Créditos

    Gángster (versión en español)

    Obra Original: Gangster

    Copyright © 2012 de M. Jones, CC-BY-NC-SA, bloodlettersilk.com.

    ISBN 978-1-926959-18-4

    Publicada gratuitamente por 1889 Labs Ltd en Smashwords: Gangster..

    Traducción y Edición: Artifacs, octubre 2020.

    artifacs.webcindario.com

    Diseño de portada original: MCM

Licencia Creative Commons

    Esta versión electrónica de Gángster se publica bajo Licencia CC-BY-NC-SA 4.0 https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/legalcode.es

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Sobre la Autora

    

    M. Jones es una escritora canadiense que ha estado publicando en muchas partes, tanto online como en papel, e hizo su primera incursión en el medio experimental de las series web con 314 Crescent Manor (314 Mansión de la Media Luna).

    Los renqueantes muertos se han alzado y caminan por ahí, especialmente en la novela de M. Jones, Frankie And Formaldehyde (Frankie y el Formaldehído), disponible en Smashwords.

    El Horror Experimental que fusiona ciencia ficción, suspense, drama y un buen susto son las herramientas de trabajo de M. Jones.

    Ese fuerte sonido oído en las plantas de arriba de una semiapartada casa son los roces de envenenadas puntas de cuchillo sobre una vieja máquina de escribir Olympia. Las letras golpean la página en blanco como dientes castañeando.

    Nunca leas por encima de su hombro.

    Puedes saber más sobre M. Jones y su obra en su web: bloodlettersilk.com o en twitter: @pinkbagels.

Obras de M. Jones

    • Silk And Feather (2002)

    • 314 Crescent Manor (2010)

    • Frankie & Formaldehyde (2010)

    • The Aorta Block (2010)

    • Black Wreath (Open Grave Mysteries (Book 1) (2010)

    • A Bone to Pick (2010)

    • Westmarket (2012)

    • Gangster (2012)

    • Elevator (2012)

    • In Absentia (2014)

    • Harry Watson

    • Tenderized

    • A Case of Bad Diction

Dedicatoria

    Queridos Sr. Hitchcock y Sr. Price:

    Mi madre nos presentó.

    Lo que ocurre en estas páginas es definitivamente culpa suya.

Gángster

por

M. Jones

Capítulo 1 - El Recado del Tonto

    "Perdóneme Padre. Es una imposición para usted, lo sé, pero no sé a quién más acudir. Ella está completamente fuera de control."

    "No soy una niña," le recordó la veinteañera a su padre. Pero él mantuvo el agarre tenso en el brazo de su hija, sus perlas de seda colgaban cerca de su cintura mientras ella luchaba por liberarse.

    La capilla estaba bañada en lúgubres tonos grises y las tres personas eran los únicos ocupantes en las tinieblas. El sacerdote se movía de un pie a otro, inseguro de cómo proceder. Este no era el curso de acción correcto para un padre, especialmente cuando la chica descarriada en cuestión había dejado largo tiempo atrás la edad de la disciplina. La repentina llegada de disturbios domésticos había arruinado sus planes para la noche y él odiaba estas sorpresas inesperadas. Esto era de esperar, pero él no había aprendido a dejar de intentar comprender las motivaciones de estas criaturas. Aunque en la superficie cada detalle parecía muy importante para ellos, sus constantes dilemas éticos siempre demostraban ser nada más que un molesto gimoteo en su conciencia.

    "Actúas como una mocosa mimada, pues eso es lo que eres. Una achicada golfilla. Nunca debí haber escuchado a tu madre. Un buen latigazo con un cinturón nunca ha hecho daño a nadie en la vida."

    "Ninguno de ti," sonrió ella burlona. “Como si alguna vez hubieras tenido la fuerza para ponerle la mano encima a alguien. Tú y tus resuellos y tus raquíticos huesos."

    Este padre, por ejemplo, conocía desde hacía mucho tiempo los problemas que causaba su negligenciada hija y, sin embargo, allí estaba él, pidiendo la ayuda de un extraño cercano para guiarla por el buen camino. Según él lo entendía, la existencia de su hija debía ser conducida. Del lugar de donde venía el sacerdote no hacía falta hacer estas preguntas. Uno seguía un camino que estaba claramente trazado y cualquier desviación del mismo se tramitaba velozmente.

    El padre tosió temblorosamente en el puño, sus húmedos ojos fijados en una súplica sobre el hombre con túnica ante él. "Estoy en el final de mi ingenio, Padre," admitió. "Es cierto, no soy un hombre fuerte. Nunca he visto un día de salud desde que nací. Mis pulmones no funcionan correctamente y mi sangre es delgada. Pero he hecho lo mejor posible por mi familia y tengo un buen empleo, no el mejor empleo, pero uno que nos mantiene cómodos." Sacó un pañuelo del bolsillo y, temblando, se limpió la nariz con él antes de volver a colocarlo en su lugar habitual, hundido en el gastado forro de la chaqueta del traje. "No entiendo cómo ha sucedió esto."

    El sacerdote asintió con la cabeza en lo que esperaba fuese una adecuada aproximación a la comprensión del sabio. "No podemos elegir nuestras cargas."

    "No, no podemos. Y tenemos en abundancia, mi Martha y yo. Con mis pulmones enfermos y mi sangre acuosa y... y esto." Fijó una mirada en la postura perezosa de su ignorante hija, quien por fin se había liberado de su agarre para hundirse en un banco cercano. "No nos hace bien tenerla así, en absoluto. Martha tiene un corazón terrible y esta no tiene reparos en romperlo día tras día. Es una chica rebelde, obsesionada con las fiestas y la bebida del diablo. Puede que nosotros no tengamos mucho, pero le aseguro que ella viene de un buen hogar temeroso de Dios. Mi Martha y yo le hemos dado el mundo, lo poco que podríamos ofrecer." Su voz tembló cuando la miró. "¡Así es como ella nos paga, pateando las calles como una vulgar ramera!"

    "Yo no diría que soy vulgar," respondió ella arqueando la delgada línea dibujada en su frente.

    Su padre volvió a sacar el pañuelo y se secó el sudor del cuello mientras su respiración agitada meneaba la nuez de Adán con un ritmo ahogado e irregular. "Has sido la decepción misma, Clara."

    "¿Que yo he sido una decepción?" espetó incrédula.

    Sus ojos, de color verde oscuro y densamente rodeados de kohl, estudiaron al sacerdote con feroz apatía. Este luchó contra el impulso de dar un paso atrás, una señal segura de que ya había perdido terreno. Debía mostrarse fuerte en presencia de ella, aunque sólo fuese por el largo sufrimiento de su padre.

    "Sacerdote," dijo ella con sus labios rojo rubí lamiendo el borde del título. "Tú no eres sacerdote. Sin cuello blanco, sin cruces, sin campanas, libros ni velas para mantener a raya al diablo. La gente elegante te llama Padre, Padre." Sus ojos de oscuro rímel se entornaron. "Yo sé que nunca tuviste uno."

    "Va hasta arriba de bebida," farfulló su padre a través de su pañuelo.

    "Por favor, estoy lo bastante sobria como para saber cuándo hay un perro tumbado frente a mí." Jugó con sus perlas, sus labios capturaron un trío de ellas y las tiñeron antes de apretarlas con cuidado entre los dientes. Su voz era infantilmente amortiguada mientras hablaba. "Este solo es un impostor chiflado, papi. No debes creer una palabra de lo que dice."

    Su enfermizo padre juntó las manos sobre su pañuelo sucio, su voz era débil y temblorosa, tan severa como sus hombros. “Soy un hombre de fe. Usted expulsará este mal de ella de una forma u otra." Tiró del sacerdote hacia un lado, exhalaba el aliento en asquerosos jadeos al susurrar: “Ella siempre fue un poco salvaje, un poco difícil, incluso cuando era niña. Ella…. Algunas cosas que hizo estuvieron muy, muy mal, pero uno no piensa en ellas. Una descortesía con el hijo de un vecino menor que ella. Algo cruel hecho a un perro. No puedo hablar de ello, tiene que entenderlo. Se lo prometí a mi pobre esposa. A ella le pesaría el corazón que yo haya sugerido siquiera... "

    "Papi, ¿vas a esperar aquí toda la noche o vas a ir a casa a descansar?"

    Ella se levantó del asiento y caminó despacio hacia ellos, largos brazos extendidos para descansar pesadamente sobre los débiles hombros de su padre.

    "Vete a casa, papi," dijeron sus húmedos labios pintados, con su ardiente forma extrañamente remilgada mientras ella entregaba la promesa de cuidados. "Yo estaré bien aquí, lo sabes."

    Él continuó secándose el sudoroso cuello con el pañuelo. "Sí, Sí, lo sé. Esta es una buena elección, querida mía. El buen Señor prevalecerá, lo sabes."

    "Claro, papi," dijo ella antes de dejarle una huella de labios pintados en la mejilla. Le dio una palmada en el hombro. "Vete a casa con mami. Asegúrate de que se toma la medicina."

    "Lo haré," dijo él sonriendo y asintiendo con una débil esperanza. "Eres una buena chica, Clara, bajo toda esa podredumbre pintada." Saludó con la cabeza al sacerdote. “Escucha lo que el Padre tenga que decir. Él te guiará bien."

    Con eso, se marchó, su respiración jadeante le siguió hasta el callejón. Una fina capa de vapor se elevaba desde la boca de alcantarilla cerca de la entrada de la capilla. El vapor oscureció al anciano entre una niebla humeante. El sacerdote parpadeó dos veces y la temblorosa silueta del padre de la chica desapareció.

    Afuera, la ruidosa juerga de los asistentes a la fiesta surgía desde las profundidades subterráneas de un bar clandestino cercano. Era el bar del que la habían expulsado. Una botella marrón se había estrellado con una pared de ladrillo. La risa, cruel y contagiosa, había resonado tras ello, seguida de pisadas corriendo, persecución ahogada y puños encontrando huesos.

    El sacerdote giró hacia la chica, su túnica negra llegaba hasta los tobillos. "Me has puesto en gran desventaja al venir aquí."

    “¿Qué opción tenía? Papi vio la luz encendida en la capilla y me arrastró aquí dentro. Es culpa tuya."

    Se puso una blanca perla entre los dientes y la mordisqueó suavemente mientras él paseaba ante ella. Ella mantuvo la perla flotando sobre su sonrisa de marfil, sus largas uñas pintadas cercaban la nacarada circunferencia.

    “La fiesta solo acaba de empezar, también. Deberías pasarte. Los paisanos de allí dentro fliparían en colores al ver que eres un hombre de hábito."

    "Elegí esta apariencia por una razón," le recordó él lacónicamente. "Me proporciona anonimato."

    Ella se burló. “No por mucho. Eras un asesino bastardo no hace dos semanas y, francamente, la muerte te queda mejor."

    Sus ojos oscuros se enfocaron en él, dándole la inquietante sensación de que estaba retirando la piel prestada, revelando la gelatinosa criatura viscosa que había bajo los tendones y la carne casi atrofiados.

    "No tienes buena pinta." Dejó que sus perlas cayeran hasta su cintura. “Pareces como enfermo. No será contagioso, ¿verdad? No será una enfermedad alienígena que acabará con la humanidad o alguna mierda de esas... Asqueroso. Agh.. me da escalofríos."

    "Difícilmente." Él se secó la frente prestada con la larga manga de su atuendo religioso. “Necesito sustento. Minerales. Un puñado de arena podría ocuparse de mí durante un prolongado período de tiempo."

    "Hambriento." Ella sonrió, y era una sonrisilla depredadora, una que él había llegado a despreciar inmensamente. “Pero no de la comida adecuada. Eres una muy chirriante rueda en necesitad de un buen lubricado. No te preocupes, espera un poco más. Conseguirás lo que necesitas, lo prometo."

    Él se erizó ante esto, su líquido cuerpo interior se agitó bajo el disfraz humano. El dolor del movimiento le hizo estremecerse.

    "Me dices mentiras."

    "Yo, nunca."

    "Una mentira tras otra. Nunca había conocido a una criatura que fuese tan rápida en despreciar la verdad. No puedo confiar en nada de lo que dices. Cuando dices que tienes lo que necesito, sé que eso significa que estás ofreciendo una promesa vacía."

    "¿Te parece esto una promesa vacía?" preguntó ella y sacó una latita familiar del bolso.

    Él odió el modo en que solo la forma del objeto le hizo sentir. Un pulso lento y anhelante rebotaba por todo su ser, haciendo que la cáscara seca de su piel prestada se astillara y se descascara por el roce con la túnica negra. Él no debía aceptarlo, porque Clara no ofrecía nada sin un gran precio que pagar más tarde. Pero estaba cansado y ya habían pasado dos semanas. Este cuerpo se estaba secando. No podía soportar sufrir más de lo necesario.

    Le arrebató de las manos la cuadrada lata de metal y rápidamente la guardó bajo la túnica. La disfrutaría más tarde. En paz.

    "De nada," dijo ella encogiéndose de hombros.

    Él la ignoró y centró la atención en la ventanita a nivel de la calle que permitía una buena vista del establecimiento de al lado. El quejumbroso lamento de una trompeta marcaba una marcha de muerte para la desmayada multitud del local: vestidos relucientes y pulidas perlas meciéndose a su ritmo fúnebre. Langley, el trompetista, estaba de un humor extraño esta noche. El sacerdote apoyó la cabeza en el frío vidrio de la ventana, asimilando las notas lentas y miserables. No había nada como esto de donde él venía. Nada de esa espontánea tristeza que invadía lugares de alegría.

    No podía articular bien la sensación que le producía, barbilla apoyada en el frío cristal, el cuerno de Langley lleno de dilapidadas almas. Él cerró los ojos y se permitió perderse en su etérea hipnosis, las largas y desgarradoras notas le arrastraban de regreso a su hogar. Su vida había sido como ese plañidero lamento. El tiempo no había significado nada, sin tic-tac del reloj, sin minutos contados en mezquinos segundos. Solo un interminable flujo de tonos tristes y brumosos, de momentos fantasma.

    "Ni siquiera yo tuve tanto para beber," dijo Clara arruinando su ensueño.

    Ella se tumbó con las piernas extendidas sobre el banco más cercano a él y apoyó la cabeza en una Biblia abierta, usándola como almohada. Era poco probable que ninguna de las palabras que aplastaba su mejilla se le filtrara por el cráneo y se mezclara con su alma.

    "Langley rompió con su última captura. La pilló montándoselo con la parroquia local—no tú, por supuesto. Escucha esas notas quejumbrosas. Como si a nadie se le hubiese roto el corazón excepto a él. Como si el resto de idiotas como nosotros fuésemos inmunes." Se llevó las perlas a los dientes y el clic de su circunferencia blanca resonó en las sombras oscuras de la capilla. "Aún así, pobre Langley. Tendrá que hacer sonar su propio cuerno durante un tiempo."

    Otra botella marrón salió volando por una puerta abierta y entró en el callejón. Explotó contra la pared de ladrillos de enfrente. Estratos de la metralla de la juerga se apilaban sobre la agrietada calle de cemento.

    "Lo van a cerrar," dijo él. "Se está volviendo demasiado obvio."

    "Como si no hubiesen pagado a los polis," se burló ella. “Me pregunto si no estará el local lleno de ellos. Cada porra de la manzana estará ahí dentro llenando el depósito con la transfusión del diablo. Yo misma debería estar allí, pero tristemente aquí me encuentro, aburrida. Contigo."

    Su rostro estaba pálido en la cercana oscuridad de la capilla, ojos oscuros pero brillantes le daban la apariencia de un fantasma. Ella era un espectro viviente que se reía de la incomodidad de él. Las perlas danzaban, botando sobre el estómago mientras ella se reía tumbada donde estaba. Sus modales eran inquietantes, una sobreactuación que envolvía a una persona luminiscente.

    En su mente, ella no estaba hecha de los materiales terrestres usuales. Había poco en ella que pareciese humano. Seguramente estaba construida con mármol frío y húmedo en lugar de piel y huesos frágiles. No había nada blando en ella. Él sabía que ella podía ser un monstruo montado con piezas de puntas desgarradoras.

    Cuando la había conocido por primera vez, había tenido la impresión de que si él pasaba el tacto por su cuello, los dedos que él había tomado prestados sufrirían sobre su piel helada. Una quemadura de congelación lo abrasaría si tocaba su hombro de piedra helada.

    "La cosa aún sigue animada," dijo ella señalando con la cabeza hacia la ventana parcialmente abierta.

    Langley había renunciado a su plañidero llanto, colocado la trompeta en su lugar sagrado detrás de la barra, donde nadie osaba tocar su tristeza de bronce pulido. Un ritmo staccato de tambor reinaba ahora sobre los asistentes a la fiesta, que gritaban y chillaban al compás del martilleante batido.

    "He oído rumores," prometió ella, su voz se arrastró hacia él desde los húmedos confines del claustro. Ella se mordió un dedo, sus ojos rebosaban de emoción por la sed de sangre. "De que hay un extraño entre ellos."

    Ella había atraído su interés. Él trató de retirar de su voz la ansiosa esperanza, pero fue en vano. "¿Qué clase de extraño?"

    “Uno de los raros de fuera. Como tú."

    "Llévame allí."

    "No tan rápido."

    Ella se extendió como una manta sobre el banco, las plumas de seda de su vestido cayeron hacia la izquierda, revelando el pálido y pulido brillo de su hombro desnudo.

    "Es solo un rumor, eso es todo. No sólidos y fríos hechos, eso que tanto te gusta. Pero aún así..." le mostró un encogimiento de hombros. "Tú no has tenido precisamente mucho éxito últimamente, ¿verdad? Yo diría que necesitas todos los rumores que te puedan ofrecer."

    ¿Podía ser cierto? Él contuvo la respiración profundamente, en el blando pozo del vientre de su forma prestada. Él llevaba atrapado ahí lo que parecía un solo momento que se negaba a ceder y, sin embargo, sabía que esto era una ilusión. Su anterior vida de estirados minutos e infinitas horas comprimiéndose y elogándose a voluntad estaba ya tan lejos de él como el amanecer de la creación lo estaba de su momento lineal.

    Ella entendía esto, a su manera ignorante. Él se lo había explicado una vez. El brillo del cuchillo de Clara había relucido en sus ojos como midiendo los segundos de sus actos de asesinato. Minutos que significaban horas y horas que significaban años. El suave declive de un latido cuando la sangre sale filtrada fuera de un cuerpo era lo más cerca que ella había podido llegar para comprender la atemporalidad.

    "¿Estás segura esta vez?" Él no pudo resistirse a preguntar.

    "Ya te lo he dicho, no estoy segura de nada. ¿No estabas escuchando?" Enroscó las piernas bajo ella, ahora sentada en el banco como un gato satisfecho. "Me vendría bien un trago."

    "No," insistió él.

    El falso sacerdote se retorció las manos alienígenas, los dedos daban calambres por el movimiento, los pies se paseaban ante la ventana parcialmente abierta. La fiesta volvió a convertirse en un frenesí que terminaría eventualmente en diversos actos de violencia.

    Él dijo: "No vale la pena correr el riesgo."

    "No sé de qué te preocupas. Vale, sí, hice bromas al respecto en el pasado, pero ya no te pareces a él. Le has cambiado la cara con tu natación de ahí dentro. Habría que entornar los ojos de lado y ponerse boca abajo para identificarle, y todos los de allí dentro ya van ciegos de todos modos. Entra sin más y tómate una."

    "Entraré, pero no tomaré nada."

    "No puedes entrar y no beber," le dijo ella. "No solo es grosero, te verán y pensarán que has ido a convertirlos en sobrios. Ya ha pasado la medianoche. Nadie sabe lo que significa esa palabra."

    "No entiendo por qué absorvéis lo que no os está permitido," dijo él.

    "¿No?" Cuestionó ella con la perfilada ceja muy levantada. “¿Y qué hay de la caja de hojalata con ese potingue negro, hmm? ¿También eres tan prohibicionista de eso?"

    "No es lo mismo."

    "He visto cómo actúas después de algunos tragos. Como si estuvieras bajo la sombra de una amapola."

    "No estoy bajo su influencia."

    "Devuélvemelo, entonces. Toma un puñado de polvo, en su lugar, ya que te gusta tanto."

    Él vaciló, la forma cuadrada de la lata en su costado era un consuelo que él no quería entregar. Ella tenía la mano extendida y una sonrisa cruel que estropeaba su, por lo demás, atractivo rostro. Enojado, sacó la lata de su escondite y se la devolvió. La victoria era de él.

    O eso pensaba él. Ella solo negó con la cabeza y colocó la latita de aceite de motor en el bolso, esa sonrisa exasperante aún más pronunciada. Ella se puso en pie y se alisó el vestido. "No sé tú, pero yo creo que he tenido suficiente salvación de almas por esta noche. Me voy dentro. Te encontraré en la mesa cerca del fondo. Ya sabes cual."

    Una sensación de pánico se apoderó de él, pues sabía lo que iba a pasar en cuanto ella abandonara la oscura capilla en busca de las aún más oscuras noticias al otro lado de la calle.

    "No puedes," trató de advertirle, pero ella ya estaba en pie, perlas colgando de su cintura, una nueva aplicación de lápiz de labios siendo expertamente pintada en sus descarados y fruncidos labios.

    "No sé por qué te preocupas tanto," dijo ella con su espejito de mano en alto mientras trazaba una gruesa línea color burdeos en los labios. Ella presionó ambos labios creando un tono aún más profundo. "Tú ya has estado allí antes. Ya te conocen, no te molestarán."

    "Ese es el problema," dijo él. "No quiero que me conozcan. Solo quiero hacer lo que se supone que debo hacer: cuidar de mi objetivo y marcharme."

    Estaba molesto y se puso de pie con toda su altura—lo mejor que pudo dentro de la ajustada carne—y empujó dolorosamente los hombros hacia atrás. Esta era una postura de orgullo, había aprendido él. Era incómoda y abrumadora para su propia piel.

    "No voy a hacer el recado del tonto," dijo él con resolución. "Me has engañado demasiadas veces, Clara, y no lo permitiré de nuevo."

    Ella cerró de golpe el compacto lápiz labial y lo guardó en el bolso de cuentas. Se mantuvo de espaldas a él, con el cuello elegantemente arqueado mientras rebuscaba en el contenido del bolso. Dio un suspiro de alivio al encontrar lo que estaba buscando.

    Un escalofrío recorrió el cuerpo de él. Conocía el frío instrumento sobre el que ella había puesto sus igualmente heladas manos. Él cerró los ojos, aunque su gente no podía soñar, se preguntó si sería eso posible después de llevar aquí todo este tiempo, si de alguna manera podría él obligarla a salir de su presente. Cómo anhelaba enterrarla en un pasado no visitado.

    "La mesa habitual," le recordó ella. “Justo detrás del escenario. Le daré un beso a la trompeta de Langley de tu parte."

Capítulo 2 - Clandestino

    El alcohol no era una sustancia que él comprendiera. Su hogar no tenía tal brebaje, y la sola idea de tomar voluntariamente un líquido que dejaba a una persona actuando tontamente, amenazando su memoria, era ridícula. Aquello comprometía su respeto por la inteligencia humana. Tomemos a este hombre del bar, por ejemplo. El tipo tenía los ojos inyectados en sangre, la ropa sucia, la corbata torcida y el rostro arruinado por una barba de varios días. Era un reluciente ejemplo del logro humano en aquel sótano brillantemente iluminado, el fulgor de sus gemelos contradecía su estatus social. Un hombre adinerado, según toda apariencia salvo por el hecho de que tenía que venir aquí todas las noches a lamer de la barra los últimos restos de alcohol mientras tenía la mejilla pegada a esta. El borracho no estaba solo en su misión, pues varios de sus compinches se habían unido a él en una masa babeante de párpados caídos, de cuerpos descuidados y de perdedores de tiempo.

    Para ser una raza encapsulada en las líneas lineales de minutos y horas, aquel intencionado desperdicio de limitada vida era enfermizo de presenciar.

    Él les dio la espalda, su forma líquida interior incómodamente pellizcada, mientras inspeccionaba la barra. Captó el destello rojo de un tono familiar y se encogió interiormente al encontrar la mirada y la oscura sonrisa de Clara al otro lado de la sala, donde ella estaba sentada tras el jolgorio de la pista de baile. Él se abrió paso entre la multitud, la piel seca de su anfitrión dejando gruesas escamas en los rebeldes mechones de plumas, sudorosos hombros descubiertos y las espaldas de los trajes de seda negra. La multitud que bailaba lo empujaba y lo hacía girar, la mayoría de los presentes apenas podía bailar un vals lento, y mucho menos un enérgico fox-trot. Se tambaleaban en la pista de baile como maniquíes informes, con movimientos espasmódicos y desconocidos que obligaban a unos miembros que se negaban a cooperar.

    En ese aspecto, él podría sentirse identificado con ellos.

    Un hombro chocó con el suyo y él estuvo a punto de caer. Una costilla se le clavó en el gelatinoso estómago, lo que le provocó arcadas de dolor.

    "Ten cuidado, idiota."

    "Lo siento, pero tú tropezaste conmigo."

    "¿Y por qué te disculpas entonces?"

    Él sabía lo que estaba ocurriendo. Esta corpulenta y desagradable criatura era autóctona de la zona, un borracho habitual que merodeaba por el bar cada dos noches. La enorme masa del hombre le impedía ver a Clara, quien estaba concentrada en encender su cigarrillo e ignorar el altercado que estaba a punto de ocurrir.

    Aunque aquel era un mundo lineal, había claros patrones que podían discernirse y, a menudo, era fácil determinar el resultado de un conjunto de variables. Un hombre choca con otro. Está ebrio. Tiene un bajo carácter moral. Tiene una novia aburrida colgando del brazo, labios rosados torcidos en una mueca cansada. Él grita improperios, aprieta los puños. Alguien en la multitud le recuerda que está armando gresca con un sacerdote. Al hombre no le importa. Solo siente el dolor sordo de su hombro y la mirada de desaprobación de una mujer borracha que ni siquiera le gusta mucho, pero de cuya compañía está constantemente enganchado.

    Primero viene el puño, antes de las patadas y el monólogo de juramentos que acompaña a la violencia.

    Él se agachó cuando el puño salió disparado y, con una brazada, agarró el brazo del hombre y se lo retorció a la espalda. Se oyó un crujido satisfactorio y, después, un breve chillido de terror de la ahora no tan aburrida novia del hombre.

    El hombre colapsó al suelo. A solo unos metros de distancia, Clara seguía estudiando la ceniza al final de su cigarrillo, sin importarle el drama que se desarrollaba ante ella. La multitud corrió en ayuda del hombre caído, acobardada por el santo juicio de un sacerdote sediento. Él se sentó en el asiento que Clara le había reservado y ella le ofreció la lata de aceite de motor como una tentadora recompensa.

    "Adelante," insistió ella. "A nadie aquí le va a importar."

    Pero estaba equivocada, pues todos los ojos estaban puestos en él ahora y algunos de ellos amigos del hombre que había deseado tan desesperadamente tener una sola noche que no terminara en aburridos suspiros y ojos en blanco. El tipo tenían las manos apretadas en puños, apretando y soltando, con ojillos negros perforando el oscuro rincón donde él y Clara estaban apartados.

    Ella tocó con la ceniza el borde del vaso de chupito vacío que tenía delante y exhaló una larga pluma de humo. Esta serpenteó por encima de su cabeza en un halo desigual.

    "Echa un trago. Sé que lo estás deseando."

    "No lo deseo," insistió él, aunque su cuerpo ansiaba el sustento que ella le estaba proporcionando tan alegremente. Él se inclinó y arrugó la frente al hablar, un susurro preocupado. "Creo que he causado una escena."

    El hombre del brazo roto fue rodeado por cuatro hombres fuertes que lo recogieron y lo llevaron estilo bombero por las estrechas escaleras. Le chocaron sin querer el brazo roto, el hueso se enganchó en la barandilla y el grito de dolor detuvo a la banda que tocaba durante un minuto entero antes de que esta reanudaran su habitual taconeo de ritmo ragtime.

    "Te preocupas demasiado," dijo ella chasqueando los labios y tomando un largo sorbo de su gin tonic. "Cosas así pasan aquí todo el tiempo, tú lo sabes."

    "Todos me están mirando."

    "Eres un sacerdote duro como las uñas y no estás bebiendo. Eso es todo lo que les preocupa. Creen que vas a traer a los polis."

    Dio otro largo sorbo antes de dejar su bebida. Hacía calor y humedad en el sótano, y una gruesa capa de condensación cubría el vaso. Ella la alisó con la yema del pulgar antes de agarrar la lata de aceite de motor y ocultarla debajo de la mesa.

    "Sólo un trago," prometió ella, y alzó la vista hacia su alrededor, ojos lo bastante afilados para enviar la señal de que lo que le estaba dando era más potente que el mero vodka o whisky.

    Ello lo vertió, espeso y negro, en un vaso de chupito oculto y luego lo colocó rápidamente sobre la superficie de la mesa.

    "De golpe," dijo ella empujándolo hacia él. "Ya me lo agradecerás después."

    Todos los ojos del húmedo sótano estaban sobre él, incluso los de las empapadas almas de los expertos bebedores de la barra.

    Él dudó, sus secos y ásperos dedos rozaron el borde del vaso de chupito. Incapaz de resistir más, lo agarró y se lo bebió de un golpe, el espeso alquitrán negro se deslizó por su garganta como la sangre coagulada de su cuerpo prestado. Él cerró los ojos, asqueado por la desagradable amargura. Pero eso fue rápidamente reemplazado por una sensación suave y refrescante, no muy diferente a estar parado bajo una cascada después de vadear lava caliente y chisporroteante.

    Los sabios del bar asintieron y le ofrecieron un brindis, tocando sus vasos vacíos para un rellenado. Todos los ojos se apartaron de él, pues ahora que se había revelado como otro sediento miembro del rebaño elegido por Dios, no había juicio. Jesús mismo amaba una botella de vino o dos. El rumor en la calle era que Él tenía mal genio también.

    "Me has arrastrado aquí dentro y no veo ninguna evidencia de mi objetivo," reprendió él a Clara, quien se movía inquieta en su asiento, sus perlas se encontraban con los dientes en su habitual clic-clac-clic, manteniendo el ritmo con el tambor de jazz de la banda.

    "Sé dónde, pero todavía no puedo decírtelo." Dejó caer las perlas y se acabó el cigarrillo, arrojando las cenizas humeantes al cenicero en el centro de la mesa. Bebió con delicadeza de su bebida. "Si quieres terminar tu misión, tienes que hacer algo por mí primero."

    A él no le gustó el sonido de esto. Había caído en esta trampa muchas veces antes. Siempre, siempre, con promesas vacías y medias verdades. Pero ella era la única conexión que tenía, y él se aferraba a ella con la esperanza de que el patrón de su vida lineal le atrajera hacia su objetivo y él pudiese completar su trabajo y finalmente, sin más demora, se le permitiera regresar a casa.

    “No es nada grande. Solo lo usual."

    Su yo líquido se encogió. Sintiendo su preocupación, ella le sirvió en secreto otra dosis de aceite de motor y se la entregó. Él apuró un vaso y luego otro con practicada facilidad.

    "Ya te lo dije antes. No más favores."

    "Supongo que mi información no vale el precio de volver a casa." Dijo ella con tono casual.

    "Estás mintiendo. Puedo sentirlo justo en la cuarta médula del costillar de mi anfitrión. Un dolor punzante que le roza la piel."

    El efecto del aceite de motor le estaba dejando mareado, pero la carne desecada de su anfitrión perdía gradualmente su habitual tono gris rosado, una apariencia menos enfermiza, pero no menos extraña.

    “No hay lugar para favores. O me dices lo que necesito saber o te dejo aquí."

    Ella se daba golpecitos en los dientes superiores con una perla blanca. "Es una lástima que no me ayudes. Sé que he sido a veces un poco, bueno, propensa a exagerar, pero nunca te he guiado mal. Tu misión siempre ha sido la máxima prioridad."

    Él dudaba de eso, pero escuchó de todos modos.

    "Lo que debes comprender es que a veces, para obtener mi información, es necesario eliminar ciertos obstáculos."

    Ella le dedicó una sonrisa rojo sangre, el lápiz labial manchaba sus dientes blancos y la perla circular que había estado en contacto con estos. Ella saludó a un camarero que pasaba, quien puso un gin tonic frente a ella. El camarero intentó llevarse el aceitoso vaso de chupito, pero ella lo tapó con la mano. Cuando estuvieron solos, ella se volvió hacia él.

    "Solo uno. Eso es todo, lo prometo."

    Él no quería consentir, pero había tanta seguridad en esos modales, y los superiores guardaban un perverso silencio. Él no tenía otro curso que seguir la pista ofrecida.

    "Es arriesgado," dijo él lanzando sobre el hombro miradas nerviosas. Los compinches del bar asintieron hacia él. "Ya he causado bastante impacto aquí."

    “La gente solo ve lo que quiere," dijo ella. “Podrías haberle rebanado por la mitad en esa pista de baile llena de gente, demonios, podrías subir al escenario y hacerlo justo en frente de la banda. Puede que algunas personas se diesen la vuelta, puede que otras se quedaran boquiabiertas. Pero nadie te delataría. Esta es la casa de un hombre ciego, por si no te has dado cuenta. Almas perdidas clamando en su camino hacia el fondo de cada botella."

    "No lo es para ti. Tú rara vez estás borracha."

    "Yo encuentro mis placeres en otros caminos," dijo ella, y se bebió el gin tonic de un solo trago.

    Él suspiró, no queriendo ser parte de esto, pero como ella era su única conexión, la elección estaba seriamente limitada. Miró a la multitud que bailaba, el bajo techo se cernía sobre ellos en la oscuridad cercana. Al reluciente candelabro fijado en el techo le faltaban varias de sus lágrimas de cristal, su asimetría era un reflejo de la sensación general de sombra y decadencia dentro del espacio confinado. Se parecía mucho a su capilla, notó él, solo que estaba repleta de almas que mantenían un firme agarre sobre sus pecados.

    Se rascó el cuello, el aceite de motor hacía poco por aliviar el modo en que las negras costuras de la túnica irritaban la piel de su anfitrión. Un purgatorio en tela. Él dudaba de esta secta religiosa alienígena, con sus promesas de una vida interminible, su creencia de que una existencia no lineal era el cielo. Su propia vida no lineal no era un paraíso. Lo extraño era cómo esta raza alienígena había podido albergar una consciencia de tal estado y, sin embargo, cubrirla en términos positivos e ignorantes.

    "No estoy hablando del método usual," le aseguró ella. "Este tipo es un verdadero bala perdida, un verdadero loco chiflado, si sabes a lo que me refiero. No es una buena persona, no es como mi papi. No es como yo." Ella se reclinó en su silla. "Me debe un contacto que no entregó."

    "Puedo simpatizar," dijo él cansado de sus excusas. “¿Por qué debería ayudarte cuando no me das nada más que lo mismo? Quizá eres tú quien debería estar preocupada, yo podría hacerte sufrir la misma suerte que aquellos que te decepcionan."

    Ella se tensó y le lanzó una mirada implacable que detuvo su corazón negro y líquido. “Nunca me vuelvas a decir tal cosa," le ordenó ella. Largas uñas rascaron peligrosamente la superficie de la mesa entre ellos, terminando en garras curvadas. "Estamos en misiones similares, tú y yo, pero no quieres admitirlo." Sus ojos brillaron con un júbilo violento, intención asesina en su iris. "Créeme o no, pero no vuelvas a amenazarme jamás. Sabes tan bien como yo que no tengo reparos en deshacerme de cualquier obstáculo en mi camino, y eso incluye a alienígenas friquis en túnicas sacerdotales."

    Ella se relajó, disfrutando de la incomodidad causada. Le sirvió otro trago y él lo aceptó con gratitud, el temblor en la mano de su anfitrión delataba su miedo.

    "No he pretendido ser cruel," dijo él frunciendo el ceño interiormente.

    Esa no era la sensación adecuada, pensó él.

    Amabilidad. Una palabra tan desagradable.

    “Su nombre es Frankie. Es uno de los guardas de Georgio," le dijo ella. “Me dijo que tenía contactos en Hollywood y que me iba a conseguir un papel en una de esas películas. Dijo que había un guión hecho para mí. Que el director lo tenía todo listo, que lo único que tenía que hacer era presentarme para ser la protagonista. Que ni siquiera necesitaba una audición."

    Él asintió, asimilando sus palabras con cuidado.

    Ella dejó escapar un cansado suspiro. "No sabes lo que son las películas, ¿verdad?"

    "No," admitió él.

    “Ni Clara Bow ni Louise Brooks de donde vienes, ¿eh? Una pena. El mundo no ha sido el mismo desde que todos nos volvimos adictos a sentarnos en la oscuridad." Un aburrido encogimiento de hombros blancos como el mármol. “Piensa en una obra de teatro interpretada por actores, solo que ellos no son actores. Son sombras, con cortes de paisajes grises y blancos por el medio."

    "¿Quieres convertirte en una sombra de ti misma?" preguntó él confundido.

    "Voy a estar en las películas," dijo ella ignorándolo. Su boca era una fina y apretada línea color burdeos. "Frankie cree que se ha anotado una, pero va a pagar por esto."

    "Parece una mentira bastante simple, una en la que has caído antes. ¿No fue así como tu otro amigo y yo nos encontramos?"

    Sus acerbos rasgos se suavizaron ante la mención del nombre de su antigua llama. “Mikey y yo teníamos algo, y fue grandioso mientras duró. Pero ese es el problema, ¿ves? La gente siempre decepciona." Se bebió el resto de la copa e hizo un gesto al camarero para que le trajera otra. "Mikey y yo no estábamos exactamente en los mejores términos cuando te reuniste con nosotros."

    Él pensó en esa noche, en el derramamiento de sangre, en las súplicas de piedad y en la fría y reluciente puñalada de acero hundiéndose en la flexible carne y los resistivos músculos.

    "No, no lo estabais," dijo él.

    "Esto es así," explicó ella. “Siempre espero más de las personas de lo que están dispuestas a dar. A veces llego un poco por encima del tope de enfado por ello. Como con Mikey esa noche. Se suponía que iba a comprarme un anillo de diamantes y lo que me trajo fue ese viejo y aburrido rubí. Demonios, cualquier furcia puede tener un rubí. Yo quería un diamante. Así no se trata a alguien que llamas tu chica. Eso es dejarla a un lado, decirle que no vale más que la segunda mejor opción." Ella negó con la cabeza. "Eso se acabó. Historia antigua. Frankie es el único en mi mente ahora y es él en quien me estoy concentrando. Estará al final de la barra a la una y quiero que le digas que tiene que salir, que estoy esperando que me lleve a dar un paseo en su coche nuevo. Él pensará que vamos a algún lugar romántico, como el Motel Clifford. Caerá en la trampa. Es un capullo idiota como el resto de ellos."

    "No sé," dijo él, aún inseguro. Ojos furtivos en el bar seguían pasando sobre él, ocultos en vistazos dirigidos a las chicas atractivas que pasaban bailando. Él podía sentir a los viejos esponjas manteniéndole en la periferia de la vista. "Le he roto el brazo a un extraño. Este Frankie va a estar en guardia."

    "Tú haz lo que te he dicho," le ordenó ella, y se levantó de la mesa. “Lo tengo todo esperando. Lo único que tienes que hacer es vigilar. El maldito trabajo más fácil del mundo."

    Ella caminó tambaleante hacia la parte frontal del bar, a pasos forzados mientras se abría paso entre la multitud que bailaba. Encontró el conjunto de escaleras que conducían a un callejón afuera.

***

    El pavimento brillaba con el tenue fulgor de humedad que se había acumulado en charcos, bajo las paredes negras que limitaban el callejón. Él estaba bien saciado, pero eso no le importaba. Necesitaba su sustento. Con un movimiento de muñeca, la botella de aceite de motor se deslizó en su mano y él dio un largo y refrescante trago, mucho más que las pequeñas cantidades de vaso de chupito con que Clara se había burlado de él. La cruda sustancia negra se coló en cada hendidura de su mente, enturbiando su entorno, revuelto en pedazos desiguales. Junto al resbaladizo lomo de combustible fósil cabalgaba él por territorio familiar, donde las imágenes del tiempo se filtraban en su conciencia, algunas cristalinas, otras turbias.

    Hubo una mano fantasmal cincelada en mármol frío. El destello de un cuchillo. Ojos heridos le suplicaron, rogándole que la hiciera parar. La víctima de Clara, conmocionada como siempre por la traición de esta.

    La víctima le miró con los ojos muy abiertos, un nombre familiar deslizándose de los labios empapados en sangre. Con un suspiro final, la última sílaba murió con él.

    "Frankie."

    Ese nombre le sacó de sus motorizados sueños, resonando en el vasto horizonte de su consciencia intemporal. Frankie. Él había sacado a ese hombre, al que Clara le había señalado, al callejón con nada más que la promesa de un trago de whisky. Frankie. ¿Por qué el hombre le había mirado así y llamado por su propio nombre?

    Dentro de la oscuridad, los reflectantes charcos de agua capturaban la parpadeante luz de gas que flotaba sobre ellos, enviando ondas de luz quebrada. Él intentó enfocarse mientras un nuevo, pero familiar, brillo caminaba hacia él. Él sacudió la muñeca, el aceite de motor estaba goteando de un agujero en su palma y le manchaba la manga. Una maldición se vertía de él, lenguaje alienígena en su lengua entumecida.

    Ella le agarró de la muñeca, la carne de fantasma inyectaba congelación.

    "Te dije que esperaras."

    Ella le arrebató el aceite de motor y él pudo sentir su alma clamando hacia este, la lengua de su anfitrión seca de miedo cuando ella lo sostuvo en alto.

    "Ni una gota más de esto," dijo ella y le quitó la tapa.

    Él negó con la cabeza.

    Ella asintió con la cabeza.

    Él se dio la vuelta mientras Clara derramaba el negro y espeso aceite sobre los charcos del callejón, las ondas navegaron hacia fuera y mancharon las suelas de sus zapatos.

    "Ya te advertí de estas cosas," dijo ella sacudiendo la cabeza mientras pateaba la lata, ahora vacía, por el callejón. Esta aterrizó con un ruido sordo contra algo blando y húmedo. "Esto no va a ser un problema, ¿verdad? Espero que puedas encontrar el vagón, amigo mío, porque no vas a acompañarme a menos que puedas cabalgar esa montura de heno."

    Él no quería su condena, quería respuestas.

    "Él me llamó Frankie."

    "Eso está claro," respondió ella y cerró de golpe su goteante navaja.

Capítulo 3 - Mentiras

    Él se aferró con manos temblorosas a los bordes del lavabo de desportillada porcelana. No solía hacer un balance de sus sentimientos, especialmente porque no podía estar seguro de si eran realmente los suyos o de alguna infección sobrante de la carne que se había visto obligado a habitar. Pero eso tal vez no era tan diferente a un hogar, no con el modo en que la sangre estaba estancada y coagulándose dentro de su anfitrión, su propio corazón líquido latía justo encima de su frente mientras acomodaba su masa tras las costillas humanas. Cuanto más tiempo permanecía dentro de aquella piel, más se adaptaba a ella, y no había nada peor, ningún castigo tan severo, como permanecer en aquella incómoda posición. Estaba apretado y corpóreo, soportando una vida medida por fortuitas secuencias de horas, minutos y segundos. El único alivio era que aquella incomodidad física no permanecía mucho tiempo en la memoria. La existencia en su hogar no poseía tal amnesia; sus residentes retenían cada momento en sus mentes. Universos enteros vivían en sus memorias, nacidos y destruidos. Los recuerdos los habían seguido para siempre, recorriendo el cosmos como esta sangre navegaba por las venas de esta criatura.

    La memoria no eran permanente en este mundo. Se silenciaba. Ficticia. Él llevaba aquí demasiado tiempo y se había permitido ser víctima de la influencia lineal de este mundo. Parecía mucho tiempo desde que había llegado, pero tal vez no lo era.

    No recordaba su nombre.

    Comprendía que él no siempre había sido anónimo, que en algún momento de su vida había un punto de referencia. Una serie de sílabas extrañas para la lengua humana. Con sus manos manchadas y ensangrentadas a ambos lados del lavabo, miró la imagen en el nublado y agrietado espejo y no obtuvo ninguna pista sobre su identidad.

    Frankie. Tal vez ese fuese él, y ahora él mismo.

    No, él tenía un propósito diferente, una misión mucho más compleja que la correcta pronunciación de su nombre.

    Era el aceite de motor lo que hacía esto. Él tenía que parar.

    Se lavó la sangre de las manos con agua fría y manchada de óxido. La sangre se hundía profundamente debajo de las uñas y no podía quitarla por mucho que se frotara con el sucio trapo que usaba para aquel exacto propósito. La evidencia de las pasadas traiciones de Clara aún seguía incrustada en la fibra gris. Echó mano a la barra de jabón de lejía y esta se deslizó entre sus dedos, copos de color burdeos oscuro embadurnaban el agrietado lavabo como pegotes de pintura seca. Abrió el grifo con toda su fuerza, tirando por el desagüe las pruebas. Trabajó duro en sus uñas, excavando bajo cada una con cuidado. Rompió una de su dedo índice y maldijo por la forma en que brotó un pringue negro.

    Todo aquel esfuerzo para nada.

    Se quedó mirando la horrible curva de su uña y el aceitoso caos que goteaba sobre la yema del dedo. Un lodo salobre cayó en el lavabo gris, una pequeña parte de su esencia mezclada con el antiguo torrente sanguíneo de su anfitrión. Pasó la herida bajo el agua fría y sucia y la envolvió con fuerza con el paño que había estado usando para lavarse. Goteó restos de jabón gris oscuro al dejar el lavabo y se dirigió a lo que le servía de sala comedor.

    No era un lugar incómodo aquella salita sobre la capilla, aun cuando todas las señales apuntaban a que era un puesto abandonado. Una habitación individual compuesta por una mesa, una silla, un lavabo en la esquina y un catre bajo una bombilla baldía. Una cruz era la única decoración sobre la abultada cama y absorbía la luz de la bombilla. Las sombras jugaban sobre la cruz tratando de hacerla mucho más ornamentada de lo que sugería su simplicidad. Él no estaba seguro de lo que le había ocurrido al rector original. En realidad no había pensado en ello.

    Le habían dicho: "Ponte esto. Puedes vivir escaleras arriba," y así fue como las cosas llegaron a ser como eran. La voz que había escuchado en su memoria era la de Clara, no la de sus superiores. Ellos no sabrían, ni siquiera con su conocimiento que todo lo abarcaba, cómo navegar por este mundo.

    Sintió náuseas cuando la memoria picoteó la viscosa materia gris que era el cerebro de su anfitrión. Podía oír la voz de ella, diciéndole con todas sus alegres entonaciones: "No hay problema. Sé que él no va a volver. No tienes nada de qué preocuparte, puedes esconderte aquí fácil."

    Mentiras, mentiras y, sin embargo, él siempre se había sentido compelido a creerla.

    A diferencia de él, ella tenía un nombre. Clara. Similar a claridad. Qué extraño era que su etiqueta fuese lo opuesto a lo que era ella, porque cada palabra y matiz estaban enmascarados en su telaraña engañosa, una burlona melodía que él no podía evitar escuchar. Ella había mentido. Su Frankie no era un amigo en necesidad de recibir una lección. ¿Cómo la había llamado esa desafortunada alma antes de que ella terminara sus bromas con el brillo del acero manchado por la luz de la luna? Una bemol [1]. Una puteante y boba bemol.

    Él le había roto el corazón a Clara, le había dicho ella más tarde, ese hombre al que llamaba Frankie y que no era Frankie. Le había roto el corazón y ella tenía que asegurarse de romperle el suyo a cambio. Ella había encogido sus pálidos y blancos hombros al saltar hacia la oscuridad del callejón, prometiendo visitarle mañana.

    "Es que es así como se hacen las cosas por aquí," le había asegurado ella. "Es tit por tat. Así es como funciona todo."

