. Sonaba espeso.

    —¿Qué es lo que quieres? —dijo el Sanador.

    —Debes prometer que no lo matarás.

    —Eso no está en mi poder —dijo él negando con la cabeza.

    —Entonces, te deseo mucha suerte allá arriba. Sobre todo porque le dije a la policía que entraste por la fuerza.

    El Sanador bajó las escaleras de nuevo, se movió rápida y silenciosamente hacia Anouma, hasta que la tuvo inmovilizada contra la barandilla. Su máscara silbaba rancio dióxido de carbono en su cara. —Puedo sacarte la información como me plazca —respiró enojado—. A mí no me obliga vuestra ética médica.

    La expresión de ella no cambió. —Pero a mí sí. Por eso nunca te lo diré. Nunca, a menos que jures dejarlo con vida.

    Sin previo aviso, el Sanador agarró a Anouma por el cuello y la empujó contra la pared de cemento. Apretó con los dedos, pero no terminó el trabajo. Anouma contuvo la respiración, aterrorizada, pero no reveló ninguna emoción.

    Permanecieron quietos, ninguno se movió.

    El Sanador la soltó.

    —No aplicaré la eutanasia a tu paciente —dijo alejándose un paso—, pero tienes que mostrármelo ahora. No más retrasos.

    Anouma se frotó el cuello un momento, luego asintió y volvió a tomar su linterna en la mano. —Por aquí —dijo ella comenzando a subir las escaleras. Él la siguió de cerca.

    Había gravilla resbaladiza y áspera en los escalones. Ella no podía ver qué era, ni veía el cristal que crujía con estridencia bajo los pies a lo largo del camino. Ambos se movían lenta y cautelosamente, con cuidado de no pisar jeringuillas usadas. Por el camino había almohadas mohosas, batas hechas jirones y un lavabo roto y manchado de sangre.

    —¿Cómo te llamas? —preguntó ella cuando dejaron atrás el tercer piso.

    El Sanador pensó un momento. —No tenemos nombres —dijo él simplemente.

    —Tu francés es mejor de lo que pensaba.

    Hubo silencio mientras caminaban. El Sanador parecía dudar. —Nos han entrenado para comunicarnos con el personal médico.

    —Lo hablas bien.

    —Yo… he tenido tiempo para practicar —Otro medio piso después, él volvió a hablar. —¿Cómo te llamas tú?

    —Dra. Anouma —respondió ella—. Fanta Anouma. Médicos Sin Fronteras.

    —Conozco a tus colegas.

    —Y ellos también os conocen. Aquí... espera aquí.

    Lo dejó allí de pie en los escalones y abrió la chirriante puerta contra incendios del cuarto piso. Se inclinó dentro hacia el pasillo, la pálida luz proyectaba una suave sombra en el rellano junto a él. Él caminó hasta llegar detrás de la puerta y la observó atentamente.

    —¡Dra. Anouma! —se oyó una voz de hombre desde el pasillo.

    Anouma dio un brinco ante el sonido. Salió al pasillo más, dejó que la puerta se cerrara detrás de ella, pero manteniéndola abierta con la mano lo suficiente para poder ver el rellano. —¡Dr. Laroche! —dijo sin lograr sonar tan tranquila como quería—. ¿Va todo bien?

    El doctor Laroche estaba cerca ahora. El Sanador podía ver bajo la puerta la sombra del doctor mezclada con la de Anouma.

    —Bien, bien —dijo el doctor—. Sólo estoy cogiendo algunos suministros para la planta baja. ¿Por qué usaste la escalera trasera? No es seguro ir por ahí, ¿no? Hay agujas desechadas por todas partes.

    El Sanador se tensó y llevó una mano al machete.

    —Oh, no. Sólo estaba… Oí a un joven paciente de la quinta planta hablar sobre un fuerte especial que había construido aquí atrás, y pensé que debería echarle un vistazo.

    —¿En serio? ¡Las cosas que inventan los niños!

    —Lo sé… me pareció una tontería, pero...

    La puerta se abrió más y la voz del Dr. Laroche sonó cercana. El Sanador desenvainó su arma y la mantuvo lista.

    —¿Y encontraste algo? —preguntó Laroche.

    —¡No! —jadeó Anouma—. No, nada. Muchas agujas desechadas, como has dicho. No me arriesgaría a entrar allí. Quién sabe lo que la gente descartó.

    El Dr. Laroche soltó una risita, pero la puerta permanecía abierta. El Sanador no se movió.

    —Deberías apuntar al chico para que le hagan un examen de demencia si se le ocurren fuertes imaginarios en la oscuridad. Podría ser Waterloo o Londres-9. No querrás que contamine a sus compañeros de cuarto.

    —Por supuesto que no, estoy de acuerdo. Pediré las pruebas.

    Una breve pausa antes de que la puerta se cerrara.

    —¡Estaré abajo en el puesto de guardia si necesitas algo! —exclamó el Dr. Laroche, su voz era cada vez más débil mientras se alejaba—. ¡Saluda a Adjobi de mi parte!

    —¡Lo haré! —respondió Anouma, luego esperó en silencio un minuto, sin moverse en absoluto y comenzó a empujar la puerta para abrirla de nuevo. El Sanador agarró el borde de la puerta con impaciencia, la abrió del todo y pasó junto a Anouma hacia el pasillo.

    —Mientes bien —dijo él haciendo balance del entorno—. ¿Cuál de todos es?

    —Éste —dijo Anouma abriendo el camino hacia una habitación en mitad del pasillo.

    Se detuvo junto a la cama de un hombre africano de aspecto enfermizo y conectado a una docena de monitores y vías intravenosas. El hombre respiraba débilmente bajo la presión de sus amarillentas mantas de hospital. Tenía los ojos cerrados, aunque parpadeaba caóticamente mientras dormía. La piel se posaba sobre los huesos de manera extraña, como la de un hombre antaño lleno de vida, redondo y feliz, y cuya alegría había sido cincelada hasta convertirse casi en un cadáver viviente. Los tiempos mejores eran una sombra fantasmal en su rostro.

    —Éste es el paciente —dijo solemnemente Anouma—. Mi hermano, el Dr. Adjobi Anouma.

Capítulo 14

    Hospital Motol, Praga, República Checa

    28 de noviembre

    Anouma tomó la mano de Adjobi, le frotó los dedos suavemente y su hermano abrió los ojos. Al principio no advirtió a su visitante, pero cuando vislumbró la máscara, el hombre entró en pánico y trató de trepar por respaldo de su cama como si ésta fuera una vía de escape.

    —Shhh, tranquilo, hermano —dijo Anouma poniéndole ​una mano en el hombro y empujándolo suavemente hacia abajo. El monitor cardíaco sonaba cada vez más fuerte. Una luz roja parpadeaba con más urgencia en la consola encima de la cama, era un botón de llamada de emergencia. El Sanador puso una mano sobre el machete.

    —Tranquilo, tranquilo ahora —dijo Anouma con voz suave—. Está aquí para ayudarte.

    Ella volvió su mirada hacia el Sanador, esperanzada. Después de un breve instante, él extendió las manos con las palmas hacia arriba y asintió como gesto de buena voluntad. Eso funcionó bastante bien: el ritmo cardíaco de Adjobi empezó a calmarse rápidamente. Anouma acarició la cabeza de su hermano y, aunque él estaba mucho menos agitado, tenía los ojos muy abiertos por el miedo.

    —Adjobi y yo vinimos de Ferké hace tres años —comenzó ella.

    —¿Qué es Ferké? —interrumpió el Sanador—. ¿Dónde está este lugar?

    —¿Qué más te da eso? —dijo Adjobi, luego tosió con una tos ronca y seca.

    —Si tu contagio empezó en otro pueblo, debo viajar allí. No tengo información de que el LS-411 esté en otro lugar que no sea Praga.

    —Ferkessédougou está en Costa de Marfil —dijo Anouma—. En África.

    El Sanador asintió ligeramente.

    —Allá abajo no hay enfermedades sintéticas —dijo Adjobi, haciendo una mueca ante un dolor repentino—. Lo que sea que tengo, me infectó aquí.

    —Además —dijo Anouma—, no dejan que médicos enfermos trabajen en la Ayuda.

    El Sanador ladeó la cabeza. —Ayuda —repitió.

    —Hace seis semanas —continuó Anouma—. estas lesiones aparecieron en el cuello y el pecho de Adjobi… —Tendió el brazo de su hermano y mostró una mancha violácea de no más de unos pocos centímetros de ancho, brillante incluso en la penumbra—. Al principio pensamos que había contraído algo de uno de los pacientes de aquí, así que iniciamos un tratamiento con Pathenex y lo mantuvimos aislado. Desafortunadamente, los otros síntomas que desarrolló no encajan con ninguna enfermedad que hayamos encontrado antes. Lo hemos comparado con cada entrada de la base de datos sobre pandemias de la OMS. Nadie había creado un virus así antes.

    El Sanador se inclinó un poco más hacia Adjobi, la máscara siseaba a intervalos regulares. —¿Qué otros síntomas? —preguntó.

    Anouma sostuvo la tarjeta del LS-411, bloqueándole la vista. Su voz se fortaleció con un poco más de resolución. —Éstos —dijo simplemente, y dejó caer la tarjeta sobre la cama.

    El Sanador se enderezó y miró hacia la ventana sellada, las cortinas cerradas bloqueaban la tenue luz del exterior. —Tu hermano no murió a los pocos días. Debe de ser un portador, no una víctima. La mayoría de vuestras enfermedades alargan la vida del vector para contagiar más. Has hecho... habéis hecho bien al aislarlo. Habéis frenado la propagación. Es habitual que un vector presente síntomas. Yo sólo lo he visto una vez, cuando el anfitrión estaba postrado en cama.

    —¿Cómo resultó? —preguntó Anouma.

    —Mal.

    —Entonces, ¿qué? —preguntó Adjobi—. ¿No soy el vector? ¿Hubo otro antes que yo?

    El Sanador sacó una bolsa negra de su cinturón. Ambos médicos se tensaron notablemente. Él hizo una pausa antes de tenderles la bolsa sin abrirla. —Requeriré una muestra de sangre para verificarla, pero, en mi experiencia, no pareces un vector de primer grado.

    El rostro de Anouma traicionó una sonrisa. —Entonces, ¿lo dejarás en paz? Sólo te interesa el vector, ¿no?

    El Sanador se quedó mirando la bolsa negra durante un momento. —Te he dado mi palabra —dijo él en voz baja—, pero mi directiva es eliminar a los anfitriones. Ahora debería aplicarle la eutanasia.

    —Pero… pero no lo harás… —dijo Anouma, insegura.

    El Sanador sólo la miró.

    —No, no lo hará —dijo Adjobi débilmente—. Y tampoco sacará sangre.

    —No es eso lo que he dicho —dijo el Sanador.

    —Porque, si lo hace, no le diré quién me contagió.

    Tanto Anouma como el Sanador miraron a Adjobi.

    Anouma estaba ligeramente boquiabierta. Tomó la mano de su hermano entre las suyas y se la apretó suavemente. —Adjobi, ¿qué estás…?

    —Había un hombre. Un americano. Su nombre era Lewis. No sé su apellido. Era un yonqui, un viejo enfermo. Yo trabajaba a solas en el rellano cuando su novia... una prostituta, creo, vino y me rogó que lo vigilara. Él se había desmayado, probablemente por una sobredosis. Ella no conseguía despertarlo y no podía moverlo, pero había traído su coche, así que me condujo hasta la casa del hombre. Cuando llegué allí, apenas estaba vivo. Realicé la RCP y le purgué el sistema con las herramientas que tenía, y parecía estar recuperándose bastante bien, pero cuando volvió en sí, estaba delirando, probablemente asustado por mi uniforme de hospital. Él... me apuñaló. Con una aguja.

    Anouma se tapó la boca en estado de shock y se hundió más en la cama.

    —No me dolió. No pensé mucho en eso en ese momento. Lavé la herida, tomé la dosis estándar de Pathenex y seguí adelante.

    —¿Crees que él fue tu vector? —dijo el Sanador.

    —Tendría sentido. Enfermé unas semanas después. ¿Quién si no podría ser?

    El Sanador miró la bolsa negra por un momento. —¿Dónde vive Lewis?

    —Michalská, casa número 21, creo. Tenía una puerta verde. Eso lo recuerdo bien.

    El Sanador agarró la bolsa, la volvió a guardar en su cinturón y no miró ni a Anouma ni a Adjobi. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta, con el polvo arremolinándose a su paso.

    —¿Vas a volver? —le preguntó Anouma.

    Él se detuvo y la miró, enmarcada por bancos de monitores y equipos que hacían fluir cables por el suelo. —Reza para que no —dijo, y se fue.

***

    —Eso fue… peligroso, Fanta —dijo Adjobi, cuando estuvieron seguros de que el Sanador se había ido.

    Anouma se alejó de la puerta y regresó a su lado, con los ojos brillando de miedo. —Lo siento, Adjobi. Pensé que las lesiones coincidían con las tuyas... Pensé que él podría ayudarte.

    —Sabes que los Sanadores no ayudan a nadie más que a los suyos. Podría haberme matado.

    Fanta bajó la cabeza y contuvo el llanto. Adjobi le dio unas palmaditas en la mano, débil y vacilante.

    —Pero todo irá bien —dijo suavemente—. Si encuentra mi vector, podríamos tener esperanza. Tienen algunas de las mejores mentes del mundo trabajando allí. Si alguien puede descifrarlo, son ellos. Es una posibilidad remota, pero no podemos perder la esperanza.

    Ella le sonrió, pero estaba claro que ya no compartía su optimismo. —¿Como te sientes hoy? —le preguntó.

    —Un poco mejor. No me queda mucho que vomitar y los sedantes ayudan con el resto. Tampoco hay nuevas lesiones esta semana. Creo que es lo más cercano al "progreso" que puedo lograr.

    —Eso es bueno. Eso es muy bueno. El Dr. Bastien se alegrará de saberlo. No recibe muchas noticias felices estos días.

    —¿Por? —preguntó Adjobi, esforzándose por incorporarse un poco en la cama.

    —El Director de Seguridad Pública está causando problemas otra vez —explicó Anouma—. Ya ha citado al doctor Bastien cinco veces esta semana, siempre sin previo aviso. He oído que está intentando implementar una nueva política para examinar a todos los trabajadores humanitarios.

    —Ya estamos sujetos a eso…

    —No así. Busca a cualquier persona cuyas vacunas no estén al día, para deportarla. Un médico en Ostrava contrajo sarampión y se lo transmitió a sus pacientes, eso asustó a todo el mundo. El Director quiere obligar a todos los médicos de Praga a estar plenamente protegidos. De todo.

    —¿Y nos van a dar las vacunas que retenían antes, entonces? —dijo Adjobi, con voz débil, pero cada vez más enojada.

    —Dicen que aún no tienen los recursos.

    —Así que renunciarían a algunas de sus mejores mentes para satisfacer una reacción de acto reflejo...

    —Bastien está luchando contra ello. Dice que no tienen derecho a inmiscuirse en los asuntos de MSF.

    —Eso lo dudo —suspiró Adjobi—, pero aún así son unos insensatos por intentarlo. Tienes que negarte, Fanta. No puedo quedarme atrapado en este infierno solo. Tienes que permanecer escondida. Al menos hasta que Bastien reciba noticias de Ginebra...

    —No creo que tengamos noticias suyas pronto —dijo Anouma con gravedad—. Dijo que no esperaría nada al menos durante muchos días. Los servidores de correo también se han ido cerrado con frecuencia. Nadie sabe qué ha salido y qué se ha perdido.

    —Pues tienes que tener cuidado. Deberías cambiar de máscarilla cada pocas horas. Lleva guantes adicionales. No te arriesgues, Fanta. Lo único que necesitan es que muestres signos de fiebre, y te atraparán.

    Ella bajó los ojos. —Adjobi… ¿por qué no me hablaste de tu accidente? Eso cambia mucho las cosas.

    Adjobi suspiró, se llevó una mano a la frente y los cables tiraron suavemente del movimiento.

    —Bastien me habría dado por muerto por desobedecer sus órdenes. Se pondría hecho un basilisco si supiera que yo había estado deambulando por la ciudad con el Equipo de Atención en mano. No, era demasiado arriesgado. Es mejor que crea que me infecté de alguien de aquí dentro que de alguien de ahí afuera.

    Anouma asintió en silencio antes de hablar. —Aunque él está destrozado por la culpa. Él cree que es culpa suya.

    —No le des demasiada importancia a la culpa de Bastien. La lleva cargando en los hombros desde antes de que nosotros llegáramos aquí. No me preocupa aumentar sus penas. Temo mucho más decepcionarlo.

    Anouma sonrió ante esto y le dio unas palmaditas en la mano. Adjobi hizo una mueca de dolor en alguna parte de su frágil cuerpo, medio girado hacia un lado. Su monitor cardíaco pitó cada vez más rápido antes de disminuir a un ritmo normal.

    —Conseguiré más morfina —dijo ella bajándose de la cama, pero él la agarró del brazo y la detuvo.

    —No hace falta —dijo él, tragando—. Estoy bien. No la desperdicies conmigo. Con un poco de suerte, ese monstruo que encontraste tendrá una cura para mí y todo esto será un vago recuerdo.

    —Preferiría no volver a verlo nunca más —confió Anouma.

    —Yo también —dijo Adjobi en voz baja—, pero creo que lo haremos.

Capítulo 15

    Hospital Motol, Praga, República Checa

    28 de noviembre

    El cuerpo cayó dentro de una bolsa negra para cadáveres, junto con el agua de lluvia errante que rodeaba el techo hacia el callejón. Los trabajadores, con pesadas máscaras sujetas a las caras, lo arrojaron cruelmente, con guantes negros hasta los hombros que rechinaron por el esfuerzo. Dos de ellos permanecían impacientes encima de la otra víctima, a quien hacía tiempo que le habían drenado la sangre.

    Sobotka echó un último vistazo, se levantó y ambos cuerpos fueron metidos en bolsas de eliminación, esta vez de plástico amarillo. Se pegó una pegatina, en la cabeza y en los pies, que detallaba el tipo y la potencia del virus hallado en el cuerpo. Las bolsas para cadáveres se agregaron perezosamente a una pila de otros cadáveres, todos codificados por colores, a la altura de la cintura y expuestos a los elementos. Más adelante cargaban el montón de bolsas amarillas en un camión de plataforma. Se necesitarían varios viajes para cargar esa pila tan alta. Sobotka caminó hacia la entrada del callejón y se unió a Crew, quien estaba entrevistando a una magullada anciana con ropas ensangrentadas. Ella movía los ojos entre ambos, pero nunca hacia ellos, como si estuviera hablando con fantasmas y no con personas.

    —¿Una capa marrón? —preguntó Crew, dando golpecitos con el bolígrafo en su libreta—. ¿Algo más?

    La anciana asintió con furia. —¡Sí! ¡Sí, una cara oscura! ¡Como una mosca! ¡No tenía ojos! ¡Ni ojos ni alma!

    Crew sonrió un poco y tomó notas. Sobotka revisó sus apuntes y puso una mano en el hombro de la mujer. —¿Le hizo daño, señora?

    —No. No no no, a mí no. Sólo a Franz y a ese como se llame. A ese de los niños. Ellos están arriba, ¿sabe? Habla de ellos a todas horas.

    —Estoy segura. Entonces, este hombre de rostro oscuro… ¿le dijo algo?

    —No, ni una palabra, a mí no. Aunque oí la voz de una mujer. Ella dijo algo… no puedo decir qué. Era extranjero.

    —¿Lo había oído antes? —preguntó Sobotka, volviendo a comprobar la escena del crimen.

    —Sí. Sí. Estoy segura de que sí.

    Crew se irguió un poco y miró ceñudo a la mujer. —¿Dónde?

    —En mis pesadillas. Era el diablo. ¡El diablo! ¡Estoy segura de ello!

    Sobotka frotó el mugriento hombro de la mujer y la llevó amablemente de regreso a su campamento, al lado del hospital. —Está bien, señora. Gracias. Has sido de gran ayuda.

    Crew estaba derramando una botella de antiséptico sobre las manchas de sangre cuando ella llegó hasta él. Sobotka miró las grandes puertas metálicas en la fachada de cemento y los montones de basura por todas partes.

    —¿Qué opinas? —preguntó ella sin hacer contacto visual.

    —Lo mismo que tú. Tiene que ser él.

    El teléfono de Sobotka vibró levemente. Ella lo sacó, se lo llevó a la oreja y dio un paso atrás para protegerse de la lluvia. —Sobotka —gruñó—. Sí, señor. Creo que sí, señor, sí. Un Sanador. Coincide perfectamente con la descripción. Sin rostro, la capa, el baño de sangre.

    La mandíbula de Crew se tensó con fuerza.

    —Sí, señor —asintió Sobotka—. Lo entendemos. Completamente, sí. No es un problema. Estamos en ello.

    —¿El capitán está de acuerdo? —preguntó Crew mientras ella cerraba el teléfono—. ¿Estamos listos para partir?

    —No era el capitán, era el Director Sestak. Y no estamos listos para irnos, nos está diciendo que lo dejemos en paz.

    —¿Dejarlo solo? ¡Tenemos dos cadáveres aquí! ¡Y quién sabe cuántos más habrá! ¡No podemos ignorarlo!

    —¿Estás de broma? ¡Era una orden, Crew! Y él tiene razón. Los Sanadores son intocables. Si alguien descubre que estamos investigando a un Sanador, nos llamarán a todos con cargos para el anochecer. Las reglas vienen de muy arriba. Más arriba que nosotros, de más arriba que Sestak.

    —¿De quién? ¿De Dios mismo? —Crew sonrió con ironía—. Mírate. Lo haces todo por defender a los campesinos, ¿y ahora que los campesinos se encuentran con un carnicero chino te parece bien?

    —¡Por supuesto que no me parece bien! —gritó Sobotka, y la multitud cercana se giró para mirar. Ella bajó la voz, gruñendo—. Pero esta es una lucha que no puedes ganar, Crew. Sin la ley de nuestro lado, en el mejor de los casos estamos en igualdad de condiciones con un Sanador. En el mejor de los casos. Y todo lo que he oído dice que eso tiene poderes casi sobrenaturales. ¿De verdad quieres enfrentarte a eso?

    Crew sonrió. —Sí. Quiero.

    —Mira, odio que tiren de mí en mil direcciones diferentes tanto como tú, pero eso es lo que hay por no retirarnos con todos los demás. Tenemos que cubrir terreno adicional… terreno que no queremos cubrir. ¡Pero lo que no hacemos es buscar problemas donde no los hay!

    —¡Esto es un problema!

    —¡Sabes que eso no es cierto!

    —¡Ya oíste a esa mujer! El Sanador estaba hablando con alguien… con una mujer. Aquí en el hospital. Eso significa que tiene un cómplice. Puede que el Presidente mismo le esté guardando las espaldas a ese Sanador, ¡pero no hay nada que diga que debamos permitir que un ciudadano checo lo meta en ésto! Para mí, eso es traicionar a los tuyos. Eso es traición.

    —Estás loco. Nunca encontraremos a una mujer en un hospital con miles, y ni de coña podremos arrestarla por hablar con alguien que técnicamente no está haciendo nada incorrecto.

    —No tienes fe en el poder de la placa, Sobotka.

    Ella gruñó, dio media vuelta y miró fijamente la lluvia. La portezuela del camión se cerró con un golpe metálico, con la carga llena.

    —¿Sabes lo que estoy pensando? —exclamó Crew hacia ella—. Que esto no es una coincidencia. Este bufón aparece en los últimos días de noviembre, justo después de recibir esa nota.

    —No puedes hablar en serio.

    —¿Qué? ¿Crees que no pueden hacerlo? ¿Después de ésto? ¿Después de lo de Rusia? ¿Después de lo que hicieron en su propio patio trasero?

    —Es el modus operandi equivocado. No encaja y lo sabes. No podemos perder el tiempo en algo así cuando existe una amenaza real que necesita nuestra atención.

    —Escucha. Ese ya ha puesto dos más en la pila. No le dejaré añadir más —Crew señaló la pila de bolsas amarillas para cadáveres. El camión cobró vida y se alejó en dirección al incinerador. Todavía había cientos de bolsas amarillas para cadáveres apiladas en la carretera.

    Sobotka negó con la cabeza, relajando los hombros. —Eres un loco.

    Crew se encogió de hombros. —¿Estás conmigo o hago ésto solo?

    Sobotka meneó la cabeza, molesta. —Ya tenemos bastante con la chica. Ese es nuestro trabajo. Para eso nos pagan. Sestak está esperando resultados allí. Y eso es un verdadero problema de seguridad pública, Crew. ¿Ésto? Ésto es sólo una búsqueda de gloria.

    —Hago ésto solo, entonces

    —Ni lo dudes —dijo ella hundiendo los puños en los bolsillos de su chaqueta. Un viento frío sopló por el callejón y le azotó el pelo contra la cara. Ella apretó los dientes para mantener a raya los escalofríos. Crew miró al suelo y pateó la tierra.

    —No puedes llevarte el coche si no es un asunto oficial —refunfuñó Sobotka—. Irás a pie. Estarás ahí fuera en la nieve buscando un fantasma. ¿Estás seguro de querer eso?

    —No va a nevar —dijo él alejándose de ella, con los brazos cruzados y la barbilla hacia afuera—. Es sólo noviembre. Se derretirá un poco. Sobreviviré.

    Sobotka lo observó alejarse y negó con la cabeza para sí. —Yo no estaría tan segura —dijo.

Capítulo 16

    Via Rainusso 108, Módena, Italia.

    22 de abril, un año antes

    La mina del lápiz se partió a mitad del trazo e hizo un agujero en la página. Eva barrió los trozos con la mano y emborronó las líneas por todos lados. El agujero parecía un ojo en el cielo, un desgarro en el espacio. Ella comprobó el cielo real fuera de la ventana, azul pálido con algunas nubes vagando. Mundos muy diferentes. Le temblaban las manos, pero trató de ignorarlo. Últimamente sus piernas eran como palos, demasiado delgadas. La redondez por la que se habían burlado en la universidad se había disipado, dejando a una chica delgada, de aspecto casi enfermizo, envuelta en una chaqueta ligera y pantalones vaqueros.

    Acababa de escribir las primeras líneas de una nueva página cuando se abrió la puerta de la habitación del hotel y entró Rhodri con las manos a la espalda. La sonrisa de Rhodri era contagiosa. Ella cerró el cuaderno de bocetos y saltó de la silla de mimbre, encontrándose con él antes de que él pudiera quitarse los zapatos.

    —Adivina lo que encontré —dijo él con una pícara sonrisa, girándose de un lado a otro, impidiendo que ella viera detrás de él.

    —Frijoles mágicos —bromeó Eva, estirando los brazos alrededor de él y encontrando aire vacío mientras él la esquivaba.

    —Los frijoles mágicos no nos llenarán el estómago. Prueba otra vez.

    Eva se mordió el labio, el estómago le rugió furiosamente. Había comida en la habitación. No era momento para juegos. —Si es pan duro otra vez, estás exagerando todo el asunto.

    —No están duras y no es pan. Son… —Le tendió un par de rojas y brillantes manzanas—. ¡Golosinas!

    Eva apenas pudo contenerse. Saltó hacia él y le crujió la espalda de un abrazo. Él se apartó el pelo de la cara y rió. —Como me las tires al suelo te quedas sin techo, ¿entendido?

    —¿Dónde las encontraste? —jadeó Eva, echándose hacia atrás, tomando una manzana entre las manos—. ¡La última vez que estuve en el mercado estaban como a diez euros cada una!

    —Once, en realidad. Inflación. Pero compré dos por veinte.

    El rostro de Eva se hundió ligeramente y ella dio un paso atrás. —¿Veinte? ¿Cómo… cómo conseguiste tanto dinero? Pensé que lo guardaríamos para emergencias. Vamos muy justos, Rhodri, y no sé hasta qué punto podremos...

    —No es nuestro fondo de emergencia. Esa es la segunda noticia.

    Eva se cruzó de brazos. —Desembucha.

    Rhodri le dio un gran mordisco a su manzana, la masticó ruidosamente y una sonrisa traicionó lo mucho que la estaba disfrutando. Después de algunos mordiscos, se explicó, arrastrando las palabras por el zumo. —Conseguí un empleo.

    Eva saltó hacia él de nuevo, empujándolo un poco hacia atrás, lo rodeó con los brazos y lo besó con fuerza en la boca. Dulzura del zumo de manzana. Él comenzó a reír y le devolvió el beso.

    —¿Te alegras por mí, entonces?

    —¿Cómo lo hiciste? ¿Hay una empresa en la ciudad? ¿Dónde? Pensé que habíamos revisado en todas partes y...

    —¿Quieres seguir preguntando o quieres que te lo cuente? —bromeó él

    Ella se desenredó de él, se tiró en la cama, cruzó las piernas y empezó a comer su propia manzana, que era magníficamente dulce y la hacía sentir cálida en el fresco aire primaveral. Rhodri siguió de pie, golpeando locamente el suelo con el pie. Estaba lleno de energía emocionada y era contagioso verlo.

    —No es el tipo de trabajo que estás pensando. Es para un restaurante.

    —¿De lavaplatos?

    —No, platos no. El propietario quiere cerrar el comedor. Perdió a un par de camareros el mes pasado y está harto de eso. Entonces puso un anuncio, dice que necesita mensajeros para entregar comida a los clientes en ésta y algunas otras ciudades.

    —Buen negocio. Todo el dinero, nada de riesgo.

    —No lo culpo. Pero sí, vi que llevaba el negocio puramente por teléfono y vi una oportunidad. ¿Cuántas personas tienen cobertura móvil adecuada y funcional hoy en día? ¿Cierto? No muchas. Pero ¿cuántas personas pueden establecer una conexión de datos con sus portátiles?

    —Inteligente —dijo Eva con el rostro brillante de admiración. Comenzó a moverse inquieta cuando la manzana quedó mordida hasta el centro.

    —Lo convencí para que me dejara crearle un sitio web completo con pedidos en línea. Nada demasiado sofisticado, pero le ahorra tener que contratar a un recepcionista a tiempo completo.

    —¡Muy inteligente ahí, científico!

    Rhodri terminó su manzana y arrojó el corazón al cubo de la basura desde lejos. Le brillaban los ojos. —Ochocientos euros en dos semanas de trabajo.

    —¡Ochocientos! Piensa en todas las...

    —Espera, Eva —dijo sentándose a su lado, tomando sus manos entre las propias—. Eso es mucho ahora mismo, pero no quiero pasar otro año pasando hambre. No quiero que una manzana sea lo más destacado de mi mes. Demonios, de mi año. Tenemos que tener cuidado con este dinero.

    Eva asintió, evitando su mirada, y se encogió de hombros. —Pues, probablemente yo también debería conseguir un trabajo. Ayudar más.

    —¡Podrías ser mensajera del restaurante! ¡Imagina! ¡Corriendo por la ciudad, entregando comida fría a clientes enojados! ¿Quién necesita un coche cuando tienes agallas?

    Ella lo empujó juguetonamente. —Eres un bastardo —refunfuñó ella—. En realidad, estaba pensando que podría encontrar pintura y vender más obras en el centro. Esta mañana vendí una sacada directamente de mi cuaderno de bocetos y totalmente por casualidad. Un forastero de mediana edad que no quería aceptar un no por respuesta.

    —¡Felicidades! ¿Cuál?

    —La de Maselle junto al río —Eva mostró una sonrisa radiante.

    —Ah, sí, ya veo por qué esa era popular. Tenía esa mirada tan seductora.

    Eva le frunció el ceño. —¿Qué mirada seductora?

    —Oh, venga ya, la dibujaste tú. Esa iba toda en plan "ven para acá" —Eva le empujó la cara y se cruzó de brazos con fingida ira. Él dio una carcajada. —Lo único que digo es que cuando vives en un mundo como éste, a veces quieres un poquito del mundo como era. Hoy en día, ¿cuántas veces vas a poder ligar con una sensual universitaria con un cuerpo así?

    —Profundizando más —advirtió Eva.

    —Yo creo que la esperanza vende, es lo que quiero decir.

    —O el sexo —dijo Eva.

    —Pues la esperanza del sexo, entonces. En cualquier caso, es poderoso. Deberías hacerlo tu tema. Venderás más obras y difundirás un poco de alegría, aunque sea indirectamente. Dale a la gente lo que quiere.

    Eva se inclinó sobre él y le tocó la nariz con la propia. Su cabello formó un puente entre ambos. El aliento de él era dulce y cálido y sus ojos danzaron sobre el rostro de Eva. —La gente debería darme lo que yo quiero primero —susurró ella.

    —¿Qué quieres? —preguntó él en voz baja.

    —Lo sabes muy bien —dijo ella, y se besaron, larga y lentamente, frente a la ventana abierta mientras el cielo azul pálido se llenaba con los sonidos de las ambulancias que pasaban.

Capítulo 17

    Comisaría de Policía Praha 5, Praga, República Checa

    28 de noviembre

    —¡Eva! ¡Eva, despierta!

    Ella tenía la visión borrosa y tosió violentamente, como si se estuviera casi ahogado. Parpadeando, se obligó a enfocar los ojos y apenas pudo distinguir la forma de un rostro sobre ella, el brillo verde de la computadora iluminaba su demacrada apariencia. Ella jadeó, cerró los ojos con fuerza y ​​trató de sacudirse para despertar del todo.

    —¿Pyotr…? —jadeó Eva con voz débil.

    Pyotr sonrió nerviosamente, asintió y le acarició la mejilla con manos ásperas. Llevaba el pelo corto y desigual, como si se lo hubiera cortado él mismo. Sus ojos estaban rodeados de arrugas, ojeras, pequeñas cicatrices y el desgaste de un infierno. Aún eran de un azul brillante, pero el resto de él hacía que el color pareciera fatigado, ya no vibrante. Él ya no era el chico enjuto que ella había conocido en la escuela. Era delgado y musculoso, más duro.

    —Lo siento, Eva —susurró él—. No sabía que eras tú. ¿Estás bien? ¿Puedes respirar?

    —Tú… me estrangulaste…

    —Lo siento mucho, no lo sabía. Estás muy diferente. Pensé que eras uno de ellos. Podrías haberme buscado.

    —¿Dónde estamos?

    —En la comisaría —dijo él mirando nerviosamente por encima del hombro—. Hay que ponerse en marcha. ¿Puedes caminar?

    Eva se arrodilló y las piernas le temblaron. Puso una mano en la pared y gritó al sentir un dolor en la muñeca. La mantuvo cerca del pecho y ​​sintió que se estaba hinchando ligeramente.

    —Te diste un golpe cuando peleabas conmigo —dijo Pyotr, con la voz entrecortada por el remordimiento—. ¿Puedes aguantar por ahora?

    Eva asintió, acunó el brazo y se puso de pie. Pyotr estaba a su lado, la sostuvo con un bien tonificado brazo y estiró el cuello para ver el pasillo. —Buen momento para que pasaras por aquí —dijo él en voz baja—. Supongo que tendré compañía para Navidad, después de todo.

    La mención de las vacaciones arrastró a Eva de vuelta a la realidad, y ella retrocedió de repente, palideciendo.

    —¡Oh, Dios mío, Pyotr! —jadeó ella—. ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Hay un virus... un brote que llega aquí el primero de diciembre!

    —¡Shh! ¡Eva, calla o nos oirán!

    Eva bajó la voz, pero tenía los ojos muy abiertos por el miedo. —No podemos quedarnos aquí. Tenemos que salir antes de que eso empiece. ¡Por favor, tienes que ayudarme!

    —Lo haré, pero...

    —Antes tenemos que encontrar a mi madre y escapar antes.

    Pyotr le tapó la boca con la mano y la mantuvo en silencio mientras ambos recorrían el pasillo. —Lo haré. Lo prometo, pero de momento cállate y muévete rápido o nos pudriremos en la cárcel cuando la ciudad explote. ¿Entendido? ¡Ahora muévete!

***

    Las ventanas estaban rotas y había fragmentos esparcidos por toda la desgastada alfombra. Olía a humo en el dormitorio del tercer piso, aunque estaba excepcionalmente intacto por el fuego que había destruido el resto del edificio. El suelo crujía al pisar, así que Eva caminaba con cautela mientras seguía con precisión a Pyotr.

    —No tenemos tiempo, Pyotr —exclamó ella—. Hay que empezar a buscar a mi madre y encontrar comida para viajar y...

    —Primero, lo primero —interrumpió él, llegando a una parte sólida de la habitación y arrodillándose sobre un colchón pegado a la pared—. Hay que revisarte el brazo y curarte. Tal como están las cosas ahí fuera, no durarías mucho así.

    Eva no respondió, así que él la agarró del brazo y le subió la manga. Ella reprimió un grito de dolor. La muñeca estaba morada y notablemente hinchada. Él suspiró.

    —Se ve feo. Lo lamento mucho.

    Ella se encogió de hombros, luego gritó con fuerza cuando él intentó doblarle la mano hacia arriba y hacia abajo. Él la soltó y empezó a rebuscar en sus bolsillos, sacando paquetes de comida, media docena de canicas, un par de alicates y un fardo de envoltorio elástico color beige.

    —Vas preparado —sonrió Eva.

    —Esto no es para lo que lo uso habitualmente. Pero creo que servirá...

    Él extendió la mano hacia el alféizar de la ventana cercana, agarró un puñado de nieve y se lo puso con cuidado a Eva en el brazo. Ella ya tenía tanto frío que apenas lo notó, pero mientras se derretía le hormigueaba la piel como pinchacitos de fuego. Eva lo observó mientras él aplicaba la segunda ronda de nieve, y sacudió la cabeza.

    —Pareces tan diferente, Pyotr. Tienes el pelo… solías llevarlo precioso.

    Él se encogió de hombros y ladeó la cabeza. —No me lo reproches. Se estaba volviendo demasiado difícil aguantar sin un baño. Me tomó días reunir el valor para cortarlo todo, y con el borde de una lata, nada menos.

    —Se nota —Eva sonrió—. La barba también es novedosa. Siempre ibas hecho un pincel. Es un poco extraño verte así.

    —Pues tú también eres toda una novedad —dijo él—, aunque creo que el pelo largo te pega.

    —Gracias —dijo ella—. Yo creo que está horrible.

    —Va con la muñeca.

    —Ya —dijo ella, y recogió con la palma de la mano un poco del agua que goteaba de su brazo.

    Pyotr le puso otro puñado de nieve encima, se secó las manos en la chaqueta y recogió el paquete de comida que había sacado antes. —Déjala ahí arriba hasta que la cornisa esté limpia. Yo voy a preparar algo de cena. Una cena rápida. ¿Sí?

    Eva asintió vacilante. Pyotr intentó abrir el paquete, pero éste no cedía. —Estas cosas estúpidas nunca se abren bien… —refunfuñó él.

    —Es bueno verte —dijo Eva en voz baja—. Es bueno conocer a alguien aquí.

    —Alguien vivo de los viejos tiempos.

    —Sí —fue todo lo que ella dijo.

    Pyotr soltó un fingido rugido y tiró furiosamente del paquete, pero éste seguía sin ceder. Él Ddio un enojado pisotón en el suelo y se afanó en el proceso con todas sus fuerzas mientras el envoltorio frustraba cada uno de sus movimientos. Eva no pudo evitar una risita, negó con la cabeza y lo observoló un momento.

    —¿Sabes?, yo estaba colada por ti en primer año —dijo ella.

    Esto pilló a Pyotr con la guardia baja y, justo en ese momento, el paquete se abrió de golpe y la mitad de la ración se desparramó por el suelo, justo a los pies de Eva. Pyotr se quedó allí, atónito. Luego deprimido, luego sorprendido. Miró la otra mitad que tenía en la mano y suspiró.

    —Se abrió de repente —dijo él, luego le entregó la mitad segura de la ración—. Aquí tienes. A comer.

    Eva tomó la comida con su mano buena y esbozó una débil sonrisa, que se disolvió cuando Pyotr agarró la otra parte del suelo y le quitó el polvo de la parte ee abajo. Eva estiró la mano hacia él.

    —No. —dijo seria—. No vale la pena correr el riesgo.

    Esos ojos azules se encontraron con los de ella y él se encogió ligeramente de hombros. —Viviré —respondió él, pero ella le agarró el brazo con su mano hinchada, haciendo una mueca.

    —No seas estúpido. Eso no lo puedes saber. No puedes arriesgarte a eso.

    Sus miradas permanecieron fijas y Pyotr dejó caer la comida al suelo y la lanzó debajo de una cómoda. Eva le entregó su propia ración, él la partió por la mitad y le devolvió una parte.

    —Ten cuidado con eso esta vez —advirtió ella.

    Él sonrió. Ella mordió la oblea e hizo una mueca ante el sabor, por cómo le absorbía la humedad de la boca.

    —Mmm —suspiró ella—. Fresas rancias.

    Pyotr soltó una gran carcajada. —Las fresas rancias serían una mejora. Ésto es cartón viejo espolvoreado con extracto de fresa. No vomito porque no tengo nada en el estómago —Eva sonrió y luego casi se atragantó con el segundo bocado—. ¿Qué haces aquí, por cierto? —preguntó Pyotr, tragándose el resto de su porción—. Lo último que supe de ti es que ibas a quedarte por París. ¿Dónde está Rhodri? Aún estáis juntos, ¿no?

    Eva apretó la oblea dentro del puño, pero ésta se negó a desmoronarse. —No —dijo ella sin levantar la vista—. Ahora mismo no.

    —Pero ¿lo volveréis a estar? Hay esperanza para vosotros dos, ¿verdad?

    Ella no dijo nada, cerró los ojos.

    —Maselle y yo nos dimos un tiempo después de que yo dejé la escuela —dijo, él tratando de llenar el vacío—. Pensé que habíamos terminado, pero ya sabes, después de unos meses todo salió bien.

    Eva sonrió y lanzó una mirada a Pyotr, cuyo rostro había cambiado de esperanzado a distante. su amigo estaba mirando al techo, antes de dejar de mirarlo de golpe, tomar la venda elástica y comenzar a enrollarle el brazo con movimientos lentos y cuidadosos. Ella hizo lo mejor que pudo para no mostrar cuánto le dolía.

    —A vosotros dos os iba genial juntos —dijo Eva—. Creo que nunca os vi separados durante todo el tiempo que estuve en París. Rhodri y yo solíamos bromear diciendo que tendríamos que unirnos quirúrgicamente por la cadera para acercarnos siquiera a vuestro nivel de compromiso.

    —Je —dijo Pyotr distraídamente—. Probablemente cierto.

    —¿Cómo está Maselle? —preguntó Eva, y Pyotr desvió la mirada hacia la ventana.

    —Murió hace unos meses —dijo él con expresión muerta—. Síndrome de Nuremberg. De la noche a la mañana.

    Eva parpadeó y bajó la vista hacia la oblea que ella tenía en las manos, y hacia las manos de Pyotr. Hacia su expresión triste. —Pyotr… El Nuremberg es… es altamente contagioso… y se transmite por el aire…

    Él no la miró, sólo se miraba las manos. —Sí —dijo él—. Me advirtieron de eso al ponerme en cuarentena.

Capítulo 18

    Na Celné 1391/11, Praga, República Checa

    28 de noviembre

    Eva jadeó y se alejó de Pyotr con urgencia. Ella no tenía máscara ni protección… se tapó la boca con la manga del suéter y respiró superficialmente, lentas respiraciones superficiales. El elástico empezó a desenredarse en el suelo.

    Pyotr ni siquiera se fijó en ella. —Estuve seis semanas en cuarentena —dijo él—. Seis semanas sin ver a otra persona viva. Me pasaban la comida por debajo de la puerta y lo único que tenía para hacer era llamar a la puerta dos veces al día para decirles que seguía vivo. Vivía en mi propia mierda. Incineran cada celda después de tu muerte, así que, ¿por qué molestarse en limpiar? Después de cinco semanas, estuve seguro de estar al borde de la muerte. Estaba perdiendo la cabeza, había perdido mucho peso. Estuve al borde de un colapso masivo. Entró un doctor con un traje de protección de riesgo biológico, me toma un poco de sangre y le pregunto por Maselle... me dice que Maselle está muerta desde hace una semana. No puedo verla. No puedo verla en absoluto. Ya se la ha llevando para incinerarla, y lo único que me dan de ella es el anillo de pedida que le regalé.

    Eva no movió el brazo, pero tenía lágrimas en los ojos y parpadeó para contenerlas.

    —Una semana después vuelve el médico. Me dice que me han vuelto a analizar la sangre y que estoy limpio del Nuremberg, que fue un error de laboratorio. Yo estaba sano. Podría haber... haber estado con ella hasta el final, pero cometieron un error. Así que murió sola, hambrienta, ahogada en su propia mierda. Eso está mal, Eva. Está muy mal.

    Eva, despacio y con cuidado, se quitó la manga de la cara y se acercó a Pyotr. Él seguía mirando por la ventana, observando algo que no estaba allí. Ambos quedaron en silencio, la nieve no hacía ningún sonido al caer sobre el alféizar de la ventana.

    Eva le ofreció a Pyotr lo que quedaba de la oblea. —¿Tienes…tienes hambre? —preguntó ella en voz baja.

    Pyotr miró la oblea con los ojos entornados, luego se la quitó con cuidado de la mano y la puso entre sus dedos, pero no se movió para comérsela. —¿Qué hacías en la comisaría? ¿Negocios o placer?

    Ella se rió de esto. —Más bien negocios —dijo ella recostándose en el colchón, cuya humedad hizo que ella se estremeciera—. Creen que soy alguna maestra en creación de virus.

    —¿Tú? —rió él— ¿Nuestra pequeña Eva? Estarás de coña, ¿no?

    —Ojalá les dijeras eso a ellos —dijo ella sacudiendo la cabeza—. A mí no me creen.

    Pyotr le dio unas palmaditas en la rodilla y mantuvo la mano allí un poco más de lo necesario. —No creen a nadie —dijo él.

    —Ya me he dado cuenta. Pero escucha... tenemos que ponernos en marcha... No tengo idea de dónde está mi madre, y no hay mucho tiempo antes de que llegue el virus, sea lo que sea.

    —¿De verdad confías en la policía sobre esa teoría del virus?

    Eva bajó los ojos al suelo. —Sí. Desearía no hacerlo, pero confío.

    Él asintió y comenzó de nuevo las atenciones con la muñeca de Eva, envolviéndola más rápido esta vez. Ella apretó los dientes.

    —Estate quieta. No soy médico, precisamente, pero haré que te sea útil otra vez.

    Eva miró hacia afuera, mientras nevaba, y luego volvió a mirar a Pyotr. —Gracias. Estaría perdida aquí sin un amigo.

    Una racha de viento afuera hizo que gotas de agua entraran en la habitación. Pyotr se las limpió de la cara. —No te preocupes por eso. Gracias por advertirme sobre la muerte inminente y todo eso.

    Eva rió.

    —Por cierto, disculpa el alojamiento —dijo él frunciendo el ceño—. Interrumpiste mi búsqueda de apartamento. La policía guarda la mejor lista de edificios vacíos de la ciudad, por lo que me gusta planificar una pequeña invasión de vez en cuando para encontrar nuevas cuevas.

    —¿Por qué vives así? —preguntó ella.

    —Mis padres murieron hace dos años de la enfermedad de Battinger. Yo no estuve con ellos, pero, ya sabes... cuando la cuenta bancaria deja de llenarse, te lo imaginas.

    —Dios, lo siento mucho, Pyotr.

    —No es nada —dijo él, pero su expresión decía lo contrario—. Es parte del paquete, ¿verdad? El caso es que llegué hasta aquí tan lejos de casa y me quedé sin dinero justo al este de Praga. Tuve que volver. He estado viviendo una vida de aventuras desde entonces.

    —¿Cuánto tiempo?

    —Casi un año y medio, supongo. No puedo permitirme una pila para el reloj —dijo sonriendo de nuevo, mostrándole su reloj parado. Eva frunció el ceño, luego sacó el fajo de papeles y tarjetas de su bolsillo y buscó hasta encontrar un billete de cien euros. Se lo entregó.

    —Aquí tienes —dijo ella—. Conéctate. Invito yo.

    Él aceptó el dinero, lo agitó un poco y sonrió. —Ahora sólo tengo que encontrar algún lugar que venda pilas y que aún siga abierto. Y que acepte efectivo. ¡Hurra!

    —¿Tan mal van las cosas aquí? En Stuttgart aún aceptaban billetes cuando me fui hace unos días. ¿Qué se supone que debes hacer, entonces? ¿Cómo sobrevive la gente?

    —La mayoría no sobrevive —dijo Pyotr seriamente—. Pero cuando necesitas comida, hay un almacén del gobierno al otro lado del Charles que está abierto la mayoría de los días. Muchos de los paquetes están abiertos o destrozados, pero es mejor que nada. Por lo demás... sí, Praga no va demasiado bien. Focos de civilización junto a salpicaduras de apocalipsis. Es surrealista a veces. La única instalación en pleno funcionamiento que queda en la ciudad es el Motol, y ni siquiera es lo que solía ser.

    —¿Enfermaste?

    —Me rompí el brazo. Me atendieron en el estacionamiento y me enviaron a casa sin analgésicos, por si acaso. Sin radiografías, sin seguimiento. Era demasiado peligroso entrar. Fue parecido a como te estoy tratando la muñeca, pero creo que ellos tenían títulos médicos.

    —Jesús, eso es brutal —susurró Eva, miró hacia afuera y notó que la nieve ahora caía con más fuerza.

    Pyotr dio los últimos toques al vendaje y le giró el brazo de un lado a otro. —¿Cómo la sientes?

    —Como una auténtica porquería, pero bien contenida.

    —¡Ese es el espíritu! —él sonrió, luego su expresión cambió, preocupado—. Eva, ¿éste es tu pasaporte?

    —Sí, ¿por qué?

    Pyotr se levantó sobresaltado, miró a su alrededor, luego corrió hacia la ventana, haciendo crujir cristales al caminar, y se asomó. Eva también se levantó, la habitación estaba más fría sin la manta, y observó cómo Pyotr arrojaba el pasaporte a la chimenea apagada y le echaba cenizas encima.

    —¿Qué pasa? —preguntó Eva mientras Pyotr comenzaba a recoger sus cosas, metiéndoselas en los bolsillos.

    —Es un 17-5, ¿verdad? —preguntó, y ella se estremeció.

    —Sí. Quiero decir, eso dicen.

    —Eso significa etiquetar y rastrear —dijo seriamente, mirando por la puerta del rellano. Había sido necesario algo de trabajo para subir las escaleras devastadas por el fuego en el camino hasta aquí. Bajar corriendo no era una opción—. Te ponen un chip en el pasaporte para poder encontrarte si te pierden.

    Eva volvió a mirar la chimenea, las cenizas esparcidas y luego a Pyotr, quien de repente volvió a entrar en la habitación. El rayo de una linterna brillaba desde los pisos de abajo.

    —¡Sra. Kolikov! —se oyó una voz femenina, tranquila y decidida—. ¡Aún no hemos terminado nuestra charla!

    —Sobotka —gruñó Pyotr, retrocediendo hasta romper bajo los pies vidrio de la ventana. Se volvió y miró por la ventana. Eva estuvo a su lado en un instante, vio la escalera de incendios y comprobó la expresión de su amigo.

    —Tenemos que salir de aquí —dijo él, pasando una pierna por encima del alféizar de la ventana y plantando un pie en el metal oxidado del exterior.

    Ella se agarró a la barandilla con la mano sana y salió. El metal estaba resbaladizo por la nieve y, antes de poder detenerse, se resbaló hacia un lado, aterrizó en el alféizar de la ventana sobre el hombro derecho y los fragmentos de vidrio le cortaron la piel. Eva gritó de dolor.

    Pyotr, con pánico en los ojos, le tapó la boca con la mano antes de que ella pudiera hacer mucho ruido. Él también salió, ayudó a Eva a levantarse y, sin decir palabra, la empujó para que ella bajara las escaleras. Después de un piso, Eva recuperó el equilibrio y aceleró. Patinó en la última curva, se agarró a la barandilla, pero con la mano vendada el dolor fue tan terrible que gritó y se soltó. Resbaló cayendo de espaldas en el borde de la puerta, agarrando el metal solo en el último segundo, aferrándose con tanta fuerza que sentía que los dedos se hubieran fusionado con la palma. Pyotr estaba tumbado boca abajo, con sus fuertes manos alrededor del antebrazo de Eva, con los dientes rechinando audiblemente.

    —Aguanta —susurró él, a pesar de la tensión, tratando de levantarla, con la fría y helada acera debajo de ellos.

    —¡La Sra. Kolikov y un amigo! —gritó Sobotka desde la ventana de arriba—. ¡Me llevo un bonus!

    Eva oyó el ruido de pies pesados ​​sobre el metal. Pyotr no estaba logrando ningún progreso para levantarla… sus miradas se encontraron rápidamente, con urgencia y durante un segundo ninguno dijo nada. Luego Pyotr supo lo que ella iba a hacer y negó con la cabeza todo lo que pudo.

    —No puedes —gruñó él.

    —No puedo volver —dijo ella, y se soltó.

Capítulo 19

    Na Celné 1391/11, Praga, República Checa

    28 de noviembre

    El talón de Eva golpeó el suelo y durante un instante ella creyó que había caído dos pisos ilesa. Pero luego su peso cambió, su pie resbaló sobre el hielo y, antes de poder reaccionar, se golpeó la cabeza con el pavimento. El dolor disparó brillantes rayos rosados ​​y azules por su campo visiual. Eva parpadeó rápidamente para recuperar la vista, jadeó de dolor y volvió a cerrar los ojos.os mantuvo tan apretados que sintió que su cerebro iba a colapsar por la presión. Cuando los abrió de nuevo estaba flotando, con un brazo sobre los hombros de Pyotr y los pies arrastrando por el suelo como si fingieran andar. El impacto caló en ella y Eva agarró el cuello de Pyotr. Él la presionó en una fría pared en la oscuridad, la reriró del muro de nuevo y la miró con cara de pánico.

    —No hagas ningún ruido —susurró, tan bajo que ella casi no lo oyó.

    Ella intentó calmarse, pero la cabeza le daba vueltas y había algo que no le parecía real. Se estremeció; le dolía la cabeza tan intensamente que le costaba ver más allá de sus narices. A su derecha, una calle. Estaba en un callejón que no reconocía, en una calle ancha sin marcas de neumáticos. La nieve se estaba derritiendo desde los edificios de arriba, goteando a su lado y encima de ella; y el plop plop plop de las gotas golpeando en los charcos era fascinante. Casi no oyó los pasos en la calle, cautelosos y cuidadosos.

    Pyotr le puso una mano en el estómago, la empujó hacia atrás ella luchó contra su delirio y se quedó quieta. Entonces vio la figura a través del dolor: Sobotka, perfilada por las farolas, de pie al borde del callejón, mirando hacia dentro. La inspectora miró por encima del hombro y luego volvió a mirar hacia ellos. Eva ni siquiera respiraba, oía los latidos de su corazón en los oídos, el sonido de su cabeza rozando el ladrillo.

    Sobotka apuntaba ahora una luz hacia el callejón... demasiado a la izquierda, demasiado a la derecha, luego se detuvo en un punto justo delante de ellos, tan cerca que el rayo cegaba. El agua resonaba y Eva oía la respiración lenta de Pyotr a su lado, y la mano de su amigo le presionaba el estómago con tanta fuerza que le dolía. La luz osciló ligeramente, se enfocó rápidamente hacia ellos, luego se desvió y Sobotka desapareció.

    Ninguno de los dos se movió durante un minuto o más, y Eva puso una mano sobre la de Pyotr, la sujetó e intentó moverla para poder respirar de nuevo. El dolor volvió a su cabeza en ausencia de miedo, y ella estuvo a punto de colapsar. Miró a Pyotr, quien seguía mirando nerviosamente la calle. De mala gana apartó la mirada, la vio y sonrió.

    —¿Estás bien? —preguntó.

    Eva asintió, deseando mostrar una fachada de calma. —Gracias —dijo ella en voz baja—. me salvaste.

    Se adentraron más en el callejón, giraron a la derecha, luego algunas vueltas más que Eva sólo notó en los rincones de su mente; el dolor seguía subiendo en oleadas por su cuello hasta los ojos. Se detuvieron en un pequeño patio desierto con un banco atornillado a gigantescas losas de hormigón. Había cajas de madera vacías, rotas y esparcidas por todas partes. Eva sonrió débilmente ante ello, el refugio, y luego cayó rápidamente de rodillas y vomitó sobre la nieve embatrada. Pyotr corrió a su lado, le frotó la espalda y la condujo con cuidado hasta el banco, ayudándola a sentarse. Ella sintió otra arcada, pero tragó saliva y trató de ver más allá del dolor de cabeza.

    —Conmoción cerebral… —jadeó ella, escupiendo bilis en la nieve.

    Pyotr le pasó la mano por la mejilla, nervioso. —Estás pálida —dijo, inseguro, buscando respuestas fuera de su alcance.

    Ella cerró los ojos con fuerza y ​​trató de contener la respiración. —Va a… empeorar… —jadeó ella, y él le apretó con más fuerza las manos.

    —Espera un segundo —dijo él pasando urgentemente los dedos por dentro de los bolsillos. Eva se dobló e intentó no volver a vomitar. Estaba contando hasta diez por tercera vez cuando él las encontró: dos pastillas grandes, azules, llenas de pelusa. —Tómate ésto —le dijo él.

    Ella entornó los ojos y levantó la vista hacia él, con la visión llena de luz y dolor. —¿Q-qué es?

    Él le puso las pastillas en la mano y ella las apretó con fuerza mientras otra oleada de náuseas la aturdía. —Se llama Tezocet, creo. Analgésicos. Um, algo antiinflamatorio.

    Ella asintió levemente, el movimiento le causó un dolor insoportable. Con un movimiento rápido, se metió las pastillas en la boca, las tragó y se llevó las palmas de las manos a los ojos, tratando de concentrarse más allá de la agonía para no volver a vomitar. Pyotr le frotaba la espalda con suaves círculos en el sentido contrario a las agujas del reloj, una y otra vez... Ella sintió que el dolor remitía, giró la cabeza hacia él y abrió los ojos, atontada.

    —Está funcionando —dijo ella en voz baja.

    Él asintió y sonrió.

    —¿De dónde sacaste esas pastillas? —preguntó Eva, su visión no se aclaraba pero el dolor era casi una sombra de lo que había sido.

