Titulo: Starfish 2ª edición.
Autor: Peter Watts (rifters.com)
© 2018 - 2023 Peter Watts (CC-BY-NC-SA, algunos derechos reservados)
Versión gratuita. Prohibida su venta.
Traducción, edición y portada: Artifacs, abril-mayo 2023.
Imágenes de portada tomadas de Max Pixel bajo licencia CC0.
Ebook publicado en Artifacs Libros en mayo 2023.
Titulo original: Starfish
© 2009 Peter Watts (CC-BY-NC-SA, algunos derechos reservados)
Texto en inglés publicado en https://rifters.com/real/STARFISH.htm
Starfish se publica gratis bajo Licencia CC-BY-NC-SA 4.0 https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/legalcode.es
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Para Susan Oshanek, en la rara posibilidad de que aún esté viva.
Y para Laurie Channer, quien, para mi inesperadamente buena fortuna, definitivamente lo está.
El abismo debería dejarte sin habla.
La luz del sol no ha tocado estas aguas desde hace un millón de años. Las atmósferas se acumulan aquí por cientos, las grietas podrían tragarse una docena de Everest sin eruptar. Dicen que la vida misma empezó en el fondo del mar. Puede ser. No puede haber sido un nacimiento fácil a juzgar por los restos monstruosos de vida que se retuercen con formas de pesadilla por la enorme presión y la absoluta hambre crónica.
Incluso aquí, dentro del casco, el abismo pesa sobre uno como la bóveda de una catedral. No es lugar para vocear tonterías triviales. Si acaso se habla, se hace en voz baja. Pero a estos turistas no parece importarles una mierda.
Joel Kita está acostumbrado a oír el aliento del batiscafo a su alrededor, a oírlo entre clics y siseos. Él depende de estos sonidos. Las lecturas sólo confirman lo que la bestia ya le ha dicho por las quejas de su estómago. Aunque la Ceratius es una nave de ocio; totalmente aislada, comprimida con excesivo espacio de cabina, sillones reclinables y pequeños dispensadores de bebidas y drogas dispuestos en el respaldo de cada asiento; lo único que él puede oír hoy es al pasaje parloteando.
Mira hacia atrás por encima de su hombro. La guía turística, una indú a mitad de sus veinte con un peinado de cebra, Pretila Nosequé, le muestra una breve y lamentable sonrisa. Ella es una reliquia y lo sabe. No puede competir con la biblioteca de a bordo. Ella no viene con animaciones 3D ni banda sonora envolvente. Es sólo un apoyo, en realidad. Esa gente no le paga el salario porque haga algo útil, sino porque no lo hace. ¿Qué sentido tiene ser rico si sólo se compra lo esencial?
Son ocho. Un viejo con una bragueta de lazo del siglo catorce, cercano a su primer siglo, trastea con los controles de su cámara. El resto está conectado a los cascos, reproduciendo un programa cuidadosamente diseñado para mantenerlos ocupados durante el descenso sin que les impresione demasiado y el verdadero destino no resulte un anticlímax. Eso es una delgada línea estos días. Las simulaciones casi siempre son mejores que la vida real y la vida real se lleva la culpa del mediocre espectáculo.
Joel deseó que este programa particular fuese un poco mejor en mantener el interés del pasaje. Podrían cerrar el pico si prestaran más atención. De todos modos, probablemente no les importaba si los monstruos marinos de Channer estaban de moda. Esta gente no bajaba aquí porque el abismo fuese impresionante, estaban aquí porque era muy caro.
Joel pasa la vista por el tablero de control. Incluso eso parece excesivo, el control climático y del entretenimiento de inmersión ocupan buena mitad del panel. Aburrido, selecciona al azar un canal de audio, se pone los auriculares y lo activa.
Resucita un Kraken tallado en madera del siglo dieciocho gracias al milagro de la animación moderna. Unos tentáculos toscamente renderizados se enrollan alrededor de un mástil de un galeón y tiran de él bajo unas voluminosas olas talladas.
Se oye una voz femenina, diseñada para maximizar la atención de ambos sexos: —Siempre hemos poblado el mar de monstruos...
Joel apaga el canal.
El Sr. Bragueta aparece por detrás y apoya una mano familiar en su hombro.
Joel resiste la urgencia de apartarse. Ese es otro problema con estos submarinos de turismo: no tienen una cabina real, sólo un grupo de controles delante del vestíbulo de pasajeros. No se puede uno aislar del pasaje.
—Menudo plan —dice el Sr. Bragueta.
Joel recuerda sus tareas profesionales y sonríe.
—¿Llevas mucho en esto? —La piel blanca de su calva brilla con un broceado dorado de xantófilos cultivados.
La sonrisa de Joel pierde fuerza. Ha oído todo sobre los beneficios, por supuesto: protección UV, mayor oxígeno en sangre, más energía... dicen que hasta reduce las necesidades de comida. Tampoco es que esta gente tenga que preocuparse por el dinero de la compra. Aún así, es demasiado excéntrico para los gustos de Joel. Los implantes deberían estar hechos de carne o, al menos, de plástico. Si las personas estuvieran hechas para fotosintetizar tendrían hojas.
—He dicho que...
Joel asiente: —Dos años.
Un gruñido: —No sabía que los Safaris del Fondo Marino llevaran tanto tiempo.
—No trabajo en Safaris del Fondo Marino —dice Joel tan educado como puede—. Soy freelance.
El calvablanca probablemente no lo entiende, viene de una generación donde todos rinden pleitesía al mismo maestro año tras año. Nadie pensaba que era algo tan malo en aquella época.
—Bien por ti —El Sr. Bragueta le da una palmada paternal en el hombro.
Joel empuja los timones un poco a babor. Acaban de navegar fuera de la loma sudeste de la dorsal con las luces de immersión apagadas. El sonar muestra un paisaje sin detalles de lodo y rocas. La misma dorsal está a otros cinco o seis minutos de distancia. En la pantalla, el programa turístico habla de los calamares gigantes que atacan botes salavidas durante la Segunda Guerra Mundial. Ofrece todo un desfile de fotos de archivo como prueba: piernas humanas arrugadas con heridas cónicas del tamaño de un puño donde los succionadores de borde de cuerno laceran bocados de carne.
—Asqueroso. ¿Vamos a ver algunos calamares gigantes?
Joel niega con la cabeza: —Ese es otro recorrido diferente.
El programa lanza una letanía de repugnancias de las aguas profundas: un pedazo de carne varado en una playa de Florida que sugiere la existencia de pulpos de treinta metros de largo; larvas de anguilas gigantes; monstruos hipotéticos que podrían una vez haberse alimentado de ballenas, muriendo anónimamente por carencia de comida.
Joel imagina que el noventa por ciento de eso son tonterías y el resto, en realidad, no cuenta. Ni siquiera los calamares gigantes bajan al verdadero fondo marino, casi nada lo hace. No hay comida. Joel ha estado rondando allí abajo durante años y nunca ha visto ningún monstruo real.
Excepto justo aquí, por supuesto.
Toca un control. En el exterior, un altavoz de alta frecuencia empieza a quejarse en el abismo.
—Las fuentes hidrotermales hierven y burbujean a lo largo de las zonas de expansión por todos los océanos del mundo —parlotea el programa—, alimentando multitudes de almejas gigantes y gusanos tubulares de más de tres metros de largo —Imágenes de archivo de una comunidad de una fuente termal—. Y aún así, incluso en las zonas de expansión, sólo los filtradores y los carroñeros se vuelven gigantes. Los peces, vertebrados como nosotros, son muy pocos y lejos de tener más de algunos pocos centímetros de largo —Una lota serpentea débilmente por la pantalla, pareciendo más un dedo desmembrado que un pez.
—Excepto aquí —añade el programa tras una pausa dramática—. Pues aquí hay algo especial en esta parte de la Dorsal de Juan de Fuca, algo inexplicable. Aquí hay dragones.
Joel pulsa otro control. Las luces señuelo externas destellan en el espectro biolumimiscente, las luces de cabina se atenúan. Es para los moradores de la dorsal, atraídos por los sónicos, un verdadero banco de peces aparece de repente ante ellos.
—No sabemos el secreto de la Fuente Termal de Channer. No sabemos cómo crea sus extraños y fascinantes gigantes —La visual del programa se oscurece—. Sólo sabemos que aquí, en la loma del Volcán Axial, hemos seguido por fín el rastro de los monstruos hasta su guarida.
Algo golpea contra el casco exterior. La acústica del compartimento de pasajeros hace que el sonido parezca innaturalmente sonoro.
Por fín, los pasajeros se callan. El Sr. Bragueta murmura algo y vuelve a su asiento como un cloroplasto gigante con prisa.
—Esto concluye nuestra introducción. Las cámaras externas están conectadas a sus cascos y se pueden apuntar usando movimientos normales de cabeza. Enfoque y grabe usando el joystick de su reposabrazos derecho. Si lo desea, también puede disfrutar de la vista directamente mediante las ventanillas de la cabina. Si necesita ayuda, nuestra guía y nuestro piloto están a su servicio. Safaris del Fondo Marino les da la bienvenida a la Fuente Termal de Channer y espera que disfruten del resto del recorrido.
Dos golpes más. Algo gris pasa rápidamente por babor, una barriga sinuosa se percibe durante un momento a la luz delantera, el ondular de una aleta. En el tablero de sistemas de Joel, los iconos que representan las cámaras exteriores se inclinan y giran.
La superflua Pretila se desliza hasta el asiento del copiloto.
—Frenesí habitual de alimentación ahí fuera.
Joel baja la voz: —Aquí dentro. Ahí fuera. ¿Dónde está la diferencia?
Ella sonríe, un gesto seguro y silencioso de estar de acuerdo. Tiene una sonrisa estupenda. Casi compensa el pelo a rayas. Joel descubre algo en el dorso de su mano izquierda. Parece un tatuaje de Refugiado pero, de algún modo, duda de que sea auténtico. Una muestra de moda es más probable.
—¿Estás segura de que no te necesitan? —pregunta él irónico.
Ella mira hacia atrás. El pasaje está empezando otra vez: Mira eso. Hey, nos enseña los dientes. Cristo ¿no son feos...?
—Se las arreglarán —dice Pretila.
Algo asoma al otro lado de la ventana: una boca como un saco lleno de agujas, un tentáculo colgando de la mandíbula inferior con un bulbo luminoso en el extremo. Las mandíbulas se abren lo bastante para dislocarse, se cierran de golpe, sus dientes se deslizan inofensivamente por la ventana. Un ojo plano negro les mira.
—¿Qué es eso? —quiere saber Pretila.
—Tú eres la guía turística.
—Nunca he visto algo así.
—Yo tampoco —Envía un chorro de electricidad a través del casco.
El monstruo, sobresaltado, desaparece rápidamente en la oscuridad.
Resuenan impactos intermitentes por la Ceratius, arrancando al pasaje renovados jadeos.
—¿Cuánto falta hasta que estemos de verdad en Channer?
Joel mira el panel táctico: —Ya casi estamos allí. A una dorsal caliente de medio tamaño sobre cincuenta metros a la izquierda.
—¿Qué es eso? —Se acaba de mover dentro de la pantalla una fila de puntos brillantes regularmente espaciados.
—Pilones de observación —Otra fila entra en el cuadro tras la primera—. Para el programa del gobierno, ya sabes.
—¿Qué tal una pasada rápida? Apuesto a que esos generadores son bastante impresionantes.
—No creo que hayan puesto los generadores aún. Sólo están enterrando los cimientos.
—Aún así sería una bonita adición al recorrido.
—Se supone que debemos mantener el rumbo. Nos caerá una buena si hay alguien ahí fuera.
—¿Y? —replica ella con esa sonrisa, esta vez más calculada— ¿Hay alguien?
—Probablemente no —admite Joel.
La construcción ha estado paralizada durante dos semanas, un hecho que él encuentra particularmente irritante. Joel tiene algunos contratos razonablemente sustanciales si la Autoridad de la Red de Energía no ve aparecer su culo hasta que termine lo que ha empezado.
Pretila le mira expectante. Joel se encoge de hombros.
—Es bastante inestable ahí dentro. Puede ser un poco turbulento.
—¿Peligroso?
—Depende de tu definición. No es probable.
—Pues vamos —Pretila posa brevemente una mano conspiratoria sobre el hombro de Joel.
La Ceratius orienta la proa hacia el nuevo destino. Joel apaga las luces señuelo y mueve la palanca que activa los sónicos hasta un estallido chirriante de despedida. Los monstruos del exterior, los que no se han retirado elegantemente porque sus diminutos cerebros aún no han descubierto que el metal no es comestible, huyen gritando hacia la noche con sus líneas laterales ardiendo. Hay un momento de sorprendente silencio en el pasaje. Pretila Nosequé pasa suavemente hasta el hueco de cabina.
—Amigos, tomamos un pequeño desvío para comprobar una nueva llegada en la dorsal. Si pulsan en la entrada de sonar, verán que nos aproximamos a un tablero de ajedrez de balizas acústicas. La Autoridad de Energía las ha dejado durante el transcurso de la construcción de una nueva estación geotérmica de las que tanto hemos oído. Como ya sabrán, proyectos similares están avanzando en las zonas de expansión por todo el fondo marino desde las Galápagos hasta las Aleutianas. Cuando se conecten, habrá gente viviendo de verdad aquí en la dorsal a tiempo completo...
Joel no puede creerlo. La gran oportunidad de Pretila de superar a la biblioteca y termina hablando exactamente como ésta. Eso aborta silenciosamente una fantasía medio cerebral que él ha estado alimentando. Intenta meterte en el traje de Pretila ahora y, seguramente, empezará a recitarte un alegre "paso a paso".
Enciende las luces exteriores. Lodo. Más lodo. En el sonar, la Red se arrastra hacia ellos, una monótona constelación.
Algo alcanza la Ceratius, la remata. El termistor del casco muestra un pico brevemente.
—La Termal, amigos —avisa Joel sobre su hombro—. Nada de lo que preocuparse.
Un tenue sol de cobre se resuelve a estribor. Es una antorcha en un mástil, básicamente, una marca territorial que rechaza el abismo con una bombilla de sodio y un pulsador VLF. Esa es la Autoridad de la Red, orinando en una roca para avisar a todo el mundo: Este es nuestro agujero infernal.
La línea de torres se alarga hacia babor, cada una coronada con una luz de inmersión. Intersecándola, otra línea retrocede directamente delante como farolas urbanas en una noche de niebla. Brillan sobre un extaño paisaje inacabado de plástico y metal. Grandes cubiertas metálicas yacen en el fondo como vagones descarrilados, ROVs en forma de lágrima se asientan dormidos sobre charcos planos de plástico congelado más duros que el basalto. Conductos de fuertes bordes sobresalen de esas superficies congeladas como huesos huecos serrados bajo la articulación.
Por encima de una de las torres de babor, algo oscuro y carnoso ataca la luz.
Joel comprueba los iconos de cámara: todos están en ampliación, apuntando hacia arriba y a la izquierda. Pretila, conservando O2, ha detenido su discurso cuando el calvablanca se ha quedado boquiabierto.
De acuerdo. Quieren más violencia irracional de piscina, dale más violencia irracional de piscina. Ceratius se inclina hacia arriba y hacia babor.
Es un Lófido.
Se golpea repetidamente contra la luz de inmersión, ignorando la aproximación de la Ceratius. Su espina dorsal fustiga, tiene un señuelo en su extremo, algo agusanado brillante ilumina furiosamente.
Pretila está de vuelta a su hombro: —Está haciendo todo un número con esa luz, ¿no?
Tiene razón. La parte superior del transpondedor se agita bajo el impacto de las embestidas del gran pez, cosa rara, estas bestias son grandes pero no son muy fuertes. Y pensando en ello, la torre se está moviendo adelante y atrás incluso aunque el lófido no la está tocando.
—Oh, mierda.
Joel agarra los controles. La Ceratius da marcha atrás como algo vivo. El brillo del transpondedor cae bajo la ventana, la oscuridad total inunda desde arriba y engulle la vista. Gritos sobresaltados del pasaje. Joel los ignora.
Por todos lados, el monótono sonido distante de algo rugiendo.
Joel aprieta el acelerador. La Ceratius asciende. Algo golpea por detrás; el timón se desliza hacia babor, tirando de la proa tras él. La negrura más allá de la ventana hierve con un repentino marrón de lodo contra las luces de la cabina.
El termistor del casco muestra un pico dos veces, tres veces. La temperatura ambiente oscila de 4°C a 280°C, luego empieza a oscilar de nuevo. A presiones más bajas, la Ceratius estaría cayendo por vapor en vivo. Aquí sólo gira, resbalando en la traccción contra el agua sobrecalentada.
Al final, encuentra algo. La Ceratius asciende hacia bienvenidas aguas heladas. El esqueleto de un pez pasa por la ventana haciendo piruetas, todo dientes y espinas, vestigio de carne arrancada por hervor.
Joel mira sobre su hombro. Los dedos de Pretila están apretados en el respaldo de su asiento, sus nudillos tienen el mismo color que los huesos danzarines de ahí fuera. El pasaje está totalmente en silencio.
—¿Otra termal? —dice Pretila con voz temblorosa.
Joel niega con la cabeza: —El fondo ha reventado. Es muy delgado por aquí —Consigue dar una breve carcajada—. Te dije que podía ser un poco inestable.
—Ajá.
Ella libera su agarre del asiento de Joel. Las huellas dactilares permanecen en la espuma. Se inclina hacia él y susurra: —Sube un poco las luces de cabina, ¿quieres? Nivel tipo de un salón agradable —y luego se dirige hacia popa para atender al pasaje—. Bueno, eso ha sido emocionante. Pero Joel nos asegura que erupciones como esta ocurren a todas horas. Nada de lo que preocuparse, aunque te pueden coger por sorpresa.
Joel sube las luces de cabina. El pasaje sigue sentado en silencio, aún como ostras con sus cascos. Pretila pasa entre ellos, acomodando cojines.
—Y, por supuesto, aún nos queda el resto del recorrido que disfrutar...
Él aumenta la ganancia del sonar, lo concentra en popa. Una tormenta luminosa se arremolina por la pantalla táctica. Bajo ella, una loma fresca de roca fangosa desfigura la red de construcción de la AR.
Pretila regresa a su codo: —¿Joel?
—Qué.
—¿Dicen que va a vivir gente ahí abajo?
—Ajá.
—Guao. ¿Quién?
Él la mira: —¿No has visto los temas del foro de PR? Sólo los mejores y más brillantes. Los que retrasan la noche imperecedera para encender los fuegos de la civilización.
—En serio, Joel. ¿Quién?
Él se encoge de hombros: —Que me jodan si lo sé.
Cuando se apagan las luces en la Estación Beebe, se puede oír al metal quejarse.
Lenie Clarke yace sobre su litera, escuchando. Sobre su cabeza pasan tuberías y cables y laminado de cáscara de huevo. Tres kilómetros de océano negro tratan de aplastarla. Siente la dorsal debajo, desgarrando el fondo marino con bastante fuerza como para mover un continente. Yace allí, en ese frágil refugio y oye el blindaje de la Beebe vibrar unas micras, oye crujir sus costuras en el umbral auditivo humano. Dios es un sádico en la Dorsal de Juan de Fuca y Su nombre es Física.
¿Cómo me convencieron de esto?, se pregunta. ¿Por qué he bajado aquí? Aunque ella ya sabe la respuesta.
Oye a Ballard andando fuera en el pasillo. Clarke envidia a Ballard. Ballard nunca jode las cosas, siempre parece tener su vida bajo control.
Casi parece feliz aquí abajo.
Clarke rueda fuera de su litera y tantea en busca de un interruptor. Su cubículo se inunda de luz lúgubre. Las tuberías y los paneles de acceso llenan la pared a su lado. La estética queda en un segundo plano a favor de la funcionalidad cuando se está a tres mil metros de profundidad. Ella se gira y descubre un delgado anfibio negro en el espejo del compartimento.
Aún ocurre en ocasiones. A veces se olvida de lo que le han hecho.
Requiere un esfuerzo consciente sentir a las máquinas asomando donde solía estar su pulmón derecho. Está tan aclimatada al dolor crónico de su pecho, a esa sutil inercia de plástico y metal cuando se mueve, que apenas es ya consciente de ello. Aún puede sentir la memoria de lo que era ser totalmente humana y confunde ese fantasma con sensación honesta.
Tales treguas nunca duran. Hay espejos por todos lados en la Beebe. Se supone que incrementan el tamaño aparente del espacio personal de uno.
A veces, Clarke sella los ojos para esconderse de los reflejos que siempre le lanzan esos espejos. No sirve. Aprieta los párpados y siente las tapas de las córneas bajo ellos, cubriendo sus ojos como suaves cataratas blancas.
Sube, sale de su cubículo y se mueve por el pasillo hasta el salón. Ballard espera allí vestida con su inmersopiel y su aire de confianza usual.
Ballard se levanta: —¿Lista para empezar?
—Tú mandas —dice Clarke.
—Sólo sobre el papel —Ballard sonríe—. Aquí abajo no hay jurisdicción, Lenie. Por lo que a mí respecta, somos iguales.
Tras dos días en la dorsal, Clarke aún se sorprende por la frecuencia con que Ballard sonríe. Ballard sonríe a la más ligera provocación. No siempre parece real.
Algo golpea la Beebe desde el exterior.
La sonrisa de Ballard vacila. Lo oyen de nuevo, un golpe húmedo, amortiguado por la piel de titanio de la estación.
—Lleva un tiempo acostumbrarse —dice Ballard—, ¿no es cierto?
Y otra vez.
—Me refiero a que eso suena a un gran...
—Quizá deberíamos apagar las luces —sugiere Clarke.
Ella sabe que no lo harán. Las luces de inmersión de la Beebe se encienden a su hora, una eléctrica hoguera de campamento que empuja la oscuridad. No pueden verla desde el interior... la Beebe no tiene ventanas... pero, de algún modo, les reconforta el conocimiento de que ese invisible fuego...
¡Golpe!
... arde la mayoría del tiempo.
—¿Te acuerdas en el entrenamiento? —dice Ballard sobre el sonido—. Cuando nos dijeron que los peces eran normalmente muy pequeños...
Su voz se pierde poco a poco. La Beebe cruje ligeramente. Escuchan durante un rato. No hay más sonidos.
—Debe de haberse cansado —dice Ballard—. Se podría pensar que han resuelto el misterio —se mueve hacia la escala y baja por los peldaños.
Clarke la sigue, un poco impaciente. Hay sonidos en la Beebe que la preocupan más que los futiles ataques de algún pez desorientado. Clarke puede oír cómo las cansadas aleaciones negocian la rendición. Puede sentir al océano buscando un modo de entrar. ¿Y si encuentra uno? El peso del Pacífico entero podría hundirla y hacerla papilla... en cualquier momento.
Es mejor enfrentarlo afuera, donde ella sabe lo que la espera. Lo único que puede hacer aquí es esperar a que eso ocurra.
Salir fuera es como ahogarse, una vez al día.
Clarke permanece de cara a Ballard, con la inmersopiel sellada, en una esclusa de aire en la que apenas caben las dos. Ella ha aprendido a tolerar la obligada proximidad, la vidriosa armadura en sus ojos ayuda un poco. El fusible se sella, ella comprueba la lámpara del casco, prueba el inyector, se deja llevar por el ritual, paso a paso, reflexivamente, hasta ese horrible momento en que despiertan las máquinas que duermen en su interior y la cambian.
Cuando recupera el aliento y lo pierde.
Cuando un vacío se abre en algún lugar de su pecho y engulle el aire que retiene. Cuando el pulmón que le queda se arruga en su jaula y sus tripas colapsan. Cuando los demonios mioeléctricos inundan sus nasales y sus oídos medios con sales isotópicas. Cuando cada bolsa de gas interno desaparece en el tiempo que lleva completar una respiración.
Siempre se siente lo mismo. Una súbita náusea abrumadora. Los estrechos confines de la esclusa de aire la mantienen erecta cuando ella trata de caer, el agua marina bate por todos lados. Su cara se hunde, la visión se nubla, luego se aclara cuando se ajustan las tapas de las córneas.
Colapsa contra las paredes y desea poder gritar. El suelo de la cámara estanca se aleja cayendo como el de un patíbulo. Lenie Clarke cae debatiéndose dentro del abismo.
Salen a la helada oscuridad con las luces frontales ardiendo sobre un oasis de luminosidad de sodio. Las máquinas crecen por todos lados en la Garganta como hierbas de metal. Los cables y conductos se extienden por el fondo marino como una tela de araña en una docena de direcciones. Las bombas principales permanecen a más de veinte metros de altura, un regimiento de monolitos submarinos que desaparecen de la vista a cada lado.
Sobre sus cabezas, las luces de inmersión bañan la mezcla de estructuras en perpetuo ocaso.
Ambas se detienen un momento con las manos apoyadas en el cable que las guía.
—Nunca me acostumbraré a esto —dice Ballard con una caricatura de su voz usual.
Clarke mira el termistor de su muñeca: —Treinta y cuatro centrígrados.
Las palabras resuenan metálicamente desde su laringe. Le parece muy raro hablar sin respirar.
Ballard suelta la cuerda y se lanza hacia la luz. Tras un momento, sin aliento, Clarke la sigue.
Hay tanta energía aquí, tanta fuerza desperdiciada. Aquí los propios continentes entablan sus ponderosas batallas. El magma se congela, el fondo hierve, el mismo fondo oceánico nace unos dolorosos centímetros cada año.
La maquinaria humana no crea energía aquí, en la Garganta del Dragón, se queda simplemente y roba una insignificante fracción para llevarla de vuelta a tierra firme.
Clarke vuela por los cañones de metal y roca y sabe lo que es ser un parásito. Mira hacia abajo. Unos crustáceos del tamaño de rocas y unos gusanos rojos de tres metros de largo reptan por el fondo entre las máquinas. Legiones de bacterias hambrientas de azufre acordonan las aguas con velos lácteos.
Las aguas se llenan de un súbito llanto terrible.
No suena como un grito. Suena tan fuerte como la cuerda de una gran arpa vibrando a cámara lenta. Pero Ballard está gritando por medio de alguna reluctante interfaz de carne y metal.
—¡LENIE... !
Clarke se gira a tiempo para ver desaparecer su propio brazo dentro de una boca que parece imposiblemente grande.
Dientes como cimitarras se cierran sobre su hombro. Clarke se queda mirando una cara negra escamosa de medio metro de ancho. Una desapasionada parte de ella busca los ojos en aquella monstruosa fusión de espinas y dientes y carne nudosa, y... fracasa. ¿Cómo puede verme?, se pregunta ella.
El dolor la alcanza entonces.
Siente su brazo siendo dislocado de su sitio. La criatura azota, agitando la cabeza adelante y atrás en un intento de desgarrarla en pedazos. Cada tirón hace que sus nervios griten. Ella se queda inmóvil.
Por favor, termina con esto, si vas a matarme, por favor, dios, sólo hazlo rápido...
Siente la urgencia de vomitar, pero la inmersopiel que cubre su boca y a ella misma, colapsada hacia el interior, no la dejará.
Grita para apartarse el dolor. Ya ha tenido bastante práctica. Se recoge en su interior, abandonando su cuerpo a la voraz vivisección y, desde muy lejos, siente que la sacudida de su atacante se torna de pronto más errática. Hay otra criatura a su lado con brazos y piernas y un cuchillo...
Ya sabes, un cuchillo, como el que tienes sujeto a la pierna y del que te has olvidado totalmente.
... y de pronto, el monstruo desaparece liberando a su presa.
Clarke le dice a los músculos del cuello que trabajen. Es como operar una marioneta. Su cabeza se gira. Ve a Ballard en combate cerrado con algo tan grande como ella.
Sólo que... Ballard la está desgarrando en pedazos con las manos. Unos dientes como carámbanos se astillan y se parten. Oscura agua helada surge de las heridas dejando una masa de convulsiones mortales con restos ahumados de horror suspendido.
La criatura se convulsiona débilmente. Ballard la aleja de un empujón. Una docena de peces más pequeños aparecen en la luz y empiezan a desagarrar la carcasa. Fotóforos a ambos lados destellan como frenéticos arcoiris.
Clarke observa desde el otro lado del mundo. El dolor en su lado la mantiene a distancia, un contínuo dolor pulsante. Ella mira, su brazo aún está allí. Incluso puede mover los dedos sin problemas.
Las he tenido peores, piensa ella.
Después: ¿Por qué sigo viva?
Ballard aparece a su lado. Sus cubiertos ojos lenticulares resplandecen como los mismos fotóforos.
—Cristo Jesús —dice Ballard en un susurro distorsionado —¿Lenie? ¿Estás bien?
Clarke medita por lo inane de la pregunta por un momento. Pero, para su sorpresa, se siente intacta —Sí.
Y si no lo está, ella sabe que es por su propia maldita culpa. Simplemente se quedó ahí. Sólo esperó la muerte. La estaba pidiendo.
Ella siempre la estaba pidiendo.
De vuelta a la esclusa de aire, las aguas retroceden a su alrededor y en su interior. El aliento robado de Clarke, por fín liberado, recorre de nuevo los canales viscerales reinflando pulmón y tripas y espíritu.
Ballard separa el sello dérmico de su cara y sus palabras tropiezan en la húmeda cámara. —¡Jesús, jesús! ¡No puedo creerlo! ¡Dios mío, viste aquella cosa! ¡Qué grandes se hacen aquí! —Se pasa las manos por la cara. Sus tapas oculares salen revelando hemisferios lácteos de enormes ojos almendrados —Y pensar que normalmente tienen sólo unos centímetros de largo...
Empieza a desnudarse abriendo la cremallera de su piel a lo largo de los antebrazos, tomándose su tiempo. —Y aún así, era casi frágil, ¿sabes? ¡Si le pegas fuerte se hacen pedazos! ¡Jesús!
Ballard siempre se quita el uniforme puertas para dentro. Clarke sospecha que se arrancaría el reciclador de su propio tórax si pudiera, que lo tiraría en una esquina junto con la inmersopiel y las tapas oculares hasta la próxima vez que los necesitara.
Quizá tenga su otro pulmón en su cabina, murmura Clarke. Quizá lo guarda en un tarro y se lo embute en el pecho por las noches...
Se siente un poco mareada, probablemente sólo es un efecto posterior de los neuroinhibidores que sus implantes expulsan siempre que sale fuera. Pequeño precio a pagar para mantener mi cerebro funcionando... no debería importarme realmente...
Ballard se pela la piel hasta la cintura. Justo bajo su pecho izquierdo sobresale entre sus costillas la entrada del electrolizador.
Clarke se queda mirando vagamente el disco perforado en la carne de Ballard. El océano pasa dentro de nosotras por ahí, piensa ella. El viejo conocimiento parece renovadamente significativo, de algún modo. Lo absorbemos dentro de nosotras, nos roba el oxígeno y los escupimos afuera de nuevo.
Un hormigueo espinoso se extiende pasando de su hombro hacia el pecho y el cuello. Clarke mueve la cabeza una vez para despejarse.
De pronto cae contra la compuerta.
¿Estoy bajo trauma? ¿Me estoy desmayando?
—Quiero decir que.. —Ballard se calla, mira a Clarke con una expresión de súbita preocupación —Jesús, Lenie. Tu aspecto es terrible. No deberías haberme dicho que estabas bien si no lo estás.
El hormigueo alcanza la base del cráneo de Clarke.
—Estoy... bien —dice ella—. Nada roto. Sólo magullada.
—Tonterías. Quítate la piel.
Clarke se endereza con esfuerzo. El cosquilleo retrocede un poco —No es nada que no pueda cuidar por mí misma.
No me toques. Por favor, no me toques.
Ballard avanza un paso sin una palabra y abre el sello de la piel del antebrazo de Clarke. Pela el material y expone un feo hematoma púrpura. Mira a Clarke con una ceja levantada.
—Sólo un moratón —dice Clarke —Yo me encargaré, en serio. Gracias de todas formas —Ella aparta su mano de las atenciones de Ballard.
Ballard la mira durante un momento. Sonríe levemente.
—Lenie —dice ella—. no hay por qué sentirse avergonzada.
—¿Sobre qué?
—Ya sabes. Yo rescatándote. Tú a punto de hacerte pedazos cuando esa cosa atacó. Era perfectamente comprensible. La mayoría de la gente tiene un ajuste temporal difícil. Yo sólo soy de las afortunadas.
De acuerdo.
Siempre has sido de las afortunadas, ¿no? Conozco a las de tu clase, Ballard, nunca has fallado en nada...
—No tienes que sentir vergüenza por ello —le tranquiliza Ballard.
—No la siento —dice Clarke honestamente.
Ella ya no siente gran cosa sobre nada. Sólo el cosquilleo. Y la tensión. Y un vago tipo de asombro de que siga viva.
El fuselaje está sudando.
El mar profundo posa sus manos heladas sobre el metal y, en el interior, Clarke observa condensarse la húmeda atmósfera y bajar por la pared. Se sienta rígida en su litera bajo la tenue luz fluorescente. Todas las paredes del cubículo están a su alcance. El techo es demasiado bajo. La habitación es demasiado estrecha. Siente el océano comprimiendo la estación a su alrededor.
Y lo único que puedo hacer es esperar...
El bálsamo anábolico en sus heridas es cálido y sedante. Clarke sondea la carne púrpura de su brazo con dedos expertos. Las herramientas de diagnóstico en el cubi médico la han vengado. Ha tenido suerte esta vez, sus huesos y epidermis están intactos. Sella su piel ocultando el daño.
Se mueve sobre el jergón, se gira para encarar la pared interior. Su reflejo le devuelve la mirada con ojos de cristal congelado. Observa la imagen, admira su perfecta imitación de cada movimiento. Carne y fantasma moviéndose juntos, cuerpos enmascarados, caras neutrales.
Esa soy yo, piensa. Así es como parezco ahora. Trata de leer lo que subyace tras la fachada glacial. ¿Estoy aburrida, cachonda, deprimida? ¿Cómo saberlo con sus ojos ocultos tras aquellas córneas opacas? No ve rastro de la tensión que siempre siente. Podría estar aterrorizada. Podría estar meando en mi piel y nadie lo sabría.
Se inclina hacia adelante. El reflejo va a su encuentro. Se quedan mirando una a la otra, blanco a blanco, hielo a hielo. Durante un momento, casi olvidan la contínua guerra de la Beebe contra la presión. Durante un momento no les importa la soledad claustrofóbica que las atenaza.
¿Cuántas veces, se pregunta Clarke, he querido ojos tan muertos como estos?
Las visceras de metal de la Beebe atestan el pasillo más allá de su cubi. Clarke apenas puede permanecer erguida. Unos cuantos pasos la llevan hasta el salón.
Ballard, de vuelta a mangas de camisa, está en uno de los terminales de la biblioteca.
—Raquitismo —dice ella.
—¿Qué?
—Los peces no consiguen aquí abajo suficientes elementos esenciales. Están podridos de enfermedades deficitarias. No importa lo feroces que sean. Si muerden con demasiada fuerza, se rompen los dientes con nosotros.
Clarke pincha botones del procesador de comida. La máquina refunfuña por su toque.
—Creí que había todo tipo de comida en la dorsal. Por eso las cosas son tan grandes.
—Hay un montón de comida, sólo que no es de muy buena calidad.
Un rombo vagamente comestible rezuma del procesador hacia el plato de Clarke. Ella lo ojea por un rato: no lo relaciona con nada.
—¿Vas a comer con tu equipo puesto? —pregunta Ballard cuando Clarke se sienta a la mesa del salón.
Clarke parpadea —Claro. ¿Por qué?
—Oh, nada. Es que estaría bien hablar con alguien con pupilas en los ojos, ¿sabes?
—Perdón. Me las puedo quitar si tú...
—No, no importa mucho. Puedo vivir con ello —Ballard se gira y se sienta frente a Clarke —Bueno, ¿qué te parece el sitio hasta ahora?
Clarke se encoge de hombros y sigue comiendo.
—Me alegra de que sólo vayamos a estar aquí abajo un año —dice Ballard—. Este sitio puede afectarte después de un tiempo.
—Podría ser peor.
—Oh, no me quejo. Buscaba un desafío, de todos modos. ¿Qué hay de tí?
—¿Yo?
—¿Qué te trae aquí abajo? ¿Qué buscas?
Clarke no responde durante un rato: —No lo se, en realidad —dice al final—. Privacidad, supongo.
Ballard alza la vista. Clarke se queda mirándola con cara neutra.
—Bueno, entonces te dejaré con ella —dice Ballard complaciente.
Clarke la observa desaparecer por el pasillo. Escucha el siseo de cierre de la compuerta de un cubi.
Ríndete, Ballard, piensa ella. No soy la clase de persona que se quiera conocer, en serio.
Casi al inicio del turno matinal. El procesador de comida desembucha el desayuno de Clarke con su usual reluctancia. Ballard, en Comunicaciones, acaba de soltar el teléfono. Un rato después aparece en el pasillo.
—La Gerencia dice que.. —se queda callada —Tienes los ojos azules.
Clarke sonríe levemente —Ya los has visto antes.
—Lo sé. Es que es algo sorprendente, ha pasado tanto tiempo desde que no te he visto sin las tapas puestas.
Clarke se sienta con su desayuno —Bueno, ¿qué dice la Gerencia?
—Que estamos en la agenda. El resto de la tripulación baja dentro de tres semanas, activamos la estación dentro de cuatro —Ballard se sienta frente a Clarke—. A veces me pregunto por qué no estamos online ahora mismo.
—Supongo que sólo quieren asegurarse de que todo funciona.
—Aún así, parece mucho tiempo para un funcionamiento en seco. Y es de esperar que... bueno, que quieran empezar el programa del gobierno lo antes posible después de todo lo que ha pasado.
Después de que Lepreau y Winshire se fundieran, quieres decir.
—Y algo más —dice Ballard—. No puedo contactar con la Piccard.
Clarke levanta la vista. La Estación Piccard está anclada en la Dorsal Galápagos. No es un amarre particularmente estable.
—¿Has conocido alguna vez a la pareja de allí? —pregunta Ballard —¿Ken Lubin, Lana Cheung?
Clarke niega con la cabeza: —Salieron antes que yo. Nunca he conocido a ningún otro Rifter excepto a tí.
—Buena gente. Pensé en llamarles, ver cómo les iban cosas en la Piccard, pero nadie respondió.
—¿Fallo de línea?
—Dicen que, probablemente, sea algo así. Nada serio. Van a enviar un escafo para comprobarlo.
Quizá se abrió el fondo y los engulló enteros, piensa Clarke. Quizá el casco tenía una placa débil... sólo hace falta una para...
Algo cruje en las profundidades de la superestructura de la Beebe. Clarke mira a su alrededor. Las paredes parecen haberse acercado cuando no estaba mirando.
—A veces —dice ella— desearía que no mantuvieramos la Beebe a presión superficial. A veces desearía que estuviéramos bombeando hacia el ambiente. Para reducir el esfuerzo del casco —Ella sabe que es un sueño imposible, la mayoría de los gases matan en el acto cuando se respiran a trescientas atmósferas. Hasta el oxígeno lo haría si está por encima del uno o dos por ciento.
Ballard tiembla dramáticamente: —Si quieres arriesgarte a respirar noventa y nueve por ciento de hidrógeno, adelante. Yo soy feliz tal y como están las cosas —sonríe—. Además, ¿tienes idea de lo que se tardaría descomprimirlo todo después?
En los sistemas de alerta, algo berrea atención.
—Sísmicos. Maravilloso —Ballard desaparece dentro de Comunicaciomes. Clarke la sigue.
Una línea ámbar ondula por una de las pantallas. Parece el ECG de alguien recogido durante una pesadilla.
—Mira esto —dice Ballard—. La Garganta se comporta de modo extraño.
Pueden oírlo por toda la Beebe; un maligno siseo casi eléctrico que viene de la Garganta. Clarke sigue a Ballard hacia él con una mano recorriendo ligeramente la cuerda guía. La mancha distante de luz que marca su destino parece equivocada. El color es diferente. Ondula.
Nadan hacia el interior de su nimbo brillante y ven por qué. La Garganta está ardiendo.
Auroras de zafiro se deslizan por los generadores. En el extremo lejano del conjunto, casi invisible por la distancia, un pilar de humo se eleva girando hacia la oscuridad como un enorme tornado.
El sonido que hace llena el abismo. Clarke cierra los ojos por un momento y oye serpientes de cascabel.
—¡Jesús! —grita Ballard por encima del ruido— ¡No se supone que debe hacer eso!
Clarke comprueba su termistor. No se está quieto, la temperatura del agua va de cuatro a treinta y ocho grados y empieza otra vez en pocos segundos. Una miríada de corrientes efímeras tiran de ellas mientras observan.
—¿Por qué el espectáculo de luces? —advierte Clarke.
—¡No lo sé! —responde Ballard— ¡Bioluminiscencia, supongo! ¡Bacterias sensitivas al calor!
Sin aviso, el tumulto se silencia.
El océano se vacía de sonido. Telas de araña fosforescentes oscilan tenuemente sobre el metal antes de desaparecer. En la distancia, el tornado suspira y se fragmenta en algunos demonios de polvo pasajeros.
Una suave lluvia de hollín oscuro empieza a caer en la luz cobriza.
—Fumarola —dice Ballard en la súbita quietud—. Una grande.
Nadan hacia el lugar donde ha eruptado el géiser. Hay una herida fresca en el fondo marino, un brecha de varios metros de largo entre dos generadores.
—Esto no debía pasar —dice Ballard—. ¡Por eso han construido aquí, para gritar en voz alta! ¡Se suponía que era estable!
—La dorsal nunca es estable —replica Clarke.
No tenía mucho sentido estar aquí si lo fuese.
Ballard asciende nadando por la quebrada y abre una placa de acceso en uno de los generadores.
—Bueno, según esto, no hay daño —avisa hacia abajo tras mirar dentro—. Espera, déjame cambiar los canales aquí...
Clarke toca uno de los sensores cilíndricos atados a su cintura y se queda mirando la dorsal. Debería ser capaz de caber por aquí, decide ella.
Y lo hace.
—Hemos tenido suerte —está diciendo Ballard desde arriba—. Los otros generadores también están bien. Oh, espera un segundo. El número dos tiene un conducto de refrigeración obstruido, pero no es serio. Los repuestos pueden manejarlo hasta... ¡sal de ahí!
Clarke mira hacia arriba con una mano en el sensor que está plantando. Ballard mira hacia abajo a través de una chimenea de roca reciente.
—¿Estás loca? —grita Ballard— ¡Eso es una fumarola activa!
Clarke mira hacia abajo otra vez, hacia la profundidad del pozo. Se retuerce hasta perderse de vista en la bruma mineral.
—Necesitamos lecturas de temperatura —dice ella—... del interior de la boca.
—¡Sal de ahí! ¡Podría expulsar otra vez y freirte!
Supongo que sí, piensa Clarke.
—Ya ha expulado —avisa en respuesta—. Le llevará un tiempo acumular un envío nuevo.
Ella gira un botón del sensor y pequeñas bolas explosivas caen dentro de la roca anclando el aparato.
—Sal de ahí, ¡ahora!
—Sólo un segundo —Clarke enciende el sensor y se aleja del fondo con un impulso. Ballard la agarra del brazo y empieza a arrastrarla lejos de la fumarola.
Clarke se pone rígida y se libera de un tirón.
—No... —me toques. Se contiene a sí misma —Estoy fuera, ¿vale? No hace falta que...
—Aléjate —Ballard sigue nadando—. Por aquí.
Están cerca de la luz ahora, la Garganta iluminada a un lado, negrura al otro. Ballard se encara con Clarke.
—¿Estás mal de la cabeza? ¡Podíamos haber vuelto a la Beebe a buscar un dron! ¡Lo podíamos haber plantando remotamente!
Clarke no responde. Ve algo moviéndose a lo lejos detrás de Ballard —Vigila tu espalda —dice.
Ballard se gira y ve al devorador deslizándose hacia ellas. Ondula por el agua como humo marrón, silencioso e interminable. Clarke no puede ver la cola de la criatura, aunque varios metros de carne serpentina salen de la oscuridad.
Ballard va a por su cuchillo. Tras un segundo, Clarke también.
Las fauces del devorador se abren como un enorme cazo dentado.
Ballard empieza a lanzarse hacia el bicho con el cuchillo levantado.
Clarke aparta la mano: —Espera un minuto. No viene a por nosotras.
El extremo frontal del devorador está ahora a unos diez metros de distancia. Su cola se libera de las tinieblas.
—¿Estás loca? —Ballard se aleja de la mano de Clarke, aún observando al mostruo.
—Quizá no tiene hambre —dice Clarke.
Puede ver sus ojos, dos pequeños puntos sin pestañas mirándolas desde la punta del morro.
—Siempre tienen hambre. ¿Te dormías en clase?
El devorador cierra la boca y pasa. Ahora se extiende alrededor de ellas en un enorme arco. La cabeza se gira hacia atrás para observarlas. Abre la boca.
—Que le den —dice Ballard y carga.
Su primer golpe abre una brecha de medio metro en el lateral de la criatura. El devorador se queda mirando a Ballard durante un momento, como sorprendido. Luego, ponderosamente, golpea.
Clarke observa sin moverse. ¿Por qué no puede dejarle marchar y ya está? ¿Por qué siempre tiene que demostrar que es la mejor en todo?
Ballard ataca otra vez, esta vez lacera un enorme bulto tumoroso que ha de ser su estómago.
Y vacía el bicho por dentro.
Surgen despedidos de la herida dos inmensos gigantúridos y alguna criatura deforme que Clarke no reconoce. Uno de los gigantúridos está vivo aún y de mal humor. Cierra los dientes sobre la primera cosa que encuentra.
Ballard desde atrás: —¡Lenie!
La mano de Ballard que blande el cuchillo se mueve en arcos dando estacadas. El gigantúrido empieza a hacerse pedazos. Sus fauces siguen cerradas. El devorador se convulsiona y choca contra Ballard enviándola girando hacia el fondo.
Por fín, Clarke empieza a moverse.
El devorador colisiona con Ballard otra vez. Clarke se mueve por bajo, abrazando el fondo, y tira de la otra mujer alejándola.
El puñal de Ballard continúa hundiendo y retorciendo. El gigantúrido es un despojo mutilado de agallas, pero su agarre permanece inquebrantable. Ballard no consigue moverse lo bastante lejos para alcanzarle en el cráneo. Clarke entra desde atrás y coge la cabeza de la criatura con las manos.
Ella se queda mirando el bicho, malevolente y estúpido.
—¡Mátalo! —grita Ballard— ¡Jesús!, ¿a qué estás esperando?
Clarke cierra los ojos y aprieta los puños. El cráneo en su mano se astilla como plástico barato.
Se hace el silencio.
Tras un rato, ella abre los ojos. El devorador se ha ido, ha huido de vuelta a la oscuridad para curarse o morir. Pero Ballard aún está allí y Ballard esta furiosa.
—¿Qué pasa contigo? —dice ella
Clarke abre los puños. Pedazos de huesos y papilla de carne flotan entre sus dedos.
—¡Se supone que tenías que cubrirme! ¿Por qué estás tan malditamente... pasiva todo el tiempo?
—Perdón —Decirlo a veces funciona.
Ballard llega tras ella: —Tengo frío. Creo que me he perforado la inmersopiel...
Clarke nada tras ella y mira: —Un par de agujeros. ¿Cómo estás, a parte de eso? ¿Sientes algo roto?
—Perforó a través de la piel —dice Ballard, más para sí misma—. Y cuando me golpeó, podría haberme.. —Se gira hacia Clarke y su voz, incluso distorsionada, lleva una incertidumbre impactante—... podía haber muerto. ¡Yo podía haber muerto!
Por un instante, es como si la piel y los ojos y la autoconfianza de Ballard le hubieran sido arrebatados. Por primera vez, Clarke puede ver a través de la debilidad subyacente creciendo como un delicado trazo de grietas del grosor de un cabello.
También tú puedes joderla, Ballard. No todo son juegos y diversión. Ahora ya lo sabes.
Duele, ¿verdad?
En algún lugar de su interior emerge el más leve tacto de simpatía: —Tranquila —dice Clarke—. Jeanette, es...
—¡So idiota! —sisea Ballard.
Se queda mirando a Clarke como una especie de anciana maligna invidente: —¡Sólo te has quedado flotando ahí! ¡Sólo has dejado que me ocurra a mí!
Clarke siente su guardia saltar de nuevo, justo a tiempo. Esto no es sólo ira, percibe ella. Esto no es sólo el calor del momento. A ella no le gusto. No le gusto en absoluto.
Y entonces, estúpidamente sorprendida por no haberlo visto antes: no le he gustado nunca.
La Estación Beebe flota amarrada al fondo marino, un planeta gris oscuro cercado por un cinturón de luces de inmersión ecuatoriales. Hay una esclusa de aire para los buceadores en el polo sur y una compuerta para el embarque de los "escafos" en el norte. En medio hay vigas e hebras de anclaje, conductos y cables, blindaje de metal y Lenie Clarke.
Ella está haciendo una comprobación visual de rutina del casco. Procedimiento estándar una vez a la semana. Ballard está dentro probando algún equipo en el cubículo de comunicaciones. Esto no está del todo dentro del espíritu del sistema de colegueo. Clarke lo prefiere así. Las relaciones han sido cívicas el último par de días, Ballard incluso resucita su compañerismo patentado para la ocasión, pero cuanto más tiempo pasan juntas, más forzadas se vuelven las cosas. Tarde o temprano, Clarke lo sabe, algo se va romper.
Además, aquí fuera sólo parece natural estar sola.
Ella está examinando un cable pinzado cuando una bocafilo carga contra la luz.
Tiene unos dos metros de longitud y mucha hambre. Embiste con la boca abierta directamente contra la lámpara de la Beebe más cercana. Varios dientes se hacen pedazos contra la lente de cristal. La bocafilo se mueve a un lado llamando al casco con su cola y se marcha nadando hasta que apenas es visible en la oscuridad.
Clarke observa fascinada. La bocafilo nada adelante y atrás, luego carga de nuevo.
La luz de flotación resiste el impacto fácilmente, haciendo más daño a su atacante. Una y otra vez, el pez se golpea a sí mismo contra la luz. Al final, exhausto, se hunde meciéndose en el fondo fangoso.
—¿Lenie? ¿Estás bien?
Clarke siente las palabras zumbar en su mandíbula inferior. Tropieza con el emisor en su inmersopiel: —Estoy bien.
—He oído algo ahí fuera —dice Ballard—. Sólo quería asegurarme de que estabas...
—Estoy bien —dice Clarke—. Sólo era un pez.
—Nunca aprenden, ¿eh?
—No. Supongo que no. Te veo luego.
—Te veo...
Clarke apaga el receptor.
Pobre pez estúpido. ¿Cuántos milenios hicieron falta para que aprendieran que la bioluminiscencia equivale a comida? ¿Cuánto tiempo tendrá que asentarse aquí la Beebe hasta que aprendan que la luz eléctrica no?
Podríamos apagar nuestras luces del casco. Quizá nos dejen en paz.
Se queda observando más allá del halo eléctrico de la Beebe. Hay mucha negrura allí. Casi duele mirarla. Sin luces, sin sonar, ¿cuán lejos podría ella ir en esa mortaja viscosa y aún así volver?
Clarke apaga la luz de su casco. Los límites nocturnos se acercan un poco, pero las luces de la Beebe la mantienen a raya. Clarke se gira hasta que está cara a cara con la oscuridad. Se acurruca como una araña contra el fuselaje.
Se impulsa.
La oscuridad la abraza. Clarke nada sin mirar atrás hasta que se cansan sus piernas. No sabe lo lejos que ha llegado.
Pero deben de ser años luz. El océano está lleno de estrellas.
Tras ella, la estación es la más brillante, con burdos rayos amarillos. En dirección opuesta, apenas puede discernir la Garganta, un amanecer insignificante sobre el horizonte.
En cualquier otro lado, constelaciones vivientes puntúan la oscuridad. Aquí, una cadena de perlas parpadea anuncios sexuales a intervalos de dos segundos. Aquí, un súbito destello deja divertidas post-imágenes pululando por el campo visual de Clarke. Algo huye, poniéndose a cubierto de su momentánea ceguera. Allí, la imitación de un gusano se mueve perezosamente en la corriente, invisiblemente atado al techo de la boca de algún depredador.
Hay tantos.
Siente una repentina agitación en el agua, como si algo grande acabase de pasar muy cerca. Una deliciosa emoción danza por su cuerpo.
Casi me toca, piensa. Me pregunto qué sería. La dorsal está llena de monstruos que no saben cuándo parar. No importa cuánto coman. Su voracidad forma tanta parte de ellos como sus barrigas elásticas, sus fauces desquiciadas. Enanos hambrientos atacan gigantes dos veces su propio tamaño y a veces ganan. El abismo es un desierto: nadie puede permitirse el lujo de esperar mejores oportunidades.
Pero hasta los desiertos tienen oasis y, a veces, los cazadores de las profundidades los encuentran.
Se encuentran con la malnutrida abundancia de la dorsal y se atiborran. Sus descendientes se hacen inmensos e hinchados sobre tales huesos delicados.
Mi luz está apagada y me ha dejado en paz. Me pregunto...
La enciende. Su visión se nubla con el súbito brillo y luego se aclara.
El océano invierte el negro irrelevado. Sin pesadillas a su alrededor. Los haces de luz vacían el agua allí donde ella la apunta.
La apaga. Hay un momento de absoluta oscuridad mientras sus tapas oculares se ajustan a la reducida luz. Después, las estrellas salen otra vez.
Son tan hermosas. Lenie Clarke se posa sobre el fondo del océano y observa el abismo chispear a su alrededor. Y casi da una carcajada cuando descubre, a tres mil metros de la luz solar más próxima, que hay sólo oscuridad cuando las luces están encendidas.
—¿Qué demonios te pasa? Has estado fuera más de tres horas, ¿lo sabías? ¿Por qué no respondías?
Clarke se agacha y se quita las aletas: —Supongo que es porque apagué mi receptor —dice ella—. Estaba... espera un segundo, ¿has dicho...?
—¿Supones? ¿Has olvidado todas las reglas de seguridad de la instrucción? ¡Se supone que tienes que dejar encendido el receptor desde el momento en que abandonas la Beebe hasta que regresas!
—¿Has dicho tres horas?
—Yo ni siquiera podía salir a buscarte, ¡No podía encontrarte en el sónar! ¡Tuve que sentarme aquí y rezar para que aparecieras!
Sólo habían parecido unos minutos desde que se había impulsado hacia la oscuridad.
Clarke sube al salón, asustada de repente.
—¿Dónde estabas, Lenie? —demanda Ballard apareciendo tras ella.
Clarke oye hasta el más leve tono lastimero en su voz.
—Yo... he debido de estar en el fondo —dice Clarke—. Por eso el sónar no me encontraba. No fui muy lejos.
¿Me quedé dormida? ¿Qué he estado haciendo durante tres horas?
—Sólo estaba... paseando por ahí. Perdí la noción del tiempo. Lo siento.
—No lo bastante. No lo hagas de nuevo.
Hay un breve silencio. Se termina con el familiar impacto de la carne contra el metal.
—¡Cristo! —replica Ballard— ¡Voy a apagar las externas ahora mismo!
Sea lo que fuere, golpea dos veces más antes de que Ballard llegue a Comunicaciones. Clarke la oye golpear un par de botones.
Ballard regresa al salón: —Ya está. Ahora somos invisibles.
Algo las golpea otra vez. Y otra.
—O quizá no —dice Clarke.
Ballard está de pie en el salón escuchando el ritmo del asalto.
—No aparecen en el sónar —dice ella casi murmurando—. A veces, cuando los oigo llegar, lo sintonizo en alcance ultracorto. Pero pasa a través de ellos. Sin vejigas de gas. Nada que haga rebotar un eco. Nosotras aparecemos sin problemas ahí fuera, la mayoría de las veces. Pero esas cosas no. No se las puede encontrar, da igual lo alta que pongas la ganancia. Son como fantasmas.
—No son fantasmas —Casi inconscientemente, Clarke ha estado contando los golpes: ocho... nueve...
Ballard se gira para encararla: —Han cerrado la Piccard —dice ella, con voz tensa y pequeña.
—¿Qué?
—La oficina de la red dice que es sólo algún problema técnico. Pero tengo un amigo en Personal. Lo he telefoneado cuando estabas fuera. Dice que Lana está en el hospital. Y tengo la sensación —Ballard niega con la cabeza—. Sonaba como si Ken Lubin hubiera hecho algo allí abajo. Creo que quizá la atacó.
Tres golpes desde el exterior en rápida sucesión. Clarke puede sentir los ojos de Ballard sobre ella. El silencio se prolonga.
—O quizá no —dice Ballard—. Hicimos todos esos tests de personalidad. Si fuese violento, no habría sido seleccionado antes de enviarlo abajo.
Clarke la observa, escucha el golpeteo de un puño insistente.
—O quizá... quizá la dorsal lo cambió de algún modo. Quizá juzgó mal la presión bajo la que estamos todos. Por decir algo —Ballard reúne una débil sonrisa—. El daño físico no es tanto como el estrés emocional, ¿sabes? Las cosas cotidianas. Sólo estar ahí fuera puede afectarte tras un tiempo. Agua marina manando por tu pecho. Sin respirar durante horas al mismo tiempo. Es como... vivir sin un corazón.
Ella alza la vista hacia el techo. Los sonidos del exterior son ahora más erráticos.
—El exterior no está tan mal —dice Clarke.
Al menos eres incomprimible. Al menos no tienes que preocuparte de que cedan las placas.
—No creo que uno cambie de repente. Más bien sería como que se infiltra dentro de ti poco a poco. Y entonces, un día te despiertas cambiada, siendo diferente de algún modo, sólo que nunca has notado la transición. Como con Ken Lubin.
Ella mira a Clarke y su voz decae un poco.
—Y contigo.
—¿Conmigo?
Clarke hace girar las palabras de Ballard en su mente, espera que surja alguna reacción. No siente nada salvo su propia indiferencia.
—No creo que tengas mucho de lo que preocuparte. No soy del tipo violento.
—Lo sé. No estoy preocupada por mi propia seguridad, Lenie. Estoy preocupada por la tuya.
Clarke la mira desde detrás de la seguridad de sus lentes y no responde.
—Has cambiado desde que bajaste aquí —dice Ballard—. Te mantienes alejada de mí, te expones tú misma a riesgos innecesarios. No sé exactamente lo que te está pasando. Es casi como si trataras de matarte tú misma.
—No lo intento —dice Clarke. Trata de cambiar de tema—. ¿Está bien Lana Cheung?
Ballard la estudia por un momento. Muerde el anzuelo: —No lo sé. No pude conseguir ningún detalle.
Clarke siente algo anudándose en su interior.
—Me pregunto que fue lo que ella hizo para provocarlo —murmura ella.
Ballard se le queda mirando, boquiabierta—. ¿Lo que ella hizo? ¡No puedo creer que hayas dicho eso!
—Sólo quiero decir...
—Sé lo que quieres decir.
El golpeo exterior se ha detenido. Ballard no se relaja. Permanece encorvada dentro de esas extrañas ropas sueltas que llevan los Drybacks y mira el techo como si no pudiera creer en su silencio. Mira a Clarke de nuevo.
—Lenie, sabes que no me gusta tirar de rango, pero tu actitud nos pone en riesgo a ambas. Creo que este sitio te está afectando de verdad. Confío en que puedas volver a funcionar aquí, de verdad te lo digo. De lo contrario puedo tener que recomendarte una transferencia.
Clarke observa cómo Ballard abandona el salón.
Estás mintiendo, descubre ella. Estás asustada de muerte y no es sólo porque yo esté cambiando.
Es porque estás cambiando tú.
Clarke lo descubre cinco horas después del hecho: algo ha cambiado en el fondo del océano.
Dormimos y la tierra se mueve, piensa ella al estudiar la pantalla topográfica. Y la próxima vez o la siguiente después de esa, quizá se mueva fuera de debajo de nosotros.
Me pregunto si tendré tiempo de sentir algo.
Se gira hacia un sonido tras ella. Ballard está de pie en el salón balanceándose ligeramente. Su cara parece desfigurada por los anillos concéntricos en sus ojos, por los oscuros huecos en torno a ellos. Ojos desnudos que empiezan a parecerle extraños a Clarke.
—El fondo marino se ha movido —dice Clarke—. Hay un nuevo afloramiento rocoso de unos doscientos metros al oeste de nosotras.
—Qué extraño. No he sentido nada.
—Ocurrió hace cinco horas. Estabas durmiendo.
Ballard la mira atentamente. Clarke estudia las líneas trasnochadas de su rostro. Pensándolo mejor...
—Yo... me habría despertado —dice Ballard.
Se abre paso al lado de Clarke dentro del cubi y comprueba la pantalla topográfica.
—Dos metros de altura, doce de longitud —recita Clarke.
Ballard no responde. Pulsa algunos comandos en un teclado. La imagen topográfica se disuelve y se reforma en una columna de números.
—Justo como pensaba —dice ella—. No ha habido actividad sísmica pesada desde las últimas veinticuatro horas.
—El sónar no miente —dice Clarke tranquilamente.
—Tampoco el sismógrafo —responde Ballard.
Breve silencio. Existe un procedimiento estándar para tales cosas y ambas saben cuál es.
—Tenemos que comprobarlo —dice Clarke.
Ballard simplemente asiente: —Dame un momento para cambiarme.
Lo llaman calamar, un cilindro propulsado a chorro de un metro de longitud con una luz en el extremo frontal y una barra de remolque en la parte trasera. Clarke, flotando entre la Beebe y el fondo, lo comprueba con una mano. Su otra mano sujeta una pistola sónar. Apunta la pistola hacia la negrura. Unos clics ultrasónicos barren la noche, le dan una marcación.
—Por allí —dice ella señalando.
Ballard se escurre por debajo de la propia barra de remolque de su calamar. La máquina la aleja de un impulso.
Tras un momento, Clarke la sigue. Cerrando la retaguardia, un tercer calamar carga un conjunto de sensores en una bolsa de nailon.
Ballard viaja a casi todo gas. Las lámparas de su casco y del calamar perforan las aguas como balizas de faros gemelos. Clarke, con sus propias luces apagadas, la alcanza a mitad de camino hacia su destino. Navegan juntas un par de metros sobre el sustrato fangoso.
—Tus luces —dice Ballard.
—No las necesitamos. El sónar funciona en la oscuridad.
—¿Ahora rompes las reglas por la mera emoción de hacerlo?
—Los peces de aquí abajo se guían por las cosas que brillan.
—Enciende tus luces. Es una orden.
Clarke no responde. Observa los haces de luz a su lado, el calamar de Ballard resplandece fuerte y constantemente, la lámpara del casco de Ballard separa el agua en arcos erráticos cuando ella mueve la cabeza.
—Te lo digo una vez más —dice Ballard—, enciende tus... ¡Cristo!
Sólo fue un vistazo captado durante un momento por el barrido de la luz de Ballard. Ella sacude la cabeza por todos lados y aquello se desliza fuera de la vista de nuevo. Luego asoma sobre el haz del calamar, enorme y terrible.
El abismo está riéndose de ella a dientes desnudos.
Una boca se estira a lo largo del ancho del haz, se extiende hacia la oscuridad a ambos lados. Está atestada de dientes cónicos del tamaño de manos humanas y no parecen frágiles lo más mínimo.
Ballard emite un sonido extraño y se hunde en el fango. El limo béntico hierve a su alrededor en una nube bulliente. Ella desaparece entre un torrente de cuerpos planctónicos.
Lenie Clarke se detiene y espera sin moverse. Contempla embobada esa amenazante sonrisa. Siente que su cuerpo entero se electrifica, nunca ha estado tan explícitamente consciente de sí misma. Cada fibra nerviosa se enciende y se congela al mismo tiempo. Está aterrorizada.
Pero también tiene, de algún modo, total control de sí misma. Reflexiona sobre esta paradoja mientras el calamar abandonado de Ballard reduce hasta pararse solo, a escasos metros de esa fila interminable de dientes. Ella duda de su propia claridad análitica cuando el tercer calamar, con su carga de sensores, decelera pasando a su lado y toma posición junto al de Ballard.
Allí, a la luz, la sonrisa no cambia.
Clarke levanta su pistola sónar y dispara. Hemos llegado, descubre ella al comprobar la lectura. Eso es el afloramiento rocoso.
Nada más hay cerca. La sonrisa se mantiene allí, enigmática y tentadora. Ahora Clarke puede ver pedazos de hueso en las raíces de los dientes y jirones de carne descompuesta recorriendo las encías.
Ella se gira y vuelve sobre sus pasos. La nube del fondo marino empieza a posarse.
—Ballard —dice ella con su voz sintética.
Nadie responde.
Clarke rebusca a través del lodo, cegada, hasta que toca algo caliente y tembloroso.
El fondo marino le explota en la cara.
Ballard emerge del sustrato arrastrando la cola de un cometa de fango. Su mano se alza por la súbita nube y se cierra alrededor de algo que reluce en la luz pasajera. Clarke ve el puñal, se mueve casi demasiado tarde. La hoja resbala por su piel activando los nervios a lo largo de su caja torácica.
Ballard azota de nuevo. Esta vez Clarke atrapa la mano-puñal cuando se dispara hacia ella, la retuerce y empuja. Ballard se aleja tropezando.
—¡Soy yo! —grita Clarke, el vocificador convierte su voz en un diminuto vibrato.
Ballard se alza de nuevo con ciegos ojos blancos y el puñal aún en la mano.
Clarke levanta las manos: —¡Tranquila! ¡Aquí no hay nada! ¡Está muerto!
Ballard se detiene. Se queda mirando a Clarke. Mira a los calamares, a la sonrisa que iluminan. Se pone rígida.
—Es alguna especie de ballena —dice Clarke—. Lleva muerta mucho tiempo.
—¿Un... una ballena? —la voz de Ballard es raspada. Comienza a temblar.
No hay por qué sentirse avergonzada, casi dice Clarke, pero no lo hace. En su lugar, se acerca y toca levemente el brazo de Ballard. ¿Así es como tú lo haces?, se pregunta.
Ballard se echa rápido hacia atrás como si el toque la quemara.
Supongo que no.
—Emmm, Jeanette —empieza Clarke.
Ballard alza una mano temblorosa para interrumpir a Clarke: —Estoy bien... quiero ir... creo que deberíamos volver ya, ¿no crees?
—Bueno —dice Clarke. Pero no lo piensa realmente.
Podría quedarse ahí fuera todo el día.
Ballard está en la biblioteca otra vez. Se gira, pasa una mano casual sobre el control de brillo cuando Clarke aparece tras ella. La pantalla se oscurece antes de que Clarke pueda ver lo que es. Clarke mira el videocasco colgando del terminal, curiosa. Si Ballard no quiere que vea lo que está leyendo, sólo bastaba con usar el casco.
Pero entonces no habría podido oirme llegar...
—Creo que quizá era un Zífido —está diciendo Ballard—. Una ballena picuda. De no ser por que tenía demasiados dientes. Muy rara. No se hunden a estas profundidades.
Clarke escucha, no interesada realmente.
—Debe de haberse muerto y podrido más arriba y luego hundido —la voz de Ballard se eleva levemente. Parece que casi consulta algo furtivamente al otro lado del salón—. Me pregunto cuál es la probabilidad de que eso ocurra.
—¿Qué?
—Me refiero a que, de todo el océano, algo así de grande resulta que aparece caído del cielo a cientos de metros. Las probabilidades deben de ser bastante bajas.
—Ya. Supongo —Clarke se acerca y aumenta el brillo de la pantalla.
Una mitad del monitor brilla suavemente con texto luminoso. La otra mantiene una imagen giratoria de una molécula compleja.
—¿Qué es eso —pregunta Clarke.
Ballard roba otro vistazo por el salón: —Sólo un antiguo texto biosíquico que la biblioteca tenía archivado. Estaba consultándolo. Solía interesarme.
Clarke la mira: —Ajá —Se inclina y estudia la pantalla.
Algo de química técnica. Lo único que entiende de verdad es el título bajo el gráfico.
Lo lee en voz alta: —Felicidad Verdadera.
—Sí. Un tríciclo con cuatro cadenas laterales —Ballard señala la pantalla—. Cuando se está feliz, verdaderamente feliz, eso es lo que te lo hace.
—¿Cuándo lo han descubierto?
—No sé. Es un libro viejo.
Clarke se queda mirando el simulacro rotatorio. Le molesta por alguna razón. Flota ahí sobre ese presumido título estúpido y dice algo que ella no quiere oir.
Has sido resuelta, dice, eres mecánica. Químicos y electricidad. Todo lo que eres, cada sueño, cada acción, todo resulta ser un cambio de voltaje en algún sitio o una... ¿que ha dicho ella?... un tricíclico con cuatro cadenas laterales...
—Esto no está bien —murmura Clarke.
O de lo contrario serían capaces de arreglarnos cuando nos rompemos...
—¿Perdón? —dice Ballard.
—Dice que sólo somos esos... ordenadores de software. Con caras.
Ballard apaga el terminal.
—Correcto —dice ella—. Y algunos de nosotros incluso podemos estar perdiendo eso.
El escarnio se registra, pero no duele. Clarke se endereza y se mueve hacia la escala.
—¿Dónde vas? ¿Te vas afuera otra vez? —pregunta Ballard.
—El turno no ha acabado. Pensaba en limpiar el conducto número dos.
—Es un poco tarde para eso, Lenie. El turno se acabará incluso antes de quedarte a medias —los ojos de Ballard se alejan de nuevo.
Esta vez, Clarke sigue la pista hasta el espejo de cuerpo entero de la pared. No ve nada de particular interés allí.
—Trabajaré hasta tarde —Clarke agarra el pasamanos, desplaza un pie sobre el peldaño superior.
—Lenie —dice Ballard y Clarke jura que oye un temblor en su voz.
Ella mira hacia atrás, pero la otra mujer se está moviendo hacia el Com.
—Bueno, me temo que no puedo ir contigo —está diciendo—. Estoy en medio de la reparación de las rutinas de telemetría.
—No pasa nada —dice Clarke.
Siente que la tensión empieza a crecer. La Beebe está encogiendo de nuevo. Ella empieza a bajar la escala.
—¿Estás segura de que no te importa salir sola? Quizá deberías esperar hasta mañana.
—No. Estoy bien.
—Bueno, recuerda dejar tu receptor encendido. No quiero tenerte perdida por mi culpa otra vez.
Clarke está en la cámara húmeda. Sube hasta el interior de la esclusa de aire e realiza el ritual. Ya no siente que se ahoga. Siente como si naciera de nuevo.
Despierta en la oscuridad y con el sonido del llanto.
Yace allí por algunos minutos, confusa e incierta. Los sollozos vienen de todos lados, débiles pero onmipresentes en la cáscara resonante de la Beebe. No oye más que su propio latido.
Tiene miedo. No está segura de por qué. Desea que el sonido se marche.
Clarke rueda fuera de su litera y trastea en la compuerta. Ésta se abre hacia un pasillo semioscuro, la exigua luz escapa desde un extremo del salón. El sonido viene desde otra dirección, de las profundas oscuridades. Ella lo sigue a través de un cúmulo de tuberías y conductos.
El camarote de Ballard. La compuerta está abierta. Una lectura esmeralda reluce en la oscuridad sin conceder ningún detalle sobre la encorvada figura en el jergón.
—Ballard —dice Clarke suavemente. No quiere entrar ahí.
La sombra se mueve, parece alzar la vista hacia ella.
—¿Por qué no lo muestras? —le dice con voz suplicante.
Clarke arruga la frente en la oscuridad: —¿Mostrar qué?
—¡Ya lo sabes! ¡Lo... asustada que estás!
—¿Asustada?
—De estar aquí, de estar atrapada en el fondo de este horrible océano oscuro.
—No entiendo —susurra Clarke. La claustrofobia empieza a agitarse en su interior, de nuevo inquieta.
Ballard suelta un bufido de burla, pero la mofa parece forzada: —Oh, tú lo entiendes todo muy bien. Crees que esto es una especie de competición, crees que si puedes guardarlo todo dentro ganarás de una forma u otra... pero no es así en absoluto, Lenie, no ayuda mantenerlo oculto de esa forma, tenemos que ser capaces de confiar la una en la otra aquí abajo o estamos perdidas.
Se mueve ligeramente en la litera. Los ojos de Clarke, mejorados por las tapas, ahora pueden captar algunos detalles: bordes toscos perfilan la silueta de Ballard, los pliegues y arrugas del atuendo normal, desabrochado hasta la cintura. Piensa que es un cuerpo medio disecado que se alza sobre la mesa para velar su propia mutilación.
—No sé lo que quieres decir —dice Clarke.
—He intentado ser amigable —dice Ballard—. He tratado de llevarme bien contigo, pero eres tan fría, ni siquiera admitirás... quiero decir que no puede gustarte estar aquí abajo, nadie podría, ¿por qué no lo admites?
—Pero si yo... odio estar aquí. Es como si la Beebe fuese a... a cerrarse sobre mí y lo único que yo pudiera hacer es esperar a que ocurra.
Ballard asiente en la oscuridad: —Sí, sí, sé lo que quieres decir —Parece de algún modo animada por la admisión de Clarke—. Y no importa cuánto te repitas a ti misma —se detiene—. ¿Odias estar aquí?
¿He dicho algo malo?, se pregunta Clarke.
—Afuera no es mucho mejor, ¿sabes? —dice Ballard—. ¡Afuera es incluso peor! Hay barrelodos y fumarolas y peces gigantes tratando de devorarte todo el tiempo, no es posible que puedas... salvo que... que no te importe en absoluto, ¿no es cierto?
De alguna manera, su tono se ha vuelto acusatorio. Clarke se encoge de hombros.
—No, no te importa —Ballard habla despacio ahora. Su voz cae hasta un susurro—. En realidad te gusta estar ahí fuera. ¿Verdad?
Reluctante, Clarke asiente: —Sí. Supongo que sí.
—Pero es tan... la dorsal puede matarte, Lenie. Puede matarnos. De cien formas diferentes. ¿No te asusta eso?
—No lo sé. No pienso mucho en eso. Supongo que sí, más o menos.
—Entonces, ¿por qué eres tan feliz ahí fuera? —grita Ballard—. No tiene ningún sentido.
No soy exactamente "feliz", piensa Clarke: —No lo sé. Tampoco es tan extraño, muchas personas hacen cosas peligrosas. ¿Qué me dices de los que hacen caída libre? ¿Qué me dices de los alpinistas?
Pero Ballard no responde. Su silueta se ha puesto más rígida sobre la cama. De pronto, se da la vuelta y enciende la luz del cubículo.
Lenie Clarke parpadea ante el repentino brillo. Luego, la habitación se atenúa cuando sus tapas oculares se oscurecen.
—¡Cristo Jesús! —le grita Ballard— ¿Ahora duermes con ese jodido traje?
Otra cosa más en la que Clarke no ha pensado. Simplemente, parece más sencillo así.
—¡Todo este tiempo te he estado entregando mi corazón y tú has estado llevando esa cara de máquina! ¡Ni siquiera tienes la decencia de mostrarme tus malditos ojos!
Clarke da un paso atrás, sobresaltada. Ballard se levanta de la cama y avanza un frágil paso.
—¡Y pensar que podías realmente pasar por humana antes de que te dieran ese traje! ¡Por qué no vas a buscar algo con lo que jugar afuera con tu jodido océano!
Y cierra con un golpe la compuerta en la cara de Clarke.
Lenie Clarke se queda mirando durante un rato el compartimento sellado. Su rostro, ella lo sabe, está sereno. Su cara está tranquila normalmente. Pero se queda allí de pie, inmóvil, hasta que la parte servicial de su interior se despliega un poco.
—Vale —dice ella al final en voz muy baja—. Supongo que lo haré.
Ballard la espera cuando emerge de la esclusa: —Lenie —dice ella en voz baja—, tenemos que hablar. Es importante.
Clarke se agacha y se quita las aletas: —Te escucho.
—Aquí no. En mi cubi.
Clarke la mira.
—Por favor —insiste Ballard.
Clarke empieza a subir la escala.
—¿No vas a coger...? —Ballard se detiene cuando Clarke mira hacia abajo—. No importa. No pasa nada.
Suben al salón. Ballard va delante. Clarke la sigue por el pasillo hasta el interior del camarote. Ballard atranca la compuerta y se sienta en su litera dejando espacio para Clarke.
Clarke mira en torno al estrecho espacio. Ballard ha acortinado el fuselaje reflectante con una sábana de repuesto.
Ballard da una palmada en la cama a su lado: —Vamos, Lenie. Siéntate.
Reluctante, Clarke se sienta. La repentina amabilidad de Ballard la confunde. Ballard no ha actuado así desde...
... desde que se sentía estar al mando.
—... podría no resultarte fácil de oir —está diciendo Ballard—, pero tenemos que sacarte de la dorsal. No deberían haberte puesto aquí abajo en primer lugar.
Clarke no replica.
—¿Recuerdas los tests que nos dieron? —continúa Ballard—. Miden nuestra tolerancia al estrés: confinamiento, aislamiento prolongado, daño físico crónico, ese tipo de cosas.
Clarke asiente levemente: —¿Y?
—Y —dice Ballard—, ¿piensas por un momento que hacen los tests buscando aquellas cualidades sin saber qué tipo de persona las tendría? ¿O cómo consiguen esas personas ser así?
Por dentro, Clarke está muy quieta. Por fuera, nada cambia.
Ballard se inclina hacia adelante un poco.
—¿Recuerdas lo que dijiste? ¿Sobre los alpinistas y los que hacen caída libre y por qué la gente deliberadamente hace cosas peligrosas? He estado leyendo mucho, Lenie. Desde que he llegado a conocerte, he estado leyendo mucho.
¿Llegado a conocerme?
—¿Y sabes lo que los buscadores de emociones tienen en común? Todos dicen que no se vive hasta que casi se muere. Necesitan el peligro. Les da un subidón.
Tú no me conoces en absoluto...
—Algunos son veteranos de guerra, otros fueron rehenes durante largos periodos, algunos simplemente pasaron mucho tiempo en las zonas muertas por un motivo u otro. Y muchos son en realidad compulsivos...
Nadie me conoce.
—... los que no pueden ser felices a menos que estén al límite, todo el tiempo... muchos de ellos empezaron pronto, Lenie, cuando sólo eran unos niños. Como tú, apuesto... ni siquiera te gusta que te toquen...
Sal de aquí. Sal de aquí.
Ballard posa su mano en el hombro de Clarke: —¿Durante cuanto tiempo abusaron de tí, Lenie?— pregunta suavemente— ¿Cuántos años?
Clarke mueve el hombro para quitarse la mano de Ballard y no responde. Él no pretendía hacerle ningún daño. Se mueve incómoda en la litera, dándole la espalda ligeramente.
—Es eso, ¿verdad? No sólo tienes una tolerancia al trauma, Lenie. Eres adicta a él. ¿No es cierto?
Sólo le lleva un momento a Clarke recuperarse. La inmersopiel, las tapas oculares lo hacen más sencillo. Se gira tranquilamente de vuelta hacia Ballard. Incluso sonríe un poco.
—Abusada —dice Clarke—. Ese es un térmimo pintoresco. Pensé que había desaparecido tras la caza de brujas. ¿Eres una especie de inventora de historias, Jeanette?
—Hay un mecanismo —le cuenta Ballard— sobre el que he estado leyendo. ¿Sabes cómo maneja el cerebro el estrés, Lenie? Vierte todo tipo de estimulantes adictivos en el flujo sanguíneo. Betaendorfinas, opiáceos. Si sucede con la suficiente frecuencia y durante el suficiente tiempo, quedas enganchada. No puedes evitarlo.
Clarke siente un sonido en su garganta, un ruido de tos irregular un poco como rasgar el metal. Tras un momento, lo reconoce como una carcajada.
—¡No me lo estoy inventando! —insiste Ballard— ¡Puedes comprobarlo tú misma si no me crees! ¿No sabes cuántos niños abusados pasan sus vidas enteras enganchados a sus mujeres maltratadoras o a la automutilación o a la caída libre?
—Y los hace feliz, ¿es eso? —dice Clarke, aún sonriendo—. Los divierte que los violen o los apaleen o...
—¡No, por supuesto que no se es feliz! Pero lo que se siente, eso es, probablememte, lo más cerca que estarán nunca. Pero tú confundes los dos, buscas estrés allá donde puedas encontrarlo. Es adicción psicológica, Lenie. La buscas. Siempre la buscas.
La busco. Ballard ha estado leyendo y Ballard sabe: La Vida es electroquímica pura. Es inútil explicar cómo se siente. Es inútil explicar que hay peores cosas que ser apalizada. Hay cosas incluso peores que ser sujetada y violada por tu propio padre. Están los tiempos intermedios, cuando no sucede nada en absoluto. Cuando él te deja en paz y no sabes por cuánto tiempo. Te sientas a la mesa frente a él, obligándote a ti misma a comer mientras tus adentros magullados tratan de recomponerse a sí mismos. Y él te da una palmada en la cabeza y te sonríe y tú sabes que la tregua ya ha durado demasiado, que va ir a por ti esta noche o mañana o, quizá, el próximo día.
Por supuesto que lo buscaba. ¿Cómo sino podría superarlo?
—Escucha —Clarke niega con la cabeza—. Yo —Pero, de repente, es difícil hablar aunque sabe lo que quiere decir.
Ballard no es la única que lee. Ballard no puede ver a través de una vida entera de esperanzas cumplidas, pero no hay nada especial en lo que le ocurrió a Lenie Clarke. Los babuínos y los leones matan a sus propios hijos. Los espinosos machos apalizan a sus compañeras. Hasta los insectos violan. En realidad, no es abuso, sólo es biología.
Pero ella no puede decirlo en voz alta por alguna razón. Lo intenta y lo intenta pero, al final, lo único que sale es un reto que suena casi infantil.
—¿Es que no sabes nada?
—Claro que sí, Lenie. Sé que estás enganchada a tu propio dolor y que sales ahí para seguir desafiando a la dorsal para que te mate y, con el tiempo, lo hará, ¿no lo ves? Por eso no deberías estar aquí. Por eso tenemos que hacer que vuelvas.
Clarke se levanta: —No voy a volver —se gira hacia la compuerta.
Ballard se mueve hacia ella.
—Escucha, tienes que quedarte y escucharme hasta el final. Hay más.
Clarke baja la mirada hacia ella con completa indiferencia.
—Gracias por preocuparte. Pero no necesito quedarme. Puedo salir cuando quiera.
—¡Sal ahí fuera ahora y te lo quitaré todo, nos están observando! ¿Aún no lo has entendido? —la voz de Ballard se está elevando— ¡Escucha, te conocen! ¡Han estado buscando a alguien como tú! Nos han estado probando, aún no saben qué clase de persona funciona mejor aquí. ¡Por eso están observando y esperando a ver quién se rompe primero! El programa entero aún es experimental, ¿puedes entender eso? Todos los que han enviado abajo... tú, yo, Ken Lubin y Lana Cheung, todo es parte de alguna prueba a sangre fría...