    Ella se había marchado tranquilamente hacia las altas horas de la noche, bolso balanceándose, perlas colgando. Ella no tenía nada que temer de la oscuridad que la rodeaba. Era parte de ella, un espectro que se deleitaba en las sombras, iluminándose de placer cuanto más oscuro se volvía todo a su alrededor.

    Él sacudió la cabeza, incómodo. Seguramente había estado imaginando cosas, el resultado directo de echarse al gaznate cerca de medio galón de aceite. Los recuerdos seguían siendo frustrantemente vagos.

    Debería esforzarse más por templarse, por eliminar el aceite y minimizar sus efectos negativos. Decir «no» se estaba volviendo incrementalmente difícil. Pronto estaría como los compinches del bar clandestino del sótano de al lado, cabeza arriba y abajo sobre un vaso de líquido negro, boca babeando por la hermosa y suave vía de escape de los minutos y las horas que el líquido le proporcionaba.

    Colapsó en el crujiente asiento de madera ante la mesita y sintió un dolor agudo subir por el costado cuando una costilla rota le atravesó. Su anfitrión era un lugar de residencia incómodo y no pasaría mucho tiempo antes de que necesitara uno nuevo. Podría haber tomado prestada la última conquista de Clara, pero ella había estado demasiado ocupada colocando sus marcas sobre él, sus habituales X y O talladas cuidadosamente sobre los párpados de los ojos, cegando el cadáver.

    Era un hábito curioso y ella misma no tenía una explicación adecuada para ello. Como muchas cosas desde su llegada, había aprendido a aceptar lo que no tenía sentido.

    Él se movió dentro de su cuerpo actual, con cuidado de rozar la costilla astillada y el trozo de columna que sobresalía hacia el riñón. Chocó contra el bazo y de él surgió un repentino gorgoteo que le subió por el pecho hasta la garganta. Un largo y fino hilillo negro se filtró por la comisura de la boca. Él lo secó con el dorso de la mano e irritada impaciencia.

    Definitivamente estaba bebiendo demasiado.

    Echó una mirada atrás hacia el sucio lavabo y sintió un gemido interior crecer dentro de él. Tendría que limpiarlo adecuadamente, frotarlo bien para ocultar todo rastro de sí mismo. Clara había sido prudente al enseñarle esto. Primero, sin embargo, tenía un picor que necesitaba rascarse y, aunque detestaba admitirlo, necesitaba aquel sustento, porque sin él no podría soportar enfrentarse de nuevo a ella y al mundo vil en el que ella vivía. ¿De qué otra forma podría confrontarla, sin que ese espeso sabor brotara a chorros alrededor de la lengua de su anfitrión?

    Se sacó la túnica de sacerdote por encima de la cabeza y dejó al descubierto los pantalones de buen corte y la camiseta sin mangas que llevaba debajo. La nueva lata de aceite de motor que había comprado estaba sujeta en los tirantes y él la dejó sobre la mesa, una lata de colores brillantes en vibrantes rojos y naranjas, llena de la promesa de ser la mejor inversión de capital de uno: el vehículo a motor.

    Él dudó un instante, solo para decidir que sería mejor terminársela aquí y ahora para por fin acabar y decir que esta sería la última que bebería. Había una taza de té rosa en la esquina más alejada de la mesa, su contenido seco hacía mucho tiempo, un lodo marrón manchando el fondo. Él agarró la lata y, con una ansiedad que lo llenó de vergüenza, desenroscó la tapa de aceite de motor y vertió el contenido en la taza de té hasta que estuvo a punto de desbordar.

    Puso la taza ante él y la observó como si estuviese adivinando el futuro. Eso es lo que hacían los humanos, él lo sabía porque Clara visitaba de vez en cuando a la anciana—que vivía en el apartamento dos pisos más arriba del bar clandestino—en busca de respuestas a preguntas que no podían preguntarse.

    "Ella es sabia," había insistido Clara. "Tiene la visión, si sabes a lo que me refiero."

    Él no lo sabía. En su mundo, el futuro era parte del presente y no había necesidad de ancianas de ojos saltones con expresiones forzadas y ese fétido olor a naftalina que impregnaba cada arrugado rincón de su cuerpo.

    Además, no hubo sabiduría para él, solo té aguado y la triste negación de cabeza de la vieja Sousa que podía significar cualquier cantidad de emociones: molestia por él estar allí; ira por haber sido despertada a una hora tardía para aceptar unos centavos de una chispeante tunanta. Un cuerpo anciano y crujiente arrancado de la cama solo para adivinar que su futuro era aburrido e indigno de contar.

    Según su experiencia, lo último solía ser el caso. En cada visita, Sousa se tragaba una tos húmeda y sacaba una taza de té, llenándola pacientemente para Clara, quien la bebía con avidez, quemándose el paladar. Y con tranquila determinación, Sousa fingía leer las señales en el fondo de la taza mientras Clara escuchaba absorta. "Un hombre nuevo," insinuaba astutamente la vieja bruja. "Uno para reemplazar al viejo."

    Él podía imaginarse a Clara, pálida a la luz teñida de rojo de la cocina de la anciana, un color hábilmente modelado por el pañuelo rojo que cubría la lámpara.

    "¿Has oído eso?" le decía Clara a él con un filo en voz de susurrada maravilla. "¿No es asombrosa?"

    "Puede que ella te diga lo que tú ya sabes."

    "Ella es alucinante. No le hagas caso, Sousa. Es un gota. Nada divertido. Igual que el grifo: gota, gota, gota. ¡Qué aburrido!"

    A través de las delgadas paredes de su habitación, él podía oír los afligidos llantos de la trompeta de Langley, notas de práctica llenas de su melancolía usual. Aún no había tocado su taza de té llena de aceite de motor y él seguía en la agonía de la indecisión sobre si debería o no bebérsela y terminar con ello, o si debería esperar un rato, tal vez hasta media tarde o incluso más tarde, hasta la noche. Un peculiar sentido de la sincronización se había gestado entre él y Clara. Él había llegado a comprender que era durante aquellos momentos del día cuando más necesitaba el consuelo medicinal del resbaladizo aceite negro derramándose por sus entrañas.

    La trompeta de Langley lloraba de fondo cuando él alcanzó a vislumbrar su rostro reflejado en la superficie de la taza, negra como la tinta. Parecía enfermo, según los estándares humanos. También debería parecerlo. Ella le había torturado una vez más con sus vacías promesas y él había creído en ellas, una artimaña que ya debería haber sabido reconocer. No estaba completamente seguro de cómo se las arreglaba Clara para convencerle de sus mentiras. Se preguntó si habría un mérito científico en la idea de que una mujer podía hechizar la razón de un hombre. La trompeta de Langley parecía pensar que sí, aunque quizá la situación del trompetista era más compleja que la de la mayoría.

    Aún así, la trompeta de Langley no tenía que lavar la sangre. No se burlaba de él con promesas para poder obtener terribles favores. Cuando Langley lloraba, su trompeta se lamentaba con él. No así Clara, quien daba carcajadas ante el dolor y risitas ante las muecas de disgusto.

    Un hombre nuevo que le había roto el corazón, por eso ella le había arrancado el suyo. Siempre había uno nuevo. El destello del metal y las X y las O y balde tras balde de sangre.

    Cuanto más pensaba en la noche anterior, más le tentaba el aceite de motor.

    Había malgastado bastante tiempo ya intentando entender el razonamiento de Clara. Ambos habían sido compañeros de sangre durante lo que parecía un milenio. Ella lo llamaba dos semanas, un período de catorce días, una fracción de tiempo para la comprensión de Clara, pero muchísimo más para él.

    Él nunca había experimentado lo que era vivir minuto a minuto, contando cada segundo que pasaba de puntillas, sin usar, desperdiciado. Un concepto alienígena, aquella medida del tiempo. Uno que le resultaba difícil de navegar. Buscó en su dañada memoria y supo que él mismo había estado allí en el callejón la noche anterior. Le asaltaba ahora una imperfecta mezcla de recuerdos. Tenía fragmentos en lugar de piezas enteras de lo que había ocurrido. El aceite de motor había hecho eso, le había embotado las percepciones y le había devuelto a ese plano no lineal de razonamiento que él entendía correctamente.

    Alguien, tal vez la persona de interés de Clara—su novio, si eso es lo que era—le había llamado Frankie y le había mirado como si hubiese visto un fantasma.

    La trompeta de Langley cantó un profundo y lento acuerdo. Él se frotó la barbilla, pensativo, las yemas de los dedos de su anfitrión estaban más secas que las escamas de un lagarto. No hacía falta una adivina con olor a naftalina para descubrir su pasado, la trompeta lo sabía bastante bien. Lo que había sucedido era algo espantoso y vil, y era mucho mejor beber un sorbo de aceite y olvidar la mayor parte bajo su espesa bruma.

    Estaba a punto de tomar un sorbo, uno grande, cuando sonó el teléfono.

    Sonaba y sonaba y sonaba.

    Volvió a colocar con cuidado la taza de té sobre la mesa, vertiendo un poco de aceite de motor en el correspondiente platito. El teléfono siempre le ponía nervioso. Se secó las palmas de las áridas y descamadas manos en la parte superior de los muslos y obligó a que su respiración recuperara su patrón humano más natural. ¿Cómo se respondía a aquel chisme? Receptor, oreja, presionar la palanca, marcar un número.

    ¿Qué número?

    Se levantó del asiento y se dirigió a la cocina, donde el teléfono estaba atornillado a la pared. Levantó el auricular y, con un vacilante saludo que se negaba a transmitir convicción alguna, dijo: "¿H-hola?"

    “¿Tienes que dejar que suene un millón de veces antes de responder? Honestamente, no te va a morder," suspiró ella al otro lado de la línea.

    En la distancia él podía oír al padre de Clara, rugiendo y tosiendo a la vez mientras trataba desesperadamente de traer a su descarriada hija de regreso a su férreo control. "Tengo buenas noticias para ti, si estás dispuesto a escuchar."

    “Tu padre suena enfadado," dijo él.

    "Debería, puesto que me está echando de casa y todo eso."

    "Eso será un problema para ti."

    "¿Quién lo dice? Tengo muchos lugares donde dormir y no necesito hacer mucho de eso tal como es. Además," se tornó sensual mientras le hablaba, "tengo un férreo plan y tú eres parte de él."

    "Creo que no quiero serlo."

    "Demasiado tarde. Estás apuntado."

    Había una crepitante estática en la línea y él pudo oírla suspirar entre otra conversación que invadía la suya.

    “Tenemos que hablar en privado. Sousa tiene que oír lo que tengo que decir, voy a necesitar su conocimiento especial antes de irnos."

    Esto le pilló por sorpresa. "¿Irnos? No entiendo. No hay lugar adonde ir."

    "Tú crees que no te estoy ayudando, pero lo estoy, en cada cosilla que hago. Un día lo conseguirás, lo verás. Dirás, «Vaya, Clara era algo especial... el modo en que entendía cómo esto iba a suceder, y sucedió, tal como ella dijo. Estoy tan contento de haberla escuchado, aun cuando me guiaba mal de vez en cuando—eso no era culpa suya, no, no lo era en absoluto.»"

    "No te creo," dijo él, pero ya dudaba de sí mismo.

    "Tengo todas las maletas hechas y estoy lista para volar de este garito. Papá está siendo un verdadero dolor de cabeza. Estaba tan molesto cuando me presenté a las cinco de esta mañana, furioso porque yo había dejado que saliera el sol. Le dije que si eso estuviera en mi poder, esa bola de fuego se lanzaría hacia la Tierra en lugar de quedarse allí aburrida y llamando toda la atención de todos los demás planetas. Al parecer, una chica como yo no debería estar sola a una hora tan impía. No sabía que había distintos niveles de moralidad según las horas del día. ¿Y tú?"

    Él pensó cómo los actos de mala conducta de Clara coincidían con ciertas partes del día en las que él había bebido más aceite de motor del que era seguro para cualquier cuerpo, alienígena o humano.

    "No, no lo sabía."

    "Bueno, pues ahora lo sabes."

    "Estoy educado."

    Se oyó un portazo y un prolongado y furioso brote de maldiciones se estabilizó con un último jadeo aplastapulmones que resollaba y se torturaba a sí mismo dentro y fuera de los pulmones dañados.

    "Puta," luchó el padre de Clara por exprimir desde el último aliento que había tomado.

    Ella lo ignoró. Tras ella, su padre se sofocaba lentamente en su propia desesperación, tambaleándose contra los muebles y derribando jarrones. Él supuso que esto era lo que estaba sucediendo de fondo, la lucha irrumpiendo a través del auricular de su teléfono. La reyerta se detuvo abruptamente, dejando un silencio inquietante en lugar de una furia caótica. Clara respiró hondo antes de continuar, su voz forzando alegría.

    "Te veré en casa de Sousa en una hora. Tengo algunos asuntos pendientes que atender aquí. Pero es mejor que me creas, este es uno grande, un bocado de veras jugoso que no puedes dejar atrás. Te vienes conmigo porque no hay otra opción y Sousa estará de acuerdo, ya verás."

    "¿Ir contigo?"

    "Una hora. Nos vemos."

    Ella colgó, dejándole contemplando el aire muerto. Sobre la mesa, en su bonita taza de té rosa, estaba su charco negro de aceite de motor prometiendo una dulce vía de escape. No importaba lo temprano que fuese esta vez. Él se abalanzó como un halcón sobre un conejo herido y bebió hasta la última gota de un satisfactorio trago libre de ansiedad.

Capítulo 4 - Viajes

    Las bolas de naftalina le daban arcadas y él tosió un grumo negro de aceite de motor parcialmente digerido en la alfombra del pasillo fuera del apartamento de Sousa. Clara le lanzó una mirada maligna, pero a Sousa—que abrió la puerta de inmediato—no pareció importarle que la levantaran de la cama. Una gruesa línea de lápiz labial rojo cubría sus labios arrugados y el bostezo que dio fue bastante grande como para consumirlos a los dos. Se llevó perezosamente una mano de manicura a la boca para ocultar su cansancio y, con un gesto que sugería exhausta inevitabilidad, les indicó que entraran a los estrechos confines de su apartamento de la planta de arriba.

    Agua caliente chirriaba de una tetera sobre un fogón. Sousa se acercó a esta con sucios pies descalzos sobre un suelo de tablas igualmente sucio. El olor acre de la col hervida impregnaba todas las grietas, así como alguna indefinible especia que flotaba en algún punto entre la canela y el pimiento rojo. Él quiso abrir una ventana y seguir escuchando el deprimido solo matutino de Langley, pero las ventanas estaban clavadas con gruesas capas de mugrienta pintura blanca. La única música que escuchaba Sousa era el canto de una tetera, el cual pasó a un llanto flácido cuando ella lo sacó del fuego y comenzó su ritual.

    Clara se sentó a la abarrotada mesa de la cocina, superficie sembrada de pedazos de cuerda, bolillos, jirones de encaje, cuencos y material multicolor canibalizado de partes de ropa vieja.

    "Esto es tan emocionante," dijo Clara con los ojos bailando de alegría. Sacó su estuchito compacto y dedicó a sus labios rojo rubí un buen estudio. "Todo va a ser de primera, ¡lo sé!"

    "Tu padre," comenzó él, pero esperó hasta que Sousa estuviese fuera del alcance auditivo desde la sala de estar antes de susurrarle a Clara: "No sonaba bien por teléfono."

    Ella cerró su compacto de golpe con impaciencia practicada. "Nunca lo hace."

    "¿Dónde está tu madre? No la oí a ella."

    "Está por ahí."

    "Creí que estaba enferma."

    “Todavía lo está. Siempre lo estará. Papi también."

    Eso fue todo lo lejos que llegó la conversación, porque Sousa entró en la cocina con una lata de hojas secas en la mano. Llenó una pesada olla con agua y la puso a hervir al fuego antes de sacar las hojas de té negro y meterlas en la olla. Gruñó mientras servía el té fino en las delicadas tazas que usaba para adivinar el futuro de una persona. Con brazos y manos fuertes y firmes—que habrían intimidado a un albañil—colocó las tazas en una bandeja y las llevó hasta donde estaba sentada Clara. Sousa no ofreció dulces ni pasteles para acompañar el té porque esta era una infusión especial, llena de promesas y amargura que siempre sabían mal en el fondo de la garganta. Clara agarró su taza y Sousa colocó una firme y carnosa zarpa sobre los pálidos nudillos de Clara, deteniéndola.

    "Espera. No es bueno tener tanta prisa," dijo Sousa chasqueando la lengua. Clara agarró la taza de nuevo en cuanto la adivina le soltó la mano. “Siempre con prisas. Corriendo hacia la muerte, ni siquiera lo piensas dos veces."

    "Es mejor que estar tumbada aquí esperando que suceda algo emocionante," se quejó Clara. Bebió un sorbo de té, aunque claramente era una lucha no engullirlo de golpe para obtener su futuro más rápido. “Lo único que hago es ir a fiestas estúpidas llenas de gente estúpida. Ya es hora de que ocurra algo real, algo en lo que de verdad pueda hincar los dientes. Tengo un plan. Así que, Sousa, tienes que decirme lo bien que va a resultar todo, porque todo—y me refiero a todo—depende de ello."

    Sousa se encogió de hombros. "Yo solo digo lo que dice el té."

    “Tiene que ser más que eso," insistió Clara. "Necesito detalles, necesito nombres y fechas y carreteras y direcciones y..." Se tragó lo que quedaba de té y se estremeció cuando este le quemó la garganta. Le arrojó la taza de té a Sousa. "Toma. Adelante. Léeme."

    Sousa se negó a aceptar la taza. Ella suspiró mientras hundía su gran corpulencia redonda en la silla frente a ellos, las paras crujieron bajo su voluminoso peso.

    “Prisas, prisas," murmuró Sousa.

    Él se estremeció involuntariamente cuando ella le echó el ojo de rimel negro y ceja dibujada a lápiz alzada en lo alto de la frente como una marca de verificación.

    "Tú," le dijo Sousa como si le estuviese viendo por primera vez. Sus ojos se convirtieron en negras rendijas. "Tú eres muy aburrido. Muy aburrido y estúpido. Haces que me canse con solo mirarte."

    "Siempre dices esto," le recordó él.

    “¿Por qué es esto cierto? Nadie es tan penosamente lento, pero tú, tu vida, no es simplemente abierta y sencilla, es como el formulario de un seguro. Aburrido, más monótono que un plato de ducha. Esto es extraño, esto. Es como si no tuvieses ningún futuro ni pasado que investigar. ¡Bah! ¿Para qué te molestas y desperdicias mi té? No me dejas nada más que hojas muertas."

    Ella gruñó y se pasó una vasta y ancha palma por una de sus varias papadas, una perla de sudor capturada en su centro. Clara empujó su taza de té hacia ella. Sousa apartó un trozo de hoja seca de té de un lado de la taza y lo empujó por el interior hacia el fondo junto a la uña del dedo índice. La adivinación de Sousa era un proceso intensamente físico, sus hombros se encorvaban, sus llamativos labios chasqueaban y siempre esa gran mano deslizándose por la parte inferior de su cara de rana, con gruesas uñas burdeos raspando los gruesos pliegues de su mejilla.

    "Hay un viaje...," comenzó ella.

    Clara gritó como si le hubieran dicho que había ganado un concurso. "¡Lo sabía! ¡Sabía que estaba en el camino correcto!"

    "Vas demasiado deprisa," dijo Sousa frunciendo el ceño sobre la taza. Le lanzó a Clara una marchitante mirada que intentaba sustraer la confianza de su alegría. “Hay problemas surgiendo de este viaje. Está muy lejos, por muchas tierras se irá…."

    "California," espetó Clara.

    Él tomó la noticia como si ella le hubiese apuñalado brutalmente. Su cabeza giró hacia ella, boca abierta en estado de shock. Ella le lanzó una loca y feliz sonrisa, un sentimiento de felicidad que claramente él no compartía.

    "Nos vamos justo después de esto. Justo después de que Sousa me dé su bendición."

    "No entiendo." Él frunció el ceño, tratando de reconstruir los fragmentos de mentiras y verdades que ella le había dicho desde que se conocieron. "Dijiste que mi objetivo seguía aquí, en Chicago."

    "Bueno, pues ya no lo está. Ahora está en California y tú te vienes conmigo, porque no hay otra forma de encontrarlo, ¿verdad?"

    Clara puso los ojos en blanco ante su persistente sorpresa.

    “Mira, sé que piensas que te guié mal anoche, pero el hecho es que estuve hablando con un policía que llevaba demasiadas encima justo antes de salir a encontrarme con vosotros dos. Me dijo que había visto a una persona que coincidía con la descripción de tu objetivo subiendo al tren con destino a Los Ángeles no hacía ni cuatro horas antes de la fiesta. Yo hago mis deberes, los hago. No me mires así, no estoy mintiendo."

    Ella volvió su atención a Sousa. "Sigue leyendo. Esa hoja, esa justo ahí en el fondo, ¿qué significa? Me llamó la atención y tengo que saberlo, tiene que significar algo importante, ¿verdad?"

    Curioso, él también miró dentro de la taza, pero lo único que pudo descifrar fue que estaba agrietada y sucia, con un espantoso patrón de flores azul pálido adornándola. El asa estaba astillada y él podía ver cómo pinchaba los dedos de Clara mientras ella la usaba.

    Sousa se encogió de hombros, quitándole la taza. “Esa es la muerte. De la que te hablé antes."

    Clara frunció el ceño. "¿Qué quieres decir?"

    Sousa le mostró una acuosa mirada. "Yo no repito."

    "No lo entiendo. Me voy de viaje, uno largo, a California. Voy a dar a conocer mi nombre en Hollywood y a entrar en las películas, como había planeado. Mi amigo de aquí viene a dar un paseo y hacer algo de compañía, por lo que no hay necesidad de toda esta charla de condena y tinieblas y muerte. Qué grosero, Sousa. Yo tenía mejor opinión de ti."

    "Tú no tienes opinión de mí ni de nadie," respondió Sousa con firmeza.

    La adivina se levantó de su chirriante silla con una serie de gemidos y arrojó la mellada taza de té al fregadero.

    "Yo te he dicho tu futuro. Ahora podéis iros y dejar descansar a una anciana."

    Clara estaba furiosa. Apretó los puños y sus delgados nudillos se volvieron blancos como el hueso. En su mente, él podía escuchar el clic de la hoja, su memoria no le fallaba ahora, no con ese sempiterno destello de acero que amenazaba el momento. Podía ver la hoja brillando en la consciencia de Clara, un brillo en sus ojos verdes que prometía curar su decepción.

    ¡Serás arpía!" le gritó Clara a Sousa. "¡Vieja, gorda y fea arpía!"

    Él estaba preocupado, porque a pesar de la apariencia y los extraños modales de la anciana, él sentía lo que podría interpretarse como un cariño por Sousa. Verdad, se trataba más de conocer un cuerpo familiar en un mundo que siempre estaba fluctuando y cambiando, una vista de infamiliaridad desde un instante hasta el siguiente. Aunque él no tenía por qué preocuparse, porque Sousa estaba acostumbrada a esta clase de rabietas de clientes egoístas y sabía lo que decir para calmar sus superficiales consciencias.

    "Pero hay un hombre," dijo Sousa sonriendo con simulada alegría. “Un hombre muy guapo. Él es el faro de luz en un lugar de oscuridad. Pero ¡cuidado!, no sea que te robe algo más que el corazón."

    "Un hombre muy guapo," repitió Clara. Su furia se transformó al instante en risitas de alegría. “Oh, ¿has oído eso? Ahora podemos salir sin preocuparnos, Sousa lo ha asegurado. ¡Nos vamos a California!"

    "No," dijo él. "Yo no."

    Él esperó la furia que ella había vertido sobre Sousa, pero Clara permaneció dichosa, felizmente ajena a sus preocupaciones.

    "Ya he hecho el equipaje. Deberías haber oído cómo me vociferaba papi, pero eso no importa. Las fiestas por aquí son aburridas, y hay más en este mundo que un estúpido capullo con una pistola en la mano y nada en el bolsillo. Yo quiero ir donde están los hombres de verdad, los que saben reconocer la belleza en una mujer. Quiero darle a Hollywood un mordisco, no debería ser gran cosa. Tengo un nombre, un buen contacto, y sé que es real porque el que me lo dio no tenía nada que perder al decírmelo."

    Ella aferró sus perlas y acercó peligrosamente una de ellas a los labios rubí.

    “Vamos a la manera usual, por la Ruta 66. Es una larga carretera que no termina nunca. Probablemente a ti te gustará eso."

    "No," dijo él con un tono de desesperación en su voz.

    "No montés un belén."

    "Tú me mientes. Una y otra vez…"

    "Tú me crees, así que supéralo."

    La frustración burbujeó en su interior y él apretó los puños de su anfitrión. La fuerza en ellos era suficiente para romper el cuello de un hombre fuerte.

    "Ya he malgastado suficiente tiempo contigo," dijo él

    La perla giró en los dedos y ella hizo clic con esta en los dientes delanteros. La sonrisa que le dedicó fue insufrible.

    "No recuerdas lo buena que he sido contigo. Todos esos días en los que llorabas en el suelo de la capilla, convencido de que no podrías sobrevivir. Ese primer día creíste que yo iba a pasar pisando tu cadáver, pero... oh, no, estúpida de mí. Te ayudé."

    Arrojó sus perlas en su regazo. "¿Y qué bien me ha hecho eso? Eres un demonio ingrato, eso es lo que eres. Después de todo lo que he hecho por ti y ahora te quedas ahí sentado, deprimido, diciendo que no quieres emprender el viaje más increíble que hayas podido experimentar. Todo por tu estúpido objetivo y tu misión. Bueno, pues buena suerte si consigues lo que quieres sin mí. Sabes que soy yo quien tiene los contactos. Ya te lo he dicho, ese policía vio tu premio subiendo a ese tren. Es California, allá vamos, para ti y para mí."

    Él miró a Sousa, quien no tenía ningún interés en su críptica conversación, su deber cumplido. La única implicación que quedaba en ella era la paciente esperanza que ambos se marcharan de su apartamento. Clara entendió la silenciosa solicitud, metió la mano en el bolso y pagó a Sousa por la lectura su habitual suma de quince centavos.

    “Nos he conseguido un coche, una auténtica belleza. Te va a gustar."

    "No me importan tales cosas," dijo él.

    Él quería azotar y necesitó toda su fuerza de voluntad para no agarrarle el cuello a Clara entre el índice y el pulgar y romperlo limpiamente. Dejar que Sousa lo viera, dejar que sus superiores viesen lo lejos que había caído desde que le habían dejado aquí sin apenas una advertencia sobre los peligros de aquel miserable y confuso lugar.

    Clara recogió su bolsito y lo mantuvo cerca de sí al pasar al lado de él y abrír la puerta del apartamento. “Gracias mazo, Sousa,” gritó alegremente detrás de ella.

    Sousa no respondió, pero escupió en su fregadero. Cuando por fin ambos estuvieron en el pasillo del apartamento, Sousa dio un portazo tras ellos y selló la puerta con tres cerrojos.

    "No entiendo por qué estás siendo tan difícil," dijo Clara, poniendo los ojos en blanco con un drama exagerado. "Tampoco es que tú estés haciendo algo y, además, con lo que pasó anoche, necesitas alejarte de Chicago lo más posible."

    Él se detuvo en seco. El desmoronante y oscuro pasillo con olor a humedad adquirió una nueva y siniestra dimensión mientras él reflexionaba sobre sus palabras.

    "Yo no hice nada anoche," le recordó él. "Aquello fuiste todo tu."

    "Eso te crees tú."

    Ella balanceaba los brazos de un lado a otro al caminar, un alegre salto en su paso que contrastaba enormemente con su ennegrecido humor.

    “Ibas tan colocado de aceite de motor que has olvidado un poco de tu historia. Dios, esa mierda te pega fuerte, te vuelve todo raro. Es una pena, la verdad. Eres mucho más interesante cuando vas bebido. Si no fueses tanta carga, te diría que bebieras esa cosa hasta explotar. Tenemos más en común cuando vas suelto del todo."

    Él se presionó contra la caja torácica, sintiendo las afiladas astillas clavarse en su maleable esencia. "Estás mintiendo. Yo no soy como tú."

    "Yo no miento siempre," le aseguró. “Venga ya, ¿por qué iba a mentir sobre algo así? Esa era mi clase de noche favorita, una que termina correctamente... o sea, yo ganando por la mañana, y tú lo hiciste posible. Lo recuerdo bien, el modo en que arrastraste el cuerpo a la parte trasera de ese coche y lo fácil que fue para ti empujarlo dentro del maletero. Algo obvio, pensé yo, pero ¿quién soy yo para opinar?

    "Fuiste tú," insistió él, la astillada costilla se hundió profundamente en su esencia, magullándole. "Tú fuiste la asesina. Yo no hago esas cosas."

    “Tiene gracia que todos digan eso. Supongo que yo también lo haría, al menos vale la pena intentarlo para no ir al patíbulo, ¿tengo razón? ¿Todavía cuelgan a la gente aquí? ¿No es eso histérico? No lo tengo claro."

    Ella dio una carcajada ante la ironía, sus perlas danzaban contra su abdomen mientras ella bajaba las escaleras traseras, las derrumbadas paredes dejaban trozos de cemento en sus palmas mientras se estabilizaba.

    "Ya lo sé. No debería ser tan cruel contigo sobre tu problema con el aceite de motor, especialmente viendo que yo misma soy una verdadera borracha estos días. ¡Creo que aún estoy borracha!"

    "Yo solo tengo un objetivo." Él apretó los dientes de su anfitrión mientras hervía de dolor, a las costillas se le unía ahora un riñón magullado. “Pretendo encontrar, destruir y regresar. Ese es mi objetivo. No hacerte "feliz," no ir a California para que salgas en las películas. Objetivo. A alcanzar. Nada mas."

    "Bueno, no eres la persona con más capas que haya conocido," dijo ella secamente. "Pero a mí no me importa tu misión, Míster Unidimensional. Lo que quiero, a pesar de esta pequeña rabieta tuya, es exactamente lo mismo que tú. Una resolución a un problema. Tu problema es la necesidad de destruir a alguien, y ciertamente puedo simpatizar con eso. Pero yo estoy en una misión de construcción, una para mí misma. Voy a sacar mi lamentable vida de este lodazal y hacerme rica y famosa como se supone que debo ser. Si te interpones en mi camino hacia eso, en mi propia misión, bueno, entonces supongo que tendré que verte como otro bobo obstáculo más de los que tendré que deshacerme para poder seguir moviéndome."

    "Tú no puedes amenazarme."

    "Lo hice. Me gustó hacerlo. Creo que podría volver a hacerlo alguna vez."

    Balanceaba el bolso a su lado en un amplio arco cuando ambos salían por una puerta lateral y entraban en un callejón brillantemente iluminado. Siempre estaba visitando callejones con ella, pensaba él, como un gato callejero hurgando en la basura.

    Ella salió andando del estrecho espacio hacia el brillante sol de la mañana, brazos extendidos hacia su calidez en adoración.

    “Es así todos los días en California. Ni una nube en ninguna parte, ni siquiera en tu alma."

    "¿Estás segura de eso?"

    “Siempre dudando de mí y llamándome mentirosa. ¿Te parece este coche una mentira?"

    Un aerodinámico descapotable blanco relucía a la luz del sol. A su ahora muerto amor previo claramente le había gustado ser visto. Especialmente con aquella baliza blanca entre un mar de techos negros en las concurridas calles de Chicago. Aquel era un vehículo que se abrazaba a la carretera con un estilo glamoroso. A menos que lloviera, en cuyo caso uno tendría que sufrir ahogamiento. Él no necesitaba a Sousa para saber eso.

    "¿Cuánto tiempo nos llevará?" preguntó él, ya resignado al plan.

    Ella tenía razón, por supuesto. Él no tenía nada que esperar en Chicago, aunque ella le estuviera mintiendo. Su objetivo podía estar en cualquier parte y él tenía que confiar en que sus superiores tenían razón sobre el método que habían elegido.

    Él se apartó de la costilla astillada y del riñón magullado y llenó los pulmones prestados con la gasolina de una ventosa mañana de verano en Chicago.

    "¡Mira esto!" exclamó ella, y sacó un ridículo sombrero cowboy de cuero del asiento trasero.

    Se lo puso y este le abrazó el cráneo. Los grandes ojos de Clara eran enormes sin la distracción de su mata de cabello recogido. El sombrero llevaba unas anchas gafas abrochadas firmemente en la parte superior. Ella parecía preparada para volar en lugar de un simple viaje en automóvil por el país.

    Él se hundió tras el volante, el ángulo le pinchaba el bazo prestado. Estaba seguro de haber tenido una fuga desde anoche. Tendría que repararla más tarde y, con suerte, antes de que la fuga interna se volviera tan grave que tuviera que abrir un agujero en el costado de su anfitrión y liberarla, como un sangriento surtido negro.

    Hizo una mueca mientras colocaba las manos en el volante. "¿Qué es ese terrible olor?"

    "Frankie," dijo ella encogiéndose de hombros. Sacó su compacto y se aplicó polvos en la nariz. "Como he dicho, fue idea tuya. Pobrecillo, eso es un poco fuerte. Yo no lo habría hecho, pero tú insististe. Esto es una ardiente mañana de verano. Él es una banana madura dentro del maletero."

Capítulo 5 - Celebridades

    El cuerpo en el maletero no era su problema más urgente. Él no quería dejar su puesto en Chicago. Le habían colocado en esa región geográfica en particular por una razón, él estaba seguro de ello y, además, era poco probable que ella estuviese diciendo la verdad. Nunca antes la había visto hablar con un oficial, y la probabilidad de que su objetivo estuviese en algún tren nebuloso hacia una ciudad o pueblo de California igualmente indefinible adquiría toda la honestidad de un borracho empapado alardeando de su sobriedad. Con su fortuna asegurada por la sabiamente vaga Sousa y sus hojas de té, Clara era ajena a su malestar. Así como las oscilantes cabezas sobre la barra del bar clandestino vigilaban amorosamente sus bebidas, Clara hacía lo mismo con sus mentiras.

    Aun así, era difícil denostarla por completo, pues hacía tiempo que él había aprendido que sus ridículas afirmaciones a menudo surgían de fragmentos y piezas de una verdad mayor, una verdad transformada en una robusta mentira con una pieza de rompecabezas de honestidad entretejida en su interior. Por tanto, su conversación con el policía obviamente nunca había sucedido, pero cualquier borracho podía haberle proporcionado alguna pista, como la de su objetivo subiendo a un tren hacia un destino desconocido.

    La Tierra consistía en algo más que aquella ciudad sucia y ventosa, un hecho simple que él tenía que recordar. Aunque sus viajes los llevaran al otro lado del continente, no estaba fuera de lo posible que su objetivo estuviese en algún lugar de esa ruta, especialmente si ellos seguían el tren.

    Era un juego de casino, y uno altamente improbable que le valiera una victoria. Había cientos de millas de posibilidades que cubrir en todas las direcciones, y ellos estaban viajando solo en una. Él sabía que se estaba aferrando a una elección, a cualquier elección, pues su objetivo había desaparecido de la vecindad hacía mucho tiempo, oculto tan profundamente que incluso los superiores no tenían idea de cómo debía él proceder. Clara estaba sentada a su lado en el coche con los labios rojo oscuro apretados mientras revisaba su tono en el retrovisor lateral. Él no confiaba en ella, pero sentía una insistente necesidad de seguir sus instrucciones y, aunque la evidencia de sus mentiras pasadas le decía que el viaje era una idiotez, sus instintos le gritaban que hiciera lo que ella decía.

    Se rascó bajo la barbilla, la textura era una fina capa que raspaba furiosamente las uñas de su anfitrión. Unas molestas ronchas rojas en el cuello le picaban y cuando se revisó las uñas, una capa de piel humana yacía incrustada en ellas como escamas de pescado.

    "Estoy segura de que es el aceite de motor," dijo ella encogiéndose de hombros, no del todo preocupada por el nuevo síntoma extraño que exhibía el cuerpo de su anfitrión. "No puedes llenarte las tripas con esas cosas, no está hecho para seres humanos. Si fueses este automóvil, tal vez, e incluso entonces podrías hacerle algo malo al motor. Pero nosotros no tenemos pistones ni poleas, ¿sabes? Por si no lo habías notado, somos principalmente agua y, si sabes algo de química, sabrás que el agua y el aceite no se mezclan." Ella le ojeó críticamente. "No deberías usar esas túnicas de sacerdote. Atraerás demasiada atención."

    Él puso el automóvil en marcha y comenzó lentamente hacia la carretera principal. Ella estaba acurrucada en el asiento del pasajero, con la espalda pegada a la puerta, las rodillas dobladas hasta la barbilla en lo que parecía ser una pose incómoda.

    "No te pongas depre," dijo ella haciendo pucheros. "Deshacerse de él será fácil."

    "Eres demasiado confiada," advirtió él.

    Ella resopló, sus perlas se acercaron a sus dientes. Ella las golpeó con su sonrisa, marfil sobre blanco grisáceo. “Por supuesto que debemos tener cuidado de dónde lo dejamos. No te preocupes, una vez que salgamos de la ciudad y nos dirijamos al Sur, hay muchos aparcamientos vacíos y granjas abandonadas por el camino. Frankie me lo dijo él mismo. Si nada de eso está disponible, tengo un lugar en mente para él, uno que él apreciaría." Ella suspiró, como si estuviera cansada. "Supongo que él no era tan malo, hasta donde llegan los idiotas como él. Me compró estas perlas en marzo. No son de vidrio, nop, son las cosas reales."

    Su Frankie—ahora hipermaduro en el maletero del coche, con X y O prolijamente en los ojos—no tenía nada más que añadir a la conversación. La víctima de Clara había tenido abundante experiencia en el departamento de exterminio, además de haber sido el cobrador de deudas de un traficante de ron. Había toda una extraña colección de amistades que terminaban fácilmente en asesinato. Una factura impagada. Una mala palabra pronunciada por el jefe de Frankie. Todo el mundo era un objetivo, eventualmente.

    Quizá él no fuese tan alienígena en aquel mundo como pensaba.

    "¿Por qué tenemos que matarle?" Tuvo que preguntar.

    "Lo usual," dijo ella encogiéndose de hombros.

    Apoyó la cabeza en el suave cojín del asiento del pasajero, perlas colgando descuidadamente en su agarre. Su pie tocaba un ritmo, una tonta melodía de jazz que era todo pelusa y chillidos, sin nada del sombrío soliloquio de Langley.

    “Creen que soy estúpida, ese es el problema. Piensan que cuando les pido algo, significa que pueden obtener lo que quieran, cuando quieran, a cambio. Pero la verdad es que sé que todos son idiotas, no valen un bledo. Asesinarían a sus propias hermanas si eso implicara un avance en su estúpido juego del orden jerárquico. Mira, yo tengo ambiciones y no se llega a ninguna parte sin derribar algunas cabezas de vez en cuando."

    Ella batió sus grandes ojos oscuros con fingida inocencia. “Tengo ojazos hechos para Hollywood, y una boca digna de comerse a Valentino. Conseguí un contacto de Frankie, un director que busca a una chica como yo para poner en sus películas. Tengo una dirección y todo."

    "Entonces, ¿por qué matarlo?" Repitió él.

    Giró a la izquierda, un camino extrañamente silencioso a esta hora temprana, sin nadie salvo unas pocas almas abandonadas sin un hogar donde esconderse.

    "Estoy tan harta de pagar el precio por lo poco que obtengo," respondió ella con dureza. “Deja de hacer preguntas estúpidas y sigue conduciendo. Te estoy haciendo un favor y serías inteligente de no olvidarlo. Tú obtienes lo que quieres y yo obtengo lo mío, y eso es todo lo que importa. ¿Lo pillas?"

    "Películas," murmuró él.

    "Ni siquiera sabes lo que son," se quejó ella. Con igual rapidez, su estado de ánimo cambió, su rostro relucía de felicidad bajo la brillante luz del sol de la mañana. “Son destellos de sombras en la oscuridad. Apuesto a que es como en tu casa, llena de luces intermitentes y partes grises de personas y lugares. Sí, eso es lo que son las películas. Lo que la vida era para ti por allá, en ese lugar del que vienes."

    Él agarraba el volante con fuerza, sin querer mirarla. Le ardía la barbilla donde se había rascado, las ronchas rojas eran ahora llorantes partes de él mismo.

    "No," dijo. "No es así en absoluto."

***

    Dio una larga calada al cigarrillo, con los dedos blancos y delgados enroscados alrededor de la boquilla de marfil. Retuvo el humo, como si lo tragara, antes de soltarlo al aire libre donde giró detrás de ella, disipándose instantáneamente en la mañana del campo.

    Habían tardado varias horas en salir de Chicago y había un alivio mutuo al estar atravesando un tramo abierto de la carretera sin más compañía que el susurro de los gruesos árboles con sus hojas chismorreando mientras el coche pasaba a toda velocidad.

    Unas moscas haciendo autostop zumbaron en el asiento de atrás. Se posaron en la parte posterior de su cabeza, amenazando con darle un mordisco. De vez en cuando él las golpeaba y se preguntaba por qué ninguna quería acercarse a Clara.

    "Es insoportable, este calor," le dijo a ella.

    “Por supuesto que lo es, ya es pleno verano. Cielos brillantes y sol todo el camino." Le dedicó una media sonrisa. “Tú espera hasta que lleguemos a lo peor. Considérate afortunado, pasará un tiempo antes de que lleguemos al desierto. Según el mapa, acabamos de llegar a Missouri." Bostezó y arrojó cenizas por encima del hombro hacia el camino arenoso a su lado. "Lo sé, es un poco extraño hacer este loco viaje tan largo. No te preocupes, no todo es línea recta, hay alguien en Kansas a quien voy a visitar. No te pongas depre, Hollywood no va a desaparecer si llegamos una o dos semanas tarde."

    Dio una pensativa calada a su cigarrillo, labios rojos besando humo.

    “Hollywood. Me suena a caramelo en la lengua. O tal vez no, tal vez sea un asqueroso rastrojo si lo piensas. «El maldito jardín está infestado de hollywood». Es algo así. En lugar de gente sacándolo de la mente como ociosa nada, crece y crece y se apodera de todo."

    Una corriente de viento atrapó su cabello corto y lo esparció por su rostro pálido. "¿Sabes lo que pienso? Creo que todos seremos sombras algún día. Trocitos de gris en la oscuridad. Eso es lo que somos."

    "¿Vas a Hollywood para demostrar eso?"

    Ella se quedó callada por un largo momento, sus delgados dedos de fantasma pulcramente metidos bajo la barbilla, cabello oscuro en un halo rebelde alrededor del rostro ásperamente simétrico. La oscura atracción del desierto les llamaba desde su horizonte occidental, diciéndoles que se apresuraran. Sus arenas estaban aún demasiado lejos y el desierto anhelaba disecarles con su sofocante bienvenida. Ella estiró el dedo índice, labios ligeramente separados. Una uña ferozmente cuidada daba golpecitos en un incisivo.

    "Pienso mucho en sus ojos," admitió ella. Entornó los suyos al mirar las hileras de árboles que jalonaban la carretera, sus susurros apagados, críticos. "Eso es lo único de lo que no estoy segura, cuando lleguemos a Hollywood, ya está. En esas películas, los ojos, siempre tan grandes y exagerados. Es más fácil, ¿ves? A veces, cuando saco mi navaja, es como si cada ojo que contemplo reflejara esta luz penetrante. Como un espejo, arrojando fuera el sol."

    Extendió la mano y tocó el aire que pasaba por el lado del pasajero del automóvil, los dedos hicieron movimientos X y O. "Extraño, ¿no? Je. He adquirido algunos hábitos extraños estos días."

    A él no le gustaba el estado de ánimo de ella. Odiaba que ella hablara de esa forma, su estado de ánimo se perdía en sus horrores como si fuesen sueños compuestos de felicidad infantil. Para ella, tal vez eso fuese cierto. Esa proclividad humana a revolcarse en sus vicios como si fuesen sueños nostálgicos le perturbaba y le hacía sentir alienado, una pieza deformada que vagaba hacia su simplista rompecabezas.

    Los compinches de taburete del bar en el clandestino no eran tan diferentes, sus cabezas oscilantes aseguraban—a todo aquel que se atrevía a preguntar por sus familias—que todo iba bien, que sabían cómo ser buenos maridos y padres. Mentiras, había aprendido él, contadas a una botella vacía. El laxo puño de un borracho se tensaba cuando este no estaba apoyado en ese mostrador. Un ojo morado para una esposa. Una bofetada para un hijo hambriento.

    Había quienes luchaban contra estas cosas, pero eran débiles en la protesta, culpando al producto en lugar de a la ausencia de incumbencia humana.

    Cuanto más moral, más profundo es el pecado. Al arañar la superficie de personas autoproclamadas buenas, orgullosas de su perfección, se revelaban secretos más oscuros que era mejor no contar. Siempre había en el corazón humano una sedienta necesidad de desviar la culpa y destacar la inflada y falsa virtud propia. Fanfarronas bocas para ocultar los roídos esqueletos dentro de cada armario.

    «No soy así de malo,» decía una boca torcida y pintada. «Puede que yo no sea un santo, eso seguro, pero ella es una verdadera puta».

    Clara y su severo y permanente juicio. X y O en rodajas pintadas con barras rojo sobre blanco.

    Sentada a su lado, acariciando el aire con la mano, Clara nunca podría estar éticamente más lejos de él, a pesar de ser una compañera de caza. Él era mano contratada, enviado para destruir a un ser específico que no podía encontrar adecuadamente y ella... ella mataba indiscriminadamente, su navaja rebanaba cualquier carne flexible que la decepcionara. Él había sido enviado a matar por una razón. Para ella era deporte. Esto era una incongruencia de propósito que él encontraba difícil de reconciliar.

    "Si mantenemos este ritmo, podríamos llegar a Springfield al final de la tarde," dijo ella esperanzada. “Sigue así y estaremos en St. Louis, Missouri, y luego dentro de la noche hasta que encontremos las Cavernas Merama en Stanton. Allí es donde dicen que el mismo Jesse James solía esconderse cuando estaba huyendo de la ley. ¿Qué te parece eso como nimiedad?"

    Arrojó los restos de su cigarrillo a la carretera. "Voy a dejarle allí, para que pueda sentarse y charlar con el fantasma del viejo Jesse y que le digan que él no era un pez gordo después de todo, eso es justicia. Jesse robaba bancos, se convirtió en una leyenda, un maldito forajido santo americano, eso fue lo que consiguió. "

    Hizo un gesto hacia el asiento trasero, como si el cadáver del maletero fuese un pasajero invisible. Cosa que era cierto. “¿Qué gran cosa hizo este idiota muerto cabeza de leño? Nunca aceptaba ninguna iniciativa, no como nuestro Jesse James. Este cabeza de leño solo aceptaba órdenes, e incluso eso lo hacía mal. Lo último que supe era que iban a darle el hacha de todos modos, visto que había perdido el último envío de licor de Georgio por culpa de un poli de Nueva York. Había un precio por su cabeza. Le hice un favor al tumbarle antes de tiempo."

    Apretó los labios, unificando su lápiz labial. “Imagínate, pensaba que iba a tener un rapidito conmigo en el asiento trasero de este coche. Quiero decir, solo hay que mirar, tampoco es como si hubiera espacio, sería muy incómodo. De arriba abajo en una noche fría y húmeda. Ese no es modo de ser un caballero. Apuesto a que Jesse James le daría un azote de lengua por actuar de esa manera con una chica de primera categoría como yo."

    Él lo dudaba, pero se guardó su opinión, concentrándose en el largo tramo de la carretera que iba a atravesar todo el país. A pesar de sus recelos, estaba contento de estar en la carretera abierta, usando el automóvil para pasar por zonas horarias, una sensación de desconexión que le sacaba de este mundo y le hacía sentir más como en casa.