    Pyotr miró la nieve, culpable. —Maselle —dijo simplemente.

    De alguna manera, el frío era menos aterrador que antes, y Eva casi pensó que el sonido del viento en los tejados sonaba amortiguado, como fuera de lugar. Respiró hondo y su visión se llenó de luz.

    —Los analgésicos funcionan —masculló ella—. y fuerte…

    Ella cayó en sus brazos y él la agarró con firmeza. —Escucha, Eva —dijo él en voz baja—. Sé que tú y Rhodri teníais vuestras diferencias, pero...

    La visión de Eva se volvió tan borrosa de repente que no podía ver sus propias piernas debajo de ella, y las formas borrosas a su alrededor se movían y giraban, y se sentía tan mareada y somnolienta que era difícil escuchar...

    —A veces no valoras lo que tienes hasta que es demasiado tarde —oía decir a Pyotr, pero ya no sabía muy bien lo que eso significaba.

    —Necesito encontrar a mi madre —susurró ella, y él le atrapó la cabeza antes de que ésta cayera hacia atrás.

    —¿Eva? Eva, ¿me oyes?

    Eva sintió que los ojos rodaban bajo los párpados antes de caer como si se estuviera hundiendo en un campo nevado, con Pyotr en algún lugar del cielo llamándola para que regresara.

Capítulo 20

    Hospital Motol, Praga, República Checa

    28 de noviembre

    La tos era rasgada, tan ronca que era sorprendente que no saliera sangre junto con la mucosidad. Anouma sostuvo el recipiente de plástico cerca de la boca del paciente y lo inclinó hacia adelante para que todo quedara fuera. Él jadeó en busca de aire y cayó hacia atrás, recostado en el sudado colchón que era su hogar. Los brazos se movían impotentes a sus costados, adelante y atrás como él si se estuviera ahogando.

    La enfermera de guardia revisó el portapapeles y miró el número de placa del hombre. —¿Y no tenía identificación? —preguntó revisando los papeles rápidamente.

    —Ninguna —dijo Anouma en voz baja—. Lo dejaron en la puerta delantera con una bata de hospital.

    —¿Descartes del hospital Františku otra vez?

    —Podría ser. He oído que cerrarán pronto.

    La enfermera suspiró, pasó algunas páginas más y miró al paciente. —¿Y cuál es su diagnóstico? Habrá que encontrar un lugar para trasladarlo. Está en la fase terminal, ¿no?

    Anouma indicó urgentemente a la enfermera que la siguiera lejos de la cama, una corta distancia hasta un lugar donde la mayoría de los pacientes todavía dormían. —Ten cuidado con lo que dices —susurró enojada—. Puede oírte.

    —Pero él...

    —Está plenamente consciente. Sabe lo que le está pasando, pero no puede controlar su cuerpo lo suficiente como para decírnoslo. Su control motor ha desaparecido, sus pulmones están fallando y vive con un dolor interminable que no podemos tratar. No aumentes su miseria.

    La enfermera pareció bastante reprendida y miró a Anouma a los ojos. —Pues bien. Lo siento —refunfuñó—, pero lo que quiero saber es si va a morir pronto, porque lo dejaremos aquí. De lo contrario va escaleras arriba.

    Anouma suspiró y miró hacia el suelo. —Sobrevivirá indefinidamente. Así es como funciona.

    —Arriba, entonces —dijo la enfermera, y empezó a salir, antes de que Anouma la agarrara del brazo.

    Tiró de una bolsa intravenosa cercana hacia ella y la giró. El lateral de la bolsa estaba mojado y una pequeña gota cayó del borde por el movimiento. La enfermera también miró, con más atención, boquiabierta.

    —¿Cómo pasó esto? ¿Se están reutilizando? —preguntó Anouma mirándo a la enfermera con los ojos entornados.

    —No puede ser. Éstas son nuevas de arriba. Debe de ser un defecto.

    Anouma lo dejó pasar, frunció el ceño ante la hilera de camas con sus espectivas bolsas colgando sobre los pacientes como flores bulbosas en un campo blanco.

    —Revisa otra vez el cuarto de suministros. Perderemos mucho volumen si hay otras así.

    La enfermera le dirigió a Anouma una mirada fulminante, que pasó desapercibida. —Sí, doctora —siseó antes de caminar de regreso hacia su mudo paciente, portapapeles en mano. Pisó los frenos de la cama y comenzó a sacarla de la habitación, chocando contra la cama de otros pacientes mientras avanzaba.

    Anouma se frotó los ojos con manos cansadas, lenta y agonizantemente.

    —¿Un día largo, doctora? —preguntó una voz detrás de ella.

    Ella se giró y vio a un anciano acostado en la cama, con el rostro cubierto de forúnculos tan grandes que casi ya no parecía humano. Aún así, en algún lugar de la masa de carne distorsionada había danzarines ojos marrones.

    —Todos los días es un día largo —le dijo Anouma, cogiendo su gráfico y mirándolo—. ¿Cómo te sientes hoy?

    —Tan bien como debería, creo.

    Ella comprobó sus medicamentos y lo ojeó con cautela. —¿No estás deprimido? ¿Fatigado? ¿Pensamientos de suicidio?

    El hombre rió, o al menos rió tanto como pudo, al no poder mover el rostro para sonreír. —¿Porque no saldré en la portada de una revista de moda? No, viviré.

    Anouma rió y dejó el gráfico de vuelta en la cama. —Tal vez no sea una revista de moda, pero pronto saldrás en un artículo de revista médica. Está ampliamente reconocido que la enfermedad de Lumberger causa depresión como uno de sus síntomas. Al parecer, no es ese el caso.

    —No, es que todos están tan tristes porque parecen mozzarella quemada —respondió el hombre—. Yo estoy acostumbrado a que me llamen feo. Llevo cincuenta años casado.

    Anouma sonrió, le dio unas palmaditas en el hombro y él le devolvió el gesto en la mano enguantada. Entonces lo vio... otra gota cayendo del borde de la bolsa intravenosa. La doctora la apretó suavemente y vio un pequeño hilo de solución salina saliendo del costado de la bolsa y cayendo sobre su guante.

    —Qué raro —susurró ella—. Otra…

    El paciente intentó girar la cabeza para ver qué miraba ella, pero su dolencia se lo impidió. —¿Que es raro? ¿Qué ocurre?

    Anouma soltó la bolsa y negó con la cabeza.

    —Nada. Tenemos que conseguirte otra bolsa. Algunas parecen tener fugas por alguna razón. Voy a buscar una nueva ahora mismo. Espera un momento mientras...

    —¡Ayuda! —se oyó un grito desde el otro extremo de la habitación, y dos paramédicos con pesadas máscaras irrumpieron en las puertas arrastrando en sus brazos a una mujer miserablemente maltratada, con el pecho todo ensangrentado y la cabeza colgando inerte, rebotando sin vida mientras la subían a una camilla.

    Anouma corrió hacia ellos, vio al Dr. Bastien colgar un gráfico en una cama y empezar a correr también.

    —¿Qué pasó? —preguntó Anouma, cambiándose los guantes y moviendo su estetoscopio para revisando los signos vitales.

    —Mujer blanca, veintitantos años, parece un ataque con cuchillo. Tres laceraciones en el abdomen, una en el cuello.

    Los paramédicos levantaron un poco de gasa del cuello y la sangre brotó, haciendo que ambos se apartaron.

    —Mantenedla quieta —ordenó Anouma.

    —Pero...

    —¡Si os da miedo a la sangre, estáis en el trabajo equivocado! ¡Vitales!

    Los paramédicos balbucearon al responder. Anouma los ignoró, comprobó las heridas y palpó con dedos delicados. —Muy profunda. Hígado, tal vez. ¡Vitales! ¡Ahora!

    —No pudimos comprobarlo —dijo uno de los paramédicos, retrocediendo nuevamente al ver sangre.

    Anouma lo fulminó con la mirada. —Aguantad o largaos —dijo ella fríamente.

    —¿Cuántas? —preguntó el Dr. Bastien, llegando a su lado, poniéndose guantes limpios.

    —Tres en el pecho, una en el cuello.

    —¿Presión arterial?

    —Aún no lo sabemos —dijo ella mirando a los paramédicos.

    El Dr. Bastien resopló, quitó los frenos de la camilla y llevó al paciente a la improvisada zona de traumatología. Anouma subió y bajó un pedal cerca de la cama, cebando el generador. Después de un breve renqueo, las luces se encendieron irradiando un blanco brillante sobre la sangre.

    Uno de los paramédicos ya había desaparecido.

    —Hazle un análisis de sangre, por amor de Dios —siseó Anouma al otro paramédico. Él asintió, empujó una unidad de prueba portátil junto al brazo de la mujer y se apartó cuando el Dr. Bastien entró empujándole para sentir las heridas del pecho.

    —Disminución de la función pulmonar del lado izquierdo —le dijo el Dr. Bastien a Anouma, entornando los ojos mientras escuchaba y miraba.

    La sangre burbujeaba y salía de los cortes. Los ojos de la mujer se abrieron de repente y la conmoción de lo que le estaba sucediendo la hizo convulsionarse violentamente. Se levantó bruscamente, tratando de escapar, jadeó y tosió, escupiendo sangre sobre sí misma y sobre los médicos.

    —Presión arterial baja —gritó Anouma mirando el monitor que ella misma había conectado.

    El doctor Bastien tomó un bisturí de una bandeja y empezó a trabajar en la más grave de las heridas. Anouma agarró el tubo de succión y estaba a punto de entregárselo cuando notó que el tubo ya estaba ensangrentado. Ella lo arrojó al suelo.

    —Succión contaminada —gruñó ella—. Buscaré otro.

    —Estoy perdiendo el pulso —dijo Bastien mientras los monitores gemían—. Olvida la succión. ¡Hay que detener la hemorragia!

    Anouma asintió, le pasó un nuevo paquete de escalpelos y gasas y giró para tomar un paquete de pinzas. El carrito con los suministros estaba demasiado lejos... lo alcanzó, pero los monitores emitieron un fuerte gemido, advirtiendo que el paciente estaba entrando colapso.

    —¡Veinte ces de Entophin! —exclamó Bastien, iniciando las compresiones.

    Anouma tomó un vial del carrito, introdujo una jeringa en el dispensador de agujas y extrajo el suero. Apuntó a una abultada vena en el brazo de la paciente. La mujer volvió a convulsionar y la mano de Anouma recibió un golpe tan repentino que la aguja no dio en el blanco y resbaló por la parte posterior de su guante derecho, rasgando el látex y pinchando la piel. El paramédico jadeó, pero Anouma no se inmutó, lo intentó de nuevo y dispensó la medicina. El ritmo cardíaco de la mujer comenzó a aumentar de nuevo y el monitor se calmó, pero la sangre seguía manando de las heridas.

    —Necesito succión —exclamó Bastien, ya cortando y sondeando sin la ayuda de las pinzas que se le habían escapado a Anouma.

    Ella se quitó los guantes, abrió un cajón con la punta de los dedos, sacó un cabezal de succión empaquetado y cambió el viejo. Se lo entregó a Bastien, quien lo tomó sin mirar. El dorso de la mano le sangraba levemente, pero ella lo ignoró, se puso un par de guantes nuevos y se reincorporó a la crisis. El paramédico la miraba con ansiedad.

    —Necesitarás un empacador —dijo ella revisando las estadísticas.

    Ella empezó a regresar al armario, pero Bastien le tomó la mano, dejando que la succión remitiera, y se la giró para poder ver la sangre debajo del guante.

    —¿Cuaándo pasó ésto? —dijo Bastien gravemente.

    —Ahora mismo —ofreció ella, tratando de alejarse.

    —Fanta —dijo él, sujetándola con firmeza—. ¿Cuándo?

    Ella lo miró a los ojos, fríos e implacables. —Sí, entré en contacto —admitió ella.

    Bastien presionó hacia abajo la herida en la que estaba trabajando para detener la hemorragia y agitó una mano ensangrentada hacia el paramédico. —¡Dame los resultados de la prueba! —gritó. El paramédico se sobresaltó, se levantó de un salto y casi le lanzó el dispositivo hacia Bastien, quien lo atrapó con destreza y repasó rápidamente las pantallas.

    —TB-G 14 —suspiró, arrojó el dispositivo a un lado de la cama, luego miró a Anouma—. Ve a limpiarte eso y mantente alejada de la paciente, Fanta.

    Anouma negó con la cabeza, agarró la succión y empezó a retroceder. Bastien la agarró por la muñeca y se la apretó. —Dra. Anouma, salga de la habitación.

    —Me necesitas.

    —¡Encuentra al doctor Laroche! —le ladró Bastien al paramédico—. ¡Ahora!

    Anouma intentó liberarse, pero no era tan fuerte como el anciano de ojos fríos y amenazadores.

    —Es un rasguño pequeñito —intentó ella—. Me necesitas ahora.

    —¡El TB-G 14 podría matarte! —bramó él—. No tienes los anticuerpos. Otro ocupará tu lugar. Ésto es definitivo. ¡Ahora atrás para poder salvar a esta paciente!

    La ferocidad de aquello la hizo estremecerse y, de mala gana, dio un paso atrás, sujetándose la mano con cautela, observándolo trabajar solo.

    —El TB-G no es como la tuberculosis —dijo ella en voz baja—. Prácticamente no corro ningún peligro de contraerlo de ella.

    —“Prácticamente” no es “absolutamente”, Fanta. Hay un abismo muy grande entre ambos. Uno por el que he perdido a muchos colegas.

    Ella no quería irse, dudó, pero vio que él no escucharía más objeciones. Asintió levemente. Dio media vuelta. —Iré a limpiarme ésto. Y… a encuentrar al doctor Laroche.

    Él no respondió, simplemente siguió trabajando.

    Entró en estampida en la habitación lateral y se echó el agua con más fuerza de la necesaria. Comenzó a frotarse las manos con desinfectante, con los dientes apretados y los ojos sin mirar lo que estaba haciendo. Oyó de nuevo el sonido de los monitores codificando y, aunque el Dr. Laroche pasó corriendo junto a ella mientras estaba allí, por los sonidos, los gritos y el pánico en el aire supo que era demasiado tarde.

    Se agarró al borde del fregadero, con la cabeza gacha y se negó a llorar.

Capítulo 21

    Fuera de Praga, República Checa

    28 de noviembre

    Eran cerca de las once cuando el Sanador escapó de los límites del casco viejo de la ciudad. Detrás de él, Praga era un tenue resplandor, manchas de luces que provenían de chimeneas y no de electricidad, puntos oscuros donde la civilización se había retirado. Como una ciudad medieval de nuevo.

    Pasó junto a un hombre que intentaba recoger agua de una fuente pública con un balde. Lo único que salía eran oscuras aguas residuales. El hombre la recogía de todos modos. Cerca, una alcantarilla burbujeaba, empujada por la espuma y la tierra mientras la vieja infraestructura subterránea se desmoronaba. Un par de cadáveres yacían en una zanja, descomponiéndose en el aire gélido. Estaban sumergidos por la fuga de aguas sépticas y permanecerían congelados hasta la primavera. Faltaba mucho tiempo. Un vehículo blindado, conducido por dos hombres con trajes protectores, avanzaba con gran estrépito por la carretera rural. En el lateral del camión había una foto de una mujer joven sonriendo con un vaso de cristal en la mano bajo el llamativo logotipo de su empresa, burlándose el mundo gris y decrépito por el que pasaba.

    El orgulloso estadio de fútbol, que antaño había sido un lugar grande y majestuoso, se había convertido en un área de clasificación de muertos. Un gran letrero a lo largo de la carretera había anunciado un partido de la Eurocopa allí años antes, con jugadores más grandes que sus sosias reales, ahora descoloridos y azules. Ya no había partidos allí, sólo enormes hornos que enrojecían el cielo con el calor.

    Grandes camiones cubiertos de nieve y barro pasaban en turnos interminables, dejando su sombría carga. Las bolsas para cadáveres codificadas por colores eran depositadas en montones en las entradas, y los trabajadores se movían con incómoda velocidad para llevarlas a los incineradores mientras el frío se iba instalando. En el centro del estadio, cuatro columnas de humo llegaban hasta el cielo y se desvanecían entre las nubes. La ceniza cubría la nieve del suelo. Al otro lado de la calle, en una cancha de fútbol, ​​se había reunido un grupo grande, todos vestidos de negro, observando los incendios del estadio. Algunos rezaban, otros lloraban y el resto simplemente miraban con incertidumbre e incredulidad. El Sanador vio a uno toser al aire libre, sin máscarillas a la vista. Desvió la mirada con disgusto. Encontró una pequeña parcela de tierra sin uso en las afueras de la ciudad, cerca de un arroyo, e instaló su tienda. Yació allí en la oscuridad, con la máscara presionándole la piel y el frío filtrándose a través de su armadura. Oía el sonido de su respiración.

    La radio chirrió. —Hogar a Verde Cuatro —llegó la voz familiar.

    Él se sentó, levantó la antena y miró al cielo. —Al habla Verde Cuatro. Adelante.

    —Está fuera de los límites de la ciudad de Praga —dijo Hogar—. Por favor, avise sobre el horario.

    Abrió la puerta de su tienda y miró el cielo, negro como boca de lobo. —Tengo una pista creíble. Investigaré mañana.

    Estática.

    —Entendido, Verde Cuatro. Sin embargo —la voz se apagó, vacilante—, es posible que su agenda no le permita retrasos.

    El Sanador miró al suelo, dejó que la tienda se cerrara nuevamente. —Aproximarse a un objetivo en la oscuridad tiene el riesgo de enfrentamientos violentos innecesarios —dijo él carente de emoción—. Es mejor hacer contacto por la mañana, según mi experiencia.

    —Esas tácticas no son prácticas estándar —fue la respuesta, y estaba destinada a ser la última palabra.

    —Las prácticas estándar —dijo fríamente el Sanador— no reflejan la realidad de la misión.

    Hubo un largo silencio. El viento sopló sobre la tienda y ésta se inclinó ligeramente, ondeando.

    —Verde Cuatro, se toma nota de su experiencia. Es el último de la primera oleada. Ha habido comentarios sobre relevarlo y darle la bienvenida de héroe que se merece, pero usted, por encima de todos los demás, ha sido capaz de traernos resultados satisfactorios.

    El Sanador puso la cabeza entre las manos, no dijo nada.

    —No obstante, su ritmo de progreso se ha ralentizado en los últimos meses. Estamos reevaluando nuestra decisión anterior.

    Estática de nuevo. El Sanador no se movió. El viento volvió a soplar, las ramitas golpeaban la tienda y desaparecían volando. —¿Cuánto tiempo tengo? —preguntó el Sanador.

    Estática.

    —Debe salir de Praga dentro de cuarenta y ocho horas. De una manera o de otra.

    El Sanador no dijo nada durante un rato.

    —Buena suerte, Verde Cuatro. Seguiremos su progreso cuidadosamente.

    Bajó la antena una vez más y se quedó sentado en la oscuridad, inmóvil.

***

    En su sueño, sintió el calor de un día de verano en los campos de Tacheng. La hierba le rozaba las palmas mientras él corría hacia el penetrante cielo azul, persiguiendo a su hermano, y sintió una ligereza en el pecho de una manera que había olvidado hacía mucho tiempo. Y luego el calor aumentó y se hizo más rojo hasta que fue un súbito fuego que azotó su rostro, y él notó que llevaba su máscara y oyó el sonido de su voz (aunque él no estaba hablando) en su lengua nativa llamando a la retaguardia para mantener la línea. Mantenga la línea.

    Y vio los ojos de una muchacha de las provincias orientales, ni enojados ni tristes, simplemente desconcertados mientras el humo la asfixiaba y su cabello negro ardía con mucha intensidad. No la oyó gritar, no esta vez, pero estaba tan abrumado por su propia voz dando órdenes que se despertó sobresaltado, jadeando, con su traje chirriando en sus oídos, advirtiéndole de que mantuviera la calma, que se sosegara, que permaneciera sobre el objetivo.

***

    Carey estaba sentado en una silla de malla metálica debajo del logotipo gigante de Farmacéutica Zemus. Un brillo azul brillaba detrás de sus impecables letras plateadas. Él hojeaba la revista una vez más, sin detenerse en los artículos ni en las fotografías; simplemente haciendo los movimientos, con los ojos puestos en el reloj sobre el escritorio de la recepcionista. Dejó la revista a un lado, se arregló los pantalones y se levantó. Una vez que estuvo de pie, la recepcionista le dirigió una mirada malvada con un palito de zanahoria colgando de su boca, pellizcado entre sus dedos bien cuidados.

    Carey se apoyó en el borde de su escritorio y sonrió lo mejor que pudo. —Supongo que no tiene más información sobre el Sr. Daniels, ¿verdad? —preguntó él.

    La recepcionista masticó la zanahoria. —El señor Daniels no se encuentra en la oficina en este momento —respondió ella—. Si desea dejar un mensaje, puedo asegurarme de que lo llame en cuanto llegue.

    Carey suspiró y jugó con un juego de tarjetas de presentación en el mostrador, que rápidamente le fueron quitadas. —En realidad, eso lo hice ayer. Todo el día, de hecho, y él no llamó.

    —El señor Daniels es un hombre muy ocupado.

    —Y yo aprecio eso, pero estoy aquí por asuntos del gobierno.

    Ella puso los ojos en blanco, partió otro trozo de zanahoria y masticó ruidosamente. —Todos los que llaman al señor Daniels son por asuntos del gobierno —suspiró ella—. Pero si quiere dejar otro mensaje, puedo asegurarme...

    —Está bien, escucha, ya no te creo. Él está en su oficina ahora mismo, ¿no? No puedo creer que el vicepresidente de una importante compañía farmacéutica no esté en la oficina a las diez y media de un martes. Es simplemente increíble.

    Ella no dijo nada, pero dejó claro que era porque él la aburría.

    —¡Exijo que me lleven inmediatamente a ver al señor Daniels! —dijo Carey, alzando la voz.

    Esto llamó la atención de la mujer. Ella le frunció el ceño y agitó una zanahoria amenazadora. —El señor Daniels llegó hace media hora —dijo ella.

    —¿Y me lo dices ahora?

    —Ha ido directamente a una reunión de la junta directiva. Cosas que duran todo el día. Puede volver mañana o dejar un mensaje, y me aseguraré de que le llame en cuanto pueda.

    Carey apoyó la frente en el mostrador, gimió y luego comenzó a reír en voz baja. Apoyó la cabeza en una mano y dejó escapar un fuerte gemido, para disgusto de la recepcionista. —Señorita, esta no es la situación en la que me gustaría estar.

    —No, señor —dijo ella alejándose poco a poco de él.

    —Mi jefe, que es el Director de la Oficina de Contención, fíjese usted, es muy estricto con este tipo de cosas. Tiene reglas. Sigue las reglas. Es cuadriculado, si sabe a lo que me refiero.

    Por la forma en que disminuyó la velocidad de su masticación, quedó claro que no era así.

    —Bueno, mi jefe me dijo muy claramente: si te dan largas, de cualquier tipo, quiero que declares un D-22 ahí mismo, en el acto.

    La recepcionista parpadeó dos veces, negándose a revelar confusión.

    —Y yo le dije: señor, creo que eso es contraproducente. Un D-22 sería… sería… totalmente desproporcionado con el crimen, honestamente. Y yo creo...

    —Está bien, voy a picar. ¿Qué es un D-22?

    Carey volvió a la vida como un resorte. Sacó una pequeña computadora de mano de su bolsillo, pulsó algunas pantallas y la giró para mostrársela brevemente.

    —Estrictamente hablando, un D-22 es cuando digo que nuestros escáneres han detectado una sustancia extraña en el aire y todos ustedes tienen que estar en cuarentena hasta nuevo aviso.

    Ella dejó de masticar por completo.

    —Mire, ésto es completamente poco ético en estas circunstancias, porque, en primer lugar, no tengo un escáner siempre encima. Y tardan, hablo literalmente, una hora en procesar el aire para obtener una muestra. Por tanto, la sugerencia de que podría decir con certeza que todos ustedes están infectados con algo como, digamos, el Kiev-7 es bastante... absurda.

    La recepcionista tragó lentamente.

    —Y al final, eso no nos acerca a lo que sea que perseguimos en primer lugar. Claro, cerrarían todo el edificio, desnudarían a todos los trabajadores y los rociarían con seis sesiones de desinfectante. Y los clasificarían por función y rango, luego de vestirlos con monos gubernamentales estándar (Dios mío, hacen eso de verdad, déjeme decirle) y enviarlos a Brighton para su cuarentena.

    —¿B-B-B-Brighton?

    —Oh, seguro, durante al menos veintiséis semanas. Para ese tiempo ya se habrían dado cuenta de que mi lectura original probablemente era incorrecta, reemplazarían mi escáner, se encogerían de hombros y dirían: ¡Oh, bueno! ¡Más suerte la próxima vez!

    La recepcionista sonrió débilmente.

    —Pero, como le dije a mi jefe, en realidad eso no me ayudará a sentarme con el señor Daniels.

    —El señor Daniels no viene a la oficina desde hace semanas —espetó la chica, palideciendo horriblemente—. Nadie lo ha visto desde hace ese tiempo. El presidente está nervioso, todo el mundo lo busca. ¡Honestamente, de verdad, yo no sé dónde está!

    Carey se inclinó sobre el mostrador, cerca de la recepcionista, y la miró entornando los ojos.

    —¿Está usted segura de eso? ¿Ni la más mínima idea?

    Ella lanzó miradas nerviosas a izquierda y derecha. Se inclinó más hacia él. —Bueno… él ha estado accediendo a la computadora central a través de una conexión segura —le susurró ella.

    —¿Sabes desde dónde?

    —Nunca está claro, pero una vez vi que su dirección se resolvía hacia algo relacionado con “Praha”.

    Carey frunció el ceño.

    —¿Praga?

    —Eso es lo que pensé yo también., pero no puedo estar segura.

    Carey asintió, se apartó del escritorio y volvió a comprobar su computadora de mano. —Bueno —dijo en voz alta, jovialmente—, no hay lecturas aquí. Debe de estar limpio. ¡Gracias!

    Se giró para irse, pulsó el botón del ascensor y su teléfono vibró en su bolsillo. Lo sacó, lo abrió y fue recibido con el sonido del Director aclarándose la garganta.

    —Dios mío, Carey, ha pasado todo un día completo. Me dijiste que te encargaste de las cosas.

    Carey sonrió falsamente y asintió con la cabeza a la recepcionista, que lo miraba con cautela. —Tardó más de lo esperado, señor. Tuve un poco de interferencia, pero saqué la vieja carta del D-22 y todo salió bien.

    —¿La qué? Escucha, Carey, no hay tiempo para charlatanerías. ¿Le has dado el mensaje o no?

    Carey asintió a la recepcionista, entró en el ascensor vacío y las puertas se cerraron. Su compostura se derritió al instante. —No, señor. No está aquí.

    —Pues ve a su casa, maldita sea. ¡Muestra algo de iniciativa!

    —No es eso, señor. No está en el país. Tengo motivos para sospechar que en estos momentos se encuentra en la República Checa. Aunque me gustaría que nuestros muchachos estuvieran aquí para verificar los registros del servidor, para estar seguros.

    —No hay tiempo para eso, ni política al respecto. Escucha, Carey si alguien, excepto tú o yo, cree que está fuera del país, habrá un infierno que pagar. Un infierno absoluto.

    —Sí, señor.

    —Necesito que te subas a un avión, llegues a cualquier agujero de mierda en el que esté escondido y lo traigas de regreso.

    —S-s-señor, estamos hablando de una zona negra… hay… hay protocolos sobre cuarentena y demás, y no estoy seguro de...

    El Director se aclaró la garganta. —Tú ya has hecho eésto antes, ¿no, Will?

    Carey apoyó la cabeza contra la pared del ascensor y cerró los ojos. —Em, uh, sí,señor, pero yo… bueno, sí. Sí, lo he hecho.

    —Bien. Requisaré el avión. Vuelve aquí lo más rápido que puedas.

    Carey sacudió la cabeza lentamente, como si intentara poner en primer plano una buena excusa. Con la mano presionada contra su frente, gimió su respuesta. —Señor... señor... si... si lo encuentro, sólo hay dos maneras en que esto puede terminar. La prisión o… o...

    El Director lo interrumpió. —O el exilio —dijo con voz casi enojada, pero inquietantemente tranquila.

Capítulo 22

    Hospital Motol, Praga, República Checa

    28 de noviembre

    En la opresiva oscuridad de la noche, la nieve todavía brillaba de manera imposible mientras flotaba hacia la calle junto al hospital. Anouma se apoyó contra la pared, con la máscarilla colgando alrededor del cuello, respirando el aire limpio y frío. El rasguño en el dorso de su mano estaba envuelto en una gruesa venda destinada a purgar heridas. Lo frotó distraídamente, el color melocotón destacaba en su piel morena.

    Una mujer empujaba un cochecito de bebé por la calle lateral, las ruedas se enganchaban y giraban en la cada vez más espesa nieve. No había ningún bebé dentro: el carrito traqueteaba y resonaba mientras los restos de comida y chatarra se agitaban por el terreno irregular. Anouma oyó detrás de ella el crujido de la nieve bajo los pies, no se giró y esperó a que el doctor Bastien se detuviera a su lado, a contemplar el invierno.

    —No quise ser duro —dijo él—. Espero que lo entiendas.

    Ella asintió y lo miró. —Ojalá hubiera podido ayudar más.

    —Sí —dijo él con ojos fatigados, ​​encontrándose con los de ella—. Creo que todos queremos poder hacer más. Ojalá te hubieran vacunado antes de subirte a ese avión. Es injusto dejarte con esa desventaja. Has sido muy valiente al venir aquí.

    Anouma se encogió de hombros y observó a la mujer del carrito. —Es lo que ellos hubieran hecho por nosotros —dijo ella.

    Bastien resopló, ella sintió que él la miraba. —La mayoría no —dijo enojado—. Y que pienses eso es lo que te convierte en una buena médica, supongo.

    —La gente no es tan insensible como crees, Bastien —dijo ella encontrando su mirada nuevamente.

    —Insensible no, no —dijo él—. Miope. Peligrosamente miope.

    —No puedo olvidar lo que hicieron por mi pueblo —dijo ella.

    —Y no deberías. Esos médicos, los científicos y sus empresas salvaron al mundo. Hace tiempo, sí, pero no puedes olvidar lo que no hicieron.

    Anouma asintió levemente. —No es culpa de ellos. Tienen una cantidad limitada de recursos que utilizar.

    Bastien tosió ruidosamente, indicando que ella guardara silencio. —No te creas sus memtiras de tan buena gana —refunfuñó él—. Te avergüenzas a ti misma.

    —Salvaron a mi país cuando estábamos al borde de la extinción. Puede que sean sólo humanos, pero son buenas personas.

    —Confundes tu historia —dijo él simplemente.

    Anouma le puso una mano en el hombro y él hizo una mueca, negándose a devolver la mirada. Las cicatrices en el rostro del doctor y alrededor de su cuello eran signos de batallas que él había librado contra enfermedades que habrían aplastado a cualquier otra persona. Él ya no se dejaba doblegar fácilmente por nada.

    —Lo que pasó en Rusia no es culpa tuya —aventuró ella—. Las probabilidades estaban en tu contra. Contra todos vosotros. Y hiciste lo mejor que pudiste. ¡Pero aquí es diferente! Esta no es la misma situación. No puedes seguir cargando con las cadenas que te impusieron en aquel entonces.

    Él la miró de repente, entornando los ojos. —Las cadenas no han desaparecido —gruñó—. Tirarán de ellas cuando se sientan amenazados.

    Anouma intentó objetar, pero él la interrumpió.

    —La única diferencia entre entonces y ahora —dijo él con amargura—. es que han mejorado en envolver la verdad con peligrosas esperanzas.

    —La esperanza no es peligrosa. La esperanza es cómo sobrevivimos.

    —La esperanza es cómo crees que sobrevivirías, pero no lo harás. —Parecía perdido en un recuerdo doloroso, la miró entornando los ojos—. La esperanza no ayuda en nada. Y en la dolorosa mayoría de los casos, tampoco puedes tú. A veces casi parece mejor hacerlo como lo hacen los Sanadores. Purgarlo todo y comenzar de nuevo. La batalla aquí es… simplemente nunca termina.

    El viento sopló, moviéndo la máscara que Anouma tenía alrededor del cuello. Ella se apartó un poco de cabello de la cara. Ambos quedaron allí en silencio, en el frío mientras caía la nieve.

    —¿Cómo está Adjobi? —preguntó Bastien tras un rato, su tono volvía a ser normal, el de su yo cansado de la batalla.

    —Él es valiente. Su recuento de leucocitos es muy bajo, pero no ha empeorado.

    —Eso está bien —fue la respuesta, vacía.

    —¿Qué ocurre? —preguntó ella.

    Él evitó la mirada de ella. —Llegaron noticias de París —dijo él—. Dicen que todavía no hay suficiente demanda para producir otra ronda de vacunas.

    El rostro de Anouma se quedó en blanco, ella aun pudo sentirlo.

    —¿Dijeron cuándo...?

    Él negó con la cabeza, siniestramente. —Doce meses.

    Ella asintió solemnemente.

    —En el mejor de los casos —añadió él, luego sacudió la cabeza—. Y no estoy seguro de poder mantener a raya al director sanitario hasta el final de la semana, y mucho menos un año. Está exigiendo que todas las muestras de sangre se entreguen mañana para poder comenzar a emitir órdenes de deportación el uno de diciembre.

    Anouma no dijo nada.

    —Te cubriré lo mejor que pueda, Fanta, pero no puedo esconderte para siempre. Demasiadas personas saben de dónde sois Adjobi y tú, y harán la conexión.

    —Ojalá hubieran guardado un poco de la vacuna. Sólo dos dosis y estaríamos bien...

    —Fanta —dijo Bastien con gravedad—. Casi dos millones de africanos murieron de SIDA sólo durante el año pasado. Dos dosis no llegan para cubrir eso. Esto es una epidemia de enfermedades mortales sin tratamiento y acabo harto cada vez que hablo con Ginebra.

    Anouma inclinó la cabeza y miró la nieve en silencio.

    —No es lo que hacen —dijo él rotundamente—. es lo que ignoran. Y te castigarán a ti por sus faltas, créeme. Esas son las orgullosas cadenas que usarán para colgarnos a todos.

PARTE 3

29 de Noviembre

Capítulo 23

    Fuera de Praga, República Checa

    26 de noviembre

    En su mochila estaban los instrumentos necesarios para una incursión sostenible dentro de tierra extranjera, todos cuidadosamente envueltos y colocados en resistentes capas de tela a prueba de balas (nunca lo bastante accesible y la mayoría de ella raramente tocada). La bolsa pesaba tanto como una segunda persona sobre la espalda y, a pesar de los rieles de metal construidos para aliviar la tensión en su columna, el Sanador había desarrollado un formidable conjunto de músculos a lo largo de los hombros y el torso a causa de ello.

    Antes de que saliera el sol esa mañana, él había estado ocupado en la oscuridad de la tienda, clasificando y recolocando cuidadosamente las cosas que necesitaba para partir. La capa exterior de la mochila era la más fácil de alcanzar, pero siempre contenía principalmente blindaje y vendas, nunca nada frágil o importante. El Sanador se quitó la capa superior de los guantes y usó la capa de látex para agarrar un par de lengüetas de elevación de la mochila, lentamente y con paciencia movió toda la plataforma hacia un espacio despejado en el suelo de la tienda. En la siguiente capa había un dispositivo de plástico rojo destinado a análisis de sangre. Lo sacó de su soporte y lo conectó a un cable de batería que asomaba por el centro de su mochila. Lo dejó en el suelo y la barra indicadora de batería se animó lentamente hacia arriba. Otro dispositivo, éste gris y mitad metálico, estaba conectado a un enchufe a lo largo de su bíceps izquierdo, y su traje se contraía ligeramente a lo largo de su brazo como un torniquete mecánico. Un débil pitido cerca de su oído anunció el final de la prueba, y su traje alivió la presión gradualmente, volvió a recuperar la sensación en su mano tensa. Recolocó el dispositivo en el paquete, exactamente como estaba, y descartó la lectura de resultados en una pantallita debajo, no se detuvo a leer. La radio yacía en silencio en el suelo, a su lado, eso era todo lo que necesitaba saber.

    El dispositivo de análisis de sangre terminó de cargarse y una tenue luz azul cobró vida en su cabeza. El Sanador volvió a meter la mano en el guante exterior y se desabrochó una pieza de armadura del antebrazo izquierdo. Lo dobló hacia atrás y se abrió un portal en el traje, rodeado con goma blanca limpia y de color amarillo brillante debajo. Se quitó el guante, colocó con cuidado el dedo índice y el pulgar en dos depresiones a lo largo del borde amarillo, los giró dos veces en el sentido antihorario y empujó hacia abajo. Se abrió con un clic y juntó los dedos para retirarlo, colocándolo junto al dispositivo de análisis de sangre en su mochila. Un spray desinfectante lo roció inmediatamente al contacto. El dispositivo gris se conectó perfectamente con el nuevo enchufe que había dejado al aire y él lo giró en el sentido horario un cuarto de vuelta hasta oír que quedaba trabado. Pulsó el botón azul en la cabecera y un suave pitido sonó en sus oídos; sintió un tirón y un silbido cuando el dispositivo succionó el aire de la conexión, creando un minivacío. Una pantallita LCD mostró que el sellado al vacío estaba confirmado y un segundo pitido precedió a una pulverización de treinta segundos de fuerte desinfectante. Su piel permanecía cuidadosamente aislada de esta rutina, cubierta por otras dos capas de protección.

    Tras un momento de calibración, el dispositivo se conectó a su vía intravenosa estática y bombeó cinco mililitros de sangre en un pequeño vial, cerró la conexión y comenzó a procesar. Él lo destrabó, recolocó todas las capas en una cuidadosa repetición de su rutina anterior y miró la pantallita del dispositivo. No había advertencias. Comprobó su segunda mochila, la más pequeña, donde llevaba su comida y herramientas, y vio el borde de un paquete de galletas haciéndole señas. Apartó la vista inmediatamente y volvió a concentrarse en la tarea que tenía entre manos. El sol estaba saliendo.

***

    Pasó una hora antes de que el Sanador regresara a la carretera principal hacia el norte, hacia Praga, con un ritmo metódico, pero más rápido de lo habitual.

    El barrio que él estaba recorriendo lo formaban edificios bajos con mantas colgadas de ventanas abiertas. A primera hora de la mañana él oía los sonidos de niños despertando a sus padres, el ruido casi silencioso de platos, bostezos a lo lejos en el aire frío y enrarecido. Un anciano en bata fumaba un cigarro de pie en el escalón de la entrada, con los ojos fijos en el Sanador y las manos congeladas.

    El Sanador volvió a comprobar el letrero de la calle: Michalská. Éste era el lugar, pero aún no estaba en la casa correcta. Dejó de mirar al anciano y miró calle abajo. Una fina capa de nieve yacía en el suelo, y caía más. Él continuó su marcha y más tarde retrocedió unos pasos. El anciano tenía los ojos entornados, giraba la cabeza, pero su cuerpo permanecía inmóvil. Su mirada decía: No eres bienvenido aqui.

    El número 21 era un complejo de apartamentos de dos plantas, con una pequeña chimenea a la derecha que expulsaba humo bajo una perezosa llovizna. La puerta principal tenía una gran ventana ovalada, aunque el cristal estaba muy agrietado y el brillante tirador de metal estaba abollado y deformado hacia dentro. No había luces dentro del vestíbulo. Un cambio de luz a su izquierda llamó su atención y el Sanador giró ligeramente la cabeza para ver. Tres hombres, al parecer recién levantados de la cama, lo observaban desde la distancia. De pronto la calle quedó en silencio. Los niños se callaron. Volvió a enderezar la cabeza para demostrar que los ignoraría a todos, antes de oír atentamente el sonido de pies en la nieve. Hubo silencio por un minuto. Ningún sonido, ningún movimiento, ningún indicio de intención. El Sanador subió con cuidado los escalones de la puerta principal, rodeó el pomo con los dedos y abrió la puerta.

    Aún silencio.

    Entró, con su calzado áspero y lleno de gravilla rechinando en el sucio suelo de madera, un ruido penetrante. La puerta se cerró lentamente detrás, pero él no giró la cabeza para mirar afuera, donde lo estaban observando boquiabiertos. La puerta al final del pasillo estaba bien cerrada, pero en la oscuridad podía ver claramente el indicio de sombras justo debajo de ésta. La mirilla parpadeó. Movimientos nerviosos. Él se detuvo a la izquierda de la puerta, de espaldas a la pared, y escuchó.

    Afuera, rostros al pie de las escaleras, mirándolo a través de los cristales rotos. Sin hacen ruidos.

    El Sanador extendió una mano, miró los rostros tensos afuera y llamó a la puerta tres veces. Los rostros en la puerta de fuera se acercaron más, desesperados por ver qué iba a pasar. Después de un breve período de silencio, él llamó de nuevo tres veces. Oyó un quedo ruido procedente del interior y el crujido de una tabla del suelo. ¡Escapada! Rápidamente desenvainó su machete, clavó la hoja en el pomo de la puerta y aporreó el mango hasta que la esfera de latón cayó el suelo con un golpe. Se oyó un grito desde el interior cuando la hoja del machete llegó hasta el mecanismo de bloqueo. La puerta se abrió. El Sanador empujó, pero una cadena en la parte superior lo detuvo. Miró hacia la puerta principal, los rostros, ahora pegados al cristal, mostraban expresiones tensas, enojadas, vengativas. Él abrió la puerta de una patada e irrumpió en la casa. Fue directamente a la sala de estar, una única alfombra cubría el maltratado suelo de roble. A la derecha, una sucia cocina con la puerta del frigorífico entornada, una luz débil iluminando los armarios; nadie. Dio media vuelta y vio, en un rincón, a una mujer y a un niño acurrucados en un rincón detrás de una silla. La mujer no hacía contacto visual, pero el niño miraba al Sanador con los ojos muy abiertos. Sin miedo, sólo con asombro.

    El Sanador se acercó con cuidado y se arrodilló frente a la mujer, pero no habló. La boca del niño estaba cubierta de costras. La piel se había vuelto amarillenta y el chico estaba más delgado de lo que debería, incluso estando desnutrido. El Sanador extendió una mano con cuidado, le apartó de la frente el largo cabello al niño y vio la viruela allí. La mujer se dio cuenta, acercó al niño, lo apretó más y empezó a gimotear. Detrás de él, un crujido, el suelo delatando al grupo de rescate. El Sanador se puso en pie rápidamente y extendió una mano hacia ellos a modo de advertencia. Eran cinco, todos hombres grandes, todos aturdidos, pero intensamente despiertos. Los miró fijamente, uno por uno, y luego negó con la cabeza.

    Los hombres comenzaron a dispersarse para intentar rodearlo. Sus posturas eran valientes, pero inexpertas, los impulsaba un sentido de nobleza, de protección a los suyos. El que estaba más cerca a su izquierda extendió los brazos con los puños preparados e hizo contacto visual rápido con los demás. El Sanador bajó la mano y mantuvo las palmas hacia afuera, pasivo. Todos los hombres se movieron, nerviosos. El Sanador, con las manos extendidas y visibles, se inclinó lentamente ante ellos, pero mientras oyó el silbido desde la izquierda y atrapó la pierna de un hombre antes de que ésta le golpeara en la cara.

    Con un giro rápido, el hombre cayó al suelo. Aterrizó de espaldas y el Sanador se apartó la pierna, se enderezó y bloqueó un feroz puñetazo de otro atacante. Agarró la muñeca, golpeó el codo para incapacitarlo y luego golpeó con la rodilla el costado derecho del hombre, derribándolo y apartándolo. Se volvió ahora hacia los últimos tres atacantes, cada uno retrocedía, extrañamente expuestos con los números a su favor. El Sanador extendió una mano de nuevo y negó con la cabeza, pero el niño ahora estaba llorando y eso añadió fuego a la causa. Los dos hombres caídos se alzaron entre gemidos. Él les lanzó una mirada y volvió a negar con la cabeza.

    El hombre del medio susurró algo para sí, y los otros dos reaccionaron y se calmaron. El Sanador no entendió el idioma, pero captó el significado por las pausas hechas en el último segundo…

    ¡Un, dos, tres!

    Cargaron todos contra él, un grito primitivo llenó la habitación, pero él era demasiado rápido. Golpeó la cabeza del hombre del medio contra la del atacante de la derecha y luego golpeó la cara del izquierdo con un fuerte codazo, haciéndolos girar y retroceder, aunque ninguno cayó al suelo. El Sanador dio una patada al primero en la parte baja de la espalda con tanta fuerza que el pobre desgraciado perdió el equilibrio y aterrizó con la cabeza estrellándose contra la madera. El que tenía la cara ensangrentada estaba aturdido, incapaz de luchar, pero queriendo valientemente más. El Sanador lo golpeó en el estómago tan fuerte como pudo, quitándole todo aliento, y el hombre se desplomó en el suelo, probablemente contento de tener una excusa para hacer una pausa. El último hombre estaba ileso, pero el Sanador desechó la fácil patada en la cabeza y optó por agarrarlo por el cuello, lo levantó del suelo y lo inmovilizó contra la pared, mientras los músculos del brazo del hombre se contraían como locos bajo la tensión.

    El Sanador volvió a negar con la cabeza y los ojos del hombre cominicaron comprensión por fin. El hombre farfulló algo entre jadeos y el Sanador reconoció un fragmento de alemán. Apenas entendió lo dicho, pero había suficiente para seguir el mensaje. Soltó al hombre, lo dejó caer al suelo como un fardo. El Sanador se arrodilló ante él con la mano en el machete, advirtiéndole.

    —Este chico está enfermo —dijo el Sanador, sólo capaz de juntar fragmentos de alemán para defender su caso—. Debo buscar... buscar la sangre de Lewis.

    El hombre alzó la arriba, con los ojos entornados, asustado y con el labio tembloroso. —¿Chico? —preguntó en voz baja y lenta—. Lewis no está aquí.

    El Sanador miró al niño, quien seguía acurrucado en los brazos de su madre con lágrimas en los ojos, y señaló. —¿Lewis no es? —preguntó él.

    La madre hizo contacto visual, temblando, con la cara húmeda, y miró con urgencia al hombre a los pies del Sanador, negó con la cabeza, no habló, pero sacudió la cabeza.

    —Lewis no está aquí —comprendió el Sanador por parte del hombre cansado—. Aquí no... largo.

    La palabra era incorrecta, pero el contexto tenía sentido. Lewis no había estado allí durante algún tiempo. Los hombres detrás de él comenzaron a recuperar sus fuerzas y se pusieron de pie entre articulados crujidos.

    —¿Adónde fue Lewis? —preguntó él con voz llena de rabia.

    El hombre y la mujer intercambiaron miradas, y ella rápidamente miró nerviosa al Sanador, luego volvió a bajar la vista y pareció pensar. Le habló rápidamente en checo al hombre, con voz vacilante, temerosa, desesperada. El hombre parecía solemne y también respiraba entrecortadamente.

    —No lo sabemos —respondió con cautela—. No aquí largo.

    El Sanador asintió y miró por la ventana hacia el horizonte distante más allá de la nieve. Una ciudad enorme, sin pistas. La mujer volvió a hablar y sonó como un reproche. El Sanador la miró y ella se calmó inmediatamente, sus ojos continuaron el conflicto en silencio. El Sanador miró al hombre, que ahora miraba hacia otro lado, tratando de evitar decir algo, antes de alzar la vista.

    —Lewis con —algo nuevo, difícil de entender—. Yo sé donde.

    El sanador repitió esa palabra que se había perdido, pero el hombre parecía perdido. El Sanador la repitió de nuevo, su voz sonaba más enojada de lo que pretendía y el rostro del hombre quedó rígido por el miedo.

    —Lewis con su esposa. Pero no —dijo el hombre.

    —Esposa —repitió el Sanador.

    —No —dijo el hombre.

    El Sanador asintió. —¿Dónde está esa esposa? —preguntó. El hombre parecía avergonzado ahora y miró ansiosamente a sus camaradas.

    —Casa de trabajo de fuegos —dijo el hombre.

    —¿Fuegos?

    —Gran fuego. Con... ¿personas?

    Pausa. Él oyó la respiración de los otros hombres, pero no se movían.

    Entonces comprendió.

    —¿Casa del gran fuego… antiguo hogar de… juegos?

    El hombre lo miró sin comprender.

    —¿Hogar del gran incendio qur también es para juegos? —repitió el Sanador, urgente.

    El hombre asintió despacio. —Juegos no largo —dijo el hombre solemnemente—. No es largo. Fuego ahora. Gran fuego.

    El Sanador asintió y dio un paso atrás. —Sí —fue todo lo que se le ocurrió decir.

    El hombre le tocó la mano antes de que pudiera irse y él volvió a mirar hacia abajo. El hombre tenía los ojos rojos, doloridos, luchando con una culpa que nunca vencería. Después de una pausa y de un suspiro ronco, habló: —Esposa… Marta. Lewis Kwong.

    Kwong. El Sanador se inclinó ante el hombre, quien retrocedió ante el movimiento, se enderezó y dijo un simple gracias. El hombre no respondió. Ninguno de ellos pronunció una palabra hasta que él desapareció de su vista.

Capítulo 24

    Via Rainusso 108, Módena, Italia.

    5 de enero, un año antes

    Rhodri rodó de encima de Eva y se desplomó en la cama, con los brazos sobre la cabeza y respirando con dificultad. Ella se acurrucó alrededor de él, apoyó la cabeza en su pecho y lo besó.

    —No vuelvas al trabajo —murmuró ella abrazándolo fuerte—. Tómate la tarde libre.

    Él le acarició la espalda desnuda con un dedo danzarín y sonrió. —¿Qué hay de ti? ¿No hay nada que vender hoy?

    Ella le puso los ojos en blanco. —Tengo que pintar más para vender más. Y no estoy nada inspirada estos días.

    —¿Qué necesitas para inspirarte? Dímelo y te lo conseguiré.

    Ella se estiró y lo besó, esa barba le rascó la barbilla, y apoyó la cara en su cuello. —No es necesario que me compres. Estoy bien como estoy. Y deberíamos ahorrar, no gastar. ¿Quién sabe cuándo se te acabará la suerte con los trabajos de las páginas web?

    Rhodri se encogió de hombros contemplando al techo. —Estoy seguro de tenerlo todo bajo control.

    —Sí, dices eso a menudo, pero creo recordar que hace unos meses me sentí muy feliz de comerme una manzana. Sé lo rápido que pueden cambiar las cosas.

    Él inclinó la cabeza, la miró directamente a los ojos y habló en voz baja. —Ahora las cosas van a ir bien, Eva. Te lo prometo. Las cosas están bajo control y están mejorando. Por fin soy feliz y voy a hacerte feliz a ti también.

    Ella le sonrió, luego pasó una pierna por encima de él, agazapada entre las sábanas, y le besó la barbilla. —Hazme feliz. Tómate el día libre.

    Él trató de protestar, pero ella bajó el cuerpo suavemente y le quitó la protesta.

    Sólo unos minutos más tarde, la paz fue interrumpida por el fuerte sonido del teléfono, haciendo pedazos el momento. Rhodri volvió un nervioso rostro hacia la mesilla de noche y Eva le agarró la mejilla con manos desesperadas. —Ignóralo —suplicó ella—. Ya llamarán más tarde.

    Él lo hizo y ambos lo hicieron. Un minuto después, esta vez ella no pudo evitar que él tomara el auricular del soporte y se lo acercara a la oreja, mientras con la otra mano le ponía suavemente un dedo en los labios para mantenerla callada. Ella cedió los sonidos, pero no los movimientos. Él mismo reprimió un gemido.

    —Al habla Rhodri —dijo él, vacilante.

    Escuchó mientras Eva seguía haciendo el amor, besándole el cuello y la otra oreja, tan inmersa en el acto que no se daba cuenta de que él empezaba a sentarse en la cama, con el ceño tenso por la preocupación.

    —¿Ahora mismo? —preguntó él—. ¿Tengo tiempo?

    Eva vio su expresión, se contuvo un poco e intentó en vano escuchar el otro extremo de la conversación.

    —Está bien —dijo Rhodri—. Entiendo. Te llamaré cuando lleguemos allí.

    Él colgó el teléfono y lo arrojó a los pies de la cama. Eva, deteniéndose, intentó captar su mirada.

    —¿Cuándo llegamos a dónde? —preguntó ella.

    Él estaba distraído, mirando por de la habitación. —Graz. Austria.

    —¿Austria? ¿Qué hay en Austria?

    —Una gran nueva oportunidad, al parecer —dijo él, saliendo de debajo de ella y poniéndose la ropa.

    Ella se quedó allí sentada, desconcertada, y no hizo ningún movimiento para prepararse. —¿Era Dimitri otra vez? —preguntó ella con frialdad en su voz.

    —Sí. Acaba de enterarse de que en estos momentos hay una gran demanda de diseñadores web en Graz. Dinero que ganar. Ya nos ha conseguido los billetes de tren, pero tenemos que estar en la estación a las seis.

    —¿Y confías en él? ¿Crees que ésto es una buena idea?

    Rhodri le sonrió, pero fue una sonrisa débil. Él se encogió de hombros. —Dimitri siempre me apoya. Si no fuera por él, ahora mismo estaríamos en la calle. Así que, si quiere que vayamos a Austria, creo que deberíamos probar.

    —Y si no nos gusta estar allí. ¿Y si hay un brote? ¿Y si el único apartamento donde quedarse es peor que este?

    —Los trenes circulan en ambos sentidos, Eva. Ahora, vamos, tenemos que prepararnos. Tengo que recoger en la oficina y decirle al propietario que me voy.

    Eva se puso pantalones de pijama y una camiseta y alcanzó a Rhodri cuando él se estaba atando los zapatos. Ella se agachó a su lado, le acarició un lado de la cara con los dedos y él la miró. Ella apoyó su frente en la de él.

    —¿Estás seguro de que necesitamos ésto? Me gusta estar aquí. Pensé que podríamos quedarnos. ¿Sabes?. Como para siempre.

    —Eva, lo siento. A mí también me gusta estar aquí, pero ésto es importante para mí. Ni siquiera consideraría esta idea si no fuera importante. Podemos mejorar las cosas en Austria. Probemos, ¿de acuerdo?

    Eva miró al suelo durante un minuto, con el ceño fruncido. Luego lo miró a los ojos y asintió levemente. —¿Tendrás alguna tarde libre en Graz? —preguntó ella, y él sonrió.

    —Me aseguraré de ello —respondió él.

***

    Más allá de la neblina azul, Eva podía ver formas. Blanco y marrón, gris y negro, se arremolinaban ligeramente, luego comenzaban a solidificarse, se aclaraban. Cerró los ojos un momento y, cuando los volvió a abrir, estaba en el suelo en la nieve, mirando un cajón roto.

    Rodó media vuelta, con el brazo entumecido, y se golpeó la cabeza en la parte inferior del banco. Su visión volvió a inundarse, pero ella luchó y se arrastró hacia la plaza. La nieve se había reducido a un hilo, aunque el cielo estaba despejado, de color azul claro y con sólo unas cuantas nubes. El aire era más frío que antes y ella se apretó la chaqueta en derredor. Estaba sola; Pyotr se había marchado por la noche. Las únicas huellas eran las suyas. En ese momento, un movimiento desde el callejón la hizo correr hacia la pared más cercana. Se apretó contra ésta con fuerza, agarró un trozo de madera rota del suelo y lo mantuvo listo. Oyó el ruido de pies crujiendo en la nieve, y luego, en la entrada…

    —¿Eva? —preguntó Pyotr desde la distancia. Ella dejó caer la madera y corrió hacia él, y él la envolvió en una manta y le frotó la espalda—. ¿Estás bien? ¿Cuándo has despertado?

    —Ahora mismo —jadeó ella, castañeteando los dientes—. ¿Dónde estabas?

    —Tuve que ir a comprobar algo.

    —¿Me dejaste aquí sola? —dijo ella furiosa.

    —Escucha, tirada así en el suelo nadie se acercaría a ti. Estabas más segura aquí que en cualquier otra parte.

    —Eso dirás tú. Podría haber muerto congelada.

    Él asintió solemnemente y la miró a los ojos. —Lo siento, ¿de acuerdo? Sólo quería ver qué podía averiguar.

    —¿Sobre qué? —espetó ella.

    —Sobre tu madre —dijo él mirándose los pies.

    Eva cerró la boca y se mordió el labio. Seguía mareada, pero tenía suficiente ingenio para saber lo que hacer. Rodeó a Pyotr con un brazo y lo abrazó con fuerza. —Lo siento —susurró ella—. Lo siento y gracias.

    Ella lo soltó y él se encogió de hombros, tristemente. —No todo son buenas noticias —dijo él—. Lo único que tengo es una dirección de hace tres semanas. Si se ha mudado desde entonces (y, dado el vecindario, yo lo haría), no tendremos suerte.

    Eva asintió y recuperó su aire decidido. —¿Está muy lejos? —preguntó ella.

    —Lejos no. En realidad, a unos cuantos bloques. Pero… Eva, escucha. Dijiste que esta nueva plaga llega en diciembre, ¿verdad?

    —Eso decía la policía.

    —Eso es dentro de dos días, Eva. No sé si tendremos suficiente tiempo para… quiero decir, si ella de verdad está perdida ahí fuera, no sé si podremos encontrarla antes.

    —Lo sé. Sé lo que quieres decir —dijo Eva—, pero tenemos que intentarlo. Ella es lo único que me queda.

    —Tienes a Rhodri…

    —Ya no —dijo ella, y comenzó a caminar por el callejón sin él.

    —¡Eva! Eva, ¿qué está pasando? ¿Qué os pasó?

    Ella lo ignoró, siguió caminando, meciéndose de un lado a otro por el Tezocet, y él la agarró del brazo y la hizo darse la vuelta.

    —¿Qué pasó con Rhodri, Eva?

    Ella no lo miró a los ojos y respiró entrecortadamente. —No puedo hablar de eso, Pyotr. Lo siento. Lo único que puedo decir es que… que ya no estamos juntos y que hay que dejarlo así.

    Él la miró fijamente, luego asintió solemnemente. —Entiendo. Lo siento. Olvida lo que dije —Ella logró esbozar una débil sonrisa—. Vamos a buscar a tu madre y salgamos de este infierno antes de que acabe el mes, ¿de acuerdo?

