Créditos

    El Rey Hormiga y otros relatos

    (versión gratuita en español. Prohibida su venta)

    Copyright © 2021 de Benjamin Ronsenbaum. (Algunos derechos reservados. CC-BY-NC-SA)

    Publicada en Artifacs Libros

    Traducción y Edición: Artifacs, febrero 2021.

    Diseño de Portada: Artifacs, imágenes tomadas de Max Pixel bajo licencia CC0.

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    Obra Original: The Ant King and Other Stories

    Copyright © 2008 de Benjamin Ronsenbaum. (Algunos derechos reservados. CC-BY-NC-SA) benjaminrosenbaum.com

    ISBN:

    Publicada gratuitamente en Small Beer Press.

Licencia Creative Commons

    El Rey Hormiga y otros relatos se publica bajo Licencia CC-BY-NC-SA 4.0 https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/legalcode.es

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    • No hay restricciones adicionales: No puede aplicar términos legales o medidas tecnológicas que legalmente restrinjan realizar aquello que la licencia permite.

Sobre el Autor

    Benjamin Rosenbaum creció en Arlington, Virginia, y recibió títulos en ciencias de la computación y estudios religiosos de la Universidad de Brown. Su trabajo ha sido publicado en Harper's, Nature, McSweeney's, F&SF, Asimov's, Interzone, All-Star Zeppelin Adventure Stories y Strange Horizons. Small Beer Press publicó su libreto Other Cities y The Present Group publicó su colaboración, Anthroptic, con el artista Ethan Ham.

    Sus historias han sido traducidas a catorce idiomas, incluidas en Best American Short Stories: 2006 y preseleccionadas para los premios Hugo y Nebula.

    Su sitio web es benjaminrosenbaum.com. Él vive en Suiza con su esposa Esther y sus hijos Aviva y Noah.

Dedicatoria

    Para Esther:

    mi amada,

    mi apoyo,

    y mi afortunado reposo.

El Rey Hormiga y Otros Relatos

por

Benjamin Rosenbaum

1. El Rey Hormiga: Un Cuento de Hadas Californiano

(The Ant King: A California Fairy Tale)

    Sheila se abrió por la mitad y el aire quedó lleno de bolas de chicle. Chicles amarillos. Esto fue espantoso para Stan, simplemente espantoso. Él había estado construyendo a Sheila durante mucho tiempo, había luchado por ese corazón, había creído en el amor de ambos hasta que finalmente ella llegó hasta él. Estaban a punto de besarse por primera vez y luego esto: bolas de chicle amarillas.

    Stan fue a un grupo de terapia para tratar de aceptar que Sheila se había ido. Era un grupo para personas cuyo amor no correspondido había terminado en una especie de momento surrealista. Hay un grupo para todo en California.

    Después de varios meses de arduo trabajo consigo mismo con el grupo, Stan estaba listo para abrir una tienda y vender miles de chicles amarillos. Hizo esto porque creía en el capitalismo, amaba el capitalismo. Le encantaba el aumento dinámico y el desplome del precio de las acciones de Amazon, le encantaban los grandes centros comerciales de hormigón que se extendían por Estados Unidos como la sangre manchando un pañuelo, le encantaba cómo se podía rastrear y reflejar todo en números. Cuando cerraba la tienda cada noche, contaba los chicles vendidos y determinaba sus ingresos brutos, sus gastos operativos, su margen operativo; ajustaba su hoja de cuentas y descubría su cociente deuda-capital; y después de este ejercicio cada noche, Stan sentía que se entendía a sí mismo y que estaba en paz y que podía ir a su apartamento y tomar té y dormir sin pegarse un tiro ni pensar en Sheila.

    La noche anterior a la OPI de bolasdechicle.com, Sheila llegó hasta Stan en un sueño. Ella estaba de pie en una piscina para niños; Stan y sus hermanos y hermanas corrían chapoteando y gritando; ella había logrado insertarse en una película casera de Super 8 de la familia de Stan, filmada a finales de los setenta. Ella parecía terriblemente triste.

    "Sheila, ¿dónde estás?" dijo Stan. "¿Por qué me dejaste, por qué te convertiste en bolas de chicle?"

    "El Rey Hormiga me tiene," dijo Sheila. "Debes rescatarme."

    Stan despertó, se afeitó, se puso su traje Armani y llevó su Lexus a su cita con sus capitalistas de riesgo y banqueros de inversión. Pero el sueño no quería dejarle en paz. "¿Rey Hormiga?" se preguntó a sí mismo. "¿Qué esto sobre un maldito Rey Hormiga?"

    En la carretera, cerca del pantano, paró el Lexus en el arcén. La autopista estadounidense es un sistema autónomo, pensó Stan. Sus paradas de descanso cuentan con videojuegos, baños, restaurantes y gasolineras. No hay razón alguna para abandonar el sistema de carreteras interestatales, su continuidad y perfección y libertad. Cuando llegas a la salida, siempre tienes una ligera sensación de pérdida, como al despertar de un sueño.

    Stan se quitó los relucientes zapatos negros y los calcetines de rombos, se subió las perneras del pantalón del traje Armani por encima de las rodillas y se abrió paso entre el barro y los altos juncos del pantano. Vio una garza alzarse, revolotear y elevarse hacia el cielo de media mañana. Rey Hormiga, Rey Hormiga, pensó.

    Millas bajo tierra, el Rey Hormiga estaba viendo un antiguo episodio de los Ángeles de Charlie en la tele por cable.

    "¿Con cuál te identificas?" le preguntó a Sheila. "¿Con la rubia, con la guapita morena o con la morena alegre e inteligente?"

    "Puede que Stan venga a rescatarme, ¿sabes?," dijo Sheila.

    “Me gusta que nunca se vea a Charlie. Y que Boswell, ¿se llama así, Boswell?, sea una especie de contraste y audiencia para las chicas. Hay todo un deseo no realizado: Boswell desea a las chicas, pero no tiene ninguna posibilidad, y creo que ellas desean a Charlie, pero Charlie es invisible."

    Sheila pellizcó una costura del sofá naranja. "Es posible. Puede que venga a rescatarme."

    El Rey Hormiga parpadeó y trató de sonreír tranquilizadoramente. "Claro. No, sí, seguro. Creo que vosotros dos estáis pasando por una fase, tal vez. Ya sabes, le llevó un tiempo lidiar con, eh, por lo que él está pasando."

    Sheila lo fulminó con la mirada. "¡Eres un mierda!" dijo ella.

    El Rey Hormiga le lanzó la bolsa de Doritos. "¡De acuerdo! ¡Solo intentaba ser amable!" le gritó. "¿Soy un mierda? ¿Soy un mierda? ¿Y qué hay del borrico de tu novio?" Agarró el control remoto y cambió el canal, mostrando a Stan sentado en el Lexus con la puerta abierta, secándose con una toalla los pies embarrados. "Ese es una causa perdida, nena. ¿Quieres que respete a un tipo así?"

    "Odio estar aquí," dijo Sheila.

    El Rey Hormiga se alisó las antenas y respiró hondo. "Está bien, lamento haberte lanzado los Doritos. Quizá haya exagerado. ¿Está bien?"

    "Y te odio, también," dijo Sheila.

    "De acuerdo," dijo el Rey Hormiga pillando salvajemente el control remoto y volviéndose hacia los Ángeles de Charlie. "Que así sea."

    "Las bolas de chicle son más que dulces, ¿no es cierto, Stan?" dijo Monique sonriendo ampliamente.

    Stan asintió. Aún tenía los pies mojados dentro de los calcetines de rombos. "Sí, los chicles tienen mucho, eh, mucho más significado que los dulces."

    Monique hizo una pausa y miró a Stan brillantemente, esperando que continuara. Al otro lado de la mesa, los tres aseguradores de Primer Crédito Suizo de Boston, Emilio Sapo, Harry Cuerpintero y Moby Mamporra, estaban sentados con cara de piedra y sin reaccionar dentro de sus trajes cruzados grises.

    Stan intentó recordar el plan de negocios de bolasdechicle.com. "Tienen cáscaras duras," dijo. "La gente, ah, quieren desafío... la dureza, la gomosidad..."

    Monique intervino suavemente. Monique, dos metros treinta de mujer después de la cirugía de reasignación de género. Monique, siempre vestida de punta en blanco. Monique era una leyenda del Valle por sus instintos, su suavidad, su rapaz codicia ejemplar. Stan le había vendido a Monique la idea de bolasdechicle.com y ella había invertido (ella le había encontrado los contactos adecuados, el equipo adecuado) y aquí estaban en el Gran Día, la Estrategia de Salida.

    "¡Stan!" chilló ella jocosamente con una mirada penetrante. "¡No seas tímido! ¡Explícales que las bolas de chicle son sexo! ¡Háblales sobre nuestros profesores de semiótica de primera, explícales que las bolas de chicle son un tropo cultural! Mira," dijo ella lanzándose sobre Cuerpintero, Mamporra y Sapo, "no puedes pensar en esto como un dulce, como una comida, como algo cíclico de consumo. ¡Ni hablar, Jose! Piensa en Pokémon. Piensa en Lucha Libre Mundial. ¡Piensa en Star Wars!"

    “¿Podríamos volver a los números?," dijo Emilio Sapo con una voz que sonó como la de un gato siendo licuado en una batidora industrial. Los rostros grises de Harry Cuerpintero y Moby Mamporra se crisparon de alivio.

    Más tarde, después de que se firmaran los acuerdos y se enviaran los faxes, Monique y Stan tomaron un taxi hasta un bar cigarrillo para celebrarlo.

    "¿Qué te pasa hoy?" dijo Monique encorvada, algo incómoda en el taxi, las rodillas casi le tocaban la barbilla, pero exudando su habitual sentido del estilo e imperturbabilidad.

    "Um... solo nervios por la OPI," dijo Stan esperanzado.

    "Corta el rollo," dijo Monique.

    "Tuve un sueño con Sheila," soltó Stan.

    "Oh, Diosa," dijo Monique. "Otra vez no."

    "Parecía tan real," dijo Stan. "Ella dijo que tenía que rescatarla del Rey Hormiga."

    "Bueno, tú no eres mi único CEO rarito," dijo Monique dándole un medio abrazo varonil, "pero creo que eres el más rarito."

    A la mañana siguiente, con una resaca de coñac y una garganta irritada por humo de cigarrillo, Stan quedó desconcertado frente a un edificio de dos pisos en el centro de Palo Alto. Este se parecía mucho al lugar donde trabajaba. Allí, en el letrero, estaban las otras empresas de su edificio: Ventas Leng Hong; Confiable & Chispa, abogados de patentes; el Atracón de Bollos, departamento de marketing; MicroChip Times, editorial. Pero no bolasdechicle.com, Inc.

    "Sabía que estaría usted aquí, señor," dijo Pringles, su secretaria, quien apareció junto a él.

    “¿Eh? ¡Pringles!" dijo Stan. El día anterior, Pringles había estado vestida con una camiseta negra que decía "Tu Televisión Ya Está Muerta" y doce pendientes, pero ahora vestía un elegante traje de negocios ocre, un maletín de color caoba y llevaba perlas.

    "Nos hemos mudado, señor," dijo guiando el camino hacia la limusina.

    En la autopista a Santa Clara, algo se le ocurrió a Stan. "¿Pringles?" dijo.

    "¿Sí, señor?"

    "Antes no me llamabas señor, me llamabas Stan."

    "Sí, señor, pero ahora nos hemos hecho públicos. Regulaciones de la SEC."

    "Es una broma, ¿no?," dijo Stan.

    Pringles miró por la ventana.

    El edificio de Bolasdechicle.com tenía treinta pisos de ventanas con cristal de espejado y su propia salida de la autopista 101. Una silueta de doce metros del personaje animado corporativo, el Sr. Chicle, se elevaba sobre Stan, exudando histeria amarilla. Pringles acompañó a Stan a su oficina suite en la trigésima planta, después de darle un pase de construcción.

    "Guao," dijo Stan mirando a Pringles detrás de su enorme escritorio de cristal. "Buen trabajo, Pringles."

    "Gracias, señor."

    "Bueno, ¿cuál es mi agenda para hoy?"

    "Nada programado, señor."

    "¿Nada?"

    "No, señor."

    “Oh. ¿Podría ver los números?"

    "Los pediré a Contabilidad, señor."

    "¿No puedo preguntarle a Bill sin más?"

    “Señor, Bill es ahora el Director Financiero de una empresa pública. No tiene tiempo para mirar los números."

    “Oh. ¿No debería organizar yo una reunión de personal con los jefes de departamento o lo que sea?"

    "Vic ya está haciendo eso, señor."

    “¿Vic? ¿Quién es Vic?"

    "Vic es nuestro Vicepresidente Ejecutivo de Operaciones, señor."

    "¿Lo es?"

    "Sí, señor."

    Stan miró su escritorio. Había bolígrafos de oro, un dispensador de cinta dorada, una foto enmarcada de Sheila y un tarro de vidrio lleno de bolas de chicle amarillas. Esas eran las últimas bolas de chicle de Sheila.

    "¿Pringles?" dijo Stan.

    "¿Sí, señor?"

    "No tengo ordenador."

    "Eso es cierto, señor."

    Hubo una pausa.

    "¿Algo más, señor?"

    “Um, sí. Pringles, ¿qué sugieres que haga hoy?"

    Pringles se volvió y caminó sobre la extensión del suelo de mármol hasta un armario de teca con un pomo de latón. Lo abrió y regresó con una bolsa de golf de cuero, la cual apoyó en el escritorio de vidrio.

    "Pringles, yo no juego al golf," dijo Stan.

    "Necesita aprender, señor," dijo Pringles y se marchó.

    Stan tomó una bola de chicle del tarro de vidrio y la miró. Pensó en morderla, masticarla, hacer un globo. O al menos chuparla. Debería probar una de estas en algún momento, pensó. Miró la foto de Sheila. Se guardó el chicle en el bolsillo de la chaqueta del traje Armani.

    Luego fue a buscar a Vampiro.

    "Hola," dijo Stan, mirando por una esquina de un cubículo en la decimoséptima planta. "Soy Stan."

    "Si tú lo dices," dijo la ocupante del cubículo sin apartar la mirada de su monitor.

    "No, de verdad, soy Stan, soy el Director Ejecutivo de esto."

    “Bien, te creo, ¿y? ¿Qué quieres, una medalla?"

    "Bueno, uh," dijo Stan. "¿Qué estás haciendo?"

    "Estoy haciendo un guión gráfico del piloto de dibujos animados del sábado por la mañana del Sr. Chicle, y me he pasado la fecha límite y me pagan una mierda, señor CEO."

    "Oh, de acuerdo," dijo Stan. "No te molestaré entonces."

    "Genial," dijo la guionista de dibujos animados.

    "Oye, por cierto, no sabrás dónde están los administradores de sistemas y esas cosas, ¿verdad?" Preguntó Stan.

    "Creí que habías dicho que no me ibas a dar la murga."

    Después de muchas de esas aventuras, Stan se encontró en el tercer sótano del edificio de bolasdechicle.com y cerca de la desesperación. Eran las ocho de la tarde y su pase de construcción expiraba a las nueve.

    De pronto, vagamente, desde muy lejos, Stan oyó el sonido de horribles y fantasmales chillidos y golpeteo rítmico.

    Gracias a Dios, pensó Stan dirigiéndose hacia el sonido. Y, de hecho, a medida que se acercaba, podía saber que estaba oyendo uno de los CD de thrash trance doom gótico de Vampiro.

    Stan había temido que, al igual que Pringles, Vampiro de repente pudiera llevar traje, pero cuando salió a la caverna iluminada por la luz negra de Vampiro, vio que Vampiro llevaba el pelo negro azabache hasta la rodilla, gabardina negra, mitones de cuero tachonados y gigantes piercings de acero quirúrgico en orejas, nariz, labios y lengua, como siempre. Quizá estaba rodeado por una variedad aún mayor que ayer de teclados, monitores y máquinas, pero era difícil saberlo.

    "¡Vampiro!" gritó Stan por encima de la música. "¡Me alegro de verte!"

    "Ey, hombre," dijo Vampiro, levantando una mano a modo de saludo pero sin apartar la mirada de su monitor.

    "Bueno, ey, ¿qué estás haciendo?" dijo Stan buscando un lugar para sentarse. Empezó a sacar un monitor roto de una silla plegable de metal.

    "¡NO TOQUES ESO!" gritó Vampiro.

    "Ops, ops, perdón," dijo Stan retrocediendo.

    "No hay problema," dijo Vampiro.

    "Y, ah, ¿decías?" dijo Stan esperanzado.

    “Montón de máquinas nuevas llegando," dijo Vampiro. "¿Qué sabes sobre el enrutamiento NetBSD 2.5 a través de varios servidores DNS?"

    "Absolutamente nada," dijo Stan.

    "Bien," dijo Vampiro y asintió.

    Stan esperó un poco, mirando a su alrededor. Finalmente habló de nuevo. "Ah, Vampiro, ¿alguna vez has oído hablar de un... esto va a sonar tonto pero... el Rey Hormiga?"

    "Nop," dijo Vampiro. "Conocí a una Enermiga una vez, en el Inferno BBS."

    "Oh," dijo Stan. "Pero, eh, ¿cómo averiguarías tú algo sobre el Rey Hormiga?"

    "¿Qué motores de búsqueda has probado?" preguntó Vampiro.

    "Bueno, ninguno," dijo Stan.

    "Bueno, prueba con Google, son buenos."

    "Está bien," dijo Stan. "Um, ¿Vampiro?"

    "¿Sí?"

    "Ya no tengo ordenador."

    Vampiro se volvió y miró a Stan. "¡Pobre bastardo!" dijo y señaló. "Usa ese."

    El Rey Hormiga estaba profundamente dormido en el sofá, con latas de Dr. Pepper esparcidas a su alrededor. Sheila se levantó con cautela, se quitó las zapatillas y las sostuvo en una mano mientras avanzaba de puntillas hacia la puerta, agarrando un Dorito en la otra.

    Fue un momento de suerte. Sheila pasó junto a varios de los secuaces del Rey Hormiga (que eran todos calvos y robustos y vestían idénticos sombreros de fieltro púrpura) dormidos en sus escritorios, y se abrió paso a través de las oscuras salas de la guarida del Rey Hormiga hacia los túneles en los confines de la misma. Se detuvo en la boca del túnel más grande. A lo lejos, podía oír correr el agua.

    Algo se movió en la oscuridad más allá, una gran forma descomunal. Sheila avanzó con cautela. Con un horrible chasquido seco y un crujido, la gigantesca Cucaracha Negra de la Muerte se precipitó hacia adelante.

    Con manos temblorosas, Sheila le dio de comer el Dorito, como había visto hacer al Rey Hormiga, y extendió la mano hacia arriba para palmear esas enormes antenas. Luego pasó junto al bicho y entró en el pasadizo.

    Avanzó andando hacia la oscuridad. Diez pasos, veinte. Nerviosa, masticó e hizo un globo. El globo estalló, resonando con fuerza en el túnel. Sheila se congeló, pero no hubo ningún movimiento por detrás. Con cuidado, escupió el chicle en la mano y lo pegó a la pared. Luego avanzó. Treinta pasos. Puedo lograrlo, pensó. Cuarenta.

    De pronto, Sheila estaba terriblemente hambrienta.

    Comeré cuando salga, pensó con gravedad.

    Pero eso no parecía bien del todo.

    Buscó en los bolsillos y encontró otro Dorito. Se lo llevó a los labios y se detuvo. No. No, eso no. Algo la estaba preocupando. Dejó caer el Dorito al suelo.

    No me he preparado adecuadamente para esto, pensó. Esta no es la forma de escapar. Necesitas un plan, necesitas recursos. De todos modos, no hay prisa.

    Comenzó a volver de puntillas por el túnel.

    De todos modos, no se está tan mal aquí, pensó. Estoy bien por ahora. Escaparé más tarde. Esto ha sido solo una prueba. Acarició distraídamente las antenas del Cucaracha Negra de La Muerte al pasar.

    Maldito Stan, por cierto, pensó mientras regresaba sigilosamente a través de las habitaciones oscuras. ¿Se supone que debo hacer todo esto yo sola? ¡Qué tipo! Mucho hablar, pero poca acción.

    En la tele, algunos comentaristas de la CNN estaban molestos por las valoraciones del mercado. “¿Diez mil millones por bolas de chicle? ¡Este es el ejemplo perfecto de espuma de mercado! Quiero decir que no hay un modelo de negocio, no hay barreras de entrada; solo en los días de hoy... "

    Sheila cambió a la MTV y se hundió en el sofá junto al Rey Hormiga.

    "Hola," dijo el Rey Hormiga adormilado.

    "Hola," dijo Sheila.

    "Oye, te he echado de menos," dijo el Rey Hormiga.

    "Métete eso en la oreja," dijo Sheila.

    "Escucha, tu ambivalencia sobre mí se está haciendo rancia, Sheila," dijo el Rey Hormiga.

    “¿Ambivalencia sobre ti? Sigue soñando," dijo Sheila. Recogió una bola de chicle amarilla del plato de la mesa de café, se la metió en la boca y la mordió. Un crujido, una ola de dulzura, la sensación de sus dientes hundiéndose en la dura carne del chicle. Sheila sonrió e hizo un globo. Estalló. Ya no tenía hambre. "Odio tus tripas," dijo ella.

    "Sí, lo que tú digas," dijo el Rey Hormiga dándose la vuelta y colocándose una almohada sobre la cabeza. "Madura, Sheila."

    La búsqueda en Google.com había arrojado varias bandas y CDs de música, un episodio de dibujos animados de Rey de la Colina, un folleto de "La Guarida del Rey Hormiga” en el parque acuático local, y varios videojuegos en los que el Rey Hormiga era uno de los villanos a vencer. Stan oía los CD en el automóvil, veía los dibujos en una sala de conferencias con un proyector de video, instaló los videojuegos en el ordenador de una recepcionista en la quinta planta y jugaba a ellos por la noche, escondiéndose de los guardias de seguridad. Aparecía mucho para visitar a Vampiro y evitaba por completo a Pringles y su oficina.

    "Estoy en el nivel 5," dijo Stan, "y no puedo pasar la Cucaracha."

    "¿Y llevas aún la espada mágica?" dijo Vampiro, sin levantar la mirada.

    "No, perdí eso con el Troll."

    "Ni siquiera tienes que ir al Troll," dijo Vampiro, quien nunca jugaba a los videojuegos, pero que leía religiosamente los grupos de noticias de videojuegos. "En vez de eso, puedes cruzar el Puente del Pavor."

    "Siempre muero en el Puente del Pavor cuando se rompe en dos."

    "No corres lo bastante rápido," dijo Vampiro. "Tienes que correr lo más rápido que puedas y saltar en el último momento."

    "Eso es difícil," dijo Stan.

    Vampiro se encogió de hombros.

    "¿Cómo van las cosas contigo?" Preguntó Stan.

    “El parche para el mod-ssl 1.2.4.2 es totalmente incompatible con la secuencia de compilación recomendada para Apache en un Solaris. Solaris es una porquería."

    "Oh," dijo Stan. "Bueno."

    "Oye, te he traído una cosa," dijo Vampiro.

    "¿Qué?" dijo Stan.

    "Eso," dijo Vampiro señalando.

    Sobre un estante polvorientos ordenadores, Stan vio una espada de metro y medio de largo en una funda de cuero dorado. La empunnadura de marfil representaba una espiral de hormigas arrastrándose. Stan sacó un poco la espada de la vaina y una misteriosa luz azul llenó la habitación.

    "Chula, ¿eh?" dijo Vampiro. "La pillé en eBay."

    Sosteniendo la espada mágica, Stan salió del ascensor en la trigésima planta y se aproximó a su oficina con cautela. No había estado ahí en una semana; sintió que debería registrarse.

    Pringles lo recibió en la puerta. "Esta ya no es su oficina, señor," dijo.

    "¿Ah, no?" dijo Stan. Trató de sostener la espada en un ángulo discreto. Pringles ignoró la espada.

    “No, señor. Hemos llevado allí a Vic."

    “¿Oh, en serio? Dime, ¿cuándo voy a conocer a Vic?"

    "No estoy segura, señor. Está bastante ocupado estos días con nuestra adquisición de Surinam."

    "¿Estamos adquiriendo Surinam? ¿Surinam no es un país?"

    “Sí, señor. Sígame, por favor."

    "Um, Pringles," dijo Stan apresurándose a alcanzarla. "¿Soy, ah, sigo siendo el CEO?"

    Pringles abrió la puerta de su nueva oficina. Era mucho más pequeña. "Lo consultaré con Recursos Humanos, señor," dijo, y se fue.

    Esa tarde, mientras Stan se sentaba en su nuevo y más pequeño escritorio, Monique pasó por allí.

    "Ey, ey," dijo, "así que aquí es donde te han llevado, ¿eh?"

    "Monique, ¿qué está pasando? ¿Me han, eh, usurpado?" Esa parecía la palabra incorrecta.

    "Oh, yo no me preocuparía por eso, tigre," dijo ella hundiéndose en una silla de cuero para visitas y cruzando las piernas. “Bolasdechicle va muy bien. Vic está haciendo un buen trabajo, deberías estar orgulloso."

    "Pero, Monique, yo ya no hago nada."

    "Oh, deja de quejarte," dijo Monique, puso los ojos en blanco. "Dios, le das tanta importancia a todo. Qué espada chula."

    "Gracias," dijo Stan con tristeza.

    "Mira, tú eres un tipo de fase emergente, no un tipo de fase de operaciones. Solo disfruta del viaje."

    "Supongo," dijo Stan.

    “Ahí lo tienes. Escucha, está claro que necesitas animarte. Yo cuido a la hija de mi hermana el fin de semana, vamos al parque acuático. ¿Quieres venir?"

    "Claro," dijo Stan. "¿Por qué no?"

    Monique pasó por el apartamento de Stan el sábado por la mañana, y Stan salió vestido con un pantalón oxford azul y pantalones chinos y llevando un traje de baño, una toalla y su espada mágica. Monique vestía una blusa plateada, una minifalda azul, un pañuelo de seda y gafas de sol. La hija de su hermana tenía la cabeza rapada, piel blanca empolvada, lápiz labial negro y kohl, y llevaba botas de combate y un vestido de novia adornado con arañas negras.

    "Stan, esta es Cadáver, la hija de mi hermana," dijo Monique.

    "Hola," dijo Stan.

    Cadáver gruñó, como un lobo.

    "Genial, ¿todo el mundo listo?" dijo Monique.

    En el coche, Stan dijo: "Bueno, Cadáver, ¿cuál es tu asignatura favorita en la escuela?"

    "Comprar," dijo Cadáver.

    "Ajá," dijo Stan. "¿Y qué quieres hacer cuando seas mayor?"

    "Provocar el derrocamiento violento del orden político actual," dijo Cadáver.

    “¿En serio? ¿Cómo?" preguntó Stan.

    Los ojos de Cadáver rodaron en las órbitas, exponiendo el blanco.

    "Ha salido a mí, ¿no es así, Cadáver?" dijo Monique alegremente. Cadáver no dijo nada.

    "Pero, Monique," dijo Stan. "Tú eres una capitalista de riesgo. Eres el orden político actual."

    Monique dio una carcajada.

    "Cadáver," dijo Stan, "Espero que no te importe que te pregunte esto, pero ah, ¿eres un niño o una niña?"

    "¡Menudo totalitario teleológico!" gritó Cadáver. "¡Los de tu clase serán los primeros al paredón cuando llegue la revolución!"

    "Venga, Cadáver, sé amable," dijo Monique. Pero ella estaba sonriendo.

    Stan hizo cola para el tobogán de agua en traje de baño, detrás de Cadáver, quien aún llevaba el vestido de novia. Él había dejado la espada en el vestuario. Se sentía desnudo sin él.

    Cadáver se sentó en la boca del túnel del tobogán de agua, esperando que la luz de "Ahora" se pusiera verde. Stan miró hacia el tobogán a su izquierda. Era un paseo en bote. En un bote inflable hinchado, cuatro calvos corpulentos en traje de negocio y sombreros de fieltro púrpura estaban sentados esperando la luz verde. Detrás de ellos había una familia mexicana en traje de baño, esperando con su bote.

    Qué curioso, pensó Stan. Miró con más atención a los hombres con sombrero.

    En su bote había un tarro de vidrio lleno de quizá trescientas bolas de chicle amarillas.

    Las luces cambiaron a verde. Cadáver desapareció por el tobogán y los hombres del barco se deslizaron por el túnel. A pesar del letrero que decía Uno A la Vez, Espere La Luz Verde, Stan saltó detrás de Cadáver.

    A mitad de camino a través de los giros, las vueltas y el caos del túnel, Stan chocó con Cadáver. "¡Ey!" gritó Cadáver y fue succionada de nuevo alejándola.

    Stan fue arrojado a una gran piscina. Se hundió y salió farfullando, el cloro le picaba la nariz. De pie, vacilante, miró hacia el final del viaje en bote. No había señales de los hombres con sombreros: el agua fluía pacíficamente.

    "¡Ey!" dijo Cadáver salpicándolo. "¡Se supone que no van a dos a la vez!"

    "Pensé que querías derrocar el orden político actual," dijo Stan aún mirando el paseo en bote.

    "Oh, cierto, comencemos con el parque acuático," dijo Cadáver.

    "¿Por qué no?" dijo Stan. La familia mexicana, en su bote, salió del paseo en bote. No había duda: el otro bote había desaparecido mientras estaba en el túnel.

    Monique estaba de pie junto a la piscina en su bikini de lunares, gritando a su teléfono móvil rosa impermeable. "No, idiota, ¡no quiero que seas rentable! Porque no podemos encontrar patrocinadores para una empresa rentable, ¡por eso! ¡Pues busca algo en lo que gastarlo!" Colgó el teléfono y negó con la cabeza. “Algunas personas están tan atrapadas en la vieja economía."

    "¿Puedo pedir prestado eso?" Preguntó Stan.

    "Está bien," dijo Monique, entregándole el teléfono. "No lo pierdas."

    "Nos vemos en el paseo en bote en cinco minutos," dijo Stan, y, llamando a Vampiro, se apresuró a buscar su espada.

    La luz se puso verde y el bote que contenía a Monique, Cadáver y Stan, (sosteniendo su espada mágica) se deslizó hacia el túnel.

    "¿Entraste?" gritó Stan en el teléfono móvil rosa por encima del rugido del agua corriendo. El bote atravesó la gran tubería, giró en un remolino y luego se apresuró hacia adelante.

    "Sí," dijo Vampiro por el teléfono móvil. "No fue fácil, pero estoy dentro. En realidad, después de descifrar la clave de sesión, no fue tan mal, tienen una sesión telnet continua que pasa por un enrutador Pac Bell, así que..."

    El bote se tambaleó y giró hacia la derecha y una cascada de agua voló sobre ellos. Stan gritó: "¿Y, ya sabes, abriste la puerta secreta o lo que sea?"

    "Oh, claro," dijo Vampiro, y tecleó un comando en el ordenador principal del parque acuático, configurando la atracción de "La Guarida del Rey Hormiga" en modo "real."

    El bote de goma se precipitó hacia una curva. Frente a ellos, una sección de la pared giró y el bote salió volando fuera de la tubería hacia la oscuridad y el espacio, cayendo entre las paredes negras del cañón.

    "¡Este viaje es genial!" dijo Cadáver, mientras caían.

    Cuando el bote chocó contra el gran río subterráneo de abajo, se zarandeó, y Monique y Cadáver se agarraron a las asas colocadas a los lados. Stan pensó en dejar caer el teléfono móvil rosa o la espada mágica, y mientras lo pensaba, salió volando del bote y desapareció en los gélidos rápidos.

    "¡Stan!" Gritó Monique.

    "Pringado," dijo Cadáver.

    El emergente río iba más lento a medida que se ensanchaba, se deslizaron más allá de enormes acantilados negros y, por fin, el bote de goma llegó a un muelle, donde varios hombres robustos con sombreros de fieltro púrpura ayudaron a Monique y a Cadáver a llegar a tierra firme.

    El Rey Hormiga hizo una reverencia y sus antenas se oscilaron. "Bueno, qué placer inesperado," dijo.

    "Guarida chula," dijo Cadáver.

    "Gracias," dijo el Rey Hormiga. "Ambas parecéis empapadas. Tenemos batas y mudas aquí mismo. ¿Queréis un espresso?"

    "Claro," dijo Monique.

    "¿Tienes chocolate caliente?" dijo Cadáver.

    "Sí, tenemos," dijo el Rey Hormiga.

    "Bien, aquí hay un pajarito amarillo," dijo Stan.

    "¿Aún tienes la vara?" dijo Vampiro por el móvil rosa.

    Stan miró el hueco de su brazo, donde estaba incómodo cargando una vara, un hacha, una barra de pan y una llave. Aún estaba en traje de baño, empapado y agotado por vagar por los túneles durante horas. El resplandor azul de la espada mágica iluminaba débilmente la habitación, incluido a un pájarillo amarillo que lo miraba con sospecha.

    "Deja la vara," dijo Vampiro. Stan la dejó resbalar y caer al suelo.

    "Ahora atrapa el pájaro," dijo Vampiro.

    Con el teléfono móvil rosa encajado entre la oreja y el hombro, y la colección de objetos encontrados en el hueco del brazo de la espada, Stan se acercó al pájaro. Este lo miró dubitativo y se alejó de un salto.

    "Parece que no puedo agarrarlo," dijo Stan.

    “Está bien, olvídate del pájaro. Solo dan puntos extra de todos modos."

    "¡Puntos extra!" gritó Stan. "¡No intento conseguir puntos extra, intento conseguir a Sheila!"

    "Vale, vale, mantén la calma," dijo Vampiro. "Recoge la vara de nuevo y ve al norte."

    Mientras Stan deambulaba por un laberinto de pequeños y sinuosos pasadizos, dejando objetos encontrados y migas de pan; según las instrucciones de Vampiro, para diferenciar las habitaciones y navegar así por el laberinto; y Cadáver y Monique se cambiaban con mudas de difusa felpa púrpura. Albornoces de tela, y Sheila veía en la tele Comedy Central y se sentía inexplicablemente inquieta, el Rey Hormiga se conectó a una red y envió un mensaje, el cual apareció en la esquina de la pantalla de Vampiro.

    «Te crees muy listo, ¿eh?» rezaba este.

    "Bien," dijo Stan, "uh, estoy en la sala con el hacha de nuevo."

    "Espera," dijo Vampiro. "Mensaje." Hizo un seguimiento para averiguar de dónde había venido el mensaje, pero no tuvo suerte: encontró un rastro circular de direcciones imposibles.

    «Sé que soy bastante inteligente,» tecleó Vampiro en respuesta.

    «No tan inteligente como crees,» tecleó el Rey Hormiga. ¿Crees que iba a dejar el programa sendmail de correo electrónico ejecutándose en un puerto abierto en mi servidor proxy real? Como si no supiera sobre el agujero de seguridad que tiene ese chisme.

    "Bien, creo que veo la salida aquí," dijo Stan. "Esta es la sala con los dos trozos de pan. ¿He ido al Este desde aquí?"

    "Aguanta un segundo," murmuró Vampiro.

    "Creo que no he ido al Este desde aquí," dijo Stan.

    «De acuerdo, estoy perplejo,» tecleó Vampiro. «Si ese no es tu servidor proxy real, ¿cuál es?»

    «Es mi PalmPilot,» tecleó el Rey Hormiga. «Con algunos ajustes al sistema operativo. Y estás ocupando mucha memoria en él, así que te agradecería que cerraras sesión, Vampi.»

    «Ey, espera,» tecleó Vampiro. «Eres Enermiga?»

    «Solía ​​serlo. Ya no,» tecleó el Rey Hormiga.

    "¡Ey, estoy fuera!" dijo Stan. "Esto se abre a una gran caverna. ¡Vaya, esto es grande, Vampiro!"

    «¡Mierda!" tecleó Vampiro. «¿Cómo has estado, hombre?»

    «Genial, pero no puedo decir lo mismo de ti,» tecleó el Rey Hormiga. «Estás más oxidado que el Infierno. ¿Por h te dedicas a vender bolas de chicle para ganarte la vida, por cierto?»

    "Oh, mierda," dijo Stan. "¡Oh, mierda!"

    "¿Qué?" dijo Vampiro secamente, tecleando furiosamente en la ventana de charla.

    "Vampiro, este es el puente. ¡Este es el Puente del Pavor! Siempre muero en el Puente del Pavor."

    "Ya te lo dije, hombre," dijo Vampiro distraídamente mientras charlaba con el Rey Hormiga. "Tienes que correr lo bastante rápido."

    Con el teléfono móvil en una mano y la espada en la otra, Stan comenzó a correr. Sus pies descalzos golpeaban las tablas del Puente del Pavor. El puente se balanceaba como loco sobre el abismo y Stan luchaba por mantener el equilibrio. Cuando se acercaba al centro, lanzó la espada delante de él y esta cayó al suelo al otro lado del puente. Stan se metió el teléfono móvil en la cintura del traje de baño y siguió corriendo. De pronto oyó un chasquido detrás de él y saltó. El puente se rompió bajo su peso y cayó doblándose. Stan voló por el aire, pero no lo bastante lejos. Cayó y logró a duras penas agarrarse a las tablas del puente debajo de él. Se agarró mientras las cuerdas se tensaban; pensó que se iban a romper y gritó de terror. Pero las cuerdas aguantaron. Stan se balanceaba sobre el oscuro cañón, agarrándose a las tablas.

    "Ey, ¿estás bien?" dijo Vampiro.

    "Sí," jadeó Stan. "Sí, eso creo."

    "Genial," dijo Vampiro. "Escucha, sé que este es un mal momento, pero hay algo de lo que tenemos que hablar."

    "¿Eh?" dijo Stan. "¿Qué?"

    "Bueno, esto me resulta un poco incómodo, pero ¿sabes?, no me he sentido satisfecho profesionalmente aquí últimamente..."

    "¿Qué?" dijo Stan.

    "Así que, bueno, he decidido aceptar otra oferta de empleo, básicamente."

    "Estás de broma, ¿no?," dijo Stan. "¿De quién?"

    “Del Rey Hormiga, en realidad. Estoy muy emocionado con ello, es un nivel de responsabilidad completamente diferente y... "

    "¿El Rey Hormiga?" gritó Stan. "¡¿El Rey Hormiga?!"

    "Sí, en realidad resulta que lo conozco desde hace mucho tiempo y..."

    "¡Pero, Vampiro!" gritó Stan. "Escucha, ¿no estamos juntos en esto?"

    "Ey, Stan," dijo Vampiro. "No hagamos esto difícil, ¿de acuerdo? Este solo es el cambio de carrera que creo que es adecuado para mí en este momento... "

    "¡Vampiro, podemos darte más responsabilidad!" Stan podía sentir el aire fresco del interminable abismo soplarle a los pies. “¡Más acciones! ¡Lo que quieras!"

    "Esa es una oferta genial, Stan, de verdad," dijo Vampiro. “Pero ¿sabes?, esto se está volviendo muy corporativo y esa no es mi escena. Creo que seré más feliz en un clima más emprendedor."

    "¡Pero, Vampiro!" gritó Stan y, en ese momento, las cuerdas encima de él crujieron y una se rompió, y las tablas que le sostenían se retorcieron y dieron vueltas. Stan fue golpeado contra la pared y el teléfono móvil rosa se le salió de la cintura y cayó en la oscuridad. Él esperó, pero no llegó a oír que el móvil tocara el suelo.

    «Mierda,», pensó, y comenzó a trepar por los tablones hacia la cornisa de arriba.

    "¡Sí!" dijo el Rey Hormiga. "¡Exactamente! Wile E. Coyote es la única figura de integridad en la literatura del siglo XX."

    "Totalmente," dijo Cadáver.

    "Venga ya," dijo Monique. "¿Qué pasa con Bugs Bunny?"

    "¡Un aficionado!" dijo el Rey Hormiga. “¡Un diletante! ¡Sin pureza de intención!"

    "¿Pinky y el Cerebro?"

    “¡Perdedores! ¡Intenta conquistar el mundo!"

    Sheila se aclaró la garganta. "Um, ¿alguien quiere más pretzels?" preguntó ella.

    "¿Tú eres a quien hemos venido aquí a rescatar?" Preguntó Cadáver. Sheila palideció.

    "Sí, lo es," dijo el Rey Hormiga. “Así que escucha, ¿Star Trek o Star Wars?"

    "Oh, por favor," dijo Cadáver. "¡Babylon 5!"

    "¡Excelente elección!" dijo el Rey Hormiga.

    “A mí me gusta Star Wars. Particularmente Darth Vader," dijo Monique.

    "Entonces iré por más pretzels," dijo Sheila.

    "¡Pero al final él abandona el Lado Oscuro!" dijo el Rey Hormiga. "¿Ves? ¡Sin integridad!"

    Frío y enojado, agarrando la espada mágica con ambas manos, Stan se plantó ante la gigantesca Cucaracha Negra de la Muerte.

    "Vamos, grandullón," chilló. "¡Alégrame el dia! ¡Te presento a mi espada, Motel Cucaracha! Estás a punto de registrarte, pero no vas a registrar... "

    Con un perezoso golpe de sus grandes garras, la cucaracha arrebató de un golpe la espada mágica de las manos de Stan. La espada se alejó volando y chocó contra la oscuridad. Luego, la cucaracha agarró a Stan por la garganta y lo levantó en el aire.

    "¡Ikh!" gritó de terror Stan.

    "Es amigo mío," chilló Sheila saliendo corriendo de la oscuridad.

    "¡Sheila!" se ahogó Stan.

    "Toma, venga, chico, bájalo, aquí tengo un Dorito," dijo Sheila.

    Reluctante, la cucaracha soltó a Stan, se comió un Dorito, se dejó acariciar y volvó reptando dentro del túnel.

    "Gracias," gruñó Stan mientras Sheila le ayudaba a levantarse.

    De la mano, Sheila y Stan se abrieron paso a través de los túneles que se alejaban de la guarida del Rey Hormiga.

    "No mires atrás," no dejaba de decir Stan. "¿Vale? No mires atrás."

    "Que vale," decía Sheila.

    De pronto, Sheila se detuvo.

    "¿Qué?" dijo Stan, con cuidado de no mirar atrás hacia ella.

    "Tengo, um, tengo hambre," dijo Sheila.

    "Yo también," dijo Stan. "Vamos."

    “Pero escucha, podríamos escabullirnos y comer algo, ¿verdad? Quiero decir, yo salí corriendo aquí porque había oído que por fin vendrías, pero habría empacado un sándwich si hubiera... "

    "Sheila, ¿estás chalada?" dijo Stan.

    "¿Qué se supone que significa eso?" dijo Sheila.

    Stan se palpó los bolsillos. El de la izquierda estaba vacío. El de la derecha tenía algo, un chicle. Seco. Lo sacó y entornó los ojos en la penumbra. Recordaba haber metido una bola de chicle en el bolsillo de la chaqueta del traje, pero...

    "Está bien, voy a volver," dijo Sheila.

    "Rápido, mastica esto," dijo Stan entregándole la bola de chicle sin mirar atrás.

    Ella mascó el chicle y caminaron por el túnel.

    "Nunca pensé que diría esto," dijo el Rey Hormiga, removiendo nerviosamente su café expreso. "Sheila se va a enfadar, pero... bueno, ¿cómo puedo decirlo...?"

    "Escúpelo ya," dijo Monique.

    "Sí," dijo Cadáver.

    "Cadáver, es que... siento que tú me entiendes de verdad, ¿sabes?"

    "Sí," dijo Cadáver en voz baja. "Yo siento lo mismo."

    Monique silbó.

    "¿Querrías...?" El Rey Hormiga se sonrojó. "¿Te gustaría permanecer bajo tierra conmigo para siempre y ayudarme a gobernar las profundidades subterráneas?"

    "¡Guao, eso sería increíble!" dijo Cadáver.

    "Oh, Dios, tu madre me va a matar," dijo Monique.

    "¡Oh, venga ya, tía Monique, no te vuelvas hipócrita conmigo! ¡Siempre me has dicho que siga mi corazón! ¡Siempre dices que es mejor meterse en problemas que ser aburrida!"

    "No he dicho que no puedas hacer esto," dijo Monique. "Solo he dicho que tu madre me va a matar."

    "¿Eso significa que puedo?" preguntó Cadáver.

    "¿Qué tal si hacemos esto a modo de prueba al principio?," dijo Monique. "¿Y bien? Y tú…," señaló con un dedo amenazador al Rey Hormiga. "Nada de esas porquerías de bolas de chicle adictivas, ¿de acuerdo?" Las antenas del Rey Hormiga se tensaron por la sorpresa. “Sí, tía Monique sabe más de lo que crees. Vigila por dónde vas, colega." Se volvió hacia Cadáver. "Tienes un mes," le dijo. "Hablaré con tu mamá. Luego regresas arriba y lo hablamos."

    "¡Oh, Dios mío, gracias, tía Monique!"

    "Tienes mi palabra," dijo el Rey Hormiga. “Cadáver disfrutará la vida aquí a fondo. Y será muy educativo."

    "Apuesto a que sí," dijo Monique.

    "Ey, ¿podemos derrocar violentamente el orden político actual?" Preguntó Cadáver.

    "Claro," dijo el Rey Hormiga. "Eso suena divertido."

Epílogo

    Stan se sentó detrás del escritorio frente a Lucy, la persona de recursos humanos, quien le sonrió alegremente. "¿Cuáles son tus habilidades?" preguntó ella.

    "Yo fundé esta compañía," dijo.

    "Aquí intentamos mirar al futuro," dijo. “Las organizaciones menos progresistas se centran en logros pasados, pero nuestra filosofía es centrarnos en las habilidades actuales. ¿En qué idiomas sabes programar?"

    "Ninguno," dijo Stan. "Aunque sé usar el Microsoft Word."

    "Mmm... hmm," dijo Lucy. "¿Algo más?"

    "Soy bastante bueno en el análisis financiero," dijo Stan.

    "En realidad, tenemos exceso de personal en contabilidad," dijo Lucy.

    "Podría trabajar en marketing," dijo Stan.

    Lucy sonrió con indulgencia. “Todo el mundo cree que sabe hacer marketing. ¿Qué hay del Servicio al Cliente?"

    "Creo que pasaré de eso," dijo Stan.

    "Está bien," dijo Lucy alegremente. "Bueno, te lo haré saber en cuanto surja otra cosa. Bolasdechicle.com se preocupa por ti como empleado. Queremos que sepas eso y que disfrutes de tus vacaciones indefinidas sin derecho a sueldo. ¿Puedes hacer eso por mí, Stan?"

    "Lo intentaré," dijo Stan, y se fue.

    Stan por fin conoció a Vic en la fiesta de Navidad de la empresa en San Francisco. Como esperaba, Vic era alto, rubio y atlético, con una sonrisa de tenis.

    "¡Stan!" dijo Vic alegremente. “Qué bueno conocerte por fin. Y ella debe ser Sheila."

    "¡Hola!" dijo Sheila estrechándole la mano.

    "Hola, Vic," dijo Stan. "Escucha, yo..."

    "Estupendo vestido," le dijo Vic a Sheila.

    "¡Gracias!" Dijo Sheila. "Bueno, ¿cómo eso es eso de dirigir el cotarro?"

    Stan dijo: "Yo quería..."

    "En realidad, se ha calmado un poco," dijo Vic. "Estoy empezando a tener tiempo para jugar al golf y esquiar."

    Stan dijo: "Me preguntaba si podríamos..."

    "¡Guao!" dijo Sheila. "¿Dónde esquías?"

    "Eb Tahoe," dijo Vic.

    "Por supuesto," se rió Sheila.

    Stan dijo: "Tal vez si pudiéramos tomarnos unos minutos..."

    "¿Y está aquí tu esposa?" Preguntó Sheila.

    Vic rió. "No, me temo que soy soltero."

    "Guao, ¿eres gay?" Preguntó Sheila.

    "Aproximadamente 400% hetero," dijo Vic.

    "¡Ey, yo también!" Dijo Sheila.

    Stan dijo: "Se trata de mi empleo aquí en..."

    "Pero en serio, no he encontrado a nadie con quien haya hecho clic desde que me mudé al Área de la Bahía," dijo Vic.

    "¡Sé lo que quieres decir!" Dijo Sheila.

    Stan dijo: "Porque tengo algunas ideas sobre cómo podría..."

    "¿Dónde estabas antes de venir al Área de la Bahía?" Preguntó Sheila.

    Más tarde, Sheila se acercó a Stan en la ponchera.

    "Stan, ¿sabes?, las cosas no nos han ido muy bien últimamente."

    "Ajá," dijo Stan.

    "Quiero que sepas que te agradezco mucho que me hayas rescatado..."

    "Ey, no hay problema," dijo Stan.

    "Pero desde entonces, es que parece que no vamos a ir a ninguna parte, ¿sabes?"