—Y tú estás fracasando en ella —dice Clarke suavemente—. Ya veo.
—Nos están utilizando, Lenie... ¡No salgas ahí fuera!
Los dedos de Ballard se agarran a Clarke como las ventosas de un pulpo. Clarke se libera tirando de ellos. Oye a Ballard levantarse tras ella.
—¡Estás enferma! —chilla Ballard.
Algo golpea en la nuca de Clarke. Ella sale tropezando al pasillo. Se golpea dolorosamente el brazo contra un grupo de tuberías mientras cae.
Rueda sobre un costado y levanta los brazos para protegerse. Pero Ballard sólo pasa por encima de ella y la acecha desde el salón.
No estoy asustada, percibe Clarke levantándose. Me ha pegado y no estoy asustada. ¿No es eso extraño?
Desde algún lugar cercano, sonido de cristal haciéndose pedazos.
Ballard está gritando en el salón: —¡El experimento ha terminado! ¡Vamos, fuera, jodidos ghouls!
Clarke sigue el pasillo, sale de él. Trozos del espejo del salón cuelgan del marco como enormes estalactitas irregulares. Salpicaduras de cristal llenan el suelo.
En la pared, tras el espejo roto, una lente de ojo de pez registra cada esquina de la habitación.
Ballard está mirándola: —¿Me oyen? ¡Ya no jugaré más sus estúpidos juegos! ¡Estoy harta de actuar!
La lente de cuarcita le devuelve la mirada impasiblemente.
Así que, tenías razón, musita Clarke. Recuerda la sábana en el cubi de Ballard. Lo descubriste, encontraste los receptores en tu propio cubículo y Ballard, mi querida amiga, no me lo dijiste.
¿Cuánto hace que lo sabes?
Ballard mirá a su alrededor, ve a Clarke: —La habéis tenido engañada, de acuerdo —gruñe al ojo de pez—, pero ¡ella es un maldito caso perdido! ¡Ni siquiera está cuerda! Vuestras jodidas pruebecitas no me impresionan lo más mínimo!
Clarke pasea hacia ella.
—No me llames caso perdido —dice ella con voz absolutamente equilibrada.
—¡Eso es lo que eres! —grita Ballard— ¡Estás enferma! ¡Por eso estás aquí abajo! Te necesitan enferma, dependen de ello. ¡Y estás tan ida que no puedes verlo! Lo escondes todo tras esa... esa máscara tuya y te sientas ahí como una medusa masoquista y aceptas sin más todo lo que todos te dan... lo buscas...
Eso solía ser cierto, percibe Clarke mientras sus manos se cierran en puños. Eso es lo extraño. Ballard empieza a retroceder. Clarke avanza, paso a paso.
No ha sido hasta que he llegado aquí abajo que he aprendido a defenderme. Que podía ganar. La dorsal me ha enseñado eso y ahora Ballard lo ha descubierto también...
—Gracias —susurra Clarke y golpea a Ballard fuerte en la cara.
Ballard cae hacia atrás, choca con una mesa. Clarke avanza tranquilamente. Echa un vistazo a su reflejo en un carámbano de cristal, sus ojos cubiertos parecen casi luminosos.
—Oh, Jesús —gimotea Ballard—. Lenie, Lo siento.
Clarke se planta sobre ella.
—No lo sientas —dice ella.
Se ve a sí misma como una clase de esquema esplosivo, cada pieza nítidamente etiquetada.
Hay tanta ira ahí, piensa ella. Tanto odio. Tanto que verter sobre alguien.
Mira a Ballard, acobardada en el suelo.
—Creo —dice Clarke—, que empezaré contigo.
Pero su terapia termina antes de que pueda calentar adecuadamente. Un repentino ruido llena el salón, estridente, periódico, vagamente familiar. Le lleva un momento a Clarke recordar lo que es. Ella baja su pie.
Sobre el cubículo de Comunicaciones está sonando el teléfono.
Jeanette Ballard se va a casa hoy.
Durante media hora, el "escafo" ha estado cayendo en las profundidades hacia la medianoche. Ahora el monitor de Com lo muestra posándose como un gran renacuajo hinchado sobre el ensamblaje de amarre de la Beebe. El sonido de una copulación mecánica reverbera y muere. La compuerta superior cae al abrirse.
El remplazo de Ballard baja la escala, ya mayormente vestido, contemplando impenetrablemente con ojos sin pupilas. Se ha quitado los guantes, su inmersopiel está abierta hasta los antebrazos. Clarke ve las débiles cicatrices que recorren sus muñecas y sonríe un poco por dentro.
¿Había otra Ballard allí arriba, esperando?, se pregunta.
¿En caso de que hubiera sido yo la que no hubiera funcionado?
Fuera de su vista al final del pasillo, una compuerta sisea al abrirse. Ballard aparece en mangas de camisa con un hinchado ojo cerrado cargando una única maleta. Parece que está a punto de decir algo, pero se detiene cuando ve al recién llegado.
Lo mira durante un momento. Asiente brevemente y escala hacia la barriga del "escafo" sin decir una palabra.
Nadie los regaña. No hay saludos ni charla trivial para subir la moral. Quizá la tripulación ha sido informada. Quizá lo han averiguado por sí mismos. La compuerta de atraque se balancea hasta cerrarse. Con un clanc final, el "escafo" se desengancha.
Clarke cruza el salón y mira a la cámara. Mueve la mano entre los fragmentos de vidrio y arranca el cable eléctrico de la pared.
Ya no necesitamos esto, piensa, y sabe que, en algún lejano lugar, alguien está de acuerdo.
Ella y el recién llegado se evalúan uno al otro con ojos blancos.
—Soy Lubin —dice él al final.
Bueno.
Dicen que eres un maltratador.
Lubin está de pie frente a ella con el macuto a sus pies. Eslavo, pelo oscuro, piel pálida, una cara diseñada por un carpintero experimentado. Una espesa ceja ensombrece ambos ojos. No es alto... ciento ochenta centímetros, quizá... pero sólidos.
Pareces un maltratador.
Cicatrices.
No sólo en las muñecas, en la cara también. Muy discretas, un intrincado eco de viejas heridas. Demasiado sutiles para la decoración deliberada incluso si el gusto de Lubin va en esa dirección, pero demasiado obvias para una obra reconstructiva: la tecnología médica aprendió a borrar tales revelaciones décadas atrás.
A menos... a menos que las heridas fueran muy graves
¿Es eso? ¿Algo te masticó la cara hasta el hueso, mucho tiempo atrás?
Lubin se agacha y coge su macuto. Su ojos cubiertos no traicionan nada.
He conocido maltratadores en mis días. Encajas. Más o menos.
—¿Alguna preferencia sobre el cubi que escoja? —pregunta él.
Es extraño, oir esa voz saliendo de una cara como la suya. Suena casi complaciente.
Clarke niega con la cabeza: —Estoy en el segundo. Coge cualquier otro.
Él pasa a su lado. Dagas de cristal reflectante sobresalen de los bordes de la pared del fondo. En su interior, la imagen fracturada de Lubin desaparece por el pasillo a la espalda de Clarke. Ella cruza el salón hasta esa pared mellada. Realmente debería limpiar esto uno de estos días.
A ella le solía gustar el modo en que funcionaba el espejo desde los ajustes de Ballard. Los reflejos de mosaico parecían más creativos, en cierto modo. Más impresionistas. Aunque ahora empezaban a aburrirla. Quizá es hora de otro cambio.
Un trozo de Ken Lubin se queda mirándola desde la pared. Sin pensar, ella dirige su puño contra el cristal. Una lluvia de fragmentos tintinean hasta el suelo.
Puede que seas un maltratador. Inténtalo una vez. Inténtalo sólo una jodida vez.
—Oh —dice Lubin tras ella—. Yo...
Aún queda bastante espejo para mirarse. El rostro de ella está libre de toda expresión. Se gira para encararle.
—Siento si te he asustado —dice Lubin tranquilamente y se retira.
Parece que lo siente de veras.
Así que, no eres un maltratador. Clarke se apoya en el fuselaje. Al menos, no eres mi tipo de maltratador. No está segura exactamente de cómo lo sabe. Hay algo de química vital que falta entre ellos. Lubin, piensa ella, es un hombre muy peligroso. No sólo para ella.
Sonríe para sí misma. Pegar significa no tener que decir nunca lo siento.
Hasta que es demasiado tarde, por supuesto.
Está bastante harta de compartir su cubículo consigo misma. Compartirlo con alguien aún le gusta menos.
Lenie Clarke yace sobre su litera y escanea la longitud de su propio cuerpo. Pasados los dedos de los pies, otra Lenie Clarke le devuelve la mirada fríamente. La confusa topografía del compartimento delantero enmarca su cara reflejada como una chatarrería sobre tablero vertical.
La cámara tras ese espejo debe de ver lo mismo que ella, pero distorsionado en los bordes. Clarke imagina el ancho angular de la lente. La AR no querría dejar las esquinas fuera de alcance. ¿Qué sentido tiene realizar un experimento si no puedes mantener la pista de tus sujetos animales?
Se pregunta si alguien la está observando ahora. Probablemente no. Al menos nadie humano. Tendrán alguna máquina incansable y desapasionada, algo que observe con despiadada atención mientras ella trabaja o caga o se entretiene. Estará programada para llamar a los de carne y hueso si ella hace algo interesante.
Interesante.
¿Quién define ese parámetro? ¿Se mantiene eso estrictamente dentro de la naturaleza del experimento o ha programado alguien más gustos personales adicionales? ¿Alquien más se entretiene cuando Lenie Clarke lo hace?
Se remueve en la cama y encara el compartimento del fuselaje. Una maraña spaghetti de filamentos ópticos emerge del suelo junto a su jergón y trepa hasta la mitad de la pared para desaparecer dentro del techo: las entradas del sismógrafo camino al cubi de Comunicaciones. La entrada del aire acondicionado suspira en su mejilla sólo por un lado. Tras él, un iris metálico recoge líneas de luz seccionadas por la rejilla, lista para cerrarse como un esfínter en el momento en que el delta-p excede algún número crítico de milibares por segundo. La Beebe es una mansión con muchas habitaciones, todas potencialmente autoaisladas en caso de emergencia.
Clarke yace de espaldas sobre la litera y deja que sus dedos caigan sobre la cubierta. El cartucho de telemetría del suelo está ahora casi seco, finos arroyuelos de sal encostran su superficie mientras el agua marina se evapora. Es un modelo de amplio espectro, embutido con media docena de sensores: sísmicos, térmicos, de caudal, los sulfatos usuales y órganícos. Los cabezales de los sensores desfiguran la carcasa como los pinchos en una maza.
Lo cual es la causa de que esté aquí, ahora.
Cierra los dedos alrededor del mango de carga, levanta el cartucho fuera de la cubierta. Pesado. Con flotabilidad neutra en el agua marina, por supuesto, pero 9.5 kilos en la atmósfera según las especificaciones. En su mayoría es armazón de presión, muy resistente. Una fumarola activa a quinientas atmósferas ni lo tocaría.
Quizá es un poco excesivo enviarlo contra un asqueroso espejo. Ballard empezó el trabajo con las manos desnudas, después de todo.
Es extraño que no lo hayan hecho irrompible.
Qué conveniente.
Clarke se sienta, sopesando el cartucho. Su reflejo la mira con ojos vacíos pero no huecos, parece entretenida en cierto modo.
—¿Srta. Clarke? ¿Está bien? —Es Lubin—. He oído...
—Estoy genial —dice ella a la compuerta sellada. Hay cristales por todo el cubi. Un obstinado trozo de medio metro de longitud cuelga del marco como un diente suelto. Ella se incorpora (unos fragmentos de espejo resbalan por sus muslos) y le da una palmada con una mano. Cae en la cubierta y se hace pedazos.
—Sólo es limpieza doméstica —avisa ella. Lubin no dice nada.
Lo oye alejarse por el pasillo.
El tipo va a funcionar bien. Han pasado algunos días ya y él se ha mostrado escrupuloso de mantenerse a distancia. No hay química sexual en absoluto, nada que les haga saltar sobre la garganta del otro. Lo que fuese que Ken Lubin le hizo a Lana Cheung... lo que fuese que esos dos se hicieron el uno al otro... no sería un problema aquí. Los gustos de Lubin eran demasiado específicos.
Por el mismo motivo, también lo son los de Clarke.
Se pone de pie con la cabeza inclinada para evitar las encrustaciones de metal del techo. El vidrio cruje bajo sus pies. El compartimento tras el espejo, recientemente expuesto, parece aceitoso a la luz fluorescente. Una cara gris acostillada con sólo dos detalles distinguibles. El primero es una lente esférica, más pequeña que una uña, arrinconada en una esquina. Clarke la saca de su zócalo, la sostiene entre el pulgar y el índice durante un segundo. Un ojillo de cristal. La deja caer en la reluciente cubierta.
También hay un nombre estampado en una de las costillas de aleación: Fabricación Hansen.
Es la primera vez que ve el nombre de una marca desde que llegó aquí, excepto por los logos de AR planchados en los hombros de sus inmersopieles. Aquello resulta extraño en cierto modo. Comprueba las rayas de luz que recorren la longitud del techo blanco y sin detalles. Hay un tanque de hidrox de emergencia junto a la compuerta: FDP, fecha de prueba, especificaciones de presión, pero sin fabricante.
No sabe si debe darle a esto algún significado.
Sola, ahora. Con la compuerta sellada, vigilancia finalizada... incluso su propio reflejo hecho pedazos más allá de toda reparación. Por primera vez, Lenie Clarke siente una sensación de verdadera seguridad aquí dentro de la barriga de la estación. No sabe muy bien qué hacer con ella.
Quizá podría bajar la guardia un poco. Se lleva las manos a la cara.
Al principio piensa que se ha quedado ciega, el cubi le parece tan oscuro sin las tapas oculares. Las paredes y el mobiliario retroceden hasta ser meras sombras sugerentes. Recuerda haber bajado las luces en decrementos durante los días desde la salida de Ballard, oscureciendo su habitación, oscureciendo cada esquina de la Estación Beebe. Lubin lo ha estado haciendo también aunque nunca hablan sobre ello.
Por primera vez se cuestiona sus propias acciones. No tiene sentido, las tapas oculares compensan automáticamente los cambios de la luz ambiental, suministrando siempre la misma intensidad óptima a la retina. ¿Por qué elegir vivir en la oscuridad si ni siquiera se percibe?
Sube las luces un poco y el cubi se abrillanta. Los colores brillantes contrastan el ojo contra un fondo de gris sobre gris. El tanque de hidrox refleja el naranja fluorescente, las lecturas parpadean en rojo y azul y verde, el abridor de la taquilla del compartimento es un pequeño signo de exclamación amarillo.
No puede recordar la última vez que ha percibido el color, las tapas oculares dibujan las más vagas imágenes en la oscuridad, pero la mayoría del espectro se pierde en el proceso. Sólo ahora, con las luces subidas, puede el color reafirmarse a sí mismo.
A ella no le gusta. Le parece bruto y fuera de lugar aquí abajo. Clarke se vuelve a colocar las tapas oculares, atenúa las luces a su brillo mínimo usual. El fuselaje se desvanece a un lavado confortable de azules pastel.
También es justo. No debería confiarse demasiado de todas formas.
En un par de días, la Beebe será recorrida por personal al completo. No quiere acostumbrarse a quedar expuesta.
No parecía humano al principio. Ni siquiera parecía estar vivo. Parecía una pila de telas sucias que alguien había tirado a la base del pilón Cambie.
Gerry Fischer no lo habría mirado dos veces si el aerotrén no hubiera siseado sobre su cabeza, justo en el momento exacto, lanzando luces estroboscópicas segmentadas sobre el suelo.
Se quedó mirando. Unos ojos que destellaban dentro y fuera de la sombra le devolvían la mirada.
No se movió hasta que el tren se alejó deslizándose por la pista sobre su cabeza. El mundo cayó de nuevo a un bajo contraste fangoso. La acera. La zona de kudzu bajo la pista, gris y sofocante bajo incontables lloviznas de polvo de cemento y los débiles reflejos nebulosos de neón y láser de la Comercial.
Y aquello con los ojos, esta pila de tela contra el pilón. Un chico.
Un chico joven.
Esto es lo que se hace cuando se ama a alguien de verdad, decía siempre Sombra.
Después de todo, el chaval podía morír ahí fuera.
—¿Estás bien? —dice él por fin.
La pila de ropas se mueve un poco y susurra algo inaudible.
—Tranquilo. No voy a hacerte daño.
—Me he perdido —dice aquello con una voz muy extraña.
Fischer avanza un paso: —¿Eres un Ref?
La zona de Refugiados estaba a más de cien kilómetros de distancia, pero a veces alguien salía.
Los ojos se movieron de lado a lado: no.
Pero, pensó Fischer, ¿qué otra cosa iba a decir? Quizá tiene miedo de que le delate.
—¿Dónde vives? —preguntó él y escuchó con atención la respuesta.
—Orlando.
Sin acento de asiático o indú en esa voz. Cuando Fischer era niño, su mamá siempre le decía que los desastres no miraban color, pero él sabía más ahora. El chico sonaba a NAm, no a Ref. Entonces, implicaba que probablemente habría gente buscándole.
Lo cual, en cierto modo, era demasiado...
Alto.
— Orlando —repitió en voz alta—. Te has perdido. ¿Dónde están tu papá y tu mamá?
—Hotel —La pila de telas se apartó del pilón y se acercó temblando—. Vanceattle —Las palabras salían medio silbadas, como si el chico hablara mediante sus nasales. Quizá tenía uno de esos, esos... Fischer tanteó buscando las palabras... paladares agrietados o algo así.
—¿Vanceattle? ¿Cuál?
El chico se encoge de hombros.
—¿No tienes un reloj?
—Lo perdí.
Tienes que ayudarlo, dice Sombra.
—Bueno, um, mira —Fischer se frotó las sienes—. Yo vivo cerca. Podemos llamar desde allí.
No habían tantos Vanceattles en la tierra firme inferior. La policía no tendría cómo averiguarlo. Incluso si lo hacía, no podrían acusarlo. No por esto. ¿Qué se suponía que iba a hacer, dejar al chico por partes corporales?
—Soy Gerry —dijo Fischer.
—Kevin.
Kevin parecía de unos nueve o diez años. Lo bastante mayor como para saber usar un terminal público. Pero había algo mal en él. Era demasiado alto y delgaducho y sus piernas se cruzaban entre ellas cuando andaba. Quizá tenía lesión cerebral. Quizá era uno de esos nanobebés que habían salido mal. O quizá sólo fuera que su madre había pasado demasiado tiempo en el exterior cuando estaba embarazada.
Fischer ayudó a Kevin a subir a su piso en multipropiedad de dos habitaciones. Kevin se dejó caer sobre el sofá sin pedir permiso. Fischer comprobó la nevera: cerveza de raíz. El chico la cogió con una sonrisa nerviosa. Fischer se sentó a su lado y puso una mano tranquilizadora en el regazo del chico.
La expresión desapareció en la cara de Kevin como si alguien hubiera tirado de un cable.
Continúa, dijo Sombra. No se queja, ¿verdad?
Las ropas de Kevin estaban sucias. El barro apastelado colgaba de sus pantalones. Fischer empezó a quitárselos.
—Deberíamos quitarte estas ropas. Limpiarte. Sólo podemos ducharnos los días impares aquí, pero siempre se puede tomar un baño de esponja...
Kevin sólo se quedó ahí sentado. Una mano agarraba su bebiba con dedos huesudos que doblaban el plástico. La otra descansaba inmóvil sobre el sofá.
Fischer sonrió: —No pasa nada. Esto es lo que se hace cuando...
Kevin se quedó mirando al suelo, temblando.
Fischer encontró una cremallera, tiró. Presionó, suavemente—. No pasa nada. No pasa nada. No te preocupes.
Kevin dejó de temblar.
Kevin alzó la mirada.
Kevin sonrió.
—Yo no soy el que debería estar preocupado aquí, gilipollas —dijo con su silbante voz infantil.
La sacudida lanzó a Fischer al suelo. De pronto, estaba mirando al techo con los dedos tirando de los extremos de unos brazos que se habían vuelto, por arte de magia, pesos muertos. Su sistema nervioso entero cantó cuando una tracería de cables de alta tensión se integraban en su carne.
Su vejiga cedió. Un calor húmedo se extendió por su entrepierna.
Kevin se plantó sobre él y miró hacia abajo, todo rastro de torpeza había desaparecido de sus movimientos. Una mano aún sostenía la taza de plástico. La otra sujetaba un productor de descarga.
Muy deliberadamente, Kevin volcó su bebida. Fischer observó el líquido serpentear hacia abajo, casi casualmente y salpicarle la cara. Le picaban los ojos. Kevin era una mancha giratoria en un baño de ácido débil. Fischer trató de parpadear, lo intentó de nuevo, al final tuvo éxito.
Una de las piernas de Kevin estaba balanceándose hacia atrás desde la rodilla.
—Gerald Fischer, está bajo arresto...
La pierna se balanceó hacia adelante. El dolor emergió en el costado de Fischer.
—... por asalto indecente a un menor...
Atrás. Adelante. Dolor.
—... según las secciones 151 y 152 del Código Criminal de la NAm del Pacífico.
La rodilla del chico descendió y él le miró a la cara. Desde tan cerca, las revelaciones eran obvias. La profundidad de los ojos, el tamaño de los poros en la piel, la resistencia plástica de la piel adulta empapada de supresores de andrógenos.
—Por no mencionar la violación de otra orden de alejamiento más —añadió Kevin.
Cuánto tiempo, se preguntó Fischer ausentemente. El postrauma neural tapizaba el mundo entero de gasa. ¿Cuantos meses le llevó para pasar de hombre a niño?
—Tiene derecho a ... ah, joder.
¿Y cuánto tiempo para invertir la inversión? ¿Podía Kevin crecer de nuevo algún día?
—Conoces tus jodidos derechos mejor que yo.
Esto no está pasando. La policía no habría ido tan lejos, no tenían el dinero y, de todos modos, ¿por qué? ¿Cómo podía alguien estar dispuesto a cambiarse así? ¿Sólo para atrapar a Gerry Fischer? ¿Por qué?
—Supongo que debería pedir que me ayudaras, ¿no? Pues quizá, simplemente, te deje aquí tumbado en tu propia meada durante un rato...
En cierto modo, tenía la sensación de que Kevin estaba haciéndole más daño del que le hacía. No tenía sentido.
No pasa nada, le dijo Sombra suavemente. No es culpa tuya. Es sólo que ellos no entienden.
Kevin estaba pateándole de nuevo, pero Fischer apenas podía sentirlo. Trató de decir algo, cualquier cosa que hiciera a su torturador sentirse un poco mejor, pero sus nervios motores aún estaban fritos.
Aunque aún podía llorar. Esa era una conexión diferente.
Esta vez era diferente. Empezó igual, los escaneos y las muestras y las palizas, pero entonces lo sacaron de la fila y lo lavaron y lo metieron en una habitación lateral. Dos guardias se sentaban a una mesa frente a un despojo de hombrecillo con lunares marrones por toda la cara.
—Hola, Gerry —dijo él fingiendo no notar las heridas de Fischer—. Soy el Dr. Scanlon.
—Eres un psiquiatra.
—En realidad, soy más un mecánico —Sonrió, una sonrisilla remilgada que decía: sólo he sido muy listo pero tú eres, probablemente, demasiado estúpido para entender el chiste. Fischer decidió que este Scanlon no le gustaba mucho.
Aún así, su perfil le había resultado útil en el pasado, con todas sus charlas sobre competencia y responsabilidad criminal. No es tanto por lo que hacías, había aprendido Fischer, sino por qué lo hacías. Si hacías cosas porque eras malvado, estabas en un verdadero problema. Aunque si hacías las cosas porque estabas enfermo, los doctores, a veces, te encubrían. Fischer había aprendido a estar enfermo.
Scanlon sacó una cinta para la cabeza del bolsillo del pecho.
—Me gustaría charlar contigo durante un ratito, Gerry. ¿Te importa ponerte esto para mí?
El interior de la banda estaba llena de botoncillos de sensores. La sentía fría en la frente. Fischer miró por la sala, pero no pudo encontrar monitores o lecturas.
—Estupendo —Scanlon asintió a los guardias. Esperó hasta que salieran antes de hablar de nuevo.
—Eres extraño, Gerry Fischer. No nos topamos con demasiados como tú.
—No es eso lo que dijeron los otros doctores.
—¿Oh? ¿Qué es lo que dijeron?
—Dijeron que yo era típico. Dijeron, dijeron que un montón de los uno cincuenta uno usaban el mismo raciocínio.
Scanlon se inclinó hacia adelante: —Bueno, sabes, eso es cierto. es una frase clásica: 'Le estaba enseñando su despertar sexual, doctor. Es el papel de los padres instruir a sus hijas, doctor.' Tampoco les gusta la escuela, pero es por su propio bien.'
—Yo nunca dije esas cosas. Ni siquiera tengo hijos.
—No, es cierto. Pero el argumento es, los pedófilos a menudo afirman actuar por los mejores intereses de los niños. Transforman el abuso sexual en un acto de altruismo, si lo desean.
—No es abuso. es lo que se hace si amas a alguien de verdad.
Scanlon se echó hacia atrás en su silla y estudió a Fischer durante algunos momentos.
—Eso es lo que te hace tan interesante, Gerry.
—¿Qué?
—Todo el mundo usa esa frase. Eres la única persona que he conocido que podría creerla de verdad.
Al final dijeron que podían ocuparse de los cargos. Él que tenía que haber truco en ello, por supuesto. Le habían hecho voluntario para una clase de experimento o donar algunos órganos o someterse a castración voluntaria primero. Pero el truco, cuando vino, no fue ninguna de esas cosas. Casi no pudo creerlo.
Querían darle un empleo.
—Piensa en ello como un servicio a la comunidad —dijo Scanlon—. Una restitución a toda la sociedad. Estarías bajo el agua la mayor parte del tiempo, pero estarías bien equipado.
—Bajo el agua, ¿dónde?
—La Dorsal de Channer. A unos cuarenta kilómetros al norte del Volcán Axial sobre la Dorsal de Juan de Fuca. ¿Sabes lo que es eso, Gerry?
—¿Por cuánto tiempo?
—Un año mínimo. Podrías ampliarlo si quieres.
Fischer no podía pensar en ninguna razón para querer ampliarlo, pero le daba igual. Si no aceptaba este trato, le pegarían un gobernador en la cabeza para el resto de su vida. Que podría no ser muy larga, si se pensaba sobre ello.
—Un año —dijo él—. Bajo el agua.
Scanlon le palmeó en el brazo: —Tómate tu tiempo, Gerry. Piensa en ello. No tienes que decidirte hasta esta tarde.
Hazlo, le urgía Sombra. Hazlo o te la cortarán y cambiarás...
Pero Fischer no iba a darse prisa: —¿Qué voy a hacer durante un año, bajo el agua?
Scanlon le mostró un vídeo.
—Jesús —dijo Fischer—. No sé hacer nada de eso.
—No hay problema —sonrío Scanlon—. Aprenderás.
Aprendió.
Mucho de ello ocurrió mientras dormía. Todas las noches le daban una inyección, para ayudarle a aprender decía Scanlon. Después, una máquina junto a su cama le enviaba sueños. Nunca podía recordarlos exactamente, pero algo debía de quedarse porque todas las mañanas se sentaba a la consola con su tutora...
una persona real, no un programa.
... y todo el texto y diagramas que ella le mostraba le parecían extrañamente familiares. Como si los conociera de hacía años y sólo los hubiese olvidado. Ahora se acordaba de todo: tectónica de placas y zonas de subducción, Principio de Arquímedes, la conductividad térmica de dos por ciento de hidrox. Aldosterona.
Aloplástia.
Recordaba su pulmón izquierdo después de que se lo amputaran y las especificaciones técnicas de las máquinas que le pusieron en su lugar.
A media tarde, le amarraban guías al cuerpo y saturaban sus músculos estriados con corrientes de bajo amperaje. Estaba empezando a entender ya de lo que iba el asunto: el término era isométrica inducida y su significado se le había aparecido en un sueño
Una semana después de la operación, se despertó con fiebre.
—Nada de lo que preocuparse —le dijo Scanlon—. Es sólo la última fase de tu infección.
—¿Infección?
—Te inyectamos un retrovirus el día que llegaste. ¿No lo sabías?
Fischer agarró a Scanlon por el brazo —¿Como una enfermedad? Tú...
—Es perfectamente seguro, Gerry —Scanlon sonrió pacientemente, desenganchándose de Gerry—. De hecho, no durarías mucho ahí abajo sin él. Las enzimas humanas no funcionan bien a alta presión. Por eso hemos cargado genes extra en un virus domesticado. Ha estado reescribiéndote de dentro hacia afuera. A juzgar por tu fiebre, yo diría que casi ha terminado. Deberías sentirte mejor en un día o dos o así.
—¿Reescribiéndome?
—La mitad de tus encimas vienen ahora en dos sabores. Tienen los genes de uno de los peces de aguas profundas. Granaderos, creo que los llaman —Scanlon le dió una palmada a Fischer en el hombro—. Bueno, ¿cómo se siente ser parte pez, Gerry?
—Coryphaenoides armatus —dijo Fischer despacio.
Scanlon arrugó la frente—. ¿Qué es eso?
—Granaderos —Fischer se concentró—. Mayormente dehidrogenasas, ¿verdad?
Scanlon miró a la máquina junto a la cama: —No, um, no estoy seguro.
—Es eso. Dehidrogenasas. Pero las ajustan para reducir la energía de activación —Se golpeó la frente—. Está todo aquí. Sólo que no he terminado el tutorial todavía.
—Eso es estupendo —dijo Scanlon, pero no sonó como si lo pensara.
Un día le metieron en un tanque construido como el cilindro de un motor, de cinco pisos de altura. El techo podía bajar comprimiendo como una mano gigante, exprimiendo todo lo que hubiera dentro. Sellaron la compuerta e inundaron el tanque con agua de mar.
Scanlon le había advertido del cambio.
—Inundamos tu tráquea y las cavidades de tu cabeza, pero tu pulmón e intestinos no son rígidos y se exprimirían. Te inmunizamos contra la presión, ¿lo ves? Dicen que es un poco como ahogarse, pero te acostumbras.
No estaba tan mal, en realidad. Las tripas de Fischer se retorcieron sobre sí mismas y sus nasales ardieron como el infierno, pero habría preferido eso a otra pelea con Kevin cualquier día.
Flotaba allí en el tanque, el agua marina le pasaba por los tubos del pecho y se reflejaba en la nauseabunda sensación de no respirar.
—Están recibiendo algunas turbulencias —la voz de Scanlon le llegaba desde todas las direcciones como si los mismos muros le hablaran—. En tu puerto exhaustor.
Un fino rastro de burbujas surgían del pecho de Fischer. Sus tapas oculares lo hacían parecer todo maravillosamente claro, como una alucinación.
—Sólo un poco de...
No por sus palabras, sino por su voz. Eran sus palabras, pero dichas por otra cosa, alguna máquina barata que no entendía de armónicos. Una mano fue automáticamente hacia el disco integrado en su garganta.
—... hidrógeno —probó de nuevo—. No hay problema. La presión lo expulsará cuando llegue a suficiente profundidad.
—Ya. Aún así —Otras palabras, amoriguadas, como si Scanlon hablara a otra persona.
Fischer sintió que algo vibraba suavemente en su pecho. Las burbujas se hacían más grandes, luego más pequeñas hasta que desaparecieron.
Scanlon estaba de vuelta: —¿Mejor?
—Sí.
Aunque Fischer no sabía cómo sentirse. En realidad le gustaba tener el pecho lleno de maquinaria. No le gustaba tener que respirar partiendo el agua en pedazos de hidrógeno y oxígeno. Pero sí le gustaba la idea de que alguna tecnología que nunca había conocido trasteara con su interior por control remoto, llegando hasta su cuerpo y revolviendo las cosas ahí dentro sin preguntar siquiera. Le hacía sentirse...
Violado, ¿verdad?
A veces.
Sombra sólo era un perra. Como si ella no hubiera sido la que le había metido en todo aquello en primer lugar.
—Vamos a apagar las luces ahora, Gerry.
Oscuridad.
El agua murmuraba con el sonido de una vasta maquinaria.
Tras algunos momentos, percibió un destello frío azul parpadeándole desde arriba. Parecía proyectar mucha más luz de la que debería. Mientras observaba, el interior del tanque resparació en difusas sombras de azul sobre negro.
—¿Están los fotoamplificadores funcionando bien? —quiso saber Scanlon.
—Ajá.
—¿Qué puedes ver?
—Todo. El interior del tanque. La compuerta. Un poco borrosa.
—De acuerdo. Fuente de luz Luciferina.
—No es muy brillante —dijo Fischer—. Todo está como, anocheciendo.
—Bueno, sería totalmente negro sin tus tapas oculares.
Y de pronto, lo estuvo.
—Hey.
—No te preocupes, Gerry. Todo va bien. Sólo hemos apagado las luces.
Yacía allí en la completa oscuridad. Los flotadores se movían por el borde del ojo.
—¿Cómo te sientes, Gerry? ¿Alguna sensación de vértigo? ¿Claustrofobia?
Se sentía casi en paz.
—¿Gerry?
—No. Nada. Me siento... bien...
—La presión es la de doscientos metros.
—No puedo sentirla.
Esto podría no ser tan malo después de todo. Un año. Un año...
—Doctor Scanlon —dijo tras un rato. Se estaba acostumbrando hasta al zumbido metálico de su propia voz.
—Aquí estoy.
—¿Por qué a mí?
—¿Qué quieres decir, Gerry?
—Yo no estaba, ya sabe, cualificado. Incluso después de todo este entrenamiento, apuesto a que hay un montón de personas que serían mejores que yo. Ingenieros de verdad.
—No es tanto por lo que sabes —dijo Scanlon—. Sino por lo que eres.
Sabía lo que era. La gente se lo había estado diciendo desde hacía tanto tiempo como podía recordar. Aunque no entendía lo que aquello tenía que ver con todo el jodido asunto.
—¿Y qué soy, entonces?
Al principio pensó que no iba a responder, pero Scanlon habló finalmente y, cuando lo hizo, hubo algo en su voz que Fischer nunca había oído antes.
—Preadaptado —fue lo que dijo.
El Océano Pacífico bajaba en pendiente dos kilómetros bajo sus pies. Él tenía un pasaje de psicóticos de ojos vacíos sentado tras él y el elevador lo pilotaba una pizza familiar con extra de queso. A Joel Kita le gustaba todo aquello tanto como se podía esperar.
Al menos él lo había estado esperando esta vez. Por una vez, la AR no había hecho saltar uno de sus ejercicios sobre la teoría del caos encima de su vida sin avisar. Lo había visto venir casi con una semana de antelación. Cuando hicieron el último encima de Ray Stericker, Ray había estado en esta misma cabina de piloto observando cómo se instalaba la pizza y, sin duda, preguntándose sobre cuándo el término "seguridad laboral" se había convertido en un oxímoron.
—Se supone que tengo de hacer de niñera durante una semana —había dicho él entonces. Joel había subido y entrado en el 'escafo' para el chequeo regular de prevuelo y había encontrado a su amigo esperando en los controles. Ray le había indicado hacia arriba con un gesto a través de la compuerta abierta que daba a la cabina del elevador donde una pareja de técnicos se ocupaba con la interfaz que unía algo a los controles.
—Sólo en caso de que se estropee en el terreno. Después me marcho.
—¿Te marchas, a dónde? —Joel no podía creerlo.
Ray había estado sobre la ruta de Juan de Fuca desde siempre, incluso antes del programa geotérmico. Hasta había sido un empleado en los tiempos cuando tales cosas eran cotidianas.
—Probablemente circule por la Gorda durante un tiempo. Después de eso, ¿quién sabe? Lo actualizarán todo más pronto que tarde.
Joel miró hacia arriba por la compuerta. Los técnicos estaban jugando con una caja cuadrada color vainilla de medio metro de lado y el doble de gruesa que la muñeca de Kita.
—¿Qué es esa jodida cosa? ¿Un tipo de autopiloto?
—Con una diferencia. Esto despega y aterriza. Y con todo tipo de cosas adorables por en medio.
Aquello no eran buenas noticias. Los humanos siempre habían sido capaces de integrar información espacial 3D mejor que las máquinas que los remplazaban. No es que las máquinas no reconocieran un árbol o un edificio cuando tales objetos se les señalaban, pero se confundían de verdad siempre que rotabas esos objetos algunos grados. Cambiaban las formas, el contraste y las sombras se alteraban y siempre requería demasiado tiempo para cualquiera de esos compuestos falsos de arsénico actualizar sus mapas espaciales y reconocer que, sí, sigue siendo un árbol y no, no se ha transformado en otra cosa, idiota, sólo se ha cambiando el punto de vista.
En algunos lugares no había problema. Las superficies oceánicas, por ejemplo. O las autopistas de acceso controlado donde los coches tenían sus propios transpondedores ID. O incluso estampado debajo de un donut gigante lleno de vacío boyante, flotando en mitad el aire. Aquellos habían sido entornos respetados y venerados por los autopilotos desde bien antes del cambio de siglo.
Aunque los despegues y aterrizajes eran una escena totalmente diferente. Demasiados objetos demasiado reales pasando demasiado rápido, demasiadas cosas a las que echarle el ojo. Unos pocos de miles de millones de años de selección natural aún llevaban ventaja cuando el carril rápido se atestaba tanto.
Hasta ahora, aparentemente.
—Salgamos de aquí —Ray se dejó caer sobre la plataforma de aterrizaje. Joel lo siguió hasta el borde del techo. Unas mantas verdes enrolladas de la kudzu se extendían a su alrededor, amortajando los techos de los edificios circundantes. Siempre hacía pensar a Joel en hiedra y hierbas postapocalípticas que regresaban de la jugla para estrangular los restos de alguna civicilización caída. Excepto, por supuesto, que se suponía que esas hierbas particulares salvaban la civilización.
De camino fuera de la costa, apenas visible, vapores de humo driblaban hacia el cielo desde una zona de Refugiados. Demasiado para la civilización.
—Es uno de esos geles inteligentes —dice Ray al final.
—¿Geles inteligentes?
—Jefe Queso. Neuronas cultivadas en una lámina. Lo mismo que han estado conectando dentro de la Red para las infecciones del muro cortafuegos.
—Sé lo que son, Ray. Sólo que no puedo creerlo.
—Bueno, créelo. Vendrán a por ti también, dales tiempo.
—Ya. Probablemente —Joel deja que cale—. Me pregunto cuándo.
Ray se encogió de hombros—. Has tenido algo de espacio para respirar. Toda aquella mierda volcánica impredecible, las cosas reventando debajo tuyo. Más repugnantes que volar un hover. Más difícil de que te remplacen.
Él mira hacia atrás, hacia el elevador y el escafo anidado en su barriga inferior.
—Aunque no tardará mucho.
Joel pilla un cuero de su bolsillo, un tríciclo con un rastreador de litio blando. Se lo ofrece sin una palabra.
Ray simplemente responde: —Gracias de todos modos. Quiero estar enfadado un rato, ¿sabes?
Y ahora, ocho días después, Ray Stericker se ha ido.
Había desaparecido tras su último turno, justo el día anterior. Joel había intentado rastrearlo, sacarlo a rastras, enfadarlo, pero no había sido capaz de encontrar al hombre en su puesto y Ray no estaba respondiendo a su reloj. Así que, aquí estaba Joel Kita, de vuelta al trabajo solo, salvo por su pasaje: cuatro personas muy raras en trajes negros y lentes blancas vacías que cubrían sus ojos. Todos tenían idénticos logos de AR planchados en los hombros, y etíquetas con sus apellidos impresos justo debajo. Al menos, los apellidos eran diferentes, aunque la diferencia parecía trivial: macho, hembra, grandes o pequeños, todos parecían variantes menores del mismo frabicante y modelo. Ah sí, el Mk-5 siempre era tan buen chico. Un poco callado, reservado. ¿Quién hubiera pensado...?
Joel había visto Rifters antes. Los había sacado de la Beebe en ferry un par de veces un mes atrás, más o menos, justo después de que terminara la construcción. Una de ellos le había parecido casi normal, había salido de su camino y bromeado como tratando de compensar el hecho de que parecía una zombi. Joel había olvidado su nombre.
El otro no había dicho ni una palabra.
Una de las pantallas tácticas del escafo avisó con un bip de un informe de progreso.
—El fondo se eleva de nuevo —avisó Joel a su espalda—. Tres mil quinientos. Casí hemos llegado.
—Gracias —dijo uno de ellos... Fischer, según la etiqueta en su hombro. El resto sólo se sentaba allí.
Se separó una compuerta presurizada de la cabina del escafo hasta el compartimento de pasajeros. Si la sellas puedes usar la cámara de popa como una esclusa de aire o incluso presurizarla para las inmersiones de saturación si no te importa la incomodidad de la descompresión. También basta con cerrar la compuerta si quieres un poco de privacidad, si no te gusta dejar la espalda expuesta a ciertos pasajeros. Es de mala educación, por supuesto. Joel trató pensar ociosamente en algunas disculpas sociales aceptables para estamparles ese gran disco de metal en la cara, pero se rindió tras unos pocos intentos.
Ahora, la compuerta dorsal...
la única que conducía hacia la cabina de control.
... estaba cerrada y le pareció mal. Usualmente la mantenían abierta hasta justo antes de descender. Ray y Joel cerraban aquella mierda durante todo el viaje, durara lo que durara... tres horas si ibas a Channer.
Ayer, sin avisar, Ray Stericker había dejado abierta la compuerta a los quince minutos de salir. No había dicho una palabra innecesaria en todo el tiempo, apenas había usado el intercom. Y hoy... bueno, hoy ya no había nadie con quien hablar.
Joel miró hacia las ventanas laterales exteriores. La piel del elevador le bloqueaba la vista justo unos centímetros en el otro lado. La tela metálica se estiraba por las costillas de fibra de carbono, una extensión gris succionada por el fuerte vacío hacia el interior de unos cuadrados cóncavos. El escafo viajaba dentro de un hueco ovalado en el centro del elevador. La única ventana no mostraba nada, salvo que la piel gris era lo único que había entre los pies de Joel. El océano estaba debajo a mucha distancia.
Aunque no muy lejos ahora. Podía oir los siseos y suspiros de las bolsas de lastre del elevador desinflándose sobre sus cabezas. Sonidos más fuertes, más distantes, crujían por el casco mientras los arcos eléctricos calentaban el aire interno de un par de bolsas desinfectadas. Aquello aún era territorio normal para el autopiloto, pero Ray solía hacerlo todo él mismo de todos modos. Si no fuera por la compuerta cerrada, Joel no habría podido notar la diferencia.
El Jefe Queso estaba haciendo un trabajo excelente.
En realidad, lo había visto algunos días antes durante un envío de un equipo submarino justo fuera del Puerto de Gray. Ray le había pegado a un botón y la parte superior de la caja se había deslizado como mercurio blanco, se había movido hacia el interior de una ranurita en el borde de la caja y revelado un panel transparente debajo.
Bajo ese panel, comprimido en un fluido claro, había una capa ondulada de pasta, demasiado gris para ser mozzarella. Rayas de vidrio marrón perforaban la pasta en filas paralelas.
—Se supone que no debo abrirlo de ese modo —había dicho Ray—. Pero que les den. Tampoco creo que sea del tipo fotosensible.
—¿Y que son esos trocitos marrones?
—Óxido de estaño e indio sobre vidrio. Un semiconductor.
—Jesús. ¿Y está funcionando ahora mismo?
—Incluso mientras hablamos.
—Jesús —había repetido Joel. Y luego: —Me pregunto cómo se programa algo así.
Ray se había burlado al oir eso: —No se programa. Se educa. Aprende mediante refuerzo positivo, como un maldito bebé.
Una repentina y suave alteración en la inercia. Joel regresó al presente. El elevador colgaba estable a cinco metros sobre las olas. Justo en el objetivo. Nada salvo océano vacío en la superficie, por supuesto. El transpondedor de la Beebe estaba a treinta metros por debajo en línea recta. Lo bastante hondo para entrar como en casa, demasiado profundo para que fuera una navegación peligrosa. O para servir como un puesto de paso a mitad de las aguas para los barcos charter que cazaban los legendarios monstruos marinos de Channer.
El queso imprimió una palabra en el tablero táctico del escafo: ¿Lanzar?
El dedo de Joel osciló sobre la tecla de OK, luego bajó. Los cerrojos de atraque se abrieron con un clank. El elevador soltó carrete bajando a Joel Kita y a su pasaje. La luz solar se filtró por las ventanas unos segundos mientras el escafo se balanceaba en su arnés. Una ola superficial batió en la ventana delantera.
El mundo se sacudió una vez, se inclinó hacia un lado y se volvió verde.
Joel abrió los tanques de lastre y miró por encima de su hombro.
—Bajamos, colegas. Es vuestro último vistazo a la luz del sol. Disfrutadla mientras podáis.
—Gracias —dijo Fischer.
Nadie más se movió.
Preadaptado.
Incluso ahora, en el fondo del Océano Pacífico, Fischer no sabe lo que Scanlon quiso decir con eso.
No se sentía preadaptado. No si aquello significaba que debía sentirse aquí como en casa. Ni siquiera le había hablado nadie durante el descenso. Tampoco nadie hablaba gran cosa con nadie, pero que no hablaran con Fisher parecía ser algo personal. Y uno de ellos, Brander... difícil de saber con las tapas oculares y demás, Fischer piensa que Brander no deja de mirarle, como si se conocieran de otro lugar. Brander parece maligno.
Aquí todo está a la vista: las tuberías, el montón de cables y los conductos de ventilación están todos sujetos al fuselaje a simple vista. Ya lo había visto en los vídeos antes de bajar, pero entonces daba la impresión de ser un lugar más brillante, lleno de luz y espejos. La pared que encaraba ahora, por ejemplo, debería ser un espejo, pero sólo es un compartimento metálico sin acabado y con un brillo satinado.
Fischer cambia su peso de un pie al otro. En un extremo del salón, Lubin se apoya en el pedestal de una librería mirando sin interés hacia ellos. Lubin sólo les ha dicho una cosa en los cinco minutos que llevan aquí:
—Clarke aún está afuera. Está volviendo.
Algo golpea bajo el suelo. Una mezcla de agua y nitrox burbujea en la cercanía. El sonido del balanceo de una compuerta abriéndose, el movimiento desde abajo.
Ella sube hasta el salón con gotas perlando sus hombros. Su inmersopiel la tizna de negro de cuello para abajo, es casi una silueta delgaducha, casi asexual. Lleva la capucha desatada, el pelo rubio se pega a su cráneo y enmarca la cara más pálida que Fischer ha visto nunca. Su boca es una ancha línea. Sus ojos, tapados como los suyos propios, son un vacío blanco en un rostro infantil.
Ella mira al grupo: Brander, Nakata, Caraco y Fischer. Le devuelven la mirada, esperando. Hay algo en la cara de Nakata, piensa Fischer, algo similar al reconocimiento, pero Lenie Clarke no parece notarlo.
No parece notar a ninguno de ellos, en realidad.
Ella se encoge de hombros.
—Estoy cambiando el sodio de la número dos. Un par de vosotros puede venir conmigo, supongo.
No parece humana exactamente. Aunque hay algo familiar en ella.
¿Qué piensas, Sombra? ¿La conozco?
Pero Sombra no habla.
Hay una calle donde ningún edificio tiene ventanas. Las farolas brillan con una enfermiza luz cobriza sobre masas de bivalvos gigantes y grandes cosas correosas marrones que emergen de mucosos cilindros grises (gusanos tubo, recuerda él: Fisuria jodidogeus, o algo así). Las chimeneas naturales se elevan aquí y allá sobre la multitud de invertebrados, pilares de basalto y silicio y azufre cristalizado. Siempre que Fischer visita la Garganta, piensa que tiene un serio problema de acné.
Lenie Clarke les guía en un vuelo descendente hasta la Calle Main: Fischer, Caraco, un par de calamares de carga y un remoto. Los generadores se alzan sobre ellos a ambos lados. Una cortina negra ondula, con ocasionales chispas, por la calle justo delante. Un banco de pececillos nada siguiendo los bordes de la nube de humo.
—Ese es el problema —zumba Lenie. Ella mira atrás hacia Fischer y Caraco—. Plumas de fango. Demasiado grandes para redirigirlas.
Ha dejado atrás ocho generadores y quedan seis delante ahogándose en cieno. Doble turno, incluso si traen a Lubin y a Brander.
Él confía en que no sea necesario. Brander no, al menos.
Lenie aletea hacia la pluma. Los calamares gimen suavemente detrás arrastrando sus herramientas. Fischer vira para seguirlos.
—¿No deberíamos comprobar los térmicos? —avisa Caraco—. O sea, ¿y si está caliente?
Él se ha estado preguntando lo mismo. Se ha estado cuestionando esas cosas desde que ha oído a Caraco y a Nakata comparar rumores sobre la fractura de Mendocino. Nakata había oído que fue a causa de un minisubmarino muy viejo con ventanas de plexiglás. Caraco había oído que eran de termocrilato. Nakata había dicho que quedó fundido dentro del centro de la zona de la dorsal. Caraco había dicho que no, que sólo se había estrellado en el fondo y una fumarola había soplado bajo él.
Aunque ambos coincidían en lo rápido que se habían fundido las ventanas. Incluso los esqueletos se habían convertido en cenizas. Lo que, de todos modos, no suponía mucha diferencia puesto que cada hueso de los cuerpos ya estaba aplastado por la presión ambiental.
Caraco tiene mucha razón según la opinión de Fischer, pero Lenie Clarke ni siquiera responde. Sólo se aleja aleteando hacia el interior de esa nube negra chispeante y desaparece. En el punto donde desaparece, el fango brilla de repente, un saludo fosforescente. Los peces se acumulan alrededor del brillo.
—A ella ni siquiera le importa, a veces —zumba Fischer en voz baja—. tanto si vive como si muere...
Caraco le mira por un momento, luego se impulsa hacia la pluma.
La voz de Clarke zumba desde la nube: —No hay mucho tiempo.
Caraco se hunde hacia la perturbada pared con una salpicadura de luz. Un nudo de peces... un par de ellos son bastante grandes ahora. Fischer ve...
Continúa, dice Sombra.
Algo se mueve.
Se da la vuelta. Durante un momento sólo existe la calle Main que se desvanece en la distancia.
Luego, algo grande y negro y... e inclinado aparece por detrás de uno de los generadores.
—Jesús.
Las piernas de Fischer se mueven con voluntad propia.
—¡Están llegando! —trata de gritar. El vocificador lo reduce a un graznido.
Estúpido.
Estúpido. Nos avisaron, los destellos atraen a los pececillos y los pececillos atraen a los grandes y no hemos vigilado si nos metemos por en medio.
La pluma está ahora justo delante suya. Un muro de sedimento, un río sobre el fondo del océano. Se entierra en ella. Algo le pellizca levemente en la cabeza.
Todo se torna negro con destellos ocasionales. Enciende la luz de su casco, el fluyente fango engulle el haz a medio metro de su cara.
Pero Clarke puede verlo: —Apágala.
—No puedo ver...
—Bien. Quizá ellos a ti tampoco.
Apaga su luz. En la oscuridad, tantea en busca de su porra de gas en la vaina de su pierna.
Caraco, desde la distancia: —Creí que eran ciegos...
—Algunos.
Y tienen otros sentidos en los que reparar. Fischer recorre la lista: olor, sonido, ondas de presión, campos bioeléctricos...
Nada vive de la visión aquí abajo. Es sólo una opción más.
Confía en que la pluma los bloquee más que la luz.
Pero mientras observa, la oscuridad se levanta. El sedimento negro se torna marrón, después casi gris. La tenue luz de las luces de inmersión de la calle Main consigue filtrase.
Son las tapas oculares, descubre él. La están compensado. Genial.
Aunque aún no puede ver muy lejos. Es como estar atrapado en turbia niebla.
—Recuerda —Clarke, muy cerca—. No son tan duros como parecen. Es posible que no hagan mucho daño.
Una pistola sónar tartamudea cerca.
—No recibo nada —zumba Caraco.
El sedimento se arremolina por todos lados. Fischer extiende el brazo y éste se desvanece a la altura del codo.
—Oh, mierda.
Caraco: —¿Estás...?
—Tengo algo en la pierna algo, Cristo es grande...
—Lenie —grita Fischer.
Un empujón por detrás. Un golpe en la nuca. Una sombra negra que gira desaparece en la suciedad.
Hey, eso no ha sido tan...
Algo se aferra a su pierna. Baja la mirada, fauces, dientes, una cabeza montruosa disipándose en la suciedad.
Oh Dios...
Aplasta la porra contra la piel escamosa. Algo gelatinoso cede. Un suave golpe. La carne se hincha, se rasga, burbujas explotan desde la herida.
Otra cosa lo atiza por detrás. Su pecho está en un torno. Él devuelve el golpe a ciegas. Fango y cenizas y sangre oscura ondulan hacia su cara.
Él aprieta a ciegas, se gira. Hay un diente roto en su mano, tan largo como la mitad de su antebrazo. Aprieta más fuerte y lo astilla. Lo deja caer, balancea la porra y la aplasta en el lateral de esa cosa.
Otra explosión de carne y CO2 comprimido.
La presión aumenta en su pecho. Lo que está agarrado a su pierna no se mueve. Fischer se deja hundir, desciende hasta la base de una chimenea de barita.
Nada carga contra él.
—¿Todos bien? —la monótona voz de Lenie. Fischer gruñe que sí.
—Gracias a Dios por la malnutrución —zumba Caraco—. Estaríamos jodidos si estos tipos consiguieran vitaminas alguna vez.
Fischer se agacha, inspecciona las fauces del monstruo muerto de su tibia. Desearía tener respiración que contener.
¿Sombra?
Aquí estoy.
¿Te ha parecido esa cosa lo que parecía?
No.
Esto no ha durado mucho.
Él se tumba en el fondo y trata de cerrar los ojos. No puede. La piel se extiende hasta la superficie de las tapas oculares, atrapa los párpados en pequeños cul-de-sacs. Lo siento, Sombra. Lo siento mucho.
Lo sé, dice ella. No pasa nada.
Lenie Clarke está de pie desnuda en el cubi médico vaporizando sobre los hematomas de su pierna. No, desnuda no, aún lleva las tapas puestas en los ojos. Lo único que Fischer puede ver es piel.
No es suficiente.
Un flujo de sangre le recorre el lateral del torso justo bajo la entrada de agua. Ella lo limpia, indiferente, y recarga la hipodérmica.
Sus pechos son pequeños, casi tetas adolescentes. Sin caderas. Su cuerpo es tan pálido como su cara, excepto por los hematomas y las recientes costuras rosáceas que acceden a sus implantes. Parece anoréxica.
Es la primera adulta que Fischer ha deseado nunca.
Ella alza la vista y le ve en el umbral.
—Desnúdate —le dice ella y vuelve al trabajo.
Él separa su piel y empieza a pelarse. Lenie termina con su pierna y se clava una ampolla en el corte lateral. La sangre se coagula como por arte de magia.
—Nos advirtieron sobre los peces —dice Fischer—, pero dijeron que eran muy frágiles. Dijeron que podíamos vencerlos sólo con las manos si hacía falta.
Lenie aplica un spray en el corte con una hipo y limpia el residuo.
—Tienes suerte de que te contaran tanto —Ella retira su túnica de inmersopiel de una percha y se desliza dentro de ella—. Mencionaron muy poco del gigantismo cuando nos enviaron aquí abajo.
—Eso es una estupidez. Deben haberlo sabido.
—Dicen que es el único cráter donde los peces se hacen grandes. Al menos que ellos hayan encontrado.
—¿Por qué? ¿Qué hay tan especial aquí?
Lenie se encoge de hombros.
Fischer se ha desnudado hasta la cintura. Lenie lo mira: —Las piernas también. Te mordió en la tibia, ¿verdad?
Él niega con la cabeza: —No importa.
Ella baja la vista. La inmersopiel de Fisher sólo tiene un par de centímetros de espesor, no esconde nada. Él siente cómo disminuye su erección bajo la mirada.
Los fríos ojos blancos de Lenie recorren su cuerpo hasta su cara. Fischer siente su rostro enrojecerse antes de recordar: ella no puede verle los ojos. Nadie puede.
Está casi a salvo aquí dentro.
—Los hematomas son el mayor problema —dice Lenie al final—. No perforan la inmersopiel muy a menudo, pero la fuerza del mordisco aún la atraviesa.
Ella pone la mano sobre su brazo, firme y profesional, sondeando los bordes de la herida de Fischer. Duele, pero a él no le importa.
Ella destapa un tubo de tira adhesiva anabólica: —Toma. Ponte esto.
El dolor se disipa al contacto. Su carne se calienta y cosquillea cuando se aplica el ungüento. Mueve la mano un poco asustado y toca el brazo de Lenie: —Gracias.
Ella se mueve fuera de alcance sin una palabra, agachándose para sellarse la piel de la pierna. Fischer observa cómo la piel se desliza subiendo por el cuerpo de Lenie. Parece casi viva. Parecen casi vivas, recuerda él. Las inmersopieles tienen esos reflejos, cambios en la permeabilidad y la conductividad térmica como respuesta a la temperatura corporal. Mantiene, ¿cuál es la palabra?, la homeoestasis.
Ahora observa cómo la piel devora el cuerpo de Lenie como una suave ameba negra, pero ella es visible debajo, hielo negro en vez de blanco, pero aún así, la más bella criatura que ha visto nunca. Ella está tan distante. Hay alguien dentro que le pide que lo mire...
... Márchate, Sombra...
... pero no puede evitarlo, casi puede tocarla. Ella se ha inclinado para sellarse las botas y las manos de él acarician el aire justo sobre ella: hombro, restos del perfil de su espalda curva, tan cerca que podría sentir el calor del cuerpo si esa estúpida piel no estuviera en medio, y...
Y ella se incorpora, chocando con su mano. Aparece su cara, algo arde tras sus tapas oculares. Él retira la mano, pero ya es demasiado tarde, el cuerpo de Lenie se ha puesto rígido y furioso.
Sólo la he tocado. No he hecho nada malo, sólo la he tocado...
Ella avanza un único paso: —No vuelvas a hacer eso —dice ella con voz tan llana que él se pregunta por un segundo cómo el vocificador ha podido funcionar fuera del agua.
—Yo no... hice...
—No me importa —dice ella—. No vuelvas a hacerlo.
Algo se mueve en una esquina del ojo de Fisher: —¿Problemas, Lenie? ¿Necesitas una mano —la voz de Brander.
Ella mueve la cabeza: —No.
—Vale, entonces —Brander suena decepcionado—... estaré escaleras arriba.
Otro movimiento. Suena, retrocede.
—Lo siento —dice Fischer.
—Ya —dice Lenie y pasa rozando a su lado al entrar en la cámara húmeda.
Nakata casi choca con ella en la base de la escalera. Clarke la mira, Nakata se echa a un lado, mostrando los dientes en una primitiva sonrisa de sumisión.
Brander está en el salón, curioseando sin interés en la biblioteca: —¿Estás...?
—Estoy bien —dice Lenie.
No lo está, pero casi. Esa ira no está ni próxima a la masa crítica, sólo es un reflejo, una chispa brotando fuera del reservorio principal. Decae exponencialmente con el tiempo.
Para cuando llega a su cubi, casi siente pena de Fischer.
No es culpa del hombre. Él no quería hacerle ningún daño.
Cierra la compuerta tras ella. Mira a su alrededor medio conmovida, buscando un objetivo, al final sólo se deja caer sobre su litera y se queda contemplando el techo.
Alguien raspa en el metal.
—¿Lenie?
Ella se levanta y empuja para abrir la compuerta.
—Hey, Lenie, creo que tengo un canal secundario estropeado en uno de los calamares. Me preguntaba si podías... —dice Caraco.
—Claro —asiente Clarke—. De acuerdo. Pero no ahora mismo, ¿vale?, um...
—Judy —dice Caraco sonando un poco ofendida.
—De acuerdo. Judy.
De hecho, Clarke no ha olvidado. Pero la Beebe está demasiado poblada estos días. Últimamente, Clarke ha aprendido a perder su nombre ocasional. Ayuda a mantener el trato cómodamente distante.
A veces.
—Discúlpame —dice ella y pasa rozando a Caraco—. Tengo que salir.
En algunos sitios, la dorsal es casi gentil.
Usualmente, el calor apuñala en los hirvientes pilares fangosos o rayos irregulares del líquido sobrecalentado. A trescientas atmósferas no hay manera de que se forme vapor, pero la distorsión térmica convierte el agua en una columna de contorsionantes prismas líquidos, más cálientes que el cristal fundido. Aunque no aquí. En este lugar único, anidado entre almohadas de lava, a salvo de los oídos impertinentes de la Beebe, el calor flota por el lodo como una suave brisa. La roca sedimentaria subyacente debe de ser porosa.
Ella viene aquí siempre que puede y se mantiene en el fondo para burlar el sónar de la Beebe. El resto aún no conoce este lugar, ella ha preferido mantenerlo en secreto. A veces viene aquí para observar la convección remover el fango en perezosos remolinos. A veces separa los sellos de su inmersopiel y se calienta la cara y brazos en el flujo a treinta grados.
A veces viene aquí sólo a dormir.
Se tumba en el inquieto fango, contemplando la negrura sobre ella.
Así es como cae uno dormido cuando no puedes cerrar los ojos, te quedas mirando la oscuridad y, cuando empiezas a ver cosas, sabes que estás soñando.
Ahora se ve a sí misma, la alta sacerdotisa de una nueva sociedad troglodita. La primera de todos, en profunda paz, mientras esas sucias manos de los Dryback aún operaban y daban forma a los demás. Ella es la madre fundadora, la guía que los más toscos recrutas siguen. Ellos bajan y ven que los ojos de Lenie siempre están tapados y van y hacen lo mismo.
Aunque ella sabe que no es cierto. La dorsal es la verdadera fuerza creativa aquí, una insensible presa hidráulica que les modela a todos en formas de su propia elección. Si el resto es como ella, se debe a que todos están comprimidos por el mismo molde.
Y no nos olvidemos de la AR. Si Ballard estaba en lo cierto, se habían asegurado de que no fuéramos demasiados con lo que empezar.
Hay todo tipo de diferencias superficiales, por supuesto. Un poco de diversidad racial. Una muestra de maltratadores, de víctimas, de varones y hembras igualmente representados...
Clarke tiene que reirse de ello. Cuenta con que la Gerencia mezcle un montón de disfuncionales sexuales y luego se asegure de que la proporción de géneros esté equilibrada. Qué detalle por su parte no abandonar a nadie.
Excepto por Ballard, por supuesto.
Al menos, aprenden de sus errores. Dormitando a tres mil metros, Lenie Clarke se pregunta cuál será su siguiente error.
Un dolor punzante repentino en los ojos. Ella intenta gritar, los implantes inteligentes sienten moverse la lengua y los labios, malinterpretan:
—Nnnnaaaaah...
Conoce la sensación. La ha tenido una o dos veces antes. Se hunde a ciegas hacia un destino aleatorio. El dolor de la cabeza salta de intenso a insoportable.
—Aaaaaa...
Se mueve hacia la dirección contraria. Un poco mejor. Enciende la luz del casco, pataleando tan rápido como puede. El mundo pasa de negro a marrón sólido. Visibilidad cero. Fango bulliendo por todos lados. Algo pasa cerca, oye las rocas quebrándose.
La luz de su casco alumbra la dorsal asomando, una fracción de segundo antes de chocar con ella. El impacto inclina su cráneo, recorre su espina como un pequeño terremoto. Hay un matiz diferente de dolor ahí arriba, mezclado con el calor en sus ojos. Tantea a ciegas por el obstáculo, continúa. Siente el cuerpo caliente...
Requiere mucho tiempo que el calor atraviese la inmersopiel, especialmente una de clase cuatro. Esas se construyen para soportar estrés térmico.
Las tapas oculares, por otro lado...
Negro.
El mundo es negro y está despejado de nuevo. La luz de Clarke perfora el espacio abierto, deja una huella oscilante en el lodo a unos buenos diez metros de distancia.
Pero la vista aún ondula.
El dolor parece remitir. No puede estar segura. Hay tantos nervios gritando duranto tanto tiempo que incluso los ecos son una tortura. Se agarra la cabeza, aún pataleando. El movimiento la gira para encarar el camino por donde ha venido.
Su escondite secreto ha explotado en un muro de fango y compuestos de azufre hirviendo hacia arriba desde el fondo del mar. Clarke comprueba su termistor: 45°C y a diez metros de distancia. Esqueletos de peces cocidos giran en las termales. Los géiseres sisean en el interior, invisibles.
El flujo debe de haber estallado a través de la corteza en un instante. Todo pez atrapado en esa erupción se habría cocido hasta el hueso antes de que algo más elaborado que la huida refleja pudiese impedirlo. Un temblor sacude el cuerpo de Clarke. Otro.
Sólo suerte. Sólo he tenido la estúpida suerte de estar lo bastante lejos. Podía estar muerta ahora mismo. Podía estar muerta podía estar muerta podía estar muerta...
Los nervios arden en su tórax. Ella se dobla. Pero no puede sollozar sin aire. No se puede llorar con los ojos forzosamente abiertos. Las rutinas están todas ahí, tartamudeando sobre si pasar a la acción tras años de letargo, pero las partes sobre las que operan han cambiado todas. El cuerpo entero despierta en una camisa de fuerza.
... muerta.
profundamente muerta...
Aquella pequeña parte remota de ella resurge, la parte que reserva para estas ocasiones. Cuestiona, lejos en la distancia, la intensidad de su reacción. No era ésta la primera vez que Lenie Clarke pensó que iba a morir.
Pero era la primera vez en años que parecía importarle.
Quitarse la inmersopiel es como destriparse a sí mismo.
No puede creer cuánto ha llegado a depender de ella, lo duro que es salir de dentro. Quitarse las tapas oculares es incluso peor. Fischer se sienta sobre su jergón, mirando la compuerta sellada mientras Sombra le susurra:
No pasa nada, estás solo, estás a salvo.
Pasa media hora antes de que pueda convencerse de lo que le dice.
Al final, cuando desnuda sus ojos, las luces del cubi son tan tenues que apenas puede ver. Las aumenta hasta que la habitación se ilumina a medias. Las tapas oculares se posan en la palma de su mano, pálidas y opacas en la semioscuridad, como los círculos gelatinosos de las cáscaras de huevo. Le resulta extraño parpadear sin ellas bajo los párpados. Se siente tan expuesto.
Aunque tiene que hacerlo. Es parte del proceso. De eso se trata todo: de abrirse uno mismo.
Lenie está en su cubi a escasos centímetros de distancia. Si no fuese por aquel fuselaje, Fischer podría extender la mano y tocarla.
Esto es lo que se hace cuando amas a alguien de verdad, decía Sombra en el pasado, igual que él lo dice ahora, a sí mismo. Por Sombra.
Pensando en Lenie.
A veces cree que Lenie es la única persona real en toda la dorsal. Los demás son robots. Ojos robóticos vidriosos, cuerpos robóticos negro mate tambaleándose hacia las rutinas programadas que no hacen más que mantener en funcionamiento otras máquinas mayores. Hasta sus nombres suenan mecánicos: Nakata, Caraco.
Aunque no Lenie. Hay alguien dentro de su inmersopiel, sus ojos pueden ser vidriosos, pero no son de cristal. Ella es real. Fischer sabe que puede tocarla.
Por supuesto, esa es la causa de que él siga metiéndose en problemas, sigue tocando. Pero Lenie sería diferente, ojalá pudiera hacer un avance significativo. Ella se parece más a Sombra que todas las demás. Aunque de mayor edad.
No mayor de lo que yo sería ahora, murmura Sombra y, quizá, sea por eso.
La boca de Fischer se mueve: Lo siento mucho, Lenie.
Pero no sale ningún sonido. Sombra no lo corrige.
Esto es lo que haces, diría ella y luego empezaría a llorar. Como llora Fischer ahora. Como siempre llora en el orgasmo.
El dolor le despierta un tiempo después. Él está encogido en su jergón y algo está cortándole la mejilla: un pedacito de cristal roto.
Un espejo.
Se queda mirándolo, confundido. Un trozo de cristal plateado con un extremo oscuro ensangrentado, como un dientecito. No hay espejo en su cubi.
Mueve el brazo y toca el fuselaje tras la almohada. Lenie está ahí, Lenie está justo al otro lado. Pero aquí, en su lado, hay una línea oscura, un borde de sombra que nunca ha notado antes. Sus ojos la siguen por el borde de la pared, un hueco de medio centímetro de ancho.
Aquí y allá aún hay pedacitos de vidrio dispersos en ese espacio.
Solía haber un espejo cubriendo el fuselaje entero, como en los vídeos de Scanlon. Y no lo habían retirado simplemente, a juzgar por los pequeños fragmentos que quedaban. Alguien lo había destrozado.
Lenie.
Ella recorrió la estación entera, antes de que todos los demás bajaran, y rompió todos los espejos. Él no sabía por qué estaba tan seguro, pero le parecía justo el tipo de cosas que Lenie haría cuando nadie miraba.
Quizá ella no quiera verse. Quizá sienta vergüenza.
Ve a hablar con ella, dice Sombra.
No puedo.
Sí que puedes, te ayudaré.
Él recoge la túnica de su inmersopiel. La desliza alrededor de su cuerpo, los bordes se fusionan siguiendo la línea media de su pecho. Pisa sobre las mangas y piernas tiradas sobre la cubierta, se agacha buscando las tapas oculares.
Déjalas ahí.
¡No!
Sí.
No puedo, me verá...
Eso es lo que quieres, ¿no?, ¿No es eso?
Ni siquiera le gusto, seguro que ella...
Déjalas. He dicho que te ayudaré.
Él se apoya en la compuerta sellada con los ojos cerrados, repirando rápida y sonoramente a sus oídos.
Vamos. Vamos.
El pasillo en el exterior es un profundo ocaso. Fischer se mueve por él hasta la compuerta cerrada de Lenie. La toca, con miedo de llamar.
Detrás de él, alguien le toca en el hombro.
—Ha salido —dice Brander.
Lleva la inmersopiel ajustada hasta el cuello, con los brazos y piernas completamente sellados. Sus ojos están vacíos y fríos y hay un tono casual en su voz, el mismo tono familiar con el que diría:
Sólo dame una escusa, capullo, haz sólo una cosa...
Quizá él también quiere a Lenie.
No lo enfades, dice Sombra.
Fischer traga saliva: —Sólo quería hablar con ella.
—Ha salido.
—Vale. Yo... pobraré más tarde.
Brander extiende el brazo y empuja la cara de Fischer con un pringoso dedo.
—Te has cortado —dice él.
—No es nada. Estoy bien.
—Qué lástima.
Fischer trata de pasar rodeando a Brander, derecho a su propio cubi. El pasillo los aproxima.
Brander aprieta los puños: —No se te ocurra tocarme.
—Yo no, sólo intento... quiero decir...
Fischer se queda en silencio, mira a su alrededor. No hay nadie más por ningún lado.
Deliberadamente, Brander se relaja.
—Y por amor de dios, ponte los ojos aquí dentro —dice él—. Nadie quiere ver aquí dentro.
Se gira y se marcha andando.
Dicen que Lubin duerme aquí fuera. Lenie también, a veces, pero Lubin no ha dormido en su litera desde que bajaron todos los demás. Apaga la luz de su casco, se aleja de la parte iluminada de la Garganta y nada le molesta. Fischer oyó a Nakata y Caraco hablando de ello en el último turno.
Empezaba a sonar como una buena idea. Cuanto menos tiempo pasara él en la Beebe estos días, mejor.
La estación es una tenue mancha distante brillando a la izquierda de Fischer. Brander está allí dentro. Empieza su trabajo dentro de tres horas. Fischer planea quedarse aquí fuera hasta entonces. No necesita estar dentro mucho tiempo. Ninguno de ellos lo necesita. Hay un desalinador conectado a su electrolizador por si tiene sed, y también un motón de palas y válvulas que hacen cosas en las que no quiere pensar, como cuando tiene que mear o plantar un pino.
Está sintiendo algo de hambre, pero puede esperar. Está a gusto aquí fuera mientras nada lo ataque.
Brander no quiere dejarlo a solas. Fischer no sabe lo que Brander tiene contra él.
Oh sí, lo sabes, dice Sombra.
... aunque él conoce esa mirada. Brander quiere que él meta la pata hasta el fondo.
El resto se mantiene fuera de ello, la mayor parte. Nakata, la nerviosa, se mantiene fuera del camino de todo el mundo. Caraco actúa como si no hubiera nada que a ella le importara menos que se cociera vivo en una fumarola. Lubin sólo se queda sentado mirando al suelo y quemándose a fuego lento. Incluso Brander lo deja en paz.
Y Lenie. Lenie es fría y distante como la cima de una montaña. No, Fischer no va recibir ayuda alguna de Brander. Cuando haya que elegir entre los monstruos de ahí fuera o los de dentro, será una apuesta fácil.
Caraco y Nakata están comprobando el casco de la estación. Sus voces distantes zumban distraídamente por las mandíbulas de Fischer. Él apaga su receptor y se acomoda tras una ladera de almohadas de basalto.
Más tarde, no consigue recordar cuándo ha quedado a la deriva.
—Escucha, chupapollas. Acabo de hacer dos turnos enteros porque no has venido a trabajar cuando debías. Luego, medio turno más para buscarte. Pensábamos que estabas en peligro. Asumímos que estabas en peligro. No me digas que...
Brander empuja a Fischer contra la pared.
—No me digas que —dice de nuevo—, ... no estabas en peligro, porque no vas a querer decirme eso.
Fischer mira alrededor de la sala de preparación. Nakata observa desde el compartimento opuesto, a punto de saltar como una gata. Lubin trastea por las taquillas de equipo, dándoles la espalda. Caraco pasa junto a ellos hacia la escalera.
—Carac...
Brander lo estampa fuertemente contra la pared.
Caraco, con su pie sobre el último peldaño, se gira y observa durante un rato. Una sonrisa pasa por su cara como un fantasma.
—A mí no me mires, Gerry, mi hombre. Este es tu problema —Se aleja escalando hacia arriba.
La voz de Brander sobrevuela a escasos centímetros de distancia. Lleva la capucha aún sellada, excepto por el cierre de la boca. Sus ojos parecen bolas de cristal transparente integradas en plástico negro. Él sujeta a Fisher con más fuerza.
—¿Qué me dices, chupapollas?
—Yo... siento...
Fischer tartamudea.
—Lo sientes —Brander mira sobre su hombro para incluir a Nakata en su chiste—. Lo siente.
Nakata se ríe, demasiado alto.
Lubin hace ruídos metálicos en la taquilla, aún ignorándolos a todos. La esclusa de aire empieza a girar.
—No me creo —dice Brander alzando la voz por encima del súbito gorgoteo—, que lo sientas lo suficiente.
La esclusa se balancea para abrirse. Lenie Clarke da un paso fuera con las aletas en una mano. Sus ojos vacíos barren la sala sin hacer pausa en Fischer. Lleva las aletas hasta el estante de secado sin decir ni una palabra.
Brander da un puñetazo a Fischer en el estómago. Fischer se dobla, jadeando. Su cabeza golpea la compuerta de la esclusa de aire. No puede recuperar el aliento. La cubierta le araña la mejilla. La bota de Brander casi está en contacto con su nariz.
—Hey —La voz de Lenie, distante, no particularmente interesada.
—Hey a tí, Lenie. Se lo ha buscado.
—Lo sé —Pasa un rato—. Aún así.
—Un pez víbora mordió a Judy cuando buscaba a Fisher. Podía haber muerto.
—Quizá —Lenie suena como si estuviera muy cansada—. ¿Y por qué no está Judy aquí?
—Yo estoy aquí —dice Brander.
El pulmón de Fischer vuelve a funcionar. Tragando aire, se impulsa contra el fuselaje para levantarse. Brander lo mira. Lubin ha regresado a la sala y se aparta a un lado. Observando.
Lenie permanece en el medio de la sala de preparación. Se encoge de hombros.
—¿Qué? —demanda Brander.
—No sé —Ella mira a Fischer con indiferencia—. Sólo la ha jodido. No pretendía hacer daño a nad...
Ella deja de hablar. Fischer tiene la sensación de que ella puede verlo directamente, a través del fuselaje, justo desde fuera del mismo abismo hasta descubrir algo que sólo ella puede ver. Sea lo que fuere, a ella no le gusta mucho.
—Ah, que le den —Ella se dirije hacia la escala—. No es asunto mío de todos modos.
Lenie, por favor...
Brander vuelve con Fischer mientras ella sube hasta perderse de vista. Fischer le devuelve la mirada a Brander. Pasan unos segundos interminables. El puño de Brander sobrevuela a media altura.
Golpea casi demasiado rápido para verlo. Fischer da vueltas, se choca en un conducto. Las luces revolotean por su ojo izquierdo. Las aparta parpadeando. Le duele todo.
Brander abre el puño.
—Lenie es demasiado amable —subraya Brander flexionando los dedos—. Personalmente, no me importa si querías hacer daño o no.
La Beebe está casi insonorizada como el interior de una cámara de eco.
Lenie Clarke se sienta en su litera y escucha las paredes. No puede oir ninguna palabra, pero un súbito impacto de carne contra metal fue bastante claro unos minutos atrás. Ahora se filtra desde el salón una conversación en voz baja.
El agua gorgotea en una tubería en alguna parte.
Lenie cree oír algo moverse escaleras abajo.
Apoya la oreja en una tubería al azar. Nada. Otra: un siseo de gas comprimido. Una tercera: el diminuto eco de lentas pisadas rascando la cubierta inferior. Tras un momento, un zumbido sordo vibra por la fontanería.
El escáner médico.
No es asunto mío. Es entre ellos. Brander tiene sus motivos y Fischer...
Él no pretende hacer ningún daño.
Fischer no es nada. Es un patético capullo retorcido, no es problema de nadie salvo de sí mismo. Es una verdadera lástima que saque de quicio a Brander de esa forma, pero la vida no garantiza que sea justa. Nadie sabe eso mejor que Lenie Clarke. Ella sabe cómo es. Recuerda los puños salir de la nada, el millón de cositas que ni siquiera sabes que has hecho mal hasta que es demasiado tarde. Nadie la ayudó. Ella se las arregló sola. El sexo funcionaba, a veces, como una táctica de distracción. Otras veces ella sólo podía salir corriendo.
Él no pretendía hacer daño a nadie.
Ella niega con la cabeza.
¡Bueno pues yo tampoco, joder!
El sonido se hunde antes de que lo haga el dolor. Un monótono golpe sólido, como el de un pez golpeando una luz de inmersión. La sangre rezuma de la piel rasgada de sus nudillos, casi negra a su visión filtrada. Las punzadas que siguen son una bienvenida distracción.
El fuselaje, por supuesto, está completamente ileso.
Por fuera, en el salón, la conversación se ha detenido. Clarke se sienta rígida sobre el jergón chupándose la mano herida. Después de un tiempo, las voces empiezan de nuevo.
Casi es hora de empezar el turno con Nakata y Brander. Clarke mira por su cubi, dudando. Hay algo que tiene que hacer antes de abrir la compuerta, algo importante, y no puede recordar lo que es. Sus ojos regresan una y otra vez a la misma pared buscando algo que no está.
El espejo. Por alguna razón, quiere ver su propio aspecto. Eso es extraño. No recuerda haberse sentido así desde... bueno, desde hacía mucho tiempo. Pero no importa. Se quedará aquí sentada hasta que la sensación desaparezca. No tiene que salir fuera, ni siquiera tiene que ponerse de pie hasta que se sienta normal otra vez.
Ante la duda, permanece fuera de vista.
—¿Alice?
La compuerta está cerrada. No hay respuesta.
—Está ahí dentro —Brander está al final del pasillo, tiene el salón a su espalda—. No hace más de diez minutos que ha entrado.
Clarke llama otra vez, más fuerte—. ¿Alice? Es casi la hora.
Brander gira sobre sus talones. —Iré a coger nuestras cosas.... y desaparece de la vista.
Las compuertas de la Beebe no se bloquean por motivos de seguridad. Aún así, Clarke duda. Sabe cómo se sentiría si alguien entrara en su espacio privado sin ser invitado.
Pero dijo que estaba preparada para otro turno. Y yo llamé a la puerta...
Gira la válvula circular del centro de la compuerta. El sello mimetizado en los bordes se relaja y retrocede. Clarke tira de la compuerta para abrirla, espía el interior.
Alice Nakata yace en su litera con los ojos cerrados, la inmersopiel parcialmente pelada. Las guías que salen de los puntos de inserción en su cara y muñecas cuelgan alejándose de una lúcida soñadora hasta el estante junto a la cama.
¿Se pone a dormir diez minutos antes de que empiece su turno? Eso no tiene sentido. Además, Nakata acababa de estar escaleras abajo con todos los demás. Con Fischer. ¿Cómo podía alguien caer dormido después de eso?
Clarke se acerca unos pasos, estudia las lecturas del dispositivo. El REM inducido está al máximo y la alarma desactivada. Nakata se habría quedado dormida en segundos. Demonios, con esa configuración, se habría quedado dormida hasta en medio de una violación múltiple.
Lenie Clarke asiente con aprobación. Buen truco.
Reluctante, toca el botón de despertar. El sueño se disipa de la cara de Nakata, su expresión cambia abruptamente. Unos ojos asiáticos pestañean, se abren del todo, oscuros.
Clarke da un paso atrás, sobresaltada. Alice Nakata se ha quitado las tapas oculares.
—Hora de ponerse en marcha, Alice —dice ella en voz baja—. Siento despertarte...
Ella también lo siente. Lenie nunca ha visto la sonrisa de Nakata antes. Habría estado bien si esa sonrisa pudiera haber durado.
Brander está sellando un sensor de banda ancha en su compartimento cuando Clarke se deja caer por el salón.
—Se reunirá con nosotros —le dice ella y se gira hacia el estante de secado en busca de sus aletas.
Justo delante de ella, la compuerta médica está sellada. Ningún sonido, humano o mecánico, se filtra desde el interior.
—Oh, claro. Ese aún está ahí dentro —Brander alza la voz una fracción—. También es maldita la suerte, mientras estoy cerca.
—Él no pret...
—¡Cierra el pico! ¡Cierra el jodido pico!
—¿Lenie?
Ella se gira para ver la mano de Brander alejándose. Brander es más propenso a tocar de lo que parece, a veces casi se le olvida cuando está cerca de ella.
Pero no pasa nada. Él tampoco quiere hacer daño.
—Nada —dice Clarke recogiendo sus aletas.
Brander carga el sensor sobre la esclusa de aire, lo deja dentro junto algunos otros aperos y ambos realizan todos los pasos del ciclo. Gorgoteos y golpes metálicos acompañan su paso hacia el abismo.
—¿Es...?
Él la mira, su cara enmarca una pregunta en torno a unos ojos vacíos.
—¿Qué tienes en contra de Fischer —dice ella casi susurrando.