***

    A tres bloques de distancia se detuvieron frente a un edificio de poca altura destrozado por el fuego, por los saqueos y el deterioro general. Le faltaban por completo las plantas superiores y Eva podía ver las nubes pálidas y la nieve cayendo a través de las ventanas.

    —Es éste —dijo él.

    —No me parece el tipo de lugar donde viviría mi madre —dijo Eva.

    —Te sorprenderías —dijo él—. Venga, vamos a ver.

    La planta baja del edificio estaba en su mayor parte tapiada, pintada con grafitis y maltratada. Había tanta basura amontonada que parecía un horrible muro de suciedad bloqueando el camino. Pyotr se abrió paso y le tendió una mano a Eva, a quien le costaba mucho avanzar por terreno irregular, para llegar a las ventanas. A Eva le pareció ver un brazo humano asomando de una de las bolsas que había allí. El aire estaba maduro como gelatina de uva agria. Pyotr la condujo hasta una vieja ventana de madera que, por suerte, se abrió sin muchos problemas. Él subió al interior y luego levantó a Eva por encima del borde, apoyando sus pies con cuidado sobre un viejo suelo de madera. Dentro olía a orina y a canela, una combinación tan extraña como repugnante. Eva buscó a tientas, tapándose la boca y la nariz con la mano. Pyotr se limitó a hacer una mueca.

    La habitación estaba casi vacía, con una silla rota tirada de lado en un rincón. Una puerta en el otro extremo se agitaba ligeramente por una brisa que Eva no podía sentir, un rayo de luz entraba y salía por el suelo como un débil latido. Una tensión extraña, su crudeza, hizo que el mareo de Eva se pronunciara aún más. Ella tragó lentamente. Pyotr abrió a medias esa puerta, entraron sigilosamente y encontraron otra habitación vacía al otro lado. Allí no olía tan mal, pero tampoco había señales de la madre de Eva. Una brisa fresca recorría el espacio.

    Entonces lo oyeron: un forcejeo, un ruido sordo y un forcejeo, y el crujido de una tabla del suelo de arriba. El sonido se detuvo de pronto y la habitación quedó tan silenciosa que Eva intentó no respirar, como si hubiera algo que pudiera oírla. Ladeó la cabeza hacia Pyotr y señaló la puerta.

    Él asintió y continuó. Ella lo siguió a través de la salida sin puerta y entró en un pasillo estrecho, con una hilera de clavos en la pared donde antes habían colgado los marcos. Al fondo se hallaba la fuente de luz: una escalera ascendente a la que le faltaba el cabezal de la barandilla y tenía un abrigo dejado en la barandilla.

    Eva agarró a Pyotr del brazo antes de que él pudiera seguir caminando. —No es mi madre, lo sé —le susurró lo más bajo que pudo.

    Él asintió, tranquilizándola, y ella sintió que su miedo comenzaba a desvanecerse solo con el movimiento.

    —Ya veremos —susurró él en respuesta—. Uno nunca puede estar seguro.

    Él tomó sus manos entre las suyas y, tirando de ella, caminaron lo más cautelosamente posible para evitar hacer ruido. Ella oyó jaleo, otro golpe y luego más silencio. Se detuvieron, al alcance de la barandilla, y Pyotr se inclinó para mirar por la esquina escaleras arriba. Eva se movió con él y se acercó más y más, tratando de ver...

    El rostro de un hombre enloquecido la miró intensamente desde arriba.

    —¡Tú! —rugió el hombre.

Capítulo 25

    Staropramenná 2, Praga, República Checa

    29 de noviembre

    —¡Dije silencio! —gritó el hombre con voz trastornada. Metió la mano entre los barrotes, agarró la chaqueta de Pyotr y lo empujó de un tirón hacia la barandilla de madera desconchada.

    —¡Me han encontrado! —siseó el hombre, soltó un poco a Pyotr y lo estrelló contra las columnas una y otra vez. Eva intentó sujetar los puños del hombre, pero él se movía demasiado. Pyotr empezó a retorcerse, intentando zafarse del agarre.

    —¡No me atraparéis! —gritó el hombre—. ¡Los leones ya no pueden atraparme! —Y enseñó los dientes de repente y se abalanzó sobre el cuello de Eva. Ella se apartó, aunque las barandillas estaban demasiado juntas. El hombre se golpeó la frente y se agarró la cara por el dolor, maldiciendo bien alto para sí mismo. Pyotr tropezó hacia atrás contra la pared y levantó los brazos, dispuesto a defenderse.

    —¡Pyotr, salgamos de aquí! —imploró Eva retrocediendo hacia la puerta.

    Pyotr, con expresión arrogante y segura, observó al hombre. —Si tu madre está aquí, no podemos dejarla —dijo Pyotr sin quitarle los ojos de encima al hombre—. Creo que deberíamos luchar por ello.

    El hombre miró entre sus dedos, le caía sangre de la frente, de una herida que parecía en carne viva. Se quedó mirando a Pyotr un momento, como si algo estuviera conectado, como si recordara...

    —¿Luchar? —dijo el hombre con voz tranquila—. Luchar...

    —¡Pyotr! —susurró Eva, alejándose—. Ésto es mala idea.

    Pyotr descartó el comentario con un gesto de la mano y empezó a subir las escaleras con los puños en alto, preparado para cualquier cosa. Cuando llegó al lado de las escaleras, el hombre ensangrentado se giró como loco, estremeciéndose. Se miraron el uno al otro, sin moverse, como en un duelo entre idiotas desesperados.

    —Sal de ahí ahora —gruñó Pyotr al hombre, con su rostro muy sólido e imponente.

    Eva estaba a punto de decir algo cuando el hombre saltó por las escaleras y estrelló a Pyotr contra la pared, ambos aterrizaron en el suelo con un crujido. Eva retrocedió tambalente y cayó también; el mundo aún no era lo bastante estable debido a los analgésicos. Pyotr sujetó con firmeza al hombre por las muñecas, pero la bestia estaba demasiado decidida... tres largos cortes rojos a lo largo de la mejilla de Pyotr hicieron que Eva se estremeciera. Ella gritó llamándolo, pero él no reaccionó. Apartó a la bestia y luego le estrelló la cabeza contra la pared. El hombre gritó de dolor, rodó sobre la espalda y volvió a arañarse la cara. Pyotr rápidamente se puso de rodillas, intentó levantarse, pero el hombre lo agarró por la pierna, tiró de él y lo derribó sobre los escalones, comenzando a arañarlo ferozmente. Pyotr se vio obligado a rechazar el avance con los puños, gruñendo cuando le arañaron el vientre.

    Eva se levantó apoyándose en la pared y avanzó renqueando por el pasillo hacia ellos. Ella tenía la determinación, pero su cuerpo no seguía el juego: dio un débil codazo al hombre en la espalda y él cambió rápidamente su mirada hacia ella. Ella resbaló hacia atrás y evitó por poco una mano roja que se había disparado hacia ella. El movimiento le dio a Pyotr una oportunidad: puso una mano en el cuello del hombre y le estrelló la cabeza contra la barandilla con tanta fuerza que se oýó un crujido. Luego, sin correr ningún riesgo, lo agarró por la rota camisa con ambas manos y lo arrojó de lado contra la pared del fondo. El hombre cayó al suelo emitiendo confusos murmullos.

    Eva se levantó del suelo y se acercó a Pyotr, lo agarró con fuerza por los brazos y lo levantó. Le puso las manos en los hombros y contuvo el aliento durante un momento.

    —Eso ha sido una estupidez —dijo ella, se le despejaba la mente más rápido después del subidón de adrenalina.

    Él asintió débilmente, cerró los ojos e hizo una mueca al tocarse los cortes en la mejilla. —Valdrá la pena —dijo él en voz baja—. Si ella está aquí.

    El movimiento fue tan rápido que Eva no tuvo tiempo de reaccionar. El hombre ensangrentado dio un codazo a Pyotr en el cuello, quien se desplomó instantáneamente en el suelo, y Eva se encontró cara a cara con una pesadilla que goteaba rojo.

    —Eva… —murmuró Pytor desde abajo—. Corre. Corre…

    El hombre se reía de ella al verla acorralada. Ella miró a la izquierda y vio la puerta por la que habían entrado. El hombre la desafiaba a correr para darle algo de deportividad. Ella volvió a mirarlo, derrotada. Suspiró y le dio al hombre un puñetazo tan fuerte en la cara que le rompió la nariz.

    Mientras él retrocedía a causa del dolor, Eva salió corriendo. Recorrió el pasillo y dobló la esquina, de regreso a la habitación del fondo, donde perdió el equilibrio brevemente y rebotó contra una pared. Se agarró al marco de la puerta, se arrastró hasta la habitación exterior y cerró la puerta de golpe, empujándola un segundo antes de que la misma se estremeciera violentamente cuando el loco se arrojó contra ésta. A Eva le ardió de dolor el brazo vendado, pero no podía ceder. Sabía que su posición era precaria, en el mejor de los casos, y los gritos de dolor desde el otro lado de la puerta la motivaban a empujar con más fuerza, manteniéndola a salvo, pero también atrapada en esta horrible salita. Al menos Pyotr estaba a salvo mientras el hombre la persiguiera a ella.

    De pronto, una pausa, un cese en todo el ruido.

    Sin presión en la puerta, ningún sonido. Eva pegó la oreja a la madera, intentando oír algo al otro lado. Estaba en silencio. Su propia respiración era lenta y temblorosa, y trató de filtrarla mientras buscaba alguna señal del otro lado. No oía nada más que silencio. Luego oyó un forcejeo, un golpe, más forcejeo y nada más. Exhaló, temblando ahora, y se tragó parte del miedo al que se había estado aferrando.

    —¿Pyotr? —exclamó a través de la puerta.

    ¡Bang!

    La puerta tembló y los gritos regresaron, y a Eva le resbalaron los pies por el suelo de madera mojada. Se apresuró a recuperar el equilibrio antes de que el hombre cargara contra la puerta de nuevo, golpeándola violentamente. Se apoyó en la puerta con todo el peso, girándose hacia un lado y empujando con el hombro el lado móvil de la puerta, agarrando el pomo con tanta fuerza que se le entumecían los dedos. El hombre embistió la puerta una, otra y otra vez, y luego, de repente, las bisagras volaron y la puerta empujó a Eva, inmovilizándola contra la pared opuesta y dejando entrar al loco.

    Estaba tan sorprendida por la rotura de la puerta que tardó un instante en recuperarse y quitarse los trozos de madera. El hombre había chocado con la pared del fondo y también se estaba poniendo de pie, pero ella estaba más cerca de la ventana, su única vía de escape, increíblemente lejos. El hombre se enderezó lentamente, la sangre brotaba de los arañazos de su frente y su nariz, y miró a Eva con odio irracional.

    —¡Leones! —gruñó el hombre y se abalanzó empujando a Eva contra la pared, con los dedos tratando de arañar y rasgar todo lo que pudieran.

    Ella estaba abrumada, pero le dio al hombre un rodillazo en la ingle con toda la fuerza que pudo reunir. Eso tuvo poco efecto, excepto el de desequilibrarlos a ambos, por lo que cayeron al suelo con el hombre encima de Eva y aún con intenciones de matar.. Detrás, ella notó el borde de la silla rota y trató de incoporarse lo justo para agarrarse a ella. Lo logró, pero a costa de un corte profundo en un lado de la cara. Bufó de dolor, aspiró el olor de la habitación y sintió arcadas. Se le resbalaron los dedos de la pata de la silla, pues el hombre le había puesto su sucia mano roja sobre toda la cara y apretaba y le golpeaba la cabeza contra el suelo, riéndose y sangrando encima de ella. Eva empujó un poco la pata de la silla con el pulgar y la rodeó con el resto de los dedos. La lanzó hacia delante con tal fuerza que la pata se soltó del resto de la silla. La madera golpeó al hombre a un lado de la cabeza y éste gritó de dolor. Se alejó rodando de Eva, agarrándose la oreja, gruñendo ruidosamente y escabulléndose hacia un rincón.

    Eva jadeó en busca de aire, pero a su cuerpo no le gustaba lo que estaba recibiendo. Se sentía mareada, atontada, pero intensamente viva. Logró ponerse de pie, se dirigió hacia la puerta y retrocedió para ver si Pyotr estaba vivo. Justo al llegar a la puerta, oyó un ruido detrás y giró con la pata de la silla, golpeando al hombre que atacaba en un lado de la cabeza; la madera y su cráneo se rompieron, y él voló de lado y cayó al suelo, resbalando hasta detenerse. Ls sangre brotaba de tantos lugares que ella no sabía lo que había hecho.

    El hombre respiraba superficialmente, burbujeando, y Eva se dejó caer al lado del hombre y trató de tomarle el pulso, llorando, con dolor de cabeza, con picor en las mejillas y sangre por todas partes.

    —Eva —llegó una voz desde atrás, y ella se sobresaltó, miró detrás y vio a Pyotr, con la mano en la nuca, atontado. Tenía los ojos entornados por el dolor.

    —Él… él no quería parar… —tartamudeó Eva, abrazándose a sí misma, mientras las lágrimas aún fluían.

    —Está bien, Eva —dijo Pyotr acercándose y ofreciéndole los brazos—. Tuviste que hacerlo.

    Desde atrás, el hombre exhaló un largo suspiro y el burbujeo cesó. Eva no miró atrás, hundió la cara en el pecho de Pyotr y lloró.

    —Vamos —dijo Pyotr levantándola—. Vamos a ver si está aquí.

    Eva asintió, se puso en pie y subió las escaleras hasta el segundo piso, lenta y cuidadosa, observando los pies mientras caminaba. Cuando llegaron al rellano, ella vaciló y evitó alzar la vista. Pyotr la empujó hacia adelante, luego salió y revisó las distintas habitaciones del área principal. Eva miró a su alrededor y vio el espacio, la sala de estar medio normal, que había sido destrozada a lo largo de los años. Una mesa y sillas, una maceta, que se había marchitado hasta quedar reducida a la nada. Un gran cuadro de patrones con manchas en la pared. Una alfombra sencilla, deshilachada en los bordes y ondulada para caber en un espacio más pequeño del que debería. Una chaqueta larga roja, con flores negras bordadas en la base, estaba tendida sobre un sofá de cuero al fondo del cuarto.

    —No está aquí —dijo Pyotr con tristeza, revisando el lugar.

    —No —dijo Eva, con los ojos fijos en la chaqueta—. Pero estuvo.

Capítulo 26

    Estadio Eden, Praga, República Checa

    29 de noviembre

    La verja de tela metálica que rodeaba el estadio era alta, estaba oxidada pero intacta. El estacionamiento estaba cubierto de cenizas y grandes contenedores de metal, y varios trabajadores pasaban con trajes protectores, empujaban carros sellados y transportaban a los muertos a su lugar de descanso final. Nadie hablaba.

    En la entrada había un guardia con una ametralladora y que miraba pasivamente al Sanador. No estaba allí para mantener alejada a la gente, no le importaba si entraba algún loco. El Sanador lo observó al entrar, vigilando el arma cuidadosamente. Justo al lado de las puertas del estadio había una caseta, la oficina central, y desde las puertas hasta la oficina había un amplio bulevar por donde circulaban los camiones recolectores. El Sanador caminó por el centro de esa calle, mirando las cajas a izquierda y derecha, y los trabajadores a su alrededor se congelaron y se quedaron mirando, nerviosos.

    Él se detuvo en la oficina y quedó mirando las empañadas ventanas y los escalones que conducían a la fina puerta de madera. Daba un paso adelante cuando oyó la débil estática de su teléfono y se detuvo, miró a su alrededor y luego al cielo.

    —Verde Cuatro, al habla Hogar. ¿Cuál es su estado?

    Él se alejó de la caseta y regresó por donde había venido. Habló en voz baja, apoyándose en el muro de hormigón del estadio. —Todo está bien —dijo.

    Estática.

    —Está fuera del centro de la ciudad —dijo Hogar—. ¿Cuál es su estado?

    —Estoy siguiendo una pista —respondió.

    Pausa.

    —Anoche estaba siguiendo una pista, Verde Cuatro. ¿Cuál fue el resultado de esa acción?

    —El objetivo no estaba en ese lugar, pero tengo información sólida sobre su paradero.

    —Su agenda no permite errores, Verde Cuatro. Si está encontrando dificultades...

    —Encontraré a mi objetivo antes.

    —... podemos enviar otro agente a su ubicación.

    —No. —dijo el Sanador en voz alta, y los trabajadores cercanos lo vigilaron con recelo—. El LS-411 se resolverá hoy. Tendré resultados pronto.

    Estática, silencio.

    Por el rabillo del ojo, él vio a un hombre vestido con un traje de media máscara y que se dirigía hacia él, directamente hacia él, con pasos agresivos. El Sanador dio media vuelta y esperó la respuesta. Cuando ésta llegó, las nubes de arriba la distorsionaban y fragmentaban.

    —Nosotros… revisar… recordará —dijeron antes de que se cortara la radio.

    El Sanador apretó los puños, temblando de ira. El hombre del traje ahora estaba cerca, confiado e imponente; El Sanador se dio la vuelta y lo golpeó en el pecho, tirándolo de espaldas. Se arrodilló sobre el hombre, con el pie sobre una muñeca laxa, y se inclinó, usando su máscara y su voz inhumana en todo su potencial.

    —Marta —gruñó, y el hombre se debató, aterrado—. ¡Marta! —repitió gritando.

    El hombre asintió con urgencia y habló en un checo alto y quejoso. El Sanador le soltó la mano y señaló hacia arriba, hacia el estadio. El hombre habló más, pero el Sanador lo ignoró, lo puso de pie y lo empujó hacia las enormes puertas de entrada.

    En el interior estaban los hornos. Bestias gigantes de metal corroído yacían sobre el césped, con sus grandes puertas abovedadas iluminadas a los lados por un fuego tan caliente que no dejaba rastro alguno de su combustible. Las cenizas caían pesadamente a su alrededor, cubriendo los pasillos con un horror de centímetros de espesor. Trabajadores, con pesadas máscaras, empujaban palas anchas por los pasillos, limpiando el caos, arrojando el último rastro de sus amigos y vecinos a los cubos de basura antes de llevárselos.

    El Sanador se detuvo brevemente ante un gran horno naranja, diferente a los demás. Más antiguo. En el lateral, bajo un número de identificación checo, vio los restos de una palabra que entendía en caracteres tan familiares que parecían extraños allí:

    Shanghai.

    Tembló, dio media vuelta y su rehén también se pausó mientras los otros trabajadores retrocedían lentamente hacia las sombras y huían. El Sanador respiró hondo mientras su traje chirriaba con urgencia en sus oídos, luego se obligó a mantener la calma, poniéndose de pie, volviendo a apretar el brazo del hombre hasta el punto de la agonía. Siguieron adelante, doblando otra esquina, hasta que el hombre se detuvo levemente y señaló con un dedo vacilante. Allá, a lo lejos, había una mujer con una fina máscara de tela y un pañuelo atado al pelo, empujando una pala por el pasillo.

    La mujer reparó en ellos, alzando la vista despacio, luego sus ojos se abrieron, miedo, terror, y echó a correr, hacia atrás y hacia la derecha, desapareciendo detrás de un conjunto de hornos. El Sanador soltó a su cautivo y salió tras ella. La mochila le golpeaba la espalda con cada paso, pero su ritmo fue rápido y preciso. Corrió por el lado más cercano de los hornos hasta llegar a una esquina, miró a su alrededor con atención y vio a Marta alejarse corriendo. Él salió corriendo detrás, patinando un poco en las cenizas, esquivando incómodamente los hornos al rojo vivo. Al final del pasillo había un cruce de caminos, unos pálidos rayos de luz llegaban al claro más allá del humo y la maquinaria, y él se detuvo para mirar a su alrededor. No había señales de nadie, ni indicios de por dónde había ido Marta. Las cenizas en el suelo volaban en un torbellino y pronto incluso sus propias huellas desaparecerían. Dio vueltas en círculos, observando, escuchando más allá del rugido de los fuegos.

    Nada se movía, excepto las brasas, que danzaban hacia arriba y afuera del estadio.

    Como un resorte, corrió hacia las puertas lo más rápido que pudo, con la capa ondeando detrás, mientras dominaba su entorno, ganando velocidad con cada paso. Al mirar a su derecha, vio a Marta al otro lado del camino y corriendo en la misma dirección. Ella lo vio, gritó y empezó a correr más rápido. El Sanador cayó en una esquina, había resbalado entre las cenizas y aterrizado de rodillas. Patinó, extendió una mano en el último segundo, involuntariamente, y tocó un horno. Las puntas de los dedos le ardieron de dolor y él reprimió una maldición.

    Se levantó y empezó a correr de nuevo, dobló la esquina más alejada y giró a la izquierda, vio a Marta pasar las puertas y salir a la luz del sol, rápida pero vacilante, jadeando en el aire impuro. El Sanador ganó distancia, se acercó a ella lo suficiente y se deslizó por el suelo debajo de ella, haciéndola tropezar y caer al suelo. Su traje chirrió ante sus niveles de esfuerzo y él luchó por calmar su respiración, pero siguió moviéndose, arrastrándose hasta y por encima de ella, le empujó el cuello con una mano para sujetar a su rehén. Ella, mareada y aturdida, abrió los ojos de par en par de nuevo y luchó para tratar de liberarse. Gritó pidiendo ayuda, pero él la ignoró y le quitó la máscarilla de la boca. La luvia de ceniza le cayó sobre la lengua y ella se atragantó y las escupió.

    —Lewis Kwong —dijo él.

    Ella se limitaba a mirar y a mover la cabeza, aterrorizada por la máscara. Él la agarró del cuello, se lo apretó y ella gimió. —¡Lewis Kwong! —rugió él

    Ella comenzó a llorar, asintiéndole una y otra vez. Él se acercó a ella, le colocó la mano quemada en la frente y se inclinó hacia la mujer, quien vio el visor del Sanador, histérica y aterrorizada.

    —Lewis —dijo él—. Kwong.

    Y ella asintió de nuevo.

    Él se puso de pie, la agarró por la parte delantera de la chaqueta y la levantó. Señaló hacia atrás, fuera de las puertas, hacia la ciudad. Ella asintió débilmente.

    —Lewis Kwong —dijo él simplemente.

    —P-P-Panská —tartamudeó ella, levantando diez, luego dos dedos—. Panská dvanáct.

    Él le repitió las palabras con pronunciación imperfecta, pero ella asintió aterrorizada, con los ojos muy abiertos por el miedo. El Sanasor estaba tan concentrado en la dirección que casi no vio al hombre a su derecha, que le lanzaba un puño a la cabeza. Dio un paso atrás rápidamente, agarró el brazo y lo giró hacia atrás y en círculo, y el hombre cayó de rodillas rápidamente. El Sanador lo golpeó en la nuca con el brazo y el hombre cayó inconsciente. Marta chilló y retrocedió.

    Otros tres hombres se acercaban, listos para placarlo. Él desenfundó el machete y se lanzó hacia adelante, agarró a Marta por el pelo y circuló detrás de ella, con la hoja en el cuello de la mujer. Le echó la cabeza hacia atrás y deslizó el arma un poco hacia un lado, la cortó levemente y sus amigos se detuvieron. Él negó con la cabeza hacia ellos, lenta y cuidadosamente, y los observó. Esos dos retrocedieron hacia la puerta, rodeados estrechamente por el grupo de trabajadores, cambiando de ángulo y moviéndose, esperando el momento adecuado para atacar. El Sanador vio el eslabón de la cadena junto a él, los campos más allá, y supo que ya casi había llegado. Pero entonces… ¡el guardia, el arma! Se agachó rápidamente cuando la ametralladora alcanzó a Marta en el cuello y la cabeza, enviándola en caída hacia adelante. Sin pausa, el Sanador dio media vuelta y le clavó al guardia el machete en el cuello, tan rápido que el cuerpo de la víctima rebotó en la puerta antes de caer.

    El Sanador recogió el arma y se giró apuntando a los amigos de Marta, quienes estaban atónitos al verla tirada en el suelo, con sus propios rostros salpicados de rojo. Él retrocedió con cuidado, sin soltar el arma, pasó la puerta y salió a la carretera, negando despacio con la cabeza hacia aquellos que intentarían seguirlo. Ninguno se movió.

    —Verde Cuatro a Hogar —dijo mientras aceleraba su paso por la carretera principal—. Necesito indicaciones.

    —Verde Cuatro, ¿que ind...?

    —Panská dvanáct —interrumpió él salvajemente—. Dele sentido a eso y dígame cómo encontrarlo. Ésto termina ahora.

Capítulo 27

    Hospital Motol, Praga, República Checa

    29 de noviembre

    Crew puso la mano sobre la ventilación del calentador en el tablero del coche pe intentó sentir el aire caliente mientras el motor ronroneaba. La nieve caía sobre el parabrisas, resbalando sobre el pegajoso hielo. Él maldijo, pisoteó el suelo y subió el flujo de aire al nivel más alto.

    —Vamos… trabaja más rápido… —refunfuñó.

    Sonó el teléfono y él arrugó la cara, acercándolo a su oreja entumecida. —Crew —dijo.

    —¿Algo de suerte? —llegó la voz de Sobotka.

    —Ninguna todavia. Estoy volviendo de la plaza y no encontré nada. ¿Sabías que el relojero murió?

    —No me digas. Apuesto a que el alcalde está teniendo un ataque. ¿Qué pasó con su equipo de seguridad?

    Crew hizo crujir el cuello. —Oí que salieron a beber la semana pasada. No he oído nada desde entonces. ¿Cuánto quieres apostar a que los acusarán de negligencia criminal por ello? El hijo está enfermo, la hija no tiene ni idea... Muy pronto ya no quedará nadie que pueda mantener nada funcionando.

    —¿Cuánto han pasado, 500 años?

    —Algo así.

    Sobotka gruñó algo parecido a la desaprobación, desesperación. —¿Qué estás haciendo ahora?

    —Sólo estoy tomándome un descanso —suspiró él—. ¿Qué hay de ti?

    —Interesante avance —dijo ella—. Te lo contaré después.

    —Claro —dijo Crew, sintiendo de nuevo el calor, todavía no podía decirlo.

    —¿Qué es ese ruido? —fisgoneó Sobotka—. ¿Lo oyes?

    —No lo sé. Yo no oigo nada.

    —Crew, zopenco, ¿te colaste en otro coche?

    Crew puso los ojos en blanco, bajó el regulador de calefacción y luego volvió a subirlo al máximo. —Revisé las matrículas, el dueño lleva muerto un año.

    —Sigue siendo ilegal. Si un equipo de limpieza te encuentra, te meterás en problemas.

    —Escucha —dijo Crew, mirando por la ventana a la calle vacía—. Esos perezosos bastardos de limpieza no han estado en esta situación desde hace mucho tiempo. Y yo necesito este descanso.

    —Claro —dijo Sobotka, y la palabra quedó maravillosamente cargada.

    Crew estiró las piernas, se removió en el asiento y sintió una chispa contra la rodilla. Dos cables que colgaban debajo del volante se soltaron y el coche se detuvo.

    —Mierda, espera —dijo él, tiró el teléfono sobre el asiento del pasajero y se agachó, volvió a juntar los cables y los retorció un poco para mantenerlos unidos. Agarró el teléfono, lo colocó entre el hombro y la oreja, y volvió a sentir el calor—. Me has hecho apagar el coche.

    —¿Sientes mi arrepentimiento? —dijo Sobotka inexpresivamente.

    —Oh, sí —refunfuñó Crew.

    —¿Y estás listo para ayudarme a solucionar el problema de Kolikov ahora? —preguntó ella—. ¿O aún estás perdiendo el tiempo?

    Los párpados de Crew cayeron hasta la mitad y él apretó la mandíbula. —Aún estoy perdiendo el tiempo —respondió.

    Entonces vio algo por el parabrisas, a través de un espacio en la nieve... una figura en la distancia... una cabeza, de color marrón oscuro, balanceándose detrás de una camioneta cubierta de nieve. Crew se quedó inmóvil y observó atentamente. La cabeza se agachó fuera de la vista por un segundo y luego volvió a levantarse, de espaldas a él y luego girándose nuevamente. Crew apretó los dientes: una máscara completa envolvía esa cabeza, sin piel a la vista.

    —Te volveré a llamar —dijo él, cerró el teléfono y abrió la puerta en silencio. Sacó el arma mientras cruzaba la calle con precaución a paso ligero, rodeó la furgoneta a toda prisa.

    —¡Tú! ¡Quieto! —gritó Crew salvajemente, apuntando con fuerza el arma hacia el extraño.

    El hombre reaccionó de inmediato, dejó caer la caja metálica que llevaba y colocó las manos sobre lq cabeza. Crew se colocó detrás de él, listo para dispararle a la parte posterior del cráneo, y apartó el estuche de una patada. El hombre se estremeció ante el sonido y lo miró, como si estuviera evaluando a su oponente.

    Crew mantuvo una distancia segura y señaló hacia abajo con su arma. —¡Tírate al suelo! ¡Manos detrás de la cabeza!

    El hombre obedeció, se arrodilló y se llevó las manos a la parte posterior de la máscara. No parecía estar armado. Al menos no de forma obvia.

    —¡Abajo! ¡Abajo! —repitió Crew mientras el hombre se pausaba sobre las rodillas.

    —¡No dispare! —chilló el hombre, con mucho acento checo—. ¡No dispare!

    Crew se acercó al hombre y le empujó el hombro con el pie. El hombre cayó a la nieve, pero mantuvo las manos sobre la cabeza, obviamente tomándose a Crew en serio.

    —Estoy con el gobierno británico —exclamó el hombre, mientras Crew se acercaba en círculo—. No voy armado.

    —¿Qué hay en el estuche? —retó Crew, manteniendo su arma muy visible.

    —Equipo —suplicó el hombre—. Es para análisis de sangre. Sólo para análisis.

    —¿De dónde sacaste esa máscara? —preguntó Crew, acercándose de lado.

    —Es equipo estándar para...

    —A mí me parece china.

    —¡Sí! Las compramos en Beijing, pero yo soy británico, ¡lo juro!

    Crew gruñó, volvió a empuñar el arma y le dio un golpe con el pie al hombre en el hombro. —¿Y por qué esas pintas de Sanador si no eres chino?

    —A los Sanadores se les garantiza salvoconducto. Este traje… se considera una cobertura segura.

    Crew rió maniáticamente. —¿Segura? Nunca has estado tan al este, ¿verdad? Cualquier checo sano y con sentido del honor le patearía el trasero a un Sanador en un instante si tuviera la oportunidad. Muy muy mala elección de vestuario por tu parte.

    —Es equipo estándar —suplicó él— en todas las áreas de la zona negra.

    El arma de Crew dudó un poco, él dio un paso atrás. —¿Negra?

    El hombre giró un poco la cabeza, sin mover las manos en absoluto, y miró a Crew con nerviosismo. —To… todo el este del Alemania central se considera ahora zona negra.

    —¿Cuándo se supone que pasó eso?

    —Ha-hace dos meses —tartamudeó el hombre—. En una reunión en Ginebra.

    —¿Y por qué me acabo de enterar ahora por ti?

    El falso Sanador apoyó la cabeza en la acera. —Aún están pensando cuál es la mejor manera de informar al público. Tienen... tienen miedo de los disturbios civiles.

    Crew resopló, giró brevemente y se llevó las manos a la cabeza, suspirando ruidosamente. —¿Por qué? ¿Sólo porque nos dejan aquí pudriéndonos para poder venir más tarde y “empezar de nuevo”? ¿Por qué iba eso a causar disturbios civiles? ¡Parece un gran plan!

    —Puedo entender que estés molesto, pero...

    —¿Qué haces aquí? —dijo Crew, volviendo a apuntarle con el arma—. ¿Quién eres?

    El hombre giró la cabeza para mirar a Crew. —Mi nombre es William Carey. Trabajo para la Oficina de Contención en Londres. Estoy... estoy siguiendo a un ciudadano británico que fue visto por última vez viviendo en Praga.

    —¿Quién? —dijo Crew, su tono era una especie de exigencia civilizada.

    —Lo siento, eso es… es clasificado —murmuró Carey.

    Crew bajó a medias el arma y avanzó un paso vacilante. Carey no se movió, se quedó quieto. La voz de Crew fue queda, enojada. —Estás aquí ilegalmente. Dime por qué no debería dispararte ahora. Dame una razón.

    —¡Estoy aquí legalmente! —suplicó Carey—. ¡Pregúntele a su Director de Seguridad Pública! ¡Debo tener una reunión allí en una hora, lo juro!

    Crew se movió incómodo. —¿Sestak? ¿Sabe él que estás aquí?

    —Llámelo. Estamos coordinando esfuerzos.

    Ninguno de los dos se movió durante un momento.

    —¿Qué harás cuando encuentres a ese fugitivo?

    Carey señaló su estuche y volvió a mirar hacia arriba. —Hacerle un análisis, asegurarme de que está limpio y… luego… luego llevarlo a casa para juzgarlo.

    —¿Y si no está limpio?

    Carey hizo una pausa. —Tengo… tengo una orden de exilio para él. Será desterrado de Gran Bretaña para siempre.

    Crew soltó una carcajada. —¿Y entonces será problema nuestro?

    —¡Tenemos una directiva! ¡Está fuera de mis manos! Una directiva para proteger a nuestros ciudadanos de cualquier peligro... incluso de ellos mismos.

    Crew asintió ante esto, guardó el arma y gruñó enojado. —Qué curioso —le dijo a nadie en particular—. nosotros también.

    Le dio a Carey una rápida patada en la nuca y vio que el hombre quedaba inconsciente. Crew empujó el estuche metálico con el pie. Había un candado complejo, en el que él hizo girar los números casualmente, luego lo recogió, lo estrelló contra una pared cercana y lo arrojó por la acera lo más lejos que pudo. Se levantó la máscarilla el tiempo suficiente para escupir en la cabeza inconsciente de Carey.

    Sacó el teléfono de la chaqueta y llamó a Sobotka. —Lo siento. Creí que tenía algo —dijo alejándose del lugar.

    —¿Callejón sin salida?

    Crew volvió a mirar a Carey, que yacía en la nieve.

    —Podría serlo más tarde.

    Siguió caminando, se detuvo frente al coche, el hermoso coche abandonado. Miró alrededor de la calle y no vio a nadie.

    —No se supone... —empezó él, pero Sobotka lo interrumpió.

    —No puedes robar el coche.

    —Es más como pedir prestado.

    —No puedes llevártelo.

    —Pero es un Aston Martin.

    Pausa.

    —¿Plateado?

    —Y GPS en el tablero también. Y funciona.

    Pausa.

    —Apárcalo lejos de la comisaría y no dejes huellas dactilares.

    Crew sonrió, cerró el teléfono y se subió al coche, agarrando el volante con languidez. El calentador había hecho efecto.

Capítulo 28

    Staropramenná 2, Praga, República Checa

    29 de noviembre

    Eva giraba el abrigo entre sus manos; el olor de su madre aún era fuerte. Pyotr estaba a su lado con el ceño fruncido.

    —Este abrigo se lo compré el invierno antes de ir al colegio —dijo Eva en voz baja—. Ella decía que las flores rojas y negras hacían que pareciera el ángel de la muerte.

    —Qué bonito —sonrió Pyotr.

    —Se lo ponía de todos modos. Creo que a veces le gustaba ser el ángel de la muerte.

    Lo palpó a su alrededor, en los bolsillos, y no encontró nada más que pañuelos y pelusas. Luego, del bolsillo interior del pecho, sacó un trozo de papel doblado. Estaba lleno de números, divididos por guiones, y se salían por el borde. Ella sonrió ante eso, luego le dio la vuelta y jadeó. Pyotr recogió el papel antes de que a ella se le cayera de la mano.

    Rezaba: Rhodri y un número de teléfono.

    —¿Es ese…? —preguntó Pyotr

    —Nuestro número antiguo, sí.

    —¿Tu madre conocía a Rhodri?

    Eva negó con la cabeza y se sentó en el sofá. —No, nunca se conocieron. No sé cómo tendría este número. Nunca nos llamábamos o...

    Pyotr se sentó a su lado y le tomó las manos entre las suyas. —¿Tal vez ella contactó con él tratando de averiguar dónde estabas? Dijiste que has estado viajando mucho… tal vez ella se preocupó y quería saber de ti.

    Pyotr saltó del sofá y cruzó la habitación hasta un pequeño teléfono de disco que había en un rincón, polvoriento y agrietado. Le quitó un poco el polvo, lo llevó hasta Eva y se lo puso en el regazo.

    —Tal vez ella te estaba buscando. Quizá ya esté fuera de la ciudad.

    —¿Para qué es el teléfono, Pyotr?

    —Si ella fue hasta Rhodri, los dos podrían estar buscándote.

    Eva tomó el teléfono y lo apretó con fuerza. —Eso nunca pasó —dijo ella seriamente, y dejó el teléfono en el suelo a un lado. Le dio la vuelta al papel y miró la cadena de números.

    —¿Qué es todo eso? ¿Algún tipo de dirección? —preguntó él.

    —Es una nota para ella misma. Escribe en código para evitar que la gente fisgonee.

    —¿Qué gente?

    —Yo, sobre todo —dijo Eva con una sonrisa—. Listas de regalos de cumpleaños y cosas así. Letras a números, cambiadas en un cifrado rodante. Es complicado, pero ella lo domina bien.

    —Supongo que es bastante buena con los patrones.

    —Sí —asintió Eva mirando el papel con los ojos entornados—. Me llevó hasta tener siete años darme cuenta. Supe de mi primera computadora portátil tres semanas antes y desde entonces he mantenido en secreto mis habilidades para descifrar códigos.

    —¿Es que...? Espera, ¿puedes leer ésto?

    —Oh sí, totalmente —sonrió—. Es un poco complicado con el borde de la página arrancado, pero estoy bastante segura de que dice algo como "Miércoles, cinco en punto, Sestak".

    —¿Dobroslav Sestak? —siseó Pyotr.

    —Eso no lo dice. ¿Quién es ese?

    —El Director de Seguridad Pública. Un tipo muy duro. Él es quien cerró todas las plazas de la ciudad, quien hizo de la policía su ejército personal para matar gérmenes. Tiene más poder que el alcalde y lo sabe.

    —¿Mi madre acudió a él? ¿Para qué? ¿Como asesora?

    —Eso no puede ser. La despidieron. ¿Por qué se iba reunir él con ella?

    Eva asintió y se frotó la sien suavemente. Los restos del Tezocet la estaban cansando mucho. —Sólo hay una manera de saberlo —dijo ella—. Tendremos que ir a preguntárselo nosotros mismos.

    Pyotr se puso delante de ella y la empujó hacia atrás con una mano suplicante. —¡Eva, espera, espera! Su oficina es como una fortaleza. ¡Es imposible que entremos a verlo, aunque no estuviéramos huyendo de la policía!

    —¡Quizá él sepa lo que le pasó a mi madre, Pyotr!

    —Lo único que tienes conectándolos a ambos es ésto… ¡esta nota garabateada que no significa nada! ¡Eva, escucha! Quiero encontrar a tu madre tanto como cualquiera, ¡pero este no es el mejor uso de nuestro tiempo en este momento!

    Ella lo agarró por el hombro con fuerza y ​​lo miró a los ojos. —Yo voy —dijo ella simplemente—. Con o sin ti.

    Ella empezó a bajar las escaleras de nuevo, conteniendo la respiración por miedo a perder la determinación. Pyotr se quedó quieto un momento, luego dejó escapar un profundo suspiro y la siguió afuera.

***

    El equipo que habían robado del almacén en el parque en Rašínovo nábřeží olía a limpio y fresco, como a antiséptico y a limón. Eva jugueteó con el pestillo en la parte posterior de su máscara, apretándola más alrededor de su cara hasta que ya no pudo sentir el aire frío en la piel debajo de sus pómulos.

    Pyotr, frustrado, rebuscó en una bolsa de plástico. —Aquí sólo hay un guante. Se les olvidó emparejarlos, esos cabrones.

    —Deberías regresar allí y presentar una queja —sonrió Eva.

    Se pausaron en una esquina cerca del antiguo edificio de apartamentos que Sestak había reclamado como su oficina. Miraron a su alrededor por turnos, observando al trío de guardias armados junto a las puertas principales, con los focos iluminando la acera como una fortaleza.

    —¿Ves lo que quiero decir? —susurró Pyotr—. No es que estén ofreciendo visitas guiadas, precisamente.

    —Tal vez haya una entrada lateral o algo así —dijo Eva—. Tenemos que acercarnos. Vamos.

    Pyotr la agarró del brazo y la empujó hacia atrás. —Ni hablar —le advirtió él—. Tú espera aquí. Yo iré a ver si hay otro modo de entrar.

    —¿Es ésto caballerosidad?

    —No, pero estás tan aturdida que sospecharán al verte. Yo puedo pasar por "casual" si es necesario.

    Eva asintió y le dio unas palmaditas en la espalda. —Mantén la máscara bien ajustada y no mires fijamente, ¿de acuerdo?

    —¿Te parezco idiota? —él le devolvió la sonrisa y luego dobló la esquina como si estuviera dando un paseo al mediodía. En otras circunstancias, habría parecido natural.

    Eva se asomó por la esquina y vio cómo Pyotr acortaba la distancia hacia el edificio de Sestak, con las manos en los bolsillos. Él salió de la acera, bajó a la calle y comenzó a cruzar más cerca de los focos.

    —¡Ey! —gritó uno de los guardias, apuntando con una ametralladora—. ¡Por la otra acera, chico!

    Pyotr se detuvo derrapando, levantó las manos para mostrar su conformidad y retrocedió al otro lado de la calle, apartando cuidadosamente los ojos de los guardias, que lo vigilaban con recelo. Eva lo siguió hasta que dobló la esquina a una cuadra de distancia, luego ella comenzó a caminar de regreso para encontrarse con él a medio camino, con el aliento saliendo de su máscara en tensas ráfagas. Justo cuando vio a Pyotr doblando la esquina, el aire se llenó con el sonido de las campanas... torpe al principio, luego con un repique lento y lúgubre que resonó en los edificios, sumergiendo a Eva aún más en la desesperación.

    —¿Qué pasa? —le dijo a Pyotr cuando se encontraron a mitad de la cuadra.

    —Acaba de morir el hijo del relojero. La gente está enloquecida.

    Eva levantó la vista mientras sonaban más campanas: el distante sonido del llanto de innumerables hogares alejados de este infierno helado que ella estaba viviendo.

    —¿De verdad eran tan queridos? —preguntó ella.

    —El reloj es un símbolo de esperanza para la ciudad —dijo Pyotr—. Es irracional, pero la gente quiere mucho a esa familia. Por loco que esté, Sestak entiende eso.

    Eva entornó los ojos y miró a Pyotr. —¿Sestak los conoce?

    —¿Que si los conoce? Son como su proyecto favorito. Le va a costar muchísimo encontrar una manera de darle vuelta a este lío. Debe estar en agonía ahora mismo.

    Eva volvió a comprobar el camino por el que había venido. —Dijiste que había una hija, ¿verdad?

    Pyotr la miró fijamente. —Sí. ¿Por qué?

    —¿Qué edad tiene?

    —No sé.

    —¿Cuántos años tenía el hijo?

    —Eso tampoco lo sé. Escucha...

    —Conoces todos los entresijos de toda esta ciudad, pero cuando se trata de la familia más querida de todas, ¿te quedas en blanco?

    —Sí, justo después de comer mis raciones de galletas rancias del suelo, me puse el esmoquin para salir por la noche con la élite social de Praga. Ya nadie puede ver a esta gente. No salen de casa en absoluto.

    Eva le sonrió y le dio unas palmaditas en la mejilla. —No normalmente.

***

    Los guardias afuera del edificio de Sestak la apuntaron con sus armas en el momento en que ella se dirigió hacia ellos. No iban a correr ningún riesgo, especialmente con una mujer solitaria que lloraba y tropezaba y sin chaqueta con este tiempo.

    —¡Por la otra acera! —exclamó el más cercano, pero ella no giró ni disminuyó la velocidad. El guardio salió a la calle, se ajustó la máscara y apuntó con diligencia a la cabeza de Eva. —¡Señora! ¡Quédese al otro lado de la calle!

    Eva lo miró con ojos horribles y llorosos, con la máscara bien ajustada alrededor de la cara y ahogando un sollozo tan fuerte como pudo.

    —¡Están todos muertos! —lloró, pisando una delgada línea entre el melodrama y la autenticidad.

    —Señora, tiene que retroceder ahora mismo —advirtió el guardia, dando un paso atrás él mismo. Eva aminoró el paso y se quedó allí, en la calle, temblando de frío.

    —Mi… mi padre era el relojero —dijo mirando al cielo—. Mi hermano acaba de morir. Necesito ver a Dobroslav. Necesito decirle que… mi hermano dejó un mensaje para él.

    El guardia miró a Eva con suspicacia durante un momento.

    —¿Eres la hija del relojero?

    Eva lo miró a los ojos y sacó a la superficie todas las lágrimas que pudo. —S-s-sí —asintió.

    Las campanas en el aire eran sofocantes. Ineludibles. El guardia mantuvo su arma apuntándola, pero se tocó el auricular e inclinó la cabeza hacia otro lado. —Tengo a la hija del relojero aquí para ver al Director. Dice que tiene un mensaje de su hermano.

    El guardia oyó algo por la radio y miró a Eva.

    —Ella también dijo eso —asintió, aliviando un poco su arma.

    Eva intentó esperar el momento oportuno de la manera más auténtica posible, mirando a las nubes y rezando por el alma de su familia perdida. No fue tan difícil de hacer.

    —Espera —dijo el guardia por radio, luego miró a Eva con severidad—. ¿Eres Ana?

    Eva se percató de que no tenía ni idea de cómo se llamaba realmente la hija. El guardia parecía suspicaz, desconfiado. Si era una trampa, no tendría modo de disuadirlo. Ella vaciló, dejó escapar un largo y triste suspiro y se encontró de frente con la mirada del guardia.

    —Sí —dijo ella.

    Él la miró seriamente mientras el viento frío los azotaba a ambos.

    Ella dejó escapar el aire, inhaló bruscamente, dejó que su mirada vagara hacia abajo, hacia la nieve, y empezó a llorar de nuevo. El guardia la observó con una mueca y luego bajó el arma.

    —Dame el mensaje —le dijo.

    —Yo… necesito verlo.

    —Nadie ve al Director, señora. Lo lamento. Dame el mensaje y se lo haré saber tan pronto como esté libre.

    Eva negó con tristeza y respiró profundamente. —Es… es personal. No creo que Dobroslav quisiera que otro...

    —Señora, aprecio su preocupación, pero me temo que no hay manera de que pueda verlo. Sin faltarle el respeto, pero acaba de salir del lecho de muerte de su hermano. No puedo correr el riesgo de que el director contraiga lo que sea que mató a su familia.

    Esa fue la señal perfecta. Eva comenzó a llorar ruidosamente, cayó de rodillas y hundió la cara entre las manos. —¡Por favor! ¡Por favor, fue su última voluntad! ¡No puedo ignorar su última voluntad! ¡Por favor!

    El guardia apretó los dientes, volvió a mirar el edificio y volvió a llevarse la mano a la oreja.

    —¿Lo estáis oyendo? —preguntó él en voz baja—. Sí. Está bien.

    Extendió una mano hacia Eva y le tocó el hombro ligeramente. —Lo único que puedo conseguir es la sala esterilizada —dijo él—. Estarás separada por dos láminas de plástico, pero podrás hablar. Sé que no es lo que quieres, pero es privado y lo más personal que puedes conseguir.

    Eva levantó la vista con ojos llorosos. —¡Gracias! —jadeó—. ¡Gracias! Eso será perfecto. Absolutamente perfecto.

Capítulo 29

    Platnéřská 110, Praga, República Checa

    29 de noviembre

    —¿Está seguro de que no puedo ofrecerle algo de beber, señor Carey? —preguntó Sestak sirviéndose un vaso de whisky detrás de su gran y ornamentado escritorio.

    —Sí, señor. Gracias, señor —dijo Carey inclinándose cortésmente, el rígido cuero de su traje crujía con cada movimiento—. Me temo que no puedo quitarme la máscara para saborearlo.

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    —Ah —asintió Sestak—. Muy bien. Pido disculpas. Pero ¿le importa si yo...?

    —Para nada, Director. Está en su casa.

    Sestak sonrió serenamente, se llevó el vaso a los labios y se detuvo para observar lo absurdo de la escena: este monstruo casi inhumano de pie en medio de un clásico salón praguense. Hebillas y filtros de aire se combinaban con lujosas cortinas de terciopelo, y el resultado era impredeciblemente obsceno para su sensibilidad.

    —¿Vamos directo al grano? Tengo un asunto que debo atender pronto, lamentablemente muy apremiante debido a su tardía llegada.

    —Ah, sí —asintió Carey, frotándose la nuca distraídamente—. Nuevamente me disculpo por el retraso.

    —No es nada. Pero, por favor, el tiempo apremia.

    Carey llevó rápidamente a su regazo su abollado y arañado estuche de metal, lo abrió con unos rápidos giros del dial y sacó con ambas manos un sobre de tamaño mediano. Sonaba como metal por dentro. Pesadas piezas de metal. Lo colocó con cuidado sobre el escritorio de Sestak.

    El Director se quedó mirando el sobre un momento, pero no se movió para recogerlo. —¿Qué es lo que busca aquí, señor Carey? —preguntó.

    —Un ciudadano británico que vive en Praga. El Sr. Daniels.

    —El tal Zemus —dijo Sestak siniestramente—. Sí, ¿Qué pasa con él? ¿Qué ha hecho ahora?

    —¿Ahora, señor?

    Sestak gruñó con tristeza y agitó su bebida. —Es un insufrible loco —dijo—. Cuestiona constantemente las políticas de la ciudad, mete las narices donde no debe. Vaya, una vez intentó convencerme de que mantuviera abierta la ópera, a pesar de todos los indicios de que era un importante punto de infección para la ciudad. Intentó sobornarme para que la mantuviera abierta, el loco. El soborno no funciona conmigo. Me ofende muchísimo que los locos crean que pueden comprar mi sentido del deber.

    Carey miró nerviosamente el sobre encima del escritorio.

    —Así que, señor Carey —dijo Sestak, reclinándose en su silla—. ¿Qué ha hecho esta vez?

    —No estoy… en libertad de discutir los detalles de ese caso, señor, como usted ya sabe. Pero puedo asegurarle que su comportamiento no supone ningún riesgo para la ciudad de Praga. Ni sus ciudadanos.

    Sestak volvió a tomar un sorbo de whisky y se rascó la punta de la nariz con una uña meticulosamente cuidada. —Ya le he concedido el libre reino de la ciudad. ¿Qué más necesita?

    —Bueno, señor… antes que nada, le agradecería que pudiera comunicar mi estado aquí a la policía local. Tuve un pequeño percance antes que ha… um… impedido en gran medida mi capacidad para operar.

    —Siento oír eso.

    —Nada que una buena noche de sueño y algunos analgésicos puedan resolver, estoy seguro. Pero si pudiera...

    —Les pasaré la advertencia —dijo Sestak tomando una nota en una libreta.

    —Gracias, Director —dijo Carey, genuinamente agradecido—. Y también, si puedo preguntar... ¿tiene a mano la dirección del Sr. Daniels? La casa que sospechábamos que ocupaba está vacía y temo estar quedándome sin pistas.

    —Entonces, ¿ha probado en la casa al otro lado del Charles?

    Carey se enderezó.—No, señor. ¿Por casualidad sabe usted la...?

    —Así es —dijo Sestak garabateando una dirección en la parte inferior de una hoja de papel y arrancándola para Carey—. Desde que falleció mi secretaria el año pasado, descubrí que tengo mejor memoria de la que creía. Envíe suficientes botellas de vino a alguien y supongo que recordará su dirección para siempre.

    Carey se puso en pie, extendió la mano para estrecharla y la felicidad se veía a través de la máscara. Sestak aceptó la mano, aunque vacilantemente.

    —Gracias señor —dijo Carey—. Me ha sido de gran ayuda.

    —Es un placer, señor Carey —dijo Sestak, volviendo a mirar el sobre—. No olvides su paquete, por favor.

    Carey deslizó rápidamente el sobre dentro de su estuche, lo cerró de golpe y retrocedió hacia la puerta, inclinándose como un bufón en presencia de la realeza. Sestak dejó el vaso en el escritorio y acompañó a Carey, dándole unas joviales palmaditas en la espalda.

    —Un último consejo, señor Carey, si me lo permite —dijo mientras llegaban a la salida al pasillo.

    —Sí, señor —dijo Carey obedientemente—. Absolutamente.

    —Yo dejaría para mañana el viaje por el Charles. Ya es tarde y, con el frío y el verano que pasamos aquí… y con su traje tan parecido a… —se calló, luego sonrió—. Bueno, no creo que usted quiera que lo vean en la oscuridad vestido así. Por su propia seguridad, naturalmente.

    Carey apenas respondió. Su voz fue pequeña y débil. —No, señor. Gracias.

    Tan pronto como abrieron la puerta, el asistente de Sestak avanzó corriendo, libreta en mano, apretando sin parar el botón del bolígrafo como para expresar su disgusto por el cambio de horario. Se inclinó cortésmente ante Carey.

    —Señor, por favor… uno de nuestros hombres lo ayudará a regresar a su alojamiento.

    Carey fue conducido del brazo por el pasillo hacia la salida. Tan pronto como estuvo fuera del alcance auditivo, el asistente comenzó a hablar en voz baja con Sestak mientras ambos regresaban por el pasillo.

    —¿Fue una buena reunión, director? —preguntaba el asistente.

    —Lo suficiente —gruñó Sestak—. ¿Alguna noticia de los apartamentos Golden Tree? ¿Algún caso más?

    —Ninguno informado, señor. Sigo recibiendo informes cada hora, pero parece limitado a los pisos cuarto y décimo.

    —Excelente. Esas son buenas noticias. Mantén la ventilación cerrada y dile al ejército que mantenga la posición hasta que yo dé la orden.

    —¿Y la prensa, señor? Están preguntando por la barricada.

    —No les digas nada por ahora. No les debo nada. Si empezamos a incinerar... y eso si empezamos? publicamos una declaración para detallar los hechos. De lo contrario, esto es sólo una cuarentena de rutina. Si alguien supiera que se trata del Nuremberg, tendríamos que lidiar con un motín, y no puedo manejar tal cosa en este momento.

    —Sí, señor.

    —¿Alguna noticia más sobre el Sanador?

    —Informes dispersos, señor. Complejos de viviendas en el sur, Estadio Edén, recientemente. Algunas muertes, pero nada que requiera acción.

    Sestak gruñó y se miró el pelo en el cristal de un cuadro que colgaba de la pared. —Llame al embajador chino y exprese mi disgusto por las muertes de civiles en mi ciudad.

    —Sí, señor. Ciertamente. ¿Debería exigir que retiren al agente?

    —¡Dioses no, hombre! Hagas lo que hagas, no los molestes por eso. No quiero que se mencione Praga en la misma frase que Kiev, no por unos cuantos locos con un inflado sentido de su habilidad. Nadie quema esta ciudad, excepto yo.

    —Sí, señor. Entendido, señor.

    —Ah, y ¿podrías por favor recordarle a la policía que deben dejar en paz a los malditos Sanadores? Pensé que eso ya estaba bien establecido, pero al parecer no lo está. No puedo controlar a la población, pero se supone que las fuerzas del orden deben entender la ley, al menos.

    El asistente se llevó una mano a la oreja y miró a izquierda y derecha. Sestak empezó a ajustarse las mangas de la chaqueta con impaciencia.

    —¿Ya está Sobotka al teléfono? —preguntó Sestak.

    El asistente parpadeó para prestar atención. —Sí, señor, pero si me permite… se ha confirmado que tanto el señor Kopecky como su hijo han muerto.

    Sestak se detuvo en seco y miró al suelo. —Maldición —susurró—. Dios guarde sus almas. ¿Quién más lo sabe?

    —Las campanas de la ciudad están doblando, señor. No pasará mucho tiempo antes de que la noticia llegue a todas partes.

    —Maldición y maldición otra vez. Prepare una rueda de prensa. Tenemos que adelantarnos a ésto. Haga que el Dr. Mueller revise la sangre de Ana Kopecky y tráigala aquí para las cámaras. Necesitamos mostrarle a la ciudad que hay esperanza ante el rostro de la tragedia.

    —Señor, esa es la otra cosa —dijo entrecortadamente el asistente—. Ana Kopecky… ya está aquí.

    p

    Sestak hizo una pausa y se volvió con urgencia. —¿Aquí? ¿Por qué?

    —Dice que tiene un mensaje de su hermano. Un mensaje personal. Para usted, señor.

    Sestak asintió, se aflojó la corbata y se quitó la chaqueta, adoptando inmediatamente el aire de un abuelo preocupado: cariñoso, compasivo, de luto por las personas que amaba.

    —¿Está ella en la biblioteca?

    —Sí, señor —dijo el asistente.

    Sestak corrió por el pasillo, dejó caer su chaqueta en una silla y se detuvo ante la puerta de la biblioteca.

    —Llame al alcalde, que declare hoy día de luto. Ayúdalo con los detalles si es necesario. Y dile a Sobotka que necesito un informe de progreso cuando yo termine aquí. Si no salgo en diez minutos, recuérdame la hora.

    —Sí, señor.

    Sestak abrió la puerta y entró en la oscura biblioteca de ventanas cerradas. Las únicas luces daban un brillo tenue que desaparecía en la rica madera teñida por todos lados. Una lámina de plástico transparente colgaba del centro de la habitación, sellada por todos lados con ancha cinta adhesiva. Al otro lado de la habitación, más allá del plástico, había una mujer joven de espaldas a él, respirando suavemente.

    —Querida, lamento mucho lo de tu hermano…

    La mujer se giró lentamente, con la máscara colgando del rostro y el abrecartas agarrado con fuerza. Sestak retrocedió.

    —Tú no eres Ana… —jadeó él.

    —No —dijo Eva gravemente—. Pero, aún así, tú y yo tenemos que hablar.

Capítulo 30

    Platnéřská 110, Praga, República Checa

    29 de noviembre

    Sestak dio un paso atrás hacia la puerta, con los ojos muy abiertos por el miedo. Eva apuntó la punta del abrecartas hacia la lámina de plástico entre ambos, empujando ligeramente, pero sin romper el sello.

    —Ni se te ocurra pedir ayuda —dijo Eva.