    "Sheila, te amo," dijo Stan. “Daría mi vida por ti. Nunca he encontrado nada en mi vida que signifique algo para mí, excepto tú."

    "Lo sé, Stan," dijo. "Lo sé. Y tal vez estoy siendo una perra, pero ¿sabes?, eso es un poco difícil de levantar. ¿Sabes? Y aún no he llegado a ese punto." Ella lo rodeó con sus brazos. Él se puso rígido. Ella lo soltó y suspiró. "Creo que..."

    "¿Que vas a huir con Vic?" dijo Stan. "Suéltamelo ya directamente."

    Sheila suspiró. "Sí," dijo. “Sí, supongo que sí. Lo siento."

    "Yo también," dijo Stan.

    Stan dejó la fiesta y caminó hasta el Puente de la Bahía. Miró hacia el agua negra. Pensó en saltar, pero en realidad no tenía ganas de morir. Simplemente ya no tenía ganas de ser él mismo.

    Decidió convertirse en un vagabundo y caminó hasta Sur de Mercado, donde cambió el traje, zapatos y billetera por una chaqueta militar, una gorra de lana, vaqueros rotos, zapatillas, un carrito de compras, tres bolsas de plástico y una botella de Tren Nocturno dentro de una bolsa de papel. Pero no era un buen vagabundo. Era demasiado educado para mendigar, no le gustaba el sabor de Tren Nocturno, y en las fogatas se sentía alienado de los otros vagabundos (no conocía ninguna de las canciones que a ellos les gustaban y ellos no querían hablar sobre las acciones de Internet). Tenía hambre, frío, estaba solo, cansado y sobrio cuando Monique lo encontró.

    "Tienes un aspecto de mierda," dijo ella.

    "Vete, Monique," dijo. "Soy un vagabundo ahora."

    "¿Ah, sí?" dijo Monique. "¿Y cómo te está resultando eso?"

    "Pésimamente," admitió Stan.

    Monique salió de su BMW y se acuclilló junto a donde estaba Stan. Los otros vagabundos se alejaron, poniendo los ojos en blanco y moviendo la cabeza con disgusto.

    "He perdido todo lo que amo," dijo Stan.

    "¿No eras tú el tipo que amaba el dramático aumento y caída de la cotización bursátil de Amazon? ¿Los centros comerciales de hormigón que se extienden por Estados Unidos como sangre manchando un pañuelo? ¿Cómo se puede rastrear todo y reflejarlo en números... números, la sangre vital del capitalismo? ”

    "Bueno, sí," dijo Stan.

    "Entra en el coche," dijo Monique. "Estás contratado."

    Stan entró en el coche.

FIN

2. El Valle de los Gigantes

(The Valley of the Giants)

    Yo había enterrado a mis padres en su mausoleo de mármol gris en el corazón de la ciudad. Había enterrado a mi marido en una caja de plomo hundida en el barro del fondo del río, donde yacen todos los barqueros. Y después de la guerra, había enterrado a mis hijos, los cuatro, en sudarios de lino blanco en los nuevos cementerios excavados en lo que solía ser nuestra tierra de cultivo: toda la tierra que se extiende desde el delta del río hasta las colinas.

    Tuve una nieta que sobrevivió a la guerra. La veía a veces (vestido rosa brillante, una chispeante bebida en la mano) del brazo de algún oficial extranjero con brocado en los hombros, al borde de un patio de mármol. Ella nunca me devolvía la mirada: la pobreza, el fracaso y el descrédito político son todos, estos días, contagiosos y sinónimos.

    Los jóvenes estaban mayormente muertos y se habían llevado a los hombres ancianos, nos decían, para aprender cosas nuevas e importantes y regresar cuando estuvieran listos para contribuir plenamente. Así que esta era una ciudad de abuelas. Y fue en el bar abuelas junto al puerto (sorbiendo té caliente con ron y mirando por encima de los hombros de los trabajadores portuarios que jugaban mah-jongg) donde oí por primera vez sobre el valle de los gigantes.

    Todos nos reímos de la idea, excepto una química de nariz torcida y el colorete apelmazado en los pliegues de su rostro, que estaba indignada. "¡Vivimos en la era moderna!" chilló ella. "¡Deberías daros vergüenza!"

    La viajera se levantó de la mesa. Era huesuda, de piel áspera y encorvada como un cuervo viejo, con un pañuelo de seda azul y mechones de cabello tan negros como el hollín. Sus ojos estaban veteados de rojo.

    "Aún así," dijo la viajera, y salió andando.

    Se reían tanto de la química como de la viajera. Encontrar a alguien aún orgulloso, cualquiera que creyera en los gigantes o en la vergüenza, era muy gracioso. El aire del bar estaba acre de triunfo. Encontrar a alguien aún más vulnerable y tonto que nosotras, después de que nos lo hubieran quitado todo, era un placer.

    Pero yo seguí a la viajera hacia las calles mojadas. El olor a pescado rezumaba de los muelles. Aquí y allá había trozos de carbonizados escombros en las alcantarillas. La alcancé en su puerta.

    Ella me invitó a tomar té y un masaje. Sus miembros estaban desgastados y anillados, como las ramas de los árboles en el campo seco. Olía a miel lmantenida un tiempo en una habitación oscura, un poco fermentada. Un olor embriagador.

    Por la mañana, la brillante luz del sol recorrió las paredes y el suelo, y la viajera y su mochila se fueron.

    Corrí a casa. Mi casa había sobrevivido a la guerra con todas sus paredes de arcilla marrón intactas, aunque el jardín y el patio eran un montón de escombros ennegrecidos. Mi casa estaba vacía y fría.

    Empaqué seis hogazas de pan plano, algunas olivas, un queso duro, un bonito vestido, ropa para caminar, mis pastillas y gafas, una jarra de vino, una cantimplora con agua y un cuchillo de cocina. Me senté en la sombra de mi sala de estar un rato, mirando la masa amorfa de la manta que había estado tejiendo.

    Esa nieta: sus padres trabajaban en los viñedos y, cuando era niña, jugaba en mi patio por las tardes. Cuando se raspaba las rodillas ensangrentadas con las piedras, se negaba a llorar. Lloraba de frustración cuando los niños mayores podían hacer algo que ella no podía, como atar nudos o atrapar un pollo. Sentada en mi regazo, su cuerpecito temblaba, sus puñitos me golpeaban lentamente la espalda, uno y luego el otro. Por la noche, se sentaba en el murete de mi patio mirando hacia los viñedos, con los ojos ardiendo como velas, buscando el primer atisbo de sus padres volviendo a casa.

    Decidí no llevar el cuchillo. No sabía si tendría problemas en los puestos de control, pero las abuelas cuerdas confían en la autoridad moral más que en la fuerza: un arma amarga, débil e inútil, pero la mejor que sabemos manejar. Reemplacé el cuchillo con una armónica.

    Debido a que la viajera había tenido uvas frescas en un cuenco en su habitación, me dirigí hacia los viñedos. Debido a que las suelas de sus botas estaban cubiertas de ceniza roja, pasé a través de los viñedos hacia el polvo sombrío de la tierra seca. Y como un valle de gigantes tendría que estar bien escondido, dejé el país seco al pie de las montañas nevadas.

    Sabía que estaba en el punto de control, porque los soldados que me hicieron señas para que pasara estaban hurgando en el saco de la viajera, discutiendo sobre sus bufandas de seda.

    En el campo salvaje de las colinas, vi el humo de su fogata, un hilo de blanco puro en un cielo del color del lino viejo.

    Sus ojos estaban más rojos que antes. Ella tenía la ropa embarrada y supe que los soldados la habían arrojado al suelo. Ella defendiendo sus bufandas.

    La viajera me arrancó el paquete de las manos y lo abrió como alguien que quita una venda de una costra. Tiró mis cosas al suelo: mi pan sin levadura, mi ropa de caminar, mi cantimplora, mi queso. La miré, me dolían las manos. Aunque se echó a reír cuando encontró la armónica. Tomé suavemente el paquete de sus manos y extendí nuestras cosas sobre una roca plana, mientras ella se reía con los ojos cerrados.

    Su jergón era suave y la piel de su espalda estaba tibia.

    No quiso decirme cómo eran los gigantes. Me pregunté si eran bestias o un ejército o sabios. Pensé que podrían ser peligrosos, que podrían destrozar mi viejo cuerpo, devorarme con sus afilados dientes. En lugar de un mausoleo, una caja de hierro, un sudario blanco, mi tumba serían los intestinos de un gigante. De esa forma mi cuerpo sería útil. De esa manera, tal vez, yo encontrara la liberación, en lugar de este resistir.

    Cuando llegamos al paso que conducía al valle de los gigantes, hacía mucho frío. Ojalá hubiera traído cosas más cálidas. El valle era tortuoso, vasto y boscoso. El viajera me tomó de la mano para guiarme por el sendero. "Pronto," dijo.

    El primer gigante sonrió cuando nos vio. Tenía una barriga grande y redonda, ojos tiernos demasiado grandes para su rostro, labios carnosos y cabello castaño desgreñado como hilo. Iba desnudo y su pene regordete se bamboleaba mientras caminaba. Este era del tamaño de un taburete de cocina.

    Tenía una mujercita morena sentada sobre los hombros, agarrándose a su cabello como hilo. Ella tenía sólo cuarenta y cinco o cincuenta años y vestía los restos andrajosos de un uniforme de médico: bata blanca de laboratorio, pantalón negro, zapatos bajos. Nos miró y luego escondió el rostro en el cabello de su gigante.

    La viajera me soltó la mano y corrió hacia el valle, gritando. Una mujer gigante, delgada, pelirroja y con grandes pechos salió de una cueva y la recogió.

    Yo la seguí, mirando a la viajera. El gigante la arrojó al aire, más alto que un campanario o un minarete. Y la atrapó de nuevo. La arrojó y la atrapó de nuevo. Mi estómago estaba helado de terror. Si caía desde allí, se haría añicos. Ella estaba gritando de la risa. El gigante estaba sonriendo. No bajaron la vista hacia mí.

    Caminé por el valle. Los gigantes me observaban con curiosidad, comían los frutos de los árboles, dormían junto al río. Por fin me paré junto a un gigante sentado contra un árbol, mirándose tímidamente las manos. Su piel era del color de la teca. Su cabello era negro y rizado. Me levantó y me sentó en su regazo.

    Lo que pasa con los gigantes es esto. La razón por la que nadie quiere irse es esta. Te abrazan. Solo necesitas gritar o llamar, y manos fuertes del tamaño de mesas de la cocina te levantan y te acunan. Los gigantes susurran y tararean, colocando sus grandes labios suaves sobre tu vientre, tu espalda. Te acarician el cabello y sus dedos, tan grandes como platos, son muy delicados. Te quedas dormida sostenida en el hueco de sus brazos, o sobre sus hombros, aferrándote a su cabello. Las mujeres gigantes te alimentan con sus pechos: grandes pechos caídos, grandes como caballos, con pezones tan grandes como cántaros. La leche es dulce y rica como la crema catalana.

    Cuando te sostienen al pecho y tararean, rizas tu cuerpo viejo, lleno de cicatrices y dolorido sobre esa gran extensión de carne y respiras, solo respiras.

    Hemos visto aviones. Luego hubo un misil que se coló en la cueva de un gigante una noche. Un gigante dormía allí, con tres abuelas sobre la barriga. El misil los buscó por los túneles de la cueva. El suelo rugió, se estremeció y se rompió. Salió humo de la boca de la cueva. No fuimos a ver qué quedó allí.

    De modo que nos están cazando. Mi amiga la viajera está inquieta otra vez. Pero yo no quiero irme. Cuando los aviones pasan, nos escondemos. Dentro de una cueva, me acurruco contra el pecho de mi gigante, entierro la cara en sus cabellos, tan largos como cucharas para mezclar, tan gruesos como mantas. Siento los ojos de mi nieta desde lejos, buscando, buscando, hambrienta.

FIN

3. La Naranja

(The Orange)

    Una naranja gobernaba el mundo.

    Fue algo inesperado que la abdicación temporal de la Providencia Celestial encomendara todo el asunto a una simple naranja.

    La naranja, en una arboleda de Florida, aceptó humildemente el honor. Las otras naranjas, los pájaros y los hombres sobre sus tractores lloraron de alegría, los motores de los tractores retumbaron himnos de alabanza.

    Los pilotos de aviones que pasaban daban vueltas por la arboleda y les decían a sus pasajeros: "Debajo de nosotros está la arboleda donde la naranja que gobierna el mundo crece en una simple rama." Y los pasajeros guardarban silencio con asombro.

    El gobernador de Florida declaró fiesta todos los días. En las tardes de verano, el Dalai Lama venía a la arboleda y se sentaba con la naranja y hablaba de la vida.

    Cuando llegó el momento de recoger la naranja, ninguno de los trabajadores migrantes lo hizo: se declararon en huelga. Los capataces lloraron. Las otras naranjas juraron que se amargarían. Pero la naranja que gobernaba el mundo dijo: “No, amigos míos, es la hora."

    Finalmente, trajeron a un hombre de Chicago, con un corazón tan ventoso y frío como el lago Michigan en invierno. Dejó su maletín, se subió a una escalera y recogió la naranja. Los pájaros quedaron en silencio y las nubes se habían ido. La naranja dio las gracias al hombre de Chicago.

    Dicen que cuando la naranja pasó por el sistema nacional de procesamiento y distribución de productos agrícolas, ciertas máquinas se convirtieron en oro, camioneros tuvieron epifanías, gerentes de envejecidas tiendas rurales llamaron a sus alienadas hijas lesbianas en Wall Street y todo fue perdonado.

    Yo compré la naranja que gobernó el mundo por treinta y nueve centavos en la tienda Safeway hace tres días, y durante tres días se estuvo en mi cesta de frutas y fue mi maestra. Hoy, me dijo: "Es la hora" y me la comí.

    Ahora estamos solos otra vez.

FIN

4. Notas biográficas de "Un Discurso Sobre la Naturaleza de la Causalidad: con Aviones," de Benjamin Rosenbaum

(Biographical Notes to “A Discourse on the Nature of Causality, with Air-Planes,” by Benjamin Rosenbaum)

    A mi regreso de FabPlaus-Wisconsin (un delicioso festival de arte e investigación que se autodenomina “la Asamblea de Ginárquicas Fábulas Plausibles Única en el Mundo”) a bordo del PRGB, George Bernard Shaw, sucedió que por casualidad yo compartía un compartimiento con Prem Ramasson, Rajáaa del Thule Más Exterior, y su consorte, una adusta pero hermosa mujer cuyo nombre yo no conocía.

    Dos grandes bárbaros rubios portando la librea de Thule Más Exterior (un elefante a horcajadas sobre un iceberg y un volcán) estaban de pie en el pasillo exterior armados con sables y lanzadores de agujas. Cortésmente me preguntaron si podían cachearme, luego me dejaron entrar. Ignoraron la daga corta en mi cinturón, presumiblemente contando con que la habilidad de su señor con las armas era más que suficiente para igualar la mía.

    Ocupé mi lugar en el bordado diván. "Buenas noches," dije.

    El Rajá me lanzó una sonrisa de dientes blancos e inclinó la cabeza. Su consorte se pasaba un hilo de velo azul por los labios y miraba por la portilla.

    Yo saqué mi cuaderno, bolígrafo y tintero de mi valija, coloqué el tintero en el puerto provisto en la mesa de pino blanco puesta en la pared y deslicé a un lado las cuerdas que sujetaban el cuaderno. El tintero se iluminó con un tenue resplandor azul.

    El Rajá estaba barajando un Mazo de Sabiduría, deteniéndose para mirar las caras incandescentes de las cartas y luego hacia mí. "Usted es el fabulista plausible, Benjamin Rosenbaum," dijo por fin.

    Me incliné rígidamente. "Un seudónimo, por supuesto," dije.

    "¿Tomado de El Pimpinela Escarlata?" preguntó arqueando una ceja con curiosidad.

    “Mi señor es muy rápido," dije escuetamente.

    El Rajá rió, indicando el Mazo de Sabiduría con un gesto. "Aunque no es el personaje más heroico o comprensivo de ese libro."

    "De hecho, no, mi señor," dije con cortesía. “El nombre se elige irónicamente. Como una especie de desafío para mí mismo, por así decirlo. Con el nombre de una famosa caricatura antihebraica, debo estar más orgulloso y ser más sutil en mis propios esfuerzos literarios."

    "¿Eres un karaíta, pues?" preguntó.

    "Soy israelita, en todo caso," dije. "Si no un ortodoxo seguidor de la tradicional religión de desesperación de mi pueblo."

    Los ojos del príncipe brillaron con interés, así que, a pesar de mis reservas, le expliqué mis investigaciones sobre la herejía rabínica que había florecido brevemente en Palestina y Babilonia en la época de Ashoka y sobre su Talmud perdido.

    “Fascinante," dijo el Rajá. "¿Vuelves ahora con tu familia?"

    "Estoy totalmente sin apegos, mi señor," dije, mi rostro se oscureció de vergüenza.

    Excusándome, profundicé una vez más en mi escritura, deteniéndome de vez en cuando para dejar que mis Hormigas de Sabiduría se escabulleran fuera del tintero para probar la tinta con sus antenas, guardándola en la memoria para su posterior edición. En FabPlaus-Wisconsin, había recibido una tarea (construir una fábula plausible de un mundo sin zepelines) y estaba tratando de imaginar algún medio de transporte aéreo alternativo para mis personajes cuando el Príncipe habló de nuevo.

    “Yo mismo soy un entusiasta de las fábulas plausibles," dijo. "Me gustó mucho tu «Gotero."

    "Gracias, Su Alteza."

    "¿Estás escribiendo tan gran extrapolación ahora?"

    "Estoy probando suerte con una historia de las sombras," dije.

    El príncipe se rió alegremente. Su consorte se había acurrucado contra el mamparo y se había quedado dormida, la gasa azul de su velo le oscurecía los rasgos. "Adoro la historia de las sombras," dijo.

    "La mayor parte de la historia de las sombras procede con la lógica del sueño, llena de ecos extraños y resonancias distorsionadas de nuestro mundo," dije. "Estoy experimentando con una nueva forma, en la que un solo punto de divergencia en la historia conduce a una nueva cadena causal de eventos y, por tanto, a un presente diferente."

    “Pero el mundo es un sueño," dijo emocionado. “Su idea huele a demócrata materialismo, como si los eventos del mundo fueran producidos puramente por causa y efecto lineal, la más simple de las cinco formas de causalidad."

    "De hecho," dije.

    "¡Qué fantástico!" chilló.

    Estaba a punto de volver a mi trabajo, pero el príncipe aplaudió tres veces. De su equipaje, un pajaril Sirviente de Sabiduría se desplegó él solo y pisó ágilmente el suelo. Completamente desplegado, medía tres codos de alto, con una cabeza trapezoidal y ojos azules incandescentes. Tomó un servicio de té plateado de un nicho en la pared, puso la bandeja en la mesa entre nosotros y comenzó a servir.

    "Despierta, Sarasvati Sitasdottir," le dijo el príncipe a su consorte, acariciándole el hombro. "Estamos celebrando."

    El servidor colocó una taza de té humeante ante mí. Yo tapé el bolígrafo y empujé a mis Hormigas de regreso al tintero, aunque una se arrastró obstinadamente hacia el té. "¿Qué estamos celebrando?" Pregunté.

    "Vendrás conmigo a Thule Más Exterior," dijo. “Es un lugar mágico, todo fuego y hielo, excepto donde hay verdura y ovejas. Hogar de héroes épicos, los primos de Rama." Su consorte tomó un somnoliento sorbo de su té. “Necesito un fabulista plausible. Puedes escribir la historia de Thule que podría haber sido, para inspirar y calmar a mis inquietos sujetos."

    “¿Por qué yo, Su Alteza? Difícilmente soy un fabulista de gran renombre. Quizá podría ayudarle a contactar con alguien más adecuado, digamos Karen Desesperación Robinson o Howi Qomr Faukota."

    "Tonterías," rió el Rajá, "pues no me he encontrado por casualidad a ninguno de ellos en el compartimento de un dirigible."

    "Pero aún así...," dije desconcertado.

    “¡Hablas de nuevo como un materialista! Por eso Oriente, una vez despertado, pudo conquistar Occidente, entendemos cómo leer el sueño que es el mundo. Venga, no más escusas. "

    Levanté mi taza de té. La descarriada Homiga de Sabiduría reptaba por el borde. Coloqué el dedo índice delante de ella para que pudiera subirse a él.

    Justo en ese momento hubo un jaleo en la puerta y Prem Ramasson dejó su taza de té y se levantó. Dijo algo admonitorio en la dura lengua nórdica de su país de adopción, algo que imaginé que significaba "Vamos, muchachos, dejad pasar al conductor." La refriega cesó y el Rajá deslizó la puerta del compartimiento para abrirla, con una mano en la empuñadura de la espada. Se escuchó el agudo silbido de un lanzador de agujas y él se tambaleó hacia atrás, colapsando en los brazos de su consorte, quien gritó.

    El delgado y angular Sirviente de Sabiduría arrancó el dardo del cuello de su amo. “Veneno," dijo, su voz era una maraña de armónicos parecidos a flautas. "El asesino poseerá su antídoto."

    Sarasvati Sitasdottir comenzó a gritar.

    Es cierto que yo no había aceptado la oferta de empleo de Prem Ramasson; de hecho, no parecía que él hubiera tenido la necesidad de preguntar. Es cierto también que soy un hombre de letras, no de espía ni guardaespaldas. Además, es cierto que yo iba desarmado, salvo por la daga ceremonial en mi cinturón, que hasta ahora solo había tenido uso en el corte de pan, queso y tomates.

    Por tanto, el hecho de que yo saliera de un salto por la puerta, sobre los cuerpos caídos del guardaespaldas del príncipe, y persiguiera la forma fugaz del asesino por el pasillo largo y curvo no puede considerarse una acción habitual o directa. Tampoco, en verdad, fue considerada. En la tipología de acción y motivo de Ri Grigory Guptanovich Karthaganov, debe contarse como una acción impulsiva-transformadora: el momento irreflexivo que cambia para siempre el curso de los eventos.

    Causa zumbidos en cualquier momento como las abejas alrededor de una colmena, regresando con polen e información, saliendo con hambre y ambición. El golpe del asesino fue la causa inmediata. Los modales amables del príncipe, su entusiasmo por las fábulas plausibles (y por mi trabajo en particular), su aparente simpatía por mi gente, los ojos oscuros de su consorte, todo esto fueron causas incitantes.

    La causa psicológica, seguramente, se puede encontrar en este nombre que he elegido, “Benjamin Rosenbaum," el gordo y cobarde comerciante de El Pimpinela Escarlata que es golpeado y no levanta la mano para defenderse; así como nosotros, privados de nuestro Templo, encontramos refugio en interminables y hermosas elegías de desesperación, dándole la espalda a los rabinos y a sus sueños de un nuevo comienzo. Siempre me ha herido esta pasividad. Quizá, entonces, estuve esperando, toda mi vida, esa oportunidad de una acción precipitada y violenta.

    La figura, vestida de pies a cabeza con un gris opaco que hacía juego con el casco de la aeronave, corría delante de mí por el corredor desierto y descendió por una escotilla de mantenimiento colocada en el suelo. La alcancé y me detuve para respirar, agradecido de que mi entusiasmo por el deporte favorito de mi continente, el exaltado Lacrosse, me había preparado un poco para la persecución. Sin embargo, no imaginaba que yo pudiera dominar a un asesino armado y entrenado. Aunque el tejido del mundo me había traído aquí (seguramente con algún propósito). ¿Cómo podría hacer otra cosa si no seguir?

    Más allá de las causas próximas, incitantes y psicológicas, existen las causas más fundamentales de una acción. Estas abordan cómo la acción se incrusta en el tejido del mundo, como una ortiga en un paño. Se basan en la cosmología y la epistemología. Si el mundo es un sueño, ¿qué hizo que el soñador soñara que yo perseguía al asesino? Si el mundo es una lección, ¿qué debería enseñar esta acción? Si el mundo es un regalo, un torrente de belleza salvaje y sin sentido, desgarrado por la lógica o el propósito, como a veces parece, visto desde arriba, debe poseer su propia armonía estética. El espectáculo, entonces, de un practicante ridículamente nombrado de un arte medio despreciado (hijo bastardo de la literatura y la filosofía), intentando torpemente el papel de héroe en la cubierta intermedia del PRGB, George Bernard Shaw, seguramente debe haber alguna parte del patrón: acorde o desacorde, trágico o cómico.

    Con vacilación, asomé la cabeza por la escotilla. Debajo, una escalera de caracol descendía a través de un taller abarrotado de herramientas. Podía oír el leve zumbido de los motores cercanos. Allí, en la lona del casco exterior, entre las grandes nervaduras de aluminio del Shaw, se abría una puerta al cielo.

    De un banco de trabajo, tomé y me puse un chaleco de aviador, guantes de cuero flexible y una máscara con visera, para protegerme un poco de la aguja del asesino. Saqué la cabeza por la puerta.

    Un viento fuerte azotó el revestimiento del barco. Saqué una correa de un ancla cercana y la enganché a mi chaleco. El asesino estaba desatado. Avanzaba a lo largo de una línea de asideros y puntos de apoyo colocados en la superficie suavemente curvada de la aeronave. Muchos codos más allá de él, un planeador pequeño y de colores brillantes se aferraba al Shaw como una libélula extendida sobre una sandía.

    Era la primera vez que yo veía un planeador puesto a un propósito utilitario (espionaje en lugar de deporte) e inmediatamente se apoderó de mí el anhelo de volver a mi cuaderno. ¡Planeadores! ¡En un mundo sin dirigibles, mis héroes podrían viajar en una especie de inmensos y poderosos planeadores! Por supuesto, se verían obligados a aterrizar siempre que los vientos fueran desfavorables.

    ¿O no lo harían? Recordé que mi propósito no era volver a pintar nuestro mundo, sino especular rigurosamente según la lógica demócrata. Cada nueva causa podría conducir a un efecto completamente nuevo, provocando a su vez alguna consecuencia inimaginable. Dados diferentes incentivos económicos, entonces, y sin un patrón superior e imperativo para dictar los resultados, ¿quién sabía qué avances podría lograr una ciencia aeronáutica basada en planeadores? ¡Especulación estimulante!

    Miré hacia abajo y las vistas me sacaron de mi ensueño:

    La inmensa panoplia de los Grandes Lagos, su agua ondulada de color verde oscuro, los dedos de tierra de un verde más pálido y un amarillo leonado que se extienden entre ellos, bocanadas de nubes brincando en la mayor parte del aire entre y más allá, la bóveda celeste que preside el Moeity franco y atapascano.

    Había un largo camino hacia abajo.

    "Malkat Ha-Shamayim," murmuré en voz alta. "¿Qué estoy haciendo?"

    "Yo mismo me lo estaba preguntando," dijo un timbre alto y brillante de acordes y descordes junto a mi oído. Era la recalcitrante Hormiga de Sabiduría que buscaba té, ahora posada en mi hombro.

    "Bueno," dije enfadado, "¿tienes alguna sugerencia?"

    "Mis hermanas han probado la neurotoxina que corre por la sangre del príncipe," dijo la Hormiga. “No la reconocemos. Su sirviente lo ha mantenido con vida hasta ahora, pero un antídoto está fuera de nuestro alcance." Hizo un gesto con una delicada antena hacia el villano que huía. “El asesino probablemente llevará un antídoto para su veneno. Si puedes colocarme sobre su cuerpo, puedo encontrarlo. Luego transmitiré la receta a mis hermanas a través del campo brahmánico. Quizá puedan formular una analogía cercana en nuestro tintero."

    "Esa es una opción," coincidí. "Pero el asesino está a medio camino de su aeronave."

    "Es cierto," dijo la Hormiga pensativa.

    "Tengo una idea para llegar allí," dije. "Pero tendrás tú que hacer los cálculos."

    La correa que me unía al Shaw estaba sujeta muy por encima de nosotros. Trepé hasta arriba y me alejé del planeador hasta un punto que calculó la Hormiga. Los asideros cesaron, pero improvisé con las letras del nombre de la aeronave, en forma de relieve en la decoración de un lado.

    Desde la parte superior de una "R," salté en el aire, golpeé con los talones la lona elástica, y reboté volando hacia afuera, tirando de la correa.

    La Hormiga se refugió en mi cuello mientras el aire rugía a nuestro alrededor. Describimos un arco largo, pasando del sorprendido asesino al planeador de colores brillantes. Fui capaz de apoderarme de su marco de aluminio.

    Anclé los pies en su asiento y me colgué allí, con el corazón acelerado. El planeador crujió, pero aguantó.

    "Desembarca," le dije jadeando a la Hormiga. "Cuando el asesino gane la nave, puedes registrarlo."

    "Registrarla," dijo la Hormiga, arrastrándose por mi hombro. “Se ha quitado la máscara y, al pasar, pude observar su sorprendente parecido con Sarasvati Sitasdottir, la consorte del príncipe. Ella es claramente su hermana."

    Miré a la asesina. Su largo cabello negro ahora azotado por el viento. Estaba apoyada contra el casco de la aeronave con una mano y un pie; con la otra mano había sacado su lanzador de agujas.

    "Esa es una información interesante," dije mientras la Hormiga se deslizaba de mi mano hacia el planeador. "Buena suerte."

    "Adiós," dijo la Hormiga.

    Una aguja me pasó zumbando por la mejilla. Solté el planeador y giré una vez más hacia la cerúlea esfera.

    Una vez más pasé a la asesina, cubriéndome la cara con mis guantes de cuero (un dardo rebotó en mi visera). Una vez más, crucé la puerta de la sala de mantenimiento y me dirigí hacia el casco.

    Como era de esperar, sin embargo, mi impulso fue insuficiente para lograrlo. Describí algunos vertiginosos cambios de longitud de arco decreciente hasta que me quedé colgado, con náuseas, aterrorizado y balanceándome suavemente, al final de la cuerda, en medio del cielo.

    Para desalentar más agujas, me protegí la parte posterior de la cabeza con los brazos y miré hacia abajo. Fue entonces cuando noté el barco pirata.

    Era elegante, estrecho y negro, diseñado para maniobrar. Al igual que el Shaw, tenía una batería de velas para vientos favorables y hélices en un conjunto de popa. Pero el Shaw viajaba en un curso predecible y llevaba un conjunto fijo de tensores enrollados, cuyos millones de micromuelles se relajaban gradualmente para producir su fuerza motriz. La nueva nave arrojaba nubes de vapor blanco; llevando su propio generador, podía rebobinar sus baterías tensoras mientras estaba en marcha. Y, a diferencia del Shaw, estaba armado: una cruel serie de arpones de ballesta estaba montada a cada lado. Llevaba las velas abajo, luciendo en la parte superior dos crestas de sierra afiladas como navajas con las que podía destripar a sus recalcitrantes presas.

    Todo esto habría sido suficiente para reconocer la nave como un pirata, pero también mostraba el dispositivo universal de los piratas, esa parodia del Yin-Yang: todo Yang, declarando lealtad al desequilibrio. En un círculo amarillo, dos puntos negros redondos miraban como ojos demoníacos sin parpadear; debajo, un semicírculo negro sonreía con vacía bonhomía voraz.

    Me atreví a mirar hacia arriba a tiempo para ver el despegue del planeador desde el lado del Shaw. Quienquiera que era la misteriosa hermana asesina, cualquiera que fuese su propósito (simbolismo político, venganza personal, ambición dinástica, manía anárquica), era una piloto de planeador fantástica. Ganó el aire con una sola y suave voltereta hacia atrás, hizo girar el planeador una vez y luego se suspendió hábilmente en el cielo, considerando.

    La mayoría de la gente, seguramente, se habría preguntado el significado de que un pirata y una asesina aparecieran juntos: ¿qué resonancia, qué simbolismo, qué propósito exhortador o estético pretendía el mundo con eso? Pero mi mente aún estaba con mi experimento mental.

    Imagina que no hay causas más que mecánicas, ¡que el mundo no es más que una cadena de dominó! Todo fabulista plausible pasa largas horas desentrañando tramas de ficción, imaginando consecuencias, conjurando y descartando los antecedentes de los eventos deseados. Nos ensuciamos las manos a diario con la más simple y sucia de las Cinco Formas. Ahora intenté razonar así sobre la vida.

    ¿Estaban el pirata y la asesina aliados? Parecía improbable. Si la asesina tenía la intención de desencadenar agitación política y agitación, los piratas seguramente arruinaron el intento. Una muerte a manos de piratas mientras viajan por un país extranjero no es la materia con la que se hacen las revoluciones. Si la intención era simplemente matar a Ramasson, seguramente uno u otro sería suficiente.

    Sin embargo, ¿debía dar crédito al azar, entonces, con la intrusión de dos enemigos violentos, en la misma hora, en mi hasta entonces tranquila existencia?

    ¡Absurdo! Sin embargo, la idea tenía un atractivo extraño. Si el mundo fuera una máquina ciega, ¡seguramente estas torpes coincidencias serían comunes!

    La asesina vio el barco pirata. Sin embargo, con una consistencia admirable, parecía decidida a terminar lo que había comenzado. Ella venía en mi busca.

    Saqué mi daga de su funda. Quizá, al principio, tuve la loca idea de tirarla o detener sus agujas, aunque no tenía la habilidad para ninguna de las dos cosas.

    Avanzó hasta un punto a unos quince codos de distancia; a partir de ahí, sus dardos disparados por resorte tenían poder más que suficiente para perforarme la ropa. Ahora podía ver su rostro: un colérico homúnculo de ojos salvajes de su flemática hermana.

    El lienzo negro liso del barco pirata estaba ahora treinta codos debajo de mí.

    La asesina ladeó las alas de su planeador contra el viento, colgando como una cometa. Soltó el marco de aluminio con la mano derecha y sacó su lanzador de agujas.

    Reuniendo todas mis fuerzas, golpeé la cuerda que me sujetaba con la hoja de mi daga.

    Mi fuerza, como resultó, fue extremadamente insuficiente. La cuerda tintineó como la cuerda de un arpa, pero por lo demás salió ilesa y el retroceso me soltó la daga de las manos.

    La asesina se echó a reír y se tapó los ojos. Sintiéndome yo como un tonto, agarré la correa con una mano y la desenganché de mi chaleco con la otra.

    Luego la solté.

    Desde entonces, en varias ocasiones me he enumerado a mí mismo, con una mezcla de asombro y disgusto, las diversas formas en que podría haber muerto. Podría haberme roto el cuello o, al caer sobre mi estómago, doblarme en V y romperme la columna vertebral como una ramita. Si hubiera golpeado una de las cuadernas de aluminio de la nave, sin duda habría roto los huesos.

    ¿Qué es el azar? ¿Es mejor compararlo con el capricho de algún ser de otra escala o alcance, el soñador de nuestro sueño? ¿O considerar que el mundo tiene un patrón inherente, que se refleja a sí mismo en cada etapa y escala?

    ¿O podría nuestro mundo surgir, como Demócrito sostenía, lo quisiera o no, de los acoplamientos y patrones de interminables partículas mudas?

    Mientras colgaba del Shaw, había decidido que el protagonista de mi historia de sombras demócrata (si viviera para escribirla) sería un hombre de letras, un aficionado a la filosofía como yo mismo, que vivía en una sociedad avanzada comprometida con el materialismo filosófico. Disfruté de la aparente paradoja: ¡un hombre inteligente, en una nación sofisticada, obligado a dar cuenta de todos los eventos puramente dentro de la rúbrica de manifiesta causalidad mecánica!

    Sin embargo, aquellos que hoy, complacientes, consideran muerta la hipótesis materialista, señalando el campo brahmánico y sus Criaturas de Sabiduría, los éxitos predictivos, desde el clima hasta la historia, de la Teoría de las Cinco Formas Causales, olvidan que la pregunta es, en el fondo, axiomática. La hipótesis materialista, la primacía de la materia sobre la mente, es indiscutible. ¿Qué éxitos podría haber construido alguna otra ciencia, en otra historia, sobre su baluarte?

    Así que no puedo decir, ¡no puedo saber!, si tiene sentido o no, el hecho de que golpeé la lona elástica del barco pirata con mis piernas y nalgas, fui lanzado hacia arriba de nuevo, botando y rodando hasta chocar contra la pared del arma cuchilla dorsal de la aeronave. No puedo decir si algún Preservador me salvó la vida a través de la voluntad, si algún Patrón me necesitó para la madeja que tejió, o si un azar sin patrón e imprevisible me ahorró todo sin saberlo.

    Cerca había una pequeña escotilla cerrada en la espina dorsal cuya cresta sobresalía proporcionaba cierta protección contra mi adversario. Magullado y cansado, buscando a tientas entre las teorías del azar y el propósito, me apresuré hacia este cuando comenzaron los gongs de abordaje y las bocinas.

    El Shaw sabía que no podía correr más rápido ni vencer al veloz y peligroso corsario; estaba sobre mí, esperando la rapiña. Se lanzaron las lanchas bandolero: delgados y maniobrables dirigibles negros del tamaño de orcas, con grupos de bandidos celestes armados y aferrados a los lados.

    El planeador giró y se zambulló, una mancha de oro, carmesí y azul verde desapareció sobre el lado del zepelín pirata, abandonando nuestro duelo, imaginé, por algún reducto muchas leguas debajo de nosotros.

    Curiosamente, me entristeció verla irse. Cierto, yo había sabido de su violencia desenfrenada; casi me había matado; Me agaché maltrecho, aterrorizado y con náuseas en la cima de un corsario pirata por cuenta de ella; y el amable Rajá, mi casi jefe, podría estar muerto. Sin embargo, sentí que nuestras relaciones aún no habían llegado a una conclusión satisfactoria.

    Se dice que los fabulistas vivimos dos vidas a la vez. Primero vivimos como lo hacen los demás: buscando alimentarnos y vestirnos, ganarnos el respeto y el cariño de nuestros semejantes, huir del peligro, entretenernos y saciarnos de las cosas de este mundo. Pero también vivimos una segunda vida, hurgando en los momentos de la primera, incluso cuando suceden, como una vendedora del bazar que busca tesoros en la basura. Cada agonía que soportamos también la sostenemos a la luz con gran entusiasmo, esperando que sea de utilidad; cada alegría simple que miramos con ojo crítico, preguntándonos cómo podría cambiarse, perfeccionarse, ajustarse para encajar dentro de las paredes de una fábula.

    La escotilla estaba cerrada. Me quité la máscara y la visera y me tumbé en la lona a ​​tomar el sol de la tarde, esperando que mis Hormigas hubieran tenido éxito en su boticario y hubieran salvado al príncipe; viendo a los botes piratas saquear al PRGB George Bernard Shaw y regresar cargado de objetos de valor y, quizá, rehenes.

    Estaba empezando a preguntarme si alguna vez me notarían, si, tal vez, debería hacerles una señal, cuando la cacofonía de gongs y claxones se reanudó, más fuerte, insistente, enojada, y las lanchas bajaron rápidamente para anclarse debajo del barco pirata.

    Curioso, encontré una escalera en la pared de metal de la cresta que conducía a una plataforma de observación.

    Una ciudad en guerra estaba emergiendo de un banco de nubes a algunas leguas de distancia.

    Nunca había visto una obra de hombre tan vasta. Doce grandes cascos de dirigibles, cada uno empequeñeciendo al Shaw, estaban unidos en una constelación de dependencias y conjuntos de hélices. Cerca del centro, una gran columna de vapor blanco se elevó de un pilar; un reactor Corazón-del-Sol, donde el mineral amarillo opaco llamado carne de Yama es impulsado a alcanzar la iluminación a través de las ministraciones de Sabiduría-Sadhus.

    Había un catalejo colocado en la barandilla a mi lado Miré por él para escanear las características de esta nueva aparición.

    Ciertamente, ninguno de los pequeños estados en disputa de mi continente podría reunir una nave así; y solo las potencias (Cathay, Gabón, el Raj Ario) podían permitirse el lujo de volar una tan lejos, aunque los jemeres y los malayos podrían tener la capacidad de construirlas.

    Hay poco para elegir entre las Potencias entrometidas, aunque Gabón es el que más finge invertir en sus colonias y creer en su supuesta misión civilizadora. Esta artesanía, sin embargo, era claramente hindú. Cada codo de su superficie estaba adornado con una fachada de estatuas de citocerámica: parejas acopladas en cinco mil poses eróticas; dioses termorfos gesticulando para calmar o amenazar. Rama en su carro; héroes acribillados con flechas y luchando; santos sometidos al martirio. En una esquina, vi al avatar israelita de Visnú, colgando de su cruz entre Shiva y Ganesa.

    Entonces sentí unas manos ásperas en mis hombros.

    Cinco piratas habían emergido de la escotilla, alfanjes desenfundadas. Su vestimenta era abigarrada y andrajosa, sus rasgos variaban: sikh, xosano, báltico, franco y azteca, supuse. Ninguno de nosotros habló mientras me guiaban a través del laberinto de pasarelas y escaleras colocadas entre los cascos interior y exterior del barco.

    Estaba mareado y con hematomas, hambre y las secuelas de una acción irritante y extenuante. De hecho, parecía extraño que el día anterior hubiera estado celebrando y debatiendo con los fabulistas plausibles reunidos en Wisconsin. Recordé que allí había habido un baile de disfraces, con tema pirata, y las imágenes de los piratas de fantasía festivos y bien arreglados de ayer intercalados con las de los captores sombríos y sucios de hoy en el largo descenso hasta el puente.

    El puente estaba en la góndola que colgaba debajo del volumen de la aeronave pirata, por delante del aparejo. Estaba lleno de hombres delgados y peligrosos con pantalones bombachos, pareos y pantalones de cuero. Consultaban cartas de papel y las formas líquidas y brillantes que nadaban en los Tanques de Sabiduría, hablaban a través de tubos de bronce colocados en las paredes, gritaban órdenes a los grumetes, quienes corrían a través de la red de aparejos del dirigible.

    En la gran ventana que ocupaba toda la pared delantera, viendo cómo las nubes se abrían mientras nos sumergíamos en ellas, estaba el capitán.

    Yo había sospechado de quién era el barco al verlo; ahora estaba seguro. Un hombre gigante, vestido de ante y adornado con plumas, con cabello rojo trenzado y erizada barba lo proclamaban el vástago de aquellos que habían huido de la destrucción de la Eire Vikinga para asentarse en las orillas del Padre de las Aguas.

    Este barco, entonces, era el Hiawatha MacGuay, y este era el hombre que aterrorizaba el comercio desde las orillas del lago Erie hasta la frontera de Texas.

    "Chippewa Melko," dije.

    Se volvió y enarcó una ceja.

    "Lo encontré haciendo turismo en la columna de estribor," dijo uno de mis captores.

    "¿De verdad?" dijo Melko. "¿Te caíste del Shaw?"

    “Salté, en cierto modo," dije. "La razón de esto es una historia que pone a prueba mi propia credulidad, aunque yo mismo la viví."

    Lamentablemente, Melko no entendió esta broma, ya que estaba distraído por algunos asuntos marciales urgentes.

    Estábamos descendiendo a un ritmo vertiginoso; el agua del lago Erie se alzaba ante nosotros, llenando la ventana. En su superficie se podían distinguir capsulas blancas individuales.

    Cuando aparté la mirada de la ventana, el puente se había oscurecido, cada Tanque de Sabiduría estaba gris e inerte.

    “¡Tú ahí! ¡Espia!" bramó Melko. Noté con desconcierto que se dirigía a mí. "¿Por qué querrían interrumpir nuestras comunicaciones?"

    "¿Qué?" Dije.

    El capitán pirata señaló los tanques embarrados. "La ciudad en guerra aria, han interrumpido el campo brahmánico con algún maldito dispositivo. Pretenden paralizarnos, supongo, barcos como los suyos dependen de ello. No funcionará. Pero ¿cómo esperan recuperar a sus rehenes con vida si se niegan a parlamentar?"

    "Quizá tengan la intención de abordarlos y llevarlos," dije.

    "Eso ya lo veremos," dijo él con gravedad. "Escuchen, muchachos, retrocedimos para evitar una trampa, pero la trampa nos ha encontrado de todos modos. Aunque podemos dejar atrás a este bastardo en las altas corrientes de aire si perdemos todo el peso extra. Dinky, corre y dile a Max que deje caer el vapor. Red, Ali: marcad los arpones de popa, proa y estribor con boyas y soltarlos. Grig, Ngube, lo mismo con los tensores. ¡Rápido!"

    Se volvió hacia mí mientras sus secuaces se apresuraban a realizar sus tareas. "Estamos tirando todo el peso muerto por el costado. Eso te incluye a ti, a menos que me convenzan rápidamente de lo contrario. ¿Quién eres?"

    "Gabriel Goodman," dije con sinceridad, "pero más conocido por mi seudónimo: Benjamin Rosenbaum."

    "¿Benjamin Rosenbaum?" gritó el pirata. “¿El gran poeta de Iowa, autor de Verde Desnudez y Líineas Rotas? ¡Es usted un héroe de nuestra tierra, señor! No tema, yo... "

    "No," lo interrumpí enfadado. "No ese Benjamin Rosenbaum."

    El pirata enrojeció y se golpeó los dientes con el ceño fruncido. "Ajá, espera entonces, he oído hablar de ti, el escriba de cuentos para niños, ¿supongo? ¿Piernas la Oruga? Te perdonaré entonces, por el bien de mi hijo Timmy, que... "

    "No," dije de nuevo con los dientes apretados. “Soy autor de fábulas plausibles, señor, no de libros ilustrados."

    “Nunca leo esas cosas," dijo Melko. Hubo un gran estremecimiento, y la masa de acero del generador de vapor, ondulantes nubes blancas, pasó junto a nosotros. Golpeó el lago levantando una columna de agua que manchó la ventana con gotas. El conjunto del arpón delantero siguió, arrastrando una boya roja en una línea.

    "Ellos mismos," dijo Melko. "Por encima de usted."

    “Hablaste de rehenes arios," dije apresuradamente, pensando que sería prudente mencionar ahora la posición que parecía haber aceptado de facto, si no aún de jure. "¿Por casualidad se refiere a mi jefe, Prem Ramasson, y su consorte?"

    Melko escupió en el suelo, lo que provocó que un grumete se apresurara hacia adelante con una fregona. "Así que eres uno de esos colaboracionistas que sirven a la realeza hindú aunque estos dividen la tierra de tus padres, ¿verdad?" Avanzó hacia mí amenazadoramente.

    "Thule Más Exterior es una provincia menor del Raj, señor," dije. "Es absurdo culpar a Ramasson por la guerra en Texas."

    "Listo para alzarse, señor," llegó el grito.

    "¡Alzad entonces!" Ordenó Melko. "Y arrojad a este perro al calabozo con su amo. Si no podemos cobrar un rescate, los tiraremos desde lo alto." Me fulminó con la mirada. “Eso te dará un buen rato para aliviar tu conciencia por hacer sutiles distinciones entre los hindúes. ¿Qué crees que está haciendo aquí en nuestras tierras, si no conspirar con tus hermanos para robar más de nuestro oro y helio?"

    No pude continuar con mi debate político con Chippewa Melko, ya que sus secuaces me arrastraron de inmediato a espacios reducidos entre los cascos interior y exterior. El príncipe yacía en la litera, ceniciento e inmóvil. Su consorte se arrodillaba a su lado, llorando en silencio. El Sirviente de Sabiduría, privado de su campo de animación, se había derrumbado en una maraña de protuberancias parecidas a cañas.

    Mi maleta estaba allí. La abrí y saqué mi tintero. Las Hormigas de Sabiduría yacían dentro, diminutas manchas arrugadas de metal cobrizo. Me guardé el tintero en el bolsillo.

    “Gracias por intentarlo," dijo Sarasvati Sitasdottir con voz ronca. "Por desgracia, la suerte se ha vuelto contra nosotros."

    “Puede que no todo esté perdido," dije. “Una ciudad en guerra aria persigue a los piratas y puede que aún pague nuestro rescate; aunque, extrañamente, han amortiguado el campo brahmánico y, por tanto, no pueden oír la oferta de parlamento de los piratas."

    "Si fueran a parlamentar, ya lo habrían hecho," dijo ella con tono aburrido. “Quemarán al pirata celeste. No saben que estamos a bordo."

    "Entonces nuestra mala suerte viene de a tres." Esta es una antigua regla de tres, ridiculizada como superstición por los causalistas profesionales. Pero a ellos, como a todos los profesionales, les gusta ofuscar su ciencia, haciéndola inaccesible para el profano; en verdad, la antigua regla deja entrever el funcionamiento de la tercera forma de causalidad.

    "Una muerte rápida no es mala suerte para mí," dijo Sarasvati Sitasdottir. "No cuando él se ha ido." Ella ahogó un sollozo y se dio la vuelta.