    La borrosa corriente del paisaje a su lado le recordó la forma en que su mundo intersectaba el tiempo y el espacio, el movimiento constante le daba una sensación de comodidad. Le gustaba la forma en que podía contemplar aquella vista caleidoscópica, sus colores y formas silenciaban la constante charla de Clara. Pero no conseguía bloquearla por completo y los fragmentos captaban su oído por encima del fuerte zumbido del motor. La ansiosa y ágil boca roja de Clara se atiborraba de sus propias palabras.

    "Valentino debería prepararse. Tengo planes para él."

    “Dicen que está con esa puta de Pola Negri, pero yo no soy tonta, ese tiene más clase. Pero nah, yo no debería decir eso de ella. Ella tiene estilo de sobra. Es que estoy celosa, eso es todo. Mírame, ya estoy toda ojos-verdes y aún no he visto un guión."

    "Louise Brooks. Ahora hablamos de una pava con clase, una verdadera chica de primera. Del cajón de arriba. Estoy deseando conocerla. Nos haremos amigas muy rápido, ella y yo, lo sé."

    "La chica tiene verdadera clase. Tengo que admitirlo. Apuesto a que tiene uno en el bolsillo o metido debajo de la falda. Allí, en su liga, para sacarlo deprisa a la primera ocasión. Uno bonito y brillante, no todo oxidado por el uso excesivo como el mío. Ella puede permitirse uno nuevo después de cada muerte."

    “Apuesto a que Louise Brooks tiene una caja de puros llena de navajas. Puedo entenderla. Yo misma tendría una si pudiera permitírmelo."

    Él frunció el ceño ante eso, la hipnotizante dicha de la carretera alterada por el delirante divagar.

    “Louise Brooks nunca ha sido acusada de asesinato," le recordó él. “No hay titulares que digan «Estrella de Hollywood Ríe Sobre Cadáver Mutilado.»"

    Ella bufó. "Eso demuestra lo poco que sabes."

    El aire estaba caliente mientras caía en cascada sobre ellos. El motor del automóvil chisporroteaba y tosia anhelando lubricación. A él le dolían los brazos de agarrar el volante, tenía el cuello rígido. El sabor del aceite se espesó en la parte posterior de su garganta y él engulló una tos gorgoteante.

    “Sé bastante bien cuando alguien está haciendo el idiota," dijo él. Agarró el volante con fuerza, concentrándose en la carretera que tenía delante y negándose a recibir la furiosa mirada de Clara. “Louise Brooks no es más que una actriz de cine. Ella no está atravesando Estados Unidos con una caja de puros llena de navajas automáticas y rebanando gánsteres. No ha habido asesinatos de los que hablar en su vecindad, no hay rastros de cadáveres, no hay testigos, no hay complejas intrigas de robos a bancos que salieron mal o traficantes de ron que no pueden almacenar el inventario de su jefe. Como has dicho antes, no es más que un destello de gris y blanco en la oscuridad, y todo más oscuro que la luz."

    Giró la cabeza hacia ella, molesto por su puchero. Ella tenía los brazos cruzados con fuerza sobre el pecho, los ojos oscuros llenos de malicia. “Tú no estás acostumbrada a decirle la verdad a nadie, ni siquiera a ti misma. Puede que yo no sepa tanto como tú sobre las formas de interacción humana, pero he observado mediante la lectura de vuestros periódicos que los actores y actrices, debido a sus notorias gracias a su arte, no suelen tener el hábito de montar juergas para matar de forma indiscriminada."

    "Como he dicho, eso demuestra lo poco que sabes."

    “Página uno, títular de ayer: «Estreno de Primera Película Sonora». Ni una palabra sobre el arrebato asesino de tu señorita Brooks."

    "Ni una palabra," coincidió ella asintiendo sabiamente. “Ni una palabra sobre nuestro maduro Frankie, tampoco. Sin policías llamando a mi puerta. Sin preguntas, sin periódico preguntándome mi cotización." Levantó la cabeza, barbilla sobresaliendo con feroz orgullo. "¿Qué te dice eso? Si una chica sencilla como yo puede salirse con la suya, ¿qué te hace pensar que Louise Brooks no tiene muesca tras muesca de hombres muertos contados con sus perlas?"

    Se encorvó más en su asiento, victoriosa ante su silencio. “Tú no conoces mi mundo, por lo que no puedes hacer suposiciones. Así es como son las cosas en nuestro cuello verde del universo. Las personas se matan unas a otras y a nadie le importa."

    Él no estaba seguro de esto. Había leído en sus periódicos que se encarcelaba a los asesinos como pago por esos delitos. Pero claro, también eran ejecutados. Asesinos asesinados.

    Tal vez era como Clara había sugerido, una excusa más para hacer lo que era reprensible y llamarlo una victoria moral.

    Tal vez ella estaba mintiendo.

    Como de costumbre, él nunca podía estar seguro.

Capítulo 6 - Cementerio

    Una meditabunda vaca le empujó con el morro en la espinilla y la nariz le dejó gruesas manchas de mucosidad en los pantalones. Por fin se había quitado la túnica de sacerdote y se había puesto una chaqueta de traje y pantalones a juego, con una camisa blanca lisa que picaba la piel humana. Clara, en su agresiva sabiduría, había pensado en todo, incluido este atuendo actual. Era mejor no mencionar los medios por los que había obtenido el atuendo, salvo por el hecho de que las manchas de sangre no se veían en el material negro. Ese traje no estaba hecho para él: las mangas eran un poco largas y el dobladillo del pantalón era uno más alto que otro. Alguna costurera ciega lo había montado de esa nueva forma, pensó él. Puntadas en zigzag y líneas—que se negaban a correr perfectamente paralelas a lo largo de las costuras— coincidían con su propio atuendo imperfecto.

    Clara se apoyó en la pala que él había usado para cavar la poco profunda tumba, sus perlas rozaban el mango de madera, se oía el sedoso susurro del bajo de su vestido al ser arrastrado sobre el barro de vaca. Con su ropa de fiesta de la ciudad, ella parecía tan fuera de lugar allí como él se sentía, una estatua solitaria de feliz modernidad ante el opresivo y sufriente trabajo duro que les rodeaba.

    "Ya estoy harta del campo," se quejó ella. Apoyó la barbilla en el mango de la pala, labios rojos haciendo pucheros. “Tengo que ir a una fiesta. Llévame a una."

    "Dudo de que haya alguna por aquí," dijo él arrebatándole la pala. Señaló con la cabeza a la decrépita granja en la distancia, techo lleno de agujeros, la casa en la que vivían el granjero y su familia no estaba mucho mejor. “La gente de aquí no tiene mucho dinero, por lo que veo. ¿Todos fuera de tu ciudad son tan pobres?"

    “Chicago nunca ha sido mi ciudad," dijo ella.

    Cruzó los brazos sobre el pecho, su forma esbelta formaba un delgado perfil frente a los tallos de maíz secos, desnudos, que se extendían en un campo separado detrás de ella.

    "Yo no soy una chica del montón. Me gusta Nueva York o Los Ángeles. De una costa a la otra."

    Abrió su pitillera, pero el susurro de una cortina a jirones en la casa del granjero la detuvo. Ella guardó discretamente la funda de ópalo en el bolso, labio inferior mordido de frustración.

    "Vigilante fisgón," murmuró ella.

    "Estamos enterrando a un hombre en su propiedad," le recordó él.

    “Se llevan veinte dólares por el privilegio. Eso no es calderilla. Vivirán a lo grande con eso durante bastante tiempo por aquí."

    Señaló la casa, con la mitad de sus desvencijadas ventanas tapiadas con finos trozos de madera plana y gastada.

    "Como tú mismo has dicho, estos paisanos no son gente de la ciudad. Solo se pasan por allí para rascar algo. Estas personas son tan pobres que no pueden permitirse un cuarto de baño como es mandado. Algo tan básico como eso y está más allá de sus posibilidades. Extraño, ¿no te parece?, Si lo piensas, aquí están viviendo libres en el extenso desierto, alimentando a una nación. Uno pensaría que eso les daría alguna ventaja. Pero solo la gente de la ciudad es rica. Esta familia no puede darse el lujo de darnos una taza de café, no digamos ya una comida gratis."

    Él se erizó. “Estamos ocultando un cuerpo en su propiedad. Imagino que les parece que ya nos han brindado suficiente hospitalidad."

    Ella estiró los brazos hacia atrás, su elegante cuello estirado hacia el sol poniente mientras bostezaba. "No lo sé. Yo misma tengo hambre."

    Él alisó con la pala la tierra que había sacado y examinó el agujero que había cavado. Le pareció que debería caber el cadáver que esperaba en el maletero. Las moscas zumbaban densas sobre el capó del coche, cuerpos gordos y saciados ansiando procrear. El cuerpo humano se desintegraba rápidamente bajo la tierra, le había asegurado Clara. Frankie no sería más que huesos en una semana, y menos que huesos en un año, una vez que los animales salvajes comenzaran a desenterrar sus pedazos. Costillas para los coyotes. Las vacas que caminaban sobre su suave tumba pulverizarían sus huesos en fragmentos de arcilla. Ella sabía de estas cosas, tenía experiencia.

    "Pensé que querías llevarlo a las cavernas," dijo él.

    Con los brazos aún extendidos, su vestido de seda capturaba la brisa del crepúsculo. "He cambiado de opinión."

    Él volvió a mirar hacia la destartalada casa. Una cortina rota se agitó de nuevo y quedó inmóvil. "Estas personas son testigos."

    "No han visto nada."

    "Tienen ojos..."

    "Ya te lo he dicho. No vieron nada."

    Pero él vio duda en esa expresión y un escalofrío de terror le recorrió la columna al pensar en lo que podría suceder si el peso de la navaja de Clara se encontraba con la palma de una mano. Lamentó haber dicho algo.

    Él mantuvo la pala bien agarrada, del extremo chorreaba una repugnante mezcla de barro y estiércol de vaca. Se dirigió a la parte de atrás del automóvil, donde el maletero ya estaba parcialmente abierto. Una negra manta de moscas se daba un festín en frenética infestación. Él la atravesó con un brazo y las moscas formaron grupos alrededor de su cabeza, mordiéndole en el cuero cabelludo, creyendo que él era parte de su vil buffet. Abrió el maletero y soltó una nueva y densa nube de moscardones, gordos y sedientos, chocando ciegamente con las comisuras de la boca y los ojos.

    "No estoy seguro de cómo voy a sacarlo de ahí de una pieza," admitió él. Tocó el cuerpo experimentalmente con la punta de la pala. De pronto se abrió un corte en el costado de Frankie-Que-No-Era-Frankie, y un vil cieno negro rezumó fuera de este.

    "Es casi todo líquido."

    Ella maldijo y colocó las manos en las caderas mientras se dirigía hacia el coche, los zapatos evitaban milagrosamente cada poza y charco.

    “Deberías haber tenido más cuidado. Si lo hubieras envuelto en una alfombra, como te dije entonces, no habría este problema. Ahora nunca nos quitaremos la peste," se quejó. Hizo un gesto hacia la pala. "Mira, no sirve de nada esperar una solución cuando ya tienes una en la mano. Saca con la pala lo que puedas. Tendremos que usar lejía en el resto. Tienen a una letrina a unos cuatrocientos metros de la casa. Eso me dice que tienen mucha lejía para ir tirando."

    Con reluctancia, él hundió la pala en la sustancia viscosa que había sido un ser humano, láminas de epidermis se deslizaban mientras él sacaba paladas de cuerpo. Arrojaba los restos dentro de la tumba, donde aterrizaban con un mojado "plop."

    Sintió náuseas al hacer esto, no por reprensión moral—la cual había sido silenciada al pasar demasiado tiempo en compañía de Clara—sino por la extraña similitud con su propio cuerpo físico. Dentro del cuerpo de su anfitrión, él se deslizaba detrás de costillas rotas y riñones lesionados, su propia forma líquida mantenía sólido el cuerpo humano maltrecho.

    Al hundir la pala en los chapoteantes trozos del hombre al que ella había llamado Frankie, podía sentir una simpatía emergiendo desde su propio cieno protoplásmico.

    La piel del antebrazo se onduló por el estremecimiento interno.

    Él lanzó la pala a los pies de Clara y ella dio un paso atrás, evitando su rancio chapoteo. "No puedo hacer esto, es demasiado repugnante. El cuerpo que estoy usando siente arcadas y, si esto sigue así, terminaré derramándome por su nariz."

    Ella bufó con las manos todavía en las caderas. "No creerás que voy a ponerme a cavar y meterlo en ese agujero como si fuese un cerdo. ¡Este vestido es seda importada de China!"

    "El asesinato es a menudo un asunto sucio," le recordó él. Se apoyó en el maletero abierto del coche, donde los millones de moscas habían vuelto al festín. "Tú misma me dijiste eso."

    Maldiciendo, ella dio una patada a la pala y giró en redondo para irse en dirección a la letrina. "¡Termina lo que puedas, maldito seas, voy a por la lejía!"

    "No necesito hacer nada," le gritó él a la espalda. "Se está escurriendo fuera del maletero y pringando las ruedas traseras."

    Metió la pala en el maletero y sacó una colección de telas y huesos. Dejó la pala sobre los inmundos restos y se alejó del automóvil, dándole la espalda a todo el asunto. Ella ya era una mota de seda gris balanceándose sobre el horizonte. Las cortinas rasgadas revoloteaban de un lado a otro, los ocupantes nunca eran visibles, aunque el movimiento de las cortinas los delataba. Eran una pareja de ancianos, le había dicho Clara. Se ganaban la vida de manera aceptable usando las víctimas de Clara—y quizá las empresas de Georgio—como fertilizante. Los asesinados ponían comida en la mesa.

    Contempló los pegajos en el agujero. ¿Quién era este hombre? La víctima no tenía un nombre real, pues él ya se había enterado de que él mismo era Frankie, no la otra etiqueta que ella le había dado a su anfitrión.

    Él era Frankie.

    Ese desastre orgánico en el agujero a sus pies era, según Clara, Frankie también. Dos personas divididas en entidades separadas.

    Él había oído hablar de tales cosas. Los humanos los llamaban gemelos, y estaba claro que esta era la implicación más probable, que aquel desastre viscoso era otra extensión del yo de su anfitrión. Clara nunca había dicho lo contrario y poco más tendría más sentido. Él estaba bastante familiarizado con el fenómeno.

    Pensó en su verdadera forma al ver la suciedad pegajosa en el maletero, notando que su apariencia física era ahora la misma. Pero este no era un gemelo. Nunca había compartido las experiencias de este Frankie y no podía acceder a esa parte de su mente que contenía la medida de sus recuerdos. Su anfitrión, quien probablemente era el hermano de este hombre, había recibido un disparo en la nuca, la bala se había alojado profundamente en algún lugar del centro, el agujero que había creado seguía allí, pero escondido cuidadosamente con unos pocos mechones de cabello. Llevó la mano detrás de la cabeza, tocando la delatora depresión con las yemas de los dedos. Esto le provocó un extraño dolor en el estómago, no del todo desagradable, pero tampoco del todo agradable.

    Quizá estaba complicando el asunto, y no había una conspiración de gemelos humanos. Esa división celular era una artimaña destinada a empujarle fuera del verdadero camino. No se podía confiar en Clara. La realidad de lo que había sucedido era mucho más simplista y lineal, una línea recta de mentiras que conducían a otras. Este desconocido era otro anónimo paisano de campo que había tenido la desgracia de cruzarse en el camino de Clara. Había pagado el habitual precio fatal.

    Él la había conocido lo que era en tiempo humano un corto período, dos semanas. Y solo en ese lapso de tiempo sabía de media docena de cadáveres del mismo tipo que habían quedado en varios sótanos y escondites en Chicago, pudriéndose lentamente en callejones de atrás y bajo el suelo de tablas de varios bares clandestinos.

    No, esta antigua persona en el maletero no había surgido de su anfitrión actual como él había sospechado al principio, ahora estaba seguro de ello. Quienquiera que había sido el hombre, había tenido información para Clara sobre sus propios objetivos en Hollywood, una molesta idea que ella se negaba a abandonar. Él nunca había visto una de estas imágenes en movimiento sobre las que ella seguía insistiendo, y no tenía ningún deseo real de hacerlo. Ver toda una vida reflejada en las sombras y la luz no se agarraba a su conciencia. De dónde él venía, el pasado, el presente y el futuro se fusionaban constantemente en patrones complejos y extraños. Ver una actuación que partía de un punto lineal y terminaba en otro, saltándose décadas enteras, parecía una omisión infantil. Él nunca sería capaz de encontrarle sentido.

    Apartó con la mano otra pared de hambrientas moscas azules, la pala seguía clavada en el torso licuado de su víctima.

    Mira a ese Valentino sobre el que Clara no deja de hablar, pensó él. Ella nunca había conocido al actor y, sin embargo, su mente creaba una realidad en la que ambos se encontraban, tenían un futuro y culminaba en el crescendo de un beso y una explosión de ardiente luz que los llevaba a ambos a la eternidad. Ella no tomaba cuenta de este viaje, del giro de su navaja automática dentro de personas al azar, ni del hecho mismo de que ella y este Valentino nunca se habían conocido. En el corazón de Clara, el futuro ya había sucedido, pero en su propio mundo, era poco probable que eso sucediera. Las historias que se contaban en su universo eran épicas, compuestas de eventos reales, no de conjeturas, no de esta idiotez llamada esperanza.

    Esperanza.

    Todos los días anhelaba que ella le diese algo que de verdad le sirviera de algo, que le sirviera para cazar a su objetivo y destruir el caos que había arruinado su antaño comprensible vida. Se había infectado con la esperanza humana.

    Presionó la parte posterior de la cabeza de su anfitrión con la palma de la mano. El agujero de bala succionó ligeramente la yema del pulgar. Qué maravilloso sería salir de aquí, volver a casa donde el futuro ya había sucedido y el pasado podía rehacerse.

    Echó un vistazo al lodo primordial que goteaba del maletero del coche y caía sobre las ruedas en una pasta humana y maloliente que nunca sería capaz de erradicar por completo de sus sentidos. El sol se estaba poniendo sobre el tramo de media milla de cultivos secos. Agresivos cuervos negros castigaban la tierra con sus picos puntiagudos en busca de restos de carne ocultos.

    Clara se estaba tomando un horroroso tiempo para volver. No podía ser tan difícil encontrar la lejía, sobre todo cuando ella estaba segura de dónde la guardaban los dueños de la granja.

    Concentró su mirada hacia la letrina, buscando su forma esbelta ante un horizonte cada vez más oscuro. Ningún ondeante dobladillo de seda se encontró con su vista, y él frunció el ceño, preguntándose adónde había ido. A pesar de todas sus tendencias caprichosas, Clara era un espíritu decidido y nunca dejaba un trabajo a medias.

    Miró al humano derretido en el maletero del coche con una inquietante sensación de mal presagio ardiendo en las tripas.

    Las cortinas de la ventana de la granja permanecían inmóviles.

    Seguramente él estaba equivocado: ella no correría un riesgo tan demencial, no cuando estas personas trabajaban para otros con conexiones mucho más mortales que las de Clara. Después de todo, ¿no se había jactado ella mientras conducían por la ciudad de Joplin de lo fácil que era hacer que una persona mantuviera la boca cerrada hoy en día? Uno de los verdes bien colocado resolvía cualquier marcador y cualquier dilema moral. Estas personas tenían que comer y otras personas malas tenían que morir. Les parecía un arreglo justo, a ella y a esta familia de granjeros. Un cementerio preparado con lápidas de maíz y el ocasional bovino de luto.

    La oscuridad comenzó a infiltrarse en la granja, el crepúsculo se transformó en un difícil negro tinta por el que navegar. Él caminó penosamente hacia la ruinosa casa, sus tripas le gritaban que reevaluara la situación, que diera un paso atrás y recordara de quién estaba esperando un comportamiento responsable. Ella era rápida y temperamental, propensa a acciones inesperadas. Él tenía que tener en cuenta que la navegación hacia su objetivo en California había dependido de su constante y celoso seguimiento del comportamiento de Clara.

    La pasta de vaca chapoteaba bajo los zapatos y él se sacudía los grumos más grandes mientras se dirigía lentamente hacia la casa, su paso era tan pesado y lento como el de los no-muertos. Cuando llegó al porche delantero, yacía exhausto dentro de su anfitrión, aferrado a las costillas rotas de la izquierda, su propia esencia viscosa reseca por el esfuerzo. Esperaba que estas personas tuvieran una jarra de agua fría en algún lugar, porque aún era una tarde calurosa, y solo la brisa ocasional ofrecía algún alivio. Tanteó a ciegas los desvencijados escalones que conducían al quebradizo porche, con el suelo lleno de agujeros y astillados pedazos de madera. Un columpio abandonado yacía inmóvil sobre sus bisagras, con las cadenas que lo sujetaban al techo del porche casi oxidadas. Si se atrevía a sentarse, todo el columpio se convertiría en polvo y él caería con él, atravesando el suelo de tablones podridos hasta el frío y miserable lodo que había debajo.

    La puerta no tenía mejor aspecto. Docenas de capas de pintura, cada una de un color diferente, yacían en gruesas capas peladas sobre la madera. Cuando llamó, copos azul y verde pálido le llovieron en la mano. La pintura era lo único que mantenía unidas las fibras de madera. No obtuvo respuesta y, aunque se consideraba de mala educación, giró el pomo y se sorprendió de que este cediera.

    Habían dejado la puerta abierta.

    Inaudito.

    "¿Clara?" gritó en la penumbra mientras la chirriante puerta se cerraba tras él. "¿Encontraste la lejía?"

    Dio un paso más hacia el desordenado vestíbulo, perturbado por el inquietante silencio. "Estamos perdiendo el tiempo aquí. Pensé que querías volver a la carretera al anochecer. Ya vamos retrasados ​​y apenas hemos empezado el viaje."

    Tanteó su camino al avanzar, los perfiles de los retratos familiares caían hacia él desde paredes agrietadas, el papel tapiz del techo caía lastimosamente de sus costuras y se enroscaba en horribles virutas amarillas, alejándose del techo. Esta pareja de ancianos, como había descrito Clara, necesitaba la ayuda de un buen manitas. Supuso que eso sería imposible, considerando cómo se ganaban el sustento.

    "¿Clara?" volvió a llamar hacia las grises tinieblas.

    Chocó con una silla al llegar al pasillo y maldijo porque esta casi le había hecho tropezar. Agitó su propia esencia por la rodilla lesionada mientras seguía por el pasillo mojado de sombrías fotografías de antepasados ​​inclinadas sobre él, sus sombras le ponían nervioso. No estaba muy seguro de cómo describirlo, pero algo en la casa iba mal. Había algo importante que faltaba aquí, y no era solo la necesidad de que alguien entrara de vez en cuando e hiciera las reparaciones necesarias. Había una profunda sensación en la casa, como una triste ausencia. Como un almacén abandonado lleno de trastos rotos y cajas y sin señales de vida humana.

    El pasillo conducía directamente a la cocina. Ahí fue donde la encontró, lámpara de la cocina brillantemente encendida, fregadero llenándose de agua corriente. Detrás de ella, a la mesa del desayuno, estaban el anciano y la mujer, sus muy descompuestos cuerpos sugerían que habían posado para el desayuno durante bastante tiempo. Dado que ambos eran casi esqueletos, él supuso que años.

    Sobre la mesa ante ellos había sendas tazas de café—ahora seco en una densa pasta negra—y dos platos, limpios de todo menos de unas cuantas rayas de fosilizada salsa de tomate. El periódico estaba sobre la mesa, cuidadosamente doblado al lado de la caída forma esquelética del granjero, mandíbula inferior sobre el regazo.

    Él comprobó la fecha. 1924.

    "Llevan años desayunando," dijo ella encogiendo los hombros.

    Dos, para ser exactos, quiso decir él.

    Ella se sirvió un vaso de agua y sonrió ante su refrescante alivio. Miró por la ventana de la cocina sobre el fregadero, sus ojos oscuros se empaparon de horizonte ennegrecido.

    "No tenían que morir," dijo él. "Les pagaste."

    Ella soltó aire abiertamente y lanzó el vaso al fregadero. “Espabila. Nadie mantiene la boca cerrada mejor que los muertos."

Capítulo 7 - Pulpo

    Según los humanos, ayer sucedió solo una vez. Era un lugar fijo en el tiempo y el espacio que desaparecía en cuanto aparecía el presente. El futuro niega rotundamente haber ocurrido alguna vez y vive en tonos de rosa chispeante y feliz, como la carne de un recién nacido.

    Los humanos estaban equivocados en esta suposición, él lo sabía, especialmente con la evidencia de ayer en un espeso charco en el maletero del coche y en la tierra, y de estas dos almas disecadas y desplomadas a la mesa del desayuno. El ayer se infiltra en el presente en una lenta decadencia, envenenando los minutos y las horas con deliberada enemistad. Empuja sus manos empapadas en sangre a través del tono rosado del mañana y lo embadurna con cachos coagulados de realidad. El ayer es amargo y cruel, y no quiere negar su propia influencia.

    Clara no se sentía culpable por haberle vuelto a mentir, y esta vez por una noción tan trivial. Que estas personas llevaran mucho tiempo muertas, a él no le preocupaba. Después de todo, él no había cometido el hecho. Pero el extraño secreto que ella había mantenido sobre ellos le fastidiaba la conciencia. Se rascó la pequeña hendidura en la parte posterior de la cabeza y lanzó a Clara un intrigado ceño fruncido.

    Ella puso los ojos en blanco y sacó un cigarrillo de su enjoyado bolso, luego lanzó el bolso sobre el polvoriento mostrador de la cocina. Se colocó el cigarrillo entre los labios densamente pintados y sacó una cerilla, la cual golpeó en un fogón de la estufa, haciendo que el cigarrillo y ella cobraran vida.

    “Pensé haber visto alguien moviéndose por aquí, y supe que eso no podía ser cierto. Por eso tuve que entrar, y sí, encontré y resolví un problemilla."

    A él no le gustaba el tono profesional que ella adoptaba en estas situaciones, especialmente cuando estas implicaban otro cadáver que él tendría que llevar a cualquier lugar que ella considerara necesario. Miró a los dos silenciosos ocupantes de la pequeña cocina. Una espiral de hormigas circulaba sus platos vacíos.

    "Yo no veo mucho movimiento aquí," dijo él.

    "Tampoco es que fuese como un monstruo o algo así," se defendió ella, y él se preguntó por qué decía tal cosa cuando esa idea no se le había pasado por la mente. “Es un problema de logística, ¿entiendes? Este es un buen lugar para esconder mis problemillas cuando surgen. Esos dos viejos compinches no dejaban de meter las narices en mis asuntos y yo no podía permitir eso. No dejaban de subir el precio, diciendo que iban a llamar a la policía y todo tipo de mierdas locas. No podía dejar que se salieran con la suya, ¿me comprendes?."

    "No estoy seguro de comprenderlo," admitió él. "Dijiste que les habías pagado."

    "De verdad que eres lerdo." Dio una calada al cigarrillo, columnas de humo serpentearon sobre su cabeza en un halo de Medusa. "¿Tienes patatas en los oídos o algo así? Ya te lo he dicho, vi a alguien moviéndose por aquí y sabía muy bien que no iban a ser esos dos." Apuntó su cigarrillo hacia los dos cadáveres, la ceniza de la punta cayó sobre las tablas del suelo. "Sin testigos. Así es como me gusta."

    Él suspiró, infeliz con esta nueva carga. "Así que ahora tenemos cuatro cadáveres en lugar de uno."

    "No seas estúpido."

    Arrojó el resto del cigarrillo a la llama abierta del quemador de gas de la cocina. Con un elegante tirón, llevó las ajadas cortinas de la ventana sobre la llama abierta. El algodón seco se encendió instantáneamente, su patrón rojo claro de tablero de ajedrez ardió en cenicientas luciérnagas. Algunas se reunieron contra la pared del fondo, chamuscando el papel de pared amarillo pelado y seco.

    "No tardará mucho tiempo deshacerse de este lugar. Aunque es una lástima. Era un buen sitio, y tranquilo, al que acudir de vez en cuando."

    Cuando la cocina se prendió fuego rápidamente, el fuego de las cortinas atravesó las paredes y chamuscó los armarios, ella le indicó que la siguiera a la despensa trasera.

    "Nunca había visto a este antes. Probablemente sea un vagabundo buscando refugio, y no demasiado quisquilloso con la compañía que tiene que mantener. Imagínate, dormir en el suelo cuando hay una cama en el piso de arriba perfectamente buena. Tienen un bonito dormitorio aquí, una bonita cama con dosel y cuatro postes también. Almohadas cómodas, lino blanco almidonado, mantenían el lugar muy limpio, le concederé eso a la vieja abuela fisgona. Por supuesto, todo el mundo por estas partes es así, todo trabajo, trabajo, trabajo por nada más que un trozo de patata de la tierra."

    El calor de la cocina comenzó a extenderse por el vestíbulo. Detrás de ellos, en el ahora ensordecedor rugido del fuego, los recipientes de vidrio se rompían y las llamas rugían por los suelos de madera, enrollando las ramas secas de hueso y reclamándolos como carbón. El humo se acumulaba en espesas plumas que se arrastraban por el techo de la despensa.

    “Era solo un vagabundo, como he dicho. Pero tenía la boca de un marinero, así que supongo que es un sobrante de la guerra." Le condujo a la despensa, donde su última víctima había encontrado su destino. “Mira ese parche que lleva en el hombro, ahí. A mí me parece una antigua herida de bala. Probablemente algún extranjero que vino aquí a América a hacer fortuna. Pobre bastardo. Debería haber ido a una gran ciudad. Ahí es donde está todo el dinero."

    "Quizá era ahí donde se dirigía."

    Ella se mordió el labio inferior, contemplando esta nueva adquisición de campo de maíz a sus pies. "Se vino abajo en silencio, le concederé eso. Si quieres mi opinión, se quedaba en esta casa hasta reunir el valor de librarse de sí mismo. ¿Por qué no tenía problemas con esos dos en la cocina si no? Tampoco es que esos sean una compañía animada."

    Él podía sentir el calor de la casa en llamas abrasándole la nuca. Avanzó un paso hacia el interior de la despensa, casi tropezando con el vagabundo muerto en su camino. Clara estaba de cuclillas junto a su víctima, el brillo de su navaja captaba el reflejo de las llamas al fondo. Con diligente determinación, dejó su marca usual en los párpados. Debajo de la frente y sobre los ojos. Una X. Un golpe de su hoja cruzando el otro ojo. Una O.

    "¿También los granjeros tenían eso?"

    Él sentía curiosidad por esta necesidad suya de marcar su territorio asesino. No había revisado los cadáveres de la cocina lo bastante a fondo como para ver las marcas. Habría habido muescas en el hueso alrededor de los ojos. Cortes que, conectados, formarían un patrón idéntico al que ella acaba de crear.

    "Él desaparecerá en llamas con la casa," dijo ella sin responderle.

    Luego limpió la navaja ensangrentada en la solapa del deshilachado abrigo del vagabundo y la cerró. Con manos pálidas iluminadas por el fuego rojo, la volvió a guardar con cuidado en su bolsito.

    Era como un instrumento quirúrgico para ella, pensaba él. Una herramienta en la que había llegado a ser una experta.

    "Has olvidado la lejía."

    Él salió de la despensa y entró en el aire fresco de la noche, un gran contraste con el infierno ardiente que ahora consumía la totalidad de la ruinosa granja. Ella lo siguió de cerca, con un nuevo cigarrillo colgando del labio inferior.

    Él dijo: "Aún está en el maletero del coche. El hedor de tu amigo es insoportable."

    "No le hagas caso," dijo ella.

    Marchaba por adelante con el sedoso e irregular dobladillo del vestido arrastrándose sobre el lodo del campo. Maldijo y se subió la falda, revelando una escandalosa vista de sus rodillas.

    “Ese coche era estupendo para divertirse, pero es muy poco práctico. Tampoco es que podamos conducirlo bajo la lluvia con la capota bajada todo el tiempo. Es un coche para el buen tiempo, igual que él. Nah, no te preocupes, tengo algo mejor en marcha, solo sígueme un poquillo. Sé que hay un buen juego de ruedas justo al otro lado de ese granero. Ese de ahí, el de arriba a la derecha. Un buen Chevrolet robusto, perfecto para viajes largos y escapadas rápidas. Justo lo que necesitamos."

    Detrás de ellos, la casa estalló en una brillante bola de fuego, iluminando su camino. Parecía extraño que ella estuviese tan familiarizada con este lugar, sus pasos estaban en sintonía con cada piedra y retorcida pieza de metal que surgía ante ellos, sus bailarines piececillos pasaban pulcramente por encima de todos los obstáculos.

    "Tú has estado aquí a menudo," dijo él

    "Eso diria yo." Extendió los brazos y giró en redondo. La seda de plata de su vestido la siguió como una bruma. Ella era como un tentáculo de humo escapado del caos ardiente tras ellos. "Se podría decir que crecí aquí."

    Él echó un vistazo a la casa. Un crepitante chasquido resonó en la granja y las ennegrecidas vigas del techo colapsaron hacia dentro, dejando solo el caparazón de la casa.

    "Conocías a esa gente."

    “Pá y la Abu. Pero probablemente ya lo hayas adivinado."

    "No." Frunció el ceño tratando de reconstruir lo que ella le estaba diciendo. "¿Eran tu familia, pero no vivías con ellos?"

    “Las generaciones se mudan y comienzan sus propias vidas," dijo ella encogiéndose de hombros. Le lanzó una mirada curiosa. "¿No es así con tu gente? ¿No tienes una familia de la que brotaste? Oh, lo había olvidado, tú solo eras un rastrojo." Soltó unas risitas en la palma de la mano, ojos oscuros llenos de maliciosa dicha. “Alguien echó semillas al suelo y ahora aquí estás. Un desastroso diente de león, ese eres tú."

    "No es así como sucede." Él la siguió al interior del granero, la luz de la casa en llamas detrás de ellos se atenuó significativamente. "Tendremos que quemar ese vehículo a motor en el que entramos. No podemos dejar ninguna prueba."

    Ella se aventuró más en el granero, en dirección a una gran masa de lona gris. “No había pensado en eso, pero es un buen plan. Los polis podrían pensar que es extraño que haya lejía en el maletero de un coche abandonado. Menos mal que no encontré ninguna. Después de eso, deberíamos dirigirnos a Baxter y llenar de gas este bebé, y mientras estamos allí, también podríamos mirar a ver si hay alguien nontando una fiesta a la que podamos ir. “

    Zarandeó las caderas y balanceó las perlas, manos frente a ella en un fingido paso de Charleston. “Debería tener que esperar antes de salir a la carretera, podríamos haber tenido un smash up como está mandado antes de cambiar a la Ruta 66. Tendría que haberle dicho a Sousa que consiguiera más detalles, que usara sus cartas también, porque son más precisas."

    Las perlas que ella mecía le colgaban de las caderas, salvo por una fila que ella se había llevado a los dientes para golpear ligeramente un incisivo. "Por supuesto, tú no lo entiendes cuando te hablo de conocer el futuro. Para ti, cada maldita cosa se trata del presente."

    "Ahora sí."

    "Eso no es cierto. Te he visto cuando vas hasta arriba de una lata de aceite de motor, remojando las entrañas de ese cuerpo. Se te ponen los ojos todo nublados y la cara extraña. Se retuerce adelante y atrás como si se moviera muy rápido a través de algo, a través de la lente de una cámara, todo se para, se mueve, para, se mueve. Es como si estuvieras ligeramente desincronizado con el mundo. Todo sombras a las qye le faltan algunos de los fotogramas de tu película."

    Ella agarró la esquina de la lona y le dio un suave tirón. Esta se deslizó fuera del automóvil con facilidad, aterrizando en pliegues grises a un lado. Era un vehículo impresionante, uno de acero negro resistente y vidrio, el asiento del pasajero y del conductor estaban cubiertos por una caja de acero y ventanas. Clara se apoyó en el capó del coche, rostro reflejado en el brillante acabado verde oscuro.

    "Es un Chevrolet Coach," le informó. "Voy a conducir yo este por un tiempo. No podía creerlo cuando lo vi, La Abu y Pá desperdiciando dinero en un coche como este, no cuando tenían esa vieja carrera fuera en la parte de atrás y todavía les servía bien. Se negaban a dejarme sacar este, me decían que no era "para una dama." Eran tan anticuados ​​los dos. Algunas personas no pueden soportar la avalancha del progreso."

    Apartó la lona de una patada y abrió la puerta del conductor. El motor traqueteó y zumbó cuando ella giró la ignición. Encendió los faros y le bañó en su fulgor. "¿Te vas a quedar ahí parado?" preguntó, boca roja sonriendo. "Si no te mueves, te paso por encima."

    "Pensé que les pagaban." Él se quedó rígido frente a los deslumbrantes faros, su preocupación puesta en los focos. "Me dijiste que les habías pagado para que miraran a otro lado."

    “Ya has dicho eso, ¿o te estás volviendo olvidadizo con todo ese aceite de motor enjuagándote el cerebro? ¿Crees que esta clase de negocios no es común?"

    Ella puso los ojos en blanco mientras abría la puerta del asiento del pasajero y le hacía señas para que se uniera a ella. "El hecho de que fueran mi Abu y mi Pá no significa que fueran buena gente. Si acaso, deberías entender que tienen que ser lo opuesto. Yo no broté de un jardín de flores como tú. A mí me tocó el bien usado útero de mi madre."

    Él se apartó reluctante del brillo de los faros y se dirigió al lado del pasajero, ojos clavados en Clara mientras ella hablaba. Había una nueva oscuridad manando de ella ante esta confesión, una que tenía poco regocijo adjunto a sus crímenes.

    “Sé que mi papi te dijo que él y mamá eran personas «temerosas de Dios». Todo podrido. La verdad es que mami abandonó a Abu y a Pá a la primera oportunidad que tuvo, y eso fue al quedar embarazada de mí. Papi tuvo que casarse con ella, ¿ves?. Eso es lo que está hecho, la gente comete errores y tiene que vivir con ellos el resto de sus vidas."

    Apretó el acelerador con un delicado pie descalzo y sacó suavemente el nuevo automóvil del granero. Las ruedas chirriaron peligrosamente, amenazando con atascarse en el barro blando.

    “La Abu y Pá se encargaban de mí durante los meses de verano. Supongo que era bueno para ellos. Pero a la Abu le gustaba beber y Pá, él era un pulpo. No fue un picnic para mí aquí, te lo puedo asegurar."

    Él la estudió intensamente. Clara se mordía el labio inferior mientras el coche se abalanzaba por encima de las pastas de vaca y el desconocido número de montones de antiguos socios.

    "¿Qué quieres decir con que era un pulpo?"

    Ella guardó silencio un largo momento, su atención concentrada en el coche que habían abandonado, el cual tenía los faros aún encendidos, y el maletero abierto, exponiendo el desastre orgánico de dentro.

    “Fue extraño cómo sucedieron las cosas. Él no paró hasta que yo cumplí los doce años y comencé a cambiar, como hacen las chicas y los chicos a esa edad. Perdió el interés, así sin más. Se acabaron sus... Quiero decir, si lo piensas, ¿por qué fue entonces, en ese momento de mi vida, que paró? Uno pensaría que debería ser al revés, una niña que se convierte en mujer y toda esa mierda, es entonces cuando se supone que un hombre debe encontrarla interesante." Le miró de reojo con las manos tensas en el volante. “Me he dejado el sombrero de cowboy en el otro coche. Debería salir y recogerlo."

    Dejó el motor ronroneando cuando salió de la carroza, el coche descubierto frente a ella era un estiloso desastre de lodo, rendidos restos humanos y fechorías cometidas en su asiento trasero. Sus pasos fueron cuidadosos mientras se inclinaba sobre el borde y sacaba el sombrero de montar de donde había caído bajo el volante. La falda de su vestido estaba muy por encima de la parte de atrás de las rodillas, dejando al descubierto la ancha banda negra de sus medias y las ligas que las sostenían. Clara se enderezó, el sombrero de cowboy agarrado en un nudo en su mano.

    “Tenemos que prenderle fuego a esto," le gritó. "Hay una lata de gasolina en el maletero del coche."

    "Pero podríamos necesitarla como combustible en la carretera."

    Él sabía que un tanque lleno no duraba mucho, y aunque la gasolina era abundante, no siempre era fácil encontrar una estación de servicio cuando uno salía al campo. Había revisado el mapa, había muchas millas entre Kansas y California, y había pocas esperanzas de que lograran llegar con solo un par de galones.

    “Baxter Springs está lleno de gasolineras. Llenaremos el carro y conseguiremos dos galones más aparte. Te preocupas demasiado. Además, también podemos recoger tu preciado aceite de motor mientras estamos allí. Tal vez incluso oigamos algo de un local por si hay algo de acción en la ciudad, porque siempre la hay, solo hay que encontrarla. Eso se hace con las preguntas correctas y las respuestas adecuadas. Soy una experto en eso, no hay duda ahí."

    Ella le dedicó una amplia sonrisa, dientes del color de sus perlas. “Quiero ser yo quien lo encienda. Tú esparce la gasolina encima y asegúrate de que sea mucha y equilibrada, no queremos que venga la poli pensando que se trata de un gángster aficionado. Coche calcinado, casa calcinada. Notarán que fue un robo que salió mal. Un bastardo mafioso mata a otro aquí en el coche y le prende fuego, y luego los granjeros de la casa lo ven. Él los mata y prende fuego a la casa tratando de ocultar su crimen, pero en lugar de eso se queda atrapado en la casa, se ve abrumado por el humo y se desmaya. El idiota arde con ella. Muerte por accidente, así lo llamarán. Están lo bastante ocupados en Chicago, no les importará si esto parece como dos buenos paisanos enfrentados uno con el otro."

    Él no estaba seguro de si esta sería una explicación adecuada, pero este detalle no parecía importar. Era poco probable que a las autoridades les interesara saber algo sobre los habitantes, o que investigarían el siniestro siquiera. Su Abu y su Pá llevaban muertos dos años y ni un alma parecía haberse preocupado por su extraña y erguida tumba, ni siquiera el vagabundo que había vagado mórbidamente entre ellos. Un coche destripado y una casa destruida tenían poco que ver con el mundo exterior. Como siempre, cosas terribles continuaban sucediendo aquí en secreto.

    Él empapó el descapotable de gasolina y luego regresó al coche antes de que ella arrojara una cerilla encendida. Estalló en una furiosa explosión de gas y petróleo, solo para convertirse en una nube espesa y humeante de ceniza negra y llamas blancas y calientes. Ambos se quedaron sentados en el coche unos minutos, viendo cómo los asientos de cuero blanco se volvían negros. Sin una palabra, ella pisó el acelerador con su piececillo descalzo y giró el volante, llevando el carro de regreso a la carretera abierta. Tenían lugares a los que ir y no tenía sentido mirar atrás por encima del hombro para ver lo visible que era la ardiente carnicería.

    Pero él no pudo evitarlo y echó un vistazo por el espejo lateral, buscando la evidencia de lo que habían hecho en su círculito reflectante. Una manchita naranja fue todo lo que pudo ver. Clara había borrado su pasado, dejando solo el futuro para guiarles.

Capítulo 8 - Barricada

    "Como de costumbre, estás haciendo una montaña por nada. Tú bébete el aceite de motor y mantén la bocaza cerrada un rato, me estás dando dolor de cabeza."

    Él bullía en el asiento del pasajero, su cabeza nadaba con negros pensamientos que resbalaban entre remolinos por la caja torácica de su anfitrión y bajaban hacia el pozo de su gorgoteante estómago. Había llegado hasta media lata y no estaba dispuesto a ceder. Era lo único que silenciaba el parloteo de Carla sobre su inminente vida en Hollywood y el rico tapiz de glamour que la esperaba en el Hotel Hollywood. Él no tenía idea de lo que representaban estos logros, sus promesas eran una vacía e incompleta noción de orgullo que se negaba a tocar la realidad. Se retorció incómodo en su asiento, descansando la cabeza en un ángulo extraño en la ventana del pasajero.

    "Deja de moverte." Carla fruncía el ceño sobre su pitillera, manos fuera del volante mientras rebuscaba en su bolsito su caja de cerillas. "Debe haberse caído debajo del asiento," murmuró antes de sacar un cigarrillo de la caja y metérselo en la boca con rudeza. El Chevrolet Coach se desvió hacia el carril opuesto y un Ford tocó la bocina, chirriando ruedas mientras se preparaba para el impacto. Ella agarró el volante con una maldición audible y giró el carro de regreso a su carril apropiado. Crueles juramentos cayeron sobre ellos cuando el Ford pasó acelerando en la dirección opuesta.

    "Capullo," dijo Carla. Su cigarrillo colgaba del labio inferior. "Mira, no hay necesidad de que tengamos una colisión frontal con el siguiente camión que pase, así que mira debajo del asiento y busca mis cerillas. Caja roja, cuervo grande y gordo en el centro."

    "Algo va mal," dijo él.

    Se apoyó en la puerta del pasajero, su estómago prestado hacía horribles chapoteos. Una oleada de pánico se apoderó de él cuando la sensación se convirtió en la dolorosa puñalada de una costilla rota que cortaba su propia esencia.

    "No estoy bien. ¡No estoy bien! ¡Para el coche!"

    "Solo baja la ventanilla."

    "No, maldita seas, necesito salir, necesito estirarme, necesito…" Tragó una resurgencia que intentaba escapar, la mancha de aceite se filtró por los lados de la boca.

    "Maldito seas," dijo ella con los dientes apretados.

    Dio un volantazo que casi hizo volcar el coche y se detuvo a un lado de la carretera. Apagó el motor y le dirigió una sólida mirada. “¡Quizá deberías salir de este coche y olvidarte de California! ¡Tampoco es que te preocupes mucho por mis sueños!"

    Él abrió la puerta y, con alivio, arrojó el excedente de aceite de motor que se había acumulado en su sistema. El pegote negro quedó como un aceitoso espejo debajo de él y se quedó mirándole durante mucho tiempo. Su cuerpo colgaba mitad dentro, mitad fuera del carro. Su estómago reconsideró seriamente si quería o no permanecer en aquel tóxico pozo negro con forma humana. Él parecía un cadáver, cosa que, de hecho, era. El rostro era de un tono gris gastado, los feos arañazos bajo la barbilla ahora eran ronchas negras que se negaban a sanar. Le chorreaba aceite por un lado de la boca y resbalaba hasta caer en el charco, contaminándolo con una mezcla de saliva y ácidos estomacales. Él se tragó lo que pudo y se limpió el aceite de la boca con el dorso de la mano antes de hundirse en el asiento del pasajero.

    Apoyó la cabeza en la ventanilla, la fría superficie fue un bienvenido bálsamo. Cerró los ojos.

    "Lo siento."

    Clara estaba furiosa en el asiento junto a él, manos en el volante, nudillos blancos. "Eres repugnante. Absolutamente repugnante. Vomitando en la carretera así, como un sucio loco de los bares. Yo no te compré esa lata de aceite, la sacaste de la granja, ¿verdad? Lo sacaste del granero mientras yo sacaba este coche, Te la escondiste debajo de esa fea chaqueta tuya. ¿Qué más has tomado?"

    “Esto estaba en el asiento trasero," dijo él y blandió la lata de aceite de motor, ahora vacía, con gozo infantil. "No hay robo involucrado."

    "Así que la robaste," amonestó ella. "La robaste justo delante de mí."

    Él suspiró y se hundió aún más en el asiento, haciendo todo lo posible por disfrutar de los continuos efectos del aceite de motor en su herida y obligada-a-ser-lineal alma.

    "Tú robaste una granja entera para esconder tus cuerpos asesinados. ¿Y qué si yo tomo un sorbo de tu pegote negro? Tampoco estoy trabajando duro para cultivarlo ilegalmente, como tú."

    Clara levantó la mano para abofetearle, pero él la detuvo con un rápido agarre a la muñeca. Ella lo miró con sus ojos oscuros y maliciosos y recogió el brazo con la piel pálida enrojecida por el agarre.