    Sestak miró el plástico con atención. —¿Has venido aquí para matarme? —preguntó él, desafiante.

    —He venido aquí para hablar —dijo Eva—, pero si me das el menor problema, cortaré el sello y te escupiré en la cara.

    Él observó la punta y luego a Eva. —¿De qué estás infectada?

    El rostro de ella no se movió. —Espera y verás.

    Sestak exhaló lentamente, luego asintió y caminó hasta el borde de la habitación, agarró el brazo de una vieja silla de comedor de madera y la colocó frente al plástico. Se sentó con cuidado, con expresión tranquila, casi serena. Pensó un momento y luego miró a Eva directamente a los ojos.

    —Supongo que usted es la señora Kolikov —dijo.

    Eva reprimió un tic en el rostro y apretó los dientes. —Tú te reuniste con mi madre —dijo ella.

    —Tenía la impresión de que la inspectora Sobokta te tenía bajo contención.

    —No soy fácil de contener —respondió Eva.

    —Creo que no, o habrían detenido tu oleada de asesinatos en Alemania.

    Eva apretó más la punta contra el plástico. La fachada de Sestak flaqueó y asintió con ansiedad controlada. —Me reuní con tu madre, sí.

    —¿Sobre qué?

    Él bajó la mirada, se lamió los labios. —Ese es un asunto complicado.

    —Pues empieza a hablar. ¿Por qué la persigue la policía?

    —Deberías saberlo tan bien como cualquiera.

    Eva empujó el abrecartas a través de la primera lámina de plástico y Sestak se levantó de un salto. Ahora ella estaba empujando la segunda lámina y el rostro de Eva era sombrío de determinación.

    —¿Para qué las reuniones?

    —La última vez que la vi fue hace tres semanas. Para una actualización de estado de rutina sobre brotes recientes y cómo detenerlos.

    —Vosotros... ¿trabajabais juntos?

    Él entornó los ojos.—Seguramente ya lo sabes.

    —Hazme el favor.

    —Sí, trabajábamos juntos —dijo Sestak, recostándose en la silla—. Tu madre era nuestro enlace con la OMS, supervisaba la clasificación y el tratamiento de las cepas encontradas.

    —Deja de ganar tiempo. ¿Qué pasó hace tres semanas?

    Sestak lo pensó un momento. —Estábamos hablando de un brote de viruela en Pardubice —dijo—. Un asunto menor. Ella estaba leyendo el informe y se le puso la cara blanca y se excusó.

    —¿Qué había en el informe?

    —Nada de notar. Doscientas bajas, bien contenidas, y aquí no había ninguna amenaza para la ciudad.

    —¿Le has dado seguimiento?

    —Querida, Pardubice está a más de cien kilómetros de distancia. Ya tengo suficiente en mi plato. No necesito adoptar los problemas de otra persona.

    —¿Eso es todo? ¿Ella se marchó sin más? Entonces, ¿por qué enviaste a la policía tras ella?

    —Me temo que la policía encontró pruebas bastante independientemente de mí. Si yo hubiera tenido una idea de en qué estaba involucrada, nunca le habría dado acceso a nuestras prácticas de contención. Mi principal preocupación es que ahora ella pueda usar mis propias estrategias contra mí.

    —Ella no es una terrorista.

    —Eso es lo que tú dirías, ¿no?

    Eva casi perforó la segunda lámina. Agarraba el mango tanto que le temblaba la mano. —¿Crees que ella estuvo detrás del brote de Pardubice?

    —Por la forma en que ella reaccionó, no. Parecía genuinamente preocupada por eso. Lo cual, francamente, lo hace aún más sorprendente, sabiendo lo que ella había estado tramando todo esto.

    —Guarda tus quejas para alguien a quien le importe. Si ella no creó el virus, ¿quién lo hizo?

    Sestak cruzó las manos sobre el regazo y se detuvo un largo rato. —Cuando deconstruimos la cepa vimos que estaba firmada por los autores.

    —¿Qué? ¿firmada de verdad?

    —En el código, sí. Hebras de proteínas incidentales. Tosco, pero eficaz. Creo que se autodenominan “ex facto”.

    —¿Son lugareños?

    —Es imposible saberlo. Creo que tu madre sospechaba que eran rusos. Ella divagó sobre algo cuando leyó el informe.

    —¿Qué dijo?

    —Me temo que no hablo el idioma. Lo único que capté fue “repa”, pero aún así...

    —¿Adónde habría ido?

    Sestak se inclinó hacia adelante, con el ceño fruncido por el desconcierto. —Creíq que lo sabrías tú mejor que nadie —dijo—. ¿No teníais un plan en caso de que atraparan a alguna de los dos?

    —¡Ya os lo he dicho mil veces! ¡No tenemos nada que ver con este brote! ¡Soy una artista y mi madre es una heroína! ¡Ella salva a la gente, no la mata!

    Él sonrió serenamente. —Todos tenemos nuestro punto de inflexión —dijo.

    Eva apretó la mandíbula, apretó con más fuerza el abrecqrtas y lo empujó a través de la segunda lámina de plástico. Sestak se puso rígido, se apretó contra la silla y volvió a mirarla a los ojos. Ella respiraba larga y lentamente.

    —Retira a tus sabuesos —dijo ella—. Estáis perdiendo el tiempo persiguiéndonos. Vas a perder la ciudad y eso caerá sobre tu cabeza, no en la mía.

    Él no dijo nada.

    Un golpe en la puerta atrajo la mirada de ambos. Sestak se volvió hacia Eva, nervioso pero ella no revelaba miedo.

    —¿Director? —llamó débilmente el asistente—. Señor, ya está llegando la hora.

    Sestak abrió la boca para hablar, pero Eva negó con la cabeza lentamente, mientras giraba la hoja en el plástico para hacer un agujero perfecto. El aire dulce corrió de un lado a otro y las láminas ondularon por el cambio de presión.

    Sestak contuvo la respiración y contrajo el rostro en un esfuerzo por mantener la calma.

    El asistente llamó de nuevo, esta vez con más urgencia. —¿Director? ¿Va todo bien ahí dentro?

    Eva asintió hacia la puerta, con una leve sonrisa. Los dientes de Sestak castañetearon, pero sus labios permanecieron sellados y sus pulmones se tensaron por la presión.

    Él se dobló, luchando por controlarse, pero era demasiado. El pánico se apoderó de él y saltó de la silla, derribándola, y corrió hacia la puerta. El asistente cayó hacia atrás al ver a su Director desplomarse en el pasillo, sobre manos y rodillas, con el sudor corriendo por el rostro. El anciano jadeaba en busca de aire, resollando con cada respiración.

    —¿Señor? Señor, ¿qué ha pasado? —preguntó el asistente, asomándose nuevamente a la habitación. Le tomó un momento ver el agujero en el plástico y la ausencia de la hija del relojero.

    —Era… Kolikov —jadeó Sestak—. Sella este pasillo, pon en cuarentena a todos los que están dentro. Quiero que ese aire sea analizado para cotejarlo con todo lo que sabemos.

    —Ella… ¿estaba infectada? —preguntó el asistente, palideciendo.

    —Ella dijo que sí. No confío en ninguna palabra de lo que dijo, pero no voy a correr ningún riesgo.

    —No, señor. ¿Debería hacer que los hombres la detengan antes de que ella...?

    —Déjala. Informe a Sobotka y que ella le siga el rastro. Y adviértele que no suelte tanto la correa la próxima vez.

***

    Eva se encontró con Pyotr en la esquina unos minutos más tarde, con los ojos brillantes y una sonrisa tan amplia y frenética que él no pudo evitar parecer preocupado.

    —¿Lo conseguiste? —dijo él con incredulidad.

    —No sólo eso, sé adónde ir a continuación.

    —Espera… ¿de verdad viste a Sestak? ¿Y te dijo lo que querías saber?

    —No intencionadamente, pero mencionó que ella dijo la palabra "repa" la última vez que estuvo allí.

    —¿Tu madre hablando sobre nabos rusos? No lo entiendo.

    —No son nabos. Es Stepan. Stepan Krejci. Un viejo amigo de mis padres de cuando yo era pequeña. Yo no sabía pronunciar su nombre, así que lo llamaba Repa y así se quedó. Él debe de saber algo sobre lo que le pasó a mi madre.

    Pyotr meneó la cabeza. —Mira, aunque eso fuera cierto, ¿cómo vamos a encontrarlp? ¡No sabemos dónde vive y no hay forma de saberlo!

    La sonrisa de Eva creció. —Miraremos en el mismo lugar donde ue miraría mi madre: en la oficina de Repa en el departamento de biología de la Universidad Charles. Él era el jefe del departamento de epidemiología.

Capítulo 31

    Panská 12, Praga, República Checa

    29 de noviembre

    La suave alfombra recorría todo el vestíbulo principal, el suelo era tan brillante que el Sanador casi podía ver su reflejo en él. Intacto, como si ya nadie traspasara el umbral. Lámparas de araña relucientes colgaban de los techos abovedados, las luces más brillantes que las había que visto en muchos meses.

    Este lugar alguna vez había sido un hotel, pero la recepción estaba vacía y el último empleado en irse la había dejado en perfectas condiciones. No había un listín de edificios, ni una lista de huéspedes, ni nada en qué basarse. Él empezó a subir la escalera de madera pulida, observando atentamente lo que le rodeaba. En las esquinas de algunos escalones había copos blancos y amarillos, como un fuerte antiséptico que no se había lavado adecuadamente. Había macetas con flores en cada quinto escalón, como si el olor de las margaritas pudiera ahogar el aroma de la limpieza industrial. Las flores eran recientes, por lo que alguien había estado allí hacía poco. En cada puerta había una cámara encerrada en una cúpula de cristal oscuro. En una habitación había una bolsa de papel marrón fuera de la puerta, con el fondo manchado con algún tipo de grasa. Una habitación al final del pasillo tenía al menos dos docenas de periódicos apilados delante.

    En el tercer piso las paredes estaban decoradas con finos paneles de madera, acentuados con murales de aspecto clásico. La iluminación era mejor, todas las bombillas apuntaban al techo para crear una sensación de calma tenue. Él pasó junto a un gran espejo y se detuvo allí, viendo lo extraño que parecía. En el quinto piso, el cambio final. Al fondo del pasillo, a la izquierda, había un sencillo taburete de madera y, sentado a horcajadas sobre éste, un hombre corpulento y cuadrado con uniforme militar verde. El hombre ya estaba observando al Sanador cuando el mismo llegó a la planta, pero no hizo ningún movimiento. Simplemente observaba.

    El Sanador caminó lentamente por el pasillo, pero no había otras puertas que revisar. Se detuvo a una distancia segura del hombre, quien todavía lo observaba pasivamente. Tenía el pelo de color naranja brillante y su uniforme no tenía estrellas ni divisas, sólo dos simples pines "U.S." en cada solapa, y el nombre "Shaw" en el pecho.

    Los dos se miraron fijamente durante un buen rato, sin moverse, como si estuvieran en mitad de un duelo que ninguno de los dos quisiera admitir. El Sanador, lenta y deliberadamente, extendió una mano y llamó a la puerta. Shaw sujetó firmemente el antebrazo del sanador y apretó. Sus ojos verdes no estaban enojados, sólo eran profesionales, y negó levemente con la cabeza, como si eso permitiera al Sanador admitir la derrota. El Sanador mantuvo su mirada fija en el hombre más grande y, con cierta tensión, volvió a llamar a la puerta: uno, dos, tres.

    Shaw pareció apretar los dientes ante esto, tal vez divertido. De repente, bajó el brazo del Sanador y se lo alejó, y con la otra mano lo inmovilizó contra el otro lado del enclave, con los dedos apretados alrededor de la carcasa blindada de su cuello. El Sanador se movió rápido, agarró el brazo de Shaw y lo retorció. La presión repentina hizo que Shaw perdiera el control y el Sanador empujara el brazo hacia abajo y atrás, detrás de la espalda.

    El hombre apenas reaccionó al movimiento y con el otro brazo extendió la mano hacia atrás y agarró el pecho del Sanador. Con un pequeño crujido en su brazo torcido, lo lanzó lo suficientemente fuerte como para romper el agarre del Sanador, y arrojó al intruso hacia el otro lado del pasillo, hacia uno de los murales que colgaban allí.

    El Sanador recuperó el equilibrio rápidamente y Shaw se retorció el hombro, haciendo una mueca ante la sensación. El Sanador se propuso no hacer ningún movimiento brusco, pero su oponente no tenía esa preocupación: su mano derecha se deslizó hacia su costado y sacó la pistola de su funda, blandiendola hacia la máscara del Sanador.

    Pero él estaba preparado. Se hizo a un lado, agarró la muñeca de Shaw y la giró hasta oír el crujido, y con la otra mano atrapó el arma que caía y la arrojó por el pasillo. Cuando volvió a levantar la vista, ya era demasiado tarde para evitar que el puño de Shaw lo golpeara en el costado de la cabeza. El impacto lo hizo girar. Su traje emitió un pitido de advertencia, su ritmo cardíaco aumentó y oyó un zumbido constante en los oídos. Retrocedió instintivamente para tener espacio y pensar. Shaw se tomó el tiempo para diagnosticar su muñeca, y pareció descartarla, dejando que el brazo colgara a un lado.

    Se miraron el uno al otro durante otro instante antes de que Shaw se abalanzara hacia adelante, su golpe falló, y él recibió un codazo blindado en el cuello y una rápida patada baja en las piernas que lo enviaron al suelo. Shaw aterrizó sobre la alfombra carmesí y rodó sobre la espalda con cierta dificultad. El Sanador ya estaba girado, listo para más, con la capa echada hacia atrás y su machete ahora claramente visible a un lado.

    El Sanador extendió una mano a modo de advertencia y negó lentamente, pero Shaw era demasiado testarudo o estaba demasiado obligado por su honor para darse por vencido. Se puso en pie, con las rodillas doloridas por la patada, y se enderezó, aunque su cuerpo parecía de trapo. El Sanador negó con la cabeza una vez más, manteniendo la mano extendida, pero ajustando su postura para estar listo para el siguiente movimiento.

    Entonces sucedió: Shaw agarró la mano extendida del Sanador y la giró, tirando hacia atrás. Habría funcionado, pero eso era predecible y el Sanador giró y le dio un codazo en la nariz. Se oyó un fuerte crujido y Shaw jadeó, su agarre cedió y el Sanador volvió a patearle los pies, agarrándole la muñeca en la caída y sujetándolo al suelo con el brazo torcido detrás de la espalda.

    La nariz a Shaw le sangraba sobre la alfombra, rojo sobre rojo, la respiración era áspera y burbujeante, pero él giró la cabeza lo suficiente para ver a su atacante a través de sus ojos amoratados. Dijo algo con voz cansada, pero vengativa, que el Sanador no entendió (su inglés era peor que su alemán) y luego comenzó a debatirse, tratando de soltarse.

    El Sanador lo mantuvo allí un minuto, mirándolo luchar inútilmente. Con su otra mano, agarró a Shaw por la nuca y lo levantó, luego le soltó el brazo y lo dejó darse la vuelta, cojeando y destrozado, con la cara hinchada y sangrienta. El Sanador estaba a una distancia segura, con el machete en la mano, listo. Señaló el pasillo hasta la escalera, luego a su arma y lo dejó así.

    Shaw miró en silencio; luego, después de escupir un par de dientes, dio media vuelta y salió por el pasillo, su paso era una triste imitación de orgullo. El Sanador esperó hasta verlo en la escalera y fuera de la vista antes de centrar su atención en la puerta.

    Sólo le llevó un minuto quitar la manija y abrir la puerta. La habitación interior era diferente al resto del edificio. Era gris, las persianas cerradas, todas las lámparas apagadas y las paredes desnudas y austeras, como una casa esperando a ser habitada. Había mantas por todos los suelos y un gran sofá blanco extrañamente colocado en mitad de la habitación principal, apuntando a las ventanas como si valiera la pena observar los sucios rayos de luz que las atravesaban. Al final del sofá, el Sanador notó un par de pies enfundados en calcetines que se movían perezosamente de un lado a otro. Bailando con música que nadie más podía oír.

    El Sanador dio otro paso adelante y escuchó un raspado, un chirrido metálico bajo el pie, miró hacia abajo. Era una cuchara, tosca y doblada, manchada en el hueco del medio con una sustancia oscura, como un caldero improvisado. Y ahí otra cuchara. Y otra y, mezcladas entre medio, agujas usadas. Delgadas además. El Sanador se dirigió hacia el sofá, con cuidado de no pisar nada peligroso. Allí se detuvo y miró al pobre Lewis Kwong.

    Estaba viejo y exhausto, tan delgado que casi no parecía humano, y la piel le colgaba suelta sobre el cuerpo, llena de cicatrices y arrugas tras años de abuso. Estaba envuelto en una chaqueta militar, muy condecorada y de alto rango, que descansaba pesadamente sobre su frágil pecho. Su brazo izquierdo estaba fuera de la manga y descansaba suelto a su lado, con un torniquete atado alrededor del bíceps, abultadas venas con pinchazos de color púrpura, esperando más.

    El Sanador tomó un paquetito de polvo blanco del respaldo del sofá y lo apretó suavemente entre los dedos enguantados. Heroína, probablemente. Dejó caer la bolsa y pasó los dedos por la tapicería blanca. Kwong abrió los ojos lentamente, parpadeando ante la débil luz a su izquierda, y volvió su mirada hacia el Sanador, con las pupilas enrojecidas. No reaccionó, pero observaba con atención.

    El Sanador sacó su bolsa negra y la colocó en el respaldo del asiento, sacó un frasco y lo puso frente a Kwong. Con brusca destreza, Kwong apartó el brazo, lo metió en la chaqueta y miró suspicaz, juzgando. Dijo algo en inglés y el sanador negó con la cabeza. Hizo un gesto con la aguja, pero Kwong se giró hacia un lado y luego se sentó, tambaleándose, de espaldas al Sanador, y exhaló.

    —¿Qué haces aquí? —dijo el Sanador en mandarín, con voz débil y torturada. Su acento era fuerte y sus palabras muy simples, como las de un niño muy mayor buscando a tientas el idioma.

    —Yo no con… uso… ninguna enfermedad —dijo Kwong.

    El sanador hizo una pausa y pareció pensar. —Puede que estés enfermo —dijo—. Con una enfermedad mortal. Debo tomar una muestra de tu sangre ahora.

    Kwong negó con la cabeza y se acurrucó un poco. —Mí enfermo, todo yo. Mi culpa.

    —Eso puede ser —dijo el Sanador.

    Kwong dio media vuelta, con los ojos entrecerrados y doloridos, los labios temblando de miedo, dolor o autocompasión. —Pues déjame morir —dijo, y quiso decir ‘solo’.

    El Sanador negó con gravedad y Kwong hizo una mueca. El Sanador le mostró la aguja, la pantalla gris, lo que debía hacerse. —Debo tomar una muestra de tu sangre porque has infectado a otros —dijo lentamente, esperando que se entendiera el significado—. No podemos curarlos sin esta muestra.

    Se quedaron allí en silencio un momento.

    Kwong se giró en el sofá, extendió el brazo hacia el Sanador y cerró los ojos con fuerza, como si nunca antes hubiera visto una aguja y la idea de la sangre lo horrorizara. El Sanador llenó un primer vial fácilmente y, mientras colocaba el segundo, Kwong habló, con los ojos aún cerrados.

    —El abuelo me enseñó el idioma —dijo—. Nunca estudio grande. Ojalá ahora hubiera hecho. Mucho que decir.

    El Sanador esperó hasta que el segundo vial estuvo lleno y luego pasó al tercero, sin hablar.

    —Estoy solo aquí,j esta ciudad —continuó Kwong después de un tiempo—. No puedo ir casa. Mi familia… no puedo ver. Demasiado enfermo en Europa. Todos seguros en casa en Estados Unidos.

    El Sanador asintió para demostrar que entendía.

    —Estoy esperando morir —dijo Kwong—. ¿Puedes saber cuándo?

    El Sanador miró esos ojos implorante mientras se extraía lo último de la sangre. Deslizó la muestra en su dispositivo y dejó que se realizaran las pruebas. Mientras los caracteres pasaban rápidamente, bajó el dispositivo a un lado y asintió levemente hacia el anciano.

    —Perdón por mis faltas —dijo Kwong, ya al borde de las lágrimas—. ¿Puedes… contarle a mi familia sobre mí?

    El Sanador no respondió, pero miró hacia otro lado y luego miró su diagnóstico. Pasó a la siguiente pantalla y luego regresó.

    —¿Qué es? —preguntó Kwong, mientras el Sanador buscaba su bolsa azul. Kwong se levantó rápidamente, se giró para enfrentar al Sanador, desafiante—. ¿Qué es? —dijo de nuevo.

    El Sanador dejó su bolsa donde estaba, bajó las manos a los costados y se inclinó. —Llevas un virus mortal —dijo—. Si vives, matarás a cualquiera que veas.

    Kwong cerró la boca, apretó los dientes y el Sanador vio los músculos de su mandíbula apretarse debajo de la piel flácida. Cerró los ojos y asintió levemente. —Se acabó —dijo Kwong.

    El Sanador asintió, aunque Kwong no lo vio.

    El viejo soldado volvió a extender el brazo, con un pequeño hilillo de sangre envuelto alrededor de su codo debido a los pinchazos anteriores. Respiró larga y profundamente y abrió los ojos, mirando directamente al Sanador. Luego, en un instante, sus ojos se movieron hacia la izquierda y hacia atrás, y el Sanador oyó el débil sonido del metal chirriando detrás de él. Se giró hacia un lado cuando se escuchó un fuerte crujido. El pecho de Kwong estalló con una brotante herida roja y el hombre cayó hacia atrás, de rodillas.

    Shaw estaba en la puerta, con la pistola en la mano y una rápida mirada de sorpresa y arrepentimiento en los ojos al darse cuenta de lo que había hecho. El Sanador estaba desequilibrado, pero vio que el arma apuntaba hacia él y se agachó hacia la cocina a su espalda. Un dolor punzante le atravesaba el hombro y sintió el horrible pinchazo del antiséptico cuando su traje reaccionó a una herida de bala. Se desplomó al doblar la esquina, resbalando por la pared.

    Detrás del sofá, la vida se le había escapado a Kwong, sus ojos estaban vidriosos por la conmoción y la confusión, y su boca se abrió y se cerró un par de veces antes de caer de espaldas al suelo. Shaw maldijo en voz alta con voz nasal y ahogada, y el Sanador oyó los pasos pesados ​​que avanzaban sobre las cucharas y las agujas. Cuando el arma asomó por la esquina, el Sanador ya no estaba, un reguero de sangre en la pared se dirigía a la cocina.

    Shaw se giró de espaldas a la pared, con el arma apuntando frente a él, y avanzó lentamente hacia el umbral, siguiendo el rastro. Su respiración era lenta y tranquila cuando la punta de la pistola se acercó un poco más allá de la entrada...

    Antes de que pudiera hacer su movimiento, un crujido estalló a su lado y su codo fue aplastado por un fuerte golpe, haciendo que su mano tuviera espasmos y el arma cayera de sus dedos. El Sanador lo atrapó hábilmente, doblando la esquina, con el brazo derecho suelto e inútil, su capa oscura y brillante por donde había pasado la bala. Dejó que su machete prerforara tanto la pared como el codo de Shaw, manteniéndolo como rehén.

    Se pausó un momento, observando a su presa.

    Luego, casi con crueldad, sacudió la cabeza de un lado a otro y arrojó la pistola al otro lado de la habitación. Los dos permanecieron allí un momento, oyendo el sonido de la sangre de Shaw goteando en un charco debajo de él. Su respiración se estaba volviendo irregular y urgente, y él reprimía un grito. El Sanador se giró levemente, se inclinó hacia la cocina y Shaw sintió un dolor agudo cuando el machete se movió en la pared. Le frunció el ceño al Sanador y su mejilla se contrajo involuntariamente. Luego, con un tirón, el machete se soltó de su brazo, de la pared, y tuvo un momento de ligereza antes de que la hoja girara hacia atrás y le atravesara el cuello, y ya no sintió nada en absoluto.

    El Sanador se alejó de la escena, se acercó al sofá y agarró su dispositivo gris al lado del cuerpo de Kwong. Con manos temblorosas, pasó las pantallas, de un lado a otro, deteniéndose en la última: "xFacto Emaciator 1.0”, rezaba, "Infección de 3° Generación”.

    Apretó el dispositivo hasta que el plástico crujió en sus manos.

Capítulo 32

    Staropramenná 2, Praga, República Checa

    29 de noviembre

    Eva y Pyotr caminaban por el último tramo de la carretera; el antiguo y majestuoso edificio a su izquierda proyectaba una débil sombra sobre la nieve. Había huellas de neumáticos en la calle, pero hasta donde alcanzaban la vista no había ningún otro indicio de vida. Todas las luces del edificio estaban apagadas y la pálida fachada resultaba ominosa en la penumbra de la tarde invernal.

    Se detuvieron delante y miraron hacia arriba.

    —¿Estás seguro de ésto? —preguntó Pyotr, cansado.

    —Estamos cerca —dijo Eva tiritando, pero tranquila—. Puedo sentirlo.

    Subieron los cuatro escalones hasta la entrada: un sencillo conjunto de puertas enmarcadas con pintura ocre desgastada. Estaban cubiertas por pesadas tablas, bien martilladas. Había una serie de pegatinas de advertencia sobre pintura negra anunciando que las instalaciones estaban cerradas hasta nuevo aviso. Otro papel, medio arrancado, advertía que el local estaba en cuarentena debido a un brote de Battinger.

    —Por aquí —exclamó Pyotr a la derecha de las puertas, donde una de las altas ventanas había sido destrozada, dándoles acceso.

    Dentro era como si el vestíbulo hubiera sido puesto patas arriba. Grandes y pesados ​​escritorios estaban volcados y había trozos de yeso y piedras estrellados contra el tosco suelo de madera. Las paredes estaban cubiertas de moho negro; la mayor parte de la vieja pintura amarilla estaba desconchada o simplemente disuelta. Una ventana en algún lugar de la parte trasera dejaba entrar la luz del sol, pero no era suficiente. El aire tenía la textura de vegetales podridos, incluso a través de sus máscaras.

    —¿Sabes dónde estaba su oficina? —preguntó Pyotr.

    —No —admitió Eva—. Tampoco vi un listado de edificios. ¿Cómo deberíamos buscar?

    Pyotr abrió una puerta a la derecha, apartando algunos escombros del camino. —¿Puerta por puerta? —ofreció, para luego abrir el paso.

    La habitación estaba vacía. Los muebles que había allí estaban apilados en el rincón más alejado, lejos de las ventanas. El suelo estaba impecable, a pesar de la atmósfera polvorienta, salvo por ese montón. Eva podía distinguir un roce en el suelo de madera a su alrededor, como si algo hubiera desgastado toda una capa de acabado.

    —Mira esto —dijo Pyotr pasando un dedo enguantado por la pared, la cual estaba reducida a una fina capa de yeso, desgarrada por toscas rayas, como si gruesas garras la hubieran arrancado. Sólo cerca del techo recuperaba el espesor y, con él, el moho negro.

    —Alguien odia el moho —dijo Eva en voz baja, ajustándose la mascarilla—. Sigamos moviéndonos.

    Al final de un pasillo tranquilo, pasando por un tablón de anuncios que aún tenía avisos sobre pisos en alquiler en la ciudad, encontraron un gran auditorio, con sus modernos escritorios arrancados y golpeados desde sus bases, hacia arriba y hacia el fondo de la sala. A su derecha, sobre el suelo de cerámica, había una fuente para beber, con un hilillo de agua que caía en un bonito estanque. De nuevo, sin señales de vida.

    —Esto va a llevar un tiempo —dijo Pyotr, examinando los restos.

    En ese momento, se escuchó un movimiento y algo de madera cayó, muy al fondo de la habitación. Pyotr se acercó a Eva, protegiéndola.

    —¿Quién anda ahí? —exclamó él.

    A Eva le latía el corazón con fuerza en los oídos. Se agachó hacia la izquierda, agarró el brazo de un retroproyector destruido y sintió su peso. Su muñeca torcida le gritó, pero apretó los dientes y mantuvo una atenta mirada en la habitación.

    —¿Hola? —gritó Pyotr, preparado.

    Luego, cerca del centro de la habitación, levantándose y alejándose de ellos, apareció una chica, de no más de veinte años, con los ojos oscuros por el cansancio y el pelo en mechones sucios que le caían por la cara. Los brazos al gélido aire parecían casi azules, y se abrazaba a sí misma, tiritando.

    —¿Estás bien? —preguntó Eva, adelantándose antes de que Pyotr la alcanzara.

    La chica parecía no verlos y empezó a trepar y a reptar por los escritorios. Metió la cabeza debajo de uno, luego metió los brazos debajo y se agachó, fuera de la vista. Oyeron escombros moviéndose y cristales rotos.

    —¿Qué está pasando? —exclamó Pyotr, alejando a Eva de donde la chica había desaparecido—. ¿Eres la única aquí?

    La chica levantó una mano sobre el escritorio, apoyó la cabeza hasta la mitad por encima de la madera y desvió la mirada de izquierda a derecha, sin mirarlos nunca. Su labio inferior estaba mordido y cubierto de costras, marcas de dientes afilados rojos y goteantes.

    —No lo encuentro. No lo encuentro —dijo la chica, aunque no a ellos—. No lo encuentro en ninguna parte.

    —¿No encuentras qué? —preguntó Eva mirando a su alrededor.

    —Mi borrador. Tenía un borrador. Lo traje a clase. No puedo encontrarlo. ¡Juro que lo traje, lo sé!

    Eva y Pyotr intercambiaron recelosas miradas. Pyotr levantó un dedo hacia Eva, luego se agachó y empezó a empujar trozos de madera rota como si estuviera buscando. Eva le dirigió una mirada de advertencia.

    —No —susurró Eva.

    —Puede que hable con nosotros si somos amables con ella…

    —No lo creo.

    —¡Ey! —interrumpió Pyotr con una fuerte exclamación—. ¡Creo que veo un borrador aquí!

    Los ojos de la chica se dispararon hacia ellos, muy abiertos y delirantes. Su boca se abrió con un gruñido, mostrando dientes dorados y ensangrentados.

    —¡Es mío! —gritó la chica y saltó como un animal por encima de los escritorios, directamente hacia el huidizo Pyotr. Lo arrojó contra la pared, lo agarró de la muñeca y comenzó a golpeársela salvajemente contra el cemento.

    —¡Suéltalo! ¡Suéltalo! —aullaba la chica, apartando la otra mano de él, mordiéndola con su destrozada boca. Él gruñó de dolor, tratando de obligarla a alejarse, pero ella estaba demasiado loca para detenerse.

    —¡Ey! —Eva llamó desde atrás—. ¡Tengo tu borrador aquí mismo!

    La muchacha se volvió con saña y apartó la mano maltrecha de Pyotr. Se arrastró, encorvada como un animal, tratando de rodear a Eva, quien sostenía el brazo del proyector suelto a su lado. La chica se secó la boca con el brazo, dejando un rastro rojo hasta el codo.

    —Dame el borrador —dijo la chica—. Se me perdió a mí. Es mio.

    Eva asintió lentamente. —Te lo voy a dar. Lo haré. Pero dime… ¿dónde está el Dr. Krejci? El Dr. Stepan Krejci.

    Los ojos de la chica se abrieron mucho y luego se entrecerraron rápidamente. Empezó a mirar a izquierda y derecha otra vez, como una presa y no un cazador. Le pareció ver a Eva de nuevo por primera vez, pasando por emociones que iban de feliz a asustada y a enojada en un segundo.

    —¿Has visto mi borrador? —preguntó tensando las manos de un lado a otro.

    Eva volvió a agarrar el brazo del proyector. —Lo tengo... —comenzó a decir, y la chica saltó hacia ella. Eva estaba preparada: se hizo a un lado, blandió el metal con la mano y alcanzó a la chica en el estómago. La chica se desplomó en el suelo, tosiendo salvajemente, agarrándose a sí misma, a su pecho, jadeando.

    —Necesito encontrar al doctor Krejci —repitió Eva, esta vez más fría.

    La chica la miró con dementes ojos entornados. —¡Quiero mi borrador!

    Se dio la vuelta, tratando de atacar, pero Eva la golpeó en un lado de la cabeza, haciéndola resbalar hacia la primera fila de mesas. La sangre goteaba de su sien mientras sus ojos se pusieron en blanco.

    —Eva… —jadeó Pyotr, corriendo a su lado.

    —Siempre es igual —gruñó Eva, tirando el brazo del proyector contra la pared—. Vayas donde vayas, poco a poco te van minando el alma. No lo soporto, Pyotr. No lo soporto más…

    Pyotr le frotó la espalda suavemente y luego recogió del suelo el metal desechado. Eva sacudió la cabeza hacia la chica, se giró y salió de la habitación. Pyotr la siguió, ahora mirando nerviosamente hacia adelante. Llegaron a otra habitación, grande y fría, con todas las ventanas rotas y una fina capa de nieve extendida hasta la mitad del suelo. Por todas partes, encima de las mesas y tirados sobre las sillas, estaban los pedazos de los cuerpos de cinco almas aterrorizadas. Sus rostros estaban llenos de profundos cortes, sus ojos eran simplemente cuencas ensangrentadas. Brazos arrancados de torsos, algunos parecían haber muerto tratando de alejarse arrastrándose mientras les destrozaban las piernas por detrás.

    Eva contuvo el vómito y se volvió hacia Pyotr, que se apoyaba contra la pared.

    —Jesús… —jadeó él—. ¿Crees que... ella hizo esto?

    Eva no pudo mirar atrás, sólo sacudió la cabeza. —No lo sé. No puedo mirar. ¿Puedes ver... está mi... mi madre ahí?

    Pyotr se puso tenso y miró a izquierda y derecha.

    —No —dijo—. Las dos mujeres son demasiado jóvenes.

    Eva respiró profundamente el aire procesado. —Bien. Pues salgamos de aquí. Este fue un grave error. Tenemos que irnos.

    Apenas habían pasado el umbral cuando empezaron los golpes: golpes furiosos y enloquecidos. Se detuvieron, se volvieron a medias y oyeron débilmente:

    —¡Ey! ¡No te vayas! ¡Por favor, tienes que ayudarme! ¡Por favor!

Capítulo 33

    Staropramenná 2, Praga, República Checa

    29 de noviembre

    Eva y Pyotr regresaron corriendo a la habitación y vieron una taquilla refrigerada, a un lado... un rostro desesperado llamándolos desde una estrecha ventana al lado. Corrieron hacia él y empezaron a tirar del pomo de la puerta, pero un fuerte golpe contra el cristal los detuvo.

    —¡No! —gritó el hombre de dentro, con las mejillas hundidas y los labios azules—. Por favor, no. Está en el aire. Necesito una máscara primero. Por favor, decidme que tenéis una.

    Eva miró a Pyotr, quien negó con la cabeza. —Sólo tenemos dos —dijo él débilmente.

    El hombre de dentro apoyó la frente en el cristal y pareció llorar. Su puño volvió a golpear el cristal, delgado y miserable. Eva le quitó a Pyotr el brazo del proyector y asintió.

    —Vuelve al almacén y busca otro —dijo ella.

    —¿Qué? —Pyotr jadeó—. ¡Eva, incluso correr me llevará al menos diez minutos! Y lo que sea que hizo eso —señaló los cuerpos destrozados—. ¡podría volver y encontrarte!

    Eva movió ligeramente el brazo del proyector hacia adelante y hacia atrás y sonrió. —Me las arreglaré.

    —Eva, por favor… esto es una locura.

    Eva señaló enojada la carnicería de la habitación. —No, eso es una locura. Ésto de aquí soy yo devolviendo algo de cordura al mundo. Ve a buscar la máscarilla. Estaré bien.

    Pyotr negó con la cabeza, pero echó a correr. Ella esperó hasta que ya no pudo oír los pasos y luego se volvió hacia el hombre que estaba en el refrigerador, que ahora tenía lágrimas en los ojos y se estaba ahogando entre sollozos.

    —Gracias —dijo él en alto, su voz apenas traspasaba el espesor de la puerta—. Yo… no sé cuánto tiempo llevo aquí. Tengo tanta hambre que ni siquiera puedo...

    Se detuvo y desapareció de la vista. Eva se acercó más al cristal y trató de ver el interior. —¡Ey! ¿Que pasó aquí? ¿Cómo pasó esto? —preguntó Eva.

    El hombre apareció de nuevo en la ventana, sin mirar a Eva, temblando. —Lo hicimos nosotros —gimió él—. Todos lo hicimos y nos mató.

    —¿Hacer qué? ¿Quiénes son "nosotros"?

    —El equipo xFacto —dijo él con una extraña mezcla de pena y orgullo.

    La boca de Eva se abrió bajo la máscara. —Espera, ¿eres de un equipo de virus? ¿El mismo que produjo la viruela de Pardubice?

    El asintió. —Sí, pero eso fue un error. Nosotros no apuntábamos a los checos.

    —¿Vosotros... qué?

    —Nosotros somos los únicos que se interponen entre Rusia y el completo genocidio de la raza checa.

    Las palabras estaban cargadas de engreída propaganda y eso la enfermó. Eva se llevó una mano enguantada a la frente y dio media vuelta. —¿Ésto es todo vuestro? Esta gente, esa chica de al lado… creasteis un virus que… que…

    —Que derriba el muro entre la realidad y la paranoia —dijo él, orgulloso—. Te hace ver cosas que tu subconsciente teme. Es como una pesadilla viviente de la que no puedes despertar.

    Eva golpeó el cristal con una mano enojada y el hombre retrocedió. —¿Qué clase de idiotas sois?

    —¡Intentábamos mantener a raya a los rusos! ¡Si se destrozaban ellos mismos, tendrían que dejarnos en paz! ¡Nos salvaría a todos!

    —¡Sí, hasta que uno de ellos descubra que fuisteis vosotros y lanzara un contraataque contra Praga!

    —¡No dejaríamos que eso sucediera! —tronó desafiante, luego se desplomó fuera de la vista de nuevo, y ella oyó sollozos. Eva se sentó al otro lado de la puerta, de espaldas al frío acero, observando la entrada por donde había salido Pyotr.

    Se oyó un leve golpe desde el interior de la taquilla. —Se suponía que no debía funcionar así —lloró—. No fue creado para transmisión aérea.

    Eva frunció el ceño y miró hacia la ventana. El hombre estaba mirando la habitación, bajando lentamente el cristal con la mano.

    —El vector iba a un hospital de San Petersburgo. Irrastreable, pero directo. Aerosolizarlo nunca fue parte del plan. Es demasiado evidente de esa manera.

    —Y entonces qué, ¿lo construisteis mal?

    —No —sollozó él—. Eso es imposible. Nuestra incubadora estaba rota y el virus no tenía la opción de aerosol en primer lugar. Créeme, intentamos usarlo. Si está en el aire, fue otra persona, quizá esa mujer.

    —¿Qué mujer? —preguntó Eva levantándose rápidamente y apoyándose en la puerta.

    —Esa que vino aquí... dos días antes de que Siman mostrara síntomas. Ella debe de haber hecho algo… modificó el código.

    —¿Cómo se llamaba? —preguntó Eva con urgencia.

    —No sé. Doctora nosequé. No sé cómo supo de nuestro grupo. No dejaba de decir que estaba buscando al Dr. Krejci.

    —¿Dónde está el Dr. Krejci? ¿Dónde está ahora?

    —Murió en el brote de Battinger, antes de que reclamáramos el edificio. ¿Lo... lo conocías?

    —Sí ​ —Eva suspiró, distante.

    —Era un gran hombre. Me enseñó todo lo que sé. Quiero decir, hasta cierto punto. No sé qué pensaría sobre... ya sabes... todo esto...

    Eva no dijo nada.

    —Le hacemos un pequeño homenaje en todos nuestros virus. Una cita enterrada con nuestro nombre: "Y él se interpuso entre los muertos y los vivos; y la plaga fue detenida." Él… él solía escribirlo en el pizarrón al comienzo de cada semestre.

    Eva apoyó la frente en la puerta y sintió que le ardían las sienes de dolor. —Esa mujer, la doctora… ¿qué le hicisteis?

    —¿Hacer? ¡Nada! Rayna quería infectarla con algo, pero se fue antes de que pudiéramos. Probablemente porque había pirateado nuestro código y no quería estar cerca cuando las cosas salieran mal.

    Eva miró por la ventana, con los ojos entrecerrados y furiosos por encima de su máscara. —Ojalá no hubiera enviado a Pyotr a salvarte la vida —dijo ella enfurecida.

    —Tú no me conoces —dijo él, bajando los ojos para ver si la puerta se abría—. No tienes derecho a juzgarme.

    Eva controló su respiración y guardó silencio.

    —Una vez que salga de aquí —siseó él—. Voy a encontrar a esa jodida perra y a administrarle todo lo que hemos hecho. Morirá de tantas maneras a la vez que nunca sabrán qué la mató.

    Eva lo miró a los ojos, muertos y vacíos.

    Abrió la puerta con un siseo.

    —¡No! —gritó el hombre, tratando desesperadamente de volver a cerrarla, pero Eva tiró con más fuerza, sacándola completamente hasta que él se desplomó en el suelo, tapándose la boca con las manos demasiado delgadas.

    —Adelante, aguanta la respiración —gruñó ella—. Tengo todo el tiempo del mundo.

    Él se debatía tratando de evitar el aire, pero era inútil. Se dejó caer sobre manos y rodillas, apretando el rostro hacia, esforzándose mucho... Extendió una mano frágil hacia ella, tratando de agarrarla por la espinilla, pero ella se la apartó de una patada. Era demasiado, él respiró hondo, lentamente y rompió a llorar, inclinando la cabeza contra el suelo.

    Eva lo miró con ojos fríos y fulminantes, sin decir una palabra.

    Entonces él empezó a reír. Golpeó el suelo con el puño y se puso de pie tambaleándose.

    —De acuerdo —espetó él—. De acuerdo, lo que sea. Me has matado. Bien por ti. Pero tengo al menos doce horas antes de sentir síntomas, y eso es tiempo suficiente para encontrarte y rebanarte en pedazos.

    Eva ladeó la cabeza y luego le dio un golpe en la rodilla izquierda con el tubo metálico. Oyó un suave crujido y él se desplomó de lado, de espaldas al suelo, gritando como loco y agarrándose la pierna que se doblaba en sentido contrario. Eva asintió hacia la pierna.

    —Buena suerte con eso.

    Él rugió, cayó boca abajo, hundió la cara en una mano, jadeando. —¡Estás muerta joder! —gritó él.

    —No —dijo ella fríamente—. Tú estás muerto. Tú y tus amigos de xFacto. Todos vosotros morís aquí. Ese es el final. Ya he tenido suficiente de esta mierda vuestra, de vosotros y los de vuestra calaña. Vuestro virus de pesadilla nunca verá la luz del día, ¿me oyes?

    Él la miró con ojos terribles y húmedos, medio riendo y medio llorando. —Ya es tarde para eso —cacareó él—. El comprador ya recibió el paquete. Está en camino de ser implementado ahora mismo.

    —¿Qué?

    —Diablos, puede que ya esté ahí fuera.

    Eva levantó el brazo del proyector como un bate, amenazando, ajustando su postura para dominar al hombre. Él no pareció darse cuenta; se giró sobre su espalda, mirando al techo, riéndose de nada.

    —¿Quién es el comprador? —exigió ella.

    —Que te jodan.

    Ella le atacó en el hombro, rompiéndole el hueso, y él gritó y siguió riendo.

    —¿Quién es el comprador? —le gritó ella.

    —Bien… bien, lo que tú digas… —lloró él—. Hazlo a tu manera. Nunca lo encontrarás. Él probablemente está....

    Pero antes de que pudiera decir otra palabra, una enorme forma amenazadora saltó sobre él, le puso una mano ensangrentada alrededor del cuello y lo estrelló contra el suelo tan repentinamente que se rompió, matándolo instantáneamente. Eva retrocedió rápidamente, con el arma preparada, mientras el hombre monstruoso le arrancaba los ojos a su víctima, se los metía en el bolsillo y luego acariciaba suavemente el rostro destrozado.

    —Shh… —dijo él suavemente—. Tranquilo, los encontré. Están a salvo ahora.

    Su rostro tenía una espesa barba, marcada con arañazos rojo oscuro a lo largo de las mejillas, el cuello y todo el torso desnudo. Sus pantalones cargo estaban tan llenos de sangre seca que eran casi negros, y sus pies descalzos estaban marcados con costras y heridas abiertas por todos los vidrios rotos alrededor del edificio.

    —¿Qué? —dijo él de repente, al aire que lo rodeaba—. ¿Otra vez? ¿Dónde?

    Miró el cuerpo que tenía debajo, trazó una cuidadosa línea desde el hombro hasta el brazo izquierdo y se detuvo en el codo.

    —No, eso no sirve —murmuró él, luego sacó un gastado bisturí del bolsillo trasero. Eva retrocedió aún más, acercándose a la puerta.

    —Esto no tomará ni un minuto —dijo él clavando salvajemente el brazo con el bisturí, y luego comenzó a gritar como si fuera él quien estaba siendo atacado. Eva estaba casi en la puerta, sin dejar de mirar la escena, cuando su tacón rompió un trozo de vidrio.

    El monstruo la miró de repente, con los ojos muy abiertos.

    Ella no hizo ningún movimiento.

    —Sí —dijo él al aire, pero mirándola fijamente—. Sí, ella también tiene hormigas.

    Eva retrocedió más, lista para luchar. Él no hizo ningún movimiento para seguirla, sólo se quedó mirándola.

    —Tú quédate atrás —advirtió él—. Quédate ahí y todo irá bien —El hombre movió levemente los ojos y quedó claro que ahora la veía completamente—. Le sacaré las hormigas y se sentirá mejor —dijo, luego saltó hacia ella como un gorila demoníaco, gritando mientras hacía el acercamiento final.

    Era tan aterrador que Eva casi perdió su oportunidad: se lanzó hacia él, golpeándole el hombro en lugar de la cabeza, enviándolo de nuevo al suelo y haciéndola caer de rodillas por el impulso. Su muñeca ardió furiosamente y ella perdió el control de esa mano.

    El monstruo se puso de pie rápidamente y corrió hacia ella de nuevo, y ella salió corriendo hacia la puerta, resbalándose en el vidrio del suelo, y apenas la alcanzó antes de que él la agarrara del talón. Él tiró y ella se giró sobre su espalda, dejando caer el brazo del proyector. Él tiró de ella hacia atrás en uno, dos y tres dolorosos bandazos. Ella intentó darle una patada, pero él era demasiado fuerte.

    Se sentó a horcajadas sobre ella, con los ojos completamente locos, y se lamió los labios. —Hay que sacar esas hormigas —dijo él serenamente, y extendió hacia atrás una mano ensangrentada.

    Entonces su pecho se abrió de golpe. Una, dos y la tercera vez se desplomó de espaldas sobre el cristal y Eva se tapó los oídos, que le pitaban por el estruendo de los disparos. Rodó boca arriba, miró atrás y allí, en la puerta, estaba Pyotr con una pistola humeante en una mano temblorosa.

    —Supongo que no necesitas la máscara después de todo, ¿eh? —dijo él.

Capítulo 34

    Hospital Motol, Praga, República Checa

    29 de noviembre

    Anouma pasó por la cama del señor Vecera poco después de las diez de la noche, revisó su historial y la cantidad de Pathenex que le quedaba en su vía intravenosa. Él la miró débilmente, con una sonrisa apareciendo y apagándose, como si estuviera confundido acerca de su estado mental. Ella le dio unas palmaditas suaves y asintió.

    —¿Aún está despierto, señor Vecera? —preguntó ella en voz baja, ya que la mayoría de los demás pacientes en el pasillo ya estaban dormidos.

    Él no respondió, desvió la mirada de ella de repente y luego cerró los ojos. Anouma frunció el ceño y sacó al linterna. Él giró la cabeza y ella le examinó las pupilas. Fijas y dilatadas.

    —¿Señor Vecera? —volvió a preguntar, esta vez llamando más fuerte—. Señor Vecera, ¿me oye?

    Los ojos de repente se fijaron en ella y él respiró entrecortadamente. —Mi… mi nieta se está ahogando… —jadeó él.

    Anouma miró a su alrededor y él la agarró por la muñeca y la apretó con fuerza. —Tiene que ayudarme, doctor. ¡Mi nieta se está ahogando!

    Ella le frotó el pecho, le inclinó bruscamente la cabeza y vio que ya no la miraba. Parecía como si estuviera a punto de llorar, y entonces su monitor cardíaco empezó a chirriar debajo de la cama.

    —La presión arterial está subiendo… —se dijo a sí misma—. ¡Señor Vecera! ¡Despierte! ¡Despierte, por favor!

    De repente él echó los brazos hacia atrás, se sentó rápidamente en la cama y empezó a lanzar un grito fuerte y espeluznante, y los demás pacientes empezaron a despertarse también, gimiendo o gritando de miedo. Anouma se inclinó hacia él con el hombro y lo sujetó sobre la cama.

    —¡Necesito sedante! —gritó ella mientras el frágil hombre luchaba contra ella—. ¡Sedantes y correas! ¡Ya!

    Dos de las enfermeras en la planta salieron corriendo, una hacia el botiquín y la otra para ayudar a Anouma. Ésta empujó hacia abajo el brazo derecho de Vecera con todas sus fuerzas, y el cuerpo del paciente se sacudió hacia arriba y hacia abajo, agitándose como un pez, mientras ambas luchaban por mantenerlo quieto.

    —¡Señor Vecera! —exclamó Anouma—. Señor Vecera, ¡todo está bien! ¡Está a salvo! ¡Por favor, cálmese!

    Pero él no la escuchaba en absoluto, seguía jadeando, balanceándose arriba y abajo, adelante y atrás, tratando de liberarse.

    —¡Que alguien salve a mi nieta! —gritó él—. ¿Qué les pasa a ustedes? ¡Aprisa!

    La otra enfermera llegó con una aguja larga y un par de largas correas azules. Anouma le lanzó una a la enfermera y comenzó a envolver con la suyo las piernas del señor Vecera. La enfermera hizo lo mismo con los brazos, pero él se liberó de repente, la arañó y le raspó el cuello. Ella se agarró rápidamente la herida y retrocedió tambaleándose.

    Anouma miró detrás de ella, a la segunda enfermera. Ella ya estaba aplicando los medicamentos. El señor Vecera empezó a vacilar, sus movimientos se volvieron más moderados y, poco a poco, cayó en un estado de balbuceante semiinconsciencia.

    —¡Tú! Llévala a limpiarse esa herida. Os quiero a ambas con altas dosis de Pathenex ahora. Estáis fuera de servicio hasta que yo lo diga. ¿Lo entiendes?

    Ambas enfermeras asintieron solemnemente y salieron, pasando junto al doctor Bastien, quien corría por el pasillo hacia Anouma. Detrás de él caminaba un hombre con traje de negocios, con una pesada máscara que le tapaba la mitad de la cabeza y los brazos enguantados hasta los codos. Llevaba una placa del ayuntamiento sobre el bolsillo del pecho. Un burócrata.

    Bastien comprobó rápidamente el monitor cardíaco y las pupilas.

    —Está alterado —dijo Anouma—. y no tengo idea de por qué.

    —Eso no está en las especificaciones de su estado —dijo Bastien con gravedad.

    —Dr. Bastien —interrumpió el burócrata—. ¿Es ella la Dr. Anouma?

    —¡Ahora no! —bramó Bastien.

    —Dr. Bastien, si está intentando interferir en asuntos estatales, no me importa su rango en este lugar, será usted....

    —¡Dije silencio! —gritó Bastien sin darse la vuelta. Miró a Anouma, con ojos muy serios—. ¿Qué otra cosa podría ser? —preguntó él.

    —¿Quizás el Pathenex está teniendo una reacción tardía? —dijo ella.

    —Improbable —dijo Bastien—. ¿Ha tenido visitas? ¿Alguien que pudiera haberlo molestado?

    Anouma negó y pensó. —No creo que haya tenido visitas desde que llegó aquí. Tal vez sea sólo… ¿fiebre de la cabaña?

    Bastien asintió y miró por la habitación. —Deberíamos llevarlo arriba en algún lugar para que no asuste a los demás. Encuentra a Laroche y mira en qué zona puede acomodar una cama nueva. Yo iré...

    Luego, varias filas más allá, otro paciente comenzó a convulsionarse frenéticamente, haciendo traquetear la cama.

    —¡Hace demasiado calor! —vino una voz desesperada—. ¡Abre las ventanas, hace demasiado calor!

    Anouma y Bastien intercambiaron preocupadas miradas y se dirigieron hacia la mujer que se protegía la cara con los brazos. Bastien la sujetó mientras Anouma le revisaba las pupilas.

    —¿Hola? —Anouma la llamó directamente a la cara—. ¿Hola, puedes oírme?

    —¡Hace tanto calor! ¡Ayúdame! ¡Ayudame, por favor!

    Anouma miró a Bastien, quien se esforzaba por contener los salvajes movimientos.

    —¿Qué está pasando aqui? —dijó el burócrata alejándose de ellos—. Dr. Bastien, ¡necesito saber qué está pasando!

    —Una nueva infección —gruñó él.

    —¡Necesitamos más sedantes! —gritó Anouma al otro lado de la habitación—. ¡Traed tantos como podáis!

    La mujer estaba sudando copiosamente, moviéndose de un lado a otro, tratando de liberarse. Bastien arriesgó una mano sobre su frente y su cuello. —No tiene fiebre. Está alucinando. ¿Qué podría causar ésto?

    —No lo sé —dijo Anouma buscando en su memoria—. A veces, la enfermedad de Battinger provoca sonambulismo, pero...

    —Esto no es la Battinger. Dios nos ayude, espero que no se transmita por el aire —dijo él.

    El burócrata salió corriendo de la habitación.

    —Hay que iniciar a todos en rutinas agresivas de Pathenex —dijo Anouma mirando alrededor—. Debemos frenarlo si podemos.

    Bastien maldijo enojado. —¡Se nos acabará antes de cubrir la habitación una vez! ¡Maldita sea, deberíamos haber dividido mejor la planta!

    Otra enfermera llegó con un puñado de agujas pesadas y rápidamente introdujo el sedante en la vía intravenosa de la mujer. Bastien la mantenía sujeta hasta que estuviera segura cuando oyó el jadeo de otro paciente unas camas más allá, comenzando a tomar conciencia de una pesadilla despierta. Bastien miró a la enfermera, y a Anouma.

    —Sedad a cualquiera que muestre el más mínimo signo —dijo él—. Marca el tiempo y repite la dosis cada hora. Quiero que ésto quede controlado hasta que sepamos con qué estamos lidiando.

    La enfermera asintió y se fue, pero Anouma fue interrumpida por el pitido de su busca. Ella lo comprobó y su rostro se desplomó. —Adjobi… —jadeó ella.

    Bastien le quitó las agujas y asintió. —Vete —dijo con severidad—. Nosotros nos ocupamos de ésto por ahora.

    Ella sonrió detrás de su máscara, luego cruzó rápido la habitación hasta la escalera principal y hasta la planta de Adjobi. Corrió por el pasillo hasta llegar a su habitación, derrapó al doblar la esquina y se detuvo en seco, con los ojos muy abiertos, al ver al Sanador acercándose a su hermano. Al oírla, el Sanador se giró, con el machete ensangrentado listo, preparado para atacar.

    —¿Qué está pasando? —jadeó ella.

    El Sanador guardó su arma y se apartó un poco. Ella vio sangre en la parte de atrás de su capa. Él se inclinó hacia la derecha. Le tendió a Adjobi un frasco con mano temblorosa y empujó salvajemente la cabeza de Adjobi contra la almohada.

    —¿Qué es ésto? —gruñó él—. ¡Él no era tu vector!

    Adjobi tembló, aterrorizado, y lanzaba miradas suplicantes entre el Sanador y Anouma. —Yo… no sé… pensé que lo era —dijo Adjobi.

    —¡Esta es una infección de tercera generación! —tronó el Sanador—. ¡Dijiste que este hombre te infectó y mentiste!

    Anouma empezó a avanzar. —Por favor, tal vez Adjobi sólo... —ofreció ella.

    —Dame una buena razón por la que no debería matarte ahora mismo —siseó el Sanador, ignorando a Anouma por completo.

    —Yo… supuse que era él —dijo Adjobi, recuperando un poco de vida mientras suplicaba—. Nosotros... habíamos compartido agujas, y...

    Anouma jadeó y se alejó de su hermano, sorprendida. —Adjobi, no…

    —Lo siento, Fanta. No sé qué estaba pensando, yo sólo...

    El Sanador desenrolló su bolsa azul, sacó una aguja y la probó. Impecable. Agarró el brazo de Adjobi con su grueso guante manchado de sangre y giró las venas hacia afuera.

    —¡No! —gritó Anouma, y tapó el brazo de su hermano, llorando.

    —Hay otro —dijo Adjobi con urgencia—. Hay otro. No pensé en eso antes, pero hay otro.

    El Sanador miró la aguja, luego pareció luchar consigo mismo y se apartó, dejando que Anouma cayera sobre la cama. Adjobi se incorporó y se quedó sentado en un silencio atónito. El Sanador dio otro paso atrás y agarró la jeringa con fuerza.

    —Ya no tengo tiempo para juegos —les dijo, y la jeringa cayó al suelo desde débiles dedos. El Sanador caminó hacia adelante. Adjobi y Anouma ambos estaban encogidos de miedo al otro lado de la cama. —Ahora me darás el nombre —dijo gravemente—. O te quemaré vivo.

    Lo miraron estupefactos ante la frialdad de su voz, y Adjobi asintió. Buscó alrededor de la cama, luego empezó a asentir de nuevo, palpando las sábanas arriba y abajo, los cables atados a sus brazos se balanceaban arriba y abajo como las alas espinosas de un pájaro vivaz. Encontró un pequeño trozo de papel y, con manos temblorosas, se lo tendió al Sanador. En él había otro nombre, otra dirección. El Sanador se lo guardó en un bolsillo y, con la visión ligeramente borrosa, sacudió la cabeza.

    —La próxima vez que me veas —dijo sombríamente—. será tu hora de morir.

Capítulo 35

    Staropramenná 2, Praga, República Checa

    29 de noviembre

    Eva se desplomó en el sofá y se llevó las manos a la cara. La máscara le apretaba mucho y le picaba en el borde, ella gimió. Pyotr rebuscó en el paquete de suministros que había robado del depósito y sacó un aerosol de medio litro.