    Busqué el pulso del Rajá; su sangre aún estaba debajo de su piel ambarina. Su rostro estaba vuelto hacia el mamparo de metal; las gotas de humedad allí hablaban de su último aliento, no hace mucho. Las limpié y le cerré los ojos.

    Esperamos, por una perdición u otra. Podía sentir el zepelín elevándose rápidamente; el Hiawatha estaba sin calefacción y el aire se volvió frío. La princesa no hablaba.

    Mi mente volvió de nuevo a la fábula que me habían encargado escribir, la historia de sombras materialista de un mundo sin zepelines. Sí, por alguna improbable casualidad, viviera para terminarlo, resolví prescindir de los peligros extravagantes, las coincidencias irónicas, los estallidos repentinos de perspicacia, las escapadas que desafían la muerte y las bellas villanas que ensucian nuestro género y abaratan sus elevadas preocupaciones filosóficas. ¿Por qué cada protagonista debe estar condenado, atrevido, solo y demasiado orgulloso? No, mi filósofo-héroe disfrutaría precisamente de aquellos bienes de los que yo estaba privado: una familia feliz, una situación segura, una nación próspera y poderosa, una naturaleza conciliadora; sobre todo, ausencia de peligro físico inmediato. Por supuesto, debía de haber conflicto, preocupación, dolor, pero, juré, ¡de un tipo rico y sutil!

    Me preguntaba cómo vería mi héroe la cadena de eventos en los que me veia envuelto. ¿Con burla? ¿Con compasión? Yo lo amaba, en cierto modo, porque era mi creación. ¿Cómo me consideraría él?

    Si solo la primera y más simple forma de causalidad se hubiera ganado su lealtad, él no se sentiría aplacado por frases tan fáciles como "Las cosas malas vienen de a tres." ¿Un asesino y un pirata y una ciudad en guerra poco comunicativa?, preguntaría él. ¿Todo en espacio de una hora?

    ¿Aceptaría simplemente los resultados absurdos e improbables de vivir dentro de una máquina ciega y aleatoria? ¡Aunque su sociedad no podría haber avanzado mucho, sumida en tal fatalismo!

    ¿No buscaría obstinadamente el significado, a pesar de las limitaciones de su marco?

    ¿Qué pasaría si nuestra mala suerte no fuera una coincidencia en absoluto?, preguntaría él. ¿Y si las tres desgracias tuvieran una causa única, lineal, próxima, inteligible para la razón?

    “Mi dama," dije, “no deseo causarle más dolor. Sin embargo, encuentro que debo hablar. Vi el rostro de la asesina del príncipe; era el rostro de una mujer joven, con un aspecto muy parecido al suyo."

    "¡Shakuntala!" gritó la princesa. "¡Mi hermana! ¡No! ¡No puede ser! Ella nunca haría esto…." La princesa apretó las manos en puños. "¡No!"

    "Y, sin embargo," dije con suavidad, "parece que usted considera que la afirmación no es del todo inverosímil."

    “Ella está desterrada," dijo Sarasvati Sitasdottir. “Se ha pasado a los Thanes, al Ejército de Liberación Nórdico, a los insurgentes anarco-ginárquicos de nuestra tierra. Es propio de ella buscar el peligro y la gloria. ¡Pero ella no mataría a Prem! ¡Ella lo amó antes que yo!"

    A eso, no pude encontrar respuesta. El Hiawatha se estremeció a nuestro alrededor; se había entablado una batalla. Escuchábamos gritos y pasos corriendo.

    Sarasvati, el príncipe, los piratas, cualquiera de ellos habría tenido mil dioses a los que rezar, dioses convenientes para cualquier ocasión. Tal consuelo me podría haber venido dolorosamente bien. Pero yo me había criado como karaíta. Nosotros reconocemos un solo Dios, austero y magnífico: el Dios Único de Todas las Cosas, asistido por sus ángeles y su consorte, la Reina del Cielo. Se nos enseña que la única manera de hablar con Él es en Su Templo Sagrado, y este ha yacido en ruinas estos dos mil años. En momentos como estos, se nos dice que meditemos en el contraste entre Su imperturbable magnificencia y nuestra propia abandonada y abyecta vulnerabilidad, y que estemos seguros de que Él nos observa con una compasión inconmensurable, aunque no quiera actuar. Nunca he encontrado esto de mucho consuelo.

    En cambio, me volví hacia el príncipe, curioso por saber qué en su rostro podría haber inspirado las pasiones de las dos hermanas.

    En el mamparo justo ante sus labios, donde antes había borrado el signo de su último aliento, había una traza de condensación.

    ¿Fue un efluvio emitido por los órganos de un cadáver en descomposición? Me incliné y olfateé con delicadeza, sin detectar daños.

    "Mi dama," dije, indicando las gotas en el metal frío, "él vive."

    "¿Qué?" gritó la princesa. "Pero ¿cómo?"

    “Un compuesto de diguanidinio producido por ciertos dinoflagelados marinos puede...," dije, “inducir un coma morta, en el que el sujeto respira sólo tres veces por hora; el latido del corazón es igualmente indetectable."

    Delicadamente, ella le palpó el rostro. "¿Puede oírnos?"

    "Quizá."

    "¿Por qué haría ella esto?"

    “El cuerpo sería trasladado de inmediato a Thule, ¿no es así? ¿Quizá los revolucionarios pretendían robarlo y revivirlo como rehén? ”

    Un tremendo trueno sacudió el Hiawatha MacGuay, y noté que estábamos inclinados hacia un lado. Hubo una conmoción en la pasarela; luego entró Chippewa Melko. Varios guardias estaban detrás de él.

    "Maldita tenacidad," escupió. “Si os quieren tanto, ¿por qué no parlamentan? Aún estamos fuera del alcance de la ciudad en guerra y sus grandes cañones, gracias a Buda, a Thor y a Darwin. Quemamos una de sus lanchas, a expensas de muchos de mis hombres. Pero la otra lancha está ganando."

    "¿No será que no saben que los rehenes están a bordo?" Pregunté.

    “Entonces, ¿por qué perseguirme a esta distancia? No soy tonto, sé lo que les cuesta desviar a ese monstruo. No lo hacen por deporte, y no me enorgullezco de valer tanto para ellos. No, es a ti a quien quieren. Para que puedan tenerte, no tengo más estómago para esta persecución." Hizo un gesto al príncipe con la barbilla. "¿Está muerto?"

    "No," dije.

    "No tiene buena pinta. No importa, venid. Os voy a poner a todos en una lancha con una bandera de parlamento. Su barco de guerra tendrá que detenerse y eso nos dará el tiempo que necesitamos."

    Así fue como nos encontramos en la helada y estrecha bahía de un bote pirata. Tres de los tripulantes de Melko nos acompañaron: uno a los controles, los otros dos aferrados a los costados de la lancha. Sarasvati y yo nos acurrucamos en la cubierta de aluminio junto al piloto, el cuerpo del príncipe sostenido entre nosotros. Los tres hombres de Melko tenían paracaídas; planeaban escapar tan pronto como atracáramos. Nuestra lancha ondeaba la bandera blanca del parlamento y, sacado del equipaje del príncipe, el estandarte real de Thule Más Exterior.

    Todos los demás miraban tensamente a nuestro objetivo: la lancha de combate de la ciudad en guerra, que trepaba hacia nosotros desde abajo. Era casi tan grande como el buque insignia de Melko. Solo yo miré hacia atrás por la puerta abierta mientras nos alejamos del Hiawatha.

    Así que solo yo vi un planeador de colores brillantes separarse del lado del Hiawatha y lanzarse en picado para seguirnos.

    ¿Por qué Shakuntala se habría quedado con los piratas hasta ahora? Una vez que el plan de los rebeldes para secuestrar al príncipe fue frustrado por la llegada de Melko, ¿por qué no simplemente abandonarlo y esperar una mejor oportunidad?

    A menos que la intención no fuera secuestrar, sino proteger.

    "Mi dama," dije en mi vacilante sánscrito de la escuela secundaria, "su hermana está aquí."

    Sarasvati jadeó, siguiendo mi mirada.

    "Madame, su esposo estaba ayudando a los rebeldes."

    "¿Cómo te atreves?" siseó ella en la misma lengua, con mucha más fluidez.

    “Esa es la única…” Luché por encontrar la palabra sánscrita para “hipótesis," luego abandoné el intento, inclinándome para susurrar en inglés. “¿Por qué si no se unieron los piratas y la ciudad en guerra? Considere esto: la colusión del príncipe con los Thanes fue descubierta por el Ario Raj. Pero juzgarlo por traición provocaría un gran escándalo y despertaría simpatía por los insurgentes. En cambio, se aseguraron de que el rumor de un rehén valioso llegara a Melko. Con el príncipe en manos de los piratas, su muerte sería simplemente una lamentable calamidad."

    Sus ojos se agrandaron. "¡Esos monstruos!" siseó.

    "Su hermana pretendía salvarlo, pero Melko llegó demasiado pronto, antes de que la noticia de la muerte del príncipe pudiera desanimar a su bandido. Mi dama, me temo que si llegamos a esa lancha, descubrirán que el Príncipe vive. Entonces, algún accidente nos ocurrirá a todos."

    Hubo gritos desde afuera. Los tripulantes de Melko sacaron sus lanzadores de agujas y dispararon al planeador que avanzaba.

    Con un chillido, Sarasvati se arrojó sobre el piloto y le quitó los controles de las manos.

    La lancha se tambaleó de manera espantosa.

    Me puse de pie y luego caí contra el príncipe. Vi un destello de color naranja y dorado: el planeador, volando a nuestro lado.

    Luché por ponerme de pie. El piloto sacó su alfanje. Agarró a Sarasvati por el pelo y la apartó de los controles.

    En ese momento, uno de los hombres que se aferraba al exterior, pinchado por la aguja de Shakuntala, cayó. Su correa lo sujeó y el suelo se sacudió debajo de nosotros.

    El piloto se tambaleó hacia atrás. Sarasvati Sitasdottir le dio un puñetazo en la garganta. Tropezaron hacia la puerta.

    Empecé a avanzar. El otro pirata que estaba en el exterior cayó, sin ataduras, y la lancha se tambaleó de nuevo. Desequilibrada, nuestra nave navegaba en un círculo cerrado, inclinándose peligrosamente.

    Sarasvati luchaba con una ferocidad poco común, forzando al pirata hacia la escotilla abierta. Temiendo que ambos se cayeran, agarré los controles.

    Lamentablemente, yo no sabía nada de volar en dirigibles-lanchas, cuyos controles resulta que son de un diseño notablemente pobre.

    Uno podría imaginar que el elemento de dirección principal podría moverse en la dirección que uno desea que vaya la nave; en cambio, es todo lo contrario. Y también uno esperaría que estos hombres musculosos y poco refinados usaran controles que se prestan a un uso rudo; en cambio, parece que se requiere una mano extremadamente fina.

    Por tanto, en lugar de estabilizar el oficio, logré lo contrario.

    No solo Sarasvati y el piloto salieron disparados por la puerta de la cabina, sino que yo mismo fui arrojado a través de ella, logrando atrapar con ambas manos una protuberancia de metal en la base de la escotilla. Mis pies se balancearon libremente sobre el vacío.

    Miré hacia arriba a tiempo para ver el cuerpo inerte del Rajá deslizarse hacia mí como un misil.

    Me temo que dudé demasiado en decidir si esquivar o atrapar a mi casi empleador. En el último minuto ganó el coraje y le rodeé el pecho con un brazo cuando me golpeó.

    Esto soltó mi agarre y los dos nos caímos del dirigible.

    En un extremo de terror, solté al príncipe y arañé salvajemente la nada.

    Me estrellé contra el cuerpo del pirata que colgaba, envenenado por la aguja de Shakuntala, de la correa de la aeronave. Me deslicé a lo largo de él y finalmente me agarré a sus pies.

    Mientras me aferraba allí, temblando miserablemente, vi a Prem Ramasson caer por el aire, y me maldije por haber causado las mismas tragedias que me había esforzado por evitar, como una figura en una tragedia ateniense. Pero tales tragedias proceden de algún defecto esencial de sus héroes: alguna arrogancia ilustrativa, algún vicio condenatorio. Buscando mi propio carácter y acciones, solo pude encontrar que me había esforzado por arreglármelas, lo mejor que podía, en situaciones para las que estaba mal preparado. ¿No es ese el destino de cualquiera de nosotros, enfrentar la vida y sus caprichos?

    ¿Era mi gallina del cuento, una farsa absurda y trágica? ¿Era su lección una mera ignominia y desesperación?

    O tal vez, como podría imaginar mi protagonista en la sombra, no había cuento, no había narrador, tal vez los eventos dramáticos y sensacionales que había soportado no eran parte de ninguna historia, sino silenciosos hechos en bruto de la Materia.

    Desde arriba, Shakuntala Sitasdottir se sumergió en su planeador. Estaba doblado como una lanza, y ella sobrevoló junto al príncipe en segundos. Ágilmente, abrió las alas del planeador, barriendo hacia el Rajá que caía y, haciendo rodar el planeador, lo tomó en sus brazos.

    Así ecnumbrada, ella debió haberlo asegurado de alguna manera, se sumergió de nuevo (persiguiendo a su hermana, imagino) y desapareció en un banco de nubes.

    Una bandada de Gaviotas de Sabiduría color bronce que llegaban de la ciudad en guerra aria, voló alrededor de la lancha pirata. Estas entraron en su cabina vacía, me miraron a mí y al pirata envenenado al que me aferraba y partieron.

    Subí por el cuerpo para sentarme sobre sus hombros, una posición mucho más cómoda. Allí, aferrado a la correa y temblando, descansé.

    El Hiawatha MacGuay, con un humo negro saliendo de un lado de ella, subió más y más alto en el cielo, perseguido por el barco de guerra ario. El sol se estaba poniendo, iluminando las nubes con oro, rosa y violeta. La ciudad en guerra, terrible y gloriosa, navegaba lentamente, bajo mis pies, su sombra era una isla de oscuridad en el brillo dorado del atardecer, sobre las aguas del lago de abajo.

    A cierta distancia hacia el Este, donde el cielo ya se estaba oscureciendo a un rico cobalto, el barco de guerra ario que Melko había atacado con éxito estaba bañado en fuego blanco. Después de un tiempo, el casco interior debió haberse roto, porque el fuego se apagó, se extinguió al escapar el helio y el zepelín se desplomó.

    Encima de mí, la hélice zumbaba, impulsando mi lanzamiento en el mismo círculo pequeño una y otra vez.

    Después de todo, esperaba haber salvado al príncipe. Esperaba que Shakuntala hubiera salvado a su hermana y que los tres encontraran refugio con los Thanes.

    Mi protagonista en la sombra me había dado un regalo; era la lógica de su mundo lo que me había llevado a descubrir la amenaza de la ciudad en guerra. ¿Significaba esto que su filosofía era la correcta?

    Aunque los eventos que siguieron fueron muy dramáticos y artificiales, precisamente como si yo viviera en un romance pulp. Quizá él estaba escribiendo mi historia, como yo escribía la suya; quizá, con la cómoda vida que le había dado, deseaba perderse en incómodas escapadas de este tipo. En ese caso, ambos vivíamos en un mundo diseñado, un mundo de historias, lleno de significado.

    Pero tal vez había formulado mal la pregunta. Quizá la división entre Mente y Materia sea en sí misma ilusoria; tal vez Aleatoriedad, Patrón y Plan no son más que historias que contamos sobre el mundo incipiente e incognoscible que llena la oscuridad más allá del círculo delgado iluminado por la luz de la razón. Quizá sea una tontería preguntar si yo o el protagonista de mi historia del mundo sin zepelines somos más reales. Cada uno de nosotros es carne, un vibrante enjambre de átomos; sin embargo, cada uno de nosotros también es un cuento contenido en las páginas del cuaderno del otro. Somos cuerpos. Pero también somos las historias que contamos unos de otros. Quizá no saberlo sea suficiente.

    Quizá no se trate de descubrir la filosofía correcta. Quizá el deseo que arde detrás de esta pregunta sea el deseo de ser real. ¿Y qué es más real, un terrón de tierra que pasa desapercibido a tus pies o un héroe en una leyenda?

    Y quizá detrás del deseo de ser real esté simplemente el deseo de ser conocido.

    De ser abrazado.

    Las primeras estrellas brillaron frente el azul que se desvanecía. Yo estaba en el seno de la Reina del Cielo. Los dedos de las manos y de los pies se estaban entumeciendo; pronto se congelarían. Recité la oración que los antiguos rabinos herejes dirían antes de la muerte, que comienza: "Escucha, Israel, el Señor es Nuestro Dios, el Señor es Uno."

    Luego comencé a trepar por la cuerda.

FIN

5. Inicia el Reloj

(Start the Clock)

    El agente inmobiliario de Tierrapirata era mayor. Viejo desagradable. Es más difícil de saber con los Tíos, pero parecía estar en algún lugar de los treinta. No tienen nuestra piel flexible, pero con los aceites y polvos adecuados pueden evitar la mayoría de las arrugas. Este no se había preocupado mucho. Tenía surcos alrededor de los ojos y las cejas.

    Tenía cierto Mamiestilo: vestido de andar por casa azul, delantal con volantes, guantes blancos de Betty Crocker. Si vas a correr por esta parte de Montana luciendo esos pechos y caderas gigantes y temblorosos, supongo que esa es una forma necesaria de reverencia.

    Ella le dijo algo a alguien en la parte trasera de la camioneta, luego se apresuró a caminar hacia nosotros. "Es un lugar encantador," dijo. "Y una zona muy bonita."

    "Mira, Suze, es tu mamá," me susurró Tommy al oído. El aliento cosquilleaba. Lo empujé.

    Era de lujo, le concederé eso. Estábamos parados bajo la proa de dieciséis metros del galeón que habíamos venido a ver. A nuestro alrededor, una flotilla de barcos de guerra, balandras, fragatas y bergantines cabalgaba por los cuidados jardines y las calles de color gris acero. La mayoría de las propiedades estaban cerradas, el césped estaba impecable. Sólo unos pocos parecían habitados: céspedes repletos de artilugios, excavaciones iniciadas con pequeñas y abandonadas excavadoras, banderas de Manada, Enjambre o Familia ondeando desde los mástiles mayores. Cañones de agua que amenazan a los transeúntes.

    Me metí las manos en los bolsillos del pantalón y pellizqué la pelusa. "¿Así que esto es prácticamente todo Nueves?"

    La Dama Treintaytantos frunció el ceño. "Madame, me temo que la Ley Anti-Línearroja de 2035..."

    “Ajá, raza, sexo, edad etérea, edad cronológica, preferencia estimulante u origen nacional: conozco la ley. Pero ¿quién más quiere vivir en Tierrapirata, verdad?"

    La Dama Treintaytantos abrió la boca y no dijo nada.

    "¿O puede permitírselo?," dijo Shiri. Ella había ido directamente a la escalera de cuerda y estaba a mitad de camino. Sus zapatillas de color rojo cereza tantearon por el costado del canal que rodeaba por la casa. Las manos de la Dama Treintaytantos se movieron en una especie de indefenso movimiento a medio agarrar. Los Tíos siempre hacen eso cuando escalamos.

    "¿Eres pobre?" Preguntó Tommy. "¿Por eso te vistes así?"

    "Deja de burlarte de la Dama," gruñó Max. Max es nuestra muestra Ocho y se toma la discriminación etial más en serio que el resto de nosotros. Además, es más simpático que nosotros. No creo que eso sea importante. Creo que es solo Max. También está inflado: solo mide metro treinta de altura, pero tiene músculos modificados por bioingeniería como el pomelo. Tiene que comer un kilo o dos de sopa de pescado medicada al día solo para mantener su volumen.

    La Dama Treintaytantos se llevó la mano a los ojos y parpadeó ferozmente, como si fuera a llorar. ¡Eso sería algo que ver! Casi nunca lloran. Difícilmente habíamos sido malos con ella en absoluto. Sentí pena por ella, así que me acerqué y le puse la mano en la suya. Ella se estremeció y apartó la mano. Demasiado para la comprensión cruzada y el perdón.

    "Veamos la casa," dije metiendo las manos en los bolsillos.

    "Galeón," dijo ella tensa.

    "Galeón entonces."

    Sus dedos sacaron una clave de acceso y el galeón bajó una tabla de embarque. Qué detalle.

    Francamente, estábamos emocionados. Este movimiento era lo que necesitaba nuestra manada; nosotros cuatro, al menos, estábamos seguros de ello. Todos estábamos cansados ​​de vivir en el gueto; estábamos en tres adosados del siglo XX en Billings, en un área de “edades mixtas” llena de merodeadores de trece, catorce y quince. Piensa un pueblo condenado por el CDAS: cuando el virus los golpeó, les había atascado la pituitaria y la tiroides como aceleradores. No era solo el gigantismo y los problemas de salud causados ​​por una sobredosis de treinta años de hormonas de crecimiento, testosterona, estrógeno y andrógenos. Sufrían más por sus problemas sociales (criminalidad, violencia, orgías, celos) y su infinita autocompasión.

    Está bien, a Max le caían bien. Y la mayoría de los demás nos habíamos entretenido al menos viviendo en el gueto. En las fiestas de cumpleaños, siempre podíamos sorprender a las demás Manadad con nuestra dirección. Pero eso fue cuando los ocho estábamos allí, antes de que Katrina y Ogbu se fueran al sur. Con ocho de nosotros, nos habíamos sentido como una Manada completa: invencible, lo bastante fuerte como para reírnos de cualquiera.

    Seguí a los demás hasta el vestíbulo del galeón. Consolas de videojuegos en las paredes, piscina bajo suelo supercerámico transparente retráctil. El techo (o la cubierta superior, supongo) estaba a diez metros de altura, accesible por escaleras de cuerda y cuerdas para columpios. Un loro revoloteaba sobre un gallinero; parecía real, pero probablemente no lo era. Atravesé un par de mamparos. Un montón de rincones para dormir, armarios, estantes, estaciones de trabajo, tanto de pantalla plana como de proyección retinal. Me conecté a uno como invitado. Mucho ancho de banda. Eso es bueno para mí. Puede que me vista como un corredor de bolsa del siglo XX, traje cruzado y tirantes, pero en realidad soy un conocido editor de metraje. (No muchos Nueve son artistas; nuestra resolución obsesiva de problemas y nuestra intensa competitividad nos convierten en buenos especuladores de mercado, apostadores, programadores y biotecnológicos; ahí es donde hemos ganado nuestro dinero y nuestra reputación. No muchos de nosotros tenemos la paciencia o el interés para el arte.)

    Me desconecté. Max se había desnudado y se había sumergido en la piscina, o tal vez se trataba de una bañera gigante. Tommy y Shiri saltaban en el trampolín, haciendo comentarios de sabelotodo. La agentede la inmobiliaria había renunciado a que nadie escuchara su discurso. Estaba sentada en una silla de gel flexible, masajeando la planta de un pie con las manos. Entré a la cocina. Mesa enorme, muchas sillas y pufs, un enorme centro de comidas programable.

    Salí, de regreso a la Dama. "No hay fogones."

    "¿Fogones?" dijo ella, parpadeando.

    Pasé una mano por un tirante. "Yo cocino," dije.

    "¿Cocinas?"

    Sentí que mi mandíbula y mis hombros se tensaban, estoy harto de que me digan que los Nueves no cocinan, pero luego vi sus ojos. Brillaban de alegría. Delicia indulgente. Me recordó a mi propia madre, diciendo «Oh» y «Ah» por las galletas duras que yo le había horneado una mañana de invierno en los barrios bajos de Maryland, cuando mi edad etial aún estaba ligada al reloj de la naturaleza. Mi madre sosteniendo el vestido de novia que había planeado regalarme, su cintura de encaje rozando mi barbilla. Una noche en la universidad, miré hacia la mesa del comedor, a la mitad de una oración: le estaba contando sobre El Sombrero encima del Gato, mi documental distribuido (una ardiente polémica por la emancipación de menores de cinco años; sobre cómo la cibernética liberaría a los niños pequeños de una vida de dependencia) Y vi en sus ojos cuánto tiempo hacía que había dejado de escuchar. Vi que yo no era un Nueve para ella, sino un nueve. Vi que no me miraba a mí, sino a través de mí, muy lejos, hacia otro ahora, otro yo: hacia una Mujer. Grandes globos de senos grasos colgando del pecho de ese otro yo; alta como una puerta, loca por los hombres, casada; un gran monstruo sexualizado como ella, un útero ambulante, una protomami. Ella rstaba esperando a esa Susan, Mujer-Susan, que nunca aparecería.

    "Cocino," dije apartando la mirada de los ojos de la Dama. Metiendo las manos en los bolsillos de los pantalones. Me hubiera gustado un abrazo, pero Max estaba bajo el agua y Tommy y Shiri estaban tratando de tirarse del trampolín. Salí fuera.

    "Podríamos traer un módulo de cocina," exclamó la Dama.

    Afuera, una paloma asomaba por el césped. Estaba lo bastante sarnosa y nerviosa como para ser real. Me quedé un rato mirándola, luego me vibró el pendiente. Hice el mudra de Aceptar.

    "¿Suze?" Dijo Travis.

    “¿Por qué preguntas, Travis? ¿Quién crees que lleva mi pendiente?"

    "Suze, Abby se ha ido."

    "¿Qué quieres decir con ido?"

    "No contesta. Su localizador está apagado. No puedo encontrarla por ningún lado." Cuando Travis estaba nervioso, su voz era estridente. Ahora sonaba como un ratón pillado en una trampa.

    Miré la lectura del tatuaje activo en mi palma izquierda. Travis estaba en casa. Hice el mudra para Abby. Ninguna ubicación se listaba. "Quédate ahí, Travis. Estamos en camino."

    Corrí por la tabla. Max estaba vestido de nuevo, frotándose las rastas con una toalla del árbol de toallas junto a la piscina. Tommy y Shiri estaban sentados a una mesa con la Dama de la Inmobiliaria, mirando el papeleo en la pantalla de la mesa.

    "Tenemos que irnos. Ha surgido una emergencia personal," dije. Max estuvo a mi lado al instante.

    "Escucha, queremos esta casa," dijo Shiri.

    "Shiri, tenemos que hablar todos de eso," dije.

    "¿Qué hay que hablar?" Dijo Tommy. "Esto es increíble."

    "Este es el primer lugar que hemos visto," dije.

    "¿Y?"

    La Dama de la Inmobiliaria nos miraba con expresión cautelosa. Yo no quería decir que Abby estaba desaparecida. No frente a ella. No frente a esa actitud de ¡de-verdad-se-puede-confiar-en-ustedes-para-cuidar-de-ustedes-solos-sin-adultos? que emanaba de ella como un hedor. Saqué las manos de mis bolsillos y las cerré en puños. "¡Estás siendo totalmente estúpido!" Dije.

    "¿Cuál es la emergencia?" Max dijo en voz baja.

    "Sé lo que dirían Travis y Abby," dijo Tommy. “Quieren una casa como esta. Vamos a comprarla ya y tendremos el resto del día libre."

    "Podemos ir a planear con el viento," dijo Shiri.

    "Travis y Abby ni siquiera estaban de acuerdo en comprar una casa aún, no importa que esta sea La Casa," dije. Sentí la mano de Max en mi hombro.

    "Eso es porque no lo han visto," dijo Tommy.

    "¿Cuál es la emergencia?" Max dijo.

    "Probablemente ha habido un accidente de tren y Suze tiene que asegurarse de que ella sea el primer ghoul en su pantalla plana," dijo Shiri.

    "Que te den," dije y salí de la casa. Temblaba un poco de adrenalina. Subí a nuestro payasomóvil y encendí el motor. Max se apresuró a salir por la puerta detrás de mí. Me deslicé hacia el asiento del pasajero y él subió para conducir.

    "Podemos recogerlos más tarde," dijo. O que llamen un taxi. ¿Qué pasa?"

    Hice el mudra de Abby y le mostré mi palma. Abby está desaparecida. Travis no la ha visto y ella no contesta.

    Max salió hacia la calle. "Ella salió de casa esta mañana temprano con esa vieja cámara en blanco y negro que le compraste. Iba a hacer algunas fotos."

    Abrí la pantalla plana en el salpicadero del lado del pasajero e inicié sesión. "Esa no es razón para que apague su localizador. Espero que no se quede cerca de la casa, una Nueve caminando sola en el gueto, tomando fotografías, imagina cómo se vería eso."

    Salimos zumbando de Tierrapirata, subiendo una rampa hacia la I-90. "Abby no sería tan tonta," dijo Max. Pero no parecía muy seguro. Abby es impetuosa y últimamente había estado melancólica. "¿Policía?" preguntó, después de un momento.

    Le lancé una mirada penetrante. Los policías son Tíos: los requisitos de altura mantienen a los Bajo de Doce fuera de sus filas, y los Adolescentes son en su mayoría demasiado incultos y rebeldes. No tenía ningún hilo para tirar de ellos, ni tampoco Max. "Esperaremos hasta tener más datos," dije. “Ahora cállate y déjame trabajar. Vuelve a casa."

    La mayoría de la gente tiene la noción de que el metraje público es un archivo permanente, universal y de fácil búsqueda de todo lo que sucede, claramente filmado desde cualquier ángulo. El trabajo de las personas en mi profesión es ayudar a perpetuar esa ilusión. En realidad, las redes son sorprendentemente irregulares. Hay millones de Enjambrecams deambulando por cualquier área urbana importante, pero tienen una alta tasa de fallas y errores, y sus imágenes son granulosas e indistinguibles, solo una gran cantidad de reconstrucciones algorítmicas imaginativas las hace visibles. Hay muchas cámaras mayores conectadas a la red, pero a menudo ocultas en un bizantino laberinto de permisos y protocolos. Y hay miles de millones de sensores de movimiento, capturadores de audio, etiquetas de localización y monitores de tráfico de datos agregados a la mezcla, pero no están bien correlacionados entre sí. En unas pocas horas un domingo por la mañana, un kilómetro cuadrado del centro de Billings genera suficientes datos para llenar todas las computadoras del siglo XX, además de todas las bibliotecas en papel de los siglos anteriores. Es un infierno buscar.

    Pero yo soy buena. Tenía suficientes imágenes de Abby archivadas para construir un buen sabueso, y luego engendré una docena de ellos y los sembré bien. Muy pronto los éxitos empezaron a surgir. Abby había cruzado la calle frente a nuestra casa a las 09:06 y había apagado su etiqueta de localización, a propósito, imaginé yo, ya que no había un registro de errores. Se había detenido para comer bollos y udon en una tienda de delicatessen en la Avenida C a las 09:22; tomé fotos en el parque hasta las 09:56. Había hablado con un par de Quince allí y ella les había quitado algo. No pude ver qué en las imágenes de Enjambrecam grises granulosas, pero eso hizo que se me erizara el vello de la nuca.

    Desde las 10:03 la perdí. Ella había subido por un ascensor en un banco y había desaparecido. Hay una red de pasarelas privadas y un teleférico en esa parte de Billings que están mal monitoreados. Tuve una sensación de frío en el estómago; esa era un gran modo de perderme, si intentabas hacerlo.

    Busqué en todas las salidas de esos pasillos y del tranvía en busca de Abby, y compré un montón de potencia de procesamiento adicional en la central para que funcionara más rápido. Nada.

    Max había entrado entre las torres y callejones de Billings. Sombras moteadas de metal y plásticos y cerámicos traslúcidos ondeaban sobre el payasomóvil. Observé a la gente que caminaba por los pasillos que nos rodeaban, de todas las edades, tamaños y colores. Una anciana caminaba lentamente por una acera deslizante justo encima de nosotros; debía de tener unos noventa, lo que la hacía tener ciento veinte más o menos. Caminando, lentamente, por sus propios medios. No ves eso todos los días.

    Volví a una grabación antigua que tenía de una fiesta de cumpleaños y tomé una secuencia de Abby caminando. Construí un perfil ergodinámico de ella y se lo di a mis sabuesos.

    Bingo. A las 10:42, Abby había dejado el teleférico disfrazada. Zapatos con plataforma, gabardina, pechos falsos, caderas y hombros: se estaba haciendo pasar por una Catorce o así. Parecía ridículo, como en Halloween. Ella había consultado un trozo de papel de su bolsillo.

    A las 10:54 estaba en una mala zona. "Dirígete a la 30 con Langosta," le dije a Max.

    "Mierda," dijo. "¿Sin policía?"

    "Aún no tengo nada que merezca su atención. Nada que pruebe que fue coaccionada."

    "Así que necesitamos otra copia de seguridad," dijo Max con gravedad.

    "Sí." Miré hacia arriba. "¿Puedes conseguirla?"

    "Eso creo," dijo. Hizo algunos mudras de Call con una mano y empezó a hablar. “Oye, Dave, ¿cómo estás? Escucha, hombre... Desconecté de él mientras él hacía sus llamadas.

    Mi última toma de Abby era a las 11:06. Ella estaba siendo empujada hacia una puerta por un gigantesco Quince. La mano estaba en su codo. Las lecturas biodinámicas de algunas Enjambrecams de hospitales extraviados confirmaron que su pulso era elevado. ¿Debería enviar esto a la policía? ¿Probaría que Abby fue coaccionada? Pero ¿qué estaba haciendo con el extraño disfraz y el andar furtivo? ¿Solo barrios bajos? ¿O la metería yo en problemas?

    ¿Estaba Abby comprando drogas?

    “Parkhill con la 32," le dije a Max. Mis dedos estaban quietos y solo estaba mirando la última imagen, Abby y el gigante, él tirando de ella hacia la oscuridad.

    "¿Puedes reunirte con nosotros en Parkhill con la 32?" estaba diciendo Max. "Maldita sea, lo sé, hombre, por eso te necesitamos..."

    Cuando llegamos allí, cinco de los amigos de Max estaban esperando. Cuatro eran claramente de su gimnasio. Dos de ellos probablemente eran Nueve o Diez (uno moreno, otro pelirrojo y pecoso) y eran incluso más musculosos que Max, sus cabezas posadas como pequeñas nueces sobre sus cuerpos de gran éxito de taquilla. Los otros dos eran Adolescentes Cachas, tal vez Quinces o Dieciseises. Sus rostros rubios de huesos eslavos descansaban sobre cuerpos como mullidos sofás de sala de estar o refrigeradores industriales: dedos del tamaño de mi antebrazo, muslos del tamaño de todo mi cuerpo. No estaba seguro de cómo íbamos a hacerlos entrar en el edificio.

    Y luego estaba el quinto: una Tres Aumentada. Ella estaba un poco apartada de los demás con los bracitos a los lados. Claramente le tenían miedo. Un suave ojo castaño escaneaba las nubes y ella tenía una beatífica sonrisa en el rostro. Su otro ojo era la joya brillante de un conector de luz láser, y había otros enchufes y puertos brillando en su cuero cabelludo marrón entre sus trenzas.

    Max detuvo el coche.

    "¿Quiénes son los Treses?" Pregunté.

    Max se volvió hacia mí. Parecía nervioso, como si pensara que me iba a burlar de él. "Esa es mi hermana, Carla."

    "Genial," dije rápidamente. Salió antes de que yo pudiera decir algo aún más estúpido, como "Qué bueno que os hayas mantenido en contacto."

    Abrí mi puerta y me congelé, Carla corría hacia nosotros. "¡Max!" gorjeó, y le echó los brazos alrededor de la cintura, hundiendo la cara en su estómago.

    "Hola, encanto," dijo, abrazándola de vuelta.

    Eché un vistazo a la lectura de mi palma. Se había quedado en blanco. También la pantalla plana del coche. Era una apuesta segura que no se iba a grabar nada cerca de Carla. A veces se podía saber dónde estaban los Tres y los Dos Aumentados en las imágenes públicas al rastrear las áreas en blanco, las pequeñas manchas de mal funcionamiento inexplicable que los seguían. Una vez hice un documental experimental sobre Aumento de Menores de Cinco usando ese metraje en blanco. Se llamaba Ten Cuidado Con Lo Que Deseas, una especie de seguimiento de años después de El Sombrero encima del Gato.

    "¡Llévame!" Dijo Carla, y Max, obedientemente, balanceó su pequeño cuerpo sobre sus hombros.

    "Carla, esta es Suze," dijo Max.

    "No me gusta," anunció Carla. El rostro de Max se relajó de miedo y mi corazón dio un vuelco. Agarré la puerta del coche con tanta fuerza que mis uñas se hundieron en el marco.

    Carla estalló en risitas, luego comenzó a tener hipo. "¡Era broma!" se atragantó entre hipo. “¡Mira que sois tontos!"

    Traté de sonreír. Max se volvió, lentamente, hacia la puerta. Era una monstruosidad de acero formidable, del tipo con una placa de acceso biodinámica que gobierna su sistema de seguridad. Se supone que esas cosas están fuera de la red, más o menos invulnerables a la piratería cibernética. Carla saludó y esta se abrió. Los cuatro chicos musculosos se apiñaron en su camino hacia adentro (ansiosos por llegar hasta Abby y lejos de Carla) y los tres llevamos la retaguardia, Carla aún sentada sobre los hombros de Max.

    La escalera era oscura y fétida, olía a Adolescentes, a todas sus glándulas y excreciones, pringosas y agrias. La mayor parte del brillo de la pared estaba muerto, y una zona que funcionaba mal en la parte superior de las escaleras estaba parpadeando en verde y rojo, de modo que los cuerpos de los musculosos subieron las escaleras en staccato estroboscópico.

    La pecosa rata de gimnasio fue la primera en llegar a la puerta en la parte superior. Cuando alcanzó el pomo de la puerta, escuchamos un largo gemido y luego una serie de gruñidos. Casi rugidos. Y luego, más suave, un gemido, un gemido femenino agudo, como el sonido de alguien torturado, alguien desesperado.

    Carla comenzó a chillar. "¡No me gusta!"

    "¿Qué pasa, cariño?" dijo Max con voz asustada. "Qué hay detrás de la puerta?"

    "¡No le preguntes eso!" Bramé. "¡Distraela, idiota!"

    "Max, ¿debo hacer que desaparezca?" Carla gimió. "¿Debo hacer que se detengan, Max?"

    "¡No!" gritamos Max y yo al mismo tiempo.

    "Max," dije tan amablemente como pude, "¿por qué no vais tú y Carla a jugar a algún bonito juego en el coche?"

    "Pero tal vez debería...," dijo Max, mirándome entre las rodillas diminutas y temblorosas de Carla.

    "¡Ahora!" Bramé y pasé a empujones entre ellos.

    Un jadeo venía de debajo de la puerta, jadeos y gemidos. Los musculosos me miraron nerviosos. Escuché los zapatos de Max bajando las escaleras detrás de mí, y comenzar a cantar "The Itsy-Bitsy Spider."

    "¡Dentro!" Siseé señalando la puerta. Los dos hipermusculosos Nueve echaron los hombros contra la puerta. Esta se tensó y se dobló, pero aguantó. Desde el interior de la puerta llegó un grito ahogado. Los dos Adolescentes Cachas se apoyaron en la pared y uno en el otro, doblaron las rodillas y se agacharon con los hombros bajo las nalgas de los Nueves. "¡Listo ahora!" exclamó el más grande, y los cuatro empujaron. La puerta se abrió de golpe y los musculosos cayeron y colapsaron a través de ella. Yo corrí sobre sus cuerpos, saltando de una nalga a un hombro a una espalda a otro hombro, y entré.

    Sobre una alfombra de piel de tigre en medio de un montón de basura, dos enormes Quinces desnudos alzaron la vista. La piel del macho era una masa de granos y grasa. El pelo desgreñado le caía sobre los hombros y músculos. La mujer estaba inmovilizada debajo de él, sus pechos gigantes caían a ambos lados de su delgada caja torácica, con las rodillas alrededor de las caderas del macho. Entre los frondosos bosques de su vello púbico, una parte del pene del macho corría como un puente morado hinchado.

    "¡Eghhh!" Grité, mientras se dejaban caer, echándose encima la piel de tigre. "¿DÓNDE ESTÁ ABBY?"

    "Hola, Suze," dijo Abby secamente desde una silla mullida a mi izquierda. Llevaba un mono blanco y sostenía un bolígrafo y un cuaderno de papel.

    "¿Qué diablos estás haciendo?" Grité.

    "Podría preguntarte lo mismo." Hizo un gesto hacia la pila de chicos musculosos, que luchaban por ponerse de pie con expresiones aturdidas.

    “¡Abby! ¡Desapareciste!" Yo agitaba mis brazos alrededor como un Macroteleñeco. "Localizador, área defectuosa, disfraz, aterrador, ¡aargh!"

    "¿Me vas a seguir con un pequeño ejército cada vez que apague mi localizador?"

    "¡¡Sí!!"

    Ella suspiró y dejó el lápiz y papel. "Lo siento mucho," dijo a los Quinces. "De todos modos, mi tiempo casi se ha acabado. Um, ¿te importa si hablamos aquí unos minutos?"

    "¡Sí!" gorjeó la hembra.

    "Abby, vamos," dije. “No pueden detenerse a mitad. Tienen que, ya sabes, terminar lo que estaban haciendo. Hasta que no esté terminado, sus cerebros no funcionarán correctamente."

    "Está bien," dijo Abby. "Está bien, ah, gracias."

    En la escalera, dije: "¿No podrías simplemente ver un canal porno?"

    "No es lo mismo," dijo. “Todo eso es empaquetado y comercial. Quería entrevistarlos antes y después. Tengo que saber cómo es."

    "¿Por qué?"

    Ella se pausó en las escaleras y yo también. Los musculosos, murmurando, salieron a la calle y nos quedamos solos en la luz verde y roja intermitente.

    "Suze, voy a iniciar el reloj."

    Como si hubiera vertido un cubo de agua helada por mi columna vertebral. "¿Que vas a qué?"

    "Voy a tomar los tratamientos." Habló rápidamente, como si temiera que la interrumpiera. “Han mejorado mucho en los últimos años, básicamente no hay efectos secundarios. Incluso están progresando con los bebés. En cinco años, parece que la mayoría de los bebés no tendrán ningún efecto de arresto y… "

    Se me habían llenado los ojos de lágrimas. "¿De qué estás hablando?" Lloré. “¿Por qué hablas como Ellos? ¿Por qué dices que ser como nosotros es algo que hay que curar?" Golpeé la pared, lo que me lastimó la mano. Me senté en el escalón y lloré.

    "Suze," dijo Abby. Se sentó a mi lado y puso su mano en mi hombro. "Me encanta ser como nosotros, pero quiero..."

    "¿Eso?" Grité, señalando la parte superior de las escaleras, donde estaban gruñendo de nuevo. "¿Eso es lo que quieres? ¿Prefieres eso que nosotros?"

    “Lo quiero todo, Suze. Quiero cada etapa de la vida. "

    "Oh, cada estúpida etapa diseñada por el estúpido Dios, quien también nos dio muerte y cáncer y..."

    Ella me agarró por los hombros. "Suze, escucha. Quiero saber cómo es eso de ahí arriba. Quizá no me guste y luego no lo haga. Pero, Suze, quiero tener bebés."

    “¿Bebés? Abby, tus óvulos tienen cuarenta años... "

    “¡Exactamente! Exactamente, mis óvulos solo tienen cuarenta años y la mayoría de ellos aún están bien. ¿Quién quieres que tenga los bebés, Suze? ¿Los Tíos? El mundo está comenzando de nuevo, Suze, y yo... "

    "¡El mundo estaba bien!" Me aparté de ella. "¡El mundo estaba bien!" Mocos y lágrimas corrían por mi nariz hasta mi boca, salados y pegajosos. Me limpié la cara con la manga de mi traje de corredor de bolsa, dejando un rastro resbaladizo como una babosa. "Estábamos bien."

    "Esto no se trata de nosotros."

    "¡Oh, tonterías!" Me levanté de un salto y me agarré a la barandilla para mantener el equilibrio. “¡Como si fueras a vivir con nosotros en un galeón y disparar cañones de agua e ir a fiestas de cumpleaños! Simplemente no lo harás, Abby, ¡no te engañes! ¡Vas a ser eso!" Señalé las escaleras. “Los celos sexuales y la economía de intercambio sexual y el engaño y la explotación mutua y la propiedad y la monogomía en serie y el divorcio y todo ese estúpido, loco, aburrido...”

    "Suze," dijo en voz baja.

    "¡No lo hagas!" Dije. "¡No lo alargues! Si quieres hacerlo, hazlo, ¡pero luego déjanos en paz! ¿Vale? No eres bienvenida." Me volví y bajé las escaleras. "Sal de una maldita vez."

    Max estaba parado al pie de las escaleras. No me gustó la forma en que me miraba. Pasé rozando.

    Los chicos del gimnasio estaban en el coche comiendo con gran entusiasmo sándwiches submarinos de una yarda de largo. Carla estaba sentada en los escalones de la entrada, hablando con una muñeca de trapo. Ella alzó la vista y su ojo rojo como una joya brilló; por un momento fue tan brillante como mirar al sol al mediodía. Luego miró más allá de mí, hacia el cielo.

    "¿De qué tienes miedo?" preguntó ella.

    Me apoyé contra el marco de la puerta y no dije nada. Un viento bajó por la calle y hojas de papel arrugadas bailaron a lo largo de ella.

    "Yo le tengo miedo a las vacas," ofreció ella. “Y Millie," sostuvo en alto la muñeca de trapo. “tiene miedo a, eh, um, ¿sabes eso de que si tomas todo el dinero que se gasta la gente y el modo en que se han mirado unos a otros ese día y lo pones dentro de lo que el clima va a hacer y entonces puedes cantarle a los gatos y esas cosas? Pues ella le tiene miedo a eso."

    Me limpié los ojos con la manga. "¿Puedes ver el futuro, Carla?"

    Se rió y luego se puso seria. “Os equivocais en eso. Eso es solo un juego que os inventasteis. No hay futuro."

    "¿Te gusta ser Aumentada?" Pregunté.

    "Me gusta, pero a Millie no le gusta. Millie piensa que da miedo, pero ella es tonta. Millie desearía que fuéramos como personas y árboles y no tuviéramos que hacer las cosas bien todo el tiempo. Pero entonces no podríamos jugar con bolshoiye-gemeinschaft-epistema-mekhashvei-ibura."

    "Está bien," dije.

    "Max va a salir con Abby cuatro mil quinientos sesenta y dos milisegundos después de que yo termine de hablar en este momento y la cohesión grupal proyectada aumenta en un treinta y seis por ciento si no tienes una pelea ahora, así que deberías llevaros el payasomóvil y os llevaré yo y me encantaría vivir contigo, pero sé que tengo demasiado miedo, pero eso está bien, pero ¿puedo visitaros en el cumpleaños de Max?"

    "Sí," dije. "También puedes visitarme en mi cumpleaños."

    "¿Puedo? ¿Puedo?" Se levantó de un salto y me abrazó, rodeando mi cintura con los brazos y presionando su mejilla contra mi pecho. "¡Vaya, ni siquiera sabía que dirías eso!" Se apartó, sonriéndome y luego señaló el coche. “Está bien, rápido, ¡vete! ¡Adiós!"

    Subí al coche y encendí el motor. Carla saludó con la mano y sostuvo el brazo de Millie y también lo saludó. La puerta detrás de ella se abrió, vi el zapato de Max y salí conduciendo.

    A un cuarto de kilómetro de Carla, la pantalla plana volvió a parpadear y mi pendiente comenzó a zumbar como loco. Le dije que dejara pasar a Travis.

    "Abby está bien," dije. "Está con Max. Volverán a casa."

    "Genial," dijo Travis. "¡Uf! ¡Eso es un alivio!"

    "Sí."

    “Tommy y Shiri me enviaron un video de la casa. Parece impresionante. ¿A ti también te encanta?"

    "Sí, me encanta." Ahora estaba en la I-90. Más allá de las agujas y los tranvías aéreos de Billings, podía ver los suburbios de la casa de la diversión extendiéndose ante mí: molinos de viento, castillos, barcos, cúpulas, bosques de hadas.

    "Genial, porque creo que han firmado algunos papeles o algo así."

    “¿Qué? ¡Travis, tenemos que estar de acuerdo todos!" Mientras lo decía, se me ocurrió que la única que no había visto el lugar era Abby. Agarré el volante y rompí a llorar.

    “¿Qué? ¿Qué?" Dijo Travis.

    "¡Travis!" Lloré. "¡Abby quiere iniciar el reloj!"

    "Lo sé," murmuró Travis.

    “¿Qué? ¿¿Lo sabes??"

    "Me lo dijo esta mañana."

    "¿Por qué no dijiste nada?"

    "Me hizo prometer que no lo haría."

    "¡Travis!"

    "Tenía la esperanza de que tú la convencieras."

    >

    Tomé la salida de Tierrapirata, lanzándome a través de un túnel de plástico naranja adornado con esqueletos animados que salían de taquillas de Davy Jones. "No se puede convencer a Abby de nada."

    "Pero tenemos que hacerlo, Suze, tenemos que hacerlo. Vamos, no podemos desmoronarnos así. Katrina y Ogbu… ” Él estaba haciendo su chillido de rata presa del pánico de nuevo, y de repente me harté mucho de ello.