    “Ya te conté la razón de eso. No podía dejar cabos sueltos."

    Su cigarrillo apagado colgaba peligrosamente cerca del borde de la boca. Ella lo rescató con un rápido fruncimiento de labios que dejó manchas rojas en el filtro. Luego agarró la caja de cerillas que debió de haber encontrado debajo de su asiento y, con manos temblorosas, raspó una de ellas a través de la superficie de pedernal del lateral de la caja. La llama cobró vida y ella la contempló durante un momento antes de encender la punta del cigarrillo. La llama aspiró expertamente. Clara agitó y arrojó la cerilla gastada a la polvorienta cuneta junto a ellos.

    "Es diferente para mí," trató de explicar él, pero ella le dio la espalda para asomarse por la ventanilla del coche. El humo del cigarro revoloteaba sobre la carretera a la que ella tenía prisa por volver. “Tienes que entender que yo no tengo la misma libertad que tú. Tengo una razón para mis esfuerzos, y cuando alguien va a morir es debido a las estrictas pautas que tengo que seguir."

    "Asesino ordenado, ¿eh?" Dio otra calada al cigarrillo, sus ojos todavía brillaban con el fuego que había dejado atrás la noche anterior. “Yo también tengo pautas. Las mías propias. Las invento a medida que avanzo, pero hay reglas que me obligo a mí misma a seguir. Como la de matar bastardos que me han hecho daño, esa es una. No me gusta rebanar personas inocentes, tengo buenas razones para eliminar a las personas que elimino. ¿Crees que eres mucho mejor que yo?." Echó la ceniza por la ventanilla, labios apretados mientras hablaba. "Tú no sabes nada."

    "Sé que aquel vagabundo no te hizo daño."

    Él sacó un pañuelo del bolsillo y secó los puntos de aceite que se habían derramado sobre su blanca camisa almidonada. Tenía el pecho manchado y estaba arruinando la tela.

    "Los hechos hablan más alto que tus murmuradas excusas, Clara. Tú matas a cualquiera que se interpone en tu camino, no porque sea «malo» o representativo de algún mal social. Son meramente barreras que te has encontrado en tu propia vida y las eliminas egoístamente pensando que no van a ser necesarias."

    Ella dejó escapar una siseante corriente de humo ante esto, su cigarrillo estaba acabado. "Nunca lo son."

    "Me estaba preguntando...," comenzó él.

    Sondeó con las yemas de los dedos los extraños cortes debajo de su barbilla, con una vaga comprensión de que tendría que arreglarlo, y pronto.

    Él dijo: “Por toda esta carretera ha habido señales de tráfico que nos apuntaban en la dirección correcta hacia mi objetivo y tu delirante fantasía de Hollywood. Hay señales de «carretera cerrada» y señales que indican las estaciones de servicio más adelante. Me estaba preguntando qué sucedería si decidiera quitarlas todas porque estaban en mi camino mientras conducía por esta carretera. ¿Por qué no debería pasar esa barricada de «No Pasar» y hacerla pedazos?"

    Él le lanzó una fatigada mirada por encima del hombro. “Porque esa barrera me impide conducir directo hacia un precipicio. ¿O es que te gustan los precipicios tan empinados?"

    Ella terminó el cigarrillo y arrojó el resto por la ventanilla. Este rodó como una pequeña ascua y se extinguió rápidamente. "No soy descuidada, si eso es lo que piensas. Yo planeo estas cosas, a pesar de que parecen que estoy siendo imprudente."

    "No se trata de ser descuidada."

    "Eso lo dirás tú." Dio unos golpecitos con uñas de manicura en el volante, con los dedos ansiosos por sacar la navaja y enseñarle exactamente lo que quería decir. Él se reclinó en el asiento, preguntándose si quería molestarse en pelear con ella.

    “Tengo abundantes hombres ahí afuera a los que les gusta prestarme atención. No te necesito cerca, ¿sabes? Debería dejarte tirado a un lado de la autopista, en algún lugar oscuro, y acabar contigo de una vez por todas. Bastardo ingrato, eso es lo que eres. Al menos deberías agradecer que te entienda."

    "Tú no entiendes nada."

    "¡Bastardo ingrato!"

    Ella estaba gritando ahora, su furia en primer plano. Su rostro se volvió de un violento color violeta mientras le gritaba, cada vena de su cuello latía con vida enojada. "¿Crees que no sé lo que estoy haciendo?" chilló, su voz era un crescendo agudo que sacudió el interior del carro.

    Él se apartó encogido, preguntándose si tendría tiempo suficiente para abrir la puerta y escapar antes de que el destello de su navaja automática saliera de donde fuese que ella la tenía guardaba. Se llevó los dedos a la garganta, esperando que cuando ella finalmente lo cortara, la destrucción de su anfitrión fuese lo bastante rápida como para que su esencia escapara de esta.

    “Me ocupo de mis asuntos y me meto en muchos problemas, vale, ¡pero me ocupo de ello! ¡Yo sola! ¿Crees que es fácil juntarse con esa multitud? ¿Crees que no se lo pensarían dos veces antes de deshacerse de una bemol blandengue si se volviese demasiado arrogante? Tienes que ser duro en este mundo, todo es matar o que te maten, ya te he contado esto antes. ¡Así es como funciona este mundo, idiota!"

    Activó la ignición y el motor traqueteó con fuerza y ​​determinación. Puños de acero golpeando unos a otros, forzando la presión. Clara cerró los ojos mientras escuchaba el sonido del corazón del carro, su febril aliento vespertino salía con un patrón regular.

    "No puedes juzgarme de la forma en que lo haces," dijo ella, y su voz ahora era triste, en lugar de enojada. "Me gustas más de lo que crees. Claro, sí, yo tenía padres, tenía una familia, pero estaban podridos hasta el núcleo. Ellos me convirtieron en lo que soy. No necesito estar contigo y tú no tienes que estar conmigo. Podemos ir por caminos separados, si es que se llega a eso."

    Ella le examinó con lágrimas en los ojos, un brillo vidrioso que le cortaba las entrañas más de lo que su navaja podría. "Pero somos amigos, ¿ves? Y los amigos no se abandonan así. Se levantan mutuamente cuando nadie más lo haría. Te animan a perseguir tus sueños." Sus ojos se entornaron ligeramente y, a través de su frágil apariencia, él pudo discernir el más leve destello de su yo habitual y malicioso. “¿Vas a hacer eso por mí, amigo? ¿Vas a seguir animándome a continuar?

    No estaba seguro de cómo quería ella que respondiera. "Te animaré a continuar cuando sea necesario, Clara."

    Ella sonrió, por lo que él debía de haberle dado lo que ella quería. Estaba resultando cada vez más difícil navegar por sus extraños estados de ánimo, los cuales—junto con sus arrebatos asesinos—tomaban una frenética y dispersa autopista emocional que retorcía su esencia en nudos.

    "Todo esto no es nada, no me hagas caso. Solo necesitamos pasar un buen rato. Tú y yo, tenemos que soltar algo de vapor a presión, organizarnos una fiesta." Ella frunció el ceño mientras él se rascaba las ronchas debajo de la barbilla, líneas negras como profundos remaches. "El problema es que no tienes buen aspecto estos días. Te sigo diciendo que ese aceite de motor es muy malo para ti."

    Clara recogió sus perlas y se golpeó un diente frontal con una de las esferas blancas. Esta ya estaba teñida de lápiz labial, su tono era rosa desde mucho tiempo atrás. "Creo que podría ser una buena idea conseguirte un nuevo modelo para conducir. Ya hemos pasado por dos coches a motor, yo diría que te toca a ti un buen cambio."

    No estaba cómodo con cómo iba a suceder eso, pero había notado el creciente desgaste en el cuerpo de su anfitrión y había poco que pudiera hacer para evitar que se rompiera aún más. Además, era un dolor evitar chocarse con esas costillas rotas, y el bazo dañado seguía goteando.

    "Confiaré en tu juicio respecto a quién." Cambió de posición en su asiento, piel seca de su anfitrión áspera contra la tela del traje. “Podríamos haber usado a ese vagabundo. No deberíamos haberlo quemado."

    “Ni hablar, era demasiado viejo e iba lleno de Dios sabe qué tipo de enfermedades. Los tipos así están plagados de sífilis o algo peor. Tú mereces mas." Le dedicó una cálida y genuina sonrisa. "Te conseguiremos algo muy bueno. Algo que combine bien con tu traje."

***

    Condujeron durante dos horas, pero había magros candidatos entre los humanos que se habían reunido aquí. Eran paisanos de aspecto duro y hambriento que vivían día a día bajo la amenazante sombra de la carretera en constante crecimiento. Una serie de estaciones de servicio alineadas en hipercompetición. Una prometía donuts gratis, otra latas de muestra gratis de Brylcream. Clara eligió una estación al azar y un tow-headed chico pelirrojo y con pecas saltó hacia el coche, con una mellada sonrisa contagiosa.

    "Bonitos días que son, madam," dijo. Nervioso, se limpió las manos en la parte delantera del mono. "¿Lleno?"

    "No faltaría más," dijo Clara complacientenente, sonrisa radiante de estrella de cine.

    El joven se sonrojó y sacó un trapo del bolsillo lateral. "Lavamos su parabrisas y todo también. Este coche seguro que es una belleza, debería mantenerlo brillando."

    El chico se puso manos a la obra con diligencia, puliendo el acabado verde oscuro hasta un chispeante relieve. Clara puso los ojos en blanco y centró su atención en su compañero, quien se estremeció cuando ella llevó sus dedos danzando por la parte inferior de su mutilada barbilla. Su adormecimiento fue tan bruscamente perturbado que él se movió hacia la derecha, con la barbilla pegada al cuello. Cuando habló, su voz tenía toda la arena de un papel de lija nuevo.

    "Se está poniendo peor. Creo que ahora es la garganta la que está dañada."

    "¿Qué tal ese?" Señaló por el parabrisas hacia el joven que limpiaba los laterales del coche a motor con la espuma manchándole el mono.

    "Es solo un niño, yo no podría caber ahí."

    “No es solo un niño, tiene unos dieciséis años. Es un pequeño bastardo un poco bobo, eso es todo. Yo no le aprecio mucho, pero tiene la piel sana y no parece que esté a punto de derrumbarse por estar medio muerto de hambre y haber trabajado hasta la muerte como el resto de la gente de por aquí. Además, tú no conservas su apariencia, siempre te transformas en lo que usualmente estás hecho después de un tiempo." Agarró el bolso dando al área alrededor de ellos un buen barrido. “Si lo llevo detrás de esa bomba de gasolina de allí, puedo hacer un trabajo rápido con él. Tú solo entra y toma el control cuando sea el momento adecuado, como la última vez."

    "¿Por qué no buscamos una reunión? Seguramente la gente beberá en esta parte de tu mundo, tiene que haber un sótano en alguna parte."

    Él observó al chico limpiar el parabrisas, tenía una sonrisa increíblemente estúpida en el rostro por la alegría del trabajo duro por poco dinero en el sofocante calor del verano de Kansas.

    “Era más fácil en Chicago, siempre había alguien apropiado. Quizá haya un ministro aquí u otro sacerdote. Me gustan esos, tienen cuerpos espaciosos y músculos bastante saludables."

    “A diferencia de Chicago, aquí se echaría de menos a un sacerdote o a un ministro. A este chico también. Los paisanos de por aquí no son tan prescindibles como lo son en las grandes ciudades." Clara tomó su enjoyado bolso y abrió la puerta del lado del conductor. "Mantén el motor en marcha por si acaso. Las fugas rápidas siempre son de agradecer."

    "Siempre podemos esperar," le gritó él, pero su voz fue un tenso susurro que murió en su ennegrecida y podrida garganta.

    Ella le dedicó una agradable sonrisa por encima del hombro mientras se alejaba del coche y se acercaba al chico, que ahora le daba la espalda. Con un movimiento rápido y fluido que estaba bien practicado, agarró el martillo que él había apoyado en la parte superior de la bomba de gasolina, y con dos buenos golpes en la nuca, le partió la columna vertebral y rasgó una arteria en la base del cerebro, matándolo instantáneamente.

    Él saltó sobre el borde de la puerta del pasajero, medio encorvado, su voz salió en los gorgoteos y susurros fluviales que eran su lenguaje original. El cuerpo que vestía finalmente se partió por la mitad y él cayó fuera de él. La piel podrida resbalaba sobre su verdadera forma en parches, ennegrecida por el exceso de aceite de motor. Clara le observó mientras él reptaba hacia el chico recién fallecido, con un brillo espeso y brillante en su mirada como si estuviera drogado. Era vergonzoso que le pillaran en su verdadera forma de esta manera, pero ahora había poco que él pudiera hacer al respecto. No podía decirle a Clara que se diese la vuelta, pues no tenía boca para articular sus deseos.

    Entró por la oreja y se deslizó hacia dentro. El ajuste era ceñido, pero no tan opresivo como se había vuelto su anfitrión original. Mientras se estiraba dentro, la piel y los huesos del chico se elongaron, su rostro adoptó una forma completamente diferente, una con la que Clara estaba ahora mucho más familiarizada. Los botones del mono se abrieron. Las costuras se partieron en la parte trasera, revelando ropa interior a lunares rojos.

    Se puso de pie ante ella, su yo usual, ahora curado de su pasada incomodidad.

    Ella se golpeó un diente frontal con una perla. “Estás raro con ese pelo rojo. No combina con tu complexión."

    Él deshizo las fibras rasgadas del mono vaquero. Probó la parte posterior de la cabeza con la palma de la mano y quedó satisfecho de que no hubiera una hendidura demasiado profunda. Solo una pequeña depresión circular que se ajustaba perfectamente a la yema del pulgar.

    Su antigua forma yacía en un charco desintegrado al lado de la bomba de gasolina. Su camisa blanca, hecha jirones y almidonada, chisporroteaba debajo.

    "Necesito un traje nuevo."

Capítulo 9 - Perlas

    "Solo eres moral cuando te conviene."

    A pesar de lo acertado de eso, a él le molestó su observación. La piel nueva era un bienvenido bálsamo para su forma torturada. Él extendió los brazos sobre el asiento del pasajero, con la cabeza descansando cómodamente sobre un cojín de punto que la difunta Abu de Clara había dejado en el automóvil. Fuera de su ventana abierta, el pegajoso polvo de la carretera saltaba a su encuentro, bañando su rostro con una niebla fría y arenosa. Por fin estaban en Oklahoma, y él ​​tenía la esperanza de que no hubiera más desvíos en su viaje. El ansia de Clara por estar en California le había contagiado al final. Sentía un extraño anhelo por caminar por las arenosas orillas de una cálida y brillante playa azul.

    "Pondremos gasolina en Luther y luego giraremos a la derecha en Calmut Road. Saliendo de Hydro, seguimos la siguiente calle en línea recta hasta el final." Clara dio unos golpecitos con los dedos en el volante, tarareando una melodía que coincidía con el latido del corazón del motor del Chevrolet. "Cuando lleguemos a Foss, hay alguien a quien me gustaría visitar."

    Su buen humor quedó sofocado al instante. Ella le miró en su espejo lateral y dio media vuelta, sonrisa lo bastante amplia como para comérselo. "No empiece a quejarse ya, Míster Todopoderoso. Puede que sea una ciudad pequeña, pero sé dónde hay una fiesta y abundante calmadores de sed de calidad. Así que siéntate y relájate, porque tengo mis pies de bailarina en marcha. Apuesto a que estos campesinillos no han visto nunca un fox-trot como es mandado en sus vidas."

    Su buen humor no le convenció. Podía sentir una tensión creciente en su nuevo cuerpo, una sensación con la que él tenía mucha experiencia. No estaba interesado en saber cómo se llevaría a cabo su propuesta noche de juerga. No necesitaba ser Madame Sousa para saber que la navaja de Clara encontraría otra víctima antes de que saliera el sol a la mañana siguiente.

    "Estoy cansado." Él se pasó la palma de la mano por la cara, los trozos de tierra arenosa que la carretera le había salpicado lijaron las pecas restantes. "¿Cuánto tiempo antes de entrar en Foss?"

    "En algún momento de esta tarde, creo. No lo sé, en realidad no sigo el mapa. Solo conduzco y eventualmente llegaré allí. Quizas mañana. O al día siguiente. Sí, eso suena bien." Dio unos golpecitos con los dedos en el volante, su voz apenas audible mientras cantaba: "Golly, jeepers, where’d you get those weepers…" [2]

    El espacioso asiento del pasajero ya no estaba frío, comodidad destruida por el agitar de los hombros desnudos de Clara y el golpeteo de las uñas en el volante de cuero, rodillas golpeando con una melodía interna.

    "Has conducido antes en esta dirección," notó él. "¿Cuán lejos has llegado por esta ruta?"

    Ella seguía dando golpecitos con los dedos en el volante, tarareando su irritante y desafinada canción.

    "Clara. Respóndeme."

    "Lo he hecho algunas veces," admitió ella rápidamente. Agarró el volante, armándose de valor para la inevitable discusión. "Vale, está bien, he hecho el viaje cinco veces ya, así que sé burdamente cuánto tiempo va a llevar y no, no llegué a Hollywood como podrías estar pensando. Siempre me retenía algo en Nevada y nunca he logrado llegar más lejos que Glenrio, que es un lugar realmente deprimente. Yo siempre estaba con uno de los chicos, y siempre se volvían estúpidos justo a las afueras de Texola. Enrolaban a un vendedor y los atrapaba la policía, y entonces me enviaban a casa con una nota de advertencia para mis padres. No me mires con esa cara, yo no te mentí. Toda esta conversación de «hiciste este viaje antes» nunca se mencionó, ¿verdad? Así que guarda el gato agrio y relájate. Nosotros no pararemos en Texola. Vamos lo más directamente que podamos a California, promesa de dedo meñique, eso es."

    Promesas. Ella estaba llena de ellas. Suspiró y se hundió más en su asiento, casi derritiéndose en la incomodidad del cuero chamuscado. El viento de la carretera se enroscaba en el aire sobre su cabeza, justo fuera de alcance. Una roca golpeó la puerta trasera del pasajero, lo bastante fuerte como para rayar el acabado verde oscuro. Al menos su traje nuevo era cómodo. Clara había tenido la amabilidad de ir a una tienda de caridad en Quapaw y recoger un traje de tres piezas adecuado para un viaje de verano. Aunque la chaqueta era de un extraño color beige, le quedaba mucho mejor que la vieja de la que había salido con sus usados piel y huesos.

    Lástima que tuvieran que matar al chico, pero en serio, ¿qué opción tenía? No podía deslizarse por el país como la babosa más monstruosa del mundo. Además, tampoco este mundo no estuviera acostumbrado a que la gente desapareciera al azar. Quitar una vida era fácil para los humanos.

    Había aprendido esto el primer día que él y Clara se habían conocido. Él había golpeado la tierra como un chorro de agua sobre piedra resbaladiza, su cuerpo un charco de lodo sin formar que ansiaba encontrar sustancia. Sin la atmósfera acuosa a la que estaba acostumbrado, no había estructura a la que aferrarse. Había rodado y chapoteado a lo largo del oscuro callejón, haciéndose cortes y arañazos con las botellas rotas y los escombros en su camino. No había estado seguro de adónde se suponía que debía ir. Lo único que tenía eran sus órdenes: eliminar a su objetivo y volver a casa. Aún ahora no sabía cómo iba a lograr estas cosas. Pero las perseguiría lo mejor que pudiera. Ese era su trabajo.

    Él había captado entonces las vibraciones de una discusión y, sin saber qué otra cosa hacer, se había deslizado hacia los sonidos, uno claramente agudo, el otro más grave y amenazador. No sabía entonces determinar las palabras, a pesar de su entrenamiento, pero había podido identificar una cierta urgencia cargada de peligro en aquel intercambio de palabras.

    Curvando su lodoforme cuerpo en ondas, se había acercado más, determinado a encontrar un anfitrión adecuado en el que residir mientras formulaba su plan. Mientras se estaba acercando, había sentido una única y masiva onda de sonido dispararse por el aire y luego... nada. Su no-cuerpo había aparecido en el suelo a su alrededor, dedos rezumantes que esperaban encontrar solidez.

    La forma humana había yacido frente a él y, tras una cuidadosa investigación, él había logrado abrirse camino hasta la boca del cuerpo, su verdadera forma fusionándose y reformándose en la forma prescrita que sus superiores le habían entrenado a usar.

    Recordó haberse puesto de pie, la mano de su anfitrión yendo a la parte posterior de su cuello, los dedos probando con interrogación el nuevo agujero en la parte posterior del cráneo. Había oído un grito ahogado detrás de él, y él había dado media vuelta para ver a una mujer joven, cañón de la pistola en mano aún humeando. La mirada de sorpresa de la joven se había transformado rápidamente en enfurecida resolución. Luego le había apuntado al pecho con el arma y presionado ligeramente el gatillo con el dedo.

    "No soy lo que piensas." Él se había llevado las manos al corazón, en un vano intento de protegerlo de la posible perforación fatal de una bala. Había pensado que si no arreglaba eso ahora, si moría antes de poder tomar un respiro en aquel planeta miserable y peligroso, su objetivo escaparía y su memoria sería borrada, un terrible castigo con el que tendría que vivir para siempre.

    De donde él venía, «para siempre» era un lugar tangible. Nunca perdonaba.

    "No soy quien piensas. No soy de aqui."

    La bala le había atravesado un riñón, su rebote había partido costillas que a su vez habían cortado el bazo de su anfitrión. Sin haber calibrado aún su sentido del equilibrio, él se había tambaleado hacia atrás, agitando los brazos como loco por no saber muy bien qué hacer con ellos. Sus ojos habían rodado independientemente el uno del otro mientras él había tratado de concentrarse en la criatura que intentaba matar a su anfitrión por segunda vez. Ella no había tenido miedo. Sus grandes ojos habían estado llenos de malicia, manos firmes mientras le había apuntado con el arma y moviendo el cañón con un "clic" audible.

    "Tienes la misma cara," le había dicho ella, cautelosa.

    Eso no le había parecido posible. Con sus músculos flexionados y su estómago apretado, se había abierto camino hacia la boca abierta del humano caído, su cuerpo aceitoso se había fundido perfectamente bajo la dura capa de piel humana, huesos ligeramente reorganizados para acomodarle. El cuerpo se había transformado a su deseada forma para convertirse en un nuevo humano, uno diferente de su anfitrión original.

    Ella se había mostrado insegura entonces, pero su mano había seguido firme con el arma, mirada fría era una gélida bienvenida.

    "Si eres el diablo, yo soy tu mayor competidor." Ella había inclinado la cabeza hacia un lado, arma apuntada expertamente hacia él en todo momento. “Debes de ser un diablo. Tiene sentido, les gustan los sacerdotes por lo que he oído. A mi no me gustan mucho, pero claro, ¿por qué iban a gustarme? Me parezco demasiado a ti. Demonios, supongo que tienen un montón de apuestas sobre mí en ese lago de fuego, ¿no? Bueno, ¿eres uno de los chicos de Lucifer, enviado aquí para llevarme al pozo? Porque si es así, te rajaré tan rápido que ni tu jefe podrá encontrarte antes. Y entonces lo lamentarás, aquí tirado en trocitos esparcidos por todas partes y sin ningún lugar adonde ir, ni siquiera un Infierno que llamar hogar."

    "No sé de qué estás hablando."

    El arma se había levantado un poco más, dedo picando en el gatillo. "No me gustan estas cosas," había admitido ella señalando el arma en su mano. “Tengo una navajita automática, para mí, que usualmente termina el trabajo. Aún así, nunca antes había tenido que lidiar con un demonio como este, así que supongo que debería tener un arma de mi lado. "

    Parte de él se había filtrado por la nariz del sacerdote y se había olisqueaso a sí mismo al interior de nuevo, su garganta lo había tragado en la nueva forma. "Estoy aquí buscando a alguien, pero no eres tú. "

    "Qué alivio."

    “Les buscan por asesinato. Es mi deber encontrar a esta persona y destruirla."

    "¿Sabes dónde están?"

    "No."

    "¿Sabes qué pinta tienen?"

    "No."

    "¿Tienes un arma con la que matarlos?"

    Él había hecho una pausa, pensando.

    "No."

    "¿Ningún arma? Menudo cabeza de chorlito. ¿Qué vas a hacer, ordenarles que mueran?" Ella había silbado en voz baja. "Seguro que eres una gran alucinación. Pareces bastante sólido, y tienes esa mirada extraña y perdida, como si no pudieras controlar en qué tipo de imagen en movimiento te encuentras. Son todo manchas y sombras, sin actores, sin escenarios, nada. Tienes líneas que suenan falsas y no han sido escritas." Se había mordido el labio inferior mientras pensaba. "¿Seguro que no te ha enviado el Infierno para matarme?"

    “Absolutamente no," había insistido él. "Me enviaron aquí a por un objetivo muy específico."

    "Y ese no soy yo."

    Ella había fruncido el ceño y él había copiado la acción. Esto pareció satisfacerla, y ella había bajado el arma, reemplazándola en su lugar con una mano abierta a modo de saludo. Él había aceptado su mano pálida en la suya, frío tacto de la piel de la joven absorbiendo toda sensación de calidez dentro de él. "Como he dicho. Una gran alucinación. En realidad ni tan mal, tengo cosas peores rondando por mi mente la mayoría de las noches. Bienvenido a la Tierra, extraño."

    Él había sentido la lengua seca. Era una sensación horrible, una textura áspera y escamosa en la boca de su anfitrión que podía sentir con cada trago.

    "Pareces tener sed," había dicho ella.

    Luego ella había inclinado la cabeza a un lado y deslizado la pistola en su bolsito antes de caminar hacia él y deslizar el pliegue de su brazo en el de él. Ella le había apretado demasiado y él había hecho una mueca de dolor. "Ahora somos amigos. ¿Pillas eso? Todavía tienen manchas negras en los ojos, pero no estás tan mal. Te queda mejor que a él cuando estaba vivo, y él era atractivo. Un verdadero Valentino, si pillas mi estela."

    Sus ojos oscuros había brillado con picardía al sonreir y mirar por encima del hombro hacia las profundidades del callejón. “Ven conmigo, conozco un lugar por carretera lleno de música y buenos momentos. Te conseguiremos allí una bebida como es mandado. Eres un tipo afortunado por encontrar una chica de mente abierta como yo. La mayoría simplemente se darían la vuelta y gritarían. Yo no. No me importa enseñarle al diablo un par de trucos." Ella había descansado la cabeza en su hombro, una intimidad que había causado que él se erizara y tratara de zafarse de ella. "Oh, ey, esa no es forma de tratar a una nueva amiga. "

    "Lo siento."

    "Bueno, sabes lo que eso significa..."

    Su boca había estado tan seca. Necesitaba algo, cualquier cosa, para quitarse aquella terrible y dolorosa sequedad. Había podido sentir los extremos de su verdadera forma deshidratarse bajo la incómoda piel. Había podido saborear las escamas de su propio cuerpo, y se había atragantado ante la sola idea.

    "No entiendo," había dicho él tratando de transmitir su malestar.

    "Estás en deuda conmigo," le había informado ella alegremente. "Te hice un favor. Ahora me lo debes."

    Ella le había arrastrado hacia lo más profundo del callejón, y él se había sentido enfermo, seco y desorientado, pues seguramente sus superiores iban a darle más instrucciones, no iban a dejarle aquí tirado y a olvidarse de su misión. Seguramente no era esa la intención.

    "Venga, no seas pelmazo," había dicho ella entre risitas sobre su brazo. Su piel olía a levadura gastada y sus ojos oscuros estaban inyectados en sangre. “Esa música, ¿la oyes? Es el cuerno de Langley, quien le da vida al lugar. Tenemos que llegar rápido, esa música es pegadiza y tengo una picazón en los dedos de los pies que necesito rascarme." Había tarareado entonces junto con la música, cabeza moviéndose al compás del ritmo. "Bueno, tienes que matar a alguien que no soy yo. ¿Para qué diablos?"

    Él había hecho una pausa para cambiarse a un lugar un poco menos incómodo dentro del cuerpo humano. Una costilla rota le había estado atravesando el costado. “Van a cometer terribles crímenes."

    Ella había dado una abierta carcajada. "Parece tan tonto, ¿no crees? Ir tras alguien así sin nada más que un quizá. Primero tienes que dejar que cometan el crimen, adelante, quita ese crimen del camino. Debería ser fácil de encontrar después de eso. Noticias en primera plana, y todo, vuélvete loco."

    go whole hog.”

    Él había tratado de liberarse, pero el agarre de la joven había sido firme en su brazo. "No lo entiendes. La meta es evitar todos los crímenes."

    Ella se había reído de nuevo, regocijo cruel resonando en el oscuro callejón. "Qué Diablo más tonto," había dicho con labios fruncidos en arrogante seguridad. "¿Qué tiene eso de divertido?"

***

    "Despierta, despierta... mierda..."

    Él sintió un desagradable empujón en el hombro y, adormilado, alzó la vista para ver la cara de pánico de Clara mirándole. Ella se inclinaba sobre el asiento del conductor, la mano huesuda le empujó el hombro de nuevo, y él gimió ante su persistencia.

    "Siéntate bien y actúa normal." Le lanzó su bolso. “Pon esto debajo del asiento y escóndelo muy bien. ¿Tengo el lápiz de labios igualado?

    El chequeó. La banda roja parecía suficientemente simétrico, por lo que asintió.

    "No parezco una puta, ¿verdad?" Lo conprobó en el espejo lateral presa del pánico, dedos despeinando su corto cabello. Agarró un suéter que estaba debajo del asiento a su lado y, a pesar del calor del verano del Hades, lo deslizó sobre los hombros desnudos y se lo abotonó hasta el cuello. "Listo. Esto debería bastar para engañarlos, ¿no? No me van a llevar aparte si parezco una viuda beata en busca de un nuevo marido." Volvió a comprobar su lápiz de labios y decidió no usar el tono rojo intenso que había usado antes. "Venga, rápido, pílame un pañuelo, ¡no puedo dejar que me vean así, toda enfulanada como si estuviera lista para un paseo por el muelle!"

    Él bostezó y metió lentamente la mano en el bolsillo trasero, sacando el pañuelo que ella agarró de su mano extendida. Se frotó la boca, emborronando el lápiz de labios y manchándose la barbilla y mejillas con un tono rosado. "No se puede salir y llevar lápiz de labios en un lugar como este, no van a pensar que es correcto. Y tú, mantén tu bocaza cerrada. Eres mi hermano, ¿entendido? Mi tonto y estúpido hermano cabeza de chorlito que se supone que está enseñándome a conducir, pero es demasiado vago y demasiado pelmazo para ser de alguna utilidad."

    Él se sentó erguido en su asiento, curioso por saber por qué estaba nerviosa. Nunca antes había presenciado este estado en ella, ni cuando ella estaba cortando a su última víctima, ni cuando se encontraba con alienígenas en callejones traseros. Estaba hiperalerta, sus ojos se movían rápidamente de un lado a otro de la carretera y a los lados como si estuviera convencida de que una reunión de mafiosos estaba lista para saltar de los arbustos, metralletas listas, torrente de balas atravesando el lateral del coche y en sus suaves y flexibles carnes.

    "¿Qué pasa?" preguntó él.

    Ella mantuvo las manos firmes en el volante, labios en una apretada línea rosa pálido.

    "Polis," dijo ella. "Van y han puesto barricadas en la carretera."

    Una sensación enfermiza brotó dentro de él. Se abrió paso a empujones por el interior del cuerpo, oleadas de miedo cayendo en cascada por la superficie de la piel de su brazo. "¿Eso es malo?"

    "Muy malo," dijo ella. "Si se trata de la granja en llamas..." Ella no terminó su pensamiento.

    Un joven policía guió su automóvil hasta un estacionamiento especial al otro lado de la carretera. Parecía aburrido y acalorado cuando les hizo señas. Clara apagó el motor y detuvo por completo el corazón vibrante y ruidoso del motor.

    "No pienso ir a la cárcel," susurró ella. "No me van a colgar, todavía no, ni hablar, ahora no." Los ojos de Clara se deslizaron hacia él, dedos apuntando hacia donde le había pedido que escondiera su bolso. "Mi navaja," le susurró.

    "No seas boba," dijo él. "Ni siquiera sabes de qué se trata."

    "Se trata de ese incendio. Estoy segura de ello."

    "No puedes estarlo."

    "¡No sabes nada de los polis! ¡Dame mi navaja!"

    Hubo un fuerte golpe en su parabrisas y ambos casi saltan fuera de sus pieles. La boca de Clara era una minúscula «o», mientras que su compañero esnifaba de regeso al interior el líquido negro de su esencia que casi goteaba de su nariz. El hombre que les miraba era grande y opresivo, su boca era una amplia expresión de juicio en su cara de bulldog. Su insignia en forma de estrella relucía a la luz del sol, haciendo que Clara arrugara la cara.

    "Buenas tardes, paisanos," anunció el sheriff. "¿Qué es todo eso sobre una navaja?"

Capítulo 10 - Sheriff

    Su nombre era sheriff Rudolph Borgen y era un hombre muy ocupado. Él podía ver esto por la forma en que el sheriff se crispaba mientras hablaba, moviendo los hombros como si tuviese un millón de cargas que necesitaba desesperadamente sacudirse de encima. El ala ancha de su sombrero colgaba baja por encima de los ojos, los cuales recorrían cada detalle del Chevrolet, por dentro y por fuera. Masticaba un grumo de tabaco negro y lo escupió hacia la parte trasera del vehículo, manos en las caderas, hombros encorvados mientras creaban rizos en el grueso cuello de bulldog. “¿De la ciudad, paisanos? Del Norte, me imagino."

    "Chicago," dijo Clara alegremente. Ella parpadeó y le mostró su sonrisa más dulce, todo dientes y labios rosados ​​e inocentes. "Tenemos gente en Texas a la que vamos a visitar." Su inocencia vaciló ligeramente mientras le miraba inspeccionar su navaja, una oscuridad interior brotó dentro de ella ante aquel mal manejo de su objeto más sagrado. “¿Va a necesitar eso mucho más tiempo? Es mi amuleto de la buena suerte, como le dije. Mi hermano Frankie me lo dio cuando yo era pequeña. Dijo que me ayudaría a superar los malos momentos, eso es lo que dijiste, ¿no es así, Frankie?

    Él se incorporó en su asiento, con sopor, ojos pesados, cuerpo adormilado. El cansancio era inesperado y tuvo que preguntarse si este nuevo cuerpo que había adquirido tenía alguna enfermedad de la que no era consciente. "Por supuesto."

    "Cielos, quedarse dormido así de fácil, ahora puede ver por qué no le dejo al volante. Un verdadero caso de hidropesía, mi hermano la tiene. No le haga caso, es que es un cabeza de chorlito." Volvió la cabeza y miró por el parabrisas, ocultando su creciente oscuridad interior. “Esa navaja fue muy especial cuando me la dio, al menos para una niña que admiraba a su hermano mayor. Supongo que todo el mundo parece muy sabio cuando solo tienes cinco años."

    El sheriff Borgen sonrió y la saludó con el sombrero. "Parece que tenemos cosas en común, señora. Los hermanos CabezaDeChorlito han sido mi especialidad." Apoyó el codo en el techo del Chevrolet, labios hacia arriba como si fuese un perro explorando un olor. Golpeaba suavemente el techo con el borde de la navaja. "Aunque no hay mucho parecido familiar. Ni un pelo de simetría, no señor. "

    Ella continuó con su dulce sonrisa, aunque para el ojo entrenado la tensión en esta estaba quebrando a Clara. "Esas cosas pasan, a veces."

    El sheriff Borgen se rascó el brazo, con los labios todavía hacia arriba en esa pose de olfateo. "Supongo que tienes razón. No tengo gran cosa con quien compararme, visto que mi hermano es un gemelo y todo eso. Debe de ser el pensamiento prejuicioso por mi parte, el de creer que la familia es una rama idéntica de la misma persona. Al menos así es como yo lo calculo. Cuando te miras en un espejo toda tu vida, no dejas de encontrar similitudes donde se supone que no las hay." Frunció el ceño mientras miraba hacia el interior del coche. “Tengo que decir, sin embargo, que me parecéis los dos muy familiares. Debéis de pasar por estas partes a menudo."

    "En realidad no," comenzó él y Clara le lanzó una silenciadora mirada. Él se encogió bajo esta e hizo todo lo posible para devolverle al Sheriff una sonrisa tan cálida como pudo. "No en esta época del año."

    "Ya veo." El sheriff Borgen volvió a centrar su atención en Clara, quien ardía sin llama en el asiento del conductor. Giró la navaja en su agarre, trozos de arena roja se desprendieron de ella y cayeron en su palma. “A mí mismo me gusta viajar en primavera, cuando no hace demasiado calor. El calor del verano golpeando así, especialmente en Texas, es suficiente para freír el alma de una persona."

    Clara batió las pestañas y, con recato, se desabrochó y volvió a abrocharse la parte superior de su suéter. “Sí, bueno, es difícil a veces, pero el coche nos da una buena brisa cuando estamos en carretera. Frankie y yo nos turnamos para conducir, porque siempre hay un camino tan largo desde Chicago, pero nuestra Abu no espera a nadie." Se mordió el labio inferior y sus ojos se posaron en su compañero a su lado. “Aunque tengo un poco de curiosidad. ¿Por qué detiene automóviles como este? ¿Le preocupa que alguien tenga problemas con el motor?

    El sheriff Borgen dio una risilla. Se enderezó, navaja aún en la mano mientras se ajustaba la cinturilla de los pantalones beige de su uniforme. "Bueno, madam, es así... Hubo un incendio terrible que ocurrió hace ya un tiempo y estamos revisando a los paisanos para ver si presenciaron algo fuera de lo común en sus viajes. Fue todo un incendio ese, se llevó una granja y un automóvil también."

    "¡Eso es terrible!" jadeó Clara. Se llevó la mano a la boca abierta y sorprendida. "No me diga que alguien resultó herido..."

    “Ni uno salió vivo, lo cual es una pena," dijo Borgen con tristeza. “Tres personas, en total. Una verdadera tragedia."

    "Diosh," suspiró Clara. Dejó la mano en la boca, como si estuviera horrorizada ante la misma idea. "¿Has oído eso, Frankie? Tres personas. Qué pena terrible, terrible."

    "Por supuesto, no fue el fuego lo que los mató," agregó el sheriff Borgen, deteniendo el corazón de Clara. El hombre apoyó la cadera en el lateral del Chevrolet, la navaja se columpiaba entre sus dos dedos en un bucle circular sin fin. “Ha habido un problema que lleva sucediendo en esa granja últimamente. Sospechamos que los viejos estaban con algunas de las bandas de Chicago, y los habíamos estado vigilando de vez en cuando, solo para verificar los rumores. El problema era que yo no podía obtener una orden judicial adecuada, no con el juez de esta ciudad tan interesado en el sabor del vino. No estoy diciendo que sea un criminal, claro. Él dice que está seco, lo predica bastante bien. Aunque uno podría preguntarse qué tipo de baya sin fermentar hace que le huela el aliento así." Ocultó los ojos bajo el ala del sombrero. "Bueno, no habéis oído esta delicia de mí."

    “Soy sorda de este oído," aseguró Clara.

    “El rumor en las calles de Chicago es que las tierras de la granja se usaban como un cementerio para un buen amigo o dos. Yo mismo tengo algunas sospechas de que hay algo de verdad en eso."

    Ella soltó una risita. "¡Oh, qué bromista es usted!" Rió con la lengua apoyada en el paladar. "Mafiosos de Chicago operando en este agujerito del mundo, quiero decir, seguro que puede usted ver lo ridículo que es eso."

    "Hay cadáveres, y los encontraremos, no se equivoque nadie, hay algo especial en ellos que ha estado molestando a algunos de mis amigos en el Norte durante un tiempo." Trazó el contorno de la ventanilla de su coche con el filo de la navaja oxidada y manchada. “Parece que cada víctima tiene una extraña tarjeta de visita grabada en la cara. Sobre todo en los ojos. Una X y una O. Cuando veo eso tallado en los huesos, sé que tiene Chicago escrito por todas partes." Su puchero de bulldog se convirtió en una amplia sonrisa de tiburón.

    "Pero bueno, ¿qué estoy haciendo, preocupando a una cosita bonita como tú?" Le entregó la navaja, que ella tomó con una mano ligeramente temblorosa. "Ya me lo habrías dicho a estas alturas si hubieras visto algo. Supongo que debes de haberte perdido el espectáculo, y menos mal también." Él inclinó el sombrero de ala ancha hacia ella y le dedicó una dentada sonrisa. Tenía un incisivo de oro que brillaba con el sol de la mañana. "Que tengáis un buen viaje. Cuídense, ahora."

    "Siempre lo hago," dijo ella mientras encendía la ignición y el motor retumbaba a la vida.

    El sheriff Borgen se hizo a un lado cuando el Chevrolet encontró de nuevo la carretera, ruedas levantando polvo y escombros, nube resultante como un grueso escudo opaco contra todo escrutinio más profundo. El sheriff era una línea delgada y esbelta dentro de la nube de tierra, largos brazos extendidos, manos en las caderas, el perfil de su sombrero encarándoles. Su larga sombra parecía estudiarlos en interrogación.

    "Casi no salimos de esa," observó él.

    "Tú cierra la boca." Clara agarró el volante, nudillos blancos y dientes rechinando en un grito silencioso. "Tú ciérrala bien y fuerte."

***

    El silencio en el automóvil era atroz, contaminado como estaba por la ansiedad siempre inquietante de Clara sobre la barricada policial. Él no podía entender por qué ella se había sentido así cuando estaba claro que ellos no eran sospechosos, pues en tal caso el sheriff Borgen nunca le habría devuelto la navaja ni les habría deseado un buen viaje. Tampoco era como si el hombre pudiese atravesar las líneas estatales y seguirles, Clara lo había dicho y ella conocía la ley en lo que respectaba a sí misma. Así, los temores de Clara eran irracionables.

    Además, ella exageraba gravemente la importancia del crimen, pues ¿no había ella dejado en claro, una y otra vez, que la vida humana era inútil, completamente prescindible? Claro, podían atraparla y el estado la asesinaría a su vez. Temer lo que era esperado parecía un insensato desperdicio de energía. Él suspiró y descansó la cabeza en la almohada de ganchillo, su mohoso contenido lo hacía todo aún más picante por el acre calor de la tarde de verano.

    "Llegaremos a Foss pronto," dijo Clara. Su cabeza estaba rígida mientras conducía, manos cementadas al volante a la manera de un maniquí de tienda por departamentos. “Necesito soltar algo de vapor. Será mejor que haya un lugar para que una chica riegue su silbato."

    Soltar vapor. Él conocía bien este lenguaje codificado que ocultaba sus actos de violencia bajo palabras inofensivas. No terminaba una noche sin que los ebrios pasos de Clara le desviaran de su camino prescrito—si ella se salía con la suya, acababan albergando otro pasajero cadáver antes del fin de la noche. Otro apestoso desastre humano con el que él se vería obligado a lidiar. Pensó en los licuados restos del hombre al que ella había llamado falsamente Frankie y un denso pozo de aceite subió resbalando por la garganta de su anfitrión. Él se atragantó y tragó el grumo viscoso con esfuerzo, su pringosa amargura quemaba el esófago.

    "Deberíamos esperar," dijo él eligiendo sus palabras con especial cuidado. "Esa discusión que has tenido con ese oficial de la ley, claramente te ha puesto de mal humor. Si te preocupa que tus actos hayan sido detectados, no tiene sentido meterse en otra situación donde te pueden descubrir fácilmente."

    Un molino de viento de una granja crujió en la distancia, su gótica altura circular asomaba cada vez más cerca a medida que avanzaban por el largo trecho de carretera, sin otro automóvil a la vista. El calor le estaba horneando de dentro hasta fuera, y él se abanicó con el mapa que ella había comprado en Chicago, pliegues de papel en acordeón que no hacían sino disipar ligeramente el aire húmedo.

    "No deberías haber matado a ese hombre."

    Plegó el mapa y lo guardó en el bolsillo lateral de la chaqueta. La almohada de ganchillo yacía tirada en el suelo del automóvil, su aroma mohoso subía flotando en miserables corrientes de aire. La vieja Abu maligna había pensado en la comodidad de un extraño, una vez, pensó él. Había tejido esta fea almohada con cuidado y había tenido la previsión de saber que, eventualmente, un alma cansada acabaría viajando en el asiento del pasajero. Que sería su creación la que les proporcionaría comodidad.

    No era así ahora con el olor rancio de la descomposición que quedaba en la almohada, la misma podredumbre que había capturado el cuerpo de Abu y que se había hecho uno con aquel mohoso y bordado remanente de su vida.

    Clara había dicho que ambos habían sido malas personas. Pero su Abu había pensado en otra persona cuando había creado esa fea almohada de punto verde y marrón, un bálsamo para un alma desconocida que ella aún no había visto. Quizá por eso el vagabundo había encontrado su casa de campo: esa almohada había sido para él, para que diera tregua a su cabeza cansada en un lugar más digno que la suciedad de la tierra. A la mala gente, por lo que él entendía, no le importaba la comodidad de los demás. Eran testarudos e indolentes, demasiado llenos de sí mismos para pensar en otra persona más allá de su ferozmente estrecho alcance.

    Según esta definición, la misma Clara era una mala persona.

    Ella decía mentiras también.

    "No estoy seguro de por qué era tan necesario matarlo," reiteró él. “Solo era un vagabundo. Probablemente ni siquiera llegó a vernos."

    “Nos vio, estoy segura. Y lo hecho, hecho está. No puedo resucitar a los muertos, no puedo colarme en su piel y remodelarlos en la forma que quiera que tengan." Se mordió el labio inferior y entornó los ojos con furiosa tensión. "Eso no importa. Los polis piensan que esto es solo otro golpe de la mafia, y ya le has oído antes, tampoco eran los vecinos favoritos de nadie. Ya te lo dije, sacaban dinero convirtiendo su granja en un cementerio de traficantes de ron."

    "Llevaban muertos dos años." Él mantuvo su voz tranquila, con los ojos siguiendo la costura perfectamente uniforme de la almohada de ganchillo a sus pies. "Te olvidas de que yo he visto tu obra. Eres bastante prolífica."

    "Piensa las tonterías que quieras," respondió ella secamente. "No era a mí a quien estaba mirando el poli."

    Él quedó confundido por esto y se sentó erguido en el asiento trasero con los hombros rígidos, espalda toscamente recta. Los fuertes músculos de aquel anfitrión a veces iban en su contra, exprimiéndole hacia la izquierda de un saludable pulmón rosado.

    "No me dijo más de dos palabras."

    "Buena suerte si crees que piensan que soy una asesina," dio una risita. "No están buscando a una cosita inocente como yo, no llevando este jersey, sin pintalabios, abotonado como una mismísima reina Victoria solterona y encantadora como yo. Estoy oyendo lo que les pasa por la mente tan claro como una transmisión de radio. «Esta no haría daño a una mosca. No, es tan dulce, tan inocente. Un poco vulnerable también. Pobre chica, necesita protección de brutos como él»." Ella le miró, ojos entornados perfilados de negra y verde malicia. "Porque eso es lo que creen que eres. El bruto. Que viene a corromper a una dulce e inocente como yo. Te estarán buscando, eso seguro, a un cabeza de chorlito que no tiene historia de la que hablar, que ni siquiera tiene un verdadero nombre."

    "Te equivocas." Bajó la ventanilla y el aire acre del verano absorbió todo el oxígeno de los sanos pulmones rosados de su anfitrión. "Abu y Pá eran parientes tuyos. Tú eres la conexión más fuerte."

    "Tú solo eres un hombre desagradable que me llevó por el mal camino," respondió ella. "No cuestiones mi inteligencia. ¿Por qué crees que te traje a este viaje? Porque cuando pasa algo malo a mi alrededor, rebota y se pega directamente a ti. Eres una buena tapadera, amigo."