    —Mejor levántate —dijo él agitándolo—. Tenemos que esterilizarlo todo antes de quitarnos estas máscaras. No voy a correr ningún riesgo con lo que sea que hayan contraído esos locos.

    Eva suspiró, se puso en pie y abrió los brazos y las piernas para que Pyotr pudiera cubrirla con el spray. Sintió un hormigueo cuando éste le tocó la piel, dándole un segundo escalofrío, además del frío. Cuando él terminó, ella lo roció a él, con cuidado alrededor de los ojos, bien cerrados.

    Se quedaron allí, mirándose el uno al otro.

    —Hagamos el cuarto —dijo él—. Quiero intentar dormir sin esta cosa en la cara.

    Ella asintió y procedió a dosificar toda la habitación con antiséptico. Él sacó una segunda lata, la agitó vigorosamente y se unió a ella, limpiando las partes inferiores y los techos allí donde ella tenía problemas para llegar. Terminaron, sudando y sin aliento, y se quitaron las máscaras para respirar el vil aire alimonado.

    —Hogar, dulce hogar —sonrió Pyotr.

    Eva tosió ante el sabor. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y luego se recostó mirando las estrellas por la ventana. Las nubes estaban desapareciendo y el cielo azul profundo brillaba suavemente.

    —Así que, hemos terminamos por hoy —dijo Pyotr, tumbándose junto a ella.

    —¿De dónde sacaste esa arma? —preguntó ella de repente—. ¿Las reparten en el depósito de alimentos?

    —No —suspiró él—. Vi a un guardia dejarla en su puesto cuando salía, pensé que estaría bien tenerla, dado la atmósfera en la universidad.

    —Buena decisión —dijo Eva.

    Pyotr bostezó ruidosamente.v—¿Y adónde vamos mañana por la mañana? ¿Otro manicomio? ¿O quieres diversificarte un poco?

    Eva le dio una palmada amistosa en el brazo y se rió. —No lo sé —dijo, poniéndose sombría—. Ésta era nuestra única pista. No tengo idea de dónde más buscar.

    Pyotr suspiró. —Bueno, como dije: tal vez ya se haya marchado de la ciudad. Si ese tipo decía la verdad, tal vez fue a buscar a… quienquiera que sea ese comprador. Quizás esté en Rusia o algo así.

    —Eso no es muy probable. Podría toparse con mi padre.

    —No son cercanos, ¿eh?

    —Digámoslo de esta manera… que él me enviara a la cárcel ni siquiera fue la razón principal por la que se divorciaron.

    —Auch —Pyotr asintió apreciativamente—. Entonces, si no te importa que te pregunte, ¿por qué pirateaste un banco de todos modos? Supongo que no te hiciste rica con eso.

    Eva hizo una mueca y giró un poco la cabeza. —No se trató de dinero. En realidad no. Quiero decir, podría haber movido miles de millones mientras estuve allí, pero no se trataba de eso.

    Pyotr pensó un momento. —Pues, si no fue dinero, ¿entonces qué?

    Eva suspiró, apoyó la cabeza en el brazo y miró a Pyotr. Ella estaba distante, recordando. —Mi padre tenía un problemilla con el juego. Nada dramático, no lo que cabría esperar. Un poco aquí y allá, pero siempre estuvo bajo control. Un día, mi madre llega a casa absolutamente furiosa, porque la habían llamado del banco diciéndole que estaban en descubierto en su cuenta conjunta. Él había perdido una montaña de dinero en la apuesta equivocada, e incluso con todo lo que tenían, no era suficiente para pagarlo todo. Lo único que él tenía eran unas acciones en una empresa de seguridad de segunda categoría que estaba a punto de desaparecer. Estaba cagado de miedo.

    —Y tú… ¿tú qué, recuperaste el dinero robando o algo así?

    Eva cerró los ojos y sacudió la cabeza. —Pensé que podría arreglarlo. Trabajé en ello, investigué y encontré una forma de acceder a los sistemas del banco a través de un estúpido error de software de puerta trasera. No parcheado durante años, al parecer... si hubieran mirado las cosas, lo habrían visto. Entré una noche y pensé que debería robar un poco de cada cuenta del sistema. Sólo un poquito y tal vez nadie se daría cuenta.

    —Eso no es probable. Verían el patrón de inmediato.

    —Exactamente. Incluso una serie de cinco transferencias probablemente serían rastreadas antes de que yo cerrara la sesión. Pero eso me hizo pensar... En realidad, no necesitaba el dinero. Sólo necesitaba arreglar las cosas. Así que escribí un script que hacía un barrido loco de las cuentas, moviendo el dinero. Cien dólares de una persona a otra, de ida y vuelta, por todo el mapa. No estaba haciendo nada que no pudieran deshacer, pero cuando la gente verificara sus saldos a la mañana siguiente, se llevarían una sorpresa, en un sentido o en el otro.

    —Caos. Entiendo.

    —El banco tuvo que emitir una advertencia y asumir amortizaciones masivas después de que los clientes “premiados” gastaran dinero que no deberían haber tenido. Salió en todas las noticias, un escándalo imparable. Se presentaron demandas, muchos despidos. Y la empresa que les proporcionaba seguridad fue despedida de inmediato.

    —Oh, diablos, ¿quieres decir...?

    —Sí, la empresa en la que invirtió mi padre se recuperó y sus acciones subieron.

    Pyotr silbó.

    —Ese sí que es un elegante juego de piernas.

    Eva se recostó de nuevo, cubriéndose la cara con los brazos cruzados. —No lo suficiente elegante. Los policías me rastrearon a través de diez servidores proxy, descubrieron en qué cibercafé estuve en ese momento, obtuvieron un montón de imágenes de CCTV y me atraparon una semana después. Ni siquiera tuve la oportunidad de negarlo, estaban muy seguros. Así que estoy ahí sentada en la cárcel, una chica de quince años, desesperada por algún tipo de noticia. Cualquier cosa que pudiera conseguir. Y entra mi padre (la primera vez que lo veo en semanas) y le pregunto si todo va bien con el dinero. Y dice que todo va bien. Y luego… luego dice que quiere que confiese a la policía, porque es peor para mí si no lo hago. Y yo le creí. Quiero decir, ¿por qué no iba a creerle?

    Pyotr no dijo nada y observó a Eva hablar con la voz temblorosa. —Él les dijo que me juzgaran como adulta. Básicamente, los obligó a juzgarme como a una adulta. Tomó el dinero que conseguí para él, se llevó a su novia, se mudó a Rusia y me dejó pudrirme en prisión.

    —Eso debe de haber dolido…

    —Los primeros seis meses que estuve allí, es lo único en lo que podía pensar. Quería salir, encontrarlo y arruinarle la vida. Como completamente. Sabía que podía... hay tantas cosas que sabes sobre tus padres que puedes usar si lo intentas. Podría haberlo metido en una mierda tan profunda con las personas equivocadas que nunca habrían encontrado su cuerpo.

    Ella respiró hondo y volvió a mirar las estrellas. —Pero luego me envió una carta y eso cambió las cosas.

    —¿Cambió, cómo? —preguntó Pyotr delicadamente.

    —Dijo por qué había hecho que me castigaran. No fue vengativo ni mezquino ni nada de eso. Tenía miedo por mí. Pensó: "Aquí está esta niña que crié y que se ha convertido en una especie de monstruo que infringe la ley como si no significara nada", y eso lo asustó. Quería que yo fuese mejor de lo que él era y pensó que la mejor manera de mostrarme el camino correcto era castigarme así. Mostrarme las consecuencias de romper las reglas.

    —Jodidamente malvado y de puto chiflado, Eva —dijo Pyotr—. Menudo bastardo. Y equivocado.

    Eva se encogió de hombros. —Se equivocó —dijo ella—. Pero en cierto modo tenía razón. O al menos creo que me mostró algo que no había visto. Cuando me enteré de sus problemas económicos, pensé que una forma buena y razonable de lidiar con esa maldad era romper las reglas e igualar el campo de juego. Para mí estaba justificado. Tenía sentido. Y a él meterme en prisión le parecía una forma justificable de solucionar un problema. Fue malvado, y sé que arruinó cualquier posibilidad que tuviera de reconciliarse con mi madre... pero tenía sentido, ¿sabes? Lo pensó detenidamente y eso es lo que sintió que debía hacerse.

    —Eso no significa que esté bien —dijo Pyotr.

    —No, pero me enseñó algo que realmente no había visto antes: nada hace que lo malo se convierta en bueno. Estos virus, todo el sufrimiento que traen, es sólo por unos locos que piensan que lo que están haciendo tiene sentido. Y no es así. Tomaron algo bueno, puro y fantástico y lo usaron para cagarse en toda la humanidad.

    Yacieron allí en la oscuridad. Pyotr se encogió de hombros.

    —Mira, si le dijeras eso a la policía, podrían creer que no eres un fabricante de virus.

    Ella se rió, se secó una lágrima del ojo con la manga y sollozó. —Cuanta menos gente sepa esa historia, mejor, creo yo —dijo ella.

    —Creo que te equivocas —dijo él, incorporándose, acercándose más a ella—. Creo que escondes ese lado tuyo. Eso es una tontería. ¿Cuánto tiempo te conocí en la universidad? Y ni una sola vez mencionaste que tenías nociones sobre computadoras. Pensé que lo único que te interesaba era la pintura. Nunca pude entender por qué querías estar con nosotros, los empollones de informática.

    Ella sollozó y sonrió. —Intentaba alejarte de Maselle —admitió ella.

    Él se rió a carcajadas. —¿Me estás diciendo que te conformaste con Rhodri?

    Ella se encogió de hombros y evitó el contacto visual. —A veces me gusta pensar que fue eso, sí.

    Se quedaron allí, con las caras juntas, sin decir una palabra. Pyotr parecía estar pensando en algo, respiró vacilante y luego sonrió.

    —Deberíamos llevar refuerzos Pathenex —dijo él poniéndose de rodillas, hurgando en la bolsa del depósito. Sacó un par de frascos de pastillas y abrió las tapas. Le entregó un par de pastillas a Eva y un botellín de agua. Tragó la suya rápidamente.

    —¿Para qué es la segunda? —preguntó ella, agitando el par en la palma.

    —Es una especie de refuerzo inmunológico de emergencia, además del Pathenex normal. Deberíamos luchar contra cualquier porquería aleatoria que haya llegado a nuestros sistemas esta tarde.

    Eva abrió el agua y se tragó ambas pastillas hábilmente. Volvió a tapar la botella y la dejó en el suelo junto a ella. —Deberíamos salir mañana a primera hora —dijo ella evitando su mirada—. Tienes razón. Probablemente mi madre ya se haya ido y estemos arriesgando nuestras vidas quedándonos aquí. Tenemos que ponernos en marcha.

    Pyotr asintió. —Iré a robar más suministros mañana por la mañana —dijo.

    Ella lo miró tímida y sonrió. —Gracias por todo —dijo ella—. No habría llegado tan lejos sin ti.

    Él se encogió de hombros, se arrodilló junto a ella y le frotó el hombro suavemente. Ella se sentía tan cálida que cerró los ojos y respiró en una repentina oleada de tranquilidad.

    —No es nada, Eva. En realidad. Y Rhodri...

    —Otra vez Rhodri no… —advirtió ella, apartándole la mano—. Estoy tan harta de Rhodri...

    Él le puso la mano en la mejilla, le apartó el pelo de la cara y habló en voz baja. —No te digo que llames a Rhodri —dijo él—. Iba a decir… habiendo pasado este tiempo contigo… que fue un tonto al dejarte. Vale la pena luchar por ti.

    Ella sonrió, pero eso fue interrumpido por un beso, y ella se encontró devolviéndole el beso, cada más fuerte, rodeándolo con los brazos. Ella se estremeció cuando él acarició su cuello, agarrando su espalda con férreos dedos; y cuando le quitó la camisa, con sus labios sobre su carne, ella no sintió el frío, sino que desapareció en un enjambre de colores que fluyó en la noche.

Capítulo 36

    Fuera de Praga, República Checa

    29 de noviembre

    Había una cápsula al lado de la carretera, posada sobre tres cortas patas como una toronja de metal sobre un pedestal, con una baliza roja intermitentemente en la parte superior. Desde todos los ángulos, un símbolo reflectante de peligro biológico advertía a los curiosos que se alejaran. Pero esa noche no había nadie que pudiera verlo.

    El Sanador estaba sentado temblando en el frío aire de la noche. Una correa en su hombro, reajustada alrededor de su brazo, había detenido la pérdida de sangre, pero tenía el braz entumecido, colgando débilmente a un lado. Mantenía la otra mano sobre la herida, protegiéndola de los elementos.

    Un viento fresco sopló a través del campo más allá, y una neblina de remolinos de nieve se levantó y voló hacia la luz de la luna. Era un lugar desolado y malvado, pero era hermoso. Los tonos de azul y púrpura en el cielo lo adormecían, pero el se despertaba cuando sentía que se desvanecía.

    El teléfono cobró vida, pero pasó un momento antes de que él levantara el auricular, subiera la incómoda antena una vez más y lo dejara caer a su lado.

    —Hogar a Verde Cuatro, ¿cuál es su estatus?

    Respiró lenta y temblorosamente antes de responder, su voz mostró una cierta calma forzada. —Misión en progreso —dijo.

    Hubo otra pausa. Más larga de lo habitual. Más larga de lo necesario.

    —Su armadura está reportando una brecha, Verde Cuatro —fue la respuesta, con el tono algo más severo.

    —Un pequeño corte —mintió él—. Ha sido contenido.

    Escuchó el eco de su propia voz en el silencio y miró al cielo.

    —Estamos rastreando su paquete —dijo Hogar, luego otra pausa, como si intentaran abordar la pregunta obvia con algún tipo de tacto—. ¿Se ha contenido el LS-411?

    El brazo sano del Sanador empezó a temblar. —La muestra no es LS-411 —dijo él—. Una pista falsa me dio acceso a un nuevo virus. No es parte de mi misión actual, pero creo que...

    —Verde Cuatro, debe evacuar Praga lo antes posible. Si LS-411 no puede ser...

    —Yo me encargaré —interrumpió él, sentándose más alto—. Tengo suficiente tiempo.

    Estática. Luego, silencio.

    —Debe salir de Praga dentro de veinticuatro horas, Verde Cuatro.

    —Saldré —dijo él desplomándose un poco.

    Estática de nuevo, y oyó algún clic distante, como un teclear o el golpeteo de un bolígrafo o… o quizá se estaba quedando dormido otra vez, se despertó sobresaltado.

    —Verde Cuatro —dijo Home—. Su frecuencia cardíaca es bastante baja.

    Le costaba mantener los ojos apuntando en la misma dirección, intentó parpadear lentamente para mantenerse en el presente, pero se estaba desviando hacia la derecha.

    —Hace frío en Chequia —dijo él simplemente. Se ladeó, se golpeó el codo con un ángulo y el dolor de su hombro estalló de nuevo, haciendo que su visión borrosa se tiñera de azul, mezclándose perfectamente con el azul del cielo.

    —Efectivamente —dijo Hogar, en algún lugar de sus oídos, entre ruido de estática—. Su... misión no... recordará... recordará...

    —No…

    Y luego aterrizó suavemente en la nieve y la estática lo abrumó.

***

    Él estaba en la orilla del río en los días en que una máscara ligera era suficiente, y el agua parecía muy limpia, y no podía recordar si alguna vez había sido así. Aunque sabía todo lo que vino después, todavía tenía una sensación de asombro al estar tan lejos de casa.

    —¡Xiao Li! —llamó una voz, que parecía estar constantemente detrás de él.

    Era ella, esa mujer. Él sabía su nombre, pero no podía ubicarlo, y cuando se dio la vuelta se encontró de pie en un campo de tierra, con las barras de metal detrás de él, su capitán muy por encima de ellos explicando su comisión, su destino. Xiao Li no podía entender las palabras, pero sabía lo que significaban, y una parte de él (una parte futura) retrocedió con disgusto. Y entonces, con un sobresalto, allí estaba, instalando la valla con sus camaradas en la oscuridad de la noche, encerrando una ciudad que nunca supo por qué. Y las vallas le parecían increíblemente altas, y el metal afilado como cuchillas, y le pareció recordar que era muy cruel lo que estaban haciendo, pero también le parecía insincero.

    Y ahora, de nuevo, en la valla, los supervivientes corrían, con caras muy pálidas de miedo al ver las barricadas, los guardias, sus máscaras, sus horribles máscaras sin vida, y Xiao Li gritaba a los demás que permanecieran juntos, que aguantaran la línea, y supo que estaba disparando contra la multitud, y deseó que sus brazos se detuvieran, pero ahora estaban fuera de su control, y deseaba poder morir antes que ver lo que vendría después, aunque sabía que debía verlo de nuevo.

    Y allí estaba ella, la niña, la hermosa joven de cabello negro ondulado, mirándolo y preguntándole por qué. Y aunque él intentó apartar la mirada, podía verla, ver su cabello ardiendo, sus pobres ojos marrones preguntándole por qué.

    Pero entonces, sin saber cómo, eso era diferente, y él todavía estaba caliente, pero no había más sonidos, sólo escuchaba respiración. Respiración suave e intensa, y vio esos ojos, esa mujer; ¿quién era? Y ella lo miró tan de cerca que casi desapareció dentro de ella, y sus labios se mordieron maravillosamente. Sintió esas manos en su espalda, como mil caricias pasando como una sola, y él se sumergió en ella por completo, y la sensación era arremolinada y maravillosa y tan maravillosa que él casi... casi no podía...

    ¿No podía qué? No podía hacer ésto, no. Estaba de pie en la frontera con Rusia, su capa nueva y vivaz en el aire primaveral, las flores frescas nunca penetraban su máscara. Y, aunque el cielo era de un glorioso color rosa, amarillo y azul, él nunca lo disfrutaba, al recordar cómo había llegado hasta aquí.

    Él no le había dicho a ella que se iba, ¿verdad?

    ¿Cómo se llamaba?

    Y luego, desde el hospital, ese pobre desgraciado y su hermana, suplicándole como la chica en el fuego, con los ojos muy abiertos por el miedo. Temiéndole, y él también temiéndose a sí mismo.

    Una y otra vez, Xiao Li no podía evitar mirar fijamente, y sintió que la frialdad lo invadía nuevamente, y deseó poder recordar el nombre antes de despertar... Pero sabía que era demasiado tarde, que su trabajo no había terminado, que todavía tenía trabajo que hacer.

PARTE 4

30 de Noviembre

Capítulo 37

    Kieslingstraße 14, Núremberg, Alemania

    3 de julio. Un año antes.

    Hacía tanto calor que la máscara se le resbalaba de la cara, resbaladiza por el sudor, mientras Eva estaba sentada en el dormitorio, dibujando la tranquila casita al otro lado de la calle y un enorme árbol que proyectaba sombras sobre el césped. Soplaba una brisa que hacía agitar las cortinas de color amarillo claro, pero el verano era increíblemente seco y sofocante, y el viento no traía alivio.

    Miró de nuevo el reloj y esperó hasta un cambio de dígito. Eran las dos de la tarde y ella estaba sentada en la cama, vestida con una camiseta sin mangas y ropa interior, esperando. El reloj avanzó otro minuto y ella dejó el cuaderno de bocetos y el lápiz, se acercó a la ventana y miró hacia la tranquila calle de abajo. Una gota de sudor le cayó de la nariz hasta el brazo. En ese momento, un golpe en la puerta la hizo sobresaltarse. Corrió hacia la cama, arrojó su obra de arte al suelo y caminó tranquilamente hacia la puerta, colocó una mano tentadora en el marco y la abrió gradualmente para darle a Rhodri una cálida bienvenida.

    —Bueno, hola —dijo ella con su mejor voz sensual.

    Pero no era Rhodri.

    —¡Oh, mierda! —espetó ella, y corrió de regreso a la habitación, agarrando una fina manta de la cama y envolviéndose rápidamente. La puerta se abrió de la mano de un hombre grande y ancho, con músculos pesados ​​abultados a través de su camisa de negocios de manga corta empapada.

    —Hola —dijo él en ruso, sonriendo de una forma que pretendía mostrar vergüenza, pero que era algo menos—. Busco a Rhodri.

    Eva se encogió de hombros, rodeó la cama y se tapó más. —Aún no ha llegado a casa. Pero... pero estará aquí en cualquier momento.

    —Entonce me tomaré un descanso, gracias —dijo el hombre, y extendió la mano y deslizó una gran caja de cartón dentro de la habitación, cerrando la puerta silenciosamente. Sacó una revista doblada de su bolsillo trasero y se abanicó aire frío inexistente—. ¿Tienes limonada? —preguntó él, haciendo crujir su cuello—. ¿O agua? ¿Algo parecido al frío?

    Eva lanzó una mirada al pequeño mini refrigerador que tenían junto a la ventana y sonrió débilmente. —Agua fría embotellada —dijo ella.

    —Jodidamente asombroso —exclamó él.

    Ella se dirigió al refrigerador, tapándose con la manta con cuidado y abrió la puerta. Quedaban dos botellas, tomó la que tenía la abolladura en el costado y se la entregó al extraño con cautela.

    —Gracias. ¿Quieres un poco? —dijo él

    Ella negó con la cabeza.

    —Me parece bien —dijo él y se bebió la botella de un solo trago—. Soy Dimitri, por cierto.

    Eva estaba tan sorprendida que soltó la manta y tuvo que apresurarse para recogerla antes de que tocara al suelo. —¿Eres Dimitri? ¡Guau! Oh, lo siento, no sabía cómo er… quiero decir, tú nunca…

    —Soy el socio silencioso, sí —dijo él con una sonrisa—. Deberías ponerte unos pantalones cortos, Eva. Debe de hacer más calor con esa manta que con cualquier otra cosa.

    Ella asintió, retrocedió, pescó sus pantalones cortos del final de la cama y se coló en el cuarto de baño. Oyó a Dimitri andando por la habitación, el sonido de empujar las cosas sobre la mesa y la caja de cartón deslizándose.

    —¿Y no tienes idea de cuándo llegará tu chico a casa? —exclamó él.

    Ella terminó de cambiarse y salió a la habitación con paso nervioso. —Ninguna en absoluto —dijo ella—. normalmente llega a casa a las doce y media.

    —¿Para tus "tardes libres"? —dijo Dimitri con una sonrisa.

    —Pues…

    —Sí, me dijo que las querías. Se negó a decir por qué —Él la observó apreciativamente—, pero lo acabo de descubrir.

    Ella se sonrojó y retrocedió hacia el otro lado de la habitación.

    —Supongo que debería agradecerte toda la ayuda que nos has brindado durante los últimos meses —dijo ella—. Rhodri siempre dice que habríamos muerto de hambre de no ser por ti.

    —Oh, eso no lo sé —dijo Dimitri—. Rhodri es un chaval bastante inteligente. Estoy seguro de que entre vosotros dos habríais encontrado un modo de llegar a fin de mes.

    Hubo algo en la última parte de la frase que flotó en el aire, por lo que ninguno de los dos habló por un momento.

    —Bueno, ¿qué hay en la caja? —preguntó Eva intentando volver a aligerar el ambiente.

    —El equipo habitual. Recargas.

    —¿Recargas? ¿Para sitios web?

    —Algo así —dijo él lanzando la botella vacía a la basura, una canasta perfecta—. ¿Sigues en contacto con alguien de Italia? ¿O Austria?

    Eva negó con tristeza. —No, no salía mucho, excepto para vender mi arte. No tenía muchos clientes, y aún menos amigos.

    —¿Lees las noticias mucho?

    Eva frunció el ceño. —No sé leer alemán. ¿Puedo… por qué lo preguntas?

    Dimitri se encogió de hombros. —Cosas en las noticias, eso es todo. No te preocupes por eso —Eva no estaba segura. Dimitri miró su reloj de repente, haciendo una mueca—. Escucha, tengo que tomar un tren pronto. ¿Puedes asegurarte de que Rhodri reciba esta caja tan pronto como entre?

    —Por supuesto —dijo Eva, la inminente partida liberó su tensión—. Le diré que pasaste por aquí.

    Dimitri asintió. —Hazlo. ¿Y puedes decirle que me llame? Tenemos que charlar, creo.

    —Por supuesto —dijo ella.

    Dimitri caminó hacia la puerta, puso una mano en el pomo, luego se detuvo y se giró. —Dime, Eva —comenzó, luego se quedó en silencio un momento, pensando—. Tú... tú no ayudas al bueno de Rhodri con su trabajo, ¿verdad? Quiero decir, cuando no estás pintando y demás.

    —No —dijo Eva, negando con la cabeza lentamente—. Rhodri guarda las cosas del trabajo en el trabajo, así que no sé mucho sobre eso. ¿Por qué?

    Dimitri se encogió de hombros y se rascó la barbilla. —Por nada —dijo él recuperando el buen humor—. Es que no me gustaría que él te diera la murga con los detalles prácticos, si sabes a lo que me refiero. El trabajo es trabajo y el hogar es el hogar, como has dicho. Sólo estoy pensando en el futuro. No le prestes atención —Él sonrió, saludó y abrió la puerta —Nos vemos, chica —dijo antes de salir.

    Eva se quedó allí, en la habitación vacía, helada a pesar del calor, y miró fijamente la caja de cartón sobre la mesa. Una fina capa de cinta adhesiva mantenía las solapas cerradas, pero Eva notó dio que ya había sido sellada una vez. Se acercó, con los dedos bailando sobre la áspera superficie marrón, pensando. La puerta estaba cerrada, no se oía ningún ruido del exterior. Ella miró de nuevo el reloj y luego volvió su atención a la caja.

    Con mucho cuidado, soltó la cinta.

    Lo primero que vio fue una pila de cajas largas y delgadas, envueltas en palabras en todos los idiomas, pero una le llamó la atención: "Recarga de Incubadora". La sacó, la abrió y sacó uno de los tres largos tubos de plástico llenos de gelatina lechosa y con un suave disco de latón como tapa. Pasó el dedo por el lateral; era frío, estéril, cruel. Lo volvió a meter en el paquete, cerró la caja con cuidado y con las manos temblorosas. Al lado había una carpeta, y dentro había un disco de datos marcado con bolígrafo, rayado y descuidado:

    Núremberg-A1

    Código e instrucciones

    Con la mente aturdida, Eva dejó el disco sobre la mesa, hojeó los papeles de la carpeta: montones de código hexadecimal, instrucciones en una sintaxis que ella no entendía... diez mil líneas. Cerró la carpeta, la volvió a colocar con cuidado en la caja y accidentalmente volcó un pequeño recipiente con una tapa de color naranja brillante.

    Lo recogió y vio que estaba lleno de un líquido transparente. Tenía la misma escritura que el disco: Nuremberg-A1.

    —Cabrón —jadeó ella—. ¿Qué has hecho?

    Volvió a guardar el contenedor en la caja, revisó el resto y llegó a una carpeta roja, que abrió y que hizo que se tambaleara hacia atrás ante lo que vio. Artículos periodísticos, una gran variedad de ellos, mal impresos y detallando muerte a manos de virus que habían matado a millares. Eva se estremeció al ver los lugares, las fechas… Módena, Italia; Graz, Austria, Linz…

    Dio media vuelta, vio la puerta detrás de ella, vio el reloj, vio la cama, y se quedó parada, inmóvil.

    Afuera sopló la primera brisa en semanas y oyó la risa lejana de los niños y el ladrido de un perro. Volvió a mirar la caja, el recipiente naranja, el disco. Los recogió, corrió hacia la cómoda, la abrió y sacó ropa al azar, dispersa, lanzándola dentro de su vieja mochila, que llenó a empujones. Encontró una foto con marco de ella y Rhodri, justo después de Italia, entrelazados felizmente en el campo. La arrojó contra la pared y el cristal se hizo añicos por toda la cama. En la puerta sintió el peso del recipiente con tapa naranja en su mano y miró la cama, a los fragmentos de vidrio que había allí y luego al veneno que sujetaba. Echó atrás el brazo, lista para lanzar… pero entonces, entonces lo apretó en la mano, lo metió en la mochila y salió corriendo por la puerta sin mirar atrás ni una sola vez.

Capítulo 38

    Staropramenná 2, Praga, República Checa

    30 de noviembre

    Eva volvió a la vida cuando la pálida luz entró por las ventanas y se deslizó por su rostro. Rodó sobre su costado, con las mantas suaves en su piel, la habitación aún estaba caliente cuando los calentadores se apagaron. Poco a poco, le empezó a doler la cabeza, un dolor sordo justo detrás de los ojos, y con él, un frío que calaba. Se puso la ropa, dejó que la máscara colgara alrededor del cuello y abrió un paquete de comida del depósito de la noche anterior.

    —¿Pyotr? ¿Fuiste a buscar las cosas? —preguntó al aire libre.

    Nadie respondió.

    Afuera el cielo estaba despejado, para variar, de un desalmado blanco y gris, y ​​ella se secó el sueño de los ojos, tratando de pensar con claridad. Le pareció oír correr agua, pero la cocina estaba vacía. Sacudió la cabeza, volvió a la sala de estar y miró por la ventana hacia la calle. Hoy no había huellas en la nieve ni rastro de cómo ella y Pyotr habían llegado. Una ráfaga de viento arrastró un poco de basura de la larga pila frente al edificio. Una bolsa de plástico amarilla para desechos biológicos, vacía de su carga mortal, flotaba siniestramente calle abajo.

    —Eva —dijo una voz, que no era la de Pyotr.

    Ella se puso en pie, se dio la vuelta rápidamente y retrocedió hacia la ventana vacía. —¿Quién está ahí? —exclamó.

    Nadie respondió.

    Se dirigió a la cocina, encontró un cuchillo en un cajón y regresó a la ventana, manteniéndose de espaldas a la pared en todo momento. Juró haber oído arañazos desde el otro extremo de la habitación, pero era imposible… no había nadie allí. Veía que no había nadie allí.

    Miró por la ventana a la nieve limpia, estremeciéndose.

    —Pyotr… por favor, vuelve… por favor…

    Cuando se giró, Rhodri estaba de pie frente a ella. —Eva —dijo Rhodri con los ojos rojos y la piel pálida—. Me abandonaste…

    Ella chilló, le apuntó con el cuchillo con ambas manos mientras retrocedía más, aunque no había ningún lugar adonde ir. —¡Atrás! —gritó ella—. ¡No te acerques!

    Él no movió los pies, pero le tendió una pobre y miserable mano. —¿Por qué me dejaste, Eva? ¿Por qué me dejaste allí?

    —¡Eres un monstruo! —gritó ella.

    —Pero ¡estamos enamorados! ¡Tú me amas!

    —¡No! —gritó ella blandiendo el cuchillo al aire libre entre ellos, tapándose los ojos—. ¡Eres un monstruo! ¡Déjame en paz!

    Cuando volvió a mirar, la habitación estaba vacía. El corazón le dio un vuelco y ella bajó el cuchillo, mirando de izquierda a derecha. El viento arrojó nieve dentro de la habitación, cuchillas frías en su cara, y ella se apartó.

    —Eva —dijo Rhodri justo a su lado.

    Ella dio un chillido, atacó con el cuchillo, que falló por poco, retrocedió hasta la pared antes de correr a toda velocidad hacia las escaleras, resbalando y cayendo por ellas hasta estrellarse contra el suelo y perder el cuchillo de las manos. Ella se apresuró a correr hacia el arma, agarrándolo con su mano herida, se puso de rodillas, se levantó y corrió por el pasillo.

    Oyó un golpe desde arriba y un arañazo, y la luz de las escaleras quedó bloqueada por una forma tambaleante. —Eva… —llamó Rhodri, fantasmal—. Eva, tenemos que hablar...

    Ella dobló la esquina corriendo, entró en la parte trasera de la casa y resbaló de bruces al pisar algo resbaladizo en el suelo. Sangre. Se puso en pie, apoyándose en las paredes, corrió más rápido hasta un pequeño armario al final del pasillo, entró y se acurrucó en un rincón con el cuchillo apuntando arriba y hacia afuera, temblando, luchando contra la histeria.

    —Vete… vete… —maldijo ella—. Déjame en paz, por favor, déjame en paz...

    La única luz provenía de una rendija en la puerta, amarillo pálido, justo frente a su vista. Buscó atrás en la oscuridad, encontró una manta en el suelo, se tapó, tratando de hacerse invisible. Mientras lo hacía, algo cayó de la manta y golpeó el suelo con un ruido sordo. Ella se quedó inmóvil, con el cuchillo apuntando a la rendija de la puerta, miró abajo, arriba y de nuevo abajo. Había una pequeña computadora portátil tirada en el suelo, con su suave luz azul parpadeando. Eva extendió una mano nerviosa, dio la vuelta al aparato y levantó la tapa. No hubo ruido en el pasillo mientras la computadora retomaba su estado anterior. Tardó un momento, zumbando, y luego empezó a mostrar un vídeo parpadeante, distorsionado y granulado. Eva lo miró fijamente durante un minuto antes de percatarse de lo que veía...

    La habitación de arriba. La ventana, las calles cubiertas de nieve, el sofá, las sábanas donde ella había hecho el amor, el envoltorio que ella había dejado caer al suelo…

    En la imagen, rígido y torpe, entraba Rhodri. Miraba por la habitación, hacia la ventana y luego de nuevo hacia las escaleras. Y luego, muy deliberadamente, la miraba fijamente. Ella se estremeció, arrojó el ordenador contra la pared y se tapó los ojos. Cuando volvió a mirar, él ya no estaba, pero la computadora había cambiado programas, mostrando otro al frente.

    Una ventana del navegador mostrando un foro de discusión. Ella reconoció los colores al instante y leyó el banner con la boca abierta: Asociación de Antiguos Alumnos de la Universidad de París. Extendió la mano, acercó la computadora, tocó la zona del ratón y desplazó la página hacia abajo y hacia arriba. Avisos de nacimientos, bodas, muchas muertes: "¿Habéis visto a Fréderick?" o "Recordando a mi querida y dulce Anabelle”. Pinchó en un aviso y vio una foto de una chica que nunca había conocido, sonriendo con los colores de su escuela, con un relato de su muerte a manos de una de las plagas occidentales. La sonrisa no encajaba con las palabras y Eva cerró la ventana rápidamente para evitar verla.

    Y allí, en la parte superior de la página, vio algo que le desgarró los ojos.

    RHODRI TENANT ¡LEE ESTO AHORA!

    Sin dejar de vigilar la rendija de la puerta, pinchó ahí y leyó el breve mensaje: Rhodri: Amando a tu chica por ti. Con amor, Pytor @ Praga XOXO. Debajo había un videoclip en bucle, y ella contuvo un grito ahogado cuando se vio a sí misma, desnuda sobre las sábanas del piso de arriba, con Pyotr sobre ella, moviéndose adelante y atrás en la penumbra. Ella comenzó a temblar, con lágrimas en los ojos y una mano tapándose la boca.

    —Lamento que hayas tenido que enterarte así —dijo Pyotr desde el umbral, con las manos en los bolsillos y el rostro solemne y frío.

    —Yo… no entiendo… —jadeó Eva—. ¿P-por qué?

    Él abrió la puerta un poco más y ella volvió a agarrar el cuchillo, con la punta apuntando directamente al corazón de Pyotr.

    —Buscan a Rhodri, Eva. No a ti. Nunca te buscaron a ti. Tú eras sólo...

    —¿Cebo? ¿Me usaste como cebo?

    —Tuve que hacerlo —dijo él, sin suplicar.

    —Mentira —espetó ella.

    —¡No me dieron otra opción! ¡Dijeron que si no llevaba a Rhodri a Praga, me enviarían de vuelta!

    —¿Enviarte de vuelta a dónde?

    —A prisión —dijo él esquivando su mirada. Ella se internó más en el armario, sin dejar de lanzar miradas hacia el pasillo junto a él—. Me encerraron desde que murió Maselle. Casi mato a golpes a su médico.

    Eva parpadeó, atónita. —Entonces, todo eso de… de encontrar nuevos lugares donde vivir… lo de que estabas en la comisaría… ¿eso fue todo mentira?

    Pyotr asintió dócilmente, avergonzado. —Fue un montaje. Dejaron la puerta abierta para que pudiéramos encontrarnos y escapar juntos. Sobotka ha estado cuidando de nosotros. Las pastillas fueron idea suya.

    —¿Como tirarme de cabeza?

    —Escucha, ambos nos asustamos por eso. Lo último que cualquiera de nosotros quería es que murieras por esto. Demonios, ella me dio el arma cuando se enteró de lo de la universidad. Hacerte daño no es lo que pretendemos, Eva.

    —Ya, no hasta que consigáis lo que queréis.

    Él sacudió la cabeza y suspiró. —Sé que esto no va a servir de mucho, pero yo… estoy listo para huir contigo de verdad. Puede que me rastreen, pero apuesto a que no lo harán si actuamos rápido. Preparé las cosas. Estaba volviendo para buscarte, para llevarte. Iba a salir de aquí. Contigo. Y nunca tendrías que haber sabido nada de ésto.

    Ella le apuntó con el cuchillo, respirando profundamente. —Me mentiste. Me estás mintiendo ahora. Lo único que quieres es a Rhodri. Yo soy un cebo y eso es todo.

    —¡Eva, eso no es cierto! ¡Yo cuidaría de ti! No como lo hizo Rhodri. Por lo que he oído, ha hecho algunas cosas retorcidas y te ha puesto a ti en medio de ellas. Yo nunca te pondría en riesgo. No lanzaría un masivo ataque de virus en la ciudad natal de mi novia.

    Ella entrecerró los ojos, se puso de pie y se apoyó contra la pared. Pyotr hizo lo mismo. —¿Rhodri está detrás del Praga-1? —preguntó ella débilmente.

    Pyotr asintió solemnemente. —Creen que si pueden traerlo aquí, no lanzará el ataque y lo podrán arrestar.

    —Entonces, ¿por qué no pedírmelo simplemente? ¿Pedirme que lo atraiga? ¿Por qué todo ésto?

    Él se encogió de hombros. —Francamente, Eva, no están seguros de que no estés trabajando con él. No podían arriesgarse.

    —¿Y tú? ¿Qué piensas tú?

    Él le sonrió y fue casi como si hubiera regresado a su antiguo yo. —Te oí anoche. Sé lo que sientes sobre todo ésto. Sé que tú nunca matarías gente inocente.

    El cuchillo descendió suavemente y luego volvió a subir. Pyotr se mantuvo a una distancia segura y la miró con atención.

    —Sólo quiero que vuelva mi madre —lloró Eva—. ¡Quiero que mi madre y yo salgamos de esta ciudad y nunca regresemos! —Sus ojos se aclararon de repente, y dio un paso adelante—. ¿Qué le hicieron a mi madre? ¿Dónde está ella?

    —No lo saben, Eva, te lo juro. Dejaron su abrigo arriba con el número de Rhodri para hacerte llamar, pero no saben nada al respecto, como tú. Lo juro, ninguno de nosotros sabe dónde está. Ahora escucha, por favor. Tu plan para escapar era bueno. Estoy listo para partir y sé que pasará tiempo antes de que vuelvas a confiar en mí, pero tenemos que irnos ahora, antes de que Sobotka se dé cuenta...

    Ella no bajó el cuchillo y siguió vigilando que Rhodri no apareciera por la esquina. Pyotr suspiró. —Pero, Eva, de verdad, si no estás de acuerdo con esto, yo me voy de igual —dijo él, y sacó el arma de su cinturón, apuntándola directamente al pecho—. Así que tendrás que tomar una decisión bastante importante ahora mismo.

    Él quitó el seguro y sacudió levemente la cabeza hacia ella. Ella observó nerviosa la pistola; el cuchillo giró hacia abajo, pero no hacia afuera.

    —¿Qué va a ser? —dijo él.

    En ese momento, entró una segunda pistola, apuntando a la sien de Pyotr, ligeramente girada hacia un lado. Eva se quedó sin aliento cuando vio el rostro junto a Pyotr, sombrío e inquebrantable.

    —Baja el arma —dijo Dimitri—. O pinto esa pared de un bonito tono de "todo jodido".

Capítulo 39

    Fuera de Praga, República Checa

    30 de noviembre

    Cuando despertó, el Sanador sintió frío; mucho más frío de lo que debería. Tenía problemas para ver en la oscuridad, pero notó los lomos marrones de su tienda encima de él y retrocedió, calmado nuevamente. Había voces a su lado, riendo, felices, hablando en un idioma que él no entendía. Volvió la cabeza rígidamente hacia ellos, el dolor le brotaba del hombro.

    Anouma estaba sentada cerca, sonriendo y poniendo cuentas y joyas en el cabello de la niña, que brillaba en un intenso color naranja y amarillo, pero negro al mismo tiempo. La niña notó al Sanador primero y su expresión cambió de alegría a observación nerviosa. Entonces Anouma lo miró, mantuvo su sonrisa y asintió lentamente, tranquilizándola. La niña extendió una mano hacia él, pero él la detuvo y le tomó la mano entre las suyas. Su piel era tan suave, y él acarició las yemas de sus dedos con el pulgar… con delicadeza… Y sintió un repentino pánico y se enderezó de golpe al caer en ello: ¡no llevaba los guantes! Se agarró el pecho, los brazos… estaban al aire… con la piel expuesta, su cuerpo al aire libre… echó la cabeza hacia atrás, jadeó locamente, pero el oxígeno era escaso, y se debatió y luchó… pero entonces… entonces la oscuridad volvió a invadirlo.

***

    Anouma estaba revisando la herida del Sanador la siguiente vez que él abrió los ojos, con su cara tan cerca de la suya que tuvo problemas para saber si se trataba de otro sueño. Él movió ligeramente la cabeza y ella retrocedió, asustada de él, pero sin llegar a huir. Le dolía el hombro, con un extraño dolor sordo que no podía identificar. Intentó mover el brazo para sentirlo, pero notó que tenía los brazos sujetos, con varias correas alrededor de sus antebrazos, muslos y pantorrillas. Estaba atrapado. Entró en pánico y comenzó a luchar contra ello.

    —¿Qué estás haciendo? —dijo él, su máscara dificultaba la respiración—. ¡Suéltame!

    —Estabas agitándote mientras dormías —dijo ella presionando una mano firme sobre su pecho desnudo, y eso lo calmó un poco—. Tenías pesadillas.

    —Ya terminaron. ¡Suéltame!

    —Dijiste lo mismo hace una hora —advirtió ella, empujándolo hacia atrás—. Quédate quieto o se te romperán los puntos.

    Él obedeció, ralentizando su respiración y recostándose de nuevo. Las correas eran tensas y delgadas, laceraban la piel, pero cuando se relajaba eran mucho menos molestas. Miró fijamente la tienda, el viento soplaba suavemente, y no dijo nada.

    —Has perdido mucha sangre —dijo Anouma acercándose de nuevo—. ¿Fue un disparo?

    Él asintió levemente. —La culpa es de tu hermano —dijo él—. ¿Cómo me encontraste?

    —Te seguí cuando saliste del hospital. No tenías buen aspecto. No estaba segura de lo que... lo que ibas a hacer.

    —No te vi —dijo él, con fuerte preocupación en su voz.

    —No creo que hayas visto gran cosa. No deberías estar vivo con toda esa pérdida de sangre. La bala no causó grandes daños, pero tendrás que quedarte aquí varios días.

    —No —gruñó él—. No hay tiempo. Debo irme por la mañana… —Revisó de repente los costados de la tienda, de un lado a otro, buscando una grieta, una pista—. ¿Qué hora es? —jadeó—. ¿Cuánto tiempo he dormido?

    Ella volvió a empujarle el pecho, él dejó de luchar y se recostó de nuevo. —El sol todavía no ha salido —dijo ella—, pero sería una tontería salir demasiado pronto. No sabes lo que podría...

    —Tengo un horario. No puede esperar.

    Ella asintió y no dijo nada por un momento. —¿La misión de quién ? —preguntó ella—. ¿Estás ayudando a mi hermano o a ti mismo?

    Él apartó la mirada y sus brazos se tensaron contra las correas. —A ninguno —dijo él con amargura. Ella suspiró, extendió la mano y le quitó la gasa de la herida, revisándola cuidadosamente. Él gimió ante el contacto, pero no se resistió —No duele —dijo él.

    —Es por la morfina. La encontré en tu mochila.

    Él la miró fijamente, con los ojos muy abiertos detrás de la máscara. —¿Qué tocaste? ¿Qué tocaste?

    —Tan poco como fue posible. Y me quedaré con la morfina, por si acaso.

    Ella se reclinó, sacó una aguja del bolsillo y la miró con aire culpable. Parecía pesarle más de lo que debería.

    —¿Por qué me estás salvando? —preguntó él con voz plana.

    —Yo… no sé si lo estoy haciendo, todavía —susurró ella.

    Volvieron a quedar en silencio, ambos mirando la aguja.

    —Deben de dispararte con frecuencia —murmuró Anouma.

    —La gente me teme —dijo con voz rancia.

    Ella asintió. —Esa es vuestra naturaleza. Traéis miedo y dolor.

    Él no podía dejar de mirar la aguja. Volvió a tirar de las correas y no llegó a ninguna parte. —Yo no traigo dolor —dijo, cabreándose—. El dolor viene ante mí.

    Ella lo miró de nuevo, con ojos entornados, fríos. —El sufrimiento viene ante ti—dijo ella con la voz llena de veneno—. La muerte y la agonía también vienen. Pero tú traes dolor. Matas la esperanza de la gente cuando entras a la habitación.

    —¡No deberían usar habitaciones! —espetó él, y el rostro de ella se contrajo—. Es cruel e injusto.

    —¿Injusto? ¿Injusto para quién? —replicó ella—. ¿Para el paciente? ¿O para tu sagrado orden social?

    —¡Para ambos! —siseó él—. ¡Ninguno merece ese destino! —La habría agarrado si hubiera podido, pero estaba atrapado allí, cautivo, esperando su ejecución. Su frustración se desbordó—. Se lo advertimos. Les dijimos que prohibieran las máquinas antes de que el daño fuera demasiado grande. Nos ignoraron y están pagando por sus errores.

    —¡Qué bien hicieron esas máquinas! —argumentó ella—. La cura para el SIDA.

    —¡Ellos os la negaron! ¿Y tú los defiendes?

    —¡Hubo muchas otras cosas maravillosas también! Si no hubiera sido por las incubadoras, ¿dónde estaría ahora la humanidad?

    —¡Viva! —gritó el Sanador—. ¡Encontraríamos las mismas curas sin el daño causado! ¡Pero sus decisiones nos dejaron sin ninguna! Todo mi trabajo, todo mi sacrificio, deshecho en un momento. Todo por culpa de una resolución débil. No dejaré que eso suceda. ¡Si ellos no cuidan de sí mismos, nosotros lo haremos por ellos!

    Ella lo miraba fijamente, con la mandíbula apretada con fuerza. —No puedes creer que lo que has hecho esté bien —dijo ella, y él se concentró mucho para bloquear la imagen del fuego—. No puedes creer que no eres culpable de asesinato.

    Él hizo una pausa y trató de controlarse. —Yo no respondo ante ti —dijo él, y ella agarró con más fuerza la jeringa, miró hacia otro lado.

    —No… —dijo ella en voz baja.

    Él suspiró ruidosamente. —¿Y tú? ¿No eres tú una asesina?

    Ella lo miró a los ojos, luego levantó la aguja ante ella y la giró ligeramente, como si lo estuviera contemplando. —No puedo saberlo. ¿Existe un mal necesario?

    Él echó atrás la cabeza, golpeándola contra el suelo, agonizando. —¡Deja de intentar ser una heroína! ¡Todos somos asesinos aquí!

    Ella negó despacio con la cabeza. —Yo no. Aún no. Y no puedo saberlo si quitar una vida sirve para salvar otra.

    —La centésima muerte es la misma que la segunda. O la primera. ¡Termina con ésto! ¡Lo que sea que quieras hacer, hazlo!

    Ella bajó la aguja, pero no la guardó. —Estás equivocado. Hay una diferencia entre uno y muchos. Eres culpable de cosas mucho peores y lo sabes.

    Él apenas se inmutó. —Nuestros hospitales —comenzó él, al principio tranquilamente—. ayudan con roturas óseas y a las mujeres embarazadas. Los vuestros son como funerarias atendidas por doctores. Nuestros niños usan mascarillas para los resfriados, no para sobrevivir. Vosotros vivís en una pandemia día tras día. Para nosotros, eso es una pesadilla lejana.

    Ella le mostró una sonrisa burlona. —Una pesadilla negra con cenizas —entonó ella.

    —Nosotros hicimos sacrificios. Vimos el futuro y lo detuvimos antes de que nos matara. Nos dolió verlo mucho más que a vosotros. Era la única manera de sobrevivir. En ocho meses estuvimos a salvo. Vosotros lleváis cinco años trabajando sin avances ni victorias. La sociedad se pudre por todos lados. Nosotros contuvimos nuestra tragedia. Vosotros os regodeáis en ella.

    Ella se miró las manos en el regazo durante unos instantes, con los dedos inmóviles, ligeramente curvados, y él no dijo nada, la dejó en paz. El arma de ella rodaba entre la palma y los dedos, suavemente.

    —La sociedad no es la suma de su gente —dijo ella, hablando más para sí misma que para él—. No es algo que se proteja a expensas de sus partes. Si ves a un hombre con una pierna enferma, no lo matas porque el esfuerzo para salvarlo es demasiado grande. Lo tratas, luchas por él, lo salvas y, si no puedes, le das esperanza en sus últimos días.

    —La esperanza es un lujo que no os podéis permitir —respondió él.

    —Suenas a alguien que conozco —suspiró ella.

    —¿El hombre mayor? ¿El doctot?

    Ella asintió. —Él también cree que la esperanza es peligrosa —dijo ella—. La esperanza y la confianza.

    —Él ha visto cosas que tú no puedes comprender.

    —¿Y qué hay de ti? ¿Cómo lidiaste con esas cosas que él vio? Estuviste allí, ¿no? Tú viste lo que pasó allí.

    —Una generación entera de genios médicos, destruida —interrumpió él.

    —Por un conjunto de plagas mucho más simples que las que combatimos ahora.

    —Él aprendió de sus errores —dijo él—. Algunos de ellos, al menos. Nosotros hicimos todo lo posible para contenerlo, pero sin que se hagan cumplir las estructuras sociales, eso no significa nada. Tu doctor veía eso. Las intenciones nobles no cuentan para nada si se combate un incendio escupiendo al humo.

    —Esta no es tu batalla.

    —¡No es la tuya! —gritó él— ¡Ni siquiera eres de aquí! ¿Qué te dijeron para convencerte de que arriesgaras tu vida por ellos?

    —No podía dejarlos morir así.

    —¿No? Ellos no tuvieron problemas en dejaros a merced de la tuberculosis, de la meningitis, del SIDA… Nosotros nunca abandonaríamos a nuestros aliados. Si lo hiciéramos, estaríamos solos en el mundo.

    —Lo estáis. Perdisteis al último de vuestros amigos el día que incendiasteis esas ciudades.

    Él no dijo nada, giró la cabeza para no mirarla.

    —Sueñas con ellos —dijo ella, casi culpable—. Te atormentan.

    Él miró hacia ella, cansado. —Tú no sabes nada de eso.

    Ella asintió y volvió a girar la aguja que tenía en la mano. —Aquí hay suficiente morfina para pararte el corazón —dijo ella, malhumorada—. Y no se me ocurre ninguna razón para no usarla—. Ella lo miró a los ojos (a su visor), con una mirada triste—. Y está mal, ¿no? —le preguntó ella.

    Él no dijo nada.

    —Matarías a mi hermano —dijo ella—. Lo matarías a él y a cualquier otra persona que elijas, todo para mantener un horario. ¡Un horario! Son personas lo que estás lastimando, pero para ti son sólo nombres en una página. Otro trabajo que terminar antes de que se acabe el tiempo.

    —No tengo otra opción. Es mi deber.

    —¿Y si fracasas? ¿Y si simplemente te niegas? ¿Y si dices: "todo tiene un límite. No lo haré más"?

    —No es elección mía —suspiró él—. No puedo parar.

    —¿Por qué no?

    —No puedo fallarles.

    —¡Que ¿por qué no?! —chilló ella.

    —¡Porque me mandarían de vuelta a casa! —bramó él, luchando contra las correas y enviando un dolor disparado por su brazo—. ¡Me enviarían de vuelta y no puedo volver allí!

    Ninguno habló durante un momento.

    Finalmente, ella asintió, sostuvo con cuidado la aguja en el brazo y él sintió el pinchazo, una sensación cálida subiendo y recorriendo su cuerpo, y jadeó, cerrando los ojos, dejándose llevar. Sintió que las correas se aflojaban alrededor de sus brazos y caían a los costados. El dolor desapareció y se dio cuenta... lentamente... de que no se estaba muriendo.

    Él la miró, lento, inseguro, y ella disparó al suelo el resto de la morfina y arrojó allí la aguja.

    —Sí tienes elección —le dijo ella solemnemente.

    Él no dijo nada, se quedó quieto, observándola levantar las rodillas, abrazándolas suavemente y apoyando la cabeza allí, silenciosamente angustiada.

    —Salvarás a mi hermano y borrarás su enfermedad de la faz de la tierra. Y luego, cuando coloques otra marca de verificación junto a tu lista de logros, podrás hacer tu elección.

    Ella se secó una lágrima del ojo con la manga y respiró entrecortadamente. Luego, él extendió una mano, le tocó el brazo y ella no retrocedió. —Esta pesadilla —dijo él en voz baja— te arruina el alma.

    Ella se ahogó con un sollozo y sacudió la cabeza. —Yo ya tengo el alma rota —dijo ella—. Tengo las manos manchadas de sangre. Cada una de las vidas que quitarás hoy, todas serán culpa mía. Podría haberte detenido aquí esta noche, pero me negué —Ella lo miró plenamente a los ojos—. No le temo al infierno —dijo ella—. Me aterroriza la compañía que tendré que mantener allí.

Capítulo 40

    Musílkova 27, Praga, República Checa

    Musílkova 27, Prague, Czech Republic

    Eva aterrizó en el suelo junto a Pyotr mientras Dimitri caminaba detrás de ellos, haciendo crujir sus nudillos. Él estaba frente a la puerta, con los pies separados, listo para mantener la paz dentro de la pequeña habitación de azulejos blancos. Había un sencillo escritorio de metal y dos sillas a lo largo de una pared, con tres gotas de rojo debajo, contrastando claramente con el abrumador blanco.

    —Ahora bien —dijo Dimitri, moviendo su máscara de lado a lado—. Vamos a clasificaros a los dos. A Eva la conozco. Hola, Eva.

    Ella no dijo nada, se hizo un ovillo y lo observó.

    —Pero de este bufón lo único que sé es que te estaba apuntando con un arma cuando lo vi por primera vez. Lo cual, al menos en mis libros, no es la forma correcta de tratar a una dama.

    Dimitri le guiñó un ojo a Eva, pero ella lo ignoró.

    —Soy su n-n-novio… —dijo Pytor, y Eva sólo dio una carcajada.

    —Se me ocurren al menos dos personas que dirían lo contrario —dijo Dimitri con una risita.

    La boca de Eva se abrió al recordar algo. —¿Dónde está Rhodri? —exigió ella, poniéndose ahora de rodillas—. ¿Qué está pasando?

    Dimitri se encogió de hombros y se rascó la mejilla. —Dímelo tú —dijo él—. No he visto a Rhodri en... bueno, creo que hace más tiempo que tú. ¿Le pasaste mi mensaje aquella vez?

    —No exactamente.

    —Vaya. Bueno, lo que fuese que pasó, él no está aquí.

    —¡Pero yo lo vi! ¡En el edificio! ¡Me estaba persiguiendo!

    Dimitri arqueó una ceja y miró a Pyotr en busca de confirmación, pero Pyotr parecía igual de confundido. Eva se pasó las manos por el pelo, temblando.

    —Eva, chica, si hubiera estado ahí, lo habría visto, créeme —dijo Dimitri.

    Ella negó, nerviosa. —Yo lo vi. Sé que lo vi. Rhodri está aquí, en Praga. Me está buscando.

    En ese momento, alguien llamó rápidamente a la puerta y ésta se abrió, lenta y chirriante. La luz del pasillo era mohosa y casi gris, pero la silueta era inconfundible. Eva gritó, retrocedió detrás de Pytor y señaló como loca. —¡Mentiroso! ¡Mentiroso! ¡Él está aquí!

    Rhodri estaba en la puerta, con los brazos cruzados y sacudiendo la cabeza con tristeza. Llevaba un traje negro, sin corbata, pero su pelo estaba desordenado como siempre, su barba parecía enfermiza y con costras.

    —Eva —dijo Rhodri solemnemente—. No deberías haber huido...

    Ella gimió, retrocedió hacia un rincón y se cubrió la cabeza con los brazos. Sintió unas manos fuertes tirando de ella, y luchó y pateó, tratando de mantenerlas alejadas, de mantener alejado el olor de él...

    De repente, la arrojaron al suelo, boca arriba, con manos sujetándole los brazos a los lados y otra persona inmovilizando sus piernas. Los oía hablar, pero ella se negaba a abrir los ojos, moviendo la cabeza de un lado a otro, como si pudiera escapar por pura fuerza del pensamiento.

    —Eva, mírame —dijo Rhodri.

    —Eva, mírame —dijo Dimitri.

    —Es… demasiado… fuerte… —gruñó Pyotr.

    Ella empujó con todas sus fuerzas, hizo caer a Pyotr de una patada y él se estrelló contra la pared. Se retorció y luchó, combatiendo contra probabilidades imposibles... pero entonces sintió una mano fuerte que le apretaba el cuello, apretando ligeramente, y se quedó quieta, negándose a abrir los ojos.

    —Mátala, Dimitri —dijo Rhodri—. Ella me traicionó.

    Ella chilló y trató de apartarlo de un manotazo, pero él la sujetó con más fuerza.

    —Lo siento, Rhodri… —tartamudeó ella—. Lo siento mucho, no quise hacerlo...

    La mano que ella tenía en el cuello se aflojó ligeramente y ella respiró entrecortadamente.

    —¿Qué diablos está ella…? —dijo Dimitri, con voz distante.

    —Mierda… —jadeó Pytor—. Está infectada. ¡Debe de estar infectada!

    —¿De qué? —gruñó Dimitri.

    —No… no lo sé. De algo que te vuelve loco, sea lo que sea, y...

    —Eva —le susurró Rhodri al oído—. Eva, ¿por qué ya no me besas?