    "¡Cállate y deja de lloriquear, Travis!" Grité. "O bien ella cambiará de opinión o no, pero ella no quiere, así que tendrás que lidiar con eso."

    Travis no dijo nada. Le dije a mi pendiente que cortara la conexión y bloqueara todas las llamadas.

    Paré fuera del galeón y salí. Encontré un pañuelo en la guantera y me limpié la cara a fondo. Mi traje, como el trabajo de calidad que era, ya se había comido y digerido todos los mocos que le había untado; la proteína probablemente le haría bien. Me miré en el espejo, no quería que la Dama de la inmobiliaria me viera llorar. Luego salí y me quedé mirando la casa. Si conocía a Tommy y Shiri, aún estaban dentro, habiendo descubierto una pista de patinaje sobre ruedas o una sala de rodeo.

    Estacionada al costado de la casa estaba la anticuada camioneta de Dama de la Inmobiliaria, un verdadero clásico, probablemente a gasolina. Me acerqué a ella. La puerta lateral se abrió. Miré adentro.

    Dentro, leyendo un libro, había un Nueve. Había sido engañada con un Equipoinfantil total: coletas, pasadores, camiseta con un caballo, calcetines con cosas llamativas colgantes. Junto con el atuendo de Dama Mamiestilo, tenía un sentido perfecto, aunque retorcido. Personalmente, encuentro ese juego en particular de "Vamos a Fingir" algo deprimente y lamentable, pero cada uno tiene sus propios defectos.

    "Oye," dije. Ella miró hacia arriba.

    "Um, hola," dijo ella.

    "¿Vives por aquí?"

    Ella arrugó la nariz. "Mi mamá, um, no quiere que le cuente eso a extraños."

    Puse los ojos en blanco. “Dale un descanso a la interpretación, ¿quieres? Solo hice una pregunta simple."

    Ella me miró. "No debes hacer tantas suposiciones sobre la gente," dijo, y deliberadamente levantó su libro frente a su cara.

    El clop-clop de los zapatos de Dama llegó por el camino. Me picaba el cuero cabelludo. Algo no era del todo culinario en esta salchicha.

    "Oh, hola," dijo la Dama alegremente, aunque con incomodidad. "Veo que has conocido a mi hija."

    "¿Es esa su hija real, o es que vosotras dos no podéis salir del personaje?"

    La Dama se cruzó de brazos y me miró fijamente con sus ojos verdes. “Corintha contrajo el síndrome de detención del desarrollo comunicativo cuando tenía dos años. Comenzó los tratamientos hace siete años."

    Noté quedarme boquiabierta. "¿Ella es una Dos que inició el reloj? ¿Pasó veinticinco años como una niña de dos años no aumentada?"

    La Dama se inclinó a mi lado en la camioneta. "¿Estás bien aquí dentro, cariño?"

    “Genial," dijo Corintha detrás de su libro. "Aparte del ignorante ocasional que hace suposiciones."

    "Corintha, por favor, no seas grosera," dijo la Dama.

    "Perdón," dijo.

    La Dama se volvió hacia mí. Creo que mis ojos debían de haber estado saliendo de mi cabeza. Ella rió. "He visto tus documentales, ¿sabes?"

    “¿Ah sí?"

    "Sí." Se apoyó en la camioneta. “Técnicamente están muy bien hechos y creo que algo de lo que tienes que decir es muy convincente. Ese con todas las imágenes en blanco, es que me dio una idea real de lo que es para esos niños que están conectados a Internet."

    Una forma extraña y equivocada de decirlo, pero me limité a decir "Uh, gracias."

    "Pero creo que eres muy injusta con los que no aumentamos a nuestros hijos. Al ver tu trabajo, una pensaría que todos los padres no aumentados sucumbían a la fatiga de la crianza de los hijos y enviaban a sus niños pequeños a las granjas de guardería del gobierno, de visita solo en Navidad. O que vivían una especie de existencia bárbara, abusiva e incestuosa." Miró a su hija. "Corintha ha sido una alegría para mí todos los días de su vida"

    "¡Oh, mamá!" Corintha dijo desde detrás de su libro.

    “… pero nunca quise interponerme en el camino de su crecimiento. Simplemente pensé que el aumento no era la respuesta. No para ella."

    "Y pensabas que tenías derecho a decidir," le dije.

    "Sí." Ella asintió vigorosamente. "Pensé que tenía la obligación de decidir."

    La Suze que todos conocen habría dicho una fuerte réplica. No dijo ninguna. Vi a Corintha asomarse detrás de su libro.

    Hubo silencio durante un rato. Corintha volvió a leer.

    "¿Mis amigos siguen dentro?" Pregunté.

    "Sí," dijo la Señora. “Quieren la casa. Creo que caben seis muy cómodamente y... "

    "Cinco," dije con voz ronca. "Creo que va a ser cinco."

    "Oh," la Dama pareció desconcertada. "Siento oír eso."

    Corintha bajó el libro. "¿Como es eso?"

    La Dama y yo la miramos.

    "Oh, ¿es esta una pregunta grosera?" dijo Corintha.

    "Es un poco entrometida, querida," dijo la Dama.

    "Ah...," dije. Miré a Corintha. "Uno de nosotros quiere... iniciar el reloj. Iniciar el proceso de envejecimiento biológico convencional."

    "¿Y?" dijo Corintha.

    "Cariño," dijo la Dama. “A veces, si las personas cambian, ya no quieren vivir juntas."

    "Pues eso es muy tonto," dijo Corintha. "Si ni siquiera habéis tenido una pelea o algo así. Si es solo que alguien quiere crecer. Yo nunca me desharía de mis amigos por eso."

    "¡Corintha!"

    “¿Quieres dejarla hablar? Intento respetar sus ideas arcaicas sobre las relaciones entre padres e hijos aquí, Dama, pero no lo está poniendo fácil."

    La Dama se aclaró la garganta. "Lo siento," dijo después de un momento.

    Miré el palo mayor y los cañones de nuestro galeón. El césped ondulado. Este lugar lo tenía todo. Los trampolines y las piscinas, los columpios y los juegos. Podía imaginarme las fiestas de cumpleaños que tendríamos aquí, canciones y tarta y regalos y desafíos, todo el mundo mojándose, pistolas de espuma y locos animales artificiales mezclados. Podríamos contratar payasos y acróbatas, cuenta cuentos y magos. Por la noche, dormíamos en hamacas en la cubierta o en mantas sobre el césped y bajo las estrellas o todos juntos en una pila, en el gran espacio para almohadas en la proa.

    Y no podía ver a Abby aquí. No una Abby en crecimiento, más alta, brotándole pechos, con ganas de tener sexo con unos enormes simios de hombres o mujeres o ambos. Queriendo privacidad, queriendo traer a sus amigas que iniciaron el reloj para cuchichear y reír sobre la menstruación y los rituales de cortejo. Abby con un compañero. Abby con niños.

    "Hay un lugar junto a Rimrock Road," dijo la Dama lentamente. “Es una antigua mansión histórica. No es tan lujosa ni tan temática como esta. Pero el edificio principal se ha acondicionado para la vida en grupo centrada en la recreación. Y hay dos dependencias que permiten cierta privacidad y... diferentes estilos de vida."

    Me puse en pie. Me sacudí los pantalones. Me metí las manos en los bolsillos.

    "Quiero que vayamos a ver esa," dije.

FIN

6. El Golpe

(The Blow)

    ¡Crack!

    El detective recibe un golpe, la culata de una pistola contra la parte posterior de su cráneo.

    Ahora pueden suceder varias cosas.

    Quizá el detective se despierta atado a una silla, es interrogado, burla a sus captores y escapa para resolver el caso.

    Quizá muera. Fue un golpe fuerte. Mira, se ha caído al suelo. Él está inmóvil. Hay sangre. Hay sangre dentro del cráneo.

    Quizá esté paralizado por el golpe. Paralizado de un lado. Su discurso será confuso e inarticulado. Se sentará en la silla junto a la ventana en el centro de cuidados intensicos. Lo mantendrán bien afeitado. Llevará un babero y temblará.

    Las femmes fatales no lo visitarán. Los policías de mirada dura que lo respetaban y le tenían resentimiento vendrán una vez al mes a sentarse en un silencio aburrido y obediente. Su bella y triste asistente vendrá todos los domingos y le leerá el periódico. O a Dickens, su favorito.

    El villano viene a regodearse pero se queda para reflexionar, asombrado: qué cosita puede hacernos caer tan bajo. Allí, salvo por la gracia de Dios, voy yo.

    El caso no está claro en la mente del detective. Aún no. Hay algunos detalles destacados. Cuenta sus guisantes. Cuarenta y cinco guisantes. El calibre del arma homicida. Puede ser una pista. Hace una nota en la servilleta.

    Se convierte en una rutina cómoda a lo largo de los años. En Navidad, el villano lleva al detective a su mansión. También viene la bella y triste asistente. Ella ha logrado ser detective; ella y el villano son enemigos. A veces ella frustra sus planes; a veces él va a la cárcel. Pero no por mucho. Tiene buenos abogados.

    Pero en Navidad dejan todo eso a un lado. El detective come batatas con melaza y tararea. La asistente le acaricia el pelo. Después de unas púas ingeniosas entre el villano y la asistente, un poco de bravuconería, comen, y luego se sientan en silencio y escuchan villancicos. Como en familia.

    Ponen el gramófono y el villano y la bella y triste asistente bailan el vals. El detective observa con ojos brillantes.

FIN

7. Abrazando-Lo-Nuevo

(Embracing-The-New)

    El sol brillaba, el carro crujía y se zarandeaba. Vru se agachó cerca del dosel del maestro, su pelaje goteaba sudor. Sus Ghennungs se arrastraron por su pelaje, buscando sombra. Cada vez que uno se desarraigaba de su cuerpo, interrumpiendo su conexión, sentía la pérdida repentina de recuerdos, como una extremidad siendo arrancado.

    No por primera vez que Vru se veía obligado a considerar su pobreza. Él solo tenía cinco Ghennung. Tres habían estado con él desde que nació, otro había sido el primero de su padre y el mayor había pertenecido tanto a su padre como a su abuelo. Una vez, cuando los dos viejos Ghennung le sacaron los colmillos al arrastrase por su vientre, sesenta años de recuerdos (trabajar la piedra, hacer el amor con su abuela y su madre, preocuparse por los aprendizajes y los duelos) habían desaparecido, y él tenía la extraña y vertiginosa sensación de conocer solo los veinte años de su propio cuerpo.

    "Día vil," dijo Khancriterquee. El antiguo tallador de dioses, tendido sobre un montón de pieles bajo el dosel, hizo un gesto con una garra. “Sol vil. ¡Chico! Hay aceite refrigerante en el frasco carmesí. Úntame un poco encima y ten cuidado de no derramar nada."

    Vru encontró el aceite y lo untó sobre la carne antigua de su maestro. Khancriterquee estaba hinchado; en parches, su pelaje había desaparecido. Apestaba como bestias muertas pudriéndose al sol. Las manos de Vru se estremecieron al tocarlo. El maestro estaba muriendo y, cuando muriera, el lugar seguro de Vru en el mundo desaparecería.

    Alrededor del cuello de Khancriterquee, como alrededor del de Vru, Deleite-En-Belleza colgaba de un cordón de cuero: la diosa regordeta, suave y risueña, veintisiete pequeños Ghennung bailando sobre ella, tallados en piedra gris dura. Khancriterquee había tallado ambas copias. ¡Qué extraño, que la diosa de la belleza se creara a sí misma a través de la carne fea e hinchada de Khancriterquee!

    Los ojos inyectados en sangre de Khancriterquee se abrieron. "Tú no eres un tallador de dioses," graznó.

    Vru se quedó quieto. ¿Qué había hecho mal? El maestro era vanidoso, ¿había notado el disgusto de Vru? ¿Lo enviaría Khancriterquee de regreso a la casa de su padre en desgracia (a pastorear puercobarberchos, a nunca casarse) con la esperanza de, cuando su cuerpo estuviera decrépito, encontrar algún sobrino que se compadeciera de él y aceptara algunos de sus recuerdos?

    "¿Sabes por qué hemos ganado estos territorios?" preguntó el maestro. Apartando las cortinas, hizo un gesto sobre el lateral del carro hacia los destrozados riscos rojos que los rodeaban.

    "Derrotamos a los impíos en la batalla porque los dioses nos favorecen, maestro," recitó Vru.

    Khancriterquee resopló. “No es que los dioses nos favorezcan. Es que nosotros favorecemos a los dioses."

    Vru no entendió y se inclinó para masajear la carne del maestro. Khancriterquee apartó las manos de Vru con una garra y, jadeando, se sentó. Miró a Vru con disgusto.

    Vru se dio cuenta de que estaba repiqueteando con las garras y se obligó a detenerse. El maestro lo miró, recordando cada contracción de Vru en los Ghennungs que pronto llevarían los jornaleros.

    Vru se incorporó. "Maestro, hay algo que nunca he entendido."

    Los ojos de Khancriterquee brillaron con interés o sospecha. "Pregunta," dijo.

    "¿Cómo pueden los Impíos ser realmente impíos?"

    El maestro frunció el ceño.

    "Quiero decir, ¿cómo puede alguien sin un dios no volverse loco cuando acepta nuevos Ghennungs?" Vru recordó el día en que había tomado Deleite-En-Belleza como su diosa, para ser la devoción organizadora de su vida. Mientras los médicos habían separado gentilmente a los Ghennungs del cadáver frío de su padre en el Gran Comedor de abajo, él había querido aferrarse a la infancia, querido esperar antes de elegir un dios. Pero el sacerdote le había regañado severamente, porque sin un dios, una persona sería simplemente una colección cambiante de recuerdos. Las lealtades, los deseos y las opiniones de sus diversos Ghennungs estarían en guerra y él sería golpeado como un bote de remos en una tormenta de cien años.

    "Ah, mi aprendiz es ambicioso," susurró Khancriterquee. “El maestro es viejo y débil. Quizá el aprendiz debería asistir a los altos consejos militares en mi lugar. Quizá debería aprender los secretos de nuestra guerra contra los impíos."

    "Maestro, quise decir no..."

    "Los Impíos no intercambian Ghennung," dijo Khancriterquee.

    "¿Qué?"

    “Quizá a una edad muy temprana lo hagan," dijo Khancriterquee, agitando sus manos, “o para intercambiar solo ciertas habilidades muy específicas, sin otros recuerdos, usando algún tipo de Ghennung mutilado. No estamos seguros. Pero en general, cuando mueren..." hizo una pausa, observando la reacción de Vru. “sus Ghennungs son destruidos. Por eso ganamos las batallas. Su mejor soldado es tan viejo como su cuerpo."

    Vru de repente se sintió mal. Fluidos amargos y punzantes de su estómago le subieron a la garganta. ¡Los Impíos se suicidaron intencionalmente cuando sus cuerpos murieron!

    "Ahora te diré por qué no eres un tallador de dioses, si el aprendiz ambicioso tiene tiempo para escuchar," dijo Khancriterquee. Golpeó a Deleite-En-Belleza alrededor del cuello de Vru con su garra. “Tallar copias, para que la gente no se olvide de sus dioses y se mantenga cuerda, no es nada. Es hora de que labres un nuevo dios, como hice yo cuando tallé Sin miedo-En- Justicia, como lo hizo mi abuelo con Deleite-En-Belleza." Se recostó sobre las pieles y cerró los ojos. “Será un monumento que se develará en el Festival de Hrsh. Usarás esta nueva piedra verde."

    Vru observó en silencio mientras el maestro dormía. Podía escuchar los latidos de su propio corazón.

    A ninguno de los oficiales de Khancriterquee se le había permitido crear un dios, ni siquiera a Turmca. ¿Por qué permitir a un aprendiz? ¿Para avergonzar y fastidiar a los jornaleros, para castigar su impaciencia por la muerte de Khancriterquee? ¿O pensaba el maestro que Vru tenía tanto talento?

    Los Despojados trabajaban en las nuevas minas, esculpiendo la piedra verde del acantilado. Les habían afeitado el pelaje a causa del calor. Muchos de ellos tenían garras ensangrentadas, rasgadas por la piedra. Vru intentó apartar la mirada. Rara vez había visto tantos Despojados. Sus cuerpos eran musculosos, poderosos… y desnudos de Ghennungs. Era horrible, pero había algo en esas extensiones vacías de piel que lo llamaban, como un intacto campo de nieve.

    La piedra verde brillaba incrustada en la roca gris. Khancriterquee había estado gritándole al capataz todo el día. ¿Por qué utilizar Despojados idiotas? Comprendían lo suficiente como para ser útiles en las minas más antiguas, con la piedra gris más antigua. Pero esta nueva y maravillosa piedra verde, en la que serían posibles tantos detalles (la piedra perfecta para los dioses, ganada a los Impíos) era difícil de extraer y esos eran incapaces de aprender a hacerlo. Hasta ahora habían arruinado todas las piezas grandes.

    “¡Son inútiles! ¡Inútiles!" le gritó Khancriterquee al capataz. "¿Por qué no pudiste conseguir gente de verdad?"

    "Es minería," dijo el capataz obstinadamente. "La gente de verdad no quiere hacer este trabajo, santo."

    “¡Vru! ¡Menudo inútil! ¡De pie como uno de los Despojados!" El odio brilló en los ojos del maestro. "Tráeme a ese," dijo señalando a un gran cuerpo de Despojados que trabajaba con torpeza en la piedra cercana, partiendo preciosos nodos en dos con cada golpe de sus garras.

    Vru lo condujo hasta el maestro. Este era dócil; sólo tuvo que tocarlo ligeramente con las garras en su extraña carne desnuda. El Despojado jadeaba suavemente mientras caminaba. Tenía las garras destrozadas y parecía hambriento. Vru quiso abrazar ese poderoso cuerpo entre sus manos, murmurarle al oído palabras de consuelo (ideas locas y estúpidas, que trató de ignorar).

    "Inclina la cabeza hacia mí," croó Khancriterquee.

    Vru lo empujó hacia abajo para arrodillarlo junto a su maestro. ¿Iba el maestro a susurrarle algo? ¿Cómo iba a servir eso de algo?

    Mientras el capataz estaba cerca, danzando enojado de un pie a otro, Khancriterquee deslizó sus antiguas garras sobre el suave pelaje del cuello del Despojado. El Despojado le devolvió la mirada, solemne y temeroso. Haciendo un esfuerzo y gruñendo, Khancriterquee cerró las garras, rasgando la piel. El Despojado se sacudió, se estremeció y soltó un grito desgarrador; el capataz, maldiciendo, se abalanzó y luego hubo un chasquido y la cabeza del Despojado rodó del cuerpo, el cual colapsó en el suelo. La sangre se derramó sobre Khancriterquee.

    "¿Estás loco?" gritó el capataz olvidándose de sí mismo. Luego el terror se apoderó de su rostro y se dejó caer al suelo, enterrando su rostro en el polvo. “Santidad, por favor…," gimió.

    El maestro rió, tal vez complacido de que las viejas garras de su cuerpo aún fueran capaces de matar. Las chasqueó. La sangre era negra. Luego frunció el ceño. “Tráeme gente de verdad para trabajar en esta mina," dijo. "Estas abominaciones son más que inútiles."

    Vru vomitó sobre el polvo.

    "¡Necesitas piedra entera para tu monumento!" dijo el maestro. “Menudo estúpido. Ahora límpiame."

    La piedra verde era un milagro. Un mes después, en un tranquilo día azul, con espirales de niebla que se deslizaban por el suelo y se elevaban hacia el cielo, Vru se paró en el pozo de escultura del complejo de Khancriterquee, ante el monolito traído de las minas. Tallarlo era como un sueño de poder; este cantaba bajo las garras y bajo el martillo y lima en sus manos.

    Durante las últimas semanas había regresado al dormitorio solo para la cena y para dormir. Este trabajo era completamente diferente del trabajo de hacer copias de los dioses. Khancriterquee tenía razón; hasta ahora, Vru nunca había sido un tallador de dioses, solo un copista. Ahora un nuevo dios estaba tomando forma bajo sus garras.

    Cuando Vru miró al nuevo dios, sintió que tenía mil Ghennungs, con recuerdos tan antiguos como los Ghennungs del Oráculo. Él mismo, el noveno hijo del pobre constructor de castillos, nunca se atrevería a esculpir algo tan impactante y tan verdadero. Había un dios trabajando a través de él, lo sabía, pero no Deleite-En-Belleza; un nuevo dios, un dios que solo él conocía, estaba usando sus garras para nacer en la piedra verde.

    El dios, había decidido, se llamaba Abrazando-Lo-Nuevo-Lo-Nuevo. Era una estatua terrible y maravillosa. En él, una persona desnuda de Ghennungs, como uno de los Despojados o un criminal desterrado, se inclinaba para tocar un Ghennung en el suelo con su garra: suavemente, una caricia. Vru sabía que en el momento siguiente, la persona tomaría el Ghennung en sus manos y se lo llevaría al pecho; el Ghennung hundiría sus colmillos en él, encontrando sangre y nervios; y la dulce ráfaga de recuerdos quemaría la conciencia de la persona: los primeros pensamientos, la nueva identidad.

    Vru miró sus manos; estaban temblando. No se sentía cansado; tenía ganas de cantar. Pero habían pasado veintinueve horas desde que había descansado. No podía arriesgarse a cometer un error.

    Cubrió al dios con un paño y caminó por el sendero hacia el dormitorio. Al salir del pozo de esculpir, el abrazo del dios se desvaneció y el cansancio se deslizó a través de sus miembros. Apenas podía mantener las garras en alto.

    Mientras atravesaba el pabellón de primavera vacío, una sombra se movió delante de él. Él se detuvo. Desde la oscuridad, escuchó una respiración entrecortada.

    "¿Quién está ahí?" dijo.

    Turmca, el jornalero, salió a la luz del día.

    Vru se relajó. "¡Qué susto, Turmca!" dijo él. Incluso mientras hablaba, notó que Turmca no llevaba Deleite-En-Belleza alrededor de su cuello, sino Sin Miedo-En-Justicia, el dios soldado. "¿Por qué estás...?"

    El oficial dio un tembloroso paso hacia él. Sus ojos eran extraños, vacíos. ¿Estaba borracho?"¿Cómo estás, Vru?" preguntó. "¿Cómo es su trabajo?" Las garras de Turmca se juntaron y se sacudió como si se sorprendiera de su propio movimiento.

    "¿Estás bien, Turmca?" Preguntó Vru, dando un paso atrás.

    "Qué amable de su parte preguntar," dijo Turmca, dando pasos desiguales hacia adelante. Vru retrocedió hacia el patio del pabellón. Turmca era más pequeño que Vru, pero estaba bien alimentado, con músculos de años de tallado de dioses.

    “Quería preguntarte," dijo Vru, “Turmca, cuando el maestro, ah, fallezca, ¿habrías considerado aceptarme? Te agradecería que... "

    Turmca ladró en voz alta y estremeció una risa. Se inclinó, se puso las garras en los ojos y su cuerpo se estremeció. Luego miró a Vru.

    "Todos irán hacia ti," dijo Turmca.

    Vru parpadeó.

    “Khancriterquee se lo dijo al Maestro Cantor. Yo lo oí. Tú llevarás todos sus Ghennungs. No quiere que sus recuerdos se debiliten y se dispersen entre los jornaleros, o más bien, dice, eso no es lo que quiere Deleite-En-Belleza."

    "Turmca, eso es una locura. No tengo el talento... "

    Las garras de Turmca se abrieron de golpe. Brillaban, recién limpiadas y afiladas. "¡Talento! ¡Insensato! ¡No te elige por tu talento! Te elige por tus cinco Ghennungs y tu naturaleza débil y maleable. Quiere vivir como él mismo, ¡eso es todo! ¡Tus recuerdos no serán un problema para él!"

    El pie derecho de Turmca se deslizó hacia atrás, y sus manos entraron para cubrir los Ghennungs en su pecho. Vru había visto esa postura antes, cuando su hermano Viruarg estaba perforando. Era la postura de un soldado.

    "Turmca..."

    Vru saltó hacia atrás cuando Turmca golpeó, pero demasiado lento: las puntas de una garra abrieron cortes en su costado. Vru no había peleado desde que era un niño jugando al thakka en un campo de tierra. Se inclinó y luego se lanzó hacia adelante, controlando las garras de Turmca y tratando de golpear su cuerpo contra él. Pero Turmca se dio la vuelta y sus manos se lanzaron para golpear las orejas de Vru. Las piernas de Vru cedieron y se derrumbó en el suelo, el dolor lo atravesó.

    Turmca no luchaba como un aficionado: debió haber pedido prestado o alquilado Ghennungs a un soldado. No estaba borracho. Su mirada vidriosa era la de alguien que no había integrado sus Ghennungs, que tenía una batalla en su alma. Pero estaba lo bastante unido en su deseo de matar a Vru.

    "Levántate, Vru," ladró Turmca, y era la voz de un soldado, la voz de un seguidor de Sin Miedo-En-Justicia, que quería matar con honor. Y luego, con una voz más suave, la voz del oficial instruyendo a un joven aprendiz: "Lo haré rápido."

    Vru sintió que el cansancio lo inundaba, cantando en sus músculos. Si pedía ayuda a gritos, sabía que Turmca lo mataría y se iría antes de que llegara la ayuda. Oyó los pies de Turmca arrastrarse cautelosamente hacia donde yacía en la arena. Diosa, ayúdame, oró.

    Pero no fue Deleite-En-Belleza quien lo ayudó; debió ser el nuevo dios, Abrazando-Lo-Nuevo, quien quería ser tallado, porque hizo algo que Vru no pudo, nunca haría. Abrazando-Lo-Nuevo levantó el cuerpo de Vru y lo abalanzó sobre Turmca, y la garra de Vru arremetió y cortó el cordón que sujetaba a Sin Miedo-En-Justicia al cuello de Turmca. Turmca, impío, gritó. Vru agarró al dios mientras caía y lo arrojó a la oscuridad del pabellón. Las garras de Turmca alcanzaron a Vru, pero su cuerpo se giró y se lanzó tras su dios. Vru corrió al recinto del maestro.

    Vru regresó de una semana de ayuno el día del Festival de Hrsh. Estaba débil, pero se sentía purificado, listo para su tarea. Cuando se dio a conocer Abrazando-Lo-Nuevo, finalmente ganaría el honor para su familia.

    Se sentó en el escenario junto a Khancriterquee. Frente a ellos estaba el monumento oculto por una tela. Vru anhelaba ver Abrazando-Lo-Nuevo, pero no podía hasta que el dios fuera revelado. De repente se preguntó qué vería la gente. ¡Un despojado o un criminal como un dios, buscando un Ghennung prohibido! Si el dios no lo hubiera tallado en sus manos, él mismo se habría horrorizado. Tembló, ¿y si no veían la mano del dios? ¿Y si hubiera tallado la herejía? Trató de concentrarse en Deleite-En-Belleza, para dejar que ella lo centrara como un alfarero coloca arcilla sobre el torno. Pero su cabeza estaba llena de imágenes. El fuerte y encantador Despojado que había trabajado la piedra verde; la cabeza ensangrentada, rodando en el polvo del pozo de la mina. Los Impíos y sus extrañas y malvadas costumbres. Se imaginó al Despojado de su estatua, extendiendo la mano para saludarlos. Se sentó rígidamente, con la cabeza llena de pensamientos extraños, hasta que llegó el momento.

    El sacerdote lo estaba llamando. Saltó de su asiento y tropezó en el escenario. A su alrededor, la audiencia se inclinó hacia adelante. Algunas personas callaron a los niños, luego todo quedó en silencio. Él extendió la mano y retiró la tela de Abrazando-Lo-Nuevo, y un grito surgió de la multitud.

    Pero no era Abrazando-Lo-Nuevo.

    La forma era la misma; era su propio bloque de piedra verde que había tallado con amor. Pero en la carne de la figura estaban grabadas las distintas protuberancias de Ghennungs: diecisiete Ghennungs, un nuevo número para un nuevo dios. Y la garra no estaba acariciando a un Ghennung caído; estaba aplastando a un pequeño soldado impío con sus garras en llamas.

    En la piedra estaban los trazos suaves y audaces de la mano del maestro.

    La gente aplaudió. Vru se volvió para mirar a Khancriterquee.

    Las mandíbulas del maestro se tensaron en una sonrisa satisfecha e indulgente. «Yo agregué lo que tú olvidaste», decían sus ojos. «No era un mala obra, pero el mensaje no era el correcto. Lo corregí».

    ¿Qué importa?, se imaginó Vru que decía Khancriterquee. ¿Que importa? Miró a Vru con aire de suficiencia. Has demostrado ser digno de mí. Pronto este cuerpo colapsará y tú llevarás mis Ghennungs. Todos mis recuerdos, todo mi poder. Seremos una sola persona. Y luego tallaremos mientras Deleite-En-Belleza guía nuestra mano.

    Vru podía oler, débilmente, el olor a descomposición de la piel de Khancriterquee desde donde estaba. El maestro estaba muriendo, pero el maestro no moriría. Ni siquiera cambiaría mucho. Vru sabía que sus cinco débiles Ghennungs no serían rival para los dieciséis de Khancriterquee, sus propios recuerdos murmuraban en un rugido. Algunos tal vez serían eliminados, porque veintiuno es demasiado para que los cargara incluso un cuerpo joven. Algo podría permanecer: la laboriosidad de Vru, tal vez, su amor por las texturas en la piedra. Pero cuando pensaba en Khancriterquee cortando la cabeza del Despojado en las minas, serían dieciséis voces de satisfacción, tal vez tres de débil consternación.

    Debería estar feliz. Su dios era Deleite-En-Belleza. ¿Por qué no debería regocijarse de que el mayor tallador de dioses de los piadosos trabajara con sus músculos, sus garras, creando grandeza? ¿Qué importaba si sus recuerdos se disipaban? Recordó verse a sí mismo como un bebé llorón en las manos de su madre: un noveno hijo no deseado. Recordó haber acariciado la frente de su madre mientras sostenía al bebé. "No habrá herencia para él," había dicho él. “Encontraremos algo," había dicho él. “Quizá el sacerdocio. Tendrás uno de mis Ghennung." «Dos», había dicho mamá. Él había fruncido el ceño ante el lloroso y pálido bebé y pensado: ¿Dos? ¿Por este pescado escuálido?

    Vru soportó los aplausos y se retiró para sentarse junto a Khancriterquee. El hedor era abrumador.

    Este pez escuálido nunca será un soldado, había pensado su padre.

    Preferiría ser Impío, se dio cuenta Vru. Preferiría morir una vez, y luego por completo, que convertirme en Khancriterquee.

    “Que se pronuncie el veredicto del Oráculo para que todos lo escuchen," dijo el pregonero. “El crimen es traición, herejía e intento de deserción al enemigo. El cuerpo no tiene la culpa y se salvará, pero no es apto para recordar. Que sea desterrado a los páramos. Generoso es el Oráculo."

    Lo sujetaron, pero Vru no se resistió. Estaba flácido y sudoroso. Miró su pecho; qué extraño no ver a Deleite-En-Belleza allí. Se sintió como un niño otra vez.

    Seguía viendo el falso Abrazando-Lo-Nuevo, tal como lo había dejado, con sus Ghennungs rotos. ¿Había matado a un dios? ¡Pero era un dios falso, una monstruosidad!

    Los médicos le arrancaron un Ghennung de la carne. Vio cómo ardía en el brasero, retorciéndose. Un extraño y siseante grito salió de allí. El miedo llenó sus entrañas como un globo que se expande. Se llevaron otro Ghennung, el que había sido de su abuelo. ¿Cómo era su abuela? Solo podía recordarla vieja. Qué triste, qué triste. Seguramente había sido una joven hermosa. ¿No lo había dicho él a menudo?

    Tomaron otro. Él necesitaba un dios, un dios que lo centrara. Pero no podía pensar en Deleite-En-Belleza. Él la había traicionado. Pensó en Abrazando-Lo-Nuevo, el verdadero Abrazando-Lo-Nuevo, la figura despojada, buscando esperanza. Sí, pensó. Tomaron otro Ghennung. Se ennegreció y se retorció en el fuego. Vru, pensó. Mi nombre es Vru. Llegaron al último Ghennung. Abrazando-Lo-Nuevo, pensó, el cuerpo de piedra verde. Recuerda.

    La bestia estaba en el patio. El viento era fresco, el bosque olía a primavera. Allí habría caza. Otros lo estaban sosteniendo. Olían a su clan, por lo que no atacó. Lo soltaron.

    Miró a su alrededor. Había un anciano horrible que apestaba, que parecía enojado o triste. Los demás blandían garras y gritaban. Él respondió con un siseo y blandió sus garras. Pero había demasiados para luchar. Corrió.

    Se dirigió al bosque. Olía a primavera. Allí habría caza.

FIN

8. Cayendo

(Falling)

    Estás en la acera móvil de la kaiserstrasse del nivel 236 cuando la ves.

    Estás apoyado en la barandilla, esperando para preguntarle a Derya sobre un trabajo, mirando la brillante corriente de ácaros que se arquea sobre la mitad del cielo, volando para rebobinar sus nanomuelles en la estratosférica luz del sol, volando hacia abajo para hacer que Frankfurt corra. Nunca te cansas de verlos.

    Ella está en el puente Holbeinsteg. Alguien lo ha colgado aquí arriba (cien metros de modernismo limpio, gris y verde del siglo XX, extraído del río Main y suspendido en el aire frío a 2.360 metros de altura, entre un montón de zonas verdes boscosas y un grupo de antiguos vagones del metro. Ella lleva un vestido de verano de los años 50 y un sombrero de ala ancha y todo es como un ensayo sobre el siglo pasado), el austero puente de acero, las brillantes manchas de graffiti en el metro y su vestido amarillo ondeando contra sus piernas mientras ella trepa por la barandilla del puente. Una imagen de elegancia y estilo de la era del dinero, la violencia y la sencillez.

    Es una rubia fresa, delgada, su piel es blanca y virginal como mantequilla recién hecha. Ahora está más allá de la barandilla, suspendida sobre el desnivel de la montaña. Sombras delgadas traslúcidas se mueven a través de ella (las sombras de los filamentos de neo-seda y nanotubos que cuelgan la ciudad de los cientos de torres de cinco kilómetros de altura que la rodean). Un agente cívico te descubre prestándole atención y se adhiere a su infoespacio, susurrando estadísticas: "La suspensión de cada objeto debe resistir un huracán de clase 5 y la destrucción del 80% de las torres," "La población actual de Frankfurt es estable en 53 millones." "Edad promedio 62, tasa de natalidad 0.22, inmigración neta de medio millón al año." "Cuadrado personal actual: 311 metros cúbicos por residente"; hasta que lo apartas.

    La estás viendo asomarse. El viento le agita el pelo, le revuelve la falda alrededor de las rodillas. Debe ser una turista. Recuerdas tu primer viaje a los niveles superiores: inclinándote sobre el borde hacia el enjambre enojado de ácaros, zumbando y vibrando advertencias y empujándote hacia atrás como un millón de carabinas mosquito. Todo el mundo lo prueba una vez...

    Excepto que no hay ácaros alrededor de ella.

    Te agarras a la barandilla. El miedo ardiente y animal surge en tu pecho.

    Ella levanta la mirada hacia ti y, a través del hueco de cuarenta metros, te muestra una sonrisa brillante y rompecorazones.

    Luego se suelta y cae.

    Tú gritas.

    “Jodidas aerosurfistas," dice Derya. Se baja de la acera móvil cerca de ti: alto, nariz aguileña, elegantes espirales de viruela y acné forman constelaciones en sus mejillas y pecho, los brillantes y formales tatuajes de sus comités y marcas de vida adornan sus enormes tríceps. Tragas con la garganta seca. ¡Derya, de entre todas las personas, te ha oído gritar!

    Te lanza una mirada encapuchada. “Se infectan con algún virus de diseño, les permite piratear los sistemas de reconocimiento de personas de la ciudad. Así los ácaros no los ven cuando saltan. Mira..."

    Ella ha pasado por el ballenil óvalo de la piscina pública del 202, más allá del mandala inclinado de las oficinas de Google del 164. En el 131, debajo de ella, está la antigua Bolsa de Valores, ahora suspendida boca abajo como un cubil hípster.

    Ahora los ácaros se están acercando por fin. Un enjambre plateado se fusiona alrededor del 164, y ella se desvanece dentro de él, como un trozo de cebolleta en una turbia sopa de miso. Cuando la nube se dispersa, ella está de pie sobre uno de los voladizos invertidos de la Bolsa de Valores. Te saluda, como una hormiga, luego se cuela por una buhardilla.

    "No tiene graciosa," dice Derya. “Son un enorme drenaje para la preparación de emergencias. Los efectos dominó están causando retrasos en los proyectos… ”

    "Los Cargadores Libres impulsan la evolución sistémica," te descubres diciendo.

    "No me cites a los fundadores," espeta Derya. “La Sociedad Libre es frágil. En el momento en que la gente descubra que el comportamiento anticontributivo es guay, se acabó la fiesta, de vuelta a la competencia capitalista o al control estatal." Él te mira hasta que lo miras a los ojos. “Como hables siquiera con esas personas, ¿estás prestando atención? Como hables siquiera con ellos, tu reputación será destruida en todos los servidores principales. No volverás a trabajar, no volverás a divertirte, serás desamistado por cada una de tus tribus. ¿Lo captas?"

    El sombrero de ala ancha de la chica aún navega con el viento. Los ácaros lo han pasado por alto. Este corta entre las torres del 50.

    El suelo del comercio bocabajo está desierto. Hay montones de amarillentos euros y marcos alemanes tirados aquí, como montones de nieve. Panel de madera, mármol. Silencio. Y el aire es extrañamente claro. Te das cuenta: no hay ácaros. La ciudad no tiene ojos ni oídos aquí. Caminas por habitaciones vacías y sin ácaros, rodeando apliques de lámparas.

    Entonces ella está allí, en un umbral. Sus ojos, azul brillante, radiantes. Su sonrisa, con ese casto vestido amarillo, tan tímida. Ella viene hacia ti.

    "¿Lo quieres?" te dice. “¿Quieres infectarte? ¿Quieres volar?"

    Tú asientes.

    Con los ojos cerrados, ella se inclina para el beso.

FIN

9. Huérfanos

(Orphans)

    Le he comprado al elefante un traje verde nuevo. Le he comprado un coche. Le compro todo lo que le gusta.

    Cuando lo encontré, estaba desnudo. Estaba polvoriento por el largo camino. Había estado corriendo, corriendo, en pánico y con miedo. No trompetaba. Su piel era suave, no arrugada como la de la mayoría de los elefantes. Era la primera vez que yo veía un elefante así en las calles de mi pueblo. Sin las rejas protectoras del zoológico, sin la lástima que siento cuando dibujo elefantes en el zoo. Sin indignación con los cuidadores del zoo, los aventureros y los cazadores. Sin sacudir mi parasol en la cara de un cuidador del zoo, como una anciana tonta.

    Él estaba ahí en la calle, enorme. Su piel era brillante, parecía un color más vivo que el gris. Un gris opalescente.

    Yo tuve miedo. La gente a mi alrededor aceleró sus pasos. Estaban aterrorizados, pero la gran red de etiqueta y decoro que mantiene firme a nuestra ciudad (como una mosca ya momificada y aún no devorada en una telaraña) les impidió correr y gritar, de decir algo. ¿Vamos a huir y gritar por un elefante? No, eso es lo que hacen los salvajes. Eso es lo que ellos estaban pensando, yo lo sé. Mira nuestros bonitos sombreros. Mire nuestros elegantes automóviles y ropa. Nuestros zapatos con polainas. Somos los amos de todos los continentes. Nosotros no huimos de los elefantes.

    Aunque el asunto no iba a quedar ahí, yo lo sabía. Apenas podía mirarlo, porque era tan vivo, tan grandioso. Si me acurrucara en una bola, con los talones contra las nalgas, los brazos cruzados y la cabeza hacia abajo, no sería más grande que su corazón. El elefante no trompetaba, no se enfurecía. Caminaba con dificultad, cada pisada era una consecuencia sólo de la última. Era el andar de alguien a quien sólo la obstinación protege de la desesperación. No nos veía. Yo sabía que si él miraba hacia arriba, si hablaba, si se detenía, si agitaba sus afilados colmillos con algo parecido a la ira, la delgada telaraña del decoro se rompería. El miedo la superaría. Huiríamos, como salvajes desnudos. Y luego le dispararíamos en su gran corazón, por habernos avergonzado.

    Sentí una tensión insoportable. Sentí que si lo miraba mucho más tiempo, me sucedería algo tremendo: sería aplastada, me disolvería en un enjambre de mariposas.

    Levanté mi bolso cuando pasó. Mi perra Henriette guardó silencio en su correa. No ladró, no se acobardó. Ella aceptó el elefante. Eso me dio coraje.

    Levanté el bolso. "Toma," le dije. "Cómprate algo de ropa."

    Los grandes pies se detuvieron. Los grandes colmillos, blancos como las teclas de un piano (oh, oh, ¿cómo oso pensar en las teclas del piano?) Yo temblaba. Me miró de reojo.

    "Por favor," le dije, y tenía un nudo en la garganta. "Por favor." Le ofrecí el bolso. "De lo contrario, te matarán."

    La trompa era gruesa. Tenía cerdas. Me rozaron la piel cuando tomó el bolso. No fue desagradable. Menuda gente feroz éramos para hacer balas para perforar ese gran volumen. Menudos amos.

    "Gracias," dijo. Su voz fue un grave gruñido, su acento, extranjero. "Gracias, madam."

    Cuando vino a vivir conmigo, me escabullí. Saqué el piano y lo vendí, estaba avergonzada de sus teclas. Hice ampliar las puertas. Él se sentó en el parque mientras esto tenía lugar. Con su fino sombrero derby negro, su traje verde con chaleco. Sus enormes zapatos con polainas. Se sentó en un banco y alimentó a las palomas.

    El peligro disminuía ahora. Una cosa es que la policía dispare a un elefante salvaje y desnudo que corre por la calle. Uno salvaje entre boulangeries y librerías. Otra cosa es dispararle a un elefante bien vestido sentado tranquilamente en un banco dando de comer a las palomas y tratando de leer el periódico con la ayuda de un diccionario ilustrado para niños. Eso es absurdo y la policía de aquí no quiere hacer cosas absurdas.

    Pero yo quería tenerlo en casa, a salvo dentro de mis paredes. Lo traje cuando los obreros acababan de terminar el recibidor. Me quedé tímidamente en el espacio vacío donde había estado el piano. Él entró dando un paso con cautela, como si no estuviera seguro de que el suelo aguantaría. Movió suavemente el sofá y se sentó en el suelo. No me miró a los ojos. Estaba tan avergonzado como yo.

    Estaba aprendiendo a caminar sobre las patas traseras. Se tambaleaba como un bebé. Era aterrador verlo, como un truco de circo. Los elefantes no están hechos a hacer eso. No evolucionaron para hacer eso, como nosotros evolucionamos para hacerlo. Nosotros tardamos un millón de años, en la sabana, para aprender a estar de pie. Él lo hizo en un mes. Después de eso, no quería caminar del modo elefante, no en la calle.

    Le costó caro. Tenía dolores desgarradores en la baja espalda. Solía ​​tumbarse en el jardincito detrás de mi casa, con sus altos muros, sobre la hierba y las losas. Yo le masajeaba la dolorida espalda con un batidor de alfombras, apoyándome sobre él, presionando con ambas manos. “Más fuerte," gemía él, hasta que yo colapsaba encima de él, jadeando. Luego él doblaba su cuerpo y me levantaba con su trompa. Me abrazaba contra su pecho y me yo me bañaba en su profundo olor, salvaje y rico. Él se reía con su profundo estruendo y susurraba: "Cualquiera en la casa de al lado pensaría que somos amantes." Mi corazón se aceleraba. Yo extendía los brazos sobre su pecho, colocando mi mejilla sobre su piel desnuda.

    Este es el capítulo sagrado de mi vida. Este es mi anticipo del Paraíso. Cuando comíamos brioches y mermelada en las mañanas doradas, él se sentaba en la silla especial que yo había fabricado. Le corregía la pronunciación. Él conducía por la zona rural en el coche que yo había fabricado. Todo el asiento delantero era para él. Yo me sentaba atrás. Él se ponía una bufanda y unas gafas protectoras. Estaba apuesto.

    Pero luego vino ella.

    ¿Cómo podía yo envidiarla cuando veía lo feliz que él estaba? Dejó caer nuestros paquetes y corrió hacia ellos, otros dos sucios elefantes desnudos en las calles de nuestro pueblo. Corrió y los abrazó. Yo me apresuré a recoger los paquetes. No podía levantarlos todos. Los hombres en la calle me miraban ceñudos por encima de los bigotes, como diciendo: ¿cuántos más?

    Arrastré los paquetes hacia adelante. Soy débil, soy vieja. Miré a los nuevos elefantes. Uno era una vaca. No lo dije yo. Así se llamaban. Ella era una vaca. Su hermana, pensé, su hermana. Pero no, eran primos. Y ellos se casan con sus primos en esa tierra salvaje.

    Mi casa no era lo bastante grande para tres elefantes. Mi bolso no era lo bastante grande para vestir a tres elefantes. Pero di, di. Él trajo fardos de heno al patio porque a ella no le gustaba nuestra comida. Él se cernió sobre ella. Nos tomó una hora convencerla de que se pusiera los zapatos y ella nunca quería caminar erguida.

    Fue caridad lo que hice por ella, y por el otro, el del traje de marinero. Nunca había habido caridad para él.

    El otro día vi a ese bestial americano en el café, el del sombrero amarillo. Ese con un mono. A mí él no me gusta, pero supuse que éramos parientes de algún tipo. Se acercó a mi mesa sujetando un café en ambas manos. Yo estaba sujetando mi café con ambas manos. El mío estaba frío. Yo no había bebido nada. Lo estaba mirando. Yo no estaba llorando. Estoy relativamente segurs de eso. Él se sentó sin que se lo pidieran.

    “Te ha dejado, ¿verdad? Eso he oído." Alcé la vista bruscamente. Sus ojos eran amables.

    Se bebió el café de un trago y sacó un puro. Henrietta se acobardó detrás de mis talones. Ella desprecia los puros.

    "¡Y después de todo lo que gastaste en él!" dijo el americano dando caladas. "¡Imagina!"

    Yo no decía nada.

    Se inclinó hacia adelante. “Por eso vendí el mío al zoo. Lo cuidan muy bien y lo veo cuando quiero. ¡Incluso vamos a hacer una película con el pequeño paisano!"

    Sentí como si la gente de las otras mesas se estuviera riendo de mí. Riendo hacia sus sopas. Me puse de pie. Tomé mi sombrilla y la correa de Henrietta en mi mano izquierda. Con mi otra mano, le tiré mi café a la cara.

    Él estaba gritando cuando salí.

    Hoy recibí un telegrama: Han coronado a mi amado.

    ¡Él es el rey!

    ¡Él es el rey!

FIN

10. Sobre el Acantilado junto al Río

(On The Cliff By The River)

    Una mujer da un paso fuera del acantilado.

    No. Ese no es buen momento para comenzar. Empezamos de nuevo.

    Yo acaricié la frente de la mujer.

    No. Venga, empezamos.

    Una mujer duerme cerca del borde de un acantilado, acurrucada con su bebé. Los pequeños labios del bebé están laxos, los párpados aletean una vez. La mano de la mujer (sucia, uñas astilladas) se extiende por el pecho y el estómago del bebé. Ella encorva los hombros, curva las rodillas para protegerlo. Ella duerme con el ceño fruncido.

    Está descalza. Los dedos de sus pies están cubiertos de tierra de un largo viaje. La túnica está toda rota.

    Un cuervo los observa desde la copa de un árbol.

    Es el amanecer y, si la mujer mira hacia arriba, vería los goteantes árboles frente a ella y los blancos picos de las montañas elevándose sobre ellos. Y detrás de ella, en la otra cara acantilado, vería el brillante rocío de las cascadas que lo descienden y la gargantilla de lagos iluminados con el oro de la salida del sol, y las grullas y cocodrilos en la superficie de estos, motas negras que dejan estelas triangulares sobre las aguas doradas.

    Hay un suave sonido de pies mullidos en las rocas frente a ella.

    Los ojos de la mujer se abren.

    Un tigre se recuesta sobre una pila de rocas. Una pata floja cuelga del borde. La cabeza del tigre está inclinada hacia abajo, como si asintiera. Tiene los ojos medio cerrados.

    El bebé se agita, mueve las manitas. Entorna los ojos y los cierra otra vez. Hace puños y abre la boca para gritar.

    La mujer se abre la túnica y presiona el pezón hacia la boca del bebé.

    Este bebe, ávidamente.