    El molino de viento crujía bajo la escasa brisa capturada a su paso, meciéndolo de un lado a otro en su circunferencia, pero sin llegar a dar una vuelta completa. Los enormes engranajes chirriaban bajo la pesada bienvenida que les daba la estructura, alargada sombra coagulada que viajaba a lo largo del automóvil, oscureciéndolos en su sombra.

    "Eres temeraria y despistada, Clara. Me has mentido demasiadas veces. No hay confianza entre nosotros." Dio una patada a la almohada de ganchillo debajo de su asiento. "Cuando la policía venga a por ti, no los detendré."

    Él no sentiría arrepentimiento. Era lo que había que hacer. Ella era una carga seria, independientemente de su confianza en sí misma. Ya había admitido lo fácil que sería para ella echarle toda la culpa a él, hacerle sufrir por sus propios crímenes horribles. La muerte y el asesinato eran algo común para ella y nunca entendería que aquellas cosas eran tan alienígenas para él, para su comprensión, que él tenía que retorcer la mente en ángulos extraños e incómodos para comprenderlas.

    "Estoy aquí por una razón específica," le recordó él una vez más. "No puedo viajar contigo si no dejas de matar extraños al azar. No hay ningún propósito en eso, no hay razón alguna. Tú dices que eres igual que yo, pero todo son mentiras. Clara, si la policía me cuelga a mí o a ti, eso no importa. Yo sobreviviré a ese final. No puedo decir lo mismo de ti."

    Ella apartó la vista de la carretera. Los ojos oscuros destellaron al atravesarle. El automóvil se desviaba de un lado a otro sobre la carretera, manos descuidadamente sueltas sobre el volante. "¿Entonces qué es lo que estás diciendo?"

    Él se aclaró la garganta. El aceite de motor subió burbujeando y luego se asentó. "Lo que digo es que nuestra relación no es una buena relación."

    "Esta tiene que ser la separación más estúpida que he tenido que soportar." Ella continuó mirándole, el coche a motor desviándose en ángulos peligrosos por toda la carretera, ruedas traseras tentando la cuneta que les reclamana. "Mira, amigo, lo que sucede en este mundo sucede, y no hay vuelta atrás ni se puede reescribir las partes que no te han gustado."

    Ella cogió velocidad. Un guijarro se desprendió de debajo de una rueda trasera e hizo una grieta en el parabrisas trasero.

    "Da igual la porquería que pienses, estás atrapado en esta carretera conmigo. Yo te llevaré donde necesitas estar, porque soy esa clase de persona. Luego te dejo tirado y vas por tu cuenta. Soy esa clase de persona, también."

    Ella se giró despacio hacia el volante, manos con un agarre más firme, automóvil sacado de su frenética carrera zigzagueante. Estaba domado ahora, ruedas alineadas, carretera recta frente a ellos, atención de Clara clavada en la larga, larga carretera que los llevaría donde ambos necesitaban estar.

    "No es tan malo," dijo ella en voz baja. “Pasaremos buenos ratos por el camino y, ¿cómo puede salir algo mal cuando tenemos California esperándonos? Tú deberías terminar tu trabajo, eso te hará feliz, y yo conseguiré mi lugar en las películas. Todos obtenemos algo al final, así es como se supone que debe ser. Quédate conmigo. Estarás bien. Lo prometo."

    Él no estaba tan seguro. "Tú no puedes ver el futuro," le recordó.

    "Tú tampoco puedes," dijo ella. "Ya no."

Capítulo 11 - Restaurante

    Ella tenía hambre y el restaurante que encontraron en Foss estaba ansioso por devorar a dos extraños, aunque hambrientos, clientes. Tortitas y patatas fritas con cebolla picada yacía espesamente en sus platos con un juego de huevos con el lado soleado hacia arriba, mirándoles alegremente. El café era opaco, no muy diferente a su habitual vertido de aceite de motor. Clara picaba del plato con el tenedor, pequeñas abolladuras se clavaron en el lateral de las tortitas.

    "Se supone que tienes que añadir sirope."

    "Odio lo dulce."

    El interior del restaurante estaba impecablemente limpio y eficiente, nada que ver con los típicos tugurios que frecuentaban. Esto contrastaba con las ventanas exteriores, que tenían un polvoriento brillo gracias al viento de arena que se deslizaba sobre la pequeña ciudad, cubriéndola de una capa beige. Las mesas del interior estaban hechas de cromo y vidrio, con sillas de cuero y ribetes cromados a juego. El mostrador no era diferente al del bar clandestino de Chicago, solo que esta vez no había viejos esponjas que lo atracaran ni mejillas empastadas de alcohol ni baba adherida a la sucia y agrietada superficie. Aquí, la cena era familiar: un helado con cerezas en lo alto, un buen sándwich abundante para empezar el día. Servían café y té calientes para los menos adictos al cálido abrazo de las espírituosas.

    Él clavó el tenedor en su tortita y experimentó el sabor de esta..

    Arqueó una ceja con sorpresa. “Esto está asombrosamente bueno. ¿Por qué nunca hemos comido así antes?"

    Ella sorbió el café con cuidado, sin tocar las tortitas. "Porque la grasa no es mi idea de una comida como está mandado." Hizo una mueca y dejó la taza, luego tomó una blanda tostada y la mordió de mala gana. "Te he llevado a lugares maravillosos, no sé lo que estás insinuando. Ganar y comer conmigo no es asunto barato, y con mis contactos tienes a los mejores chefs de todo Chicago cocinando para ti. ¿Esta mierda grasienta y grumosa de aquí? Esto no vale ni para limpiar el suelo."

    "Si no recuerdo mal, la comida no era el foco en aquellos establecimientos."

    "Bastante cierto, pero lo que servían no era este vertido para cerdos."

    Ella estaba siendo demasiado ruidosa y la camarera tras el mostrador principal les miró a ambos con sospecha, goma de mascar chasqueando entre muelas traseras al masticar. Moscas entraban por la puerta abierta del comedor y se posaban en la impecable disposición de pasteles, galletas, sándwiches y urnas de metal llenas de café recién filtrado. Clara ahuyentó una con el dorso de la mano, su expresión de disgusto nunca cambiaba.

    "Te enseño la verdadera comida y la verdadera cultura y eres como todos los demás. Te doy una cuchara grasienta y un tenedor y estás listo para la vida."

    "No es así," trató de explicar él. "La comida aquí es mucho más... rústica."

    "Rancia, querrás decir." Le miró críticamente mientras él ahogaba sus patatas fritas caseras con ketchup. "¿Cómo puedes comer esto?"

    "Ya te lo he dicho, está bastante bueno."

    "Eso no es lo que quiero decir. El cuerpo que estás usando no está vivo, ¿cómo puedes digerir esas cosas? ¿Cómo puedes saborearlas siquiera?"

    Él hizo una pausa sobre el plato, pensativo. Los chorreantes huevos patinaban contra las tortitas marrón dorado, una gota de mantequilla se derretía lentamente en su superficie de terciopelo.

    "No estoy seguro," admitió él. “Quizá es porque este cuerpo estaba muy fresco y había muy poco daño interno. El otro tenía todo tipo de problemas. Columna vertebral rota, bazo con fugas. Este está completamente intacto." Tomó otro bocado. "No has tocado nada."

    "No tengo hambre."

    "Imposible. Si puedes pasar tanto tiempo sin sustento, eres más extraña que yo."

    Ella suspiró, tenedor suspendido sobre el plato con grave reluctancia. “Tengo que vigilar la figura. Dicen que la dura verdad de la cámara te pone algunos kilos, y no voy a perder un papel por tener un poco de carne encima."

    "Pensé que se trataba de talento." Él pinchó algunas patatas fritas y las hizo girar en los espesos restos de sirope, recogiendo trozos del huevo líquido en el camino. "Si puedes mentir bien—una habilidad experta que ya posees—creo que no tendrás problemas para encontrar un papel sin importar si comes una comida de vez en cuando o no."

    El tenedor de Clara pinchó el huevo y lo rompió. Tomó un glóbulo viscoso y se lo tragó con esfuerzo. "¿Mejor?"

    "Tu cuerpo me lo agradecerá."

    "En realidad, me está maldiciendo con una tormenta. Agh, este café es vil."

    Estaban casi solos en el restaurante, con un par de clientes punteando el horizonte del restaurante. Clara señaló a un hombre calvo sentado justo frente a ellos, calva reluciendo como un centavo pulido. Era un caballero mayor, vestía muy formalmente y no comía más que un café y un bollo.

    "Ese es el alcalde de este cuco pueblito moribundo. Detecto a esos farsantes políticos a una milla de distancia."

    Él engulló otra tortita, ceja levantada en interrogación. "No me parece que esté actuando de alguna manera, si lo que quieres decir con farsante es correcto. Está tomando un simple café en un restaurante de su comunidad. No hay nada desingenioso en ello."

    "Ahí es donde te equivocas." Dio otro sorbo de café con una mueca y rompió dentro tostada. Una depredadora obligada a arreglárselas. "Es alcalde y eso implica que tiene una perfectamente bonita casa en algún lugar de este palurdo pueblo, y tiene un buen cheque de paga con el que puede completar su otro dinero. Tiene una criada que le prepara un desayuno mucho mejor que este todas las mañanas, así que, ¿por qué está aquí? No porque tenga hambre, es porque necesita ser visto."

    La camarera salió de donde estaba escondida tras la puerta de la cocina con una taza de café recién hecho en la mano.

    “Tú observa. Hay encanto a punto de ser encendido."

    La camarera era una mujer de unos cincuenta años, pelo gris recogido en un moño. Sus movimientos eran profesionales y precisos. Forzó la sonrisa al servir una taza de café humeante al calvo del mostrador.

    "Buenos días, Charlie," dijo ella alegremente. "Hermoso día."

    La postura encorvada de Charlie cambió instantáneamente: hombros hacia atrás, cabeza nivelada y recta. Una amplia sonrisa se extendió por su rostro, muchos dientes de aspecto saludable y un guiño entornado.

    “Bonito día es, sí, un buen día. Te ves preciosa hoy, Stella. Te has hecho algo diferente en el pelo."

    Stella sonrió y se sonrojó. "Oh, no, está igual que siempre."

    "No, está algo diferente. Quizá solo estoy viendo algo de ese resplandor interior tuyo. El brillo se transparenta."

    "Vamos, Charlie, no tienes por qué halagarme."

    "No estoy siendo halagador, solo estoy afirmando un hecho." Hizo una pausa sobre su taza de café. "Bueno, ¿alguna noticia de George sobre lo que está sucediendo con los desarrollos futuros?"

    Stella se puso rígida visiblemente: "No sé lo que él hace. Tú lo sabrás mejor que yo "

    "Tal vez. Tal vez." Dio dos sorbos más de su café y luego lo abandonó, dejándole a ella una buena propina por las molestias. “Dile que se pase por mi oficina hoy. Me gustaría tener una charla con él."

    La camarera Stella le observó irse con el ceño fruncido de una profunda preocupación. Clara se daba golpecitos en los dientes de marfil con una uña bien cuidada, sus perlas habituales estaban pulcramente guardadas en un estuchito de joyería que había comprado nada más llegar a Foss.

    "Aquí pasa algo," dijo ella acechando la incomodidad con toda la habilidad de un halcón que localiza un conejo herido. "Inquietud en el paraíso."

    "Esto no es un paraíso, solo es un pueblo como cualquier otro, por lo que he presenciado hasta ahora." Él probó el café y tuvo que coincidir con Clara. Era horrible. "¿Cuánto tiempo antes de que volvamos a la carretera?"

    "En una hora," dijo ella distraída mientras observaba a Stella escapar de regreso a la cocina del comedor. Vio que los ojos de la mujer mayor estaban vidriosos por las lágrimas. "O más."

    Se dio un golpecito en el diente frontal con la uña, café en alto como si compitiera con su hábito. Él sabía que, enterrada bajo su estuchito compacto y la pintura que ella se ponía en los labios, la navaja yacía en todo su peso, mango incrustado de rojo con picores por ser usado. Después de la experiencia en la barricada, ella se había quitado el recatado suéter y la sosa apariencia de persona normal. Ahora lucía labios rojo rubí, ojos enmarcados en kohl y cejas dibujadas a lápiz en largas y uniformes líneas.

    Clara dejó la taza de café, espesa suciedad desagradable. “La gente aquí es inútil," dijo haciendo un movimiento amplio con su mano pálida y blanca. "Podría cortar a todos y cada uno de ellos y no significaría nada."

    Él notó que las tortitas se le asentaban mal en el estómago. En el fondo de su bolso enjoyado, la navaja anhelaba rebanar el aire, conectarse con otros en cruces y círculos.

    "No deberías ser tan juiciosa," advirtió él.

    "Juzgaré lo que me dé la gana."

    Ella apretó los labios con fuerza, untando de rojo óxido la mitad superior de los dientes. Señaló al solitario anciano sentado en la esquina del restaurante, sombrero muy bajo sobre la cara, ocultándola de la vista.

    “¿Ves a ese? Ni siquiera quiere que sepamos que está aquí de lo avergonzado que está de este lugar."

    "La vergüenza no tiene nada que ver con querer estar solo."

    Él dio media vuelta en su asiento, una sensación de inesperada valentía lo inundó mientras se disponía a demostrarle que estaba equivocada.

    "¡Hola! Tú, ahí... Ven y únete a nosotros." Sostuvo en alto su taza de café horrible. "Te invitaremos una taza."

    El anciano se agitó en el asiento y levantó levemente la cabeza, mostrando solo la mitad inferior del rostro. Tenía boca pálida, una mandíbula tapada por una fina capa de pelusa gris bajo la miríada de arrugas que comprendía su rostro.

    "¿Qué sentido tiene dar a un hombre café que sabe a mierda? No son modales, señor amable. No son modales en absoluto."

    Aún así, aquello no le impidió levantarse del asiento como una anguila de lento movimiento y caminar hacia ellos, cabeza inclinada, sombrero tapando empañados ojos con cataratas bajo un ala blanca. Arrastró la silla por el suelo de tablas de madera mientras se acomodaba, con los codos juntos sobre el lateral de su mesa.

    "Aún así, es muy bueno y amable que un extraño invite a otro extraño a su mesa. Y aquí está usted, casi terminando el desayuno y todo, y sin embargo quiere estar en compañía de un hombre como yo."

    "¿Qué clase de hombre sería ese?" Observó Clara astutamente.

    El anciano emitió una risilla. "Uno hambriento," dijo.

    Miró detrás de él, asegurándose de que estuvieran solos antes de decir más. La figura encorvada de Stella todavía seguía en la cocina. Él se inclinó, dientes podridos como tocones tras sus labios arrugados.

    "Es muy tacaña estos días, esa Stella. Siempre diciendo que tengo que pagar por adelantado y no obtengo una pizca de nada, ni una migaja, no señor. El cocinero, el viejo Gacy, ese es un caballero que sabe ser generoso, pero Stella no. No le daría a su propia madre una última bebida ni aunque le salvara la vida, no lo haría si su madre no pudiera permitirse los cinco centavos." Tiró del plato intacto de Clara hacia él y comenzó a mordisquear de este. "Una pena desperdiciar esto."

    El extraño anciano se volvió más atrevido ante la tácita ofrenda de Clara, mandíbula trabajando duro en la tostada rancia.

    "¿Qué está pasando con el alcalde?" Preguntó Clara con expresión aburrida. "Parece muy interesado en ese George, sea quien sea."

    El anciano gruñó un afirmativo. "Charlie es todo un delincuente, de cabo a rabo. Ya sabes cómo es... Aquí está Stella, dejándose las tripas trabajando en este lugar mientras su esposo pasa los días en casa acumulando las ganancias. Él no pone un dedo en este restaurante, no lo hace, y claro, Stella tiene su racha mezquina, como os he dicho. No le da a nadie un almuerzo gratis y le gusta mantener la rienda tensa sobre este asunto."

    Se secó la comisura de la boca con una servilleta y las migas cayeron sobre el plato de Clara. “En 1902, este local estaba situado a pocas millas de aquí, y luego vino una repentina inundación y arrasó el lugar. Lo reconstruyeron en este sitio, pero nunca volvió a ser el mismo. Estamos justo en medio de Clinton y Elk City, y ambas ciudades siguen llevándose nuestro comercio. Nadie se queda en Foss si puede evitarlo, apenas somos una mota en el mapa, como están las cosas. Se dice que cuando construyan la carretera propiamente dicha, evitarán esta ciudad por completo, y ahí es cuando se va al cementerio y no quedarán más que fantasmas aquí."

    El hombre osó dar un sorbo del café de Clara y volvió a dejarlo con una mueca a juego con la de ellos.

    “George paga a Charlie para que mantenga este local abierto. Se dice que Charlie quiere vender la tierra y llevarse unas monedas mientras la propiedad todavía valga algo. George alquila la tierra y Charlie se cree que es el principal propietario." El anciano se encogió de hombros y pasó una uña sucia sobre los trozos de tortita con sirope. "Ese debería simplemente recoger los trastos y aceptar el dinero que le ofrecen, nuestro viejo George. Pero Stella, esa es demasiado terca, demasiado llena de sí misma. Que no os engañe esa cara de perro apocado, ella es la razón por la que George no puede salir de aquí y encontrar algo de paz. Esa está agarrada a este lugar con todo su empeño y nunca lo va a soltar."

    Clara bostezó. "Así que ella es una perra. Gran cosa. Pues que la deje y ya está."

    Stella volvió a salir de la cocina, postura doblada reemplazada ahora por una estoica determinación. Clara la observó atentamente, ningún movimiento severo y rígido fue omitido en su intenso escrutinio.

    El anciano suspiró y arrastró ruidosamente la silla fuera de la mesa. "Supongo que será mejor que me vaya antes de que su majestad me diga que deje de acosar a los clientes. Así es como ella llama a una simple conversación, nuestra Stella."

    Renqueó fuera de la silla, espalda doblada en un ángulo doloroso de ver. Clara lo observó mientras se marchaba, uña roja golpeando un diente rojo de carmín, humor pensativo. La entrada del restaurante tintineó cuando el hombre cerró la puerta tras él, una forma torcida volviendo a casa por un camino igualmente torcido.

    “Este lugar apesta," dijo Clara. “¿Ves? ¿Qué te dije? Tengo razón."

    Hizo falta todo su esfuerzo para mantener la calma. “No puedes matar gente sin más cuando ya tienes a la policía buscándote. Sé que el asesinato y la muerte es algo común entre vosotros, pero yo tengo un objetivo que alcanzar y no puedo lograrlo si me veo obligado a colgar de un árbol."

    "No usan árboles, usan andamios." Ella frunció el ceño, pensando. "Por supuesto, eso asumiendo que estés en un lugar lo bastante grande como para molestarse en construir uno. Quizá todavía usen árboles por aquí."

    Clara entornó los ojos al observar a la siempre ocupada y miserable Stella limpiar una mesa. La esencia de limón flotó hasta ellos en vengativa limpieza.

    “Me pregunto qué árbol usan. Tendría que ser uno grande, con ramas largas y resistentes, o al menos uno lo bastante grueso y alto para soportar el peso de un hombre grande. Botan arriba y abajo cuando los cuelgan, ¿sabes? Como marionetas en trozos sueltos de cuerda, rebotan, rebotan y luego, así sin más... Nada."

    Las tortitas definitivamente se habían posado mal dentro de él ahora. Quizá ella había tenido razón en que no se las comiera, especialmente porque él no había tocado la comida cuando estaba usando ese otro anfitrión. Por otra parte, podría haber sido su propio instinto pidiendo a gritos una buena dosis de aceite de motor para calmarle los nervios, para hacer que aquella transición de un pueblo a otro y las homicidas intenciones de Clara fuesen más fáciles de tragar.

    Se apretó el estómago, inseguro de cuál era la mejor manera de proceder. Podía escapar ahora, decirle que iba a salir a tomar un poco de aire fresco y, con largas zancadas, subir al Chevrolet y salir cortando por la larga calle sin ella, camino a California y con la esperanza de encontrar su objetivo. Pero sabía por instinto que esta era la táctica equivocada, que a pesar de sus propios recelos tenía que seguir el camino que ella le había trazado. Sus superiores la habían puesto en el camino de Clara por una razón y él tenía que confiar en que ellos tenían razón en su juicio, pues ellos lo sabían todo y lo veían todo, la historia del pasado y el futuro trazada en líneas claras y paralelas hacia todas las posibilidades.

    Él no era un experto en estas cosas. No era navegante—eso requería cientos de años de estudio y habilidad y él no tenía ninguno de ambos. Su trabajo era simple, en muchos sentidos similar al de los numerosos hombres que se cruzaban por la vida de Clara. Su trabajo consistía en solucionar los problemas de sus enojados jefes, ya fuese personas que no pagaban lo que se les debía o gánsteres que habían sobrevivido más tiempo que su utilidad. Ellos tenían reglas y las seguían, aunque Clara no estuviera de acuerdo en que esto fuese así. Había un orden jerárquico definido, una línea de mando en la que un hombre escuchaba a otro y todos los eventos traspiraban hacia abajo, terminando en derramamiento de sangre y muerte.

    Él mismo seguía estas reglas, órdenes de resolver ese problema específico y regresar a casa. Aunque cómo iba él a hacer algo de eso estaba silenciado para siempre. Quizá era lo mismo para esos hombres con los que Clara bailaba, con la navaja provocando en el borde del bolso mientras ella meneaba las caderas en un enérgico fox-trot. Ellos tenían órdenes. Tenían tareas que cumplir.

    Clara no hacía caso a nadie. Solo tenía su propio corazón retorcido para guiarla, y esto era tan malo y doloroso como la castigada espina dorsal del extraño anciano. La vida de Clara era tan amarga como la apariencia exterior de Stella.

    Clara observó a Stella limpiar otra mesa, una que ya estaba limpia. Ella misma tenía obsesiones, al parecer.

    "Ella es como yo," observó Clara. Se golpeó el incisivo con la uña del meñique. "Creo que me gusta."

Capítulo 12 - Georgio

    Dio otro gran trago de aceite de motor, su negra y viscosa promesa resbaló por las entrañas de su anfitrión, glóbulos deslizando por las lesionadas arterias del corazón. Las manos de su anfitrión temblaban mientras él sostenía la lata, robadas miradas furtivas por encima del hombro para asegurarse de que no había testigos de su atracón. Volvió a colocar la lata en el estante donde la había encontrado, inclinándose para espíar por el nudo en la pared de madera de la choza. Clara estaba en el porche delantero de la casa de George y Stella, sonrisa enfermizamente dulce, manos extendidas a los lados en coqueteo gozo. Ella reía de algo que había dicho George, luego juntó las manos como si estuviera emocionada ante alguna feliz perspectiva. George le tocó el pelo y ella negó con la cabeza, pero aún permaneció cerca, provocándole con descarada insinuación de que estaba abierta a sus sugerencias, sin importar cuán lascivas pudieran ser.

    Él odiaba la forma en que ella fingía ser feliz. Conocía el peligro de esa clase de alegría.

    La casa de George y Stella era tan ruinosa como el cobertizo en el que él se escondía, una parte del techo derrumbada, un dilapidado porche pudriéndose a los pies de Clara. Mientras se limpiaba los últimos restos de aceite de motor de la mejilla, dio un paso atrás desde su posición. No quería ver la carnicería que sabía que Clara estaba a punto de infligir. Ella había estado buscando la liberación desde el incendio, navaja pesada y dispuesta en su bolsito de cuentas, dedos danzando a lo largo de la hoja mientras esta rebanaba el aire, la indispuesta carne rígida.

    Sus víctimas tenían poco tiempo para gritar—y no digamos protestar—por su propio asesinato. Con expresiones de asombro, caían rápidamente, sangre manando de ellos en un flujo constante, un bajo y enfermizo gorgoteo significativo del último aliento de vida. Así había sido en Chicago, y uno no trasteaba con un sistema que funcionaba.

    Empujó la puerta del cobertizo para abrirla con un leve crujido y se asomó por la extensión de hierba seca y barro arenoso. Ni una gota de humedad en ninguna parte para aplacar a la sediente tierra. Oyó reír a Clara y, para su sorpresa, hubo una risita baja en respuesta.

    George aún estaba vivo.

    “Compré ese restaurante por una canción, sí. No lo venderé por una, Stella tiene razón como la lluvia sobre eso."

    "No se puede discutir con una mujer con una mente así."

    "No, tienes razón en eso. No se puede."

    La conversación flotaba sobre él mientras se aproximaba. La inocente fachada de Clara cayó un poco cuando él se acercó sigilosamente, palmas suavizando las arrugas de la chaqueta de su incómodo traje.

    "Veo que has hecho un amigo," dijo él.

    "Este de aquí es George," comenzó Clara.

    "Eso entendí."

    Clara le mostró a George una tímida sonrisa y otra de sus típicas risitas falsamente inocentes. "No hagas caso a mi hermano Frankie. Siempre está preocupado por mí, incluso cuando no hay preocupación alguna."

    George le devolvió la sonrisa. Era un hombre bastante fornido, aunque bien proporcionado. Se estaba quedando un poco calvo. La nariz era demasiado ancha para que su rostro fuese adecuadamente atractivo. Tenía dedos gordos como salchichas y ahora le secaban las pocas gotas de sudor de la frente, dejando en esta una banda de polvo que se había posado sobre la grisácea piel. Levantó la palma sudorosa a modo de saludo y mostró una sonrisa de dientes anchos y amarillos.

    "Muy bueno conocerte."

    Su agarre era caliente y húmedo, y él se estremeció instintivamente ante el feo tacto de George.

    "Frankie, ¿eh?" Dijo George. “Conocí a un tipo llamado Frankie de Chicago. Conozco a muchos de esos chicos. Clara y yo aquí estábamos poniéndonos al día con algunos de la vieja cuadrilla. Me estaba diciendo que Mikey no ha aparecido por ahí." Inclinó la cabeza hacia un lado. "¿Sabes tú algo sobre eso?"

    El corazón de su anfitrión no latía. Solo filtraba el aceite del motor que resbalaba por su sistema, enturbiando su sentido del tiempo y los procesos de pensamiento. George parecía encoger y crecer en su visión, un hombre acuoso cuyos riachuelos se adentraban en las profundidades de Chicago, hasta sótanos húmedos y silenciados bares clandestinos. Cerró los ojos, mareado. Cuando volvió a abrirlos, fue como si no hubieran salido de Chicago. Clara seguía bailando su fox-trot con su hombre Mikey. El cuerpo estaba intacto y, por su apariencia, nunca había sido sacerdote, solo otro sombrío empleado en la nómina de Georgio.

    Georgio.

    George.

    Tosió en su puño. Una fea bola de limo le manchó la mano y se derramó sobre esta en un espeso río de fósil negro. Chicago se reproducía en su mente en una serie de parpadeos y sombras con oscuridad al fondo.

    Fox-trot. Mikey. Sacerdotes. Asesinato. Georgey-porgey, Georgiano, Georgio.

    La danza se aceleró cuando la trompeta de Langley gritó su frase, frenéticos lamentos que brotaban de su alma, negros como el aceite que yacía espeso a sus pies, goteando de la barbilla en espesa consciencia. Fuegos ardieron y sonrió el Sheriff Borgen, y antes de que él pudiera pronunciar una palabra de protesta, estaba fuera de Kansas y atrapado en Foss, sobre un porche destrozado, con una bemol homicida.

    "Pensé que vivías en una casa más bonita," le dijo a George, genuinamente desconcertado. "No será por falta de dinero. Tus sótanos de alcohol están siempre llenos."

    El traficante de ron conocido como Georgio en los círculos de Chicago se le quedó mirando boquiabierto. Imaginó que aquella era una expresión difícil para un curtido criminal como Georgio, quien estaba acostumbrado a mantenerlo todo oculto. Si tenía dudas sobre la sinceridad de Clara sobre cómo funcionaba la humanidad, estas desaparecían en este caso. La vida era de verdad así de prescindible. George, quien había ordenado el final de muchos apuestos y ambiciosos advenedizos, no era inmune.

    "Tú eres Frankie... tenía mis dudas al principio, pero..." comenzó. Luego, enojado, "Te dije que nunca me mostraras la cara, bastardo, que nunca te acercaras..."

    George negó con la cabeza, mirándole. Retrocedió, como aterrorizado. "Jesús, ¿qué está pasando contigo? Tienes que estar enfermo o algo así. Esa mierda negra. Dios mío, Frankie... ¿Qué te está pasando?"

    Él mismo estaba desconcertado por este reconocimiento. Su propio corazón líquido latió un poco más rápido al comprender el hecho de que aquel humano, aquel George; también conocido como Georgio, también conocido como el cruel traficante de ron familiarizado con el campo de cuervos carroñeros en Kansas; conocía la cara del anfitrión que llevaba puesto y le había dado un nombre familiar e inquietante.

    "¿Cómo es que me conoces?" Tuvo que preguntar.

    George frunció el ceño, sin comprender.

    "¿Cómo es que me conoces?" Repitió. "Yo nunca te había visto antes."

    “Qué diablos, Frankie… pensé que estabas en California. No lo capto, dijiste que estabas en un trabajo, que era un asunto complicado. Toda la masa en juego... Jesús, ¿qué haces aquí?"

    El aceite negro salió rezumando de su estómago y se le filtró por las esquinas de la boca. Él se secó un punto húmedo que le goteaba de la nariz. Un grumo viscoso y parcialmente sólido de aceite negro salió goteando. Él se lo untó en la mejilla con el dorso de la mano.

    "Frankie," repitió él ignorando la expresión de puro horror firmemente plantada en el rostro de George.

    Aquel misterio tenía que resolverse. No le gustaban estos acertijos, estos pedacitos de información que a aquel mundo le gustaba arrojarle, desequilibrando su misión. Si hubiese estado en su hogar, habría habido otra posibilidad, otra oleada del futuro pasando sobre él, inadvertida.

    "¿Quién crees que soy?"

    No tuvo la oportunidad de averiguarlo. Clara tenía el sigilo de un gato.

    Ella era experta. Su hoja, rápida. George se agarró la garganta, de la herida brotaban coágulos de sangre, no muy diferentes a sus propios restos negros y oleosos. George gorgoteó durante un rato mientras se desplomaba en el suelo con los ojos muy abiertos, con una mezcla de shock y terror. Eran emociones intensas para un hombre sencillo y de negocios como George.

    La mortalidad se había colado en sus bolsillos, ganancias eclipsadas por la no poca confusión que sienten los poderosos cuando la muerte les despoja de su importancia. Pronto él no sería nada, un pedazo de carne podrida que el tiempo descartaría. Los grandes ojos de George rodaron en blanco mientras la sangre de su vida se vertía por la enorme herida que ella le había cortado en el cuello. George emitió un chillidito, uno común en una hacienda como aquella.

    Ella observaba, impasible, cómo George se transformaba de un ser sonriente y vibrante en un objeto inanimado.

    Él esperó hasta que George dejó de temblar antes de volverse hacia ella, molesto. "Esto no había sido necesario."

    "Y un demonio que no."

    Ella escupió en el suelo y usó la manga manchada de George para limpiar la navaja antes de guardarla cuidadosamente en su bolso de cuentas. Hizo girar un mechón del cabello y dejó escapar un suspiro largo y deliberado.

    "Me voy dentro. No sé tú, pero a mí me vendría bien una buena ducha. Agua caliente y jabón con aroma a rosas. Una chica tiene que tener algunos lujos. Me estoy cansando de todo este polvo y suciedad."

    George yacía en el porche delantero, un desastre gore visible para cualquiera que pasara por la carretera principal.

    “No estoy seguro de que sea una buena idea. Podría haber testigos." Miró por encima del hombro. Cada brisa que tiraba de una rama en crujiente movimiento hacía que su corazón líquido latiera. "No podemos dejarlo aquí así. ¿Qué pasa con su esposa Stella?"

    Clara ya estaba dentro de la casa. Sus pasos subían rebotando por las escaleras, dirigiéndose al alivio de una ducha caliente que la limpiaría de todos sus pecados. Siempre era así de fácil para ella. Actos terribles solo eran superficiales, fáciles de fregar con una fina capa de jabón con aroma a rosas y un intenso secado con una toalla limpia.

    En el porche, los restos de George brillaban bajo el sol de la tarde, ojos nublados con la catarática opacidad de los muertos. La brecha abierta en su cuello era un festín para las moscas. Se arrastraban a lo largo de su gruesa periferia, entrando y saliendo de su garganta abierta, una cálida guardería para sus serpenteantes bebés blancos.

    Escaneó el horizonte en busca de otra alma que gritara de justa indignación por lo que había sucedido aquí. Había un árbol robusto cerca del borde de la carretera, dos de sus ramas inferiores lo bastante gruesas como para sostener dos balanceantes masas de extraños frutos. Él se iba a marchitar aquí, en el calor. La esencia líquida que era su forma se secaría bajo el juicio abrasador. Nunca encontraría otro anfitrión a tiempo. Su misión sería un fracaso.

    Podía oír el agua corriendo por las viejas tuberías de la casa. Empujó la rechinante puerta al entrar. A diferencia de la apariencia exterior, la casa de George y Stella estaba ricamente adornada. Toda superficie estaba abarrotada de adornos caros y raras baratijas. No se veía una antigüedad en esta casa moderna, con obras de art deco en prominente exposición sobre la chimenea, los cajones de madera y los armarios claramente diseñados con formas geométricas austeras. Era imposible saber quién tenía más ojo para el arte, si Stella o George, pero lo que era evidente era la sensación de que se trataba de personas acostumbradas a conseguir cosas y conservarlas. Ninguna superficie se atrevía a permanecer desnuda, no cuando una taza de té, un ornado cepillo de pelo o una delicada pieza de marfil tallado podían cubrirla.

    La sala de estar era un atestado espacio tan lleno de diseño funcional que las piezas ya no tenían propósito. No había lugar para sentarse, no con pilas de revistas sobre las sillas bordadas y pilas de obras de arte enmarcadas que bloqueaban el acceso a la habitación abierta. Aquí no había restos de una vida pasada, solo el constante y obsesivo diluvio de una nueva que se había apoderado de su casa con un incesante flujo de cosas. Un almacén atiborrado de logros vacíos.

    Clara cantaba en la ducha y él subió las escaleras con cuidado, cada escalón era un peligro si no evitaba trozos de cerámica, estolas de visón, carteras, trajes, zapatos, máquinas de escribir, pilas de papel. Para cuando llegó al piso de arriba, tuvo que apretarse contra la pared para acceder al baño, donde Clara estaba ocupada limpiándose lo último de George.

    "No entiendo esto," gritó él al otro lado de la puerta cerrada. “¿Cómo pueden vivir así? Es como estar embutido en un laberinto."

    El agua se detuvo y Clara siguió tarareando. “Tuve que sacar un montón de cosas por la puerta, pero todo es de la mejor calidad, hasta el último detalle. Supongo que a Georgie le había ido bien este año. Sé que esos vestidos de Stella son todos de la última moda, nada que tenga más de dos temporadas."

    Ella abrió la puerta del baño con el pelo oculto bajo un tenso turbante hecho con una toalla, su cuerpo inmodestamente vertido dentro una corta bata de seda con grandes amapolas anaranjadas.

    "Aunque ella tiene buen gusto, le concederé eso. Además, tiene casi mi talla. Puedo llevarme algunos de estos y me quedarán bien."

    "Así que ahora eres ladrona además de asesina."

    "Yo no veo que eso importe, considerando el tipo de persona que era George. ¿Crees que cada cosilla de aquí no tiene una gran gota de sangre por todas partes? Yo sé que no eres tan estúpido."

    Ella volvió rápido al cuarto de baño y se revolvió el pelo, levantando hábilmente varios mechones sueltos con los dedos y colocándolos con cuidado en su lugar.

    "Voy a tener que hacer algo con esta fregona antes de llegar a California. Tal vez debería preguntarle a Stella si hay un buen peluquero aquí en la ciudad." Ella le miró por encima del hombro. “Podrías cortarte el pelo tú también. Tal vez podrían hacer algo con ese cabello pelirrojo que estás llevando. Combina muy mal con tu piel, pareces enfermo, incluso con ese atuendo más saludable, como lo llamas tú."

    Una pila de trastos caros había sido empujada en la esquina del cuarto de baño, cerca de la bañera donde ella se vestía. Clara se mecía sobre el borde de la bañera con la cadera, rodilla doblada para darle impulso mientras se reaplicaba lápiz de labios con saña.

    "Creo que estoy cogiendo un bronceado," se quejó ella. Cogió la barra de kohl de Stella y empezó a aplicarla expertamente a su mirar grande y egoísta. “Recuérdame que busque un sombrero de ala ancha. No puedo aparecer en Hollywood como una chica de granja que no sabe nada. Quieren un poco más de sofisticación."

    Él dio un paso atrás fuera del baño, la ventana del pasillo le había llamado la atención. “Si las actrices son tan sueltas con la navaja como tú, dudo mucho que importe si eres de la ciudad o del campo. A menos que te refieras a tu experiencia homicida, la cual puedo afirmar con seguridad que es experta en este momento."

    Avanzó unos centímetros por el pasillo con la espalda apoyada en el enlucido de madera mientras miraba por la agrietada ventana, contraventanas rotas con una cortina de encaje hecha jirones que cubría el alféizar de la ventana. Vio como un camión pasaba por la carretera, un par de estridentes cerdos paseaban por su maletero sin techo.

    “Este es un vestido precioso, tengo que decir. Vaya, vaya, Stella, sabes cómo elegir los hilos."

    "Tenemos que irnos," dijo él sintiendo el pánico brotar dentro de él. “Acaba de pasar un camión. El conductor podría haber visto algo."

    Ella hizo una pausa, el estival y sedoso vestido de flores rosa sostenido hasta los hombros mientras ella probaba el largo, pinzándolo con la barbilla para mantenerlo en su lugar. Colocó el faldón sobre el muslo, aproximándose a su ajuste.

    “Perfecto, de verdad. Ni siquiera necesitará un dobladillo." Ella captó su mirada y gruñó ante su constante preocupación, vestido drapeado en el brazo. Las amapolas anaranjadas contrastaban con el rosa alegre. “No ha parado, así que no ha visto nada. Si la gente no busca una carnicería, no la encuentra." Volvió a subir el vestido hasta la barbilla. "Aunque no estoy muy segura de esa parte de encaje en el escote. Tiene un poco de vieja Victoria entrando de puntillas, ¿no crees?"

    Él la miró, una familiar sensación de ira reemplazó su pánico original. Afuera, las ramas crujían furiosas por la brisa cálida y violenta. Se estaba gestando una tormenta, un balanceante dedo de presión que flotaría a través de la finca y la mayoría de las casas de Foss, aplastándolas. Él había oído hablar de esas cosas, los periódicos de esta región estaban llenos de ellas. Imágenes de girantes dedos de tormenta que arrancaban la vida de la tierra con una furia deidítica.

    Incluso la atmósfera misma de este planeta era propensa al asesinato. Aún así, él no conseguía sentir mucha simpatía por las personas que se interponían en el camino de la carnicería. El pueblo de Foss ya había sufrido una inundación que lo había destruido. Él no conseguía entender por qué se habían molestado en reconstruirlo.

    Miraba él por la ventana, reflexivo. En el porche, plantas rodadoras [3] pasaron por encima del cadáver de George. Semillas plantadas en la concurrida avenida de su cuello herido. Un cuervo carroñero soltó un grito victorioso mientras volaba en círculos y se lanzaba a la cubierta. Un pico negro picoteó profundamente dentro de la abierta y sorprendida boca de George.

    "Me llamó Frankie."

    La puerta del baño se cerró suavemente tras ella. Se oyó el roce de la seda mientras ella se arreglaba con un vestido robado, el albornoz hecho una bola para llevarlo consigo.

    "¿Me has oído? Me llamó Frankie. Él me conocía. Me miró como si me reconociera."

    La puerta del baño se abrió y Clara salió andando al desordenado pasillo, una mujer transformada. El vestido rosa jugaba con el tono ahora castaño de su piel, haciéndola parecer sana e inocente, una artimaña—si es que él alguna vez había visto una. Ella aún se estaba colocando un pendiente de perlas cuando se acercó a él, sin duda uno de los de Stella, junto con las perlas a juego que colgaban al cuello en varias longitudes.

    "¿No son adorables?" dijo ella sosteniendo en alto una ristra de perlas y riendo. “Mira este bonito tono rosado. ¿Has visto alguna vez algo así?

    "No has respondido a mi pregunta."

    Una familiar ola de hielo rompió en ella ante su insistencia, y ella dio medio vuelta, perlas cayendo al hueco en la base de su cuello. “Te pareces a mucha gente. No es nada."

    "Pero él me llamó por mi nombre."

    "Eso no importa."

    "Yo creo que sí."

    Ella miró por la ventana por la que él había estado mirando antes, cabeza levantada para tener un buen punto de vista. "Tenemos que irnos." Movió su mirada de la ventana hacia él, su conducta gélida le daba escalofríos. "Tienes razón. Esa carretera está demasiado cerca."

Capítulo 13 - Hambre

    Ella se inclinó irritada hacia su bolso, navaja envuelta delicadamente en un pañuelo limpio que había robado de la casa de George.

    "Qué desastre," se quejó. “Todo este polvo y calor me va a arruinar el maquillaje. Una chica tiene que tener amplios suministro estos días, no puede salir de casa con la cara desnuda, eso no sirve."

    En respuesta a su propio pánico, se reaplicó lápiz de labios. El espejito de bolsillo se mecía precariamente contra el volante mientras ella trataba de maniobrar la pintura y el coche al mismo tiempo. El coche se desvió peligrosamente hacia la izquierda hasta que ella dio un sorprendente volantazo a la derecha que dejó a su compañero tendido en el asiento de atrás.

    "No sé por qué siempre tienes que sentarte ahí atrás," se quejó Clara. Se untó los labios y tiró el lápiz de labios y el espejo compacto en el asiento a su lado. "Me he dado una ducha, después de todo. Huelo bastante bien ahora."

    "Me da igual cómo huelas."

    "Estás siendo un verdadero pelmazo. Un cabeza de chorlito, eso es lo que eres." Ella miró atrás, habitual mirada helada ahora reemplazada por una traviesa sonrisilla. “Qué mañana tan ocupada. Creo que tenemos que almorzar algo."

    Una sensación de frío se apoderó de él. Podría hervir su yo líquido hasta la muerte bajo el implacable sol de verano y eso no lo calentaría, no mientras ella estuviese en su presencia. "No puedes volver allí."

    "¿Por qué no? Es un restaurante y tenemos un largo camino de carretera por delante." Sonrió, sus dedos tamborilearon con una melodía silenciosa que solo ella conocía. "Me voy a pedir un gran trozo de empanada, oh, sí. Tú puedes tomar otra taza de café, viendo que no tuviste ningún problema en tragarte esa bazofia."

    “Parecerá extraño que volvamos a comer otra vez. Solo han pasado un par de horas."

    "Los negocios son los negocios. Están tan desesperados en busca de gente hambrienta con dinero que no les importará que nos vayamos a la media hora y volvamos marchando para beber refrescos todo el día, Stella los serviría sin cuestionar. Si quisiéramos una comida gratis, bueno, llamaríamos la atención. Stella no es de las que dan nada gratis, ya he descubierto eso yo solita."

    Él descansó la cabeza sobre la rancia almohada de ganchillo que la Abu de Clara había hecho un eón atrás, su palma suavizó la presión monótona y dolorosa que se gestaba dentro del cráneo de su anfitrión. Por dentro era un atuendo ajustado para su cuerpo líquido. El aceite de motor que le había sentado mal en este anfitrión, su lodo negro, resbalaba por las venas parcialmente llenas en pulsos palpitantes.

    "¿No te molesta eso?" Preguntó él

    "¿Qué?"

    “Que te da comida una mujer cuyo marido acabas de matar. Yo diría que hay cierto tipo de impropiedad social en tal acto."

    “¿Por qué debería mi hambre ser un factor en eso? El muerto está muerto y yo necesito un sándwich."

    Rebuscó en su bolso de cuentas en busca de monedas, las monedas de cinco y diez centavos tintineaban con la manchada navaja. "Además, tampoco es que fuese un buen marido. Cuando viajaba a Chicago, yo sé que tenía un montón de chicas colgadas del brazo dondequiera que fuera, y no eran sus primas precisamente. Él no tenía hijos, por lo que no eran sus apresuradamente vestidas hijas. Eso mientras la trabajadora Stella se mataba como un esclava para aferrarse a su pequeño sueño. Ese rata bastardo se metía en el bolsillo de cada policía y en la cama de cada puta de Chicago. Dios sabe cuántas enfermedades le ha traído a ella a casa. Espero que ella sea tan amargada y sosa como dicen, eso podría mantener a raya la sífilis."

    "Me alegra que encuentres esto divertido." Él se cruzó de brazos y permaneció obstinadamente en el asiento trasero mientras ella estacionaba el carro en la plaza exacta que habían ocupado antes. El rugiente motor gimió ruidosamente hasta que se detuvo por completo. "Esto es una locura."

    "No sé lo que crees que voy a hacer." Ella batió las pestañas inocentemente y él luchó contra el impulso de vomitar.

    "Lo sabes condenadamente bien."

    Ella frunció los labios en una picardía coqueta. "Dilo."

    "Vas a hacer algo terrible. Algún acto de maldad indescriptible, y yo me sentiré enfermo, y quien lo encuentre fingirá sorpresa." Él puso los ojos en blanco ante su continua reverencia. "No se puede confiar en ti."

    "Me encanta este vestido," dijo ignorando su observación. Aparcó el coche en el aparcamiento y cerró de un portazo la puerta del conductor mientras se dirigía a la entrada del restaurante. "Te pillaré un sándwich a ti también," gritó.

    "No te molestes," le gritó él, pero ella ya estaba en el restaurante

    Su entrada fue un fuerte coro de campanillas que colgaban de la puerta batiente. Él trató de tener una buena vista del interior, pero las ventanas estaban por encima del nivel del coche y lo único que pudo discernir con claridad fueron las puntas redondeadas de algunas cabezas y rostros femeninos ocultos por pamelas. Por el techo, el cromo pulido de la preciosa decoración de Stella relucía en agradecida bienvenida a la apreciativa clienta que lo visitaba.

    Él salió del coche y estiró el cuerpo de su anfitrión, crujiendo la espalda por el esfuerzo. Había jurado que aquel anfitrión iba a durar más, pero ya estaba comenzando a mostrar signos de desgaste, el atuendo personalizado era cómodo, pero la química dentro del cuerpo era claramente incompatible con la suya. Las pecas que salpicaban la epidermis se habían vuelto de un gris más oscuro, la tez rojiza que había sido el signo de buena salud del joven ahora era de un color malva cetrino y pastoso. Quizá el otro anfitrión había estado más acostumbrado a los abusos diarios y, por tanto, no había reaccionado con tanta fuerza como este a su ingesta de aceite de motor.

    Una mosca le zumbó cerca de la oreja y aterrizó en la coronilla. Se arrastró por el rojizo y opaco bosque de su cabello en busca de un espacio abierto para poner sus huevos. Él se rascó el cuero cabelludo y se hizo un pequeño agujero con la uña. La mosca zumbó alrededor de sus dedos con excitada agonía mientras él arrancaba un trozo completo de piel del cráneo, el cabello rojo atrapó a la mosca dentro de una jaula delgada y fuerte.

    Quizá él la estaba juzgando con demasiada dureza. Georgio, o George, como se le conocía aquí, difícilmente había sido un alma amable. Como traficante de ron, había tenido abundantes cuerpos esparcidos detrás de su éxito, y era poco probable que su esposa Stella ignorara esto.

    Las dos clientas que él vio en el restaurante se estaban marchando ahora, sus sombreros de cloché escondían de todo menos los delicados labios. Hablaban con acentos nasales de Maine, masticando las palabras con los dientes como si fueran tabaco. Pero estas no eran mujeres alocadas, no eran bemoles como su compañera. Hablaban de la familia y los niños y de los molestos hábitos de sus maridos. Estaban de safari aquí en el Sur, visitando parientes con los que no tenían una conexión fuerte.