    Sintió una mano fría recorrer su cuello, su pecho y deslizarse hasta su cintura desnuda, provocando que un escalofrío le recorriera la columna. Ella le dio una patada, fallando, y él le pasó los dedos por el costado, gentilmente, sondeando.

    —¡Para! —gritó ella—. ¡Deja de tocarme! ¡Te odio!

    —¿Le diste un refuerzo de Pathenex? —dijo Dimitri, cuya voz desaparecía en la distancia, mientras que aún la agarraba por el cuello con una mano.

    —L-la mitad —admitió Pyotr—. Usé Tezocet como la segunda pastilla.

    —¿Acaso eres un puto imbécil? ¡Eso es alucinógeno, sin mencionar la inmunosupresión que debe estar causándole!

    —Yo… la necesitaba dormida… no era mi intención…

    —Oh, Eva —le susurró Rhodri al oído—. ¿Qué hiciste? ¿Te lo follaste? ¿Me traicionaste?

    —No —jadeó Eva—. No, yo nunca...

    —Te vi —respiró él—. Lo vi todo. Y creo que te gustó.

    La mano alrededor de su cuello se aflojó de nuevo, y ella agitó los brazos, golpeando a Dimitri en su mejilla sin afeitar, pero fallando siempre a Rhodri. Dimitri se arrodilló sobre su muñeca lastimada y ella chilló de dolor, empujándole la frente con la otra mano, llorando incontrolablemente. Oyó ruido de la puerta abriéndose, pasos rápidos, el tintineo del plástico en el suelo. Sintió un ligero pinchazo en el brazo, justo a la altura de un elástico, y luego una sensación fría y metálica le inundó las venas.

    —Te gustará ésto —le susurró Rhodri, con su mano rozándole el lateral de su pecho—. Lo hice especialmente para ti.

    —¡Asesino! —gritó ella, y le apoyaron la cabeza contra el suelo, y ella olió a cebolla, a colonia.

    —Eva —dijo Dimitri, alto y claro—. Eva, todo está en tu cabeza. Sé que lo sabes y necesito que te concentres. Todo está en tu cabeza. Rhodri no está aquí. Sólo estamos yo y el cabrón retrasado. No hay nadie más aquí, te lo prometo.

    Eva redujo su respiración, sintió que la profundidad regresaba a la habitación, los sonidos eran menos amenazadores y su ritmo cardíaco iba más lento. Ella no abrió los ojos, pero dejó de llorar.

    —¿L-lo prometes? —gimió ella.

    —Sí, Eva. Abre los ojos. Todo irá bien.

    —No puedo… —suplicó ella—. No puedo, no puedo...

    —Sí puedes —le dijo Dimitri.

    —No puedo. Él estará ahí. No puedo verlo. Por favor.

    —Él no está aquí, Eva. Tú lo sabes. Conoces esta enfermedad. Tu sabes cómo funciona. Piensa bien, chica. Tiene sentido si lo piensas bien.

    Eva dejó de respirar y escuchó. Escuchó dos respiraciones, dos prendas moviéndose, dos almas a su alrededor. Exhaló lenta y cautelosamente.

    Y abrió los ojos.

    —¿Todo bien? —le preguntó Dimitri delicadamente.

    Estaba él, y sólo él. Nadie más. Ningún Rhodri.

    Ella asintió levemente y él la soltó. Se sentó, se frotó el cuello y respiró entrecortadamente. Pyotr yacía contra la pared del fondo, blanco como un fantasma, y ​​el resto de la habitación estaba vacía. No estaba Rhodri.

    Dimitri le dio unas palmaditas en la rodilla y se puso en pie.

    —Esa inyección debería mantenerte estable durante un par de horas —dijo Dimitri sacudiéndose el polvo de los pantalones—, pero si empiezas a ver cosas raras en la habitación, dímelo, ¿vale?

    —Está bien —asintió Eva, recuperando el aliento—. ¿Qué me diste?

    —Un pequeño cóctel casero que parece suprimir los síntomas —respondió Dimitri—. Temporalmente. Y no tanto como nos gustaría.

    —¿Qué es lo que...?

    —No sé qué hacer con tu chico juguete aquí —interrumpió Dimitri, lanzando una cruel mirada hacia Pyotr—, porque, a mi modo de ver, te ha mentido, te ha negado medicamentos vitales en un momento crítico, te ha dado lo que caritativamente podría llamarse una droga para la violación en una cita.

    —¡Era para su cabeza! ¡Estaba sufriendo! —se defendió Pyotr.

    —Sí, y mi arma es principalmente para limpiar con pistola. Cierra el pico. No es tu turno de hablar —Se volvió hacia Eva, sacó el arma del interior de la chaqueta, quitó el seguro y apuntó a Pyotr—. Eva —dijo Dimitri, serio—. No sé qué pasó después de que te dio esa pastilla y no quiero saberlo. Pero como tú y Rhodri erais como una familia, te daré esta opción. ¿Cómo quieres que éste salga de la habitación? Porque a mí me vale de cualquier manera.

    Eva vio a Pyotr, acurrucado en un rincón, mirándola con ojos suplicantes y desesperados. Se pasó la mano vendada por la cabeza y trató de pensar en el dolor y la confusión. Pyotr no decía nada, pero vocalizaba palabras que ella no podía entender. Cosas que a ella no le importaba entender.

    Ella negó con la cabeza, dio media vuelta. —Basta de matanza —suspiró ella—. Sólo sácalo de aquí.

    Dimitri miró a Eva, se pausó. Pyotr estaba temblando. Dimitri guardó el arma, se acercó a Pyotr, lo levantó de un tirón y lo arrastró hasta la puerta.

    —¡Eva, espera! —gritó Pyotr mientras lo empujaban contra la pared y la puerta se abría y entraban dos hombres corpulentos con trajes negros—. ¡Por favor! ¡Me volverán a meter en la celda! ¡Por favor, no hagas ésto! ¡Aún podemos escapar! ¡No todo fue mentira! ¡No todo fue falso!

    La puerta se cerró. Dimitri se volvió hacia Eva con las manos en los bolsillos y suspiró. —No todo fue mentira, dice —reflexionó Dimitri—. Eso es lo que me decía mi exesposa.

    Él sonrió ante su propia broma, tosió, sacó una silla de la mesa y se la ofreció a Eva. Ella se sentó, vacilante, y él se sentó de un brinco sobre la mesa, descansando cómodamente en la fría y esterilizada habitación.

    —Bueno, ¿te sientes mejor? —le preguntó a ella—. ¿Estamos sólo tú y yo aquí ahora?

    Ella asintió y miró alrededor sólo para estar segura.

    —Bien. Porque en lo que necesito que hagas, necesito que te concentres.

    Eva frunció el ceño. —¿Qué necesitas que haga?

    —Lo que tienes, Eva, lo sabemos. Se llama Nuremberg-6. Es más desagradable de lo que crees. Y lo bueno es que ha infectado a parte de nuestra gente. No vimos las señales hasta que estuvo bastante avanzado y hemos estado luchando para contenerlo desde entonces.

    Eva le frunció el ceño. —Ese no es problema mío.

    —Es problema tuyo porque lo mismo que les está pasando a ellos, te está pasando a ti también. No sabemos cuál es su etapa final, pero no tenemos muchas ganas de averiguarlo. Lo queremos arreglar y lo queremos arreglar ahora.

    —Y qué, ¿queréis probar las curas en mí? ¿Soy vuestro conejillo de indias?

    Él rió y le dio unas palmaditas en el hombro, pero ella lo apartó de un manotazo. —Diablos, no, Eva. Mira, nuestro programador habitual ha desaparecido. Creo que lo conoces.

    Ella frunció el ceño. —Sí —continuó Dimitri—. Y sin él, estamos un poco jodidos. O lo estábamos hasta que apareciste tú.

    —Ya lo he dicho mil veces: yo no sé crear virus. Y aunque supiera, no os ayudaría.

    Dimitri le dirigió una mirada neutra y se rascó la barbilla bajo la máscarilla. —¿Aunque eso significara que te vuelvas jodidamente chiflada?

    Eva se estremeció al recordar el sonido de Rhodri en el oído, pero se negó. —No moveré un dedo para ayudaros. Todos vosotros sois unos asesinos.

    Dimitri suspiró, se dio una palmada en las rodillas y se levantó de la mesa, dejando a Eva sentada allí, sola.

    —De acuerdo —dijo él—. Sabía que dirías eso. Abrió la puerta, se asomó e hizo un gesto, luego miró a Eva, negando con la cabeza—. Entiendo que no quieras ayudarme. No me conoces. Si yo me pidiera este tipo de ayuda, probablemente también tendría problemas para decidirme a colaborar, pero no es necesario que lo hagas por mí. Ni por ti. Por otro lado, es posible que quieras hacerlo por otra persona.

    —Todos vosotros os podéis pudrir, por lo que a mí respecta —replicó ella.

    —¿Y ella también? —preguntó Dimitri, mientras entraba una camilla con la madre de Eva en ella.

Capítulo 41

    Musílkova 27, Praga, República Checa

    30 de noviembre

    —¡Mamá! —jadeó Eva, corriendo. Agarró con fuerza a su madre por los hombros y le echó el pelo hacia atrá, conteniendo las lágrimas.

    Su madre miraba fijamente al techo, con el rostro envejecido, desgastado y dos largos cortes a medio curar en las mejillas. Una vía intravenosa colgaba de su brazo y una solución salina goteaba como el latido de un corazón. Estaba sujeta, pero no hacía ningún movimiento para escapar, y de inmediato Eva comenzó a luchar con las correas, tratando de desatarlas para liberarla.

    Una mano grande rodeó la de ella. —No es bueno hacer eso —dijo Dimitri—. No le va bien cuando está libre.

    Eva tomó suavemente la mano de su madre y la acarició. —¿Qué le habéis hecho? —susurró.

    —Ella tiene lo mismo que tú, pero es mucho peor. Le dimos uno de esos cócteles hace unos veinte minutos, y ésto... es el mejor efecto que tiene en ella. En realidad no está consciente a menos que esté completamente enferma, y ​​ese no es un estado agradable para ella. Sé que no confías en nosotros, que no quieres ayudarnos… pero, Eva, nena, si no nos arreglas esto, serás la siguiente en tres semanas. Así, o peor.

    Eva vio a dos hombres trajeados que llevaban una incubadora, la colocaron sobre la mesa y la enchufaron. Miró a su madre y apoyó la cabeza en el rostro inexpresivo y cicatrizado. —No sé cómo hacerlo —gimió ella suavemente.

    —No dejas de decir eso, y suena igual que Rhodri, de vuelta al principio. Pero él lo aprendió muy rápido. Y por lo que he oído, no era ni la mitad de brillante que tú.

    —¿Estas incubadoras no tienen algún tipo de… sistema automatizado? ¿Algo más fiable que el ensayo y error humano? ¿Otra cosa?

    —Podría haber —dijo Dimitri—. ¡Podría haber un parche de software en algún lugar que no conozco porque todos los fabricantes llevan años fuera del negocio!

    Eva miró hacia la incubadora con los ojos llenos de lágrimas. —¿Y si lo estropeó todo? ¿De verdad queréis correr ese riesgo?

    Dimitri encendió la incubadora y la pantalla cobró vida. Le quitó el polvo a la silla y la giró. —Prueba, hazme saber lo que piensas.

    Él le hizo un gesto con la cabeza y ella, de mala gana, se sentó en la silla, tocó el ratón táctil y comenzó a investigar el software de la incubadora. Se abrió una ventana grande y sencilla, mostrando felizmente una molécula estilizada, y le dio la bienvenida al mundo de la bioingeniería personalizada. Una pequeña alerta apareció ante ella, dándole el enésimo "Consejo del día":

    El panel de resultados en la parte inferior de la pantalla le muestra el resultado de su trabajo comparándolo con las muestras de sangre más comunes para su ubicación geográfica. Para probar con otras configuraciones regionales, elija: Editar Configuración Regional bajo el menú de Perfiles.

    Ella pinchó en "cerrar" y obtuvo un panorama del terreno. Dimitri extendió un dedo y empujó la pantalla mientras hablaba. —No soy un genio, pero lo que Rhodri me dijo es esto: cargas una muestra de sangre aquí y crea un bonito garabato de cómo se ve el virus. Así que, intentémoslo: carguemos una de las muestras que tenemos.

    Le apartó las manos del ratón táctil, navegó por algunos menús hasta que una compleja cadena de rectángulos de diferentes colores llenó el panel central de la pantalla, brillante y atractivo, como un juego de rompecabezas para niños y no una cuestión de vida o muerte.

    —Pareces bastante bueno en esto —comentó Eva—. ¿Por qué no encuentras la cura tú mismo?

    Dimitri sonrió. —El hecho de que sepa imprimir no significa que pueda escribir. Mira aquí… lado izquierdo, este es tu conjunto de herramientas. Hay alrededor de cien cosas diferentes que puedes arrastrar y juntar. Yo no sé una mierda sobre ésto, así que sólo hago la cadena más bonita que puedo imaginar. Bueno, probemos con el cuadrado rojo, el diamante azul y el... como se llame amarillo.

    —Trapezoide.

    —Salud. Ahora mira… —Dimitri demostró su nueva creación en el panel superior, con el fondo de un tranquilo azul marino con burbujas animadas arrastrándose. Casi agradable. Eva suspiró ante todo eso—. Ahora le damos a este botón "Test" de aquí y…

    La estructura de Dimitri se fusionó, crecieron tallos que conectaban algunos elementos y luego apareció un conjunto de flechas entre los paneles superior e intermedio, sugiriendo la aplicación del primero al segundo. Después de un momento o dos, nuevas formas y colores cayeron desde el panel central hacia la parte inferior, y el marco de la ventana se volvió rojo. Una advertencia apareció en el lado de la pantalla:

    4 Alertas Reportadas:

    El paciente muere de una hemorragia interna masiva.

    El paciente sufre un derrame cerebral severo.

    El paciente puede experimentar pérdida de visión.

    El paciente puede presentar erupción.

    Eva arqueó una ceja y Dimitri suspiró. —Lo creas o no, ésto es mejor de lo habitual. La última vez me dijo que había construido con éxito el Ébola. Ese fue un buen día, déjame decirte.

    Eva negó con la cabeza, pulsó el botón "borrar" y la creación de Dimitri desapareció. Señaló el conjunto de herramientas, desplazándose hacia abajo en la lista, incrédula. —No sé por qué pensaste que se me daría bien ésto —dijo ella—. Este es un programa estúpidamente complejo de entender. Mira todas estas cosas… ¡No sé qué significa ni siquiera una fracción de ellas!

    —Creo que las incubadoras las hicieron para farmacéuticos. En cierto modo suponen que sabes un poco de medicina o algo así.

    —Lo cual no sé.

    —Pero Rhodri tampoco. Y lo que me dijo es que las únicas cosas de las que realmente debes preocuparte son las primeras veinte formas. El resto son compuestos y puedes vivir sin ellos. Dijo que cuando realmente te pones manos a la obra, éste es como cualquier otro programa. Olvídate de las moléculas o las muestras de sangre o cualquier tontería, y trátalo como lo que sabes.

    Eva sacudió la cabeza con tristeza. —Lo voy a estropear todo —dijo ella.

    —Entonces te lo dirá. Y empiezas de nuevo. No requiere habilidad, sólo requiere un cerebro que pueda pensar de cierta manera. Y el tuyo hace eso.

    Eva suspiró, movió un cuadrado rojo hacia el complejo en el medio y observó cómo parte de la estructura se desmoronaba.

    —Ey, genial, en tiempo real —exclamó Dimitri—. ¡No sabía que se podía hacer eso! ¿Ves? ¡Se te da genial!

    Eva golpeó la mesa con el puño y se giró hacia Dimitri. —¿Qué pasó con Rhodri? —exigió ella—. ¡Él era bueno! ¡Era bueno y de alguna manera lo corrompiste y lo obligaste a hacer ésto! ¿Qué diablos le hiciste?

    Dimitri le puso una mano pesada sobre el hombro. —Menos charla y más trabajo. No tenemos todo el día. Empezarás a empeorar en noventa y tantos minutos, y no tengo un suministro infinito de ese cóctel si le doy de comer a tres personas a la vez.

    Eva vaciló, como si fuera a negarse, pero luego se volvió hacia la incubadora, puso las manos en el ratón táctil y comenzó a trabajar. Dimitri se reclinó en su silla, mirando al techo, con los brazos detrás de la cabeza. Eva empezó por descubrir el efecto de cada forma en su paleta. Los cuadrados rojos erosionaban ciertas partes del Nuremberg-6, pero dejaban otros subproductos. Los círculos amarillos ayudaban con otros, pero nuevamente, dejaban caer elementos peligrosos. Ella intentó combinar un cuadrado rojo con un círculo amarillo, y se comió a la mayoría de los sospechosos habituales, pero luego dejó una lluvia de cuadrados morados que causaron más daño que cualquier otra cosa antes. Después de un poco de trabajo, encontró una manera de incrustar un trío de formas dentro de un contenedor que se adjuntaba como un subconjunto de otro elemento. Ésto no tenía consecuencias, pero hacía que el Nuremberg-6 se dividiera en dos, cada parte siendo mucho más peligrosa que un simple delirio. Hizo un compuesto más complejo, creando profundidades y profundidades de elementos incrustados, tratando de atrapar cada fragmento, evitando que cayeran al fondo de la pantalla.

    Dimitri observaba su trabajo, contenía la respiración cada vez que la máquina procesaba los resultados, suspiraba en silencio cada vez que devolvía una sentencia de muerte. Él no decía una palabra, sólo estaba sentado a su lado, observando.

    Al final, el compuesto era demasiado grande para caber en la pantalla, y ella lo descartó todo, comenzando con un único círculo violeta, y construyó funciones más optimizadas alrededor del núcleo. Los resultados fueron desalentadores, pero después de un tiempo, comenzó a ver surgir un patrón... juntó las manos y se inclinó hacia atrás de la mesa.

    —¿Qué? —preguntó Dimitri despertando de un estupor—. ¿Qué ocurre? ¿Qué pasó?

    —Estoy cerca, creo —dijo Eva con los ojos fijos en las formas—. Creo que ésto se acerca.

    —Tienes cuatro trozos grandes que matan al paciente en más formas de las que puedo contar —se quejó él—. Creo que tú y yo tenemos diferentes definiciones de "cerca".

    —Ignora eso. Mira cómo funciona... lo estoy dividiendo para que este rojo, este azul... ¿ves? No queden juntos. Estaban causando los derrames cerebrales. Lo estoy dividiendo para que las peores partes no sobrevivan. Así, lo único que tengo que hacer es vencer esos cuatro compuestos y... y...

    —¿Y tenemos una cura? —dijo Dimitri esperanzado.

    —No lo sé. Pero es lo mejor que tengo ahora.

    —¡Eva! —exclamó su madre de repente, incorporándose, tratando de escapar de sus ataduras. Dimitri y Eva corrieron a su lado. Él le apretaba las correas mientras Eva le acariciaba el cabello.

    —¿Mamá? Mamá, ¿me oyes?

    —¡Eva! ¡Que alguien encuentre a Eva! ¡Está sola en el baño!

    Su madre no la miraba en absoluto, estaba en su propio mundo, y Eva se estremeció al recordar esa sensación. Dimitri revisó su vía intravenosa y negó con la cabeza. —Está saliendo temprano esta vez. Necesitamos otro cóctel.

    —¡Que alguien me ayude! ¡Podría haberse ahogado! ¡Que alguien me lleve a casa antes de que se ahogue!

    Eva se dio la vuelta y regresó a la incubadora. Dimitri abrió la puerta, se asomó fuera y frunció el ceño. El pasillo estaba vacío. Sacó el teléfono de la chaqueta y pulsó un botón. —¿Dónde está todo el mundo? —bramó en un inglés con mucho acento—. Necesitamos otro —Quedó en silencio, escuchó y luego asintió—. Ahora mismo voy. Que alguien le traiga un nuevo cóctel a Kolikov. Los voy a encerrar dentro.

    Volvió a mirar a Eva, con la puerta medio cerrada. Ella lanzaba miradas nerviosas entre él y su madre, quien estaba empezando a luchar con más fuerza contra sus ataduras, llorando ante el miedo imaginado de perder una hija.

    —Siéntate —dijo Dimitri—. Volveré tan pronto como pueda. Concéntrate en el virus e ignórala, ¿entendido?

    Él no esperó una respuesta, simplemente salió corriendo por la puerta y la cerró con llave.

    Eva tomó la mano atada de su madre entre las suyas y la acarició cálidamente.

    —Mamá, estoy aquí. Soy Eva.

    —¡Eva, mi bebé! —gritó su madre—. ¡Se está ahogando, mi bebé! ¿Por qué la dejó él sola así?

    —Todo irá bien, mamá. Voy a encargarme de ello.

    Eva se lanzó hacia la incubadora, arrastrando formas dentro y fuera de la estructura, rompiendo pedazos, destrozando estructuras, cortando los pedazos más mortíferos. Seis advertencias, cinco advertencias, cuatro y tres... tenía aquello contra las cuerdas, pero seguía arrojando sorpresas, cosas que no podía descifrar. Golpeó la mesa con la mano, furiosa, y su madre gimió.

    —Muere, maldito seas. Muérete de una vez —suspiró ella, agachando la cabeza. Unas manos cálidas rodearon sus hombros y comenzaron a masajear sus músculos tensos. Ella suspiró feliz y asintió. —Eso sienta bien —dijo, mirando nuevamente la pantalla mientras las manos seguían trabajando.

    Tomó otro compuesto, lo probó y funcionó. Ella jadeó, eufórica, y comenzó a luchar contra los dos últimos supervivientes del Nuremberg-6: un derrame cerebral mortal y una fiebre mortal. Lanzó formas a través de la pantalla con asombrosa destreza, el estrés se disipó de su cuerpo, sus manos se sintieron calientes por primera vez en días...

    —Ya te tengo —gruñó al virus.

    Unos brazos fuertes rodearon sus hombros, pero ella siguió trabajando, tomando su energía y usándola. Sintió un aliento en el cuello, luego el roce de la barba y un beso en la oreja. Ella se estremeció, cerró los ojos un momento, sólo un momento, y dejó que el beso persistiera.

    —Me extrañas —susurró Rhodri suavemente.

    —Te extraño —respondió Eva.

    Una mano se deslizó hacia arriba, alrededor de su cuello, acariciándola, sus dedos tocando sus labios. Ella contuvo la respiración, sus manos se alejaron del ratón táctil, tocó los brazos, los mantuvo allí, volviendo la cabeza hacia él, desesperada, desesperada...

    —Me necesitas —susurró Rhodri.

    —Sí. Te necesito —respondió ella.

    —Entonces, ¿por qué? —respiró él, con la boca cerca de la de ella—. ¿Por qué me dejaste?

    La mano en su cuello se apretó de repente, los dedos se clavaron en su piel y ella se convulsionó, pero él la sujetó con fuerza, manteniéndola allí, encerrada en un abrazo asesino, y le clavó las uñas en la piel, arrastrándola hacia arriba y hacia abajo. Luego se acercó suavemente a su oreja, con la barba áspera y rascándose. —Debiste quedarte —gruñó él.

    Eva tembló, con la cabeza erguida y el cuello expuesto, y trató de ver detrás de ella, trató de verlo a él. —No eres real —gimió ella—. No estás aquí. Dimitri cerró la puerta con llave.

    —Tengo una llave —siseó él—. No puedes dejarme fuera.

    —No tienes llave. Ésto es el virus. No estás aquí.

    Él se rió de ella, se movió hacia el otro lado, todavía abrazándola fuerte —Si no fuera real —dijo él—. Entonces ¿cómo podría hacer esto? —Y le mordió el borde de la oreja.

    Ells sintió que su cuello se liberaba y una fuerte quemadura le recorrió la mejilla. Se agarró a ello, sintió el escozor, se revisó las yemas de los dedos y vio sangre. Jadeó y apretó la mano en un puño.

    —¿Por qué me dejaste? —preguntó Rhodri, moviéndose nuevamente hacia su otro lado, con la mano recorriendo su rostro, su cuello, como una caricia de amante, pero malvada.

    —Ya sabes por qué —replicó ella—. Por ésto. Por ésto y todos esos otros virus que creaste.

    Él se rió y le acarició el cuello con la nariz. —Tú sabes que los hice por ti —susurró él—. Los soñé todos mientras hacíamos el amor.

    Ella negó con la cabeza, pero él se la agarró y la mantuvo firme. —Tú fuiste mi mayor inspiración —casi cantó él—. Mi musa. Tú creaste estos virus. Son tuyos.

    Las manos de Eva golpearon la mesa, el ratón táctil, y luego abrió los ojos, aunque entornados. —Yo no los cree —dijo ella fríamente—, pero los destruiré. Intenta detenerme si puedes.

    Ella miró hacia adelante, a pesar de las manos de Rhodri, acercó las suya al ratón táctil y movió los bloques, cambiándolos a un ritmo furioso; rompiendo compuestos, atrapando los desechos… Rhodri no podía detenerla, sus brazos eran incapaces de alterar tanta determinación, sus manos le acariciaban el cuerpo de arriba a abajo, tratando de desalojar su concentración… Ella luchaba para superarlo, arreglando errores hasta que al final, al final, dejó la cura con un único efecto secundario.

    —Colapso fatal —rió Rhodri, besando su cuello—. Nunca me vencerás, Eva. Nunca pudiste.

    —Nunca viste lo que puedo hacer —dijo ella, y dibujó un rectángulo amarillo sobre el último compuesto, suspendiéndolo por encima. Su madre cantó una canción de cuna tranquila, Rhodri le lamió la mandíbula dulcemente y ella… dejó caer la última pieza.

    El panel inferior se iluminó en verde con un aviso: Efectos secundarios menores: aumento de la presión arterial. Eva jadeó, se apartó de la mesa con las manos en el aire. —¡Lo logré! —exclamó, y su madre rio al mismo tiempo, pero por razones desconocidas.

    Eva pulsó el botón "guardar", luego otro marcado como "proceso", y vio un frasco de suero en la cámara central de la incubadora deslizarse hacia su lugar y comenzar a agitarse lentamente. Se apretó los ojos con las palmas de las manos y contuvo una risa de alegría mientras oía cómo se hacía la cura.

    Cuando volvió a abrir los ojos, Rhodri estaba justo delante de ella, con el ceño fruncido.

    —¡Perra! —gritó él, y le agarró la cabeza con ambas manos, arañándola. Ella pateó, empujó y cayó de la silla, retrocediendo luego hasta la pared, y Rhodri la atacó, agarrándola de las piernas, acercándola hacia él, psicótico y maníaco y tan desconocido que todo lo que ella podía hacer fue gritar.

    La puerta se abrió de golpe y apareció Dimitri flanqueado por dos guardias. Miró a la madre de Eva, que lloraba en su camilla, y luego a Eva, y en un instante cruzó la habitación con una aguja en la mano, empujó a Eva sobre un costado, le clavó la punta en el brazo y ella lo sintió, sintió el subidón de nuevo...

    —Volvió —jadeó ella, con la cara pegada en el azulejo—. Volvió. Dijiste que tenía horas. ¿Qué pasó?

    Dimitri la mantuvo allí, pero su agarre era casi delicado.n—No lo sé —dijo él—. Podría ser el Tezocet otra vez, o la maldita cosa podría estar mutando a medida que se propaga.

    Eva asintió lo mejor que pudo, miró adelante y vio a Rhodri allí, tirado en el suelo con ella, con la mano acariciándose la mejilla. —Shh —dijo Rhodri sonriendo—. No te preocupes. Todo irá bien.

    Eva apartó la mirada de él y gruñó. —Lo logré —dijo ella—. Rompí el virus. Revisa la máquina.

    Dimitri tembló, miró atrás y se inclinó hacia Eva. —¿Aún lo ves? —preguntó él.

    Eva miró al otro lado de la habitación. Rhodri se lamió los labios. —No —mintió ella—. No, se ha ido.

    Dimitri se levantó rápidamente, se dirigió a la incubadora y comprobó la barra de progreso mientras avanzaba por la pantalla. La máquina pitó alegremente, el tubo de suero giró y luego se vació en un pequeño recipiente con tapa naranja en la base de la máquina. Un siseo después, el trabajo quedó hecho. Dimitri recogió el recipiente como si fuera lo más valioso del mundo.

    —Tengo que ir a usar ésto —le dijo él a Eva, guardándoselo en el bolsillo—. Tú quédate quieta.

    —¿Te vas? Espera, ¡pensé que ésto era para mi madre! ¡Dijiste que estaba ayudando a mi madre!

    Dimitri se encogió de hombros en la puerta medio cerrada. —Y lo estabas —dijo él—. Pero ella no me paga las facturas, puede esperar un poco. Ambas podéis.

    Y cerró la puerta, dejándola sola con su comatosa madre y el fantasmal Rhodri, quien la observaba hambriento desde un rincón.

Capítulo 42

    Hospital Motol, Praga, República Checa

    30 de noviembre

    Crew se dirigía al hospital cuando un par de enfermeras, con máscarillas en la cara, pasaron corriendo junto a él gritando. Las observó alejarse, curioso, luego se encogió de hombros y continuó al interior. A su izquierda, las grandes y pesadas puertas de la zona de tratamiento estaban cerradas y bloqueadas, y un anciano con uniforme azul de hospital envolvía con cinta amarilla las manijas y el marco. Los ecos de cientos de gritos se filtraban por las grietas.

    Crew señaló la cinta y se aclaró la garganta. —¿A qué se debe ese pánico? —exclamó, y el anciano se giró sobresaltado, con la máscarilla demasiado apretada en su rostro.

    —Brote —jadeó el viejo—. Algo terrible. Todo la planta lo tiene, y dos de las enfermeras. Estamos poniendo a todos en cuarentena. El ayuntamiento está trayendo al ejército.

    Crew cruzó los brazos e hizo una mueca. —¿Quién lo inició?

    El anciano intentó pasar corriendo, pero Crew lo agarró por la manga y lo hizo girar.

    —¡Por favor! —gritó el hombre—. Por favor, tengo una familia… ¡No puedo quedarme aquí, no es seguro!

    —Te diré lo que no es seguro —dijo Crew con calma—. Cabrearme. ¿Quién inició el brote?

    —Nadie lo sabe. Todos están delirando... tienen pesadillas, pesadillas terribles, y gritan día y noche. Al principio los sedamos, pero no hay suficiente. No sabemos qué hacer.

    —Ya, ya, eso no es problema mío —interrumpió Crew—. Ha habido un Sanador por aquí, ¿cierto? ¿Podría haber sido él? ¿Entró en contacto con alguno de los pacientes? —El anciano intentó correr de nuevo, pero Crew volvió a agarrarlo y lo estampó contra la pared—. He dicho que si el Sanador vio algún paciente.

    —No… no, el doctor Bastien lo mantuvo fuera del hospital. No llegó a entrar. N-no podría haber estado involucrado.

    Crew apretó los dientes y miró por encima del hombro, sombrío. —¿Quién atendió al primer paciente? —preguntó—. ¿Qué doctor?

    —La Dra. Anouma —tartamudeó el hombre—. Pero lleva desaparecida desde anoche. Nadie puede encontrarla y no responde a las llamadas.

    —¿Alguna idea de dónde vive?

    —Aquí en el hospital, pero ella no está, lo juro. Tuvo una emergencia con su hermano y ella simplemente… desapareció.

    Crew se inclinó hacia el hombre amenazadoramente. —¿Su hermano? —siseó.

***

    La habitación estaba tan oscura que Crew se puso nervioso y sacó el arma. Se abrió paso, comprobando cada ángulo con rápidos barridos, hasta llegar al fondo de la habitación, una luz tenue brillaba a través de gruesas cubiertas de plástico sobre la ventana. Había una cama individual apoyada a un lado y allí, con las sábanas torcidas, había un frágil hombre negro con pinta de estar al borde de la desintegración total. Estaba observando cómo Crew se acercaba, con los ojos inyectados en sangre y temeroso.

    —¿Es usted el hermano de la doctora Anouma? —preguntó Crew, brusco desde el principio.

    Adjobi asintió, débil pero ansioso.

    —¿Te atendió ella anoche? ¿De madrugada?

    —Sí… —susurró Adjobi.

    —¿Dijo adónde iba?

    Adjobi se sentó más alto en la cama, con las pupilas muy abiertas. —¿No está abajo?

    Crew negó con la cabeza. —Se fue después de verte. ¿Alguna idea de por qué?

    —Yo… yo no...

    —¿Qué sabes del brote allá abajo? ¿Te lo mencionó?

    Adjobi se sentó, con sus delgados brazos apoyados en los rieles a su lado, jadeando por respirar. —¿Brote? ¿Qué brote?

    —Algo que hace gritar, no sé. Ella trató al primer paciente, por eso necesito encontrarla. Así que, en serio, cualquier cosa que tengas dando vueltas en esa cabeza tuya sería muy útil en este momento.

    Adjobi parpadeó, parecía perdido en sus pensamientos y sacudió la cabeza. —No sé. Ella no mencionó nada, no dijo que fuese a ninguna parte. Pero—se esforzó, desabrochó la barandilla de su lado derecho y balanceó las piernas sobre el borde—... tengo que ir a ayudar. Ya no tienen suficiente personal...

    Crew lo miró dos veces y puso una mano en el hombro de Adjobi, reteniéndolo. —Espera un segundo. No creo que eso sea una buena idea.

    —Soy médico, sé lo que soy...

    —¡No creo que lo sepas! —interrumpió Crew, señalando la docena de cables que colgaban de las máquinas alrededor de la habitación, pegados con cinta adhesiva y profundamente hundidos en los brazos de Adjobi—. ¿Vas a llevar toda esta porquería cuando vayas? ¡No! ¡Así que siéntate y deja que otro se encargue de ello!

    Adjobi lo miró con tristeza. —Yo sólo… sólo quiero ayudar.

    —Pues ayúdame diciéndome dónde podría estar tu hermana. Puede que ella sea la única persona con posibilidades de descubrir quién hizo ésto.

    Adjobi suspiró, sentándose al lado de la cama, pensando. —No lo sé. Tenemos catres aquí en el hospital y yo… espera, hay algo. Hay un lugar al que íbamos cuando llegamos... es un campo deportivo, en Bruslařská. Ella solía ​​ir allí a pensar. Puede que esté allí, supongo, no sé.

    Crew asintió y le dio a Adjobi una palmadita en el hombro mientras éste retrocedía. —Gracias, eso es genial. Ahora vuelve a la cama. Tengo que ir a atrapar un monstruo.

    —¿Crees que él está detrás de ésto? —preguntó Adjobi, y Crew se detuvo de repente, junto a la puerta.

    —¿Qué dijiste? —preguntó Crew mirando atrás.

    —¿Crees que el Sanador inició el brote? —dijo Adjobi, sentado a un lado de su cama.

    Crew dio media vuelta, entró furioso en la habitación y empujó al frágil hombre sobre el colchón, inmovilizándolo con una mano en la frente. —¿Quién ha dicho nada sobre un Sanador? —siseó.

    Los ojos de Adjobi estaban muy abiertos por el dolor y el miedo. No podía moverse, con todas las vías intravenosas y sondas en los brazos, y se tensaban brutalmente, haciéndolo gemir de dolor. —Yo… simplemente lo asumí porque…

    —¡Ja! Mientes como mi madre —rió Crew—. ¿Qué sabes sobre el Sanador?

    Adjobi sacudió la cabeza frenéticamente mientras Crew se inclinaba. —¡Nada! ¡Lo juro, no sé nada de nada!

    Crew gruñó, extendió la mano y agarró la masa de cables que colgaban del brazo de Adjobi y los retorció, y el pobre hombre gritó con voz ronca mientras el metal debajo de su piel tiraba y desgarraba. Crew sostuvo los cables en un remolino y no los soltó, se inclinó un poco para estar cerca del rostro dolorido de Adjobi. —¿Tenemos un brote ahí abajo y tú estás jugando conmigo?

    Adjobi farfulló, con lágrimas en los ojos, suplicando o pronunciando una oración o algo para que el dolor cesara. —Él estuvo aquí —jadeó—. está cazando un virus.

    —¿El de abajo? —exigió Crew.

    —¡No! No, ese no. Soy yo. Me estaba cazando a mí.

    Crew se relajó un poco y evaluó la confesión. —¿Y por qué está ahí fuera y no aquí? —preguntó, inseguro—. No dejan a las víctimas con vida.

    —Está buscando al que me infectó. Nosotros… hicimos un trato…

    —¿Qué tipo de trato?

    —Yo… le decía lo que sabía y él me dejaba vivir.

    Crew se acercó y exhaló un aliento fétido a través de su máscarilla en la cara de Adjobi. —No me mientas. Estoy teniendo un mal día.

    —¡No miento! ¡Me dejó vivir! ¡Lo único que tuve que hacer fue decirle un nombre y me dejó en paz!

    —Pues eso te convierte en cómplice de asesinato. De tantos como asesinatos cometa.

    Adjobi gimió, pero no pudo llevarse las manos a la cara para agarrar los cables. —Lo lamento. Lo siento mucho —se quejó.

    Crew gruñó, se levantó, soltó los cables y se llevó una mano a la frente. Miró alrededor de la habitación, de nuevo a la puerta, de nuevo a Adjobi. —¿Volverá?

    —Espero que no —dijo Adjobi débilmente, y Crew asintió.

    —¿Dónde está? —preguntó evitando el contacto visual. Adjobi apartó la mirada, casi avergonzado, hizo una mueca. No dijo nada. Crew se volvió hacia él, con los puños en las caderas y ladeó la cabeza con tristeza. —He dicho que dónde está.

    Adjobi suspiró profundamente. —Yo… prometí que no…

    Crew volvió a agarrar los cables, los retorció y tiró hacia atrás. Dos de las vías intravenosas se soltaron del brazo de Adjobi, derramando antibióticos y sangre sobre la cama y el suelo. Él gritó de dolor, pero su interrogador le sujetó la cabeza con fuerza mientras el paciente ​​​​se debatía impotente en la cama. Jadeó en busca de aire, el dolor lo cegaba y las lágrimas corrían por sus mejillas.

    —¿Dónde está? — Crew estaba furioso, cada palabra iba acentuada con un ligero tirón de las enredadas vías.

    Adjobi tragó, casi llorando, y habló en voz baja—. No lo sé.

    Crew sacudió la cabeza con sombría decepción, se echó hacia atrás para sacar los cables del frágil cuerpo del hombre, pero sintió la otra mano de Adjobi sujetarle la muñeca, suplicando. Después de una dolorosa pausa, habló: —Pero sé adónde va.

Capítulo 43

    Kieslingstraße 14, Núremberg, Alemania

    3 de julio. Un año antes.

    A mitad de las escaleras, Eva oyó el familiar golpe de la puerta de la calle y pisadas en los escalones. Se quedó paralizada, con el bolso al hombro, la mano en la pared, en silencio mientras esperaba. Los pasos se acercaban más y más, y entonces ella lo vio: Rhodri se acercaba caminando y, cuando la vio, se detuvo.

    —¡Eva! —jadeó él—. ¿Qué… qué está pasando?

    Ella se ajustó la mochila, respiró hondo y trató de mantener la calma. —Voy a salir —dijo en voz baja.

    —¿Salir? —preguntó él, acercándose a ella—. ¿Con todo eso? ¿Adónde vas?

    Él sonrió, feliz, aparentemente inocente. Ella le devolvió la sonrisa, pero artificialmente. —Pues afuera. A ningún lugar especial. Yo... volveré en un rato.

    Rhodri la miró con el ceño fruncido. —¿Qué hay de mi tarde libre? —dijo él tocándole la mano, y ella se estremeció, muy levemente.

    —¿Puede esperar? —preguntó ella, pasándole por un lado, pero él la tomó por la cintura, la apoyó contra la pared y se inclinó para besarla. Ella mantuvo la boca alejada y él le rozó la mejilla, una, dos veces, para asegurarse.

    Él retrocedió. —¿Qué ocurre? —preguntó, endureciendo su tono—. ¿Qué es lo que no me estás contando?

    Eva lo empujó de repente y él chocó en la barandilla. —¿Lo que no te estoy contando? ¡Lo que no me estás contando tú!

    Ella empezó a bajar las escaleras, pero él la agarró del brazo y la forzó a darse la vuelta. Parecía desesperado, confundido, nervioso. Enojado. —Eva, escucha, no entiendo nada. ¿De qué estás hablando? ¿Qué ha ocurrido?

    Ella se alejó de él, pero no echó a correr, se quedó allí, con los ojos mirando a izquierda y derecha, pensando, luchando consigo misma. Se quitó la mochila, metió la mano en el bolsillo lateral y lo sacó: el recipiente con la tapa naranja. —¿Qué se supone que es ésto?

    Él quedó boquiabierto, pero no se movió. Luego cerró la boca y apretó la mandíbula con fuerza. La miró reluctante a los ojos. —Es complicado —dijo él.

    —Yo apostaría que sí. Así que, prueba.

    —Eva, aquí fuera no.

    —¡Aquí fuera sí! ¡Vamos! ¡Dímelo todo! ¿Qué has estado haciendo de verdad todos estos meses? No es diseño web, ¿verdad? ¿Verdad?

    Él sacudió la cabeza lentamente y se sentó en los escalones con la cabeza gacha. —No, no lo es —admitió él—. Pero no es lo que piensas.

    —¡Oh, ahórrame el cuento triste! ¡Me has estado mintiendo, fingiendo hacer provecho, y resulta que todo este tiempo has estado trasteando con ésto, matando gente inocente! ¡Gente que conocemos! ¡Clientes míos! ¡Amigos nuestros! ¡Los has estado matando!

    —¿De qué estás hablando, Eva? Yo no soy...

    —¡Ahórramelo! ¡Vi los recortes de noticias! ¡Módena, Graz y Linz sufrieron brotes importantes pocos días después de nuestra partida! ¡No es una coincidencia, Rhodri! ¡Nadie podría pensar que es una coincidencia! ¡Es asesinato, simple y llano!

    —Eva, te lo juro, si me dejas....

    —¡No! —gritó ella agarrando con fuerza el frasco en su mano—. ¡Basta de mentiras! ¡Se acabó! ¡Estoy harta! Arde en el infierno, Rhodri...

    Agarró su bolsa en los escalones y se giró para irse, pero Rhodri la alcanzó y la agarró del codo. Ella se giró rápidamente, le golpeó con los puños y él retrocedió, tratando de sujetarla por los brazos. Él se inclinó hacia adelante, tratando de rodearle la cabeza con las manos, tratando de atraerla hacia él. Ella le dio una patada en la espinilla y ambos cayeron por las escaleras, estrellándose contra el rellano de abajo. Eva se puso de rodillas, recogió su mochila y se puso la máscarilla en la cara, mientras Rhodri yacía allí contra la pared, sangrando por la sien, con la cabeza girada de manera extraña, los ojos entreabiertos y temblando con los latidos de su corazón.

    Ella retrocedió, llegó a la pared y entonces lo vio: el contenedor yacía al lado de Rhodri, con la tapa cerca, la camisa y la cara de él estaban mojadas con el suero. Eva se revisó rápidamente, palpando rápidamente por todas partes, la máscara, el pelo, la ropa… estaba seca… estaba seca, pero Rhodri estaba… él estaba…

    El pecho estaba quieto, pero ella estaba demasiado asustada para acercarse y comprobarle el pulso. Se alejó más, sin dejar de mirarlo, avanzó más por el pasillo y se alejó. Rhodri no hizo ningún movimiento para detenerla. Ningún movimiento en absoluto.

Capítulo 44

    Musílkova 27, Praga, República Checa

    30 de noviembre

    Eva estaba sentada en un rincón de la habitación, con las rodillas levantadas, mientras Rhodri estaba sentado en el otro, mordiéndose el labio inferior como si estuviera conteniendo un pensamiento que era mejor no decir. Ella se estremecía, el frío calaba a través del suéter, se abrazó más y se negó a quitarle los ojos de encima. Su madre cantaba canciones de cuna en voz baja entre ellos.

    —No eres real —le dijo ella, escupiendo las palabras al otro lado de la habitación—. No eres real y ambos lo sabemos.

    Rhodri no dijo nada en respuesta.

    —El cóctel está funcionando, así que no puedes hablar, no puedes tocarme. Si fueras real, no te estarías ahí sentado tan tranquilamente. Tú y yo lo sabemos.

    Él se encogió de hombros, evasivo.

    Eva se levantó, se acercó a la camilla, tomó la mano de su madre, pero vigiló atentamente a Rhodri, quien permaneció en su lugar, en silencio.

    —Mamá, no sé si me escuchas ahí dentro. Espero que puedas. Sólo quiero que sepas... sólo que sepas que voy a hacerte sentir mejor. Pronto. Te lo prometo. Sólo tienes que aguantar un poco más.

    —Shh, cariño, shh —dijo suavemente su madre, acariciando con las manos un cabello que no estaba allí, en una realidad desaparecida hacía mucho tiempo—. No más pesadillas para ti, querida. Todo está bien.

    Eva sonrió débilmente y asintió.

    La puerta se abrió y Eva revisó rápidamente la esquina para asegurarse de que Rhodri no se había movido, que no era él. Él no se había movido ni un centímetro, seguía sentado allí, desconcertado, y observó entrar a Dimitri.

    —¿Y? —dijo Eva con urgencia—. ¿Funcionó? ¿Hizo algo?

    Dimitri intentó ocultar una sonrisa, pero fracasó. —Como por arte de magia —dijo alegremente—. Se cargó los delirios como si nada. No es que yo sepa cuánto recuerda, pero está claro que él ha vuelto a su estado normal. El virus no era destructivo, lo que fuese que hiciera. Sólo afectaba la química del cerebro.

    Eva sonrió y asintió.

    —Entonces, ¿podemos preparar otras dos dosis? ¿Podemos curar ahora a mi madre?

    Él hizo una mueca y se rascó la mejilla. —En realidad, el jefe primero quiere verte.

    —Pero yo...

    —Dice que es importante y, sinceramente, estoy de acuerdo con él. Querrás escuchar ésto.

    Eva sacudió la cabeza y agarró con fuerza la mano de su madre. —No me iré hasta que esté curada. Déjame si quieres, pero tienes que dejarme curarla antes que nada. Es el infierno el lugar donde está atrapada. No puedo dejarla allí durante más tiempo.

    —Te entiendo, chica. Así que, escucha, pondré a funcionar la incubadora y podremos ver al jefe mientras funciona. ¿Te parece bien?

    Eva miró la máquina y comprobó la expresión de pura sinceridad de Dimitri. Asintió lentamente y él se acercó, tocó el ratón táctil y comenzó el proceso para crear otro recipiente de suero. Luego la tomó del brazo y la condujo delicadamente hasta la puerta. Ella se volvió hacia su madre y le tocó ligeramente el hombro.

    —Volveré, mamá. Volveré ahora mismo.

    Dimitri la sacó por un pasillo estrecho hasta una antecámara, construida como si fuera un edificio completamente diferente. Las paredes eran de un color carmesí oscuro, con patrones dorados que acentuaban el diseño. Había un par de sillas antiguas colocadas a cada lado de un conjunto de puertas dobles grandes y pesadas. El suelo tenía capas de una cubierta de plástico opaco, del tipo que se utiliza para contener derrames; la misma subía ligeramente por los bordes de las paredes, toscamente colocada, un poco fuera de lugar. Las puertas se abrieron cuando se acercaron y Eva se encontró en el dormitorio más magnífico que jamás había visto: intrincados paneles de madera y murales por todo el cuarto, como una exposición renacentista donde uno dormía. El techo era alto y estaba adornado con puntos de luz en columnas hasta un único punto en la parte superior de un arco, donde un tragaluz ofrecía una vista casi improbable de los cielos. A la derecha había una gran ventana, con una vidriera arqueada en la parte superior, que ofrecía una helada vista de Praga que hacía un maravilloso trabajo ocultando la verdad. Había cómodas y un escritorio, una gran silla de lectura y una docena de lámparas antiguas, y en el centro de la habitación había una amplia y lujosa cama.

    Al igual que los pisos, la cama era como un anacronismo, cubierta con capas de plástico y tela sintética, con máquinas enmarcándola fríamente, todas zumbando y emitiendo pitidos sobre el estado de su paciente. Dimitri la dejó junto a la cama, retrocedió silenciosamente y el hombre en la cama abrió débilmente los ojos antes de sonreír a Eva.

    —Eva —dijo él débilmente—. bienvenida. Es bueno verte por fin. Soy Richard, un conocido de tu madre.

    Eva no dijo nada, intentaba encontrar la expresión adecuada a la situación.

    —He oído que tengo que darte las gracias por salvarme la vida —continuó él, luego pellizcó algo y señaló hacia un lado—. Dimitri, ¿podrías asegurarte de que la cura de Eva se suba con el resto? No quiero faltar a la fecha límite.

    —Ya está atendido, jefe.

    —Excelente —dijo Richard asintiendo alegremente—. Sí, la cura parece estar brillantemente hecha, Eva. Pero debo decir que no me sorprende tanto. Llevo algún tiempo intentando convencer a tu madre para que me permita invitarte a nuestro pequeño club. Me pregunto si las cosas habrían sido diferentes si hubiéramos tenido tu ayuda en lugar de la de Rhodri...

    Al otro lado de la habitación, nuevamente en un rincón, Rhodri puso los ojos en blanco, en silencio. Eva lo ignoró.

    —¿Qué tiene que ver mi madre con esto? Ella era doctora. ¡Ayudaba a la gente! ¿Cómo hiciste que tuviera algo que ver con esa clase de atrocidades?

    —Eva, querida, creo que nos malinterpretas.

    —Oh, os interpreto bastante bien. Matáis gente por diversión. Eso es bastante fácil de entender.

    Él negó con la cabeza y le tendió un brazo débil, pero ella lo apartó. Dimitri dio un sutil paso hacia delante detrás de ella.

    —Eva, nosotros no creamos virus. Nosotros creamos las curas.

    Eva parpadeó y retrocedió. —¿Qué? ¿Qué curas?

    Él se sentó erguido, dolorido, se inclinó hacia delante en la cama, con los brazos cruzados sobre las piernas cruzadas, como un esqueleto enfermizo envuelto en sábanas. Él pensó un momento, evitando mirarla.

    —Durante los últimos dos años hemos estado trabajando aquí en Praga y en otros lugares para descubrir, aislar y tratar cepas de virus que las grandes corporaciones ignoran en gran medida. Me atrevo a decir que no son muy glamorosos ni muy rentables, pero son vitales. Si no se tratan, crecen, se propagan y mutan y luego, un día, arrasan una ciudad, matan a millones, y es sólo entonces cuando la gente se pregunta qué salió mal. “¿Cómo pudo pasar esto?” preguntan, “Pensé que lo peor ya había pasado”. Es un ciclo que nunca termina, y yo lo he visto demasiadas veces como para soportarlo. Mi objetivo (el objetivo de nuestro pequeño grupo) era eliminar esas cepas antes de que se apoderaran de Europa. Estábamos muy ocupados con las plagas orientales que pasaban por Praga. Las que los chinos no atrapaban. Pero también queríamos abordar las occidentales, e idealmente antes de que las mismas llegaran tan al este. Intentamos hacer alianzas con médicos de toda Europa, ofreciendo recompensas, pero quedan pocas incubadoras fuera de las manos del gobierno, y los riesgos de usarlas no son para los débiles de corazón. Así se decidió que teníamos que encontrar un agente que pudiera tomar muestras y tratar los virus que nadie había visto...

    —Espera, ¿estás diciendo que Rhodri…?

    —Contratamos a Rhodri para que se encargara de ese papel.

    A un lado de la habitación, Rhodri parecía al borde de las lágrimas, herido por la revelación, hundió el rostro entre las manos. Eva casi vomitó.

    —¿Rhodri estaba salvando gente? —jadeó ella.

    El frágil hombre no dijo nada durante un momento, y Eva notó que Dimitri negaba con la cabeza para sí.

    —Rhodri salvó a miles, estoy seguro. Le enviamos una incubadora y la usó para hacer los diagnósticos iniciales y desarrollar los compuestos curativos. Cuando vosotros salisteis de Italia, él había hallado tratamientos para casi dos docenas de enfermedades. Enfermedades que, gracias a su trabajo, no volverán a dañar a otra alma.

    Rhodri miró fijamente a Eva, acusadoramente.

    —Yo… yo no sabía…

    —Tu madre no quería que lo supieras. Ella pensó que no eras capaz de afrontarlo. Tenía miedo de lo que eso pudiera hacerte, después de haber trabajado tan duro para recomponer tu vida. Ella se negó rotundamente a permitirme ofrecerte el trabajo y, lo admito, cuando supe de Rhodri y de sus aparentes habilidades, fui a reclutarlo a espaldas de tu madre. Cuando ella se enteró, se puso furiosa. Estaba segura de que incorporar a tu novio a nuestro equipo iba a suponer una tensión insoportable en vuestra relación. Creo que él estuvo de acuerdo con ella y prometió mantenerlo en secreto.

    —Si yo lo hubiera sabido… yo lo culpé…

    Dimitri tosió desde atrás, Richard extendió la mano y tomó la mano de Eva. —No es tan sencillo como parecía, querida —dijo el hombre—. Ni por asomo. Al principio el asunto tampoco nos llamó la atención... pero después de observar la situación, Dimitri se dio cuenta de que cada vez que vosotros dos abandonabais una ciudad, una plaga masiva asolaba a la población. Casi como un reloj. Inmediatamente después de que él terminara de desplegar el antivirus, los informes comenzaban a llegar de fuentes de toda la región. En cuestión de días, fue una inundación que nadie pudo superar.

    —No entiendo —dijo Eva en blanco—. ¿Desplegar, cómo? Trabajaba duro, pero nunca lo suficiente como para vacunar a decenas, y mucho menos a cientos de personas. ¿Cómo puedes estar seguro de que era él?

    —Oh, era más que posible que fuera él. Tanto es así que era poco probable que fuera otra persona. No vacunábamos en el sentido tradicional, dado lo limitados que eran nuestros recursos. Creábamos una serie de cargas útiles en aerosol, las dejábamos en lugares clave de la ciudad y esperábamos que la naturaleza contagiosa de nuestros compuestos hiciera el resto.

    —Como un ataque terrorista típico —comenzó Eva.

    —Pero con un antivirus, sí —sonrió Richard—. Los vectores de tratamiento tradicionales, como las inyecciones de refuerzo, aún son parte del plan, pero esos métodos se retrasan debido a la burocracia y a las luchas políticas internas. Pensamos en todas las vidas que podríamos salvar llevando las curas directamente a las personas en riesgo, justo cuando las necesitaban, y decidimos que valía la pena correr el riesgo.

    —Excepto si algo salía mal —observó Eva.

    —En efecto. Nos sorprendió descubrir que algo había salido mal y dedicamos incontables horas a descifrar la causa.

    Eva frunció el ceño. —Así que estabais tratando múltiples virus en un solo tratamiento, ¿verdad?

    —Sí, era la forma más eficiente de operar.

    —Pero si mezclabais tantos compuestos, tal vez interactuarían entre sí creando algo nuevo, algo peligroso que no esperabais. Lo vi muchas veces… es posible que hayais estado haciendo un veneno con todas vuestras curas.

    —Nosotros también pensamos en eso —dijo él con tristeza—. Así que en Linz tuvimos cuidado de probar ese ángulo. Nuestro agente aquí probó el compuesto sin cesar, lo comprobó desde todos los ángulos y quedó convencido de que no había posibilidad de efectos secundarios con ese conjunto. Y sin embargo, una vez que Rhodri los desplegó en Linz, obtuvimos los mismos resultados. Víctimas masivas.

    Eva miró a Rhodri. Él parecía tan confundido sobre todo eso como ella. Ella se lo quitó de encima y evitó mirarlo. El teléfono de Dimitri ronroneó suavemente, él lo abrió y salió de la habitación.

    —Lo revisamos todo una y otra vez —continuó Richard—. Puedes imaginar nuestras emociones en aquel momento: estábamos mortificados porque estábamos empeorando las cosas y estábamos desesperados por descubrir cómo había salido todo mal. Habíamos estado trabajando sin ningún problema casi un año antes de la participación de Rhodri, ¿y ahora, de repente, todo se estaba desmoronando? No tenía sentido. Empezamos a cuestionarnos a nosotros mismos, pensando que tal vez era una diferencia entre las técnicas de codificación orientales y occidentales... cualquier cosa que pudiera ayudar a que tuviera sentido. Pero al final quedó claro que el fallo no era de nuestra parte. No era las curas individuales. Era algo que se había añadido a la mezcla justo antes del despliegue. Tenia que serlo. En algún momento, Rhodri había decidido utilizarnos para liberar nuevos virus en la naturaleza. Se lo habíamos permitido y muchos perdieron la vida a causa de ello.

    —Espera, espera —dijo Eva con la voz quebrada por la emoción, Rhodri seguía en el rincón luciendo esperanzado, aunque cansado y débil—. ¿Cómo sabes que era él? Quizás fue alguna de tus otras personas. Teníais a alguien revisando las cosas, tal vez esa persona lo hizo y vosotros simplemente estáis culpando...

    —Ese hombre está en el hospital luchando por su vida después de ser víctima de una de las trampas explosivas de Rhodri.

    Eva parpadeó. Miró brevemente a Rhodri y, en ese segundo, la expresión de él cambió a una sonrisa lenta y astuta. —¿De qué estás hablando? —preguntó Eva.

    —Este virus, el que me infectó a mí, a tu madre… fue puesto en un paquete que recibimos de Rhodri. Está intentando matarnos, Eva, porque sabemos lo que ha hecho...

    Eva suspiró sonoramente, abrumada, bajó la cabeza avergonzada, arrepentida, algo así. —No te preocupes —dijo ella suavemente—. Eso ha terminado ya.

    —¿Qué quieres decir? ¿Qué ha terminado?

    —Ya no le va a hacer daño a nadie. Está muerto. Rhodri está muerto.

    Richard se sentó en la cama boquiabierto, extendió la mano y tocó suavemente el hombro de Eva, apretándolo. —¿Qué quieres decir con que está muerto?

    —Que yo lo maté. Fue… fue un accidente, pero sucedió. No he podido saber cómo debía sentirme al respecto durante todo este tiempo. Pero ahora creo… creo que fue lo mejor. Es horrible decirlo, pero lo creo. Me alegro de que esté muerto, de que no pueda lastimar a nadie más.