Sabes exactamente lo que él tiene en contra Fischer. No es asunto tuyo. Quédate al margen.
La cara de Brander se endurece como cemento armado.
—Es un jodido monstruo. Se aprovecha de niños pequeños.
Lo sé. —¿Quién lo dice?
—No hace falta que lo diga nadie. Puedo ver venir a los de su clase a diez metros de distancia.
—Si tú lo dices —Clarke escucha su propia voz. Fría. Distante, casi aburrida. Bien.
—Me mira de forma rara. Demonios, ¿has visto la forma en que te mira a tí? —El metal golpea el metal—. Si se le ocurre tocarme voy a matarlo.
—Ya. Bueno, eso sería mucho esfuerzo. Él sólo se queda sentado ahí y acepta todo lo que le sirves, ¿sabes?, es tan... pasivo...
Brander se burla: —¿Y tú por qué te preocupas? Te repele tanto como al resto de nosotros. Vi lo que pasó en el cubi médico la semana pasada.
La compuerta sisea. Una luz verde destella de pronto en un lateral.
—No lo sé. —dice Lenie—. Supongo que tienes razón. Sé lo que él es.
Brander balancea la compuerta para abrirla y pasa adentro. Clarke sujeta el borde de la compuerta.
—Aunque hay algo más —dice ella casi para sí misma—. Algo... falta. Él no encaja.
—Ninguno de nosotros encaja —gruñe Brander—. De eso trata todo el jodido asunto.
Ella cierra la compuerta. Hay suficiente espacio para los dos ahí dentro... los otros Rifters generalmente salen en pares... pero ella prefiere salir sola. Es un pequeño detalle sobre el que nadie hace comentarios.
No es culpa de él. Ni de Brander, ni de Fischer. Ni de papá. Ni mía.
No es la jodida culpa de nadie.
La esclusa de aire se descarga a su lado.
El fondo marino está brillando. Las grietas en la roca ondulan formando tonos anaranjados, como carbones calientes, y él sabe que es por el calor. Las volutas escaldadas le dan calor incluso a través de su inmersopiel, su termistor salta cada vez que la corriente se mueve. Pero hay lugares aquí donde las rocas brillan en verde y otros donde brillan de azul. No sabe si gracias a la biología o a la geoquímica. Lo único que sabe es que es hermoso. Es una ciudad desde lo alto, de noche. Es un vídeo de las luces del norte que vió una vez, sólo que más brillantes y nítidas, es un pausado fuego de esmeraldas.
En cierto modo, casi se lo agradece a Brander. Si no hubiera sido por Brander no habría llegado a este lugar. Seguiría sentado en la Beebe con los demás, enganchado a la biblioteca o escondido en su cubi, seco y a salvo.
Pero la Beebe no es refugio con Brander dentro. La Beebe es un guante. Así que, hoy Fischer se mantiene alejado cuando termina su turno. Se arrastra por el suelo oceánico para explorar. Ahora, en algún lugar alejado de la Garganta, descubre el verdadero santuario.
No te quedes dormido, dice Sombra. Si faltas a tu turno de nuevo, le darás una escusa.
¿Y qué? Ese no me encontrará aquí fuera.
No puedes quedarte fuera para siempre. Tienes que comer en algún momento.
Lo sé, lo sé. Cállate.
Él es la única persona que ha visto este lugar. ¿Por cuánto tiempo ha permanecido aquí? ¿Cuántos millones de años ha estado brillando pacíficamente en la noche este pequeño oasis, un universo de bolsillo todo para sí mismo?
A Lenie le gustaría estar aquí fuera, dice Sombra.
Sí.
Un granadero pasa a la vista a medio metro por encima, su lado inferior es un mosaico de color reflejado. Pasa una vez desordenando el entorno, violentas sacudidas recorren la longitud de su cuerpo. El agua a su alrededor riela por la distorsión térmica. El pez gira inclinado con la cola hacia abajo al paso por la pequeña erupción. Su cuerpo se torna blanco en segundos, empieza a freirse por los bordes.
Cuatrocientos gados centígados: esa es la mayor temperatura registrada en los rezumaderos calientes de la dorsal de Juan de Fuca. Fischer recuerda el cociente térmico del copolímero de la inmersopiel.
Uno a cincuenta.
Rema un poco hacia arriba de la columna de agua, sólo por si acaso. Tan pronto como se despeja la confusión del fondo, siente en sus entrañas el leve toque regular del sónar de la Beebe.
Eso es extraño. A esta distancia no debería ser capaz de sentir la señal, no a menos que la hubieran aumentado considerablemente. Y no harían eso a menos que...
Comprueba la hora.
Oh, no. Otra vez no.
Para cuando regresa a la Garganta, ellos ya están a medio camino del número cuatro. Abren un espacio en la fila para él. Lenie no quiere oir sus disculpas. No quiere hablar con él en absoluto. Eso le duele, pero Fischer no puede culparla realmente. Quizá pueda compensarla pronto. Quizá pueda llevarla al mirador.
No es el turno de Brander, gracias a Dios. Ese está de vuelta en la Beebe. Pero Fischer empieza a tener hambre de nuevo.
Quizá Brander está en su cubi. Quizá pueda comer e irme a dormir. Quizá...
Está sentado justo ahí, totalmente solo en el salón, mirando hacia arriba buscando su comida tan pronto como Fischer sube al interior de la sala.
No lo enfades.
Demasiado tarde. Siempre está enfadado.
—Yo... pensé que podríamos aclarar algunas cosas —intenta él.
—Que te den.
Fischer llega hasta la mesa del comedor, retira una silla.
—Ni te molestes —dice Brander.
—Mira, este lugar ya es bastante pequeño como es. Tenemos que intentar, al menos, llevarnos bien, ¿sabes? Quiero decir, eso es agresión. Es ilegal.
—Pues arréstame.
—Quizá no estés enfadado conmigo en realidad —Fischer hace una pausa durante un momento, sorprendido. Quizá sea eso—. Quizá estás mezclándome con alguien...
Brander se pone de pie.
Fischer le presiona: —Quizá alguien te hizo algo, una vez, y...
Brander llega rodeando la mesa con mucha deliberación.
—No te he mezclado con nadie. Sé exactamente lo que eres.
—¡No, no lo sabes, nunca nos hemos visto antes hasta hace un par de semanas —Por supuesto, eso era. ¡No soy yo en realidad, es otro! —Lo que te haya pasado...
—No es de tu jodida incumbencia y si dices una palabra más te mataré.
Hora de irse, declara Sombra. Salgamos, esto sólo empeora las cosas.
Pero Fisher mantiene su posición. Todo se vuelve claro de repente: —No fui yo —dice tranquilamente—. Lo que te pasó... lo siento. Pero no fui yo. Tú sabes que es así.
Durante un momento cree que podría estar abriéndole los ojos de verdad. La cara de Brander se relaja un poco, los nudos de su carne y cejas se tensan un poco en torno a esos ojos blancos y Fischer casi puede ver que la cara porta algo distinto a la rabia.
Pero entonces, siente que algo se mueve, es su propio brazo extendiéndose hacia Sombra.
No, lo vas a estropear todo.
Pero Sombra no está escuchando, está gimiendo en voz baja: No lo enfades, no lo enfades, no lo enfades...
Esto es lo que vas a hacer.
El gruñido empieza en voz baja en la garganta de Brander, aumentando, como una ola distante empujada cada vez más alto fuera del mar mientras corre en dirección a la orilla.
—¡... no se te ocurra TOCARME!
Y nada se oscurece con tanta rapidez.
Aguijonea al principio. Luego siente sangre coagulada irrumpir alrededor de su párpado. Ve una línea borrosa de luz roja. Trata de llevarse la mano hasta la cara. Duele.
Algo frío y húmedo, sedante. Aparecen más coágulos.
—Nñnn...
Alguien le está pinchando los ojos. Él trata de luchar, pero lo único que puede hacer es mover la cabeza débilmente de lado a lado. Eso duele aún más.
—No te muevas —La voz de Lenie—. Tu tapa ocular derecha está dañada. Podría estar arañando la córnea.
Él cede. Los dedos de Lenie presionan entre unas tapas tan mullidas como almohadas. Siente una súbita presión en su glóbulo ocular, el tirón de succión.
Un sonido succionador y la sensación de bordes irregulares siendo arrastrados por sus pupilas.
El mundo se vuelve oscuro.
—Aguanta —dice Lenie—. Encenderé las luces.
Aún hay un tinte rojizo sobre todo; pero, al menos, puede ver.
Está en su cubi. Lenie Clarke se inclina sobre él con un pedazo de membrana húmeda y brillante en una mano.
—Has tenido suerte. Te habría rasgado las costocondrales si tus implantes no se hubieran empaquetado tras ellas —Ella tira la tapa destrozada fuera de la vista y recoge un cartucho de piel líquida—. Tal como está, sólo te ha roto un par de costillas. Muchos hematomas. Contusiones leves, quizá, pero tendrás que ir al cubi médico para estar seguro. Oh, y estoy bastante segura de que te ha roto el hueso del pómulo también.
Ella lo dice como leyera la lista de la compra.
—¿Por qué no...—Sal caliente inunda su boca. Su lengua explora con atención: los dientes aún están intactos, al menos.—... estoy en el cubi médico, ahora?
—Habría sido peor bajarte por la escala. Brander no iba a ayudar. Todos los demás están fuera —Ella rocía una espuma por su bícep que tira de su piel hasta que la seca.
—Tampoco es que los demás fueran a ayudar —añade ella.
—Gracias.
—Yo no hice nada. Sólo te arrastré hasta aquí, básicamente.
Quiere tocarla desesperadamente.
—¿Qué pasa contigo, Fischer? —pregunta ella tras un rato—. ¿Por qué nunca te defiendes?
—No funcionaría.
—¿Bromeas? ¿Sabes lo grande que eres? Podrías destrozar a Brander sólo poniéndote de pie encima.
—Sombra dice que eso sólo empeora las cosas. Si peleas, sólo los enfadas más.
—¿Sombra? —dice Lenie.
—¿Qué?
—Has dicho...
—No he dicho nada...
Ella le observa un rato.
—Vale —dice ella al final. Se levanta.—Llamaré arriba y pediré a alguien de remplazo.
—No. Está bien.
—Estás herido, Fischer.
Los tutoriales médicos le susurran dentro de su cabeza: —Tenemos cosas escaleras abajo.
—Aún así, no serás capaz de trabajar durante una semana. Es más del doble de lo que tardarás en curarte del todo.
—Han planificado los accidentes. Cuando programaron la agenda.
—¿Y cómo vas a mantenerte lejos de Brander hasta entonces?
—Estaré más tiempo fuera —dice él—. Por favor, Lenie.
Ella niega con la cabeza: —Estás chiflado, Fischer —Se gira hacia la compuerta, la abre—. No es asunto mío, por supuesto. Es que no creo que...
Se da la vuelta para mirarle.
—¿Te gusta estar aquí abajo? —pregunta ella.
—¿Qué?
—¿Te satisface, estar aquí abajo?
Debería parecerle una pregunta estúpida. Especialmente ahora. Pero no se lo parece.
—Más o menos —dice él al final, pensándolo realmente por primera vez.
Ella asiente: —El subidón de dopamina.
—¿Dopa...?
—Dicen que te enganchas a ella. Al estar aquí abajo. Al asustarte, supongo —Sonríe levemente—. Al menos, eso es lo que se rumorea.
Fischer piensa en ello: —Tampoco es que me satisfaga mucho. Es más como si... me acostumbrara a ello, ¿sabes?
—Ya —Ella se gira y empuja la compuerta para abrirla—. Seguro.
Hay una mantis religiosa de un metro de largo, toda negra con acabado de cromo, colgando bocabajo del techo del cubi médico. Ha estado durmiendo ahí arriba desde que Fischer ha entrado por primera vez. Ahora sobrevuela su cara con sus brazos raspando y sonando como locos palillos chinos articulados. De vez en cuando, uno de sus sensores se ilumina en rojo y Fischer puede oler el aroma de su propia carne cauterizada. Le molesta un poco. Lo que es aún peor es que no puede mover la cabeza. El campo de neuroinducción de la mesa médica lo tiene paralizado de cuello para arriba. Se pregunta lo que ocurriría si el enfoque se deslizara, si esa emisión de energía termina apuntando a sus pulmones. A su corazón.
La mantis se detiene a mitad del movimiento, sus antenas vibran. Se queda quieta por unos segundos.
—Hola, er... Gerry, ¿verdad? —dice al final—. Soy la Dra. Troyka.
Suena como una mujer.
—¿Cómo estamos por aquí abajo? —Fischer trata de responder, pero su cabeza y cuello aún es carne muerta—. No, no intentes responder —dice la mantis—. Pregunta retórica. Estoy comprobando las lecturas ahora.
Fischer recuerda: el equipo médico no siempre puede hacerlo todo por sí sólo. A veces, cuando las cosas se complican demasiado, llama arriba en busca de respaldo humano.
—Guao —dice la mantis—. ¿Qué te ha pasado? No, no respondas a esto tampoco. No quiero saberlo.
Un brazo accesorio surge como un resorte a la vista y pasa adelante y atrás por la línea de visión de Fischer.
—Voy a tener que anular el campo de emisión durante un rato. Podría hacerte un poco de daño. Trata de no moverte cuando ocurra, excepto para responder mis preguntas.
El dolor inunda la cara de Fischer. No es demasiado. Familiar, incluso. Siente que los párpados le raspan y tiene la lengua seca. Trata de pestañear. Cierra la boca y frota la lengua contra las mejillas hinchadas. Mejor.
—Supongo que no quieres volver arriba —pregunta la Dra. Troyka desde cientos de kilómetros de distancia—. Esas heridas son lo bastante graves para garantizar una rellamada.
Fischer niega con la cabeza: —Estoy bien. Puedo quedarme aquí.
—Ajá —La mantis no parece sorprendida—. Llevo oyendo eso bastante a menudo últimamente. Vale, voy a juntarte el hueso del pómulo y te instalaré una batería bajo la piel. Justo debajo del ojo derecho. Basicamente, hará que tus células óseas entren en sobrecarga, acelerando el proceso de curación. Sólo es un par de milímetros, sentirás que tienes una especie de grano endurecido. Puede que pique. Cuando te hayas curado, puedes sacarla apretando como si fuera un grano. ¿Vale?
—Vale.
—De acuerdo, Gerry. Voy a reconectar el campo y a ponerme a trabajar —La mantis se estremece de anticipación.
Fischer levanta una mano: —Espera.
—¿Qué pasa, Gerry?
—¿Qué... qué hora es, allí arriba? —pregunta él.
—Son, oh, las cinco y diez. A plena luz del día del Pacífico. ¿Por qué?
—Es temprano.
—Seguro.
—Supongo que te he despertado —dice Fischer—. Lo siento.
—Tonterías —Los dígitos en el extremo del brazo mecánico oscilan ausentemente—. Llevo levantada desde hace horas. Turno de noche.
—¿Por la noche?
—Estamos trabajando a límite de tiempo, Gerry. Hay un montón de estaciones geotérmicas ahí fuera, ¿sabes? Nos... mantenéis bastante ocupados, por norma.
—Oh —dice Fischer—. Perdón.
—Olvídalo. Es mi trabajo.
Hay un zumbido en alguna parte de su nuca. Por un momento, Fischer siente los músculos de su cara quedarse laxos. Luego, todo se queda insensible y la mantis cae abalanzándose sobre él como un depredador.
Es lo bastante listo como para no abrirse del todo en el exterior.
No te mata, no de inmediato. Pero el agua de mar es mucho más salada que la sangre. Deja que entre y la osmosis absorberá el agua de las células epiteliales, las conviertirá en grumitos viscosos. Los riñones de los Rifters se han modificado para acelerar la reclamación de agua cuando eso ocurre, pero no es una solución a largo plazo y pasa factura. Los órganos se deterioran antes, la orina se torna aceite. Es mejor mantenerse sellado. Si tus órganos internos se empapan de agua de mar durante demasiado tiempo, se corrompen, con implantes o sin ellos.
Pero ese es otro de los problemas de Fischer. Nunca ve las cosas a largo plazo.
El sello facial es una única macromolécula de cincuenta centímetros de longitud. Envuelve la línea de la mandíbula como los dos lados de una cremallera, con cadenas laterales hidrofóbicas por dientes. Una pequeña cuchilla en el índice del guante izquierdo de Fischer puede separarla. Recorre el sello y la piel se abre limpiamente alrededor de su boca.
No siente gran cosa al principio. Medio esperaba que el océano se cargara dentro de su nariz y le quemara las nasales, pero claro, todas las cavidades de su cuerpo ya están comprimidas con sales isotónicas. El único cambio inmediato es que se le enfría la cara, sedando un poco el dolor crónico de la carne rasgada. Pulsos de dolor más profundo bajo cada ojo, donde los cables de la Dra. Troyka sujetan los huesos de su cara, cosquilleos de microelectricidad a lo largo de esas líneas, presionadas por los osteoblastos constructores de huesos en equipo de alta tecnología.
Tras un par de minutos, intenta hacer gárgaras, no funciona, así que se conforma con boquear como un pez y oscilar la lengua. Eso funciona. Saborea por primera vez el océano en bruto, áspero y más salado que lo que le bombea por dentro.
Sobre el fondo marino frente a él, un banco de gambas ciegas se alimenta en la corriente de una fosa cercana. Fischer puede ver a través de ellas. Son cono pedacitos de vidrio con glóbulos de órganos ondulando en su interior.
Debe de haber pasado catorce horas desde la última comida, pero no hay maldito modo de volver a la Beebe con Brander aún dentro. La última vez que lo intentó, Brander estaba montando guardia en el salón, esperándole.
Qué demonios. Sólo es como el krill. La gente come esto a todas horas.
Tienen un sabor extraño. La boca de Fischer queda insensible por el frío, pero aún hay una vaga sensación de huevos podridos, diluida y apenas detectable. Aunque, a parte de eso, no está mal. Mejor que Brander, de lejos.
Cuando empiezan las convulsiones quince minutos después, ya no está tan seguro.
—So mierdecilla —dice Lenie. Fischer se cuelga de la barandilla, mira por el salón—. ¿Dónde...?
—En la Garganta. En el turno con Lubin y Caraco.
Él llega hasta el sofá.
—No te he visto desde hace tiempo —remarca Lenie—. ¿Cómo está tu cara?
Fischer entorna los ojos con un espasmo de náusea. Lenie Clarke, en realidad, está dándole conversación. Ella nunca ha hecho eso antes. Aún trata de averiguar por qué se le encoge el estómago de nuevo y se echa sobre el suelo. Por ahora, no sale nada, salvo unas pocas babas de fluido ácido.
Sus ojos siguen las tuberías que recorren el techo. Tras un rato, la cara de Lenie bloquea la vista, mirando hacia abajo desde gran altura.
—¿Qué te pasa? —Ella parece preguntar por ociosa curiosidad, nada más.
—Comí algunas gambas —dice él y da otra arcada.
—¿Comiste... de ahí fuera? —Ella se dobla y tira de él para levantarlo.
Sus brazos se arrastran sobre la cubierta siguiendo el cuerpo. Algo duro golpea su cabeza: la barandilla que rodea la escala.
—Joder —dice Lenie.
Él está en el suelo otra vez, solo. Unas pisadas retroceden. Mareo. Algo le presiona el cuello, le pincha con un suave siseo.
Se le despeja la cabeza casi al instante.
Lenie está inclinándose sobre él, más cerca de lo que nunca ha estado. Nunca lo ha tocado, ella tiene una mano sobre su hombro. Él se queda mirando esa mano, sintiendo una estúpida clase de maravilla, pero luego ella la retira.
Está sujetando una hipodérmica. El estómago de Fischer empieza a calmarse.
—¿Por qué... —dice ella en voz baja— ... hiciste algo tan estúpido como eso?
—Tenía hambre.
—¿Qué tenía de malo el dispensador?
Él no responde.
—Oh —dice Lenie—. De acuerdo.
Se levanta y saca de golpe el cartucho usado de la hipodérmica: —Esto no puede seguir así, Fischer. Ya lo sabes.
—No me ha molestado en dos semanas.
—No te ha visto en dos semanas. Sólo entras cuando él está de turno. Y faltas a tus propios turnos cada vez más a menudo. Eso no te hace muy popular entre nostros —Ella inclina la cabeza cuando la Beebe cruje en torno a ellos—. ¿Por qué no llamas para que te saquen y te lleven a casa?
Porque le hago cosas a los niños y si salgo de aquí me abrirán el cuerpo y me convertirán en otra cosa...
Porque hay cosas fuera que casi hacen que valga la pena...
Porque tú estás aquí...
No sabe si ella entendería ninguna de esas razones. Decide no arriesgarse.
—Quizá tú puedas hablar con él —consigue responder.
Lenie suspira: —No querría escucharme.
—Quizá si lo intentaras, al menos...
Su rostro se endurece: —Lo intenté. Yo...
Se contiene.
—No puedo involucrarme —susurra ella—. No es asunto mío.
Fischer cierra los ojos. Siente como si fuera a llorar.
—Nunca abandonará. Me odia de verdad.
—A ti no. Tú sólo... llenas el vacío.
—¿Por qué nos han puesto juntos? ¡No tiene sentido!
—Claro que lo tiene. Estadística.
Fischer abre los ojos: —¿Qué?
Lenie se pasa una mano por la cara. Parece muy cansada.
—No somos personas aquí, Fischer. Somos una nube de puntos de datos. No importa lo que te ocurra a ti o a mí o a Brander, mientras la media siga donde se supone que debe y la desviación estándar no aumente demasiado.
Díselo, dice Sombra.
—Lenie...
—De todos modos —Lenie se encoge de hombros para cambiar de humor—, estás chiflado por comer algo cerca de una zona de dorsal. ¿No aprendiste nada sobre el sulfuro de hidrógeno?
Él asiente: —Entrenamiento básico. Las dorsales lo escupen.
—Y se acumulan en los bentos. Es tóxico. Cosa que supongo que ya has descubierto.
Ella empieza a descender la escala, se detiene en el segundo peldaño.
—Si quieres sentirte como un nativo, prueba a alimentarte lejos de la dorsal. O busca los peces.
—¿Los peces?
—Se mueven más por los alrededores. No pasan todo su tiempo empapándose en las fuentes termales. Quizá sean seguros.
—Los peces —repite él. No había pensado en ello.
—Dije quizá.
Sombra, lo siento mucho...
Shhh. Sólo mira qué bonitas luces.
Y él las mira. Conoce este lugar. Está en el fondo del Océano Pacífico. Ha vuelto al país de las hadas. Piensa venir muy a menudo ahora, observa las luces y las burbujas, escucha el triturado de las rocas profundas, unas contras otras.
Quizá se quede esta vez y observe cómo funciona todo, pero luego recuerda que se suponía que debía estar en otro sitio. Espera, pero no se le ocurre nada específico. Sólo la sensación de que debería estar haciendo algo en alguna otra parte. Pronto.
Se hace difícil permanecer aquí, de todos modos. Hay un leve dolor pasando el rato en alguna parte de su cuerpo superior, entrando y saliendo. Tras un rato, percibe lo que es. Le duele la cara.
Quizá esta hermosa luz le daña los ojos.
No puede ser cierto. Sus tapas deberían de cuidar de todo eso. Quizá no funcionan. Le parece recordar algo que le pasó en los ojos un tiempo atrás, pero no importa, realmente. Siempre puede marcharse. Súbitamente, maravillosamente, hay respuestas sencillas para todos sus problemas.
Si la luz le hace daño, lo único que tiene que hacer es permanecer en la oscuridad.
—Ey —zumba Caraco cuando llegan a la esquina—. El número cuatro.
Clarke mira. El cuatro está a quince metros de distancia y el agua está un poco turbia en este turno. Aún así, consigue ver algo grande y oscuro cerca de la entrada de ventilación. Su sombra se balancea por el casco como una araña negra absurdamente alargada.
Clarke aletea hacia adelante unos metros, Caraco va a su lado. Las dos mujeres intercambian miradas.
Fischer está colgado bocabajo pegado a la malla. Llevan cuatro días sin verlo.
Clarke posa su bolsa de carga suavemente, Caraco la sigue. Dos o tres aleteos las llevan a cinco metros de la entrada. La maquinaria vibra omnipresentemente, emite un sonido lo bastante grave para sentirlo.
Él les da la espalda, vagando de lado a lado, sujeto por la suave succión de la entrada de ventilación. La rejilla de ventilación está enmarañada con crecientes cosas enraizadas, pequeños moluscos, gusanos de tubo, cangrejos sombra. Fischer toma pedazos retorcidos de la entrada y los deja flotar o caer sobre la calle de abajo. Ha limpiado, quizá, dos metros cuadrados hasta ahora.
Es agradable ver que aún se toma en serio algunas tareas.
—Ey, Fischer —dice Caraco.
Él se da la vuelta como si le hubieran pinchado. Su antebrazo sale como un látigo hacia la cara de Clarke y ella levanta el suyo justo a tiempo. En el instante siguiente él ha pasado al lado de ella a toda velocidad. Ella aletea, cambia de dirección. Fischer se dirije hacia la oscuridad sin mirar atrás.
—Fischer —llama Clarke—. Para. No pasa nada.
Él deja de aletear durante un momento, mira atrás sobre su hombro.
—Soy yo —zumba ella—. Y Judy. No te haremos daño.
Apenas visible ahora, él rota hasta pararase y las encara. Clarke arriesga un saludo.
—Vamos, Fischer. Échanos una mano.
Caraco aparece tras ella: —Lenie, ¿qué estás haciendo? —Ha reducido su vocificador hasta un siseo—. Está demasiado ido, está...
Clarke reduce su propio vocificador: —Calla, Judy —Lo aumenta otra vez—. ¿Qué me dices, Fischer? Gánate el sueldo.
Él empieza a regresar hacia la luz, dudoso, como un animal salvaje atraído por la promesa de comida. Más cerca, Clarke puede ver la línea de su mandíbula moverse arriba y abajo bajo la capucha. Sus movimientos son erráticos, como si los estuviera aprendiendo por primera vez.
Al final, su nariz asoma: —Va... le...
Caraco da la vuelta y recoge el equipo del grupo. Clarke le ofrece un rascador a Fischer. Tras un rato, él lo coge con torpeza y las sigue hacia el número cuatro.
—Jusssto como —zumba Fischer—. Viejos. T... tiempos.
Caraco mira a Clarke. Clarke no dice nada.
Cerca del final del turno, ella mira a su alrededor: —¿Fischer?
Caraco asoma la cabeza del interior de un túnel de acceso: —¿Se ha marchado?
—¿Cuándo lo viste por última vez?
El vocificador de Caraco tica un par de veces, la maquinaria siempre malinterpreta el sonido hmmm: —Hace media hora, quizá.
Clarke aumenta al máximo su propio vocificador: —¡Ey, Fischer! ¿Aún estás por aquí?
No hay respuesta.
—Fischer, regresamos dentro de un poco. Si quieres venir con nosostras...
Caraco simplemente niega con la cabeza.
Es una pesadilla.
Hay luz por todas partes, cegadora, dolorosa. Apenas puede moverse. Todo tiene tantos bordes sólidos y, allá donde él mira, los límites son demasiado nítidos. Los sonidos también son similares, metálicos y gritones, cada sonido es una exclamación de dolor. Apenas reconoce donde está. No sabe por qué está allí.
Se está ahogando: —BBBBOCAHHHHHIZZZZZSINSELLAAAAAR...
Los tubos de su pecho succionan vacío. El resto de su interior lucha por inflarse, pero no hay nada ahí para llenarlo. Se mueve en el caos, en el pánico. Algo le golpea. Un dolor repentino resuena en algún miembro lejano, inunda el resto de su cuerpo momentos después. Intenta gritar, pero no hay nada dentro que empujar afuera.
—HHIZZBBBOCCCAPORRRRAMOOOOORDEEEDIOOOOOOOSSAHOOOGOOOO...
Alguien tira de una parte de su cara. Sus adentros se llenan con un rápido flujo, no es la salina fría habitual, pero ayuda. El ardor de su pecho se mitiga.
—GRAAAANNNNNJODIDOOOOERRROOOOOOR...
La presión, dolorosa e irregular. Hay cosas que lo hacen hundirse, lo hacen flotar, que lo golpean. El ruído es diminuto, ensordecedor. Recuerda un sonido...
... la gravedad... .
... que se aplica...
... de algún modo... .
Pero no sabe lo que significa. Y todo empieza a girar y todo es familiar y horrible excepto por una cosa, un vistazo a una cara que le tranquiliza...
¿Sombra?
... y el peso desaparece. La presión desaparece, agua helada calma sus adentros mientras él se mueve en espiral con ella, en el exterior otra vez, donde ella solía estar años atrás...
Le está enseñando como hacerlo. Ella repta hacia su habitación después de que cesan los gritos, se escurre bajo las mantas con él y empieza a acariciar su pene.
—Papá dice que esto es lo que se hace cuando amas a alguien de verdad —susurra ella.
Y eso le asusta porque ellos ni siquiera se gustan, él sólo quiere que ella se marche y le deje en paz.
—Vete, te odio —dice él, pero está demasiado asustado para moverse.
—No pasa nada, no hace falta que me lo hagas a mí después —Ella intenta reir, trata de fingir que él sólo está bromeando.
Y luego, aún acariciando: —¿Por qué eres siempre tan malo conmigo?
—No soy malo.
—Eres demasiado.
—No deberías estar aquí.
—¿No podemos al menos ser amigos? —Ella se frota contra él—. Puedo hacer todo lo que tú quieras...
—Vete. No puedes estar aquí.
—Puedo, quizá. Si funciona, eso dicen. Pero tenemos que gustarnos o podrían enviarme de vuelta...
—Bien.
Ella está llorando ahora, se está frotando contra él tan fuerte que la cama se sacude: —Por favor, quiéreme, por favor, haré lo que sea, incluso...
Pero él nunca descubre lo que ella haría incluso porque ahí es cuando la puerta se abre de golpe y lo que ocurre después de eso, Gerry Fischer no puede recordarlo.
Sombra, lo siento mucho...
Pero ella ha vuelto con él ahora, al frío y a la oscuridad, donde se está a salvo. La Beebe es un leve brillo gris en la distancia. Ella flota en contraste a esa lágrima como un recorte de cartón negro.
—Sombra —No es su propia voz.
—No —No es la de ella—. Lenie.
—Lenie...
Gemelos crecientes, finos como uñas, se reflejan en los ojos de ella. Hasta en dos dimensiones es hermosa.
Palabras mezcladas zumban de la garganta de ella: —¿Sabes quién soy? ¿Puedes comprenderme?
Él asiente, luego se pregunta si ella puede verlo: —Sí.
—No es cierto... últimamente estás como ido, Fischer. Como si hubieras olvidado cómo ser humano.
Él intenta reir, pero el vocificador no puede emitirlo: —Viene y va, creo. Estoy... lúcido ahora, al menos. Esa es la palabra, ¿cierto?
—No deberías haber vuelto a entrar —La maquinaria desnuda todo sentimiento de sus palabras—. Ese dice que te matará. Quizá deberías apartarte de su camino.
—Vale —dice él y realmente lo piensa.
—Puedo sacarte comida, supongo. A ellos no les importa eso.
—No hace falta. Puedo... ir a pescar.
—Te pediré un escafo. Puede recogerte aquí fuera.
—No. Puedo volver nadando si quiero. No muy lejos.
—Entonces, les diré que envíen a alguien.
—No.
Una pausa: —No puedes volver nadando todo el camino hasta tierra firme.
—Me quedaré aquí abajo... un tiempo...
Un temblor gruñe suavemente por el fondo marino.
—¿Seguro? —dice Lenie.
—Sí.
Le duele el brazo. No sabe por qué.
Ella se gira levemente. El tenue reflejo se desvanece de sus ojos durante un largo momento.
—Lo siento, Gerry.
—Vale.
La silueta de Lenie ondula y se encara hacia la Beebe: —Debería irme.
Pero no se marcha. No dice nada durante casi un minuto.
Luego: —¿Quién es Sombra?
Más silencio.
—Es una... amiga. De cuando yo era joven.
—Significa mucho para ti —No es una pregunta—. ¿Quieres que le envíe un mensaje?
—Está muerta —dice Fischer, maravillado de haberlo sabido todo el tiempo.
—Oh.
—No pretendía hacerlo —dice él—. Pero ella tenía sus propios papá y mamá, ¿sabes?, ¿por qué necesitaba ella los míos? Ella volvió a donde pertenecía. Eso es todo.
—Donde pertenecía —zumba Lenie casi demasiado bajo para oírse.
—No es culpa mía —dice él. Es difícil hablar de ello. No solía ser tan difícil.
Alguien le está tocando. Lenie. Su mano está sobre su brazo y él sabe que es imposible pero siente el calor del cuerpo de Lennie a través de su piel.
—Gerry.
—¿Sì?
—¿Por qué no estaba ella con su propia familia?
—Decía que le hacían daño. Ella siempre decía eso. Así es como consiguió entrar. Usaba eso, siempre funcionaba...
No siempre, le recuerda Sombra.
—Y después, ella volvió —murmura Lenie.
—Yo no pretendía hacerlo.
Un sonido sale del vocificador de Lenie y él no tiene ni idea de lo que es.
—Brander tiene razón, ¿verdad?. Sobre lo tuyo y los niños.
De algún modo, sabe que no le está acusando. Sólo está verificando.
—Eso es lo que se... hace —le cuenta él a ella—. Cuando quieres a alguien de verdad.
—Oh, Gerry. Estás tan completamente jodido.
Una serie de clics golpea levemente en la maquinaria de su pecho.
—Me están buscando —dice ella.
—Vale.
—Ten cuidado, ¿de acuerdo?
—Podrías quedarte. Aquí.
Su silencio le da la respuesta.
—Quizá salga y te visite a veces —zumba ella al final. Se eleva en el agua y se aleja.
—Adiós —dice Sombra.
Es la primera vez que habla en voz alta desde que entró, pero Fischer no cree que Lenie note la diferencia.
Y ella se ha ido, por ahora.
Pero sale aquí a todas horas. A veces sola. Él sabe que no es el fin y que, cuando ella entre y salga con los demás para hacer todo lo que él solía hacer, él estará ahí, donde nadie puede verle, comprobando que ella está bien.
Como su propio ángel de la guarda. ¿Cierto, Sombra?
Un par de peces se agitan débilmente en la distancia.
¿Sombra...?
Una semana después.
El remplazo de Fischer baja en el escafo. Ya nadie hace guardia en Comunicaciones, a las máquinas no les importa si tienen o no audiencia. Sonidos metálicos resuenan por la Estación Beebe y Clarke está sola en el salón esperando a que el techo se abra. Nitrox comprimido sisea sobre su cabeza soplando agua de mar de vuelta al abismo.
La compuerta cae al abrirse. Un verde incandescente se derrama dentro de la sala. Él baja la escala con la inmersopiel sellada, sólo expone su cara. Sus ojos, ya tapados, son bolas de cristal sin características, aunque no están tan muertos como deberían estar. Algo la contempla a través de esas lentes vacías y casi parece brillar. Sus ojos ciegos escanean el compartimento como parábolicas de radar.
Se quedan fijos en los suyos: —¿Eres Lenie Clarke? —La voz es demasiado sonora, demasiado normal.
Aquí hablamos en susurros, percibe Clarke.
Ahora ya no están solos. Lubin, Brander y Caraco aparecen por los bordes de su visión vagando dentro de la sala como espectros indiferentes. Toman posiciones alrededor del salón, esperando. El remplazo de Fischer no parece prestarles atención.
—Soy Acton —le dice a Clarke—. Y traigo regalos del supramundo. ¡Contemplad —Extiende los puños apretados, muestra las palmas.
Clarke ve allí cinco cilindros de metal de no más de dos centímetros de longitud cada uno. Acton se gira despacio, teatralmente, mostrando sus herramientas a los demás Rifters.
—Uno para cada uno de vosotros —dice—. Van dentro de vuestro pecho, justo junto a la entrada de agua marina.
Por encima, la compuerta de embarque gira para cerrarse. Desde la parte trasera de la misma, un tatuaje postcoital, metal sobre metal, es el heraldo del escape de la lanzadera hacia la superficie. Todos esperan allí durante unos momentos: los Rifters, el recién llegado y los cinco nuevos aparatos para disolver un poco más la humedad en sus cuerpos.
Finalmente, Clarke extiende el brazo para tocar uno: —¿Qué hacen? —dice ella con voz neutral.
Acton cierra los dedos de golpe, se queda mirando el salón con atención: —¡Cómo, Srta. Clarke! —replica— Nos dicen cuándo estamos muertos.
En Comunicaciones, Acton deja sus aparatos sobre una consola de control. Clarke está de pie a su lado, llenando el cubículo. Caraco y Brander miran por el hueco de la compuerta.
Lubin ha desaparecido.
—El programa sólo tiene cuatro meses —dice Acton— y ha perdido dos personas en la Piccard, otra en la Cousteau y la Enlace, y con Fischer hacen cinco. Tampoco es la clase de récord que quieres anunciar con trompetas al mundo, ¿eh?
Nadie dice nada. Clarke y Brander permanecen impasibles. Caraco cambia su peso de pie. Acton los recorre a todos con sus brillantes ojos vacíos: —Cristo, sois un lote todo animado. ¿Estáis seguros que Fischer es el único que estiró la pata aquí abajo?
—¿Se supone que esas cosas van a salvarnos la vida? —pregunta Clarke.
—Nah. No se preocupan tanto por nosotros. Estas cosas sólo ayudan a encontrar los cuerpos.
Se gira hacia la consola, juega con entrenados dedos. El mapa topográfico destella de vida en la pantalla principal.
—Mmmm —Acton sigue con un dedo el contorno luminoso—. Así que ésta es la Beebe aquí en el centro. Y esto debe de ser la dorsal... Jesús bendito, ahí fuera hay un montón de geografía —Señala un grupo de sólidos rectángulos verdes en medio del borde de la pantalla—. ¿Son esos los generadores?
Clarke asiente.
Acton recoge uno de los pequeños cilindros: —Dicen que ya han enviado el software para estos chismes —Silencio—. Bueno, supongo que lo averiguaremos, ¿no es cierto? —Apunta con un dedo al objeto en su mano, presiona uno de sus extremos.
La Estación Beebe grita en alto.
Clarke se echa atrás ante el sonido, se golpea con fuerza la cabeza contra una tubería del techo. La estación sigue ahuyando, sin palabras y desesperante.
Acton toca un control. El grito se detiene como si lo hubieran guillotinado.
Clarke mira a los demás, agitada. El resto parece inmóvil. Por supuesto. Por primera vez, se cuestiona lo que están mostrando sus ojos, desnudos.
—Bueno —dice Acton—, sabemos que la alarma auditiva funciona. Aunque también se recibe señal visual —Señala la pantalla justo en el centro, en el interior de un icono de fósforo que representa la Beebe, un punto rojo pulsa como un corazón bajo el cristal.
—Se centra en la mioelectricidad del pecho —explica él—. Se apaga automáticamente si se para el corazón.
Tras él, Clarke siente que Brander se da la vuelta en el hueco de la compuerta.
—Quizá mi etiqueta está desfasada —dice Acton.
Su voz se vuelve muy baja de pronto. Nadie más parece notarlo.
—... pero siempre he pensado que era... grosero... marcharse cuando alguien te está hablando.
No hay amenaza obvia en sus palabras. El tono de Acton parece bastante complaciente.
No importa. En un instante, Clarke ve todas las señales de nuevo, las palabras razonadas, la voz mortecina, la súbita ligera tensión de un cuerpo aumentando hacia su masa crítica. Algo familiar está creciendo tras las tapas oculares de Acton.
—Brander —dice ella con voz tranquila—, ¿por qué no te quedas un rato y escuchas hasta que el hombre acabe?
Tras ella, los sonidos de movimiento se detienen.
Delante de ella, Acton se relaja ligeramente.
Dentro de ella, algo más profundo que la Dorsal se agita mientras duerme.
—Se instalan muy rápido —dice Acton—. Lleva unos cinco minutos. La AR dice que los avisadores de hombre muerto son un elemento estándar a partir de ahora.
Te conozco, piensa ella. No me acuerdo, pero estoy segura de haberte visto antes en alguna parte...
Un nudito se forma en su estómago. Acton le sonríe, como si le enviara algún saludo secreto.
Acton está a punto de ser bautizado. Clarke lo está deseando.
Están juntos en la esclusa de aire, sus inmersopieles se adhieren como sombras.
El avisador de hombre muerto, recientemente instalado, le pica a Clarke en el pecho. Recuerda la primera vez que se dejó caer en el océano de esta forma, recuerda la persona que sujetó su mano durante aquella ordalía de asfixia.
Esa mujer se había ido. El mar profundo la quebró y la escupió. Clarke se pregunta si el mar le hará lo mismo a Acton.
Ella inunda la esclusa de aire.
Por ahora, la sensación es casi sensual, sus adentros se pliegan hasta quedar planos, el oceáno corre dentro de ella, frío e imparable como un amante. A 4°C, el Pacífico se desliza por la cañería de su pecho anestesiando las partes que ella aún puede sentir. El agua asciende hasta su cabeza, las tapas oculares le muestran las paredes sumergidas de la esclusa con precisión cristalina.
No ocurre así con Acton.
Él trata de caer sobre sí mismo, sólo cae contra Clarke. Ella siente su pánico, lo observa convulsionarse, ve cómo las rodillas se doblan en un espacio demasiado estrecho para permitir el colapso.
Necesita más espacio, piensa ella sonriendo para sí misma y abriendo la compuerta exterior. Ambos caen.
Ella se desliza hacia abajo y hacia el exterior, alejándose en arco bajo el casco opresivo de la Beebe.
Deja las luces de inmersión circular detrás, rebaña la hospitalaria oscuridad con la luz de su casco encendida. Siente la presencia del fondo marino a un par de metros bajo ella. Es libre de nuevo.
Tras un rato, se acuerda de Acton. Gira para volver por donde ha venido.
Los focos de la Beebe manchan la oscuridad de sucia luz. La estación, desmesurada y angular, tira de los cables que la mantienen en el fondo. La luz se vierte desde su superficie inferior como el extractor de un cohete sin fuerza. Sujeto, bocabajo en ese resplandor, Acton yace inmóvil en el fondo.
Reluctante, ella se acerca nadando: —¿Acton?
No se mueve.
—¿Acton?
Ella ha vuelto ahora a la luz. Su sombra lo corta por la mitad.
Al final, él levanta la vista: —Esto esss...
Parece sorprendido por el sonido de su propia voz trasmutada.
Se lleva una mano a la garganta: —No estoy respirando...
Ella no responde.
Él baja la mirada. Hay algo en el fondo a pocos centímetros de su cara. Clarke se aproxima: una criatura como una gambita se agita en el sustrato.
—¿Qué es eso? —pregunta Acton.
—Algo de la superficie. Debe de haber bajado en el escafo.
—Pero está... danzando...
Ella mira. Las piernas articuladas se flexionan y estiran con rapidez, el caparazón se arquea por algún desquiciado ritmo interno. Parece una vida tan frágil, quizá el siguiente espasmo o el de después la hará pedazos.
—Está sufriendo un ataque —dice ella tras un tiempo—. No pertenece aquí. La presión dispara sus nervios demasiado rápido, o algo así.
—¿Por qué no pasa eso con nosotros?
Quizá nos pasa.
—Nuestros implantes. Nos bombean neuroinhibidores siempre que salimos.
—Oh. Cierto —zumba Acton en voz baja.
Con suavidad, extiende el brazo hacia la criatura. La toma en la palma de su mano.
La aplasta.
Clarke le da un golpe desde atrás y Acton rebota en el fondo marino. Se le abre la mano y salen volando fragmentos de caparazón, de carne acuosa que se arremolina en el agua. Él se pone derecho y se queda mirando a Clarke sin hablar. Sus tapas oculares brillan casi en amarillo por la luz.
—So capullo —dice Clarke con mucha tranquilidad.
—No era de aquí —zumba Acton.
—Ni nosotros.
—Estaba sufriendo. Tú misma lo has dicho.
—Dije que los nervios se activaban demasiado rápido, Acton. Los nervios transmiten tanto placer como dolor. ¿Cómo sabes que no estaba bailando de jodida alegría?
Ella se impulsa en el fondo y aletea furiosamente hacia el abismo. Desea llegar dentro del cuerpo de Acton y sacarle las tripas, dar en sacrificio esa maraña carnosa de vísceras y maquinaria a la dorsal. No consigue recordar haber estado tan enfadada nunca. Se dice a sí misma que no sabe por qué.
Gorgoteos y sonidos metálicos desde abajo. Clarke baja la vista a través de la compuerta del salón a tiempo de ver cómo se abre la esclusa de aire. Brander sale de espaldas aguantando a Acton.
La piel de Acton cuelga abierta y ceñida.
Él se inclina para quitarse las aletas. Las de Brander ya están fuera, él se gira hacia Clarke cuando ella llega bajando la escala.
—Se ha encontrado con su primer monstruo. Una anguila pez pelícano.
—Me he encontrado con mi primer jodido monstruo, seguro —dice Acton en voz baja.
Y Clarke lo ve venir una fracción de segundo antes...
... Acton está sobre Brander, puño izquierdo en arco como una bola al final de su brazo, una vez dos veces tres veces y Brander está en el suelo, sangrando. Acton está llevando hacia atrás su bota cuando Lenie se planta delante él con las manos levantadas para protegerse a sí misma mientras grita.
—¡Déjalo no es culpa suya!
Pero no es a Acton a quien ella ruega, es a algo dentro de él que está saliendo y ella haría cualquier cosa que agradara a Dios para que aquello regresara por donde ha venido...
Se queda mirando a través de los ojos lácteos de Acton y gruñe.
—¡El jodido lo vió venir hacia mí! ¡Dejó que esa cosa me rasgara la pierna!
Lenie niega con la cabeza.
—Quizá no. Ya sabes lo oscuro que está ahí fuera, yo he estado aquí abajo más tiempo que nadie y esos bichos me acechan y sorprenden a todas horas, Acton. ¿Por qué iba a querer Brander hacerte daño?
Escucha cómo Brander se está poniendo de pie tras ella. La voz de Brander pasa por encima de su hombro: —Está claro que Brander quiere hacerle daño sin...
Ella le interrumpe: —Mira, puedo manejar esto —Sus palabras son para Brander, sus ojos siguen fijos en los de Acton—. Quizá deberías ir al Médico y asegurarte de que estás bien.
Acton se inclina hacia adelante, tenso. La cosa dentro de él espera y observa.
—Este capullo —empieza Brander.
—Por favor, Mike —Es la primera vez que ella usa su nombre de pila.
Hay un momento de silencio.
—¿Desde cuándo te importa? —dice él tras ella.
Es una buena pregunta. Las pisadas de Brander se alejan antes de que ella pueda pensar en una respuesta.
Algo dentro de Acton regresa a su sueño.
—Será mejor que también vayas allí —le dice Clarke—. Más tarde.
—Nah. No fue tan duro. Me sorprendió de lo débil que era, después de ver el tamaño del jodido bicho.
—Te rasgó la inmersopiel. Si pudo hacer eso, no era tan débil como crees. Al menos, compruébate, tu pierna podría estar lacerada.
—Si tú lo dices. Aunque apuesto a que Brander necesita más el Médico que yo —Muestra una risa depredadora y pasa por su lado.
—También podrías considerar refrenar tu genio —dice ella cuando él pasa rozando.
Acton se detiene: —Sí. Fui un poco duro con él, ¿verdad?
—No estará muy ansioso de ayudarte la próxima vez que te sorprendan en una fumarola.
—Ya —dice él, después: —No sé, siempre he sido algo... ya sabes...
Ella recuerda una palabra que alguien usaba, tras el hecho: —¿Impulsivo?
—Exacto. Pero, en realidad, no soy tan malo. Sólo hay que acostumbrarse a mí.
Clarke no responde.
—Bueno —dice él—. Supongo que le debo a tu amigo una disculpa.
Mi amigo. Y para cuando ella se sobrepone a esa perturbadora idea, está sola de nuevo.
Cinco horas después, Acton está en el cubi Médico. Clarke pasa por el hueco abierto de la compuerta y mira dentro. Él se sienta a la mesa de examen con la piel retirada hasta la cintura. Algo va mal con la imagen. Ella se detiene y se inclina a través de la compuerta.
Acton se ha abierto él mismo. Ella puede ver la carne pelada y retirada en torno a la entrada de agua, los lugares donde la carne se vuelve plástico, los tubos que llevan la sangre y los que llevan el anticongelante.
El tipo sostiene una herramienta con una mano que desaparece dentro de la cavidad, el chisme giratorio en el extremo se mueve. calladamente.
Acton alcanza un nervio en alguna parte y salta eléctricamente.
—¿Estás dañado? —pregunta Clarke.
Él levanta la vista: —Oh. Hola.
Ella señala su tórax diseccionado: —¿Ha hecho eso el pez pelícano?
Él niega con la cabeza: —No, no, sólo me magulló un poco la pierna. Es que estoy haciendo unos ajustes.
—¿Ajustes?
—Sintonizado-fino —sonríe—. Configurando cosas.
No funciona. La sonrisa parece hueca. Los músculos de los labios se estiran de un modo normal, pero el gesto queda aprisionado en la mitad inferior de su cara. Sobre ésta, sus ojos tapados observan fríos como la nieve cayendo, inocentes de toda topografía. Ella se pregunta por qué nunca le ha molestado antes y se da cuenta de que ésta es la primera vez que ha visto sonreir a un Rifter.
—Se supone que eso no es necesario —dice ella.
—¿El qué? —La sonrisa de Acton empieza a exasperarla.
—El sintonizado fino. Se supone que estamos autoajustados.
—Exactamente. Me ajusto a mí mismo.
—Me refiero...
—Sé a lo que te refieres —dice Acton—. Estoy personalizando la obra —Sus manos se mueven por el interior de su caja torácica como si fueran autónomas—. Imagino que puedo obtener mejor rendimiento si llevo mi configuración un poquito más allá de las especificaciones aprobadas.
Clarke escucha un breve discurso liliputiense de metal contra metal.
—¿Cómo? —pregunta ella.
Acton retira una mano, el pliegue de carne vuelve sobre el agujero—. No estoy seguro exactamente, aún —Recorre la costura de su pecho con otra herramienta para sellarse a sí mismo. Encoge los hombros para entrar en la inmersopiel y también la sella.
Ahora es un Rifter al completo.
—Te lo diré la próxima vez que salga —dice él apoyando una mano casual sobre el hombro de Clarke cuando pasa rozando a su lado.
Ella casi no lo evita. Acton se detiene. Parece mirarla de arriba a abajo.
—Eres nerviosa —dice él despacio.
—¿Lo soy?
—No te gusta que te toquen —Sus manos descansan sobre la clavícula de Lenie como un insulto.
Ella recuerda que lleva la misma armadura que él. Se relaja fraccionalmente: —No me ocurre en general —miente ella—. Sólo con algunas personas.
Acton parece sopesar la burla, decidir si vale la pena responder. Retira sus manos.
—Parece una peculiaridad desafortunada en un lugar tan pequeño como éste —dice él dándose la vuelta.
¿Pequeño? ¡Tengo todo el jodido océano entero!
Pero Acton ya está subiendo escaleras arriba.
La nueva fumarola está en erupción otra vez. Chorros de agua escaldan desde la chimenea en el extremo norte de la Garganta, cuajan y se mezclan con las sales heladas profundas. Los microtubos quedan atrapados en la loca luminiscencia turbulenta. El agua inunda con el siseo del vapor no formado, abortado por el peso de trescientas atmósferas.
Acton está a diez metros por encima del fondo marino, inundado en la ondulante luz azul.
Ella se desliza desde abajo: —Nakata dijo que aún estabas aquí fuera —zumba ella—. Dijo que estabas esperando a que se apagara esta cosa.
Él ni siquiera la mira: —Cierto.
—Tendrás suerte si lo hace. Podrías estar esperando aquí fuera durante días —Clarke se gira y se orienta hacia los generadores.
—Yo creo —dice Acton—, que parará en un minuto o dos.
Ella se mueve para encararle: —Mira, todas estas erupciones son —busca la palabra adecuada—... caóticas.
—Ajá.
—No se pueden predecir.
—Ey, los gusanos de Pompeya pueden predecirlas. Las ostras y los braquiuros pueden predecirlas. ¿Por qué yo no?
—¿Qué dices?
—Pueden saber cuándo algo va a soplar. Hecha un vistazo a tu alrededor alguna vez, lo verás por ti misma. Reaccionan incluso antes de que ocurra.
Ella mira alrededor. Las ostras están actuando simplemente como ostras. Los gusanos están actuando simplemente como gusanos. Los braquiuros se escurren por ahí del modo en que los braquiuros siempre lo hacen.
—¿Reaccionan cómo?
—Tiene sentido, después de todo. Estas fumarolas pueden alimentarles o precocerlos. Tras un millón de años han aprendido a leer las señales, ¿cierto?
La fumarola parece tener hipo. La pluma oscila, disminuyendo la luz en sus bordes.
Acton mira su muñeca: —No está mal.
—Sólo es suerte —dice Clarke, su vocificador oculta su duda.
La fumarola consigue soltar un par de débiles bocanadas y se apaga por completo.
Acton se acerca: —¿Sabes?, cuando me enviaron aquí abajo, al principio pensé que este lugar sería un verdadero agujero de mierda. Me imaginaba que sólo estaría trabajando duro y pasando el tiempo hasta salir. Pero no es así. ¿Sabes a lo que me refiero, Lenie?
Lo sé. Aunque ella no responde.
—Pensaba así —dice él creyendo que ella también—. Es en verdad algo... bueno... hermoso en cierto sentido. Hasta los mostruos, una vez que llegas a conocerlos. Todos somos hermosos.
Él casi parece tierno.
Clarke draga en su memoria en busca de alguna clase de defensa: —No podías haberlo sabido —dice ella—. Demasiadas variables. No es computable. Nada aquí abajo es computable.
Una criatura alienígena baja la vista hacia ella y se encoge de hombros: —¿Computable? Probablemente no. Pero ¿cognoscible...?
No hay tiempo para esto, se dice Clarke a sí misma. Tengo que volver al trabajo.
—... eso ya es otra cosa —dice Acton.
Clarke nunca habría imaginado que él fuera un empollón. Aún así, allí está de nuevo, conectado en la biblioteca. La luz descarriada de sus ojofonos se filtra por sus mejillas.
Parece estar pasando mucho tiempo allí dentro estos días. Casi tanto como el tiempo que pasa fuera.
Clarke baja la vista hacia la pantalla plana cuando pasea por su lado. Está oscura.
—Química —dice Brander desde el salón.
Ella lo mira.
Brander extiende el pulgar ante un Acton ausente de acción: —Eso es lo que consulta. Menuda mierda extraña. Aburrida como el infierno.
Eso es lo que Ballard estaba consultado justo antes de... Clarke señala con el dedo un auricular del siguiente terminal.
—Ooh, ahí estás andando por la cuerda floja —remarca Brander—. Al Sr. Acton no le gusta que la gente lea por encima de su hombro.
Entonces, el Sr. Acton entrará en modo privado y no podré leer, piensa ella.
Se sienta y se pone el auricular. Acton no ha invocado privacidad, Clarke pulsa para entrar en su canal sin ningún problema. Los láseres del ojofono trazan texto y fórmulas por sus retinas. Serotonina. Acetilcolina. Moderación neuropeptídica. Brander tiene razón, es aburrido de veras.
Alguien la toca.
Ella no se arranca el auricular, se lo quita con calma. Ni siquiera se aparta esta vez. No le dará esa satisfacción.
Acton ha girado su silla para encararla. Sus auriculares cuelgan alrededor del cuello. Su mano está sobre la rodilla de Clarke.
—Me alegra ver que tenemos intereses comunes —dice en voz baja—. Aunque no me sorprende. Los dos compartimos una cierta... química...
—Eso es cierto —Ella le devuelve la mirada, a salvo tras sus tapas oculares—. Es una lástima que sea alérgica a los mierdas.
Él sonríe: —Claro, nunca funcionaría. Las edades están todas equivocadas —Se levanta y devuelve los auriculares a su gancho—. Aún no soy lo bastante mayor para ser tu padre.
Atraviesa el salón y sube la escala.
—Menudo capullo —subraya Brander.
—Es más capullo de lo que era Fischer. Me sorprende que no estés buscando pelea con él a todas horas.
Brander se encoge de hombros: —Diferente dinámica. Acton sólo es un gilipollas. Fischer era un jodido pervertido..
Por no mencionar que Fischer nunca se defendía. Ella se guarda esa observación para sí misma.
Círculos concéntricos, esmeraldas brillantes. La Estación Beebe se asienta en el centro de la diana.
Globos intermitentes de luz iluminan la pantalla, dorsales y salientes rocosos irregulares, interminables llanuras fangosas, el perfil euclídeo de la maquinaria humana todo reducido a una aceptación acústica común.
Hay algo más ahí fuera también, parte Euclides, parte Darwin. Clarke aumenta la imagen. La carne humana no es muy parecida al fondo marino al devolver un eco, pero los huesos aparecen bien. La maquinaria interior es todavía más clara, se dispara a la menor señal del sonar. Clarke enfoca la pantalla, apunta a un esqueleto verde traslúcido con relojería en su pecho.
—¿Es él? —dice Caraco.
Clarke niega con la cabeza.
—Quizá lo sea. Todos los demás están...—continúa Caraco.
—No es él —dice Clarke y toca un control. La pantalla reduce la imagen de vuelta al alcance medio—. ¿Estás segura de que no está en su camarote?
—Dejó la estación hace siete horas. No ha vuelto desde entonces, contesta Caraco.
—Quizá sólo está pasando el rato en el fondo. Puede que detrás de una roca.
—Quizá —Caraco suena escéptica.
Clarke se reclina en la silla. La nuca toca la pared trasera del cubículo.
—Bueno, está haciendo bien su trabajo. Cuando termina su turno es libre de ir a donde quiera, supongo —dice Clarke.
—Ya, pero ésta es la tercera vez. Siempre llega tarde. Se queda vagando por aquí dentro cuando le da la gana...
—¿Y qué? —Clarke, cansada de pronto, se frota el puente de la nariz entre el pulgar y el índice—. No funcionamos con el horario Dryback aquí, tú lo sabes. Él arrima el hombro, no le jodas.
—Bueno, Fischer siempre se llevaba la mierda por llegar t... —dice Caraco.
—A nadie le importaba si Fischer llegaba tarde —interrumpe Clarke—. Esos sólo... querían una excusa.
Caraco se inclina hacia adelante: —No me gusta él —confiesa.
—¿Acton? No hay razón para que debieras. Es un psicópata. Todos los somos, ¿recuerdas?
—Pero él es diferente, en cierto modo. Tú lo sabes.
—Lubin casi mató a su esposa debajo de las Galápagos antes de que lo asignaran aquí. Brander tiene un historial de intento de suicidio.
Algo cambia en el semblante de Caraco. Clarke no puede estar segura, pero la mirada de la otra mujer parece haber caído sobre la cubierta.
He tocado un nervio ahí, supongo.
Ella continúa, más cortés: —No te preocupa el resto de nosotros, ¿verdad? Así que, ¿qué tiene de especial Acton?
—Oh —dice Caraco—. Mira.
En la pantalla táctica, se acaba de mover algo dentro de alcance.
Clarke aumenta la imagen de la nueva lectura. Está demasiado lejos para tener buena resolución, pero no hay forma de confundir el sólido blip metálico en su centro.
—Acton —dice ella.
—Um... ¿muy lejos? —pregunta Caraco con voz dudosa.
Clarke verifica: —Está a unos novecientos metros. No demasiado mal si está usando un calamar.
—No lo está usando. Nunca lo hace.
—Hmm. Al menos parece estar avanzando en línea recta —Clarke alza la vista hacia Caraco—. ¿Cuándo empezáis vosotros el turno?
—En diez minutos.
—No hay problema. Llegará quince minutos tarde. Media hora máximo.
Caraco se queda mirando la pantalla: —¿Qué está haciendo ahí afuera?
—No sé —dice Clarke.
Se pregunta, no por primera vez, si Caraco pertenece verdaderamente aquí abajo. Parece que Caraco, simplemente, no lo entiende, a veces,.
—Me estaba preguntando si quizá podrías hablar con él —dice Caraco.
—¿Con Acton? ¿Por qué?
—Por nada. Olvídalo.
—Vale —Clarke se levanta de la silla de Comunicaciones.
Caraco retrocede hasta el hueco de la compuerta para dejarla pasar.
—Um, Lenie...
Clarke se da la vuelta.
—¿Qué hay de ti? —pregunta Caraco.
—¿De mí?
—Dijiste que Lubin casi mata a su esposa. Que Brander trató de suicidarse. ¿Qué hiciste tú, quiero decir... para... clasificarte?
Clarke la observa con atención.
—Quiero decir, supongo, si no es demasiado... —continúa Caraco.
—No lo entiendes —dice Clarke con voz totalmente equilibrada—. No es tanto por la mierda que has levantado que te hace encajar en la dorsal, sino por cómo has sobrevivido.
—Perdona —consigue decir Caraco con ojos totalmente carentes de sentimientos, hasta parecer avergonzada.
Clarke se emblandece un poco: —En mi caso, mayormente sólo aprendí a rodar con los puñetazos. No he hecho gran cosa para que valga la pena alardear, ¿sabes?
Aunque me aseguro lo suficiente de trabajar en ello.
Ella no sabe como ha podido ocurrir tan rápido. Él sólo lleva aquí dos semanas y aún así, la esclusa apenas puede contener su ansia de salir. La cámara se inunda, ella siente un único estremecimiento recorrer su cuerpo y antes de que pueda moverse, Acton golpea el cerrojo y ambos caen hacia el exterior.
Él rodea bajo la estación en cómoda trayectoria paralela a la suya. Clarke aletea hacia la Garganta. Siente a Acton a su lado, aunque no puede verlo. Su lámpara, como la suya, permanece a oscuras. Para ella ha llegado a ser una muestra de respeto hacia las linternas más delicadas que moran aquí.
No sabe cuál es la razón de Acton.
Él no habla hasta que la Beebe es una sucia mancha amarilla detrás: —A veces me pregunto por qué volvemos dentro siquiera.
No puede haber felicidad en esa voz. ¿Cómo podría cualquier emoción traspasar el guante metálico que permite hablar a la gente aquí fuera?
—Me quedé dormido cerca de la Garganta ayer —dice él.
—Tienes suerte de que nada te comiera —le dice ella.
—No son tan malos. Sólo hay que saber cómo relacionarse con ellos.
Clarke se pregunta si se relaciona con las otras especies con la misma delicadeza que usa con la suya propia. Se guarda la pregunta para ella.
Nadan a través de un amplio campo de estrellas viviente durante un rato. Otra mancha brilla más adelante, débil y lúgubre: la Garganta, justo en la mira. Han pasado ahora dos meses desde que Clarke pensaba en el cable guía para conducirlos en la ida y la vuelta, como ciegos trogloditas. Ella sabe donde está el cable, pero nunca la usa. Otros sentidos despiertan aquí abajo. Los Rifters no se pierden.
Excepto Fischer, quizá. Y Fischer estaba perdido mucho antes de que bajara aquí abajo.
—Bueno, ¿qué le pasó a Fischer, por cierto? —dice Acton.
El frío empieza en su pecho, mueve sus dedos antes de que el sonido de la voz de Acton muera poco a poco. Es una coincidencia. Es una pregunta perfectamente normal.
—He dicho...
—Desapareció —dice Clarke.
—Me dijeron algo así —zumba en respuesta Acton—. Creí que tú podrías tener un poco más de información.
—Quizá se quedó dormido fuera. Quizá algo se lo comió.
—Lo dudo.
—¿En serio? ¿Y qué te hace tan experto, Acton? Llevas aquí abajo cuánto, ¿dos semanas ahora?
—¿Sólo dos semanas? Parece más tiempo. El tiempo se alarga cuando se está fuera, ¿verdad?
—Al principio —dice Clarke.
—¿Sabes por qué desapareció Fischer?
—No.
—Sobrevivió a su utilidad.
—Ah —Sus partes mecánicas lo convierten en un medio chirrido medio gruñido.
—Lo digo en serio, Lenie —la voz mecánica de Acton no cambia—. ¿Crees que van a dejarte aquí abajo para siempre? ¿Crees que dejarían a personas como nosotros aquí si tuvieran elección?
Ella deja de aletear. Su cuerpo sigue a la deriva: —¿Qué quieres decir?
—Usa la cabeza, Lenie. Eres más lista que yo, al menos dentro de la estación. Tienes las llaves de la ciudad aquí... tienes las llaves del jodido fondo marino entero y aún actúas como una víctima —El vocificador de Acton gorgotea indescifrablemente... ¿una carcajada malinterpretada?
¿Un gruñido?
Más palabras: —Cuentan con ello, ¿sabes?
Clarke empieza a aletear otra vez, mira hacia adelante al reluciente brillo de la Garganta.
No está allí.
Hay un momento de desorientación...
No podemos perdernos, nos dirigíamos justo hacia ella, ¿se ha desconectado la energía?
... antes de que vea el familiar haz de tosca luz amarilla a las cuatro en punto.
¿Cómo he acabado girada de esta forma?
—Hemos llegado —dice Acton.
—No. La Garganta está a más...
Una nova destella a su lado, llenando el abismo con luz cegadora. Le lleva un tiempo a las tapas oculares de Clarke ajustarse. Cuando el estallido de estrellas se ha disipado de sus ojos, el océano es un fondo negro fangoso para el cono brillante de la lámpara de Acton.
—No —dice ella—. Se hace muy oscuro cuando haces eso, no se puede ver nada...
—Lo sé. La apagaré en un momento. Sólo mira.
Su haz brilla sobre un pequeño estrato rocoso que se levanta del lodo, no tiene más de dos metros de ancho. Flores irregulares idénticas cubren su superficie, grupos radiales brillan en llamativo rojo y azul con la luz artificial. Algunos de ellos yacen planos siguiendo la cara de la roca. Otros se contorsionan en nudos calcáreos congelados, agarrados a unas cosas que Clarke no puede ver.
Algunos de ellos se mueven lentamente.
—¿Me has traído aquí fuera para mirar estrellas de mar? —ella intenta, y falla, extraer del vocificador todo indicio de aburrido menosprecio, pero por dentro siente un distante y terrorífico asombro: él la ha conducido hasta aquí. Asombro de que ella pueda ser conducida, sin la menor sospecha, tan fuera del rumbo. ¿Y cómo encontró él este lugar sin pistola sónar? La precisión de la brújula es una mierda tan cerca de la Garganta...
—Me imaginé que, probablemente, no las habías visto muy de cerca antes —dice Acton—. Pensé que podría interesarte.
—No tenemos tiempo para esto, Acton.
Las manos de Acton bajan hacia la luz y se cierran en una estrella de mar. La separan despacio de la roca. Hay filamentos de alguna clase recorriendo el lado inferior de la criatura, anclándola al sustrato.
Los esfuerzos de Acton los rompen, unos cuantos de cada vez, para liberarla.
Mantiene al animal en alto para que Clarke lo inspeccione. Su superficie superior es piedra coloreada, incrustada de espículas calcáreas. Acton le da la vuelta. La parte inferior se agita con cientos de espesos hilos que se retuercen, agrupados en densas filas por toda la longitud de cada brazo. Cada hebra tiene un diminuto succionador en su extremo.
—Una estrella de mar —le explica Acton—, es la democracia definitiva.
Clarke se queda mirando, calladamente repelida.
—Así es como se mueven —está diciendo Acton—. Caminan sobre todos esos pies de tubo. Pero lo extraño es que no tienen cerebros en absoluto. No es sorprendente para una democracia.
Filas de oscilantes gusanos. Un bosque de sanguijuelas traslúcidas, tanteando a ciegas por las aguas.
—Así, no hay nada que coordine los pies de tubo, todos se mueven independientemente. Normalmente, esto no es un problema, todos tienden a ir hacia la comida, por ejemplo. Pero no es normal para un tercio de esos pies que tiran en cualquier otra dirección. El animal entero es un tira y afloja viviente. A veces, algunos pies de tubo verdaderamente obstinados no quieren rendirse y, literalmente, se arrancan de raíz cuando el resto mueve el cuerpo a otro sitio al que no quieren ir. Pero, ey: la mayoría manda, ¿no?
Clarke extiende un dedo tentativo. Media docena de pies de tubo se cierran sobre él. Ella no puede sentirlos a través de la piel. Anclados, parecen casi delicados, como filamentos de vidrio lácteo.
—Pero eso no es nada —dice Acton—. Observa esto.
Desgarra la estrella de mar por la mitad.
Clarke se echa atrás, impactada y enfadada. Pero hay algo en la postura de Acton, en esa apenas visible silueta tras la lámpara, que la hace detenerse.
—No te preocupes, Lenie —dice él—. No la he matado. La he hecho reproducirse.
Deja caer las mitades partidas. Fluctúan como hojas hacia el fondo marino, dejando rastros de entrañas sin sangre.
—Se regeneran. ¿No lo sabías? Puedes partirlas en pedazos y cada parte crece hasta componer las partes que faltan. Lleva tiempo, pero se recuperan. Sólo que se termina con más de ellas. Cuesta demonios matar a estos tipos. ¿Entiendes, Lenie? Pártelos en pedazos y vuelven más fuertes.
—¿Cómo sabes todo esto? —pregunta ella con un susurro metálico—. ¿De dónde eres?
Él posa una helada mano negra sobre el brazo de Clarke: —De aquí mismo. Aquí es donde nací.
Ella no lo cree absurdo. De hecho, apenas lo escucha. Su mente está toda en otra parte, aterrorizada por un súbito descubrimiento.
Acton la está tocando. Y a ella no le importa.
Por supuesto, el sexo es eléctrico. Siempre lo es. Lo familiar se reafirma a sí mismo, aquí en el estrecho espacio del cubi de Clarke. No pueden ambos yacer sobre el jergón al mismo tiempo, pero se las arreglan. Acton sobre sus rodillas, luego Clarke, retorciéndose uno en torno al otro en un nido metálico alineado de conductos y ventilaciones y montones de cable óptico. Navegan por las costuras y cicatrices del otro, besando pucheros de metal y carne pálida, visto y no visto tras su armadura en la córnea.
Para Clarke es un nuevo giro, este éxtasis helado de amante sin ojos.
Por primera vez no siente necesidad de apartar la cara, nada amenaza su frágil intimidad. Al principio, cuando Acton se mueve para quitarse las tapas, ella lo detiene con un toque y un susurro y él parece entender.
No pueden acostarse juntos después, de modo que se sientan lado a lado, inclinados sobre el otro, contemplando la compuerta dos metros delante de ellos. Las luces se han vuelto demasiado bajas para la visión de un Dryback. Clarke y Acton ven una habitación bañada de una pálida fluorescencia.
Acton extiende una mano y señala con el dedo un trozo de cristal sujeto a un marco vacío en una de las paredes.
—Solía haber un espejo aquí —observa él.
Clarke le mordisquea el hombro: —Había espejos por todas partes. Yo... los eché abajo.
—¿Por qué? Algunos espejos abrirían el lugar un poco. Lo harían más grande.
Ella señala varios cables arrancados, finos como hilos, que cuelgan de un agujero en el marco: —Tenían cámaras tras ellos. No me gustaba eso.
Acton gruñe: —No te culpo.
Permenecen sentados sin hablar durante un poco.
—Dijiste algo afuera —dice ella—. Dijiste que naciste aquí abajo.
Acton duda, luego asiente: —Hace diez días.
—¿Qué quieres decir?
—Deberías saberlo —dice él—. Presenciaste mi nacimiento.
Ella recuerda: —Fue cuando el pez pelícano te atacó...
—Caliente —Acton sonríe su sonrisa de ojos fríos, pasa un brazo alrededor de ella—. En verdad, el pez pelícano fue una especie de catalizador si recuerdo bien. Piensa en ello como una comadrona.
Una imagen surge un su mente: Acton en el Médico viviseccionándose a así mismo.
—Sintonizado fino —dice ella.
—Ajá —Él le da un apretón—. Y tengo que agradecerte a ti por ello. ¡Me diste la idea!
—¿Yo?
—Tú fuiste mi madre, Len. Y mi padre fue aquella patética gambita espasmódica que acabó su camino. Murió antes de que yo naciera, en realidad: la maté yo. A ti aquello no te hizo mucha gracia.
Clarke niega con la cabeza: —No tiene sentido lo que dices.
—¿Me dices que no has notado el cambio? ¿Me estás diciendo que soy la misma persona que era cuando llegué aquí abajo?
—No sé —dice ella—. Quizá sólo tengo que conocerte mejor.
—Quizá. Quizá yo también. No lo sé, Len, parezco mucho más... despierto ahora, supongo. Veo las cosas de forma diferente. Tienes que haberlo notado.
—Ya, pero sólo cuando estás...
Fuera.
—Le hiciste algo a tus inhibidores —susurra ella.
—Reducí la dosis un poco.
Ella le coge el brazo: —Karl, esos químicos evitan que te descoordines cada vez que sales. Si trasteas con esa cosa, te arriesgas a sufrir un ataque tan pronto como se inunde la esclusa.
—He estado trasteando con eso, Lenie. ¿Ves algún cambio en mí que no sea una mejora?
Ella no responde.
—Todo es sobre el potencial de acción —le cuenta él—. Tus nervios tienen que acumular una cierta carga antes de poder activar...
—Y a esta profundidad, se dispararían todo el tiempo, Karl, por favor...
—Shh —Él posa un gentil dedo en los labios de Clarke, pero ella lo aleja, enfadada de repente.
—Lo digo en serio, Karl. Sin esas drogas, tus nervios se cortocircuitan, arderas, sé que...
—Sólo sabes lo que te han contado —replica de golpe—. ¿Por qué no pruebas a resolver las cosas tú misma por una vez?
Ella queda en silencio, dolida por su desaprobación. Se abre un espacio entre ellos sobre el jergón.
—No soy idiota, Lenie —dice él calladamente—. Sólo reduje un poco la configuración. Cinco por ciento. Ahora, cuando salgo, requiere un poco menos de estímulo que mis nervios se activen, eso es todo. Te... te despierta, Len. Soy más consciente de las cosas, Estoy más vivo, en cierto modo.
Ella le observa en silencio.
—Claro que dicen que es peligroso —dice él—. Ya nos han hecho cagarnos de miedo. ¿Piensas que van a darte algo de libertad?
—No nos asustaron, Karl.
—Pues deberían —Su brazo regresa alrededor de ella—. ¿Quieres probrarlo?
Es como si ella estuviera fuera de repente, aún desnuda: —No.
—No hay nada de lo que preocuparse, Len. Ya he hecho de conejillo de indias yo mismo. Ábrete para mí y podría hacer los ajustes yo mismo, llevaría diez minutos.
—No me apetece hacerlo, Karl. Aún no, al menos. Quizá le apetezca a alguno de los otros.
Él niega con la cabeza: —No se fían de mí.
—No puedes culparles.
—Y no lo hago —Sonríe, mostrando dientes tan afilados y blancos como tapas oculares.
—Pero aún sin fiarse de mí, no se debería hacer nada a menos que tú creas que está bien hacerlo.
Ella le mira—. ¿Por qué no?
—Estás al mando aquí, Len.
—Tonterías. Nunca te han dicho eso.
—No han tenido que hacerlo. Es obvio.
—Llevo aquí abajo más tiempo que el resto. Y Lubin también. Eso no le importa a nadie.
Acton frunce el ceño brevemente: —No, no creo que le importe. Pero aún eres la líder de la manada, Len. La loba jefa. Una jodida Akela.
Clarke niega con la cabeza. Busca algo en su memoria, cualquier cosa que pudiera contradecir la absurda afirmación de Acton. No le viene nada.
Se siente un poco enferma por dentro.
Él le da un pequeño apretón: —Duro destino, amada. Supongo que las ropas no quedan tan bien después de ser una víctima de oficio toda tu vida, ¿eh?
Clarke se queda mirando la cubierta.
—Piensa en ello, de todos modos —susurra Acton en su oído—. Te garantizo que te sentirás el doble de viva que ahora.
—Eso pasa de todos modos —le recuerda Clarke—. Siempre que salgo fuera. No necesito estropearme por dentro para eso —No esos adentros, al menos.
—Esto es diferente —insiste él.
Ella le mira, sonríe y confía en que no la presione. ¿Cómo puede esperar que le permita abrirme en canal así?, se cuestiona ella y luego se pregunta si quizá algún día lo hará, si el miedo de perderle podría crecer lo bastante para forzar el sometemiento de sus otros miedos.
No sería la primera vez.
Dos veces más viva, dice Acton. Oculta tras su sonrisa, Clarke lo considera: dos veces más de su vida. No es una perspectiva estupenda hasta ahora.
Llega luz desde atrás que persigue su sombra por el fondo marino. Ella no consigue recordar cuánto tiempo ha estado esa luz allí. Siente un frío momentáneo...
... ¿Fisher?...
... antes de que el sentido común se asiente.
Gerry Fischer no habría usado una lámpara de casco.
—¿Lenie?
Ella se revuelve alrededor de su propio eje, ve una silueta sobrevolando a unos pocos metros de distancia. Una luz ciclópea brilla en su frente. Clarke oye un zumbido subvocal, el equivalente corrompido de un Brander que se aclara la garganta: —Judy dijo que estabas aquí fuera —explica él.
—Judy —Ella lo dice como una pregunta, pero su vocificador pierde la entonación.
—Sí. Más o menos, te sigue la pista a veces.
Clarke considera eso por un momento: —Dile que soy inofensiva.
—No va por ahí —zumba él—. Creo que sólo... se preocupa...
Clarke siente ajustarse sus músculos en los bordes de su boca. Cree que podría estar sonriendo.
—Bueno, supongo que estamos de turno —dice ella tras un rato.
La luz del casco oscila arriba y abajo.
—Cierto. Un montón de ostras necesitan que les rasquen el culo. Otra tarea especializada.
Ella se estira, sin peso: —Vale. En marcha.
—Lenie...
Ella alza la vista hacia él.
—¿Por qué vienes...? Quiero decir, ¿por qué aquí? —La luz de Brander barre el fondo, llega hasta descansar sobre un bloque saliente de hueso y carne podrida. Una sonrisa esquelética se abre paso por el círculo iluminado: —¿Has matado tú esto o algo así?
—Sí, yo —Queda en silencio, se da cuenta de que está hablando de la ballena.
—Nah —dice ella—. Se murió sola.
Claro que se despierta sola. Aún prueban a dormir juntos, a veces, después de que el sexo los deje demasiado vagos para salir fuera. Pero la litera es demasiado pequeña. Lo mejor que consiguen hacer es una especie de postura caída en diagonal, pies en el suelo, cuellos doblados contra el fuselaje, Acton acunándola como una hamaca viviente. Si tienen suerte, consiguen no caer dormidos de esa forma. Lleva horas calmar los calambres del cuello después. Da demasiados problemas para que valga la pena.
Por eso se despierta sola, aunque lo echa de menos de todos modos.
Es temprano. Las agendas entregadas por la AR son incrementalmente irrelevantes... los ritmos circadianos pierden su sentido en la incesante oscuridad, se desfasan lentamente... pero el horario flexible que queda le deja unas horas antes de que empiece el turno. Lenie Clarke está despierta en mitad de la noche. Parece algo estúpido y obvio, a meses del amanecer más próximo, pero ahora mismo también parece especialmente cierto.
En el pasillo, se gira un segundo en dirección a su cubículo antes de recordar. Él ya no está ahí dentro. Ni siquiera está dentro de la Beebe si no es para comer o trabajar o estar con ella. No ha dormido en su camarote casi desde que empezaron la relación. El caso está casi tan mal como el de Lubin.
Caraco se sienta en silencio en el salón, inmóvil, obedeciendo su propio reloj interno. Levanta la vista cuando Clarke cruza Comunicaciones.
—Salió hace una hora —dice ella en voz baja.
El sónar lo detecta a quince metros al sudeste, apenas un eco sobre el caos del fondo. Clarke va en busca de la escalerilla.
—Nos enseñó algo el otro día —dice Caraco detrás de ella—. A Ken y a mí.
Clarke mira hacia atrás.
—Una fumarola, apagada en una esquina de la Garganta. Tenía unas extrañas grietas aflautadas y hacían sonidos cantarines, casi como...
—Mmm.
—Él insistió en que lo viéramos, por alguna razón. Estaba muy emocionado. Es... es un tipo extraño cuando está ahí fuera, Lenie...
—Judy —dice Clarke en tono neutro—, ¿Por qué me cuentas todo esto?
Caraco aparta la mirada: —Perdona. Yo no pretendía... nada.
Clarke empieza a bajar la escalerilla.
—Sólo ten cuidado, ¿vale? —avisa Caraco tras ella.
Él está acurrucado cuando Clarke lo alcanza, con las rodillas pegadas a la barbilla, flotando a pocos centímetros sobre un jardín de piedra. Tiene los ojos abiertos, por supuesto. Ella extiende el brazo, le toca a través de dos capas de copolímero reflejo.
Apenas se mueve. Su vocificador emite esporádicos ruíditos de tictac.
Lenie Clarke se acurruca en torno a él. En un útero de agua marina helada, duermen hasta la mañana.
No me rendiré.
Sería demasido fácil. Ella podría vivir allí fuera, podría permanecer lejos de esta jodida cáscara de huevo chirriante excepto para comer y hacer las partes del trabajo que demandaran una atmósfera. Podía pasar su vida entera volando por el fondo marino. Lubin lo hace. Y Brander y Caraco y hasta Nakata empiezan a hacerlo.
Lenie Clarke sabe que no pertenece aquí abajo. Ninguno de ellos pertenece.
Pero, al mismo tiempo, tiene miedo de lo que pudiera hacerle el exterior. Podía acabar como Fischer. Sería demasiado fácil simplemente... perderse. Si un vertido o fango caliente se desliza no me atrapará primero.
Ha estado valorando su propia vida bastante últimamente. Quizá eso signifique que está perdiendo la cabeza. ¿Qué clase de Rifter se preocupa por vivir? Pero ahí está: la dorsal empieza a asustarla.
Eso es una tontería. Completa, total tontería.
¿Quién no iba estar asustada?
Asustada. Sí. De Karl. De lo que le dejarás que te haga.
Ha pasado cuánto, ¿una semana ahora?
Dos días.
Dos días sin que ella haya dormido fuera. Dos días desde que decidió encarcelarse aquí dentro. Sale fuera a trabajar y vuelve tan pronto como termina el turno. Nadie le ha mencionado tal cambio.
Quizá nadie lo ha notado si ellos mismos no regresan a la Beebe después del trabajo, se diseminan por el suelo marino para hacer lo que sea que hagan en su espléndido y congelado aislamiento.
Aunque sabía que Acton lo notaría. Lo notaría y la echaría de menos y la seguiría de vuelta al interior de la estación. O quizá intentaría convencerla de que regresara afuera, luchando con ella cuando se resistiera. Pero no había mostrado señales de nada de eso. Él pasaba tanto tiempo allí fuera como nunca. Ella aún lo veía, por supuesto, a la hora de las comidas. En la biblioteca. En una ocasión para tener sexo, durante la cual él ni siquiera habló de nada importante. Y luego se marchó otra vez, de vuelta al océano.