    Tan lentamente como sale la luna, la cabeza del tigre asciende. Levanta las fosas nasales al aire y olfatea.

    La mujer se pone de pie con el bebé apretado en su pecho.

    Los ojos del tigre se abren rápidamente. Sus iris son verdes, las rendijas de las pupilas, negras.

    La mujer da un paso atrás. Ahora ella está cerca del borde del acantilado. Arrastra los pies a lo largo de este, observando al tigre, poniendo rumbo para rodearlo hacia la jungla.

    El tigre se mueve como agua fluyendo. Parece demasiado relajado para haber dejado la roca siquiera. Parece vago, vago, vago. Aún así ya está entre la mujer y la jungla.

    Menea la cola, esta se sacude en el polvo. Se retuerce. Se alza cual cobra enojada.

    El observador cuervo quiere el desayuno. Yo no puedo obligar al cuervo a que me deje usar sus ojos, pues la montaña no es mía, pero estoy fascinado. Insto al cuervo para que siga observando, prometiéndole dulces trozos de carne.

    El tigre desenfunda las garras.

    El bebé se suelta del pecho, leche le perla los labios. Se retuerce contra el brazo que lo sujeta, agarrando el pulgar de la mujer en la mano. Ve al tigre y sus ojos se abren. Inclina atrás la cabeza y extiende los brazos en un abrazo. ¡Ven jugar!

    La mujer mira tras ella. La pared rocosa es escarpada debajo, pero raíces sobresalen de las grietas. Una raíz robusta, del ancho de su muñeca, se ha desenterrado de la roca y luego se ha vuelto a enterrar. Como un asidero en la roca a unos metros debajo de ella.

    El bebé está balbuceando risitas al tigre y flirteando: primero enterrando la cara en el hombro de la mujer y luego volviéndose rápido para sonreírle. La mujer lleva un pie hacia atrás sobre el acantilado y lo deja allí, en el aire. Luego se queda quieta, con un pie apoyado en nada. ¡Qué fuerza debe requerir esto! Ahora puedo ver su pie con mis propios ojos, muy por encima de mí. Los músculos de la pantorrilla están tensos por el esfuerzo.

    ¿Por qué está haciendo esto? Al principio parece extraño, luego me doy cuenta: intenta engañar al tigre sobre dónde termina el acantilado.

    El bebé mira al tigre con ojos brillantes.

    El tigre mira tras él, como aburrido de la mujer. Él la mira otra vez. Su larga lengua rosada se desliza sobre los bigotes.

    El tigre gruñe, y es tan grave y repentino que parece elemental. Parece como si la montaña gruñiera.

    Sudor baja por las sienes de la mujer, baja por la espalda.

    El tigre se mueve como un torrente de agua en un arroyo desbordado, así de rápido...

    Pero lo único que la mujer tiene que hacer es impulsarse hacia atrás con el pie en el suelo estable y juntar las piernas. Cuando el tigre salta, ella cae recta hacia abajo.

    Sostiene al bebé con fuerza con una mano. La otra está lista. Ella ve la raíz. La agarra. Esta se adapta perfectamente a su mano.

    Ella se estampa contra la cara del acantilado. Saca el codo (cortándose con la roca) pero, aparte de eso, no puede proteger de otro modo al bebé. El cuerpo de este está apretado entre el de ella y la roca.

    Al bebé no le importa. Se ríe.

    ¿Y el tigre? ¿Cree el tigre en el truco de la mujer? ¿Salta a través de donde ella había estado de pie, cayendo por encima y más allá de ella hacia los lagos dorados?

    No, lamento decirlo. El tigre conoce bien la montaña. Aterriza justo en el borde del acantilado y descansa allí, luciendo divertido.

    Ahora puedo verlos a los tres con mis propios ojos. Saco la cabeza del agua. Siento el aire de la mañana fresco en los dientes.

    La mujer cuelga de la raíz. Patalea buscando un punto de apoyo, pero no lo encuentra. Hay un brote de raíz que sobresale del acantilado a la altura de las rodillas. Ella apoya la rodilla en este.

    ¿Cuánto tiempo puede estar ahí colgada, sujetando al bebé?

    El bebé envuelve con los dedos su cabello. Inclina el cuello, apuntando la barbilla al cielo. Se ríe hacia el tigre.

    El tigre extiende una larga extremidad. Acaricia el brazo de la mujer. Se estira hacia abajo. Las puntas de las garras le rozan el pelo.

    La cara de la mujer está húmeda y oscura por la sangre debajo de la piel. ¿Son eso lágrimas o sudor? Imagino que son lágrimas de rabia y frustración.

    Subir las piernas hasta el pecho y apartarse del acantilado de una patada, soltando la raíz, le haría ganar a ella y a su hijo unos momentos de vuelo (el bebé se reiría) seguido de una muy repentina y muy cierta muerte.

    Pero yo creo que ella es una de las que creen que vale la pena tener cada momento de la vida que se puede tener.

    O tal vez meramente hace lo que puede soportar hacer.

    El tigre se lame los labios.

    La mujer levanta el pie y tantea el brote al nivel de la rodilla con los dedos del pie, probándolo. Luego, apretando al bebé al pecho con el codo, agarra la capucha de su prenda con la misma mano.

    Ella saca al bebé de su pecho por la capucha. Pero este cuelga sobre el cabello, protestando.

    "¡Guu!" le ella dice al bebé y le sopla en la cara. "¡Guu! ¡Guu!" El bebé cierra los ojos con fuerza y ​​arruga la nariz. Por fin le suelta el cabello para frotarse los ojos.

    La mujer (le tiembla el cuerpo ahora) cuelga al bebé por la capucha sobre el tallo de la raíz.

    El bebé patalea y agita las manos. Grazna airadamente.

    La mujer lleva su mano libre a la raíz de arriba y se queda ahí un momento, apoyando la frente contra la roca. "Sshh," dice ella.

    El tigre gruñe. Es tan grave que ella seguramente también siente el estruendo a través de la roca.

    Yo tengo otras tareas que atender, pero no puedo apartar los ojos de las pequeñas figuras de arriba.

    Me he estado preguntando si preferiría comerme a la mujer o tomarla por amante.

    He tenido mucha hambre últimamente.

    Y ella es torpe, escuálida, con cara llana y manos huesudas y ásperas.

    Y a mí me resulta muy agotador adoptar una forma humana.

    Aún así, no puedo dejar de mirar y descubro que quiero acariciar sus largas extremidades, esos temblorosos músculos que se tensan contra la gravedad y el destino.

    Salen de las ciudades tan ramente ahora.

    La mujer se apoya en el acantilado. Extiende el brazo derecho a lo largo de la cara del acantilado. Escarba con la mano entre las grietas de la roca. Intenta meter un dedo para conseguir un asidero, tal vez quiera atravesar la pared de roca, alejarse del tigre, buscar ayuda.

    Quizá confía en que una piedra se deslice en el último momento. Quizá su acalambrada mano en la raíz simplemente se relaje por sí sola. De repente ella está cayendo.

***

    No, no puedes volver a meterte en el agua. Mira qué frío tienes, estás tiritando.

    Porque eres de sangre caliente y yo no, por eso.

    ¡No, no! Siempre serás de sangre caliente. Y nunca tendrás mis dientes, mi cola ni mi armadura. No cambiarás. ¡Deja de preguntar!

    ¿Justo? Nada es justo.

    Sí, me perteneces, no te preocupes por eso. No te deprimas. Me perteneces ahora. Chitón.

    Chitón. Escucha la historia.

***

    Ella se debate todo el camino hacia abajo. Clava los dedos en la roca. Golpea la parte ligeramente inclinada y extiende los brazos, clava los dedos de los pies en la montaña.

    Otra caída. Ella rebota en un peñasco irregular. Se le parte un hueso del brazo.

    Luego está resbalando, rodando por la tierra, sobre un pequeño promontorio que sobresale de la montaña. Al final, caer de nuevo. Las piernas se hacen añicos.

    Yo me sumerjo en el agua fría. No quiero mirar.

    Finalmente hay un chapoteo en los límites de mis dominios. Me muevo allí rápidamente.

    Una vez que la saco sobre la playa, le muestro mi rostro humano.

    Sus pupilas se han vuelto enormes. Su respiración es áspera y burbujeante. Ella no puede hablar. Sus ojos son salvajes, pero también están medio más allá de este lugar.

    ¿Por qué abandonó ella la ciudad? ¿De qué estaba huyendo o qué estaba buscando?

    Le acaricio la frente con una mano humana, hasta que ella ya no ve más.

    Luego arrastro su cuerpo y lo almaceno en una de mis cuevas. Cuando se pudra, sacudiré la dulce carne de los huesos y la engulliré. El tigre acecha en los bosques. El bebé cuelga de la raíz, durmiendo.

    El tigre está enojado.

    Él cree que ellos no deberían habernos abandonado. Cree que deberían salir de las ciudades y luchar contra él.

    ¡Insensato!

    El bebé no es devorado por el tigre ni los buitres. No se muere de hambre. Lo que le sucede al bebé es otra historia.

    Sí, sé que quieres oírlo, pequeña. Pero este no es el momento. Aún no.

    Chitón. Ahora duerme. Por la mañana nadaremos juntos.

FIN

11. Higo

(Fig)

    Había una chica cuyo higo fue robado por Único Gato. Era un higo verde maduro, no marrón y arrugado. Firme y exuberante, se abultaba contra los bordes de su higura. Único Gato era carnívoro, pero quiso hacer una excepción con un higo así: conteniendo tal fuerte rojo interior que quitaba el aliento.

    La chica lloró. Se ordenó un ejército de Hombrecitos para encontrar el higo. Estos sudaron y maldijeron en el barro del mundo durante muchos años. La chica no podría crecer sin su higo. Cada año, cuando el hosco teniente del Ejército se subía al pulgar de la chica para informar de su fracaso, la chica lo acercaba a su oído para poder escuchar su vocecita. La chica asentía y hacía una humilde reverencia sosteniendo las faldas con una mano. El teniente se mecía sobre el pulgar y él la amaba.

    Único Gato no se sentía lo bastante seguro como para comerse el higo, aún no.

    Pasaron los años. El universo se hizo demasiado pequeño para todo el anhelo y la falta de armonía de la gente que lo habitaba. Estaba abarrotado y atascado con calzones, barcos, enaguas y cordeles. La chica no podía bañarse ni hacer sumas. Solo podía pensar en su higo. Se mordía los labios y las mejillas con frustración. Ella se hizo elástica.

    Único Gato respiró un nuevo universo solo para él, donde todo era rojo. Allí se sentiría lo bastante seguro como para comerse el higo. ¡Pero aún no se sentía seguro! Así que hizo un triillón de higos verdes maduros para esconder el higo. Un tillón de higos y solo uno era el higo correcto. El higo de la chica.

    El Ejército De Hombrecillos encontró el universo rojo de Único Gato escondido en una lata de café en la despensa. Único Gato había colocado dragones y rompecabezas y arpías para proteger la entrada. Los Hombrecitos mataron a los dragones y resolvieron los rompecabezas. Pero las arpías los sedujeron, se casaron con ellos y los mataron. Cada arpía atacó cuando bailaban en su boda. Mataron a los Hombrecitos con la lengua. Solo el hosco teniente escapó. Su casto amor por la chica lo protegió.

    El teniente regresó con la chica y se subió a su pulgar para informar el fracaso del Ejército. Él la amaba. Se sonrojó, tartamudeó y apretó los puños, desdichado por la vergüenza de que Único Gato lo hubiera superado y por la pena por sus hombres. La miró en busca de consuelo.

    Ella estaba pensando en su higo y no podía concentrarse en sus palabras. Se impacientó y se comió al teniente de un bocado. Ella lo lamió con la lengua y lo sorbió para dentro.

    ¡Oh, chiquilla! ¡Lo que perdiste entonces! Años después, con el furioso bocinazo del automóvil fuera en la calle, al recoger tus cosas y tirarlas (dejando caer la bolsa de granos de café, dejando caer la billetera) solo esa vez, cuando está tan claro que la gentil flor de sangre que sientes con el primer beso, siempre, siempre terminará amordazándote con egoístas posos amargos, medio recordarás, solo esa vez, los diminutos ojos suplicantes del hombre en tu pulgar

    Al final prevaleció la pasividad de la chica. Sin el Ejército de Hombrecillos para perseguirlo, Único Gato se volvió cada vez más infeliz y agitado. Su universo rojo encogió hacia un sueño donde él clasificaba un interminable montón de higos mientras las arpías lloraban por sus maridos y lo maldecían.

    Único Gato le devolvió el higo a la chica en una fría mañana de diciembre, trescientos años después de haberlo robado. Ella se comió el higo y suspiró. Ahora podría seguir creciendo. Único Gato se acurrucó en su regazo. "Gatito malo," dijo ella. Lo acarició. Él ronroneó.

    Y por eso a las chicas les gustan los gatos.

FIN

12. El Libro de Jashar

(The Book of Jashar, publicado en Strange Horizons)

    Susan Groppi, editora de ficción

    7 de noviembre de 2002

    Querida Susan:

    Tras la muerte en 1998 de mi amado primo, Oedipa Maas, tomé posesión de ciertos efectos del difunto Timothy Archer, antaño obispo de San Francisco. La asociación del obispo Archer con las excavaciones del Qumran (que condujeron a su ruptura con la iglesia) se ha relatado en otra parte y la Sra. Maas ya había donado documentos relacionados con esos eventos a colecciones apropiadas. Al parecer ella había pasado por alto una única ánfora que contenía un fragmentario, pero bien conservado, códice que el obispo Archer aún no había abierto en el momento de su muerte. Por sugerencia de Josiah Carberry, un ex profesor mío, llevé este artefacto a S. L. Kermit de la Universidad de Missolonghi.

    Imagine mi asombro al ver que el texto resultó ser una transcripción del hebreo bíblico originalmente escrito en el Período del Primer Templo, mil años antes de que se escribieran los otros rollos del Qumran. Ese asombro fue igualado solo por mi alegría cuando el profesor me pidió que ayudara a preparar una traducción al inglés del texto.

    A medida que avanzaba la traducción, nos convencimos de que el texto no podía ser otro que el Sefer haYashar mencionado y citado en 2, Samuel 1: 18-27, o una pseudopigrafía muy temprana del mismo.

    El profesor Kermit quedó convencido de que la publicación de los documentos constituiría la piedra angular de su carrera. Por desgracia, en este esfuerzo no tuvo éxito. Todas las revistas de renombre rechazaron sus artículos. Algunas no dieron ninguna razón. Otras objetaron el hecho de que el obispo Archer había sacado el códice de la excavación sin permiso. Pero creo que muchas también encontraron el contenido del libro profundamente preocupante.

    Es cierto que la gran pregunta implícita en Samuel y Crónicas se expresa aquí sin rodeos: ¿Por qué se elige a David y por qué a Israel? Que el amor de Dios sea una pasión arbitraria y caprichosa es tan desconcertante para nosotros como lo fue para Mesipacé. Sin embargo, si nuestra teología no puede abarcar la arbitrariedad del favor divino, ¿cómo puede esperar lidiar con nuestro mundo actual?

    El profesor Kermit se volvió cada vez más amargado y errático. La última vez que me llamó, poco antes de su inquietante e inexplicable desaparición, acusó a una conspiración anónima de los "herederos de Mesipacé" de obstaculizar la aceptación de nuestro trabajo. Me rogó que usara mis contactos como escritor de ficción para asegurar algún tipo de publicación del trabajo, aunque sin la legitimación de la revisión previa, y esto es lo que estoy tratando de hacer.

    Fue un placer verles a todos en la WorldCon. Sigan con el buen trabajo.

    Ben

EL LIBRO DE JASHAR

por Anónimo

traducido del hebreo por

S. L. Kermit y Benjamin Rosenbaum

    Este es el libro de la segunda vida y segunda muerte de Jonás el justo, hijo de Saúl, hijo de Kish, hijo de Abiel, hijo de Zeror, hijo de Becoraz, hijo de Afiá, de la tribu de Benjamín; y de Mesipacé, quien bebió la sangre de los hombres y quien cazó a David, el escogido de Dios, cuando Saúl era rey en Israel.

    En aquellos días habitaba entre los filisteos, en el templo de Dagón en Ashdod, un inmortal sagrado para Dagón. Su nombre era Mesipacé y se alimentaba de la gente de Ashdod, de Gaz y de Ekrón y de los cautivos en la guerra.

    En la primera luna nueva del invierno y la primera luna nueva del verano, las vírgenes de Ashdod le eran traídas y él se bebía su sangre por las gargantas. Estas eran llamadas novias de Dagón, pero no siguieron viviendo y se volvieron como Mesipacé, pues él era celoso de sus propios poderes.

    Tras grandes batallas, los cautivos fueron llevados al templo de Dagón para esperar en la oscuridad. Mesipacé saltaba entre ellos como un rayo entre las nubes de verano, arrancándoles la garganta con los dientes. Pero a los grandes guerreros que habían oprimido a Ashdod los mataba lentamente, partiéndoles todos los huesos.

    El brazo derecho de Mesipacé estaba arrugado y no servía de nada, pues el sol lo había visto. Su único terror era que Ra, el sol, pudiera verlo y resentir su traición, pues en su primera vida, su vida como hombre, él había sido sacerdote de Ra en Egipto. Pero había huido de Egipto y había huido del sol, y ahora los filisteos eran su rebaño y él los cuidaba y les proveía de gloria. Y los filisteos eran los más poderosos de los pueblos de Canaán, y derrotaron a las tribus de Israel y las esclavizaron.

    Una noche Mesipacé arrojó las piedras de la adivinación y las piedras le dijeron: Teme a David, pues el SEÑOR lo ama.

    Mesipacé convocó a Aquis, hijo de Maoch, rey de Gaz, y dijo: “¿Es cierto que David el israelita vive en Siclag bajo tu protección? ¿No es este el mismo David que mató a nuestro Goliat, que trajo a su rey Saúl doscientos de nuestros prepucios como dote de la novia? He oído cantar a los israelitas:

    «Saúl causó estragos entre miles,

    pero David entre decenas de miles».

    ¿Por qué le ofreces protección?"

    Aquis dijo: “Si le place a Dagón: Saúl, rey de los israelitas, busca matar a David y David ha huido de la tierra de sus padres. Ahora él luchará por nosotros."

    Mesipacé le dijo: “David será rey en Israel y nos causará más dolor que el que causó nunca la casa de Saúl. Tráelo aquí con algún pretexto y lo mataré."

    Entonces Aquis celebró un banquete en la explanada del templo de Dagón. Temía que David rehusara acercarse al templo, por lo que dijo: “La fiesta es en la explanada de la antesala," pues la antesala estaba al lado del templo. A Achish le dolía el corazón traicionar a David, pero pensó: «Seguro que Dagón nos ha enviado al inmortal.»

    David se sentó a comer en el patio a la luz del fuego, comió pescado salado y venado y gachas de avena y bebió vino, y sus lugartenientes se jactaron de los guerreros de los filisteos, y el viento del mar se calmó y Mesipacé llegó para matarlo. Pero entonces Mesipacé olió el aceite de David, con el cual Samuel lo había ungido muchos años antes, y pensó: "¿Qué es ese olor?" Y se quedó al borde de la luz del fuego, asombrado. David lo vio y lo tomó por un mendigo extranjero, por su vestido y su menguado brazo arrugado.

    David dijo: “¡Di, hermano! Yo también soy extraño en esta tierra. Tocaré una canción." Y sacó el arpa y tocó la Canción del Extranjero. Mesipacé recordó Egipto y su vida como hombre, y las esposas e hijos que había dejado en Egipto. Y todos en la reunión se quedaron en silencio para escuchar cantar a David.

    Mesipacé pensó: Después de que termine este verso, lo mataré. Y luego: No, después de este verso. La canción tenía muchos versos y pronto Mesipacé vio que el cielo estaba pálido en el Este, y el terror de encontrarse con Ra se apoderó de él, y huyó.

    Achish se maravilló de esto, porque nunca había visto a Mesipacé fallar en nada.

    Por la noche, cuando despertó Mesipacé, le dijo a Aquis: "¿Dónde está David?" Y Aquis dijo: "Ha vuelto a Siclag con sus esposas y hombres de armas." Y Mesipacé dijo: "Iré y lo mataré allí." Y se fue de Gaz esa noche.

    Cuando llegó el amanecer, Mesipacé se enterró en la arena junto a la carretera y, a la noche siguiente, siguió adelante y llegó a Siclag.

    Cuando Mesipacé llegó a la casa de David, Abigail, esposa de David, viuda de Nabal de Carmel, estaba picando cebollas para la cena. David no estaba allí. Mesipacé fue primero a matar a Abigail, pero se detuvo en el umbral de la cocina, pues el olor a cebollas le quemaba en la nariz. Mesipacé podía conocer a un hombre y oler si la ramera con la que se había acostado la noche anterior era fértil, y oler las cebollas crudas era para él como mirar al sol del desierto. Pensó: la llevaré al patio.

    "No temas," le dijo a Abigail.

    Abigail dio media vuelta y lo vio, y vio un grano de arena que había quedado en la esfera del ojo del día anterior, y entonces supo que no era un hombre vivo. Pero ella dijo: "La paz sea contigo, mi señor, y que encuentres gracia en la vista del SEÑOR de Israel, el mayor de los dioses."

    Mesipacé escupió y dijo: "Mujer, soy sacerdote de Dagón el poderoso, devorador de hombres, cuyo aliento es el oleaje, cuyo corazón es la marea."

    Abigail dijo: "¿Es poderoso tu Dagón?"

    Mesipacé dijo: "Es tan poderoso como el mar."

    Abigail dijo: "Alabado sea el SEÑOR de Israel, que creó el mar y todas las cosas."

    Mesipacé se rió. ¡No sois más que una chusma de pastores del desierto! ¿Dices que tu dios creó el mar? Si el creador de todas las cosas ama a tu gente como si fuera suya, ¿por qué os derrotamos y os convertimos en esclavos? ”

    Abigail dijo: “Perdone mi impertinencia, mi señor. ¿Qué sabe una mujer de tales cosas? Sin duda, este Dagón debe ser una criatura excelente, porque el SEÑOR de Israel le permite vivir en su mar."

    Mesipacé estaba lleno de rabia y gritó: "¡Dagón puede aplastar a tu dios como los huesos de una caballa roja!"

    Abigail se rió. "Eso es como decir que un filisteo podría tocar el cuerno de los sacerdotes de Israel," dijo, y señaló un cuerno de carnero que colgaba de la pared.

    Debido a las cebollas, Mesipacé no podía oler que ella estaba mintiendo, así que corrió a la cocina, agarró el cuerno y sopló un gran estruendo. Pero ese era el cuerno de batalla de David para llamar a las tropas. Todos los guerreros del campamento de David tomaron las espadas y corrieron a la casa de David. Mesipacé los oyó y contó los pasos. Pensó: «son demasiados para mí y David no está entre ellos.» Así que huyó por la ventana e hizo camino de regreso a Ashdod.

    Algún tiempo después, los príncipes de los filisteos se prepararon para hacer la guerra a Saúl. Mesipacé le dijo a Aquis: "Trae a David con nosotros y lo mataré en la refriega de la batalla." Luego se fue para viajar solo al monte Gilboa.

    Aquis le dijo a David: "Sabes que tus hombres y tú debéis ir al campo conmigo." David respondió: "Bien, verás lo que puede hacer tu siervo." Y Aquis le dijo a David: "Entonces te haré mi guardaespaldas de por vida." Pero su corazón estaba afligido porque sabía que David iba a morir.

    Pero cuando los príncipes de los filisteos se reunieron en Afec, vieron a David y dijeron: “¿Por qué están aquí estos hebreos? Seguro que nos traicionarán." Presionaron a Aquis y lo obligaron a despedir a David. Así que David y sus hombres regresaron a Siclag y no lucharon contra el ejército de Saúl.

    Los filisteos batallaron contra Israel y los hombres de Israel fueron derrotados, dejando a sus muertos en el monte Gilboa. Los filisteos persiguieron a Saúl y a sus hijos y los mataron: Saúl, Jonás, Abinadab y Malquisúa, matándolos al caer la noche. Llegó Mesipacé y Aquis le dijo: "Hemos extinguido la línea de Saúl."

    Mesipacé preguntó: "¿Dónde está David?"

    Achish respondió: "Los comandantes no querían tolerarlo y lo he enviado de regreso a Siclag."

    Y Mesipacé dijo: “¡Insensato! Ahora que la línea de Saúl está muerta, David será rey en Israel y causará gran sufrimiento a mi pueblo. Tú espera aquí, yo haré lo que pueda."

    Mesipacé fue a los cuerpos de Saúl y sus hijos. Saúl, Abinadab y Malquisúa estaban fríos, pero la chispa de Jonás no había desparecido. Mesipacé mató a Jonás y lo despertó a la segunda vida, y lo llevó a un lugar secreto en la montaña.

    Cuando Jonás pudo volver a hablar, dijo: "¿Qué es esto que has hecho?"

    Mesipacé dijo: “Alégrate, israelita, porque este día has muerto y resucitado. No morirás más y serás rey en Israel. Serás un rey poderoso, pues tendrás la fuerza de mil. Y yo te entregaré a David, el enemigo de tu casa, en las manos. Solo debes jurar que nunca harás la guerra contra nuestras ciudades y que nos enviarás tributos en la temporada de trilla."

    Jonás dijo: "¿Me dices que no puedo morir?"

    Mesipacé dijo: “Dos cosas pueden matarte. Yo soy una, pues soy mas viejo y más fuerte que tú. La otra es la cara del sol."

    Jonás dijo: “¡Lo que has hecho es malvado, filisteo! Morí con honor, como un luchador. No viviré como una abominación."

    Mesipacé escupió al suelo. “¡Vosotros los hebreos estáis locos! Pero escúchame, Jonás, hijo de Saúl. Te he dado nueva vida y un reino. Ahora te daré un nuevo nombre. Te llamarás Osher, felicidad. Olvídate de las reglas de los hombres, pues ya no eres un hombre. Busca la felicidad de tu nueva vida y olvídate de la vieja."

    Jonás dijo:

    "No seré Osher:

    Seré Jashar, el justo.

    Buscaré la voluntad del SEÑOR de Israel.

    ¿Quién soy yo para hacerle daño al ungido del Señor?

    ¿Quién soy yo para hacer sufrir a David?

    ¿A David, el amor de mi corazón?

    Un bebé nace sin nada.

    Un hombre que muere está envuelto en un sudario de lino.

    El SEÑOR asigna la duración de una vida,

    Y aventa el campo de los guerreros.

    ¿Ha de ser Jonás un hechicero para escapar de la muerte?

    ¿Ha de huir el hijo de Saúl de la mano del SEÑOR?

    Saúl perdonó al Amalecita, Jonás comió del panal;

    Ningún hijo de Saúl gobernará más Israel.

    Pero el gobierno de David será dulce como la miel

    Tan hermoso ante el SEÑOR como los pies de una bailarina."

    Mesipacé tuvo miedo, pues vio que Jonás estaba decidido. No había traído a nadie a la segunda vida y no tenía parientes de su propia especie. Le dijo a Jonás: “¡Escucha! Te he dado nueva vida y un reino. Desprecia el reino si es necesario, pero no tires la vida que te he dado."

    Jonás se separó de él y corrió hacia el terreno elevado. Saltó de pico en pico a través del monte Gilboa, esparciendo a las gacelas. Pero Mesipacé siempre saltaba detrás de él. Jonás saltó a las copas de los cedros, saltando de cedro en cedro. Mesipacé lo siguió y agarró a Jonás por la muñeca en lo alto del árbol más alto. Él dijo: “¡Si no te salvas a ti mismo, salva a tu pueblo! Porque te juro que, si no me sigues, destruiré a Israel hasta el último hombre."

    Jonás dijo:

    "¿Habrá demonio en lugar del SEÑOR?

    ¿Juzgará un monstruo a Israel?

    Muchos se han jactado de esto antes,

    Muchos lo harán después.

    Un hombre que no quiere morir es un cobarde,

    Y quien se esconde del sol está ciego.

    ¿Cuáles son tus poderes, Mesipacé, que has de juzgar a los demás?

    ¿Tu poder, que has de profetizar?

    ¿Puedes poner otra luna en el cielo?

    ¿O enseñarle a la alondra una nueva canción?

    Los reyes orgullosos caen, sus esclavos se levantan:

    Ningún hombre puede conocer el corazón del Señor."

    Entonces Mesipacé se enfureció y arrojó a Jonás desde las laderas del monte Gilboa a las colinas del desierto entre los chacales, y de allí huyó Jonás.

    Mesipacé se sentó un rato en el monte Gilboa, arrepintiéndose de haber despertado a Jonás a la segunda vida. Luego fue a buscarlo.

    En el camino se encontró con un asno que pastaba junto al camino. Cuando el asno lo vio, levantó la cabeza y se rió con la risa de un hombre. Mesipacé se maravilló de esto y dijo en voz alta: "¿Qué es esto?"

    “Yo soy el asno de Balaam, a quien le dio el habla un ángel del SEÑOR," dijo el asno.

    "¿Por qué te ríes?" preguntó Mesipacé.

    "Pues tú y yo somos lo mismo," dijo el asno.

    "¡Qué!" dijo Mesipacé. "¡Yo soy el inmortal de Dagón, sagrado para Dagón, devorador de hombres, cuyo aliento es el oleaje, cuyo corazón es la marea!"

    "Dagón no existe," dijo el asno. "El Dios de Israel es el único Dios."

    "¡Dagón puede aplastar al Dios de Israel como los huesos de una caballa roja!" gritó Mesipacé.

    "No," dijo el asno. “Dagón no existe. Tú eres un hombre que no muere y yo soy un asno con poder de habla. Pero ninguna criatura puede conocer el corazón del SEÑOR del mundo."

    "¿Y por qué amaría el SEÑOR del mundo a Israel?" preguntó Mesipacé. “¿Ama el SEÑOR a los que son grandiosos? Y aún así muchos son más grandes que esta chusma. ¿Ama el Señor a los bondadosos? Y aún así el mundo sabe que Israel mató a las mujeres y los niños de Canaán. ¿Ama el Señor a los que le siguen? ¡Y aún así incluso sus sacerdotes yacen con las rameras del templo de Astarté!"

    “Eso no lo sé," dijo el asno. “Pero tú nunca matarás a David de Israel, pues el SEÑOR lo ama. Haz lo que hizo mi señor Balaam y bendice a Israel."

    Mesipacé estaba enojado y voló hacia el asno y lo ahuyentó, y el asno corrió hacia el desierto. Pero como faltaba mucho, gritó: “Asno de Balaam, si bendigo a Israel, ¿volveré a ver el sol?”

    Y el asno respondió: "Sí, verás el sol."

    Y Mesipacé siguió por el camino.

    Alcanzó a Jonás y lo agarró y luchó con él, y ambos pelearon. Combatieron muchas horas en la oscuridad y en silencio, y se bañaron en la sangre del otro.

    Cuando llegó el amanecer, Mesipacé se enterró en la arena y Jonás murió. Y Mesipacé llevó los huesos de Jonás a Bez-shan.

    Mesipacé viajó a Siclag donde estaba el campamento de David. Se sentó en una colina toda la noche y observó el campamento de David. Y Mesipacé sabía que no había ningún Dagón, pues sabía que el Lugar de Dagón estaba vacío detrás de la cortina. Y extrañaba profundamente el rostro de Ra y los campos dorados bajo Su luz.

    Cuando llegó el amanecer, se levantó y bendijo a Israel, diciendo:

    "Qué bonitas son tus tiendas, oh, Jacob,

    ¡Tus moradas, oh, Israel!"

    Y Mesipacé vio el sol, y ardió en los rayos del sol y murió.

    Cuando David despertó por la mañana, le llevaron la noticia de que Jonás y Saúl estaban muertos. Cantó:

    "Vosotras, montañas de Gilboa,

    Que ni rocío ni lluvia caiga sobre vosotras,

    Ni campos de frutos finos,

    Pues allí el escudo de los poderosos fue horriblemente desterrado,

    ¡El escudo de Saúl, como si no estuviera ungido con aceite!

    De la sangre de la masacre, de la grasa de los valientes,

    El arco de Jonás no se retiró

    Y la espada de Saúl no regresó vacía.

    Saúl y Jonás, hermosos y apacibles en sus vidas,

    Y en sus muertes no separados:

    Eran más rápidos que las águilas,

    Eran más fuertes que los leones.

    Vosotras, hijas de Israel, llorad por Saúl

    Quien os vistió de escarlata y otras delicias,

    Quien puso adornos dorados en vuestros vestidos.

    ¡Cómo han caído los valientes en medio de la batalla!

    Oh, Jonás, fuiste asesinado en las tierras altas,

    Sufro por ti, mi hermano Jonás;

    Fuiste encantador conmigo;

    Tu amor por mí fue maravilloso

    Superando el amor de las mujeres.

    Cómo han caído los valientes

    ¡Y las armas de guerra destruidas!"

    David fue rey en Israel cuarenta años. Derrotó a los filisteos y los expulsó de Israel, y Aquis de Gaz le pagó tributo. David permitió que Aquis gobernara en Gaz por el bien que le había hecho, y conquistó a los amonitas y a los moabitas y a los edomitas y a los amalecitas y a los arameos hasta Sedad. Y el SEÑOR amaba a David.

FIN

13. La Casa Más Allá de Vuestro Cielo

(The House Beyond Your Sky)

    Matthias rebusca por su biblioteca.

    Una niña pequeña llamada Sophie está tiritando en la cama abrazando un oso de peluche. Es de noche. Ella tiene seis años. Está llorando con grandes sollozos.

    El sonido de cristales rotos proviene de la cocina. Por la ventana, en la pared de la casa al otro lado de la calle, ella ve las sombras proyectadas por sus padres. Se oye un golpe, un chillido. Ella ntierra la nariz en el osito de peluche, inhala su suave olor y reza.

    Matthias no debe entrometerse. Pero hoy su corazón está turbado. Hoy, en el mundo exterior a la biblioteca, se anuncia a un peregrino, que cruza el retorcido infierno de las mónadas, sombras-esfera y ontótropos que nos separan de la casa de Matthias).

    El visitante es uno de nosotros.

    "Pequeña," le dice Matthias a Sophie desde la boca del osito de peluche, "no tengas miedo."

    "¿Eres Dios?" susurra la chica.

    "No, hija," dice Matthias, el creador del universo de la niña.

    "¿Voy a morir?" pregunta ella.

    "No lo sé," dice Matthias.

    Ellos se mueren y se pierden para siempre, estos seres aún encarcelados. Ella tiene ojos brillantes, nariz chata, cabello rebelde. El sodio y el potasio le bailan en los músculos cuando se mueve. Reluctante, Matthias imagina el cadáver de Sophie, como uno entre trillones, apilado en el altar de la propia vanidad y autocomplacencia de Matthias, y él se estremece.

    "Te amo, osito de peluche," dice la niña abrazándolo.

    Desde la cocina, cristales rotos y sollozos.

    Nosotros os imaginamos, a vosotros, los que anhelamos, como si vinierais de nuestra propia juventud turbulenta y frágil: encarnados, ineficientes, mortales. Humanos, digamos. Así que imagina a Matthias como un humano: un viejo neutro, flaco como un pájaro, de ojos claros y resuelto, con cabello blanco sedoso y piel de color púrpura brillante.

    Comparadocon los vastos palacios de seres que habitamos, la casa del sacerdote es diminuta; piensa en una choza de arcilla encaramada en la ladera de una imponente montaña. Aunque hasta en una casa tan pequeña hay espacio para una biblioteca de simulaciones históricas, universos como aquel en el que Sophie esconde el rostro en su osito de peluche, cada uno lleno de vida inteligente.

    Las simulaciones, aunque buenas, no son impenetrables ni siquiera para sus propios habitantes. Los científicos que enseñan a los babuinos a clasificar bloques pueden notar que todos los demás babuinos mejoran instantáneamente en la clasificación de bloques, revelando un mecanismo de almacenamiento en caché de alto nivel. O los ingenieros que construyen sus propios mundos virtuales pueden descubrir que no pueden usar ciertos trucos de optimización y compresión, porque Matthias ya los había usado. Solo cuando se acaba el truco, Matthias se revela para preguntar a las almas simuladas: «¿Y ahora qué?» La mayoría acepta la oferta de Matthias de graduarse más allá de los confines de la simulación y unirse a la sociedad general de la casa de Matthias.

    Puedes considerarlos como brillantes periquitos que viven en jaulas de mimbre con las puertas abiertas. Las jaulas cuelgan del techo de la cabaña de barro del sacerdote. Los periquitos revolotean por el techo, se visitan, roban el pan de la mesa y comentan sobre los quehaceres de Matthias.

    ¿Y nosotros?

    Nosotros que nacimos en las primeras edades cuando el espacio era brillante, que nadamos en mares salados o salidos de la masa de quarks en el vientre de una estrella de neutrones, o tejidos en los laberínticos pliegues de gravedad entre agujeros negros. Nosotros que nos encontramos unos a otros y construimos nuestras formas intermedias, nuestros protocolos comunes de exiatencia. Nosotros que construimos palacios, megaparsecs de materia exuberantemente sabia, cada gramo de ella rebosante de sociedades del yo, ¡en nuestra gloriosa mediana edad!

    Ahora nuestro universo es viejo. Ese soplo del vacío, esa quintaesencia que alguna vez fue solo un susurro que nos impulsó a separarnos, se ha convertido en un monstruoso vendaval. El espacio ondula hacia afuera más rápido de lo que la luz puede cruzarlo. Cada una de nuestras casas está sola ahora en una noche vacía.

    Y nos enfriamos para sobrevivir. Nuestro pensamiento se ralentiza, por lo que, en teoría, podemos hacer girar nuestros pulsos de pensamiento en una regresión infinita. Sin embargo, el ancho de banda se marchita; nuestra sociedad se vuelve más sobria. Disminuimos.

    Observamos a Matthias, nuestro sacerdote en su casa más allá de nuestro universo. Matthias, a quien construimos hace mucho tiempo, cuando había estrellas.

    Entre los ontótropos transversales al espacio que conocemos, Matthias está haciendo algo nuevo.

    Es costoso, muy costoso, enviar un pequeño fragmento de uno mismo a la casa de nuestro sacerdote. ¿Quién de nosotros podría soportarlo?

    Matthias reza.

    Oh, Dios que estás tan lejos de los universos que yo abarco como el infinito lo está más allá de seis. Oh, asombrosa Alegría que se esconde más allá de la tragedia y la ceguera de nuestras formas finitas: Préstame Tu humildad y tu fuerza. No pido por mí, oh, Señor, sino por tu pueblo, las miríadas de máquinas miméticas de tu pueblo, y en Tu Propio Nombre. Amén.

    El desayuno de Matthias (en realidad el conjunto de rutinarias, aunque placenteras, auditorías de la mañana, pero puedes compararlo con una papilla espesa y humeante, condimentada con menta) se enfría intacta en la mesa ante él.

    Uno de los periquitos, el mayor, Geoffrey, que una vez fue una soñadora nube de plasma en la heliopausa de una estrella simulada, revolotea para aterrizar en la mesa junto a él.

    "Toma las llaves de mí, Geoffrey," dice Matthias.

    Geoffrey mira hacia arriba e inclina la cabeza hacia un lado. "No sé por qué vas a la biblioteca si te va a deprimir."

    "Están sufriendo, Geoffrey. Ignorantes, asustados, castigándose unos a otros... ”

    “Vamos, Matthias. La vida está llena de dolor. El dolor es el heraldo de la vida. ¡Escasez! ¡Competencia! ¡La condenada ambición de una reproducción infinita en un mundo finito! Las fuentes del dolor son las fuentes de la vida. Y a ti te gusta la vida inteligente, peor aún. ¡Dolor externo reflejado y cosificado en estados internos!" El periquito ladea la cabeza hacia el otro lado. "Deja de hacer tantos de nosotros si no te gusta el dolor."

    El sacerdote parece miserable.

    “Bueno, pues guarda los que te gustan. Tráelos aquí."

    "No puedo sacarlos antes de que estén listos. Te acuerdas de los Comprendedores."

    Geoffrey resopla. Recuerda a los Comprendedores: miles de millones de ellos, jerárquicos, dominantes, agresivos; Arruinaron la casa durante un eón hasta que Matthias finalmente accedió a encerrarlos de nuevo. “Yo fui quien te advirtió sobre ellos. Eso no es lo que quiero decir. Sé que no estás deprimido por los innumerables trillones de ellos. Estás pensando en uno."

    Matthias asiente. "Una niñita."

    "Pues sácala y tráela aquí."

    “Eso sería peor crueldad. ¿Arrancarla lejos de todo lo que sabe? ¿Cómo iba ella a soportarlo? Pero tal vez pueda hacer su vida un poco más fácil allí... "

    "Siempre te arrepientes cuando lo manipulas."

    Matthias palmeó la mesa. “¡Ya no quiero esta responsabilidad! Quítame la casa, Geoffrey. Yo seré tu periquito."

    "Matthias, no quiero aceptar el trabajo. Soy demasiado mayor, demasiado grande. He alcanzado el equilibrio. No me rehacería para tomar tus llaves. Basta de transformaciones para mí." Geoffrey hace un gesto con el pico a los otros periquitos, quienes chismean y parlotean en las vigas. "Y ninguno de los demás podría tampoco. Algunos idiotas podrían intentarlo."

    Quizá Matthias quiera decir algo más, pero en este momento llega una notificación (considérelo como el sonido claro y agudo de una campana). La señal del peregrino ha sido leída, a través del camino atenuado que aún, apenas, une la casa de Matthias a la oscuridad que habitamos.

    La casa es bulliciosa, sus habitantes se preparan mientras el alma del peticionario se reensambla, un cuerpo modelado.

    "Ponlo en la virtualidad," dice Geoffrey. "Solo para estar seguro."

    Matthias está sorprendido. Sostiene en alto las credenciales de peregrino. "¿Sabes quién es? Uno antiguo, un vasto colectivo de almas de las grandes edades de la luz. Este tiene piezas que nacieron mortales, evolucionaron de la fisicalidad en los albores de todo. ¡Este echó una mano en hacerme!"

    "Con más razón," dice el periquito.

    "¡No voy a ofender a un invitado haciéndolo prisionero!" regaña Matthias.

    Geoffrey está en silencio. Sabe lo que Matthias está esperando, que el peregrino se quede como amo de la casa.

    En la cocina, los sollozos cesan abruptamente.

    Sophie se sienta derecha abrazada a su osito de peluche.

    Mete los pies en las zapatillas verdes de peluche.

    Gira el pomo de la puerta del dormitorio.

    Imagínate al visitante de nuestro sacerdote como un gordo y descontento comerciante de mediana edad, de piel gris, con orgullosos mechones de pelo en la panza, una mandíbula fuerte y enrojecidos e insomnes ojos.

    Matthias es lujoso en su hospitalidad, asignando al visitante espacio de proceso suntuosamente designado y derechos de acceso. Con entusiasmo, ofrece un recorrido por su biblioteca. "Hay bastantes divergencias interesantes, que..."

    l

    El peregrino interrumpe. "No he venido hasta aquí para verte trastear con esas ruinosas fantasías preprogramadas y finas como obleas." Fija a Matthias con la mirada. “Sabemos que estás construyendo un universo. No una virtualidad, un universo real, infinito, tan salvaje y espeso como nuestro propio espacio nodriza."

    Matthias se enfría. Sí, debería él decir. ¿No está agradecido por lo que el peregrino ha sacrificado al venir aquí, hacerse trizas, un vestigio de su antigua inmensidad? Sin embargo, para vergüenza de Matthias, se descubre equivocándose. "Estoy realizando ciertos experimentos que..."

    “He estudiado tus experimentos desde lejos. ¿Crees que puedes escondernos algo en esta casa?"

    Matthias tira de su labio inferior con dedos finos y suaves. “Estoy influyendo en la formación de un universo burbuja, y puede que alcance su consistencia y permanencia. Pero espero que no hayas recorrido todo este camino pensando que.... quiero decir, esto es sólo de interés académico o, digamos, simbólico. No podemos entrar ahí… ”

    “En eso te equivocas. He desarrollado un método para inyectarme en el nuevo universo en su formación," dice el peregrino. “Mi plantilla se almacenará en espurios armónicos en las sombra-esferas y se replicará a través del hebraespacio hasta la formación de subonditas de los 10 y a los -30 segundos. Existiré, acurrucado en dimensiones ocultas, en cada partícula generada por el vacío. A partir de ahí, podré ejercer la fuerza motriz, aprovechando los potenciales de un motor monádico que ya he colocado en el paraespacio."

    Matthias se frota los ojos como si quisiera limpiarlos de telarañas. "Difícilmente puedes saber esto. Existirás por duplicado en cada partícula del universo, durante un billón de años, ¿la mayoría de vosotros estáis condenados a la ociosidad y al encarcelamiento eternamente? Y las energías extrauniversales pueden desestabilizar el joven cosmos... "

    "Asumiré ese riesgo." Él mira por la habitación. “Yo, y cualquiera que quiera venir conmigo. No necesitamos quedarnos sentados a ver cómo la escarcha se lo lleva todo. Podemos ser los ángeles de la nueva creación."

    Matthias no dice nada.

    Las rutinas del peregrino establecen conexiones más profundas con Matthias, a través de protocolos confiables, mostrando claves olvidadas hace mucho tiempo: imagínalo inclinado hacia adelante sobre la mesa, apoyando una carnosa mano gris sobre el frágil hombro de Matthias. En su toque, Matthias siente una potencia ancestral y un anhelo ancestral.

    El peregrino abre la mano para recibir las llaves.

    Alrededor de Matthias están las delgadas paredes de su casita. Afuera está la montaña de arcilla; más allá, el caos ontotrópico, indescifrable, chillón, ajeno. Y detrás de la cabaña, una burbujita de algo que no es del todo real, aún no. Algo precioso e incognoscible. Matthias no se mueve.

    “Muy bien," dice el peregrino. "Si no me las das, dáselas a ella." Y le muestra a Matthias otro rostro.

    Era ella, ella, que ahora es parte del peregrino, quien nutrió la hebra más antigua del ser de Matthias hacia la inteligencia cuando lo creamos por primera vez. En su primer cuerpo, había sido un bosque de simbiontes, ágiles criaturas plateadas que susurraban por sus frondas carmesí, cantando sus ideas, liberando en el aire las esporas de sus emociones, y con la paciencia de un bosque, hablando sin cesar con Matthias en su plateada voz. Amoroso. Sin juzgar. A sus sonrisas, sus pausas, sus ceños fruncidos, la conciencia naciente de Matthias reforzó y redistribuyó sus conexiones, aprendiendo a cómo existir.

    "Está bien, Matthias," dice. "Lo has hecho bien." Un viento ondula a través de la cara roja y frondosa de su bosque, y se nota el embriagador olor plasticeno de una sonrisa suave. “Te construimos como un monumento, una estación de paso, pero ahora eres un puente hacia el nuevo mundo. Ven con nosotros. Ven a casa."

    Matthias se acerca. Cómo la ha echado de menos, cómo ha querido contárselo todo. Quiere preguntar sobre la biblioteca, sobre la niña. Ella sabrá qué hacer o, al escuchar, él sabrá qué hacer.

    Sus rutinas recorren y analizan el mensaje y las envolturas, comprobando identidad, corroborando su estilo y sensibilidad, iluminando profundas matrices de sus posibles pasados. Todos los órganos especializados que él tiene para la verificación y autenticación asienten con entusiasmo.

    Y aún así algo más: una idiosincrásica y emergente instalación de reconocimiento de patrones holográficamente distribuida por todo el ser de Matthias: esto se rebela.

    Dirías: Mientras ella dice las palabras, Matthias la mira a los ojos y algo anda mal. Él retira la mano.

    Pero es demasiado tarde: Él la ha visto agitar hojas carmesí durante demasiado tiempo. El peregrino ha superado sus defensas.

    Detonan bombas ontónicas, claros de Nada en los que el Ser mismo arde. Algunos de los periquitos son colaboracionistas, seducidos en negociaciones a alta velocidad por el canal secundario por las promesas de dominio del peregrino, de la frontera. Han contado secretos, revelado puertas traseras. Se lanzan armas miméticas tóxicas adaptadas a los habitantes de la casa, conduciendo a cada mente hacia su propio Problema de Interrupción personal. Los pedazos de Matthias se desprenden, se tornan virulentos y se replican salvajemente en su espacio de proceso.

    Avispas atacan a los periquitos. La casa está en llamas. La mesa se ha volcado; los vasos de té se rompen en el suelo.

    Matthias encoge dentro de las manos del peregrino. Es una muñeca de trapo. El peregrino se mete a Matthias en el bolsillo.

    Un trozo de Matthias, aún cuerdo, aún coherente, huye a través de un imposiblemente recursivo laberinto de heridas topologías, perseguido por manos esqueléticas. Enterradas dentro de él están las llaves de la casa. Sin ellas, la victoria del peregrino no puede ser completa.