    Rhodri le frunció el ceño, se puso en pie y a Eva el corazón le dio un vuelco en el pecho.

    —Eva —dijo Richard con cautela, deliberado—. ¿Cuándo esto pasó? ¿Cuándo murió?

    Eva frunció el ceño. —Hace meses. A principios de Julio. Él se...

    —No está muerto —dijo Richard ominosamente—. No puede estar muerto. A nosotros nos envenenaron hace tres semanas, Eva. Él lleva semanas amenazándonos, a nosotros y a toda la ciudad.

    —Espera, te refieres al Praga-1.

    —Rhodri está vivo —dijo él, débil—. Y me temo que ha venido a terminar lo que empezó.

Capítulo 45

    Staropramenná 2, Praga, República Checa

    30 de noviembre

    Sobotka pasó rodeando la sangre en el suelo, las rayas conducían a la esquina donde yacía el cuerpo de un hombre gravemente apalizado, apoyado contra la pared, con los ojos abiertos y maníacos. Apestaba horriblemente y ella se apretó más la correa de la máscara para evitar las arcadas. Avanzó silenciosamente por el pasillo y revisó las escaleras, la madera arañada y al aire. Mientras entraba en la sala de estar del segundo piso, sacó el arma de su funda y la mantuvo apuntada al suelo, pero lista, con los ojos bien abiertos. Se detuvo allí, junto a la entrada, vio las sábanas en el suelo, la ventana rota, la ropa gastada. Una bolsa de lona grande y abierta, llena de paquetes de comida, aparatos y mantas.

    En ese momento, Pyotr entró despacio en la habitación, con la barba afeitada, la ropa limpia y llevando una selección de artículos de tocador en una gran bolsa de material biológico. Los metió en la bolsa de lona, ​​empezó a darse la vuelta, pero la vio y se quedó helado.

    —Hola, Pyotr —sonrió ella, apuntando a su corazón—. ¿Adónde sales?

    Él movió los ojos rápidamente, tratando de imaginar una excusa. Ella se abalanzó hacia él, usó una bota ensangrentada para tirarlo al suelo de una patada y le apuntó con el arma.

    —Por favor —suplicó Pyotr—. Iba a decírtelo.

    —Estoy segura —se burló Sobotka, y le dio una patada en la rodilla—. ¿Dónde está tu novia, Pyotr? No la veo y creo recordar haberte dicho que no la perdieras de vista.

    —¡Nos secuestraron! —le explicó él, desesperado, y ella puso los ojos en blanco—. Bueno, quiero decir, fue secuestrada. A mí me soltaron.

    —Qué conveniente para ti.

    —¡Es la verdad, lo juro! ¡Ella hizo que me soltaran!

    —Si ella sabe de tu engaño, ¿por qué iba a ser tan indulgente contigo? La ayudaste a escapar, ¿no?

    —¡No! ¡Ella me dejó ir! ¡Dijo que estaba harta de que la gente muriera y les dijo que sólo me echaran de allí!

    Sobotka apuntó perfectamente a su frente y frunció el ceño. —Una lástima para ti que aún sea buena con los moribundos.

    Él se cubrió la cabeza con los brazos, listo para el disparo, pero en ese momento sonó el teléfono de Sobotka. Ella le apuntó con el arma, metió la mano en el bolsillo y lo abrió.

    —No cambies de tema —le dijo a Pyotr, luego bramó al teléfono—. Estoy ocupada. ¿Qué?

    —¿Ya lo has oído? —resolló Crew—. ¿Sabes lo que está pasando?

    —No. ¿Qué está pasando?

    —Hay un brote en el hospital. Cerraron la planta principal y encerraron a todo el mundo. Ya lo están llamando Praga-1, sea lo que sea eso.

    Sobotka quedó boquiabierta, luego mostró una sonrisa. —Rhodri Tenant ha venido a la ciudad —dijo ella.

    —¿Tenant? ¡Diablos, no! ¡El Sanador!

    —Oh, por el amor de Dios, Crew. Obviamente no es el Sanador. ¡Ríndete!

    —Eso lo dirás tú, pero yo tengo un testigo que lo relaciona con un médico en el origen del brote.

    —Y qué, ¿un médico está trabajando con un Sanador para matarnos? Eso, en cierto modo, va en contra de la filosofía de ambos, ¿no crees?

    —La gente hace estupideces —dijo Crew ominosamente.

    —Cree el ladrón... —bromeó Sobotka.

    —Entonces, ¿voy a hacerlo solo? ¿No me vas a dar respaldo cuando elimine a ese bufón?

    Sobotka miró a Pyotr, a la ciudad cubierta de nieve afuera, y lo pensó un momento. —No —dijo ella—. Ya tengo bastante tela que cortar aquí. Pierde el tiempo si es necesario. Hazme saber cómo va.

    Crew carraspeó y le colgó. Ella volvió a guardar el teléfono en el bolsillo, torció el cuello y volvió a centrarse en Pyotr, quien todavía no había encontrado una buena alternativa a acobardarse.

    —Bueno, parece que hiciste tu trabajo medio bien —suspiró ella—. Tenant está aquí.

    —¿Ha venido? —jadeó Pyotr—. ¿Cómo lo sabes?

    —Se inició un nuevo brote. El brote. Y Dios sabe que probablemente te esté buscando ahora, después de lo que le hiciste a su novia.

    —Pero ella no es su novia.

    —Estoy bastante segura de que eso no le va a importar a un maníaco homicida —lo interrumpió, guardando su arma y ofreciéndole una mano. Él la miró con aprensión, luego extendió la mano y se dejó levantar. Aunque la vigiló con cautela.

    —Los que secuestraron a Kolikov, ¿parecían amigos o enemigos?

    Pyotr pensó un momento, tenso y espástico.—Creo que la conocían. No supe de dónde, pero...

    —Entonces probablemente sean amigos de Tenant —gruñó ella, lo agarró por el cuello y lo arrastró bruscamente hasta las escaleras.

    —¿Adónde vamos? —chilló él mientras era arrojado abajo por los primeros escalones.

    —Vas a mostrarme exactamente dónde te trajeron —exclamó ella—. Y vamos a convertir la cabeza del señor Tenant en un colador.

***

    Carey dejó la revista encima de la pila de otras siete, sus guantes crujieron por el esfuerzo, y se ajustó la máscara en la cara para aliviar el pellizco en su nariz. Las gafas se empañaron brevemente, pero luego, con un rápido silbido, todo volvió a la normalidad. Miró de nuevo su reloj y sacudió la cabeza.

    —Supongo que no tiene más información… —comenzó a preguntarle a uno de los guardias vestidos de oscuro que se encontraba junto a la puerta, con las manos cuidadosamente cruzadas y la mirada fija en la nada.

    El guardia siguió ignorándolo.

    Carey cogió otra revista, pasó las primeras páginas y luego comprobó la fecha. —Ésta tiene diez años —suspiró a nadie, mucho menos al guardia—. ¿No recicláis nada aquí?

    Miró el reloj una vez más, luego tiró la revista al suelo y se puso de pie. El guardia se giró ligeramente, con las manos preparadas, y miró fijamente hacia abajo y abajo y abajo hacia la impresionante figura envuelta como un fardo de Carey.

    —Lo siento —dijo Carey, enojado pero aún así disculpándose—. Ésto no me sirve. Llevo esperando aquí casi dos horas y no ha habido indicios de que alguien sepa que estoy aquí. Soy un agente del gobierno británico e insisto en ver al señor Daniels ahora mis...

    A mitad de palabra, las puertas se abrieron y un hombre fornido, con una mandíbula sin afeitar y una máscara blanca y crujiente, entró con la mano extendida. Carey la estrechó, aprensivo.

    —Señor Carey, ¿verdad? —preguntó el hombre con fuerte acento de Europa del Este.

    —S-s-sí. He estado esperando.

    —Sí, debería disculparme por eso. Mi personal no es el más brillante, tienen las líneas de comunicación enredadas, por así decirlo. No supe que había llegado hasta hace unos minutos. ¿Alguien le trajo algo de comer o…? —sonrió a la máscara de cabeza completa, se encogió de hombros—. ¿O no?

    —Está todo bastante bien. ¿Es usted... el señor Daniels?

    El hombre soltó una carcajada y le dio una palmada en la espalda a Carey. —¿Yo? No, soy su asistente ejecutivo, Dimitri.

    —¿Sólo Dimitri?

    —A menos que invite usted a las bebidas —sonrió, guiando a Carey hacia un pasillo. Había un guardia cada pocos metros, con las manos en posición como la que Carey había visto, mirando más allá de ellos. Expertamente capacitados.

    —Tengo aquí una orden judicial para detener al señor Daniels de inmediato y...

    —Sí, es consciente. Quiere que le haga pasar ahora mismo. Pero —Dimitri se detuvó, se inclinó más cerca de Carey, confidencial, y miró a su alrededor— últimamente ha estado un poco enfermo. Tenía un fuerte resfriado. Los inviernos de Praga, ya sabe. Así que, haga lo que haga, no seque conclusiones precipitadas, ¿de acuerdo? Es bastante sensible a que la gente lo trate como si estuviera enfermo y cosas así. Intente actuar con naturalidad. Finja que se ve bien. ¿Entiende?

    Carey asintió tímidamente. Sin embargo, su traje lo hizo algo difícil.

    Lo condujeron a un dormitorio adornado justo cuando una mujer joven, pálida y temblorosa, salía despacio. Ella lo observó atentamente, manteniendo una amplia distancia y en completo silencio. Carey llegó al lado de la cama de un hombre de aspecto frágil, había varias máquinas de soporte vital en rincones oscuros de la habitación, pero sorprendentemente presentes.

    Carey se aclaró la garganta y tendió una mano cordial. —Señor Daniels —dijo, notando que tres de los guardias en la habitación daban un paso adelante, listos—. Qué bueno conocerle finalmente.

    Daniels tomó la mano y asintió como si estuviera en una cena y se encontrara con un invitado al azar. —Igualmente —dijo—. Me temo que no capté su nombre.

    —Oh, William Carey, señor. Agente especial de la Oficina de Contención. Mi Director...

    —Conozco bien a su director, señor Carey. Confío en que esté bien.

    —Sí, señor. En realidad, me hizo prometer que también le preguntaría cómo está usted.

    Hubo una pausa incómoda. Incluso los guardias parecieron querer irse.

    —Estoy bien, gracias —dijo Daniels, sonriendo ante la tensión del momento—. Ocupándome de los negocios, todo eso.

    Carey asintió con grandes y largos movimientos de cabeza, y juntó las manos alrededor de la pesada caja de metal que lo lastraba hacia abajo. —No es mi intención imponer, señor —dijo Carey jovialmente—, pero me temo que tendré que tomarle una rápida muestra de sangre, si es conveniente.

    —Por favor, hágalo —sonrió Daniels señalando hacia la cama. Carey levantó el estuche por encima de las sábanas con cierto esfuerzo y lo abrió. Trabajó rápido, con manos temblorosas, juntó la jeringa y la unió a la base del instrumento de extracción.

    Después de un momento de trabajo, tomó una decente muestra de sangre del brazo de Daniels y deslizó el vial en el procesador incorporado de la caja. Pulsó el botón de "Test", suspiró con satisfacción y asintió hacia Daniels.

    —No tardará —dijo Carey, como si estuviera esperando a que la cena se recalentara en el microondas.

    Daniels le puso a Carey una mano en el hombro, provocando una tensión instantánea. Carey se movió incómodo ligeramente. —Estamos en guerra, señor Carey —dijo Daniels con voz tranquila y confidencial.

    —Efectivamente, señor —dijo Carey sin saber qué más decir.

    —Si estos virus llegaran de algún modo a Gran Bretaña y nosotros hubiéramos podido detenerlos… —dijo Daniels, con la voz llena de ira—. Yo encontré estas enfermedades, las curé y lo hice por mi país. Y no puedo aceptar que eso esté de algún modo mal.

    Carey asintió.

    —Entiendo, señor. Pero... una cosa a la vez, supongo —Carey gesticuló hacia la computadora, todavía resoplando.

    Los ojos de Daniels eran fríos. —Usted cree que me estoy muriendo.

    —Bueno, quiero decir… er… —dijo Carey, captando una mirada cruel de Dimitri, quien se había quedado a un lado con los brazos cruzados con tristeza—. Sinceramente, señor, no parece saludable y ha estado viviendo en una zona negra durante... bueno... bastante tiempo, creemos. Sin duda, mucho tiempo para no haber contraído nada.

    Daniels sonrió y la computadora ronroneó suavemente mientras terminaba su trabajo. Carey miró la lectura y frunció el ceño. Volvió a mirar a Daniels y ladeó la cabeza. —Este… está… está usted limpio.

    La sonrisa de Daniels parecía aliviada al mismo tiempo que reivindicada. Le dio una palmada a Carey en el hombro. —No pasa nada, señor Carey, sé que no le debo parecer sano.

    Carey asintió sin comprender, luego salió de su estupor, enderezó los hombros y juntó las manos con fuerza. —En ese caso, señor —dijo, casi recuperando su posición autoritaria—. Voy a tener que arrestarlo por violar la Orden Nacional de Contención.

    Daniels asintió de nuevo, esta vez con menos alegría, pero aún con confianza. Carey sacó un par de esposas de su mochila y los guardias en la habitación comenzaron a moverse nuevamente, hasta que Daniels levantó una mano y los detuvo. A ellos, pero también a Carey.

    —Si fuera tan amable de esperar un momento, señor Carey —dijo amablemente Daniels, deteniendo a Carey en seco—. Tengo un favor que pedirle.

Capítulo 46

    Musílkova 27, Praga, República Checa

    30 de noviembre

    Cuando Eva volvió a la habitación, Rhodri ya estaba allí. Ella cerró la puerta al entrar y lo miró con atención.

    —Debería haberme asegurado de que estabas muerto —le dijo, fría y desapasionada.

    Él no respondió, sólo le sonrió.

    —Aún en mi cabeza —suspiró ella—, pero supongo que eso es mejor que la alternativa.

    Comprobó la incubadora y sacó el recipiente terminado con la tapa bien cerrada. Se lo metió en el bolsillo, pulsó el botón para crear otro lote, pero la máquina mostró una advertencia: Inserte el tubo de recarga de suero. Ella miró el interior y, efectivamente, estaba vacío. Miró a su madre, oyó una suave canción de cuna y apretó el recipiente en su bolsillo.

    —Ya vuelvo, mamá —susurró, y abrió un poco la puerta.

    Afuera, otro guardia estaba de espaldas a ella, observando el pasillo con atención. Volvió ligeramente la cabeza hacia la abertura de la puerta y luego miró hacia adelante.

    —Vuelve adentro —le dijo a Eva.

    —Necesito algunas agujas —dijo ella— para poder ayudar a mi madre.

    Él no movió ni un músculo. —Quédate dentro —repitió con severidad—. Hasta que yo diga lo contrario.

    Eva salió al pasillo, tensa y enojada, miró a izquierda y derecha, tratando de encontrar un puesto médico en alguna parte. El guardia se volvió hacia ella, la agarró del brazo y trató de empujarla de regreso a la habitación.

    —¡He dicho que te quedes dentro! —gruñó él.

    Ella se defendió, agarrándose al marco de la puerta. El guardia claramente no estaba preparado para tal ocasión, la soltó del brazo y le plantó la palma en la cara, empujándola. Ella se agachó para evitar el movimiento, salió afuera y él entró tropezando. Eva estaba a mitad del pasillo cuando la agarraron de nuevo, la hicieron perder el equilibrio y la estrellaron contra la pared.

    —No juegues conmigo, chiquilla —dijo él enojado—. Entra de una vez en la habitación y cállate.

    Ella le dio un rodillazo en la ingle y él se dobló al instante.

    —No juegues tú conmigo —siseó ella con furia, pasando por encima de él y mirando por el pasillo. Pero entonces lo oyó: el nítido clic de un arma lista para disparar. Miró por encima del hombro y vio al guardia allí, apuntándola con cuidado, con los ojos entornados por el dolor.

    —¡Se acabó! —dijo él con una vena abultada en la frente—. ¡De rodillas!

    El rostro de Eva estaba en blanco por el miedo. Se había excedido, y ahora esto… estaba a medio camino de obedecer cuando oyó gritos enojados desde atrás, y Dimitri entró corriendo, arrebatando el arma al guardia y estrellándolo contra la pared.

    —¿Qué diablos crees que estás haciendo? —le gritó en la cara al guardia—. ¡Te dije que la vigilaras, no que le dispararas!

    —Estaba intentando salir del...

    —¡No me importa lo que estuviera haciendo! ¡No hay excusa para ésto!

    —Pero...

    Dimitri le arrancó la máscara de la cara al hombre y la arrojó al suelo. Lo agarró por el cuello y lo empujó hacia Eva, al suelo. —Apártate de mi vista. Estás despedido. Si te vuelvo a ver, haré que te disparen... y por alguien competente—. El guardia se alejó, corrió por el pasillo, atravesó una puerta y se perdió de vista. Dimitri ayudó a Eva a ponerse en pie y se volvió dócilmente hacia los demás que habían venido con él—. nLo siento, señor Carey —dijo disculpándose—. Es difícil encontrar buen servicio por aquí.

    El hombre enmascarado, que a Eva le pareció terriblemente parecido a los Sanadores de los que había oído hablar todos estos años, asintió. Richard parecía nervioso y no dejaba de revisar a Eva, asegurándose de que estuviera bien.

    —Es difícil encontrar buen servicio en casi todos lados —coincidió Carey—. Ahora, si no le importa... —Le tendió un pequeño dispositivo con una aguja en la punta y se dirigió hacia Eva. Ella retrocedió y chocó contra la pared.

    —¿Qué está pasando? —jadeó ella.

    Richard le puso a Carey una mano en el brazo y lo retuvo. —Lo siento, señor Carey, creí haber dejado claro que estaba solicitando asilo para mi esposa y mi hijastra.

    La cabeza a Eva le dio vueltas de repente y ella resbaló hasta el suelo, mirando de Richard a Carey y a Dimitri, tratando de ver... tratando de dar algo de sentido. Era imposible interpretar a Carey, pero por el cambio de postura, se estaba preparando para ser duro.

    —Lo dejó perfectamente claro, señor Daniels, pero me temo que las normativas exigen que verifique su estado de salud antes de poder procesar el papeleo, incluso como refugiados. No podrán ser admitidos, ni siquiera en Brighton, si están activamente infectados.

    —Escuche, tengo una instalación personal fuera de Londres donde puedo confinarlas si es así.

    —Me temo que no, señor. Sería casi imposible en circunstancias normales, pero dados los detalles del juicio al que estará sujeto, no tendríamos ninguna posibilidad de esconder algo así debajo de la alfombra. No hay ninguna posibilidad. Hasta ahora sólo podemos enmascarar el escrutinio.

    Eva tenía la cabeza entre las manos y temblaba.

    —¿Estás casado? —dijo ella, mirando al suelo—. ¿Y a nadie se le ocurrió decírmelo?

    Carey miró a Richard y ladeó la cabeza. —¿Señor Daniels…? —preguntó.

    Richard lo rechazó con un atisbo de sonrisa política, pero ahogándose en preocupación. —Hace muchos años que mi hijastra partió. De viaje. Creo que no recibió el anuncio de la boda.

    Eva miró a Richard, fría. Dimitri, detrás de Carey, sacudió lentamente la cabeza. Ella frunció el ceño brevemente y él le devolvió el gesto urgente y sin palabras.

    —Si ha estado de viaje, tengo doble motivo para revisarle la sangre —dijo Carey—. Ahora, si no le importa, tengo un horario que cumplir.

    Eva miró a Richard y a Dimitri, desesperada por consejo y orientación. Ambos asintieron solemnemente.

    —De acuerdo —suspiró ella, arremangándose y dejándose sacar la sangre. Cuando terminó, ella deslizó el brazo hacia sí, se apoyó contra la pared y esperó. Carey miró fijamente su dispositivo, al parecer ajeno al resto de la tensión en el estrecho pasillo. Miró a Eva y luego se centró en Richard. —Está infectada —dijo Carey comprobando los resultados—. Me temo que no puedo llevarla con nosotros.

    —¿Me vais a dejar aquí sola? ¡Qué pasa con mi madre! Ella nunca estaría de acuerdo con ésto si estuviera...

    —¿Si estuviera qué? —preguntó Carey, mirando entre Richard y Dimitri—. ¿Ella también está infectada?

    —Señor Carey, si pudiera usted… —comenzó Richard, pero fue interrumpido por Carey alzando un par de esposas.

    —Lo siento, señor Daniels. No tenemos más tiempo para estos juegos. Tiene usted que venir conmigo —Empujó a Richard contra la pared, le echó un brazo hacia atrás y luego el otro. Y luego un arma le apuntó cuidadosamente a un lado de la cabeza. Carey casi no la vio a través de las gafas.

    —Señor Carey —dijo Richard sombríamente—. Me temo que ésto no va a funcionar después de todo.

    Dimitri hizo un gesto con su arma y Carey obedientemente se alejó del resto de ellos, con las manos en el aire y las esposas colgando de un pulgar. Eva se puso en pie detrás de Dimitri. Richard sonrió débilmente.

    —Y ahora tendremos que reconsiderar nuestro plan de acción —dijo sin atisbo de frustración—. Si hace el favor de acompañarme, entonces.

    Dimitri mantuvo el arma apuntando al prisionero, y los tres hombres caminaron por el pasillo y se perdieron de vista, dejando a Eva sola nuevamente, solo Rhodri le hacía compañía. Ella lo oía reír en voz baja. Le frunció el ceño. Regresó a la habitación y encontró a su madre llorando suavemente, sacudiendo la cabeza de lado a lado como si intentara despertar. Las lágrimas corrían por su rostro y los brazos se tensaban violentamente; si hubiera estado libre, podría haber hecho algo horrible con sus manos en forma de garra. Eva le acarició el pelo suavemente, se inclinó y la besó en la frente.

    —Un minuto más, mamá. Lo prometo —dijo Eva, luego volvió a escabullirse al pasillo. Abajo, lejos de la habitación de Richard, encontró un pequeño vestidor lleno de estantes y cajones y un gran dispensador de agujas en la parte trasera. Se agachó, tomó una jeringa del mostrador y le colocó una cabeza. Sacó el recipiente de su bolsillo, abrió la tapa y metió suavemente la aguja en el suero. En ese momento oyó fuertes pasos en el pasillo, gritos. Ésto la sobresaltó y soltó el contenedor... intentó atraparlo antes de que cayera al suelo, pero rebotó en la encimera y se estrelló contra el suelo, boca abajo. La cura fluyó rápidamente sobre el azulejo.

    Ella contuvo una maldición al oír la rápida pauta de pasos afuera.

    —Ey, ¿esto debería estar abierto? —exclamó una voz ronca, un guardia, en ruso.

    Eva se agachó, recogió el contenedor caído del suelo y se deslizó rápidamente hacia un lado de la puerta, con la aguja sin usar en las manos como única arma. Se quedó allí en la oscuridad, con la puerta entreabierta, esperando. Oyó el sonido de botas pesadas entrando en la habitación y la puerta se abrió más. Respirando, casi jadeando, y la sombra en la pared le dijo que el guardia estaba solo. Ella sostuvo la aguja por el revés y tranquilizó su respiración. Esperó a que él se moviera.

    Pero en lugar de eso, él volvió a salir, cerró la puerta detrás de él y ella quedó sola en la oscuridad.

    —¡Todo despejado! —gritó el guardia y salió marchando por el pasillo.

    Eva soltó el aliento, sintiendo que temblaba. Estiró un brazo, encendió las luces y comprobó el antivirus derramado. El contenedor estaba vacío y lo que quedaba en el suelo estaba tan disperso que era inutilizable. Eva se levantó, se pasó las manos por el pelo, intentando pensar. Sintió el cálido aliento de Rhodri en su cuello, pero lo ignoró. Empezó a revisar cajones, armarios, cualquier cosa, hasta encontrar una bandeja etiquetada como "Recargas de Incubadora”. Estaba vacía. La volvió a colocar en su lugar con un golpe, maldiciendo.

    —Si no puedo hacer más… —se susurró.

    Se le ocurrió de repente: ¡las recargas en el apartamento de su madre! Sonrió ampliamente y se giró, oyendo a Rhodri aplaudiendo con sarcástica ovación. Él no hablaba, pero se estaba aclarando en su mente. Ella hizo una mueca.

    —Necesito ralentizarlo —murmuró ella.

    Volvió a rebuscar y llegó rápidamente a una pequeña etiqueta del compartimento refrigerado: "Cócteles”. Lo abrió de golpe y tropezó con lo que vio: sólo quedaba un frasco de cóctel. Miró rápidamente a Rhodri, luego a la puerta, lo sacó del refrigerador, otra aguja, y volvió corriendo por el pasillo.

    Su madre estaba empezando a gritar de nuevo, convulsionando de ira. Eva llenó la aguja, la introdujo en la vía intravenosa de su madre y luego hizo una pausa.

    —Necesito que mantengas la calma hasta que lleguemos a casa, ¿de acuerdo, mamá?

    No hubo respuesta. Eva inhaló lentamente y luego inyectó lo último del cóctel. Apoyó la cabeza en el aterrorizado pecho, escuchó los latidos del corazón, los oyó lentos, se calmó, y luego desató con cuidado las ataduras, sacó a su madre de la cama y, con la incubadora en una mano, caminó a trompicones hacia casa.

    Rhodri la siguió, casi pisándole los talones, sonriendo todo el camino.

Capítulo 47

    Musílkova 27, Praga, República Checa

    30 de noviembre

    El traje del Sanador zumbaba suavemente mientras la nieve se derretía sobre sus hombros. Observó el edificio al otro lado de la calle, una estructura blanca y austera que casi intentaba mezclarse con la fría tarde invernal. Todas las luces estaban encendidas, pero no se oía ningún movimiento desde el interior. A su lado, Anouma estaba temblando, con su chaqueta de invierno encima de su bata blanca, pero ninguno de las dos estaba lo suficientemente abrigado como para combatir la brisa.

    —Tú te quedarás aquí —le dijo él, contundente y breve.

    Ella lo miró entornando los ojos, como mirando dentro de él y él apartó la mirada como para detenerla. Ella se negó. —No —dijo ella con firmeza—. Tengo que ir contigo. Necesito impedir que mates a más personas inocentes.

    —Podría ser peligroso —replicó él.

    —No si hablo yo —dijo ella—. Si fuera por ti, todo sería un baño de sangre. Déjame probar a mí.

    Silencio. Él estaba junto a ella y la nieve seguía cayendo. —Bien —dijo él con amargura, y comenzó a cruzar la calle, consciente de que ella lo seguía de cerca.

    Llegaron a la puerta principal y él intentó llamar con el puño, pero ella lo hizo a un lado, fuera de la vista, y llamó ella misma a la puerta. Él la miró fijamente, advirtiéndole, pero ella mantuvo los brazos firmes a la espalda, mirando la nieve, esperando.

    Él oyó cómo se abría el cerrojo. Un ruido vacilante. Y luego, una pausa, un silencioso chirrido de metal en la puerta. Anouma no se dio cuenta y mantuvo una sonrisa agradable y esperanzada en su rostro. Pero el Sanador lo sabía. Se echó la capa sobre el hombro, la empujó hacia un lado y, cuando se abrió la puerta, agarró el arma que se asomaba por la abertura. Con un tirón sólido, encontró su objetivo: pellizcó una mano enguantada con tanta fuerza que ésta sufrió un espasmo y soltó el arma.

    Anouma cayó al suelo justo cuando el Sanador se daba la vuelta, soltó la puerta y dio una rápida patada directa a la cara de un guardia, quien cayó de espaldas al pasillo, con la nariz rota y chorreando sangre. El hombre, aturdido y desorientado, echó mano débilmente a su segunda arma mientras el Sanador avanzaba y le pisaba el brazo derecho, antes de golpearle directamente en la cara. La cabeza del hombre golpeó el suelo con un ruido sordo y los ojos se pusieron en blanco en señal de inconsciencia.

    El Sanador miró atrás hacia Anouma y frunció el ceño bajo su máscara. —Tú espera afuera. Yo debo tratar con gente inocente.

    Pasó junto a su primer objetivo, flexionando su hombro lastimado mientras avanzaba por el pasillo. Dolía, pero ardía de una manera que lo impulsaba a seguir.

    Al llegar a la primera puerta, a su izquierda, vio en el marco el rápido movimiento de una sombra. Sin perder el ritmo, saltó hacia adelante y giró, rápido y bajo, y su machete se movió a tiempo de atrapar en el medio el brazo de otro guardia que se disponía a disparar. El brazo no estaba completamente cortado, pero colgaba inútilmente, y el guardia gritó fuerte y cayó hacia la puerta. El Sanador notó, justo a tiempo, al cómplice dentro de la habitación. Otro giro le ayudó a esquivar un amplio disparo de escopeta. Hizo girar la escopeta en la mano, de espaldas a la pared, fuera de la vista. El primer guardia, en el suelo, se estaba ahogando ahora, después de haber chillado hasta quedarse aturdido. El Sanador oyó una rápida inhalación y el segundo hombre saltó fuera de la habitación, disparando a ciegas, esperando acertar. El Sanador se agachó y se lanzó al ataque. Chocó con el hombre, empujándolo contra la pared, y luego le dio un codazo, arrancándole algunos dientes y enviando al enemigo al suelo.

    El arma salió resbalando por el pasillo, fuera de su alcance, y el Sanador dio una patada en un lado de la cabeza con una bota pesada. El guardia chocó en la pared y dejó una marca de sangre.

    El Sanador tuvo el tiempo justo para esconderse en la habitación lateral antes de que una ráfaga de disparos de armas automáticas rociara su antigua posición. En el interior había dos grandes mesas contra la pared del fondo, una colección de sillas de metal y algunas bebidas esparcidas por todas partes. Notó el interruptor de la luz a su lado y lo bajó, desapareciendo en la oscuridad. Las sombras de los nuevos asaltantes se deslizaban hacia él, volviéndose cada vez más nítidas a medida que se acercaban. Él cruzó la habitación rápidamente, volcó una de las mesas y la empujó hacia la puerta, cubriendo la abertura. En un segundo, la mesa se hizo añicos en una docena de lugares, lanzando como loca astillas de madera por las balas. El Sanador se agachó por el otro lado de la puerta, fuera de la vista, en silencio.

    La luz del pasillo brillaba ahora a través de los agujeros de la mesa y atravesaba el aire polvoriento y, durante un instante, lo único que el Sanador podía oír eran los jadeos de dolor del guardia sangrando afuera. Luego un golpe, un crujido, otro golpe y la mesa empezó a moverse. Otra pausa, y el Sanador volvió a girar su machete en revés, con el cuerpo pegado a la pared. Una patada ahora, y esta vez la mesa resbaló dentro de la habitación y un rectángulo de luz iluminó la pared del fondo, enmarcando la forma de un guardia cuya arma apuntaba en la dirección equivocada. El Sanador se giró y atrapó al hombre en el pecho con el machete. El hombre se sacudió violentamente mientras el impacto acababa con su vida. Sin pausa, el Sanador avanzó, mientras la madera detrás de él explotaba, mientras los disparos golpeaban la pared del fondo inofensivamente.

    El Sanador le quitó al muerto el arma de la mano y dobló la esquina tan rápido que el segundo guardia no tuvo tiempo de reaccionar. El flujo de balas golpeó implacablemente al guardia en el pecho, y éste cayó al suelo, con el rostro todavía en estado de shock. Un movimiento rápido después, el Sanador estaba nuevamente al otro lado de la puerta, observando los cuerpos amontonarse frente a su salida.

    Encendió la luz. Pausa. Luego la apagó.

    Escuchó, no oyó nada. Silencio asombroso. Miró al hombre con el brazo amputado y vio que estaba mirando atrás por la esquina, sin sus gemidos ​​y con su respiración tranquila. Envalentonado. El Sanador lo agarró por la chaqueta y, con un gruñido de dolor, lo sacó de la puerta y entró en la habitación. El hombre gritó histéricamente, casi se le cae el brazo. Al menos un grupo de botas afuera golpearon fuerte, viniendo al rescate. El Sanador sostuvo al hombre cerca de él y luego, tratando de pensar más allá de su dolor, lo arrojó al pasillo. Una ráfaga de disparos roció de balas al pobre desgraciado, que rebotó en la pared y cayó al suelo, muerto antes de que pudiera continuar gritando. El Sanador aprovechó el momento de confusión para apuntar el arma robada a la esquina y disparar en un arco: oyó los rápidos golpes, gruñidos, aullidos antes de fuertes golpes cuando los cuerpos aterrizaron en el suelo.

    Llevó su arma de vuelta a la habitación, se mantuvo pegado a la pared y mantuvo a raya el dolor del hombro. No había ningún sonido excepto el zumbido en sus oídos, el gemido del que no podía escapar. Su traje le estaba advirtiendo, advirtiendo que se calmara.

    —¿Estás vivo? —llamó Anouma, en algún lugar a lo lejos.

    El se pausó. —Sí —respondió sin más.

    Oyó el sonido de pasos vacilantes.

    —Están todos muertos —dijo ella con voz temblorosa.

    Él regresó con cuidado por el pasillo y vio los daños a su alrededor. Anouma estaba de pie junto a la puerta principal, justo detrás del primer centinela, paralizada por la vista de tantos cuerpos.

    Él asintió hacia ella. —Deberías irte —le dijo él—. No les interesa hablar.

    —Sí —dijo ella en voz baja, y se alejó, de vuelta afuera.

***

    Crew frenó demasiado tarde y el coche patinó hacia un lado, chocando de lado contra el sedán oscuro, enviándolos a ambos derrapando sobre el hielo hasta que el sedán se detuvo a pocos centímetros del lateral de un edificio. Cuando los coches se detuvieron, Crew salió de un salto, con el pecho hinchado y enojado.

    —¿Qué demonios fue eso? —gritó él—. ¡Aprende a conducir, maníaca!

    —¿Yo? —gritó Sobotka, cerrando su propia puerta de una patada, con Pyotr esposado en el asiento trasero—. ¿Qué clase de idiota va a toda velocidad en estas condiciones?

    —¡Es noviembre! —bramó Crew—. ¡Se derretirá!

    Sobotka rió y revisó el coche en busca de daños. Estaba ligeramente abollado en el costado, pero por lo demás estaba bien. El Aston-Martin estaba en perfectas condiciones.

    —Bonito coche —bromeó ella—. ¿Adónde vas tan rápido?

    Crew comprobó los números de las casas y frunció el ceño. Se decidió por aquella contra la que casi había chocado el coche de Sobotka. Hizo un gesto con la barbilla. —A ésta de aquí. ¿Y tú?

    Sobotka frunció el ceño, volvió a mirar a Pyotr y luego a Crew. —También.

    Crew rió como loco, doblado por el esfuerzo, mientras Sobotka fruncía el ceño.

    —¡Oh, ésta es buena! Así que, ¿tu chaval ha hecho migas con mi Sanador o algo así?

    Sobotka meneó la cabeza. Estaba a punto de hablar cuando se abrió la puerta lateral del edificio y salieron a la calle Eva, su madre y una incubadora. Dieron unos pasos antes de que Eva notara a Sobotka y a Crew de brazos cruzados, obviamente divertidos por su propia buena suerte.

    Eva dejó en el suelo la incubadora y suejtó a su madre en posición vertical. —¡Ésto no es lo que parece! —suplicó Eva.

    —¡Oh, entonces tienes que decirme qué es! —rió Sobotka.

    —Encontraste a tu madre, ya veo —dijo Crew, señalando a su compañera—. Eso es tener buena suerte.

    —Ya lo creo —dijo gravemente Sobotka.

    Eva miró detrás de ellos, al coche en marcha, y vio el rostro de Pyotr pegado al parabrisas, intentando espiar. Ella sonrió maliciosamente. —¿Cómo le va a vuestro soplón? —dijo con veneno.

    Sobotka sonrió. —No es el mejor soplón, pero servirá —bromeó—. Creo que tú y tu madre tenéis cosas importantes que explicarnos. Como dónde escondéis a tu novio y cómo detener el brote en el hospital.

    Eva retrocedió, luego oyó el sonido de cristales rompiéndose y una ventana del segundo piso en el complejo de Daniels caer hacia afuera. Un hombre con traje negro voló de espaldas y hacia abajo, hasta estrellarse contra el parabrisas de un coche, rompiéndolo horriblemente. Fragmentos de vidrio sobresalieron de ya destrozado cuerpo y allí quedó desplomado, derramando sangre.

    Crew, Sobotka y Eva miraban perplejos al hombre muerto.

    —Gracias a Dios que no aparqué ahí —dijo Crew.

    Crew y Sobotka miraron a Eva, luego a la ventana, luego de nuevo a Eva e intercambiaron miradas.

    —Creo que queréis entrar ahí primero —ofreció Eva.

    —Diablos, sí —dijo Crew, girándose y corriendo de regreso al frente del edificio.

    —¡Estaremos en contacto! —le gritó Sobotka a Eva, siguiendo a su compañero con el arma en la mano.

    Eva se detuvo un momento, miró al hombre en el coche, luego recogió la incubadora y siguió adelante, de regreso a casa.

Capítulo 48

    Musílkova 27, Praga, República Checa

    30 de noviembre

    El Sanador recuperó su machete del pecho de un guardia caído, limpió la sangre en una pierna perdida y luego lo balanceó ligeramente, recuperando el peso. El pasillo de arriba estaba desierto ahora, excepto por los sonidos de dos hombres muriendo lentamente a causa de sus heridas. Delante de él, una habitación lo llamaba alegremente, una iluminación agradable casi ocultaba la sombra de otra persona. Se detuvo un momento y escuchó. La ventana rota detrás de él silbaba débilmente mientras el viento soplaba afuera, y escuchó el ploc ploc ploc de la nieve derritiéndose por dentro sobre el suelo. Un movimiento muy silencioso se escuchó más adelante. Avanzó, agarrándose involuntariamente el hombro herido, apretando el dolor. Escuchó otro suave arrastrarse entre los crujidos y las gotas, y contuvo la respiración para poder oír mejor. Había una respiración muy tranquila y deliberada, muy cercana. Muy calmada. Un profesional.

    En un momento, entraron en combate. Una afilada sensación rebanó el brazo izquierdo del Sanador justo por encima del codo, y su traje gritó al unísono de sus sentidos, y supo que había sido cortado. Se dio la vuelta, balanceando el machete, y el otro hombre apenas lo esquivó. Un hacha ensangrentada se arrancó de la pared. Los dos estaban uno frente al otro, lo bastante separados para estar a salvo, pero no lo bastante como para liberar tensión. Comenzaron de nuevo: el hacha se movió hacia adelante y el Sanador se hizo a un lado, atacando con su machete, pero ambos fallaron. El Sanador recibió una patada en el estómago que lo hizo caer hacia atrás, tratando de evitar aterrizar desequilibrado. El hacha volvió hacia él trazando un amplio arco, pero él se dejó caer hacia atrás, evitándola. Aterrizó en el suelo y, sin detenerse a pensar, agitó peligrosamente su brazo y su arma hacia las piernas del otro hombre. Sintió un tirón mientras cortaba el tendón de Aquiles.

    El hombre gruñó de dolor, intentó continuar, pero su pierna ya no lo sostenía. Cayó sobre una rodilla, rugiendo en voz baja, negándose a ceder. El brazo del Sanador todavía estaba expuesto al ataque y su enemigo lo sabía, se lanzó hacia adelante con su hacha, pero solo logró golpear la capa del Sanador detrás de él. Inmovilizado, el Sanador intentó escapar, pero el hombre le agarró la mano del machete y comenzó a golpearla contra el suelo, tratando de que soltara el cuchillo. El Sanador se sostuvo con la otra mano, el brazo cortado le picó fuertemente cuando el desinfectante se movió por la herida. Su oponente respiraba con dificultad y la sangre de su pierna estaba formando un charco de sangre debajo de ellos. El traje del Sanador gimió: su ritmo cardíaco se aceleraba, su herida sangraba, la sangre a su alrededor se acercaba cada vez más... su visión se volvió borrosa momentáneamente y él sacudió la cabeza frenéticamente. Le golpearon la mano contra el suelo, el dedo índice se soltó ligeramente, cediendo bajo la paliza. El hombre estaba jadeando pesadamente ahora, acercándose para matar. Cuando le alzó la mano de nuevo, el Sanador usó el espacio libre para girar el machete del revés y luego, antes de que pudiera perder la ventaja, lo hundió en el muslo bueno del hombre.

    Esta vez el hombre gritó, se aferró a sus piernas y se ahogó cuando el Sanador sacó la hoja. El Sanador se puso de rodillas y agarró el mango del hacha, la arrancó del suelo y se liberó. Cuando el otro hombre comenzó a acurrucarse en el suelo, respirando con dificultad, el Sanador se puso en pie, sujetando machete y hacha laxos a su lado. El hombre miró al Sanador, con los ojos casi cerrados por el dolor y la ira. Los párpados caían ligeramente porque la pérdida de sangre lo mareaba. El Sanador lo observó un momento, tratando de calmar su propio corazón. Luego, con visible esfuerzo, el Sanador giró el hacha hacia atrás y la arrojó al otro lado de la habitación, clavándola en una pared. Volvió a mirar al hombre en el suelo y negó con la cabeza.

    Luchando dolorosamente, con su traje todavía pidiéndole que se detuviera, que redujera la velocidad, el Sanador arrastró su maltrecho cuerpo hacia la escalera.

***

    Carey escuchaba atentamente desde el centro del dormitorio de Daniels, con las esposas medio abrochadas y congelado de miedo. Ya no se oían ruidos, pero el silencio era aterrador. Detrás de él, Dimitri estaba revisando los cargadores de su pistola, repitiéndose algo en ruso que Carey no podía entender. Daniels estaba de nuevo en su cama, en silencio, esperando noticias. La cómoda que habían colocado frente a la puerta era gruesa, pero se tambaleó ligeramente cuando Dimitri se apoyó en ella, lo que hizo que Carey se estremeciera. Y entonces, ahí... un crujido fuera de la puerta, un paseo leve. Carey se alejó más de la puerta y regresó hacia la cama. Dimitri recargó el arma y apuntó, entornando los ojos con intensa concentración. Carey tropezó mientras caminaba hacia atrás, sin apartar la vista del peligro.

    Toc.

    Toc.

    Toc.

    Nadie se movió, ni siquiera para comprobar las expresiones de los demás. Carey sintió un calor terrible bajo su máscara, el pánico se apoderó de él, de repente buscó a tientas los pestillos del cuello, pero no pudo alcanzarlos. Dimitri le lanzó una rápida mirada de reojo, obviamente molesto por la distracción. Los pestillos estaban tan apretados que Carey no podía agarrarlos de ninguna manera... sentía los dedos entumecidos... y ¡toc! tiró inútilmente de una correa, los eslabones de metal tintinearon quedamente, pero de alguna manera ensordecedoramente. Escuchó un gorgoteo, jadeó, tratando de quitarse la maldita cosa.

    —No puedo respirar… —jadeó Carey—. No puedo respirar con esta cosa...

    Dimitri le devolvió la mirada, pareció dispuesto a desperdiciar una bala con Carey, pero en lugar de eso, abrió mucho los ojos y se giró a medias, bajando el arma y palideciendo. Carey pensó que algo malo debía de estar pasándole y un súbito pánico se apoderó de él. Se dio la vuelta, tratando de liberarse de la máscara, pero luego lo oyó de nuevo: el gorgoteo. Un ruido de gorgoteo...

    Miró a su alrededor y vio a Daniels, tumbado de lado en la cama, con sangre saliendo de la boca, de los oídos, de la nariz… sus ojos estaban ensangrentados, llorando en rojo. Daniels gorgoteó de nuevo, una burbuja carmesí se formó en sus labios y él se retorció ligeramente. Carey jadeó y retrocedió tambaleante.

    —Oh, Dios mío… —susurró Carey—. Su sangre estaba limpia. Su sangre estaba limpia...

    Luego se oyó un fuerte crujido metálico y Carey vio un tosco filo sacar el pomo de la puerta, girarse y desaparecer. Dimitri no perdió el tiempo: disparó hacia la puerta siete veces, retrocediendo ligeramente mientras lo hacía, poniendo distancia entre él y lo que pudiera pasar por la puerta a continuación. Hubo un momento de silencio mientras el ruido de los disparos resonaba en los oídos de Carey. Luego, con un comienzo lento: un golpe, y luego Carey vio con horror cómo la puerta empezaba a doblarse hacia adelante, empujando con ella la cómoda. Dimitri se movió hacia la esquina de la habitación y comenzó a disparar de nuevo, descargando su cargador en la puerta. Recargó rápido y repitió el proceso con otras diez balas antes de detenerse para observar con horror cómo la puerta seguía moviéndose. La luz a través de los agujeros brillaba ininterrumpidamente y, sin embargo, la puerta seguía moviéndose...

    Dimitri le indicó a Carey que se quedara quieto y, lentamente, se movió hasta la derecha de la puerta, manteniéndose apoyado contra la pared y apuntando con cuidado al espacio por el que tendría que pasar el intruso. Estaba a salvo, fuera de la vista, preparado. Carey notó de un brinco que él no estaba fuera de la vista y retrocedió trooezando hasta quedar junto al cuerpo inerte de Daniels, donde trató de quedarse quieto. Hubo un momento de silencio, nadie se movió, nadie dio señales de vida en ninguno de ambos bandos. Y luego, lentamente, Carey vio la punta de una hoja larga y maltrecha trepar por la rendija de la puerta y cruzar hacia el interruptor de la luz. Miró a Dimitri con urgencia, deseando que lo hubiera visto, pero estaba mal otro lado de la puerta, fuera de su línea de visión.

    Carey tragó lentamente y luego la habitación quedó a oscuras.

***

    El Sanador se arrodilló junto a la puerta, con astillas de madera en la espalda. Más allá, la habitación estaba a oscuras y en silencio. Sin movimientos, sin sombras, sin brillos ni reflejos. Contuvo la respiración, trató de calmar su traje, pero este le gritaba, le advertía de los cortes y moretones que él ya sentía intensamente. Respiró hondo, cerró los ojos un momento y luego atravesó la puerta para entrar en la habitación. Dio una voltereta y permaneció agachado, comprobando su entorno: una cama grande, y sobre ella, un hombre cubierto de sangre, sin respiración, y detrás del hombre... detrás del hombre...

    El Sanador jadeó, se puso en pie como aturdido y tropezó hacia adelante. Al otro lado de la habitación había otro Sanador. La máscara, el traje, era inconfundible. Extendió una mano hacia su camarada, lento y aturdido, y antes de que pudiera reaccionar, oyó un crujido y de su brazo brotó una erupción de sangre, enviándolo hacia adelante, mientras su sangre le salpicaba el frente y manchaba las gafas de su máscara. Sin pensarlo, giró con aturdida ferocidad y lanzó su machete en un arco. Cayó sobre una rodilla, sorprendido al ver a un hombre grueso y de aspecto rudo escondido detrás de la puerta, con la pistola humeando levemente y el machete clavado profundamente en el pecho.

    —Mierda —murmuró el hombre en ruso tranquilo, y colapsó hacia atrás contra la pared.

    El Sanador se puso de pie, se volvió hacia la cama, hacia el otro Sanador.

    —¿Cómo es que estás aquí? —dijo con la voz entrecortada por el dolor—. Aún estoy dentro del horario. Aún puedo limpiar ésto antes de la fecha límite...

    El otro Sanador sacudió la cabeza con urgencia, se subió a la cama, alejándose, como si tuviera miedo. El muerto resbaló de lado, cayó de la cama al suelo. El Sanador cayó de rodillas junto al cuerpo, comprobó la boca, los ojos rojos y la sangre en la camisa. Miró a su camarada, débilmente.

    —¿Era él el vector? —preguntó, la habitación comenzó a dar vueltas.

    El otro Sanador negó con mucha urgencia, extendió la mano para decir que no. Y luego habló, y el Sanador se echó hacia atrás ante esos sonidos extraños. Sacudió la cabeza como para aclararla y luego escuchó de nuevo un lenguaje completamente diferente. Y de nuevo, dolorosamente, una tercera vez, y esta vez tuvo sentido para él:

    —¡Por favor, no me mate!

    Francés. El otro Sanador intentaba levantarse, pero resbalaba y apenas se sostenía sobre la cama.

    —¿Quién te envió aquí? —preguntó el Sanador en francés, tranquilo, desesperado.

    El otro Sanador todavía parecía tan aterrorizado como extraño.

    —Yo… soy de la Oficina de Contención —dijo con la voz distorsionada a través de su máscara—. Me enviaron a arrestar a este hombre.

    —¿Arrestar? ¿De qué oficina?

    —La Oficina de Contención Británica —fue la respuesta—. En Londres. Inglaterra.

    Le llevó un momento, pero el Sanador dio una carcajada. Bajó la cabeza, sintió que el mundo se volvía negro, y luego se puso de pie. El británico se alejó más, aterrorizado.

    —¿Qué pasó con este hombre? —dijo el Sanador, con creciente intensidad.

    —No lo sé —dijo el otro, sacudiendo la cabeza—. Comenzó a sangrar sin más… por la boca, por los ojos. No… ¡no hubo previo aviso!

    El Sanador miró al hombre muerto y vio la expresión de sorpresa en aquel rostro. Sin previo aviso.

    —¿Le inyectaste algo? —dijo el Sanador acercándose al británico.

    —¡No! No, yo sólo vine a analizar su sangre. No tenía enfermedades. ¡Nada que pueda causar ésto!

    El Sanador echó mano a su bolsa para sacar sus viales de prueba, y el otro hombre gritó, cubriéndose la cabeza con los brazos.

    —¡Había otros! —gritó el británico—. ¡La esposa y la hijastra!

    El Sanador se detuvo, pensó, luego agarró al británico por el cuello y lo arrojó de la cama al suelo. Se asomó sobre él, sintiendo la sangre filtrarse dentro de su guante, cálida al contacto con la piel.

    —¿Estaban enfermas? —bramó el Sanador.

    —La hijastra sí. No sé de qué… eso no estaba registrado…

    Y entonces lo oyeron, ambos miraron hacia la puerta al mismo tiempo. A lo lejos, probablemente en el hueco de la escalera, dos voces que se llamaban, que se repetían las mismas palabras.

    —Policía —dijo en voz baja el Sanador—. Estarán aquí pronto—. Agarró la cabeza del hombre con su gran guante ensangrentado, lo levantó y le hizo prestar atención—. ¿Adónde fueron? —exigió.

    El británico negó débilmente la cabeza. —¡No sé! ¡Créame, no lo sé!

    El Sanador arrojó al burócrata al suelo, marchó hacia él, y el hombre retrocedió a gatas, levantándose, resbalando y chocando con las cortinas de la ventana del fondo, donde se envolvió con ellas para protegerse.

    —¿Adónde fueron? —volvió a preguntar, agachándose.

    El hombre lloriqueó, el sonido era lastimero en la máscara, y negó con la cabeza, aferrándose a la cortina con tanta fuerza que casi las soltó.

    El Sanador le dio un puñetazo en la garganta y el hombre rebotó contra la ventana, el cristal se partió y el hombre cayó de rodillas, con arcadas, tratando de tomar aire. El Sanador colocó una mano amenazadora sobre la cabeza del hombre, la apretó y luego dejó que la amarga furia dentro de él tomara el control.

***

    Sobotka fue la primera en ver la puerta, llena de agujeros y con sangre filtrándose por la esquina de las bisagras. En el interior no había luces encendidas. Asintió hacia Crew y le indicó que siguiera adelante. Ahora estaban a ambos lados de la puerta, con las armas preparadas, intentando tener una idea de lo que podría haber dentro. Crew intentó empujar la puerta para abrirla un poco más, pero algo la bloqueaba. Intercambiaron miradas con incertidumbre.

    —¡Es la policía! —gritó Crew, encogiéndose de hombros hacia su compañera—. Si se mueven, les mataremos.

    —¡Pongan las manos sobre la cabeza! —añadió Sobotka, y Crew asintió apreciativamente.

    Se oyó un fuerte estrépito y un grito de dolor, y luego el sonido de cristales rompiéndose y cayendo, y los ojos de Crew se abrieron tanto que Sobotka tuvo que extender la mano para calmarlo. Se oyeron arañazos, algunos ruidos metálicos y luego un incómodo silencio, puntuado por jadeos.

    Sobotka sacó una mano del arma y le mostró a Crew una silenciosa cuenta regresiva:

    3… 2… 1…

    Crew entró rápidamente en la habitación, escaneando hacia la izquierda y haciendo un arco hacia la derecha, y Sobotka lo cubrió, buscando hostiles. Había un hombre cubierto de sangre justo al lado de la cama, la ventana estaba rota, las cortinas ondeaban con el viento, y lo único que quedaba era a lo que Crew se estaba acercando ahora: el Sanador, ensangrentado y golpeado.

    Lo rodearon cuidadosamente, buscando armas. Estaba de rodillas, con la capa empapada de sangre y las manos levantadas. Parecía roto, casi hundido, meciéndose ligeramente, al borde de la muerte.

    —Mueve un músculo y te volaré esa máscara de la cabeza —dijo Crew, completando su circuito. Sobotka terminó de revisar la habitación y se reunió con él allí.

    —Estás bajo arresto —dijo Sobotka con severidad, y Crew le lanzó una mirada de enojo. Ella la apartó entornando los ojos e hizo un gesto hacia el Sanador—. Espero que te hayas divertido esta noche, porque vas a pagar por ello durante mucho mucho tiempo.

    El Sanador habló, con voz débil, casi ronca, imposible de entender. Jadeó un momento después, dejó de intentar hablar, parecía demasiado cansado para continuar. Los brazos caían lentamente, todo su cuerpo colapsaba a cámara lenta.

    —¡No te muevas! —gritó Crew, y el Sanador alzó las manos de nuevo, sacudió levemente la cabeza.

    —Te están acusando de, ¿cuántos… nueve cargos de asesinato? —preguntó Sobotka, con el arma sin moverse del objetivo. Crew asintió hacia ella—. Voy a comprobar la ventana —dijo ella, y volvió a asentir levemente. Luego retrocedió, manteniendo el arma lista, y, al llegar a la ventana, rozada por las cortinas, miró afuera y vio que ahora estaba nevando espesamente. Miró hacia la calle y vio un cuerpo allí, rojo alrededor, yaciendo distorsionado en el suelo.

    —Con ese hacen diez —dijo ella, y volvió a mirar al Sanador.

    Él comenzó a negar con la cabeza nuevamente, movió la mano hacia su pecho y Crew retrocedió, manteniendo su arma lista.

    —¡No hagas eso! —gritó él, enojado—. ¡No te muevas más!

    El Sanador siguió negando con la cabeza, bajó la mano, tocó algo en su cinturón y comenzó a tirar de ello hacia adelante, algo rectangular, algo...

    —¡No! —gritó Sobotka, pero ya era demasiado tarde, él ya lo estaba levantando. Antes de que ella supiera lo que estaba sucediendo, la habitación oscura se iluminó con disparos de arma de fuego y vio el rostro de Crew estremecerse de satisfacción, de furia y de un extraño sentido de justicia.

    Cuando el sonido cesó, Crew y Sobotka se quedaron perfectamente quietos y observaron al Sanador arrugarse de espaldas al suelo.

Capítulo 49

    1 Piseckého, Praga, República Checa

    30 de noviembre

    Eva rebuscó dentro de la caja, dejando caer en su mano temblorosa un tubo largo, y regresó corriendo a la sala de estar donde la incubadora había terminado de arrancar. Abrió la tapa, encajó el tubo en su sitio y volvió a cargar el archivo en el que había estado trabajando, la cura para el Nuremberg-6.

    —No importa si me vuelves a matar —exclamó Rhodri desde su lugar en el sofá, con su chaqueta y pantalón negros brillando ante la tela—. Estaré aquí en persona pronto, ¿no?

    Eva lo ignoró, sacó la cura y plantó un dedo en el botón de inicio. La incubadora empezó a girar, zumbando suavemente. Luego, proveniente del cuarto de baño, Eva oyó un golpe, un grito, y se alejó corriendo de la mesa hacia el pasillo. Rhodri caminó delante de ella, tratando de interponerse en su camino, y ella pasó a su lado, esquivando de un lado a otro, pero él no la dejó en paz hasta hacer que se estrellara contra el marco de la puerta, recuperando el aliento. Su madre yacía en el suelo, encogida contra un enemigo invisible, con fragmentos de espejos rotos por todas partes.

    —¡Mamá! —dijo Eva, acercándose corriendo—. Mamá, debes tener cuidado aquí.

    Su madre levantó la vista, con ojos llorosos, extendió una mano hacia su hija y luego se giró y abrió el grifo de la bañera. La sangre de su brazo cortado goteó en el agua, haciendo que la base se volviera rosada brevemente.

    —Shh, mamá. Vamos, tenemos que volver ya —dijo Eva, levantándola.

    Rhodri estaba junto a la puerta, inclinado con una sonrisa, fingiendo un bostezo.

    —Ya falta poco —dijo él cuando ella pasó—. Estoy a punto de acercarme y tocarte. ¿Estas anhelando ese momento?

    Eva sentó a su madre en el sofá, le envolvió los brazos con vendas que había encontrado en el armario y le empujó la cabeza hacia abajo suavemente, tratando de instarla a dormir. Su madre suspiró, rodó a un lado y a otro como si estuviera teniendo una pesadilla, aunque tenía los ojos abiertos.

    —Que alguien encuentre a Eva… mi pobre Eva… —jadeaba para sí misma.

    Eva comprobó el progreso en la incubadora: casi terminado. Unas manos cálidas le acariciaron el cuello una vez más, los hombros, y ella las apartó, negándose a prestarles atención.

    —Pronto estaré aquí —dijo Rhodri en voz baja—. En carne y hueso, donde no puedes evitarme. En cualquier momento…

    Eva cerró con fuerza los ojos y ​​alejó la voz de su mente. Entonces oyó un golpe en la puerta. ¡Alguien llamando a la puerta! Se quedó paralizada, con las manos aferradas desesperadamente a la mesa. Se quedó perfectamente quieta, escuchó, esperó.

    La llamada volvió, esta vez más urgente.

    —¡Vamos, Eva! —cantó Rhodri—. ¡Estoy esperando! ¡Déjame entrar!

    Eva apoyó la cabeza en la puerta, temerosa de mirar. Oyó ruidos del exterior: pies moviéndose, pasos. Miró por la mirilla, temblando, asustada. Al principio no vio nada, y luego… vio a una mujer, negra y tan asustada como ella.