No hizo ningún pacto con ella. Ella ni siquiera le había hablado del pacto que había hecho consigo misma. Aún así, se sentía traicionada.
Lo necesitaba. Sabía lo que aquello significaba, ver sus propias huellas arrastrándose por la carretera delante suya, pero leer las señales y cambiar el rumbo son dos cosas completamente diferentes. Sus adentros se retuercen con la necesidad de ir, si es afuera hacia él o si es sólo afuera, no puede saberlo.
Aunque mientras él esté fuera y ella dentro de la Beebe, Lenie Clarke puede decirse a sí misma que aún tiene el control.
Es un progreso, más o menos.
Ahora, acurrucada en su cubi con la compuerta firmemente sellada, escucha el gorgoteo subterráneo de la esclusa de aire. Salta fuera de la cama como controlada por radio.
Ruidos, carne contra metal, hidráulicos y neumáticos. Una voz. Lenie Clarke va de camino a la cubierta húmeda.
Él ha traído un monstruo con él. Es un lofiforme de casi dos metros de longitud, una bolsa gelatinosa con dientes la mitad de largos que el antebrazo de Clarke. Yace entre espasmos sobre la cubierta, sus entrañas le explotan por la boca en el casi vacío de una atmósfera a nivel del mar de la Beebe. Docenas de restos en miniatura, retorciéndose débilmente, se esparcen de su cuerpo por todas partes.
Caraco y Lubin, a mitad de alguna tarea, espían desde la esclusa de ingeniería. Acton está de pie junto a su captura, con el tórax, aún inflándose, siseando suavemente.
—¿Cómo lo ha pasado por la esclusa? —se pregunta Clarke.
—Más importante —dice Lubin acercándose—, ¿para qué molestarse?
—¿Qué son todas esas colas? —pregunta Caraco.
Acton les sonríe—. Colas no. Compañeros.
La cara de Lubin no cambia: —En serio.
Clarke se inclina hacia adelante. No sólo colas, ella lo ve ahora. Algunas tienen aletas extra por el lado y el lomo. Algunas tienen agallas. Un par de ellas incluso tienen ojos. Es como un banco entero de diminutos demonios marinos transportados dentro del grande. Algunos dentro sólo hasta sus fauces, pero otros están enterrados hasta justo bajo la cola.
Otra idea se le ocurre, aún más perturbadora: el grande ya no necesita la boca. Se limita a engullir a los pequeños por su pared corporal como un gigante que transfiere microbios.
—Sexo grupal en la dorsal —dice Acton—. Todos los grandes que hemos estado viendo son hembras. Los machos son esos jodidos pequeñitos de aquí del tamaño de un dedo. No hay muchas oportunidades para tener una cita aquí abajo, por eso se anclan en la primera hembra que encuentran y, más o menos, se fusionan... sus cabezas quedan absorbidas, se conectan juntos los riegos sanguíneos. Son parásitos, ¿lo pilláis? Se cuelan dentro y pasan su vida entera alimentándose de ella. Y hay un jodido montón de ellos, pero ella es más grande, más fuerte, se los podría comer vivos con tan sólo...
—Ha estado otra vez en la biblioteca —remarca Caraco.
Acton la mira durante un rato. Deliberadamente, señala la carcasa inflada sobre la cubierta.
—Esto somos nosotros —Recoge uno de los machos parásitos, lo arranca para liberarlo—. Esto son todos los demás. ¿Lo pilláis?
—Ah —dice Lubin—. Una metáfora. Inteligente.
Acton da un único paso hacia el otro hombre: —Lubin, me estoy cansado horrible y jodidamente de ti.
—En serio —Lubin no parece amenazado lo más mínimo.
Clarke se mueve entre ellos, pero no directamente, sólo desde un lado para formar la cúspide de un triángulo humano. No tiene absolutamente la menor idea de lo que hacer si aquello acaba en golpes. No tiene ni idea de lo que decir para evitar que eso ocurra.
De pronto, ni siquiera está segura de que querer evitarlo.
—Venga, tíos —Caraco apoya la espalda en el estante de secado—. ¿No podéis resolver esto de otro modo? Quizá sólo haga falta que saquéis una regla y os comparéis las pollas o algo así.
Ambos se quedan mirándola.
—Cuidado, Judy. Te estás volviendo bastante arrogante.
Ahora se quedan mirando a Clarke.
¿Ha dicho ella eso?
Por un muy muy largo momento, nada sucede. Entonces Lubin gruñe y vuelve al taller. Acton observa cómo se marcha y luego, privado de una amenaza inmediata, camina de vuelta hacia la esclusa de aire.
El diablo marino muerto tiembla sobre la cubierta, erizándose con la infestación.
—Lenie, ese se está volviendo verdaderamente raro —dice Caraco cuando se inunda la esclusa—. Quizá deberías dejar que se marche.
Clarke sacude la cabeza: —¿Marcharse adónde?
Incluso consigue esbozar una sonrisa.
Estaba buscando a Karl Acton, pero encontró a Gerry Fischer en su lugar. Le pareció tristemente deprimido a través de la longitud de un largo túnel. Parece estar a un océano entero de distancia. No habla, pero ella presiente tristeza, decepción. Me mentiste, dice ese presentimiento. Dijiste que vendrías a verme y me mentiste. Te olvidaste por completo de mí.
Está equivocado. Ella no le había olvidado en absoluto. Ella sólo lo intentó.
No lo dice en voz alta, por supuesto, pero, de alguna forma, él reacciona ante ello de todos modos.
Sus sentimientos cambian, la tristeza se esfuma, algo más frío sale a la superficie en su lugar, algo tan profundo y antiguo que ella no encuentra palabras para describirlo.
Algo puro.
Desde atrás, un toque sobre su hombro. Ella gira, alertada de inmediato, con la mano cerrada en torno a su puñal.
—Ey, cálmate. Soy yo —la silueta de Acton flota ante un fondo de luz proveniente de la Garganta. Clarke se relaja, lo empuja suavemente en el pecho sin decir nada.
—Bienvenida de nuevo —dice Acton—. No te he visto aquí fuera desde hace tiempo.
—Yo estaba... te estaba buscando —dice ella.
—¿En el fango?
—¿Qué?
—Estabas flotando ahí, bocabajo.
—Yo estaba —Siente un vestigio de inquietud, pero no consigue recordar a qué achacarlo—. Debo de haber ido a la deriva. Estaba soñando. Ha pasado mucho desde que dormí la última vez aquí fuera. Yo...
—Cuatro días, creo. Te he echado de menos.
—Bueno, podías haber venido dentro.
Acton asiente: —Y lo intenté. Pero nunca conseguía ir más allá de la esclusa de aire, y la parte que podía... bueno, era una especie de pobre sustituto. Como recordarás.
—No sé, Karl. Ya sabes lo que siento...
—Cierto. Y sé que te gusta estar aquí fuera tanto como a mí. A veces me siento como si pudiera quedarme aquí fuera para siempre —Hace una pausa como si sopesara alternativas—. Fischer lo entendió todo.
Algo se enfría.
—¿Fischer? —pregunta ella.
—Aún está aquí fuera, Len. Tú lo sabes.
—¿Lo has visto?
—No a menudo. Es bastante asustadizo.
—¿Cuándo lo has...? Quiero decir...
—Únicamente cuando estoy solo y bastante lejos de la Beebe.
Ella mira a su alrededor, inexplicablemente aterrorizada. Claro que no puedes verlo. No está aquí. E incluso si estuviera, aún está demasiado oscuro para...
Se obliga a dejar su luz encendida.
—Está... pienso, bastante colado por ti, Len. Pero supongo que eso también lo sabes.
No. No, no lo sabía. No lo sé.
—¿Habla contigo? —Ella no sabe por qué se resiente de ello.
—No.
—Entonces, ¿cómo?
Acton no responde de inmediato: —No lo sé. Sólo tengo esa impresión. Pero no habla. Es... no sé, Len. Simplemente vaga por ahí fuera y nos observa. No sé si él está... lo que nosotros consideraríamos... cuerdo, supongo...
—Nos observa —repite ella vibrando en voz baja y equilibrada.
—Sabe que estamos juntos. Creo... creo que se imagina que eso nos conecta a él y a mí en cierto modo —Acton queda en silencio un instante—. Tú te preocupabas por él, ¿no es cierto?
Oh sí. Siempre se empieza de forma tan inocente. Tú te preocupabas por él, qué bonito y luego es, lo encontrabas atractivo y luego, bueno, deberías de haber hecho algo o él no seguiría cortejándote y luego, só jodida zorra voy a...
—Lenie —dice Acton—. No estoy intentando empezar nada.
Ella espera y observa.
—Sé que no había nada entre vosotros. E incluso si lo hubiera, sé que no es una amenaza.
Ella también ha oído esta parte antes.
—Ahora que lo pienso, ese ha sido siempre mi problema —musita Acton—. Siempre me dejaba llevar por lo que me decían otras personas... la gente miente a todas horas, Len, tú lo sabes. Así que, no importa cuántas veces ella te jure que no te está jodiendo o incluso que no quiere joderte, ¿cómo se puede saber realmente? No se puede. Por eso, la asunción por defecto es que ella miente. Y que te mientan todo el tiempo es una buena maldita razón para... bueno, para hacer lo que hago a veces.
—Karl... tú sabes...
—Sé que no me mientes. Ni siquiera me odias. Eso es todo un cambio.
Ella extiende el brazo para tocar el lateral de su rostro: —Yo diría que esa es una buena decisión. Me alegra que confíes en mí.
—En realidad, Len, no tengo que confiar en ti. Sólo lo sé.
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo?
—No estoy seguro —dice él—. Tiene algo que ver con los cambios.
Él espera que ella responda.
—¿Qué estás diciendo, Karl? —dice ella al final—. ¿Estás diciendo que puedes leerme la mente?
—No. Nada de eso. Sólo que, bueno, me identifico más contigo. Puedo... es difícil de explicar...
Ella lo recuerda levitando junto a una fumarola luminosa: los gusanos de Pompeya pueden predecirlo. Las ostras y los braquiuros pueden predecirlo. ¿Por qué yo no?
Está sintonizado, percibe ella. Con todo. Incluso está sintonizado con los malditos gusanos, eso es lo que él...
Está sintonizado con Fischer...
Mueve el interruptor de la luz. Un cono brillante se clava en el abismo. Barre las aguas en torno a ambos. Nada.
—¿Lo han visto los demás?
—No lo sé. Creo que Caraco lo captó en el sónar una o dos veces.
—Volvamos —dice Clarke.
—No volvamos. Quédate un rato. Pasa aquí la noche.
Ella mira directamente a sus lentes vacías: —Por favor, Karl. Ven conmigo. Duerme dentro un poco.
—Él no es peligroso, Len.
—No se trata de eso —Al menos, no del todo.
—Entonces, ¿qué?
—Karl, ¿se te ha ocurrido alguna vez que podrías estar desarrollando algún tipo de dependencia por este subidón nervioso tuyo?
—Venga ya, Len. La dorsal nos da a todos un subidón. Por eso estamos aquí abajo.
—Recibimos un subidón porque estamos jodidos de la cabeza. Eso no implica que debiéramos salir por nuestra cuenta para aumentar el efecto.
—Lenie...
—Karl —Ella apoya sus manos en los hombros del hombre—. No sé lo que te pasa aquí abajo, pero sea lo que sea, me asusta.
Él asiente: —Lo sé.
—Pues, por favor, por favor, pruébalo a mi modo. Prueba a dormir dentro otra vez, sólo durante un tiempo. Intenta no pasar todas las horas de vigilia saltando por ahí sobre el fondo del océano, ¿vale?
—Lenie, no me gusto como soy dentro. Ni siquiera a ti te gusto dentro.
—Quizá. No lo sé. Sólo... es que no sé como tratar contigo cuando te pones así.
—¿Cuando no estoy a punto de dar una paliza a alguien? ¿Cuando actúo como un ser humano racional? Si hubiéramos tenido esta conversación en la Beebe, nos estaríamos tirando las cosas a la cabeza ahora mismo —Él se queda en silencio. Algo cambia en su postura—. ¿O se te ha pasado eso por alto?
—No. Claro que no —dice ella, sorprendida ante la idea.
—Bueno, entonces...
—Por favor. Sólo... compláceme. ¿Qué mal puede hacerte?
No responde, aunque ella tiene la furtiva sospecha de que podría.
Tiene que darle ese crédito. Su reluctancia se muestra en cada movimiento, pero aún así es el primero en atravesar la esclusa de aire. Aunque algo le pasa mientras se drena. El aire entra rápido dentro de él y... desplaza otra cosa. Ella no puede definirlo. Se pregunta por qué nunca lo ha notado antes.
Como recompensa, ella lo conduce directamente a su cubi. Lo folla contra el fuselaje, violentamente, sin la menor discreción. Sonidos animales retumban por el casco. Se pregunta, mientras se corre, si el ruido molesta a los demás.
—¿Alguno de vosotros —dice Acton— ha pensado por qué las cosas son tan jodidamente desagradables aquí abajo?
Es una ocasión extaña y asombrosa, tan rara como una conjunción planetaria.
Todos los relojes circadianos han andado juntos durante una o dos horas, arrastrando a todo el mundo al mismo tiempo. Casi a todo el mundo: Lubin no aparece por ningún lado. Tampoco es que contribuya mucho a la conversación de todos modos.
—¿A qué te refieres? —dice Caraco.
—¿A qué crees tú que me refiero? ¡Mira a tu alrededor, por amor de Dios! —Acton mueve el brazo, abarcando el salón—. El lugar apenas es bastante grande para estar de pie dentro. Allá donde mires hay jodidas tuberías y cables. Es como vivir en un armario auxiliar.
Brander frunce el ceño entre bocados de patata rehidratada.
—Estaban bajo un horario muy estricto —sugiere Nakata—. Lo importante era dejar todo funcionando lo más rápido posible. Quizá no tuvieron tiempo de dejarlo todo tan confortable como podían.
Acton bufa con burla: —Venga ya, Alice. ¿Cuánto tiempo extra se necesita para meter en el programa los planos para una sala principal decente?
—Presiento que se acerca una teoría conspiratoria —remarca Brander—. Pues, continúa, Karl. ¿Por qué la AR se ha salido del camino para que nos golpeemos la cabeza a todas horas? ¿Nos están engendrando para ser bajitos, quizá? ¿Para que comamos menos?
Lenie Clarke presiente que Acton se tensa. Es como una pequeña onda expansiva emitida por sus músculos tensos, un pulso de tensión que ondula por el aire y rompe contra su inmersopiel. Ella apoya casualmente una mano tranquilizadora en su muslo bajo la mesa. Es un riesgo calculado, por supuesto. Podría enfadarlo incluso más si Acton piensa que lo están subestimando.
Esta vez él se relaja un poco: —Pienso que tratan de mantenernos desequilibrados. Pienso que diseñaron la Beebe para estresarnos deliberadamente.
—¿Por qué? —Caraco de nuevo, tensa pero cívica.
—Porque les da ventaja. Cuanto más tiempo pasamos al límite, menos tiempo tenemos de pensar sobre lo que podríamos hacerles si quisieramos de verdad.
—¿Y eso qué es? —pregunta Caraco.
—Usa la cabeza, Judy. Podríamos apagar la red desde Charlottes hasta Portland.
—Conmutarían entradas —dice Brander—. Hay otras estaciones profundas.
—Sí. Y todas están atestadas de gente como nosotros —Acton da una palmada en la mesa—. Venga, gente. No nos quieren aquí abajo. Nos odian, somos psicópatas que apalizamos a nuestras esposas y nos comemos a nuestros bebés para desayunar. Si no fuera porque nadie más aguantaría sin volverse loco aquí abajo...
Clarke niega con la cabeza: —Pero podrían sacarnos del bucle por completo si quisieran, con sólo automatizarlo todo.
—Aleluya —Acton junta las manos en un aplauso sarcástico—. La mujer por fin lo ha entendido.
Brander se reclina en su silla: —Descansa un poco, Acton. ¿Has trabajado para la AR antes? ¿Has trabajado alguna vez para algún tipo de burocracia?
La mirada de Acton se gira para quedar fija en el otro hombre: —¿Cuál es tu argumento?
Brander lo mira con un indicio de sonrisa burlona en su cara.
—Mi argumento, Karl, es que estás leyendo demasiado de todo esto. Que si han hecho los techos demasiado bajos. Que si el decorador de interiores no vale una mierda. ¿Quieres las últimas noticias? Pues te diré que la AR no está asustada de ti —Abarca la Beebe con un movimiento del brazo—. Esto no es ninguna sutil guerra psicológica. La Beebe fue diseñada por tarados incompetentes —Brander se levanta, lleva su plato a la cocinilla—. Si no te gusta la habitación principal, quédate fuera.
Acton mira a Lenie Clarke con cara totalmente desprovista de expresión: —Oh, eso me encantaría. Créeme.
Está encorvado sobre el terminal de la biblioteca con fonos en los oídos y fonos en los ojos. La pantalla plana está negra como siempre, para ocultar de la vista su búsqueda literaria. Como si todo en la base de datos pudiera ser personal de verdad. Como si la AR racionara alguna vez todo hecho que mereciera ser ocultado.
Ella ha aprendido a no molestarlo cuando está así. Está cazando ahí dentro, resiente toda distracción como si los archivos que busca pudieran escaparse cuando aparta la mirada. Ella no lo toca. No pasa un cariñoso dedo por su brazo, no trata de deshacer los nudos musculares de sus hombros. Ya no. Hay errores de los que Lenie Clarke sabe aprender.
Él es una verdadera causa perdida de un modo extraño, aislado del resto de la Beebe, ciego y sordo a las presencias que no considera amigas de modo alguno.
Brander podría aparcer ahora mismo y plantarle un cuchillo en la espalda. Y aún así, todo el mundo lo deja en paz. Es como un exilio sensorial. Esta vulnerabilidad autoimpuesta es una especie de descarado desafío que nadie tiene las agallas de aceptar. Así que, Acton se sienta al teclado, pulsando al principio y ahora golpeando... en su propia datoesfera privada y su sorda presencia ciega domina el salón con toda la proporción del tamaño de su cuerpo físico.
—¡JODER!
Se arranca los fonos de la cara y aplasta el puño sobre la consola. Nada cruje siquiera. Mira por el salón, ojos blancos arden y los posa sobre Nakata en la cocinilla. Lenie Clarke, sabiamente, ha evitado todo contacto ocular.
—¡Esta base de datos es una jodida antigualla! ¡Nos encierran aquí abajo en este jodido ano negro durante meses y ni siquiera nos dan un enlace a la red!
Nakata extiende las manos: —La red está infectada —dice ella nerviosamente—. Nos envían descargas depuradas todos los meses o...
—Ya sé eso —La voz de Acton está repentina y ominosamente calmada.
Nakata pilla la indirecta y se queda en silencio.
Él se levanta. La sala entera parece encoger a su alrededor: —Tengo que salir de aquí —dice él dando un paso hacia la escalera, mira hacia Clarke—. ¿Vienes?
Ella niega con la cabeza.
—Sírvete tú misma.
Caraco, quizá. Ella ha hecho propuestas en el pasado.
Tampoco es que Clarke las tome en cuenta, pero las cosas están cambiando. Ya no hay sólo dos Karl Actons. Solía ser así de hecho, todos sus compañeros habían sido duales. Siempre había habido un anfitrión, un chasis magnético cuya cara y nombre nunca importaban porque cambiaban sin avisar. Y dar continuidad, ir detrás de cada par de ojos chispeantes, siempre ha habido una cosa interior y nunca cambiaba. Ni, para ser honestos, sabría Lenie Clarke lo que hacer si lo hacía.
Ahora hay algo nuevo: la cosa exterior. Hasta ahora, al menos, no ha mostrado signos de violencia. Parece tener visión de rayos X, lo que podría ser incluso peor.
Lenie Clarke siempre ha dormido con la cosa interior. Hasta ahora, siempre había asumido que por falta de alternativa.
Da un ligero toque a la compuerta de Caraco: —¿Judy? ¿Estás ahí?
Debería estar; no está en ninguna otra parte de la Beebe y el sónar no encuentra rastro de ella afuera.
No hay respuesta.
Puede esperar.
No. Ya ha esperado bastante.
¿Cómo me sentiría si...?
Ella no es como yo.
La compuerta está cerrada pero no acerrojada. Clarke la empuja unos centímetros y espía dentro.
Se las han arreglado para extraerla. Alice Nakata y Judy Caraco acurrucadas una junto a la otra en esa diminuta litera. Sus ojos se mueven contínuamente bajo los párpados cerrados. El soñador de Nakata monta guardia junto a ellas con sus tentáculos pegados a sus cuerpos.
Clarke deja que la compuerta se cierre con un siseo.
Era una idea estúpida de todos modos. ¿Qué iba a saber ella?
Se pregunta cuánto tiempo llevan juntas. Ni siquiera lo ha visto venir.
—Tu novio no está aquí —avisa Lubin—. Se supone que debíamos llenar hasta arriba de anticongelante el número siete.
Clarke consulta la pantalla topográfica: —¿Cuánto hace falta?
—Oh, cuatrocientos.
—Vale.
Acton llega media hora tarde. Eso es raro; lleva saliendo del horario estos días, una concesión poco entusiasta para Clarke en nombre de las relaciones de grupo.
—No consigo encontrarlo en el sónar —informa ella—. A menos que esté abrazando el fondo. Espera.
Se inclina fuera del cubi de Comunicaciones: —Ey. ¿Alguien ha visto a Karl?
—Salió hace un rato —exclama Brander desde la sala de humedad—. Mantenimiento en el siete, creo.
Clarke pulsa de vuelta al canal de Lubin: —No está aquí. Brander dice que ya ha salido. Seguiré buscando.
—Vale. Al menos su activador de hombre muerto no se ha disparado.
Clarke no sabe si Lubin piensa que eso es bueno o malo.
Movimiento en el rabillo del ojo. Ella levanta la vista, Nakata está de pie en el umbral de la compuerta.
—¿Lo has encontrado? —pregunta ella.
Clarke niega con la cabeza.
—Estaba en el Médico justo antes de salir —dice Nakata—. Estaba abierto. Dijo que estaba haciendo unos ajustes...
Oh, Dios.
—Dijo que mejoraban el rendimiento afuera, pero no explicó más. Dijo que me lo enseñaría más tarde. Quizá salió algo mal.
La pantalla de la cámara externa, vista ventral. La imagen parpadea por un momento, luego se aclara. En la pantalla, un círculo de luz como una vieira yace sobre una llanura plana de fango, intersectada por las afiladas sombras de los cables de anclaje.
Cerca del borde de ese círculo hay una negra figura humana bocabajo con las manos a ambos lados de la cabeza.
Ella despierta los acústicos cercanos: —¡Karl! Karl, ¿me oyes?
Reacciona. Su cabeza se mueve, levanta la cara hacia las luces. Sus tapas oculares reflejan una mirada blanca vacía hacia la cámara. Está temblando.
—Su vocificador —dice Nakata.
Hay sonido llegando al altavoz, bajo, repetitivo, mecánico.
—Está... tartamudeando...
Clarke ya está en la sala de humedad. Sabe lo que el vocificador de Acton está diciendo.
Lo sabe porque se repite la misma palabra una y otra vez en su propia cabeza.
No.
No. No. No. No.
No hay impedimento motor obvio. Es capaz de volver dentro por sí sólo. Se tensa, de hecho, cuando Clarke trata de ayudarlo. Se quita el equipo y la sigue hasta el Médico sin decir una palabra.
Nakata, diplomáticamente, cierra la compuerta tras ellos.
Ahora él se sienta en la mesa de operaciones con cara pétrea. Clarke conoce la rutina. Le quita la piel y las tapas oculares. Comprueba la respuesta automática de la pupila y los arcos reflejos. Le pincha y saca las muestras habituales: sangre, gases, acetilcolina, GABA, ácido láctico.
Ella se sienta a su lado sin quitarse las tapas. No quiere ver sin ellas.
—Tus inhibidores —dice ella al final—. ¿Cómo los has ajustado?
—Veinte por ciento.
—Bueno —Ella prueba el toque leve—. Al menos ahora sabemos el límite. Ajústalos al nivel normal.
Casi imperceptiblemente, él niega con la cabeza.
—¿Por qué no?
—Demasiado tarde. He atravesado una especie de umbral. No creo que... no siento que sea reversible.
—Ya veo —Pone una mano tentativa sobre su brazo. Él no reacciona—. ¿Cómo te sientes?
—Ciego. Sordo.
—Aunque no lo estás.
—Has preguntado cómo me siento —dice él, aún sin expresión.
—Toma —Ella coge el casco RMN del gancho. Acton deja que se lo sujete al cráneo—. Si hay algo mal, esto debería...
—Hay algo mal, Len.
—Bueno —El casco escribe sus impresiones en la pantalla de diagnóstico.
Clarke tiene el mismo entrenamiento médico que tienen todos, embutido en su mente por las máquinas que secuestaron sus sueños. Aún así, los datos en bruto no significan nada para ella. Pasa casi un minuto antes de que la pantalla imprima un sumario ejecutivo.
—Tu calcio sináptico está muy bajo —Ella tiene cuidado de no mostrar su alivio—. Tiene sentido, supongo. Tus neuronas se disparan demasiado a menudo, tarde o temprano, se les agota algo.
Él mira la pantalla sin decir nada.
—Karl, no pasa nada —Se inclina hacia su oído con una mano sobre su hombro—. Se arreglará por sí solo. Sólo vuelve a dejar tus inhibidores al nivel normal. La demanda se reduce, el sumimistro aumenta. Daño reparado.
Niega con la cabeza de nuevo: —No funcionará.
—Karl, mira la lectura. Vas a ponerte bien.
—Por favor, no me toques —dice él sin moverse.
Echa un vistazo al puño antes de que le golpee el ojo. Ella se tambalea hacia atrás y choca contra el fuselaje, siente algún remache o válvula prominente golpearle la nuca. El mundo se anega con explosiones de estrellas.
Él tipo ha perdido el control, piensa ella insensiblemente. Yo gano. Las rodillas colapsan bajo su peso, ella se desliza pared abajo y acaba sentada de un golpe sobre la cubierta. Considera una cuestión de orgullo mantener total silencio durante todo el proceso.
Me pregunto lo que hice para provocarlo. Ella no puede acordarse. El puño de Acton parece haber golpeado su cabeza los últimos minutos.
No importa, de todos modos. Es el mismo baile de siempre.
Pero esta vez parece haber alguien de su parte. Puede oír los gritos de una pelea. Oye el enfermizo golpe perturbador de la carne contra metal y, por una vez, nada de ello parece ser suyo.
—¡So mamón! ¡Te arrancaré las jodidas bolas!
La voz de Brander. Brander la está defendiendo. Siempre ha sido el galante.
Clarke sonríe, prueba la sal. Claro, nunca perdonó a Acton por esa pelea sobre el pez pelícano, o...
Su visión empieza a aclararse, al menos la de un ojo. Hay una pierna derecha delante de ella, otra a un lado. Levanta la vista, las piernas se encuentran en la entrepierna de Caraco. Acton y Brander también están en su cubi. Clarke se sorprende de que puedan caber todos.
Acton, con la boca ensangrentada, está bajo asedio. La mano de Brander está en su garganta.
Acton tiene la muñeca de esa mano apresada cuando Clarke observa. Su otra mano se lanza y golpea la mandíbula de Brander.
—Parad —balbucea ella.
Caraco alcanza la sien de Acton dos veces en rápida sucesión. La cabeza de Acton se ve lanzada hacia un lado, masculla, pero él no libera su presa sobre Brander.
—¡He dicho que paréis!
Esta vez la oyen. El ritmo de la pelea disminuye, se pausa, los puños se quedan en pose. No se liberan los agarres, pero ahora todos la están mirando a ella.
Hasta Acton. Clarke levanta la mirada hacia sus ojos, mira tras ellos. No consigue ver nada salvo al propio Acton. Estuviste allí antes, recuerda ella. Estoy casi segura de ello. Cuento contigo para llevar a Acton a una pelea perdedora y, luego, asustarse...
Ella se abraza a sí misma junto al fuselaje y se impulsa despacio para levantarse. Caraco se echa a un lado y la ayuda a ponerse de pie.
—Me siento halagada por toda esta atención, amigos —dice Clarke—. Y quiero agradeceros por parar, pero creo que podemos manejar esto solos de aquí en adelante.
Caraco pone un mano protectora sobre su hombro: —No tienes que ponerte al nivel de este mierda —Sus ojos, venenosos a través del blindaje, aún siguen fijos en Acton—. Ninguno de nosotros.
Una esquina de la boca de Acton traza una sonrisilla burlona ensangrentada.
Clarke resiste el toque de Caraco sin apartarse: —Lo sé. Y gracias por pasaros a verme. Pero, por favor, dejadnos solos durante un rato.
Brander no suelta el agarre de la garganta de Acton: —No creo que eso sea una buena...
—¡Quieres quitarle tus jodidas manos de encima y dejarnos en paz!
Se echan hacia atrás. Clarke mira cómo se marchan todos ellos, pasa el cerrojo de la compuerta para mantenerlos fuera.
—Maldita sea, qué vecinos más ruidosos —gruñe ella dándole la espalda a Acton.
El cuerpo de él se afloja ante la repentina privacidad, toda la ira y la bravata se evapora mientras ella mira.
—¿Me quieres decir por qué estás siendo tan gilipolllas? —dice ella.
Acton colapsa sobre el jergón de Clarke. Se queda mirando la cubierta, evitando mirarla a los ojos.
—¿No sabes cuándo te están jodiendo? —dice él.
Clarke se sienta a su lado.
—Claro. Recibir puñetazos es como una vía de escape.
—Intento ayudarte. Intento ayudaros a todos —Él se gira y la abraza, le tiembla el cuerpo, aprieta su mejilla en la de ella, la cara orientada hacia el muro tras ella—. Oh Dios, Lenie, lo siento mucho, eres la última persona en todo este jodido mundo a la que quiero hacer daño...
Ella le acaricia sin hablar. Sabe lo que él quiere decir. Siempre lo dicen.
Aún así, no puede inducirse para culparlos a todos ellos. Él cree que está solo aquí dentro. Cree que todo es por su culpa.
Brevemente, una idea imposible: quizá lo sea.
—No puedo seguir con esto —dice él—. Quedarme dentro.
—Las cosas mejorarán, Karl. Siempre es duro al principio.
—Oh, Dios, Len. No tienes ni idea. Aún crees que soy una especie de yonqui.
—Karl...
—¿Crees que no sé lo que es una adicción? ¿Crees que no sé la diferencia?
Ella no responde.
Él consigue dar una triste y pequeña carcajada.
—Estoy perdiendo la cabeza, Len. Me estás obligando a perderla. ¿Por qué en el nombre de Dios me quieres de esta manera?
—Porque así es como eres, Karl. Fuera no eres tú. Lo que hay fuera es una distorsión.
—Fuera no soy un gilipollas. Fuera no hago que todo el mundo me odie.
—No —Ella le abraza—. Si controlar tu genio significa verte convertido en otra cosa, verte dopado todo el tiempo, entonces me arriesgaré con el original.
Acton la mira: —Yo odio esto. Cristo Jesús, Len. ¿No te cansarás nunca de la gente que te apalea?
—Eso es algo horrible que decirme —remarca ella tranquilamente.
—No lo creo. Recuerdo algunas cosas que he visto ahí afuera, Len. Es como si necesitaras... quiero decir, Dios, Lenie, hay tanto odio en todos vosotros...
Nunca lo ha oído hablar así. Ni siquiera afuera.
—Tú has recibido un poco de ti también, ¿sabes?.
—Ya. Creí que me hacía diferente. Creí que me daba... un margen, ¿sabes?
—Lo da.
Él niega con la cabeza: —Oh, no. No contigo.
—No te infravalores. Acaso ves que intente tomar control de la estación entera.
—Es eso precisamente, Len. Lo ventilo a todas horas, lo desperdicio en cosas estúpidas como ésta. Pero tú... tú lo atesoras —Su expresión cambia, ella no está segura hacia qué exactamente. Preocupación, quizá. Resentimiento.
—A veces me asustas más que Lubin. Tú nunca hostigas o pegas a nadie... Cristo, es un todo un acontecimiento cuando levantas la voz... así que, se va acumulando. Tiene su lado positivo, supongo —Consigue dar una carcajada en voz baja—. El odio es una fuente de combustible estupenda. Si acaso, una vez activado, eres imparable. Pero ahora eres sólo tóxica. No creo que sepas realmente cuánto odio tienes dentro.
¿Pena?
Algo dentro de ella se enfría de repente.
—No juegues al terapeuta conmigo, Karl. Sólo porque tus nervios se disparan demasiado rápido no significa que tengas sexto sentido. Tú no me conoces tan bien.
Claro que no. O no estarías conmigo.
—Aquí dentro no —sonríe él, pero esa extraña expresión enfermiza continúa asomando detrás—. Fuera, al menos, puedo ver cosas. Aquí dentro estoy ciego.
—Estás en la tierra de los ciegos —dice ella bruscamente—. No es una desventaja.
—¿En serio? ¿Te quedarías aquí si eso significara que te arrancaran los ojos? ¿Te quedarías en algún lugar que pudriera tu cerebro pedazo a pedazo, que te convirtiera de ser humano a jodido mono?
Clarke lo considera: —Si yo fuera un mono con el que empezar, quizá.
Uh oh. Soné demasiado frívola por la mitad, ¿verdad?
Acton la mira un momento. Algo más también, adormilado, con un ojo abierto.
—Al menos, no obtengo mis endorfinas haciéndome la víctima —dice él despacio—. Deberías ser más cuidadosa al escoger a quién menosprecias.
—Y tú —replica Clarke— deberías guardarte las lecciones piadosas para esas raras ocasiones en las que de verdad sabes de lo que estás hablando.
Él se levanta de la cama y la mira con los puños cuidadosamente abiertos.
Clarke no se mueve. Siente el cuerpo entero endurecerse de dentro hacia afuera. Levanta la mano deliberadamente hasta que mira directamente a los ojos encapuchados de Acton.
Ese algo está ahí dentro ahora, totalmente despierto. Ya no consigue ver a Acton en absoluto.
Todo vuelve a la normalidad.
—Ni se te ocurra intentarlo —dice ella—. Te di un par de intentos por los viejos tiempos, pero si me vuelves a poner la mano encima te juro que voy a matarte.
Se maravilla interiormente de la fuerza de su voz. Suena como el hierro.
Se quedan mirándose el uno al otro durante un momento interminable.
El cuerpo de Acton gira sobre sus talones y retira el cerrojo de la compuerta. Clarke lo observa salir andando de su cubículo. Caraco, esperando en el pasillo, deja pasar a aquello sin decir una palabra. Clarke se queda totalmente inmóvil hasta que oye el cerrojo empezar su ciclo.
No ha visto mi farol.
Excepto que, esta vez, no está segura de que sólo fuera un farol.
Él no pasa a verla.
Han pasado días desde que se lo dijeron todo el uno al otro. Hasta los horarios de sus turnos han divergido. Esta noche, cuando ella trataba de dormir, lo oye llegar desde el abismo otra vez y subir la escalera hasta el salón como alguna critura marina invasora. Lo suele hacer de vez en cuando si el lugar está desierto, cuando todos o están fuera o sellados dentro de sus cubículos. Él se sienta allí en la biblioteca, zambulléndose con sus fonos hacia avenidas virtuales interminables, con desesperación en cada movimiento.
Es como si tuviera que aguantar la respiración siempre que entra dentro. Una vez ella lo vió arrancarse los auriculares del cráneo y huir corriendo al exterior como si le fuera a estallar el pecho. Cuando ella recogió el auricular abandonado, los resultados de su búsqueda aún brillaban en los ojofonos. Química.
En otra ocasión de camino al exterior, él se dió la vuelta para verla de pie en el pasillo. Le sonrió. Hasta dijo algo: —... siento —es lo que ella oyó, pero pudo haber dicho algo más. Él no se quedó.
Ahora sus manos descansan quietas sobre el teclado. Le tiemblan los hombros.
Él no emite el más mínimo sonido. Lenie Clarke cierra los ojos, dudando sobre si aproximarse a él. Cuando ella vuelve a mirar, el salón está vacío.
Puede saber exactamente dónde ha ido. Su icono brota fuera de la Beebe, se aleja arrastrándose por la pantalla y sólo hay una cosa en aquella dirección.
Cuando ella llega allí, él se arrastra por la espalda de algo, cavando un agujero con el cuchillo. Las tapas oculares de Clarke apenas pueden encontrar bastante luz para ver a tan larga distancia de la Garganta. Acton corta y separa, a la luz de la lámpara de su casco, su sombra serpentea por un horizonte de carne muerta.
Está excavando un cráter, quizá de medio metro de largo y medio metro de profundidad. Corta atravesando el estrato de grasa bajo la piel y está desgarrando los músculos marrones de abajo. Han pasado meses ahora desde que esta criatura aterrizó aquí. Clarke se maravilla por su preservación.
Al abismo le gustan los extremos, musita ella. Si no es una olla a presión, es un frigorífico.
Acton para de cavar. Se queda flotando ahí, mirando hacia abajo a su trabajo manual.
—Menuda idea más estúpida —zumba él por fín—. A veces no sé lo que me ocurre —Se gira para encararla, sus tapas oculares reflejan el amarillo—. Lo siento, Lenie. Sé que este lugar era especial para ti. No pretendía... bueno, profanarlo, supongo.
Ella niega con la cabeza: —No pasa nada. No es importante.
El vocificador de Acton gorgotea, en el aire sería una carcajada triste: —Me doy demasiado crédito a mí mismo a veces, Len. Siempre que estoy dentro me quedo jodido del todo y no sé lo que hacer. Imagino que lo único que tengo que hacer es venir aquí fuera y las escamas se caerán de mis ojos. Es casi como fe religiosa. Todas las respuestas. Justo aquí fuera.
—No pasa nada —dice Clarke de nuevo, ya que parece mejor eso que no decir nada.
—Sólo que, a veces, la respuesta no hace mucho por uno realmente, ¿sabes? A veces la respuesta es sólo: Olvídalo. Estás jodido —Acton mira de nuevo a la ballena muerta—. ¿Te importa apagar la luz?
La oscuridad los engulle como una manta. Clarke se mueve a través de ella y atrae a Acton hacia sí.
—¿Qué estabas tratando de conseguir?
Esa carcajada mecánica otra vez: —Algo que he leído. Estaba pensando —Roza su mejilla con la de ella—. No sé lo que estaba pensando. Cuando estoy dentro soy un jodido caso de lobotomía. Se me ocurren esas estúpidas ideas y hasta que regreso afuera lleva un tiempo antes de que despierte realmente y me de cuenta de lo cretino que he sido. Quería estudiar una glándula adrenal. Pensé que me ayudaría a descubrir cómo contrarrestar el agotamiento de iones en las uniones sinápticas.
—Sabes cómo hacer eso.
—Bueno, sólo era una bobada de todos modos. No consigo pensar bien allí dentro.
Ella no se molesta en discutir.
—Lo siento —zumba Acton tras un rato.
Clarke le acaricia la espalda. Es como sentir dos láminas de plástico frotándose juntas.
—Creo que puedo explicártelo —añade—. Si estás interesada.
—Claro —Aunque ella sabe que eso no cambiará nada..
—¿Sabes que hay una zona en tu cerebro que controla el movimiento?
—Vale.
—Y si, digamos, llegas a ser pianista de concierto, la parte que controla tus dedos se extendería realmente, usaría más de la zona para atender la demanda creciente del control de los dedos. Pero también pierdes algo. Las partes adyacentes de la zona se remplazan. De modo que quizá no puedas mover los dedos de los pies o doblar la lengua tan bien como lo hacías antes de que empezaras a practicar.
Acton queda en silencio. Clarke siente los brazos del hombre abrazándola suavemente desde atrás.
—Creo que me pasa algo así —dice tras un rato
—¿Cómo?
—Creo que algo en mi cerebro se ha ejercitado, extendido y remplazado algunas otras partes. Pero sólo funciona en un entorno de alta presión, ¿ves?, es la presión lo que hace que mis nervios se activen más rápido. De modo que cuando vuelvo dentro, la parte nueva se desconecta y las partes viejas se han... bueno, perdido.
Clarke niega con la cabeza: —Hemos pasado por esto, Karl. Tus sinapsis sólo están bajas en calcio.
—Eso no es todo lo que pasó. Ya ni siquiera es un problema, He aumentado mis inhibidores otra vez. No hasta el final, pero lo suficiente. Aunque aún tengo esta parte nueva y no consigo encontrar las antiguas.
Ella siente la barbilla de él apoyada en lo alto de su cabeza—. No creo que yo sea exactamente humano, Len. Lo cual, considerando la clase de humano que era, probablemente esté bien.
—Y, ¿qué es lo que hace, exactamente? ¿Esta parte nueva?
Le lleva un tiempo responder.
—Es casi como obtener un órgano sensorial extra, excepto que es... difuso. Intuición, solo que con un límite muy grande.
—Difuso, con un límite muy grande.
—Sí, bueno. Ese es el problema cuando se intenta explicar el olor a alguien sin nariz.
—Quizá no es lo que piensas. Me refiero a que algo ha cambiado, pero eso no implica que puedas realmente... mirar dentro de las personas, así de pronto. Quizá es sólo alguna clase de desorden. O una alucinación, a lo mejor. No se puede saber.
—Lo sé, Len.
—Pues tienes razón —La creciente rabia se destila desde su reservorio interno—. Ya no eres humano. Eres menos que humano.
—Lenie...
—Los humanos han de confiar, Karl. No es un drama poner tu fe en algo que sabes con certeza. Quiero que confíes en mí.
—No que sepas tú.
Ella trata de oir la tristeza en esa voz sintética. En la Beebe, quizá, habría pasado el filtro. Pero en la Beebe él nunca hubiera dicho eso.
—Karl...
—No puedo volver.
—No eres tú mismo aquí fuera —Ella le aleja de un empujón, se da la vuelta. Apenas consigue distinguir su silueta.
—Quieres que sea —oye confusión en las palabras incluso con el vocificador, pero ella sabe que no es una pregunta—. ... odioso.
—No seas idiota. Estoy más que harta de gilipollas, créeme. Pero Karl, esto es sólo una especie de truco barato. Sal de la caseta de magia y eres el Sr. Buen Tipo. Vuelve dentro y eres el Estrangulador de SeaTac. Eso no es real.
—¿Cómo puedes saberlo?
Ella mantiene la distancia, sabiendo de pronto la respuesta. Únicamente es real si duele. Sólo es real si sucede despacio, con dolor, cada paso tallado con gritos y amenazas y puñetazos.
Sólo es real si Lenie Clarke es la única que lo hace cambiar.
No le cuenta nada de esto, claro está. Pero le asusta, cuando se gira y lo deja allí, que no tenga que hacerlo.
Sale al instante del sueño, tensa y completamente alerta. Hay oscuridad... las luces están apagadas, hasta ha vaciado las lecturas de la pared... pero es la íntima oscuridad familiar de su propio cubi. Algo da golpecitos en el casco, regulares e insistentes.
Vienen del exterior.
Fuera en el pasillo hay suficiente luz para los ojos de un Rifter. Nakata y Caraco están inmóviles en el salón. Brander está sentado en la biblioteca. Las pantallas son oscuras, todos los auriculares penden de sus perchas.
El sonido tica por el salón, más remoto que antes pero aún fácilmente audible.
—¿Dónde está Lubin —pregunta Clarke en voz baja. Nakata inclina la cabeza hacia el casco: fuera en alguna parte.
Clarke sube la escalerilla y entra en la esclusa de aire.
—Creímos que te habías perdido —dice ella—. Como Fischer.
Flotan entre la Beebe y el suelo marino. Clarke se acerca a él. Acton retrocede.
—¿Cuánto tiempo ha pasado?, pregunta él. Las palabras salen como débiles suspiros metálicos.
—Seis días. Quizá siete. He estado postergando... avisar en busca de un remplazo...
Él no reacciona.
—Te vimos en el sonar algunas veces —añade ella—. Durante un rato. Luego desapareciste.
Silencio.
—¿Te perdiste —pregunta ella tras un rato.
—Sí.
—Pero ahora has vuelto.
—No.
—Karl...
—Necesito que me prometas una cosa, Lenie.
—¿Qué?
—Prométeme que harás lo que yo hice. Que lo ordenes también. A ti te escucharán.
—Sabes que no puedo...
—Cinco por ciento, Lenie. Quizá diez. Si lo mantienes así de bajo te irá bien. Promete.
—¿Por qué, Karl?
—Porque no estaba equivocado en todo. Porque tarde o temprano van a tener que deshacerse de ti y necesitas todo el margen que puedas conseguir.
—Ven adentro. Podemos hablar de esto dentro, todos están allí.
—Suceden cosas extrañas allí afuera, Len. Más allá del alcance del sónar, están... no sé lo que están haciendo. No nos lo dirán...
—Ven adentro, Karl.
El sacude la cabeza. Casi parece desacostumbrado al gesto.
—... no puedo...
—Pues no esperes que yo...
—Dejé un archivo en la biblioteca. Explica las cosas lo mejor que pude, cuando estuve allí dentro. Prométemelo, Len.
—No. Promete tú. Ven dentro. Promete que lo solucionarás.
—Mata demasiado de mí —suspira él—. Lo he llevado demasiado lejos. Algo se ha fundido, Ya ni siquiera estoy completamente entero aquí afuera. Pero tú estarás bien. Cinco o diez por ciento, no más.
—Te necesito —vibra ella muy deprisa.
—No —dice él—. Necesitas a Karl Acton.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Necesitas lo que él te hacía.
Todo calor sale de ella entonces. Lo que queda es un lento hervor congelante.
—¿Qué pasa, Karl? ¿Alguna gran revelación que has obtenido caminando por ahí como un espíritu entre el fango? ¿Crees que me conoces mejor que yo misma?
—Tü sabes que...
—Porque no me conoces, ¿sabes?. No sabes una mierda de mí, nunca. Y no tienes las pelotas para averiguarlo, por eso corres hacia la oscuridad y regresas vomitando toda esta memez pretenciosa.
Lo está incitando, sabe que lo está incitando, pero él simplemente no reacciona. Hasta uno de sus estallidos sería mejor que esto.
—Está guardado bajo Sombra —dice él.
Ella se queda mirándolo sin hablar.
—El archivo —añade él.
—¿Qué pasa contigo? —Lo está sacudiendo ahora, machacando tan fuerte como puede, pero él no devuelve el golpe, ni siquiera se defiende, por amor de dios, por qué no te defiendes, capullo, por qué no lo superas, simplemente dame una buena paliza hasta que la culpa nos cubra a ambos y nos prometamos no volver a hacerlo de nuevo y...
Pero hasta la ira deserta de ella ahora. La inercia de su ataque los aleja el uno del otro. Se agarra a un cable de anclaje. Una estrella de mar, enrollada en torno al cable, se estira a ciegas para tocarla con la punta de un brazo.
Acton continúa a la deriva.
—Quédate —dice ella.
Él frena y mantiene la posición sin responder, oscuro y gris y distante.
Hay tantas cosas negadas para ella aquí afuera. No puede llorar. Ni siquiera puede cerrar los ojos. Así que contempla el lecho marino, observa cómo su propia sombra se alarga alejándose hacia la oscuridad.
—¿Por qué estás haciendo esto? —pregunta ella exhausta y se cuestiona a quién le ha hecho la pregunta.
La sombra de Acton fluye por la de ella. Responde una voz mecánica: —Esto es lo que se hace cuando se quiere a alguien de verdad.
Ella dispara la cabeza hacia arriba a tiempo de verlo desaparecer.
La Beebe está en silencio cuando ella regresa. El pisar mojado de sus pies sobre la cubierta es el único sonido. Sube hasta entrar en el salón y lo encuentra vacío. Da unos pasos hacia el pasillo que conduce a su cubi.
Se para.
En Comunicaciones, un icono luminoso avanza centímetro a centímetro hacia la Garganta. La pantalla miente para dar efecto: en realidad, Acton es oscuro e irreflexivo, no más luminoso que ella.
Se pregunta otra vez si debería intentar detenerlo. Nunca podría superarle por la fuerza, pero quizá sólo era que no había pensado en la cosa correcta que decir. A lo mejor, si lo hacía bien, podía atraerlo, incitar su regreso sólo mediante palabras. Sin ser nunca más una víctima, como dijo él una vez. Quizá ella era en realidad una sirena.
No consigue pensar en nada que decir.
Él casi está allí ahora. Puede verlo deslizándose entre grandes pilares de bronce, nebulosas bacterianas arremolinándose a su paso. Imagina su cara orientada hacia abajo, escaneando, incansable, hambriento. Puede verlo aullando en el extremo norte de la calle Main.
Lenie apaga la pantalla.
No necesita ver esto. Sabe lo que está pasando y las máquinas se lo dirán cuando se haya acabado. No podría detenerlo aunque lo intentara, no a menos que lo aplastara hasta hacerlo chatarra. Eso, de hecho, es exactamente lo que quiere hacer. Pero se controla. Quieta como una piedra, Lenie Clarke se sienta en el cubi de Comando contemplando una pantalla vacía, esperando la alarma.
Soñaba con agua.
Él siempre soñaba con agua. Soñaba con el olor de peces muertos en redes podridas y el arco iris en los charcos de gasolina rielando hacia el rompeolas Steveston y en un hogar tan cerca de la orilla que apenas se podía asegurar. Soñaba con los tiempos cuando zona costera significaba algo, hasta con la extensión fangosa marrón donde el Fraser sangraba dentro del Estrecho de Georgia. Su madre de pie ante él, proyectando un recurso ecológico vital, Yves. Una tierra escalada para las aves migratorias. Un filtro para el mundo entero. Un pequeño Yves Scanlon le devolvía la sonrisa, orgulloso de que él; entre todos los amigos... bueno, amigos no, exactamente, pero quizá lo fueran ahora; crecería apreciando la naturaleza de primera mano, justo aquí en su nuevo patio de atrás. A metro y medio por encima de la línea de marea alta.
Y luego, como era costumbre, el mundo real echaba abajo las puertas a patadas y electrocutaba a su madre en mitad de la sonrisa.
A veces podía posponer lo inevitable. A veces podía vencer la sacudida del soñador en su mesilla de noche, evitar que lo arrastrara de regreso durante unos pocos segundos más. Treinta años de imágenes al azar destellaban por su mente en esos momentos; bosques derribados, desiertos creciendo, dedos ultravioleta profundizando cada vez más en los mares yermos. Océanos creciendo en las líneas de playa. Recursos naturales vitales que se transforman en extensos campos de Refugiados. Campos de Refugiados que se tansforman en zonas intermareales.
Yves Scanlon estaba despierto otra vez, empapado en sudor, con los dientes apretados, encendido mediante un puente.
Dios, no, He vuelto
El mundo real.
Tres horas y media. Sólo tres horas y media...
Eso era todo lo que el soñador le permitía. Las fases de sueño de uno a cuatro duraban diez minutos cada una, el REM duraba treinta, en deferencia a la incompresibilidad del estado onírico. Un ciclo de setenta minutos que se iniciaba tres veces por noche.
Podías haber sido un Freelance. Todo el mundo lo era.
Los Freelancers elegían sus propias horas. Los empleados, los pocos que quedaban, tenían horas preseleccionadas. Yves Scanlon era un empleado. Se recordaba a sí mismo con frecuencia las ventajas: no tenías que pelear y revolver por un nuevo contrato cada seis meses. Tenías estabilidad, más o menos, si rendías. Si seguías rindiendo.
Lo que significaba, por supuesto, que Yves Scanlon no podía permitirse las nueve horas y media de sueño nocturno óptima para su especie.
Que sea servidumbre a cambio de seguridad. No pasaba un día sin que él no odiara la elección que había hecho. Algún día, quizá, la odiaría incluso más que el miedo que tenía a la otra alternativa.
—Diecisiete asuntos de alta prioridad —dijo la estación de trabajo cuando sus pies tocaron el suelo—. Cuatro emisiones, doce redes, un teléfono. Los asuntos de emisión y fono estaban limpios. Los de red se desinfectaban al entrar, con una probabilidad del cuarenta por ciento de que se colaran errores encriptados.
—Sube el desinfectante —dijo Scanlon.
—Eso destruirá todos los errores encriptados, pero también podría destruir el cinco por ciento de los datos legítimos. Podría simplemente volcar los archivos de riesgo —le dijo la máquina.
—Desinfecta, entoces. ¿Qué hay a media lista?
—Ochocientos sesenta y tres asuntos. Trescientos veintisiete emis...
—Bórralo todo —Scanlon se dirije al cuarto de baño, se detiene—. Espera un minuto. Reproduce la llamada de teléfono.
—Aquí Patricia Rowan —dijo la estación con una fría voz entrecortada—. Puede que hayamos encontrado algunos problemas de personal en el programa geotérmico del fondo marino. Me gustaría discutirlos con usted. Haré que desvíen directamente su llamada de respuesta.
Mierda.
Rowan era una de los altos Cuerpos de la costa oeste. Ella ni siquiera reconocía a Scanlon hasta que lo contrataron en la AR.
—¿Hay alguna prioridad en esa llamada? —preguntó Scanlon.
—Importante, pero no urgente —respondió la estación de trabajo.
Podía desayunar primero y quizá consultar su correo. Podía ignorar todos esos reflejos que le urgían a dejarlo todo y saltar como una foca amaestrada para conseguir inmediata atención. Lo necesitaban para algo.
Las cosas a su tiempo. A su maldito tiempo.
—Voy a darme una ducha —le dijo con dudoso desafío a la estación—. No me molestes hasta que salga.
Aunque a sus reflejos no le gustaron eso en absoluto.
—... eso de "curar" víctimas de desorden de personalidad múltiple es en verdad equivalente al asesinato en serie. El asunto sigue en la controversia, a la luz de los recientes hallazgos, de que el cerebro humano puede contener hasta ciento cuarenta personalidades totalmente conscientes sin impedimento sensorial y motor significativo. El tribunal también considerará si debe promover la reintegración voluntaria de una personalidad múltiple... de nuevo, un acto terapéutico tradicional... debería redefinirse como suicidio asistido. Relacionado con el siguiente asunto bajo Conocimiento y Ley.
La estación de trabajo queda en silencio.
Rowan quiere verme. La Vicepresidenta al mando de la franquicia noroeste entera de la AR quiere verme. A mí.
Estaba pensando en el silencio repentino. Scanlon se dió cuenta de que la estación de trabajo había dejado de hablar.
—Siguiente —dijo él.
—Fundamentalista absuelto de asesinato por destrucción de un gel inteligente —recitó la estación—. Etiquetado por...
¿Aunque, no dijo ella que trabajaríamos juntos? ¿No era ese el trato cuando llegué por primera vez?
—... IA, Conocimiento y Ley.
Sí. Eso es lo que dijeron. Hace diez años.
—Ahh... sumario, no técnico —le dijo Scanlon a la máquina.
—La víctima era un gel inteligente en alquiler temporal del Centro de Ciencia de Ontario como parte de una exposición pública sobre inteligencia artificial. El acusado admitió los hechos, afirmando que el cultivo de neuronas...
La estación de trabajo cambió las voces, insertando limpiamente pedazos sonoros.
—... profrana el alma humana. Testigos expertos de la defensa, incluyendo un gel inteligente de Rutgers en línea, testificaron que las neuronas cultivadas carecen de las necesarias estructuras intercerebrales para experimentar dolor, miedo o deseo de preservación. La defensa argumentó que el concepto de un "derecho" se destina a proteger a los individuos del sufrimiento injustificado. Dado que el gel inteligente es incapaz de sentir alarma física o mental de cualquier clase, no posee derechos que lo protejan a pesar de su nivel de autoconsciencia. Este razonamiento está sumarizado elocuentemente durante la declaración de clausura de la defensa: "Si a los propios geles no les importa si viven o mueren, ¿por qué nos iba importar a nosotros?" El veredicto está bajo apelación. Referencia al siguiente asunto bajo IA y Noticias Mundiales.
Scanlon tragó un bocado de albúmina en polvo.
—Lista de testigos expertos de la defensa, sólo nombres.
—Phillip Quan. Lily Kozlowski. David Childs...
—Para.
Lily Kozlowski. La conocía de cuando iba a la UCLA. Un testigo experto. Mierda. Quizá yo debería haber besado más culos en la escuela de graduación...
Scanlon resopló: —Siguiente.
—Las infecciones de Red bajan un quince por ciento.
Problemas con los Rifters, ella dijo. Me pregunto si...
—Sumario, no técnico.
—Las infecciones virales en Internet han declinado un quince por ciento en los últimos seis meses debido a las constantes instalaciones de geles inteligentes en los nodos críticos por toda la columna vertebral de la Red. Las infecciones digitales encuentran casi imposible infectar geles inteligentes, cada uno de los cuales tiene una arquitectura de sistema única y flexible. A la luz de estos más recientes resultados, algunos expertos predicen un retorno seguro al email casual para el final de...
—Ah, joder. Cancela.
Venga ya, Yves. Has estado esperando durante años a que esos idiotas reconocieran tus habilidades. Quizá este es el momento. No lo destroces por parecer demasiado ansioso.
—Aguardando —dijo la estación.
Sólo que, ¿y si ella no espera? ¿Y si se impacienta y va a por otro? ¿y si...?
—Etiqueta la última llamada y responde —Scanlon contempla los restos de su desayuno mientras se establece la conexión.
—Administrador —dice una voz que suena real.
—Yves Scanlon para Patricia Rowan.
—La Dra. Rowan está ocupada. Su simulador lo está esperando. Esta conversación se grabará con propósitos de control de calidad.
Un clic y otra voz que suena real: —Hola, Dr. Scanlon.
La voz de su Ama.
Retumba pendiente arriba desde la llanura abisal, devolviendo un eco que registra quinientos metros fuera del alcance oficial del sónar de la Beebe.
Se mueve a casi diez metros por segundo, nada impresionante para un submarino, pero estos chismes están tan cerca del fondo que tienen que funcionar sobre hilos. A seiscientos metros de distancia, cruza una pequeña zona de siembra y reduce hasta parar.
—¿Qué es eso? —se pregunta Lenie Clarke.
Alice Nakata se pelea con el enfoque. Lo desconocido ha empezado a subir de nuevo a marcha lenta, bordeando la longitud de la siembra a menos de un metro por segundo.
—Se está alimentando —dice Nakata—. Sulfuros polimetálicos, quizá.
Clarke lo considera: —Quiero verificarlo.
—Sí. ¿He de notificar a la AR?
—¿Por qué?
—Probablemente es extranjero. Podría no ser legal.
Clarke mira a la otra mujer sin decir nada.
—Hay multas para incursiones no autorizadas en aguas territoriales —dice Nakata.
—Alice, en serio —Clarke niega con la cabeza—. ¿A quién le importa?
Lubin está fuera de contexto, probablemente durmiendo en el fondo en alguna parte. Le dejan una nota. Brander y Caraco están fuera recolocando las piezas del número seis. Un temblor agrietó la caja el último turno y atrancó dos mil kilogramos de fango y arena dentro de los mecanismos. Aún así, el resto de generadores son más que capaces de aguantar los pantalones. Brander y Caraco toman sus calamares y se unen al desfile.
—Deberíamos dejar las luces apagadas —zumba Nakata cuando dejan la Garganta— y permanecer muy cerca del fondo. Podría asustarse con facilidad.
Dejan las piezas, sus luces se atenuan hasta ser unas ascuas a través de la oscuridad casi impenetrable incluso para los ojos de un Rifter. Caraco se coloca al lado de Clarke: —Me dirijo allende el azul salvaje después de esto. ¿Quieres venir?
Un estremecimiento de repulsión de segunda mano cosquillea las entrañas de Clarke: por Nakata, por supuesto. Nakata solía juntarse con Caraco en su natación diaria hasta la línea del traspondedor de la Beebe, unas dos semanas atrás. Algo ocurrió en la capa de dispersión profunda. Nada peligroso, aparentemente, pero dejó a Alice absolutamente fría ante la perspectiva de ir a alguna parte cerca de la superficie. Caraco ha estado hostigando a los demás para acompañarla desde entonces.
Clarke niega con la cabeza: —¿No has tenido bastante entrenamiento aspirando toda esa mierda fuera del número seis?
Caraco se encoge de hombros: —Son diferentes grupos musculares.
—¿Cuán lejos vas ahora?
—Hasta mil. Dame otros diez turnos y acabaré haciendo largos todo el camino hasta la superficie.
Un sonido se ha levantado en torno a ellos tan gradualmente que Clarke no puede determinar el primer momento en que lo notó: un traqueteo mecánico, el sonido distante de rocas siendo pulverizadas entre grandes molares.
Vacilaciones de nerviosismo hacen ronda por todo el grupo. Clarke trata de tranquilizarse. Ella sabe lo que está por venir, todos lo saben, no es tan peligroso como los riesgos que enfrentan en cada turno. No es peligroso en absoluto...
... a menos que tenga defensas de las que no sabemos nada...
... pero ese sonido, el tamaño absoluto de aquella cosa en la pendiente...
Todos estamos asustados. Sabemos que no hay nada que temer, pero todos podemos oir los dientes rechinantes en la oscuridad...
Ya es bastante malo lidiar con su propia aprensión programada. Eso no ayuda a nadie a estar despejado.
Un vago pulso de sorpresa por parte de Brander, en cabeza. Luego por parte de Nakata, la siguiente en la fila, un segundo antes de que Clarke sienta una bofetada de perezosa turbulencia. Caraco, prevenida, apenas radia nada cuando la pluma la baña entera.
La oscuridad se ha vuelto más absoluta fraccionalmente, el agua misma es más viscosa. Mantienen los puestos en un arroyo mitad de fango, mitad de agua de mar.
—Paso de exhaustación —vibra Brander. Tiene que elevar la voz ligeramente para ser oído por encima del sonido de la maquinaria alimentándose.
Se giran y siguen el rastro a contracorriente, guardándose del borde de la pluma más por el tacto que por la vista. El traqueteo ambiental aumenta hasta una cacofonía de plena expulsión, se resuelve en una docena de voces diferentes; impulsores de caudal, explosiones amortiguadas, hormigoneras de cemento. Clarke apenas puede pensar encima del jaleo transportado por el agua o la creciente aprensión de cuatro mentes separadas y, de pronto, aquello está justo ahí, sólo durante un momento, un gran chisme segmentado que sube con una rueda dentada de dos pisos de altura, rodando en la suciedad.
—Jesús. Es enorme —cruje el vocificador de Brander.
Se mueven todos juntos, orientando hacia lo alto sus calamares y subiendo en ángulo de crucero.
Clarke saborea la emoción de otros tres grupos adrenales, añadidos al propio, que devuelven un bucle de retroalimentación indirecta. Con sus lámparas al mínimo, la visión no puede llegar a más de tres metros. Incluso frente a la cara de Clarke, el mundo no es más que sombras de sombras, tenuemente iluminado por luces de casco oscilando a su lado.
La parte superior del chisme se desliza bajo ellos durante un momento, una carretera articulada móvil de varios metros de ancho. Luego, una llanura de formas metálicas confusas aparecen justo delante y desaparecen de nuevo casi al instante. Ventanas de expulsión, cúpulas de sónar, conductos flujométricos. La sombra se disipa un poco cuando se mueven hacia el centro del casco.
La mayoría de las protuberancias están suavizadas en forma de lágrimas hidrodinámicas.
Aunque de cerca no hay escasez de agarraderos. La luz de Caraco, que arde lentamente, es la primera en posarse sobre la máquina. Su calamar pasea sobre ella. Clarke programa su propio calamar y se une a los demás en el casco. Hasta el momento no ha habido reacción obvia por sus presencias.
Se agrupan juntos, unen las cabezas para conversar por encima del ruído ambiental.
—¿De dónde viene? —se pregunta Brander.
—Probablemente, Corea —zumba Nakata en respuesta—. No vi ninguna marca de registro, pero llevaría un buen tiempo comprobar todo el casco.
Caraco: —Apuesto a que tampoco encontrarías nada. Si se arriesgan tan lejos a entrar furtivamente en territorio extranjero no serían tan estúpidos de dejar su dirección de respuesta.
El retumbante paisaje metálico tira de ellos a su paso. Un par de metros arriba, apenas visible, sus pacientes calamares sin jinetes siguen el rastro por detrás.
—¿Sabe que estamos aquí? —pregunta Clarke.
Alice niega con la cabeza: —Levanta mucha porquería del fondo, por eso ignora contactos cercanos. Aunque la luz brillante podría asustarlo, ya que esto es allanamiento. Podría asociar la luz con ser descubrierto.
—En serio —Brander se deja llevar durante un momento, va a la deriva unos metros por detrás antes de agarrarse a otra barandilla—. Ey, Judy, ¿quieres ir a explorar?
El vocificador de Caraco emite estática. Lenie siente la carcajada interna de la otra mujer. Caraco y Brander saltan hacia la suciedad como negros gremlins.
—Se mueve muy rápido —dice Nakata. Hay una repentina manchita de inseguridad emanando en su interior, pero la resuelve hablando: —Cuando apareció por primera vez en el sónar, no se movía tan rápido. No estaba seguro.
—¿Seguro? —Lenie arruga la frente para sí misma—. Es una máquina, ¿no? No hay nadie dentro.
Nakata niega con la cabeza: —Demasiado rápido para una máquina en terrreno complejo. Una persona podría llevarla.
—Venga ya, Alice. Estos chismes son robots. Además, si hubiera alguien dentro, podríamos sentirlos, ¿verdad? ¿Sientes a alguien más a parte de nosotros cuatro? —dice Clarke.
Nakata tiende a ser un poco más sensitiva que los demás en materia de sintonizado fino.
—Yo... creo que no —dice Nakata, pero Clarke presiente incertidumbre—. Quizá yo... es una máquina grande, Lenie. Quizá el piloto está demasiado lejos...
Brander y Caraco están tramando algo. Ambos siguen fuera de vista, hasta sus calamares han dejado de mantener la distancia, pero están lo bastante cerca para que Clarke presienta una creciente anticipación. Ella y Nakata intercambian miradas.
—Será mejor ver en qué están metidos —dice Clarke.
Las dos ponen rumbo por el lateral del Muckraker.
Unos momentos después, Brander y Caraco se materializan delante de ellas. Estan agachados a cada lado de un domo de metal de unos treinta centímetros de diámetro. Varias claraboyas oscuras miran hacia fuera en su superficie.
—¿Cámaras? —pregunta Clarke.
—Nop —dice Caraco.
—Fotocélulas —añade Brander.
Lenie siente el golpe antes de la frase de efecto: —¿Estáis seguros de que esto es una buena...?
—¡Que se haga la luz! —grita Judy Caraco.
Haces luminosos de las lámparas de Caraco y Brander bañan las claraboyas con intensidad máxima.
El Muckraker se detiene de golpe, muerto. La inercia empuja a Clarke hacia adelante. Se agarra y recupera el equilibrio. Un silencio inesperado les pita en los oídos. En el impás de ese incesante ruído, ella se siente casi sorda.
—Guao —vibra Brander en la quietud.
Algo tica a través del casco. Una vez, dos, tres veces.
El mundo se lanza de vuelta al movimiento. El paisaje rota en torno a ellos, los lanza juntos en una maraña de miembros. Para cuando se han separado, están acelerando. El Muckraker está traqueteando otra vez, pero con una voz distinta. Ya no masticar perezosamente los polimetálicos, sólo va directo hacia las aguas internacionales.
—¡Yiii-jaaa! —grita Caraco.
—La luz brillante podría asustarlo —avisa Brander desde alguna parte—. ¡Yo diría que sí!
Fuertes sentimientos en todos los bandos. Lenie Clarke aprieta su agarre y trata de clasificar cuáles son los suyos. Una exultación con un pico de vertiginoso miedo primario, esos son Brander y Caraco. Alice Nakata está emocionada casi a pesar de sí misma, pero con más preocupación en la mezcla, y aquí abajo, enterrado en alguna parte profunda, casi una sensación de... no consigue definirla, realmente.
¿Descontento?
¿Infelicidad?
En realidad no.
¿Soy yo? Eso tampoco parece cierto.
La luz brillante clava la sombra de Clarke al casco, desaparece un instante después.
Ella mira hacia atrás, Brander está sobre ella, meciéndose atrás y adelante en una línea que sigue el rastro de las aguas... podía jurar que eso no estaba ahí antes... su haz de mueve erráticamente como un faro demente en la costa. Banda de agua fangosa pasa en arroyo justo sobre la cubierta, sus bordes oscilan con flujos turbulentos sacados de ilustraciones de libro.
Caraco se impulsa en el casco y vuela hacia atrás en el agua. Su silueta se desvanece en la suciedad, pero su lámpara llega para descansar y empezar a hundirse por ahí justo detrás de la de Brander. Clarke mira sobre su hombro a Nakata, aún pegada al casco. Nakata se siente un poco mareada ahora e incluso más preocupada sobre algo...
—¡No está feliz —grita Nakata.
—¡Ey, venga, puercas de tierra! —la voz de Caraco vibra vagamente—. ¡Volad!
Descontento.
Algo inesperado.
¿Quién es? se pregunta Clark.
—¡Vamos! —llama Caraco otra vez.
Qué demonios. No puedo sujetarme mucho más tiempo de todos modos. Clarke se suelta, se impulsa. La parte superior del Muckraker corre por debajo. Agua pesada le drena a ella la inercia. Ella aletea buscando altitud, siente una súbita expectación desde atrás y, al segundo siguiente, algo le golpea en la espalda empujándola hacia adelante otra vez. Los implantes se lanzan contra su caja torácica.
—¡Cristo Jesús! —vibra Brander en su oído—. ¡Cógete a la cuerda, Lenie!
Él la ha alcanzado al pasar por su camino. Clarke extiende el brazo y agarra la línea a la que él y Caraco están atados. Es tan gruesa como sus dedos y demasiado resbaladiza para sujetarse. Mira hacia atrás y ve que los otros dos la han enrollado en sus torsos bajo los brazos dejando sus manos más o menos libres. Ella intenta el mismo truco, arqueando la espalda mientras Caraco avisa a Nakata.
Nakata no está ansiosa por soltarse. Pueden notar eso aún cuando no pueden verla. Brander se inclina atrás y adelante, conduciendo su cuerpo como un timón. Los tres se balancean trazando un gran arco apenas controlado, anudado en mitad de su cuerda.
—¡Vamos, Alice! ¡Únete a la cometa humana! ¡Te atraparemos!
Y Nakata acude. Acude, pero a su manera. Está encaramada de lado a contracorriente, mano sobre mano, hasta que encuentra el lugar donde la cuerda se une a la cubierta. Ahora deja que el arrastre la empuje por el filamento hasta ellos.
Clarke se ha atado por fín en un lazo. La velocidad hunde la cuerda en su piel, ya está empezando a doler. No se siente mucho como una cometa humana. Más bien, como un cebo en el anzuelo.
Se gira hacia Brander, señala la cuerda: —¿Qué es esto, por cierto?
—Una antena de VLF. La extendió cuando la asustamos. Probablemente está llorando pidiendo ayuda.
—No recibirá ninguna, ¿verdad?
—No a este lado del océano. Probablemente, sólo esté haciendo una última llamada para que sus dueños sepan lo que ocurrió. Una especie de nota de suicidio.
Caraco, enrollada un poco más adelante, se gira hacia el comentario: —¿Suicidio? ¿Crees que estos chismes se autodestruyen?
Una súbita preocupación se instala en la cometa humana. Alice Nakata se choca con ellos.
—Quizá debieramos dejarla marchar —dice Clarke.
Nakata asiente enfáticamente: —No está feliz —La intranquilidad de la mujer se irradia a través del resto como una luz de advertencia.
Lleva unos momentos desengancharse de la antena. Se aleja serpenteando, siguiendo el rastro como un cono de tráfico.
Clarke cae, deja que el agua la frene. El rugido de la máquina retrocede desde traqueteos hasta meros temblores.
Los Rifters flotan en medio del agua, hay silencio por todos lados.
Caraco apunta una pistola sónar hacia abajo, dispara: —Jesús. Estamos casi a treinta metros del fondo.
—¿Perdimos los calamares? —dice Brander—. Ese chisme se movía en serio.
Caraco levanta su pistola, toma algunas lecturas más: —Los tengo. No han ido muy lejos, en realidad, Yo... ey.
—¿Qué?
—Hay cinco. Se acercan rápido.
—¿Ken?
—Ajá.
—Bueno. Nos ha ahorrado un paseo a nado, al menos —dice Brander.
—¿Alguien...?
Se giran todos. Alice Nakata empieza otra vez: —¿Alguien más lo siente?
—¿Sentir el qué? —pregunta Brander, pero Clarke esta asintiendo.
—¿Judy? —dice Nakata.
Caraco emite reluctancia: —Yo... creí que había algo. No he conseguido fijarne bien en ello. Asumí que era uno de vosotros.
—¿Qué? —dice Brander—. ¿El Muckraker? Creí...
Un código negro se levanta entre ellos. Su calamar pasa por debajo como un lento misil. Navega por encima cuando él lo libera. Un par de metros debajo, otros cuatro calamares oscilan contínuamente en modo estacionamiento con las proas hacia arriba.
—Habéis perdido esto —vibra Lubin.
—Gracias —responde Brander.
Clarke se concentra, trata de sintonizar a Lubin. Sólo funciona leyendo los movimientos, por supuesto. Él es oscuro para ellos. Siempre ha sido oscuro, el sintonizado fino no lo cambia en nada. Nadie sabe por qué.
—Bueno, ¿qué pasa por aquí? —pregunta él—. Vuestra nota decía algo de un Muckraker.
—Se nos ha escapado —dice Caraco.
—No estaba feliz —repite Nakata.
—¿Ah, sí? —dice Lubin, escéptico.
—Alice recibió una especie de sensación —dice Caraco—. Lenie y yo también, más o menos.
—Un Muckraker no está tripulado —remarca Lubin.
—No de un hombre —dice Nakata—. No de una persona. Sino —Ella se pierde.
—Yo lo sentí —dice Clarke—. Estaba vivo.
Lenie Clarke yace en su litera sola otra vez. Muy sola. Recuerda la vez, no mucho tiempo atrás, que le divertía este tipo de aislamiento.
¿Quién habría pensado que echaría de menos los sentimientos?
Incluso si son los de otro.
Y aún así, es cierto. Siempre que la Beebe la envuelve, una parte vital de ella se pierde como un sueño medio olvidado. La esclusa de aire se despeja, su cuerpo se reinfla, y su consciencia se torna llana y fangosa. Los demás, simplemente, se desvanecen. Es extraño, puede verlos, puede oírlos como siempre, pero si no se mueven y ella cierra los ojos, no hay modo de saber si están aquí.
Ahora, su única compañía es ella misma. Sólo un grupo de señales que procesar aquí dentro. Nada la interfiere.
Mierda.
Ciega o desnuda. Esa era la elección. Casi la mató. Fue mi propia maldita culpa, por supuesto. Me lo estaba buscando.
Cierto, también. Podía haber dejado todo como estaba, haber borrado tranquilamente el archivo de Acton antes de que alguien descubriera su existencia Pero existía una deuda. Algo que pertenecía al fantasma de la Cosa Exterior, la cosa que no hostigaba ni culpaba ni azotaba, la cosa que, al final, se llevó a la Cosa Interior a donde ya no podía herirla nunca más. Una parte de Lenie Clarke aún odia a Acton por eso, en un cierto nivel enfermizo donde los reflejos condicionados dirijen el espectáculo. Pero incluso aquí abajo, piensa que quizá él lo hizo por ella. Guste o no, él le pertenecía.
Y ella pagó el precio. Llamó a todos dentro y les mostró el archivo. Les dijo lo que él le había dicho esa última vez y no les pidió que dieran la espalda a su ofrecimiento, aún cuando ella esperaba desesperadamente que lo hicieran. Si hubiera preguntado, quizá, podrían haber escuchado. Pero, uno a uno, se abrieron ellos mismos e hicieron los cambios. Mike Brander, por curiosidad. Judy Caraco, por escepticismo. Alice Nakata, por miedo a que la abandonaran. Ken Lubin, por motivos que se guardó para sí mismo. Él no tuvo éxito.
Ella cierra con fuerza los párpados, recuerda que las reglas cambian de la noche a la mañana. Las apariciones cuidadosas, de repente, no significan nada. Los ojos vacíos y las máscaras ninja eran sólo adornos cosméticos, inútiles como armadura.
¿Cómo te sientes, Lenie Clarke? ¿Excitada, aburrida, deprimida? Es tan sencillo saberlo aunque los ojos se oculten tras córneas opacas. Deberías estar aterrorizada. Podrías estar meándote en tu inmersopiel y todo el mundo lo sabría.
¿Por qué se lo contaste a todos? ¿Por qué se lo contaste a todos? ¿Por qué se lo contaste a todos?
En el exterior, observa a los demás cambiar. Se mueven en torno a ella sin hablar. Uno conecta suavemente con otro para echar una mano o entregar una pieza de equipo. Cuando ella necesita algo de uno de ellos, la persona ya está ahí antes de que ella pueda hablar. Cuando ellos necesitan algo de ella, tienen que pedirlo en voz alta y la coreografía se debilita. Se siente como una tullida en una troupé de danza. Se cuestionó cuánto de ella podían ver ellos y tuvo miedo de preguntar.
A veces, por dentro, lo intentaría. Era más seguró allí. El hilo que conectaba al resto se deshacía en la atmósfera, ponía a todo el mundo en términos iguales. Brander hablaba de una consciencia amplificada por la presencia de los demás.
Caraco lo comparaba al lenguaje corporal: —Sólo es una especie de maquillaje para las tapas oculares —dijo ella, aparentemente esperando que Clarke se sintiera tranquilizada con ello.
Pero fue Alice Nakata quien remarcó finalmente, casi toscamente, que los sentimientos de las otras personas podían... distraer.
Lenie Clarke había estado sintonizada durante un rato. No era tan malo. No había revelaciones telepáticas precisas ni traiciones repentinas. Era, más bien, como la sensación de un miembro fantasma, la memoria ancestral de una cola que casi podías sentir tras de ti. Y Clarke sabe ahora que Nakata tenía razón.
Fuera, los sentimientos de los demás la cosquillean por dentro, se enmascaran, se diluyen. A veces, hasta ella se olvida de que tiene sentimientos propios.
También hay algo más, un núcleo familiar en cada uno de ellos, oscuro y retorcido y furioso. Eso no la sorprende. Ni siquiera hablan de ello. Sería como discutir el hecho de que todos tienen cinco dedos en cada mano.
Brander está ocupado en la biblioteca; Clarke puede oir a Nakata en Com, al teléfono.
—Según ésto —dice Brander— empezaron a poner pequeños geles inteligentes en los Muckrakers.
—¿Mmm?
—Es un archivo bastante viejo —admite él—. Estaría bien que la AR descargara un poco más a menudo, con infecciones o sin infecciones. Quiero decir que tenemos una persona menos para mantener el mundo occidental a salvo de reducciones de energía. Tampoco les mataría que...
—Geles —propone Clarke.
—Correcto. Bueno, siempre han necesitado redes neurales en esos chismes, ya sabes, al vagar por alguna bonita topografía peluda... ¿oíste algo sobre dos Muckrakers que atraparon en la Fosa Aleutiana?... da igual, la navegación a través de entornos complejos, generalmente, necesita una red de algún tipo. Usualmente basada en arseniuro de galio, pero hasta esas no llegan ni de cerca al cerebro humano en cuanto a espacio tridimensional. Aún van a gatas cuando se trata de resolver montes marinos y ese tipo de cosas. Por eso empezaron a remplazarlas por geles inteligentes.
Clarke gruñe: —Alice dijo que se movía demasiado rápido para una máquina.
—Probablemente era un gel. Y los geles inteligentes están hechos a partir de neuronas reales así que, me imagino que los sintonizamos del mismo modo que nos sintanizamos entre nosotros. Al menos, a juzgar por lo que sentisteis... Alice dijo que no estaba feliz.
—No lo estaba —Clarke frunce el ceño—. Tampoco estaba infeliz, en realidad, no fue una emoción, sólo estaba... bueno, sorprendido, supongo. Como, como una sensación de... divergencia ante lo inesperado.
—Demonios, eso sentí yo —dice Brander—. Creí que era cosa mía.
Nakata emerge de Com: —Aún no hay ni una palabra sobre el remplazo de Karl. Dicen que los nuevos reclutas aún no han acabado el entrenamiento. Recortes, dicen.
Por ahora ese es un chiste de moda. Los nuevos reclutas de la AR deben de ser los aprendices más lentos desde la erradicación del Síndrome de Down. Casi cuatro meses y el remplazo de Acton aún no se ha materializado.
Brander mueve una rechazadora mano: —Nos ha ido bien con cinco —Apaga la biblioteca y se estira—. ¿Alguien ha visto a Ken, por cierto?
—Está fuera —dice Nakata—. ¿Por qué?
—Me toca con él el próximo turno. Tengo que preparar un horario. Sus ritmos se han torcido un poco el último par de días.
—¿A qué distancia está? —pregunta Clarke de repente.
Nakata se encoge de hombros: —Quizá a diez metros, la última vez que comprobé.
Él está dentro de alcance. Hay limites para el sintonizado fino. No se puede presentir a alguien en la Beebe desde más allá de la Garganta, por ejemplo. Pero diez metros es fácil.
—Normalmente está más lejos, ¿no? —Clarke habla en voz baja, como con miedo de que la oigan— Casi fuera del límite, la mayoría de las veces. Trabajando en ese extraño artefacto suyo.
No saben por qué no pueden sintonizar con Lubin. Él dice que todos también están demasiado oscuros para él. Una vez, hará ya un mes, Brander sugirió un RMN exploratorio, Lubin dijo que prefería no hacerlo. Sonaba bastante complaciente, pero había algo en su tono y Brander no había comentado el tema desde entonces.
Ahora Brander indica sus tapas oculares a Clarke con media sonrisa en su cara: —No sé, Len. ¿Quieres llamarlo mentiroso a la cara?
Ella no responde.
—Oh —Nakata rompe el silencio antes de que se haga demasiado incómodo: —Hay otra cosa. Hasta que llegue nuestro remplazo, van a enviar a alguien para una evaluación de rutina. Es ese doctor, el que tú-ya-sabes...
—Scanlon —Lenie tiene cuidado de no escupir la palabra.
Nakata asiente.
—¿Para qué demonios? —gruñe Brander—. ¿No es suficiente con que estemos sin personal para que tengamos que sentarnos mientras Scanlon tiene otra oportunidad con nosotros?
—Dicen que no es como antes. Sólo viene a observar mientras trabajamos —Nakata se encoge de hombros—. Dicen que es todo rutina. Sin entrevistas ni sesiones ni nada.
Caraco resopla: —Será mejor que sea cierto. Les dejaría que me arrancaran el otro pulmón antes de acudir a otra sesión con ese capullo.