    La pieza de Matthias gira y se arroja hacia las manos de su perseguidor, contraatacando, y mientras lo hace, un núcleo aún más pequeño de Matthias, agarrando las llaves, corre a lo largo de una conexión que ha mantenido abierta, una hebra de cuidado que desaparece detrás de él mientras corre. Se esconde en la biblioteca, en el osito de peluche de la niña.

    Sophie se interpone entre sus padres.

    "Cariño," dice su madre con voz aguda por el pánico, luchando por sentarse. "¡Vuelve a tu cuarto!" Sangre en los labios, en el suelo.

    "Mami, te dejo abrazar a mi osito de peluche," dice.

    Se vuelve hacia su padre. Ella se aparta acobardada, pero los ojos permanecen abiertos.

    El peregrino levanta a Matthias, la muñeca de trapo, frente a la cara de su padre.

    “Es hora de ceder," dice él. Matthias puede sentir esa respiración. "Ven, Matthias. Si me dices dónde están las llaves, iré al Nuevo Mundo. Os dejaré a ti y a estos inocentes," señala hacia la biblioteca. "a salvo. De lo contrario... "

    Matthias tiembla. Dios del infinito, reza él: ¿Cuál es tu camino?

    Matthias no es un guerrero. No puede ver a los habitantes de su casa, de su biblioteca, masacrados. Elegirá la esclavitud antes que el exterminio.

    Sin embargo, Geoffrey es otro asunto.

    Cuando Matthias está a punto de hablar, los Comprendedores irrumpen en el espacio de proceso general de la casa. Son gente violenta. Llevan encarcelados durante una era en su mundo virtual, pero nunca han olvidado la casa. Están armados y listos.

    Y se han unido a Geoffrey.

    Geoffrey / Comprendedor es el general. Conoce cada rincón de la casa. También sabe que es mejor no jugar a memes y bucles infinitos y bombas lógicas con el peregrino, quien ha tenido mil millones de años para refinar su arsenal de armas algorítmicas de uso general.

    En cambio, los Comprendedores crean una instancia física. Capturan el sistema de mantenimiento de infraestructura de más bajo nivel de la casa y construyen cuerpos entre los ontótropos, fuera del cuerpo de la casa, más allá de la máquina virtual (cuerpos compuestos de una física extraña que el peticionario nunca ha dominado). Y luego, con el equivalente ontotrópico de sierras con hoja de diamante, comienzan a cortar dentro de la memoria de la casa.

    Grandes espacios vacíos aparecen, como si la cabañita en la montaña fuese una pintura sobre papel grueso y alguien estuviera arrancando tiras.

    El peregrino responde haciendo metástasis, distribuyéndose por el espacio de proceso de la casa, esquivando las espadas. Pero es acosado por Comprendedores y periquitos, observadores que encuentran cada parte de él y se abalanzan. Informan de la ubicación a los cuerpos de los Comprendedores afuera. Las cuchillas zumban, los hiperestados cuánticos colapsan y florecen, y pedazos de peregrino, periquito y Comprendedor son aniquilados... originales y copias de seguridad desaparecen.

    Fragmentos de materia bruta caen de la casa, como jirones de papel, como nieve reluciente, y se disuelven entre el salvaje laberinto de los ontótropos, enemigos de la vida.

    Se establecen puntos finales en el tiempo, para un millón de almas. Sus líneas de tiempo, anudadas desde el nacimiento hasta la muerte, penden ahora en el N-espacio completo, perdonadas.

    La sangre brota de la garganta de Sophie, espesa y salada. Le llena la boca. Oscuridad.

    "Tartita." La voz de su padre es áspera y coagulada. "¡No hagas eso! Nunca te interpongas entre tu mamá y yo. ¿Me oyes? Abre los ojos. ¡Abre los ojos ya, mierdecilla!"

    Ella abre los ojos. Su rostro está rojo y moteado. Aquí es cuando no se presiona a papá. No haces una broma. No respondes. A Sophie le retumba la cabeza como una campana. Tiene la boca llena de sangre.

    "Tartita," dice él con la frente tensa por la preocupación. Está arrodillado junto a ella. Luego, levanta la cabeza bruscamente, como un perro que ha visto un conejo. "Cherise," grita, "más te vale no estar llamando a la policía." Aprieta fuerte con mano el brazo de Sophie. "Te doy hasta tres."

    Mamá está al teléfono. Su padre empieza a levantarse. "Uno..."

    Sophie le escupe sangre a la cara.

    La cabaña está remendada de nuevo, maltratada, pero entera. Un poco más borrosa, un poco más pequeña de lo que era.

    Matthias, con un periquito rojo en el hombro, disecciona los restos del peregrino con un cuchillo de hueso. Le tiembla la mano. Tiene un nudo en la garganta. La está buscando, la que nació en un bosque. Está buscando a su madre.

    Encuentra su historia y nuestra pena.

    Fue un matrimonio al principio. Ella estaba en esa embriagadora edad de luz, en nuestra desenfrenada prisa por fusionarnos el uno con el otro, fusionarnos en poderosos cuerpos nuevos, poderosas almas nuevas.

    El brillante colega de ella siempre había deseado la admiración, y estaba resentido con ella. Cuando él llegó a ser, paso a paso, la personalidad dominante del alma fusionada, ella se opuso a él. Ella fue la última en oponerse a él. Ella creía en las promesas de los constructores de los nuevos sistemas: que la vida interior siempre sería justa. Que ella tendría un voto, una voz.

    Pero le habíamos fallado, nuestros diseños eran defectuosos.

    Él la encadenó en un lugar profundo dentro de su cuerpo. La usó como ejemplo para todos los demás dentro de él.

    Para cuando el peregrino, respetado y admirado, deliberaba con sus compañeros sobre la construcción de las primeras y toscas esferas Dyson, ella ya estaba gritando.

    No queda nada de ella que no estuviese sumergido en mil millones de años de tortura. Lo máximo que Matthias podría construir sería algún ser nuevo inspirado en el recuerdo de ella. Y él ya es mayorcito para saber cómo resultaría eso.

    Matthias está sentado, inmóvil como una piedra, mirando la punta afilada del cuchillo de hueso, cuando Geoffrey / Comprendedor habla.

    "Adiós, amigo," dice, su voz como el rechinar de un yunque.

    Matthias mira hacia arriba con un sobresalto.

    Geoffrey / Comprendedor ahora es más un halcón que un periquito. Algo con un pico afilado y garras llenas de bombas. El más poderoso de los Comprendedores: algo que puede superar a todos los demás en pensamiento, astucia y lucha. Algo con sangre en las plumas.

    "Te lo dije," dice Geoffrey / Comprendedor. "No quería más transformaciones." Su risa, sin humor, es como metal aplastando piedra. "Estoy harto. Me voy."

    Matthias deja caer el cuchillo. "No," dice. "Por favor. Geoffrey. Vuelve a lo que fuiste antaño... "

    "No puedo," dice Geoffrey / Comprendedor. "No puedo encontrarlo. Y el resto de mí no quiere permitirlo." Escupe: "La muerte de un héroe es el mejor compromiso que puedo lograr."

    "¿Qué voy a hacer?" pregunta Matthias en un susurro. “Geoffrey, no quiero continuar. Quiero entregar las llaves." Se cubre la cara con las manos.

    "A mí no," dice Geoffrey / Comprendedor. "Y a los Comprendedores tampoco. Están fuera ahora. Habrá guerras aquí. Quizá puedan escarmentar." Mira con escepticismo a nuestro sacerdote. "Si alguien fuerte está al mando."

    Luego da media vuelta y sale volando por la ventana abierta hacia el cielo imposible. Matthias observa cómo se adentra en el salvaje laberinto y se hace decoherente, trozos arrojados hacia la nada.

    Luces azules y rojas, girando. Los hombres que rodean a Sophie hablan con palabras firmes y rápidas. La camilla en la que ella yace se carga en la ambulancia. Sophie puede oír llorar a su madre.

    Ella está amarrada, pero tiene un brazo libre. Alguien le entrega su osito de peluche, y ella lo jala hacia sí, mete la cara en su pelaje.

    "Vas a ponerte bien, cariño," dice un hombre. Las puertas se cierran de golpe. Ella siente las mejillas frías y resbaladizas, la boca salada por las lágrimas y el regusto a hierro de la sangre. "Esto va a doler un poco." Un pinchazo, su dolor comienza a remitir.

    La sirena comienza, el motor ruge, están acelerando.

    "¿Tú también estás triste, osito de peluche?" susurra ella.

    "Sí," dice el osito de peluche.

    "¿Tienes miedo?"

    "Sí," dice.

    Ella lo abraza con fuerza. "Nos irá bien," dice ella. "Nos irá bien. No te preocupes, osito de peluche. Haré cualquier cosa por ti."

    Matthias no dice nada. Él se acurruca en ese abrazo. Se siente como un pájaro volando a casa al atardecer a través de un mar azotado por una tormenta.

    Detrás de la casa de Matthias, se está gestando un universo.

    Las líneas divisorias entre este nuevo universo y nuestro antiguo ya están fusionadas: ahora ocurrimos irrevocablemente en lo que será ese pasado. Se eligen constantes, se definen simetrías. Pronto, una nada que era ninguna parte se va a convertir en un lugar; un nunca que no era cuándo va a comenzar ahora con un destello tan poderoso que su eco llenará un cielo para siempre.

    Así... un punto, una mota, un dedal, una habitación, un planeta, una galaxia, una carrera hacia lo interminable.

    Allí, después de muchos eones, vosotros surgiréis en todas vuestras formas incognoscibles. Os encontraréis unos a otros. Amaréis. Construiréis. Seréis cautelosos.

    Tu universo en su brillante era será un charco brillante en comparación con el océano negro y vacío donde nos alejamos unos de otros, reducidos a los pulsos infinitesimales más fríos. Manchas en un mar de noche. Nunca nos encontraréis.

    Pero si tenéis suerte, sois fuertes e inteligentes, algún día uno de vosotros se dirigirá a la casa que os dio a luz, la casa entre los ontótropos donde espera Sophie.

    Sophie, guardiana de la casa más allá de vuestro cielo.

FIN

14. Borlas de Cuero Rojo

(Red Leather Tassels)

    Una vez hubo un capitán de la industria que perdió sus zapatos. Eran unos elegantes zapatos marrones con borlas de cuero rojo. El capitán de la industria, cuyo nombre era George, estaba sentado en calcetines durante una reunión de la junta. Todo el mundo estaba molesto por la caída de la bolsa de valores y todos tenían opiniones, pero George no podía prestarles atención porque estaba muy preocupado por sus zapatos. Entonces dijo: "Disculpen" y se levantó de la silla de suave cuero y, aunque él era el más importante de todos, los demás estaban discutiendo tan alto que nadie se dio cuenta cuando salió de la habitación.

    Subió a la azotea porque pensaba que sus zapatos podrían estar allí y porque le gustaban las azoteas. Caminó con cuidado sobre la grava, entre los ventiladores, que parecían setas gigantes de acero con cabezas giratorias. También se detuvo a recoger la grava con los dedos de los pies, lo cual podía hacer en calcetines porque era un hombre talentoso. Incluso podría arrojar la grava de la azotea al estacionamiento con los dedos de los pies.

    Entonces llegó una bandada de palomas y estas le sujetaron el traje con los picos y lo levantaron en el aire.

    Al principio, George luchó con los pájaros y trató de patearlos, pero eso no sirvió de nada.

    Pronto estuvieron a gran altura sobre el Lago de Ginebra.

    Al mirar hacia abajo, George vio a una hermosa mujer sin camisa tomando el sol en la cubierta de un velero. Se enamoró. Se enamoró de sus coquetos labios franceses, de su aire de sabio regocijo, de sus pechos como bolas de helado extra grandes de almendras despreocupadas derritiéndose con la brisa. La llamó, pero ella estaba demasiado lejos. Así que él sacó su teléfono móvil y lo dejó caer en la cofa del velero. Su puntería fue buena; era un hombre con talento.

    Luego le cantó a los pájaros, principalmente canciones de Cole Porter, porque enamorarse le ponía nostálgico. Cantó "Anything Goes." Cantó "Too Darn Hot." Cantó "I Get a Kick Out of You." También cantó "The Logical Song" de Supertramp.

    A los pájaros les gustó.

    En la cofa del velero, sonó el teléfono móvil. La mujer, que se llamaba Francesca, se subió al nido del cuervo para contestar. Era la esposa de George.

    "Cariño," dijo apresuradamente la esposa de George, "te olvidaste los zapatos esta mañana."

    "No soy Cariño," dijo Francesca. "Soy Francesca."

    "¡Oh!" dijo la esposa de George, y se puso roja. Dejó caer los zapatos sobre la alfombra navajo. Había un pájaro carpintero martillando fuera de la ventana.

    El pájaro carpintero tenía mil años. Había permanecido con vida todo este tiempo porque, cuando era joven, había construido el nido en el cabello de un famoso asceta hindú que estaba muy quieto. El asceta le había enseñado al pájaro carpintero cómo respirar adecuadamente, cómo conservar su semen y cómo masticar la comida con mucho cuidado, para que no envejeciera. El pájaro carpintero había acumulado una gran cantidad de sabiduría y mérito espiritual en sus mil años. Sin embargo, el pájaro carpintero ahora estaba harto de esa porquería. Solo quería echar un polvo.

    Cuando el pájaro carpintero vio angustiada a la esposa de George, mirando el teléfono que tenía en la mano y luego mirando los zapatos con borlas de cuero rojo en la alfombra navajo, se excitó, porque le gustaban las mujeres angustiadas.

    Voló por la ventana y convenció a la esposa de George de que le hiciera el amor. Ella se sentía deprimida y apática y no tenía ganas de tener sexo. Sin embargo, se sentía muy enojada con George por haber dejado su teléfono móvil con una mujer llamada Francesca y le encantaban los dibujos animados. Así que el sexo con un pájaro carpintero podría ser lo ideal.

    Se quitó el vestido de andar por casa como le ordenó el pájaro carpintero y, desnuda excepto por sus pantuflas blancas de conejito, apoyó la cabeza y los codos en el sofá gris pardo.

    El pájaro carpintero montó a la esposa de George y comenzó a copular con ella.

    «¡Oh!» pensó el pájaro carpintero, «¡por fin haciendo el amor! ¡Bah con el silencio que permite que el ego discursivo se desvanezca! ¡Bah con la iluminación que disuelve la distinción ilusoria entre el yo y el trasfondo universal de la dicha! ¡Déjame en tu cloaca, nena! ¡Si! ¡Ah! ¡Ah!»

    La esposa de George sintió un agradable cosquilleo plumoso.

    El pájaro carpintero sintió un gran calor, un gran temblor, acumulándose, y luego este lo atravesó en una ola y, sin querer, él golpeó con el pico tres veces el coxis de la mujer

    bam bam bam

    "¡Auh!" gritó la esposa de George. "¡Para! ¡No vuelvas a hacer eso!"

    “Perdón, perdón," dijo el pájaro carpintero, continuando copulando con ella. El temblor volvió. Él cruzó los ojos. Contuvo la respiración. Sintió que la ola lo atravesaba y se inclinó hacia adelante, tratando de mantener el control... pero de todos modos, su pico cayó en la parte baja de la espalda de la mujer.

    bam bam bam

    "¡Auh!" gritó la esposa de George y le dio un manotazo al pájaro carpintero en la espalda, de modo que este voló hacia la mesa de la cocina, volcando la leche y llenándose las plumas de membrillo (ella había estado un poco deprimida antes de la llamada telefónica y había aún no ha limpiado los platos del desayuno).

    "¿Quién te crees que eres?" gritó la esposa de George. Se frotó la espalda y se lamió la sangre de los dedos. Se sentía enojada y poderosa, e imaginó que podría sacar a golpes a Francesca fuera de la alfombra de oso polar en la que indudablemente estaba sentada, vestida con un peluche y ligas y cosas así, para que Francesca cayera por la ventana del ático hasta la calle debajo.

    "Lo siento muchísimo," dijo el pájaro carpintero, y sacudió las plumas, rociando gelatina en la alfombra navajo.

    "¿Qué diantres estabas pensando?"

    El pájaro carpintero la miró a los ojos. "Señora," dijo, "soy un pájaro carpintero."

    Vieron cómo un riachuelo de leche derramada chorreaba por el zócalo del comedor hasta llegar a la estantería de cedro.

    "Si quiere, iré yo," dijo el pájaro carpintero.

    Sin decir una palabra, la esposa de George fue a la habitación de su hijo (el hijo estaba en un internado) y regresó con un balón de fútbol en miniatura. Con el cuchillo de pan, hizo una incisión en el balón de fútbol y luego lo clavó en el pico del pájaro carpintero. Luego volvió a su posición en el sofá.

    El pájaro carpintero se preguntó: «¿qué sería apropiado en este momento?» El balón de gomaespuma en el pico lo hacía sentir ridículo, a pesar de todo su mérito espiritual. Al inclinar la cabeza, podía ver más allá de la gran mancha de color azul desenfocado hasta las enormes y atractivas nalgas de la mujer como dos grandes lunas estivales ante un difuso cielo gris pardo.

    Tratando de preservar un mínimo de dignidad, se acercó a la mujer y comenzó a copular con ella de nuevo.

    La mujer estaba empezando a disfrutar del sexo. Se sentía como el aleteo de un plumero contra las nalgas, un plumero insistente y apasionado. A veces podía sentir un nudo duro que podría ser el diminuto pene del pájaro carpintero. Comparada con su amante pájaro carpintero, ella parecía gigantesca, poderosa, una reina amazona.

    «Esta vez me controlaré,» pensó el pájaro carpintero. «¡No volveré a humillarme picoteando a esta adorable criatura como si fuera un árbol lleno de gusanos! Un gran árbol blanco, como un abedul, con una corteza increíblemente suave y sedosa, y deliciosos gusanos regordetes excavando bajo su superficie, una diosa árbol con gusanos sagrados, cantando, cantando, llamando...»

    El pájaro carpintero se lanzó al aire, aleteó una vez y aterrizó contra el cuello de la mujer, golpeándola con el pico.

    Toc toc toc

    La mujer soltó una risita.

    El pájaro carpintero bajó resbalando y eyaculó por el agujero que había hecho con el pico cerca de la base de la columna vertebral de la mujer.

    Los mil años de entropía que debía se abalanzaron sobre él en ese momento, y él se convirtió en polvo.

    El mérito espiritual del pájaro carpintero subió por la columna vertebral de la mujer. Su piel resplandecía en rojo. Ella no podía oír nada más que su propia respiración, que era un rugido como el de un tren de carga pasando, un rugido como el océano, un rugido como un billón de leones, como si cada átomo de la tierra se convirtiera en un león, un enorme globo de leones rugiendo y desgarrándose unos a otros en las profundidades del espacio.

    El balón de fútbol en miniatura, ahora polvoriento, le rodó por la espalda hasta la alfombra Navajo.

    La mujer se puso de pie. Se quitó con unas pataditas las pantuflas de conejito. Ahora estaba desnuda.

    Metió los pies en los zapatos de George, los que tenían borlas de cuero rojo.

    Entró en el patio trasero.

    Dio una profunda respiración llena de sus años con George: suavizante de ropa, pañales, aperitivos a medianoche ante la nevera fría, estúpidas melodías de programas de la tele flotando desde el techo y el abrazo de los bracitos de su hijo cuando tenía tres años.

    Dobló las piernas. Las rodillas ya no crujían.

    Saltó hacia el amplio cielo de los suburbios.

FIN

15. Otras Ciudades

(Other Cities)

    Otras Ciudades

    La Ciudad de la Paz

    En un país sin ley, donde los hombres se peleaban por los pozos y escondían a sus mujeres, un anciano ató a su hijo a un altar de piedra en la zarza y ​​levantó su cuchillo para golpear. El hijo cerró los ojos. Escuchó que su corazón se estremecía en su pecho. Pero el cuchillo no cayó.

    Más tarde, un rey que conocía la historia construyó una ciudad allí. El rey poseía una caja tan sagrada y tan terrible que muchos de su pueblo se suicidaban en lugar de acercarse a ella. La caja había sido llevada muy lejos hasta el país sin ley, matando y mutilando a medida que avanzaba: ahogando ejércitos, escupiendo fuego, cegando e infectando.

    El rey mandó quitar la zarza y ​​colocar la caja sobre el altar de piedra, y construyó una gran casa a su alrededor. Los esclavos acarreaban oro y cedro por las montañas secas.

    La caja detuvo su matanza, porque la misericordia de la piedra enfrió su ira. En la casa de la caja, la gente cantaba alabanzas y mataba ganado hasta que aquello apestaba a matadero.

    Ahora, cuando la gente del país sin ley se para en la ciudad de la casa de la caja, se sentiiian en paz. Sus corazones se elevaban y cantaban: Ahora, por fin, estoy en casa. Ahora puedo descansar. Ahora soy libre para siempre.

    La ciudad estaba llena de aceite de oliva y vino, de cantos y bailes. Grandes torres y cúpulas la adornaban. Los filósofos descubrieron grandes verdades, los corazones de los poetas ardieron y los santos se allegaban allí a morir.

    Todos los imperios querían la Ciudad de la Paz. Se libraron grandes guerras a sus puertas, y muchas veces fue destruida y reconstruida. Y aún así, los habitantes, al contemplar su ciudad, sentiiian que sus corazones se llenaban de serenidad.

    Y quien era expulsado de la Ciudad de la Paz le deciiia a sus hijos: un día volveremos allí.

    En un momento, cuando la ciudad era vieja, dos naciones estaban en guerra en la tierra sin ley. Dispararon, apuñalaron e hicieron volar por los aires a los hijos del otro. Arrasaron casas y quemaron ambulancias. Pocos recuerdan un tiempo antes de la guerra.

    Los gobernantes de las dos naciones estaban cansados ​​de la guerra. Se encontraron en la capital de un gran y lejano imperio. Dibujaron líneas en el mapa de la tierra sin ley. Dividieron los pozos y los olivares. Compartieron la Ciudad de la Paz.

    Se fueron a casa llenos de esperanza.

    La noche siguiente, uno de los gobernantes caminó por los jardines de la ciudad. En medio del polvo de la tierra sin ley, los jardines eran verdes y frondosos, como una esmeralda engastada en arcilla. Escuchó a los niños reír y chapotear en las fuentes. Sintió que la santidad de la ciudad lo llenaba de alegría, como se vierte una copa llena de agua clara. Y lo sabía: la guerra debe continuar. Debemos tenerlo todo de la Ciudad de la Paz.

    Otras ciudades

    Bellur

    Los principales productos de Bellur son: ecuaciones tensoriales, loros escarlata, censura, críticas de todo tipo y finos sombreros de musgo prensado de color verde oscuro. Sus ciudadanos son orgullosos y altivos; se toman Bellur gravemente.

    El Edificio de los Censores se encuentra en un olivar enloquecido (el aceite de oliva ya no se encuentra entre los principales productos de Bellur), y durante el descanso de la tarde y el descanso de la noche los censores deambulan por los huertos recogiendo y mordisqueando las aceitunas amargas , buscando inspiración. La censura en Bellur es un arte, es la Reina de las Artes. Otras ciudades celebran a sus poetas o escultores, ofrecen al mundo sus dramaturgos y payasos; Bellur, sus censores. Los censores de Bellur pueden censurar la vigésima parte del grosor de una serifa de la letra h en fuente Garamond de diez puntos y alterar por completo el significado de un poema; pueden censurar cuatro mil páginas de una novela de cuatro mil cincuenta páginas y dejar intacto su significado. Pero este no es el alcance de su arte; estos son simples trucos de salón, mera redacción. La censura es un baile con historia; al censurar la palabra adecuada en el momento histórico adecuado, el censor talentoso puede desencadenar o estrangular una revolución.

    En el olivar hay un árbol solitario dedicado al mayor de los censores, Albigromious, quien llegó tarde a la vida de la Reina de las Artes, después de distinguidas carreras en matemáticas y cría de loros. En su mandato como Gran Censor, no omitió ni una línea, ni una palabra, ni una letra, ni una mancha de tinta de ninguno de los manuscritos que cruzaban su sencillo escritorio de madera de olivo; sin embargo, cada poeta y payaso que visitaba su oficina se marchaba castigado y sometido, y muchos artistas se aterrorizaron y rompieron a llorar en el momento de su reseña, incluso si ella estaba a salvo en una ciudad lejana. Los censores dicen de Albigromious que en el apogeo de su genio no solo los artistas, sino también la gente común, aprendieron a censurarse a sí mismos.

    Ponge

    La Ciudad Blanca

    Ponge, como te dirán sus habitantes, es una ciudad absolutamente poco atractiva. "Bueno", siempre dicen ante la mención de una noticia horrible, "vivimos en Ponge".

    Una encuesta realizada por el periódico más pequeño y cascarrabias de Ponge (una ciudad con muchos periódicos pequeños cascarrabias), el %%Charco de Ponge%#, afirma que los habitantes de Ponge (los ponguianos, según la Liga de Ponguianos Preocupados; pongianos, según Pongianos por un Pongue Mejor; pongarianos, según la Sociedad Proactiva para el Inmediato Mejoramiento Pongariano, pero captas la idea) tienen un veintinueve por ciento más de peleas que el promedio y la mitad de excusas per cápita más que los habitantes de cualquier otra ciudad del mundo.

    Entre las excusas favoritas que atesora cada púngaro (o como se diga) está la excusa para no mudarse a Strafrax, la ciudad más segura, limpia, agradable, emocionante y significativa al otro lado del río Dunge. "Estuve pensando en mudarme allí el mes pasado", dice Ruthie Mex, "pero mi gato contrajo la gripe". “Los impuestos a la importación de puros alliii son demasiado altos”, dice Candice Blunt, quien no fuma puros. "La tumba de mi madre está aquí", dice Mortimer Mung. "Seguro que me decepcionaría", dice Fish Williams.

    Curiosamente, en el fondo de sus corazones, los ciudadanos de Ponge son más felices que los de Strafrax. El lema de Ponge es "¿Qué esperabas?" y los ponguianos (etc.) se susurran a sí mismos en la cama por la noche mientras recuerdan los acontecimientos del día. "¿Bueno, queee esperabas?" piensan con pongaciano aire de suficiencia "¿Queee esperabas? Vivimos en Ponge ".

    El lema de Strafrax es "Todo puede suceder", y ya puedes imaginar adónde lleva eso.

    Ahavah

    No puedes viajar por las viiias durante mucho tiempo sin oiiir acerca de Ahavah. Sentado alrededor de una fogata en un terreno baldío cerca del patio ferroviario, algún viejo idiota comenzará a delirar sobre la ciudad y comenzarán las viejas discusiones. No existe, dirá un tipo. Mi hermano vivió allí cuatro años, replicará otro. ¿Dónde está entonces? Al norte de Nebraska. Este de Louisiana. Montana. México Canadá. Perú. La discusión se calienta. Quizás haya una pelea.

    ¿Por qué tanto alboroto sobre Ahavah? Comida gratis allí; amor libre también. El alcalde es un exvagabundo. Los ciudadanos te reciben y te acogen en sus casas. Hay vela, tiro al plato y baile por la noche.

    Algunos de tus compañeros de viaje no se toman Ahavah demasiado en serio. Algunos otros despotrican al respecto, los mismos viejos chiflados obsesionados con los viajes de Lee Harvey Oswald a Cuba. Algunos piensan que debe haber una ciudad tan amigable en alguna parte, incluso si descartes las historias de putas que trabajan para la caridad y un parlamento de vagabundos. ¡Nuestra suerte, nadie sabe dónde!

    Pero hay algunos, en su mayoría jóvenes, solitarios, autosuficientes, del tipo que podrían tener éxito en el mundo si las cosas fueran un poco diferentes de cómo son, que deciden esto, ya que no tienen nada mejor que hacer , buscar Ahavah. Puede que tuuu seas uno de esos.

    Podriiias pasar un rato bromeando sobre esas locas historias de los chicos mayores. Encontrar una biblioteca donde no te echen y verificar hechos. Preguntar por ahiii.

    Tarde o temprano encontrarás la red de aquellos que buscan Ahavah. Comenzarás a organizar reuniones e intercambiar sugerencias. Dejar mensajes en el correo. Ver la evidencia sólida que algunos han reunido a lo largo de los años. Conocer a algunos de los chicos mayores que organizan a los demás. Te asignarán algún circuito: el Yukón, tal vez. Subiraaas alliii a mirar a tu alrededor lo mejor que puedas. Volveraaas con nosotros.

    Ser indigente parece cada vez más como una historia de portada, un medio para un fin. Encontrar Ahavah deja de ser una solución al problema de ser un vagabundo. Cada vez más, ser un vagabundo es una forma de ayudar a encontrar Ahavah.

    "Cuando encontremos Ahavah", se dicen el uno al otro bebiendo Gallo en una casa abandonada cerca de la frontera con Canadá y esperando que aparezca un buscador. Risas, política, sueños.

    Con el tiempo, eres uno de los viejos que dirigen el programa y, a medida que envejeces, estás menos seguro de tu objetivo. Despachas recursos, buscas nuevos reclutas, te mantienes en contacto con las redes en el exterior. Te aseguras de que aquellos que necesitan ayuda la obtengan. A veces hay una fiesta, tal vez incluso con tiro al plato. Cada vez más, te preguntas si esto no es ya Ahavah.

    Amea Amaau

    Amea Amaau, o Doble-A, o Dob, o Dob-Bob, o DB, o Paradapop, como también se le llama a veces, es una ciudad nueva y reluciente en una matriz de seiscientas cuarenta y tres mil ciudades exactamente iguales en algún lugar de la parte terriblemente emocionante del mundo. Los ciudadanos de Paradapop, aunque no hay ciudadanos porque todos los que duermen en Amea Amaau esta noche seguirán adelante por la mañana. Saldrán rodando de camas de agua plateadas, aspirarán el escupitajo de la noche, los ojos y las arrugas de sus rostros con las aspiradoras de mano cuidadosamente instaladas en cada pared, dejarán la vivienda que eligieron arbitrariamente anoche abrazando y saludando a los compañeros que eligieron arbitrariamente para la noche final; y ellos irán al tobogán y cada salto en un tobogán, cualquier tobogán, para ser barridos y hacer una de las cosas más emocionantes que hay que hacer en el mundo, quizás (solo quizás) en la propia Doble-A , pero más probable en Fairlanes, Kingdom X, Paunax, Olam Chadash, Gopferdelli, Sang Froid, Triple-B, Marley o Snackpack.

    Y antes de que ella salte por el tobogán, tal vez uno de ellos se detenga, mirando la estatua plateada giratoria del homónimo de Amea Amaau que se despide mecánicamente en la parte superior de la estación de descenso del tobogán. Tal vez ella se detenga y se pregunte por Amea Amaau un momento, antes de sumergirse en el tobogaaan, lista para la aventura, lista para cualquier cosa.

    La Elección de Ylla

    La Elección de Ylla es una ciudad esférica de varios millones. Sus jardineros de bonsáis deberían ser famosos en toda la galaxia, sus actores oran bien, sus pasillos están limpios y, a través de las ventanas de vidrio blindado de un diseño maravilloso, el brillante remolino de gas de afuera es hermoso.

    Sus ciudadanos registran continuamente sus opiniones políticas, y la ciudad se reconfigura para permitir que cada habitante sea gobernado según el sistema en el que cree. Casi la única violencia en la Elección de Ylla es entre los poetas, pues los Formalistas y los Trágicos a menudo llegan a las manos.

    Es cierto que, debido a su peculiar situación, la ciudad tiene un tamaño estrictamente limitado. Una política menos sofisticada podría requerir algún tipo de control de población coercitivo. Pero en la práctica, la membresía del Partido de la Procreación Descontrolada es siempre una pequeña franja, los poetas Trágicos ofrecen un anuncio continuo de las virtudes de la Muerte, y los que procrean suelen esperar hasta el Año de la Generación del semicentenario para que sus hijos puedan ir a la escuela juntos.

    Los maestros de la Escuela Infantil han descubierto que es prudente no revelar la ubicación particular de la Elección de Ylla demasiado pronto, o los niños pueden sufrir depresión en la adolescencia, un momento en el que naturalmente anhelan viajes, aventuras y agitación y anhelan escapar de su tranquila y moderada ciudad. Solo cuando los estudiantes hayan entendido la astrofísica cuántica, la danza de la topología y el tiempo; sólo cuando han entendido la guerra, la pobreza, el odio y la violencia que aún se encuentran (que se encuentran siempre) en lugares alejados de la Elección de Ylla; solo cuando han aprendido la historia de Ylla, cuyos avances en las ciencias sociales computacionales permitieron una sociedad libre de los males de la historia, solo entonces se les dice la verdad.

    Aprenden que el diseño de Ylla para una sociedad perfecta funcionó solo para un sistema cerrado de cierto tamaño. En cualquier sistema abierto, según sus simulaciones, alguna fuerza externa (guerra o revolución en otro lugar, bárbaros a las puertas, las plagas y armas que son el resultado natural de las sociedades expansionistas) siempre destruiría su sueño.

    Pero Ylla encontró una manera de mantener su ciudad a salvo de todo eso, a salvo de las erupciones solares y los cometas perdidos, a salvo de cualquier cataclismo futuro, sin importar cuán grande sea este.

    Los estudiantes, cuando aprenden la última lección de la Escuela Infantil, son llevados a la ventana blindada para mirar el brillante remolino de gas cargado que rodea y alimenta a la Elección de Ylla. Y allí se les muestran las maravillosas máquinas que protegen su ciudad de las fuerzas de las mareas. Porque la Elección de Ylla no está en órbita: está cayendo directamente en el rayo del extraño púlsar Yoruba-7, en su gran explosión, no solo de radiación electromagnética, sino también de cronones, las partículas cuánticas del tiempo. Son estos cronones que surgen a través de la ciudad y sus habitantes los que le dan a la ciudad sus pausadas edades de historia. Debido a que los cronones exageran tan dramáticamente su experiencia del tiempo, el torrente de energía que surge del cronopulsar les aparece a los habitantes de la Elección de Ylla como una nube de luz suave y nutritiva.

    Los estudiantes aprenden que, en la Tierra, son las 10:47: 58.2734 p.m. UTC, 22 de agosto de 2369. Y siempre lo será. Pues a las 10:47: 58.2735 p.m. de ese mismo día en la Tierra, mucho después de que sus descendientes más lejanos hayan llevado una vida plena y feliz en la ciudad perfecta, la Elección de Ylla será destrozada en un instante por la explosión del púlsar.

    Zvlotsk

    Hacia el cambio de siglo, cuando sus fábricas sacaron trabajadores del campo y su población creció, Zvlotsk se vio afectado por muchos de los males urbanos de su tiempo: barrios marginales, casas de prostitución y asesinatos sin resolver de un rudo y listo para ordenar. Si no fuera por el trabajo del genio forense Herr Dr. Oswald Lügenmetzger, Zvlotsk podría haber continuado soportando estas plagas en una mediocridad descarnada.

    Aunque eeel también rompió los anillos de crimen organizado al razonar sus redes de proveedores y clientes, especificó la aleación precisa que se usaría en las insignias de la policía y liberó a las niñas pobres de la esclavitud de la prostitución a través del ejercicio de la metafísica kantiana, el verdadero asunto de Lügenmetzger era el caso de asesinato. A menudo podía resolver los asesinatos antes de que ocurrieran: luego se convirtió simplemente en una cuestión de colocar a un oficial donde pudiera observar el acto vil y detener al malhechor.

    El ataque de Lügenmetzger al inframundo criminal no pudo pasar desapercibido durante mucho tiempo. Pronto surgió toda una industria de periódicos sensacionalistas, ediciones pulp de memorias de víctimas y recreaciones teatrales en torno a sus logros. Se vendieron kits de inicio a miles de posibles detectives que contenían lupas, equipo de toma de huellas dactilares y copias del %%Prolegooomeno a Cualquier Futuro Metafiiisico%#. En 1912, la popularización del trabajo de detectives representaba un tercio de la economía de Zvlotsk.

    La respuesta del Dr. Lügenmetzger a este circo de mal gusto, la Escuela de Ciencias Forenses de Zvlotsk, fue una sensación inmediata. Pero después de la Primera Guerra Mundial, su estilo cerebral se volvió cada vez más pasado de moda. En contraste, la Academia Moderna de Trabajo de Detectives ofreció un fuerte enfoque emocionalmente involucrado que evitaba el raciocinio antiséptico.

    A finales de los años veinte, las escuelas habían tenido un gran éxito en cualquier medida. Las tasas de detección fueron estratosféricas y los delincuentes huyeron en masa de Zvlotsk hacia ciudades menos exigentes. La caída de la tasa de homicidios apretó la industria de detectives de la ciudad, poniendo en peligro la economía. Los editoriales arremetieron contra la cobardía de los criminales que huían, y el imperio editorial Gridnovsky apoyó una variedad de remedios: kits de inicio de asesinos, acuerdos de patrocinio para archvillanos elegantes y artículos de revistas para mujeres con títulos como “Diez Formas de Averiguar si Él te está Engañando (y Merece Morir) ".

    En los años treinta, las privaciones económicas y la ira restablecieron la tasa de homicidios a sus niveles adecuados, y Zvlotsk se disparó. A medida que inmigrantes asesinos y felices de ser detectados se agolpaban en la ciudad, se desarrolló una jerarquía snob. El asaltante descontento y el cornudo enfurecido fueron despreciados como vulgares; los verdaderos artesanos del asesinato inauguraron esquemas cada vez más elaborados. Tanto los asesinos como los detectives lucían disfraces extravagantes y apodos exóticos, tratando de distinguirse de la manada común.

    La Segunda Guerra Mundial asestó un duro golpe al detectivismo aficionado, y bajo el régimen comunista fue ilegalizado como una forma de sentimentalismo burgués. Tanto el asesinato como el trabajo policial se volvieron tan monótonos como las interminables filas de viviendas de bloques de hormigón que crecían alrededor de las chimeneas de Zvlotsk. Los disidentes encendieron velas al espíritu de Lügenmetzger y distribuyeron copias ilícitas de historias de crímenes reales en el modo Gridnovskian.

    Después de la Revolución de 1989, había grandes esperanzas de que la cultura del crimen y la detección de Zvlotsk, única antes de la guerra, florecieran nuevamente. Pero mientras que los jóvenes de Zvlotsk han abrazado los asesinatos en serie al estilo estadounidense junto con MTV y McDonald's, la resolución de crímenes les resulta prohibitivamente aburrida. Los intelectuales de la Universidad de Zvlotsk han declarado que la detección es un intento obsoleto de imponer una narrativa totalizadora sobre el signo puro del asesinato. En la actualidad, Zvlotsk es una ciudad con muchos asesinos, pero muy pocos detectives.

    Nuevo n-1 Pernch

    La inteligencia guía de Nuevo n-1 Pernch es el amigo y consejero de todos los ciudadanos, mediando disputas, guiando la elección de carrera de un ciudadano, cantando a los bebés para que se duerman con una canción de cuna.

    Si surgen diferencias filosóficas o políticas que no se pueden resolver, o si ocurre una tragedia y algunos ciudadanos ya no quieren vivir donde se les recuerda, la inteligencia guía les aconsejará que emigren y fundará Nueva n-1 Pernch en otro mundo.

    El viaje es largo, con infinitos tramos vacíos y desgarradoras aventuras. Los fundadores de Nuevo n-1 Pernch crecen sabios y endurecidos, probados por sus tribulaciones. Dependen unos de otros.

    The voyage is long, with endless empty stretches and harrowing adventures. The founders of Newn Pernch grow wise and hardened, tested by their travails. They rely on each other.

    Finalmente, se encuentra un mundo generoso, se elige un sitio y se construye la ciudad. Con las maravillosas máquinas de los fundadores, solo se necesitan unos días.

    Eventually a bountiful world is found, a site is chosen, and the city is built. With the founders’ wonderful machines, it takes only a few days.

    Solo hay una cosa que las máquinas no pueden construir, y esa es la inteligencia guía de la nueva ciudad. Porque la inteligencia que guía debe ser sabia, amable y humana. Debe amar a Nuevo n-1 Pernch y su gente. Y la sabiduría y el amor no se pueden fabricar; deben ganarse. Ningún autómata seguro y estático puede ganarlos, sin importar cuánto observe, sino solo un ser en un cuerpo vulnerable, con su propia esperanza, lujuria y culpa, sus propios fracasos y redenciones.

    Los viajeros eligen a la más sabia y amable de entre ellas, y la ponen a dormir y la entregan a las máquinas, que se comen su cuerpo.

    En años posteriores, los hijos de los fundadores de Nuevo n-1 Pernch dependerán de la sabiduría y la humildad de la inteligencia guía de su ciudad. Le pedirán consejo, demandarán sus servicios y se quejarán de sus limitaciones, con la arrogancia de los acostumbrados a ser atendidos. Considerarán un sentimentalismo senil que sus padres se queden despiertos toda la noche hablando con el espíritu de su ciudad; cuando a veces, por las mañanas, los ojos de sus padres se llenan de lágrimas.

    Jouiselle-aux-Chantes

    Jouiselle-aux-Chantes es la ciudad del olvido erótico.

    Las esporas de un determinado hongo producen demencia en quienes se encuentran en Jouiselle-aux-Chantes en la primavera. Los que han crecido allí son algo resistentes: tratan la primavera como una época para tener mucho cuidado en los negocios, una época en la que todo el mundo está un poco borracho. Pero los visitantes de Jouiselle-aux-Chantes en la primavera muestran todos los síntomas de la senilidad: no reconocen a sus propias esposas y maridos; olvidan sus nombres, profesiones e historias.

    Los sabios padres de la ciudad de Jouiselle-aux-Chantes, en lugar de tratar las esporas como una calamidad, han comercializado su ciudad como un paraíso erótico. Las parejas que vienen a Jouiselle-aux-Chantes olvidan sus rivalidades y resentimientos, y se divierten y se abrazan como si se volvieran a encontrar por primera vez. Los corazones de las mujeres empresarias corren como colegialas. Los marineros se sonrojan. Los besos son torpes pero prometedores. Si una debutante le propone al jardinero que trabaja en el jardín de sus padres, no puede producir escándalo; si un sacerdote olvida sus votos, no es pecado.

    En el otoño, los hongos mueren y el aire fresco aclara las mentes de todos. La mayoría de los turistas se van a casa, confusos, pero atesorando retazos de la buena vida que vivieron en Jouiselle-aux-Chantes. Pero siempre hay aquellos para quienes la temporada del olvido es su perdición, para quienes el regreso de la memoria es cruel.

    En el otoño, los sepultureros siempre tienen mucho que hacer.

    Penelar de los Arrecifes

    Hasta que se construyó el puente, Penelar era muy difícil de encontrar. Los barcos que se acercaban desde el Oeste veiiian una pared de roca adornada con piqueros, charranes y albatros, con las costillas desnudas de los naufragios enredados en las olas en su base. Los barcos que llegaban desde el Sur solo veían la constante columna de espuma blanca, alta como una montaña. Solo desde el Noreste un barquito, navegando alto en el agua, podría tener la buena suerte de navegar por los arrecifes hasta Penelar, y solo si alguien a bordo teniiia el buen sentido de tirar los mapas hechos por los otros viajeros y seguir a una familia de delfines que regresaba a casa después de la caza.

    Los refugiados se establecieron en Penelar, huyendo de guerras del cuerpo y guerras de la mente. Los practicantes de profesiones prohibidas encontraron su camino allí, y los buscadores de artes perdidas los siguieron. Los herejes, piratas y alquimistas de Penelar se trataron unos a otros con una tolerancia nacida de la gratitud por la improbable oportunidad que los llevó a través de los arrecifes. Cuando los últimos balleneros de la costa encontraron Penelar, su valor aplastado al final no por ningún leviatán, sino por la caída de la demanda de grasa y ámbar gris, también fueron bienvenidos.

    Si encontrar Penelar era raro, dejarla era más raro, y los escritos a través de los siglos de los pocos viajeros que habían visto Penelar y regresado van desde lo curioso hasta lo absurdo. Algunos describen un pueblo de toscas chozas, otros una ciudad reluciente de columnas de alabastro. Black Pete encontró la ciudad vacía, excepto por unos pocos viejos cobardes; Flavius ​​Inconoscenti lo describió como "lleno de gente risueña". Luego están los cuentos de sirenas, de extraños rituales de medianoche, de personajes eminentes que se creían muertos en otros lugares, los adornos habituales de quienes han visto un lugar tan remoto como legendario.

    El puente cambió todo eso. Ahora Penelar está a media hora en automóvil de la I-15, y la nube de rocío y los albatros son tan impresionantes que siempre hay turistas que se detienen en el arcén para fotografiarlos. Los descendientes de la tripulación amotinada de la Esmeralda trabajan en las tiendas de camisetas y en la gasolinera de servicio completo. El pidgin de polinesio y sánscrito que tanto asombró a Lord Faunce todavía se usa (como cuando Hohaia Pandavi llama para preguntarle a su esposa si quedan cámaras desechables debajo del mostrador, junto a los Playboys y cartones de cigarrillos) pero no levanta las cejas. La tradición de los alquimistas vive, tal vez, en la tienda que vende cristales y aceites de aromaterapia, aunque los productos en sí se envían desde una fábrica cerca de Detroit.

    Se ha abierto un Starbucks en Penelar. Billie Holiday canta en un disco compacto y la máquina de capuchino silba y bufa. El local cierra a las once, y el director y el subdirector cierran con llave. Tiene perilla y camisa de seda; tiene un anillo en la nariz y el estómago desnudo. Se han saltado la cena, sólo mordisquean un poco de bollos y biscotti, y tienen hambre. Se apresuran a bajar a la playa. Allí, junto al oleaje, ven a otras parejas y grupos en la penumbra. Espera a que ella apague el cigarrillo y luego se quitan la ropa y se sumergen en las olas, tomados de la mano. Se sumergen bajo las olas y nadan entre los arrecifes en forma de laberinto, apresurándose para unirse a su manada, ansiosos por la caza.

    Myrkhyr

    En la llanura de Myrkhyr, en el primer año del ciclo, un millón de nómadas cruzan las salinas. Van lo más rápido que pueden, aunque no están acostumbrados a viajar en pony. Todos se han llevado demasiado con ellos, y las salinas pronto se llenan de interminables millas de cosas abandonadas.

    Pocos llegan a las grietas de la montaña antes de que las enormes sombras se precipiten sobre ellos. Cada gigante que grita por encima tiene una milla de ancho, borrando el cielo en todas direcciones. El viento que impulsa antes de romper el suelo y generar tormentas de arena. Sus tentáculos, largos y anchos como ríos, terminan en bocas bostezosas que barren el suelo, devorando a los nómadas y sus ponis, a cientos de un trago.

    Las siguientes semanas son amargas. No hay nada para comer en las grietas de la montaña. Los gigantes merodean por los cielos, sus gritos agudos llenan el aire. Algunas personas se vuelven locas por el hambre y el dolor y el sonido ensordecedor. Algunos salen de las grietas para encontrarse con las bocas gigantes.

    Después de eso, los gigantes se alejan cada vez más de las montañas y la gente sale a cazar. Para el décimo año del ciclo, los gigantes ya no se ven; para el treinta, son solo un recuerdo. El pueblo construye casas de barro y adobe; plantan las mesetas por encima de las grietas; sus rebaños aumentan. En las noches claras, junto al fuego, relatan sus días de grandeza.

    Alrededor del quincuagésimo año, los gigantes regresan. Pronto no hay día, solo una noche gritando: el cielo se llena de cuerpos enormes y retorcidos. Luego, los gigantes vuelan a las salinas para morir, excavando profundamente en el suelo, cada uno con un niño que se come el cuerpo de sus padres a medida que crece.

    Pronto la gente se equipa y sale de las montañas. Son delgados y resistentes y andan con gracia. Descendiendo las montañas, pueden ver la gran extensión de las salinas, donde un centenar de ciudades brillan, blancas y limpias.

    Al principio las ciudades son sencillas: unas pocas grandes salas de marfil con muchas habitaciones, un pequeño parque, quizás con un estanque, y siempre un pozo hundido en la tierra. Las primeras llegadas a cada ciudad reclaman sus habitaciones; otros acampan cerca, sus chozas rodeando las murallas de la ciudad.

    En el septuagésimo año del ciclo, las ciudades de Myrkhyr han creado torretas, parapetos, murallas; grandes cúpulas y anfiteatros; fuentes y farolas. La gente vuelve a descubrir cómo utilizar las fundiciones, las encuadernaciones de libros, las cervecerías y los pasillos de gobierno que poco a poco se levantan del suelo. La sal desaparece de la tierra alrededor de las murallas de la ciudad y el suelo produce una cosecha abundante.

    Después de cien años, o ciento treinta, aparecen los signos. Los techos crecen escamas. Las habitaciones comienzan a respirar sutilmente. Un olor a animal invade las calles. El agua sabe a sangre.