    “Ey, tú de ahí," le gritó una de ellas. Un rayo de luz solar le ocultó el rostro de la mujer mientras él trataba de discernir los rasgos bajo el ala de su sombrero. "Pareces enfermo. ¿Estás bien?"

    Su amiga le pellizcó el hombro. "Shirley," susurró con dureza. "Vámonos."

    "Pero ese no tiene buen aspecto..."

    "Por eso precisamente, vámonos."

    Entraron en un automóvil cubierto. La preocupada amiga Shirley le miraba por encima del hombro, labio inferior mordido de preocupación.

    Él no estaba seguro de qué pensar de esos destellos de bondad que vagaban ocasionalmente en su dirección. También lo había visto en el padre de Clara, esa misma mirada de enferma preocupación. Era como si estos humanos tuvieran algún conocimiento oculto sobre cómo evitar un desastre inevitable, pero no podían hacer nada para implementarlo. Qué omisión tan cruel, pensó. Habían vuelto inútil la compasión.

    No es que esto debiera haberle sorprendido, pues era tan fácil para ellos matar de muchas maneras, después de todo, no solo en la física. Una puñalada en el corazón se presentaba de muchas guisas. A veces era el lento tormento de amargas palabras lo que cortaba el alma y arruinaba la feliz existencia de otra persona. Otras veces era una completa ausencia de reconocimiento, una permeante negligencia que marchitaba el alma.

    Si Clara usaba un enfoque más directo para matar a alguien, ¿quién era él para objetar sobre esa honesta conversación?

    Apoyó la barbilla en el techo del Chevrolet sin perder de vista el restaurante. No había ningún movimiento discernible desde su posición, el restaurante había adquirido repentinamente un aura abandonada y descuidada desde la salida de las dos mujeres de Maine. Él entornó los ojos y trató de ver más allá de las refracciones de luz del cromo pulido en el techo, hacia los relojes que indicaban la hora perfecta colgados en triangular perfección a la pared detrás del mostrador. No había movimiento en el interior, ninguna sugerencia de que la humanidad pasara por aquí a diario. El tiempo se había detenido en este preciso momento, una cápsula congelada de hastío y esperanza.

    Clara llevaba puesto el vestido de Stella, recordó él. Un asunto de flores rosas y blancas que complementaba su apariencia. Sangre purificada por blanco. Un descolorido tono de los vivos.

    Llevaba allí dentro unos buenos doce minutos. Estaba tardando demasiado.

    El polvo se alzaba y caía alrededor del Chevrolet, la superficie tintada de verde se manchaba en opacos tonos sepia. El parabrisas delantero tenía una grieta en la esquina cerca del lado del pasajero, una lesión por un guijarro a alta velocidad. Trazó la grieta con la yema del dedo, preguntándose cuánto más se extendería como una telaraña mientras se dirigían a California. En algún momento eso sería un peligro, desapareciendo en pedazos si chocaban contra un bache lo bastante grande en el camino. Había leído sobre este fenómeno en alguna parte. Él no sabía mucho sobre estas cosas, así que tal vez el cristal se mantendría igual y seguiría unido. No podía estar seguro.

    El restaurante estaba inquietantemente silencioso, y fue con un concentrado esfuerzo que él se negó a inspeccionar si sus sospechas eran ciertas. En el asiento trasero, bajo la mohosa almohada de ganchillo, aguardaba una lata cuadrada de aceite de motor. El anfitrión en el que ahora residía liberaba el aceite de su sistema demasiado rápida y limpiamente, y ​​aunque había estado bien saciado antes, su mente ahora estaba dolorosamente clara. Sin él, la fluidez de su ética le pellizcaba, el bien y el mal se convertían en un pequeño hematoma que se hinchaba de azul y negro por el alma.

    La verdad era que, con este cuerpo que habitaba, que había robado, no había diferencia real entre él y Clara. Iba a necesitar un nuevo anfitrión para cuando llegaran a Texola y él dudaba mucho que este fuese adquirido por medios estrictamente naturales.

    Él no tenía espacio para juzgar.

    Ella tenía razón: no era asunto suyo lo que ella creía. Ella tenía su propia misión que cumplir. Él estaba permitiendo que sus sentimientos se interpusieran en el camino de su razón, lo cual era siempre un peligro en estas situaciones. De donde él venía, el asesinato estaba mal, pero no había una ley oral concerniente a lo que hacer en el evento del inminente fallecimiento de uno. La voluntad de vivir era la misma en todas partes: uno tenía una existencia y quería continuar con ella.

    Un simplón de rostro pecoso, muerto a golpes con una llave inglesa, era simplemente una herramienta de supervivencia que rayaba la periferia de la ley natural. Él tenía una misión específica que cumplir y algunos daños colaterales por el camino eran inevitables. Su supervivencia era importante para la misión, y sí, era un asunto sangriento, pero no había otra opción. Sus superiores lo entenderían.

    O eso esperaba él. Tenían que entenderlo.

    Clara meneaba el bolso con las caderas cuando la entrada del restaurante se cerró de un portazo tras ella, la campana tintineante casi se cae de su lugar fijo en lo alto de la puerta. Ella estaba comiendo la mitad de un sándwich mal envuelto en una servilleta, boca salpicada con migas mientras le hablaba.

    “Deberíamos conducir directamente hacia Texas. Yo digo que no paremos hasta llegar a Armarillo. O podríamos hacer una breve parada en boxes en Shamrock y quedarnos en el Hotel Reynolds."

    Dio otro bocado de su sándwich, pensativa. Se secó las comisuras de la boca con el pulgar y se sacudió las migajas sin delicadeza. “Conozco bien ese lugar, de hecho. El dueño me debe algunos favores, podría conseguirnos un buen trato." Le dedicó una sonrisa cálida y amistosa, del tipo que enviaba el frío habitual de Clara a través de su yo líquido. “¿Te parece a ti una buena idea? El lugar es de veras de primera categoría, ¿sabes? Todo mármol y azulejos elegantes, no demasiado baratos, pero no demasiado caros tampoco. Tú y yo podemos encerrarnos en una habitación y nadie se preguntaría nada. Así es como es allí, ¿ves?"

    Dejó su sándwich a medio comer en el capó del Chevrolet y rebuscó en su bolso. Sacó otro sándwich envuelto en papel encerado, con el extremo parcialmente aplastado. "Toma," dijo al entregárselo. "Ya que te gusta tanto la comida de allí, puedes comerte uno por el camino."

    Él sopesó el sándwich en la mano, estudiando los pliegues del papel encerado que lo cubría. Jamón y centeno, por su aspecto a través del turbio papel blanco. Clara paseaba y se terminaba su propio sándwich, ojos como dardos, vigilando constantemente la concurrida carretera junto a ellos, actitud nerviosa, como lista para salir corriendo a la primera oportunidad.

    Él desenvolvió su sándwich y le dio un mordisco. Estaba seco, sin una pizca de mostaza. "¿Hay algún problema?" preguntó él.

    Ella aún llevabaa puesta la pamela de Stella, la cual hacía poco para prevenir el continuo embate del sol de la tarde en sus brazos ya bronceados. "Sin problemas en absoluto."

    "Pareces nerviosa."

    "Me estaba preguntando sobre ese alcalde."

    "¿Qué estás pensando?"

    "Que él es un cabo suelto que hay que atar." Se limpió unas migas imaginarias en la falda. "Creo que deberíamos pasar por su fachendosa casa, echar un vistazo por las ventanas y ver si está solo."

    Una seca planta rodante pasó junto al restaurante abandonado, toda esperanza de vida interior en esta efectivamente derrotada. Él dio otro bocado de su sándwich, textura seca y extraña en su lengua viscosa. Gránulos de pan se le atascaron en la garganta y él anheló un poco de aceite de motor para ayudar a bajarlo.

    "No podemos." Dijo él.

    Una súbita brisa trató de quitarle la pamela, de robarlo y llevarlo en su corriente. Ella agarró el ala, manteniéndola firmemente en su lugar, rostro oscurecido muy en la forma en que las damas de cloché de Maine habían estado ocultas a la vista.

    "Yo hago lo que quiero y quiero atar un cabo suelto."

    “Hemos sobrepasado nuestro tiempo de bienvenida aquí. Nos vamos." Abrió la puerta del pasajero y tiró al suelo la parte no consumida del sándwich. "Esto no me lo puedo comer ni yo. Llevo poco tiempo comiendo vuestra comida, pero sé que esta está mal hecha." Se sentó de lado en el asiento del pasajero, puerta entreabierta, pies apoyados en la polvorienta tierra a sus pies. El sol brillaba detrás de ella proyectando una sombra de camafeo. "¿Intentabas envenenarme?"

    "¿Qué? No seas ridículo."

    Pero él tuvo que cuestionarlo. Sentía una extraña sensación seca en los bordes de la lengua, una textura arenosa que no tenía nada que ver con el pan seco. “Tiene un sabor extraño, similar al magnesio. ¿Eso es un cazador de azufre? ¿Podría ser belladona o la temida estricnina?

    "No te quiero envenenar."

    La miró con profunda sospecha. “¿He sido una prueba antes del alcalde? Pensaste que es muy fácil deshacerte de mí y, sin embargo, aquí sigo, frustrando tu único acto homicida surgido de un esfuerzo concentrado." Balanceó las piernas dentro del Chevrolet y dejó escapar un largo suspiro mientras se instalaba cómodamente en el asiento del pasajero. "Deja al alcalde en paz. Es un político. Tú misma lo dijiste, él vive de la falta de sinceridad. Nadie creerá una palabra de lo que dice."

    Ella dio unas pataditas al suelo, pensando. "Pero él ha estado aquí, nos ha visto. Irá corriendo a los periódicos y les contará lo que sabe, y no puedo permitirme eso."

    "Él no vio nada," le recordó. "Estaba demasiado ocupado pinchando a Stella sobre el restaurante y la participación de George. Sus verdaderos tratos son con George y es probable que no le importe que se hayan cargado a su socio. Puede que fuese el alcalde quien le llenaba la casa de basura cara."

    Ella arqueó una ceja, un arco perfectamente dibujado a lápiz que empujaba hacia arriba su flequillo. "¿Y crees que se alegrará de ser el nuevo mandamás de conexión en Chicago?" Se mordió el labio inferior, las caderas se balanceaban suavemente con la brisa, sus dedos golpeaban una ristra de perlas en el capó del coche. "Tal vez tengas razón," dijo, y se encogió de hombros. “Es una especie de don nadie desechable. Siempre podemos acusarlo de estar borracho, podemos ponerle botellas de ron vacías debajo del porche como prueba de su evidente comportamiento criminal."

    "No habrá necesidad de desacreditarlo porque no va a decir una palabra," le recordó él sabiamente. "Es un traficante de ron, igual que George y, que yo sepa, tales prácticas son altamente ilegales en todo el país, no solo por estado. Así que, supongo, aunque sea él quien encuentre el cuerpo de George, será él quien salga corriendo con el rabo entre las piernas, con todos los ahorros de la ciudad en el bolsillo."

    Apoyó la cabeza en la mohosa almohada cuando Clara finalmente se sentó en el asiento del conductor, guantes blancos robados se agarraron con fuerza al volante. "Lo más probable es que ya se haya ido con el dinero de George. Muy pronto oiremos hablar de él en Chicago, un desafortunado cadáver con los pies hundidos en cemento. Dime, ¿no puede nadie en este mundo tuyo disfrutar sin más de sus riquezas? ¿Por qué es tan importante adquirir estas cosas, especialmente cuando tantos otros en la comunidad necesitan su ayuda? No es que toda aquella chatarra en casa de George fuera útil precisamente. Tanto desperdicio."

    "Bueno, sois todos unos bolcheviques de donde vienes, entonces." Sacó un fino cigarrillo de su estuche y lo encendió antes de girar la llave en la ignición. El motor traqueteó a medio gas. "Tendremos que encontrar otro coche pronto." Le miró de soslayo, labios rojo rubí torcidos de asco. “Necesitas un nuevo anfitrión. Este último ya te queda raro, por no mencionar que hueles mal. Parece que deberías estar fertilizando pasto, no con gente como yo."

    Se alejaron a toda velocidad del restaurante, la fuerza del viento del automóvil obligó a una planta rodadora a salir de la carretera hasta una zanja. Él trató de cerrar los ojos y descansar un poco. Odiaba cerrar los ojos estos días. Lo único que veía era rojo.

Capítulo 14 - Accidente

    Una carretera polvorienta no perdona. Te hurta la comodidad. Y el calor golpea desde arriba con un sol implacable que calcina todo sentido del tiempo y la razón, reduciendo la mente a un solo pensamiento: Sed.

    Saciar la sed. Dejar de estar sediento. Anegarse uno mismo antes que sentir esta insoportable deshidratación.

    Dentro de su anfitrión, podía sentir la textura gomosa de su sufridor cuerpo; pecas ahora oscurecidas hasta convertirse en halos negros en la superficie de la piel de su anfitrión. Su propia esencia se engrosaba hasta una reducción insalubre.

    "Estás hecho un desastre," dijo Clara, apartando los ojos de la carretera para mirarle por encima del hombro. “Por aquí ha sido un tramo de carretera bastante tranquilo. No sé dónde vamos a encontrarte una casa como es mandado para que vivas dentro. Ni un alma, no hay ni vagabundos haciendo autostop."

    Clara se abanicó con el mapa, la suave brisa le proporcionaba provocativa comodidad. "Qué bien me vendría un vaso de limonada ahora mismo. Eso es lo único que vence este tipo de calor. Esa dulzura agria que se te queda en la lengua hace saltar toda la saliva. Eso es porque te sacia la sed, ¿lo sabías? Es un proceso químico entero, uno que funciona mejor que el agua."

    Él gimió y cerró los ojos. Le pesaba la cabeza sobre la almohada de ganchillo de la Abu de Clara. "Agua. Eso me haría bien."

    "Olvida el agua, lo que necesitas es un hotel todo nuevo con piscina y bar en el sótano." Ella negó con la cabeza, manos apretadas en el volante. "Parece que te hayan arrastrado por el fuego del infierno. Puede que una buena dosis de agua bendita te cure de lo que te aflige." Se mordió el labio inferior, golpeando con los dedos el borde del volante de forma desordenada y temblorosa. “Sé lo que necesitas que yo haga, pero deberías habérmelo dicho en Foss, donde había abundantes sacos humanos que podías llenar. Yo tenía a ese alcalde como el primero de la fila, pero no, él no era lo bastante bueno para la gente como tú. Eres muy estúpido, ¿lo sabías? Ese era un boleto de carne ganador y lo desperdiciaste."

    Mantuvo los ojos cerrados, la pesadez en su cabeza provenía de una arremolinada masa de aceite de motor negro que se negaba a ser metabolizado. Había cierto consuelo en el entumecimiento que proporcionaba, pero también existía el peligro de que su anfitrión colapsara, la piel se quebrara y le hiciera salir filtrándose por las grandes heridas hasta yacer en un gelatinoso caos inamovible sobre el suelo del Chevrolet. Se pasó la mano por la boca seca y se le cayeron escamas de piel en la palma.

    "Necesito agua." Murmuró él

    "Lo que necesitamos es una buena fiesta." Clara daba golpecitos con los dedos sobre el volante, el ritmo ahora era estable, formulado: “Los pies están ansiosos por un fox-trot desde Kansas. Este cuenquito de polvo ha de tener algo. Hay menos candidatos cuanto más al Oeste vamos, y estoy empezando a preguntarme si toda California no será más que una grande y deprimente costa en lugar de la explosión de vida que sé que tiene que ser." Ella sonrió, los labios rojos se abrieron ante sus grandes y uniformes dientes de marfil. “Pero estoy siendo pesimista. En serio, ¿no eso loco? Que Hollywood no sea un lugar construido con los sueños de una chica, ¿tú alguna vez...?"

    Los gruñidos de Clara la molestaban y él dejó escapar un suspiro impaciente. Ella seguía hablando.

    "El caso es que no podemos estar lamentándonos de lo que no sabemos. Tenías que haberme dejado matar a ese alcalde y haberte conseguido un saco de cuero nuevo, uno a la medida real. Pero, oh no, Míster Me-Voy-Por-La-Autopista tenía que exigir que saliéramos a la carretera antes de que nos cazara el sheriff. No sé por qué estabas tan preocupado. Si te referías al sheriff Borgen, ya estábamos muy lejos de su jurisdicción y de sus preocupaciones. Podríamos haber masacrado a toda la ciudad delante de él y no podría haber hecho nada para detenernos al no poder cruzar la línea estatal."

    "Detenerte a ti, querrás decir," corrigió él. "Yo no tengo ningún interés en asesinar a todo un pueblo."

    Ella se encogió de hombros, el tema carecía de importancia. "Tú no hubieras podido detenerme con más facilidad que él." Ella negó con la cabeza, estiró el brazo para empujarle el hombro. "Duermes como los muertos últimamente. Hay algo que va muy mal contigo. No lo entiendo, ese cuerpo debería haberte durado más."

    "No lo hizo."

    "Eso lo entiendo, cabeza de chorlito, lo que no entiendo es por qué. El último te sirvió bien durante más de una semana. Y ese estaba bastante desgastado antes de que llegaras, créeme." Miró atrás a la carretera, su mano conducía descuidadamente, las ruedas del Chevrolet levantaban espesas nubes de polvo que oscurecían parcialmente la vista de la carretera. “Es ese condenado aceite de motor, eso es lo que es. Estás empapado en eso. Como encienda un fósforo, tu llama no se apagará nunca."

    Él abrió los ojos. Levantó dolorosamente la cabeza de la almohada, con una palma bajo la barbilla, sosteniéndola. "Tú no harías eso."

    Ella entornó sus ojos enmarcados en negro, el brazo colgaba del respaldo del asiento del conductor mientras ella se inclinaba para asegurarse de que él supiera que la amenaza era real. “Como una lámpara huracán. Eso es lo que serías. Bailaría desnuda alrededor de tu cadáver y tallaría X y O en tus cenizas cuando las llamas hubieran terminado contigo."

    "Eres una criatura malvada."

    "Tú no sabes lo que significa malvada."

    "Me están educando muy bien."

    “Cabeza de chorlito. Yo no soy diferente a los demás. No hay fuego del infierno esperándome."

    "No sé lo que es el fuego del infierno."

    Ella echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. "¡Es el Big Bang otra vez desde el principio!"

    Luces brillantes. Sol fundiendo el acero.

    Brazos.

    Una cara.

    Una boca... No, dos bocas. Abiertas de par en par.

    Terror.

    Así es exactamente como suceden estas cosas.

    El universo rodó tres veces antes de establecerse finalmente.

    La destrucción yacía en pedazos de acero destrozado a su alrededor, pesados ​​fardos de humo saliendo de ambos coches destrozados. Clara ya estaba de pie, renqueando hacia el otro automóvil—la camioneta de un granjero para ser precisos. Clara tenía un profundo corte en la parte posterior de la pierna que sangraba en un fino río hasta el talón. El interior de la camioneta del granjero estaba envuelto en llamas.

    Fuego del infierno, pensó él. Estaba calcinando hasta las cenizas los últimos restos de la mandíbula del pobre granjero. Un empaste de mercurio en el molar del granjero chisporroteó y explotó al derretirse.

    Ella se secó la barbilla con el dorso de la mano, limpiando la sangre de un pequeño corte. El granjero permanecía en el asiento del conductor, boca en un grito silencioso y carbonizado mientras las llamas lamían su cuerpo con furia hambrienta. Clara giró hacia donde él estaba esperando al lado de la carretera. El Chevrolet estaba arrugado en pedazos en el lateral y por delante. Ella se puso las manos en las caderas al inspeccionar la escena.

    "Bueno, este los supera a todos."

    Él alzó la vista desde el lado de la carretera donde estaba sentado, el cuerpo de Clara, extrañamente, no se veía afectado por la horrible escena.

    "Tú apenas tienes un rasguño."

    "¿Que no?," dijo ella, y señaló el pequeño corte en su barbilla.

    Él hizo un gesto hacia el mellado pedazo de carne que era todo lo que le quedaba del brazo derecho. "Por supuesto. Qué poco observador de mi parte. Te olvidas de esa herida en la pierna."

    "Todo esto es culpa tuya."

    Ella se comprobó el talón y bufó ante la herida. Con gran esfuerzo, Clara le ayudó a ponerse en pie, una acción que le causó una considerable incomodidad, especialmente cuando estuvo a punto de resbalar con miembro desgarrado.

    Ella dijo: "Lo único que yo quería era seguir adelante, pero tú tenías que ir y tentar al destino."

    "¿Cómo es eso?" Preguntó él..

    "No se menta al diablo sin que ande cerca."

    Cogió su bolso de donde había caído cerca del volante, ahora decapitado de su lugar habitual en el salpicadero del automóvil. Ella rebuscó en su interior y sacó la lata de cigarrillos y una cerilla. Sus manos eran firmes como una roca cuando encendían algo de consuelo humeante.

    "Tendremos que caminar un rato. Está anocheciendo y tenemos que encontrar un agujero hasta la mañana. Tú no estás chorreando demasiado, al menos ahora no. Te ataremos el brazo y fingiremos que eres solo otro soldado que llega casa con una herida de guerra. Aunque tendremos que encontrar un lugar para lavarnos. Tampoco es que acabáramos de salir de la línea del frente."

    Sacó un pañuelo del bolso y le dio unos toques en el muñón irregular de su brazo antes de atárselo con fuerza.

    "Si esto es una vieja herida de guerra, no debería estar sangrando," le recordó él.

    Su preocupación era mínima. “Pronto caminaremos en la oscuridad, nadie se dará cuenta. Maldita sea, qué calor hace esta noche, a una chica le vendría bien una bebida fría, una limonada o un té helado especial, de esos que no contienen ni una pizca de té helado. No empieces a estar tan abatido, tenemos que alejarnos de esta escena, no hay necesidad de andar rodeados de policías por un pequeño y tonto accidente de coche." Ella marchó delante de él, sin prestar atención a su herida e incomodidad. Pisoteó el suelo furiosa por su letargo. "¡Vamos, tenemos que salir de aquí, rápido, rápido!"

    Él cojeó tan rápido como pudo, el chapoteo de su cuerpo dentro de su lastimado anfitrión le hizo perder el equilibrio. "No sé por qué me regañas a mí. No fui yo quien estrelló el estúpido automóvil. ¿Y cómo vamos a llegar ahora a California? Temo que se me caigan las piernas mucho antes, probablemente en algún lugar de Texola."

    "Shamrock," le recordó ella. "Ahí es donde está el Hotel Reynolds. Y tú vas a conseguir llegar allí porque yo quiero estar allí. El gerente me debe un favor y me va hacer ese favor." Se detuvo en seco, esperando a que él y sus pies arrastrados la alcanzaran. "¡Oh, venga ya, he visto muertos moverse más rápido que tú!"

    Ella hizo una pausa, inclinó la cabeza hacia un lado. Una expresión de perplejidad se apoderó de su rostro—por lo demás frío como la piedra—sus afilados rasgos se suavizaron al reconocer la melodía que danzaba a lo largo de las chispas que aún iluminaban el aire a su alrededor.

    "Eso es... hay una fiesta," se susurró a sí misma, sus ojos oscuros se iluminaron con regocijo interior. Ella corrió hacia él, le agarró del brazo sano y le arrastró hacia adelante. "¿Oyes eso? Están cantando. ¡Hay una fiesta en marcha y nos vamos a invitar!"

    "Yo no puedo entrar así."

    "No seas estúpido. Has llegado a casa de la guerra con algunas pérdidas, eso es todo. En cuanto a nuestro aspecto, bueno, somos pobres, que ellos sepan. Los pobres paisanos como nosotros vivimos cerca de la suciedad."

    Ella tiró de él hacia un sendero boscoso, la oscuridad se deslizó sobre ellos en un espesor opaco que no era diferente a su bebida favorita. Ella tiró de él hacia adelante, sin hacer caso de la forma en que las ramitas y los escombros del camino se clavaban en sus áreas expuestas de carne, cortando líneas de fuga negra.

    "Langley tocaba esta con la trompeta. ¡Oh, hasta me trae recuerdos! Escucha, se puede oír el corazón de Langley rompiéndose en esas notas más altas, un idiota y su corazón, ambos explotando. Él es muy bueno, quienquiera que esté en ese escenario. ¡Escucha cómo llora y se lamenta ese cuerno!"

    La noche comenzó a caer, una manta suave y oscura que cabalgaba sobre las notas, se posó en la Tierra y arrojó el sol a un sueño. Él hizo una pausa para descansar apoyado en el grueso tronco de un viejo roble, ramas llenas de dedos negros sobre él, listos para agarrarse a él y arrancarle los miembros que le quedaban. La trompeta de Langley, o más bien su fantasma, resonaba en el suelo del bosque, una tristeza que se arrastraba y hundía todo lo que tocaba en un tono azul a la luz de la luna.

    "He echado de menos ese sonido," admitió él sorprendido. "Es lo único de este mundo que puedo decir que realmente entiendo."

    "No quiero escuchar el aleteo de tus encías en este momento, no cuando tengo claqueando los dedos de los pies." Ella avanzó delante de él, esquivando hábilmente las raíces enredadas y las rocas rebeldes. “Apuesto a que ese agujerillo infiernal está bien regado. Lleno de espírituosas y morenitos, diría yo. Así es como es aquí abajo, en el Sur. La gente se segrega, pero se vuelve a juntar de formas extrañas. La hermandad de los sabuesos del alcohol."

    Cuanto más se adentraban, más se volvía pantanosa y turbia la zona, y el lodo desprendía un hedor vil similar al de las entrañas de su desafortunado anfitrión.

    "No estoy tan seguro de que debiéramos ir allí."

    Había algo en el fantasma de Langley, el lamento de la trompeta, que estaba fuera de su ritmo habitual. Había discordancia en las notas. Una descarriada anarquía que no había residido allí antes.

    "Habrían venido corriendo si hubieran oído el choque." Clara sacó el lápiz de labios del bolso, pero estaba demasiado oscuro para aplicarlo correctamente. Metió las herramientas en el bolso con una fuerte maldición. "Yo diría que es un poco raro montar una fiesta en mitad de la semana, en medio de un pantano, pero estos tipos sureños hacen las cosas de manera diferente, supongo." Tuvo cuidado de mantener el dobladillo de su vestido robado bien fuera del lodo, sus rodillas blancas brillaban como faros en la oscuridad del bosque.

    "No sé por qué es tan importante para ti ir a una fiesta. Allí no hay gánsteres. Solo granjeros solitarios y lugareños xenófobos."

    "Eso muestra lo poco que sabes," dijo ella balanceando las caderas, con el bolso en un arco de péndulo tras ella mientras caminaba. “Conozco a un montón de paisanos en esta dirección. Donde hay buena cantidad de bebida, buena cantidad de música, baile y buenos tipos por todas partes. Voy a agarrarme a uno y hacer que me invite a una copa. A algún buen chico que quiera asegurarse de que Estados Unidos no muera de sed."

    “El camino está cortado. Hay escombros por todos lados." Él se acercó a ella cojeando, le brotó la ira por el descarado desprecio de Clara por la precaria naturaleza de su situación. “Nos van a colgar del árbol más cercano y todo porque oíste una canción familiar. Ese hombre en la camioneta debe de haber sido un local. Chocar contra él y salir así, sin decir nada... Esta gente no va a perdonar esto fácilmente."

    “Bastante presuntuoso de tu parte, tengo que decir. ¿Cómo sabes cómo reaccionarían estas personas?" respondió ella. "Nunca has estado en el Sur, tú no sabes nada."

    "No he estado. Pero recuerdo a algunos de esos antiguos amantes tuyos, y uno era un hombre corpulento, con manos de salchicha. Tejano, según recuerdo. No vivió mucho, gracias a Dios tú te encargaste de eso, pero estuvo el tiempo suficiente para rodearme la garganta con su mano carnosa. Aplastó la laringe de mi anfitrión, resultó bastante difícil reajustarla. Ese viejo amigo tuyo me dijo rotundamente: «Esto es lo que hacen los sureños cuando los cabreas». He hecho todo lo posible para no volver a cabrearles."

    Ella no tenía nada que decir, mesmerizada como estaba por el cuerno y su enérgico lamento. Él la seguía con una familiar sensación de muerte inminente, la cual daría como resultado un nuevo anfitrión y una gran cantidad de otros cuerpos humanos desperdiciados, cada uno con una X y una O cuidadosamente talladas sobre los ojos. Uno abierto. Uno cerrado.

    Él cambió de posición dentro de su anfitrión para no resbalar por fuera de la mal vendado cuenca del brazo, su esencia chapoteando dentro de su anfitrión con flemática solidez. No sería capaz de dar muchos más pasos, y ella hacía caso omiso a sus heridas y a su decrépito estado, que rápidamente le estaban dejando desesperado. Con mucho gusto le vería ella marchitarse, pensó. Le pincharía su gelatinosa consistencia con un palo y seguiría adelante sin pensarlo.

    Qué fácil sería permanecer tan frío e indolente a los demás. Quizá el estrés de alcanzar su objetivo no tirara de su alma minuto a minuto, con toda medida lineal de tiempo llena, hasta estallar de preocupación. Podría estar equivocado acerca de California, y todo este viaje podía ser un error. Esta era una idea que se enroscaba en negro alrededor de su corazón y sus entrañas, exprimiéndolos en formas dolorosas.

    Ahora, aquí estaban, ella en su misión habitual. El bolso de Clara se balanceaba al compás de sus felices pasos. Las perlas relucían a los finos rayos de luz de luna que conseguían llegar hasta el suelo del bosque. Él se mantenía atrás, no queriendo estar demasiado cerca de ella, revelar algún tipo de asociación. Había una buena posibilidad de que ella encontrara a alguien en esa fiesta cuya vida no valiese la pena y él no estaba de humor para verla trabajar.

    La música se llenaba de vitalidad mientras se acercaban a la pequeña y destartalada estructura al final del sendero de maleza. Él podía oír aplausos y gritos, una alegre reunión en contraste con la sombra de la pobreza que cubría la choza como una manta sofocante. Mientras se acercaban, podía discernir la forma de los escombros de la vida apoyados en las paredes exteriores como si aún conservaran su valor. Una rota rueda de una carreta de caballos yacía abandonada sobre un lado. Botellas rotas y mobiliario gastado yacían amontonados cerca del cobertizo para la leña. Había un hacha profundamente hundida en la pared exterior del cobertizo. Posesiones miserables, ahora descartadas, que no eran sino combustible para cuando llegaran los tiempos difíciles. Y por las ofrendas sobrantes estaba claro que los tiempos eran verdaderamente estériles.

    Él había estado en callejones antes, en áreas repletas de sótanos clandestinos y polis en nómina. Pero aquel era un escenario diferente, aunque tuviera el mismo tipo de música que solía vagar hacia su escondite parroquial en Chicago. Aquí, la música tenía un significado separado, uno que estaba claramente polarizado por la decadencia y la riqueza de la gran ciudad.

    Él gorgoteó en la garganta de su anfitrión: "No creo que debamos ir allí," trató de advertirle.

    Estaban a los escalones de la entrada del cobertizo. Ella le ignoró y abrió la puerta principal. Esta pendía de una bisagra y aleteó como el abanico de una puta en la quietud húmeda e implacable.

    La congregación se giró como un solo ser, fijando los ojos en ella.

    "El DIABLO," proclamó el hombre de traje blanco en el púlpito, "¡tiene MUCHOS DISFRACES!"

Capítulo 15 - Derviche

    La congregación era en su mayoría blancos del sur de Estados Unidos, con algunos negros fuera de lugar bordeando la periferia. Clara permaneció en la entrada, un brillo apagado emanaba de detrás de ella gracias al reflejo de la luna en la espesa niebla que se arrastraba por la tierra. Metió el pie cuidadosamente detrás de su esbelta pantorrilla y se rascó el coagulado corte en la pierna antes de pavonearse hacia la última fila. Vació en el suelo una cajita de mugrientos tarros de cristal y la usó como incómoda y astillada silla mientras escuchaba. Él se quedó atrás junto a la puerta, su apariencia de cadáver no era rival para la perfección de guantes blancos de las mujeres y el cabello peinado hacia atrás del granjero más corpulento. Algunos de ellos miraban en dirección a Clara, abanicándose con finos libritos de himnos, sus chismorreos susurrados recorrían el suelo de la cabaña.

    Esta no podía albergar a más de treinta personas, pero había cerca de cincuenta apiñadas en el pequeño espacio. Sólo había sitio para la mayoría de los presentes, salvo para los enfermos y las mujeres con niños pequeños, de los que había en gran número. La miseria a menudo engendraba más de sí misma, había aprendido él. El asiento que había improvisado Clara había pasado por muchos usos, desde un viejo cartón de leche—que había visto días mejores— hasta un corral para una gallinita y finalmente una casa para tarros de cristal roto. Nada se desperdiciaba aquí. Clara arrancaba plumas de la madera astillada y contemplaba su esponjosidad marrón.

    "Suave y blanda," dijo ella con nostalgia. "Apuesto a que esta tuvo buen sabor."

    En el púlpito, el pastor estaba claramente molesto por el brusco desvío de la atención de su rebaño. Él era del tipo carismático, propenso a trajes de tres piezas de aspecto caro y brazos que se extendían ampliamente: un brillante diente de oro que proclamaba la victoria del Cielo. Ojalá la gente cavara profundamente en sus bolsillos y diera, diera, diera al Señor. El mismo tipo de predicador existía en Chicago, solo que allí eran más furtivos en sus trabajos en la ventosa ciudad, su propósito era más sutil mientras se colaban en sucios bares clandestinos, una mano sobre la Biblia, la otra dentro de los bolsillos de la gente.

    "La templanza es la voluntad de los justos," proclamaban ellos, y luego daban una palmada sobre la superficie de la barra con un billete del dinero de su rebaño y lo empujaban hacia adelante. “Pero el Señor ama al pecador tanto como ama el buen vino. Danos dos botellas. Hay que mantener el púlpito bien engrasado."

    Se preguntó si se conocerían entre ellos, estos predicadores ambulantes. El que él recordaba tenía los ojos caídos y una palma sudorosa que dejaba huellas grasientas en los colmados vasos de whisky con hielo. Este espécimen actual estaba considerablemente más en forma, su pecho era una amplia extensión de músculos y tendones bien desarrollados. Sus brazos, fuertes, mientras los extendía en un abrazo simulado a su congregación.

    “El DIABLO," continuó el predicador, “es un gran MENTIROSO. Él no puede decir la verdad cuando es obvio, incluso cuando el azul es azul y el rojo es rojo, enturbiará los colores, los volverá morados con su mentirosa furia. El diablo es un MEZCLADOR. Confunde a la gente, agarra sus verdades y las retuerce, triturándolas, ofreciéndolas como si fueran ESCRITURAS. Pero no hagas festín de su pan rancio. Sus MENTIRAS se arrastran dentro del VIENTRE del ALMA. ¡FERMENTAN y SE PUDREN!"

    Clara giró la cabeza y le miró junto a la puerta. Le hizo señas desde su posición en la astillada caja de leche para que entrara. Tenía el mapa de carretera plegado en un abanico que hacía poco por aliviar el sofocante calor en la cabaña.

    "Ven a sentarte aquí," insistió ella, pero él se contuvo, permaneciendo respetuosamente al aire libre, donde hacía más fresco y la amenaza de ser confundido con un muerto andante era mínima. Él se deslizó por el exterior de la cabaña y se instaló en un lugar detrás de donde ella estaba sentada, un nudo en la madera de la pared le proporcionaba una vista completa. Clara le vio por el hueco y le abanicó juguetonamente con el mapa plegado. Movió su caja más atrás para poder hablar con él.

    "Cuando lleguemos a Shamrock, buscaré algo especial para ti," prometió ella. Su voz era un susurro a través de los listones de la pared de la cabaña. "Hay una pista que he estado siguiendo sobre mi contacto en Hollywood, y tiene conexiones con tu objetivo. Georgio dejó escapar algunas cosas cuando tuve esa pequeña charla con él en su porche. Esto es cosa segura, tu meta está donde está mi meta."

    Él frunció el ceño, inseguro sobre lo que ella estaba diciendo. Se apoyó contra la cabaña, su negra sangre espesa y aceitosa manchaba las tablas con grumos gore. "¿Como puede ser eso? Nuestros objetivos no son los mismos, no se comunican el uno con el otro."

    "Eso demuestra lo poco que sabes." Clara se mordió el labio inferior y pellizcó entre el índice y el pulgar el collar de perlas que le colgaba del cuello. “Todo el mundo quiere ser visto. Deberías ir a ver más de esas películas, te sorprendería lo que te enganchan. Apuesto a que tú también tendrías esa necesidad. La necesidad de ser visto. Apuesto a que te gustaría pararse frente a la gente, hablar y presumir de que no existe un tiempo lineal de donde tú vienes. Como el Cielo, solo que dementemente aburrido. Nada bueno, nada malo, solo un día largo e interminable de neutro."

    Él sintió su voz espesa mientras esta se derramaba por el espacio en el listón de madera. “Mi objetivo no quiere ser actor. Estás confundiendo la meta de esa entidad con la tuya propia."

    "No estoy confundiendo nada," dijo ella resuelta. Se dio golpecitos en el diente con una perla, el ruido irritaba a la gorda con cuatro hijos sentados a su izquierda. “Adonde tú vas, yo voy, y todo se junta. Así ha sido desde el principio. He tenido tu plan tan a la vista como el mío, y ahora están entrelazados, todo en un paquetito ordenado.“ Sus ojos bailaron con oscura dicha. “Va a ser hermoso en California. Las playas son tan cálidas que te puedes chamuscar los dedos de los pies en la arena si no tienes cuidado."

    "Tendré mucho cuidado," aseguró él.

    Él apoyó el muñón en la pared exterior. Un cieno negro se filtró entre los secos listones de madera.

    Ella giró sobre la caja, la perla entre sus dedos golpeteaba su diente frontal, toda su atención estaba repentinamente clavada en el predicador. Este era bastante apuesto, si acaso un poco en el lado rojo, una señal segura de un hombre que disfrutaba, y mucho, de su licor. Clara se inclinó hacia la fea de los cuatro hijos, ignorando las curiosas miradas que la mujer le dirigía.

    “Habla muchísimo sobre el diablo," dijo Clara. "Cualquiera pensaría que le conoce personalmente."

    "¡No vas a hablar así del Predicador Joe!" La mujer se puso a un bebé llorando sobre el pecho, el estampado de flores de su vestido de algodón se tensó por el esfuerzo. Ella tenía una gruesa papada y un gran lunar en la mejilla izquierda al que le habían brotado cuatro pelos. Uno por cada hijo. "Está salvando nuestras almas, no lo olvides. Dios mismo habla a través de él. El predicador Joe sabe cuando va a llegar el final, va a marcar nuestro camino con oro y nos conducirá al paraíso antes de que este terrible mundo nos entierre en su agrietado terreno."

    Clara miró al Predicador Joe, quien estaba rojo como una cereza en un whisky con agua. Dejó caer las perlas y alzó la mano para sofocar un bostezo. La mujer enfurecida a su lado murmuró "Pagana" y empacó a sus hijos con el bebé perdido dentro de su escote. Los llevó a todos a la concurrida esquina opuesta de la cabaña.

    Clara miró su abandono con desconcierto. "Parece que sé cómo despejar un banco."

    “La gente aquí se ofende fácilmente," observó él.

    "Independientemente de lo que digan, la gente siempre se ofende." Ella arrastró la caja más cerca hacia donde él presionaba la oreja, el moco negro ahora era un denso charco en la base de los listones de madera. El tacón del zapato de Clara se hundió en él. “Cuando alguien te dice «nunca me enfado» o «no soy nadie para juzgar», el hecho es que son exactamente ambas cosas. Dicen cosas así para que te sientas a gusto y bajes las defensas, para que cuando tengas un momento de debilidad puedan dispararte un puñetazo o descartarte como indigno. Se trata todo de poder y de fastidiar al siguiente paisano. Nunca confíes en un hombre que dice que es honesto, nunca creas en un hombre que dice «Yo nunca juzgo». Estas cosas están en sus mentes cuando afirman no preocuparse por ellas. Un hombre verdaderamente digno de confianza no tendría que convencerte, y un hombre que no juzga no sentiría la necesidad de afirmar la integridad moral. Está en sus mentes, todas estas cosas buenas que no pueden hacer, por eso tienen que contarte todo sobre ello."

    Él hizo una mueca ante la forma en que el talón de Clara se hundía en su esencia. “Ese es un carácter insoportablemente confuso. Sugiere que las personas no se entienden a sí mismas."

    "Eso es porque no lo hacen."

    La fea lanzó una mirada a Clara antes de volver su rostro, con su lunar y cuatro pelos, en absorta adoración hacia al Predicador Joe, quien ahora estaba prendiendo fuego a las puntas de sus dedos, un viejo truco de magia hecho con alcohol que cualquier niño de doce años sabía hacer.

    "Mira," dijo Clara asintiendo hacia la mujer y mostrándole una gran sonrisa. "Ella es una buena seguidora de este Predicador Joe. Ella es todo tolerancia y luz, ni un juzgador hueso en el cuerpo."

    Él descansó la cabeza en la madera seca y crujiente, la pared exterior era de construcción tan frágil que podría salir volando con un susurro demasiado fuerte. "Deberíamos irnos."

    "Déjame oír el resto de las tonterías de este sapo. Con toda esa charla del Cielo y el Infierno, estoy pensando que este sabe croar un sermón."

    El predicador Joe se apartó de su púlpito improvisado, que estaba hecho de ladrillos al azar y una gran cruz tallada a mano y atornillada en el centro, un regalo de algún feligrés talentoso. Grandes enredaderas se entrelazaban sobre su superficie y en el centro estaban las toscas figuras de un hombre y una mujer desnudos, su desnudez con detalles severos e inquietantes. No eran jóvenes y el tallista les había dado rostros torturados, enfermos, llenos de picaduras. Los ojos estaban deformados, sus extremidades alargadas y extrañas, con dedos ramificados como arañas que se alzaban no al cielo, sino a la delgada serpiente que se abría paso alrededor de la cruz. Parecían adorarla, la mujer sostenía un objeto redondo al que le faltaban dos grandes mordiscos, una usada ofrenda a su dios reptante.

    "El DIABLO sabe bien cómo MENTIR."

    "¡Amén!" Exclamó un hombre corpulento en la última fila. Hubo una ola de murmullos de acuerdo.

    “Los sirvientes del DIABLO. ¡Ellos son sus guardianes de la llave!"

    "¡Lo son!" proclamó la mujer con cara de topo.

    “Ellos se entierran dentro del ALMA y la PUDREN desde dentro con las MENTIRAS DEL DIABLO."

    "¡Aleluya!"

    Clara se giró hacia él de nuevo, su voz era un susurro impasible. "Necesitamos un nuevo vehículo que nos lleve a Shamrock."

    Él la ignoró, su atención estaba fija en el Predicador Joe y sus gráciles movimientos en el púlpito. Sus brazos se balanceaban hacia arriba, hacia una fuente invisible de poder que parecía estar llenándolo de su gracia sobrenatural. O eso decía él en sus exclamaciones. La congregación le animaba, suplicaba que se acercara el fin y se los llevara a todos a la tierra de la miel y las riquezas.

    De dónde él venía no había Cielo y, sin embargo, la gente de aquí estaba convencida de que una vida no lineal era fácil, donde ya no habría preocupaciones sobre el bien y el mal, sobre un acto aún no cometido y que influía en un pasado que nunca había sucedido. Se esforzaban por formar parte de lo complejo sin tener ni idea de cómo entenderlo.

    Pero él lo sabía. La gente aquí buscaba el fin de la vida y la muerte, para vagar en el miasma de las décadas que pasan al lado en olas sombrías, todas las posibilidades sucediendo a la vez. Tales personas simples como estas no podían imaginar la verdad real. Pues descubrir que el Cielo era igual de duro e incongruente que este mundo rompería cada espíritu cansado en esta menesterosa cabaña.

    Solo el Predicador Joe permanecería de pie, con los brazos abiertos y los labios curvados hacia atrás en una ganadora sonrisa que invitaba a todos a conocer la gloria que solo él había encontrado. "LAS MENTIRAS DEL DIABLO son la peor clase de mentiras porque, en cada corazón que escucha, sus palabras suenan a VERDAD!"

    Sus brazos extendidos temblaron violentamente, el limpio traje a medida de tres piezas que vestía se arrugó en líneas gruesas mientras su espalda se retorcía y torcía en ángulos extraños, llevándolo a un ultraterrenal trance que solo él podía combatir con éxito. Sus ojos se abrieron y se pusieron blancos, su cabeza se lanzó hacia atrás y luego de lado a lado, el movimiento era tan rápido que era difícil verle los rasgos. Echó espuma por la boca, lengua morada mientras trataba de escupir al demonio que tan cruelmente había comenzado su ataque.

    Su cabeza se sacudió cada vez más rápido hasta que su rostro no fue más que una mancha borrosa, una pizarra en blanco en la que no existían rasgos humanos.

    Clara dejó caer las perlas de la boca. Sus ojos estaban muy abiertos cuando miró por encima del hombro, deseando que él entrara en la cabaña con los otros adoradores. En el púlpito, mientras el Predicador Joe continuaba con su antinatural derviche— y borroso debido al movimiento—el pianista comenzó a tocar un himno sureño, uno al que la congregación se aferró con entusiasmo. Los pies cubiertos con zapatos gastados y las manos encallecidas por el exceso de trabajo mantenían el tempo a un ritmo constante. Otros miembros de la congregación comenzaron a temblar y a desmayarse con los brazos extendidos hacia un Cielo desconocido, terror transformado en júbilo. Uno de los hijos de la fea corrió hacia el púlpito, su cabecita se sacudía de lado a lado en una fingida personificación de la aterradora visión que presentaba el Predicador Joe.

    Clara le fulminó con la mirada, buscándole a través de las tablillas de la pared de la cabaña. Ninguno de los miembros de la congregación que la rodeaba le prestaba atención, sus fuertes pisadas eran un crescendo rugiente que amenazaba con destrozar la estructura de su iglesia improvisada.

    "Él es como tú," dijo Clara enojada. "Qué suerte la mía encontrar a otro charlatán alienígena."

    "No es posible," aseguró él, pero supo que él mismo estaba mintiendo.

    Era imposible confundir aquella disforme distorsión del espacio y tiempo, los amalgamados efectos de una indulgencia en el aceite de motor. Este aceleraba los motores, los pensamientos y el tiempo, transformándolos en ese caos borroso que enviaba una oleada de asombro a todos los que lo presenciaban. Clara se echó a reír cuando el Predicador Joe giró en redondo, una mini tormenta se formaba alrededor de sus tobillos mientras el espacio y el tiempo se unían en nudos circulares y se veían obligados a bailar con él hombre.

    "Le concederé esto: él es más entretenido que tú. Lo único que haces tú es derramar moco negro y deprimirte."

    "No me interesan tus tontas observaciones."

    "Sí, te interesan. Mira eso, deprimiéndote ya."

    Él siguió observando impasible la exhibición en espiral de miembros y carne del tornado, una tormenta que parecía cómoda en la danza caótica. Él había sido así una vez, pensó él. Mientras miraba, sintió un repentino anhelo por aquellos días en los que el pasado no tenía que ser relegado a fugaces vistazos en su mente. Él había sido este demonio giratorio que se aferraba a todas las posibilidades, los cabos atados con tanta fuerza en cada una que él no había conocido tal cosa como la preocupación, sin preguntas que se enterraran profundamente en sí mismo. Nada importaba excepto el flujo y reflujo de la existencia de uno.

    Tal vez estas personas tenían razón, y eso era una especie de Cielo. Pero incluso los ángeles extraterrestres como él podrían dar por sentada esa seguridad.

    Tuvo que preguntarse quién era este Predicador Joe que giraba y tiraba de las fibras del corazón de todos los que vivían en aquella pequeña y aislada comunidad, con su creencia tan viva en su mensaje que habían olvidado que el mundo existía fuera de esta cabaña. Todos los ojos estaban clavados en la danza del predicador, los hombres sosteniendo sus barbillas con manos sucias, rostros preocupados sabiendo que estaban mirando las obras sobrenaturales de algún Dios incomprensible.