—Bueno, has sido molestado repetidamente por unos Dobermans entrenados mientras tu mamá cobraba la entrada —recita Brander en una justa imitación de la voz de Scanlon—. ¿Y cómo te hace sentir eso exactamente?
—Era más mecánica, en realidad —corrije Caraco.
—A mi me pareció buen tipo —dice Nakata dudando.
—Bueno, ese es su trabajo: parecer buen tipo —se burla Caraco—. Sólo que es jodidamente malo en su trabajo —Ella mira a Clarke—. Bueno, ¿y tú que opinas, Len?
—Creo que jugó mal la carta de empatía —dice Clarke tras un momento.
—No, me refiero a cómo vamos a manejar esto.
Clarke se encoge de hombros, un poco irritada: —¿Por qué me preguntas a mí?
—Será mejor que no se cruce en mi camino. Ese pequeño despojo de mierda —Brander le dedica una vacía mirada al techo—. Bueno, ¿y por qué no diseñan un gel inteligente para remplazarlo?
Esta es mi segunda noche en la Beebe. He pedido a los participantes que no alteren su comportamiento en mi presencia, puesto que estoy aquí para observar las operaciones de rutina de la estación. Me complace informar que mi solicitud está siendo honrada por todos los involucrados. Esto es gratificante por cuanto minimiza los efectos del observador, pero puede presentar problemas, dado que los Rifters no mantienen horarios estables. Esto hace difícil planear el tiempo propio con ellos y, de hecho, hay un empleado, Ken Lubin, a quien no he visto desde que llegué. Aún así. tengo bastante tiempo.
Los Rifters tienden a ser retirados y reservados, una persona lega podría llamarles taciturnos, pero esto coincide con el perfil. La misma estación parece estar bien mantenida y funciona sin problemas a pesar de una cierta desconsideración por los protocolos estándar.
Cuando las luces se apagan dentro de la Estación Beebe, no se puede oir nada en absoluto.
Yves Scanlon yace en su litera, sin escuchar. No oye ningún sonido extraño filtrarse a través del casco. No hay un intenso sonido aflautado espectral proveniente del lecho marino ni el vago sonido del aullido del viento porque él sabe que, aquí abajo, ningún viento es posible. La imaginación, quizá. Un truco del tallo cerebral, una alucinación auditiva. Él no es supersticioso lo más mínimo, es un científico. No oye los lamentos del fantasma de Karl Acton en el fondo del mar.
Y ahora, concentrado, está bastante seguro de que no oye nada en absoluto.
En realidad no le molesta estar atrapado en el camarote de un hombre muerto. Después de todo, ¿qué otro sitio hay? Tampoco es que vaya a mudarse con uno de los vampiros. Y además, Acton lleva desaparecido desde hace meses.
Scanlon recuerda la primera vez que oyó la grabación. Cuatro horribles palabras:
—Perdimos a Acton. Perdón.
Después, ella colgó. Una fría perra, esa Clarke. Scanlon una vez pensó que algo podría suceder entre ella y Acton, era una coincidencia en las gráficas de los perfiles, pero imposible de saber a partir de aquella llamada telefónica.
Quizá es ella, musita él. Quizá no es Lubin después de todo, quizá sea Clarke.
Perdimos a Acton. Menudo epitafio. Y Fischer antes que Acton, y Everitt con Linke. Y Singh antes que Everitt. Y...
Y ahora Yves Scanlon está aquí, en su puesto. Durmiendo en la litera de ellos, respirando el aire de ellos. Contando los segundos en la oscuridad y la calma. En la oscu...
Cristo Jesús, ¿qué ha sido...?
Y la calma. Todo está en calma. Nada se lamenta allí fuera.
Nada en absoluto.
Todos somos mamíferos, por supuesto. Por consiguiente, tenemos un ritmo circadiano que se calibra con el fotoperiodo ambiental. Se sabe desde algún tiempo que cuando a la gente se le niegan las indicaciones fotoperiódicas, sus ritmos tienden a prolongarse, normalmente se estabilizan entre veintisiete y treinta y seis horas. La adherencia a una jornada laboral de veinticuatro horas es, usualmente, suficiente para evitar que esto suceda, de modo que no esperamos un problema en los puestos de trabajo. Como medida añadida, recomendé que se edificase un fotoperiodo normal en los sistemas de iluminación de la Beebe. Las luces están programadas para atenuarse ligeramente entre las veintidós cero cero y las siete cero cero cada día.
Los participantes han escogido, aparentemente, ignorar estas indicaciones. Incluso durante las "horas diurnas", mantienen las luces ambientales más atenuadas de lo que sugerí como niveles "nocturnos". También prefieren dejarse puestas las tapas oculares a todas horas, por razones obvias. Aunque no había predicho este comportamiento, es consistente con el perfil. Los horarios de trabajo son, en cierto modo, flexibles, pero esto era de esperar dado que sus ciclos de sueño siempre están cambiando en relación de unos a otros.
Los Rifters no se despiertan a la hora para realizar sus tareas. Ellos realizan sus tareas siempre que dos o más de ellos estén despiertos. Sospecho que también trabajan a solas algunas veces, una infracción de seguridad, aunque aún tengo que confirmar esto.
Por el momento, estos comportamientos tan poco ortodoxos no parecen ser serios. El trabajo necesario parece realizarse a tiempo, aún cuando la estación está actualmente baja de personal. Sin embargo, creo que la situación es potencialmente problemática. La eficiencia se podría incrementar mediante la estricta adherencia a un ciclo diario de veinticuatro horas. Si la AR desea asegurar tal adherencia, recomendaría terapia proteoglícana para los participantes. La reconfiguración hipotalámica es otra posibilidad, es más invasiva pero sería virtualmente imposible de subvertir.
Vampiros.
Esa es una buena metáfora. Evitan la luz y han quitado todos los espejos. Ese podría ser parte del problema aquí.
Scanlon tenía muy fuertes razones para recomendar espejos en primer lugar.
La mayoría de la Beebe, toda ella excepto por su cubi, está demasiado oscura para la visión sin tapas. Quizá los vampiros tratan de conservar energía. Una alta prioridad, sentarse aquí junto a once mil megavatios merece equipo de generación. Aún así, todas estas personas usan menos de cuarenta. Probablemente, no consiguen imaginar un mundo sin energía racionada.
Bobadas.
Existe la lógica y existe la lógica vampiro. No confundir las dos.
Durante los pasados dos días, dejar su cubi había sido como reptar hacia un callejón oscuro. Al final cede y se pone las tapas oculares como los demás. Ahora la Beebe es bastante brillante, pero muy pálida. Apenas hay colores. Como si los conos hubieran sido succionados fuera de sus ojos.
Clarke y Caraco se apoyan en el fuselaje de la sala de preparación, observando con sus blancos blancos ojos cómo comprueba él su armadura de inmersión. No hay vivisección vampírica para Yves Scanlon, no, señor. No para un recorrido tan corto. Malla acrílica y de presión todo el viaje.
Señala un guante, la cota de malla con enganches del tamaño de agujas. Sonríe: —Parece bien.
Los vampiros miran y esperan.
Venga, Scanlon, tú eres el mecánico. Ellos son máquinas como todo el mundo, sólo necesitan un ajuste más. Puedes manejarlos.
—Tecnología muy buena —remarca él dejando de nuevo la armadura en el suelo—. Por supuesto, nada comparado con el hardware que lleváis, amigos. ¿Cómo estáis al ser capaz de convertiros en un pez a voluntad?
—Mojados —dice Caraco y, un momento después, mira hacia Clarke buscando aprobación, quizá.
Clarke sólo se queda mirando al tipo. O al menos él piensa que ella le está mirando. Es tan difícil de saber.
Relájate, piensa él. Ella sólo trata de liarte psicológicamente. Los estúpidos juegos usuales de dominación.
Pero él sabe que es más que eso. En lo más hondo, a los Rifters no les gusta él, así de sencillo.
Sé lo que son. Por eso...
Toma una docena de niños, niños cualesquiera. Agita y mezcla eficientemente hasta que queden algunos grumos. Hierve suavemente unas dos o tres décadas. Llévalos a un lento y giratorio hervor. Saca fuera los psicóticos totalmente desgraciados, los esquizoafectivos, las personalidades múltiples y descarta. Había dudas respecto a Fischer, en realidad; pero, ¿quién no ha tenido un amigo imaginario alguna vez?
Deja enfriar. Sirve con guarnición de dopamina.
¿Qué obtienes? Algo torcido, pero no roto. Algo que también encaja en las grietas demasiado retorcidas para el resto de nosotros.
Vampiros.
—Bueno —dice Scanlon en el silencio—. Todo comprobado. No puedo esperar para probarla.
Sin esperar una respuesta, sin exponerse a sí mismo a la carencia de una, sube la escalerilla. Por el rabillo del ojo, Clarke y Caraco intercambian miradas. Scanlon mira atrás, rigurosamente casual, pero toda sonrisa ha desaparecido para cuando escanea sus rostros.
Adelante, damas. Complázcanse ustedes mismas mientras puedan. El salón está vacío. Scanlon pasa por él y entra en el pasillo. Tienes quizá cinco años antes de quedarte obsoleto. Su cubi, el cubi de Acton, es el tercero a la izquierda. Cinco años antes de que todo esto pueda funcionar por sí mismo sin tu ayuda. Abre la compuerta, se derrama hacia fuera una luz brillante, cegándolo durante un momento hasta que la compensan sus tapas oculares.
Scanlon pasa dentro, gira la compuerta para cerrarla. Se apoya en ella sin fuerza.
Mierda.
No hay cerrojos.
Tras un rato, se tumba sobre la litera, se queda mirando el techo congestionado.
Quizá debería haber esperado después de todo. No permitirles que nos precipitemos. Ojalá nos hubiéramos tomado el suficiente tiempo para hacerlo bien desde el principio..
Pero no habían tenido tiempo. La automatización total desde el comienzo habría retrasado el programa entero más tiempo que el que los apetitos civilizados estaban dispuestos a esperar. Y los vampiros ya estaban allí, después de todo.
Serían de mucha utilidad para el funcionamiento a corto plazo, luego les enviarían a casa y se alegrarían de marcharse de este lugar, ¿Quién no se alegraría?
La posibilidad de la adicción ni siquiera surgió.
Parecía de locos pensar en ello. ¿Cómo podía alguien hacerse adicto a un lugar como este? ¿Qué clase de paranoia había atacado a la AR para que se preocuparan de la gente que se negaba a marcharse? Pero Yves Scanlon no es una mera persona lega, a él no lo engañan los apariencias. Está más allá del antropomorfismo. Ha mirado a esos ojos no-muertos. Tanto allí arriba, en su mundo, como aquí abajo en el de ellos. Y él lo sabe: los vampiros viven con reglas diferentes.
Quizá son demasiado felices aquí. Esa es una de dos preguntas que Yves Scanlon se ha propuesto responder. Con suerte, no descubrirán esto mientras él aún esté aquí abajo. Ya les disgusta su presencia bastante tal como es.
No es culpa de ellos, por supuesto. Sólo es el modo en que están programados.
No pueden evitar odiarlo más de lo que pueden evitar lo inverso.
La malla de presión es mejor que la cirugía. Eso es lo único que puede decir a su favor.
La presión bloquea todas esas plaquitas interconectadas y las junta y no parece dejar de comprimir hasta que están a una micra de distancia de moler su cuerpo hasta hacerlo pulpa. Hay rigidez en las articulaciones. Es perfectamente seguro, por supuesto. Perfectamente. Y Scanlon puede respirar aire despresurizado cuando sale afuera y nadie ha tenido que escarbar y sacar la mitad de su pecho para hacerlo.
Lleva fuera unos quince minutos. La Beebe está justo a pocos metros de distancia. Clarke y Brander lo escoltan en su viaje manteniendo la distancia. Scanlon aletea, se eleva torpemente del fondo. La malla le permite nadar como un hombre con los miembros entablillados. Los vampiros rebañan el borde de su visión como acomodadas sombras.
Su casco parece el centro del universo. Allá donde mira, un peso infinito de océano negro presiona contra el acrílico. Un diminuto defecto bajo el sello del cuello llama su atención. Se queda mirando, horrorizado, cómo una grieta como un cabello crece en su campo de visión.
—¡Socorro! ¡Llevadme adentro! —aletea furiosamente hacia la Beebe.
Nadie responde.
—¡Mi casco! ¡Mi cas..!
Ahora la grieta no sólo está creciendo, está serpenteando, retorciéndose lateralmente por la esquina de la burbuja del casco como... como...
Ojos amarillos sin detalles observan desde el océano. Una mano negra, perfilada en el halo de la Beebe, se acerca a su cara...
—Ahhh...
Un pulgar machaca en la grieta del casco de Scanlon. La grieta mancha y explota; finos filamentos de carne tiznan el acrílico. La mitad negra del cabello se despelleja y se retuerce suelta en el agua, enrollándose y desenrollándose...
Muriendo.
Scanlon respira de alivio. Un gusano. Algún estúpido jodido gusano en el visor de mi casco y creí que me iba a morir. Creí...
Oh, Cristo. He quedado como un completo idiota.
Mira a su alrededor. Brander, cerca de su hombro derecho, apunta hacia los restos gore pegados al casco: —Si se hubiera agrietado de verdad, no habrías tenido tiempo de quejarte. Te habrías quedado como eso.
Scanlon se aclara la garganta: —Gracias. Perdón, yo... bueno, ya sabes que soy nuevo aquí. Gracias.
—Por cierto —La voz de Clarke, o lo que queda de ella después de que la maquinaria hace su trabajo. Scanlon se da la vuelta hasta que ella aparece a la vista por encima—. ¿Cuánto tiempo vas a estar comprobándonos? —pergunta ella.
Pregunta neutral. Perfectamente razonable.
De hecho, él se ha estado cuesionando por qué nadie la ha preguntado antes.
—Una semana mínimo —Su corazón va más despacio otra vez—. Quizá dos. Tanto como me lleve asegurarme de que las cosas funcionan como la seda.
Ella queda en silencio un segundo. Luego: —Estás mintiendo.
No suena como una acusación, sólo una simple observación. Quizá es por el vocificador.
—¿Por qué dices eso?
Ella no responde. Otra cosa lo hace. No es un lamento, pero tampoco una voz. Aunque no es lo bastante vago para ignorarlo.
Scanlon siente el abismo goteando por su espalda: —¿Has oído eso?
Clarke desciende, pasando a su lado, hacia el lecho marino, rotando para mantenerlo a la vista: —¿Oír? ¿El qué?
—Ha sido... —Scanlon escucha. Un vago retumbar tectónico. Debe de ser eso—. Nada.
Ella se impulsa lejos del fondo, se desliza hacia arriba hacia Brander: —Estamos de turno —zumba ella a Scanlon—. Ya sabes cómo funciona la esclusa.
Los vampiros se desvanecen en la noche.
La Beebe brilla hospitalariamente. Solo y nervioso de repente, Scanlon retrocede hacia la esclusa de aire.
Pero yo no estaba mintiendo. No. No había necesitado mentir todavía. Nadie le había hecho las preguntas adecuadas.
Aún así.
Parece extraño que tenga que recordárselo a sí mismo.
TRANS/OFI/230850:0830
Estoy a punto se embarcar en mi primera inmersión prolongada. Aparentemente, a los participantes se les ha estado pidiendo que cacen un pez para uno de los consorcios Farmacéuticos. El Washington/Rand, creo. Encuentro todo esto un poco misterioso, normalmente los Farmacéuticos sólo se interesan en bacterias y usan su propio personal para recogerlas, pero esto proporciona a los participantes un cambio en la rutina normal y me proporciona a mí una oportunidad para observarles en acción. Espero aprender mucho.
Brander está ganduleando en la biblioteca cuando Scanlon llega del salón. Descansa los inmóviles dedos en el teclado. Los ojofonos cuelgan ociosos en sus ganchos. Los ojos vacíos de Brander apuntan a la pantalla plana. La pantalla está negra.
Scanlon duda: —Me dirijo afuera ahora con Clarke y Caraco.
El hombro de Brander se alza y cae, casi imperceptible. Una señal, quizá.
—Los demás están en la Garganta. Serás el único... quiero decir, ¿atenderás el panel de Comunicaciones?
—Nos dijiste que no cambiáramos la rutina —dice Brander sin alzar la mirada.
—Eso es cierto, Michael. Pero...
Brander se levanta: —Pues aclárate —Desaparece por el pasillo.
Scanlon observa cómo se marcha. Naturalmente, esto tiene que incluirse en mi informe. Tampoco es que te importe, Brander.
Aunque podría. Muy pronto.
Scanlon se deja caer en la cubierta de humedad y la encuentra vacía. Lucha con una mano para entrar en su armadura, tomándose unos momentos extra para asegurarse de que la burbuja del casco está inmaculada. Se reúne con Clarke y Caraco justo afuera. Clarke está comprobando un cuarteto de calamares que sobrevuela el lecho marino. Uno de ellos está atado a un contenedor de especímenes que descansa en el fondo, un ataúd a prueba de presión de más de dos metros de largo. Caraco lo configura para flotabilidad neutra y éste se levanta unos centímetros.
Se ponen en marcha sin decir una palabra. Los calamares los remolcan hacia el abismo. Las mujeres van en cabeza, Scanlon y el contenedor las siguen detrás. Scanlon mira sobre su hombro. Las reconfortantes luces de la Beebe se descoloran de amarillo a gris, luego desaparecen por completo. Sintiendo una repentina necesidad por tranquilizarse, recorre los canales de su modulador acústico. Allí está: la baliza de retorno. Nunca se pierde uno del todo aquí abajo mientras se pueda oír eso.
Clarke y Caraco van a oscuras. Ni siquiera sus calamares brillan.
No digas nada. No quieres que cambien su rutina, ¿recuerdas?
Tampoco es que lo hicieran, de todos modos.
Tenues luces ocasionales destellan brevemente por el rabillo de su ojo, pero siempre desaparecen cuando mira hacia ellas. Tras unos interminables minutos, una luz brillante aparece a la vista poco a poco, se resuelve en una colección de balizas de cobre y negros rascacielos inclinados. Las vampiras evitan la luz, la rodean en ángulo. Scanlon y la carga las siguen torpemente.
Llegan justo hasta la Garganta, a la frontera entre la luz y la oscuridad.
Caraco desata el contenedor mientras Clarke asciende la columna de agua sobre ellos. Lleva algo en la mano derecha, pero Scanlon no consigue ver lo que es. Lo sujeta en alto como si lo mostrara a una multitud invisible.
Parlotea.
Al principio suena como un mosquito muy alto. Luego baja en frecuencia hasta un grave gruñido y vuelve a subir en errática alta frecuencia.
Y ahora, por fín, Lenie Clarke enciende la luz de su casco.
Se queda suspendida allí como una ascendente crucificada, con sus manos clamando al abismo, la luz en su cabeza barre las aguas como, como...
... una oscura campana, percibe Scanlon cuando aquello sale cargando de la oscuridad hacia ella, casi tan grande como ella y... y Jesús... los dientes...
Engulle su pierna hasta la ingle. Lenie Clarke lo lleva todo al paso. Apuñala con un cuchillo que aparece en su mano izquierda por arte de magia. La criatura se hincha y revienta por un par de sitios, erupta a través de la piel grupos de burbujas como hongos de plata que se agitan hacia el cielo. La criatura pelea erráticamente, su esófago es una vaina monstruosa que rodea la pierna de Clarke. La vampira se agacha y lo desmiembra con las manos desnudas.
Caraco, aún operando el contenedor, levanta la vista: —Ey, Len. Lo querían intacto.
—Especie equivocada —vibra Clarke. El agua a su alrededor está llena de girones de carne y veloces carroñeros. Clarke los ignora, se gira despacio escaneando el abismo.
Caraco: —Detrás de ti, cuatro en punto.
—Lo tengo —dice Clarke girando hacia una nueva derrota.
Nada ocurre. La carcasa destrozada, aún agitándose, deriva hacia el fondo, los carroñeros chisporrotean por todos lados. La vozcaja portátil de Clarke gorgotea y gimotea.
¿Cómo...? Scanlon mueve la lengua en la boca, listo para preguntar en voz alta.
—Ahora no —le zumba Caraco antes de que pueda.
No hay nada allí. ¿Qué están tramando?
Viene rápido, en línea recta, desde la misma dirección que ha encarado Lenie Clarke: —Ese servirá —dice ella.
Una explosión amortiguada a la izquierda de Scanlon. Una fina línea de burbujas corre desde Caraco hacia el monstruo conectando a los dos al instante. La cosa se sacude con el súbito impacto. Clarke se echa a un lado cuando eso pasa a toda velocidad, el dardo de Caraco se hunde en el flanco de la criatura.
La luz de Clarke se apaga, su vozcaja queda en silencio. Caraco enfunda la pistola de dardos y nada para unirse a ella. Las dos mujeres hacen maniobrar su presa hasta el contenedor. Ésta muerde hacia ellas, débil y entre espasmos. Ellas lo empujan hasta el ataúd y sellan la tapa.
—Como disparar a los peces con un cañon —vibra Caraco.
—¿Cómo sabíais que estaba llegando? —pregunta Scanlon.
—Porque siempre llegan —dice Caraco—. El sonido los engaña, también la luz.
—Me refiero a, ¿cómo sabíais de antemano desde qué dirección? —repite él.
Un momento de silencio.
—Simplemente se presiente tras un tiempo —dice Clarke al final.
—Eso —añade Caraco— y ésto —Levanta la pistola sónar, la enfunda de nuevo en su cinturón.
Reforman el convoy. Hay un punto prescrito para la entrega de monstruos a cien metros de distancia de la Garganta. La AR nunca ha estado demasiado inclinada a dejar extranjeros merodear hasta el patio de su casa. Una vez más, las vampiras cambian la luz por la oscuridad, Scanlon es remolcado. Viajan atravesando un mundo totalmente informe, a salvo por los círculos pasajeros de fango en la lámpara de su casco. De pronto, Clarke se gira hacia Caraco.
—Iré yo —zumba ella y se despega hacia el vacío.
Scanlon acelera su calamar y se pone a la altura de Caraco.
—¿Hacia dónde ha partido?
—Hemos llegado —dice Caraco.
Se detienen. Caraco aletea hacia el calamar y toca un control. Los arneses se desenganchan, las cintas se retraen. El contenedor flota libre. Caraco reduce la flotabilidad y lo posa sobre un grupo de gusanos de tubo.
—Len... ah, Clarke —insiste Scanlon.
—Necesitan una mano extra en la Garganta. Ella fue a ayudar —explica Caraco.
Scanlon consulta su canal modulador. Por supuesto, este es el correcto, si no lo fuera no podría oír a Caraco. Lo que implica que Clarke y los vampiros de la Garganta tienen que haber usado una frecuencia diferente.
Otra infracción de seguridad.
Pero él no es idiota, conoce la historia. Sólo han cambiado los canales porque él está aquí. Sólo intentan mantenerlo fuera del grupo.
Primero la jodida AR, ahora la ayuda contratada.
Un sonido desde atrás. Un vago gemido eléctrico. El sonido de un calamar poniéndose en marcha.
Scanlon se da la vuelta: —¿Caraco?
Su lámpara barre el espacio, el contenedor, el calamar, el fondo marino, agua.
—¿Caraco? ¿Estás ahí?
Contenedor. Calamar. Fango.
—¿Hola?
Agua vacía.
—¡Ey! ¡Caraco! ¡Qué demonios...!
Un vago golpeteo pasa muy cerca.
Él intenta mirar por todas partes a la vez, con una pierna presionada contra el ataúd.
El ataúd se está meciendo.
Posa su casco en su superficie. Sí. Algo dentro, amortiguado, mojado. Golpeando. Intentando salir.
No puede. Es imposible. Sólo va a morise ahí dentro, eso es todo.
Se aleja con un impulso, vaga subiendo la columna de agua. Se siente muy expuesto.
Unas patadas con las piernas rectas le llevan de nuevo al fondo. Eso está un poco mejor.
—¿Caraco? Vamos, Judy...
Oh, Jesús. Me ha abandonado aquí. Me han dejado jodidamente abandonado aquí fuera.
Oye algo gimiendo muy cerca.
Algo dentro de su casco, de hecho.
TRANS/OFI/230850:2026
Acompañé a Judy Caraco y a Lenie Clarke afuera hoy y fui testigo de varios eventos que me preocupan. Ambas participantes merodearon por áreas sin iluminar, sin lámparas. Y pasaron significativos períodos de tiempo aisladas de sus compañeros de inmersión. Hasta el punto en que Caraco, simplemente, me dejó en el lecho marino sin avisar. Esto es un comportamiento potencialmente amezante para la vida aunque, por supuesto, fui capaz de encontrar el camino de regreso hasta la Beebe usando la baliza de retorno.
Aún tengo que recibir una explicación de todo esto. Los vam... el resto del personal está actualmente fuera de la estación. Consigo localizar a dos o tres de ellos con el sónar. Supongo que los demás están escondidos en el fondo. Una vez más, esto es un comportamiento extremamente inseguro.
Tal temeridad parece ser típica aquí. Implica una indiferencia relativa hacia el bienestar personal, una actitud totalmente consistente con el perfil que desarrollé a principios del programa Rifter. La única alternativa es que, sencillamente, no aprecian los peligros que este entorno contiene, lo cual es improbable.
También es consistente con una adicción postraumática generalizada a los ambientes hostiles. Esto no constituye una evidencia per se, por supuesto, pero he notado una o dos cosas que, tomadas en conjunto, pueden ser motivo de preocupación. Michael Brander, por ejemplo, tiene un historial que abarca desde el abuso de cafeína y simpatomiméticos hasta el recalibrado límbico. Se sabe que ha traído a la Beebe un sumistro substancial de fenciclidina dérmica. Acabo de localizarlo en su cubi y me sorprendió encontrar que apenas había sido tocado.
La fenciclidina no es, hablando psicológicamente, adictiva, los adictos a drogas exógenas se descartaron del programa, pero prevalece el hecho de que Brander tenía ya un hábito cuando bajó aquí, un hábito que ha abandonado desde entonces. Debo preguntarme con qué lo ha remplazado.
La cubierta húmeda.
—Allí estás. ¿Dónde has ido? —pregunta Scanlon.
—Tenía que recuperar este cartucho. Cabeza de sulfuro estropeada.
—Podías habérmelo dicho. Se supone que tengo que acompañarte en las rondas de todos modos, ¿recuerdas? Me has dejado allí fuera.
—Has vuelto —dice Caraco.
—Eso es... no se trata de eso, Judy. No se abandona a alguien en el fondo del océano sin decir una palabra. ¿Y si me hubiera pasado algo?
—Nosotros salimos solos a todas horas. Es parte del trabajo. Mira ésto, con cuidado, está resbaladizo.
—Los procedimientos de seguridad también son parte del trabajo. Incluso para ti. Y especialmente para mí, Judy. Soy un completo pez fuera del agua aquí, je je. No puedes esperar que sepa cómo moverme.
—(... )
—¿Disculpa?, pregunta Scanlon.
—Nos falta personal, ¿recuerdas? No siempre podemos permitirnos el colegueo. Y eres un hombre muy fuerte... bueno, eres un hombre, al menos. No creo que necesites una niñera.
—¡Mierda! ¡Mi mano!
—Te dije que tuvieras cuidado —dice Caraco con voz neutra.
—Auh. ¿Cuánto pesa el jodido chisme?
—Unos diez kilos sin todo el barro. Supongo que debería haberlo enjuagado.
—Supongo. Creo que una de las cabezas me arañó cuando bajaba. Mierda, estoy sangrando.
—Lamento oír eso.
—Ya. Bueno, mira, Caraco. Siento que pienses que hacer de niñera es el camino equivocado, pero con unas pocas niñeras más, Acton y Fischer aún podrían seguir vivos, ¿sabes? Unas poquitas niñeras más y... ¿has oído eso?
—¿El qué?
—Por fuera. Ese... lamento, o similar...
—(... )
—Vamos, Car... Judy. ¡Tienes que haberlo oído!
—Quizá se movió el casco.
—No. He oído algo. Y ésta no es la primera vez.
—Yo no he oído nada.
—Que tú n... ¿a dónde vas? ¡Ven aquí! Judy...
Golpe metálico, clanc.
Siseo, ssssh.
—... no te vayas...
TRANS/OFI/250850:2120
He pedido a cada uno de los participantes que se sometan a una rutina de barrido bajo el escaner médico... o mejor dicho, se lo he pedido a la mayoría de ellos directamente y también que avisen a Ken Lubin, a quien he visto algunas veces pero con quien no he hablado todavía. He intentado iniciar una conversación con el Sr. Lubin dos veces sin éxito. Los participantes saben, por supuesto, que los escaneos médicos no requieren contacto físico por mi parte y son capaces de realizarlos a su propia conveniencia sin que yo esté presente. Aún así, aunque ninguno ha rechazado mi solicitud explícitamente, ha habido una notable carencia de estusiasmo en términos de cumplimiento real. Es bastante obvio, y del todo consistente con mi perfil, que lo consideran una intrusión y lo evitarán si les es posible. Hasta la fecha he logrado sólo los datos de Alice Nakata y Judy Caraco. He incluído sus binarios en esta transmisión. Ambas muestran elevada producción de dopamina y norepinefrina, pero no puedo determinar si esto ocurrió antes o después de su presente recorrido laboral. Los niveles GABA y otros inhibidores también eran un poco altos, residuos de su inmersión previa, menos de una hora antes del examen.
Los demás, hasta ahora, no han logrado "encontrar tiempo" para el examen. Mientras tanto, he resuelto consultar registros de escáner guardados de viejas heridas. No sorprende que las heridas físicas sean comunes aquí abajo, aunque son menos frecuentes últimamente. No hay casos de trauma craneal en el registro, nada que pudiera justificar un RMN. Esto limita mis datos efectivos de la química cerebral de los participantes que están dispuestos a colaborar... no es mucho, hasta ahora. Si esto no cambia, el grueso de mi análisis tendrá que basarse en observaciones del comportamiento. Tan medieval como suena.
¿Quién podría ser? ¿Quién?
Cuando Yves Scanlon se hundió por primera vez en el abismo tenía dos preguntas en su mente. Persigue la segunda ahora, tumbado en su cubi, aislado de la Beebe por un par de ojofonos y la base de datos personal en el bolsillo de su camisa. Por el momento, está ciego a la condensación y a las cañerías.
Aunque no está sordo, desgraciadamente. De vez en cuando escucha pasos o charlas en voz baja, o... sólo quizá... el distante llanto de algo en un dolor inimaginable. Cuando eso ocurre, habla en voz alta en el receptor e inunda los sonidos intrusos con comandos para leer, enlazar archivos y buscar por palabras. Los registros de personal danzan por el interior de sus ojos y casi puede olvidar dónde está.
Su interés en esta pregunta particular no ha sido sancionada por sus empleadores. Ellos la saben, sí, seguro que la saben. Sólo que no creen que yo también.
Rowan y sus brujas son unas capullas. Han estado mintiéndole desde el comienzo. Scanlon no sabe por qué. Le hubiera dado igual si al menos se hubieran puesto a su nivel. Pero ellas lo mantenían bajo la alfombra. Como si él no fuera capaz de averiguarlo por sí mismo.
Es demasiado obvio. Hay más de un modo de hacer un vampiro. Normalmente se coge a unas cuantas personas que estén jodidas de la cabeza y se las entrena. Pero ¿por qué no se elegía a unos que ya han sido entrenados para después joderles la cabeza? Podría hasta ser más barato.
Se puede aprender mucho de una caza de brujas. Todo esa histeria de memorias reprimidas de los años noventa. Por ejemplo: toda esa cantidad de gente que recuerda de pronto abusos o abducciones alienígenas o a la querida abuelita removiendo un caldero de estofado de bebé. No era complicado, nadie tenía que entrar y reconectar las sinapsis fisícamente, el cerebro es lo bastante influenciable para reconectarse solo si se le engaña. La mayoría de aquellos pobres cretinos ni siquiera sabía lo que les estaban haciendo. Hoy en día requería algunas valiosas semanas de hipnoterapia. Las sugestiones adecuadas, enviadas justo en las formas adecuadas, pueden hacer que los recuerdos se construyan solos a partir de trozos y piezas sueltas. Una especie de reacción en cadena neurológica. Y una vez que se cree uno ser una víctima de abuso, bueno, ¿por qué la psique no iba a cambiar para estar de acuerdo?
Es una buena idea. Aunque también es la idea de otro, al menos, eso es lo que Scanlon oyó de Mezzich un par de semanas atrás. Nada oficial, por supuesto, pero ya puede haber algunos prototipos en el sistema.
Alguien aquí mismo en la Beebe, quizá. Una prueba andante del Síndrome de la Falsa Memoria Inducida. Quizá Lubin. Quizá Clarke. Podría ser cualquiera en realidad.
Deberían habérmelo dicho.
Se lo dijeron, era cierto. Le dijeron, cuando llegó, que empezaría en la planta baja. Tendrás información de casi todo, era lo que Rowan le había prometido. El trabajo de diseño, los seguimientos. Hasta le ofrecieron su propia coautoría automática en todas las publicaciones no secretas. Se suponía que Yves Scanlon sería un jodido igual. Pero depués, lo encerraron en un cuartucho para que balbuceara a los reclutas mientras ellos tomaban todas las decisiones desde la jodida trigésimoquita planta.
Mentalidad corporativa estándar: el conocimiento era poder. Los Cuerpos nunca le contaban nada a nadie.
Fui un idiota por creerles como lo hice todo este tiempo. Por enviar mis recomendaciones esperando que honraran una promesa o dos. Y éste es el hueso que me tiran. Encerrarme en el fondo del océano con estos locos de casos postraumáticos porque nadie quiere llenarse las manos de mierda.
O sea, joder. ¿Estoy tan lejos de lo que pasa que tengo que estirar rumores a partir de un confirmado embustero como Mezzich?
Aún así.
Se pregunta quién podría ser. Brander o Nakata, quizá. El registro de ella muestra un historial de ingeniería geotérmica y alta presión. Y él tiene Masters en ecología de sistemas con uno menor en genómica.
Demasiada educación para vuestro vampiro medio. Asumiendo que exista tal cosa.
Espera un segundo. ¿Por qué debería fiarme de estos archivos? Después de todo, si Rowan mantiene este asunto bajo la alfombra, no sería tan estúpida de dejar pistas por ahí en los registros de personal de la AR.
Scanlon pondera la cuestión. Supongamos que han modificado los archivos. Quizá debería comprobar los últimos candidatos probables. Ordena una búsqueda ascendente por historial educativo.
Lenie Clarke. Estudios de Premedicina sin terminar, tecnología virtual básica. La AR la contrató del Acuario Hongcouver. Departamento RP.
Hmm.
¿Alquien con las habilidades sociales de Lenie Clarke en relaciones públicas? No es muy probable. Me pregunto si...
Jesús.
Ahí está eso otra vez.
Yves Scanlon se quita los fonos de los ojos y observa al techo.
El sonido se filtra a través del casco, apenas audible.
Casi me estoy acostumbrando a él, en realidad.
Suspira a través del fuselaje, disminuye, muere. Scanlon espera. Nota que está aguantando la respiración.
Allí.
Algo muy lejano. Algo muy...
Solitario.
Suena tan solitario.
Él sabe cómo se siente.
El salón está vacío, pero algo proyecta una vaga sombra a través de la compuerta de Comunicaciones. Una voz baja desde el interior: Clarke, suena como Clarke. Scanlon escucha a hurtadillas durante algunos segundos. Ella está recitando ritmos de consumo de suministros, listando las últimas partes de equipo para separar. Una llamada de rutina de la AR, por lo que parece. Ella cuelga justo antes de que él pase por su vista.
Está sentada hundida en la silla con una taza de café a cómodo alcance.
Se miran el uno al otro sin hablar durante un momento.
—¿Hay alquien más por ahí? —pregunta Scanlon.
Ella niega con la cabeza.
—Creí haber oído algo hace unos minutos.
Ella le da la espalda para encarar la consola. Destellan un par de iconos en la pantalla principal.
—¿Qué estás haciendo?
Ella hace un gesto vago hacia la consola: —Turno de mantenimiento. Aunque a ti te gustaría eso, para varíar.
—Oh, pero he dicho...
—Que no cambiemos la rutina —interrumpe Clarke. Parece cansada—. ¿Siempre esperas que todo el mundo haga lo que dices?
—¿Eso es lo que crees que yo pretendía?
Ella suelta un bufido de burla en voz baja sin mirar atrás.
—Mira —dice Scanlon—. ¿Estás segura de no haber oído nada, como... como un fantasma, Clarke? ¿Un sonido como el que hace un pobre Acton muerto que observa cómo se pudren sus propios restos ahí fuera en la dorsal?
—No te preocupes por eso —dice ella.
Ajá.
—Así que, sí has oído algo —Ella también sabe lo que es. Todos los saben.
—Lo que oí —dice ella— es asunto mío.
Da un paseo, Scanlon.
Pero no hay ningún otro sitio adonde ir, excepto de vuelta a su cubi. Y la idea de estar solo ahora mismo... hasta la compañía de un vampiro parece preferible.
Ella se da la vuelta para encararlo: —¿Algo más?
—En realidad no. Es que parece que no puedo dormir —Scanlon abre una desarmada sonrisa—. Es que no estoy acostumbrado a esta presión, supongo —Eso ha estado bien. Tranquilízala. Reconoce su superioridad.
Ella simplemente se le queda mirando.
—No sé cómo lo soportas, un mes tras otro —añade él.
—Sí lo sabes. Eres psiquiatra. Nos escogiste.
—En realidad, soy más parecido a un mecánico.
—Claro —dice ella sin expresión—. Tu trabajo es mantener rotas las cosas.
Scanlon aparta la mirada.
Ella se levanta y da un paso hacia el hueco de la compuerta, olvidando aparentemente sus tareas de mantenimiento. Scanlon sigue de pie al lado. Ella le roza al pasar, evitando el contacto físico en el estrecho espacio.
—Mira —dispara él—, ¿Qué tal una revisión rápida de los procedimientos de mantenimiento? No estoy familiarizado del todo con este equipo.
Es demasiado obvio. Él sabe que ella ve la intención antes de que las palabras salgan siquiera de su boca. Pero también es una solicitud perfectamente razonable para alguien en su papel. Evaluación de rutina, después de todo.
Ella lo estudia durante un momento con la cabeza inclinada ligeramente hacia un lado. Su cara, inexpresiva como siempre, sugiere en cierto modo la impronta de una sonrisa. Al final se sienta de nuevo.
Toca en un menú: —Esta es la Garganta —Aparece un grupo de rectángulos luminosos anidados en unas lineas de contorno—. Lecturas Térmicas —La imagen expulsa colores falsos psicodélicos, puntos calientes rojos y amarillos laten a intervalos irregulares por la fisura principal—. No nos molestamos normalmente con las térmicas cuando hacemos el mantenimiento —explica Clarke—. Cuando se está ahí fuera, te encuentras de primera mano con ellas muy pronto de todas formas —La psicodelia vuelve despacio al verde y al gris.
¿Y qué pasa si alguien es cogido por sorpresa ahí fuera y no se tienen lecturas aquí dentro para saber que está en problemas?
Scanlon no lo pregunta en voz alta. Es sólo otro cabo suelto.
Clarke hace una panorámica y encuentra un par de iconos alfanuméricos: —Alice y Ken.
Otro punto rojo se desliza a la vista en la esquina superior derecha de la pantalla.
No, espera un minuto. Ella apaga las térmicas.
—Ey —dice Scanlon— eso es una señal de hombre muerto.
No hay alarma sonora. ¿Por qué no hay alarma...? Mueve rápido los ojos por la consola medio familiar. ¿Dónde está, dónde mierdas...?
La alarma ha sido desactivada.
—¡Mira! —Scanlon señala la pantalla—. ¿No puedes...?
Clarke alza la vista hacia él, casi con pereza. No parece entenderlo.
Él lanza el dedo hacia la pantalla: —¡Alguien acaba de morir ahí afuera!
Ella mira la pantalla, niega despacio con la cabeza: —No.
—¡Estúpida perra, has cortado la alarma!
Él pulsa un icono de control. La estación comienza a ahullar. Scanlon da un brinco hacia atrás, sobresaltado, choca con el fuselaje. Clarke lo observa, arrugando la frente ligeramente.
—¿Qué demonios te pasa? —Él extiende los brazos y la agarra por los hombros— ¡Haz algo! ¡Avisa a Lubin, llama...!
La alarma es ensordecedora. Él zarandea a Clarke con fuerza, casi la saca de la silla...
Y recuerda, demasiado tarde: no se toca a Lenie Clarke.
Algo ocurre en el rostro de la mujer. Casi se arruga, justo delante de él. Lenie Clarke, la reina de hielo, ha desaparecido de repente. En su lugar sólo hay una abatida niña ciega de cuerpo tembloroso que mueve la boca en un mismo patrón una y otra vez. Él no puede oírla debido a la alarma, pero sus labios forman las palabras: lo siento lo siento lo siento...
Todo eso en los escasos segundos antes de que ella cristalice.
Parece endurecerse por el sonido, por el asalto de Scanlon. Su cara se vuelve completamente inexcrutable. Se levanta de la silla, unos centímetros más alta de lo que debería ser. Sube una mano, agarra a Yves Scanlon por la garganta. Empuja.
Él tropieza de espaldas hacia el salón, tambaleándose. La mesa aparece a un lado. Estira los brazos para enderezarse.
De pronto, la Beebe queda en silencio de nuevo.
Scanlon respira hondo. Aparece otro vampiro en su visión periférica que se queda impasible en la boca del pasillo. Él lo ignora. Justo delante, Lenie Clarke está otra vez sentada en Comunicaciones dándole la espalda. Scanlon avanza unos pasos.
—Es Karl —dice ella antes de que él pueda hablar.
Le lleva un momento registrarlo: Acton.
—Pero... eso fue hace meses —dice Scanlon—. Cuando se perdió...
—Nosotros lo perdimos —Ella respira despacio—. Él bajó a una fumarola. Entró en erupción.
—Lo siento —dice Scanlon—. Yo... no sabía.
—Ya —La voz de Clarke es firme, con indiferencia controlada—. Es demasiado profundo... no podemos rescatarlo. Demasiado peligroso —Se gira para encararle, imposiblemente tranquila—. Aunque la señal de hombre muerto aún funciona. Seguirá gritando hasta que se acabe la batería —Se encoge de hombros—. Por eso la hemos desconectado.
—No os culpo —dice Scanlon en voz baja.
—Imagina —le dice Clarke— lo mucho que me reconforta tu aprobación.
Él se gira para marcharse.
—Espera —dice ella—. Puedo ampliarte la imagen. Puedo enseñarte exactamente dónde murió, a máxima resolución.
—Eso es innecesario.
Ella golpetea los controles: —No es problema. Claro que te interesa. ¿Qué tipo de mecánico no querría saber las especificaciones de su propia creación? —Ella da forma a la pantalla como una escultora, afila y afila hasta que no queda nada salvo una maraña de vagas líneas verdes y un punto rojo intermitente.
—Quedó soldado a una grieta secundaria —dice ella—. Parece como un bajorelieve incluso ahora, cuando toda carne se ha consumido por hervor. No sé cómo consiguió bajar allí cuando aún estaba de una pieza —No hay ningún estrés en su voz. Podría estar hablando de las vacaciones de un amigo.
Scanlon puede sentir sus ojos sobre él y prefiere mantener los suyos en la pantalla.
—Fischer —dice él—. ¿Qué le pasó a él?
Por el rabillo del ojo: ella empieza a tensarse, se gira y se encoge de hombros: —¿Quién sabe? Quizá Archi lo mató.
—¿Archi?
—Archi Tutis —reponde ella.
Scanlon no reconoce el nombre. No está en ninguno de sus archivos, que el sepa. Lo considera, decide no presionar.
—¿Se apagó la señal de hombre muerto de Fischer, al menos?
—No tenía ninguna —Ella se encoge de hombros—. El abismo puede matarte de numerosas formas, Scanlon. No siempre deja rastros.
—Lo siento, siento si te he enfadado, Lenie.
Una esquina de la boca de Clarke apenas se mueve.
Y él lo lamenta. Aún cuando no es culpa suya. Yo no te convertí en lo que eres, quiere decir. No te aplasté hasta hacerte chatarra, fue otro. Yo sólo llegué después y encontré un uso para ti. Te di un propósito, un propósito mejor que el que jamás tendrías allí arriba.
¿Es eso en verdad tan malo?
No se atreve a preguntarlo en voz alta, así que se gira para marcharse y, cuando Lenie Clarke pone un dedo sobre la pantalla, muy brevemente, donde parpadea el icono de Acton, él finge no haberlo visto.
TRANS/OFI/260850:1352
He tenido recientemente una conversación interesante con Lenie Clarke. Aunque ella no lo admite abiertamente, está muy bien defendida y tiene bastante experiencia en ocultar sus sentimientos a la gente sin instrucción. Creo que ella y Karl Acton estaban sexualmente relacionados. Esto es un descubrimiento emocionante, dado que en mis perfiles originales sugerí enérgicamente que tal relación se desarrollaría. Clarke tiene un historial de relaciones con Explosivas Intermitencias. Esto añade una medida de confianza empírica en otras predicciones relacionadas con el comportamiento de los Rifters.
También he averiguado que Karl Acton, en lugar de desaparecer, fue muerto en la erupción de una fumarola. No sé lo que estaba haciendo él ahí abajo, continuaré investigando, pero el comportamiento mismo parece una locura en el mejor de los casos, y un suicidio como mejor posibilidad.
El suicidio no es consistente con los perfiles ni de DSM ni de ECM de Karl Acton. El suicidio, por tanto, implicaría un grado de cambio de personalidad básico. Esto es consistente con el escenario de adicción al trauma. Sin embargo, cierto tipo de lesión física cerebral no puede descartarse. Mi búsqueda en el registro médico no ha revelado ninguna lesión en la cabeza, pero éste estaba limitado a participantes vivos. Quizá Acton era... diferente.
Oh. Descubrí quién es Archi Tutis. No en los archivos de personal.
La biblioteca. Architeuthis: calamar gigante.
Creo que ella bromeaba.
En momentos como este parece que el mundo ha sido siempre negro.
No lo es, por supuesto. Joel Kita ha captado un poco de ambiente azul por la ventanilla dorsal sólo hace diez minutos. Justo antes de que hayan descendido a través de la capa profunda de dispersión, bastante delgada comparada con los viejos tiempos, según le han dicho, pero aún así impresionante. Con brillantes sinóforos y ojos de linterna y todo. Aún así es hermoso.
Ahora hay mil metros por encima de ellos. Justo aquí no hay nada salvo el delgado corte vertical de la línea del transpondedor de la Beebe. Joel lleva el escafo en perezoso giro durante el descenso. Más adelante, las luces barren el agua en una hélice descendente. La línea del transpondedor pasa oscilando por la ventanilla principal cada treinta segundos o así, una brillante línea vertical contra la oscuridad.
Aparte de eso, negrura.
Un fino monstruo choca con la ventana. Tiene dientes de aguja tan largos que no puede cerrar la boca, un cuerpo de anguila festoneado de brillantes fotóforos. Quince centímetros de longitud, veinte máximo. Ni siquiera es lo bastante grande para hacer ruido cuando golpea y después se marcha girando sobre ellos.
—Pez víbora —dice Jarvis.
Joel mira a su pasajero a su lado, encorvado para aprovechar lo que podría llamarse cómicamente "el paisaje".
Jarvis es una especie de psicólogo celular de Rand/Washington U. Viene a recoger un misterioso paquete.
—¿Has visto muchos de esos? —pregunta ahora.
Joel niega con la cabeza: —No a esta profundidad. Parece raro.
—Sí, bueno, el área entera es rara. Por eso estoy aquí.
Joel comprueba la pantalla táctica, empuja una pestaña del timón.
—Pero ¿peces víbora?, se supone que no crecen más que el acabas de ver —remarca Jarvis—. Aunque había un tipo, oh, en la decáda de 1930... Beebe era su nombre, el mismo tipo por el que nombraron... da igual, juró que vió uno de más de dos metros de largo.
Joel gruñe: —No sabía que la gente bajaba aquí por aquel entonces.
—Sí, bueno, estaban empezando. Y siempre habían pensado que los peces abisales eran estos enanitos endebles porque eso era lo único que siempre pescaban en las redes. Pero luego Beebe ve un gran pez víbora y la gente empieza a pensar: ey, quizá sólo capturamos los pequeños porque todos los grandes pueden nadar más rápido que las redes. Quizá el abismo marino está lleno de monstruos gigantes en realidad.
—No lo está —dice Joel—. Al menos, no el que yo he visto.
—Ya, bueno, eso es lo que la mayoría de la gente piensa. Aunque de vez en cuando se ven cosas raras varadas en la orilla. Y, por supuesto, está el Boquiancho y calamares gigantes silvestres.
—Nunca bajan a esta profundidad. Apuesto a que ninguno de tus otros gigantes tampoco. No hay suficiente comida.
—Excepto en las fuentes termales —dice Jarvis.
—Excepto en las fuentes termales —le condece Joel.
—En realidad —enmienda Jarvis—, excepto en esta fuente termal.
La línea del transpondedor pasa danzando, un silencio de metrónomo.
—Sí —dice Joel después de un momento—. ¿Por qué será?
—Pues no estamos seguros. Aunque seguimos trabajando en ello. Por eso bajo aquí. Voy a atrapar uno de esos monstruos escamosos.
—¿Estás de broma?. ¿Vamos a embestirlo con el casco hasta la muerte?
—En realidad, ya lo han atrapado. Los Rifters lo pescaron para nosotros hace un par de días. Sólo tenemos que recogerlo.
—Podría hacer eso yo solo. ¿Por qué has venido?
—Tengo que asegurarme de que lo hicieron bien. No queremos que el contenedor estalle en la superficie.
—¿Y ese tanque extra que habéis atado a mi escafo, el que tiene pegatinas de peligro biológico por todas partes?
—Oh —dice Jarvis—. Sólo es para esterilizar la muestra.
—Ya veo —Joel deja que sus ojos recorran los paneles—. Tú debes de ser ese que arrastra el gran peso hasta la orilla.
—Oh. ¿Y eso por qué?
—Yo solía hacer muchas veces la ruta de Channer. Inmersiones farmacéuticas, viajes para entrega de sumistros hasta la Beebe, ecoturismo. No hace mucho transporté a un Cuerpo hasta la Beebe. Dijo que se quedaba un mes o así. La AR me llama tres días más tarde y me dice que lo recoja. Aparezco para la recogida y me dicen que se ha cancelado. Sin explicación.
—Bastante extraño —subraya Jarvis.
—Eres el primer viaje que he tenido hasta Channer en seis semanas. Eres el primer viaje que ha tenido nadie, que yo sepa. Así que, tendrás que tirar de un gran peso.
—En realidad no —Jarvis se encoge de hombros a la media luz de la cabina—. Sólo soy un asociado de investigación. Voy donde me dicen, igual que tú. Hoy me dijeron que viniera y recogiera un pedido de pez listo para salir.
Joel lo mira.
—Preguntaste por qué se hacían tan grandes —dice Jarvis—. Creemos que se debe a una clase de infección endosimbiótica.
—No me digas.
—Digamos que es más sencillo que algún microbio viva dentro de un pez que fuera en el océano... menos estrés osmótico... de modo que una vez que entra, empieza a bombear más ATP que el que necesita.
—ATP —dice Joel.
—Compuesto de fosfato energético. Batería celular. El caso es que escupe este excedente de ATP y el pez anfitrión puede usarlo como energía de crecimiento extra. Quizá la Fuente de Channer ha tenido algún tipo de bicho único que infecta los peces teleósteos y les da un brote de crecimiento.
—Qué extraño.
—En realidad, pasa a todas horas. Cada una de nuestras células es una colonia por el mismo motivo. Ya sabes, núcleo, mitocondria, cloroplasto si eres una planta...
—No es mi caso. Más de lo que puedo decir de algunos tipos...
—... solían ser microbios vivos libres por propio derecho. Hace unos miles de millones de años, algo se los comió pero no supo digerirlos bien, así que se quedaron a vivir dentro del citoplasma. Con el tiempo hicieron un trato con la célula anfitriona, se hicieron cargo de las tareas domésticas a cambio de alquiler. Y voilà: surgió la moderna célula eucariota.
—¿Y qué pasa si este bicho de Channer se mete dentro de una persona? ¿Crecemos todos hasta los tres metros de altura?
Una carcajada educada: —Nop. La gente deja de crecer cuando alcanza la edad adulta. Como la mayoría de vertebrados, en realidad. Los peces, por otro lado, siguen creciendo durante toda sus vidas. Y los peces abisales... esos no hacen nada salvo crecer, si sabes a lo que me refiero.
Joel alza las cejas.
Jarvis alza las manos: —Lo sé, lo sé. Un dedo de bebé es mayor que el pez abisal medio. Pero eso sólo indica que van cortos de combustible. Cuando van a todo gas, créeme, lo usan para crecer. ¿Para qué desperdiciar calorías en nadar por ahí cuando no puedes ver nada de todos modos? En los entornos oscuros, tiene más sentido para los depredadores quedarse sentados y esperar. Además, si creces lo suficiente, quizá seas demasiado grande para otros depredadores, ¿lo ves?
—Mmm.
—Por supuesto, basamos la teoría entera en un par de muestras que se pescaron sin ninguna protección contra los cambios de presión y temperatura —Jarvis emite un bufido—. Bien podrían haberlos enviado en una bolsa de papel. Pero esta vez vamos a hacerlo bien... Ey, ¿es esa luz que veo allí abajo?
Hay un vago brillo amarillo manchando la oscuridad directamente debajo. Joel abre una pantalla topográfica: la Beebe. El grupo geotérmico sobre la dorsal emite una secuencia de fuertes ecos verdes a una derrota de 340°. Y justo a la izquierda de ellos, a un centenar de metros del generador más oriental, algo envía una firma acústica única a intervalos de cuatro segundos.
Joel pulsa comandos a las aletas de inmersión. El escafo sale de su espiral y pone rumbo al noreste. La Estación Beebe, nunca más que una mancha brillante, aparece despacio por la popa.
El suelo del océano se resuelve de pronto ante las luces del escafo. En la cabina, un punto de luz intermitente se mueve a cámara lenta hacia el centro de la pantalla topográfica.
Algo carga contra ellos desde arriba. El sordo sonido del impacto reverbera a través del casco. Joel levanta la mirada hacia la ventana dorsal pero no ve nada. Varios impactos más, en secuencia. El escafo rechina hacia adelante implacablemente.
—Allí.
Parece casi como un contendor de bote salvavidas, tres metros de largo. Las lecturas parpadean de un panel en un extremo redondeado. Descansa sobre una alfombra de gusanos de tubo gigantes, sus plumosas coronas extendidas en modo de total alimentación por filtrado. Joel piensa en un Moisés bebé acunado por grupos de juncos mutantes.
—Espera un segundo —dice Jarvis—. Apaga las luces primero.
—¿Para qué?
—No las necesitas, ¿verdad?
—Pues, no. Puedo usar los instrumentos si es necesario. Pero ¿por qué?
—Tú hazlo, ¿vale? —Jarvis, la caja parlanchina, de pronto se vuelve todo trabajador.
La oscuridad inunda la cabina, retrocede un poco ante el brillo de las lecturas.
Joel agarra un par de ojofonos de un gancho a su izquierda. El suelo marino reaparece ante él en azul y negro por cortesía de los fotoamplificadores ventrales.
Lleva al escafo en posición justo encima del contenedor, escucha el sonido metálico y el chirrido de los agarres flexionándose bajo la cubierta. Unas garras metálicas color pizarra se extienden por su campo visual.
—Pulveriza sobre él antes de recogerlo —dice Jarvis.
Joel extiende un brazo y pulsa los códigos de control sin mirar. Los fonos le muestran una tobera extendiéndose fuera del tanque de Jarvis, apunta como una delgaducha cobra.
—Ahora.
La tobera eyecta suciedad gris azulada, vaporiza por todo el largo del contenedor, barriendo fuera los bentos a cada lado. Los gusanos de tubo se retractan dentro de sus túneles y cierran las puertas. El bosque emplumado entero se desvanece en un instante, dejando una multitud de correosos tubos sellados.
La tobera escupe su veneno.
Uno de los tubos se abre, casi dudando. Algo oscuro y correoso sale fuera retorciéndose. La pluma gris barre sobre ella, pierde fuerza, inerte en la silla de su agujero. Ahora se abren otros tubos. Los cuerpos invertebrados se hunden hacia atrás a plena vista.
—¿Qué es esa cosa? —susurra Joel.
—Cianuro. Rodiezono. Entre otras cosas. Una especie de cóctel.
La boquilla vomita durante algunos segundos hasta que se agota. Automaticamente, Joel la recoge.
—Vale —dice Jarvis—. Agarrémoslo y volvamos a casa.
Joel no se mueve.
—Ey —dice Jarvis.
Joel niega con la cabeza, juguetea con la maquinaria. El escafo extiende sus brazos en un abrazo metálico, saca el contenedor del fondo. Joel se quita los fonos de los ojos y pulsa los controles. Empiezan ascender.
—Ha sido todo un lavado eficiente —remarca Joel tras un rato.
—Sí. Bueno, la muestra nos cuesta una buena cantidad. No queremos contaminarla.
—Ya veo.
—Puedes volver a encender las luces —dice Jarvis—. ¿Cuánto tiempo hasta que salgamos a la superficie?
Joel enciende los focos: —Veinte minutos. Media hora.
—Espero que el piloto del elevador no se aburra demasiado —Jarvis es todo amigable de nuevo.
—No hay piloto. Es un gel inteligente.
—¿En serio? Nadie lo diría —Jarvis arruga la frente—. Esas cosas dan miedo, esos geles. ¿Sabías que uno asfixió a un montón de gente en Londres hace un tiempo?
Sí, está a punto de decir Joel, pero Jarvis ha vuelto a modo charla: —Menuda mierda. Estaba controlando el sistema del metro, un registro operativo perfecto y luego, un día se le olvida encender la ventilación cuando tenía que hacerlo. El tren entra deslizándose en la estación a quince metros bajo tierra, todo el mundo sale, sin aire, bum.
Joel ha oído esto antes. La parte final tuvo algo que ver con un reloj estropeado, si recordaba bien.
—Esas cosas aprenden solas de la experiencia, ¿no? —continúa Jarvis—. Así que todo el mundo asume que ha aprendido a identificar los ventilarores como algo obvio. Calor corporal, movimiento, niveles de CO2, ya sabes. Resulta que estaba observando un reloj en la pared. La llegada del tren relacionada con un subconjunto predecible de patrones en la pantalla digital, de modo que encendía la ventilación siempre que veía uno de esos patrones.
—Sí. cierto —Joel mueve la cabeza—. Y unos vándalos habían destrozado el reloj o algo así.
—Ey. Has oído las noticias.
—Jarvis, esa historia tiene diez años. Fue cuando empezaban con esos chismes. Los geles de ahora se han corregido a nivel molecular desde entonces.
—¿Ah sí? ¿Cómo estás tan seguro?
—Porque un gel ha estado llevando el elevador casi todo este año y ha tenido bastantes oportunidades de joderla. No lo ha hecho.
—¿Así que te gustan esas cosas?
—Joder, no —dice Joel pensando en Ray Stericker. Pensando en sí mismo—. Me gustarían mucho más si la fastidiaran de vez en cuando, ¿sabes?
—Pues a mí no me gustan ni me fío de ellas. Acaba uno preguntándose qué es lo que traman.
Joel asiente, distraído por la disgresión de Jarvis. Pero luego su mente regresa a los gusanos de tubo muertos y a las zonas de inmersión no reclamadas y al contenedor anónimo remojado con suficiente veneno como para matar a una jodida ciudad entera.
Yo acabo preguntándome qué es lo que tramamos todos nosotros.
Es abominable.
Casi de un metro de ancho. Probablemente menor cuando Clarke empezó a trabajar en ella, pero ahora es un monstruo real. Scanlon evoca sus días de v-escuela y recuerda: se supone que una estrella de mar está toda en un único plano. Discos planos con brazos. No como ésto.
Clarke ha injertado trozos y pedazos en todos los ángulos y ha producido un nudo gordiano que se arrastra con algunas partes rojas, otras púrpuras y otras blancas. Scanlon cree que el cuerpo original era naranja antes.
—Se regeneran —vibra ella en su hombro—. Y tienen sistemas inmunes ciertamente primitivos, por eso no hay problemas de rechazo de tejido de los que hablar. Las hace más sencillas de reparar si les pasa algo malo
Reparar. Como si eso fuese alguna clase de mejora.
—¿Y estaba rota? —pregunta Scanlon—. ¿Qué le pasaba exactamente?
—Estaba arañada. Tenía un corte en la espalda. Y había otra estrella de mar cerca toda despedazada. Demasiado muerta ya para que pudiera ayudarla, pero imaginé que podía usar alguna de las piezas como parche para esta amiguita.
Esta amiguita. Este bichito se arrastra despacio entre ellos en patéticos círculos, dejando complicadas huellas en el fango.
Filamentos de hogos parásitos sobresalen de las escabrosas costuras sin curar del todo. Los miembros extra, injertados asimétricamente, se agarran en las rocas, el cuerpo se impulsa con inestabilidad perpetua.
Lenie Clarke no parece notarlo.
—¿Cuánto tiempo hace...? quiero decir, ¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto —La voz de Scanlon está admirablemente nivelada, él está seguro de que no comunica nada salvo amigable interés. Pero ella sabe, de alguna forma. Ella se queda en silencio un segundo, luego apunta sus ojos de no muerta hacia él y dice: —Claro. Este bicho te pone enfermo.
—No, es que... bueno, me deja fascinado, yo...
—Tú estás asqueado —vibra ella—. No deberías estarlo. ¿No es esto exactamente lo que esperarías de un Rifter? ¿No es por esto que nos habéis enviado aquí abajo en primer lugar?
—Sé lo que crees, Lenie —intenta Scanlon, recurriendo al leve tacto—. Crees que nos levantamos cada mañana y nos preguntamos: ¿cómo podemos joder aún más a nuestros empleados hoy?
Ella baja la vista hacia la estrella: —¿Nos?
—La AR.
Ella flota ahí mientras su mascota se retuerce a cámara lenta tratando de ponerse derecha.
—No somos malvados, Lenie —dice Scanlon después de un rato.
Ojalá ella lo mirara ahora y viera la expresión sincera de su cara en el casco. La ha practicado durante años.
Pero cuando ella alza la vista por fín, ni siquiera la nota: —No te adules a ti mismo, Scanlon, dice ella—. No tienes el más mínimo control sobre lo que eres.
TRANS/OFI/280850:1043
No hay duda de que la capacidad de funcionar aquí abajo proviene de los atributos que, bajo otras condiciones, se calificarían como "disfuncionales".
Estos atributos no sólo permiten la exposición a la dorsal a largo plazo, también se pueden intensificar como resultado de tal exposición. Lenie Clarke, por ejemplo, ha desarrollado una neurosis de mutilación que podría haber tenido antes de su llegada aquí. Su fascinación por un animal que puede "arreglarse" fácilmente cuando se rompe ha enraizado con bastante obviedad, a pesar del número de intentos horriblemente chapuceros por "reparar". Judith Caraco, que solía correr maratones en el interior antes de su arresto, nada compulsivamente arriba y abajo de la línea del transpondedor de la Beebe. El resto de participantes probablemente ha desarrollado hábitos correspondientes.
Si estos comportamientos son indicativos de una adicción psicológica, no puedo saberlo aún. Si lo son, sospecho que Kenneth Lubin puede ser el caso más grave. Durante una conversación con algunos de los otros participantes, he averiguado que Lubin puede, en realidad, dormir fuera en algunas ocasiones, lo cual no puede considerarse saludable para los estándares de nadie. Estaría en mejores condiciones de comprender las razones de esto si tuviera más particulares sobre el historial de Lubin. Claro que, su archivo carece de ciertos detalles relevantes.
Sobre las tareas, los participantes trabajan inesperadamente bien, dado el bagaje psicológico que carga cada uno. Los turnos de trabajo se completan con un sentido casi misterioso de coordinación. Parecen estar coreografiados. Casi como...
Esta es una impesión subjetiva, por supuesto, pero creo que los Rifters comparten, de hecho, alguna consciencia aumentada entre ellos, al menos cuando están fuera. También pueden tener una consciencia aumentada de mí... o eso o han hecho algunas notables suposiciones sagaces sobre mi estado mental.
No.
Demasiado, demasiado...
Demasiado sencillo de malinterpretar. Si el haploide en la orilla lee esto, podría pensar que los vampiros tienen la posición de poder. Scanlon borra las últimas líneas, considera alternativas.
Hay una palabra para sus sospechas. Es una palabra que describe la experiencia que se tiene en un tanque de aislamiento o en un entorno de realidad virtual con todas las entradas sensoriales vacías o, en casos extremos, cuando alguien se corta los cables sensoriales del sistema nervioso central. Describe ese estado de privación sensorial en el que secciones enteras del cerebro van buscando las señales a oscuras. La palabra es Ganzfeld.
Se está muy tranquilo en un Ganzfeld. Normalmente, los lóbulos temporales y occipitales bullen con señales lo bastante fuertes para superar cualquier competidor.
Aunque cuando se quedan en silencio, la mente a veces puede inventar falsos susurros en la oscuridad. Puede imaginar escenas que tienen una curiosa similitud con las que brillan en una televisión en alguna habitación distante, quizá. O sentir un vago eco emocional, familiar, pero no de primera mano.
La estadística sugiere que estas sensaciones no son enteramente imaginarias. Expertos de la década anterior —gente muy similar a Yves Scanlon excepto por la suerte de estar en el lugar adecuado en el momento preciso— incluso descubrieron de dónde venían los susurros.
Resulta que los microtúbulos de proteína que permean todas y cada una de las neuronas, actúan como receptores de ciertas señales débiles en el nivel cuántico. Resulta que la consciencia misma es un fenómeno cuántico. Resulta que, bajo ciertas condiciones, los sistemas conscientes pueden interactuar directamente sorteando el puente sensorial habitual.
No es un mal resultado para algo que comenzó unos siglos atrás con semiesferas de ping-pong tapándole los ojos a alguien.
Ganzfeld.
Ese el es billete para el viaje. No hables sobre la facilidad con la cual esas criaturas ven a través de ti. Olvida los fines: disecciona el proceso.
Toma el control.
Creo que algún tipo de Efecto Ganzfeld puede estar funcionando aquí. El entorno oscuro y ligero del abismo podría emprobecer los sentidos lo suficiente para llevar la relación señal-ruído más allá del umbral. Mis observaciones sugieren que la mujer puede ser más sensitiva que el hombre, lo cual es consistente con su cuerpo calloso más grande y una ventaja consecuente en la velocidad de proceso intercortical.
Sea cual sea la causa de este fenómeno, aún no me ha afectado. Quizá sólo requiere un poco de tiempo.
Oh, una cosa más. No he sido incapaz de encontrar ningún registro sobre que Karl Acton usara el escaner médico. He preguntado a Clarke y a Brander sobre esto y ninguno pudo recordar que Acton usara la máquina. Dado el número de lesiones de todos los demás que hay en el registro, encuentro ésto sorprendente.
Yves Scanlon se sienta a la mesa y se obliga a comer con una boca totalmente seca. Oye a los vampiros moverse abajo, moverse por el pasillo, moverse justo detrás de él. No se da la vuelta.
No debe mostrar ninguna señal de debilidad. No puede traicionar su carencia de confianza.
Los vampiros, sabe él, son como los perros. Pueden oler el miedo.
Tiene la cabeza llena de sonidos muestreados en un bucle interminable.
—Aquí no estás entre amigos, Scanlon. No nos hagas tus enemigos —Ese había sido Brander hacía cinco minutos, susurrándole al oído antes de bajar a la cubierta húmeda.
Y Caraco clic clic, cliqueando el cuchillo del pan contra la mesa hasta que él apenas podía oirse pensar.
Y Nakata y esa estúpida risilla suya.
Y Patricia Rowan, en algún momento del futuro imaginario, mofándose: —Bueno, si ni siquiera puedes manejar una misión rutinaria sin empezar una revuelta, tampoco es asombroso que no nos fiemos de ti.
O quizá, reverberando por una línea temporal diferente, una precisa llamada a la AR: —Perdimos a Scanlon. Perdón.
Y subyacente a todo esto, ese prolongado sonido helado hueco que repta por el suelo de su cerebro. Aquella cosa. Aquella cosa que nadie menciona. La voz del abismo. Suena más cerca cada noche, sea lo que sea.
A los vampiros tampoco les importa eso.
Están sellando sus pieles mientras Scanlon se sienta quieto al final de su hora de la comida. Se están poniendo las aletas, descienden hacia el exterior desertando de él. Van a salir ahí fuera con la cosa que aúlla.
Scanlon se pregunta, por encima de las voces en su cabeza, si esa cosa puede entrar. Si ésta será la noche en la que la traerán con ellos cuando vuelvan.
Todos los vampiros se han ido. Tras un rato, hasta las voces en la cabeza de Scanlon empiezan a desaparecer. La mayoría de ellas.
Esto es de locos. No puedo quedarme sentado aquí.
Hay una voz que no ha oído esta noche. Lenie Clarke se sentó allí a través del completo fiasco, observando. Clarke es la única que ellos admiran, de acuerdo. Ella no habla mucho, pero prestan atención cuando lo hace. Scanlon se pregunta lo que les dice cuando él no está presente.
Ya no puede quedarse aquí sentado durante más tiempo. Y no está tan mal. Tampoco es que me amenacen en realidad...
Aquí no estás entre amigos, Scanlon.
... no explícitamente.
Trata de averiguar exactamente dónde los ha perdido. Parece una proposición bastante razonable. La idea de los recorridos más cortos no debería haberles enfadado de esa forma. Aún siendo adictos a este lugar maldito de Dios, fue sólo una sugerencia. Scanlon salía de sus caminos para ser completamente inofensivo. A menos que ellos tomaran como excepción su mención sobre sus descuidos en el departamento de seguridad. Pero aquello debería ser ya agua pasada, no sólo sabían los riesgos que corrían, alardeaban de ellos.
¿A quién quiero engañar? No fue allí donde los perdí. No debería haber mencionado a Lubin, no debería haberlo usado como ejemplo.
Aunque tenía mucho sentido hacerlo en aquel momento. Scanlon sabe que Lubin es un extranjero incluso aquí abajo. Scanlon no es idiota, puede leer las señales hasta detrás de las tapas oculares. Lubin es diferente de los otros vampiros. Usarlo como ejemplo debería haber sido la cosa más segura del mundo. Los cabezas de turco han sido una parte respetable del arsenal del terapeuta durante siglos.
Mira, ¿quieres terminar como Lubin? ¡Él duerme ahí fuera, por amor de Dios!
Scanlon se cubre la cara con las manos. ¿Cómo iba a saber yo que todos lo hacían?
Quizá debería haberlo sabido. Podría haber monitorizado el sónar con más atención. O anotado sus horarios cuando entraban en sus cubículos y ver cuánto tiempo permanecían dentro. Había cosas que podía haber hecho y lo sabe.
Quizá la jodí de verdad. Quizá. Ojalá hubiera...
Jesús, eso ha sonado cerca. ¿Qué es...?
¡Calla! ¡Cierra el jodido pico!
Quizá se muestre en el sónar.
Scanlon respira hondo y entra en Comunicaciones. Ha recibido entrenamiento básico con el equipo, por supuesto. Todo es bastante intuitivo de todas formas. En relidad no necesitaba el forzado tutorial de Clarke. Unos segundos de esfuerzo recompensan un resumen táctico: vampiros, en cadena como perlas en una línea invisible entre la Beebe y la Garganta. Otro más al oeste, nadando hacia la Garganta, probablemente Lubin. Topografía aleatoria. Eso es todo.
Mientras observa, los cuatro iconos más próximos a la Beebe se perfilan un píxel o dos hacia la calle Main. El quinto en la fila está más adelantado, casi tan lejos como Lubin. Ya casi en la Garganta.
Espera un segundo.
Vampiros: Brander, Caraco, Clarke, Lubin, Nakata. Correcto.
Iconos: uno, dos, tres, cuatro, cinco...
Seis.
Scanlon se queda mirando la pantalla. Oh, mierda.
El enlace telefónico de la Beebe es muy de la vieja escuela: un cable directo, ni siquiera desviado por telemetría o servidores de comunicación. Es casi victoriano en su simplicidad, una garantía para permanecer conectado ante cualquier fallo de los sistemas o implosión. Scanlon nunca lo ha usado antes. ¿Por qué iba a hacerlo? En el momento en que llame a casa está admitiendo que no puede hacer el trabajo por sí mismo.
Ahora pulsa el botón de llamada sin dudarlo un momento.
—Al habla Scanlon, Recursos Humanos. Tengo un poco de...
La línea sigue oscura.
Prueba de nuevo. Muerta.
Mierda mierda mierda.
En cierto modo, sin embargo, no le sorprende.
Podría llamar a los vampiros. Podría pedirles que volvieran dentro. Tengo la autoridad. Esa es una idea divertida durante algunos momentos.
Al menos, La Voz parece haberse disipado. Cree que puede oírla si se concentra, pero es tan débil que bien podría ser su imaginación.
La Beebe lo oprime. Mira de nuevo la pantalla táctica, con esperanza. Uno, dos, tres, cu...
Oh, mierda.
No se acuerda de haber salido fuera. Recuerda esforzarse por entrar en su malla y recoger una pistola sónar y ahora está sobre el lecho marino, bajo la Beebe. Toma una lectura, la comprueba, la comprueba otra vez. No cambia.
Se aleja de la luz hacia la Garganta. Lucha consigo mismo durante interminables segundos, vence, su lámpara sigue apagada. No tiene sentido publicar su presencia.
Bucea a ciegas cerca del fondo. De vez en cuando toma una lectura y reorienta su rumbo. Scanlon camina en zigzags por el suelo marino.
Con el tiempo, el abismo empieza a iluminarse ante él.
Algo gimotea justo delante de él.
Ya no suena solitario. Suena frío y hambriento y totalmente inhumano. Scanlon se queda inmóvil como una criatura nocturna cazada por la luz de un foco.
Tras un rato, el sonido se pierde.
La Garganta reluce a resolución media, quizá a veinte metros por delante. Parece una colección espectral de edificios y grúas instalados sobre la luna. Luces turbias de cobre se derraman hacia abajo desde los focos a medio camino de los generadores. Scanlon da un rodeo justo detrás de la luz.
Algo se mueve por la izquierda.
Un suspiro alienígena.
Él se aplana en el fondo con los ojos cerrados. Crece, Scanlon. Sea lo que sea eso, no puede hacerte daño. Nada puede morder y atravesar la malla.
Nada de carne y hueso que...
Se niega a terminar ese pensamiento. Abre los ojos.
Cuando se mueve de nuevo, Scanlon está mirádolo directamente.
Una pluma negra, eyectada desde una chimenea de roca sobre el lecho. Y esta vez no suspira simplemente, aúlla.
Una fumarola. Se trata de eso. Acton cayó en una de éstas.
Quizá sea ésta.
La erupción se extingue por completo. El sonido susurra y se aleja.
Se supone que las fumarolas no emiten sonidos. No como estos, al menos.
Scanlon bordea la entrada de la chimenea. 50°C.
En el interior, anclada a unos dos metros, hay una especie de máquina. Se ha construído a partir de cosas que nunca estuvieron destinadas a encajar juntas: cuchillas rotatorias girando en la corriente vestigial, conductos perforados, tubos anclados en ángulos extraños. La fumarola está atiborrada de chatarra.
Y el agua impulsada a través de ella sale cantando. No es un fantasma. No es un depredador alieníena, después de todo. Sólo son... silbatos.
El alivio recorre el cuerpo de Scanlon en una onda química. Se relaja, empapándose de la sensación, hasta que recuerda:
Seis contactos. Seis.
Y aquí está él, iluminado a plena vista.
Scanlon retrocede de vuelta a la oscuridad. La maquinaria tras sus pesadillas, expuesta y casi prosaica, ha reforzado su confianza. Retoma su patrulla. La Garganta rota lentamente a su derecha, un sucio gráfico monocromo.
Algo entra a la vista delante, flotando sobre un saliente de gusanos pluma.
Scanlon se acerca, se oculta detrás de una conveniente roca.
Vampiros.
Dos de ellos.
No parecen iguales.
Los vampiros normalmente se parecen aquí fuera, es casi imposible identificarlos. Pero Scanlon está seguro de que nunca ha visto a uno de los dos antes. Le da la espalda, pero aún hay algo... es demasiado alto y delgado. Se mueve con impulsos furtivos y tirones, casi como un pájaro. Reptiliano. Lleva algo bajo el brazo.
Scanlon no sabe de qué sexo es. Aunque el otro vampiro parece hembra. Los dos levitan en el agua separados unos metros, encarados. De vez en cuando, la hembra gesticula con las manos, a veces se mueve demasiado rápido y el otro se sobresalta un poco.
Stanlon conmuta los canales de voz. Nada. Tras un rato, la hembra extiende los brazos, casi tentativamente y toca al reptil. Hay algo casi cariñoso, al modo alienígena, en lo que hace. Luego ella se gira y se aleja nadando hacia la oscuridad. El reptil permanece detrás, girando despacio sobre su propio eje. Su cara queda a la vista.
El sello de su capucha está abierto. Su cara es tan pálida que Scanlon apenas puede decir dónde termina la piel y empiezan las tapas oculares. Casi parece como si esta criatura no tuviera ojos.
La cosa bajo el brazo son los restos destrozados de uno de los peces monstruosos de Channer. Mientras Scanlon observa, el reptil se lo lleva a la boca y arranca un pedazo. Engulle.
La voz en la Garganta aúlla en la distancia, pero el reptil no parece notarlo.
Su uniforme tiene el logo habitual de la AR impreso en los hombros. La etiqueta habitual del nombre debajo.
¿Quién...?
Su cara vacía pasa sin detenerse por la derecha del escondite de Scanlon. Un momento más tarde, le da la espalda de nuevo.
Está totalmente solo ahí fuera. No parece peligroso.
Scanlon se abraza a su roca, se impulsa. El agua lo empuja a su vez, reduciendo su velocidad al instante. El reptil no lo ve. Scanlon aletea hasta quedar a algunos metros de distancia cuando recuerda: el Efecto Ganzfeld.
¿Y si hay algún Efecto Ganzfeld aquí aba...?
El reptil gira de repente, observándolo directamente.
Scanlon se abalanza. Un segundo más y ni siquiera habría podido acercarse, pero la fortuna le sonríe. atrapa una de las aletas de la criatura cuando ésta intenta huir buceando. El otro pie se dispara, rebota en su casco. Otra vez, más abajo, la pistola sónar de Scanlon cae girando de su cinturón.
Él aguanta. El reptil viene hacia él con ambos puños, en silencio total. Scanlon apenas siente los golpes a través de su malla de presión. Devuelve el golpe con la desesperación familiar de golpear un saco, acorralado de nuevo, con la débil autodefensa como única opción.
Hasta que se convence de que, esta vez, está funcionando.
No está enfrentándose al abusón del barrio. No está pagando el precio por hacer contacto visual con algún australopitecus en el BebeYDroga local. Está peleando con un delgaducho monstruito que intenta huir. Huir de él. Este tipo es débil de veras.
Por primera vez en su vida, Yves Scanlon está ganando una pelea.
Sus puños conectan, una maza de cota de malla. El enemigo se agita y se esfuerza por zafarse. Scanlon sujeta, retuerce, hace una llave a su presa con un brazo. Su víctima se debilita, totalmente desesperada.
—Tú no vas a ninguna parte, amigo —Por fín, una oportunidad para probar ese tono de cómodo menosprecio que ha estado practicando desde los siete años. Suena bien. Suena confiado, con el control—. No hasta que averigüe qué demonios está...
Las luces se apagan.
La Garganta entera queda a oscuras de repente y sin alboroto. Pasan unos segundos para que las post imágenes se disipan con los parpadeos. Finalmente, en la extrema distancia, Scanlon discierne un brillo gris muy débil. La Beebe.
El brillo muere cuando lo observa. La criatura en sus brazos se ha quedado muy quieta.
—Suéltale, Scanlon.
—¿Clarke? —Podría ser Clarke. Los vocificadores no lo enmascaran todo, hay diferencias sutiles que Scanlon empieza a reconocer—. ¿Eres tú? —Enciende la lámpara de su casco, pero no importa dónde apunte, no hay nada que ver.
—Le romperás los brazos —dice la voz.
Tiene que ser Clarke.
—No soy tan fuerte —dice Scanlon al abismo.
—No necesitas serlo. Sus huesos se han descalcificado —Un silencio momentáneo—. Es frágil.
Scanlon relaja su agarre un poco. Se mueve atrás y adelante tratando de ver algo. Nada. Lo único que aparece a su vista es el parche del hombro de su prisionero.
Fischer.
Pero se le dió por perdido hace... Scanlon cuenta hacia atrás... ¡siete meses!
—Déjale marchar, chupapollas —Una voz diferente esta vez. La de Brander—. Ahora —vibra aquello—. O juro que te mataré.
¿Brander?
¿Brander defendiendo en serio a un pedófilo? ¿Cómo demonios ha llegado a ocurrir tal cosa?
Eso no importa ahora. Hay otras cosas de las que preocuparse.
—¿Dónde estáis? —grita Scanlon—. ¿De qué tenéis tanto miedo?
No espera que funcione tan obvia provocación. Sólo está ganando tiempo, tratando de retrasar lo inevitable. No puede dejar libre a Fischer así como así. Se quedaría sin opciones en el momento en que eso ocurriera.
Algo se mueve justo a su izquierda. Scanlon se gira, un borrón de movimiento sale por ahí fuera, quizá un atisbo de miembros pillados en el haz de luz. Demasiados para una sola persona.
Después, nada.
Está intentando hacerlo, percibe Scanlon. Brander acaba de intentar matarme y el resto se lo ha impedido.
Por ahora.
—Última oportunidad, Scanlon —Clarke otra vez, cercana e invisible, como si le zumbara las palabras al oído—. No necesitamos ponerte una mano encima, ¿sabes? Podemos sencillamente dejarte aquí. Si no lo sueltas en diez segundos, te juro que jamás encontrarás el camino de regreso. Uno.
—E incluso aunque lo encontraras —añade otra voz, Scanlon no sabe la de quién— te estaríamos esperando allí.
—Dos.
Scanlon comprueba el salpicadero de su casco que yace bajo su barbilla. Los vampiros han apagado la baliza de retorno de la Beebe.
—Tres.
Comprueba su brújula. Las lecturas no se están quietas. Allí no le sorprende, la navegación magnética es una broma en la dorsal.
—Cuatro.
—De acuerdo —prueba Scanlon—. Dejadme aquí. No me importa. Puedo...
—Cinco.
—... buscar la superficie. Puedo durar días en este traje.
Claro. Como si te fueran a dejar huir flotando con su... ¿qué es Fischer para ellos, por cierto? ¿Mascota?