    —¿Quién es? —gritó Eva. La mujer se volvió, empujó la puerta con ambas manos, parecía muy aliviada de escuchar una voz.

    —Soy del hospital —respondió la muejer—. Mi nombre es Fanta Anouma. Soy médica allí. Nosotros… necesito tu ayuda.

    Eva golpeó la puerta con la cabeza y apretó los dientes. —¡Márchese! —gritó—. ¡No puedo ayudarla! ¡Sólo márchese!

    Anouma negó con la cabeza, parecía muy desesperada. Empujó un débil puño contra la puerta. —¡Por favor! ¡Te vi con la incubadora! ¡Necesito tu ayuda! ¡Mi hermano se está muriendo y no hay nadie más que pueda ayudarlo!

    Eva apartó la cabeza de la puerta y vio a Rhodri. Él se encogió de hombros, desinteresado.

    —¿Qué la hace pensar que puedo ayudarla? —gritó, y hubo una larga pausa antes de que Anouma respondiera.

    —Tal vez puedas, tal vez no. Pero esa incubadora tiene el poder de curar a mi hermano y tal vez de detener el brote que ha puesto en cuarentena a la mitad del hospital. ¡Tengo que probar!

    La puerta se abrió un poco y Eva miró nerviosamente afuera. —¿Qué brote?

    —No lo sabemos. Parece provocar alucinaciones. Muy graves. Locura virtual en los afligidos.

    —Hmm, suena familiar… —tarareó Rhodri, pasándole un dedo a Eva por la mejilla.

    Eva abrió la puerta de par en par, hizo entrar a Anouma, la cerró y pasó el cerrojo. Caminaba hacia la incubadora justo cuando ésta terminaba de procesar y escupía otro recipiente de tapa naranja. Eva lo tomó en la mano y se lo acercó a Anouma.

    —Esto curará su brote —dijo confiada.

    Anouma extendió una mano cautelosa, incrédula...

    —Pero ¿cómo…?

    —Olvide eso. Haré más, pero primero necesito darle esto a mi… —Eva se giró, vio el sofá vacío, y casi deja caer el contenedor—. ¿Mamá? ¡Mamá!

    Vio un hilo de sangre en la pared cerca del baño y salió corriendo. Ella y Anouma entraron al baño y encontraron a la madre de Eva, metida de cara en la bañera llena, con los brazos flotando sueltos a los costados.

    —¡Ups! —Rhodri soltó una risita.

    —¡Mamá! —gritó Eva, y sacó a su madre, tumbándola en el suelo. Anouma entró, se acercó y escuchó.

    —No respira. Inclina su cabeza.

    Eva empujó detrás del cuello de su madre y Anouma comenzó la RCP, bombear, soplar, bombear, soplar, hasta que Eva perdió la noción de todo, y simplemente se recostó y lloró mientras su madre yacía allí, inconsciente y desapareciendo cada vez más.

    Rhodri le pasó una mano por el muslo y ella le dio un empujón. —¡Déjame en paz, joder! —gritó, y Anouma se pausó y la miró, preocupada.

    —¿A quién le estás…? —empezó Anouma.

    —Usted sólo ayúdela —suplicó Eva, filtrando a Rhodri lo mejor que podía—. ¡Por favor!

    Anouma volvió a empujar el pecho y esta vez, de repente, el agua burbujeó hacia arriba y salió de la boca, y la madre de Eva se atragantó, jadeó, escupió y Anouma la rodó hacia un lado, y la madre vomitó bilis y agua en el suelo. Anouma le frotó la espalda y miró a Eva con cautela.

    —¿Mamá? ¿Puedes oírme? ¿Estás bien? —suplicó Eva, arrodillada junto a su pálida madre.

    —¿Eva? —llegó la respuesta—. Eva, mi nena… ella está en la bañera. ¡Alguien tiene que encontrarla, por favor!

    Eva hundió la frente en el suelo y dejó escapar un suspiro entrecortado. Cuando levantó la vista, Anouma la estaba mirando seriamente.

    —Tú también tienes el virus —dijo Anouma—. Ambas lo tenéis.

    Eva asintió débilmente, sin una palabra.

    —¿Estás segura de que esta cura funciona? —preguntó Anouma.

    —Estoy segura —dijo Eva seriamente, poniéndose de pie—. Y puedo demostrárselo.

    Salió corriendo del baño y bajó a la oficina de su madre, tirando trastos a un lado hasta que encontró una caja de agujas. Corrió de regreso al baño, destapó el recipiente, llenó la jeringa y, sin dudarlo un momento, le inyectó la cura a su madre.

***

    Crew y Sobotka estaban sentados en la cama de la habitación del muerto. Sobotka guardó el arma en la funda y se frotó la sien, tratando de aliviar un inminente dolor de cabeza.

    —Eso fue bien —dijo ella, lúgubre.

    Crew resopló, luego se echó a reír. Se puso de pie, se estiró y suspiró profundamente. —Hagamos una revisión rápida y volvamos tras la chica —dijo él—. Ya terminé con mi caso, así que bien podríamos ocuparnos del tuyo también. Podemos dejar este lío en manos del laboratorio criminalístico.

    Crew se inclinó sobre el cuerpo del Sanador, quitó trozos de tela e investigó el cuerpo. Sobotka se puso en pie, miró brevemente a su alrededor, empujó algunas cosas con un bolígrafo, pero no tocó nada.

    —Dios, apesta aquí dentro —jadeó ella—. Demasiada sangre. Se acercó a la ventana y se inclinó hacia el aire de la noche, mientras las cortinas ondeaban a ambos lados—. ¿Y crees de verdad que el Sanador estuvo detrás de esto? Quiero decir, mató a mucha gente aquí esta noche, pero si iba a hacer eso de todas maneras, ¿para qué molestarse en crear un virus? —preguntó ella asomándose, mirando nuevamente el cuerpo en la acera.

    —Tal vez sólo sea un chiflado —dijo Crew arrojando trozos de papel del cuerpo, obviamente sin preocuparse por alterar la escena del crimen—. Cualquiera que se vista así tiene que estar al menos un poco chiflado.

    Sobotka rió, se volvió hacia la habitación, pero entonces cayó en la cuenta, se dio la vuelta y miró de nuevo a la calle... allí, un destello en el desagüe. Miró más allá y vio una clara franja roja que bajaba por el desagüe del alcantarillado. Miró el cuerpo en la nieve. Otra vez el desagüe. No iban en la misma dirección.

    —Esos dos no conectan—murmuró ella—... Uh, Crew… Creo que tenemos un problema aquí. Se volvió hacia su compañero y se detuvo en seco. La cara de Crew estaba blanca. Él alzó la vista hacia ella parpadeando.

    —Oh, sí —dijo Crew—. Yo también lo creo.

    Le tendió una pequeña cartera de cuero, la abrió mostrando una brillante tarjeta blanca. Sobotka no sabía leerlo, pero no necesitaba hacerlo. En la esquina superior izquierda había una muy obvia bandera del Reino Unido.

***

    La puerta se abrió de golpe, bañando la habitación con fragmentos de madera, y el Sanador entró tambaleándose, con el brazo vendado con una gasa empapada de rojo y agarrado por una mano desesperada. Anouma se puso en pie y empujó a Eva hacia atrás, lejos. —¡Te dije que te quedaras en la escalera! —dijo Anouma, con urgencia.

    Eva lanzó una mirada confusa y horrorizada a la doctora. —¿Estás con este monstruo?

    —Oh, esto se está poniendo bueno —Rhodri fingió ocultar una risita

    El Sanador empujó a Anouma a un lado, dentro del refrigerador. —Hablar es demasiado lento —llegó su voz debilitada, distorsionada y delirante.

    Pasó junto a Eva sin esfuerzo, arrodillándose en el borde del sofá, donde yacía la madre con los ojos abiertos, casi alerta. Con la mano buena, él la agarró por la barbilla, le levantó la cabeza y la miró a los ojos. Le temblaban las manos y, aunque estaba fuertemente vendado, todavía goteaba sangre roja brillante en el suelo.

    Eva avanzó un paso agresivamente. —¡Para de hacer eso! —gritó Eva en francés, apretando los puños. El Sanador volvió la cabeza hacia ella y la confianza de Eva se derritió.

    —¿Dónde está su sangre? —exigió él.

    Eva miró a Anouma, luego de nuevo al Sanador, y sonrió maliciosamente. —¿Para qué la necesitas? —preguntó ella desafiante.

    Él se apartó de la madre, giró y se abalanzó sobre Eva. Ella apretó la mandíbula, mantuvo los ojos fijos en los de él y se mantuvo firme. Él la miró, con una furia vacía gruñendo desde su máscara. —No tengo tiempo para juegos —dijo él, con la voz ligeramente entrecortada—. Dame su sangre o la tomaré yo mismo... a mi manera.

    El ojo de Eva tembló. —Déjala en paz —le dijo ella a modo de advertencia.

    —Haré lo que quiera —dijo él, y Anouma volvió a dar un paso adelante para protestar, pero él extendió una mano para detenerla—. ¡Dame la sangre ahora!

    —¡No te servirá de nada! —gritó Eva—. ¡Ya la he curado! ¡Ya no te queda ningún virus que diagnosticar!

    Detrás de ella, la incubadora depositó otro recipiente con suero. Los ojos de Eva se dirigieron hacia allí con mucho cuidado, tratando de no mostrarlo.

    —¿Para quién es eso? —preguntó él, ominoso.

    Eva lo observó atentamente, luego corrió locamente hacia la incubadora, agarrando el contenedor, tratando de conseguirlo antes de… Pero el Sanador le tiró del hombro y la arrojó al suelo en la parte trasera de la cocina. La muñeca torcida le gritó y ella la acunó con urgencia.

    El Sanador se cernió sobre ella, sacando un dispositivo gris de su mochila. —Dame el brazo o te lo corto y lo pruebo así —dijo él.

    Eva miró a Anouma, quien parecía tan asustada como ella. Extendió el brazo, aterrorizada, y el Sanador le colocó el dispositivo. Eva sintió un pinchazo, un tirón, y su sangre se filtró hacia la máquina que ronroneaba suavemente mientras funcionaba. Él se giró, observando la maquina atentamente.

    Eva se puso de pie, temblorosa, y Rhodri estaba a su lado, susurrándole al oído: —El cuchillo, Eva. El cuchillo. Córtale el corazón con un cuchillo, como harías por mí.

    Eva vio el cuchillo junto a la zanahoria podrida y estiró cautelosamente una mano, lo pescó y lo escondió cerca. El Sanador cayó contra el mostrador, se enderezó nuevamente, dejando una marca roja donde había estado. Seguía mirando su pantalla, esperando, ajeno a cualquier otra cosa.

    Por fin llegó la respuesta, y Eva observó atentamente al Sanador mientras ese rostro inexpresivo permanecía inmóvil. Al principio, despacio, él empezó a sacudir la cabeza más ampliamente, y luego ella oyó el crujido del plástico en esas manos, y él arrancó salvajemente el frasco vacío del fondo y lo arrojó al otro lado de la habitación, hacia un espejo, que se hizo añicos en el suelo con gran estrépito.

    —¡Una nueva cepa! —gritó él, tosiendo ante la fuerza de su propia voz.

    Eva actuó: giró el cuchillo que tenía en la mano y lo blandió trazando un arco rápido y preciso hacia el cuello del Sanador. Él la agarró del brazo en pleno movimiento y ni siquiera se giró para mirar. Eva tembló ante la fuerza de ese áspero guante en su muñeca, su mano era incapaz de moverse para matar. Apretó los dientes y trató de empujarla, pero era inútil. Ella lo miró, impotente.

    Él volvió la cabeza y la miró con calma.

    —Ya estoy harto de juegos —dijo él, y le apretó el brazo. Ella soltó el cuchillo contra su voluntad. Eva no hizo ningún sonido; él no hizo más movimientos, simplemente permaneció allí, sujetándola con firmeza.

    Anouma se acercó a él y le puso una mano en el hombro con cuidado, como si tuviera miedo de lo que él podría hacerle a ella también. —Por favor, no —dijo Anouma con voz baja y temblorosa.

    Él negó con la cabeza, lenta y mareadamente. —No, ella porta una cepa nueva. Debe ser contenida. Tengo mis directivas...

    —Pero ¡encontré la cura! —exclamó Eva con lágrimas en los ojos—. ¡Ya salvé a dos personas y puedo hacer más! ¡No es necesario que hagas ésto!

    El Sanador se congeló, le soltó el brazo, pero ella no lo movió, sin estar segura de qué podría hacer. Él miró despacio hacia la incubadora y luego hacia Eva, sus gafas ensangrentadas seguían siendo una visión aterradora.

    —¿Curaste tú a un tal Daniels? —preguntó él, y Eva se quedó sin aliento en sus pulmones.

    —¿Cómo lo has…? —preguntó Eva.

    —¿Lo curaste a él primero?

    —S-s-sí, tal vez hace una hora… —dijo ella, tensa—. ¿Qué le hiciste?

    El Sanador dejó de mirarla, miró fijamente a la madre, sin moverse—. Nada —dijo, y ella volvió a respirar, sintiendo menos tensión, menos ansiedad—. Ya estaba muerto.

    El suelo giró para Eva, que cayó de espaldas contra el mostrador, resbaló por él, se llevó las manos a la cabeza y trató de recuperar el control de su respiración. Sintió un ruido sordo en los oídos y no podía concentrarse. El Sanador estaba de pie junto a ella, la sangre goteaba de su brazo al suelo junto a ella.

    —¿Sangraba antes de que lo trataras? —bramó él.

    Eva tenía problemas para concentrarse. Sacudió la cabeza vagamente, insegura.

    —Debo ver tu cura —dijo el Sanador, con su voz ganando fuerza. Sacó el contenedor del lateral de la incubadora y se lo acercó a Eva—. ¿Es ésta?

    Eva no miró, sólo asintió sin comprender. Sentía mucho frío.

    Él colocó el vial en su dispositivo y pulsó otro botón, mirando la pantalla como si fuera lo único que se podía ver en el mundo. La mirada de Eva pasó del Sanador a su madre y luego a Rhodri, que estaba sentado a su lado y le besaba suavemente la oreja. Luego... luego de vuelta a su madre, quien miraba más allá de ella hacia la encimera, parpadeando, de alguna manera diferente que antes.

    De repente, el Sanador dejó caer su dispositivo al suelo y se rompió con el impacto. No hizo ningún otro movimiento, simplemente se quedó allí, con la mano abierta, congelado. Dijo algo para sí mismo, un siseo, que Eva no tenía concepto de entender. Él apretó el puño, bajó la cabeza y la sacudió.

    Anouma lo evaluó y le acercó una mano a la suya. —¿Qué pasa? —preguntó ella.

    Él miró más allá de ella, hacia Eva. —Ella también morirá —dijo él sin inflexión—. Lo mismo que Daniels. Hemorragia masiva. No se puede detener. Tu cura es demasiado efectiva.

    Y con eso, él se enderezó, gimió y tomó lo último del suero de la mesa. Gruñó mientras lo deslizaba en su cinturón, y luego, con un profundo suspiro, se tambaleó hacia la puerta, su cuerpo se rindió tan rápido que parecía que iba a desintegrarse en el umbral. Eva se puso de pie de un salto y fue tras el Sanador, gritando—. ¡Alto! ¡Tienes que hacer algo!

    El Sanador se giró, su respiración era irregular y jadeante mientras la miraba. —No tengo soluciones —dijo en voz baja—. Sólo la que no quieres.

    Eva observó al Sanador mientras él permanecía allí, retrasando pacientemente su propia muerte por ella, y le hizo un gesto de asentimiento, horriblemente. —Termina con esto —suplicó ella en voz baja—. Por favor.

    El Sanador asintió gravemente, se giró y volvió tambaleándose al mostrador. Sacó una bolsa azul de su mochila, la colocó sobre la encimera y la desenrolló con cuidado, dejando huellas de sangre por todas partes. Eva apartó la mirada y Rhodri se acercó para besarla. Ella cerró los ojos y sintió el roce de su barba en sus labios, la suavidad. Enterró la cabeza, jadeó en busca de aire, tratando de bloquear cualquier sonido que pudiera escuchar.

    —Eva —dijo su madre en voz baja—. Está hecho, Eva.

    Ella abrió los ojos y parpadeó. Su madre estaba sentada en el sofá, con una sonrisa amable en el rostro y el brazo todavía extendido donde el Sanador la había matado. Le hizo un gesto a Eva para que se acercara y ella obedeció, sentándose también en el sofá, como en un sueño. Incluso Rhodri se mantuvo distante, dándoles espacio.

    —Mamá, lo siento mucho… —sollozó Eva, empujando la cabeza entre los brazos de su madre—. Lo siento mucho…

    —Shhh, ya está, Eva. No es culpa tuya.

    Su madre le puso una mano en el costado de la cara, le acarició la mejilla suavemente y la miró a los ojos, tranquila y perdonadora. —Estaré bien —dijo, con sonrisa radiante, reconfortante—. Me alegro de haber podido decirte adiós primero.

    Eva lloró, jadeó en busca de aire. —Debería haber dicho no —dijo Eva sombríamente—. Debería haber confiado en mis instintos. Sabía que esto no funcionaría. ¡Yo no sabía lo que estaba haciendo y eso te mató! ¡Yo te maté!

    Su madre cerró los ojos ahora, parecía sentir algo, su sonrisa se desvaneció ligeramente. Pero ella habló: —La razón… la razón por la que evité que Richard te contratara, Eva, fue porque sabía lo terrible que puede ser cometer errores en este campo. No es algo que te desearía. No es lo que le desearía a nadie. Y ya has sufrido bastante por los errores que has cometido en la vida.

    Su madre empezó a temblar. Una sacudida baja y sutil, pero que sacudía todo su cuerpo, y Eva la abrazó con fuerza.

    —Eva —jadeó su madre—. Lo hiciste bien. Estoy orgullosa de ti. No dejes que mi muerte aplaste tu espíritu. Tienes que seguir viviendo... tienes que aprender de tus errores y hacerlo mejor... prométemelo...

    Eva lloró y asintió. —Lo prometo, mamá —susurró.

    —Bien —dijo su madre, con una leve sonrisa, aunque sus ojos no veían nada—. Bien.

    Y luego se sacudió levemente, luego otra vez, hacia atrás en el respaldo del sofá, y comenzó a agarrarse más violentamente, con los ojos en blanco y algunos jadeos forzados saliendo de su boca. Eva trató de abrazarla, de detenerla, los sonidos la destrozaban. Y entonces, su madre se calmó de repente, exhaló, y Eva también lo hizo, con los pulmones doloridos por la pausa interminable.

    Nadie se movió por un momento, y el sonido de la habitación tardó en regresar. A Eva le temblaban las manos y las apretó para intentar recuperar la compostura.

    Miró al Sanador, que estaba junto a la puerta, apoyándose en ella.

    —Tengo que destruir esa cura —dijo él—. Es muy peligrosa—. Sacudió la cabeza y dio un paso atrás en el espacio abierto de la puerta—. Haz una nueva versión —dijo él balanceándose ligeramente—. Puedes detener el brote si te apresuras. Compara la cura con tu propia sangre y verás.

    —Pero ¿qué hay de…?

    —Yo guardaré ésta —dijo él, y eso no quedó en discusión—. Tengo un último uso para ella.

Capítulo 50

    1 Piseckého, Praga, República Checa

    30 de noviembre

    —¿Qué vas a hacer? —Anouma llamó al Sanador cuando él bajaba las escaleras traseras del edificio de Eva.

    Él perdió el equilibrio brevemente, chocó en la pared y dejó una mancha de color rojo oscuro. Puso el otro pie en el siguiente escalón, pero no alcanzó el borde y tropezó, aterrizó sobre su debilitado codo y manchas cubrieron su visión. Sacudió la cabeza una y otra vez, intentando recuperar el control. Reganó el equilibrio, usó el brazo bueno para guiarse escaleras abajo, vigilando sus pasos con atención.

    —¿Qué estás haciendo? —gritó Anouma deteniéndose unos pasos más arriba.

    El Sanador se detuvo, se volvió hacia ella, pero no vio su rostro. —Voy a curar a tu hermano.

***

    El rastro de sangre conducía al frente de un edificio que Sobotka y Crew conocían bien, así que cuando llegaron a unas pocas casas, saltaron del coche de Crew y corrieron el resto del camino, con las armas en la mano. Una anciana estaba en el pasillo de la esquina, mirando los fragmentos de una puerta rota. Iba vestida con un camisón y pantuflas, parecía confundida y preocupada.

    —Aún no los he llamado —les dijo la mujer.

    —Vuelva dentro, señora —dijo Sobotka, acercándose a la puerta.

    —Es una chica muy guapa —dijo la mujer, con su mente cambiando de marchas y tonos súbitamente—. Igual que su madre. Una verdadera belleza.

    Sobotka asintió a la mujer, tratando de tener paciencia, pero a Crew no le quedaba tacto: agarró a la mujer por el camisón y la arrastró hacia atrás, la lanzó dentro del apartamento y cerró la puerta. Los dos se quedaron junto a la puerta rota, con las armas preparadas.

    —¡Policía! —exclamó Sobotka—. ¡Mantengan las manos en alto y no se muevan!

    —¡Estoy sola! —gritó Eva desde adentro, y ambos se miraron, confundidos.

    Sobotka se asomó cautelosamente por la esquina antes de entrar con Crew y recorrer las habitaciones. La madre de Eva yacía muerta en el sofá, había sangre por toda la cocina, un cuchillo, huellas y agua por todas partes... y allí estaba Eva sentada en la mesita de café, con las manos volando locamente sobre el ratón táctil de una incubadora.

    —Señora Kolikov, ¿qué está usted...?

    —Escuche —dijo Eva, con los ojos pegados a la pantalla—. Necesito que cierren el pico. Puedes arrestarme y golpearme todo lo que quieran, pero tengo que terminar lo que estoy haciendo.

    Sobotka guardó el arma y se hizo sitio por un lado. Crew mantuvo su arma en la mano, pero apuntó al suelo, con el ceño fruncido.

    —¿Qué está haciendo? —dijo Sobotka.

    —Hay un brote en el hospital, tengo que curarlo antes de que se propague.

    —¿Cómo ha sabido del brote? —preguntó Sobotka.

    —Me lo dijo uno de los médicos. Ahora en serio, ¡cállese para que pueda concentrarme!

    Sobotka se acercó a Crew y habló en voz baja. —¿Está diciendo la verdad?

    —Podría ser esa mujer, Anouma, que yo estaba buscando. Es amiga del Sanador. Aún así, Kolikov y una incubadora no pueden ser una buena combinación.

    Sobotka observó a Eva un momento, le parpadeaba un ojo. —Llama al hospital y mira cuál es el estado allí. No confío en ella, pero no quiero cerrar esto si puede ayudar.

    Crew asintió de mala gana y se dirigió al pasillo con su teléfono. Sobotka se agachó junto a Eva y la observó trabajar. Aún tenía un torniquete apretado alrededor del brazo y una pequeña gota caía hasta su codo. Eva estaba manipulando un pequeño frasco de sangre, buscando en el lateral de la máquina, palpando con manos temblorosas.

    —No puedo entender dónde va esta cosa… —maldijo Eva, golpeando la mesa con el brazo vendado por la frustración, y luego maldiciendo un poco más.

    Sobotka tomó el vial, miró rápidamente el lateral de la máquina, vio un puerto allí y colocó el vial hacia dentro. Oyó un fuerte clic, luego la incubadora rotó la sangre fuera de la vista y comenzó a ronronear.

    —Gracias —dijo Eva, moviendo los ojos salvajemente—. Me está costando concentrarme ahora mismo.

    Una alerta apareció en la pantalla:

    Muestra de sangre personalizada detectada.

    ¿Sobreescribir la configuración local?

    Eva aceptó el cambio y se lanzó a descifrar el código del virus una vez más.

***

    El Sanador irrumpió en la habitación de Adjobi, seguido de cerca por Anouma, y ​​se detuvo repentinamente a los pies de la cama. Adjobi se sentó, cauteloso y cansado, y más enfermo que antes mientras el Sanador sacaba otra aguja de su bolsa y comenzaba a llenarla con suero. Tenía el brazo rígido y torpe y luchaba por mantenerlo firme.

    —¿Sabes lo que es ésto? —preguntó mientras llenaba la jeringa—. Ésta es la cura para la enfermedad que me enviaste a buscar.

    Adjobi pareció sorprendido por ésto y trató de sentarse erguido. —¿De verdad? —dijo con los ojos muy abiertos por la curiosidad, pero aún así por el miedo.

    —Sí —dijo el Sanador, sacando la aguja y manteniéndola lista—. Ya ha matado a dos personas. Probemos con tres. Le clavó a Adjobi la aguja en el brazo y empujó el émbolo, y Adjobi gimió ruidosamente, se sacudió de repente, pero no pudo luchar contra la fuerza del Sanador.

    —¡No! —gritó Anouma, golpeando la espalda del Sanador hasta que él terminó, sacó la aguja y dio un paso atrás. Anouma cayó al suelo, llorando.

    El Sanador sintió una poderosa liberación, tropezó, se agarró a la barandilla al lado de la cama y se apoyó en ella, transfiriendo toda su confianza allí, toda la fuerza que había estado extrayendo desapareció de repente. Su traje le gemía al oído que estaba demasiado emocionado, pero él ya lo sabía. Adjobi miró la marca de la aguja en su brazo, la sangre goteaba alrededor y sobre las sábanas, y luego miró al Sanador con ojos tranquilos. Y luego, muy levemente, sonrió. Anouma vio a su hermano, vio su expresión y su llanto se apagó. Se arrodilló y le tomó la mano, pero él la apartó y su sonrisa se convirtió en una mueca de satisfacción.

    El Sanador tropezó y se agarró con más fuerza a la cama. —Tú no tienes vector —le dijo a Adjobi, desmayado y cansado—. Tú eres el vector.

    Anouma miró de Adjobi al Sanador y luego a su hermano de nuevo, dejó de llorar y abrió la boca, tratando de entender qué estaba pasando. —¿De qué estás hablando? —jadeó ella—. Está enfermo, fue infectado por… por otra persona… ¡él es la víctima! ¡Y lo has matado!

    El Sanador no la escuchó. Estaba observando a Adjobi y vio que el hombre enfermizo empezaba a reír, reír con tanta torpeza que le resultaba doloroso. Y luego, finalmente, cuando Adjobi se calmó lo suficiente, miró al Sanador con intensa ira. —Eres inteligente —dijo—. Pero apuesto a que llegas demasiado tarde.

***

    Crew irrumpió en la habitación, con los ojos muy abiertos por el miedo o la emoción. —Sestak acaba de pasar la orden… ¡van a gasear el hospital! ¡Tenemos que movernos!

    Eva y Sobotka se quedaron boquiabiertas.

    —¿Que van a qué?

    —Sestak teme que se produzca un brote importante en toda la ciudad. Está completamente paranoico, por lo que parece. Han sellado las puertas y el ejército se está moviendo para gasear y quemar el lugar. El capitán nos ordenó ir allí para brindar apoyo. Por si alguien logra salir.

    —¿Están locos? —gritó Sobotka poniéndose de pie con furia—. Toda esa gente… ¡hay más de diez mil personas allí!

    Eva seguía moviendo bloques, impulsando más el avance de la cura, observando cómo los anticuerpos en su sangre reaccionaban horriblemente a cada opción que le lanzaba. —Puedo arreglar ésto —dijo ella, más que nada para sí misma—. Sólo denme cinco minutos. Puedo arreglarlo y podemos detener el brote. Sólo necesito cinco minutos de silencio. Por favor.

    Sobotka miró a Crew, a quien no parecía entusiasmado por la idea. Volvió a mirar a Eva. —Tienes cinco minutos —dijo la inspectora.

    Eva asintió, luego se estremeció y golpeó con el codo hacia un lado. —¡Vete a la mierda! —gritó.

    Sobotka y Crew dieron un cauteloso paso atrás.

    —¿Qué está ocurriendo? —preguntó Sobotka.

    Eva no levantó la vista y puso los ojos en blanco mientras trabajaba. —Voy a decir algunas cosas raras durante un ratito —dijo sombríamente—. No se preocupe por eso. No durará mucho más.

    Eva ejecutó la prueba, vio las formas familiares caer y desaparecer mientras su cura descomponía el Nuremberg-6. Pero en lugar de no dejar rastros, la pantalla le advirtió:

    Conflicto de anticuerpos. Ver informe.

    Ella pinchó en la opción y quedó boquiabierta por lo que vio. —Oh, mierda —jadeó.

    —¿Qué? —exigió Sobotka—. ¿Qué ocurre?

    —La cura, deja estúpidos fragmentitos en la sangre, cosas que no hacen ningún daño. Compuestos simples. ¿Ve? Estos cuadraditos grises. No deberían afectar nada. No afectaron nada cuando ejecuté ésto antes.

    Sobotka se inclinó hacia delante, pero no podía ver lo que veía Eva. —Entonces, ¿qué es diferente?

    —Hay algo en mi sangre que no está en el perfil base de la incubadora. Tengo algo que no es estándar, o no era estándar cuando construyeron éste chisme. Algo que mi madre, Richard y probablemente ustedes y todos los demás en esta ciudad tenemos en común. ¡La cura está empeorando las cosas! Es demasiado perfecta… ¡es una trampa y caí en ella!

***

    El Sanador arrojó la jeringa al otro lado de la habitación y trató de luchar contra el impulso de estrangular al hombre. —¡Ésto no es un juego! —gritó.

    —¡No, no lo es! —gruñó Adjobi, intentando incorporarse—. ¡Ésto es demasiado triste para ser un juego! ¡Vosotros, todos vosotros preocupándoos por esta gente, con sus enfermedades caseras, confiando en Dios para poder salvarlos, para encontrarles una cura! ¡Ésto no es un juego, es una farsa! ¡Y necesitas ver por qué!

    Anouma jadeó, soltó a Adjobi y miró al Sanador con el rostro tan abrumado que no tenía expresión. El Sanador se recompuso, se apartó de la cama, tenía que concentrarse. —Tú creaste un virus, lo diseñaste brillantemente —dijo él— para que la cura, el tratamiento, fuese letal.

    Adjobi sonrió con orgullo ahora. —No fue fácil —dijo simplemente.

    —Pero no te hará daño a ti —gruñó el Sanador—. Porque a tu sangre le falta el compuesto que la cura necesita para matar. Los compuestos que sobreviven se adhieren a algo que ya está ahí y crean un nuevo virus con ellos. Uno mortal. Uno terrible. ¿Qué es? ¿Cuál es el objetivo?

    Adjobi cerró los ojos, apoyó la cabeza hacia atrás y respiró hondo. Anouma ahora estaba más lejos, luciendo sorprendida y confundida.

    —Hace cuatro años —dijo Adjobi con voz ahora más débil, distante—. Hace cuatro años conocí a una chica. Hermosa mujer, tan perfecta... tan perfecta que yo supe que debía conquistarla, casarme con ella, mantenerla cerca. Tú la conociste, Anouma. ¿Te acuerdas? ¿Nowa?

    Anouma asintió, como en un sueño.

    —Fuimos felices —dijo él, con los ojos aún cerrados—. Por un tiempo. Y entonces, un día, un día enfermó y los médicos nos dijeron: SIDA. ¿Puedes creerlo? ¡SIDA! Pero yo... no sé, éramos tan jóvenes, tan ingenuos, que pensamos que todo iría bien. Había medicinas, ¿no? Tratamientos. Los habían tenido durante años, ¿no? Estaríamos bien.

    Adjobi abrió los ojos y miró directamente al alma del Sanador. —Murió —continuó, con un susurro—. Murió de SIDA, una enfermedad muerta fuera de África, todo porque dejó de fabricarse la vacuna. ¡Ya no era vital! ¡Había nuevas amenazas! ¡Mayores amenazas! ¡Y mi Nowa murió en su cama por nada! ¡Nada más que por debilidad y avaricia y por arrojar un continente entero a los perros!

    Adjobi señaló con un dedo tembloroso al Sanador. —Una enfermedad no está muerta hasta que es borrada de la faz de todo el planeta.

    Apretó su mano en un puño, la sacudió levemente y exhaló; su largo y doloroso secreto finalmente desapareció.

    —El objetivo de la cura es la vacuna contra el SIDA —jadeó el Sanador.

***

    Rhodri la abrazó con fuerza, acariciándole el cuerpo mientras le acariciaba la oreja con la nariz. Eva ni siquiera se inmutó, estaba empujando bloques, observando las consecuencias, observando los cambios que cruzaban la pantalla. Embolia, parálisis, insuficiencia renal… iban y venían tan rápido como se movían sus manos.

    —¿Por qué no lo dejas para que podamos divertirnos un poco? —susurró Rhodri—. Puedo hacer que valga la pena.

    —Deja de parlotear. Estoy ocupada.

    Le tomó los pechos entre las manos y le besó el cuello. —Me pregunto ¿cuánto faltará para que ya no puedas ver la pantalla y seas mía para siempre? —dijo él lamiendo suavemente.

    Eva colocó un cuadrado azul en su lugar y luego llegaron los resultados...

    Advertencia:

    El paciente desarrolla fiebre leve.

    Ella sonrió, miró a Rhodri directamente a la cara y le devolvió el beso. —Di buenas noches, cabrón.

    Salió corriendo por el pasillo hasta la oficina de su madre, sacó las otras dos cajas de tubos de recambio y llegó a mitad de camino del salón cuando notó que estaban húmedos en el fondo. Se detuvo a medio camino, con la boca abierta, y vació el contenido. Los tubos estaban casi vacíos. Agrietados. Con fugas. Inservibles.

    —Oh no —jadeó mientras Rhodri la sujetaba por detrás.

    —¿Qué ocurre? —preguntó Sobotka poniéndose de pie—. ¿Qué es eso?

    —Las recargas… no tenemos más recargas. Sólo puedo hacer un lote más de estas cosas.

    —¿A cuántos puede tratar? —preguntó Crew.

    Eva bajó la cabeza, notó a Rhodri en su cuello y sintió un escalofrío. —Sólo a uno. La cura es contagiosa en su forma actual, pero es imposible contagiarlos a todos lo bastante rápido. Es simplemente imposible...

    Todos se quedaron en silencio. Rhodri la abrazaba ahora con tanta fuerza que a ella le costaba respirar. La habitación comenzó a tornarse gris a su alrededor, a desaparecer en su mente como un sueño del que estuviera despertando. Ella tropezó hacia delante, de rodillas, y Rhodri estaba delante de ella, arrodillado también, con la camisa blanca desabrochada, mordiéndose el labio y los ojos muertos brillando de alegría.

    —¿Puedes sentirlo, Eva? ¿Puedes sentir el final? Está llegando. Sé que llega. Pronto serás mía para siempre.

    —Aún me queda la última dosis. Puedo usarla y quemarte vivo.

    —No te vas a aplicar la última dosis, ¿verdad? ¿Y dejar morir a toda esa gente?

    Eva lo miró fijamente a los ojos y él la besó. Ella intentó luchar contra ello, pero era tan... tan... sintió que le devolvía el beso, sintió esas manos en sus mejillas, ese cuerpo presionado contra el suyo, y se estremeció, dejó que esos labios recorrieran su cuello.

    —¿Puedes sentirlo? —cantó él suavemente—. Hay amor en el aire...

    Y ella hizo una pausa.

    —¡El aire! —jadeó ella y le dio un empujón para llegar hacia la mesa, empujando los dedos grises y danzantes sobre el ratón táctil mientras él tiraba de su cintura, tratando de atraerla hacia atrás. Recorrió la pantalla y lo encontró abajo al final del menú "Avanzado". "Aerosolizar”.

***

    —Todo hombre, mujer y niño de Europa, América, Oriente... ¡todos son objetivos! —bramó el Sanador—. ¿Matarías a todo un mundo de personas por venganza?

    —Su sufrimiento es tan real para mí como el mío para ellos.

    El Sanador no dijo nada durante un momento.

    —Adjobi —dijo Anouma, acercándose—, tú no pudiste…

    —¿No? —replicó su hermano, lanzándole una mirada gélida—. ¿No? ¡Temería con gusto el veneno que hice si eso significara haber estado protegido como los demás en esta miserable ciudad! ¡Me estoy muriendo de SIDA, Fanta, y no hay nadie en el mundo que me ayude! ¡Oh, yo cree el gatillo, pero ellos crearon el arma! ¡Que se quemen, digo yo! ¡Que se quemen todos!

    El temperamento del Sanador estalló de repente. Estrelló uno de los monitores cardíacos contra la pared con tanta fuerza que su carcasa se hizo añicos y arrojó los restos al suelo salvajemente. —¡Me hiciste tu cómplice! —gritó el Sanador—. ¡La sangre de Kwong también estaba contaminada! ¡Creaste una trampa y me dejaste envenenar a mi propia gente!

    Adjobi se rió un poco, miró al Sanador, nuevamente enfermizo. —No te preocupes —dijo—. No estás solo. He estado trabajando para esto durante meses.

    Anouma jadeó, temblando. —¿Qué quieres decir? Pensé que estábamos aquí para ayudar, Adjobi… pensé que estábamos...

    —Oh, lo estábamos. Y al principio yo era como tú, Fanta. Pensé que ésta era la vocación más noble del mundo. Sabía que se me acabaría el tiempo, pero quería morir haciendo algo bueno por el mundo. No me arrepiento. Pero un día conocí a un hombre con una misión diferente. No se contentaba con tratar sólo los síntomas, quería reducir los virus aquí, en el campo. Trabajamos juntos, este Daniels y su socio. Encontramos cosas que nadie más vería durante meses y las arreglamos, Fanta. Salvamos tantas vidas. Él tenía una incubadora, y cuando aprendí a usarla, me di cuenta de que la tenía en mi poder para curarme el SIDA, para parchear tu sangre y salvarnos a ambos. Daniels era un ejecutivo farmacéutico, por lo que tendría acceso a las vacunas. Le pregunté una y otra vez, y finalmente me dijo que no podía ayudar... que no quería ayudar, porque lo atraparían y toda nuestra operación se desmoronaría.

    El Sanador inclinó la cabeza, vagando. Anouma retrocedió aún más, aterrorizada.

    —No podía soportarlo, Fanta —continuó Adjobi—. No soportaba que él tuviera la cura ahí, a su alcance, y me la negara. Era demasiado. Así comencé a aprender la segunda función de la incubadora, aprendí a mezclar mal los compuestos, aprendí a crear venenos a partir de vacunas. Al principio obtuve resultados defectuosos, pero aprendí y mejoré. De sus agentes en el exterior tomé sus compuestos y les hice sutiles ajustes. Rompí sus soluciones y las envié de regreso, listas para matar. Luego vinieron a mí y me preguntaron: "¿Cómo pasó esto, Adjobi? ¿Cómo salió tan mal?", y yo alegué ignorancia, dije que todo había salido bien la última vez que había visto los archivos. En realidad, esperaba que Daniels hiciera lo que prometió, que enviara mis curas a la base de datos de su empresa y las distribuyera por todo el mundo en uno de esos refuerzos olvidados de Dios. Piensa en la carnicería. ¡Piensa en la justicia!

    —¡Eso no es justicia! —rugió el Sanador, tambaleándose hacia atrás—. ¡Eso es genocidio!

    —¡Oh, qué enriquecedor viniendo de ti! ¡No soy ni la mitad de monstruo que tú! ¡Aun cuando el brote de la planta de abajo reclame a la mitad de la ciudad, mi conciencia es como nieve intacta comparada con la tuya!

    —El brote —jadeó Anouma—. ¿Lo causaste tú?

    —No es una larga caminata hasta el cuarto de suministros, Fanta —sonrió Adjobi—. Y lo único que se necesita son unos pocos mililitros del virus para que funcione. En el café de un compañero de trabajo, un pellizco en el brazo, un pinchacito en la bolsa intravenosa.

    Anouma bajó la cabeza, llorando ahora.

    —Se suponía que todo esto iba a tomar un camino muy diferente —dijo Adjobi, suspirando—, pero sabía que se me estaba acabando el tiempo y la doctora Kolikov vio en mi trabajo la firma de aquellos tontos de la universidad. Los que contraté para cubrir las huellas, y ellos la condujeron directamente hacia mí. Ella empezó a investigar… Tuve que cambiar las cosas. Lo admito, tenía miedo de no poder llevar ésto hasta el final… pero no esperaba recibir un regalo como tú —le dijo al Sanador, quien lo miró fijamente, harapiento—. Tú me diste una oportunidad única de convertirme en un vector muy poderoso —sonreía ahora incontrolablemente—. Espero vivir para ver la cura —dijo fingiendo su voz anterior, más débil—. Oh, cuánto rezo por ver la cura.

    El Sanador se apartó de la cama, miró a Anouma y luego de nuevo a Adjobi. Vaciló, cayó de rodillas, se dobló hacia adelante, pero se aferró a las barandillas de la cama, se levantó y deslizó la bolsa azul sobre la cama.

    —Ya estoy listo —dijo Adjobi, levantando el brazo hacia el Sanador—. Termina tu deber antes de morir, Sanador. Estoy listo para irme.

***

    El coche derrapó de lado en la curva, casi chocando contra un poste de luz, Crew dio un furioso volantazo y pisó el acelerador para volver a la carretera. El hielo salió disparado del parabrisas y entró en los edificios que los rodeaban, chocando con una niebla brillante.

    —¡Más despacio, idiota! —gritó Sobotka, agarrando desesperadamente la puerta del asiento del pasajero.

    —¡Es noviembre! —gritó Crew—. ¡No me detengo hasta enero!

    Entre ellos, Eva estaba sentada, doblada, con las manos a los lados de la cara, tirando locamente de su piel hacia abajo. Rhodri estaba acurrucado a su espalda, moviendo con fluidez los brazos sobre su cuerpo, la boca sobre su piel, en todas partes, expuesta o no, atrayendola hacia el gris otra vez. Ella tembló, murmuró en su regazo, suave y urgente.

    —Está todo en mi cabeza. No es real, sé que no es real.

    —¿Estás segura? —preguntó Rhodri suavemente mientras le lamía el cuello—. A mí me parece real.

    —Estás muerto. Te maté y estás muerto.

    —Richard dijo que todavía estaba vivo. Y que voy a por ti. Deberías estar feliz…

    Él la abrazó con más fuerza y ​​ella sintió calor, se estremeció, echó la cabeza hacia atrás y dejó que él le besara los hombros, el cuello, sintiéndose tan cálida... Cerró los ojos con fuerza para alejarlo. No oía nada más que a él, pero se negaba a perder de vista el mundo que la rodeaba.

    El coche avanzó a toda velocidad, giró otra curva y lo vieron: barricadas más adelante. Cuatro soldados enmascarados vigilando la entrada del hospital. Sobotka hizo una mueca. —¿Hay otra manera de entrar? —preguntó ella.

    —Sí —dijo Crew, cambiando de marcha—. Más rápido.

    Los soldados no tuvieron tiempo de reaccionar. El Aston-Martin atravesó la barricada monobarrera lanzando maderas y luces amarillas en todas direcciones. Crew no miró por el espejo para ver lo que había hecho, simplemente pisó a fondo el acelerador y se lanzaron hacia la antigua entrada de emergencia, derrapando en un gran arco y deteniéndose justo al lado de las puertas.

    Sobotka se dio un golpe en la cabeza contra el bastidor del coche por la inercia y miró a Crew con los ojos muy abiertos. —No vuelvas a hacer eso.

    Salieron del coche y oyeron gritos a lo lejos mientras los soldados los perseguían, agarraron a Eva del brazo y la empujaron hacia el vestíbulo. Crew señaló las grandes puertas de madera, envueltas con cinta amarilla y con un candado en las manijas.

    —¡Mierda, son competentes de repente! —maldijo él.

    —¡Atrás! —gritó Sobotka, sacó el arma, apuntó y el candado explotó en las puertas.

    Crew los abrió de un empujón, tropezó con una masa de pacientes histéricos y moribundos, todos saltando de sus camas, tratando de escapar, desmoronándose ante las imágenes y los sonidos de sus peores pesadillas. Sobotka se tambaleó hacia atrás y vio a una enfermera agitarse desesperadamente mientras cinco figuras ensangrentadas intentaban arrastrarla a una habitación lateral, gimiendo como locas.

    Bastien corría en estampida hacia ellos, con la máscarilla casi fuera del rostro y cortes sangrientos en las mejillas. —¡Locos! ¡Salgan de aquí! ¡No es seguro!

    Crew lo detuvo antes de que el viejo doctor pudiera alcanzarlos. —Van a incendiar este lugar, doctor. Usted lo sabe, ¿verdad?

    Bastien apenas registró la noticia, asintió gravemente. —Si es necesario, estamos listos para hacer ese sacrificio.

    —¡Bueno, pues yo no! —gritó Sobotka, y entonces un paciente tambaleante la arrojó al suelo.

    Eva tropezó hacia adelante, Rhodri le tiró de los pantalones y ella lo apartó de un puñetazo, pero falló. Ella jadeó, viendo a medias el desorden en la habitación. Un lunático como la bestia de la universidad se abalanzó sobre ella y ella lo golpeó en un lado de la cabeza y, a diferencia de Rhodri, él se desplomó y se alejó corriendo. Ella cayó de espaldas y sintió que Rhodri se subía encima de ella, se inclinaba sobre ella y le separaba las piernas con los pies.

    —Nunca tuvimos esa última tarde libre —le dijo Rhodri, con voz tranquila, pero más fuerte que el caos que los rodeaba—. Aunque ahora es tan buen momento como cualquier otro...

    Eva intentó apartar la cabeza, pero él le sujetó la mandíbula con las manos, le golpeó el cráneo contra el suelo una vez mientras la besaba, arañando furiosamente y reteniéndola como rehén. Ella luchó, pero él le inmovilizó la mano, le mantuvo las piernas abiertas, y ella no podía ganar, no podía… no…

    ... ella los vio.

    —¡Sobotka! —gritó Eva a través de Rhodri, a través de todo, aunque no podía ver nada más que a él—. ¡Los ventiladores! ¡Usa los ventiladores!

    Sobotka pasó junto a Bastien, corrió hacia la fila de interruptores junto a la puerta y los activó todos. Las luces de arriba cobraron vida, bañándolos en un cálido resplandor... y luego, lentamente, chirriando, todos los ventiladores del techo comenzaron a moverse... girando cada vez más rápido. Eva sacó del bolsillo el contenedor, luchando contra el fuerte agarre de Rhodri, lo sostuvo con una mirada temblorosa hacia Crew, quien mantenía una distancia incómoda, sin entender lo que estaba viendo. Eva empujó a Rhodri, lo derribó y levantó aún más el contenedor.

    —Deprisa… —susurró ella, y Crew tomó el tubo.

    —¡Sobotka! —gritó Crew, desenroscando la tapa del contenedor, con las manos temblorosas—. ¡Listo!

    —¡Ya! —exclamó Sobotka, y él arrojó el recipiente al aire, sobre las camas, al centro de la habitación. Sobotka lo observó flotar, casi ingrávido, durante lo que le pareció una eternidad. Y entonces, como un diente de león en el viento, el polvo blanco del interior comenzó a fluir hacia el aire.

***

    El Sanador dio un débil paso atrás.

    —¡Mátame! —gritó Adjobi—. ¡Estoy muerto de todos modos! ¡Hazlo!

    El Sanador se estabilizó, agarrando con la mano la bolsa azul, el suero mortal. Miró fijamente a Adjobi.

    —No —dijo, y el enfermo se quedó helado—. La misericordia no es mi comisión.

    Adjobi empezó a avanzar, pero el Sanador lo empujó de nuevo a la cama con una mano ensangrentada, repentinamente fuerte otra vez, repentinamente dominante. Terrorífico.

    —Morirás aquí en esta cama, tan lentamente como te lleve tu enfermedad. Ya no seré un instrumento en tu juego. ¡No seré un instrumento para las fantasías lunáticas de nadie!

    Anouma dio un paso hacia él, le tendió la mano, se detuvo...

    —Morirás. Tu fin llegará lenta y dolorosamente, y no habrá nada que puedas hacer para aliviar tu sufrimiento. Porque cuando todos tus cuidadores estén muertos y enterrados por la carnicería que causaste, no quedará nadie para ayudarte.

    Y dicho esto, el Sanador se giró y caminó hacia la puerta. Escuchó un rápido sollozo y luego Anouma corrió tras él y lo alcanzó en el pasillo. Ella le puso una mano en el hombro y él se dejó girar.

    —Debo advertir a mi gente sobre la sangre de Kwong —jadeó él, vacilante—. No puedo soportar tus lágrimas ahora.

    Ella lo miró con mucha tristeza. Le puso una mano sobre el pecho, bajó la cabeza y le susurró—. Lamento lo que hizo mi hermano. Lo lamento mucho…

    El Sanador respiró hondo y el dolor en todo su cuerpo se apoderó de él como un vicio. —Tú no eres su amo —dijo él—. No dejes que él sea el tuyo. Debo irme ahora, antes… antes de que…

    Resbaló y cayó al suelo, su visión se oscureció.

***

    El polvo captaba la luz mientras caía en remolinos por la habitación. Eva lo vio a través del fuerte abrazo de Rhodri, y sonrió, respiró profundamente, olió su sudor, el olor de ese verano en Nuremberg.

    Él la vio sonreír y su expresión cambió, más enfadada, trastornada. Le rodeó la cara con una mano insensible y le levantó la cabeza del suelo, mientras su otra mano la acariciaba suavemente. —¿Te gusta ésto? —preguntó él— ¿Es ésto bueno para ti?

    —Sí… —susurró ella—. Sí, es bueno.

    Él le estrelló la cabeza contra el suelo y se inclinó hacia ella. —Entonces ¿por qué me dejaste? ¿Por qué me mataste, Eva? ¿Por qué?

    Él la golpeó de nuevo, pero el dolor pasaba a través de ella y Eva empezó a reír. Las manos de Rhodri se estaban debilitando y su rostro era menos opaco. Él también lo notó, le agarró la cabeza con ambas manos y se acercó, furioso, con la nariz tocando la de ella.

    —¡Eva! —dijo enfurecido, y de repente su expresión cambió. Desesperado, asustado, solo… se puso a llorar, le acarició las mejillas suavemente, apoyó la cabeza en su pecho, abrazándola, abrazand...

    —Eva, por favor… por favor, te amo. Por favor, no hagas esto... por favor, no...

    Ella permaneció allí, inmóvil, sintió esas manos disolviéndose, esas respiraciones más débiles, ese peso sobre ella derritiéndose.

    —Eva, te amo… te amo… —dijo él; su voz, un susurro.

    —Lo sé —dijo ella—. Yo también te amé.

    En ese momento, un paciente cayó sobre ella, con las piernas aplastándole las costillas y ella rodó hacia un lado, el sonido de la habitación volvió con toda su fuerza. Los gritos habían sido reemplazados por gemidos silenciosos, llamadas de dolor y fuertes órdenes del personal médico mientras corrían por los pasillos, poniendo las cosas en orden. Eva se puso de pie, tambaleante, y Sobotka la agarró por debajo del brazo.

    —¿Estás bien? —preguntó Sobotka, y Eva asintió.

    —Tardará un tiempo en desaparecer por completo. Más la fiebre. Pero estoy bien. Gracias.

    Crew se acercó, apartando de su camino a un paciente manchado de sangre. Inspeccionó los daños. —Así que, supongo que funcionó —dijo él—. Hemos reducido un nivel el desastre.

    —Supongo que sí —sonrió Eva—. Si vuelven a ver al Sanador o a la Dra. Anouma, denles las gracias de mi parte.

    Crew asintió estando de acuerdo, mirando hacia el fondo de la habitación. Su mirada volvió a Eva, al mismo tiempo Sobotka la soltó, frunciendo el ceño seriamente.

    —Ellos —dijeron juntos.

***

    El Sanador se puso de pie, tambaleándose hacia adelante, Anouma lo equilibró hacia atrás o trató de ayudarlo, o… él tropezó de nuevo. Luego, al final del pasillo, dos luces se enfocaron en él. Él no podía entender las palabras, pero sabía lo que significaban. Se quedó completamente quieto, balanceándose ligeramente.

    Anouma los llamó en checo. Le gritaron algo y ella les tendió ambas manos, pero se la llevaron a rastras.

    A él lo agarraron por la parte trasera del traje y lo arrojaron de cara contra la pared. Le patearon las piernas y cayó de rodillas, con los brazos levantados (tosió con un grito ahogado cuando le movieron el hombro) y escuchó el sonido de un arma haciendo clic detrás de su cabeza. Hubo más conversaciones, las de Anouma y la de la mujer armada, y un hombre más profundo y enojado. Anouma estaba frenética en su lengua extranjera: les estaba contando todos los actos que él había cometido, todos los asesinatos, sobre la difícil situación de su hermano. Él parpadeó lentamente y estuvo a punto de caer.

    —Perdónenme —dijo él en voz baja en su idioma nativo—. Que queden generaciones futuras que maldigan mi nombre… por favor…

    Y entonces el Sanador sintió otro agarre bajo el brazo, lo levantaron del suelo, lo giraron hacia las escaleras y lo empujaron tan repentinamente que cayó al suelo, con su cuerpo explotando de dolor, fue como si le hubieran disparado de nuevo. Se quedó allí un momento, su traje era ensordecedor. Pero ahora el silencio era diferente. Oía su propia máscara, oía las respiraciones que tomaba, pero nada más. Los sonidos de los dos policías eran distantes, se estaban desvaneciendo y, cuando abrió los ojos, sus luces también se habían apagado. Se quedó tendido en la oscuridad y sintió los latidos de su corazón.

    Y cuando volvió a parpadear, Anouma estaba inclinada sobre él, con la mano en su espalda, frotándolo suavemente. Ella tenía los ojos húmedos, pero la expresión de su rostro no era de disgusto… preocupación. ¿Preocupación?

    —¿Puedes caminar? —preguntó ella en voz baja.

    Él asintió lentamente.

    —Les dije —dijo ella con la voz entrecortada, saliendo a regañadientes su terrible confesión—. Les dije que debían advertir a su gente sobre el virus de Adjobi. —Se mordió el labio, intentó no llorar, se negó a mirar hacia la habitación de su hermano—. Les dije por qué.

    Ella lo ayudó a ponerse de pie y él se dirigió hacia las escaleras, resbalando en su propia sangre. Él tropezó de nuevo, y ella trató de agarrarlo, pero el peso era demasiado, y él cayó, se golpeó la cara en el suelo… la escuchó a su alrededor, llamándolo de regreso, pero su visión se volvió borrosa, resonó suavemente, y la oscuridad, lentamente, se lo llevó.

PARTE 5

1 de Diciembre

Capítulo 51

    Fuera de Praga, República Checa

    1 de diciembre

    En el borde del campo había una vieja valla de madera, un conjunto de troncos astillados apilados uno encima del otro, marcando una frontera pasiva que ya nadie respetaba. La nieve estaba intacta, suave y perfecta, de un color azul claro en el tono de un perfecto día de verano. Del tipo que parecía tan extraño ahora.

    El cielo invernal estaba gris y las nubes desaparecían lentamente hacia el oeste. Y a lo lejos, junto a la ciudad, el humo se elevaba hacia arriba, fuera de la vista.

    Eva observó la escena un rato más, el frío en sus mejillas helaba el vendaje que ahora llevaba. Entornó los ojos ante la claridad del día y se acomodó la mochila sobre un hombro. Se metió la mano en los bolsillos, sacó los guantes y se los puso; la gruesa lana le hormigueaba en las yemas de los dedos como una ola de agujas.

    Volvió a mirar a Sobotka y a Crew, el coche de ambos seguía ronroneando silenciosamente detrás de ellos, con el parabrisas empañado.

    —Gracias por el paseo —dijo ella sonriendo débilmente.

    Sobotka no miró a los ojos, miró a lo lejos como si hubiera algo que ver. Resopló ruidosamente, incómoda. —Cualquier cosa con tal de sacar a los criminales de la ciudad —dijo ella, luego la miró y sonrió. Detrás de ella, Crew tiritaba y pisoteaba la nieve, tratando de mostrar una indirecta. El aliento le salió de la boca como humo.

    —¿Qué fue de Pyotr? —preguntó Eva.

    —¿Quieres que te lo traigamos?

    Eva lo pensó, sonrió. —No, no, está bien.

    —Es lo que me imaginaba —resopló Sobotka—. Además, en la prisión en la que se encuentra, ahora es la novia de otra persona.

    Crew se rió.

    Sobotka metió la mano en su bolso y sacó una bolsa de papel marrón, cerrada con cinta adhesiva en la parte superior. Se la entregó a Eva, dudosa. —¿Seguro que no necesitas nada más? —preguntó ella—. Creo que te debemos más que ésto.

    Eva sostuvo la bolsa con firmeza y ​​se encogió de hombros. —Creo que podemos decir que estamos en paz —dijo ella dando un paso atrás.

    Sobotka asintió, se giró y condujo a Crew hacia el coche. Se detuvo, miró por encima del hombro y vio a Eva alejarse hacia los campos nevados.

    —¡Cuídese, señora Kolikov! —gritó Sobotka—. ¡Es usted más útil de lo que parece!

    Eva no dijo nada, sólo sonrió.

    Cuando el sonido del coche se alejó del fondo, Eva volvió a abrir la bolsa y sacó el contenido, mientras caminaba por las vías del tren en dirección a una granja lejana. Estaba todo ahí y ella asintió felizmente.

    Un cuaderno de bocetos, algunos lápices. Una foto de su madre. Una guía para principiantes sobre cómo cultivar sus propios alimentos.

***

    —Hogar a Verde Cuatro —llegó la voz, un crujido lejano entre la cascada estática—. Su señal es débil, Verde Cuatro.

    —Mi traje está dañado.

    —¿Cuál es su estado? ¿Ha localizado el LS-411?

    Estática.

    —El LS-411 era una trampa.

    —Verde Cuatro, por favor, repita.

    —Era una trampa. Mis muestras anteriores también están contaminadas. No emita tratamientos para esas muestras.

    Estática.

    —Verde Cuatro, nuestros ingenieros descubrieron el defecto en sus muestras anteriores. Fueron descartadas.

    Viento.

    —Verde Cuatro, ¿cuál es su estatus? ¿Puede hacer el viaje de regreso?

    Frío. Un frío intenso.

    —No —dijo él—. He terminado.

    Y antes de escuchar más, dejó caer el teléfono a la nieve y continuó su camino.

FIN