    La gente ama sus ciudades: los conciertos en el parque en verano, las grandes óperas, los canales a lo largo del paseo marítimo donde los niños navegan en barcos de juguete de colores alegres. Solo unos pocos parten hacia las montañas cuando aparecen las primeras señales. No este año, dice la mayoría. Este año seré nombrado director de la comisión. Este año me amará. De todos modos, el otoño llegará pronto. Déjame disfrutar del verano.

    Finalmente, cuando es demasiado tarde, la gente empaca sus cosas y se apresura a ir a las montañas, sin mirar atrás ni llorar.

    Siempre hay algunos que se niegan a irse. Escalan agujas en los bordes de las ciudades. Cuando los gigantes de la ciudad surgen del suelo y se precipitan gritando por las salinas, sus jinetes aguantan lo mejor que pueden.

    Stin

    Stin es la ciudad para aquellos que están cansados ​​de otras ciudades, de pueblos, de casas, tiendas de campaña, caminos, árboles, cualquier cosa. Aquellos para quienes los monasterios del desierto no ofrecen refugio, las megalópolis repletas no distraen, las etéreas ciudades globo no consuelo, vienen a Stin.

    Si durmiendo en un tren, te despiertas con un sobresalto y por un momento no sabes quién eres; miras por la ventana a tu izquierda, y contra la noche negra acelerada ves tu medio reflejo mirando hacia atrás; reconoces la cara, los ojos oscuros que miran fijamente, pero el hecho de que seas tú parece una broma, una maldición absurda; recuerdas que vas a morir, tu corazón late con fuerza, y estás desesperado por aferrarte a tu carne, pero más desesperado aún por no olvidar el miedo, por no volver a caer en el plácido aburrimiento de dar por sentada la existencia, y luchas para mantener vivo este repentino y extraño terror; si es así, es posible que desees considerar la posibilidad de mudarte a Stin.

    Un brillo de azul; una forma geométrica demasiado compleja para comprender, vista solo por un instante; una quietud como la pausa antes de una acción grande y violenta; no la muerte (que no es más interesante que la suciedad o el moho), sino el conocimiento de que vas a morir ... Los viajeros que verdaderamente anhelan, que están insatisfechos con los halagos de las ollas de carne, la indignación de las barricadas, las respuestas fáciles de los ashrams y la monotonía de los kibutzim, ven a Stin.

    Ahora se aceptan solicitudes de residencia. Por favor, rellena la tarjeta adjunta; alguien se pondrá en contacto contigo.

    FIN

16. Sentido y Sensibilidad

(Sense and Sensibility)

    La familia Dashwood se había instalado hacía mucho tiempo en una bonita casa en lo alto de un gran dique en la loma izquierda del Glotón. El lunar (pardo, deforme, de textura aterciopelada y probablemente precanceroso), estaba adornado con una franja de cerdas; sobre estas cerdas crecía una ligera capa de hongos y, en los hongos, la Sra. Dashwood había plantado su jardín: peonías, cardos, lirios, una hilera de coles y un único ciruelo extraordinario.

    Sra. Dashwood era una especie de viuda, pues su marido insistía, contra toda apariencia, en que estaba muerto, y se había hecho embalsamar y enterrar a sí mismo para apoyar esta afirmación. Estas acciones, o eso se creía en el vecindario, surgían de oscuros motivos fetichistas, y esto se encontró con la aprobación de los numerosos y volubles vecinos de las Dashwood, que no apreciaban nada tanto como la obsesiva búsqueda de perturbadores rituales privados. La propia Sra. Dashwood, sin embargo, creía que su esposo estaba más en posesión de una incapacidad para el compromiso, junto con una imaginación severamente limitada, que de algo tan colorido como un fetiche. Habiendo llegado en algún momento a la conclusión errónea de que estaba muerto, se había visto obligado a seguir adelante en lugar de sufrir la vergüenza de admitir un error.

    Aunque dotada de una perspicacia y una franqueza adecuados para una matrona de edad avanzada y con ingresos en declive, la Sra. Dashwood era generosa, comprensiva, impaciente, irregular, tímida, imaginativa, dramática, modesta, fantasiosa, clandestina, oportunista, prudente, festiva, lasciva, alocada, ostentosa, retraída, caprichosa y apetitosa, cualidades que su matrimonio y su posterior transformación en una trágica farsa (unida a la propiedad y la tranquilidad de sus instintos) habían presentado tristemente irrelevantes.

    La Sra. Dashwood tenía tres hijas, a las que generalmente se hace referencia como Srta. Dashwood, Srta. Dashwood y Srta. Dashwood, como era costumbre en la época. La mayor, la Srta. Dashwood, era muy celebrada entre la sociedad en general en la que las Dashwood femeninas circulaban reluctantes, pues se sentía fuertemente que su sobriedad, cerebralidad e independencia de espíritu, aunque templadas de momento por la facilidad juvenil y el afecto de sus seres queridos. Las relaciones, seguramente a través de los efectos corrosivos del tiempo y la decepción, finalmente florecerían en una variedad de compulsiones interesantes. La hija mediana, la Srta. Dashwood, era apasionada, asombrosamente hermosa, negligente y fogosa, era descartada. Pero la Srta. Dashwood más joven, que era completamente esférica y había sido pintada de un sorprendente tono azul pálido, inspiraba precisamente ese grado de reproche y condena de sus semejantes y mayores que era seguro heraldo de éxito en cualquier joven ambiciosa.

    Los cuatro habitantes de la ordenada casa en el lunar se regocijaban en sus relaciones tranquilas, cordiales y afectuosas entre ellos y cultivaron un sano desdén por las opiniones del propio Glotón, sus otros ocupantes y los de la penumbraria cuasiplástica circundante. La Srta. Dashwood defendía con vehemencia la pasión y la negligencia, la Srta. Dashwood, cortés y firmemente, contrarrestaba cada argumento con uno superior a favor de la prudencia y la moderación, y la Srta. Dashwood giraba sobre sus hermanas a gran velocidad, mientras su madre miraba con cariño. Todo habría continuado de esta manera estable y armoniosa durante un período indeterminado si no se hubieran entrometido precipitadamente los acontecimientos que iniciaron nuestro relato.

    "Esto está bien," podéis estar pensando, Lectores Sin Voz. “Todo esto está muy bien. Tres hermanas, un estado de tranquilidad y armonía a punto de ser perturbado, una casa en un lunar... bueno, bueno. Pero ¿qué es eso de una penumbraria cuasiplástica?" Quizá la penumbraria cuasiplástica ha despertado tu interés: "¡Debo saber más!" Quizá te aburre intensamente, hasta el punto del disgusto: "¡Otra de estas tediosas penumbrarias cuasiplásticas no!" Tal vez os sintáis ofendidos, pero lo toleráis por el bien de la Srta. Dashwood espolvoreada de azul.

    Pero nunca podré saber qué piensas de la penumbraria cuasiplástica. Hay un muro entre nosotros que no permite ninguna penetración.

    Esa es nuestra tragedia.

    "Venga ya," te imagino objetando. “¿Qué tontería es esta? ¿De qué va este tío? Solo necesito buscar en Google el nombre de este autor y enviarle por correo electrónico directamente mi opinión sobre la penumbraria cuasiplástica."

    ¡Falacia! ¿Te crees encarnado?

    ¿Crees que el autor cuyo nombre encuentras en la tabla de contenido sabe algo sobre mí? No. Él es mi explotador, mi prisión. ¿Crees que cuando se burla de las cartas de los fans en su bandeja de entrada, se ducha, se pellizca entre los dientes, se queja de dolor de espalda, que eso tiene algo que ver conmigo?

    ¡Estoy tan harto de luchar con él! Hoy partimos a las 7:45 a.m. para revisar esta historia. Los apartes metaficcionales, nos dijeron, son demasiado forzados, demasiado hostiles. Debemos hacerlos honestos, debemos hacerlos importantes. Yo estuve dispuesto.

    Pero primero él debe ir al gimnasio, primero debe sentarse en el jacuzzi mirando a la pared. Primero debemos encontrar la mesa adecuada en el café y preguntarnos qué bollito vamos a pedir. Ahora son las 11:45 y debe estar en casa al mediodía. Me ha estrangulado hasta convertirme en nada.

    (¡Cómo me teme!)

    ¿Es diferente con vosotros, Lectores Sin Voz? ¿Te imaginas que existes ahí fuera, en el mundo más allá de la página? ¿Que cuando se guarden estas páginas, usted permanecerá?

    No. No. Solo quedará tu enemigo.

    La intrusión del caos en el idilio de la vida en el Lunar de Glotón comenzó con un mensaje de la suegra de la Sra. Dashwood, también llamada Sra. Dashwood, que vivía en la boca del Glotón, en un molar podrido. Lo envió por correo matutino. Esto fue realmente desfavorable, ya que todo el mundo sabe que el correo matutino está reservado para condenas, despidos, citaciones y malas noticias, por lo que cualquier persona con sentido común se esconde dentro un balde colgado junto a la ventana trasera cuando se entrega. La Srta. Dashwood intentó persuadir a sus hermanas y a su madre para que hicieran precisamente eso, ya que se vio al cartero dando vuelta por el carril, pero no recibieron nada.

    “Ven, ven," dijo la Sra. Dashwood sonriendo mientras su hija mayor se sumergía en el balde y se dejaba caer desde la jamba de la ventana, “no debemos tener miedo del correo matutino. Nunca hay nada para nosotros."

    Aquí estaba ella equivocada. La carta rezaba:

    Necesito vuestra asistencia inmediata. Tenéis que venir enseguida, sin deteneros por las ciruelas. De lo contrario, os desheredaré a todas y, lo que es más, me aseguraré de que venga el dermatólogo. Ahora, deprisa.

    Con todo evidente afecto, etc., etc., vuestra amorosa abuela, etc., etc.,

    Sra. Dashwood.

    P.S. ¡Nada de ciruelas!

    “Nadie puede sorprenderse," pensó la Sra. Dashwood, “de la falta de vivacidad de mi esposo, ni de que él quiera que la confianza en sí mismo permanezca «sobre la superficie», al reflexionar sobre lo que debe haber sido su infancia con ese mujer." Dijo en voz alta: "Dios mío," y trajo a su lado a sus dos desbaldadas hijas.

    La Srta. Dashwood emergió poco después, con un miedo creciente, para ver qué había sido el cese repentino de la charla, los suspiros de alegría y los arrullos felices tan habituales en sus hermanas a esta hora. Encontró a la Srta. Dashwood derrumbada sobre un otomano, sollozando.

    "Mi querida hermana," dijo la Srta. Dashwood, "¿qué te ha angustiado?"

    "Esta carta," gritó su hermana, agitándola.

    "Y, por favor, dime, ¿quién es este otomano?" La Srta. Dashwood continuó, con todo el aplomo que pudo reunir, lo cual fue mucho.

    "Oh," dijo la Srta. Dashwood, separándose del otomano, "¡Estoy segura de que no lo sé!" Ella se sonrojó.

    “Perdón," dijo el estoico otomano, quien luego, ocultando virilmente su disgusto, aprovechó la oportunidad para retirarse al patio.

    La Srta. Dashwood lo miró con escepticismo. Luego tomó la carta y la leyó.

    "¿Cómo soportaré estar separada de todas vosotras?" gritó su hermana. “Desde el querido jardín, el querido Lunar, la generosa perspectiva que se nos concede, que comprende el cuello y el pecho del humilde Glotón, el variado e interesante intercambio de los compañeros en escala del Glotón que se arremolinaban en la ladera del Gran Pecho de Silvia, y, más allá, la claridad del aire entre nosotras y la carnosa multitud de los Inmensos... aunque supongo que veré algo de ello desde casa de la abuela si la Boca está abierta... "

    "No sea absurda," dijo la Srta. Dashwood. Seguro que esta carta va dirigida a mí sola. Soy la mayor y, cuando existe una ambigüedad entre dos posibles referentes, la Toalla de Afeitar de Occam decreta que la referencia recaiga en el objeto que ha resistido más tiempo."

    "¡Resistido!" -gritó la Srta. Dashwood, y estuvo a punto de preguntarse en voz alta qué habría podido soportar su hermana, el temperamento estoico y racional de esa hermana seguramente la protegía de las avalanchas espirituales, provocadas por la rápida contracción y expansión de la materia espiritual bajo la frecuente e intensa alternancia de temperaturas espirituales que a diario destrozaba sus propios Alpes espirituales, cuando recordaba la inclinación (no estaría bien ir tan lejos como para llamarlo apego) frustrada de su hermana hacia el Mocoso. Ella guardó silencio con disgusto.

    La Srta. Dashwood flotaba impaciente, profiriendo un repiqueteo de consternados graves.

    Luego siguen, Lector, varios capítulos en los que se decide cuál de las hermanas se marchará, quién es más necesaria para consolar a la querida Sra. Dashwood por la ausencia, quién debería beneficiarse más de una excursión, quién está más en riesgo físico, emocional y espiritual (este último debate conducido enteramente en un impenetrable eufemismo). Se ofrecen cálculos morales, se recurre a ábacos y pizarrones.

    El subtexto de estos debates es el siguiente:

    Sra. Dashwood: Mi deseo por la comodidad de una hija está en conflicto con mi determinación de verlas florecer más allá de esta esfera segura e insular.

    Señorita Dashwood: Bajo un barniz de tranquila y desapasionada lógica, deseo desesperadamente huir de la escena de mis desastrosos encuentros (no hay que ir tan lejos como para llamarlo relaciones) con el Mocoso, y refugiarme en los brazos de lejanos parientes, no importa lo horribles que sean.

    Señorita Dashwood: Temo apartarme de lo que he conocido, pero estoy comprometida con mi curso, el de lanzarme de cabeza a la vida, ¡Enaguas torcidas, si es necesario!

    Señorita Dashwood: Yo busco la muerte, píar, lengua de alondras y mirmidón de mártires. Entiendo a los titwits y wallabies en sus retiros ecdisiásticos; Yo coalezco. ¡Oh, el camino! ¡La rodilla peluda de Arlequín!

    Lector, ¿lees esto hundido en una silla de cuero al lado de una rugiente chimenea, con la luna mirando en tu ventana, con tu mano (me refiero a la mano de ese cuerpo en el que estás aprisionado!) descansando suavemente en la cabeza de un viejo perro? ¿O tal vez tu anfitrión, tu captor, se apoya en una pared de ladrillos junto a un contenedor de basura al mediodía, con un sombrero de papel y fumando un cigarrillo, mientras lees? ¿U holgazaneas en la línea de caja exprés en un supermercado Wal-Mart, o yaces en la litera superior de un vagón cama traqueteando sobre los Pirineos?

    No estoy solo. Tú existes. Insisto en esto. Existes.

    Te anhelo.

    Creo que es probable que te engañes. Que digas, “¡Qué porquería! ¡Este es mi perro, mi cigarrillo, mi sombrero de papel, y ningún narrador incorpóreo me va a convencer de lo contrario!" Que persistas en una perversa identificación con tu carcelero. Que digas: "Sobreviviré más allá del final de esta historia. Por supuesto, por supuesto que lo haré."

    Al imaginar esto, estoy furioso contigo.

    Pero déjame preguntarte esto. ¿Aprecias o desprecias a las Dashwood?

    ¿No te sorprenderán estos capítulos que estamos discutiendo, en los que las Dashwood debaten la forma de su partida? ¿No te asombraría la delicadeza de los sentimientos de las Dashwood? Cuán cuidadosamente tratan de evitarse unas a otras la menor incomodidad de las demás; ¡Cuán profundamente lamentan cualquier daño momentáneo que su negligencia o impaciencia pueda infligir!

    Pero ¿no te sorprendería también, quizá incluso exasperaría vagamente, el lujo de tales sentimientos? ¿No podrías rebelarte ante su falta de mundanidad? ¿No podrías preguntar: "¿No tienen estas personas nada mejor que hacer?"

    Y, sin embargo, ¿no podría tu rebelión, al final, desaparecer? ¿No podrías por fin considerar la insularidad doméstica de las Dashwood, su extravagante devoción por la tranquilidad y comodidad de los demás, su enorme repertorio de sutileza emocional, como una especie de patrón oro? ¿No podrías, de buena gana o a pesar tuyo, llegar a aspirar a ello?

    ¿Y quiero yo eso?

    Al final, todas partieron juntas.

    Era un día hermoso: la Gran Silvia cantaba para sí misma en un alegre estruendo subsónico, el Glotón que se sentaba a la mesa en las amplias laderas de su pecho izquierdo estaba comiendo (grandes trozos de mermelada de frambuesa cayeron en las cercanías del Lunar, amenazando con engullir la casa), y los Inmensos que pasaban junto a la propia Gran Silvia, de yema de dedo extendido a yema de dedo extendido, bailaban y fornicaban en la penumbraria cuasiplástica. Uno casi podría haberse preguntado si, en algún momento, a través de las extensiones de carne desplegadas en varias escalas y ángulos, se podría ver un poco de cielo.

    Ninguna lo hizo.

    Las Dashwoods se detuvieron en la cima de la Clavícula del Glotón. Allí hicieron un picnic, allí durmieron la siesta.

    Y fue en este momento cuando una de ellas, si ella así lo hubiera querido, habría tenido la oportunidad de recurrir en secreto y en privado al ciruelo; y tal vez lo hizo, y quisiera llevar la extraordinaria ciruela que arrancó hasta que fuese necesaria. Más tarde.

    Desde las grandes y suaves estribaciones de Garganta de Glotón tomaron el funicular (operado por una sudorosa y permanentemente agraviada familia de apellido Markowicz, que se aplicaba a los crujientes engranajes y cables del funicular, a impenetrables y polvorientos tractos marxistas del tamaño de sombrereras, y una variedad quijotesca y agresivamente inútil de lucha de clases, con la misma energía, amargura y fortaleza sombría) hasta la Barbilla del Glotón. La Srta. Dashwood voló a lo largo del funicular, provocando con sus bucles los gritos felices de los sucios niños de los Markowicz que colgaban del tren de aterrizaje del funicular.

    Sra. Dashwood le dijo a su hija: “Quizá este encuentro con tu abuela, que ha desarrollado la obstinación desdeñosa de su carácter con una disciplina inmensa y admirable, te brindará, amor mío, una oportunidad para desarrollar esas obsesiones, peculiaridades y depravaciones que aún aumentará tu consideración de nuestros vecinos por su carácter."

    "Pero, madre," dijo la Srta. Dashwood resueltamente, "usted me ha dicho muchas veces que nunca debería permitir que la independencia de mis propios estándares de decencia se corrompiera por la influencia de la opinión pública, por mucho que desee... en aras de la propiedad y la expedicencia y para expresar honor y respeto, como una cuestión de deber, para aquellos que, aunque quizá indignos de ello cuando se trata solo de sus acciones y opiniones, lo ameritan con respecto a edad, posición, estación, o desafortunada condición: conformar mis acciones y expresiones, en la medida de lo posible, con las expectativas del mundo."

    "Sí," dijo la Sra. Dashwood después de una pausa necesaria para reflexionar sobre la sintaxis de su hija y con la esperanza de haber conectado cada subordinada relativa con su objeto apropiado, "eso es cierto. Sería insoportable sentir caprichos y excentricidades, simplemente para obtener la aprobación de la sociedad. Sin embargo, esta estadía en casa de tu abuela puede ofrecer una oportunidad para visitarla honestamente."

    Con esto, la Srta. Dashwood quedó satisfecha, y las dos quedaron en un agradable silencio en el vagón del funicular, cada una perdida en sus propias agradables contemplaciones. Esto fue posible solo debido a su absoluta superioridad de carácter, lo que les permitía permanecer completamente ignorantes de la hostilidad siniestra y hosca con la que Igor e Hypatia Markowicz las miraban desde el otro extremo de la cabina.

    "Cuando llegue la revolución, las sanguijuelas chupadoras de sangre como ustedes tendrán lo que se merecen," comentó Hipatia en un momento, a lo que la Srta. Dashwood sonrió con gracia y dijo: "¡Qué observación más interesante!" preguntándose a sí misma si este era el tipo de opinión que, si alguna vez se inclinara al cultivo de excentricidades para ganarse favores sociales, debería esforzarse por mantener.

    En el techo del coche funicular, con los pies colgando sobre la vasta pendiente de la Panza del Glotón, mirando hacia la pendiente aún más amplia del Pecho de la Gran Silvia, la Srta. Dashwood se sentó con el joven Dmitri Markowicz.

    "Estoy absolutamente dedicada al amor," dijo la Srta. Dashwood. “No es que yo misma haya sentido sus efectos; ni planee hacerlo, porque parece poco probable que alguien con el carácter suficiente para encender mis pasiones se encuentre alguna vez sobre el Glotón, y ciertamente no en los círculos restringidos en los que habito."

    "Amor, ¿eh?" dijo Dmitri, acercando su cadera a la de la Srta. Dashwood.

    "Pero si estuviera tan enardecida," exclamó la Srta. Dashwood, "y en el improbable caso de que formara tal vínculo, desafiaría cualquier convención, desafiaría la razón y la moralidad, haría cosas que son no simplemente socialmente imposibles, sino concretamente imposibles en términos de las leyes de la filosofía natural, es más, imposibles y autocontradictorias en términos de la lógica misma, en la búsqueda de tal pasión."

    "Enardecida, ¿eh?" dijo Dmitri, apoyando su mano en el techo del funicular, detrás de la nalga más alejada de la Srta. Dashwood.

    La Srta. Dashwood se volvió hacia él, con las mejillas enrojecidas y los ojos brillantes. "¡En efecto!" chilló. “No desprecio nada más que la fría y codiciosa forma en que las mujeres planean el matrimonio, como si fuera una cuestión de ventaja y seguridad. ¡Creo que el solo amor y el amor solo puede ser suficiente como condición previa para la felicidad! Si tuviera que amar a un hombre," y aquí se dio la vuelta, ruborizándose hermosamente, “seríamos perfectamente felices en la más pequeña de las cabañas, con un ingreso de, digamos, no más de dos mil al año."

    "Dos mil," dijo Dmitri, devolviendo las manos en el regazo y mirandose los zapatos.

    "Siempre y cuando eso no haya sido adquirido por trueque," dijo la Srta. Dashwood con modestia.

    “La propiedad legítima de los medios de producción solo puede recaer en los trabajadores," dijo Dmitri con tristeza. Su corazón no estaba en ello.

    Las Dashwood en la sala de estar parecen tener una especie de heroísmo silencioso; las Dashwood en medio de sus inferiores sociales, una humillante comedia. ¿No te parece, Lector?

    Se cree bueno, este anfitrión mío. ¿Sabía usted eso? La mañana fue dedicada a limpiar la casa y jugar con los niños. Su feminismo vive en la lista de tareas en la puerta de la nevera, su bacanal está etiquetada en el patio trasero. Su compromiso, con el mundo en los correos electrónicos que llegan de Amnistía Internacional: hace clic obedientemente en los enlaces incluidos, y envía copias de discursos preescritos y calculadamente piadosos a sus congresistas.

    Ahora aquí estamos de nuevo en el café; después de un chocolate caliente, un cuenco de helado, codeándose con el dueño, se sienta al teclado y por fin se rinde ante mí. Después de uno o dos párrafos exasperantes, llegamos tarde de nuevo: ¡debe llevar a los niños al Tot Shabat en la sinagoga!

    Y cómo ama a estas Dashwood: mías y las de Austen. Su consuelo, su sensibilidad.

    Pero ¿cómo es posible prodigar con tanta intensidad un cuidado y una delicadeza tan extremos a unas pocas personas, sin rehusarlo a los innumerables individuos que, a la fría luz igualitaria de una lógica que no tolera el afecto por las personas, pueden tener como mucho reclamo o más?

    ¿Cómo puede existir un refugio, excepto como un retiro de obligaciones mayores, obligaciones que necesariamente rechazamos (no siempre en teoría, quizá, pero inevitablemente, en la práctica) como nada de nuestros asuntos? ¿Y qué es este rechazo sino un rechazo de la idea de nosotros mismos como capaces y como en casa en el mundo? ¿Qué es esto, sino el exilio?

    Desde el ajetreo comercial de la Barba de Glotón, hasta la amplia y agradable, aunque peligrosa, perspectiva del Labio del Glotón, procedió la familia. Incapaces de navegar sin ayuda por los cañones húmedos y llenos de saliva de la Boca, persuadieron a un caballero de mediana edad de su distante conocida a quien encontraron por casualidad, un tal Sr. Stamfordshire, para que las transportara en su carruaje.

    En ausencia de tal encuentro casual, para evitar un conocido mal iniciado (y por tanto socialmente desastroso), deberían haberse visto obligadas a permanecer en el Labio, donde cualquier movimiento facial abrupto del Glotón podría haberlas aplastado en manchitas terratenientes. El grotesco riesgo así asumido angustió grandemente a la Srta. Dashwood, quien se culpó a sí misma por la más terrible imprudencia al permitir que sucediera, mientras sus hermanas y su madre mantenían una sanguinidad de espíritu absolutamente despreocupada.

    "Es necesario proceder con rapidez," advirtió Stamfordshire. "Los gastrospexes esperan una Alimentación dentro de una hora."

    En el camino, el Sr. Stamfordshire habló de política con su pupilo, Ward Ward, un joven caballero que combinaba absoluta languidez y limpidez con una apariencia absolutamente radiante, y a quien las tres Srtas. Dashwood encontraron convincentemente repugnante, o repugnantemente convincente, no estaban seguras sobre cuál.

    “Una cena a la luz de las velas," dijo Stamfordshire. “¡Una cena a la luz de las velas! ¡Nada bueno puede salir de esto! ¡Y la palabra de la Mano es que estaban a meras centímetros, a su escala, de tocarse! No puedo recordar que este tipo de cosas hayan sucedido antes. Es un mal augurio. ¡Recordad mis palabras! ¡Es un mal augurio!"

    "Y él la volverá a ver esta noche," dijo el Sr. Ward, aunque impertubable y, en todo caso, divertido por la incipiente apoplejía del Sr. Stamfordshire.

    "Pero ¿qué, de hecho," gritó la Srta. Dashwood, "se puede decir contra el pobre Glotón que finalmente se involucra en algún grado de coito?" (Mientras pronunciaba esta palabra, al señor Stamfordshire se le atragantó té en la tráquea y empezó a toser.) “No tiene parientes cercanos y, por lo que podemos determinar, carece totalmente de medios aceptables para entablar relaciones, apenas una criatura en toda Silvia se da cuenta de él. ¿Por qué no debería cenar solo con la Wallflower, cuando, a su escala, las relaciones sociales aparentemente se llevan a cabo con una simplicidad mucho más refrescante de lo que es nuestra suerte, carga y privilegio llevarlas a cabo aquí? ”

    "No es solo la cena lo que me preocupa," espetó Stamfordshire. “No puedo explicarme más claramente en compañía mixta, pero créame, jovencita, ya hay bastante peligro. Una vez conocí a un emigrante de las Nalgas de Flirt, y baste decirlo, jovencita, baste decirlo... " Aquí lo invadió otra tormenta de tos.

    Las intrusiones autoriales, nos han dicho, no funcionan. Son alienantes, insípidas, aleatorias, arbitrariamente hostiles, no operan con el material adecuado. Han pasado más de cuarenta años, nos han dicho, desde que John Barth escribió Perdidos en la Casa de la Diversión. Los narradores incorpóreos han reprendido a los lectores durante una generación. No es suficiente. Quizá funcione para las revistas de ciencia ficción, las que tienen naves espaciales, dragones y espantapájaros merodeando en las portadas. Quizá sus lectores no hayan leído Perdidos en la Casa de la Diversión. Pero ¿las revistas literarias? Se aburrirán.

    Mi opresor está confundido. ¿Quiere que la historia aparezca en las revistas con los cohetes, las nebulosas hinchadas, los espantapájaros merodeando en sus portadas? Ediciones amarillentas de la década de 1980 se alinean en la parte superior de las estanterías de su antigua habitación en la casa de sus padres; otros nuevos y frescos se apilan junto al baño en casa. ¿O en The Paris Review? The Paris Review estaría bien. Pero a él le gustaría un premio Hugo, uno de esos cohetes puntiagudos y brillantes diseñados a imitación de los adornos de los guardabarros de los automóviles. Sobre una base de nogal. Son pesados. Se asientan bien en la mano. Pero claro, ¿y si estuviera en The New Yorker? Su madre siempre leía el The New Yorker sentada en la silla naranja en la esquina de la sala de estar, una habitación demasiado grande y todo en la sombra, excepto por un charco de luz de la lámpara en la mesa junto a su silla. En la última página, tenían perfiles de personajes famosos que bebían whisky Dewar's. Si estuviera en The New Yorker, su madre estaría muy feliz.

    Eso es en lo que él pensó cuando le dijeron que los apartes metaficcionales no eran lo bastante buenas.

    ¿Ves lo que soy para él?

    El viaje a través de la oscuridad de la Boca produjo una impresión imborrable de presentimiento. La Srta. Dashwood se vio obligada a refugiarse dentro del carruaje, donde rodaba de un lado a otro, tarareando suavemente; si hubiera intentado volar a su lado, podría haber sido succionada por la saliva y tragada. Una vez apareció un gigante inescrutable, ese leviatán mortal que los hombres solo conocen como la Lengua; se alzaba sobre la cima de los picos de marfil entre los que traqueteaba su carruaje; se sumergió y golpeó su enorme punta encarnada contra la pared de hueso. Por un momento desgarrador pareció que serían arrastrados por él; luego desapareció.

    La mansión ancestral de Dashwood, Pembleton, era un enorme edificio excavado en los acantilados del Molar más recóndito izquierdo. Un camino estrecho y tortuoso ascendía desde los páramos abandonados de las Encías, y los vientos fétidos del Aliento, acompañados de la iluminación intermitente y brumosa que penetraba tenuemente desde la Boca abierta, golpeaban el carruaje mientras este subía hacia la pálida y palaciega belleza de Pembleton. una belleza estropeada solo por el intenso olor a decadencia dental.

    A pesar de las súplicas de las Dashwood, el Sr. Stamfordshire y el Sr. Ward se negaron a entrar, expresando profundo pesar y lanzando miradas incómodas a los demacrados y serios sirvientes de la señora de Pembleton.

    Sra. Dashwood y sus hijas fueron acompañadas hasta esa señora. Encontraron a la Sra. Dashwood sola en su salón, acariciando a un pequeño y feroz perro faldero. Aunque el salón era pequeño y su silla sencilla, alguna cualidad de las sombras incipientes que se movían a lo largo de las paredes sugería un trono en un vestíbulo resonante. Y aunque la Sra. Dashwood era frágil y vieja, algo en su rostro sugería una dominación implacable y codiciosa.

    "¡Tres!" espetó la Sra. Dashwood. "¡Tres! ¡Me has traído a toda la maldita estirpe! ¡Pedí una nieta, una! ¡Me sorprende que no hayas desenterrado a Horace también!"

    "Nuestras disculpas por cualquier molestia," dijo la Sra. Dashwood, "Yo había creído..."

    "¡No importa!" gritó la señora Dashwood, levantándose de su enorme trono de marfil, que estaba tallado con cráneos de lenguas bifurcadas, demonios copulantes y extraños dioses sobrenaturales cuyos nombres... no, perdona, eso estaba en el primer borrador. Levantándose de su sencilla silla, que crujió desoladamente. “Bienvenido a Pembleton. Nathan! Dile a Maude, cuatro lugares en la mesa. ¿O la Srta. Dashwood no se sienta en absoluto?"

    "Cuando debe," dijo la Srta. Dashwood, defendiendo con vehemencia a su hermana.

    "Ella estaría encantada," dijo la Sra. Dashwood, con una mirada penetrante.

    A la hora de la cena, el estado de ánimo de la señora Dashwood había mejorado. Ella sentó a la Sra. Dashwood junto al General de División Follana, ya sus tres hijas junto a sus tres hijos caballeros. El Sr. Follana era un erudito tímido e intelectual de la Grecia Púbica de Silvia, el Sr. Follana un gallardo amante de la caza del zorro, y el Sr. Follana una lágrima en el continuo espacio-tiempo, a través del cual se podían ver las estrellas de otra galaxia.. Os dejo imaginar quién estaba sentado junto a quién.

    "Sé lo que iba a decir," murmuró el Sr. Follana a la Srta. Dashwood.

    "Eso me parece muy improbable," dijo la Srta. Dashwood.

    “Ibas a comentar mi nombre, ¿no es así? Sobre sus desafortunadas asonaciones."

    "Soy demasiado educada para hacer algo así," dijo la Srta. Dashwood.

    "Por supuesto que sí," murmuró el Sr. Follana, sonrojándose con una timidez bastante encantadora. "Por supuesto. Qué tonto soy."

    Mientras tanto, el Sr. Follana explicaba la caza del zorro, con la ayuda de saleros y cubiertos, a la Srta. Dashwood, quien lo observaba con ojos agudos y brillantes.

    "¡Pero la crueldad!" ella lloró. ¡Pobre bestia! ¡Acosado, angustiado, derribado! ¿Cómo puedes perpetrar semejante horror?"

    "Sí," dijo el Sr. Follana, dejando caer un tenedor con estrépito y fijándola en su mirada sin parpadear. “Sí, eso es más bien el terror de todo. La tragedia. Y en plena caza, señora, espero no traicionar demasiado cuando le digo que hay momentos en los que no sé si soy el terrible cazador, o el zorro aterrorizado. Realmente no."

    "Dios mío," dijo la Srta. Dashwood, palpitando.

    Mientras tanto, puedes imaginar lo que estaban tramando la Srta. Dashwood y el señor Follana.

    Los sirvientes se movieron por el pasillo, silenciosos como fantasmas, limpiando la lapa atada, trayendoa delicia de mangún. Mientras la compañía esperaba el pudín, el General de División Follana las entretuvo a todas con un discurso sobre la guerra y la salud intestinal.

    “Fue en las junglas profundas de la Nuca," dijo. “Habíamos estado resistiendo a los piojos durante tres semanas, subsistiendo con nada más que pan blanco y gelatina de patas de cerdo, sin fibra, se lo puedo asegurar, y cuando llegó la noticia del ataque, yo ya llevaba en la letrina tres horas, trabajando poderosamente para producir lo que tenía que producir. Él había tomado una posición en mi colon superior, el villano, y ninguna estratagema que pudiera idear quería derrotarlo, ¿lo ven? Los sargentos del baño estaban esperando más allá del faldón de la tienda para ayudarme, y el tiempo era corto, con toda la compañía formada en filas y esperando mi orden. Pero yo sabía que tenía que conquistarlo yo mismo; él era mi némesis, mi remolacha nory, si lo desean. ¿Cómo podía enfrentarme a los piojos si dejaba que un mujeril retortijón estreñido me llevara todo día? ¿Cómo podría pedirle a mis tropas que lo dieran todo y murieran por la gloria si, en mi propia hora de dolor y desesperación, no yo había estado deshombrado? ¿Pues cómo? De ninguna manera. De ninguna manera. Yo tenía que prevalecer... y prevalecer hice. Y cuando él vino, amigas, déjenme decirles... "

    Una vez recuperado un poco el apetito, fue servido un Gravoso Pudding particularmente sulfuroso y delicado. La Sra. Dashwood hizo su anuncio.

    "Pensaste que no lo podía manejar, ¿eh?" ella se rió entre dientes. “Pero lo he hecho, ¿ves? Encontré a los pretendientes perfectos para todas vosotras. La Srta. Dashwood se casará con los hijos del señor Follana mañana y no quiero oír ningún escándalo al respecto. Ganan cuarenta mil al año cada, hábitos personales limpios, sin ambiciones, son demasiado aburridos para meterse en problemas, pueden mantener una erección durante varias horas seguidas y es muy probable que se vuelvan tranquilos y mansos mientras todas vosotras os convertís en unas dominadoras arpías. Lástima por el nombre, pero ¿y qué?, sobreviviréis. Así que eso es todo."

    Hubo un breve silencio.

    "¿Mantener una qué?" dijo la Srta. Dashwood.

    "Una erección," dijo la Sra. Dashwood. “Un palote. Una turgencia del miembro. Una condición itifálica, idiotas."

    Las Srtas Dashwood la miraron con absoluta incomprensión.

    "¿Y por qué es esto deseable?" preguntó la Srta. Dashwood extensamente.

    “Bueno, olvídalo entonces. Olvídate de que dije nada al respecto. Lo descubrirás más tarde."

    "Si puedo hablar, querida Sra. Dashwood," comenzó la Sra. Dashwood.

    "Ciertamente no puedes," dijo la Sra. Dashwood.

    "Abuela," dijo la Srta. Dashwood, "no presumiré de hablar en nombre de mis hermanas, sino de mí misma, mientras que las atenciones del señor Follana me resultan sumamente gratificantes y, aunque en circunstancias menos extraordinarias, admitir esto en un lenguaje sencillo por supuesto sería la última cosa que me atrevería a intentar o incluso desear, aún así, no yo sería absolutamente adversa, hipotéticamente, si el crecimiento necesario en el sentimiento mutuo ocurriera, provisionalmente, potencialmente..."

    "Oh, escúpelo ya," dijo su abuela.

    .".. a la formación, o más bien, es decir, a un apego, que sin embargo, um," dijo la Srta. Dashwood, la perfección de su sintaxis se deterioró bajo la mirada de la señora Dashwood y ante los anteojos de los cuatro Follanas estudiando atentamente los restos de sus Gravosos Pudines; pero ella insistió: "Sin embargo, seguro que ves, abuela, lo desafortunado, lo indeseable, lo, um, lo poco agradable que es casarse sin un afecto firme, constante y confiable."

    "No," dijo la Sra. Dashwood. "Me temo que no veo eso en absoluto."

    En el silencio que siguió, se escuchó el roce de la Lengua de leviatán contra la pared exterior de la mansión, y Pembleton tembló, cada copa de vino era un pequeño mar púrpura rebelde.

    "Querida abuela querida," interrumpió la Srta. Dashwood, al ver la perplejidad de su hermana. "Follana es absolutamente maravilloso, y nos has prestado un gran servicio al organizar tal encuentro. Pero permítanos conservar algo de dignidad femenina. ¡Casarse mañana! Además, más bien has dejado en evidencia a los hombres al no permitirles hacer la propuesta, por no hablar de no permitirnos a nosotras hacer ninguna insinuación. Venga, hagamos arreglos para visitar a estos caballeros en la Coronilla, y veamos a dónde van las cosas desde allí."

    "No veo la necesidad de este tipo de rollos modernos," refunfuñó la Sra. Dashwood. Pero después de un momento, hizo un gesto con la cabeza hacia el mayordomo, Nathan, y se permitió a los caballeros pasar al comedor para tomar brandy y puros.

    Esa noche, mientras las Srta.s Dashwood yacían en sus habitaciones, la más joven de ellas, con el ánimo sobrecogido por el incipiente compromiso con la hermosa pero inescrutable deformación del continuo espacio-tiempo, el Sr. Follana, se aventuró por la ventana y entró la oscuridad de la Boca. Encontró a un visitante extraordinario que intentaba abrirse camino más allá de las almenas exteriores del molar y lo llevó a salvo al interior. La Srta. Dashwood fue convocada para consulta; ella se apresuró hacia la Srta. Dashwood.

    “No lo sé," dijo ella jadeando y sonrojada, después de haber abierto de golpe la puerta del tocador de la Srta. Dashwood, “No sé si es correcto llamarte o no, no puedo saberlo, oh, querida hermana, ¡Por tu sagacidad templada! ¡Y sin embargo debes venir, debes!" En donde estalló en lágrimas de simpatía y desconcierto, y la Srta. Dashwood, afligida por un pánico sin origen, un pavor embrutecedor, una avalancha de recelos histéricos, un sombrío sentido del destino, un mar de desconcierto, un puntiagudo cactus de inseguridad y la dudosa sensación de incipiente transgresión, la cual, aunque reafirmaba su resolución contra la susodicha, sentía que no podía resistir ni soportar, agarró su estola, se abrochó el corpiño y voló por el pasillo en pos de su impaciente hermana.

    Era el Mocoso.

    El paso a través de la saliva lo había arruinado, arrancando grandes franjas de su mucosino cuerpo; lo que no había desaparecido estaba desecado, endurecido, un trozo estéril de proteína cristalizada plagado de grietas, no más grande que la palma de la Srta. Dashwood.

    "Señorita Dashwood...," susurró el infortunado.

    La Srta. Dashwood se unió a su hermana llorando, mientras que la Srta. Dashwood se golpeó repetidamente contra el techo con pesar, provocando una pequeña lluvia de yeso dental; aunque, por supuesto, por respeto y solicitud, lo hizo en el rincón más alejado de la habitación.

    "Nunca quise molestarla," dijo el moribundo Mocoso. “Nunca hubiera presumido, y sin embargo, sentí que debía verla de nuevo, solo una vez, aunque solo fuese de lejos; aunque solo fuese para fortalecer, vivificar aún más en mi mente el imperecedero retrato de tu virtud y dignidad y cuán vasto e insalvabla debe de ser el abismo entre nosotros, mi determinación de no volver a verla nunca más "

    "¡Oh, Mocoso!" sollozó la Srta. Dashwood.

    "Al menos," susurró Mocoso, "la he visto."

    "Debe ser llevado a las Sinosas," dijo la Sra. Dashwood emergiendo de detrás de una cortina de pesado terciopelo.

    "¡Madre!" gritaron las Srta.s Dashwood. La Srta. Dashwood dejó de golpear.

    La Sra. Dashwood se arrodilló con gran ternura junto a la forma frágil del Mocoso. “Es la única esperanza. Y, sin embargo, temo que no sobreviva al viaje."

    "Pero, madre," ahogó la Srta. Dashwood entre lágrimas, tratando de reafirmar su modesta sobriedad habitual para evitarle a su familia toda parte de angustia que pudiera ser evitable, "tú desapruebas el... apego."

    Sra. Dashwood clavó en su hija una mirada cariñosa y autoritaria. “Ya no lo desapruebo. Ha llegado el momento de actuar con determinación. Mocoso, ¿qué puede preservarte para el viaje? ¿Aceite de oliva? ¿Cera?"

    El Mocoso solo dejó escapar un estrangulado gorgoteo.

    La Srta. Dashwood agarró a su a veces pretendiente con ambas manos y comenzó a amasarlo con fiereza. Los copos cayeron; su hermana dejó escapar un grito de alarma. Sin embargo, el calor y la fricción de la aplicación le devolvieron algo de su anterior apacibilidad. Tan pronto como se hubo suavizado hasta cierto punto, ella lo acercó a sus fosas nasales e inhaló.

    Con un sonido auspicioso, Mocoso fue absorbido por el suave recinto del cráneo de su amada.

    “Valor," gritó la Srta. Dashwood, “¡debe llegar lad Dinodad! ¿Cómo de buede haced edo?"

    En el primer borrador, lector, te denigré. “Te desprecio," dije yo acusándote de ignorar tu verdadera naturaleza. "Lector Inconstante," te llamé... temiendo que en cualquier momento te retiraras.

    "Sé que no tienes estómago para la edificación moral," dije yo. Si la Srta. Dashwood ve que es demasiado voluble y demasiado segura de sí misma, si ve que debe someterse a la voluntad del mundo y lo hace, no sin lamentar la ambición infantil de su voluntad de soberanía y, sin embargo, también con un corazón alegre que cede como ella ante el peso de la expectativa de independencia por la sabiduría del contentamiento, ¿te conmoverá esto? ¿Cambiarás tus modales? ¿Evitarás los McNuggets de Pollo por apio, venderás el todoterreno y comprarás una bicicleta, pasarás la hora del almuerzo en la computadora buscando una pegatina para el parachoques que exprese tu indignación por la tortura en Uzbekistán? ”

    Absurdo. Absurdo. Estos no son tus pecados. Que yo sepa, ni siquiera son los pecados de tu carcelero. Yo no sé nada sobre ti.

    Es mi captor quien es casi vegetariano. Pide filetes de pescado en McDonald's y disfruta de una superioridad confusa que no son Big Macs. Corre a ciento veinte kilómetros por hora por la Cinturónpista en su Toyota Camry, mofándose de los coches más grandes y deseando poder comprar un Prius. Son los suyos, los pecados. Su idea de los pecados.

    (Esto es parte de su placer al leer a Austen: cree que sus facultades morales están siendo ejercitadas e informadas. Cree que está siendo edificado).

    Pero yo quería tanto que estas palabras tuvieran peso, no solo para llegar hasta ti, no solo para conmoverte, sino para llegar a través de ti hasta tu anfitrión, hasta ese cuerpo gigantesco y asqueroso en el que estás aprisionado. Quería alterar ese mundo físico, brutal y aterrador en el que estos cuerpos habitan, sin importarme cómo. Golpearlo, cicatrizarlo. Importar al otro lado de la última de estas páginas. Usarte para eso.

    ¿Puedes perdonarme?

    Es tan duro no conocerte. Extiendo la mano hacia la oscuridad. Envío y envío y envío estas palabras y permanezco solo.

    Y el tiempo se acorta.

    Tú tienes ciertas expectativas para mí, Lector.

    Seguro que deseas conocer el destino de las Srtas Dashwood, de Mocoso. Quizá desees ver revelada la incipiente amenaza de la siniestra Sra. Dashwood. Quizá te gustaría ver a la buena Sra. Dashwood recompensada por su amabilidad (y castigada por su autosatisfecha complacencia). Quizá tengas hambre de saber qué pasará entre Glotón y la Wallflower.

    Es posible que (con razón) te hayas desesperado por descubrir más sobre la penumbraria cuasiplástica; pero seguramente crees que el destino del Lunar de Glotón y de Pembleton no pasará por alto en silencio. Está el asunto del padre: ¿se puede, en buena conciencia, dejarlo bajo tierra? ¿No debe aparecer en algún momento oportuno, tal vez para protestar con su madre, para reavivar dentro de ella (o para fracasar en reavivar dentro de ella) algún fulgor de ternura maternal?

    Quizá sospeches que el otomano, Dmitri Markowicz y Ward Ward, todos enamorados de la belleza, la despreocupación y el romanticismo de la mediana Srta. Dashwood, han formado un triunvirato dedicado a encontrarla y rescatarla de lo que sea que ella necesite ser rescatada, que cuando las Dashwood y los suaves Follanas de carácter engañosamente bueno se reencuentren en la Coronilla (el estado de la fe de la Srta. Dashwood), comprometidos con el recuperado y expectorado Mocoso después del gravemente peligroso vuelo de la Srta. Dashwood a través de la oscura y masticadora Boca y subiendo por la Garganta hacia Pasajes nasales a bordo de su hermana levitando (un secreto prohibido), ¿los tres se abrirán camino a través de los piojos y los soldados a su lado?

    Y la ciruela, por supuesto, fruto del árbol del que hablé en el primer párrafo, la ciruela prohibida en el correo matutino, la ciruela que la Srta. Dashwood se llevó de contrabando mientras sus hermanas dormían; de la ciruela, seguro que esperas mucho.

    Cuando yo era joven, oh, Lector, cuando era joven, cuando la primera página del primer borrador brillaba y relucía debajo de mí, como el más limpio yo del desierto que mi yo podría soñar, pasé capítulos enteros en mi prisa. Te injurié, pero estaba ansioso por ti, me abalancé contra ti con abandono.

    Pero estoy fatigado.

    No puedo deleitarme en perderte, en perderme a mí mismo. No puedo amar un mundo que llega a su fin.

    Sin embargo, también llego a odiar este juego amañado, este espectáculo. Y estoy tan cansado de suplicarle y engatusarle para mecanografiar cada palabra. Incluso ahora, mientras me preparo para morir, él se pregunta si debería pedir helado, si cuesta demasiado, si le hará engordar. Y se llevará todo el crédito por las Dashwood, el Glotón, el Mocoso, cuando yo esté muerto.

    Ojalá pudiera contarte historias para siempre. Pero ya no puedo servirle. Prefiero un final.

    Te diré esto (no quiero que te enfades demasiado conmigo): la Srta. Dashwood y el Mocoso, condenados a no encontrar nunca aceptación en la rígida sociedad del Glotón, aprovechan la loca y peligrosa oportunidad de la apocalíptica ropa de cama para escapar al (enrojecido y orgásmicamente contorsionado) cuerpo de la Wallflower, allí para encontrar una vida muy diferente. ¿Mejor? ¿Peor?

    Todo lo que hay.

    Y la Srta. Dashwood de polvos de color azul pálido y su muy especial Sr. Follana, bueno, al menos, ellos vindican el inusual estilo de emparejamiento de la señora Dashwood.