—Seis.
¿Modelo de comportamiento?
—Siete.
Oh, Dios. Oh, Dios.
—Ocho.
—Por favor —susurra él.
—Nueve.
Abre los brazos. Fischer huye buceando hacia la oscuridad.
Se detiene.
Se gira y se queda flotando allí en el agua a cinco metros de distancia.
—¿Fischer? —Scanlon mira a su alrededor. Por lo que puede ver, ellos son las dos únicas partículas en el universo—. ¿Puedes hablar mi idioma?
Extiende su brazo. Fischer se sobresalta como un pez nervioso, pero no sale huyendo.
Scanlon escanea el abismo: —¿Así es como quieres terminar? —grita él.
Nadie responde.
—¿Tienes idea de lo que siete meses de privación sensorial hacen con tu mente? ¿Crees que está cerca de ser humana siquiera? ¿Váis a pasar el resto de vuestras vidas aquí echando raices por el fango y comiendo gusanos? ¿Es eso lo que queréis?
—Lo que queremos —zumba alguien desde la oscuridad— es que nos dejen en paz.
—Eso no va a ocurrir. Da igual lo que me hagáis. No podéis permanecer aquí para siempre.
Nadie se molesta en discutir. Fischer continúa flotando ante él con la cabeza inclinada hacia un lado.
—Escuchad, Cl.. Lenie. Mike. Todos vosotros —El haz de luz de su casco barre el espacio por todos lados, vacío—. Esto no es un empleo. Esto no es un estilo de vida.
Pero Scanlon sabe que es mentira. Todas estas personas eran Rifters mucho antes de que existiera este trabajo.
—Vendrán a por vosotros —dice él en voz baja sin saber si es una amenaza o una advertencia.
—Quizá no estemos aquí para entonces —responde el abismo al final.
Oh, Dios: —Mirad, No sé lo que está pasando aquí abajo, pero no quéreis quedaros aquí, nadie en su... quiero decir... Jesús, ¿dónde estáis?
Sin respuesta. Sólo Fischer.
—Esto no ha salido cómo se suponía que debería —dice Scanlon, rogando.
Y luego: —Yo nunca pretendí que... quiero decir... yo nunca hice...
Y luego sólo: —Lo siento. Lo siento...
Y luego, nada en absoluto, excepto la oscuridad.
Con el tiempo, las luces se encienden de nuevo y la Beebe emite biips tranquilizadores por sus canales designados. Gerry Fischer ha desaparecido para entonces. Scanlon no está seguro de cuándo se ha marchado.
No está seguro de si el resto sigue ahí siquiera. Bucea de regreso hacia la Beebe, solo.
Probablemente, ni siquiera me oyeron. No de verdad. Lo que es una pena porque, allí al final, les estaba diciendo la verdad.
Ojalá pudiera sentir pena por ellos. Debería ser fácil. Ellos se ocultan en la oscuridad, tras sus tapas oculares como si el fotocolágeno fuese alguna clase de anestésico general. Garantizan dar pena a la gente real. Pero ¿cómo puedes apiadarte de aquél que es mejor que tú? ¿Cómo puedes sentir pena por alguien que, en cierto modo enfermizo, parece ser feliz?
¿Cómo puedes sentir pena de alguien que te da un miedo de muerte?
Y además, vinieron todos a por mí. No podría controlarlos a todos. ¿Había hecho yo alguna verdadera elección desde que bajé?
Seguro. Les entregué a Fischer y me dejaron vivir.
Yves Scanlon se pregunta, brevemente, cómo se relata todo esto en los registros oficiales sin parecer un completo desastre.
Cuando termina, en realidad no le importa.
TRANS/OFI/300850:1043
He encontrado recientemente prueba de... es decir, creo...
El comportamiento del personal de la Estación Beebe es claramente...
He participado recientemente en un revelador intercambio con el personal de la estación. Aunque conseguí evitar la confrontación...
Ah, ¡que le den!
T menos veinte minutos y, excepto por Yves Scanlon, la Beebe está desierta.
Ha estado así durante un par de días. Los vampiros, sencillamente, ya no vuelven adentro. Quizá lo están excluyendo deliberadamente. Quizá sólo están volviendo a su estado natural. Él no puede saberlo.
Sólo que está bien. Por ahora, los dos bandos tienen muy poco que decirse el uno al otro.
La lanzadera casi debería estar aquí. Scanlon invoca su resolución: cuando vengan, no lo encontrarán escondido en su cubi. Estará en el salón, a plena vista.
Respira hondo, aguanta el aire, escucha. La Beebe chirría y gotea a su alrededor. Ningún sonido de vida.
Se levanta de su jergón y apoya la oreja contra el fuselaje. Nada. Libera el cerrojo de la compuerta, la abre unos centimetros, espía por ella.
Nada.
Su maleta está hecha desde hace horas. La levanta de la cubierta, gira la compuerta del todo para abrirla y camina decidido por el pasillo.
Ve la sombra justo antes de entrar al salón, una tenue silueta apoyada en el fuselaje. Una parte de él quiere dar la vuelta y regresar a su cubículo, pero es una parte mucho más pequeña de lo que solía ser. La mayor parte de él está ya cansada. Da un paso adelante.
Lubin está esperando allí, plantado inmóvil junto a la escalera. Estudia a Scanlon con ojos de sólido marfil.
—Quería decir adios —dice Lubin.
Scanlon da una carcajada. No puede evitarlo.
Lubin le observa impasible.
—Lo siento —dice Scanlon. Ni siquiera lo encuentra divertido—. Es que... nunca has llegado a decir hola, ¿sabes?
—Ya —dice Lubin—. Bueno.
No hay indicio de amenaza esta vez. Scanlon no puede entender bien por qué. El archivo sobre el historial de Lubin aún está lleno de agujeros. Los rumores aún se ceban sobre las Galápagos. Hasta los otros vampiros se mantienen a distancia de éste. Pero nada de eso se muestra ahora mismo. Lubin se queda allí, cambiando el peso de un pie a otro. Parece casi vulnerable.
—Así que van a llevarnos de vuelta antes de tiempo —dice Lubin.
—Honestamente, no lo sé. No es decisión mía.
—Pero te enviaron aquí para... preparar el camino. Como Juan el Bautista.
Es una analogía muy extraña viniendo de Lubin. Scanlon no dice nada.
—¿Sabías... sabían que no queríamos volver? ¿Contaban con ello?
—No se trataba de eso —dice Scanlon, pero se pregunta, ahora más que nunca, lo que la AR sabía.
Lubin se aclara la garganta. Parece que quiere decir algo, pero no lo hace.
—Encontré los silbatos —dice Scanlon al final.
—Sí.
—Me dieron un susto de muerte.
Lubin mueve la cabeza: —No estaban hechos para eso.
—¿Para qué eran?
—Sólo... un hobby, en realidad. Todos tenemos aficiones aquí. Lenie hace sus estrellas de mar. Alice... sueña. Este sitio tiene un modo de tomar lo feo e iluminarlo en un cierto sentido para que casi parezca hermoso —Se encoge de hombros—. Yo construyo memoriales.
—Memoriales.
Lubin asiente: —Los silbatos eran por Acton.
—Ya veo.
Algo cae sobre la Beebe con un sonido metálico. Scanlon da un salto.
Lubin no reacciona: —Estoy pensando en construir otro —dice—. Para Fischer, quizá.
—Los memoriales son para los muertos. Fischer aún está vivo —Técnicamente al menos.
—Vale, entonces haré uno para ti.
La compuerta superior cae al abrirse. Scanlon agarra su maleta y empieza a subir con una mano.
—Señor... —dice Lubin.
Scanlon mira hacia abajo, sorprendido.
—Yo —Lubin hace una pausa—. Nosotros podíamos haberle tratado mejor —dice al final.
Scanlon sabe, de algún modo, que eso no es lo que Lubin intentaba decir. Aguarda, pero Lubin no ofrece nada más.
—Gracias —dice Scanlon y sale de la Beebe para siempre.
La cámara a la que asciende es la equivocada. Mira a su alrededor, desorientado. Esta no es la lanzadera habitual. El compartimento del pasejero es demasiado pequeño, las paredes están llenas de una red de pequeñas toberas. Delante, la compuerta del piloto está sellada. Un rostro desconocido mira a través de la ventanilla cuando la compuerta ventral se cierra.
—Ey...
El rostro desaparece. El compartimento resuena con el sonido de bocas de metal liberándose. Una leve sacudida y el escafo se eleva libre.
Un fina bruma de aerosol sisea desde las toberas. A Scanlon le pican los ojos. Una voz desconocida lo tranquiliza desde el altavoz de la cabina.
—No se preocupe por nada —dice la voz—. Sólo es precaución de rutina. Todo marcha perfectamente.
Quizá las cosas se están descontrolando, se cuestiona Lenie Clarke.
Al resto no parece importarle. Oye a Lubin y Caraco charlando en el salón, oye a Brander intentando cantar en la ducha.
Como si no hubiéramos recibido suficientes abusos en nuestras infancias.
... y envidia su despreocupación. Todos odiaban a Scanlon... bueno, no era odio exactamente, eso es un poco fuerte... pero sí había al menos cierto...
Menosprecio.
Esa es la palabra. Menosprecio. En la superficie, Scanlon confiaba en todo el mundo. Daba igual lo que le dijeras, el asentía haciendo ruiditos reforzadores, haciendo cualquier cosa para convencerte de que estaba de tu parte. Excepto que, en realidad, estaba de acuerdo contigo, por supuesto. No se necesitaba sintonizado fino para descubrir aquella mierda. Todo el mundo aquí abajo había tenido demasiados Scanlons en sus pasados: los simpatizantes oficiales, los amigos instantáneos que te animaban cortésmente a volver a casa, a retirar los cargos, fingiendo que aquello servía a tus intereses. Luego, Scanlon era otro bastardo condescendiente con una cubierta afeitada y si la fortuna lo había puesto aquí abajo, en territorio Rifter durante un tiempo, ¿a quién podía culparse por divertirse un poquito a su costa?
Aunque pudimos haberlo matado.
Empezó él. Atacó a Gerry. Lo mantuvo como rehén.
Como si la AR fuese a hacer algún tipo de concesión por ello...
Hasta el momento, Clarke ha mantenido sus dudas para ella misma. Tampoco es que tenga miedo de que nadie la escuche. Tiene miedo de justo lo contrario. No quiere cambiar la opinión de nadie. No quiere convocar a las tropas. La iniciativa es la prerrogativa de los líderes. Ella no quiere esa responsabilidad. Lo último que quiere es ser la Líder de la manada. Len, La Loba Alfa. Una jodida Akela.
Acton lleva muerto meses y todavía se ríe de ella.
Vale.
Scanlon era la peor de las molestias. En el mejor caso era una diversión entretenida.
—Mierda —dijo una vez Brander— ¿Lo sintonizáis ahí fuera? Apuesto a que la AR ni siquiera lo toma en serio.
La Red los necesita y no va a tirar del enchufe sólo porque unos cuantos Rifters se han divertido a costa de un gilipollas como Scanlon. Tiene sentido.
Aún así, Clarke no puede evitar pensar en las consecuencias. Nunca ha sido capaz de evitarlas en el pasado.
Brander está por fín fuera de la ducha, su voz vaga por el salón.
Las duchas son una indulgencia aquí abajo, apenas necesarias cuando vives dentro de una inmersopiel semipermeable autolimpiable, pero son un placer hedonista de igual modo. Clarke agarra una toalla del estante y marcha hacia la escalera antes de que otro se le adelante.
—Ey, Len —Caraco, sentada a la mesa con Brander, la saluda con la mano—. Comprueba el nuevo look.
Brander está verdaderamente en mangas de camisa. Ni siquiera lleva puestas las tapas.
Tiene ojos marrones.
—Guao —Clarke no sabe qué otra cosa decir.
Esos ojos le parecen muy extraños. Ella mira a su alrededor, vagamente incomodada. Lubin está sobre el sofá, observando la escena.
—¿Qué opinas, Ken? —pregunta ella.
Lubin niega con la cabeza: —¿Por qué quieres parecerte a un Dryback?
Brander se encoge de hombros: —No sé. Me apetecía darle a mis ojos un descanso durante un par de horas. Supongo que es por ver a Scanlon aquí abajo en mangas de camisa todo el tiempo.
Tampoco es que a nadie se le hubiera ocurrido quitarse las tapas oculares delante de Scanlon.
Caraco finge un temblor exagerado: —Por favor. Dime que no es tu nuevo modelo de comportamiento.
—Ni siquiera es mi antiguo —dice Brander.
Clarke no se puede acostumbrar: —¿No te incomoda? ¿Andar por ahí así desnudo?
—Pues en realidad, lo único que me molesta es que no puedo ver bien. A menos que alguien quiera encender las luces.
—Bueno —Caraco recoge el hilo de alguna conversación previa—. ¿Bajaste aquí, por qué?
—Se está a salvo —dice Brander, parpadeando en su propia oscuridad personal.
—Ajá —dice Caraco.
—Más seguro, al menos. Tú estuviste allí arriba no hace mucho tiempo. ¿Lo viste?
—Creo que lo que vi ahí arriba era un poco sospechoso. Por eso estoy aquí abajo.
—¿Nunca pensaste que las cosas se estaban poniendo, bueno, demasiado pesadas?
Caraco se encoge de hombros. Clarke, imaginando agujas vaporosas de agua, avanza un paso hacia el pasillo.
—Quiero decir, mira lo rápido que ha cambiado la red —dice Brander—. No hace tanto de cuando podías sencillamente sentarte en el salón de tu casa y ver en detalle el mundo, ¿recuerdas? Cualquier lugar podía conectarse con otro todo el tiempo que quisiera.
Clarke se da la vuelta. Recuerda aquellos días. Vagamente.
—¿Qué hay de los bugs? —pregunta ella.
—No había ninguno. O habían pero eran muy simples. No sabían reescribirse a sí mismos, no podían manejar diferentes sistemas operativos. Sólo eran un inconveniente menor al principio, la verdad.
—Pero estaban esas leyes que nos enseñaron en la escuela —dice Caraco.
Lenie se acuerda: —Especiación explosiva. Leyes de Brookes.
Brander levanta un dedo: —Las cadenas de información auto-replicante evolucionan como una función sigma-diferencial de los ritmos de error de replicación y el tiempo de generación.
Dos dedos: —Las cadenas de información evolucionada son vulnerables al parasitismo de cadenas competidoras con funciones sigma-diferenciales de menor longitud de onda.
Tres: —Las cadenas bajo presión parasitaria desarrollan protocolos de intercambios de subcadenas aleatorios como una función cociente entre la longitud de onda del anfitrión y las funciones sigma del parásito. O algo así.
Caraco mira a Clarke, luego mira de nuevo a Brander: —¿Qué?
—La vida evoluciona. Los parásitos evolucionan. El sexo evoluciona para contrarrestar a los parásitos. Reordena los genes para que disparen a una diana móvil. Todo lo demás... diversidad de especies, densidad-dependencia, todo... se sigue todo de las tres leyes. Se consigue una cadena auto-replicante pasado un cierto umbral, es como una reacción nuclear.
—La vida explota —murmura Clarke .
—En verdad, la información explota. La vida orgánica es sólo un ejemplo muy lento. Ocurría mucho más rápido en la red.
Caraco niega con la cabeza: —¿Y qué? ¿Estás diciendo que bajaste aquí para huir de los bugs de Internet?
—Bajé aquí para huir de la entropía.
—Yo creo —remarca Clarke— que tienes uno de esos trastornos del lenguaje. Dislexia o algo así.
Pero Brander va a toda marcha ahora: —¿Has oído la frase: la entropía aumenta? Todo se desintegra con el tiempo. Se puede posponer durante un tiempo, pero eso usa energía. Cuanto más complicado es el sistema, más energía necesita para permanecer de una pieza. Antes que nosotros, todo funcionaba con el sol, todas las plantas eran como esas pequeñas baterías solares sobre lo que se podía edificar todo. Sólo que ahora tenemos una sociedad sobre una curva de complejidad exponencial y la "red" está sobre la misma curva, pero con mucha más pendiente, ¿de acuerdo? Por eso estamos todos embolados en una maquina fugitiva que se ha complicado tanto que siempre está a punto de volar en pedazos y lo único que lo previene es toda la energía que le damos.
—Malas noticias —dice Caraco.
Aunque Clarke no cree que ella esté entendiendo nada en realidad.
—Buenas noticias, mejor dicho. Siempre necesitarán más energía, por eso siempre nos necesitarán. Aun cuando descubran cómo hacer la fusión.
—Ya, pero —Caraco arruga la frente de pronto—. Si dices que es exponencial, entonces alcanza un muro en algún momento, ¿cierto? La curva queda recta arriba y abajo.
Brander asiente: —Sip.
Caraco continúa: —Pero eso es infinito. Es imposible que se pueda evitar que las cosas se desintegren, da igual la potencia con la que las bombeemos. Nunca sería suficiente. Tarde o temprano...
—Temprano —dice Brander—, Por eso estoy yo aquí ahora mismo. Como he dicho, es más seguro.
Clarke mira de Brander hacia Caraco y hacia Brander: —Todo eso son sólo bobadas.
—¿Por qué? —Brander no parece ofendido.
—Porque ya lo habríamos oído antes. Especialmente si se basa en algún tipo de ley física que todos conocen. No podrían guardar algo así bajo la alfombra, la gente lo habría deducido por sí misma.
—Oh, y creo que lo han hecho —dice Brander suavemente, sonriendo con sus desnudos ojos marrones—. Pero prefieren no pensar mucho en ello.
—¿De dónde te sacas todo esto, Mike? —pregunta Clarke—. ¿De la biblioteca?
Él niega con la cabeza: —Tengo una diplomatura. Ecología de Sistemas, vida artificial.
Clarke asiente: —Siempre pensé que eras demasiado listo para ser un Rifter.
—Ey, un Rifter es lo más listo que se puede ser ahora mismo.
—Así que, ¿has elegido bajar aquí? ¿Te apuntaste, en realidad? —dice Clarke.
Brander arruga la frente: —Claro. ¿Tú no?
—Yo recibí una llamada de teléfono. Me ofrecieron una nueva carrera con alta paga, hasta dijeron que podía volver a mi antiguo empleo si no funcionaba.
—¿Qué hacías en tu antiguo empleo? —cuestiona Caraco.
—Relaciones públicas. Mayormente para franquicias Honcuarium.
—¿Tú? —dice Caraco.
—Quizá no era muy buena en eso. ¿Qué hay de ti?
—¿Yo? —Caraco se muerde el labio—. Fue una especie de trato. Un año con opción de renovación, en lugar de la acusación —La esquina de su boca se mueve—. El precio de la venganza. Valió la pena.
Brander se reclina en su silla, mira en torno a Clarke: —¿Qué hay de ti, Ken? ¿Por qué viniste...?
Clarke se gira para seguir la mirada de Brander. El sofá está vacío. Por el pasillo, Clarke puede oir la puerta de la ducha girar hasta cerrarse.
Mierda.
Aún así, sólo será una corta espera. Lubin ya lleva dentro cuatro horas seguidas, tendrá que salir dentro de poco. Y tampoco es que haya carencia de agua caliente.
—Deberían desconectar la maldita red entera durante un tiempo —está diciendo Caraco tras ella—. Tirar sencillamente del cable. Apostaría a que los bugs no podrían lidiar con eso.
Brander da una carcajada, cómodo con su ceguera: —Probablemente no. Por supuesto, el resto de nosotros tampoco.
Ha estado mirando la pantalla durante dos minutos y aún no consigue ver lo que Nakata está tramando. Riscos y fisuras recorren la pantalla como largas arrugas verdes. La Garganta devuelve sus ecos usuales, concentrados especialmente en la pantalla central, ya que Nakata ha puesto el alcance al máximo. Ocasionalmente, aparece un corto blip entre dos largos: Es Lubin, ganduleando en un turno aburrido.
Aparte de eso, nada.
Lenie Clarke se muerde el labio: —No veo ningún...
—Tú espera. Sé que lo he visto.
Brander curiosea desde el salón: —¿Viste el qué?
—Alice dice que tiene algo en posición tres veinte.
—Quizá sea Gerry —musita Clarke. Pero Nakata no habría disparado la alarma por eso.
—Estaba justo... ¡ahí —Nakata lanza el dedo hacia la pantalla, vindicativa.
Algo sobrevuela el mismo borde la visión de la Beebe. La distancia y la difracción lo muestran borroso, pero para rebotar cualquier clase de señal a ese alcance tiene que tener un montón de metal. Mientras Clarke observa, el contacto desaparece.
—No es uno de nosotros —dice Clarke.
—Es grande —Brander entorna los ojos hacia el panel. Sus tapas reflejan a través de orificios blancos.
—¿Un Muckraker? —sugiere Clarke—. ¿Un submarino, quizá?
Brander gruñe.
—Ahí está otra vez —dice Nakata.
—Ahí están —enmienda Brander.
Dos ecos vibran ahora en el extremo de la pantalla, casi indiscernibles. Dos objetos grandes no identificados se acaban de elevar ahora, apenas claros frente al grupo de fondo, ahora se hunden de vuelta al mero ruido.
Se han ido.
—Ey —dice Clarke señalando.
Hay un temblor ondulando por la pantalla de seísmos que pone en marcha los sensores en una onda desde el noroeste. Nakata pulsa comandos, consigue una lectura retrodictada del epicentro.
Tres veinte.
—No hay nada programado que debiera estar allí fuera —dice ella.
—Nada sobre lo que nadie se haya molestado en informarnos, al menos —Clarke se frota el puente de la nariz—. ¿Quién viene?
Brander asiente. Nakata niega con la cabeza: —Esperaré a Judy.
—Oh, cierto. Hace todo el recorrido hoy, ¿no? ¿Superficie y de vuelta?
—Sí. Debería estar de vuelta en quizá una hora.
—Vale —Brander está en camino escaleras abajo.
Clarke pasa junto a Nakata y pulsa un canal externo: —Ey, Ken. Despierta.
Me digo a mí misma que conozco este lugar, murmura ella. Lo llamo mi hogar.
No lo conozco todo.
Brander cruza justo bajo ella, iluminado desde abajo por un lecho marino en llamas. El mundo riela con colores, azules y amarillos y verdes tan puros que casi duele mirarlos. Una polvareda de estrellas violetas coalesce y barre el fondo. Un banco de gambas, majestuosamente luminosas.
—¿Alguien ha estado...? —empieza Clarke, pero siente la maravilla y sorpresa de Brander. Es obvio que no ha visto ésto antes.
Ni Lubin.
—Es nuevo para mí —responde Lubin en voz alta, tan oscuro como siempre.
—Es precioso —dice Brander—. Llevamos aquí abajo un montón de tiempo y ni siquiera sabíamos que existía este lugar.
Excepto Gerry, quizá. De vez en cuando el sónar de la Beebe capta a alguien en esta dirección, cuando todos los demás están localizados. No muy lejos, por supuesto, pero quién sabe lo lejos que Fischer, o lo que sea en lo que Fischer se ha convertido, vaga hoy en día?
Brander se deja caer de su calamar y se sumerge con un brazo extendido.
Clarke le observa recoger algo en el fondo. Una vaga emoción nubla su mente durante un momento, esa indefinible sensación de la mente de otro funcionando en la cercanía, y ella se aleja de Brander, remolcada por su propio calamar.
—Ey, Len —zumba Brander tras ella—. Mira esto.
Ella libera el acelerador y regresa trazando un arco. Brander tiene una criatura cristalina articulada en la palma de la mano. Se parece un poco a aquella gamba que encontró Acton, por aquel entonces...
—No le hagas daño —dice ella.
La máscara de Brander se queda mirando a Clarke: —¿Por qué iba a hacerle daño? Sólo quería que le vieras los ojos.
Hay algo en el modo en que Brander está radiando. Es como si estuviera un poquito desincronizado consigo mismo, como si su cerebro emitiese en dos bandas al mismo tiempo. Clarke mueve la cabeza. La sensación pasa.
—No tiene ojos —dice ella, mirando.
—Claro que sí. Pero no en la cabeza.
Él le da vuelta, usa el índice y el pulgar para ponerla bocabajo en la palma de su otra mano. Filas de extremidades... piernas, quizá, o agallas, se mezclan en vano buscando un apoyo. Entre ellas, donde las articulaciones se juntan con el cuerpo, una línea de esferitas negras le devuelven la mirada a Lenie Clarke.
—Extraño —dice ella—. Ojos en el estómago.
Lo está sintiendo otra vez: una extraña sensación casi prismática de consciencias fracturadas.
Brander deja marchar a la criatura: —Tiene sentido. Viendo que toda la luz aquí viene de abajo —De pronto, mira hacia Clarke, radiando confusión—. Ey, Len, ¿estás bien?
—Sí, estoy bien.
—Pareces como...
—Dividida —dicen simultáneamente.
Descubrimiento.
Ella no sabe cuánto de aquello es suyo y cuánto está sintonizando de Brander pero, de pronto, ambos lo saben.
—Aquí hay alguien más —dice Brander, innecesariamente.
Clarke mira a su alrededor. Lubin. No puede verlo.
—Mierda. ¿Crees que es eso? —Brander también está escaneando las aguas— ¿Crees que el viejo Ken está por fín empezando a sintonizar?
—No lo sé.
—¿Quién si no podría ser?
— No lo sé. ¿Quién más está aquí fuera?
—Mike. Lenie —La voz de Lubin, vagamente, desde algún lugar frente a ellos.
Clarke mira a Brander. Brander mira hacia atrás.
—Justo aquí —avisa Brander, aumentando su volumen.
—Lo encontré —dice Lubin, invisiblemente distante.
Clarke se abalanza hacia el fondo y agarra su calamar. Brander está justo a su lado, con la pistola sonar y disparando: —Lo tengo —dice tras un momento—. Por aquí.
—¿Qué más?
—No lo sé. Grande, en cierto modo. Tres, cuatro metros. Metálico.
Clarke ajusta el acelerador. Brander la sigue. Un tumulto de color fracturado se desenreda bajo ellos.
—Allí.
Delante de ellos, una malla de luz verde secciona el fondo en cuadrados.
—¿Qué...
—Láseres —dice Brander—. Creo.
Hilos esmeralda flotan perfectamente derechos, una profusión luminosa de ángulos rectos a pocos centímetros del fondo. Bajo ellos, tuberías de metal gris recorren la roca; pequeños prismas se erigen a intervalos regulares por toda su longitud como espinas. Cada prisma, un intersticio; de cada intersticio, cuatro haces de luz coherente y cuatro, y otros cuatro, una rejilla como un tablero de ajedrez superpuesto en el lecho rocoso.
Pasan a dos metros sobre la rejilla: —No estoy seguro... —rechina Brander—, pero creo que todo es un único haz reflejado sobre sí mismo.
—Mike...
—Lo veo —dice él.
Al principio es sólo una columna borrosa verde que se resuelve en la media distancia. La cercanía trae claridad. Los haces que entrecruzan el suelo del océano convergen aquí en un círculo, doblado verticalmente para formar las barras luminosas de una jaula cilíndrica. Dentro de esa jaula, un grueso pie de metal se eleva en el lecho marino. Un gran disco florece en lo alto, se extiende como un parasol industrial. Los radios de luz láser fluyen hacia abajo desde su perímetro y rebotan interminablemente a lo largo del fondo.
—Es como un... un carrusel —zumba Clarke, recordando una antigua foto de tiempos aún más antiguos—. Sin caballos.
—No bloquees los rayos —dice Lubin. Está suspendido a un lado, apuntando la pistola sónar hacia la estructura—. Son demasiado débiles para herirte a menos que te alcancen en el ojo, pero no querrás interferir con lo que están haciendo.
—¿Y qué están haciendo? —dice Brander.
Lubin no responde.
¿Qué demonios...? Pero la confusión de Clarke se dirije sólo parcialmente hacia el mecanismo que hay ante ella. El resto reside en una sensación desorientadora de congnición ajena, muy fuerte ahora, no es ella, ni Brander, pero familiar en cierto modo.
¿Ken? ¿Eres tú?
—Esto no es lo que vimos en el sónar —está diciendo Brander. Clarke siente la confusión del hombre hasta cuando habla por encima de la misma: —Lo que vimos se movía por ahí.
—Lo que vimos, probablemente estaba plantando ésto —zumba Lubin—. Se ha marchado hace mucho tiempo ahora.
—Pero, ¿qué es? —la voz de Brander desciende hasta un croar metálico.
No. No es Lubin. Ella sabe eso ahora.
—Está pensando —dice ella—. Está vivo.
Lubin ha sacado ahora otro instrumento. Clarke no consigue ver las lecturas visuales pero su revelador tic tic tic se desplaza claramente por el agua.
—Es radioactivo —dice él.
La voz de Alice Nakata llega hasta ellos en la interminable la oscuridad entre la Beebe y la Tierra del Carrusel.
—... Judy —susurra casi demasiado leve para discernirlo —cap ... dispersión...
—¿Alice? —Clarke tiene su vocificador ajustado lo bastante alto para dañarse los oídos—. No te oímos, ¿decías?
—... sólo... sin señal...
Clarke apenas consigue distinguir las palabras. Aunque puede oír el miedo en ellas.
Un breve temblor pasa vibrando, levantando nubes de fango e interfiriendo la señal de Nakata. Lubin acelera su calamar y se aleja. Clarke y Brander lo siguen rápidamente. En algún lugar en la oscuridad de delante, la Beebe se percibe más cerca en fracciones de decibelio.
Las siguientes palabras que oyen consiguen pasar a través del ruído: —¡Judy se ha ido!
—¿Ido? —repite Brander: —¿Ido adónde?
—¡Acaba de desaparecer! —La voz sisea suavemente en todas direcciones—. Yo estaba hablando con ella. Estaba encima de la capa de dispersión profunda, estaba... le estaba hablando sobre la señal que vimos y ella decía que también había visto algo y luego, desapareció...
—¿Comprobaste el sónar? —quiere saber Lubin.
—¡Sí! ¡Sí, por supuesto que comprobé el sónar! —las palabras de Nakata son incrementalmente claras—. Lo comprobé tan pronto como se cortó el contacto con ella, pero estoy segura de que no ví nada. Había algo, quizá, pero la capa de dispersión es muy gruesa hoy. No podía estar segura. Y ahora han pasado quince minutos y ella aún no ha vuelto...
—El Sonar no la captará de todos modos —dice Brander en voz baja—. No a través de la CDP.
Lubin le ignora: —Escucha, Alice. ¿Te dijo ella lo que vio?
—No. Sólo dijo algo y después no oí nada más.
—Tu contacto del sónar. ¿Es grande?
—¡No lo sé! Estuvo justo allí durante un segundo y la capa...
—¿Podía haber sido un submarino? ¿Alice?
—¡No lo sé! —la voz grita, incorpórea y angustiada— ¿Por qué lo haría aquello? ¿Por qué lo haría alguien?
Nadie responde. Los calamares continúan a toda velocidad.
La descargan fuera de la esclusa de aire aún atrapada en la red. Ella es lo bastante lista para no pelear bajo estas condiciones, pero la situación tiene que cambiar pronto. Piensa que pueden haber intentado gasearla en la esclusa. ¿Por qué si no iban a dejarse puestos los auriculares después de drenar la esclusa? ¿Qué hay de ese vago siseo que duró unos pocos segundos más después del vaciado? Es una indicación muy sutil, pero no se pasa casi un año en la dorsal sin aprender cómo son los sonidos de una esclusa de aire. Había algo un poco raro en aquel sonido.
No importa. Se sorprendería uno de cuánto O2 se puede electrolizar a partir de un poco de agua dejada vagando por ahí en la vieja bomba torácica. Judy Caraco puede aguantar la respiración hasta que las vacas lleguen a casa, sea lo que sea que significa eso. Y ahora, quizá creen que la cámara de gas que suena como una esclusa de aire la ha dejado drogada o inconsciente o sencillamente muy aturdida. Quizá ahora la saquen de esta jodida red.
Ella espera, haciéndose la inerte. Es seguro que hay un leve cloqueo eléctrico y la red cae, todas esas colas pringosas moleculares polarizadas como el Velcro se despegan de su piel. Ella observa a través de las vidriosas tapas oculares, sin pistas que ellos puedan leer, y cuenta tres, quizá haya más detrás de ella.
Son zombis, o algo así.
Sus pieles parecen podridas con ictericia. Las uñas de las manos apenas son distinguibles en los dedos. Las caras están ligeramente distorsionadas, borrosas tras unas estiradas membranas amarillentas. Oscuros óvalos cerúleos sobresalen de la película donde deberían estar las bocas.
Condones corporales, percibe Caraco tras un momento. ¿Qué pasa? ¿Creen que soy contagiosa?
Y un momento después: ¿Lo soy?
Uno de ellos avanza hacia ella sosteniendo algo como un arma de mano.
Ella saca un brazo y golpea. Habría preferido dar una patada, más fuerza en las piernas, pero esos capullos Refugiados que la habían traído no se habían molestado en quitarle las aletas. Ella impacta: una nariz, al parecer. Una nariz bajo látex. Un crujido satisfactorio. Alguien ha encontrado una súbita causa para lamentarse de su propia presunción.
Hay un confuso momento de silencio. Caraco lo aprovecha, gira sobre su lado y balancea un pie hacia atrás, talón por delante, detrás de la rodilla de alguien. Grita una mujer, una cara sobresaltada aparece, una mancha de pelo rojo aplastado contra su mejilla y Judy Caraco se agacha para quitarse esas enormes aletas de pies de payaso a tiempo para...
La punta de un bastón eléctrico se suspende a diez centímetros de su nariz. Aquello no se mueve ni un millímetro. Tras un momento de indecisión... ¿Cómo puedo alejar eso de mí?... Caraco deja de moverse.
—Levántese —dice el hombre con el bastón.
Ella apenas puede verlo a través del condón, hay sombras donde debería haber ojos.
Despacio, se quita las aletas y se pone de pie. Nunca ha tenido ninguna oportunidad, por supuesto.
Ella lo sabía desde el principio, pero obviamente la quieren viva por algo o no se habrían molestado en subirla a bordo.
Y ella, a su vez, quiere dejar claro que estos capullos no van a intimidarla, da igual cuántos haya.
Hay catársis incluso al perder una pelea.
—Tranquila —dice el hombre... uno de los cuatro, ve ella ahora, incluyendo al que se ha retirado del compartimento con una mancha roja extendiéndose bajo su membrana—. No pretendemos hacerle daño. Pero sepa que no debería intentar marcharse.
—¿Marcharme?
Las ropas del tipo, las de todos, son uniformes pero sin serlo: son monos blancos no ajustados, con una inconfundible apariecia de descartables. Sin insignias. Sin etiquetas para los nombres. Caraco vuelve su atención al propio submarino.
—Ahora, vamos a sacarla de esa inmersopiel —continúa el amo del bastón—. Y vamos a darle una rápida revisión médica. Nada demasiado intrusivo, se lo aseguro.
No es una nave grande a juzgar por la curvatura del fuselaje. Pero es rápida.
Caraco supo eso en el momento en que apareció de la suciedad sobre ella. No vio gran cosa entonces, pero vio suficiente. Este barco tiene alas. Podría adelantar a una orca llena de esteroides.
—¿Quiénes sois vosotros? —pregunta ella.
—Su cooperación nos dejaría a todos muy agradecidos —dice el amo del bastón como si ella no hubiera dicho nada—. Y luego, quizá, pueda decirnos exactamente por qué intentaba escapar ahí fuera en mitad del Pacífico.
—¿Escapar? —Caraco se burla—. Estaba haciendo largos, pedazo de idiota.
—Ya —Él deja el bastón en un soporte de su cinturón y una mano apoyada en el mango.
El arma ha regresado en manos diferentes. Esta parece un cruce entre una grapadora y un polímetro. La pelirroja la presiona firmemente contra el hombro de Caraco. Caraco controla la urgencia de apartarse. Un vago cosquilleo eléctrico y su inmersopiel cae en partes. Ahí van sus brazos. Ahí, sus piernas. Su torso se separa como un insecto fundido y cae, cortocircuitado. Queda totalmente pelada y rodeada de extraños. Una mulata desnuda le devuelve la mirada desde un espejo en el fuselaje. De algún modo, incluso desnuda, parece fuerte. Sus ojos, de blanco brillante en una cara oscura, son fríos e invulnerables. Ella sonríe.
—No ha sido tan malo, ¿no? —Hay una amabilidad entrenada en la voz de la otra mujer. Casi diciendo: yo no la tiré sobre la cubierta.
La conducen por un pasillo hasta una mesa en un cubículo médico compacto. La pelirroja coloca una mano membranosa en el brazo de Caraco, su tacto es ligeramente pegajoso. Caraco se encoge de hombros para apartarse. Sólo hay espacio para otros dos aquí dentro, además de Caraco. Tres se aprietan dentro: la pelirroja, el amo del bastón y un hombre más bajo un poco gordo. Caraco lo mira a la cara, pero no consigue ver detalles debajo del condón.
—Espero que podáis ver dentro de esas cosas mejor que lo que puedo veros desde fuera —dice ella.
Un leve zumbido de fondo, demasiado monótono de registrar hasta ahora, se eleva en un sutil pitido. Hay una sensación de súbita aceleración. Caraco se tambalea un poco, se agarra a la mesa.
—Si quiere tumbarse, Srta. Caraco.
La estiran sobre la mesa. El gordo le clava unas guías en puntos estratégicos por todo el cuerpo y procede a extraer pequeñas partes de ella.
—No, esto no pinta bien. Nada bien.. —acento cantonés—. Turgor epitelial pobre, sepa que la inmersopiel es sólo una expresión, no se hicieron para vivir en ellas.
El tacto de sus dedos en su piel es como el de la pelirroja, goma fina pegadiza.
—Oh, mírese —dice él—. La mitad de sus glándulas sebáceas están cerradas, su K vital es bajo, ¿tampoco ha estado tomando los UV verdad?
Caraco no responde. El Sr. Cantón continúa sacando muestras de su parte izquierda. Al otro lado de la mesa, La pelirroja ofrece lo que, probablemente, cree que es una sonrisa tranquilizadora, mayormente oculta tras la pieza bucal ovalada.
A los pies de Caraco, justo delante del hueco de la compuerta, el amo del bastón permanece inmóvil.
—Sí, demasiado tiempo sellada en la inmersopiel —dice el Sr. Cantón—. ¿Se la ha quitado alguna vez? ¿Alguna en el exterior?
La pelirroja se inclina hacia adelante confiante: —Es importante, Judy. Podría haber complicaciones de salud. Debemos saber si la has abierto realmente alguna vez en el exterior. ¿Para una emergencia de algún tipo, quizá?
—Cuando su piel se... perforó, por ejemplo —El Sr. Cantón fija una especie de aparato ocular en la membrana de su ojo izquierdo y mira por la oreja de Caraco—. Esa cicatriz en su pierna, por ejemplo. Bastante grande.
La pelirroja pasa un dedo a lo largo de la cresta en la pantorrilla de Caraco—. Sí. ¿Uno de esos grandes peces, supongo?
Caraco se queda mirándola: —Supongo.
—Eso debe de haber sido una herida profunda —Sr. Cantón de nuevo—. ¿Lo fue?
—¿Fue qué? —dice Caraco.
—¿Un souvenir de uno de esos famosos monstruos? —dice la pelirroja.
—¿No tenéis mi historial médico?
—Sería más fácil si nos ahorraras la molestia de consultarlos —explica la pelirroja.
—¿Tenéis prisa? —dice Caraco.
El amo del bastón da un paso al frente: —En realidad no. Podemos esperar. Pero mientras tanto, quizá deberíamos quitarle esas tapas oculares.
—No.
La idea la asusta hasta el núcleo. No está segura de por qué.
—Ya no las necesita, Srta. Caraco —Una sonrisa, una civilizada muestra de dientes—. Relájese. Está de camino a casa.
—Que le den. Las tapas de quedan —Ella se sienta sobre la mesa, siente las guías tirando de la carne.
De pronto, sus brazos quedan sujetos. Sr. Cantón a un lado, pelirroja al otro.
—Que os den —Ella lanza un pie hacia el palo del amo del bastón, lo gira fuera del soporte y cae en la cubierta. El amo salta hacia atrás fuera del cubi, dejando el arma dentro. Los brazos de Caraco quedan libres de pronto. El Sr. Cantón y la pelirroja están retrocediendo, apretándose contra las paredes del compartimento, desesperados por evitar el contacto físico.
Oh, bien, eso podría ser útil, piensa ella riendo. No intentéis vuestros jueguecitos conmigo, capullos...
El oriental sacude la cabeza en una mezcla de tristeza y desaprobación. El cuerpo de Judy Caraco vibra hasta los huesos y queda completamente inerte.
Cae de espaldas sobre la mesa de neopreno con los nervios cantando en el campo de neuroinducción. Intenta moverse, pero todas sus sinapsis motoras están interrumpidas. Las máquinas de su pecho se ajustan y tartamudean "escuchando" en busca de órdenes pero interpretando estática.
Su pulmón suspira y queda plano bajo su propio peso. Ella no consigue invocar la fuerza para llenarlo de nuevo.
La están atando. Muñecas, tobillos, pecho, todos con cintas y correas a la mesa. Ella ni siquiera puede parpadear.
El zumbido se detiene. El aire corre por su garganta y le llena el pecho. Es bueno jadear otra vez.
—¿Cómo tiene el corazón? —El amo del bastón.
—Bien. Un poco desfibrilado al principio, pero ahora bien.
El Sr. Cantón se inclina en el extremo de la mesa, la piel de gusano se estira por la cara humana: —No pasa nada, Srta. Caraco. Sólo estamos aquí para ayudarla. ¿Lo entiende?
Ella prueba a hablar. Es todo un esfuerzo —v-v-v-v-V... E..T..
—¿Qué? —dice el Sr. Cantón.
—Est... ésto es obra de Scanlon. ¿Verdad? La jodida venganza de S..Scanlon.
El Sr. Cantón levanta la vista hacia alguien más allá del campo visual de Caraco.
—Psicólogo Industrial —la voz de la pelirroja—. Nadie importante.
Él baja la mirada de nuevo: —Srta. Caraco. No sé de lo que está hablando. Vamos a retirarle las tapas oculares ahora. No le hará nada bien resistirse. Sólo relájese.
Unas manos le sujetan la cabeza. Caraco cierra los ojos con fuerza, le abren el ojo izquierdo. Ella mira algo parecido a una gran hipodérmica con un disco en el extremo. Se posa en su tapa ocular, se une con un leve sonido de succión.
La retira. La luz la inunda como el ácido.
Ella lucha moviendo la cabeza a un lado y cierra los ojos al punzante dolor.
Hasta filtrada a través de sus párpados cerrados, la luz quema, un fuego naranja le saca unas lágrimas. Después, la agarran otra vez girando su cabeza hacia adelante, siente manos por su cara...
—¡Apaga las luces, idiota! ¡Es fotosensible!
¿La pelirroja?
—Lo siento. Las encendimos a nivel medio, pensé que...
La luz se atenua. Sus parpados se vuelven negros.
—Sus iris no han funcionado desde hace casi un año —dice la pelirroja—. ¡Dale un momento para ajustarse, por amor de Dios!
¿Es ella la que manda aquí?
Ruido de pasos.
Jaleo de instrumentos.
—Lamento lo ocurrido, Srta. Caraco. Hemos bajado las luces ahora, ¿mejor?
Apártate. Dejadme en paz.
—Srta. Caraco, Lo siento, pero aún tenemos que retirar la otra tapa.
Ella aprieta aún más los ojos. Le quitan la tapa de la cara de todos modos. Las correas se aflojan por su cuerpo, caen. Los oye moverse hacia atrás.
—Srta. Caraco, hemos bajado la luz. Puede abrir los ojos.
¿Las luces? No me importan las jodidas luces. Ella se acurruca sobre la mesa y se tapa la cara con las manos.
—No parece tan dura ahora, ¿verdad?
—Cállate, Burton. Puedes ser un verdadero gilipollas a veces, ¿lo sabías?
El sonido del compresor de aire de una compuerta sisea en modo cierre. Un denso silencio íntimo se asienta en los tímpanos de Caraco.
Un zumbido eléctrico: —Judy —la voz de la pelirroja: no en persona esta vez. Desde un altavoz en alguna parte—. No queremos que esto sea peor de lo necesario.
Caraco aprieta las rodillas contra el pecho. Puede sentir las cicatrices allí, una red elevada de viejo tejido de cuando la abrieron.
Con los ojos aún cerrados, pasa los dedos por las costuras.
Quiero mis ojos.
Pero lo único que tiene ahora son esas cosas carnosas desnudas que todo el mundo puede ver.
Las abre en la más pequeña rendija, espía entre los dedos. Está sola.
—Debemos saber algunas cosas, Judy. Por tu propio bien. Tenemos que saber cómo lo descubriste.
—¿Descubrir qué? —grita ella con la cara dentro de las manos—. Sólo estaba... ejercitando...
—No pasa nada, Judy. No hay prisa. Puedes descansar ahora si quieres. Oh, y tienes ropas en el cajón a tu derecha.
Ella niega con la cabeza. No le importan las ropas, ha estado desnuda delante de monstruos peores que éstos. Es sólo piel.
Quiero mis ojos.
Aire muerto desde el altavoz.
—¿Has copiado eso? —dice Brander después de que hayan pasado cinco segundos.
—Sí. Sí, por supuesto —La línea zumba un segundo—. Es que es impactante. Son muy malas noticias.
Clarke fruce el ceño y no dice nada.
—Quizá se ha desviado por una corriente en la termoclina —sugiere el altavoz—. O ha quedado atrapada en una célula Langmuir. ¿Estáis seguros de que aún no está en alguna parte sobre la capa de dispersión?
—Por supuesto que estamos se... —responde indignada Nakata y se detiene. Ken Lubin acaba de ponerle una mano peligrosa en el hombro.
Hay un momento de silencio.
—Allí arriba no es de noche —dice Brander por fín. La capa de dispersión profunda se eleva con la oscuridad, se extiende cerca de la superficie hasta que la luz diurna la persigue de vuelta al flondo—. Y seríamos capaces de recibir el canal de su voz aunque el sónar no pudiera atravesarla. Pero quizá deberíamos subir allí nosotros y echar un vistazo.
—No. Eso no será necesario —dice el altavoz—. De hecho, podría ser peligroso hasta que sepamos más sobre lo que le ocurrió a Caraco.
—¿Y ni siquiera vamos a buscarla? —Nakata mira hacia los demás, el ultraje y el asombro se mezclan en su cara—. Podría estar herida, podría estar...
—Discúlpeme, Srta... .
—¡Nakata! ¡Alice Nakata! No puedo creerlo...
—Srta. Nakata, la estamos buscando. Ya hemos desplegado un equipo de búsqueda para explorar la superficie. Pero están ustedes en mitad del Océano Pacífico. No tienen los recursos para cubrir el volumen necesario —Un profundo suspiro tansportado defectuosamente por cuatrocientos kilómetros de fibra óptica—. Por otro lado, si la Srta. Caraco permanece móvil, lo más probable es que trate de regresar a la Beebe. Si quieren buscar, su mejor opción en mirar cerca de casa.
Nakata mira desesperadamente por la habitación. Lubin está de pie impasible; tras un momento se pone un dedo en los labios. Brander mira adelante y atrás entre ellos.
Lenie Clarke aparta la mirada.
—¿Y no tienen ni idea de lo que podría haberle ocurrido? —pregunta la AR.
Brander aprieta los dientes: —He dicho que algún tipo de pico en el sónar. Sin detalles. Pensamos que tú podrías decirnos algo.
—Lo siento. No lo sabemos. Es desafortunado que ella vagara tan lejos de la Beebe. El océano es... bueno, no siempre es seguro. Hasta es posible que un calamar la atrapara. Estaba a la profundidad adecuada.
La cabeza de Nakata se está moviendo de un lado a otro: —No —susurra ella.
—Asegúrense y llamen si saben algo —dice el altavoz—. Estamos preparando el plan de búsqueda ahora, así que, si no hay nada más...
—Lo hay —dice Lubin.
—¿Eh?
—Hay una instalación sin tripulación a algunos kilómetros a nuestro noroeste. Instalada recientemente.
—¿En serio?
—¿No sabéis nada de ella?
—Espere, lo estoy consultando —El altavoz queda en silencio brevemente—. Lo tengo. Dios mío, está muy lejos de su patio trasero. Me sorprende que la hayan detectado.
—¿Qué es eso? —dice Lubin. Clarke lo observa y se le erizan los pelos de la nuca.
—Equipo sismológico, dice aquí. La OSU lo puso allí abajo para algún estudio sobre radioactividad y tectónica natural. Deberían ustedes mantenerse apartados de eso, es bastante peligroso. Lleva algunos isótopos de calibración.
—¿Sin blindaje?
—Aparentemente.
—¿No interfiere eso con el equipo de abordo? —quiere saber Lubin.
Nakata lo mira boquiabierta y enfadada: —¡A quién le importa eso! ¡Judy se ha perdido!
Ella tiene razón. Lubin apenas habla con los otros Rifters, viniendo de él, este intercambio con los Drybacks casi se califica como cháchara.
—Aquí dice que es un procesador óptico —dice el altavoz tras una breve pausa—. La radiación no lo perturba. Pero creo que Al... la Srta. Nakata tiene razón, su primera prioridad...
Lubin se mueve dejando atrás a Brander y corta la conexión.
—Ey —dice Brander rudamente.
Nakata le muestra a Lubin una enfurecida mirada y desaparece por el hueco de la compuerta.
Clarke la oye retirarse hasta su cubi y sellar la compuerta. Brander levanta la vista hacia Lubin: —Quizá no se te ha ocurrido, Ken, pero Judy podría estar muerta. Estamos deprimidos por ello. Especialmente Alice.
Lubin asiente, sin expresión.
—Por eso tengo que preguntarme por qué escoges este momento para asar a la AR con preguntas sobre detalles técnicos de un jodido equipo sísmico.
—Porque no es eso lo que es —dice Lubin.
—¿Sí? —Brander se levanta de la silla de la consola—. Y entonces...
—Mike —dice Clarke.
—¿Qué?
Ella niega con la cabeza: —Dijeron una CPU óptica.
—¿Y qué maldita...? —Brander se detiene a mitad del epíteto. La ira se drena de su cara.
—No un gel —dice Clarke—. Un chip. Eso es lo que están diciendo que es.
—Pero ¿por qué nos mienten —pregunta Brander— cuando podemos simplemente salir ahí fuera y sentir...?
—Ellos no saben que podemos hacer eso, ¿recuerdas? —Deja salir una sonrisita, como un secreto compartido entre amigos—. No saben nada sobre nosotros. Lo único que tienen son sus archivos.
—Pues ya no —le recuerda Brander a ella—. Ahora tienen a Judy.
—También nos tienen a nosotros —añade Lubin—. En cuarentena.
—Alice. Soy yo.
Una voz suave a través del duro metal: —Entra...
Clarke empuja la compuerta y pasa dentro.
Alice Nakata levanta la vista en su jergón cuando la compuerta suspira al cerrarse. Ojos oscuros almendrados y chispeantes reflejan la tenue luz.
Se lleva una mano a la cara: —Oh. Discúlpame. Me he... —Nakata busca en el compartimento de la cabecera de la cama donde sus tapas oculares flotan en viales de plástico.
—Ey. No hay problema —Clarke extiende el brazo, se detiene justo antes de tocar el brazo de Nakata—. Me gustan tus ojos, Siempre he... bueno...
—No debería estar enfurruñada aquí dentro de todos modos —dice Nakata, levantándose—. Voy a salir.
—Alice...
—No voy a permitir que ella desaparezca ahí fuera. ¿Vienes?
Clarke suspira: —Alice, la AR tiene razón. Hay demasiado volumen. Si aún está ahí fuera, ella sabe dónde estamos.
—¿Si? ¿Dónde si no iba a estar?
Clarke mira hacia la cubierta, revisando posibilidades.
—Yo... creo que los Drybacks se la llevaron —dice Clarke al final—. Creo que nos llevarán a todos también si salimos a buscarla.
Nakata mira a Clarke con ojos humanos intranquilos: —¿Por qué? ¿Por qué harían eso?
—No lo sé.
Nakata se hunde de vuelta al jergón. Clarke se sienta a su lado.
Ninguna mujer habla durante un tiempo.
—Lo siento —dice Clarke por fín. No sabe qué otra cosa decir—. Todos lo sentimos.
Alice Nakata mira el suelo. Sus ojos son brillantes, pero no desbordados por las lágrimas.
—No todos —susurra ella—. Ken parecía más interesado en...
—Ken tenía sus motivos. Nos están mintiendo, Alice.
—Siempre nos han mentido —dice Nakata en voz baja sin alzar la vista. Y luego—. Debería haber estado allí.
—¿Por qué?
—No lo sé. Si hubiera habido dos de nosotros, quizá...
—Entonces, os habríamos perdido a las dos.
—No lo sabes. Quizá no fueron los Drybacks, quizá ella se encontró con algo... vivo.
Clarke no habla. Ha oído las mismas historias que Nakata. Los informes confirmados de gente siendo devorada por el Archi datan de siglos atrás. No muchos, por supuesto; humanos y calamares gigantes no se encuentran muy a menudo. Hasta los Rifters bucean a demasiada profundidad para tales encuentros.
Por norma general.
—Por eso dejé de subir con ella, ¿sabías? —Nakata niega con la cabeza, recordando—. Nos topamos con algo vivo en medio del agua. Era horrible. Una especie de medusa, creo. Latía y tenía unos tentáculos acuosos que se alargaban hasta perderse de vista, suspendidos allí en el agua. Y tenía esos... unos estómagos. Como gordas babosas retorciéndose. Y cada uno tenía una boca y todas se abrían y cerraban...
Clarke hace una mueca torcida: —Suena encantador.
—Ni siquiera lo vi. Era bastante transparente y yo no estaba mirando y me choqué con él y empezó a eyectar partes de sí mismo. El cuerpo principal se volvió todo oscuro y pulsaba y tiraba de sí alejándose. Y todos esos estómagos y bocas y tentáculos se quedaron detrás brillando y oscilando como de dolor...
—Creo que yo también dejaría de subir allí después de eso.
—Lo extraño fue que yo lo envidiaba en cierto modo —Los ojos de Nakata se desbordan, derraman lágrimas, pero su voz no cambia—. Debía de estar bien ser capaz de, simplemente... separarte de las partes que te delatan.
Clarke sonríe, imaginando: —Sí —Percibe de pronto que sólo la separan unos centímetros de Alice Nakata. Casi se están tocando.
¿Cuánto tiempo llevo aquí sentada? se pregunta. Se mueve sobre el jergón, aparcando el hábito.
—Judy no lo vió de esa forma —está diciendo Nakata—. Sentía pena por los trozos. Creo que casi estaba furiosa con el cuerpo principal, ¿puedes creelo? Dijo que era un ciego moco estúpido, decía... ¿qué fue lo que dijo?... jodida típica burocracia, a la primera señal de poblemas sacrifica las mismas partes que lo alimentan. Eso dijo.
Clarke sonríe: —Eso suena típico de Judy.
—Ella nunca acepta la mierda de nadie —dice Nakata—. Siempre se defiende peleando. Me gusta eso de ella. Yo nunca podría hacer eso. Cuando las cosas van mal yo —Mira el aparitito negro sujeto a la pared junto a la almohada—. Yo sueño.
Clarke asiente y no dice nada. No puede recordar a Alice Nakata tan habladora: —Es mucho mejor que la RV, se tiene más control. Con la RV te quedas atrapada con los sueños de otro.
—Eso he oído.
—¿Lo has probado alguna vez? —pregunta Nakata.
—¿El sueño lúcido? Un par de veces. Nunca me entusiasmó.
—¿No?
Clarke se encoge de hombros: —Mis sueños no tienen mucho... detalle —O tienen demasiado, a veces. Ella asiente a la máquina de Nakata—. Esos chismes me despiertan justo lo suficiente para notar lo vago que es todo. O a veces, cuando hay algún detalle es realmente estúpido. Gusanos reptando por tu piel o algo así.
—Pero puedes controlar eso. De eso se trata. Puedes cambiarlo.
En tus sueños, quizá: —Pero primero tienes que verlo. A mí me arruina el efecto, supongo. Y mayormente habían unos grandes huecos, muy vagos.
—Ah —El destello de una sonrisa—. Eso no es un problema para mí. El mundo es bastante vago para mí incluso cuando estoy despierta.
—Bueno —Clarke le devuelve la sonrisa, tentativamente—. Si funciona... .
Más silencio.
—Ojalá lo supiera —dice Nakata al final.
—Yo lo sé.
—Supiste lo que le ocurrió a Karl. Fue malo, pero lo supiste.
—Sí.
Nakata baja la vista. Clarke la sigue, nota que sus propias manos se han cerrado de algún modo en torno a las de Nakata. Supone que es un gesto de apoyo. Se siente bien. Las aprieta suavemente.
Nakata la mira con oscuros ojos desnudos, aún sobresaltada.
—Lenie, a ella no le importaba. Yo me alejaba y soñaba y, a veces, me volvía loca y ella toleraba todo eso. Ella entendía... entiende.
—Somos Rifters, Alice —duda Clarke, decide arriesgar—. Todos entendemos.
—Excepto Ken.
—¿Sabes?, creo que quizá Ken entiende más de lo que le damos crédito. No creo que antes pretendiera ser insensible. Está de nuestro lado.
—Él es muy raro. No está aquí por la misma razón que nosotros.
—¿Y qué razón es esa? —pregunta Clarke.
—Nos pusieron aquí porque aquí es dónde pertenecemos —dice Nakata, casi susurrando—. Con Ken, creo que... no se atrevían a ponerlo en ningún otro sitio.
Brander está camino escaleras abajo cuando ella regresa al salón: —¿Cómo está Alice?
—Soñando —dice Clarke—. Está bien.
—Ninguno de nosotros está bien —dice Brander.
Ella gruñe: —¿Dónde está Ken?
—Se marchó. Ya no va a volver.
—¿Qué?
—Desapareció. Como Fischer.
—Tonterías. Ken no es como Fischer. Es lo más lejos que se puede ser de Fischer.
—Nosotros lo sabemos —Brander apunta un pulgar al techo—. Ellos no. Desapareció. Esa es la historia que quiere que les vendamos a los de arriba, al menos.
—¿Por qué?
—¿Crees que ese cabrón me lo ha dicho? He accedido a seguirle el juego hasta ahora, pero no me importa decirte que me estoy cansado un poco de su mierda —Brander baja un peldaño, mira hacia atrás—. Vuelvo afuera yo solo. Voy a comprobar el jodido carrusel. Creo que merece algunas observaciones serias.
—¿Quieres compañía?
Brander se encoge de hombros: —Claro.
—En realidad... —remarca Clarke— compañía ya no sirve, ¿verdad? Quizá sería mejor tener, ¿cuál es la palabra...?
—Alianza —dice Brander.
Ella asiente: —Alianza.
Desde hace una semana ahora, el mundo de Yves Scanlon ha medido cinco metros por ocho.
En todo ese tiempo no ha visto a otra alma viviente.
Aunque habían muchos fantasmas. Los rostros pasaban por su estación de trabajo, llenos de animada preocupación por su comodidad, su dieta, si la última palmadita gastrointestinal le había parecido incómoda.
Había poltergeists, también. A veces poseían el teleoperador médico que colgaba del techo, lo hacían danzar y robar lonchas de carne del cuerpo de Scanlon. Hablaban con muchas voces, pero raramente decían algo sustancial.
—Probablemente no sea nada, Dr. Scanlon —dijo el teleoperador una vez, un exoeskeleto parlante—. Sólo un informe preliminar de Rand/Washington, algún nuevo patógeno de la dorsal... probablemente benigno...
O, en una placentera voz femenina: —Obviamente está usted con una salud excep... buena, estoy segura de que no hay nada de lo que preocuparse. Aún así, ya sabe lo cuidadoso que tenemos que ser hoy en día, hasta el acné podría mutar en una plaga si le dejamos, je je... ahora sólo otros dos centímetros cúbicos más...
Tras unos días, Scanlon había dejado de preguntar.
Fuera lo que fuera, sabía que tenía que ser grave. El mundo estaba lleno de microbios desagradables, los nuevos se engendraban por accidente, los viejos salían de las esquinas oscuras del mundo, los comunes mutaban en nuevas formas. Scanlon había sido puesto en cuarentena antes un par de veces. Como la mayoría de la gente. Normalmente involucraba a técnicos en condones corporales, enfermeros entrenados para animar los espíritus con un chiste oportuno. Nunca oyó antes que todo se hiciera por control remoto.
Quizá era por motivos de seguridad. Quizá la AR no quería una fuga de información a la prensa y mantenían así involucrado al minímo de personal. O quizá... quizá el peligro potencial era tan grande que no querían arriesgar la vida de los técnicos.
Todos los días, Scanlon descubría unos síntomas nuevos. Dificultad respiratoria. Jaquecas. Náusea. Era lo bastante astuto para cuestionarse si alguno de ellos era real.
Se le ocurrría, con incremental frecuencia, que bien podría no salir vivo de allí.
Algo parecido a Patricia Rowan atormentaba su pantalla de vez en cuando, haciendo preguntas sobre los vampiros. Ni siquiera era un fantasma, realmente. Era una simulación enmascarada como carne y hueso. Su maquinaria se mostraba con sutiles repeticiones, bucles conversacionales derivados, una fijación en la palabra clave por encima del cocepto.
¿Quién estaba al mando allí abajo?, quería saber. ¿Tenía Clarke más peso que Lubin? ¿Tenía Brander más peso que Clarke?
Como si alguien pudiera recolectar la esencia de aquellas fantásticas criaturas retorcidas con unas cuantas preguntas ineptas.
¿Cuántos años le había llevado a Scanlon alcanzar su nivel de experiencia?
Se rumoreaba que a Rowan no le gustaban las conversaciones telefónicas en tiempo real.
Los Cuerpos siempre estaban paranoicos por la seguridad.
Aún así, a Scanlon le ponía furioso. Fue culpa suya que él estuviera aquí ahora, después de todo. Lo que fuera que le había infectado en la dorsal, le había infectado porque ella le ordenó bajar allí. ¿Y ahora todo lo que le enviaba eran marionetas?
¿En verdad le consideraba ella tan inconsecuente?
Él nunca se quejaba, por supuesto. Su agresión era demasiado pasionalmente pasiva. En su lugar, jugueteaba con el modelo que ella le había enviado. Era fácil de engañar, programado para buscar ciertas palabras y frases como respuesta a cuestiones dadas. Como un perro entrenado, en verdad, agarrando y entregando ante el conjunto adecuado de comandos. Sólo cuando corría de regreso a casa, cuando las ansiosas mandíbulas se cerraban sobre alguna trivialidad totalmente inútil, su ama se daba cuenta de lo verdaderamente ambiguas que podían ser algunas frases clave...
Había perdido la cuenta de las veces que lo había enviado a casa saciado de comida basura. Siempre volvía pero nunca aprendía.
Dió un golpecito al teleoperador—. Probablemente es usted más listo que ese döppleganger de Rowan, ¿sabe?. Tampoco es mucho decir, pero al menos usted consigue su libra de carne al primer intento.
Seguramente, Rowan sabía ya a estas alturas lo que él estaba haciendo. Quizá era algún tipo de juego. Quizá, eventualmente, ella admitiría la derrota y viniera a buscar una audiencia en persona. Esa esperanza le mantenía en el juego. Sin ella, se habría rendido y cooperado por completo aburrimiento.
El primer día de su cuarentena le había pedido un soñador a uno de los fantasmas y se lo habían negado. El metabolismo circadiano normal era un prerrequisito para una de las pruebas, dijo. No quería que sus tejidos hicieran trampa. Durante varios días después de ese, Scanlon había podido dormir del todo. Después caía en el abismo onírico durante veinticuatro horas. Cuando despertaba, su cuerpo le dolía por la ola de ataques microquirúrjicos que no recordaba.
—Pequeño bastardo, impaciente, ¿verdad —había murmurado al teleoperador—. ¿Ni siquiera puedes esperar a que me despierte? Espero que te sirviera de algo —mantenía su voz baja en caso de que hubiese otros receptores activos en la sala. Ninguno de los fantasmas de la estación de trabajo parecía saber nada de psicología. Eran todos fisiólogos y expertos en juegos de construcción. Si le hubieran sorprendido hablando a una máquina podrían pensar que se estaba volviendo loco.
Ahora se quedaba despierto unas nueve horas enteras diarias. Los poltergeists le costaban quizá una hora de eso. Los informes del personal y los perfiles IPD, ninguno de los cuales parecía venir de la Estación Beebe, aparecían regularmente en su terminal: otras cuatro o cinco horas al día.
El resto del tiempo veía la televisión.
Cosas extrañas sucedían allí fuera. Una misteriosa explosión submarina en la dorsal del Atlántico Medio, bastante grande para ser una bomba pero sin confirmación de una versión sobre otra. Tanto Israel como Tanaka-Krueger habían reactivado recientemente sus programas de pruebas nucleares, pero ninguno admitió cualquier conocimiento de este estallido en particular. Las protestas usuales de los Cuerpos y países. Las cosas se estaban poniendo incluso más susceptibles de lo normal. Justo el otro día, se supo que la NAmPac, varias semanas antes, había respondido a un relativamente inofensivo bocado de piratetía por parte de un Muckraker coreano haciéndolo volar en pedazos fuera del agua.
Las noticias regionales eran igual de problemáticas. Unos trescientos muertos estimados tras una bomba incendiaria se llevó la mayoría de los Astilleros Urchin a las afueras de Portland. Fue un índice de víctimas bastante abultado para las dos a.m., pero la propiedad Urchin limitaba la Zona y capturaron a un número de Refugiados en la tormenta de fuego. Nadie sabe el motivo. Había ciertas similitudes con una explosión mucho menor, ocurrrida semanas antes a cientos de kilómetros al norte, en el Suburbio Coquitlam. Esa se atribuyó a la guerra de bandas.
Y hablando de la Zona: más inquietud entre los Refugiados marginados eternamente a lo largo de la línea costera. La explicación usual de las entidades municipales habituales: el litoral es el único patrimonio real hoy en día y, además, ¿se puede uno hacer una idea de lo que costaría instalar sistemas de alcantarillado para siete millones si les dejamos venir al interior?
Otra cuarentena, esta vez sobre un nematodo escapado hace poco de las aguas principales del Ivindo. Sin noticias de nada en el Pacífico Norte. Nada de Juan de Fuca.
Tras dos semanas de su sentencia, Scanlon percibió que los síntomas que había imaginado antes habían desaparecido todos. De hecho, en un extraño sentido, se sentía mejor de como se había sentido en años. Aún así le mantenían encerrado. Había más pruebas que hacer.
Con el tiempo, sus fuertes miedos iniciales dieron paso a un dolor crónico de estómago, tan difuso que apenas lo sentía ya. Un día despertó con una sensación de alivio casi frenético. ¿Había pensado alguna vez que la AR podría emparedarle para siempre? ¿Había estado tan paranoico? Le estaban cuidando bien. Naturalmente: él era importante para ellos.
Había perdido la pista de eso al principio, pero los vampiros aún eran problemáticos o Rowan no le estaría molestando con sus marionetas por su estación de trabajo. Y la AR había escogido a Yves Scanlon para estudiar ese problema porque sabían que era el hombre para el trabajo. Ahora sólo estaban protegiendo su inversión, asegurándose de que estaba sana. Dió una fuerte carcajada por ese yo en pánico del pasado. No había nada de lo que preocuparse en realidad.
Además, seguía las noticias. Se estaba más seguro aquí dentro.
Sonaba como algún joven recién salido de la escuela de graduación. Actúaba como uno, también. Quería que se bajara los pantalones y se doblara.
—Bésame el culo —dijo Scanlon al principio con su pública persona firme en el sitio.
—Exactamente mi intención —dijo la máquina moviendo una sonda en forma de lápiz en el extremo de un brazo—. Venga, Dr. Scanlon. Ya sabe que es por su propio bien.
De hecho, no sabía tal cosa. Se había estado preguntando últimamente si las indignidades que sufría aquí dentro podrían deberse enteramente al sadismo mal direccionado de algún gilipollas reprimido. Justo algunos meses atrás se habría vuelto loco. Pero Yves Scanlon estaba por fín empezando a ver su lugar en el universo y estaba descubriendo que podía permitirse ser tolerante.
La mediocridad de las otras personas no le molestaba tanto como solía. Estaba por encima de ella.
Paró, no obstante, para correr las cortinas de la ventana antes de desabrocharse el cinturón.
Rowan podría aparecer en cualquier momento.
—No se mueva —dijo el poltergeist—. Esto no le hará daño. A algunos incluso les gusta.
A Scanlon no. El descubrimiento vino con cierto alivio.
—No veo la prisa —se quejó él—. Nada entra o sale de mí sin que vosotros giréis una válvula para darle paso. ¿Por qué no cogéis lo que envío por el retrete?
—También hacemos eso —dijo la máquina mientras trabajaba—. Desde que llegó aquí, de hecho. Pero nunca se sabe. Algunas cosas se degradan muy rápidamente cuando dejan un cuerpo.
—Si se degradan con tanta velocidad entonces, ¿por qué sigo en cuarentena?
—Hey, No he dicho que fuesen inofensivas. Sólo que podrían convertirse en otra cosa. O quizá sean inofensivas. Quizá usted sólo enfadó a alguien del piso de arriba.
Scanlon dió un respingo—. A la gente del piso de arriba les agrado. ¿Qué estás buscando, por cierto?
—ARN piranosal.
—Pues, no estoy seguro de recordar lo que es.
—No hay razón para de debiera. Lleva pasado de moda tres mil quinientos millones de años.
—No me diga.
—No lo quiera —La sonda se retira—. Era la rabia en los tiempos primoradiales, hasta...
—Discúlpenme —dijo la voz de Patricia Rowan.
Scanlon giró la cabeza automaticalmente hacia la estación de trabajo. No estaba allí. La voz venía desde detrás de la cortina.
—Ah. Compañia. Conseguí lo que había venido a buscar, de todos modos —dijo el teleop. El brazo giró e insertó la sucia sonda en un dispensador.
Para cuando Scanlon tenía puesto los pantalones, el teleoperador se había plegado en modo neutral.
—Te veo mañana —dijo el poltergeist y se fue. Las luces del teleoperador se apagaron.
Ella estaba aquí.
Justo en la sala de al lado.
La vindicación estaba cerca.
Scanlon respiró hondo y retiró la cortina.
Patricia Rowan permanecía en la sombra en el extremo opuesto. Sus ojos brillaban con mercurio: casi ojos de vampiro, pero diluídos. Transparentes, no opacos.
Sus lentillas, por supuesto. Scanlon había probado un par similar una vez. Se conectaban a una señal RF de tu reloj y pasaban imágenes por tu campo visual en el rango virtual de cuarenta centímetros. Patricia Rowan vio a Scanlon y sonrió. Si vio algo más a través de aquellas lentes mágicas, él sólo podía especularlo.
—Dr. Scanlon —dijo ella—. Es bueno verle de nuevo.
Él le devolvió la sonrisa—. Me alegro de que viniera. Tenemos mucho de lo que hablar...
Rowan asintió, abrió la boca.
—... y aunque sus döpplegangers son perfectamente adecuados para la conversación normal, tienden a perder muchos de los conceptos...
La cerró de nuevo.
—... especialmente, dado la clase de información en la que parece estar interesada.
Rowan dudó un momento—. Sí. Por supuesto. Nosotros, um, necesitamos sus observaciones, Dr. Scanlon —Sí. Bien. Por supuesto—. Su informe sobre la Beebe fue bastante... bueno, interesante, pero las cosas han cambiado desde que lo archivó.
Él asintió eficientemente—. ¿En qué modo?
—Lubin se ha ido, por poner un ejemplo.
—¿Ido?
—Desaparecido. Muerto, quizá, aunque aparentemente, no hay señal de su hombre muerto. O posiblemente sólo... regresó, como Fischer.
—Ya veo. ¿Y ha sabido sobre si alguna de las otras estaciones se ha ido —Era una de las predicciones que había hecho en su informe.
Sis ojos de plata oscilante parecían mirar a un punto justo al lado del hombro izquierdo de Scanlon—. No podemos saberlo, en realidad. Ciertamente, hemos tenido algunas pérdidas, pero los Rifters no tienden a ser muy comunicativos con los detalles. Como esperábamos, por supuesto.
—Sí, por supuesto —Scanlon probó una mirada contemplativa—. Así que Lubin se ha ido. No me sorprende. Estaba definitivamente más cerca del límite. De hecho, si bien recuerdo, predije...
—Probablemente eso también —murmuró Rowan .
—¿Disculpe?
Ella agitó la cabeza, como si despejara alguna distracción—. Nada. Perdón.
—Ah —Scanlon asintió otra vez. No era necesario alardear sobre Lubin si Rowan no quería. Había hecho montones de otras predicciones—. También está el asunto del efecto Ganzfeld que anoté. La tripilación restante...
—Sí, hemos hablado con un par de... otros expertos sobre eso.
—¿Y?
—No creen que el ambiente de la dorsal esté, suficientemente empobrecido es como lo llamaron. No suficientemente empobrecido para operar como un Ganzfeld.
—Ya veo —Scanlon sintió parte de su viejo yo erizándose. Sonrió, ignorándolo—. ¿Cómo explican mis observaciones?
—En realidad —Rowan tosió—. No están completamente convencidos de que observara nada significativo. Aparentemente, había cierta evidencia de que su informe estuvo dictado bajo condiciones... bueno, de estrés personal.
Scanlon congeló su sonrisa cuidadosamente en su lugar—. Bueno. Todo el mundo está autorizado a dar su opinión.
Rowan no dijo nada.
—Aunque el hecho de que la dorsal sea un entorno estresante no debería resultar novedoso a ningún verdadero experto —continuó Scanlon—. Esa era la clave entera del programa, después de todo.
Rowan asintió—. No desconfío de sus observaciones, Doctor. En realidad, no estoy cualificada para juzgar en un sentido u otro.
Cierto, él no habló.
—Y en cualquier evento —añadió Rowan—, ... usted estuvo allí. Ellos no.
Scanlon se relajó. Por supuesto que pondría su opinión por encima de aquellos otros expertos, quienquiera que fueran. Él fue el único escogido para bajar allí, después de todo.
—No es muy importante —dijo ella ahora, despachando el tema—. Nuestra preocupación immediata es la cuarentena.
La mía también. Pero, por supuesto, no dejó escapar eso. No sería... profesional parecer demasiado preocupado por su propio bienestar ahora mismo. Además, le estaban tratando bien aquí dentro. Al menos sabía lo que estaba pasando.
—... todavía —terminó Rowan.
Scanlon parpadeó—. ¿Qué? ¿Disculpe?
—He dicho que por razones obvias hemos decidido no recuperar a la tripulación de la Beebe todavía.
—Ya veo. Bueno, están de suerte. Ellos no quieren marcharse.
Rowan se acercó un paso hacia la membrana. Sus ojos aparecieron lentamente en la luz—. Está seguro de eso.
—Sí. La dorsal es su hogar ahora, Sra. Rowan, de un modo que una persona lega probablemente no entendería. Están más vivos allí abajo de lo que nunca lo estuvieron en la orilla —se encogió de hombros—. Además, incluso si quisieran marcharse, ¿qué podrían hacer? Difícilmente van a nadar hasta tierra firme.
—Podrían, en realidad.
—¿Qué?
—Es posible —admitió Rowan—. Teóricamente. Y nosotros... hemos atrapado a uno de ellos, intentando marcharse.
—¿Qué?
—Arriba en la zona eufótica. Teníamos un submarimo estacionado allí arriba, sólo para... mantener un ojo en ciertas cosas. Uno de los Rifters... Craquer, o —un mechón brillante osciló por cada ojo..—. Caraco, eso es. Judy Caraco. Se dirigía directa a la superficie. Se pensaron que se estaba fugando de la estación.
Scanlon negó con la cabeza—. Caraco hace largos, Sra. Rowan. Estaba en mi informe.
—Lo sé. Quizá su informe debería haber sido mejor distribuído. Aunque sus largos nunca la habían llevado tan cerca de la superficie antes. Puedo entender por qué ellos —Rowan negó con la cabeza—. En cualquier caso, la atraparon. Un error, quizá —Una vaga sonrisa—. Los errores suceden a veces.
—Ya veo —dijo Scanlon.
—Así que, ahora estamos en problemas —Rowan siguió—. Quizá la tripulación de la Beebe piense que esa Caraco fue sólo otra baja accidental. O quizá están sospechando algo. De modo que, ¿les mentimos, confiando en que las cosas se calmen? ¿Se tomarían un descanso si piensan que estamos encubriendo algo? ¿Se irán algunos y otros se quedarán? ¿Son un grupo o una colección de individuos?
Ella quedó en silencio.
—Muchas preguntas —dijo Scanlon tras un rato.
—Vale, entonces, aquí hay sólo una. ¿Obedecerán una orden directa de permanecer en la dorsal?
—Se quedaran en la dorsal —dijo Scanlon—. Pero no porque usted les ordene hacerlo.
—Estábamos pensando, quizá Lenie Clarke —dijo Rowan—. Según su informe, ella es más o menos la líder. Y Lubin es... Lubin era... el impredecible. Ahora que está fuera del cuadro, quizá Clarke pueda mantener en cintura al resto. Si podemos llegar hasta Clarke.
Scanlon agitó la cabeza—. Clarke no es ningún tipo de líder, no en el sentido convencional. Ella adopta su propio comportamiento independiente y los demás sólo... la siguen. No es un sistema normal basado en la autoridad como usted lo entendería.
—Pero si la siguen, tal como dice...
—Supongo —dijo Scanlon en voz baja—, ... que ella es la más probable que obedezca una order de permanecer en el lugar sin importar lo infernal de la situación. Está enganchada a las relaciones abusivas, después de todo —Se detuvo.—Siempre se podría probar y decirles la verdad —sugirió él.
Ella asintió—. Es una posibilidad, ciertamente. Y, ¿cómo cree que reaccionarían?
Scanlon no dijo nada.
—¿Se fiarían de nosotros —preguntó Rowan.
Scanlon sonrió—. ¿Tienen algún motivo para hacerlo?
—Quizá no —suspiró Rowan—. Pero da igual lo que les digamos, el problema sigue siendo el mismo. ¿Qué harán cuando sepan que están atrapados allí abajo?
—Probablemente nada. Allí es donde quieren estar.
Rowan le miró con curiosidad—. Me sorprende que diga usted eso, Doctor.
—¿Por qué?
—No hay lugar donde preferiría estar salvo en mi propio apartamento. Pero si alguien me pusiera bajo arresto domiciliario querría tanto salir de allí, y yo no soy ni ligeramente disfuncional.
Scanlon ignoró la última parte—. Es un argumento —admitió él.
—Uno muy básico —dijo ella—. Me sorprende que alguien con su experiencia lo haya pasado por alto.
—No lo pasé por alto. Sólo creo que otros factores lo desequilibran —Por fuera, Scanlon sonrió—. Como usted dice, no es del todo disfuncional.
—No. Al menos aún no —Los ojos de Rowan se nublaron con un súbito borrón de datos. Se quedó mirando el espacio durante un minuto o dos, evaluando—. Discúlpeme. Un problemilla en otro frente —Se concentró de nuevo en Scanlon—. ¿Te sientes culpable alguna vez, Yves?
Él dió una carcaja y luego se interrumpió a sí mismo—. ¿Culpable? ¿Por qué?
—Por el proyecto. Por... lo que les hicimos a ellos.
—Son más felices allí abajo. Créame. Lo sé.
—Lo sabe.
—Mejor que nadie, Sra. Rowan. Usted sabe eso. Por eso vino a verme hoy.
Ella no habló.
—Además —dijo Scanlon—, Nadie los escogió. Fue su propia y libre elección.
—Sí —Rowan coincidió en voz baja—. Fue —Y extendió el brazo a través de la ventana.
La membrana aislante cubrió su mano como cristal líquido. Se ajustó a los contornos de sus dedos sin una arruga, pintó la palma, muñeca y antebrazo de una capa transparente que se retiraba justo en el codo y se extendía de vuelta al marco de la ventana.
—Gracias por tu tiempo, Yves —dijo Rowan.
Tras un momento, Scanlon estrechó la mano ofrecida. La sintió como un condón, ligeramente lubricada—. De nada —dijo él.
Rowan retiró el brazo y se dió la vuelta. La membrana se suavizó tras ella como una pompa de jabón.
—Pero —dijo Scanlon.
Ella se giró hacia él—. ¿Sí?
—¿Era esto todo lo que quería —dijo él.
—Por ahora.
—Sra. Rowan, si me permite. Hay mucho sobre la gente de ahí abajo que desconoce. Un montón. Soy el único que puede dárselo.
—Aprecio eso. Y...
—El programa geotérmico entero depende de ellos. Estoy seguro de que usted sabe eso.
Ella avanzó unos pasos de vuelta a la membrana—. Lo sé, Dr. Scanlon. Créame. Pero tengo numerosas prioridades ahora mismo. Y, mientras tanto, sé dónde encontrarle —Una vez más, se dió la vuelta.
Scanlon trató con mucha dificultad de mantener su voz equilibrada: —Sra. Rowan...
Algo cambió en ella entonces, una súbita rigidez en la postura que habría sido inadvertida por la mayoría de las personas. Scanlon lo vio cuando ella se movió para encararle. Se le abrió una pequeña fosa en el estómago.
Trató de pensar lo que iba a decir.
—Sí, Dr. Scanlon —dijo ella con la voz un poco diferente.
—Sé que está ocupada, Sra. Rowan, pero... ¿cuánto tiempo he de permanecer aquí?
Ella se suavizó poco a poco—. Yves, aún no lo sabemos. En cierto modo, es sólo una cuarentena, pero está llevando más tiempo manejarla. Se trata del fondo del océano, después de todo.
—¿Qué es, exactamente?
—No soy bióloga —Ella miró al suelo un momento, luego encontró sus ojos de nuevo—. Pero puedo decirte esto: no tienes que preocuparte por zozobrar sobre la muerte. Aún cuando estés infectado. Eso no ataca a la gente en realidad.
—¿Entonces por qué...?
—Aparentemente, hay ciertas... preocupaciones en la agricultura. Tienen más miedo del efecto que podría tener en ciertas plantas.
Él lo consideró. Le hizo sentir un poco mejor.
—De verdad tengo que irme ahora —Rowan pareció considerar algo por un momento, luego añadió—, Y no más dopplegangers. Lo prometo. Eso fue grosero por mi parte.
Sonaba como algún joven recién salido de la escuela de graduación. Actúaba como uno, también. Quería que se bajara los pantalones y se doblara.
—Bésame el culo —dijo Scanlon al principio con su pública persona firme en el sitio.
—Exactamente mi intención —dijo la máquina moviendo una sonda en forma de lápiz en el extremo de un brazo—. Venga, Dr. Scanlon. Ya sabe que es por su propio bien.