    Solo el Predicador Joe vestía un traje completamente hecho a medida. El resto de su congregación llevaba a duras penas una vida con monos de trabajo, y los trajes que estaban presentes eran cosas de codos raídos y brazos parcheados demasiado cortos para miembros largos.

    Tan repentinamente como había comenzado su truco de girar, el Predicador Joe se detuvo abruptamente, con los brazos extendidos para equilibrarse, ningún temblor perturbaba su rígida postura. Se puso en pie en toda su estatura, con la cabeza en alto mientras sus ojos giraban hacia el techo, hacia los agujeros en el techo de hojalata de la cabaña.

    "¡Cuando llegue el día seremos CONSCIENTES!" Sacudió los hombros, con la cabeza hundida en el pecho. "El DIABLO no tendrá su trampa sobre nosotros."

    "¡No, señor!"

    "¡Amén!"

    "¡No nos atrapará!"

    “Nos elevaremos hacia el FUTURO. Yaceremos en el PASADO. Abrazaremos el PRESENTE." Cerró los ojos, sus labios exhalaron un beatífico suspiro ante la mera idea de ello. "Iremos a CASA."

    Fue Clara quien rompió el extasiado hechizo: “No existe ese lugar llamado casa. Solo un lugar donde puedes mover los pies con música y tomarte una copa."

    Clara ignoró las escandalizadas miradas e indicó a su compañero que se iban. "Vamos," le dijo a su curiosa y reservada mirada. "Aquí nosotros no pintamos nada."

    “Ese hombre, ese predicador. Es otro ser, es uno como yo." Él dudó en seguirla, su estómago líquido se derramó dentro de su muñón sangrante, haciéndole sentir náuseas. "No entiendo por qué está aquí. Él no es mi objetivo y hay estrictas reglas que prohíben subir a planos extranjeros, especialmente a dimensiones lineales como ésta. No me informaron de que había otros de mi especie trabajando aquí."

    Ella se encogió de hombros mientras dejaba que la rudamente construida puerta hacia la iglesia del extraterrestre se cerrara de golpe tras ella.

    "No me preguntes a mí, ni siquiera entiendo qué te preocupa tanto. Yo digo que encendamos un fósforo y dejemos que el lote entero se queme. Tampoco es que no estén deseando el Cielo, y estos ya se imaginan calzados para entrar." Ella inclinó la cabeza hacia un lado mientras observaba su expresión de asombro. "No vayas a ponerte alto y poderoso otra vez. Ambos sabemos bastante. Estas personas no aprecian la vida que tienen y se contentan con pasarla en la miseria total mientras se figuran que ha de haber algo mejor a la vuelta de la esquina. No lo hay. Es solo un regalo descartado, esta vida, para eso es todo su sufrimiento."

    Él echó una mirada atrás a través de los listones de la cabaña. Rostros hambrientos y miserables miraban al Predicador Joe con ansia expectante, una hambruna de alma y cuerpo era evidente en cada mirada vacía.

    Él negó con la cabeza. "No es tan simple."

    "Claro que sí," espetó Clara. Sus perlas chocaron entre sí mientras ella cruzaba con cautela el arbusto, virando hacia la izquierda y alejándose del accidente de coche. “Están perdiendo el tiempo escuchando a este podrido. No dice más que mentiras."

Capítulo 16 - Monstruos

    No pasó mucho antes de que encontraran el automóvil del Predicador Joe, un delgado convertible que hizo a Clara salivar.

    "Es impráctico, como el primero." trató de advertirle él, pero ella tenía que deslizar el brazo a lo largo de sus pulidos y elegantes laterales, cadera rebotando en el reluciente acero pintado en una sensual caricia. Ella suspiró y rebuscó en el bolso para sacar su pitillera.

    "Es una belleza," dijo ella sacando un fósforo y encendiéndolo. En la oscuridad ella era una solitaria ascua roja. Hubo una honda respiración contenida y soltada lentamente mientras el humo se acumulaba en el aire espeso y nebuloso alrededor de ella. “Construido para dos. Un carro acogedor, todo el camino hasta Hollywood."

    Él tenía cosas más importantes en mente que la carretera que nunca parecía terminar. Clara metió la mano en el automóvil y sus dedos alisaron suavemente una grasienta huella dactilar que aguardaba en el embrague.

    "No podemos robarle el coche, es inapropiado."

    "¿Cómo es eso?"

    "No hay duda de que él tiene una misión. Una similar a la mía."

    Ella se mofó y apoyó las manos en la puerta lateral, con el talón delicadamente levantado ante el romance que el automóvil estaba ejerciendo en ella. "Él no se merece una belleza como esta, un hombre inético como ese."

    Fue su turno de ser sarcástico. "Ética. Esa es una palabra extraña en tu lengua. Cuidado, que no te queme los labios."

    Él apoyó la parte baja de la espalda en el maletero del automóvil, y sus oleosas heridas negras se filtraron sobre la prístina superficie blanca. Clara le ahuyentó y se chasqueó la lengua ante la mancha que él había dejada.

    Él continuó: “Él es el punto focal de un grupo de seres humanos, su filosofía una que aún no he sido capaz de comprender. Eso tiene que contar como algo de filantropía, como lo llamáis vosotros. Yo solo personifiqué a un sacerdote, él es un líder religioso de verdad."

    "Un cabeza de chortlito es lo que eres." Sacó un pañuelo de su bolsito, en el que había envuelto la navaja. Él lo supo por las pálidas manchas de sangre que aún eran evidentes en la superficie del pañuelo. “No es un líder, es un hombre de confianza, por muy serpiente que sea. ¿No viste el caro corte de ese traje que llevaba ni ese trabajo dental? Esos dientes suyos brillan bien y relucientes, y eso me dice que la reparación es nueva, aunque su carne y su sangre no lo sean. Es de la peor clase de estafador, aceptar dinero de gente pobre que apenas puede juntar dos migajas." Sus ojos eran brillantes y serios cuando se encontró con su mirada, sin un brillo de vacilación dentro de la vítrea superficie. “¿Recuerdas que te dije que algunas personas merecen su destino? Este es un ejemplo del demonio."

    "No puedes matarle," le recordó él. Suspiró con impaciencia mientras ella se deslizaba en el asiento del conductor, manos probando el volante con vertiginosa alegría. "Hay un río cerca de aquí. Él se deslizará hacia el agua y buscará otro anfitrión."

    "Entonces quedará atrapado dentro de un coyote," aseguró ella.

    “Así será, hasta que él le arranque la garganta a otro ser humano, creando una puerta por la que colarse. Los coyotes abundan por aquí y, por lo que he oído, tales ataques ocurren en ocasiones."

    Ella lo miró por encima del hombro, piel opalescente a la luz de la luna. Tenía la apariencia de piedra y con el mismo corazón. Permaneció en el asiento del conductor delantero como una cuidadosamente pulida y lijada obra de mármol, destinada a permanecer en esa pose altiva para siempre.

    "No voy a renunciar a esto," prometió ella.

    "Cuando te digo que es imposible matarle, espero que no me mires a mí en busca de una solución." Se sentía débil por la pérdida de tejido y músculos de los tendones de su anfitrión, y se colapsó junto a la rueda trasera, el brazo sano drapeado sobre el muñón, tratando infructuosamente de detener el constante desplazamiento de partes de sí mismo a través de su enorme agujero. "Nosotros no asesinamos al azar a los de nuestra propia especie, no somos como vosotros."

    “No hay nada aleatorio en lo que yo hago," le informó ella fríamente. Dio una última calada a su cigarrillo y arrojó la pequeña colilla encendida restante a las profundidades de la maleza. Una cálida brisa tiró de las ramas hacia ellos antes de tirar de ellas hacia atrás, una sesión de rumores oscilantes en la madera crujiente. "Deberías dejar de comparar, dejar ya ese estúpido lloriqueo tuyo: «Yo tengo un objetivo, tú no». Tú no entiendes lo que he venido a hacer aquí, eso es todo. Cabeza de chorlito. Tengo mis propias razones y no son solo órdenes a ciegas."

    "Yo no sigo órdenes a ciegas. Lo que estoy haciendo es específico, incluso importante."

    "No sabes qué aspecto tiene tu objetivo. No sabes dónde está él o ella. No sabes cuánto tiempo lleva aquí. Ni siquiera si deberías confiar en mí para saber dónde está." Su pose de mármol permaneció inmóvil mientras las sombras de las hojas pasaban sobre ella en la oscuridad cercana. Una parpadeante estatua de mármol.

    El reflejo de un ser humano, eso es lo que ella era. Una imagen, fijada en vidrio, lo bastante real como para creerse sólida, pero imposible de tocar. Él estaba equivocado, ella no estaba cincelada en roca como había pensado al principio. Ella era un tenue truco de la oscuridad que se filtraba a través de la luz.

    “Yo al menos tengo una o dos palabras con la gente que elimino. Tú nunca me has contado el crimen de tu objetivo."

    Él se encogió de hombros. "Ese detalle no es necesario."

    "Ahí está la diferencia entre tú y yo. Yo soy una chica detallista. Me gusta saber por qué la gente tiene que morir y tengo todo tipo de buenas razones." Sus ojos se estrecharon mientras miraba hacia una parte profunda y negra en la maleza, un susurro la hizo detenerse antes de continuar. “Tú lo único que haces es quejarte. «Mi objetivo, mi objetivo, el abandonado fluído acuoso de mi objetivo». Si quieres mi opinión, la razón por la que aún no has encontrado a esta persona es porque en realidad no quieres matarlo. Eso no es un gran dilema moral para mí. Si no te apetece matar a tu amigo, pues no lo hagas."

    Él estaba enojado por esto. "Mis sentimientos no tienen nada que ver con el asunto."

    "Mi objetivo, mi objetivo," gimoteó ella burlándose de él. “Los sentimientos lo son todo. Por eso no paras de hablar de ellos. Si quieres mi opinión, ese lloriqueo constante tuyo me dice que te importa un diablo lo que supuestamente hizo tan mal tu amigo, porque sabes de corazón, grasiento y viscoso, que el crimen no se ajusta al castigo."

    "¿Qué hay de tus castigos?" replicó él. "¿Qué hizo Stella que fue tan malvado que tuviste que jugar a las X y las O con sus ojos?"

    Clara permaneció en silencio durante un largo momento, su atención aún clavada en el oscuro hueco en la maleza. Las hojas susurraban ásperamente dentro de esta.

    "Yo no la maté."

    "No te creo."

    Ella permaneció perdida dentro del recuerdo. La mención de Stella había creado una pregunta interna que le sorprendió que existiera. Cuando volvió su atención a él, su rostro estaba tan gris y pulido como una piedra lijada, y la ilusión de su solidez volvió a asentarse.

    “Los tópicos morales solo funcionan cuando estás en el otro lado del universo. Esta es mi dimensión y tienes que confiar en mí para saber qué es qué. No me juzgues de nuevo. No te gustará el resultado."

    Él apretó el puño que le quedaba, deseando decirle lo equivocada que estaba al suponer que él tenía que creer en ella. Clara, como el predicador, estaba tan cubierta de mentiras que estas caían resbalando por su superficie de mármol hasta evaporarse en el aire a su alrededor con una niebla espesa e impenetrable. Nada de lo que ella decía era verdad. Ni una observación, ni un razonamiento filosófico que se deslizaba de sus labios rojo rubí tenía tal mérito. Ella solo tenía una preocupación: ella misma. La persona a quien más mentía de todas.

    Él no podía entender del todo por qué la seguía, aparte de que no había nada que perder en hablar con una persona que no se preocupa por ti ni por nadie más.

    "Estoy olvidando quién soy," dijo él.

    Se apartó resbalando del hueco del codo en el brazo lesionado, agarrándose a la caja torácica de su anfitrión, la única palanca firme en el maltrecho cuerpo que podía encontrar.

    "¿No eres tú el afortunado?," Respondió Clara con amargura.

    Hubo un crujido pronunciado en la maleza, un sonido que los puso a ambos tensos. Coyotes. Él había leído sobre esas criaturas carroñeras, bestias de cuatro patas que desgarraban la carne humana. O al menos eso decían las leyendas, porque las mentiras eran bastante comunes como para ser medias verdades y exageraciones, y ¿quién era él para negarle una comida a un animal hambriento? Quedar libre de esa decrépita choza humana sería un consuelo. El coyote, en su benevolencia, se aferraría a su garganta, le despedazaría y le devoraría sin percartarse de que le estaba dando un nuevo lugar para vivir.

    Cerró los ojos y esperó a que le hundieran los dientes. Se preguntó cómo sería caminar sobre cuatro patas en lugar de dos. Al menos ya no tendría que seguir a Clara, podría forjar su propio camino. Sus estudios le decían que el sentido del olfato de un coyote era fuerte y que podría buscar a su objetivo solo con ese órgano sensitivo.

    La decepción vino en una forma humana que emergió de la maleza, la visión de limpia confección del Predicador Joe que caminaba hacia ellos desde la oscuridad, brazos extendidos en señal de saludo.

    "Nunca esperé encontrarme a otro de los nuestros de nuevo, no en este terrible y solitario lugar lleno de sufrimiento." Sonrió dulcemente a Clara, cadera contra el capó de su automóvil. "Qué encantador que te haya encontrado como compañera. A mí nunca me gustó mucho vuestra especie."

***

    "Así es, hermano mío, solo unos metros más."

    “¡Puedo sentirlo, Predicador Joe! ¡Puedo sentir tu poder curativo viniendo sobre mi alma!"

    "Estoy seguro de eso."

    La bala atravesó limpiamente el costado del cráneo del feligrés, donde rebotó dentro de la sedosa materia gris y lo mató instantáneamente. El feligrés colapsó en el suelo, a los pies de la figura temblorosa que yacía forzadamente animada junto a la rueda del automóvil. Con un suspiro de alivio, él salió reptando fuera de la herida abierta en el brazo faltante y se deslizó en la nueva ofrenda, baño de ácido burbujeante tendido sobre el suelo arenoso tras él. Tosió un trozo de cráneo de la parte posterior de la garganta de su nuevo anfitrión y se puso en pie temblorosamente mientras su cuerpo gelatinoso se amoldaba a su nueva casa. Se giró hacia el predicador Joe, sin saber si se suponía que debía estar agradecido u horrorizado.

    "Es cómodo," fue todo lo que pudo decir.

    "Es un gran placer, Frankie, venir a verme así."

    Frankie. Ese nombre de nuevo.

    Él frunció el ceño, sin saber cómo responder. "Ese no es quien soy."

    "Por supuesto que sí," respondió su amigo alienígena. "Te reconocería en cualquier parte. Hay una cierta sombra en tus rasgos, a pesar de la capa que estés usando, y tú eres Frankie de principio a fin." Sonrió, dientes blancos y el brillo del metal brillando en la oscuridad. “Un reflejo imperfecto. Como ondas en el agua."

    "Yo no me preocuparía por eso," le advirtió Clara, palabras que amonestaban al Predicador Joe, quien estaba sentado frente a ellos sobre un leño, con un palo largo jugando en la arena: X y Oes. El predicador Joe trazó una línea en el medio y soltó una risilla sobre su significado secreto.

    "Obviamente está loco," susurró Clara ásperamente.

    "Y yo aquí pensando que estabas en California," dijo él sacudiendo la cabeza. “Haciendo realidad tu sueño, sea cual sea esa tonta realidad que has querido crear. No me molesta que me hayas dejado aquí, como puedes ver, estoy contento de estar aquí, fingiendo que es el paraíso. Pero tú nunca. Eres más ambicioso que yo, supongo." Les dedicó a ambos una gran sonrisa, su diente dorado brilló a la luz de la luna. "Ojalá pudiera ser como tú, Frankie. Poder renunciar a esas partes de mí mismo con las que no quería lidiar. Cuán fácil sería descartar una parte de mí."

    "No entiendo. ¿Por qué estás aquí?"

    El predicador Joe abrió los brazos, abrazándolos a ambos en su abrazo espiritual. “¿Por qué no estar aquí como en cualquier parte? ¿Qué otro cielo puede haber que este mundo lineal... donde el presente es obvio y el pasado no puede volver reptando sobre ti y el futuro está siempre abierto, como un vasto horizonte esperando a que te dirijas hacia él? Yo predico el infierno y la condenación a estas almas de mente estrecha porque no pueden apreciar la belleza de lo que ya tienen. Una vida momento a momento. Cada segundo una exclamación de algo nuevo. De mente estrecha y atrapada aquí dentro, eso es lo que son estas personas." Se golpeó un lado de la cabeza y la ligera hendidura reveló la bala que había acabado con la vida de su anfitrión.

    El predicador Joe sentía un gran aprecio por su pistola.

    “Me enviaron aquí para explorar y se aburrieron cuando me volví nativo. Eso es lo que yo me figuro. No he recibido órdenes en lo que parecen décadas. De vez en cuando me consigo una casa limpia de piel y me mudo a otra parte del país. Puede que un rebaño pase hambre, pero un predicador nunca lo hace."

    Se inclinó hacia atrás, apoyando la cabeza en el árbol detrás de él, con el palo largo dibujaba líneas a través de su solitario juego de X y Oes. Su traje estaba recién planchado, no se veía una arruga de su anterior derviche. La pistola que lucía estaba bien escondida bajo el chaleco y solo la sombra de su mango era visible a la luz de la luna. Había algo inquietantemente familiar en él, la impronta de una persona que ellos habían encontrado antes una vez se arrastraba por sus rasgos. Él sonrió y el espejismo se desvaneció inmediatamente, dejando nada más que un borrón alienígena.

    Entornó la mirada hacia Clara, quien permanecía obstinadamente en el asiento del conductor de su coche. "Tú, bueno, tú eres un enigma. ¿Por qué querrías andar con Frankie sabiendo lo que es y cómo tiene que sobrevivir? No hay humano que yo haya conocido todavía que no encontrara un poco inquietante todo ese asunto de tomar control del cadáver de un extraño. Ni siquiera parpadeaste cuando Frankie se deslizó dentro de la carne de nuestro Billy Jameson." El predicador Joe dejó escapar un silbido bajo ante la apatía de Clara. "Billy también era un gran tallador. Lástima que ya no recibamos ese servicio."

    "Él no deja de llamarme Frankie," le dijo él, y ella quitó importancia a su preocupación con un movimiento de la mano, agitada por el juicio del Predicador Joe.

    "Tenemos más similitudes de propósito de lo que él se da cuenta," explicó ella. "Nosotros vamos a California. Me reuniré con un contacto allí, un tipo que me va a meter en las películas. Se habla de que ha trabajado con Lillian Gish, y cualquiera que se precie sabe que esa clase de prestigio no es algo que se pueda ignorar."

    Se comprobó las uñas y chasqueó la lengua ante su suciedad.

    "Tienes mucha confianza para una chica que tiene que rogar que la lleven en coche," observó el predicador Joe.

    "No te preocupes por mí, no necesito rogar. Tengo talento en abundancia," se jactó mientras hurgaba en el bolso y sacaba una lima de uñas. “Una vez gané un concurso de belleza de bebés, ni un mes después de nacer. «Bebé más Lindo de Chicago», esa era yo. Portada y todo. Nací para estar en las películas, sí, señor."

    "Frankie," le dijo el Predicador Joe con voz seria. "Dime que no vas a volver a California. Deberías quedarte aquí, conmigo. Podemos viajar juntos por el resto del país, llevando nuestro baile a la carretera, nuestro Obscuria Derviche." Estaba atento cuando se inclinó más cerca, el palo que había usado para dibujar en la arena perforaba la carne de la tierra. “Podemos meternos en las almas de estos estúpidos. Cogeremos su dinero e iremos a Europa. O no, puede que Alemania sea un lugar supersticioso estos días. Quizá sea mejor ir a algún lugar más lejano, como la India, donde hay constantes disturbios y, por tanto, muchos nuevos anfitriones para ir tirando."

    Se erizó ante la sola idea, el diente de oro del Predicador Joe se asentaba mal en su memoria. "Me voy a California para eliminar un objetivo que me han asignado mis superiores," insistió. Pasó el talón por el juego de X y Oes que el Predicador Joe había dibujado en la tierra, oscureciéndolo por completo. "No estoy aquí para jugar con las creencias humanas con el fin de huir de mis responsabilidades."

    "Una pena. Eres tonto de veras." El predicador Joe se quitó el polvo de los pantalones y se puso en pie con la mano extendida en alegre amistad. “Podemos estrecharnos la mano al respecto. Así es como sellan la verdad en este planeta. Estrechándonos la mano."

    Él aferró la mano fría del predicador y fue tirado con brusquedad hasta quedar en pie, su nariz casi tocando la del predicador Joe. Los ojos de Joe eran negros por el aceite de motor, su aliento era metálico cuando sus viscosas palabras salieron reptando. "Te crees la autoridad moral, pero no lo eres. Responsabilidades. Objetivos. No existen. Pero claro, ¿cómo puedo esperar que tú lo sepas? Solo eres un fragmento de ti mismo, Frankie. Lo único que eres es una tarea olvidada que nunca estuvo destinada a completarse."

    Lo liberó empujándolo contra la puerta del pasajero del automóvil. El predicador Joe lanzó una mirada larga y oscura a Clara antes de meterse las manos en los bolsillos y encogerse de hombros interiormente. Rodó adelante y atrás sobre los talones antes de darles la espalda a ambos.

    "Llevaos el coche. Yo ya no tengo uso para él."

    Descendió al interior de la maleza, la oscuridad de esta lo ensombreció hasta que fue completamente absorbido. Escucharon, él y Clara, las quebradizas ramas y los pasos desvanecerse en una distancia irrastreable. En la periferia, manos estaban aplaudiendo de alegría, humanos danzando sobre las promesas de muerte.

    Él giró hacia Clara, quien se quedó mirando fijamente el negro hueco de la maleza. "Deberíamos irnos."

    "Vosotros dos... vosotros estáis..." Se mordió el labio inferior, las perlas en su garganta rodaban entre el índice y el pulgar. “Siempre se me pegan los monstruos. Mala suerte, supongo."

    Él caminó con cautela sobre los humeantes restos de su antiguo anfitrión herido, con las manos apoyadas en la puerta del pasajero. “Los iguales se atraen," explicó él.

    "Y un infierno lo hacen." Entornó los ojos ante la maleza y frunció los labios pensativa. “¿Y si así fuera? ¿Y si te dejo aquí para que pases el resto de tus días con él, para ser un monstruo sobrante esparciendo veneno por todo el mundo?

    "No lo harás."

    Ella encendió la ignición y el motor cobró vida con el zumbido más suave que jamás hubiesen escuchado. Él permaneció equilibrado en la puerta del pasajero, las manos aferradas al lateral, esperando con perversa expectación que ella honrara su palabra y escapara de él. Tal vez condujese unos metros y luego retrocediera, ansiosa por atropellarlo. Tal vez apagara el motor, saliera y se alejara caminando.

    Cada uno de aquellos escenarios le llenaba de una extraña alegría.

    Ella se inclinó y abrió la puerta del pasajero, haciéndole señas para que entrara. A él se le cayó el corazón líquido a la planta del pie de su anfitrión, hundiéndose profundamente en el talón. Se deslizó en el asiento del pasajero y en su lujosa comodidad con inquietud, la carretera que debían recorrer era un largo y tortuoso trecho ante ellos. Estaba plagada de peligros. Había tanta sangre en su rastro que alguien estaba destinado a olfatearlos. Ese tipo de sabueso podría destrozarlos a ambos.

    Ella metió la mano bajo el asiento del conductor y sacó una reluciente pieza de metal. Cuando ella giró hacia la carretera y comenzó a seguirla hasta su destino, arrojó la pieza en su regazo.

    "Supongo que esto es un souvenir que el Predicador Joe decidió quedarse. Lamentará haberlo perdido."

    Él le dio vueltas y vueltas en la palma de la mano, las implicaciones eran curiosas.

    Una placa de sheriff. Del sheriff Borgen.

    El diente de oro del predicador Joe era del mismo tono amarillo latón.

Capítulo 17 - Hotel Reynolds

    El Hotel Reynolds era un asunto desolador a primera vista, sobre todo considerando su ubicación. Aunque construido para la comodidad, tenía un aura imponente, no muy diferente a las paredes exteriores de una prisión. Las ventanas simples rogaban estar alineadas con barrotes, con hombres solitarios y enojados mirando tras ellas. Esto último prevalecía, pues el hotel era la parada habitual de los vendedores ambulantes. Estos miraban por sus ventanitas a la calle de abajo, cetrinos rostros desprovistos de familiares y amigos, monitoreando cuidadosamente el miserable progreso del mundo.

    La mayoría de los coches en el estacionamiento eran carruajes negros con capas de polvo del desierto y barro apelmazado en las capotas. Los propios vendedores parecían cansados, sus maletas y paquetitos de mercancías eran arrastrados detrás, todos ellos buscando un buen trago de algo fuerte y un descanso decente. No era un empleo fácil viajar por todo el país una y otra vez tratando de ganar dinero. El Hotel Reynolds era el único lugar donde un trabajador vendedor ambulante podía dejar su artimaña profesional, desatarse la corbata y agarrar una sólida botella de whisky para beber a solas y en paz.

    La calma del aceite de motor le hizo cosquillas en la parte posterior de la garganta, pero él la ignoró. Clara era todo sonrisas mientras estacionaba su ridículamente extravagante automóvil entre dos carruajes negros básicos, brillante pintura blanca burlándose de la simplicidad de los otros automóviles.

    "¿Puedes creer que estemos aquí?" ella soltó una risita. Sus ojos bailaban mientras asimilaba a la clientela que atravesaba la entrada. “Vine aquí muchas veces, una con Ricky Ojos Azules y otra con Jimmy el Zancudo. No puedo decir con quién más, todos son la misma cara después de un tiempo. Pero esto es todo lo lejos que he conseguido, sin importar cuánto tratase de llegar a California. Alguien siempre me arrastraba de regreso a Chicago, pateleando y gritando."

    "Imagino."

    Ella frunció los labios y se comprobó el carmin con su espejito de mano, su pálida piel blanca brillaba fantasmalmente en la oscuridad. “Conozco al conserje de aquí. Yo hice un poco de trabajo elegante para él hace un tiempo, y me debe una. Así que guarda la billetera, a esta invito yo."

    Él no necesitaba sus favores, sacó algunos billetes de todos modos y los empujó en la palma de la mano de Clara. “Esto es lo último de la parte que le robaste a Georgio. A diferencia de tu amigo, yo no creo deberte nada."

    Ella le lanzó una mirada fría, su salida del automóvil fue ligera y elegante, mientras que la suya fue torpe. Se complicó con la puerta y ella le dejó atrás mientras él luchaba por abrirla. El largo cuerpo de su anfitrión se desplegó del coche como un complejo puzzle de origami. Él se alisó las arrugas del traje y se ajustó el chaleco, la cadena de oro de su reloj colgaba en el ángulo correcto, su sombrero de pastel de cerdo colocado de una manera tan vivaz y alegre como los bateristas que poblaban aquel lugar.

    Se sintió constreñido y ansioso. Encajaba perfectamente.

    Aunque el Hotel Reynolds se encontraba en medio de lo que era el lugar más sureño--al ser Texas--había una distintiva sensación norteña que no podía ser ignorada. Pasó junto a un par de personajes de aspecto ofídico que murmuraban entre sí mientras él seguía a Clara al interior. Los sombreros les oscurecían las caras, interrogantes cigarrillos encendidos y sostenidos en alto tras ellos. El vestíbulo del hotel distaba mucho de ser grandioso, mobiliario simple, la atmósfera opresiva y oscura. Un largo mostrador de roble los separaba del santuario interior del hotel, una impresionante variedad de cubículos llenos de varios sobres y paquetes abarrotando el espacio detrás de los dependientes. Una mujer joven con decolorado cabello rubio empastado contra su cuero cabelludo en severos rizos les dio a ambos una cálida sonrisa, una que no alcanzó el juicio hueco en sus ojos azules.

    "¿Señor y Señora…?" preguntó la mujer.

    "No estamos juntos," aseguró Clara. Ella frunció los labios y se encogió de hombros hacia él, desdeñosa. "Él es mi asistente. Tenemos dos habitaciones reservadas, una para Clara…."

    "¡Clara!"

    Un hombre bajito y delgado con semblante de comadreja y cabello negro peinado hacia atrás con una nítida raya se acercó marchando, brazos extendidos en señal de saludo. Besó a Clara en ambas mejillas, manos presionando firmemente los brazos de esta.

    "Clara, mi Clara, ¡qué bueno verte de nuevo!"

    "Venga, Reggie, no tienes que ser tan formal, no con viejos amigos como nosotros." Ella le dio un guiño coqueto y le pasó la punta del dedo por la nariz con una flirteante familiaridad. "No soy ningún huésped especial, no tienes que darme el trato de la realeza. Solo simple y llano, eso servirá. Solo… Una lista de vinos podría estar bien. Así que envía eso arriba más tarde."

    "¡No tienes idea de cuánto he anhelado que regresaras! ¡Nada más que lo mejor para ti, mi querida Clara!" exclamó. Su sonrisa vaciló levemente al notar que no estaba sola. "¿Y usted es?"

    "Este es Frankie," dijo ella demasiado rápido, y Reggie la miró desconcertado.

    "Frankie," dijo él obviamente tratando de pegar la cara que veía ahora a otra que ya conocía. Sacudió la cabeza. "Lo siento, no te reconocí del todo. Pero claro, ha pasado más de un año. Las cosas cambian tan rápido en este negocio, ¿no es verdad? Gente que entra, gente que sale, negocios que entran, negocios que salen. Un verdadero cresta y valle de éxito y fracaso que nunca quiere terminar." Su anterior exuberante apariencia tropezó con sus decepciones internas, dejándole confundido ante su presencia. “Clara…” dijo como si no estuviese seguro de que ella estuviese allí de verdad y fuese más una ilusión que un hecho.

    Ella deslizó el brazo en el hueco del codo de Reggie y tiró de él hacia los ascensores, que estaban ricamente decorados con estaño amartillado, la superficie relucía con complejas flores en relieve.

    "Tomaremos una copa, Reggie," dijo ella con la voz llena de un soniquete de cortesía. "Iremos a la misma habitación, como la última vez."

    Le lanzó a su acompañante una mirada por encima del hombro. "Termina, ¿quieres, Frankie? Reggie y yo tenemos una puesta al día que hacer."

    Tan rápido como habían llegado, ella desapareció en el ascensor con su viejo amigo. El brazo de este temblaba cuando él lo alzó sobre los hombros de Clara y la guiaba más adentro. El anciano operador del ascensor les brindó a ambos un gesto respetuoso antes de cerrar la verja y tirar de las puertas de chapa para cerrarlas con su toque experto en la palanca.

    "Todo el mundo sabe que ella solo es una puta."

    Él se frotó la mandíbula con la palma de la mano de su anfitrión y se giró hacia la rubia de bote en el mostrador del hotel. Estaba inclinada sobre un archivo de contabilidad en lo que un director de Hollywood llamaría una «pose provocativa». Se dio unos golpecitos con un lápiz en el labio inferior y sus ojos azules le evaluaron. "Ella son malas noticias, pero creo que eso lo has descubierto tú ya."

    “Lo que no entiendo," dijo él, “es cómo puedo estar en Texas y que nadie aquí posea un quinto de esa famosa hospitalidad sureña. O el acento."

    Ella le dedicó una sonrisa lenta y perezosa y apoyó los codos en el gran escritorio de roble. “Nadie que viene aquí quiere quedarse aquí. Esto solo es una parada de descanso hacia otro lugar." Ella asintió hacia el ascensor donde Clara y Reggie se habían ido para ponerse al día con los viejos tiempos, una reunión que él esperaba no terminara en un juego de X y Oes. “Tu chica tiene una larga historia con este lugar. Tiende a venir aquí colgada del brazo de algún bravucón manso, pensando que es toda especial por eso. Pero ella no es diferente a cualquiera de las otras bemoles y amantes que vienen aquí a hacer compañía a los vendedores ambulantes. Ella es solo un trago de whisky. Sienta bien en ese momento, pero demasiada cantidad te arruina la vida."

    Él se apoyó en el escritorio de roble y golpeó la madera gruesa con los nudillos, sintiendo la fuerza de su solidez. "Nos vamos a Hollywood," confesó. "Ella cree que va a ser una estrella."

    "Ella y un millón de otras chicas como ella." La rubia puso los ojos en blanco y se inclinó hacia atrás del mostrador, su barbilla sobresalía en un juicio altivo. "Aunque le concederé esto. Tiene la actitud de una verdadera asesina. Solo con eso podría meter por la puerta los dedos de los pies."

    Su propia sangre pulsaba fría junto a las venas de su anfitrión. "Si. Tienes toda la razón."

    Ella le dedicó una sonrisita y luego se deslizó hacia la pared y sus filas de llaves. Escogió la habitación 313 y le entregó la llave, presionando su fría forma de metal en su palma y cerrándola con un provocativo abrazo de su mano. "Esta es una bonita habitación," prometió ella, su voz casi un susurro. "Tú eres buen tipo, por lo que he sabido de ti. No te conviene estar con una chica así. Ella te destruirá en modos que ni siquiera conoces todavía."

    Él apretó ligeramente el puño alrededor de la llave y se apartó suavemente de la ternura del tacto de la mujer.

    "Me temo que lo sé demasiado bien," le dijo. Luego, al sentir que ella entendía algunos de sus secretos, que tenía conocimientos que eran deferentes a su causa, la miró a los ojos y dijo, sin dudarlo: “¿Pueden enviar una lata de aceite de motor a mi habitación? Y si pudieras suministrar un vaso de chupito también... Eso sería de lo más beneficioso."

***

    Nadie del Sur se alojaba en el Hotel Reynolds. Ni siquiera el botones poseía un acento sureño adecuado, en cambio, tenía poca comprensión del idioma inglés, balbuceando incesantemente en su francés nativo.

    "J'ouvres la porte, pour vous."

    "Gracias."

    El botones condujo su equipaje dentro de la habitación ante él, pequeñas maletas que se colocaron a los pies de la cama con guisa teatral. Hubo un apresurado roce de una mano en la cama del hotel y un leve gruñido emitido por la aparición de una arruga en la manta superior, pero una vez que se resolvieron estos problemas, el botones tuvo poco que decir, aparte de «Merci, monsieur». Luego, realizó un acto de balanceo de talón que sugería que estaba esperando algo.

    "¿Es dinero lo que estás buscando?"

    "L’argent, un beaucoup de l’argent, monsieur. Merci, monsieur."

    Él suspiró y echó mano al bolsillo lateral, sacando lo último de la riqueza de Georgio. "Yo desinfectaría esto primero si fuera tú. He oído que el dinero de un muerto tiende a retener maldiciones."

    “Merci, monsieur.”

    Al botones no le preocupó mientras se embolsaba el efectivo y silbaba en su camino fuera de la habitación de hotel, su felicidad resonó por el largo corredor.

    Él se dejó caer en una silla cerca de la puerta, contemplando la monotonía de su entorno. La cama era sencilla, las sábanas frescas y limpias. En un cuartito a la derecha había un baño del tamaño de un armario, con una ducha vertical para comodidad de los clientes del hotel. Una adición inusualmente extravagante, pensó, pues la mayoría de los hoteles de aquel tipo tenían un baño común al final del pasillo, donde a uno tenían que darle un horario asignado para el aseo personal. Había una menta sin envolver sobre la almohada, la cual recogió y tiró al bote de basura cerca de la ventana. Afuera, el mundo pasaba flotando en dunas de tormenta de arena, un paisaje marciano de calor fundido y seca desolación.

    Dio la espalda a la ventanita, reluctante a ser otro prisionero baterista que aprovechaba los escasos momentos de su tiempo libre contemplando el encarcelamiento de su libertad. Colgó la chaqueta del traje y metió las manos de su anfitrión en los bolsillos profundos de sus pantalones, las bandas negras de los brazos de su camisa blanca rozaban la tela almidonada contra su piel. A pesar del papel tapiz art déco y algunos toques florales, esta habitación no era muy diferente a la que había ocupado en Chicago. Lo único que faltaba era la perfilada sombra de una cruz sobre la cama.

    Abrió el cajón de la mesa auxiliar. Sin omisión entonces. Un Gedeón había colocado una copia portátil del Nuevo Testamento en su interior. Cerró el cajón, abrumado por la desagradable sensación de correr sin moverse del sitio hasta un punto más allá del agotamiento.

    Hubo una llamada a la puerta y él la abrió con entusiasmo, esperando que fuese su pedido de aceite de motor. Se habían tomado su tiempo para traerlo. Esperaba con ansias el lodo negro y resbaladizo que hacía que la vida en aquel cuenco lineal de polvo fuese más fácil de soportar, el contorno líquido de su influencia silenciaba su creciente sensación de inquietud.

    Así, fue una gran decepción ver a un hombre con uniforme de oficial de policía parado frente a él con su placa a la vista con orgullo.

    "No quiero causarle ningún inconveniente," dijo el oficial con un acento de Texas extrañamente refrescante. "Pero viendo que los paisanos que usan este lugar han estado en la carretera y todo eso, me preguntaba si podría hacerle algunas preguntas."

    Había una extraña familiaridad en el policía, como si ambos se hubieran encontrado antes. Estuvo a punto de preguntarle si así era, pero se detuvo justo a tiempo, sabiamente indispuesto a revelar demasiado sobre sus conocidos, especialmente a Clara, como su furiosa compañera en carretera.

    “Hubo un accidente justo en un camino entre Foss y Texola. Aplastamiento bastante desagradable, no sé cómo alguien podría haber salido andando de él." Miró a su objetivo de arriba abajo, buscando heridas invisibles. "Supongo que no sabe usted mucho al respecto, viendo que ni un pelo en usted tiene apenas una curva. Asunto muy extraño por todas partes, debo decir. Abandonar una escena como esa y no decírselo a nadie. Mató a un granjero directamente. Camión en llamas, lo quemó hasta convertirlo en tocino crujiente."

    El oficial le mostró una sonrisa lánguida y la familiaridad creció hasta la comprensión. El poli tenía matices del sheriff Borgen, suficientes para ser su hermano. Quizá este era el cabeza de chorlito del que había oído hablar, el que el sheriff tenía problemas para mantener a raya. No habría nadie para hacerlo ahora, no con el Predicador Joe luciendo ese diente de oro y el resto de la piel del sheriff Borgen.

    "Un accidente desagradable no es algo en lo que me proponga pensar," continuó el oficial, con el sombrero inclinado de nuevo en cortés deferencia. “Pero viendo que mi hermano no está respondiendo a las llamadas estos días y que nadie le ha visto en las últimas dos semanas, me estoy preocupando un poco. No se puede culpar a un hombre de hacer preguntas cuando alguien que conoce bien va y desaparece y hay un accidente automovilístico en el horizonte con más de la mitad de sus pasajeros desaparecidos. Hace que un hombre se haga muchas preguntas, y eso es lo que hago." Él sonrió, pero había poca alegría en su voz. "Un hermano no se levanta y desaparece así, no señor. Especialmente cuando es un sheriff y todo eso." Entornó los ojos sobre su presa. "Usted parece una persona muy tranquila. Como si estuviera pensando mucho en algo. ¿Tiene alguna información que yo pudiera estar requiriendo?"

    "No. No lo creo."

    "Bueno, esa es una forma extraña de responder, si no le importa que lo diga. O bien lo sabe o bien no. Es solo un accidente de coche, eso es todo, o bien lo vio o bien no. No creer no entra en ello, si quiere mi opinión. ¿Qué es lo que no cree que ocurrió?"

    El sheriff Borgen estaba equivocado. Su hermano no era un cabeza de chorlito. Cuando los cerebros fueron transmitidos al clan Borgen, fue este hermano quien ganó todas las células intuitivas, su comprensión se abría paso a través del miasma de mentiras tácitas y significados ocultos para profundizar en la verdad. El hermano de Borgen frunció levemente el ceño ante el fingido silencio que lo recibía y se abrió paso hacia la habitación del hotel. Se quitó el sombrero con la cortesía sureña estándar, el borde girado en semicírculos por el ajetreado trabajo de sus dedos ligeramente temblorosos.

    "Es algo muy extraño perder a un hermano," dijo, su voz perdió todo sentido de brevedad y descendió aún más en un tenso agudo de desesperación. “Él y yo compartimos un útero juntos una vez. Al ser mi gemelo y todo eso. Oh, claro, no nos parecemos nada, pero cuando compartes litera tan de cerca con alguien al comienzo de la vida, tienes una conexión que no tienes con nadie más." Pasó una mano por la chaqueta del traje que colgaba del perchero, la punta del pulgar rozó la pequeña gota de sangre seca en el centro del cuello. "Tienes ciertas ideas sobre cosas que podrían haberle pasado a tu compañero de litera, como una línea telefónica que no está hecha por personas, pero que vive entre vosotros dos. Algo umbilical. Por ejemplo, como cuando sé que está en problemas." Dejó escapar un suspiro, su mirada clavada en la alfombra de cachemir a sus pies. "Y como cuando sé que esa línea está muerta."

    "Yo no sé nada de tu hermano."

    El gemelo de Borgen pateó la alfombra, su talón extrajo fibras de una fea flor roja. "Dice eso muy rápido, como si estuviera seguro. Como si se lo hubiera encontrado una vez y tuviera que convencerse de que no lo recuerda." Se tocó un lado de la cabeza y le ofreció otra sonrisa pálida. “Yo obtuve toda la intuición, pero mi hermano obtuvo toda la lucha. Un poco de desventaja. No se puede ir mintiendo a un tipo como yo, puedo sospechar una de esas mentiras, con la mejor de ellas. El problema es que tengo que pensar en cuánta mentira se dice, y la única forma en que voy a obtener esa respuesta es si te arrastro a mi comisaría y tenemos la charla adecuada."

    Él sonrió, sus dientes manchados de nicotina en alineación perfecta. "Pero no quiero hacer eso. Puedo ver al mirarle que es usted un hombre que piensa que todo el mundo está lleno de nada más que maldad y dolor. Que no hay nada bueno en nada de eso, y que lo único para lo que estamos hechos es para matar o morir. No todo es así, no importa lo que sea lo que le haga pensar que es así. Hay cosas muy buenas en este mundo, buenas personas también, como mi hermano. Como yo. No vaya a darnos a los buenos paisanos poca importancia solo porque el malo es fuerte y ruidoso. A la gente le gusta ayudarse más que solo atropellarse entre sí, esa es una regla real de la que esos malos no hablan. Hay más de nosotros que de ellos. Ellos no quieren que eso salga a la luz tampoco, y tal vez sea lo mismo para buenos paisanos como yo, como mi hermano. Como usted. Estamos muy callados al respecto, eso es todo."

    Y él estaba callado.

    Un momento largo y tortuoso que se extendía más allá del infinito entre ellos, desafiando el tiempo lineal que marcaba cada segundo en mesuradas cantidades. Una eternidad de información emergió, una larga e interminable confesión que terminó con una tos dirigida nerviosamente a su puño.

    "Estas cosas pasan," coincidió el hermano de sherrif Borgen.

    "Yo no he dicho nada."

    "No necesita hacerlo."

    Cerró los ojos. Clara se había equivocado al pensar que eran inmunes a los alcances de la ley. Buena gente, mala gente. Nadie era realmente invisible.

    "Lo siento," le dijo al hermano de Borgen, quien meramente asintió con triste comprensión y echó mano a las esposas a su lado.

    Su cuerpo líquido y gelatinoso palpitaba dentro de los brazos de su anfitrión, tensando las manos. Nunca antes había hecho algo tan táctil, pero sabía que la fuerza que podía reunir era considerable.

    La velocidad coordinada nunca había sido su fuerte, pero se las arregló para dominar al oficial el tiempo suficiente para obtener un buen agarre del cuello. Con un giro le dio al mismo un chasquido radial.

    El cuerpo colapsó a sus pies.

    "Lo siento mucho," repitió.

Capítulo 18 - Boa de Plumas

    Boa de Plumasl

    Ella estaba sin aliento por la mañana al llegar a su puerta, con una gran boa de plumas de avestruz envuelta alrededor de los hombros. "¿Que es todo esto? ¿Ya hay nuevas excavaciones?

    Ella miró por encima del hombro de él hacia la habitación y chasqueó la lengua ante la mancha de quemadura de ácido visible en la alfombra junto a la cama. "Tendrás que mover esa alfombra para taparla. Jesús, ¿cuál era el problema esta vez?, ese último parecía lo bastante saludable. Ni una mancha en él y lo vas a desperdiciar. Pensé que se ajustaba bien y que estabas feliz con él. Supongo que estás más en el ángulo de la moda de lo que yo pensaba." Ella inclinó la cabeza hacia un lado mientras lo estudiaba. “Sí, este tiene una mandíbula un poco más fuerte. Puedo entender por qué te gusta."

    Él no quería hablar con ella. Se había pasado la mayor parte de la velada contemplando la mancha de ácido que la desintegración de su último anfitrión había quemado en la alfombra, el sombrero de ala ancha del policía Borgen giraba en círculos entre las yemas de los dedos. Era temprano, él no había tenido descanso y la dolorosa alegría de Clara irritaba el impulso restante de los nervios de su anfitrión, causando que su propio cuerpo gelatinoso interior le doliera.

    "Tenemos que irnos," dijo él.

    Ella puso los ojos en blanco, se echó la boa de plumas por encima del hombro y paseó delante de él con su elegante bolso de mano de cuentas firmemente agarrado. Esta mañana era una actriz en plena forma. Llevaba zapatos nuevos, notaba él, y un vestido nuevo, sedoso y plateado que la cubría con unos pliegues cuidadosamente medidos, una lección de geometría de moda.

    "Ni siquiera he tomado el desayuno de cortesía," hizo un puchero. Ella le dio a su propia barbilla un pellizco juguetón y se rió mientras se abría paso por el largo y débilmente iluminado pasillo, sus dedos jugando en las fibras de plumas de avestruz, sacándolas una por una. Un rastro de líneas suaves yacía detrás de ella sobre la oscura alfombra roja.

    Una pluma pasó flotando junto a él y luego se le posó en el tacón de su zapato. Para su consternación, tenía un punto rojo brillante sobre su prístina superficie blanca. Una tarjeta de visita por asesinato.

    "Pensé que Reggie era amigo tuyo," dijo. Se inclinó para recoger la pluma, la sangre le manchó las yemas de los dedos cuando la tocó. "Supongo que esta es una discusión reciente."

    "Ah-ah, yo hice una pregunta primero y aún no has respondido. ¿Por qué necesitabas un nuevo anfitrión?"

    Él se erizó ante la juguetona intensidad de su acusación. Lo último que necesitaba eran sus retorcidas lecciones sobre el bien y el mal. “Tenemos que irnos. Ahora."

    La agarró por el brazo y la arrastró hasta el ascensor, boa de plumas dejando un rastro detrás de ella, pequeñas gotas rojas visibles a intervalos mientras se retorcían por la alfombra del pasillo. Ella maldijo y trató de separarse de él, pero él ignoró sus protestas y la empujó hacia el ascensor abierto, su anciano operador en silencio mientras ellos discutían dentro de los diminutos confines de chapa.

    "¡Eres un bruto miserable!"

    “Solo cálmate. Iremos directamente al coche, saldremos de aquí mientras la mañana sea joven."

    "¡No voy a ir a ningún lado contigo! ¡Quiero mi desayuno continental!" Ella le golpeó con sus puños de piedra, su excelente puntería hizo que el operador del ascensor se detuviera mientras levantaba su blanca y tupida ceja.

    Dos sólidos puñetazos, directo a la mandíbula.

    Él sintió el golpe mecerle la cabeza hacia atrás y sacudió los hombros para alinear el cuello roto de su anfitrión.

    "Eso estaba fuera de lugar."