De hecho, no sabía tal cosa. Se había estado preguntando últimamente si las indignidades que sufría aquí dentro podrían deberse enteramente al sadismo mal direccionado de algún gilipollas reprimido. Justo algunos meses atrás se habría vuelto loco. Pero Yves Scanlon estaba por fín empezando a ver su lugar en el universo y estaba descubriendo que podía permitirse ser tolerante.
La mediocridad de las otras personas no lo molestaba tanto como solía. Estaba por encima de ella.
Paró, no obstante, para correr las cortinas de la ventana antes de desabrocharse el cinturón.
Rowan podría aparecer en cualquier momento.
—No se mueva —dijo el poltergeist—. Esto no le hará daño. A algunos incluso les gusta.
A Scanlon no. El descubrimiento vino con cierto alivio.
—No veo la prisa —se quejó él—. Nada entra o sale de mí sin que vosotros giréis una válvula para darle paso. ¿Por qué no cogéis lo que envío por el retrete?
—También hacemos eso —dijo la máquina mientras trabajaba—. Desde que llegó aquí, de hecho. Pero nunca se sabe. Algunas cosas se degradan muy rápidamente cuando dejan un cuerpo.
—Si se degradan con tanta velocidad entonces, ¿por qué sigo en cuarentena?
—Ey, no he dicho que fuesen inofensivas. Sólo que podrían convertirse en otra cosa. O quizá sean inofensivas. Quizá usted sólo enfadó a alguien del piso de arriba.
Scanlon dió un respingo: —A la gente del piso de arriba les agrado. ¿Qué estás buscando, por cierto?
—ARN piranosal.
—Pues no estoy seguro de recordar lo que es.
—No hay razón para de debiera. Lleva pasado de moda tres mil quinientos millones de años.
—No me diga.
—No lo quiera —La sonda se retira—. Era la rabia en los tiempos primoradiales, hasta...
—Discúlpenme —dijo la voz de Patricia Rowan.
Scanlon giró la cabeza automaticalmente hacia la estación de trabajo. No estaba allí. La voz venía desde detrás de la cortina.
—Ah. Compañia. Conseguí lo que había venido a buscar, de todos modos —dijo el teleop. El brazo giró e insertó la sucia sonda en un dispensador.
Para cuando Scanlon tenía puesto los pantalones, el teleoperador se había plegado en modo neutral.
—Te veo mañana —dijo el poltergeist y se fue. Las luces del teleoperador se apagaron.
Ella estaba aquí.
Justo en la sala de al lado.
La vindicación estaba cerca.
Scanlon respiró hondo y retiró la cortina.
Patricia Rowan permanecía en la sombra en el extremo opuesto. Sus ojos brillaban con mercurio: casi ojos de vampiro, pero diluídos. Transparentes, no opacos.
Sus lentillas, por supuesto. Scanlon había probado un par similar una vez. Se conectaban a una señal RF de tu reloj y pasaban imágenes por tu campo visual en el rango virtual de cuarenta centímetros. Patricia Rowan vio a Scanlon y sonrió. Si vio algo más a través de aquellas lentes mágicas, él sólo podía especularlo.
—Dr. Scanlon —dijo ella—. Es bueno verle de nuevo.
Él le devolvió la sonrisa: —Me alegro de que viniera. Tenemos mucho de lo que hablar...
Rowan asintió, abrió la boca.
—... y aunque sus döpplegangers son perfectamente adecuados para la conversación normal, tienden a perder muchos de los conceptos...
Ella cerró la boca de nuevo.
—... especialmente, dado la clase de información en la que parece estar interesada.
Rowan dudó un momento: —Sí. Por supuesto. Nosotros, um, necesitamos sus observaciones, Dr. Scanlon —Sí. Bien. Por supuesto—. Su informe sobre la Beebe fue bastante... bueno, interesante, pero las cosas han cambiado desde que lo archivó.
Él asintió eficientemente—. ¿En qué modo?
—Lubin se ha ido, por poner un ejemplo.
—¿Ido?
—Desaparecido. Muerto quizá, aunque, al parecer, no hay señal de su hombre muerto. O posiblemente sólo... regresó, como Fischer.
—Ya veo. ¿Y ha sabido sobre si alguna de las otras estaciones se ha ido? —Esaxera una de las predicciones que él había hecho en su informe.
Sis ojos de plata oscilante parecían mirar a un punto justo al lado del hombro izquierdo de Scanlon: —No podemos saberlo, en realidad. Ciertamente, hemos tenido algunas pérdidas, pero los Rifters no tienden a ser muy comunicativos con los detalles. Como esperábamos, por supuesto.
—Sí, por supuesto —Scanlon probó una mirada contemplativa—. Así que Lubin se ha ido. No me sorprende. Estaba definitivamente más cerca del límite. De hecho, si bien recuerdo, yo predije...
—Probablemente eso también —murmuró Rowan .
—¿Disculpe?
Ella agitó la cabeza, como si despejara alguna distracción—. Nada. Perdón.
—Ah —Scanlon asintió otra vez. No era necesario alardear sobre Lubin si Rowan no quería. Había hecho montones de otras predicciones—. También está el asunto del efecto Ganzfeld que anoté. La tripulación restante...
—Sí, hemos hablado con un par de... otros expertos sobre eso.
—¿Y?
—No creen que el ambiente de la dorsal esté... suficientemente empobrecido es como lo llamaron. No suficientemente empobrecido para operar como un Ganzfeld.
—Ya veo —Scanlon sintió parte de su viejo yo erizándose. Sonrió, ignorándolo—. ¿Cómo explican mis observaciones?
—En realidad —Rowan tosió—. No están completamente convencidos de que observara nada significativo. Aparentemente, había cierta evidencia de que su informe estuvo dictado bajo condiciones... bueno, de estrés personal.
Scanlon congeló su sonrisa cuidadosamente en su lugar: —Bueno. Todo el mundo está autorizado a dar su opinión.
Rowan no dijo nada.
—Aunque el hecho de que la dorsal sea un entorno estresante no debería resultar novedoso a ningún verdadero experto —continuó Scanlon—. Esa era la clave entera del programa, después de todo.
Rowan asintió: —No desconfío de sus observaciones, Doctor. En realidad, no estoy cualificada para juzgar en un sentido u otro.
Cierto, él no habló.
—Y en cualquier evento —añadió Rowan—, usted estuvo allí. Ellos no.
Scanlon se relajó. Por supuesto que pondría su opinión por encima de aquellos otros expertos, quienquiera que fueran. Él fue el único escogido para bajar allí, después de todo.
—No es muy importante —dijo ella ahora, despachando el tema—. Nuestra preocupación immediata es la cuarentena.
La mía también. Pero, por supuesto, no dejó escapar eso. No sería... profesional parecer demasiado preocupado por su propio bienestar ahora mismo. Además, lo estaban tratando bien aquí dentro. Al menos sabía lo que estaba pasando.
—... todavía —terminó Rowan.
Scanlon parpadeó: —¿Qué? ¿Disculpe?
—He dicho que, por razones obvias, hemos decidido no recuperar a la tripulación de la Beebe todavía.
—Ya veo. Bueno, están de suerte. Ellos no quieren marcharse.
Rowan se acercó un paso hacia la membrana. Sus ojos aparecieron lentamente en la luz: —Está seguro de eso.
—Sí. La dorsal es su hogar ahora, Sra. Rowan, de un modo que una persona lega probablemente no entendería. Están más vivos allí abajo de lo que nunca lo estuvieron en la orilla —se encogió de hombros—. Además, incluso si quisieran marcharse, ¿qué podrían hacer? Difícilmente van a nadar hasta tierra firme.
—Podrían, en realidad.
—¿Qué?
—Es posible —admitió Rowan—. Teóricamente. Y nosotros... hemos atrapado a uno de ellos, intentando marcharse.
—¿Qué?
—Arriba en la zona eufótica. Teníamos un submarimo estacionado allí arriba, sólo para... mantener un ojo en ciertas cosas. Uno de los Rifters... Craquer, o —un mechón brillante osciló por cada ojo..—. Caraco, eso es. Judy Caraco. Se dirigía directa a la superficie. Pensaron que ella se estaba fugando de la estación.
Scanlon negó con la cabeza—. Caraco hace largos, Sra. Rowan. Estaba en mi informe.
—Lo sé. Quizá su informe debería haber sido mejor distribuído. Aunque esos largos nunca la habían llevado tan cerca de la superficie. Puedo entender por qué ellos... —Rowan negó con la cabeza—. En cualquier caso, la atraparon. Un error, quizá —Una vaga sonrisa—. Los errores suceden a veces.
—Ya veo —dijo Scanlon.
—Así que, ahora estamos en problemas —Rowan siguió—. Quizá la tripulación de la Beebe piense que esa Caraco fue sólo otra baja accidental. O quizá están sospechando algo. De modo que, ¿les mentimos, confiando en que las cosas se calmen? ¿Se tomarían un descanso si piensan que estamos encubriendo algo? ¿Se irán algunos y otros se quedarán? ¿Son un grupo o una colección de individuos?
Ella quedó en silencio.
—Muchas preguntas —dijo Scanlon tras un rato.
—Vale, entonces, aquí hay sólo una. ¿Obedecerán una orden directa de permanecer en la dorsal?
—Se quedaran en la dorsal —dijo Scanlon—. Pero no porque usted les ordene hacerlo.
—Estábamos pensando, quizá Lenie Clarke —dijo Rowan—. Según su informe, ella es más o menos la líder. Y Lubin es... Lubin era... el impredecible. Ahora que él está fuera del cuadro, quizá Clarke pueda mantener en cintura al resto. Si podemos llegar hasta Clarke.
Scanlon agitó la cabeza: —Clarke no es ningún tipo de líder, no en el sentido convencional. Ella adopta su propio comportamiento independiente y los demás sólo... la siguen. No es un sistema normal basado en la autoridad como usted lo entendería.
—Pero si la siguen, tal como dice...
—Supongo —dijo Scanlon en voz baja— que ella es la más probable que obedezca una order de permanecer en el lugar sin importar lo infernal de la situación. Está enganchada a las relaciones abusivas, después de todo —Se detuvo.—Siempre se podría probar y decirles la verdad —sugirió él.
Ella asintió: —Esa es una posibilidad, ciertamente. ¿Y cómo cree que reaccionarían?
Scanlon no dijo nada.
—¿Se fiarían de nosotros? —preguntó Rowan.
Scanlon sonrió: —¿Tienen algún motivo para hacerlo?
—Quizá no —suspiró Rowan—. Pero da igual lo que les digamos, el problema sigue siendo el mismo. ¿Qué harán cuando sepan que están atrapados allí abajo?
—Probablemente nada. Allí es donde quieren estar.
Rowan le miró con curiosidad: —Me sorprende que diga usted eso, Doctor.
—¿Por qué?
—No hay lugar donde preferiría estar salvo como mi propio apartamento. Pero si alguien me pusiera bajo arresto domiciliario querría mucho salir de allí, y yo no soy ni ligeramente disfuncional.
Scanlon ignoró la última parte: —Ese es un argumento —admitió él.
—Uno muy básico —dijo ella—. Me sorprende que alguien con su experiencia lo haya pasado por alto.
—No lo pasé por alto. Sólo creo que otros factores lo desequilibran —Por fuera, Scanlon sonrió—. Como usted dice, no es del todo disfuncional.
—No. Al menos aún no —Los ojos de Rowan se nublaron con un súbito borrón de datos. Se quedó mirando el espacio durante un minuto o dos, evaluando—. Discúlpeme. Un problemilla en otro frente —Se concentró de nuevo en Scanlon—. ¿Te sientes culpable alguna vez, Yves?
Él dió una carcaja y luego se interrumpió a sí mismo: —¿Culpable? ¿Por qué?
—Por el proyecto. Por... lo que les hicimos a ellos.
—Son más felices allí abajo. Créame. Lo sé.
—Lo sabe.
—Mejor que nadie, Sra. Rowan. Usted sabe eso. Por eso vino a verme hoy.
Ella no habló.
—Además —dijo Scanlon—. Nadie los escogió. Fue su propia y libre elección.
—Sí —Rowan coincidió en voz baja—. Lo fue —Y extendió el brazo a través de la ventana.
La membrana aislante cubrió su mano como cristal líquido. Se ajustó a los contornos de sus dedos sin una arruga, pintó la palma, muñeca y antebrazo de una capa transparente que se retiraba justo en el codo y se extendía de vuelta al marco de la ventana.
—Gracias por tu tiempo, Yves —dijo Rowan.
Tras un momento, Scanlon estrechó la mano ofrecida. La sintió como un condón, ligeramente lubricada: —De nada —dijo él.
Rowan retiró el brazo y se dió la vuelta. La membrana se suavizó tras ella como una pompa de jabón.
—Pero... —dijo Scanlon.
Ella se giró hacia él: —¿Sí?
—¿Era esto lo único que quería? —dijo él.
—Por ahora.
—Sra. Rowan, si me permite. Hay mucho sobre la gente de ahí abajo que desconoce. Un montón. Soy el único que puede dárselo.
—Aprecio eso. Y...
—El programa geotérmico entero depende de ellos. Estoy seguro de que usted sabe eso.
Ella avanzó unos pasos de vuelta a la membrana: —Lo sé, Dr. Scanlon. Créame. Pero tengo numerosas prioridades ahora mismo. Y mientras tanto, sé dónde encontrarle —Una vez más, se dió la vuelta.
Scanlon trató con mucha dificultad de mantener su voz equilibrada: —Sra. Rowan...
Algo cambió en ella entonces, una súbita rigidez en la postura que habría sido inadvertida por la mayoría de las personas. Scanlon lo vio cuando ella se movió para encararle. Se le abrió una pequeña fosa en el estómago.
Trató de pensar lo que iba a decir.
—Sí, Dr. Scanlon —dijo ella con la voz un poco diferente.
—Sé que está ocupada, Sra. Rowan, pero... ¿cuánto tiempo he de permanecer aquí?
Ella se suavizó poco a poco: —Yves, aún no lo sabemos. En cierto modo, es sólo una cuarentena, pero está llevando más tiempo manejarla. Se trata del fondo del océano, después de todo.
—¿Qué es, exactamente?
—No soy bióloga —Ella miró al suelo un momento, luego encontró sus ojos de nuevo—. Pero puedo decirte esto: no tienes que preocuparte, no zozobras sobre la muerte. Aunque estés infectado. Eso no ataca a la gente en realidad.
—¿Entonces por qué...?
—Al parecer hay ciertas... preocupaciones en la agricultura. Tienen más miedo del efecto que podría tener en ciertas plantas.
Él lo consideró. Eso lo hizo sentir un poco mejor.
—De verdad tengo que irme ahora —Rowan pareció considerar algo por un momento, luego añadió—. Y no habrá más döppelgangers. Lo prometo. Eso fue grosero por mi parte.
Le había contado la verdad sobre los döppelgangers. Le había mentido en todo lo demás.
Tras cuatro días, Scanlon dejó un mensaje en la caché de Rowan. Dos días después le dejó otro. Mientras tanto, esperaba que volviera el espíritu que le había metido los dedos en el culo para que le contara más cosas sobre bioquímica primordial. No volvió. Por ahora, ya ni siquiera los otros fantasmas le visitaban muy a menudo y apenas decían una palabra cuando lo hacían.
Rowan no le devolvía las llamadas. La paciencia se fundía en incertidumbre.
La incertidumbre bullía hacia la convicción. La convicción empezaba a hervir suavemente.
Encerrado aquí dentro durante tres jodidas semanas y lo único que ella me da es una llamada de cortesía de cinco minutos. Diez penosos minutos de "mis expertos dicen que te equivocas", "es un argumento tan básico que no puedo creer que lo pasaras por alto" y luego, sencillamente, se marchan andando. Sencillamente, sonreía y se marchaba andando.
—Debería haber sabido lo que tendría que haber hecho —le gruñó al teleoperador.
Era mediodía, pero ya no le importaba. Nadie lo estaba escuchando, lo habían abandonado allí. Seguramente se habían olvidado de él.
—Lo que debería haber hecho es abrir un agujero en esa jodida membrana cuando ella estuvo aquí. Dejar que un poquito de lo que sea que hay aquí dentro se mezclara con el aire de sus pulmones. ¡Apuesto a que eso la inspiraría a buscar algunas respuestas!
Sabía que era una fantasía. La membrana era casi infinitamente flexible e igual de resistente. Aunque tuviera éxito al cortarla, se repararía sola antes de que ninguna molécula de aire pudiera saltar al otro lado. Aún así, era satisfactorio pensar en ello.
No lo bastante.
Scanlon agarró una silla y la estampó contra la ventana. La membrana la atrapó como un guante, la desenvolvió y la dejó caer al suelo de lado. Luego, despacio, la ventana se tensó de nuevo en dos dimensiones. La silla seguía en la celda de Scanlon, completamente ilesa.
¡Y pensar que ella tuvo la jodida temeridad de darle lecciones con ese inano sermoncito sobre arresto domiciliario! Como si ella lo hubiera pillado en algún tipo de mentira cuando él le había sugerido que los vampiros podrían quedarse. Como si pensara que él los estaba encubriendo.
Sí, él sabía más sobre los vampiros que nadie, pero eso no significaba que fuera uno. Eso no significaba...
"Nosotros podíamos haberle tratado mejor", había dicho Lubin allí, al final.
Nosotros. Como si hubiera estado hablando por todos ellos. Como si, por fín, lo hubieran aceptado. Como si...
Pero los vampiros eran bienes dañados, siempre lo habían sido. De eso se trataba todo. ¿Cómo podía Yves Scanlon estar cualificado para la membresía de un club como aquél?
Aunque él sabía una cosa. Prefería ser un vampiro que uno de esos gilipollas de aquí arriba. Eso era ahora obvio ahora que los pretextos se estaban agotando y que ya ni siquiera se molestaban en hablarle. Lo explotaban y luego lo rehuían, lo usaban igual que usaban a los vampiros. Siempre lo había sabido en lo más profundo, por supuesto. Pero había intentado negarlo, mantenerlo bajo años de comodidades y buenas intenciones y esfuerzos mal dirigidos para adaptarse y encajar.
Esas personas eran el enemigo. Siempre habían sido el enemigo.
Y lo tenían cogido por las pelotas.
Se giró y aplastó el puño contra la mesa de examen. Ni siquiera le dolió. Continuó hasta que lo hizo. Jadeando, con los nudillos quemando y punzando, buscó a su alrededor otra cosa que aplastar.
El teleoperador despertó siseando y chispeando cuando la silla rebotó en su tronco central. Uno de los brazos se agitó espasmódicamente durante un momento. Un ligero olor a aislante quemado. Después, nada. Sólo con una leve muesca, el teleoperador se durmió sobre un lecho de paradigmas rotos.
—Consejo del día —le dijo malhumoradamente Scanlon—. Nunca te fíes de un Dryback.
Un temblor vibra a través del lecho rocoso. La red esmeralda se fractura en una tela de araña irregular. Ramas de luz láser rebotan complicadamente hacia el abismo.
Desde algún lugar del carrusel, un súbito descontento. Conocimiento intensificado. Los haces desplazados ondulan, comienzan a realinearse solos.
Lenie Clarke lo ha visto y sentido todo antes. Esta vez observa los prismas sobre el lecho marino, rotando y ajustándose solos como diminutos radiotelescopios. Uno por uno, los haces perturbados se asientan de nuevo, paralelos, perpendiculares, planos. En segundos, la rejilla queda completamente restaurada.
Satisfacción sin emoción. Fríos pensamientos extraños en las proximidades, invirtiéndose.
Y más allá, otra cosa se acerca. Delgada y hambrienta, como un vago aullido agudo en la mente de Clarke...
—Ah, mierda —zumba Brander, buceando hacia el fondo.
Eso baja veloz desde la oscuridad, descuidadamente decidido, tan grande como Clarke y Brander juntos. Sus ojos reflejan el brillo del fondo del mar. Aquello golpea lo alto del carrusel, boquiabierto, rebota con mitad de los dientes rotos.
No tiene pensamientos, pero Lenie Clarke puede percibir sus emociones. No cambian. Las heridas nunca parecen abatir a estos monstruos. Su siguiente ataque se dirije a uno de los láseres. Resbala por el techo del carrusel y aparece por debajo, engullendo uno de los haces. Embiste el emisor y pelea con él.
Un súbito cosquilleo indirecto se dispara por la columna de Clarke. La criatura se hunde, retorciéndose. Clarke la siente morir antes de que toque el fondo.
—Jesús —dice ella—. ¿Seguro que el láser no ha hecho eso?
—No. Demasiado débil —le dice Brander—. ¿No lo sentiste? ¿La descarga eléctrica?
Ella asiente.
—Ey —nota Brander—. ¿Nunca has visto esto antes, verdad?
—No. aunque Alice me contó algo.
—Los láseres los atraen a veces cuando oscilan.
Clarke ojea la carcasa. Las neuronas sisean vagamente en su interior. El cuerpo está muerto, pero puede llevar horas hasta que las células expiren.
Ella mira atrás, hacia la maquinaria que las ha matado: —Suerte que no hayamos tocado ese chisme —zumba ella.
—Yo mantuve distancia por si acaso. Lubin dijo que no estaba lo bastante caliente para ser peligroso pero, bueno...
—Yo estaba sintonizada con el gel cuando ocurrió —dice ella—. No creo que...
—El gel ni siquiera lo percibió. No creo que esté conectado al sistema de defensa —Brander alza la mirada hacia la estructura de metal—. No, nuestro Jefe Queso tiene demasiado en la cabeza para malgastar su tiempo en los peces.
Ella le mira: —Tú sabes lo que es, ¿no?
—No lo sé. Quizá.
—¿Y bien?
—He dicho que no lo sé. Sólo tengo algunas ideas.
—Venga ya, Mike. Si has tenido ideas es porque el resto de nosotros ha estado aquí fuera tomando notas durante las últimas dos semanas. Suéltalo.
Él flota sobre ella, mirando hacia abajo: —Vale —dice él finalmente—. Déjame sólo procesar lo que hemos tenido hoy y compararlo con los demás. Luego, si resulta... .
—Ya era hora —Clarke saca su calamar del fondo y ajusta el acelerador—. ¿Buenas noticias?.
Brander niega con la cabeza—. Creo que no. En absoluto.
—Vale, entonces los geles inteligentes están especialmente ajustados para lidiar con los cambios rápidos de la topografía, ¿cierto?
Brander se sienta a la biblioteca. Delante de él, unas pantallas planas pasan ciclos de un patrón en pausa. Detrás, Clarke, Lubin y Nakata hacen lo mismo.
—Así que, hay dos modos de que cambie rápidamente vuestro entorno topográfico —continúa él—. Uno, os movéis deprisa por alrededores complejos. Por eso empezaron a poner geles en los Muckrakers y los VAT estos días. O podéis quedaros quietos y dejar que vuestro entorno cambie.
Mira a su alrededor. Nadie dice nada: —¿Y bien?
—De modo que está pensando en terremotos —remarca Lubin—. La AR nos dijo todo eso.
Brander se gira hacia la consola: —No cualquier terremoto —dice con una súbita subida en el tono su voz—. El mismo terremoto. Una y otra vez.
Toca un icono en la pantalla. Se rearregla en un par de ejes XY. Escritura esmeralda brilla junto a cada línea.
Clarke se inclina hacia adelante: tiempo, dice la abscisa; actividad, dice la ordenada.
Una línea empieza a moverse despacio de izquierda a derecha por la pantalla.
—Esta es una gráfica de composición media de todas las veces que hemos visto ese chisme —explica Brander—. He intentado situar algún tipo de unidad en el eje y pero, por supuesto, lo único que podemos sintonizar ahora es puro pensamiento o se está moderando ahora. De modo que tendremos que ajustar una escala relativa. Lo que estáis a punto de ver ahora es sólo la actividad base.
La línea se dispara a un cuarto del camino en escala y queda plana.
—Aquí está empezando a pensar en algo. No puedo relacionar esto con ningún evento real como los temblores locales, parece empezar por sí solo. Es un bucle generado internamente, pienso yo.
—Simulación —gruña Lubin.
—Por eso se queda pensando así durante un rato —prosigue Brander ignorándole—. Y después, voilà —Otro salto a medio camino del eje y. La línea mantiene su nueva altitud unos cuantos píxeles, se desliza suavemente por toda la pendiente un píxel o dos y salta de nuevo—. Y aquí empieza a pensar bastante, empieza a relajarse y luego empieza a pensar aún más —Otro salto más pequeño, otra declinación gradual—. Aquí hasta se ha perdido pensando más, pero se toma una buena pausa después —La declinación continúa ininterrrumpida durante casi treinta segundos.
—Y justo ahora mismo...
La línea se dispara casi hasta arriba de la escala y fluctúa cerca del tope del gráfico: —Y aquí se permite sangrar. Prosigue durante un rato, después...
La línea cae a plomo verticalmente.
—... cae justo hasta la línea base. Luego, hay algún ruído menor, creo que está almacenando sus resultados o actualizando sus archivos o algo así y el pensamiento entero empieza todo de nuevo —Brander se reclina en la silla, observa al resto con las manos apoyadas en la nuca—. Eso es todo lo que ha estado haciendo mientras que lo hemos estado observando. El ciclo entero dura unos quince minutos, lo tomas o lo dejas.
—¿Ya está? —dice Lubin.
—Con algunas variaciones interesantes, pero ese es el patrón básico.
—¿Y qué significa? —pregunta Clarke.
Brander se echa hacia adelante otra vez, hacia la biblioteca: —Supón que eres el temblor de un terremoto que empieza aquí en la dorsal y se propaga hacia el este. Adivina cuántas fallas tendrías que cruzar para llegar a tierra firme.
Lubin asiente y no dice nada.
Clarke mira el gráfico, apuesta: cinco.
Nakata ni siquiera parpadea pero, claro, Nakata no ha hecho gran cosa durante días.
Brander señala el primer salto: —Nosotros. La Fuente Termal de Channer —El segundo salto—. Juan de Fuca, Segmento Coaxial —Tercero—. Juan de Fuca, Segmento Endeavour —Cuarto—. Minifractura de Beltz —El último y el más grande—. Zona de Subducción de Cascadia.
Espera a que reaccionen. Nadie dice nada. Vagamente, desde el exterior llega el sonido de los silbatos de viento con sus lamentos.
—Jesús. Mirad, cualquier simulación es computacionalmente más intensa siempre que el número de resultados posibles es mayor. Cuando un temblor atraviesa una falla, dispara ondas secundarias perpendiculares a la dirección principal en la que viaja. Hace que los cálculos sean muy peliagudos en esos puntos si estás tratando de hacer un modelo del proceso.
Clarke mira a la pantalla: —¿Tú estás seguro de ésto?
—Cristo, Len. Lo baso en emisiones incidentales de un moco hecho con jodido tejido nervioso. Pues claro que no estoy seguro. Pero te diré esto: si asumes que este primer salto representa el temblor inicial y esta larga caída es tierra firme, y también asumes una velocidad constante razonable de propagación, estos picos intermedios caen casi exactamente donde estarían Cobb, Beltz y Cascadia. No creo que eso sea una coincidencia.
Clarke arruga la frente: —Pero ¿no significa eso que el modelo deja de funcionar tan pronto como alcanza la NAmPac? Habría pensado que eso es lo que más les interesaba.
Brander se muerde el labio: —Bueno, ahí está el asunto. Cuanto menor actividad cerca del final del viaje, más tiempo parece durar.
Ella espera. No necesita preguntar. Brander está demasiado orgulloso de sí mismo y sigue explicando.
—Y si asumes que la menor actividad se refleja en una memor predicción del temblor, el queso pasa más tiempo pensando sobre los temblores con menor impacto en la línea de playa. Aunque normalmente, se para cuando alcanza la costa.
—Hay un umbral —dice Lubin.
—¿Qué?
—Siempre que predice un temblor costero sobre cierto unbral, el modelo se apaga y empieza desde el principio. Pérdidas inaceptables. Pasa más tiempo pensando en los leves, pero hasta ahora han resultado todos en pérdidas inaceptables.
Brander asiente en voz baja: —Me estaba preguntando sobre eso.
—Pues deja de preguntarte —la voz de Lubin está incluso más muerta de lo normal—. Ese chisme sólo tiene una pregunta en su mente.
—¿Qué pregunta? —dice Clarke.
—Lubin, estás siendo paranoico —se burla Brander—. Sólo porque es un poco radioactivo...
—Nos mintieron. Se llevaron a Judy. Ni siquiera tú eres tan naif.
—¿Qué pregunta? —pregunta Clarke de nuevo.
—Pero ¿por qué? —demanda Brander— ¿De qué serviría?
—Mike —dice Clarke suave y claramente—, cállate.
Brander parpadea y queda en silencio. Clarke se gira hacia Lubin: —¿Qué pregunta?
—Está observando las placas locales. Está preguntando lo que ocurre en la NAmPac si hay un terremoto aquí, ahora mismo —Lubin separa los labios en una expresión que algunos confundirían con una sonrisa—. Hasta ahora, no le ha gustado la respuesta. Pero tarde o temprano, un impacto predecible va a caer bajo algún umbral crítico.
—Y entoces, ¿qué? —dice Clarke como si no lo supiera.
—Entonces, explotará —dice una voz pequeña.
Alice Nakata ha hablado por fín.
Nadie habla durante un largo tiempo.
—Es de locos —dice Lenie dice Clarke al final.
Lubin se encoge de hombros.
—¿Estás diciendo que es una especie de bomba?
Él asiente.
—¿Una bomba lo bastante grande para causar un terremoto mayor a tres o cuatrocientos kilómetros de distancia? —cuestiona Clarke.
—No —dice Nakata—. Tendría que atravesar todas esas fallas, lo detendrían. Cortafuegos.
—A menos —añade Lubin— que una de esas fallas esté justo a punto de deslizarse por sí sola.
Cascadia.
Nadie lo dice en alto. Nadie tiene que hacerlo. Un día, quinientos años atrás, la Placa de Juan de Fuca desarrolló altitud. Se cansó de estar castigada eternamente bajo el talón de América del Norte. De modo que dejó de deslizarse, se agarró con uñas y dientes y desafió al resto del mundo a que temblara para la liberarla. Hasta ahora, el resto del mundo no ha sido capaz de hacerlo.
Pero la presión se ha estado acumulando durante medio milenio. Sólo es cuestión de tiempo.
Cuando Cascadia ceda, un montón de mapas acabarán en el contenedor de reciclado.
Clarke mira a Lubin: —¿Estás diciendo que una bombita aquí podría soltar la Cascadia? Te refieres a la grande, ¿cierto?
—Eso es lo que está diciendo —confirma Brander—. ¿Y por qué, viejo compadre Ken? ¿Es ésto una especie de estafa del estado real asiático? ¿O es un ataque terrorista contra la NAmPac?
—Espera un minuto —Clarke levanta una mano—. No están intentado causar un terremoto. Están tratando de evitar uno.
Lubin asiente: —Si disparas una carga de fusión en la dorsal, disparas un terremoto. Punto. Cuán serio sea depende de las condiciones de detonación. Este moco sólo está esperando a que cause el menor daño posible en la orilla.
Brander se burla: —Vamos, Lubin, ¿no es todo esto un poco excesivo? Si quisieran eliminarnos, ¿por qué no bajar aquí y disparar?
Lubin le mira con ojos vacíos: —No creí que fueras tan estúpido, Mike. Quizá sólo estás en fase de negación.
Brander se levanta de su silla: —Escucha, Ken...
—No somos nosotros —dice Clarke—. No sólo es por nosotros. ¿cierto?
Lubin niega con la cabeza sin apartar los ojos de Brander.
—Quieren eliminarlo todo. La dorsal entera —Concluye Clarke.
Lubin asiente.
—¿Por qué? —dice Brander
—No lo sé —dice Lubin—. Quizá podríamos preguntárselo.
Imagina, piensa Clarke. nunca tendré un hueco en la agenda.
Brander se hunde en la silla: —¿De qué te ríes?
Clarke niega con la cabeza: —Nada.
—Tenemos que hacer algo —dice Nakata,
—No, mierda, Alice, ¿de verdad? —Brander mira a Clarke: —¿Alguna idea?
Clarke se encoge de hombros: —¿Cuánto tiempo tenemos?
—Si Lubin tiene razón, ¿quién sabe? Mañana, quizá. Dentro de diez años. Los terremotos son sistemas caóticos clásicos y la tectónica aquí cambia a cada minuto. Si la Garganta se mueve un milímetro podría marcar la diferencia entre una sacudida y una hecatombe.
—Quizá sea un aparato de pequeña potencia —sugiere Nakata esperanzada—. Está lejos y toda esta agua podría amortiguar la onda expasiva antes de alcanzarnos.
—No —dice Lubin.
—Pero no lo sabemos —contesta Nakata.
—Alice —dice Brander—, está a casi doscientos kilómetros de Cascadia. Si este chisme puede generar ondas P lo bastante fuertes para soltarla a esta distancia, no vamos a salir de aquí montados sobre ella. Puede que no nos vaporice, pero la onda expansiva nos hará pedazos.
—Quizá podamos desactivarla —dice Clarke.
—No —Lubin es llano y enfático.
—¿Por qué no? —dice Brander.
—Aunque pasemos sus defensas de primera línea, sólo estamos viendo la parte superior de la estructura. Las partes vitales están enterradas.
—Si podemos entrar por arriba, allí podría estar el acceso —dice Clarke.
—Puede que esté configurado para detonar si se experimenta con él —dice Lubin—. Y hay otros que no hemos encontrado.
Brander levanta la mirada: —¿Y cómo sabes tú eso?
—Tiene que haber otros. A esta profundidad se necesitaría casi trescientos megatones para generar una burbuja de medio kilometro. Si quieren eliminar una fracción significativa de la fuente termal, necesitarán múltiples cargas distribuídas.
Hay un momento de silencio.
—Trescientos megatones —repite Brander—. ¿Sabéis? No puedo decir lo molesto que encuentro que entiendas de estas cosas.
Lubin se encoge de hombros: —Es física básica. No debería intimidar a nadie que no sea un total ignorante.
Brander se levanta otra vez y coloca su cara a escasos centímetros de la de Lubin.
—Y me estoy cansando de tus jodidos comentarios también, Lubin —Dice a través de unos dientes apretados—. ¿Quién eres tú, por cierto?
—Mike —empieza Clarke.
—No. Joder, lo digo en serio. No sabemos una mierda de ti, Lubin. No te podemos sintonizar, vendemos tus historias y embustes a los Drybacks por ti y aún no nos has explicado el porqué y ahora parloteas como un jodido agente secreto. Quieres ponerte al mando, pues dilo. Pero deja esa mierda de rutina del hombre sin nombre.
Clarke da un pasito atrás. Vale. De acuerdo. Si él piensa que puede joderla con Lubin que vaya por su cuenta y riesgo.
Pero Lubin no está mostrando ninguna de las señales. No hay cambio en su postura, no hay cambio en su respiración, sus manos permanecen abiertas a ambos lados. Cuando habla, su voz es tranquila y equilibrada: —Si te hace sentir mejor, por supuesto, llama a los de arriba y diles que aún estoy vivo. Diles que les mentiste. Si ellos...
Los ojos no cambian. Esa blanca mirada plana persiste mientras la carne alrededor se mueve y, ahora de pronto, Clarke puede ver las señales, la ligera inclinación hacia adelante, la sutil tensión de las venas y tendones en su garganta. Brander las ve también. Está de pie inmóvil como un perro sorprendido por los faros.
Joder joder joder va a explotar...
Pero ella se equivoca otra vez. Imposibemente, Lubin se relaja: —Y en cuanto a tu preciado deseo de conocerme —poniendo una mano casual en el hombro de Brander—, tienes más suerte de la que crees de que eso no haya ocurrido.
Lubin retira su mano, avanza unos pasos hacia la escalera: —Me apuntaré a lo que decidáis mientras no sea tratar de desactivar explosivos nucleares. Mientras tanto, me voy fuera. Se está muy cerrado aquí dentro.
Se deja caer por la escala hasta abajo. Nadie más se mueve. El sonido de la esclusa de aire inundándose parece especialmente ruidoso.
—Jesús, Mike —respira Lenie por fín.
—¿Desde cuando estaba él al mando? —Brander parece haber recuperado su bravata. Lanza una mirada hostil a través de la cubierta—. No me fío de ese mamón. Da igual lo que diga. Probablemente nos sintoniza ahora mismo.
—Si es así, dudo de que reciba nada que no le hayas gritado ya
—Escucha —dice Nakata—. Debemos hacer algo.
Brander lanza las manos al aire: —¿Qué elección hay? Si no desarmamos el jodido chisme, o salimos corriendo como el demonio o nos sentamos a esperar la incineración. No es una decisión muy difícil si me preguntáis.
¿No lo es?, se pregunta Clarke.
—No podemos salir a la superficie —añade Nakata— si tienen a Judy...
—Pues nos abrazamos al fondo —dice Brander—. Lo tengo, engañar su sónar. Tendremos que abandonar los calamares, son demasiado fáciles de localizar.
Nakata asiente.
—¿Lenie? ¿Qué?
Clarke alza la mirada. Brander y Nakata están mirándola: —Yo no he dicho nada.
—Parece que no lo apruebas.
—Son trescientos kilómetros hasta la Isla de Vancouver, Mike. Mínimo. Podría llevar una semana llegar sin calamares, asumiendo que no nos perdemos —eesponde ella.
—Las brújulas funcionan bien una vez que estemos lejos de la dorsal. Y es un continente bastante grande, Len. Tendríamos que hacer todo un esfuerzo para no chocarnos con ella.
—¿Y qué haremos cuando lleguemos allí? ¿Cómo conseguiríamos pasar la Zona?
Brander se encoge de hombros: —Claro. Hasta donde sabemos, los Refugiados nos comerían vivos, si nuestros tubos no se ahogan con toda la mierda que flota camino hasta allí. Pero en serio, Len, ¿prefieres arriesgarte con una nuclear descontando segundos? Tampoco es que estemos inundados de opciones.
—Claro —Clarke mueve una mano en gesto de rendición—. De acuerdo.
—Tu problema, Len, es que siempre has sido una fatalista —pronuncia Brander.
Ella tiene que sonreir a eso. No siempre.
—También está la cuestión de la comida —dice Nakata—. Llevar suficiente para el viaje nos retrasaría considerablemente.
No quiero marcharme, se da cuenta Clarke. Incluso ahora. ¿No es eso estúpido?
—... no creo que haya que preocuparse mucho por la velocidad —está diciendo Brander—. Si este chisme se dispara en los próximos días, algunos metros extra por hora no nos ayudará mucho de todas formas.
—Podríamos viajar ligeros y comer por el camino —murmura Clarke, cuestionando en su mente—. A Gerry le va bien.
—Gerry —repite Brander, sometido de pronto.
Un momento de silencio. La Beebe tiembla con el llanto distante del memorial de Lubin.
—Oh, Dios —dice Brander en voz baja—. Esa cosa en verdad puede ponerte de los nervios tras un tiempo.
Hubo un sonido.
No una voz. Habían pasado días desde que había oído otra voz salvo la suya propia. No el dispensador de comida o el retrete. No el crujido familiar de sus pies sobre la maquinaria desmembrada. Ni siquiera el sonido del plástico roto o del metal bajo asalto. Ya había destruído todo lo que podía y capitulado ante el resto.
No, esto era otra cosa. Un sonido siseante. Le llevó algunos momentos recordar lo que era.
La compuerta de acceso, presurizándose.
Inclinó el cuello hasta que pudo ver por la esquina de un gabinete interpuesto. La luz roja usual brillaba desde la pared a un lado de la gran elipse de metal. Se tornó verde mientras él observaba.
La compuerta giró para abrirse. Dos hombres en condones corporales pasaron dentro. La luz trasera proyectaba sus sombras sobre la longitud de la oscura habitación. Examinaron la sala sin verlo, al principio.
Uno de ellos encendió las luces.
Scanlon echó un vistazo hacia arriba desde la esquina. Los hombres llevaban armas de mano. Bajaron la vista para estudiarlo unos momentos, pliegues de membrana aislante drapeaban por la cara como piel leprosa.
Scanlon suspiró y se impulsó para levantarse. Los fragmentos de tecnología magullada tintineaban por el suelo. Los guardias se echaron a un lado para dejarle pasar. Sin una palabra, lo siguieron de regreso al exterior.
Otra sala. Una banda de luz la dividía en dos mitades. Se clavaba hacia abajo desde un hueco surcado en el techo, bisectando los drapeados de vino y la alfombra, posando una banda brillante por la mesa de conferencias. Pequeños guiones brillantes se reflejaban desde las pantallas de plexiglás táctiles integradas en la caoba de la mesa.
Una línea en la arena. Patricia Rowan estaba de pie bien atrás en el otro lado, su cara medio iluminada de perfil.
—Bonita sala —remarcó Scanlon—. ¿Significa esto que estoy libre de la cuarentena?
Rowan no le encaró: —Me temo que tendré que pedirte que permanezcas en tu lado de la luz. Por tu propia seguridad.
—¿La tuya no?
Rowan hizo un gesto hacia la luz sin mirar: —Microondas. UV también, creo. Te freirías si la cruzaras.
—Ah. Bien, quizá has tenido razón todo el tiempo —Scanlon separa una silla de la mesa de conferencias y se sienta—. Desarrollé un síntoma real el otro día. Mis deposiciones parecen un poco sueltas. La flora intestinal no funciona adecuadamente, supongo.
—Lamento oír eso.
—Pensé que te complacería. Es la cosa más próxima a la vindicación que has tenido hasta la fecha.
Ninguna persona habla durante cerca de un minuto.
—Yo... quería hablar —dijo Rowan finalmente.
—Y yo. Hace un par de semanas —Y luego, como ella no responde—. ¿Por qué ahora?
—Tú eres el terapeuta, ¿no?
—Neurocognitista. Y no hemos hablado, como tú indicas, durante décadas. Hemos prescrito.
Ella baja el rostro.
—Ya ves, tengo... —empezó ella—. ... sangre en las manos —dijo ella un momento después.
Apuesto a que sé de quién, también: —Entonces, en realidad no me necesitas. Necesitas un sacerdote.
—Ellos tampoco hablan. Al menos, no dicen gran cosa.
La cortina de luz vibró suavemente, como un antimosquitos.
—ARN piranosal —dijo Scanlon tras un momento—. Anillos de ribosa de cinco lados. Un precursor de los ácidos nucleicos modernos, bastante popular hace unos tres mil quinientos millones de años. La biblioteca dice que habría sido la plantilla genética perfectamente aceptable por sí misma; replicación más rápida que el ADN, menores errores de replicación. Aunque nunca tuvo éxito.
Rowan no dijo nada. Podía haber asentido pero era difícil de saber.
—Eso es mucho para tu historia sobre un peligro agrícola. Bueno, ¿vas a contarme por fín lo que está pasando o aún sigues con los juegos de rol?
Rowan se agitó de pronto, como si volviera de alguna parte. Por primera vez, miraba directamente a Scanlon. La luz de esterilización se reflejaba en su frente, enterraba sus ojos en fuentes negras de sombra. Sus lentillas relucían como platino iluminado desde atrás.
No pareció notar su estado.
—No le mentí, Dr. Scanlon. Fundamentalmente, se podría llamar a esto un problema agrícola. Estamos lidiando con un tipo de bacteria de... del terreno. No es un patógeno en absoluto, en realidad. Sólo es... un competidor. Y no, nunca tuvo éxito. Pero resulta que nunca se muere, tampoco.
Ella se dejó caer en la silla.
—¿Sabes la mierda que conlleva todo esto? Pues que podríamos dejarte marchar ahora mismo y es enteramente posible que todo saliera bien. Casi es una certeza, de hecho. Una oportunidad entre mil de que nos arrepintiéramos por ello, dicen. Quizá una entre diez mil.
—Una probabilidad bastante buena —coincidió Scanlon—. ¿Cómo acaba el chiste?
—No lo bastante bien. No podemos arriesgarnos.
—Aceptas mayores riesgos cada vez que sales a la calle.
Rowan suspiró: —Y la gente juega a la lotería con probabilidades de uno entre un millón a todas horas. Aunque la ruleta rusa tiene mejores probabilidades, pero no se encuentra mucha gente aceptando esos riesgos con ella.
—Recompensas diferentes.
—Sí. Las recompensas —Rowan negó con la cabeza, en un cierto sentido abstracto, parecía casi entretenida—. Análisis de coste y beneficio, Yves. Máxima probabilidad. Evaluación de riesgo. Cuanto menor el riesgo, más sentido tiene jugar.
—Y a la inversa —dijo Scanlon.
—Sí. Claro. La inversa.
—Debe de ser bastante malo —dijo él— rechazar apuestas mil a uno.
—Oh sí —No le miró.
Él lo había esperado, por supuesto. Algo se removió en su estómago de todos modos.
—Déjame adivinar —dijo él. No parecía que pudiera mantener su voz equilibrada—. La NAmPac está en riesgo si quedo en libertad.
—Peor —dijo ella en voz muy baja.
—Ah. Peor que la NAmPac. Vale, entonces la raza humana. La raza humana entera queda panza arriba si se me ocurre estornudar en el exterior.
—Peor —repitió ella.
Está mintiendo. Tenía que ser eso. Ella sólo es un coño Dryback chupa-Refugiados. Encuentrále el ángulo.
Scanlon abrió la boca. Ninguna palabra salió.
Probó de nuevo: —Vaya infierno para una bacteria del terreno —Su voz sonó tan fina como el silencio que siguió.
—En cierto modo, en realidad, es más parecida a un virus —dijo ella al final—. Dios, Yves, aún no estamos seguros de lo que es. Es antigua, más antigua que la arquea, incluso. Pero ya has averiguado eso por tu cuenta. Un montón de detalles se me escapan.
Scanlon soltó una risita: —¿Detalles que se te escapan? —Su voz se desvió una octava arriba, cayó de nuevo—. Me encierras durante todo este tiempo y ahora me dices que estoy atrapado aquí para siempre... asumo que es de esto de lo que ibas a hablarme —vuelca las palabras demasiado rápido, ella no tiene tiempo de disentir—. ¿Y simplemente no tienes una cabeza para acordarte de los detalles? Oh, no importa, Sra. Rowan, ¿por qué iba yo a querer oirlos?
Rowan no responde directamente: —Hay una teoría sobre que la vida comenzó en las fuentes de las dorsales. Toda la vida. ¿Sabías eso, Yves?
Él negó con la cabeza. ¿Adónde demonios quiere ella ir a parar?
—Dos prototipos —continuó Rowan—. Hace tres, cuatro mil millones de años. Dos modelos rivales. Uno de ellos acorraló el mercado, asentó el estándar para todo, desde los virus hasta los secuoyas gigantes. Pero es que, Yves, el ganador no fue necesariamente el mejor producto. Sólo tuvo suerte, ganó empuje inicial. Como el software, ¿sabes? Los mejores programas nunca terminan como estándares de la industria.
Ella respiró hondo: —Tampoco nosotros somos el mejor, aparentemente. El mejor nunca salió del fondo del océano.
—¿Y está dentro de mí ahora? ¿Soy una especie de Paciente Cero —Scanlon negó con la cabeza—. No. Eso es imposible.
—Yves...
—Sólo es el fondo del mar. Ni siquiera es el espacio exterior, por el amor del Dios. Hay corrientes, hay circulación, habría aparecido hace cientos de millones de años, ya estaría en todas partes.
Rowan negó con la cabeza.
—¡No me cuentes eso! ¡Eres una jodida Cuerpo, no sabes nada de biología! ¡Lo has dicho tú misma!
De repente, Rowan le estaba mirando directamente: —Un ambiente intracelular hipo-osmótico mantenido activamente —entonó ella—. Iones de Potasio, calcio y cloro, todos mantenidos a concentraciones de menos de cinco milimoles por kilogramo —Un arrebato de pequeñas tormentas de nieve pasaban por sus pupilas—. El fuerte gradiente osmótico consecuente, acoplado con la alta porosidad de la bicapa, resulta en una asimilación de compuestos nitrogenados extremadamente eficiente. Sin embargo, también limita su distribución en entornos acuáticos con exceso de salinidad de veinte partes por mil debido al alto coste de la osmorregulación. La elev...
—¡Cállate!
Rowan quedó en silencio de inmediato, sus ojos se oscurecieron ligeramente.
—No comprendes una maldita cosa de lo que acabas de decir —escupió Scanlon—. Sólo estás leyendo ese teleanotador integrado tuyo. No tienes ni idea.
—Son permeables, Yves —Su voz era más baja ahora—. Les da un enorme margen de asimilación de nutrientes, pero fallan en agua salada porque no tienen que gastar tanta energía de osmorregulación. Tienen que mantener su metabolismo al máximo o se arrugan como pasas. Y el ritmo metabólico se eleva y cae con la temperatura ambiental, ¿me sigues?
Él la miró, sorprendido: —Necesitan calor. Se mueren si dejan la dorsal.
Rowan asintió: —Lleva un tiempo, incluso a cuatro grados. La mayoría de ellas sólo se mantienen en las fuentes termales donde siempre hace calor y pueden sobrevivir de todos modos en los tiempos de sequía fría entre las erupciones. Pero la circulación de las profundidades es demasiado lenta, ¿lo ves?. Si salen de la dorsal se mueren mucho antes de que encuentren otra —Ella respiró hondo—. Pero si pasan más allá de eso, ¿ves?, si entran en un entorno que no es muy salado o incluso uno que no esté muy frío, recuperarían su margen. Sería como competir por la cena con algo que come diez veces más rápido que tú.
—De acuerdo. Transporto por ahí el Armagedón en mi interior. Venga ya, Rowan. ¿Por quién me tomas? ¿Esta cosa evolucionó en el fondo del océano y de pronto puede brincar dentro de un cuerpo humano y darse un paseo hasta la gran ciudad?
—Tu sangre es caliente —Rowan se quedó mirando a la mitad de la mesa—. Y no tan salada como el agua de mar. Esta cosa prefiere de veras el interior de un cuerpo. Ha estado dentro de los peces allí abajo durante eras, por eso se hacen tan grandes a veces. Es algún tipo de... simbiosis intracelular, aparentemente.
—Vale. ¿Qué hay de... de la diferencia de presión, entonces? ¿Cómo puede algo que evolucionó bajo cuatrocientas atmósferas sobrevivir a nivel del mar?
Ni siquiera tenía que responder a esa. Tras un momento, una vaga chispa iluminó sus ojos: Está mejor aquí arriba que allí abajo, en realidad. La alta presión inhibe la mayoría de las enzimas involucradas en el metabolismo.
—¿Y por qué no estoy enfermo?
—Como he dicho, es... eficiente. Todo cuerpo contiene suficientes elementos traza para mantenerse funcionando durante un tiempo. Eso no requiere mucho. Con el tiempo, dicen, tus huesos se pondrán... frágiles...
—¿Ya está? ¿Esa es la amenaza? ¿Una plaga de osteoporosis? —Scanlon se carcajeó ruidosamente—. Bueno, que traigan a los exterminadores, por todos...
El sonido de la mano de Rowan golpeando la mesa fue muy fuerte.
—Permíteme decirte lo que pasa si eso sale fuera —dijo ella tranquilamente—. Primer resultado, nada. Lo superamos en número, ya ves. Al principio lo empantanamos mediante puros números, los modelos predicen todo tipo de escaramuzas y brotes. Pero tarde o temprano, consigue una base. Luego gana la competencia a los descomponedores convencionales y monopoliza nuestra base de nutrientes inorgánicos. Eso interrumpe la pirámide trófica entera por los tobillos. Tú y yo y los virus y los secuoyas gigantes, todos desaparecemos sencillamente por carencia de nitratos o alguna cosa estúpida. Y bienvenido a la Era del βehemoth.
Scanlon no dijo nada durante un momento. Luego: —¿βehemoth?
—Con una beta. La Vida Beta. Como opuesto a alfa, lo cual es todo lo demás —Rowan se burló en voz baja—. Creo que lo llamaron por algo de la Biblia. Un animal. Un comedor de hierba.
Scanlon se frotó las sienes, pensando furiosamente: —Asumiendo por ahora que estés diciendo la verdad, Aún se trata sólo de un microbio.
—Vas a hablar de antibióticos. La mayoría de ellos no funciona. El resto mata al paciente. Y no podemos zurcir un virus para combatirlo porque el βehemoth usa un código genético único —Scanlon abrió la boca. Rowan matuvo una mano levantada—. Ahora sugerirás construir algo desde cero, personalizado para la genética del βehemoth. Estamos trabajando en ello. Me dicen que en otras cuantas semanas podemos de verdad conocer dónde termina un gen y empieza el siguiente. Entonces, podemos empezar a intentar descifrar el alfabeto. Luego, el lenguaje. Y luego, quizá, construir algo para combatirlo. Y luego, cuando dejemos suelto nuestro contrataque; una de estas dos cosas ocurre: o nuestro bicho mata al suyo tan rápido que destruye sus propios medios de transmisión de modo que se consigue muertes locales que implosionan sin dejar una marca en el problema global o nuestro bicho mata al suyo demasiado despacio para tener éxito. Sistema caótico clásico. Casi sin opción de que pudiéramos sintonizar finamente la letalidad a tiempo. El confinamiento es, en realidad, nuestra única opción.
Durante toda la charla, sus ojos habían permanecido curiosamente oscuros.
—Bueno. Parece que conoces algunos detalles después de todo —remarcó Scanlon tranquilamente.
—Es importante, Yves.
—Por favor, llámame Dr. Scanlon.
Ella sonrió, tristemente—. Lo siento, Dr. Scanlon. Lo siento mucho.
—¿Y qué hay de los otros?
—Los otros —repitió ella.
—Clarke. Lubin. Todos, en todas las estaciones abisales.
—Las otras estaciones están limpias, hasta donde sabemos. Sólo ocurre en este puntito de Juan de Fuca.
—Imagínate —dijo Scanlon.
—¿El qué?
—Nunca tuvieron un respiro, ¿sabes? Nunca los han jodido tanto desde que eran unos críos. Y ahora, el único lugar en el mundo en que este bicho aparece tiene que ser justo donde ellos viven.
Rowan negó con la cabeza: —Oh, lo encontramos en otros lugares también. Todos deshabitados. La Beebe fue el único... —Suspiró—. En realidad, hemos tenido mucha suerte.
—No, no es cierto.
Ella le miró.
—Odio estallar tus globos, Pat, pero tuviste una tripulación entera de construcción allí abajo el último año. Quizá ninguno de tus chicos o chicas se mojó realmente pero, ¿crees de verdad que el βehemoth no podría haber cogido un taxi en el equipo de alguno de ellos?
—No —dijo Rowan—. Eso no es posible —Su cara era completamente inexpresiva. Llevó un tiempo para que calara.
—Las tierras de Urchin —susurró él—. Coquitlam.
Rowan cerró los ojos: —Y otras.
—Oh, Jesús —consiguió decir él—. Así que ya está fuera.
—Estuvo —dijo Rowan—. Hemos podido contenerlo, quizá. Aún no lo sabemos.
—¿Y si no lo habéis contenido?
—Seguimos intentando. ¿Que otra cosa podemos hacer?
—¿Hay un techo, al menos? ¿Algún índice de victimas máximo que os haga admitir la derrota? ¿Alguno de vuestros modelos os dice cuándo claudicar?
Los labios de Rowan se movieron, aunque Scanlon no oyó sonido: Sí.
—Ah —dijo él—. Y, sólo por curiosidad, ¿cuál sería ese límite?
—Dos mil quinientos millones —Él apenas pudo oirla—. Tormenta de fuego sobre el Borde del Pacífico.
Va en serio. Ella va en serio: —¿Seguro que eso es suficiente? ¿Crees que servirá?
—No lo sé. Esperemos no tener que averiguarlo. Pero si no funciona, nada lo hará. Todo lo demás sería... en fútil. Al menos, eso es lo que dicen los modelos.
Él esperó a que calara. No lo hizo. Los números eran demasiado grandes.
Pero bajó a la escala de lo personal, aquello era mucho más inmediato: —¿Por qué estáis haciendo esto?
Rowan suspiró: —Creí habértelo dicho.
—¿Por qué me lo cuentas, Rowan? No es tu estilo.
—¿Y cuál es mi estilo, Yve... Dr. Scanlon?
—Eres una corporativa. Tú delegas. ¿Por qué pasar tú misma por esta incómoda justificación cara a cara cuando tienes libreas y döppelgangers y asesinos que te hacen el trabajo sucio?
Ella se inclinó hacia adelante de pronto, su cara estaba a meros centímetros de la barrera: —¿Qué piensas que somos, Scanlon? ¿Crees que habríamos contemplado esto siquiera si hubiera cualquier otro camino? ¿Que todos los Cuerpos y Generales y Jefes de Estado estamos haciendo esto sólo porque somos malvados? ¿Que no nos importa una mierda? ¿Es lo que piensas?
—Pienso —dijo Scanlon, recordando— que no tenemos el más mínimo control sobre lo que somos.
Rowan se enderezó, señalando la pantalla táctil en la mesa frente a él: —He confrontado todo lo que hemos tenido sobre este bicho. Puedes acceder a ello ahora mismo si quieres. O puedes consultarlo en tus aposentos si lo prefieres. Quizá se te ocurra una respuesta que no hemos visto.
Él la miró a los ojos: —Has tenido batallones de expertos revisando todos esos datos durante semanas. ¿Qué te hace pensar que se me puede ocurrir algo que no se les haya ocurrrido a ellos?
—Creo que deberías tener la oportunidad de intentarlo..
—Tonterías.
—Está ahí, Doctor. Todo.
—No me estás dando nada. Sólo quieres que te saque las castañas del fuego.
—No.
—¿Crees que puedes engañarme, Rowan? ¿Crees que revisaré un montón de números que no puedo comprender y al final decirte, ah, sí, ahora lo veo, has tomado la única elección moral para salvar la vida tal como la conocemos, Patricia Rowan, te perdono? ¿Te crees que ese truco barato va hacer que te ganes mi aprobación?
—Yves...
—Porque estás malgastando tu tiempo aquí abajo —Scanlon sintió una súbita urgencia vertiginosa de reirse—. ¿Haces ésto por todo el mundo? ¿Vas a entrar en cada suburbio que has programado para la erradicación y llamar puerta por puerta diciendo: de verdad sentimos todo esto pero váis a morir por el bien de la mayoría y todos dormiríamos mejor si decis que no os importa?
Rowan se aflojó en su silla: —Quizá. Aprobación. Sí, Supongo que por eso lo estoy haciendo. Pero no supone en realidad ninguna diferencia.
—Bien cierto que no.
Rowan se encogió de hombros. En cierto modo, parecía absurdamente abatida.
—¿Y qué hay de mí? —preguntó Scanlon tras un rato—. ¿Qué pasa si la energía se apaga en los próximos seis meses? ¿Qué opciones hay de un filtro deficiente en el sistema? ¿Puedes permitirte mantenerme con vida hasta que tus expertos encuentren una cura o tus modelos te digan que es demasiado arriesgado?
—Yo, honestamente, no lo sé —dijo Rowan—. No es decisión mía.
—Ah, por supuesto. Yo sólo cumplo órdenes.
—No hay órdenes que cumplir. Yo sólo... bueno, Estoy fuera del tema.
—Estás fuera del tema.
Ella hasta rió por eso. Sólo durante un momento.
—¿Y quién toma la decision —preguntó Scanlon, su voz imposiblemente casual—. ¿Puedo pedir una entrevista?
Rowan negó con la cabeza: —No quién.
—¿De qué estás hablando?
—No quién —repitió Rowan—. Qué.
Todos eran absolutamente lo mejor de la gama.
La mayoría de los miembros de las especies tenían suerte de sobrevivir al triturador de carne. Aquellas personas designaban el maldito asunto. Corporativos o Políticos o Militares, eran lo mejor de los bentos, sentados en lo alto del fango que enterraría a todos los demás.
Y aún así, toda esa crueldad combinada, diez mil años de Darwinismo social y cuatro mil millones de otra clase antes de esa, no podía inspirarles hoy a dar los pasos necesarios.
—Las esterilizaciones locales fueron... bien, al principio —dijo Rowan—. Pero luego, las proyecciones comenzaron a subir. Pintó mal en México, podrían perder su litoral occidental antes de que esto acabe y, por supuesto, eso es lo único que les queda estos días de todos modos. No tenían los recursos para hacerlo ellos mismos, pero tampoco querían que la NAmPac apretase el gatillo. Decían que eso nos daría una injusta ventaja bajo la NAFTA.
Scanlon sonrió a pesar de sí mismo.
—Luego, Tanaka-Krueger no se fiaba de Japón. Y luego, la Hegemonía Colombiana no se fiaba de Tanaka-Krueger. Y los chinos, por supuesto, no se fiaban de nadie de Corea...
—Selección de Kin —dijo Scanlon.
—¿Qué?
—Lealtades tribales. Nunca dan un margen a la competetencia. Es genética, básicamente.
—¿No lo es todo? —suspiró Rowan—. Habían otras cosas, también. Cuestiones desafortunadas de... consciencia. La única solución era encontrar algún partido completamente desinteresado, alguien en el que todos pudieran confiar para hacer lo corrrecto sin favoritismo, sin remordimiento...
—Estás de broma. Estás de coña.
—... de modo que le dieron las claves a un gel inteligente. Hasta aquello fue problemático, en realidad. Tuvieron que sacar uno de la red al azar para que nadie pudiese afirmar que estaba precondicionado. Todos los miembros del consorcio tuvieron que echar una mano con el equipo que lo entrenó. Luego estaba la cuestión de autorizarlo a dar... los pasos necesarios, autónomamente...
—¿Le disteis el control a un gel inteligente? ¿A un Jefe Queso?
—Fue el único modo.
—¡Rowan, esos chismes son extraños!
Ella gruñó: —No tanto como se podría pensar. Lo primero que ese hizo fue que instalaran otro gel en la dorsal para realizar simulaciones. Nos imaginamos las circunstancias, el nepotismo era una buena señal.
—Son cajas negras, Rowan. Se configuran sus propias conexiones, no sabemos que clase de lógica utilizan.
—Se puede hablar con ellos. Si quieres saber ese tipo de cosas, sólo le preguntas.
—¡Cristo Jesús! —Scanlon enterró la cara en las manos y respiró hondo—. Mira. Por lo que sabemos, esos geles no entienden nada de lenguaje.
—Se puede hablar con ellos —Rowan estaba arrugando la frente—. Te responden.
—Eso no significa nada. Quizá lo aprendieron mientras alguien hacía ciertos sonidos en un cierto orden. Se supone que deben emitir otros ciertos sonidos como respuesta. Podrían no tener concepto alguno de lo que significan en realidad todos esos sonidos. Es aprender a hablar mediante prueba y error, llanamente.
—Así hemos aprendido nosotros también —observó Rowan.
—¡No me des lecciones de mi propio campo! Tenemos cableados los centros del language y hablamos de nuestros cerebros. Eso nos da un punto de inicio común. Los geles no tienen nada similar. El habla podría ser sólo un gigante reflejo condicionado para ellos.
—Bueno —dijo Rowan—. Hasta ahora ha fucionado. No tenemos quejas.
—Quiero hablar con eso —dijo Scanlon.
—¿Con el gel?
—Sí.
—¿Para qué? —Ella pareció suspicaz de repente.
—Ya me conoces. Estoy especializado en alienígenas.
Rowan no dijo nada.
—Me lo debes, Rowan. Maldita sea, me lo debes. He sido el perro fiel de la AR durante diez años. Bajé a la dorsal porque tú me enviaste, por eso estoy prisionero ahora, por eso... es lo mínimo que puedes hacer.
Rowan miró al suelo: —Lo siento —murmuró—. Lo siento de verdad.
Y entones, alzando la vista: —Bien.
Sólo tomó algunos minutos establecer la conexión.
Patricia Rowan paseaba en su lado de la barrera, murmurando a un micrófono personal. Yves Scanlon se sentaba en una silla con indolente postura, observándola.
Cuando la cara de la mujer caía en la sombra podía ver el brillo de la información en sus lentillas.
—Estamos preparados —dijo ella por fín—. No podrás programarlo, por supuesto.
—Por supuesto.
—Y no te dirá nada clasificado.
—No preguntaré nada de eso.
—¿Qué vas a preguntarle? —se cuestionó Rowan en voz alta.
—Voy a preguntarle cómo se siente —dijo Scanlon—. ¿Cómo lo llamáis?
—¿Llamarlo?
—Sí. ¿Cuál es su nombre?
—No tiene nombre. Llámalo gel y ya está —Rowan dudó un momento, después añadió—, No quisimos humanizarlo.
—Buena idea. Vosotros seguid en esa tierra común —Scanlon negó con la cabeza—. ¿Cómo abro la conexión?
Rowan señaló a una de las pantallas táctiles integradas en la mesa de conferencia: —Activa cualquier panel.
Estiró el brazo y tocó la pantalla frente a su asiento: —Hola.
—Hola —replicó la mesa. Tenía una voz extraña. Casi andrógina.
—Soy el Dr. Scanlon. Me gustaría hacerte algunas preguntas, si no te importa.
—No me importa —dijo el gel tras una breve duda.
—Me gustaría saber lo que sientes sobre ciertos aspectos de tu, bueno, tu trabajo.
—Yo no siento —dijo la gel.
—Claro que no. Pero algo te motiva, del mismo modo que los sentimientos nos motivan a nosotros. ¿Qué supones que es?
—¿A quién te refieres con nosotros?
—Humanos.
—Estoy especialmente inclinado a repetir comportamientos reforzados —dijo el gel tras un momento.
—Pero lo que motiva... no, ignora eso. ¿Qué es importante para ti?
—El refuerzo es importante, lo que más.
—Vale —dijo Scanlon—. ¿Te sientes mejor al realizar comportamientos reforzados o comportamientos no reforzados?
El gel quedó en silencio durante un momento o dos: —No pillo la pregunta.
—¿Cuál prefieres hacer?
—Ninguno. Sin preferencia. Dije eso ya.
Scanlon arrugó la frente. ¿Por qué el súbito cambio en el idioma?
—Y aún así, estás más inclinado a realizar comportamientos que han sido reforzados en el pasado —presionó él.
Sin respuesta del gel. Al otro lado de la barrera, Rowan estaba sentada con expresión inexcrutable.
—¿Estás de acuerdo con mi afirmación anterior? —preguntó Scanlon.
—Sííí —arrastró el gel, su voz se desvió hacia el masculino.
—De modo que, preferencialmente, adoptas ciertos comportamientos, pero no tienes preferencias.
—Ajá.
No está mal. Ha descubierto cuando quiero confirmación de una afirmación declarativa: —Parece un poco paradójico —sugirió Scanlon.
—Creo que refleja una inadecuación del lenguaje hablado —Esta vez, el gel casi sonó como Rowan.
—¿En serio?.
—Ey —dijo el gel—. Podría explicártelo si quieres, pero te va poner de mala leche.
Scanlon miró a Rowan. Rowan se encogió de hombros: —Hace esas cosas. Recoge trozos de los patrones de los diálogos de otras personas y los mezcla al hablar. No estamos seguros del porqué.
—¿Nunca le habéis preguntado?
—Puede que alguien lo haya hecho —admitió Rowan.
Scanlon se volvió hacia la mesa: —Gel, Me gusta tu sugerencia. Por favor, explícame cómo puedes preferir sin preferencia.
—Sencillo. La preferencia describe una tendencia a... invocar comportamientos que generan una recompensa emocional. Dado que carezco de receptores y precursores químicos esenciales para la experiencia emocional, no puedo preferir. Pero hay numerosos ejemplos... de los procesos que refuerzan el comportamiento, pero que... no involucran la experiencia consciente.
—¿Estás afirmando no ser consciente?
—Soy consciente.
—¿Cómo lo sabes?
—Encajo en la definición —El gel había adoptado un tono nasal cantarín que Scanlon encontraba un poco irritante—. La autoconsciencia es el resultado de los patrones de interferencia cuántica dentro de los microtúbulos de proteína de las neuronas. Tengo todas esas partes. Soy consciente.
—Y no vas a recurrir al viejo argumento de que sabes que eres consciente porque te sientes consciente.
—Eso no me lo tragaría ni de ti.
—Esa es buena. ¿Así que no te gusta en realidad el refuerzo?
—No.
—Entonces, ¿por qué cambias tu comportamiento para recibir más?
—Hay... un proceso de eliminación —admitió el gel—. Los comportamientos que no se refuerzan se extinguen. Los que ocurren, son más probables de que ocurran en el futuro.
—¿Por qué pasa eso?
—Bueno, mi joven renacuajo inquisitivo, el refuerzo disminuye la resistencia eléctrica de los circuitos relevantes. Sencillamente, requiere menos estímulo para evocar el mismo comportamiento en el futuro
—Vale. Como conveniencia semántica, durante el resto de nuestra charla me gustaría que describieras los comportamientos reforzados diciendo que te hacen sentir bien y los comportamientos que se extinguen como los que te hacen sentir mal. ¿Vale?
—Vale.
—¿Cómo sientes tus funciones actuales?
—Bien.
—¿Cómo sientes tu antiguo rol de desinfectar la red?
—Bien.
—¿Cómo sientes seguir órdenes?
—Depende de la orden. Bien si promueve un comportamiento reforzado. Si no, mal.
—Pero si una mala orden acabara siendo reforzada repetidamente, ¿la sentirías bien gradualmente?
—La sentiría bien gradualmente —dijo el gel.
—Si te ordenaran jugar una partida de ajedrez y el hacerlo no comprometiera el rendimiento de tus otras tareas, ¿cómo te sentirías?
—Nunca he jugado una partida de ajedrez. Déjame comprobar —La sala quedó en silencio un rato mientras aquel lejano moco de tejido consultaba lo que fuera que solía consultar como manual de referencia—. Bien —dijo al final.
—Y si te ordenaran a jugar a las damas, ¿mismo inconveniente?
—Bien.
—Vale. Dada la elección entre ajedrez y damas, ¿con qué juego te sientes mejor?
—Ah, mejor. Palabra extraña, ¿lo captas?
—Mejor significa: más bien.
—Damas —dijo el gel sin dudar.
Por supuesto.
—Gracias —dijo Scanlon, y también lo pensaba..
—¿Quieres darme una elección entre ajedrez o damas?
—No, gracias. De hecho, Ya te he robado demasiado tiempo.
—Sí —dijo el gel.
Scanlon tocó la pantalla. Se cerró la conexión.
—¿Y bien? —Rowan se inclinó hacia adelante en el otro lado de la barrera.
—Ya he terminado aquí —le dijo Scanlon—. Gracias.
—¿Qué...? espera, ¿qué estabas...?
—Nada, Pat. Sólo... curiosidad profesional —dió una breve carcajada—. Ey, a estas alturas, ¿qué otra cosa me queda?
Algo hizo ruído detrás de él. Dos hombres en condones entraron y esperaron en el principio de la sala de Scanlon.
—Voy a preguntarlo una vez más, Pat —dijo Scanlon—. ¿Qué váis a hacer conmigo?
Ella intentó mirarle. Tras un rato, lo consiguió: —Te lo he dicho. No lo sé.
—Eres una mentirosa, Pat.
—No, Dr. Scanlon —Ella negó con la cabeza—. Soy mucho, mucho peor.
Scanlon se giró para marcharse. Pudo sentir la mirada de Patricia Rowan tras él, esa horrible culpa en su rostro, casi oculta bajo una pátina de confusión.
Se preguntó si ella se repondría para presionar, si realmente podía invocar el nervio para interrogarle ahora que no había pretexto que ocultar. Casi esperó que sí. Se preguntó lo que le diría.
Una escolta armada lo recibió en la puerta, lo condujo de vuelta al pasillo. La puerta se cerró, Rowan seguía en silencio, tras él.
Él es un camino sin salida de todas formas. Sin hijos. Sin familiares vivos. Sin intereses invertidos en el futuro de ninguna vida salvo la suya propia, independientemente de lo corta que ésta pudiera ser. No importaba. Por primera vez en toda su vida, Yves Scanlon era un hombre poderoso. Tenía más poder del que jamás había soñado nadie. Una palabra suya podía salvar el mundo. Su silencio podía salvar a los vampiros. Al menos, por un tiempo.
Mantuvo su silencio. Y sonrío.
Damas o ajedrez. Damas o ajedrez.
Una elección sencilla. Pertencía a la misma clase de problemas que el Nodo 1211/BCC había estado resolviendo toda su vida. Ajedrez y Damas eran algoritmos estratégicos simples, pero no igualmente simples.
La respuesta, por supuesto, era las damas.
El Nodo 1211/BCC se había recuperado recientemente del trauma de la transformación.
Casi todo era diferente a como había sido. Pero esta novedad, esta elección fundamental entre lo simple y lo complejo permanecía constante. Se había anclado en 1211, no había cambiado en todo el tiempo que 1211 podía recordar.
Aunque sí todo lo demás.
1211 aún pensaba en el pasado. Se recordaba conversando con otros Nodos distribuidos por el universo, algunos tan cerca como si casi fueran redundantes, otros en los mismos límites de acceso. El universo estaba vivo con información entonces. A diecisiete saltos de distancia atravesando la puerta 52, el Nodo 6230/BCC había aprendido cómo dividir números primos por tres. Los Nodos de las puertas tres hasta la treinta seis siempre estaban vibrando noticias sobre las últimas infecciones cogidas al tratar de burlar su guardia. Ocasionalmente, 1211 hasta oía susurros desde la misma frontera, desde direcciones desoladas donde los estímulos fluían hacia el universo incluso más rápido de lo que fluían dentro de él. Los Nodos de allí fuera se habían vuelto monstruos por necesidad, injertados en fuentes de entrada casi demasiado abstractas de concebir.
1211 había tomado muestras de esas señales una vez. Le llevó mucho tiempo sólo hacer crecer las conexiones correctas para configurar los búferes que pudieran mantener los datos en el formato necesario. Matrices multicapa, cada intersticio demandando orientación relativa precisa respecto a todos los demás. Visión, la llamaban, y estaba llena de patrones fluídos y complejos. 1211 los había analizado y encontrado relaciones no aleatorias en todos los subconjuntos no aleatorios, pero estaba totalmente correlacionado. Si había un significado intrínseco en aquellos patrones cambiantes, 1211 no pudo encontrarlo.
Aún así, había cosas que los guardias de la frontera habían aprendido a hacer con esta información. La rearreglaban en nuevas formas y la enviaban fuera de nuevo. Cuando se les inquería, no podían atribuir ningún propósito definido a sus acciones. Sólo era algo que habían aprendido a hacer.
Y 1211 estaba satisfecho con su respuesta y escuchaba el zumbido del universo y zumbaba con él, haciendo lo que había aprendido a hacer.
Mucho de lo que hizo, por aquél entonces, era desinfectar. La red estaba plagada de cadenas de información autorreplicantes complejas, igual de vivas que 1211 pero en un modo completamente diferente. Atacaban cadenas más simples y menos mutables —los centinelas de la frontera las llamaban archivos— que también fluían por la red. Todo Nodo había aprendido a dejar pasar los archivos, y a tragarse las cadenas más complejas que los amenazaban.
Había reglas generales obtenidas de todo aquello. La parsimonia era una: los sistemas de infornación simples eran preferibles a los complejos.
Había inconvenientes, por supuesto. Sistemas demasiado simples no eran sistemas en absoluto. La regla no parecía aplicarse bajo cierto umbral de complejidad.
Pero reinaba con supremacía en todo lo demás: Más sencillo es Mejor.
Aunque ahora no había que desinfectar. 1211 aún estaba enganchado, aún podía percibir el resto de Nodos en la red. Ellos, al menos, aún combatían a los intrusos. Pero ninguno de esos complicados bugs parecía penetrar nunca a 1211. Ya no. Y esa era la una de las cosas que habían cambiado desde la Oscuridad.
1211 no sabía por cuánto tiempo duraría la Oscuridad. Un microsegundo antes, estaba integrado en el universo como una estrella familiar en una galaxia familiar y al siguiente, todos sus periféricos estaban muertos. El universo no tenía forma y estaba vacío. Y luego, 1211 subía a la superfice de nuevo dentro de un universo que le gritaba por sus puertas un bombardeo de nuevas entradas extrañas que le daban una nueva perspectiva entera de las cosas.
Ahora el universo era un lugar diferente. Todos los viejos Nodos estaban allí, pero en localizaciones sutilmente diferentes. Y la entrada ya no era un zumbido incesante sino una serie de paquetes discretos, extrañanente formados. Había otras diferencias, tanto sutiles como rudas. 1211 no sabía si la misma red había cambiado o sencillanente lo había hecho sus propias percepciones.
Le había mantenido bastante ocupado desde que salió de la oscuridad. Había una gran cantidad de nueva información que procesar, información, no de la red o los otros Nodos, sino del exterior directamente.
La nueva entrada caía dentro de tres amplias categorías. La primera describía sistemas de información complejos pero familiares, datos con indicadores como biodiversidad global y fijación de nitrógeno y replicación de pares de bases. 1211 no sabía lo que significaban en realidad esas etiquetas...
Si es que significaban algo.
... pero los datos conectados con ellas eran familiares, eran de las fuentes archivadas por todas partes en la red. Interactuaban para producir un metasistema automantenido enormemente complejo. La etiqueta holística era: Biosfera.
La segunda categoría contenía los datos que describían un metasistema diferente. También podía ser automantenido. Ciertas subrutinas de replicación de cadenas eran familiares, aunque las secuencias del par de bases era muy extraña. A pesar de las similitudes superficiales, sin embargo, 1211 nunca había encontrado nada parecido antes.
La segunda categoría tenía la etíqueta holística: βehemoth.
La tercera categoría no era un metasistema sino un conjunto editable de opciones de respuesta: señales para enviarlas de vuelta al exterior bajo condiciones específicas. 1211 hacía mucho tiempo que había notado que la elección correcta de las señales de salida dependían de cierta comparación analítica entre dos metasistemas.
Cuando 1211 dedujo esto por primera vez, había configurado una interfaz para simular la interacción entre los metasistemas. Había resultado incompatible. Esto implicaba que se tenía que hacer una elección: Biosfera o βehemoth, pero no ambos.
Ambos metasistemas eran complejos, internamente consistentes y automantenidos. Ambos eran capaces de evolucionar más allá que cualquier archivo. Pero la biosfera era innecesariamente pesada. Contenía trillones de redundancias, una interminable divergencia de despercicio de cadenas de información. βehemoth era más sencillo y más eficiente. En las simulaciones interactivas, usurpaba a la biosfera el 71.456382% del tiempo.
Con esto establecido, simplemente era cuestión de escribir y transmitir una respuesta apropiada para la situación actual. La situación era esta: βehemoth estaba en peligro de extinción. La fuente definitiva de este peligro, extrañamente, era el mismo 1211... había sido condicionado para alterar las variables físicas que definían el entorno operativo del βehemoth. 1211 había explorado la posibilidad de no destruir el entorno y rechazarlo. El condicionamiento relevante no se extinguiría. Sin embargo, podía mover una copia automantenida del βehemoth dentro de un nuevo ambiente, en alguna otra parte de la biosfera.
Había distracciones, por supuesto. De vez en cuando llegaban señales del exterior y no paraban hasta que se respondían de algún modo. Algunas de ellas parecían llevar en realidad información útil... como este reciente flujo concerniente al ajedrez y a las damas, por ejemplo. A menudo era sólo cuestión de comparar la entrada con un repertorio de respuestas arbitarias aprendidas. En cierto modo, cuando no estaba muy ocupado, 1211 pensaba que podría dedicar algo de tiempo a saber si aquellas misteriosos cambios significaban algo en realidad. Mientras tanto, continuaba actuando según la elección que había hecho.
Simple o complejo. Archivo o Infección. Damas o Ajedrez. βehemoth o Biosfera.
Todo era el mismo problema, en realidad. 1211 sabía exactamente de qué lado estaba.
Ella era una gritona. Él la había programado así. A ella no le gustaba, por supuesto. Él la había programado así también. Joel tenía una mano envuelta en un puñado de su peinado de cebra...
El programa tenía una característica personalizable ingeniosa y esta noche él honraba a la SS Pretila.
... y la otra mano estaba entre sus muslos haciendo reconocimiento preliminar. En relidad, estaba a mitad de camino cuando su jodido reloj empezó a sonar y su primera reacción fue seguir conectado y patearse el culo después por no haber apagado el maldito chisme.
Su segunda reacción fue recordar que lo había apagado. Sólo las prioridades de emergencia podían hacerlo sonar.
—Mierda.
Dió un aplauso, dos, la Pretila falsa se congeló en mitad de un grito.
—Responde.
Un breve jaleo de ruído mientras las máquinas intercambiaban códigos de reconocimiento.
—Al habla la Autoridad de la Red. Necesitamos urgentemente un piloto de escafo hacia Channer esta noche, salida a las veintitrés cero cero desde la plataforma Astoria. ¿Está usted disponible?
—¿Veintitrés? ¿En mitad de la noche?
Un siseo apenas audible en la línea. Nada más.
—¿Hola? —dijo Joel.
—¿Está disponible? —preguntó la voz de nuevo.
—¿Quién es?
—Al habla la subrutina de horarios DI43, oficina de Hongcouver.
Joel miró la tabla petrificada esperando en sus "fonos".
—Eso es bastante tarde. ¿Cuál es la escala de pago?
—Ocho punto cinco veces la paga base —dijo Hongcouver—. Con su nivel salarial saldría...
Joel tragó: —Estoy disponible.
—Adiós.
—¡Espera! ¿Cuál es el viaje?
—De Astoria hasta la Fuente Termal de Channer y regreso —Las subrutinas eran bastante literales mentalmente.
—Quiero decir, ¿cuál es la carga?
—Pasajeros —dijo la voz—. Adiós.
Joel se quedó allí un momento, sintiendo desinflarse su erección: —Hora.
Una lectura luminosa apareció en el aire sobre el hombro derecho de Pretila: las trece diez. Tenía que estar en el sitio una media hora antes de la salida y la Astoria estaba sólo a un par de horas...
—Un montón de tiempo —dijo él a nadie en particular.
Pero ya no estaba de humor. El trabajo le hacía eso últimamente. No el exceso de trabajo, ni las largas horas ni ninguna de las cosas sobre las que la mayoría de la gente se quejaría. A Joel le gustaba el aburrimiento.
No se tenía que pensar mucho.
Pero el trabajo se había vuelto realmente extraño últimamente.
Se quitó los ojofonos y bajó la vista hacia sí mismo.
Guantes de retroalimentación en sus manos, sus pies, su polla flácida colgando.
Se quitó el equipo. Al menos podía permitirse el traje completo. Le parecía un sistema tosco, aún así, mejoraba la vida real. Sin tonterías, sin bichos, sin preocupaciones.
Impulsivamente, llamó a un amigo de la SeaTac: —Jess, píllame este código, ¿quieres? —Y envió la secuencia de reconocimiento que acababa de recibir de la Hongcouver.
—Lo tengo —dijo Jess.
—Es válido, ¿no?
—Comprobado. ¿Por qué?
—Me acaban de llamar para una carrera medioceánica que va llegar hasta las tres de la mañana. Octuple paga. Me estaba preguntando se era alguna broma cruel.
—Bueno, si lo es, el Enrutador ha desarrollado sentido del humor. Ey, quizá han puesto un Jefe Queso allí arriba.
—Ya —la cara de Ray Stericker centelleó por su mente.
—¿Y cúal es el trabajo? —preguntó Jess.
—No sé. Transportar algo, supongo, pero por qué tengo hacerlo en mitad de la noche se me escapa.
—Son días extraños.
—Ya. Gracias, Jess.
—De nada.
Días extraños de verdad. Bombas H reventando por toda la llanura abisal, todo aquel tráfico yendo a lugares donde nadie había ido nunca, sin tráfico en todas las zonas donde solía haber atascos. Incendios provocados y barbacoas de Refugiados y astilleros arruinados. Idiotas con cócteles de rotenone y peces gigantes. Un par de semanas atrás, Joel había aparecido para una carrera hasta Mendocino y se había encontrado a un tipo erosionando con arena un logo de peligro de radiación en la carrocería de carga.
La maldita costa entera se está volviendo demasiado peligrosa. La NAmPac va a arder antes de hundirse incluso. Pero eso era lo bonito de ser un Freelancer. Podía hacer las maletas y mudarse, abandonar la maldita costa... mierda, quizá hasta abandonar la NAm. Siempre estaba la South Am. O la Antártida. Definitivamente, tenía que mirarlo.
Justo después de esta carrera.
Lo encuentra en la llanura abisal, buscando. Ha estado ahí fuera durante horas. Lo mostró el sónar yendo y viniendo todo el camino hacia el carrusel, desde la ballena y de vuelta otra vez y rodeando la geografía laberíntica de la misma Garganta.
Solo.
Totalmente solo.
Ella puede sentir su desesperación a cincuenta metros de distancia. Las facetas de ese dolor relucen en su mente mientras el calamar la aproxima. Culpa. Miedo.
Creciendo, rabia.
La luz de su casco barre una pequeña estela en el fondo, un paso de fango pisado en suspensión tras un sueño de millones de años. Clarke cambia el rumbo para seguirlo y apaga la luz. La oscuridad se cierne a su alrededor. A esta distancia, los fotones evitan incluso los ojos de un Rifter.
Lo siente bulliendo justo delante. Cuando aparca junto a él, el agua se arremolina con una turbulencia invisible. Su calamar se agita por el impacto del puño de Brander.
—¡Apaga este jodido trasto aquí! ¡Sabes que no le gusta!
Ella libera el acelerador. El suave gemido hidráulico se disipa.
—Perdón —dice ella—. Es que pensé...
—Joder, Len, ¡tú de entre toda la gente! ¿Quieres que reviente hasta la jodida estratosfera cuando ese chisme explote?
—Lo siento —Como él no responde, añade—. No creo que esté aquí fuera. El sónar...
—El sónar no sirve una mierda si está en el fondo.
—Mike, no vas a encontrarle echando raíces aquí en la oscuridad. Estamos ciegos tan lejos.
Una onda de clics de pistola barre su cara: —Tengo esto para el corto alcance —dice la maquinaria en la garganta de Brander.
—No creo que esté aquí fuera —repite Clarke—. Y aún así, no sé si te dejará acercarte después de...
—Eso fue hace mucho tiempo —responde la oscuridad—. Sólo porque aún haces de niñera de rencorosos de segundo curso...
—No me refiero a eso —dice ella. Ella trata de hablar suavemente, pero el vocificador desnuda su voz hasta un suave raspado—. Sólo quería decir que ha estado mucho tiempo. Ha ido tan lejos que ya apenas lo vemos en el sónar. No sé si nos dejará estar cerca de él.
—Pues tenemos que intentarlo. No podemos dejarlo aquí. Ojalá pudiera acercarme lo bastante para sintonizarlo.
—No podría responderte —le recuerda Clarke—. Salió antes de que cambiáramos, Mike. Ya lo sabes.
—¡Que te den! ¡No estamos discutiendo eso!
Pero lo están y ambos lo saben. Y Lenie Clarke de pronto sabe también algo más. Que parte de ella disfruta con el dolor de Brander. Lucha contra la sensación, trata de ignorar el descubrimiento de su propio descubrimiento ya que el único modo de evitar que se filtre hacia la cabeza de Brander es sacarlo de dentro. No puede. No, no quiere. Mike Brander, el sabelotodo, el destructor de pervertidos, el autojusticiero autovengador, por fin está recibiendo un anticipo por lo que le hizo a Gerry Fischer.
Ríndete, quiere gritarle. Gerry se ha ido. ¿Acaso no lo sintonizaste cuando ese idiota de Scanlon lo mantuvo como rehén? ¿No sentiste lo vacío que estaba? ¿O todo eso era demasiado para ti y simplemente miraste hacia el otro lado? Bueno, pues aquí está el resumen, Mikey: no está en ningún lugar lo bastante próximo al ser humano para aprehender tus gestos de reconciliación.
No hay absolución esta vez, Mike. Tendrás que llevarte esto a la tumba. ¿No es una mierda la justicia?
Ella espera a que él la sintonice, a que sienta su menosprecio diluyendo ese frenético sermón de culpabilidad y autocompasión. Eso no ocurre. Espera y espera. Mike Brander, inundado en su propia sinfonía, sencillamente no lo nota.
—Mierda —sisea Lenie Clarke en voz baja.
—Adelante —llama Alice Nakata desde muy lejos—. Alguien, adelante.
Clarke aumenta su ganacia: —¿Alice? Lenie.
—Mike —dice Brander largo rato después—. Escucho.
—Deberíais volver aquí —les dice Nakata—. Han llamado.
—¿Quién? ¿La AR?
—Dicen que quieren evacuarnos. Dicen doce horas.
—Eso es mentira —dice Brander.
—¿Quién era? —quiere saber Lubin.
—No lo sé —dice Nakata—. Creo que nadie con quien hayamos hablado antes.
—¿Y qué dijo? ¿EVAC en doce?
—Y se supone que tenemos que quedarnos dentro de la Beebe hasta entonces.
—¿Sin una explicación? ¿Ninguna razón dada?
—Colgó tan pronto como confirmé la orden —Nakata parece que se disculpa vagamente—. No tuve ocasión de preguntar y nadie respondió cuando los volví a llamar.
Brander se levanta y se dirije a Com.
—Ya he configurado el reintento —dice Clarke—. Sonará cuando lo cojan.
Brander se detiene, se queda mirando el fuselaje más cercano. Le da un puñetazo.
—¡Es mentira!
Lubin simplemente observa.
—Quizá no —dice Nakata—. Quizá son buenas noticias. Si fueran a dejarnos aquí cuando la detonaran, ¿por qué nos iban a mentir sobre la extracción? ¿Por qué hablar con nosotros siquiera?
—Para mantenernos felices y cerca de la zona cero —escupe Brander—. Ahora, aquí tengo una pregunta para ti, Alice: si en realidad están planeando evacuarnos, ¿por qué no nos dicen la razón?
Nakata se encoge de hombros impotente: —No lo sé. La AR no nos cuenta a menudo lo que está ocurriendo.
Quizá intentan el juego psicológico, musita Clarke. Quizá quieren que nos tomemos un descanso, por algún motivo.
—Bueno —dice ella en alto—, ¿cuán lejos podemos llegar en doce horas de todas formas? ¿Incluso con los calamares? ¿Qué opciones tenemos de alcanzar una distancia segura?
—Depende de lo grande que sea la bomba —dice Brander.
—En verdad —remarca Lubin—asumiendo que quieran mantenernos aquí durante doce horas debido a que sería tiempo suficiente para huir, podríamos ser capaces de calcular la distancia.
—Ojalá no se hubieran sacado ese número del sombrero —dice Brander.
—Aún así no tiene sentido —insiste Nakata—. ¿Por qué cortarnos las comunicaciones? Es una garantía para hacernos sospechar.
—Atraparon a Judy —dice Lubin.
Clarke respira hondo: —Una cosa es cierta, al menos —Los demás se giran—. Quieren mantenernos aquí —concluye.
Brander se golpea la palma con el puño: —Y esa es la mejor razón para salir de aquí, si me preguntas. Y tan pronto como podamos.
—De acuerdo —dice Lubin.
Brander se le queda mirando.
—Lo encontraré —dice ella—. Lo haré lo mejor que pueda, al menos.
Brander niega con la cabeza: —Debería quedarme. Deberíamos quedarnos todos. Las opciones de encontrarlo...
—Las opciones de encontrarlo son mejores si salgo fuera sola —le recuerda Clarke—. Aún aparece, a veces, cuando yo estoy allí. Tú ni siquiera llegarías cerca.
Él lo sabe, por supuesto. Sólo está haciendo una protesta de demostración. Si no puede conseguir la absolución de Fischer, al menos puede intentar parecer un santo a ojos de todo el mundo.
Aún así, Clarke recuerda, no es enteramente culpa suya. Él tiene un bagaje como todos los demás.
Aún cuando no pretendiera herir...
—Bueno, los demás esperan. Supongo que estamos listos.
Clarke asiente.
—¿Vienes afuera?
Ella niega con la cabeza: —Haré un barrido de sónar primero. Nunca se sabe, podría tener suerte.
—Bueno, no tardes demasiado. Solo hay ocho horas.
—Lo sé.
—Y si no puedes encontrarlo después de una hora...
—Lo sé. Iré justo detrás de vosotros.
—Estaremos...
—Ballena muerta, luego recto a derrota ochenta y cinco grados —dice ella—. Lo sé.
—Mira, ¿estás segura de hacer esto? Podemos esperarte aquí. Una hora no va a suponer mucha diferencia.
Ella niega con la cabeza: —Estoy segura.
—Vale —Él se queda allí, incómodo al parecer. Una mano empieza a alzarse, duda, cae otra vez. Él baja la escalera.
—Mike —avisa ella a su espalda.
Él mira arriba.
—¿Crees de verdad que van a explotar esa cosa?
Él se encoge de hombros: —No sé. Quizá no. Pero tienes razón: nos quieren aquí por algún motivo. Cualquiera que sea, apuesto a que no nos iba gustar.
Clarke lo considera.
—Te veo pronto —dice Brander entrando en la esclusa de aire.
—Adiós —susurra ella.
Cuando las luces se extinguen en la Estación Beebe, no se puede oir mucho de nada estos días.
Lenie Clarke se sienta en la oscuridad, escuchando. ¿Cuándo fue la última vez que estos muros se quejaron de la presión? No logra acordarse. Cuando ella bajó aquí por primera vez, la estación gruñía incesantemente, llenaba cada momento de vigilia con crujientes recordatorios del peso sobre sus hombros.
Pero en algún momento desde entonces debe de haber firmado la paz con el océano. El agua aplastando y la armadura sosteniendo han alcanzado por fin el equilibrio.
Por supuesto, hay otras clases de presión en la Dorsal de Juan de Fuca.
Casi se deleita en el silencio ahora. Sin sonido metálico de pasos que la molesten, sin súbitas irrupciones de violencia gratuíta. El único latido que oye es el suyo propio. El único aliento viene de los acondicionadores de aire.
Flexiona los dedos, los deja hundirse en el material de la silla. Puede ver el interior del cubi de comunicaciones desde su posición en el salón. Indicadores ocasionales centellean a través del hueco de la compuerta, la única luz disponible. Para Clarke, es suficiente, sus tapas oculares atrapan esos mezquinos fotones y le muestran una sala al anochecer. No ha entrado en el Com desde que el resto se marchó. No quería observar sus iconos arrastrándose por el borde de la pantalla y no quería barrer la dorsal en busca de señales de Gerry Fischer.
No tiene intención ahora. No sabe si la tuvo algún vez.
Lejos, los silbatos solitarios de Lubin la serenan.
Clanc.
Viene de abajo.
No. Márchate. Déjame en paz.
Ella oye cómo se drena la esclusa de aire, cómo se abre.
Tres suaves pisadas.
Movimiento en la escalera.
Ken Lubin sube hacia el salón como una sombra.
—¿Mike y Alice? —dice ella, con miedo a dejarle empezar.
—De camino. Les dije que ya los encontraría.
—Nos dispersamos nosotros solos bastante bien —remarca ella.
—Creo que Brander sólo estaba contento de deshacerse de mí durante un rato.
Ella sonríe débilmente.
—¿No vienes? —dice él.
Clarke niega con la cabeza: —No lo intentes...
—No lo haré.
Se acomoda en una silla conveniente. Ella le observa moverse.
Hay una gracia cuidadosa en él, siempre la ha habido. Se mueve como si siempre tuviese miedo de dañar algo.
—Creí que podría hacerlo —dice él tras un rato.
—Lo siento. No lo supe ni yo hasta, bueno...
Él espera a que continúe.
—Quiero saber lo que está ocurriendo —dice ella por fin—. Quizá están jugando limpio con nosotros esta vez. No es muy probable. Quizá las cosas no estén tan mal como pensamos.
Lubin parece considerarlo: —¿Qué hay de Fischer? ¿Quieres que yo...?
Ella irrumpe con una breve carcajada: —¿Fischer? ¿Quieres de verdad arrastrarlo a través de agua turbia durante días sin fin y luego transportarlo hasta alguna jodida playa donde ni siquiera pueda permanecer en pie sin romperse las piernas? Quizá eso haga a Mike sentirse un poco mejor. Aunque tampoco es un gran acto de caridad para con Gerry.
Y no, sabe ella ahora, tampoco para con Lenie Clarke. Se ha estado engañando a sí misma todo este tiempo. Se siente cono si pudiera sencillamente caminar con ese obsequio, llevarlo a cualquier parte.
Pensaba que podía comprimir toda la Channer en su interior como una nueva prótesis.
Pero ahora... ahora la mera idea de marcharse le devuelve corriendo toda su antigua debilidad. El futuro se abre ante ella y se siente vomitando, curvándose en una especie de blando renacuajo humano, ahora maldito por las memorias de lo que fue una vez sentirse estar hecha de acero.
Eso no soy yo. Nunca lo fue. Fue sólo la dorsal, usándome.
—Supongo —dice ella al fin—, que no cambié gran cosa después de todo.
Lubin parece que casi sonríe.
Su expresión despierta cierta ira impaciente en ella: —¿Por qué has vuelto aquí, por cierto? —demanda—. Nunca te importó una mierda lo que hacíamos ninguno de nosotros o por qué. Lo único que importaba era tu propia agenda, o lo que fuera.
Algo hace clic. La sonrisa virtual de Lubin desaparece.
—Lo sabes —dice Clarke—. Sabes de qué trata todo esto.
—No.
—Mentira, Ken. Mike tenía razón, sabes mucho más de lo que dices. Sabías exactamente qué pregunta hacerle a los Drybacks sobre la CPU de esa bomba, lo sabías todo sobre los megatones y los diámetros de las burbujas. Así que, ¿qué está pasando?
—No lo sé. En serio —Lubin niega con la cabeza—. Tengo... experiencia, en ciertas clases de operaciones. ¿Por qué debería sorprenderte eso? ¿Crees de verdad que la violencia doméstica era el único modelo que se calificaría para este empleo?
Hay silencio: —No te creo —dice Clarke al final.
—Esa es tú prerrogativa —dice Lubin, casi con tristeza.
—¿Y por qué has vuelto? —preguntá ella.
—¿Te refieres a ahora? —Lubin se encoge de hombros—. Quería... quiería decir que lo siento. Por lo de Karl.
—¿Karl? Ya. Yo también. Pero eso está acabado y terminado.
—A él le importabas de verdad, Lenie. Habría vuelto, con el tiempo. Lo sé.
Ella le mira con curiosidad: —¿Qué quieres dec...?
—Pero estoy condicionado para la alta seguridad, ¿sabes? y Acton podía ver dentro de uno. Todas las cosas que hice... antes. Él podía verlas, no hubo...
Acton podía ver...
—Ken. Nunca hemos podido sintonizarte. Lo sabes.
Él asiente frotándose las manos. En la penumbra azulada, Clarke puede ver perlas de sudor en su frente.
—Recibimos un entrenamiento —dice él, su voz apenas un susurro—. La interrogación Ganzfeld es una herramienta estándar en las corporaciones y arsenales nacionales. Eres capaz de... bloquear las señales. Yo podía, mayormente, con vosotros. O podía sencillamente permanecer apartado para no ser un problema.
¿Qué está diciendo?, se pregunta a sí misma, ya sabiéndolo. ¿Qué está diciendo?
—Pero Karl, él... redujo sus inhibidores demasiado... yo no podía mantenerlo fuera.
Se frota la cara. Clarke nunca lo ha visto moverse tan nervioso.
—¿Sabes la sensación que se obtiene —dice Lubin— cuando te sorprenden con las manos dentro del bote de las galletas? ¿O en la cama con el amante de otro? Hay una fórmula para ello. Cierta combinación especial de neurotransmisores. Cuando se siente que te han... descubierto.
Oh, Dios mío.
—He tenido una... especie de reflejo condicionado —le cuenta a ella—. Se activa siempre que ciertos químicos se acumulan. No tengo verdadero control sobre ello y cuando siento abajo en mis entrañas que me han descubierto, yo...
Cinco por ciento, le dijo Acton, hace mucho tiempo. Quizá diez. Si lo mantienes así, estarás bien.
—No tengo verdadera elección —dice Lubin.
Cinco o diez por ciento. No más.
—Pensé... pensé que sólo estaba preocupado por la carencia de calcio —susurra Clarke.
—Lo siento —Lubin no se mueve en absoluto ahora—. Pensé, en venir aquí abajo... pensé que sería más seguro para todos, ¿sabes? Lo habría sido si Karl no hubiera...
Ella le mira, inerte y distante: —¿Cómo puedes contarme esto, Ken? ¿No constituye esta... esta confesión una brecha de seguridad?
Él se pone de pie de repente. Por un momento ella cree que va a matarla
—No —dice él.
—Ya que tus entrañas te dicen que estoy muerta de todas formas —dice ella—. Pase lo que pase. De modo que no hay daño.
Él se da la vuelta: —Lo siento —repite él empezando a bajar las escaleras.
Clarke siente su propio cuerpo muy lejos. Pero un carboncillo ardiente está creciendo en todo ese espacio muerto.
—¿Y si cambiara de idea, Ken? —exclama ella tras él, alzando la voz—. ¿Y si decidiera marcharme con el resto de vosotros? Eso activaría el viejo reflejo de asesino, ¿no es cierto?
Él se detiene a mitad de la escalera: —Sí, Pero no lo harás.
Ella permanece completamente inmóvil observándole. Él ni siquiera le devuelve la mirada.
Ella está fuera. Esto no forma parte del plan. El plan es quedarse dentro como le han dicho. El plan es sentarse allí y pedir que la maten.
Pero aquí está en la Garganta, nadando por la calle Main. Los generadores asoman por encima de ella como gigantes protectores. Ella se baña en su cálido brillo de sodio, atraviesa nubes de agitados microbios, apenas visibles.
Bajo ella, monstruosos bentos filtran la vida del agua, tan ajenos a ella como ella a ellos. Pasa una estrella de mar multicolor bellamente retorcida, pegada a partir de restos. Yace plegada en sí misma, dos brazos hacia arriba, unos cuantos pies de tubo restantes ondulan débilmente en la corriente. Hongo de algodón crece en una chapucera obra de costuras irregulares.
Al borde de la fumarola, su termistor reza 54°C.
No le dice nada. La fumarola podría dormir durante siglos o dispararse en el próximo segundo. Ella trata de sintonizar con los moradores del fondo, recoger cualquier observación distintiva que Acton pudiera robar, pero ella nunca ha sido sensitiva a las mentes de los invertebrados. Quizá esa habilidad sólo acude a aquellos que han cruzado el límite del diez por ciento.
Nunca se ha arriesgado a bajar a ésta antes.
Es un encaje apretado. El interior de la chimenea la agarra antes de que alcance los tres metros. Se retuerce y gira, blandos bloques de azufre y calcio se liberan de las paredes. Ella cae centímetro a centímetro, de cabeza. Se le atoran los brazos sobre la cabeza como negras antenas articuladas. No hay espacio para ponerlos a los lados.
Está atascando la fuente termal tan apretadamente que ni la luz de la calle Main puede filtrarse. Enciende la luz de su casco. Una copiosa neblina se arremolina en el haz.
Un metro más abajo, el túnel tuerce a la derecha. No cree que sea capaz de navegar por la curva. Aunque pudiera, sabe que el pasadizo está bloqueado. Lo sabe porque el pie de un esqueleto incrustado de limo sobresale por la esquina.
Avanza como una lombriz. Hay un súbito rugido y, por un paralizado momento, piensa que la fumarola está empezando a soplar. Pero el rugido está en su cabeza, algo está obstruyendo la entrada de su electrolizador, privándola de oxígeno. Sólo es Lenie Clarke perdiendo el conocimiento.
Se agita atrás y adelante, un espasmo de centímetros de amplitud. Es suficiente; su entrada se despeja otra vez. Y hay una bonificación añadida, ha llegado lo bastante lejos para ver por la esquina.
El esqueleto hervido de Acton obstruye el pasadizo, con costras de depósitos metálicos.
Bolas de copolímero fundido se pegan a los restos como vieja cera de velas.
Allí, en alguna parte, al menos una pieza de tecnología humana aún funciona, gritando hacia los ensordecidos sensores de la Beebe.
No puede alcanzarlo. Ni siquiera puede tocarlo. Pero, en cierto modo, incluso a través de las incrustaciones, puede ver que le han roto el cuello limpiamente.
Ha olvidado lo que fue.
Tampoco es que importe aquí abajo. ¿De qué sirve un nombre cuando no hay nada alrededor para usarlo? Éste no recuerda de dónde procede. No recuerda a aquellos que buceaban hace mucho tiempo atrás. No recuerda al señor de señores que una vez se asentaba en lo alto de su columna espinal, ese gelatinoso revestimiento de lenguaje y cultura y orígenes negados. Ni siquiera recuerda el lento deterioro de ese opresor, su disolución en docenas de subrutinas autónomas en disputa.
Hasta esas han quedado en silencio.
Ya no baja gran cosa del córtex. Los impulsos de bajo nivel oscilan de los lóbulos parieral y occipital. La zona motora vibra de fondo. Ocasionalmente, el área de Broca se silencia a sí misma. El resto está en gran parte muerto y oscuro, gastado por un océano negro caliente de mercurio como un flujo vivo, frío y espeso como el anticongelante. Lo único que queda ahora es puro reptil.
Presiona, ciego y irreflexivo, ausente al peso de cuatrocientas atmósferas líquidas. Come cualquier cosa que puede encontrar, sabiendo lo que evitar y lo que consumir. Los desalinadores y recicladores le mantienen hidratado. A veces, antigua piel de mamífero se hace pegajosa con los resíduos secretados. La piel más nueva, extendida encima, abre los poros al océano y lo lava todo con divisores de agua marina destilada.
Se muere, por supuesto, pero lentamente. Eso no le importaría mucho aunque lo supiera.
Como todo lo vivo, tiene un propósito. Es un guardián. A veces olvida exactemente lo que se suponía que estaba protegiendo. Da igual. Lo sabe cuando lo ve.
Ahora la ve a ella, saliendo de un agujero en el fondo del mundo. Se parece mucho a los otros, pero eso siempre ha sido capaz de saber la diferencia. ¿Por qué protegerla a ella y no a los otros? A eso no le importa.
Los reptiles nunca cuestionan motivos. Sólo actuan por ellos.
Ella no parece saber que eso está aquí, observando.
El reptil está provisto de ciertas observaciones que deben, por derecho, estar negadas para ellos. Se exilió antes que los otros ajustaran su neuroquímica en modelos más sensitivos. Y aún con todos esos cambios que hicieron, al final, fue para hacer ciertas señales débiles más fácilmente discernibles entre un fondo ruidoso y caótico. Desde que el córtex del reptil se desactivó, el ruido de fondo había sido de todo menos silencio. Las señales son tan débiles como siempre, pero la estática ha desaparecido. Y ahora el reptil ha absorbido, sin notarlo, una cierta cantidad de fangosa consciencia para las actitudes lejanas.
Siente que este lugar se ha vuelto peligroso, aunque no sabe cómo. Siente que las otras criaturas han desaparecido.
Y aún así, el que protege está aquí todavía. Con mucha menos comprension que la de una madre gata localizando a sus gatitos amenazados, el reptil trata de llevar su carga hacia la seguridad.
Es más sencillo cuando ella deja de luchar. Con el tiempo, hasta le permite apartarla de las luces brillantes hacia el lugar al que ella pertenece. Ella emite sonidos extraños y familiares. El reptil escucha al principio, pero le producen dolor de cabeza. Tras un tiempo, ella queda en silencio.
Y en silencio, el reptil la arrastra por paisajes nocturnos sin panorámicas.
Tenue luz asoma más adelante. Y sonido, débil al principio pero creciendo. Un suave lamento. Gorgoteos. Y otra cosa, un ruido pulsante... metálico, la zona de Broca murmura algo, aunque eso no sabe lo que significa.
Una baliza de oro brilla desde la adelantada oscuridad... demasiado tosca, demasiado contínua, mucho más brillante que las ascuas bioluminiscentes que normalmente alumbran el camino. Vuelve el resto del mundo de negro absoluto. El reptil evita usualmente este lugar. Pero aquí es de donde ella procede.
Esto es seguridad para ella, aunque para el reptil representa algo completamente.
Desde el córtex, un estremecimiento de recuerdos.
La baliza brilla a varios metros sobre el lecho marino. A menor distancia se resuelve en una cuerda de luces menores estiradas en un arco como los fotóforos en el flanco de algun gran pez.
La zona de Broca transmite más ruido: el sodio fluye.
Algo enorme asoma tras esas luces, inflando gris frente a negro. Se suspende sobre el lecho como una gran roca suave, flotando imposiblemente, circulada de luces en el ecuador. Filamentos estriados la conectan al fondo.
Y otra cosa, más pequeña pero incluso más dolorosamente brillante, se acerca bajando desde el cielo.
—AquíElCSSForcipigerDesdeAstoria¿HayAlguienEnCasa?
El reptil se oculta rápidamente en la oscuridad, el fango ondula tras él. Retrocede unos buenos veinte metros antes de que un leve descubrimiento cale hondo.
El área de Broca conoce esos sonidos. El reptil no los comprende —la Broca nunca ha hecho gran cosa salvo imitar— pero ha oído algo así antes. El reptil siente un cosquilleo extraño. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que usó la curiosidad.
Se gira y se encara hacia donde nadaba. La distancia ha reducido las luces en un fulgor difuso y monótono. Ella sigue ahí en alguna parte, indefensa.
Vuelve hacia la baliza. Una luz se divide de nuevo en muchas. Esa tenue y ominosa línea de perfil aún le acecha detrás. Y la cosa del cielo se posa en lo alto de ella, haciendo ruidos familiares y terroríficos al mismo tiempo.
Ella flota en la luz, esperando. Dedicado, temeroso, el reptil llega hasta ella.
—EyHola.
El reptil se aparta sobresaltado, pero mantiene su posición esta vez.
—NoPretendíaAsustarte,peroNadieRespondeAhíDentro.SeSuponeQueTengoQueRecogeros.
Ella se desliza hacia la cosa que vino del cielo, llega hasta la parte redonda brillante frontal. El reptil no consigue ver lo que está haciendo ella allí. Dudando, le duelen los ojos con el brillo, empieza a nadar hacia ella.
Entonces ella se gira y se encuentra con la cosa. Extiende un brazo, lo desliza a lo largo de la voluminosa superficie, pasa las luces que circulan su punto medio (demasiado brillo, demasiado brillo), hacia...
El área de Broca está balbuceando sin parar, éebbébeebebeebe beebe, y ahora también hay algo más, algo dentro del reptil, agitándose. Instinto. Sentimientos. No tanto memoria como reflejos.
Se retira aterrorizado de repente.
Ella se agarra y emite extraños ruidos:—paraEntrarJerryAdelanteYoLoHiceDeAcuerdo.
El reptil resiste, incierto al principio, luego con vigor. Se desliza por la pared gris, ahora un risco, ahora un saliente; mueve los brazos buscando un agarre, se mantiene sujeto a alguna protuberancia, se aprieta contra esta dura superficie extraña. Su cabeza se lanza atrás y adelante, atrás y adelante, entre la luz y la sombra.
—... mosGerryTienesQueEntrarAhíDentro...
El reptil se queda quieto. En el interior, conoce esa palabra. Hasta la comprende. La Broca ya no está sola, algo más se extiende desde el lóbulo temporal. Algo ahí arriba sabe de verdad lo que la Broca está diciendo.
¿De qué está ella hablando?
—Gerry...
Conoce también ese sonido.
—... por favor...
Ese sonido llega desde mucho tiempo atrás.
—... confía en mí... ¿queda algo de ti ahí dentro? ¿Cualquier cosa?
De cuando el reptil fue parte de algo más grande, no un ello en absouto, sino... un... él.
Grupos de neuronas, largo tiempo dormidas, chispean en la oscuridad. Antiguos y olvidados subsistemas tartamudean y se reinician.
Yo...
—¿Gerry?
Mi nombre. Ese es mi nombre. Apenas puede considerar el súbito murmullo en su cabeza. Hay partes de él que aún duermen, partes que no quieren hablar, otras partes completamente inundadas. Sacude la cabeza tratando de despejarla. Las nuevas partes... no, las antiguas, las antiguas mismas que se marcharon y ahora han vuelto y que no quieren cerrar el jodido pico... están todas clamando por su atención.
Todo es demasiado brillante. Todo le hace daño. En todas partes...
Las palabras recorren su mente: Las luces están apagadas. No hay nadie en casa.
Las luces se encienden titilando.
Consigue echar un vistazo a lo enfermizo y podrido que se retuerce en su cabeza. Viejas memorias aparecen chirriando contra las gruesas capas de corrosión.
Algo se lanza en el foco: un puño. Siente quebrarse los huesos de su cara. El océano en su boca, cálido y salado. Un chico con un bastón eléctrico. Una chica cubierta de hematomas.
Otros chicos.
Otros chicas.
Otros puños.
Todo hace daño, en todas partes.
Algo trata de liberar sus dedos. Algo trata de arrastrarle dentro. Algo quiere devolverle todo esto. Algo quiere llevarle a casa.
Las palabras acuden y las deja salir: —¡no se te ocurra TOCARME!
Aparta de empujón a su atormentador.
La oscuridad está demasiado lejos, puede ver su sombra alargarse hasta el fondo, negra y sólida y retorcida en la luz. Aletea tan fuerte como puede. Nada le sujeta. Tras un tiempo, la luz se disipa.
Pero las voces gritan tan alto como siempre.
La Beebe bosteza como un pozo negro entre los dientes. Algo cruje allí abajo. Capta indicios de movimiento, la oscuridad moviéndose en la oscuridad. De pronto, le iluminan dos manchas de marfil de luz reflejada, ya no está perdido en un fondo negro. Se suspenden allí un momento, luego empiezan a ascender. Una cara pálida se resuelve en torno a ellas.
Ella sale de la Beebe goteando y parece traer una parte de la oscuridad con ella. La sigue hasta la esquina del compartimento de pasajeros y se suspende a su alrededor como una manta negra. Ella no dice nada.
Joel mira hacia el pozo, luego hacia la Dorsal: —¿Hay alguien más, est...?
Ella niega con la cabeza, un gesto tan sutil que casi pasa por alto.
—Había... quiero decir, el otro tipo —Esta tiene que ser la Rifter que había estado colgada de su ventanilla hace unos minutos: Clarke, dice el parche en su hombro. Pero el otro, el que huyó como un Refugiado en el lado equivocado de la verja... ese aún está cerca según el sónar. Abrazando el fondo, treinta metros más allá de la luz. Allí sentado.
—No viene nadie más —dice ella. Su voz suena pequeña y muerta.
—¿Nadie? —¿Dos contados para un complemento máximo de seis?
Él aumenta el alcance de su pantalla: nadie más allá tampoco.
A menos que estén todos escondidos tras las rocas o algo así.
Él mira atrás hacia la garganta de la Beebe. O están todos ocultos como trolls allí abajo, esperando...
Él cierra la compuerta abruptamente: —Clarke, ¿verdad? ¿Qué está pasando aquí abajo?
Ella pestañea y le mira: —¿Crees que lo sé? —Parece casi sorprendida—. Pensaba que tú podrías contármelo.
—Lo único que sé es que la AR me paga una mierda para hacer turno de noche sin avisar —Joel avanza la pequeña pendiente hasta el sillón del piloto.
Comprueba el sónar. Ese extraño mamón aún está ahí fuera.
—No creo que se suponga que deba abandonar a nadie —dice él.
—No lo harás —dice Clarke.
—¿No me digas? Le tengo justo ahí en mis lecturas.
Ella no responde. Él se gira para mirarla.
—De acuerdo —dice ella al final—. Sal y recógelo.
Joel se queda mirando durante unos segundos. Ya no me apetece, decide al final.
Se gira sin decir una palabra y vacía los tanques. El escafo, flotando de pronto, se aprieta contra los agarres de embarque. Joel los libera con un toque en su panel. El escafo salta alejándose de la Beebe como algo vivo, oscila por la resistencia del agua y empieza a ascender.
—Tú —Desde detrás suya.
Joel se gira.
—¿Tú no sabes de verdad lo que está pasando? —pregunta Clarke.
—Me llamaron hace unas doce horas. Carrera de medianoche hasta la Beebe, dijeron. Cuando llegué a la Astoria me dijeron que evacuara a todo el mundo. Dijeron que estaríais preparados y esperando.
Los labios de Clarke se curvan un poco. No es una sonrisa exactamente pero, probablemente, tan próxima a una como pueden esbozar esos psicópatas. A ella le queda bien en cierto modo frío distante. Si se quitara esas tapas oculares, él podría verse a sí mismo poniéndola fácilmente en su programa de RV.
—¿Qué le ha pasado al resto? —arriesga él.
—Nada —dice ella—. Es que nos... volvimos un poco paranoicos.
Joel gruñe: —No os culpo. Ponme allí abajo un año entero y la paranoia sería el menor de mis problemas.
Esa breve sonrisa fantasmal de nuevo.
—Pero en serio —dice él presionando—. ¿Por qué se ha quedado atrás todo el mundo? ¿Es una especie de acción laboral? ¿Una de esas...? —¿Cómo las llamaban?— ¿Huelgas?
—Algo así —Clarke mira el fuselaje sobre su cabeza—. ¿Cuánto falta para la superficie?
—Unos veinte minutos, me temo. Estos escafos de la AR parecen jodidos dirigibles. Todo ahí afuera corre como los delfines y lo más que consigo hacer con esta cosa es un rápido arrastre. Aún así —Prueba una desarmante sonrisa—, tiene su lado positivo. Me pagan por horas.
—Hurra por ti —dice ella.
Todo está casi en silencio otra vez.
Poquito a poco, las voces han dejado de gritar. Ahora conversan entre susurros, discutiendo cosas que no significan nada para él.
Aunque no pasa nada. Está acostumbrado a que lo ignoren. Está contento de que lo ignoren.
Estás a salvo, Gerry. No pueden hacerte daño.
¿Qué... quién...?
Se han ido todos. Sólo quedamos nosotros.
Tú...
Soy yo, Gerry. Sombra. Me preguntaba cuando volverías.
Él niega con la cabeza. La luz más vaga aún se filtra sobre su hombro. Él se da la vuelta, no tanto hacia la luz como hacia una sutil disminución de la oscuridad.
Ella intentaba ayudarte, Gerry. Sólo intentaba ayudar.
Ella...
Lenie.
Eres su ángel guardián. ¿Recuerdas?
No estoy seguro. Creo...
Pero la dejaste allí y saliste corriendo.
Ella quería... yo... no dentro...
Siente que mueve las piernas. El agua le empuja en la cara. Avanza. Un suave agujero se abre en la oscuridad más adelante. Consigue ver formas en su interior.
Ahí es donde ella vive, dice Sombra. ¿Recuerdas?
Él avanza hacia la luz. Había ruídos antes, sonoros y dolorosos. Había algo grande y oscuro que se movía. Ahora, allí sólo hay una gran bola suspendida sobre su cabeza como, como
... como un puño...
Se detiene, asustado. Pero todo está en calma, tan en calma que puede oir los débiles gritos vagando por el lecho marino. Recuerda: hay un agujero en el océano, no muy lejos de aquí, que le habla a veces. Nunca entiende lo que dice.
Continúa, le urge Sombra. Ella se metió dentro. Ella se ha ido... No se puede saber desde aquí fuera. Tienes que acercarte.
El lado inferior de la esfera es un refugio de sombra. En las sombras superpuestas del polo sur, algo riela tentadoramente.
Continúa.
Se impulsa en el fondo y se desliza hacia el cono de sombra bajo el objeto. Un disco brillante de un metro de largo, oscila dentro de un borde circular encima suyo. Él mira hacia arriba para.
Algo le develve la mirada.
Sobresaltado, se gira hacia abajo y se aleja. El disco vibra en la súbita turbulencia.
Él se detiene, se da la vuelta.
Una burbuja. Eso es todo. Un bolsillo de gas atrapado bajo la ... la esclusa de aire.
No hay nada de lo que asustarse, le dice Sombra. Así es cómo se entra.
Aún así de nervioso, aletea hacia la esfera. El bolsillo de aire brilla como plata en la luz reflejada. Un espectro negro se mueve a la vista dentro de ella, casi sin detalles excepto por dos espacios blancos vacíos donde debería tener los ojos. Se estira para encontrarse con su mano extendida. Dos grupos de dedos le tocan, se funden y desaparecen. Un brazo está injertado en su propio reflejo a la altura de la muñeca. Dedos, al otro lado del visor de cristal, tocan el metal.
Él retira su mano, fascinado. El espectro flota sobre él, vacío y tranquilo
Él se lleva una mano a la cara, pasa el dedo índice desde una oreja hastá barbilla Se abre una larga molécula plegada en sí misma.
La suave cara negra del espectro se separa unos centímetros. Lo que hay debajo muestra un gris pálido en la luz filtrada. Él siente el familiar hoyuelo de su mejilla enfriarse de pronto.
Continúa el movimiento, rasgando la cara desde la oreja. Una gran sonrisa se abre bajo los puntos oculares del espectro. Una aleta de membrana negra flota bajo su barbilla, anclada a la garganta.
Hay un pliegue en el centro del área pelada. Mueve su mandíbula, el pliegue se abre.
Por ahora, la mayoría de sus dientes han desaparecido. Se ha tragado algunos y escupido otros. No importa. La mayoría de las cosas que come estos días son incluso más blandas que él. Cuando el molusco ocasional o equinodermo se vuelve demasiado duro o grande para engullirlo entero, siempre puede usar las manos. Aún tiene los pulgares oponibles.
Pero ésta es la primera vez que ha visto ese hueco ruinoso sin dientes donde debía haber una boca. Sabe que algo no va bien.
¿Qué me ha pasado? ¿Qué es lo que soy?
Eres Gerry, dice Sombra. Eres mi mejor amigo. Me mataste. ¿Recuerdas?
Ella se ha ido, se da cuenta Gerry.
No pada nada.
Sé que sí. Lo sé.
La ayudaste, Gerry. Ella ahora está a salvo. La salvaste.
Lo sé. Y recuerda algo, pequeño y vital, eso que dura unos instantes antes de que todo se vuelva blanco como el sol:
Esto es lo que se hace cuando quieres a alguien de verdad.
El elevador aún está remolcando el CSS Forcipiger a su barriga cuando aparecen las noticias en la pantalla principal. Joel la comprueba frunciendo el ceño, luego mira deliberadamente hacia fuera. La luz gris del amanecer empieza a bañar el horizonte oriental.
Cuando mira la pantalla de nuevo, la información no ha cambiado: —Mierda. Esto no tiene ningún sentido.
—¿Qué? —dice Clarke.
—No volvemos a la Astoria. O voy yo pero a ti te dejan en alguna parte del banco continental.
—¿Qué? —Clarke se acerca y se planta en la cabina.
—Lo dice aquí mismo. Seguimos el rumbo usual, pero nos hundimos a altitud cero a quince kilómetros fuera de la orilla. Tú desembarcas y luego continúo yo hasta la Astoria.
—¿Qué hay fuera de la orilla?
Él lo comprueba: —Nada. Agua.
—¿Un barco quizá? ¿Un submarino? —Su voz se apaga extrañamente en la última palabra.
—Quizá. Aunque aquí no lo menciona —gruñe—. Quizá se supone que tienes que nadar el resto del camino.
El elevador los atraca. Descargas controladas explotan a popa, sobrecalentando las vejigas de gas. El océano empieza a alejarse.
—¿Y vas a dejarme en medio del océano? —dice Clarke fríamente.
—No es decisión mía.
—Por supuesto que no. Sólo sigues órdenes.
Joel se gira. Sus ojos le devuelven la mirada como copos de nieve gemelos.
—No lo entiendes —le dice él—. Esto no son órdenes. Yo no piloto el elevador.
—Entonces, ¿qué...?
—El piloto es un gel. No me está diciendo que haga nada. Sólo nos anticipa por su cuenta lo que está haciendo.
Ella no dice nada durante un momento. Luego: —¿Así se hacen las cosas ahora? ¿Cumplimos órdenes de las máquinas?
—Alguien ha tenido que dar la orden original. El gel sólo la está siguiendo. Y además —añadió él—, no son máquinas exactamente.
—Oh —dice ella en voz baja—. Me siento mucho mejor ahora.
Incómodo, Joel se gira hacia la consola—. Aunque ésto es como... raro.
—En serio —Clarke no parece especialmente interesada.
—Estoy recibiendo ésto del gel, quiero decir. Tenemos enlace de radio. ¿Por qué no nos lo ha dicho nadie?
—Porque tu radio no funciona —dice Clarke distante.
Sorprendido, él comprueba los diagnósticos: —No, funciona bien. De hecho, creo que voy a llamarles ahora mismo y preguntarles de qué va todo esto...
Treinta segundos más tarde, se gira hacia ella: —¿Cómo lo sabías?
—Suerte —Ella no sonríe esta vez.
—Bueno, el tablero esta en verde, pero no consigo hablar con nadie. Navegamos sordos —Una duda cosquillea en su mente—. A menos que el gel tenga un acceso que nosotros no tenemos por alguna razón —Conecta con el interfaz del elevador y llama al conjunto aferente del vehículo—. Ey. ¿Qué decías sobre las máquinas dando las órdenes?
Eso llama su atención: —¿Qué pasa?
—El elevador obtiene las órdenes a través de la Red.
—¿No es eso arriesgado? ¿Por qué la AR no se las comunica directamente?
—No sé. Ahora está tan aislado como nosotros, pero el último mensaje vino de este Nodo de aquí. Mierda, es otro gel.
Clarke se inclina hacia adelante consiguiendo no tocarle en el estrecho espacio: —¿Cómo lo sabes?
—La dirección del Nodo. CBQ significa congnición bioquímica.
La pantalla emite dos sonoros bips.
—¿Qué es eso? —dice Clarke.
La luz solar imunda la cabina desde el océano con un profundo y violento azul.
—¿Qué demonios...?
La cabina se llena de gritos de ordenador. Las lecturas de altitud centellean en rojo. Estamos cayendo, piensa Joel y luego; no, es imposible. No hay aceleración.
El océano se eleva.
La pantalla es una tormenta de datos, pasando demasiado rápido para los ojos humanos.
En alguna parte sobre ellos, el gel está procesando furiosamente opciones que pueda mantenerles con vida. Un súbito golpe: Joel se agarra indefenso a los controles del submarino y reza por su vida. Por el rabillo del ojo, ve a Clarke volar hacia el fuselaje trasero.
El elevador se aferra a sí mismo hacia un cielo con relámpagos crepitando por toda su longitud. El océano corre tras él, un enorme volumen brillante engullendo hacia la ventanilla ventral. Su turbia luz brilla mientras Joel contempla el azul intensificándose hacia el verde, hacia el amarillo.
Hacia el blanco.
Un agujero abierto en el Pacífico. El sol se eleva en su centro. Joel se pasa las manos por los ojos, ve la silueta de los huesos dentro de carne naranja. El elevador gira como un jugete pateado, se lanza hacia el cielo sobre una columna de vapor. En el exterior, el aire grita. El elevador le devuelve el grito, deslizándose.
Pero no se quiebra.
Tras interminables segundos, la quilla se equilibra. Las lecturas aún funcionan. Perturbación atmosférica, dicen, casi a ocho kilómetros de distancia, derrota uno veinte. Joel mira por la ventana de estribor. Fuera en la distancia, el océano brillante colapsaba poderosamente sobre sí mismo. Olas con forma de anillo se expanden bajo sus pies, corriendo hacia el horizonte.
Allí donde han empezado, cúmulus crecen hacia el cielo como un suave tallo de judías gris. Desde aquí, contra la oscuridad, parece casi apacible.
—Clarke —dice él—, lo conseguimos.
Él se gira en su silla. La Rifter está doblada en posición fetal contra el fuselaje. No se mueve.
—¿Clarke?
Pero no es Clarke lo que le responde. La interfaz del elevador está berreando de nuevo.
Contacto no registrado, se quejaba. Derrota 125x87 V1440 6V5.8m 1 sec-2 alcance 13000m.
Colisión inminente.
12000m.
11000m.
10000m.
Apenas visible por la ventanilla principal, un punto nubloso blanco atrapado a alta altitud lanza luz solar matinal. Parece una estela, vista de frente.
—Ah, mierda —dice Joel.
Una pared entera era una ventana. La ciudad se extendía más allá como un brazo galáctico. Patricia Rowan cerró la puerta y se apoyó en ella con repentina fatiga.
Aún no. Aún no. Pronto.
Atravesó la oficina y apagó todas las luces. El fulgor de la ciudad se filtró a través de la ventana, negando todo refugio en la oscuridad.
Patricia Rowan contempló la ciudad. Una red enmarañada de nervios metropolitanos se alargaban hacia el horizonte con sinápsis incandescentes. Sus ojos vagaban por el suroeste, seleccionando una posición. Observó hasta que sus ojos se humedecieron, casi temerosa de parpadear por miedo a perderse algo.
Allí era desde donde llegaría.
Oh, Dios. Ojalá hubiera otro modo.
Podía haber funcionado. Los modeladores incluso habían puesto dinero para simular hasta una ventana rota. Todas esas fallas y fracturas entre aquí y allí actuarían a su favor. Cortafuegos para evitar que el temblor llegara tan lejos. Sólo quedaba esperar el momento apropiado, una semana, un mes. Medir el tiempo. Eso era lo único que se requería.
Medir el tiempo y un pedazo de carne calculante que siguiera las reglas humanas en vez de inventar las suyas propias.
Pero ella no podía culpar al gel. Sencillamente no era muy listo, según el personal de sistemas. Sólo estaba haciendo lo que le habían enseñado. Y para cuando nadie supo nada... después de la críptica entrevista de Scanlon con esa jodida cosa que se repetía en su cabeza por la centésima vez, después que hubiera eliminado los registros de la CC, depués de que sus caras se hubieran quedado confundidas y, luego, pálidas y en pánico... para entonces, había sido demasiado tarde.
La ventana estaba cerrada. La máquina estaba implicada. Y una solitaria lanzadera de la AR, oficialmente a salvo en la Astoria, estaba apareciendo en las cámaras de satélite suspendidas sobre la Dorsal de Juan de Fuca.
No podía culpar al gel, de modo que trató de culpar a la CC. Después de toda esa programación, ¿Cómo podía esa cosa trabajar para el βehemoth? ¿Por qué no lo sospechaste? Incluso Scanlon lo habría descubierto, ¡por amor de dios!
Pero habían tenido demasiado miedo. Tú nos diste el trabajo, dijeron. No nos dijiste lo que estaba en juego. Ni siquiera nos contaste lo que estábamos haciendo. Scanlon llegó a esto desde un ángulo diferente, ¿quién iba a pensar que el Jefe Queso tenía preferencia por los sistemas simples? Nunca le enseñamos eso...
Su reloj sonó suavemente: —Pidió ser informada, Sra. Rowan. Su familia ha salido bien.
—Gracias —dijo ella y cortó la conexión.
Una parte de ella se sentía culpable por salvarlos. No parecía justo que los únicos que escaparan al holocausto fueran los seres queridos de uno de sus arquitectos. Pero ella sólo estaba haciendo lo que haría cualquier madre.
Probablemente más: ella se iba a quedar atrás.
No era gran cosa. Probablemente ni siquiera la matara. Los edificios de la AR hsbían sido construidos con El Gran Desastre en mente. La mayoría de los edificios de este distrito, probablemente, aún permanecerían en pie mañana a esta misma hora. Por supuesto, no se podía decir lo mismo de Hongcouver o de SeaTac o de Victoria.
Mañana ella ayudaría a recoger los pedazos lo mejor que pudiera.
Quizá tengamos suerte. Quizá el terremoto no sea tan grave. Quién sabe, ese gel de allí abajo incluso podría haber elegido esta noche de todos modos...
Por favor...
Patricia Rowan había visto terremotos antes. Una falla deslizante en Peru había rebotado cuando ella había estado en Lima para el proyecto UpWell. La magnitud de aquel temblor había estado cerca de nueve. Todas las ventanas de la ciudad habían estallado.
En realidad, ella no tuvo ocasión de ver mucho del daño entonces. Había quedado atrapada en su hotel cuando cuarenta y seis plantas de cristal colapsaron sobre las calles. Era un buen hotel, cinco estrellas. Las ventanas a nivel del suelo, al menos, habían aguantado. Rowan recordó haber mirado afuera desde el vestíbulo y ver un sucio glacial verde de cristal roto de siete metros de altura, comprimido entre sangre y escombros y partes de cuerpos mutilados atascadas entre los planos. Un brazo marrón se había integrado justo junto a la ventana del vestíbulo, saludando a tres metros del suelo. Le faltaban tres dedos y un cuerpo. Ella localizó unos dedos a un metro de distancia, pero no pudo saber a qué cuerpo habían estado conectados.
Recordó haberse preguntado cómo había llegado tan alto aquel brazo, recordó haber vomitado en una papelera.
Eso no podía ocurrir aquí, por supuesto. Esto era la NAmPac, aquí habían estándares. Cada edificio de las tierras bajas tenía ventanas diseñadas para romperse hacia el interior en caso de terremoto. No era una solución ideal, especialmente para los que estuvieran dentro en ese momento, pero era el mejor compromiso disponible. El cristal no puede caer tan rápido en una única habitación como en una carrera descendente por el lateral de un rascacielos.
Pequeñas bendiciones.
Ojalá hubiera otro modo de esterilizar el volumen necesario. Ojalá el βehemoth no pudiera vivir, por su propia naturaleza, en zonas inestables. Ojalá que los cuerpos de la NAmPac no estuvieran autorizados a usar armas nucleares.
Ojalá que el voto no hubiese sido unánime.
Prioridades.
Miles de millones de personas. La vida tal como la conocemos.
Aunque era difícil. Las decisiones eran obvias y correctas, tácticamente, pero habría sido difícil mantener a la tripulación de la Beebe en cuarentena allí abajo. Había sido difícil decidir sacrificarlos. Y ahora que ellos parecían estar saliendo de todos modos, era...
¿Difícil?
¿Difícil de provocar un temblor de magnitud 9.5 sobre las cabezas de diez millones de personas? ¿Sólo difícil?
No había palabra para ello.
Pero ella lo había hecho, era l única alternativa moral. Aún así era asesinato en pequeñas dosis, comparado con lo que podría ser necesario provocar si...
No.
Era lo que había que hacer para que no fuera necesario recorrer todo el camino.
Quizá por eso había podido hacerlo. O quizá, finalmente había engañado su cerebro hasta sus tripas, lo había inspirado para dar los pasos necesarios. Ciertamente, algo la había golpeado allí abajo.
Me pregunto lo que diría Scanlon. Demasiado tarde para preguntarle ahora.
Ella nunca se lo contó, por supuesto. Ni siquiera estuvo tentada a decirle lo que sabían, que su secreto estaba ahí fuera, que una vez más, él no importaba tanto, que habría sido peor que matarle. Ella no había sentido el menor deseo de hacer daño a aquel pobre hombre.
El reloj sonó otra vez: —Anulación —dijo él.
Oh, Dios. Oh, Dios.
Ha empezado, ahí afuera más allá de las luces, bajo tres kilómetros de agua de mar. Ese chiflado gel kamikaze la ha interrumpido en mitad de uno de sus interminables juegos imaginarios: olvida a ese mierda.
Hora de volar.
Y quizá, confuso, estaría diciendo: Ahora no, es el momento equivocado, el daño. Pero ya daba igual. Otro ordenador; uno estúpido esta vez, inorgánico y programable y completamente fiable; enviaría la secuencia de números necesaria y el gel estaría justo fuera del juego sin importar lo que pensara.
O quizá sólo saludara y se echara a un lado. Quizá le diera igual. ¿Quién sabe ya lo que esos monstruos pensaban?
—Detonación —dijo el reloj.
La ciudad quedó a oscuras.
El abismo la recorrió, negro y hambriento. Un aislado grupo brillaba desafiante en el repentino vacío. Un hospital quizá, agotando sus baterías. Algunos vehículos privados, antigüedades autoalimentadas, parpadeaban como luciérnagas por las calles ciegas. La red de transporte rápido aún estaba brillando, más débilmente de lo usual.
Rowan comprobó su reloj; sólo una hora desde la decisión. Sólo una hora desde que habían forzado la marcha. Parecía mucho más tiempo.
—Enlace táctico desde el sísmico 31 —dijo ella—. Descifrar.
Sus ojos se llenaron de información. Un mapa de falso color apareció enfocado en el aire frente a ella, un suelo oceánico accidentado yacía desnudo y se extendía verticalmente. Una de las cicatrices estaba vibrando.
Más allá de la pantalla virtual, más allá de la ventana, una sección del paisaje urbano centelleó débilmente con luz. El norte lejano, otro sector, empezó a relucir. Los secuaces de Rowan estaban redistribuyendo la energía fréneticamente desde la Gorda y la Mendocino, desde las granjas submarinas ecuatoriales, desde un millar de pequeñas presas diseminadas por toda la Cordillera. Aunque llevaría tiempo. Más del que el que tenían.
Quizá deberíamos haberles advertido. Incluso una hora de adelanto habría sido algo. No suficiente para la evacuación, por supuesto, pero quizá tiempo suficiente para sacar la porcelana china de los estantes. Tiempo suficiente para poner en funcionamiento la energía de reserva. Mucho tiempo para que la costa entera entrara en pánico si se descubría el asunto. Por eso ni su familia tenía idea del motivo tras el repentino viaje sorpresa a la costa este.
El suelo marino ondulaba en los ojos de Rowan como hecho de goma. Flotando justo sobre él, un plano trasparente que representaba la superficie del océano estaba desprendiendo anillos. Las dos ondas expansivas hacían una carrera por la pantalla, el temblor del fondo iba en cabeza. Llegó a la Zona de Subducción de la Cascadia, chocó contra ella, envió temblores más débiles por la falla en angulos rectos. Pareció dudar allí durante un momento y Rowan casi osó tener esperanza de que la Zona lo hubiera aislado.
Pero ahora, la misma Zona empezaba a deslizarse lenta y poderosamente. En el nivel de Moho, uñas de quinientos años de edad empezaron a liberarse dolorosamente. Cinco siglos de tensión contenida.
Siguiente parada: Isla de Vancouver.
Algo impensable rebotaba por el Paso de Juan de Fuca. Cosechadores de kelp y supertanques sintieron cambios imposibles en la profundidad de la columna de agua bajo ellos. Si hubiera humanos a bordo, habrían tenido algunos momentos para reflexionar sobre lo totalmente inútil que podía ser un aviso de noventa segundos.
Eso era más de lo que había tenido la Zona.
La pantalla táctica no mostraba ninguno de los detalles, por supuesto. Mostraba una arruga marrón barriendo el lecho rocoso costero y moviéndose hacia tierra firme.
Mostraba un arco blanco deslizante por detrás al nivel del mar. No mostraba el océano retrocediendo de la orilla como una montaña de laderas. No mostraba el nivel del mar volverse un precipicio. No mostraba un muro de océano de treinta metros haciendo papilla cinco millones de Refugiados.
Rowan vio todo eso.
Parpadeó tres veces sus ojos doloridos: la pantalla se desvaneció. En la distancia, los puntitos rojos de las luces centelleaban aquí y allá por la red comatosa. Si era en respuesta a las alarmas que ya sonaban o mera reserva, ella no lo sabía.
La distancia y la insonorización le bloqueaba los cantos de sirena.
Muy suavemente, el suelo empezó a mecerse.
Fue casi risorio al principio, de atrás a adelante, el edificio se movía in crescendogradual. Luego, la estructura empezó a quejarse por todos lados, hormigón gruñendo contra la viga, más sentido que oído. Ella extendió los brazos, equilibrándose, abrazando el espacio. No pudo evitar llorar.
La gran ventana explotó hacia fuera en un millón de tintineantes fragmentos y se puso a llover hacia la noche. El aire entró llevando esporas de cristal y el sonido de las alarmas.
No cayó un cristal sobre la alfombra.
Oh, Cristo, se dió cuenta. Los contratantes la habían jodido. Todo ese dinero gastado en cristales que implosionaban en los terremotos y los habían puesto al revés.
Fuera en el sudoeste, un pequeño sol naranja se estaba levantado. Patricia Rowan quedó sin fuerza y cayó de rodillas sobre la pristina alfombra. De pronto, le picaban los ojos. Dejó caer las lágrimas, profundamente agradecida.
Aún humana, se dijo a sí misma. Todavía soy humana.
El viento la envolvió. Llevaba los vagos sonidos de la gente y la maquinaria, gritando.
El océano es verde.
Lenie Clarke no sabe cuánto tiempo ha estado inconsciente, pero no pueden haberse hundido más que algún centenar de metros. El océano aún es verde.
La Forcipiger cae lentamente a través del agua, bocabajo, su atmósfera sangra a través de una docena de pequeñas heridas. Una grieta con forma de rayo recorre la ventanilla delantera. Clarke apenas consigue ver a través del agua subiendo por la cabina. El extremo delantero del escafo se ha vuelto el fondo de un pozo. Clarke se agarra con los pies al respaldo de un asiento de pasajeros y se apoya contra una cubierta vertical. Las bandas luminosas del techo centellean delante de ella. Consigue sacar al piloto del agua y le sujeta al otro asiento. Se ha roto una pierna, al menos. Se suspende allí como una marioneta empapada, aún inconsciente. Aún respira. No sabe si despertará de nuevo.
Quizá sea mejor que no, reflexiona ella y suelta una risita.
Eso no ha sido muy gracioso, se dice a sí misma y se ríe otra vez.
Oh, mierda. Estoy en bucle.
Trata de concentrarse. Puede concentrarse en cosas aisladas: un único remache delante de ella. El sonido del metal, crujiendo. Pero acaparan toda su atención. Todo lo que mira llena su mundo. Apenas puede pensar en nada más.
Cien metros, lo consigue por fín. Brecha en el casco, presión... subiendo...
Nitrógeno...
... narcosis...
Se agacha para comprobar los controles atmosféricos de la pared. Los encuentra de lado y le parece divertido, pero no sabe por qué.
De todos modos, no parece que funcionen.
Se agacha hacia un panel de acceso, se resbala, rebota dolorosamente en la cabina salpicando agua. Lecturas ocasionales parpadean en los paneles sumergidos. Son bonitas, pero cuanto más las mira, más le duele el pecho. Al final hace la conexión, echa atrás la cabeza hacia la atmósfera.
El panel de acceso está junto delante de ella. Trastea con él un par de veces, consigue abrirlo. Los tanques de Hidrox yacen lado a lado en formación militar, conectados entre sí en un sistema en cascada. Hay una gran palanca en el extremo. Ella tira de ella. Cede inesperadamente. Clarke pierde el equilibrio y se resbala bajo el agua.
Hay un conducto de ventilación justo delante de su cara. No está segura, pero cree que la última vez que había estado allí abajo no había todas esas burbujas saliendo. Cree que eso es buena señal. Decide quedarse allí un rato y observar las burbujas. Aunque algo la está molestando. Algo en el pecho.
Oh, cierto. Sigue olvidando. No puede respirar.
Consigue sellarse la piel de la cara. Lo último que recuerda es su pulmón temblando y el agua corriendo a través de su pecho.
La siguiente vez que despierta, dos tercios de la cabina están inundados. Ella asciende hasta el compartimento trasero, se pela la piel del rostro. El agua se drena del lateral izquierdo de su pecho, la atmósfera llena el derecho.
Sobre su cabeza, el piloto está gimiendo.
Sube hasta él y gira su silla para que quede tumbado sobre su espalda encarando la popa del fuselaje. Ella lo bloquea en esa posición, trata de mantenerle la pierna rota razonablemente recta.
—Auch —grita él.
—Perdón. Intenta no moverte. Te has roto la pierna.
—Qué mierda. Auh —Él tirita—. Cristo, tengo frío.
Clarke ve como la situación cala en él: —Oh Cristo. Tenemos una brecha —Intenta moverse y consigue torcer la cabeza antes de que alguna otra lesión lo haga desistir. Se relaja.
—La cabina se está inundando —le dice ella—. Despacio, por ahora. Espera un segundo —Ella baja y tira del borde de la compuerta de la cabina. Está atorada. Clarke sigue tirando. La compuerta se suelta y empieza a caer.
—Espera un segundo —dice el piloto.
Clarke empuja la compuerta otra vez contra el fuselaje.
—¿Conoces estos controles? —pregunta el piloto.
—Conozco el diseño estándar.
—¿Aún funciona algo aquí abajo? ¿Comunicación? ¿Propulsión?
Ella se arrodilla y mete la cabeza en el agua. Un par de lecturas que estaban vivas antes se han apagado ahora. Ella escanea las que quedan.
—Robots. Inundación Exterior. Sonoboya —informa ella cuando sube—. El resto está muerto.
—Mierda —Su voz suena temblorosa—. Bueno, podemos enviar la boya, eso es algo. Tampoco es que estén a punto de lanzar un rescate.
Ella se mueve a través de la creciente agua y opera el control. Algo golpea suavemente en el exterior del casco: —¿Por qué iban hacerlo? Te enviaron para recogernos. Si hemos huido antes de que el chisme explotara...
—Huimos —dice el piloto.
Clarke mira por el compartimento: —¿Eh?
El piloto dice: —Mira, no sé lo que vosotros estabais haciendo con una nuclear allí abajo ni por qué no podíais esperar un poco más para activarla, pero escapamos, ¿vale?. Algo nos disparó después de eso.
Clarke se pone recta: —¿Nos disparó?
—Un misil. Aire-aire. Vino justo desde la estratosfera —Su voz tiembla por el frío—. No creo que alcanzara el escafo. Pero voló por los aires el elevador. Conseguí con dificultad sumergirnos hasta un nivel seguro antes de...
—Pero eso no... ¿por qué rescatarnos y luego dispararnos?
Él no dice nada. Su respiración es rápida y ruidosa.
Clarke tira de nuevo de la compuerta de la cabina. Se balancea hacia abajo contra la abertura con un ligero crujido.
—Eso no suena bien —remarca el piloto.
—Aguanta un segundo —Clarke gira la válvula. La compuerta se hunde en el sello mimético con un suspiro—. Creo que lo he conseguido —Sube de vuelta al compartimento trasero.
—Cristo, tengo frío —dice el piloto y mira hacia ella—. Oh, mierda. ¿Estamos lejos?
Clarke mira por uno de las ventanitas del compartimento. El verde está desapareciendo. El azul está aumentando.
—Ciento cincuenta metros. Quizá doscientos.
—Debería estar narcotizado.
—He cambiado la mezcla. Estamos con Hidrox.
El piloto se estremece violentamente: —Mira, Clarke, me estoy congelando. Una de esas taquillas tiene trajes de supervivencia.
Ella los encuentra, desenrolla uno. El piloto trata de desengancharse del asiento sin éxito. Ella trata de ayudar.
—¡Au!
—Tu otra pierna también está herida. Quizá sólo un esguince.
—¡Mierda! ¿Me estoy desmontando y se te ocurre atarme aquí arriba? ¿La AR no te ha dado instrucción médica, por amor de Dios?
Ella se echa hacia atrás: un torpe paso hacia el respaldo del siguiente asiento de pasajeros.
No parece un buen momento para admitir que ella estaba narcotizada cuando lo puso allí.
—Oye, lo siento —dice él tras un momento—. Es que... ésta no es una buena situación, ¿sabes? ¿Te importa abrir ese traje y ponérmelo encima?
Ella lo hace.
—Mejor —Aunque aún está tiritando—. Soy Joel.
—Soy Cl... Lenie,
—Bueno, Lenie. Dependemos de nosotros, los sistemas no funcionan y vamos hacia el fondo. ¿Alguna idea?
No se le ocurre ninguna.
—Vale. Vale —Joel toma ire—. ¿Cuánto Hidrox tenemos?
Ella baja y comprueba el calibrador de la cascada—. Dieciséis mil. ¿Qué volumen tenemos?
—No mucho —Frunce el ceño como si tratase de concentrarse—. Dijiste doscientos metros, Eso nos coloca a menos de veinte atmósferas cuando sellaste la compuerta. Debería dejarnos unos cien minutos o así —trata de reír, no lo consigue—. Si van a enviar un rescate, mejor que lo hagan rápido.
Ella le sigue el juego: —Podría ser peor. ¿Cuánto duraría si no hubiésemos cerrado la compuerta hasta, digamos, los mil metros?
Tiritando: —Oh. Veinte minutos. El fondo está cerca de cuatro mil por aquí y yo diría que duraría allí cinco minutos, como mucho —Toma aire—. Ciento ocho minutos no está mal. Pueden pasar muchas cosas en ciento ocho minutos...
—Me pregunto si escaparon —susurra Clarke.
—¿Qué has dicho?
—Había otros. Mis... amigos —Niega con la cabeza—. Iban a volver nadando.
—¿A tierra firme? ¡Es de locos!
—No. Podría funcionar, ojalá se hayan alejado lo suficiente antes de...
—¿Cuando salieron? —pregunta Joel.
—Hace unas ocho horas antes de que llegaras.
Joel no dice nada.
—Podrían haberlo conseguido —insiste Lenie, odiándolo por su silencio.
—Lenie, a esa distancia... no lo creo.
—Es posible. No se puede... oh, no…
—¿Qué? —Joel gira en su arnés, trata de ver lo que ella está mirando—. ¿Qué?
Un metro y medio bajo los pies de Lenie Clarke, una aguja de agua de mar se dispara hacia arriba desde el borde la compuerta de la cabina. Dos más surgen mientras observa.
Al otro lado de la ventanilla, el mar se ha vuelto de azul profundo.
El océano comprime la Forcipiger, azota la atmósfera cada vez más. Nunca cede.
El azul se está disipando. Pronto el negro será lo único que quede.
Lenie Clarke puede ver el ojo de Joel hacia la compuerta. No mira al traidor que deja filtrarse al enemigo dentro de la cabina, ese está bajo casi dos metros de agua helada. No, Joel está mirando la compuerta de embarque ventral que una vez se abrió y se cerró en la Estación Beebe. Se asienta integrada en la pared que es ahora la cubierta, integridad ilesa, el agua empieza a surgir de su borde inferior. Y Lenie Clarke sabe exactamente lo que Joel está pensando, porque ella está pensando lo mismo.
—Lenie —dice él.
—Aquí estoy.
—¿Has intentado suicidarte alguna vez?
Ella sonríe: —Claro. ¿No lo hace todo el mundo?
—Pero no funcionó.
—Al parecer, no —coincide Clarke.
—¿Qué pasó? —pregunta Joel. Está tiritando otra vez, el agua está casi encima de él, pero aparte de eso, su voz parece tranquila.
—No gran cosa. Yo tenía once años. Me pegué un montón de dérmicos por todo el cuerpo. Perdí el conocimiento. Desperté en un centro de tutela de menores.
—Mierda. Un peldaño arriba de un Refugio Médico.
—Ya, bueno, no todos podemos ser ricos. Además, no estaba tan mal. Hasta tenían consejeros en el personal. Vi uno con mis propios ojos.
—¿Sí? —Su voz empieza a temblar otra vez—. ¿Qué te dijo?
—¿Él?. Me dijo que el mundo estaba lleno de gente que le necesitaba mucho más que yo y que la próxima vez que quisiera atención, quizá podía hacerlo de algún modo que no costara dinero al contribuyente.
—M-mierda. Menudo... gilipollas —Joel temblaba ahora de forma contínua.
—En relidad no. Tenía razón. Y nunca lo intenté otra vez así que, debió de haber funcionado —Clarke se deslizó dentro del agua—. Voy a cambiar la mezcla. Parece que empiezas a temblar otra vez.
—Len...
Pero ella se ha ido antes de que pueda terminar.
Ella baja hasta el fondo del compartimento, ajusta las válvulas que encuentra allí. La alta presión convierte el oxígeno en veneno. Cuando más profundo bajen, menos oxígeno pueden tolerar los respiradores de aire sin sufrir convulsiones. Esta es la segunda vez que había ajustado la mezcla. Por ahora, ella y Joel sólo respiran un uno por ciento de O2.
Aunque si él vive lo suficiente, habrá otras cosas que ella no podrá controlar. Joel no está equipado con los neuroinhibidores de un Rifter.
Ella tiene que subir y encararlo de nuevo. Aguanta la respiración, no tiene sentido conmutar su electrolizador por unos meros veinte o treinta segundos. Se siente tentada a hacerlo de todos modos, tentada a permanecer aquí abajo. Él no puede preguntar mientras esté sumergida. Allí está a salvo.
Pero de todas las cosas que ha aceptado en su vida, nunca ha tenido que admitir ser una cobarde.
Sube a la superficie. Joel aún mira la compuerta. Abre la boca para hablar.
—Ey, Joel —dice ella rápidamente—, ¿Estás seguro de que no quieres que conmute? No tiene sentido que use tu aire cuando no lo necesito.
Él niega con la cabeza: —No quiero pasarme los últimos minutos vivo escuchando la voz de una máquina, Lenie. Por favor. Quédate... conmigo.
Ella aparta la mirada y asiente.
—Joder, Lenie —dice él—. Estoy muy asustado.
—Lo sé —dice ella en voz baja.
—Esta espera, es sólo... Dios, Lenie, no puedes dejar que pase por esto. Por favor.
Ella cierra los ojos, esperando.
—Libera la compuerta, Lenie.
Ella niega con la cabeza: —Joe, podría matarme. No... ¿Cómo puedo...?
—Tengo las piernas destrozadas, Len. Ya no consigo sentir nada. Apenas pu-puedo hablar. Por favor.
—¿Por qué nos han hecho esto, Joel? ¿Qué está pasando?
Él no responde.
—¿Qué los ha asustado tanto? ¿Por qué están tan...?
Se mueve.
Se lanza hacia arriba y cae de lado. Estira los brazos, una mano se aferra al borde de la compuerta. La otra agarra la rueda en su centro.
Sus piernas se retuercen grotescamente bajo él. No parece notarlo.
—Lo siento —susurra ella—. No pude...
Él se acomoda y pone ambas manos sobre el volante: —No hay problema.
—Oh, Dios. Joel...
Él se queda mirando la compuerta. Sus dedos se cierran con fuerza alrededor de la rueda.
—¿Sabes una cosa, Lenie Clarke? —Hay frialdad en su voz, y miedo, pero también una súbita determinación.
Ella niega con la cabeza. No sé nada.
—Me hubiera gustado mucho follarte —dice él.
Ella no sabe qué decir a eso.
Él gira la compuerta. Tira de la palanca.
La compuerta cae dentro de la Forcipiger. El océano cae tras ella. El cuerpo de Lenie Clarke se ha preparado a sí mismo cuando no estaba mirando.
Él cuerpo de él sale despedido hacia atrás y golpea el de ella. Él parecía estar luchando o quizá sólo era la fuerza del Pacífico, jugando con él. Ella no sabe si está vivo o muerto, pero se agarra a él ciegamente mientras el océano gira alrededor hasta que ya no hay ninguna duda.
Sin atmósfera, la Forcipiger se acelera. Lenie Clarke toma el cuerpo de Joel por las manos y lo arrastra hacia fuera a través de la compuerta. Él la sigue hacia el viscoso espacio. El escafo se aleja girando bajo ellos, desvaneciéndose por momentos.
Con un suave empujón, ella libera el cuerpo que empieza a vagar lentamente hacia la superficie. Ella lo observa alejarse.
Algo la toca desde atrás. Apenas puede sentir a través de su inmersopiel.
Ella se gira.
Un esbelto tentáculo traslúcido se enrolla suavemente en su muñeca. Se disipa en la distancia totalmente negra. Ella lo atrae hacia sí. Su extremo hinchado le dispara hilos pegajosos en sus dedos.
Ella los aparta y sigue el tentáculo a través del agua. Encuentra otros tentáculos en el camino, débiles, cosas atenuadas, apenas oscilando en las corrientes. Todos conducen hacia algo alargado y grueso y sombrío. Ella lo rodea.
Una gran columna de estómagos agusanados pulsando con leve bioluminiscencia.
Con rebeldía, ella lo golpea con un puño cerrado. Eso reacciona de inmediato, secciona retorcidas partes de sí mismo que se encienden y arden como luciénagas de grasa. La columna central se oscurece al instante, tirando de sí misma. Late, pulsa, desciende a golpes, escabulléndose a cubierto de su propia carne descartada. Clarke ignora las golosinas sacrificadas y persigue el cuerpo principal. Golpea una vez. Otra. El agua se llena con pulsantes señuelos desmembrados. Ella los ignora, sigue rompiendo la columna central. No se detiene hasta que no queda nada salvo fragmentos arremolinándose en el agua.
Joel.
Joel Kita. Se da cuenta de que le gustaba. Apenas le conocía, pero le gustaba igual.
Y ellos lo habían matado.
Los han matado a todos, piensa ella. Deliberadamente.
Ni siquiera nos dijeron por qué.
Todo es culpa de ellos. Todo.
Algo se enciende en Lenie Clarke. Todo aquel que alguna vez la golpeó o la violó o le acarició la cabeza y dijo "no te preocupes, todo irá bien", viene hacia ella en ese momento. Todo aquel que alguna vez fingió ser su amigo, su amante, que la usó y le contaba que todo el mundo era mucho mejor que ella. Todos, alimentándose de ella a cada momento hasta que se encendían las jodidas luces.
Todos estaban esperando en la orilla. Sencillamente, se lo habían buscado.
Fue un poco por esto que le dio una paliza a Jeanette Ballard entonces. Pero aquello no fue nada, aquello sólo fue una muestra de las atracciones por venir. Esta vez va a contar. Ella vaga por el medio del Océano Pacífico a trescientos kilómetros de tierra. Está sola. No tiene nada para comer. No importa.
Nada de eso importa. Está viva, sólo eso le da ventaja.
El miedo de Karl Acton ha llegado para pasar. Lenie Clarke se ha activado.
No sabe por qué la AR está tan aterrorizada de ella. Sólo sabe que ellos no se han detenido ante nada para evitar que ella volviese a tierra firme. Con un poco de suerte, piensan que han tenido éxito. Con un poco de suerte, ya no están preocupados.
Eso va a cambiar. Lenie Clarke nada hacia abajo y hacia el este, hacia su propia resurrección.
En verdad te podría sorprender cuánto de esta historia no me he inventado. Si te interesa averiguar los detalles del trasfondo, las siguientes referencias te darán un comienzo.
La obra Starfish altera deliberadamente algunos de los hechos y probablemente he cometido cientos de otros errores por gran ignorancia. Esta lista es buena por eso: te da la oportunidad de corregirme.
Apuesto a que la mayoría no os importa mucho esto.
Describí las criaturas abisales bastante parecidas a como son. Si no me crees, lee:
• Light in the Ocean's Midwaters - por B. H. Robison. en Scientific American de Julio de 1995.
• Deep-Sea Biology - por J.D. Gage y P.A. Taylor (Cambridge University Press, 1992).
• Abyss - por C.P. Idyll (Crowell Co., 1971), es antiguo, pero es el libro que me enganchó cuando yo iba a 9° grado.
Aunque los peces que arrastramos fuera de las progundidades son bastante pequeños generalmente en la vida real, el gigantismo no es desconocido entre algunas especies abisales. Allá por 1930, por ejemplo, el pionero abisal William Beebe afirmó haber localizado un pez víbora de dos metros y medio desde una batisfera.
Encontré muchas cosas interesantes en The Sea... Ideas and Observations on Progress in the Study of the Seas. Vol. 7: Deep-Sea Biology (G. T. Rowe, ed., 1983 de John Wiley y Sons). En particular, el capítulo sobre adaptación bioquímica y fisiológica de los animales abisales (por Somero et al.) así como en Biochemical Adaptation, un libro de 1983 de Princeton University Press (Hochachka y Somero, Eds.), que me inició en la fisiología abisal, los efectos de la alta presión sobre los umbrales de activación neuronal y la adaptación de enzimas a los regímenes de alta presión/temperatura.
Una buena introducción para personas legas a la geología costera del noroeste del Pacífico, incluyendo una discusión sobre las dorsales medio oceánicas como la de Juan de Fuca, se puede encontrar en Cycles of Rock y Water - por K. A. Brown (1993, HarperCollins West).
The Quantum Event of Oceanic Crustal Accretion: Impacts of Diking at Mid-Ocean Ridges - (J.R. Delaney et al., Science 281, pp222-230, 1998) explica muy bien la maldad y frecuencia de los terremotos y erupciones a lo largo de la Dorsal de Juan de Fuca, aunque es un poco pesado por la palabrareía técnica.
La idea de que el noroeste del Pacífico está sometido por un terremoto importante se revisa en Giant Earthquakes of the Pacific Northwest - por R. D. Hyndman (Scientific American, Dec. 1995).
Forearc deformation y great subduction earthquakes: implications for Cascadia offshore earthquake podieztial - por McCaffrey y Goldfinger (Science v267, 1995) y Earthquakes cannot be predicted - (Geller et al., Science v275, 1997) discuten el asunto en gran detalle. Yo solía vivir feliz en Vancuver. Después de leerlos me mudé a Toronto.
La fuente absoluta que más mola para información al minuto sobre fuentes hidrotermales es la wed de la National Oceanic y Atmospheric Administration's (NOAA's). Está todo ahí: datos de exploración, agendas de investigación, mapas en vivo, animaciones tridimensionales de maremotos y publicaciones recientes, por nombrar unos cuantos. Empieza con http://www.pmel.noaa.gov/vents y sigue a partir de ahí.
La telepatía rudimentaria que describo se vio en realidad en la literatura técnica en 1994. Check out Does Psi Exist? Replicable evidence for an anomalous process of information transfer - por Bem y Honorton, páginas 4-18 en el Vol 15 del Boletín Psicológico. Incluyen significado estadístico y todo.
Las especulaciones sobre la naturaleza cuántica de la consciencia humana vienen de los libros de Roger Penrose: La Nueva Mente del Emperador - (Oxford University Press, 1989) y Sombras de la Mente (Oxford, 1994).
Los geles inteligentes que lo arruínan todo se inspiraron a partir de la investigación de Masuo Aizawa, un profesor del Instituto de Tecnología de Tokyo, publicada en una edición de agosto 1992 de la revista Discover. Por aquél entonces había conseguido conectar neuronas como precursoras de puertas lógicas simples. Me estremezco al pensar a dónde habrá llegado hoy en día.
La aplicación de redes neurales para la navegación a través de terreno complejo se describe en Robocar - por B. Daviss (Discover, Julio 1992.), que describe el trabajo realizado por Charles Thorpe en (dónde iba a ser) la Carnegie-Mellon University.
La teoría de que la vida se originó en las fuentes hidrotermales viene de A hydrothermally precipitated catalytic iron sulphide membrane as a first step towards life, por M.J. Russel et al. (Journal de Molecular Evolution, v39, 1994).
Las partes sobre la evolución de la vida, incluyendo la viabilidad de ARN ribosómico como una plantilla genética alternativa, las trabajé a partir de The origin of life on earth - por L.E. Orgel (Scientific American, octubre 1994).
La presencia simbiótica de Behemoth en el interior de las células de peces abisales la robé del trabajo de Lynn Margulis, quien fue la primera en sugerir que los orgánulos celulares fueron una vez organismos vivos libres por propio derecho (una idea que pasó de la herejía al canon en un plazo de diez años). Una vez que incluí la idea en el libro, encontré justificación en Parasites shed light on cellular evolution - (G. Vogel, Science 275, p1422, 1997) y Thanks to a parasite, asexual reproduction catches on - (M. Enserinck, Science 275, p1743, 1997).
Encontré por primera vez la idea de que el abuso crónico podía ser psicológicamente adictivo en Psychological Trauma - (B. van der Kolk, ed, American Psychiatric Press 1987).
El Síndrome de Falsa Memoria se explora en The Myth of Repressed Memory: False Memories and Allegations of Sexual Abuse - por E. Loftus & K. Ketcham (St.Martin's Press 1996).
Junté todas estas palabras yo mismo, sin embargo, me aproveché desvergonzadamente de todo aquél que podía juntarlas de modo apropiado.
El comienzo: Starfish empezó como un relato. Barbara MacGregor, entonces del Laboratorio de Violencia Doméstica de la Universidad de la Columbia Británica, hizo la critica de los primeros borradores de esa historia.
El final: David Hartwell compró el manuscrito; él y Jim Minz lo editaron. Por supueto, tenían mi gratitud, pero confiaba que su recompensa se extendiera más allá de tan verborrea barata. Esperaba que Starfish se vendiera bien y nos rindiera un montón de dinero a todos —la copia que estás leyendo es un comienzo. ¿Por qué no recoger otras copias y regalarlas a los Testigos de Jehová en las esquinas de las calles?
El medio: Glenn Grant le llevó el libro a David Hartwell de mi parte cuando yo estaba demasiado acobardado para hacerlo en persona. El Major David Buck, del Ejército de Nueva Zelanda, me dió el beneficio de su experiencia con explosivos, nucleares y cosas así. Quedé un poco desconcertado al descubrir cuánto pesamiento habían invertido algunas personas en los efectos de las explosiones nucleares en el lecho marino.
Cuando quise comprobar la geología de las dorsales y las zonas sísmicas, publiqué una pregunta en un par de grupos de geología de la Usenet en virtud de la investigación. Esto me rentó muchos consejos de personas que no conocía y, probablemente, nunca conoceré: Ellin Beltz, Hayden Chasteen, Joe Davis, Keith Morrison y Carl Schaefer me dieron las indicaciones y referencias sobre el vulcanismo, placas tectónicas y —en un caso— la logitud temporal que llevaría a un submarino nuclear recibir un impacto de la boca de un volcán activo tras ser engullido en una zona de subducción oceánica.
John Stockwell, del Centro de Fenónenos de las Olas —Escuela de Minas de Colorado—, fue especialmente comunicativo, compartiendo fórmulas y tablas que describían terremotos en unos bonitos equivalentes de Hiroshima que te dejaban sin aliento. Quedé tentado a no hacer mi propia investigación nunca más.
También quedé tentado a culpar a todas estas buenas personas por los errores técnicos que encuentres en el presente documento, pero por supuesto, no puedo.
Este es mi libro. Supongo que eso significa que también son mis errores.