    "Debería jugarlo así, ¿sabes? Debería forzarte algunas X y Oes por si acaso. Te lo mereces, bruto. Cobarde. ¡Miserable bastardo aburrido!"

    El ascensor aterrizó en la planta baja y él la lanzó fuera del mismo, sus tacones se engancharon en su larga hebra de perlas, la fuerza alternativamente se sofocó y la derribó. Ella le lanzó una mirada de proporciones asesinas antes de enderezarse, sus densamente pintados labios eran una mueca torcida. El collar de perlas roto rodó en un círculo disperso a su alrededor, amenazando cada paso en falso.

    El cuidadoso atuendo de Clara estaba fácilmente arruinado. Con el cabello ladeado y la falda de su vestido cayendo más allá de sus rodillas, ella era cada centímetro de la cruel puta que se le acusaba de ser.

    "Te odio."

    La dependienta rubia los observaba con diversión, lima de uñas puesta en uso mientras fingía desinterés. No era actriz. Le dio un guiño de complicidad mientras él pasaba, comisura de labios hacia arriba en comprensión carnal.

    "No te preocupes, las riñas de estos amantes no duran mucho, especialmente con una chica como ella."

    "Me temo que pueden durar una eternidad," le informó.

    Trató de ignorar la expresión confusa en el rostro de la rubia. Este era el comienzo de la mañana de horror para ella. Quizá tuviese esa misma expresión cuando finalmente encontrara el cuerpo sangrante de Reggie, su jefe, con los ojos como un juego de tres en raya. En su mente, ya podía escuchar su grito que helaba la sangre.

    Cerró de golpe la puerta principal del hotel tras él, ansioso por volver al automóvil y salir a la carretera. Dejaría a Clara atrás si tenía que hacerlo. No había ninguna razón para arrastrarla con él. Encontraría su objetivo sin ella.

    Tendría que hacerlo.

    Pero él podía verla desde donde estaba parado en el escalón superior, y ella ya estaba sentada en el asiento del conductor, guantes blancos agarrando con enojo el volante mientras le esperaba. Ella le odiaba, pero aún le necesitaba. Así era como funcionaba su versión del cuidado.

    Él se cruzó con dos sombríos personajes en las escaleras, posiblemente los mismos hombres de la noche anterior, aunque era difícil saberlo. Todos tenían el hábito del anonimato, el ala de sus sombreros creaba un gángster común que no podría identificarse adecuadamente en una comisaría de policía.

    "Te veré por ahí, Frankie," dijo uno de ellos, y dio una larga calada a su cigarrillo.

    Él hizo una pausa y se volvió hacia ellos. Quería preguntarles, de una vez por todas, por qué todos los que encontraba pensaban que él era este tal Frankie, y qué había tan importante en él. Pero Clara tocó la bocina y él no quiso plantear más preguntas de las que ya había dejado atrás. El descubrimiento del asesinato no iba a tardar mucho.

    Ignoró a los dos hombres cuyas miradas lo seguían intensamente mientras se dirigía al coche, saltando dos escalones a la vez para ganar velocidad. Clara ya estaba saliendo del estacionamiento, y él se agarró a la puerta del lado del pasajero, abriéndola mientras ella giraba lentamente el coche. Él cerró la puerta de golpe cuando ella puso el coche en una marcha más alta y volvió sobre la ruta 66.

    "Conduciremos toda la noche," dijo ella. Su voz era seca, todavía enojada. "Llegaremos a California en veinticuatro horas si seguimos por esta carretera. Sin mirar atrás, sin mirar al lado, ¿entendido?" Dejó escapar un profundo suspiro mientras se quitaba su ridícula boa de plumas y le empujaba con esta. "Pon esto bajo el asiento, ten cuidado de no arruinarlo. Es caro. Esas plumas no son baratas, ¿sabes? Y toma..." Le arrojó el bolso, su peso aterrizó en su regazo con un crujido cruel. Consígueme un cigarrillo, ¿qué te pasa? Una chica podría marchitarse hasta las cenizas esperando un cigarro de alguien como tú."

    Lentamente, él sacó la pitillera del bolso, pero no antes de sacar la familiar navaja. Estaba envuelta en dos capas de pañuelos, e incluso esto no impedía que la sangre se filtrara de su prisión de acero.

    Tras ellos, el Hotel Reynolds ya era un pequeño cuadrado en el horizonte, el horror que contenía se ocultaba en manchas en la alfombra y misteriosas desapariciones. Se dio unas palmaditas en el bolsillo interior de la chaqueta con un tic nervioso, el cual imitaba la necesidad de Clara de estrellarse perlas en los dientes.

    Eso es lo que hace el asesinato, pensó. Te da hábitos extraños.

    El peso de la pistola que le había quitado al cuerpo del hermano del sheriff Borgen le hacía perder el equilibrio, incluso sentado. El mango se clavaba en las costillas de su anfitrión, un recordatorio constante de un final desafortunado.

    La carretera abierto se extendía ante ellos, una prístina vista de oportunidad, saneando las horribles acciones del pasado. Ahora estaban exactamente más allá del punto medio de California. A través de Nuevo México y luego Arizona, una línea recta que atravesaba el desierto, un camino preservado, encerrado en una eternidad tan estoica como las vastas llanuras rocosas que los rodeaban.

    "¿Alguna vez te has arrepentido de haber matado a alguien?" preguntó él.

    Ella movió los dedos sobre el dial de la radio, trayendo una estridente melodía ragtime de piano a la claridad. Movía la cabeza feliz en su asiento, sus manos manteniendo tempo con el ritmo positivo. “Algunas personas merecen lo que reciben, ya te lo dije antes." Su cigarrillo tropezó de sus labios. Cayó en su regazo y ella lo recuperó rápidamente, profiriendo una dura maldición. El automóvil se desvió ligeramente hacia la izquierda y ella lo condujo de regreso a la carretera, la cual por suerte estaba vacía de tráfico en sentido contrario.

    Gran parte de su existencia dependía de aquel nebuloso concepto conocido por su especie como Destino. Ella lo tentaba en cada giro, aún cuando este había estado en su contra. Un viraje, casi un choque a veces salvado en el último segundo, a veces no.

    “Una vez que se han ido, no tiene sentido preocuparse por eso. Lo hecho, hecho está." Ella le dedicó una amplia y falsa sonrisa. La sonrisa de un depredador. "Este carro es maravilloso, ¿no? ¡Y pensar que tiene radio! Nunca antes había estado en un automóvil que tuviera radio, es un verdadero placer, ¿no, poder escuchar el mundo así? No teníamos radio en mi casa donde me crié. Sin música, sin baile, sin juegos de cartas, sin libros. Todo erguido y tenso. Era inmoral, eso es lo que decían todos los adultos tensos de mi vida." Dio una larga calada a su cigarrillo y luego arrojó los restos al polvoriento camino. "Está claro que me enseñó todas esas reglas de lo que puedes y no puedes hacer. Hay poder en ir en contra de lo que los paisanos creen que es correcto. Yo soy una prueba viviente de eso."

    No era un poder del que él tuviese envidia, pero se guardó su opinión para sí mismo. Cuanto más se acercaban a su objetivo, más sentía un malestar interior, un sentimiento de creciente culpa que había comenzado en alguna parte de Chicago, agujereado su ideología en Foss y ahora, con la sangre y la piel del hermano del sheriff Borgen deslizándose sobre su esencia gelatinosa, se sintió completamente envuelto por el descriptivo Infierno del Predicador Joe. Sabía que se adaptaba mejor a su trabajo. No había preguntas morales ardiendo en su negro corazón, ni ambigüedades de propósito. Su mundo no estaba lleno de gente buena contra mala. La tranquila influencia del cariño no significaba nada para ella.

    Ella pisó el acelerador y se precipitó hacia el abismo. Era error de él si no podía hacer lo mismo.

    "Hubo un perro, una vez," dijo ella. Se movió en su asiento, incómoda. “Yo era solo una niña y este era solo una cosilla. Algún perro diminuto, todo aullador y miserable, como la anciana que lo tenía. Todo lo que hacía cuando pasaba por su cerca era ladrarme como si odiara verme. No podía soportar esa cosa."

    Él volvió a guardar la navaja y su funda del pañuelo en el bolso. Ella se lo quitó y lo dejó en su regazo, compitiendo espacio en sus delgadas piernas con la pitillera. "Esa fue la primera vez que la usé."

    "¿Tu navaja?"

    "Esa es."

    Acarició su bolso distraídamente, como si fuera un perro en necesidad de mimos. “Me ha ayudado cuando nada más quería hacerlo. Ese perrito odiaba mis entrañas. Me lo decía con cada aullido que me disparaba a través de su verja de hierro. Y un día, encuentro esta navaja en el suelo y pienso para mis adentros: «Voy a darle una lección a ese pequeño chillón». Todo lo que necesitó fue un balanceo. Ni siquiera un chillido de despedida."

    El paisaje pasó a toda velocidad junto a ellos cuando ella pisó más fuerte el acelerador.

    “Saqué su cuerpecito por las barras de hierro de su cerca y lo arrojé a la carretera. Ella pensó que lo habían matado las ruedas de un coche. Estúpida vieja ancha."

Capítulo 19 - Sedimentos

    Troncos de roca yacían esparcidos por el horizonte, mientras los estratificados estantes de la vida anterior de la tierra se cernían sobre ellos. A su derecha había un lecho fluvial que había pasado su vida secándose hasta transformarse un millón de años después en una montaña. A él le resultaba extraño cómo este mundo lineal podía forjar tales ejemplos de eternidad y, sin embargo, los seres inteligentes que caminaban por la periferia de ese místico lecho fluvial no eran más que motas de polvo en su memoria. No había un para siempre para un ser humano en la Tierra. Solo el vago recuerdo del carbono en los estratos de la montaña podía distinguir qué era humano y qué animal. Un día, incluso esta civilización desaparecería bajo los sedimentos y las únicas pistas de una población humana serían las llantas de los automóviles, los platos de porcelana reducidos a pequeños fragmentos, la punta de flecha ocasional y una navaja oxidada.

    El calor era el peor que había experimentado en su vida, un yermo desprovisto de oxígeno apto para freír un lagarto. Clara también se derrietía por la persecución del sol, la parte superior de seda de su vestido ondeaba mientras el automóvil empujaba una brisa sobre ellos. El sol del desierto los cocinaba con su calor uniforme, un asado lento y simétrico.

    “Deberíamos habernos detenido en Nevada cuando tuvimos ocasión," se quejó ella. Sus labios estaban secos mientras hablaba, sus manos nunca dejaban el volante para buscar lápiz de labios en el bolso. Estaba tan arraigada a su puesto como los árboles que yacían en piedra sobre la vista que los rodeaba. “Podríamos haber parado en El Club Norteño de la calle Fremont. Un poco de juego, un poco de bebida, nos habría hecho bien."

    "Nada bueno viene de nosotros," le recordó él.

    Ella guardó sabio silencio ante esto, mandíbula tensa y decidida mientras se concentraba en la larga carretera del desierto ante ellos.

    Pasaron por los estoicos restos de árboles, el cementerio de un bosque muerto mucho tiempo atrás. La ruta que describe la trágica historia de la tierra, donde las arenas rasgaban rocas escarpadas, antaño sinuosas vetas de vida, ahora rojos sedimentos llenos de sangre de extrañas criaturas que una vez caminaron por una superficie muy diferente. Le asaltó un vago recuerdo de su propio hogar, un paisaje multicolor de alquitrán burbujeante y girantes lunas gemelas. Con la misma rapidez, este recuerdo desapareció, el fragmento de un sueño recordado solo parcialmente, aunque su sentimiento residual dejó una huella inquietante, una que golpeaba constantemente su sustancia gelatinosa, haciéndole añorar el aceite de motor.

    "Nos dirigimos hacia Meteor City, cerca de Dos Pistolas," dijo ella. Su cigarrillo encendido señalaba un punto no identificado en el horizonte a su izquierda. "Es un gran agujero dejado por una roca de allí arriba." Su cigarrillo apuntó hacia arriba en un ángulo de noventa grados, las cenizas llovieron por el vientre de su muñeca. “Dicen que esta roca podría haber acabado con los dinosaurios. Cubrió todo el planeta de cenizas y se ahogaron todos." Entornó la mirada hacia el horizonte mientras daba una larga calada al cigarrillo y arrojaba la rechoncha colilla a la arena en movimiento junto a ellos. “Algo extraño, si lo piensas. Quizá incluso un poco espeluznante. Así de fácil puede ser acabar con todos nosotros. Una gran roca golpeando el desierto. Como una bala en el estómago, diría yo. Todo muriendo de golpe... eso es la tierra desangrándose."

    Él pudo sentir que su cuerpo interior se aplastaba hacia el lado derecho de su anfitrión, una necesidad inconsciente de estar separado de ella, aún cuando aquello no era físicamente posible. Por supuesto, ella tenía que usaruna analogía similar al asesinato, su mente estaba tan preocupada por ese acto atroz que no tenía otro marco de referencia del que sacar su comprensión. Él se giró hacia ella, reacio a entablar conversación, pero en necesitadad de encontrar alguna inteligencia a quien pudiera confesarse.

    "¿Por qué mataste a tu amigo?" preguntó él

    Ella se encogió de hombros, como si eso importara poco y, en su caso, nada en absoluto. “Reggie siempre tenía un buen licor," dijo a modo de explicación. “Un buen vaso alto de ron hace bien a un cuerpo, en serio, lo hace. Deberías probarlo en lugar de ese desagradable aceite de motor. Baja caliente y suave, calma los nervios. Es de las islas del sur, ¿sabes?, de donde todos esos piratas solían poner sus pies en alto. El ron está lleno de esa clase de historia. Supongo que algo de ella se borró después de un vaso o dos."

    "¿De qué estás hablando?"

    "De piratas, cabeza de chorlito." Suspiró y hurgó en su pitillera. Se debatió por sacar otro cigarrillo del bolso solo para arrojarlo a su lado, retrasando lo inevitable. “Son famosos por el caos, el robo y el asesinato. El ron es lo que bebían mañana, tarde y noche. Luego, como cualquier cosa, como un reloj en la repisa de la chimenea que presencia el crecimiento de una familia, como una mecedora en la que una abuela pasa sus últimos días, se embruja a sí mismo. Eso es el ron, una bebida embrujada. Se te mete ese espíritu y no puedes evitar volverte un poco pirata."

    Ella pisó con más firmeza su pie descalzo en el pedal del acelerador, lo que obligó al motor del automóvil a acelerar hasta su velocidad máxima. La carretera escupió una nube de arena y polvo como protesta, cada grano infectado con los espíritus de la destilada vida anterior.

    "Eso aú. no explica por qué lo mataste."

    Ella dejó escapar un siseo de frustración a través de dientes apretados, y él estaba seguro de que ella se precipitaría a la cuneta por despecho, solo para dejarle en la carretera y terminar con él. Tal vez le haría otro favor y le asesinaría como le había prometido una vez. Sus manos apretaban el volante y su mandíbula se suavizó levemente mientras hablaba.

    “Él puso en plan pulpo. No me gustan los pulpos. Le dije que lo dejara, pero supongo que también tenía demasiado de ese pirata en él. Reggie no estaba del todo allí, si entiendes lo que te estoy diciendo. Una vez vio a su familia arder en un incendio. Eso te hace cosas en la mente. Te hace un poco extraño. Un poco fuera." Ella sacudió la cabeza. "Pobre Reggie. Pero aún así, era un pulpo y no puedo tolerar eso de nadie. Como he dicho, también tenía mucho de ese ron embrujado. Si fui un poco Barbanegra, es error de Reggie. Nunca debería haber ofrecido ese ron."

***

    La media lata de aceite de motor que había bebido en el camino le había golpeado con fuerza y, cuando despertó, era de noche, la luna un blanco círculo brillante, su brillo le hacía sentir como si el cielo lo estuviera mirando. Frotó los ojos de su anfitrión, forzando en ellos una vigilia que no había sentido en días. ¿O eran semanas, o incluso años? El desierto que los rodeaba en su veloz vista pasaba en el tiempo desafiando toda lógica lineal. El presente se precipitaba precipitadamente hacia un punto futuro que aún no habían visitado. Cada grano de arena estaba lleno de la semana siguiente.

    Todavía estaba sumido en un sueño de aceite de motor, de esos que le recordaban a su hogar. Se sentía asustado y cómodo al mismo tiempo, los días y los años a la deriva se fusionaban en un solo punto de su conciencia.

    A su derecha se había abierto un gran abismo negro y él lo miró preguntándose si era allí donde finalmente descansaba el pasado. Era un recipiente suficientemente bueno para eso. Un valle profundo e impenetrable cincelado entre enormes acantilados.

    "Deberíamos dejarlo aquí," le aconsejó él. Sus palabras eran espesas y oleosas en su lengua negra. “El pasado y todas las cosas terribles que tuvo que hacerse. Dejémoslas ahí mismo, en medio de esa oscuridad a la que pertenece."

    Ella soltó un bufido de burla, manos blancas insensibles y apretadas como piedra tallada y pulida en el volante. "No seas estúpido," reprendió. “Ese es el Gran Cañón, viendo que no sabes nada. Todos los que vienen aquí piensan que tienen algún tipo de comunión con la naturaleza o que se adentran en sus raíces, o alguna otra epifanía pedorra. Eso me supera y me saca los diablos. Todo sinsentidos, si quieres mi opinión. Eso es un gran río que se secó y no hay nada que valga la pena tirar ahí dentro excepto basura." Inclinó la cabeza hacia un lado, el tono marmóreo de su piel bajo la luz de la luna coincidía con las paredes de roca que los rodeaban. "Te advierto que tengo mucha basura de la que deshacerme, tienes razón en eso. Quizá estés en algo después de todo."

    Clara dejó escapar un silbido bajo, uno que anhelaba un cigarrillo en su cadencia. Ella ignoró el modo en que él se desplomaba en el asiento, la esencia burbujeante del aceite de motor filtrándose en la conciencia, destruyendo su sentido del tiempo lineal. Él podía verla, como una niña, conduciendo el automóvil, con las manos empapadas en sangre y trozos de piel de terrier incrustados bajo las uñas. Cerró los ojos, solo para descubrir que la parte posterior de los párpados de su anfitrión estaba llena de los recuerdos de un hermano cabeza de chorlito al que le habían arrancado un diente con una piedra y una honda. Un reemplazo de oro brilló en una tarde adolescente que este había pasado pescando en el estanque local en lugar de ir a la escuela.

    Frotó la barbilla de su anfitrión con la palma de la mano. "Todo se me está escapando," admitió él.

    Ella le miró de reojo, mirada de preocupación de felinos ojos entornados. "Te has pasado esta vez de verdad. Mírate, apenas puedes pensar, no puedes hacer bien una oración real. Eres un desastre. Aquí estamos, casi en la línea de meta, y tú eres un gran, aceitosa y pegajosa obra de arte. Arenas de alquitrán, eso es lo que eres."

    "No soy...," dijo él, pero el universo giraba en espiral a su alrededor, las líneas del borde de la carretera se curvaban y se torcían en nudos, el asfalto negro, la suciedad y el agua se filtraban en cada período de tiempo.

    Grandes coches a motor hechos de acero sólido pasaban junto a ellos como transatlánticos. Las balas rugieron en el cielo, dejando rastros largos y delgados de nubes detrás de ellos. Un caballo galopaba junto a ellos, tirando de un carro, hasta el punto de reventar, con una familia de aspecto áspero que lo miraba fijamente por lo villano que era. Desaparecieron dentro de la valla publicitaria que afirmaba que ahora estaban en Perch Springs. Todavía podía oír el trote de los cascos del caballo mientras se alejaban hacia el pasado y el polvo se asentaba detrás de ellos.

    "Caliente como el Hades, ¿no?" Se quejó Clara.

    Ella se abanicaba con una mano, pero era un gesto inútil. El único alivio era que ella mantuviera el pie en el acelerador y aumentara la velocidad lo suficiente para crear una corriente de viento decente. Había poco alivio porque el aire era acre, dejando una sensación arenosa en el fondo de la garganta.

    “Acostúmbrate," advirtió ella. “Es un largo trecho de desierto antes de que lleguemos a California. El viaje más aburrido que jamás tendrás en tu vida, aunque estés conmigo."

    Él se tosió en la palma. Un pegote negro y pegajoso yació incrustado en esta. Se lo limpió en el rail de su ventanilla, su cuerpo posicionado de modo que ella no pudiera ver lo que estaba haciendo.

    "Dijiste que nunca habías llegado tan lejos."

    "No. Nunca."

    "Entonces, ¿cómo sabes que es aburrido?"

    "Sé leer un mapa, ¿no? Es lo único que he estado haciendo desde Chicago, caramba. De veras eres una especie de idiota, eso es lo que eres. ¡Cómo sé que es aburrido, de todas las cosas estúpidas que he oído! Es aburrido porque aburrido es lo que está en el mapa, gran idiota. Un gran tramo de nada en absoluto, está allí a lo largo de la delgada línea azul, por te lo preguntas. ¿Ver?" Ella le lanzó el mapa, lo cual le sobresaltó, incapaz de descifrar qué significaban los extraños símbolos, líneas y complejas capas de ilustraciones. “Plano como una tortita por la Ruta 66 hasta Pasadena. Nada, nada, nada. Estamos cabalgando hacia el purgatorio, eso es lo que estamos haciendo."

    Frunció los labios y dejó escapar el humo de un cigarrillo imaginario. La sombra de uno jugaba en sus labios, un evento pasado superpuesto al presente. “Ese cuerpo que llevabas estaba bien. ¿Por qué te cambiaste de ropa?"

    Buscó en el bolsillo del pantalón la placa del hermano del sheriff Borden, con el metal caliente contra su piel. "No lo sé," mintió.

    Le dolía el cuello cuando se volvió hacia ella, el tono lácteo de la piel de Clara parecía luminiscente bajo la luz de la luna.

    "Quizá me estoy volviendo como tú."

Capítulo 20 - Objetivo

    La radio escupió ragtime chirriante mientras aceleraban hacia el corazón del desierto, pasando por Perch Springs, pasando por Valentine y su pequeña escuela roja hecha especialmente para los colonos del Viejo Mundo. El viaje había abandonado la noche y ahora estaba completamente envuelto en la bola de fuego del día, calor derritiendo cada uno de sus poros.

    "No puedo esperar a conocer a Charlie." Los ojos de Clara estaban muy abiertos e inyectados en sangre por la falta de sueño y por las migajas de arena caliente arrastrándose por las esquinas, las ruedas del automóvil las sacaban de la carretera polvorienta. "No sabrá qué lo ha golpeado cuando me conozca, voy a acercarme a él y darle un gran beso húmedo, uno que diga que no puede decirme que no, no importa lo fuerte que lo intente."

    "Charlie Chaplin," murmuró él.

    El aceite de motor había perdido su brillo y ahora se posaba mal en sus intestinos líquidos. Pronto tendría que deshacerse de él, y como Clara se negaba a detener el automóvil, su único recurso era vomitar por el costado. Una salpicadura de negro cubrió la puerta del pasajero, estropeando el brillante acabado color crema. Pero Clara tenía otras cosas en mente, y el destroce de un coche solo significaba encontrar un modo de conseguir uno nuevo y mejor.

    Él se recostó en el asiento, mareado por el constante movimiento de balanceo del automóvil en la carretera desigual. El divagar de Clara era otra ola que no dejaba de chocar contra él, haciendo todo lo posible por volcarle el estómago.

    "Charlie es un genio," aseguró ella. Sus ojos oscuros bailaban de gloria, el blanco muy amplio en un inquietante entusiasmo que infectaba todo su comportamiento. “Cuando lleguemos allí, tienes que comportarte lo mejor que puedas, sin lloriqueos de fondo, sin lucir arrugado y aburrido. Además, tu objetivo estará allí, en casa de Charlie, se puede sentir eso como yo puedo sentir la cámara sobre mí y el parpadeo de esa película haciendo clic fotograma a fotograma. Nos estamos ayudando uno al otro ahora, ¿verdad? Charlie está loco por las chicas como yo, chicas con mentes abiertas y dispuestas a hacer lo que otras no hacen."

    La sonrisa de Clara estaba torcida, sus labios sangrantes y agrietados, ampollados por el calor implacable. "No nos detendremos. Vamos en línea recta, a través del corazón de Los Ángeles y hacia Sunset Boulevard, vamos a West Hollywood y vamos a la casa de Charlie."

    "Me alegro de que conozcas la ruta." Bostezó él y se recostó en el asiento, la sensación de náuseas de su cuerpo interior chapoteando dentro de su anfitrión disminuyó ligeramente. “Ni siquiera sabemos cuánto tiempo llevamos viajando. Puede que él no esté en casa."

    "¡Oh, Charlie estará en casa!"

    Sus ojos se abrieron aún más, disparos de rojo perforando los blancos en ríos tributarios. Algo iba mal con ella, pensó, y una verdadera queja de preocupación lo asaltó cuando ella comenzó de nuevo su charla, hablando de Charlie, de películas mudas, de Lillian Gish, de navajas y de gordos con billeteras y de un buen amigo tras otro, cada uno. con una botella de buen licor.

    "Charlie, él me pondrá de protagonista y sé que lo conseguiré. «Romeo, Romeo». ¿Oyes cómo lo estoy diciendo? ¿Todos desamparados y desesperados y sabiendo que es el final? «Romeo, Romeo». Me apuntará con esa cámara suya, su estrella principal, su protagonista principal, su chica «Eso», y gritará, tan fuerte como quieras: «¡Fuego!»"

    Él frunció el ceño.

    “No dicen «Fuego» cuando están filmando películas. Dicen «¡Acción!»."

    "No seas estúpido. Apuntan y disparan con esas cámaras, ¿no es verdad?" Su sonrisa sangrante era solo para la carretera. "Estamos listos para usted, señorita Clara. Intentaremos esa toma, la que usó Lillian la última vez, en The Sparrow. Tranquila ahora. Queremos ver miedo, Clara. Terror real. Así es, como un gorrioncillo atrapado golpeando contra su jaula. ¿Oyes eso? Ese es el golpe de un negro portapapeles de algún don nadie, de ese chaval que simplemente está feliz de estar allí. Él va con su propio centavo, pero será una sensación si consigue un papel. ¡FUEGO!"

***

    Él podía sentir el océano, aunque ellos todavía no lo veían. El aire se limpiaba con sal, y las brisas llenas de oxígeno los envolvían a medida que conducían. Era temprano en la tarde en algún momento de verano. Sus días habían dejado de estar etiquetados por meses, días de la semana o incluso horas. Clara estaba contenta de bailar con los talones y mantener la radio sintonizada en la misma emisora de jazz chirriante, la trompeta de un músico bramaba a chisporroteos desiguales.

    "¡Solo escucha tocar a ese tipo!"

    "Él no es Langley."

    "Este tiene un nombre por sí mismo. Sale en las películas."

    “Las que no tienen sonido. No hay comparación, Clara. El alma de Langley está en su trompeta, y solo encontrarás ese tipo de honestidad en Chicago, en un sótano, sin que a nadie le importe si alguien lo escucha o no."

    "Eres una grande y desagradable nube gris en un día soleado, eso es lo que eres." Dio un giro brusco a la derecha, en Huntington Drive, y siguió hacia el Sur. "Esto nos llevará directamente a Los Ángeles," dijo ella, voz sin aliento. "¡Puedes saborear el Pacífico, estamos tan condenadamente cerca!"

    Él estaba exhausto. De un estado a otro, bañado en sangre, no le quedaban energías para el desenfrenado entusiasmo de Clara. "¿Estamos cerca de qué?"

    "De Charlie. La fiesta. Tu objetivo. ¿Nunca escuchas o qué?"

    Los ojos de su anfitrión estaban parcialmente cerrados, una oscuridad esperada se apoderó de ellos. Él estaba condenadamente cansado.

    "Objetivo," repitió él.

    "Así es," dijo ella, falsamente burbujeante y llena de energía para sus propios objetivos.

    La navaja era olvidada en aquellos momentos de vanidad, pero él sabía que siempre estaba presente en su poder. Sus ojos estaban más abiertos de lo habitual, una extraña manía presente en ella que enviaba un escalofrío de preocupado entendimiento por su esencia gelatinosa. El lápiz de labios de Clara era desigual. Había un desgarro en el dobladillo de su vestido. Tenía manchas de sangre en el hombro. La boa de plumas que ella había aceptado como regalo de Reggie estaba hecha jirones y marchita, la mayoría de las plumas más grandes estaban desde hacía mucho tiempo cortadas por el viento que las azotaba mientras conducían. Ella se había envuelto el cuello con ella de todos modos. Parecía un pájaro con alguna enfermedad de muda.

    "Tengo que arreglarme los ojos," dijo ella

    Su dedo tembloroso embadurnaba el viejo kohl de días que los alineaba en bolsillos negros, dándole a ella la apariencia de un cadáver. Clara sacó el espejo de mano del bolso y, mano todavía en el volante, sacó su kohl con la otra. Apoyó el espejito en el volante con los codos y, en esta pose incómoda, logró aplicar otra línea de negro sin pincharse en la retina.

    "¡Hala!," dijo ella sonriendo a su macabro reflejo en el espejito. "¡Que intenten decirme que no ahora!"

    "No has comido," le recordó él. “Podríamos haber parado en esa gasolinera de Pasadena. Deberías haber comido un sándwich, al menos, y una taza de café."

    "No necesito ese tipo de cosas, ya no," dijo ella, sus palabras eran un duro susurro contra la carretera, contra las dudas de él, sus propias intenciones. "Voy a ir a una fiesta, Charlie me va a echar un vistazo y va a convertirme en la luz parpadeante. Ese pequeño guión entre la oscuridad y la luz, ese voy a ser yo, esas van a ser mis sombras grises allá arriba. Nada más. Nada en absoluto, y así es como esto debería ser."

    Condujo derecha por Mission Road y luego al Oeste por North Broadway antes de cruzar la Interestatal cinco. Aceleraron sobre el río Los Ángeles, el desierto ya era un recuerdo lejano detrás de ellos. Largas y esbeltas palmeras se alineaban en el ascenso hacia los brazos de Hollywood, un rápido paseo más allá de Sunset Boulevard, donde los ojos locos y abiertos de Clara estaban llenos de estrellas en la oscuridad circundante.

    "Casi allí, casi allí..."

    Clara dejó escapar un horrible y torturado chillido, más adecuado para sus víctimas que como grito de victoria. Soltó sus manos del volante para golpear el aire, sus pies patearon con descalza alegría. Había líneas de sangre talladas en sus tobillos. Se había cortado los dedos de los pies al conducir sin zapatos.

    Pararon en una casa de aspecto modesto, con el frontal rodeado de coches de todas formas y tamaños, un escaparate para los enamorados de cuatro ruedas que solo la riqueza podía comprar. Ella pisó a fondo los frenos y estacionó el coche al lado de un Chevrolet negro, la amplia extensión del maletero lo bloqueaba.

    "Deberías aparcar al otro lado de la calle," trató de decirle él, pero ella ya estaba fuera del coche, ignorando sus pies sangrantes, su boa de plumas andrajosa ondeaba tras ella. Clara parecía una muerta en la carretera y a ella no le importaba. Había llegado a Hollywood, a su propio objetivo, a esta fiesta, y nada más importaba salvo las sombras y su vanidad sin sentido.

    La puerta estaba abierta y ambos entraron, serpientes sin invitación a ese primer y perfecto jardín. Ella hizo un gesto con la mano en alto, ignorando las extrañas miradas que le lanzaban los adinerados asistentes a la fiesta. "¡Charlie!" gritó tratando de ganarse la atención de un hombrecillo algo arrugado. ¡Charlie! ¡Soy yo! ¡Soy Clara!"

    Charlie se liberó lentamente de la despeinada pelirroja a su lado y se dirigió con calma practicada hacia ella, un bastón le ofrecía un apoyo deficiente. Este no era Charlie Chaplin, por supuesto, y a juzgar por el vaso alto en su mano, estaba claro que tenía más que una pequeña conexión con el tráfico de ron.

    "Clara," dijo, y su voz fue vidrio roto. Él extendió los brazos y ella corrió hacia ellos para darle un severo beso en la mejilla. "Es bueno verte. Ha pasado un tiempo. Chicago, hace demasiado frío y está demasiado lejos para mí, me gusta el aire del océano." Él sonrió suavemente y le acarició la mejilla, sus ojos tan fríos como negros eran los de ella. Un asesino mutuo. “Imagínate, tú apareciendo aquí. Tienes valor, chica. Se te ha metido dentro una especie de demonio loco para traerte aquí."

    Él alzó la vista, echando un buen vistazo a su acompañante. “Ey, Frankie. Mira quien es. Nuestra vieja amiga, Clara." Ella hizo una mueca cuando él le clavó las yemas de los dedos en la clavícula, su sonrisa flaqueó ligeramente mientras miraba al hombre que había sido su compannero en el baño de sangre de su viaje. "Apuesto a que pensabas que nunca la volverías a ver, ¿verdad?"

    Los acuosos ojos de Charlie se entornaron al verle. “Frankie… ¿No te sientes bien o algo así? Es de lo más extraño, pensé que estabas en el patio, en la parte de atrás, junto a la piscina. También te has cambiado de ropa." Se encogió de hombros. “Haz lo que quieras, siempre lo haces, amigo. Igual que mi pequeña Clara de aquí. Ahora vamos, azucarillo, tú y yo, tenemos una puesta al día que hacer."

    "¿Tienes un papel para mí, Charlie? ¿Me vas a poner en tus bonitas películas?"

    "Claro claro. Haré algunas fotos bonitas de ti, seguro."

    Ella soltaba una risilla cuando Charlie la condujo hacia la melée de gente, la fiesta en pleno apogeo. No era muy diferente del bar clandestino de Chicago, las mismas caras gastadas, los mismos borrachos apoyados en la barra y babeando sobre el mostrador. La única diferencia era el aire salado que los cubría y el calor del desierto, que se negaba a irse del todo. Aquello era un Chicago físicamente más fácil de soportar. El alma, sin embargo, eso era lo que faltaba. Una risilla falsa llegó hacia él desde la parte trasera de la casa. La trompeta de Langley nunca querría contar su historia de dolor a esta multitud.

    Una mano descansó sobre su hombro. Su familiaridad envió un escalofrío de memoria a través de él y cerró los ojos ante su ataque.

    "No puedo creer que la hayas traído aquí," le siseó al oído una voz, tan similar a la suya. "Ella es una caníbal. Quiere estar en las películas para poder salir de la pantalla en espíritu hacia la multitud y poder comérselos."

    Él se giró y no se sorprendió al ver un rostro familiar.

    Tenía todos los matices de sus características habituales, evidentes a cada anfitrión que había controlado. Cierto corte en la mandíbula, altura y forma definidas del cuello y los hombros. La cara era siempre la misma, y ​​era esta cara, su propia cara, la que le devolvía la mirada con anhelante simpatía.

    "Frankie," dijo él. Inclinó la cabeza hacia un lado y su gemelo más grande hizo lo mismo. "Me preguntaba quién era."

    "Eras tú," dijo Frankie.

    "No entiendo."

    Frankie sonrió. Se metió las manos en los bolsillos, despreocupado y frío, un hombre que hacía que los demás sintieran envidia de su calma. "¿No te ha dicho ella nunca cómo te hizo?." Dejó escapar una risa amarga. "Por supuesto no. Clara y la verdad nunca se han visto cara a cara."

    "¿Quién eres tú?" preguntó él con una repentina oleada de ira ardiendo en su interior.

    Aquel hombre tenía su rostro, sus gestos, su estructura... ¿Quién era el impostor? Esta versión de sí mismo parecía más sólida, como si hubiera más de él manteniéndolo unido. Frankie asintió y saludó amistosamente a una hermosa joven y a su novio cuando pasaron. Cuando se fueron, sacó un cigarrillo del bolsillo lateral y lo encendió lentamente.

    “Ella fue quien lo hizo. Quien trató de matarme. Casi consiguió su deseo, pero me las arreglé para escapar, aunque un poco de mí quedó atrás." Dio una calada al cigarrillo y dejó escapar el fino humo en un solo aliento. "Eso es lo que eres. Pobre Mikey, llenándose de ese pedacito de mí, solo porque ella sintió un poco de remordimiento." Él se rió y negó con la cabeza. “Ya sabes de lo que estamos hechos. Gelatina y alquitrán negro. Bueno, ella me disparó de lleno en la cara, el anfitrión se arrugó como el papel y yo caí fuera. Luego ella siguió adelante con esa estúpida navaja suya y comenzó a cortar en todos los trozos sólidos de mí que pudo. Por supuesto, me las arreglé para juntar la mayor parte de mí mismo, pero supongo que tú eres ese poquito que dejé atrás." Dio otra calada al cigarrillo. “Tengo que darte crédito. Durar intacto todo ese camino con ella y ni una sola vez intentó cortarte. Eso es algo que ni siquiera yo pude lograr."

    Él no podía entender. No quería entender. No era así con ellos, eran los humanos los que estaban fracturados y buscaban a ciegas la memoria, los que ponían imágenes en las pantallas con la esperanza de que la luz plateada desencadenara alguna emoción olvidada dentro de ellos. Ellos eran quienes ignoraban voluntariamente la verdad. No veían al director gritando órdenes de fondo, a los actores memorizando cuidadosamente sus líneas. No veían a la estrella en ascenso pasando la palma por la parte delantera de los pantalones del productor. Veían sombras y luces y creían en nada.

    Se llevó las manos a la cabeza, presionando las palmas contra las sienes como para protegerse de un ruido terrible. El cuerno de Langley era un crescendo en su memoria.

    "No me digas más," suplicó.

    "Tú sabes quién eres," le reprendió Frankie con dureza. “Eres la sombra, ese destello de mí mismo que sigue las reglas, que no puede dejarlas atrás. Cortarte fue lo mejor que Clara hizo por mí."

    Arrojó los restos de su cigarrillo a la piscina tras él, la superficie era de perlas pulidas. “¿Sabes quiénes son nuestros superiores? Peso muerto. Eso es, muerto. No hay hogar al que ir, ningún lugar para descansar nuestras cansadas cabezas cuando se alcanza nuestro objetivo. Nos dejaron aquí para castigarnos. Criminales que osaron sentirse singulares en lugar de ser parte de sus siempre agitados y nunca fluctuantes futuros."

    "El futuro siempre estaba cambiando y eso tenía consecuencias," él trató de discutir con aquella cosa, esta gran parte de sí mismo. Pudo sentir cierta histeria en su voz, su garganta se contraía por el miedo. "No podemos alejarnos sin más de nuestras responsabilidades."

    Frankie se burló. Agarró dos bebidas de una bandeja de visita de un agobiado camarero y le entregó una a su gemelo. Este la tomó y la bebió, deseando que fuese aceite de motor.

    "Deberías beber más de estas cosas," aconsejó Frankie. “Es un buen conservante. Mejor que el aceite."

    "No quiero hablar contigo."

    "Pero lo harás. ¿Qué opción tienes? Después de todo, túceres yo, un pedacito cortado y al que se le permitió crecer. Lo siento por ti. Lo siento por mí. Todo lo que has creído sobre ti mismo y tu propósito es nada. Todo lo que eres es una misión, algo por hacer. Apuesto a que te pasaste todo el viaje obsesionado con tu objetivo y lo genial que es que esté aquí para que lo mates. ¿Sabes cuál era realmente el objetivo?" Tomó un sorbo de su whisky y, haciendo una mueca de dolor, el líquido bajó incómodo a la boca de su negro estómago. "Eras tú. Y yo. Me enfadé tanto porque me pusieran aquí, tan miserable de pensar que estaba atrapado con esa perra psicótica de Clara... yo quería terminar con todo. Sabía cómo hacerlo. Solo una mirada equivocada en su dirección, una pequeña amenaza a su ego cuando ella se apartaba el cabello de los ojos y trataba de ser tímida. Es fácil. Así es como le brota a ella el diablo, y funcionó a la perfección, me cortó, le voló la cabeza a mi anfitrión y me destrozó en pedazos." Frankie soltó una risa amarga por encima de su bebida. "Lástima que eso no funcionara, por supuesto."

    Él colapsó contra la pared lateral, instalándose entre un seco lecho floral. La bebida que tenía en la mano rodó sobre las piedras del patio y un actor borracho la apartó del camino de una patada.

    "Suicidio."

    "Asesinato en todas sus formas."

    "Eso no está bien. Matar no está bien."

    "Pues escogiste una extraña compañera de viaje, si eso es lo que crees."

    Él se sintió enfermo, el aceite que había consumido antes quería visitarlo de nuevo. Cogió otro cóctel de una bandeja ambulante y se lo bebió, para diversión de Frankie.

    "Maté a un hombre," confesó.

    Frankie se encogió de hombros. "¿Y quién no?"

    “Él era inocente. Solo quería encontrar a su hermano." Presionó sus dedos contra las sienes de su anfitrión. "Fue triste."

    Frankie dio unos golpecitos con los dedos en el lateral de su vaso.

    Un gesto nervioso. Un pensamiento tornado físico.

    Dio otro trago. Un ron tibio en una noche calurosa.

    "Tienes razón. Fue muy triste."

    Se quedaron de pie estudiándose el uno al otro durante un largo momento, imágenes imperfectas en el espejo que no podían reconocerse del todo. Finalmente, él dejó escapar un largo suspiro y se obligó a ponerse en pie, Frankie le ofreció la mano para ayudarlo a levantarse.

    "Ella es una mala persona," dijo él refiriéndose a Clara.

    "Todos somos malas personas," dijo Frankie, tranquilizándolo con un suave apretón en su hombro. "Pero acepta un buen consejo y déjala libre. Intentó matarnos una vez. Ya sabes cómo es. No deja nada a medio terminar."

    Frankie le dio unas palmaditas en la espalda. Su nombre fue llamado flotando por encima de la multitud, una necesidad cantada para un baile. "Esa es ella," dijo él, y se mordió el labio inferior pensativo. “Intenta matarme y ahora me pide un baile. Sé como te sientes. Quieres deshacerte de ella, pero no puedes. Ella te matará antes de que tengas la oportunidad de hacerlo por ti mismo. Ella es como ese aceite de motor, resbaladizo y negro como la muerte e igual de suave cuando el líquido baja. Inevitable. Rápida en atropellarte."

    Con esto, se deslizó entre la multitud, se fue a su destino con la chica y la navaja, dejando atrás a su gemelo accidental. Tuvo que preguntarse cuántas otras esquirlas de sí mismo deambulaban por ahí, cada una cautivada por una tarea que no podía cumplir adecuadamente. Podría haber docenas.

    Clara le había disparado a quemarropa en la cabeza. La salpicadura de su esencia tuvo que haber sido significativa.

    Se había olvidado de preguntar lo pequeño que él había sido antes de encontrar su camino hacia el cuerpo de Mikey y convertirse en él. ¿Una pulgada de sustancia gelatinosa? ¿Una gota?

    Podría haber cientos de fragmentos de él mismo ahí afuera, perdidos, vagando solos por la lineal desolación de aquel mundo violento. Un ejército de desconexión.

    Chapoteó dentro de las entrañas de su anfitrión. Enfermo. Intranquilo.

Capítulo 21 - Logro

    Llegó la mañana y la fiesta por fin estaba terminando, los últimos rezagados buscaban ciegamente su camino a casa. Él no deseaba ser parte del mundo de Frankie, por lo que había pasado la noche en el automóvil, encorvado en un ángulo incómodo, su esencia concentrada en la mitad inferior de las entrañas de su anfitrión. Las últimas melodías jubilosas de una banda de jazz caían en cascada a través del amanecer en chispas de sonido. Se quedó dormido, solo para ser despertado por un par de confundidos jóvenes amantes que intentaban colar una cópula matutina en el asiento de un automóvil al azar, su risa ebria se detuvo cuando vieron que él estaba allí.

    "Perdón," dijo él mientras los veía alejarse.

    El amanecer era de un azul pálido y brumoso que le dio una extraña sensación de paz. El océano, no lejos de ellos ahora, amasaba las arenas con un propósito cristalino. Sin misión. Sin objetivo. No había necesidad de que él estuviera aquí.

    El océano barría la arena, limpiándole la conciencia.

    Clara maldijo mientras caminaba hacia el coche, sus pies dejaban espesas huellas de sangre en la piedra blanca del porche de Charlie. Sus caderas lo empujaron mientras ella reclamaba el asiento del conductor. Tenía sangre en el dorso de la mano, en los nudillos. Esta manchaba su cabello, piezas sangrientas de humanidad incrustadas en su boa de plumas. El frontal de su vestido rosa y gris, el que le había robado a Stella, estaba saturado de rojo.

    Todo aquel esfuerzo y ni siquiera había conseguido el papel.

    "He llegado a entender algo," dijo él.

    "No me importa," respondió ella. Temblorosa, sacó un cigarrillo y maldijo cuando no pudo encontrar sus cerillas.

    “Que a veces nuestras metas son erróneas. Perseguirlas ciegamente solo puede destruirnos."

    "¿A mí me lo cuentas?"

    Ella encontró su mechero y dejó escapar un pequeño suspiro de alivio. Metió un cigarrillo entre los dientes apretados y lo encendió, disfrutando del suave humo que se deslizaba por su garganta.

    "¿Encontraste tu objetivo?" preguntó ella.

    "Si. Yo hice."

    Ella sonrió con dientes manchados de sangre mientras el rojo goteaba de su flequillo hacia su boca. "¿Lo ves? No puedes hacer esto sin mí. He estado contigo todo el tiempo y nunca te he guiado mal, ni una vez, ni nunca."

    "Lo sé," dijo él y le mostró una genuina sonrisa sincera. "Siempre te estaré agradecido."

    Apretó el arma de Borgen contra la sien de Clara y disparó.

FIN

Notas de esta versión

    Fuentes: Wikipedia, Diccionario Oxford.

Capítulo 3

    [1] bemol (moll en el texto original): Esta traducción es invención mía y no tiene el mismo significado en castellano (que yo sepa). La palabra inglesa moll tiene dos significados en este contexto:

    • 1. Acompañante femenina de un gángster

    • 2. prostituta

    La he traducido como bemol porque creo que el término se usa en el libro de modo peyorativo, En ese caso, la alusión a la nota musical que en realidad es medio tono inferior a la nota de la que hereda su nombre podría tener perfecto sentido (al menos en mi mente).

Capítulo 9

    [2] Golly, jeepers, where’d you get those weepers...: (Jesús, ¿de dónde has sacado esos ojos tristes?) Es una línea de la letra de "Peek-a-Boo", una canción de la banda de rock inglesa Siouxsie and the Banshees. Fue lanzada en 1988 como el primer sencillo del noveno álbum de estudio de la banda, Peepshow. La banda incluyó a los autores de otra canción famosa (a Harry Warren y Johnny Mercer) para evitar problemas de copyright.

    Creo que esto último ha llevado a la autora a confundir (o quizá sea un guiño a la década de los 80) la verdadera letra de la canción "Jeepers Creepers" (cuya frase significa más o menos lo mismo y es: "Jeepers Creepers, where'd ya get those peepers?"), una canción popular y estándar del jazz escrita por Harry Warren y letra de Johnny Mercer para la película Going Places de 1938. Fue estrenada por Louis Armstrong y ha sido interpretada por muchos otros músicos. En la década de 1930 en Hollywood, no se filmaba a los actores negros cantando entre ellos, por lo que Armstrong se la cantó a un caballo de carreras llamado Jeepers Creepers. La frase "jeepers creepers" (un eufemismo de Jesucristo), es anterior tanto a la canción como a la película.

Capítulo 12

    [3] plantas rodadoras (tumbleweeds, en el texto original): En botánica, se denomina estepicursores, «nubes del desierto» o «noria» a las especies de plantas que viven en zonas esteparias o eriales y que, una vez fructificadas, son arrastradas por el viento, que las transporta de un sitio a otro, haciéndolas rodar o arrastrándolas, de manera que sus diásporas (semillas o frutos ) se sueltan y se dispersan. También reciben la denominación de plantas corredoras, plantas rodadoras o "bolas pancracias", entre muchos otros.