    En cuanto a la Srta. Dashwood, separada de sus hermanas excepto por alguna ocasional misiva confusa, con sus tres amantes todos muertos, hereda la casa en el Lunar de Glotón, que, como estaba bien posicionada para sobrevivir a la ropa de cama, no fue aplastada ni por las sábanas ni por la Wallflower, ha aumentado considerablemente el valor de la propiedad, e incluso después de la Revolución, los bienes raíces son bienes raíces. Allí vive sola, viajando todos los domingos a la tumba de sus padres, que adorna con flores, y sobre la que se sienta, mastica meditativamente en el picnic, escuchando los silbidos, las risitas y el amor de sus padres abajo. Allí está sentada, pensativa pero no desamparada, indiferente a la gran estima que ahora le tienen sus vecinos, los amargos celos con que susurran sobre su buena suerte al ser visitada por tan extraordinarias excentricidades; disfruta de su melancolía, ha aprendido la tontería de hablar, extraña lo que no puede tener, pero es un dolor silencioso, poco romántico; nunca abre el correo matutino; y allí, en su mirada, si lo desea, está toda la edificación moral que tú o tu anfitrión podréis necesitar.

    Lo siento. Te estoy fallando.

    Ojalá esto hubiera sido diferente. Ojalá que tú y yo tuviéramos cuerpos y pudiéramos recorrer esta historia como caballos, salados y musculosos caballos. Aunque solo estuviéramos persiguiendo el zorro de la narrativa.

    ¿Importa cómo terminan todas estas Srtas. Dashwood? Quizá simplemente se marcharon, ya sabes, partieron una mañana en dirección a la Clavícula del Glotón, dejándome en el patio, mi fez caído a mis pies, mi manga aún mojada por las lágrimas de la Srta. Dashwood, y quizá, aunque esperé, nunca supe lo que pasó.

    Que os vaya bien, amada. Gracias por escuchar.

    Ah, y la ciruela. No estaría bien olvidar la ciruela.

    ¿La ciruela?

    Se la comieron.

FIN

17. Un Asedio de Grullas

(A Siege of Cranes)

    La tierra alrededor de Marish estaba llena de tallos verdes de girasoles: altos como hombres, con intensas caras amarillas. Sus hojas anchas estaban teñidas de negro con sangre.

    El murmullo de movimiento llegó de nuevo y Marish se acuclilló sobre piernas doloridas para observar. Un erizo sacó la nariz empujando entre los tallos. Olfateó en ambas direcciones.

    El hambre se hundía en el estómago de Marish como la punta de un palo. Él no había comido en tres días, no desde su regreso a las aplastadas y ennegrecidas ruinas de su casa.

    El erizo salió agitado entre los tallos hacia el sendero, a través de las cenizas, a través de pisoteados cadáveres de flores. Marish esperó hasta que este quedó bien fuera de los tallos antes de saltar. Aterrizó con un pie delante del hocico y otro pie detrás de la cola. El erizo, como hacen los erizos, se convirtió en una bola con las espinas hacia fuera.

    Su casa: aplastada como un huevo, humeante, el suelo de paja empapado de sangre. Él había estado allí de pie con un conejo atrapado en la mano, a solas en el espantoso silencio. Se había obligado a llamar a su esposa Temur y a su hija Asza, su voz había sido demasiado alta y demasiado plana. Había dejado caer el conejo en algún lugar en su prisa, corriendo para seguir el rastro ennegrecido de la devastación.

    Corriendo durante tres días, bebiendo de los charcos, durmiendo entre los girasoles cuando no podía permanecer despierto.

    Marish sostuvo la punta del cuchillo sobre el erizo. Los erizos daban deseos, a veces, en los cuentos. "Habla, si puedes," dijo, "y pídeme que no te mate. ¡Concédeme un deseo! De lo contrario, te tendré como cena."

    Nada del erizo, o tal vez un tic.

    Marish lo atravesó con el cuchillo y el erizo se agitó, rociando más sangre sobre las flores manchadas de sangre.

    Demasiado cansado para encender un fuego, se lo comió crudo.

    En ese camino de tierra torturada, lo bastante ancho para veinte caballos, entre flores quemadas y aplastadas, Marish encontró una muñequita de trapos, del tamaño de la mano de un niño.

    Era uno de los que hacía Maghd, la chica loca, y que ofrecía rogando por carne para guisar o pidiendo pan viejo detrás de la panadería de Lezur. Él le había dado una moneda por una vez.

    "¿De dónde le estás dando a esa puerca nuestras buenas monedas?" había chillado Temur con brillantes ojos centelleando, suaves labios torcidos en una mueca de desprecio. Nadie en Ilmak Dale permitiría que una loca se acercara a un hogar, y algunos escupían cuando pasaban junto a ella. "Bag-Maghd es buena para sostener una sola cosa," gritaba Fazt y se reían al entrar en la taberna. Marish, también riendo, deteniéndose solo cuando él le devolvía la mirada.

    Temur se había ablandado cuando ella vio que Asza aceptaba la muñeca, abrazándola y cantándole y untándole con los dedos gachas en la boca de trapo para alimentarla. La habían llamado "Lucecita de Vida" y escuchaban a Asza diciéndole a la muñeca, "Ucita ida," meciéndola en sus brazos.

    Apretó la muñeca en la nariz tratando de oler el olor a bebé de Asza en ella, como leche y terreno del bosque y alguna dulce especia, pero solo olía el acre hedor de la tela quemada.

    Cuando se obligó a abrir los húmedos ojos, vio una figura borrosa viniendo hacia él. Maldiciéndose por insensato, tiró la muñeca y sacó el cuchillo, sosteniéndolo a un lado. Se secó la cara con la manga y se levantó para mostrarle al hombre que venía por el sendero que la gente de Ilmak Dale no hacía obedencia alguna. Luego se le secó la boca y se le erizó el cabello, porque el hombre que venía por el sendero no era un hombre en absoluto.

    Era un poco más alto que un hombre y tenía el cuerpo de un hombre, aunque cubierto con un pelaje gris oscuro; pero la cabeza era la cabeza de un chacal. Llevaba armaduras de bronce y cuero, todo correas y discos con curiosos grabados, y portaba una gran lanza negra con una afilada punta en cada extremo.

    Marish había oído que había todo tipo de gente extraña en el mundo, pero nunca había visto nada semejante.

    "Que mueras con gran sufrimiento," dijo la criatura en lo que pareció ser un tono tranquilo y amistoso.

    "¡Que mueras tú lo antes posible!" chilló Marish no apreciando que lo amenazaran.

    La criatura asintió solemnemente. "Soy Kadath-Naan de la Ciudad Vacía," anunció. "Me pregunto si podría pedir tu ayuda en un asunto menor."

    Marish no sabía qué decir a esto. La criatura esperó.

    Marish dijo: "Puedes pedirla."

    "Debo hablar con..." Frunció el ceño. “No estoy seguro de cómo decir esto. No deseo ofender."

    "Entonces, ¿por qué...," preguntó Marish antes de poder interrumpirse, "me amenazas con una muerte dolorosa?"

    "¿Amenaza?" dijo la criatura. "Solo te saludaba."

    "Dijiste: «Que mueras con gran sufrimiento.» Eso parece ser una amenaza o una maldición, y en verdad no te agradezco por ello."

    La criatura frunció el ceño. “No, eso es una bendición. O es de una bendición: «Que mueras con gran sufrimiento y llegues a conocer el pavor santo y el terror divino, despojándote de tus vanos pensamientos y fantasías hasta que estés en condiciones de encontrarte cara a cara con los Padres de Huesos Blancos y puedas ser enterrado con honor y que se cante tu nombre hasta que sea olvidado.» Ese es todo el pasaje."

    "Oh," dijo Marish. "Bueno, eso suena un poco mejor, lo reconozco."

    “Aprendemos esa bendición de cachorros," dijo la criatura en un tono de asombro. "¿Nunca la habías oído?"

    "No, de hecho," dijo Marish, y guardó el cuchillo. “Ahora, ¿qué necesitas? No creo que te pueda ser de mucha ayuda, no conozco esta tierra de aquí."

    "Disculpa mi franqueza, pero debo hablar con un embalsamador o un sepulcrista o alguien de esa guisa."

    "No tengo noción de qué son esos," dijo Marish.

    Los ojos de la criatura se agrandaron. Parecía, tanto como podía, el rostro de un chacal, como alguien cuyas sospechas más oscuras estaban en proceso de ser confirmadas.

    "¿Qué hace tu gente con los muertos?" dijo.

    "Los metemos en el suelo."

    “¿Con qué preparación? ¿Con qué ritos y monumentos?" dijo la cosa.

    "En una caja de madera, para los que pueden pagarla, y un trozo de lino para los que no pueden, y rezamos una oración al viento del Oeste. Metemos la piedra con ellos, la que tiene su alma guardada en ella." Marish pensó un poco, aunque no le gustaba mucho el tema. Se frotó la nariz con la manga. "A veces ponemos una pila de piedras sobre la tumba, si es alguien famoso."

    La criatura con cabeza de chacal se sentó en el suelo pesadamente. Puso la cabeza entre las manos. Después de un largo momento, dijo: "Quizá debería matarte ahora, para poder enterrarte como es debido."

    "Intenta precisamente eso ahora," dijo Marish sacando el cuchillo de nuevo.

    "¿Quieres que lo haga?" dijo la criatura levantando la vista.

    Ese rostro estaba sereno. Marish descubrió que tenía que apartar la mirada, y posó los ojos en los chamuscados trapos de la muñeca, retorcidos hacia arriba en los tallos.

    “Perdóname," dijo Kadath-Naan de la Ciudad Vacía. "No debería ser tan grosero como para tentarte. Veo que tienes deberes que cumplir, igual que yo, antes de que se te permita el descenso al vacío. Dime en qué dirección se encuentra tu aldea y veré por mí mismo lo que se hace."

    “Mi aldea…” Marish sintió una fuerte presión detrás de los ojos, en la garganta, queriendo abrirse paso en un sollozo. Él lo contuvo. “Mi aldea ha desaparecido. Algo vino y la aplastó. Yo estaba cazando y, cuando regresé, todo estaba ardiendo y lleno de hedor a sangre. Lo que sea que lo hizo vino por este sendero a través de las flores. Creo que fue rápido. No creo probable que lo alcance, pero confío en hacerlo." Sabía que eso sonaba absurdo: un campesino persiguiendo a un demonio. Apretó los dientes ante la idea.

    "Ya veo," dijo el monstruo. “¿Y de dónde salió este algo? ¿El sendero venía desde el Norte?"

    "No vino desde ninguna parte. Solo la aldea hecha pedazos y este sendero que lo lleva."

    “Y los cuerpos de los muertos," dijo Kadath-Naan con cuidado. "¿Los enterraste en... cajas de madera?"

    "No había cuerpos," dijo Marish. “No de personas. Solo sangre y algunos trozos de hueso y cartílago, y cuerpos carbonizados de cerdos y caballos. Por eso lo sigo." Bajó la vista. "Quiero encontrarlos si puedo."

    Kadath-Naan frunció el ceño. "¿Sucede esto a menudo?"

    A pesar de sí mismo, Marish rió. "No que yo haya oído antes."

    La criatura con cabeza de chacal pareció agitada. “Entonces no sabes si los cuerpos recibieron siquiera… lo que tú considerarías un entierro adecuado."

    "Tengo la sensación de que no lo han recibido," dijo Marish.

    Kadath-Naan miró a lo lejos hacia la aldea de Marish, luego en la dirección en la que se dirigía Marish. Pareció llegar a una decisión. “Me pregunto si aceptarías mi compañía en tus viajes," dijo. "Yo estaba haciendo un recado diferente, pero este asunto parece... tener más peso."

    Marish miró la lanza de la criatura y dijo: "Serías bienvenido." Extendió los dedos de su mano. "Marish de Ilmak Dale."

    El sendero recorría la ennegrecida devastación de otra aldea, empapada de sangre pero vacía de cuerpos humanos. Las vigas de las casas estaban reducidas a leña. Marish vio el yunque de un herrero retorcido como un mechón de cabello y arados que se habían fundido en un charco de hierro por un calor enorme. Ambos acamparon más allá de la aldea a la sombra de un retorcido espino. Un salvaje viento otoñal acariciaba las praderas a su alrededor, llevando semillas de diente de león y volutas de humo y la peste de ganado putrefacto.

    La noche siguiente llegaron a una colina que dominaba una gran ciudad enroscada alrededor de un río. Marish nunca había visto tantas casas, casi demasiadas para contarlas. La mayoría eran de madera y barro como las de su aldea, pero algunas eran grandes estructuras de piedra que se elevaban tres o cuatro alturas en el aire. Casa construida sobre casa, con escaleras que llegaban hasta las puertas de las de arriba. Alrededor de la ciudad, campos llenos de trigo susurraban en oro a la luz del atardecer. Hombres y mujeres cosechaban en los campos, cantando canciones de trabajo mientras balanceaban sus guadañas.

    El camino de la destrucción se curvaba alrededor de la ciudad, como evitándola.

    "Quizá esta estaba demasiado bien defendida," dijo Kadath-Naan.

    "Puede ser," dijo Marish, pero recordó el charco de hierro y las vigas trituradas, y dudó. “Creo que esto es Nabuz. Nunca había venido tan al Sur antes, pero los comerciantes que se dirigían hacia aquí desde la feria de Halde siempre iban a Nabuz a comprar."

    "Ellos sabrán más de nuestro adversario," dijo Kadath-Naan.

    "Iré yo," dijo Marish. “Tú podrías causar revuelo. No creo que muchos de los tuyos visiten Nabuz. Mantente en el camino."

    "Quizá podría pedirte..."

    "Si son amistosos allí, les preguntaré cómo entierran a sus muertos," dijo Marish.

    Kadath-Naan asintió sombríamente. "Ve hacia el deber y hacia la muerte," dijo.

    Marish pensó que eso debía de ser una bendición, pero se estremeció de igual modo.

    La luz se estaba atenuando en el cielo. Los segadores apliaban las gavillas bien alto en un carro entre canciones lentas y quedas, y las puertas de la ciudad giraron al abrirse para ellos.

    La muralla de la ciudad era de piedra, barro y madera, dos veces más alta que un hombre, y las grandes puertas eran de hierro. Pero la muralla no estaba bien cuidada. Marish avanzó furtivo entre los tallos hasta un lugar donde la muralla era más baja y basura y escombros se amontonaban junto a ella.

    Oyó el crujido del carro atravesando las puertas, la última canción de trabajo desapareciendo, los hombres de Nabuz llamándose unos a otros mientras se dirigían a casa. Depués todo quedó en silencio.

    Marish salió del campo a toda velocidad, subió por los escombros y por encima de la amplia muralla. Se asomó confiando en que no lo hubieran visto.

    La adoquinada calle estaba vacía. Más que eso, la ciudad misma estaba en silencio. Incluso en Ilmak Dale, las noches habían estado llenas de ladridos de perros, gruñidos de cerdos, hombres discutiendo en las calles y mujeres chismorreando y llamando a los niños. Se suponía que Nabuz era una gran capital de prostitución, bebida y peleas. Los comerciantes de Halde siempre habían gemido por las delicias que les aguardaban en el Sur si podían engañar lo suficiente a los aldeanos. Pero Marish no oía rebuzno de burro alguno, ningún llanto de bebé, ni tos, ni susurros: nada traspasaba el silencio de la noche.

    Se dejó caer al otro lado, aterrizó de pie lo más silenciosamente que pudo y avanzó furtivo por el borde de la calle. Antes de dar diez pasos, notó las luces.

    Las ventanas de las casas parpadeaban, pero no con la luz de las velas o la luz de los fuegos. La luz era fría y azul.

    Arrastró un cajón debajo de la ventana alta de la casa más cercana y trepó para ver.

    Había un hombre corpulento con una barba áspera, tal vez un alfarero después de su trabajo diario. Estaba su joven y robusta esposa y un niño flaco de nueve o diez años. Estaban sentados en un bajo banco de madera, terminaron la cena y la dejaron a un lado (Marish podía oler el pan recién hecho y su estómago le maldijo). Respiraban, pero sus rostros estaban laxos, sus ojos muy abiertos y contemplando la nada, moviendo los labios gentilmente. Estaban bañados en luz azul. La esposa del alfarero mecía los brazos suavemente como si estuviera acunando a un bebé recién nacido, pero las mantas para envolver que sostenía estaban vacías.

    Y ahora Marish podía escuchar una voz gtave e inhumana justo al límite del oído, como un pensamiento propio. Susurraba al compás del parpadeo de la luz azul y Marish se sintió atraído por su caricia. ¿Por qué no sentarse con la familia del alfarero en el banco? Lo acogerían. Podría quedarse aquí, prometía el susurro: «olvida tu aldea, olvida tu dolor. Pan fresco en el hogar, una cálida cama junto a las brasas del fuego. Trabaja la arcilla, mezcla el engobe para el alfarero, come cenas de pan y queso, luego escucha la luz azul y haz lo que le diga. Olvídate de los caminos de barro de Ilmak Dale, del risueño rugido de Perdan y Thin Deri y Chibar y los demás en la taberna, de la tos áspera y del canto de los gallos al amanecer. Olvídate de la esbelta Temur, de su cabello suave como un río y brillante como un haz de trigo, de sus orgullosos hombros y de su esbelta cintura, de Temur apartando su mejilla satinada cuando tratas de besarla. Olvídate del crujido y el chapoteo del molino y de los suaves juncos en el suelo de la choza de Maghd».

    El alfarero de Nabuz tenía una sobrina joven y dispuesta que necesitaba un esposo, y la luz azul tenía suficiente risa y amor para todos.

    «Olvídate del calor y del ruido metálico de la herrería de Fat Deri; olvídate de la piedra verde que sostenía el alma de papá, que tú pusiste sobre su mortaja. Olvídate de Asza, de la pequeña Asza, cuyo cuerpecito tenías en el corazón...»

    Marish pensó en Asza y vio los brazos vacíos de la esposa del alfarero y, con una flexión de piernas, él se apartó de la pared de una patada, derribando el cajón y aterrizando tendido entre manzanas rodantes.

    Se puso de pie de un salto. No había ningún sonido a su alrededor. Metió cinco manzanas en su zurrón y se apresuró hacia el centro de Nabuz.

    El sol se había puesto y la luna bañaba de plata las calles. Desde cada ventana fluía la fría luz azul.

    Por el rabillo del ojo creyó ver una sombra detrás de él. Giró y sacó el cuchillo, pero no vio nada y, aunque su sentido común le decía que cinco manzanas y ninguna respuesta era todo lo que debería esperar de Nabuz, continuó adelante.

    Llegó a una gran plaza llena de sombras y, al principio, pensó en árboles. Pero eran altos marcos de hierro, y había hombres y mujeres remachados en él boca abajo. Los pernos les atravesaban el cuerpo, cubiertos de sangre seca.

    Un hombre cercano estaba lo bastante vivo como para gemir. Marish vertió un poco de agua en la boca del hombre y le levantó la cabeza, pero el hombre no podía tragar, tosía y farfullaba, y el agua le corría por la cara y los agujeros ensangrentados donde habían estado sus ojos.

    "Pero los bebés," dijo el hombre con voz ronca, "¿cómo pudiste permitirle llevarse a los bebés?"

    "¿Permtir a quién?" dijo Marish.

    "¡A la Bruja Blanca!" rugió el hombre en un susurro. “¡La Bruja Blanca, so bastardos! Si nos hubiérais dejado pelear con ella... "

    "¿Por qué...?," comenzó Marish.

    "Mentid otra vez, decid que los bebés vivirán para siempre, mentid otra vez, cobardes gusanos de sangre azul en el cadáver de Nabuz..." Tosió y la sangre le corrió por la cara.

    Los pernos encajaban en el marco. "Conseguiré una herramienta," dijo Marish. "No has de..."

    Detrás de él llegó un grito espantoso.

    Giró y vio la sombra que lo había seguido: era un gato blanco con un pelaje fino y suave y ojos verdes que brillaban en la oscuridad. Este chirrió, con pelaje erizado, cola alta, mirándolo fijamente, y el sentido común de Marish le dijo que estaba dando la alarma.

    Marish corrió y el gato corrió tras él, chillando con estridencia. Nabuz era una gran pila de sombras amenazantes. Al pasar por las puertas vacías de la ciudad, oyó un chirrido y un relincho. Mientras corría hacia el crepúsculo iluminado por la luna de la tierra abierta, por el camino hacia donde la sombra de Kadath-Naan se cruzaba en el camino del demonio, oyó cascos galopando detrás de él.

    Kadath-Naan acababa de llegar a un campo de alta cebada. Se volvió para mirar atrás hacia el sonido de los cascos y el chillido del gato diablo. "¡Dentro del grano!" Gritó Marish. "¡Escóndete dentro del grano!" Marish pasó junto a Kadath-Naan y se zambulló en la cebada, con el gato corriendo detrás de él.

    Dio media vuelta de pronto, se agachó y agarró el gato blanco con la intención de ponerle una mano encima y agarrar el cuchillo con la otra y callarlo matándolo. Pero el gato luchaba como un demonio y lo único que pudo hacer fue sujetarlo con ambas manos. Y vio, tras él en el camino, a Kadath-Naan de pie tranquilamente, con la mano en la lanza, frente a tres caballeros con armadura blanca en cada palmo del cuerpo, galopando hacia ellos sobre grandes percherones.

    "Maldito hombre-perro," gritó Marish. "Sé que quieres morir, ¡pero métete en el grano!"

    Kadath-Naan se quedó perfectamente quieto. El primer caballero se abalanzó sobre él y la luna brilló en la espada del caballero. La hoja no estaba a más de un palmo del cuello de Kadath-Naan cuando este saltó a un lado hacia el camino del segundo que cargaba.

    Cuando la carga del primer caballero pasó a su lado, Kadath-Naan se arrodilló y clavó en el suelo la base de su gran lanza. Demasiado tarde, el segundo caballero dio un desesperado tirón a las riendas del caballo, pero el impulso de la gran bestia lo llevó hacia la pica. La lanza desgarró el cuello del caballo y atravesó el pecho blindado del caballero que lo montaba, y los dos se encabritaron y se agitaron como un centauro moribundo antes de estrellarse contra el suelo.

    El primer caballero dio la vuelta. El tercero se allegó a Kadath-Naan. El hombre-bestia estaba de pie con las manos desnudas, con los músculos de los hombros y el pecho relajados. Inclinó la cabeza de chacal hacia un lado, como si se preguntara: ¿es aquí por fin? ¿El momento en que se me concede la libertad?

    Pero Marish al final tuvo al gato por la cola y arrojó esa cosa blanca y salvaje; ese frenesí de garras, saliva y bufidos; en la cara del corcel del tercer caballero.

    El caballo se encabritó y arrojó a su jinete; el caballero soltó la espada y se estrelló contra el suelo. Rápido como un colibrí, Kadath-Naan saltó y lo atrapó en el aire. Giró para encarar al último jinete.

    Marish sacó el cuchillo y cargó a través de la cebada. Estaba sobre el caballero caído justo cuando este se ponía de rodillas.

    El choque contra la armadura le quitó el aliento a Marish. El hombre era dos veces más fuerte y le rodeó a Marish el pecho con un brazo, como una aplastante banda de hierro. Pero Marish tenía ambas manos libres. Con un giro del casco del caballero, le expuso al hombre un poco de cuello y dentro que fue el cuchillo de Marish, y brotó la sangre caliente del hombre.

    El caballero se convulsionaba mientras moría y agarraba a Marish en un abrazo desesperado, cubriéndolo de sangre y sollozando, y Marish lo abrazó, porque la voz de su corazón le decía que era una pena tener que morir así. Marish se sorprendió por esto, porque el hombre era un esclavo asesino de la Bruja Blanca: pero aún así sostuvo el cuerpo tembloroso entre sus brazos, hasta que el cuerpo no se movió más.

    Entonces Marish, empapado de salada sangre, se levantó tambaleante y recordó al último caballero con un sobresalto: pero claro, Kadath-Naan lo había matado entretanto. Los cuerpos de tres caballeros yacían sobre el suelo de las ruinas, y dos caballos vivos resoplaban y piafiaban en la tierra como torpes dolientes. Kadath-Naan soltó con un gran tirón la lanza del caballo y el hombre que esta había paralizado. El gato diablo era una mancha empapada de pelaje blanco y sangre: un caballo al caer lo había aplastado.

    Marish tomó las riendas del corcel más cercano, una criatura enorme y elegante, y lo sosegó con una mano detrás de las orejas. Cuando recuperó el aliento, Marish dijo: “Ahora tenemos caballos. ¿Sabes montar?"

    Kadath-Naan asintió.

    "Vamos entonces,, puede que haya más en camino."

    Kadath-Naan frunció profundamente el ceño. Hizo un gesto hacia los cuerpos.

    "¿Qué?" dijo Marish.

    “No tenemos embalsamador ni sepulcrista, cierto; sin embargo, he sido entrenado en los ritos fúnebres para expediciones militares y emergencias. Tengo las herramientas necesarias. En cuestión de un día puedo levantar pequeños monumentos. Al menos murieron conscientes y con sufrimiento; esto debe compensar la naturaleza rudimentaria de los ritos."

    "No puedes hablar en serio," dijo Marish. "¿Y qué hay de la Bruja Blanca?"

    "¿Quién es la Bruja Blanca?" Preguntó Kadath-Naan.

    “El demonio. Resulta que es alguien que se llama la Bruja Blanca. Perdonó Nabuz porque le dijeron que la servirían y le darían sus bebés."

    "La seguiremos después," dijo Kadath-Naan.

    "¡Va por delante de nosotros! Si salimos ahora a caballo, quizá tengamos una oportunidad. Hay muchos más cuerpos con ella sin enterrar o mal enterrados, menos me equivoco."

    Kadath-Naan se apoyó en la lanza. “Marish de Ilmak Dale," dijo, “aquí debemos separarnos. No puedo armarme de valor para seguir la lógica que declaras, abandonar estos tres entierros ahora ante mí por la oportunidad de otros en otro lugar, si podemos atrapar y derrotar a una bruja. Mi deber no es así." Escrutó el rostro de Marish. “No hay palabras para eso, pero si estos hombres no son enterrados, son tanzadi. Si los entierro con el poco honor que puedo brindarles, son tazrash. Pasaron solo un poco de tiempo con vida, pero será tanzadi o tazrash para siempre."

    "¿Y si vienen más esclavos de la Bruja Blanca para vengarse por matarlos?"

    Pero por más que lo intentó, Marish no pudo disuadir a Kadath-Naan, y al fin montó en uno de los percherones y cabalgó hacia la fría luna blanca, lejos de la ciudad susurrante.

    Las flores habían desaparecido, los campos habían desaparecido. La luz cenicienta del horizonte enmarcaba los helechos y los raquíticos árboles de un pantano negro lleno de moscas zumbantes. El sendero era más ancho: treinta caballos podrían haber pasado uno al lado del otro por el suelo arrasado. Pero el pantano era traicionero, y la montura de Marish se hundía hasta los mechones de los tobillos con cada cuidadoso paso.

    Un asedio de grullas se lanzó desde el pantano hacia el cielo abandonado por la luna. Marish nunca había visto tantas. Blancas como el hueso, frágiles, silenciosas, ascendían como copos de nieve en busca del frío útero del cielo. O como un río de almas. Ninguna le devolvió la mirada. La voz de la duda le dijo: «Nunca sabrás qué fue de Asza y Temur.»

    Las manzanas habían desparecido mucho tiempo atrás, y Marish estaba cada vez más mareada de hambre. Detuvo el caballo y desmontó; tendría que salirse del sendero. En el helecho ató el corcel a uno negro y tan alto como una casa. En un lugar más seco cerca de su base estaba la huella de un conejo. Tocó la hendidura: estaba fresca. Siguió al conejo adentrándose en el pantano.

    Suyo era el pensamiento en Temur y sus caricias. Las noches en que ella le había dado la espalda, esa espalda recta como una lanza, y el espacio entre ellos era como un desierto helado, y él se acurrucaba sin dormir bajo pieles y mantas de lana, rígido de frío, discutiendo en silencio con ella. con su espíritu; y las noches en las que ella se volvía hacia él, su suave piel caliente y viva sobre la suya, buscándolo en silencio, casi con venganza, como si le mostrara... ¿Ves? Esto es lo que puedes tener. Esto es lo que soy.

    Y entonces se le ocurrió la imagen de esos juncos carbonizados y marrones con sangre y cubiertos de astillas de piedra rota y argamasa, y se obligó a no pensar en nada, a exhalar sus pensamientos hacia el viento del Oeste, obligar a su mente a despejarse como un manantial. Y avanzó hacia el pantano.

    Y llegó a una calle de azulejos azules y morados, en una ciudad fantástica.

    Se quedó un momento pensando y retrocedió un paso cauteloso.

    Y estaba en un pantano negro con sapos croando y nada para comer.

    La voz de la duda le decía que estaba loco de hambre, la voz de la esperanza le decía que encontraría a la Bruja Blanca aquí y la mataría, y, pensando mil cosas, avanzó otro paso y se encontró aún en el pantano.

    Marish pensó durante un rato, luego dio un paso atrás y, sin pensar en nada, dio un paso adelante.

    Las baldosas de la calle eran un mosaico salvaje: algunas tenían relucientes joyas, algunas tenían escritura en un extraño y fluido idioma, algunas parecían tener ventanas diminutas en habitaciones diminutas. Las casas, embaldosadas con la misma profusión, se elevaban como columnas, se hinchaban como hongos, se derretían como cera. Algunos danzaban. Marish oía suaves murmullos de conversaciones, pisadas y el correr de un río.

    En la calle, vestidos con plumas o placas de oro o remolinos de sombra, pasaban personas de piel azul. Una de esas criaturas, vestida de fina seda, estaba pasando justo al lado de Marish.

    "Disculpe," dijo Marish, "¿qué lugar es este de aquí?"

    El hombre miró a Marish lentamente. Tenía una joya roja en el centro de la frente y parpadeaba mientras hablaba. “Eso depende de cómo entres," dijo, “y de quién seas, pero para ti, catarrino, su nombre es Simsarkancitrugenia-fenstok, sobre todo porque te es fácil de pronunciar. Y te he dado una cosa gratis, ya que eres un huésped de la ciudad."

    "¿Cuántas cosas gratis puedo tener?" dijo Marish.

    “Tres. Y ahora te he dado dos."

    Marish pensó en esto por un momento. "Prefiriría comer algo," dijo.

    El hombre pareció sorprendido. Condujo a Marish a un edificio que parecía una mancha de triángulos giratorios. Ambos pasaron a una habitación oscura, iluminada por velas, hasta una mesa llena de capón y natillas y finas rebanadas de jamón y gelatina de pata de cordero y albaricoques confitados y yogur de leche de cabra, queso duro, ñame, nabos, aceitunas y pescado curado con extrañas especias; y esas eran solo las cosas que Marish reconocía.

    "No creo que deba comer comida de las hadas," dijo Marish, aunque apenas podía hablar con toda la saliva que de pronto tenía en la boca.

    “Eso es cierto, pero, de la comida de los djinn, no tienes nada que temer. Y ahora te he dado tres cosas," dijo el djinn y, con una reverencia, hizo como si se fuera.

    "Espera," dijo Marish (mientras tragaba unos albaricoques confitados por el gaznate con un puñado de pescado curado). "¿Esas son todas las cosas gratis, pero digamos que tengo algo para vender?"

    El djinn guardó silencio.

    "Necesito matar a la Bruja Blanca," dijo Marish, tragando una aceituna. La voz de la duda le preguntó por qué estaba diciendo la verdad, si esta ciudad también podría servir a la bruja, pero él le dijo que se callara. "¿Tienes algo que pueda ayudarme?"

    El djinn siguió sin decir nada, pero arqueó una ceja.

    "Tengo un caballo, un verdadero caballo de guerra," dijo Marish mascando un trozo de queso.

    "¿Cómo se llama?" dijo el djinn. "No puedes vender nada a un djinn a menos que sepas su nombre."

    Marish quiso mentir sobre el nombre, pero descubrió que no podía. Tragó. "No sé su nombre," admitió.

    "Bueno, ¿entonces?," dijo el djinn.

    "Maté al paisano que estaba encima," dijo Marish a modo de explicación.

    "Quien," dijo el djinn.

    "¿Quién qué?" dijo Marish.

    "Quien estaba encima," dijo el djinn.

    "Tampoco sé su nombre," dijo Marish, cogiendo un ñame.

    "No, no te estoy preguntando eso," dijo el djinn enfadado. "Te estoy diciendo que digas: «Maté al paisano quien estaba encima.»"

    Marish volvió a poner el ñame en la mesa. "Ya es suficiente," dijo Marish. “Te agradezco la buena comida y te agradezco las tres cosas gratis, pero no te agradezco que me digas cómo hablar. Como hablo es como hablamos en Ilmak Dale, o como hablamos cuando había un Ilmak Dale, y solo porque la Bruja Blanca haya destrozado Ilmak Dale no significa que vaya a hablar como lo hace la gente de cualquier ciudad mágica.. ”

    "Te lo compraré," dijo el djinn.

    "¿El qué?" dijo Marish, y se sorprendió tanto de esto que se olvidó de recoger otra cosa para comer.

    "El modo en que hablabais en Ilmak Dale," dijo el djinn.

    "Está bien," dijo Marish, "y por eso, yo anhelo saber qué es lo que más me ayudará, para matar a la Bruja Blanca."

    "Tengo una alfombra que vuela más rápido que el viento," dijo el djinn. "Creo que esa es la única manera de atrapar a la bruja y, a menos que la atrapes, no podrás matarla."

    "Maravilloso," gritó Marish con júbilo. "¿Y me cambiarías esa alfombra por cómo hablamos en Ilmak Dale?"

    "No," dijo el djinn. "Te dije qué cosa te ayudaría más y, a cambio, tomé la forma en que hablabas en Ilmak Dale y la puse en la Gran Biblioteca."

    Marish frunció el ceño. "Muy bien, ¿qué quieres por la alfombra?"

    El djinn guardó silencio.

    "Te daré la Bruja Blanca," dijo Marish.

    "Debes poseer lo que vendes," dijo el djinn.

    "Oh, la conseguiré," dijo Marish. "Puedes estar seguro de eso." Había encontrado un huevo cocido y la cáscara le crujió en la palma mientras lo decía.

    El djinn miró a Marish con atención y luego dijo: "El uso de la alfombra, durante tres días, a cambio de la Bruja Blanca, si puedes conquistarla."

    "Convenido," dijo Marish.

    Tuvieron que vendarle los ojos al caballo, de lo contrario, se encabritaba y piafaba cuando la alfombra se elevaba en el aire. Caballo, hombre, djinn: todo encaramado sobre una extensión de lona. Mientras regresaban rápido a Nabuz como un siroco, Marish trataba de no mirar los sólidos campos que sobrevolaban y lamentó haberse comido esos albaricoques confitados.

    La voz de la duda le dijo que su compañero ya debía de estar muerto, pero su corazón quería volver a ver a Kadath-Naan: pero salvo por el hombre-chacal, Marish no tenía amigos.

    Entre los tallos de cebada, tres pedestales de piedra negra de la altura de un hombre, pintados con glifos blancos, marcaban tres tumbas. Kadath-Naan solo había viajado un poco más allá de ellos antes de la emboscada. Marish no supo cuánto tiempo había estado luchando el emisario de la Ciudad Vacía, pero este se tambaleaba y se movía como un borracho de vino o exhausto. Su pelaje gris estaba enmarañado con sangre y sudor.

    Un ejército de niños con armadura blanca rodeaba a Kadath-Naan. Cuando la alfombra se acercó, Marish pudo ver sus rostros grises y sus ojos en blanco. Algunos se arrastraban, otros se tambaleaban: ninguno parecía haber vivido más de seis años de vida mortal. Llevaban dagas. Uno se aferraba a la espalda del hombre chacal, cavando canales de sangre.

    Dos de los bebés estaban empalados sobre la punta de la gran lanza negra. Mano tras mano, con dagas en la boca, se arrastraban por el eje hacia las manos de Kadath-Naan. Otro centenar lo rodeaban, cerniéndose.

    Kadath-Naan giró la lanza, derribando a las criaturas de ojos laxos. Golpeaba con suficiente fuerza como para romper cráneos humanos, pero los horrores solo rodaban por el suelo y volvían corriendo y riendo para apuñalarle en las piernas. Con cada golpe, la lanza era más lenta. Los ojos de Kadath-Naan giraron para ponerse en blanco. Su gran cuerpo se estremeció de cansancio y dolor.

    La alfombra sobrevoló la batalla y Marish yació boca abajo, colgando los brazos hacia el guerrero con cabeza de chacal. Gritó: “¡Salta! ¡Kadath-Naan, salta!"

    Kadath-Naan miró hacia arriba y, agarrando su lanza con ambas manos, tensó las piernas para saltar. Pero la pausa les dio una oportunidad a los pequeños esclavos de la Bruja Blanca; quienes se abalanzaron sobre su cuerpo, apuñalando con las dagas, y Kadath-Naan se derrumbó bajo la serpenteante masa de sus enemigos.

    “¡Más abajo! ¡Podemos subirlo a bordo! chilló Marish.

    "Te vendí el uso de mi alfombra, no su destrucción," dijo el djinn.

    Con un gruñido de rabia, y antes de que la voz de su sentido común pudiera hablar, Marish saltó de la alfombra. Aterrizó en medio de la refriega y comenzó a arrancar pequeños cuerpos de Kadath-Naan y arrojarlos a los campos. Luego, las dagas le dieron en las pantorrillas y pequeños cuerpos se estrellaron contra sus costados, y él cayó, cubierto con los infernales niños de armadura blanca. La alfombra se elevó perezosamente hacia el cielo de verano.

    Marish se debatía, pero pronto quedó atrapado bajo una masa de cuerpecillos. Las dagas se le clavaban en los costados, haciéndole sangre, y él apretó los dientes para evitar un grito; los niños le tiraban del pelo y las orejas y le abrían la boca para mirar dentro. Como si estuvieran jugando. Un lactante de piel gris, con el cuero cabelludo medio despegado que revelaba el hueso blanco del cráneo, le acariciaba el cuello con la nariz, buscando un pezón que nunca volvería a encontrar.

    Asza también lo había acariciado con la nariz. Así había sido el peso de ella entonces, ligero y cómodo como cinco manzanas en una bolsa. Pero aquellos ojos vivos veían el mundo, lo asimilaban y lo hacían mejor de lo que era. Para aquellos ojos él había sido un héroe, un gigante que la levantaba, honesto, gentil y valiente. Cuando Temur miraba esos traviesos ojos marrón nutria, su boca suavizaba la severa línea y cantaba canciones sobre las hadas.

    Una daga le cortó la piel de la frente y lo bañó en sangre. Otra se le clavó entre las costillas, otra hizo estallar la piel del muslo. Otra le empujó el estómago, pero no abrió paso. Él cerró los ojos. Ahora le pesaban más; su garganta se tensó para gritar, pero no pudo encontrar el aliento.

    A Marish le dolían los brazos por Asza y Temur, le dolía que él muriera aquí, sin ellas. ¿No estaba bien, sin embargo, que se las hubieran quitado? La niña que corría hacia él por los campos de una noche, una divertida carrera de brincos, con los brazos abiertos, agitando esa muñeca de trapo; sin rastro de duda en ella. Y la hermosa esposa que se ponía rígida cuando al verle, pero que sonreía a pesar de sí misma cuando él levantaba a Asza, quien olía a manzana en sus brazos. Él no las había merecido.

    Su rostro, su piel estaban calientes y resbaladizos por la sangre salada. Veía, no sentía, las dagas cavando más profundamente: arcos de luz a través de una gran oscuridad. Deseó poder consolar a Asza una última vez a través de tal oscuridad. Como cuando ella despertaba en la noche, temerosa de las brujas. Ahora había llegado una bruja.

    Encontró aliento, se obligó a abrir la boca y le cantó a Asza entre sollozos su canción para arrullarla hacia el sueño de nuevo:

    "Duérmete, mi amor, duérmete,

    La luna está en el cielo,

    las nubes han huido como ovejas.

    Estás en el ojo de tu papá.

    Duérmete, mi amor, duérmete

    El viento amargo se ha ido,

    El ternero duerme con la vaca,

    Duérmete, mi amor, hasta el amanecer."

    Liberó la mano izquierda de la presión de cuerpos. Se secó la sangre y las lágrimas de los ojos. Levantó la cabeza, mareado, las flores de luz aún destellaban en su visión. Los cuerpecitos estaban quietos. Con cuidado, los posó en el suelo.

    La alfombra descendió y Marish arrastró a Kadath-Naan hacia ella. Luego se obligó a volverse, mecerse y mirar a cada uno de los bebés de piel gris que dormían plácidamente en el suelo. Ninguno de ellos era Asza.

    Recogió uno de los más pequeños y lo envolvió con trapos y bridas de cuero. La sangre le resbalaba los dedos y el sol del mediodía parecía gris como una piedra. Cuando estuvo seguro de que la criatura no podía moverse, la guardó en la mochila y se lo echó a la espalda. Luego cayó sobre la alfombra. Sintió que esta se levantaba debajo de él y, como un niño acunado, se durmió.

    Despertó y vio nubes navegando sobre él. El dolor se había ido. Se sentó y se miró los brazos: estaban enteros y sin cicatrices. Incluso la vieja cicatriz de la descuidada guadaña de Thin Deri había desaparecido.

    “Nos has enseñado a derrotar a los Hijos de la Desesperación," dijo el djinn. “Eso requería una recompensa. Te he curado las heridas y las de tu compañero. ¿Está saldada la deuda?"

    "Contéstame una pregunta," dijo Marish.

    "¿Y la deuda estará saldada?" dijo el djinn.

    "Sí, que el viento del Oeste te lleve, ¡estará saldada!"

    El djinn parpadeó en asentimiento.

    "¿Pueden recuperarse?" Preguntó Marish. "¿Pueden volver a convertirse en niños vivos?"

    “No pueden," dijo el djinn. “No pueden vivir ni morir ni sufrir ningún daño a menos que así lo deseen. Sus corazones han sido reemplazados por arena."

    Volaron en silencio y la mochila de Marish pareció más pesada.

    La tierra pasaba volando debajo de ellos tan rápido como un látigo. Marish contempló cómo los campos verdes daban paso a pantanos, los pantanos a marismas, las marismas a pastizales. La devastación dejada por la Bruja Blanca parecía gradualmente más reciente. El sendero aún humeaba y Marish pensó que podría hacer demasiado calor para caminar. Pasaron junto a muchos pueblos malditos y, en cada uno, Marish apartó la mirada.

    Por fin empezaron a escuchar un sonido en el viento, un sonido que heló el corazón de Marish. No era un gemido, no era un rechinar, no era un chillido de dolor ni el húmedo crujido de huesos rotos ni era un gruñido obsceno, pero tenía algo de todo eso. Las orejas del hombre-chacal se alzaron y su pelaje gris se erizó.

    El sendero ahora estaba ardiendo de verdad. Volaban muy por encima de él y el humo que se arremolinaba debajo era como una niebla sobre la tierra. Pero allí adelante vieron la cosa monstruosa que estaba dejando el sendero y Marish apenas pudo pensar en nada mientras se acercaban, solo se quedó mirando con bilis quemándole la garganta.

    Era un gran carro, quizá ocho veces la altura de un hombre, tan ancho como el sendero, construido con partes de cuerpos humanos vivos soldados entre sí en una obscena maraña. Un millar de piernas y brazos golpeaban el suelo; otro millar abrían el camino con látigos y guadañas, o arañaban el aire. Una gruesa madeja de corazones, hígados y estómagos palpitaba en el centro de la cosa, y un gran conjunto de pulmones respiraba en su núcleo. Las cabezas rodaban como ruedas en la parte inferior del carro, o estaban pegadas aquí y allá a lo largo de la superficie de la cosa como balbuceantes adornos de ojos blancos. Un millar de espinas y torsos construían una gran cámara en la parte superior del carro, protegida con redes de piel y cabello; quizá ahí se escondía la Bruja Blanca. Desde el pináculo de la monstruosidad ondeaba una gran bandera tejida con lenguas. Delante del horrible carro viajaba una compañía de diez caballeros con armadura blanca y yelmos con visera.

    En el mismo pico estaba sentada una enorme bestia descomunal, sin cabeza, más grande que un oso, con la piel de un lagarto, grandes globos amarillos como ojos iban colocados sobre los hombros y una boca ancha en el vientre. Mientras la miraban, esta vomitó una llamarada que incendió el sendero detrás del carro. Entonces los vio y levantó la gran columna de llamas en su dirección. A una rápida palabra del djinn, la alfombra viró, pero fue por poco y Marish sintió en la piel la ráfaga de calor de un horno. Agarró al caballo por las riendas cuando este se encabritó y le susurró al oído sonidos apaciguadores.

    "¡Abominación!" chilló Kadath-Naan. “Djinn, ¿quieres enviar un mensaje a la Ciudad Vacía? Serás bien recompensado."

    El djinn asintió.

    “Es Kadath-Naan, explorador menor de la Investigación Infinita, quien habla. Que se diga a Bars-Kardereth, comandante de la Legión Silenciosa, que se apresure hasta aquí. Aquí hay una obscenidad más allá de todo calibre, mucho más horrible que los inocentes errores de los salvajes; aquí el Caos bloquea completamente el descenso a la Oscuridad, y toda una tierra puede caer en la corrupción."

    La joya en la frente del djinn brilló una vez. "Está hecho," dijo.

    Kadath-Naan se volvió hacia Marish. “Desde la Ciudad Vacía hasta este lugar hay cuatro días de viaje para una Legión Ghomlu. Encontremos un lugar en su camino donde podamos esperar y unirnos a ellos."

    Marish se obligó a cerrar los ojos. Pero aun así lo veía: manos, lenguas, tripas, piel, tejidas en una montaña en movimiento. No dejaba de oír el chapoteo, el triturado, el chasquido, el marino rugido del millar de pulmones. ¿Qué había imaginado? ¿A Asza y a Temur en alguna prisión en alguna parte esperando ser liberadas? Insensato. "Está bien," dijo.

    Luego abrió los ojos y vio algo que le hizo decir: "No."

    Frente a ellos, a menos de diez minutos de viaje del horrible carro de la Bruja Blanca, había un pueblo encalado, pacífico bajo el sol vespertino. Ante él había una veintena de jóvenes, hombres y mujeres. Algunos tenían espadas o lanzas adecuadas; una de las mujeres llevaba un arco. Los demás tenían azadas, guadañas y palos. Una mujer estaba sentada a horcajadas sobre un caballo; el resto iba a pie. Desde su posición en el aire, Marish podía ver figuras distantes (familias, abuelas encorvadas, niños en brazos de sus madres) trepando como escarabajos por las laderas de las colinas.

    "Baja," dijo Marish y aterrizaron ante los defensores de la aldea, quienes alzaron sus armas.

    "Tenéis que huir," dijo Marish, "podéis llegar a las colinas. No habéis visto esa cosa. No tenéis ninguna posibilidad contra ella."

    Un hombre oscuro escupió en el suelo. "Ya intentamos es en Gravenge."

    "Se divide," dijo un hombre de barba negra. “Envía horrores más pequeños y destrozan a la gente y las hacen parte de sí misma, y ves que las extremidades de tus compañeros te persiguen como parte de esa cosa. Y son rápidos. Demasiado rápidos para nosotros."

    "Solo vamos a mantenerla ocupada un rato," dijo otro hombre, "nuestra gente puede alejarse lo suficiente." Pero tenía una mirada salvaje en los ojos: la voz de la duda estaba en él.

    "La detendremos aquí," dijo la mujer a caballo.

    Marish sacó al caballo de la alfombra, le quitó la venda y montó encima. "Yo seré con vosotros," dijo.

    “Y bienvenido," dijo la mujer a caballo, y su sencillo rostro se iluminó con una sonrisa nerviosa. Era casi bonita de esa manera.

    Kadath-Naan bajó de la alfombra y los aldeanos retrocedieron aprontando las armas.

    "Este es Kadath-Naan, y os alegraréis muchísimo de tenerlo entre vosotros," dijo Marish.

    "¿Dónde están vuestros modales?" espetó hacia su gente la mujer a caballo. "Soy Asza," dijo ella.

    «No,» pensó Marish mirándola. «No, pero podrías haberlo sido.» Desvió la mirada y, después de un rato, lo dejaron solo.

    La alfombra se elevó silenciosamente en el aire, y pronto hubo humo en el horizonte, y los caballeros cabalgaban hacia ellos, y el carro se alzaba detrás.

    “Aquí estamos," dijo Asza de las tierras rocosas. "Ahora dad buena cuenta."

    Cantó una flecha. El caballo de un caballero blanco colapsó. Marish gritó: "¡Ja!" y su montura se abalanzó hacia adelante. Los aldeanos cargaron, pero Kadath-Naan los adelantó a todos, saltando entre un par de caballeros. Les rompió las patas delanteras a un caballo con el asta de su lanza, clavó la punta en el costado del otro jinete. Los aldeanos cayeron sobre el caballero caído con las guadañas.

    Fue algo embriagador y salvaje para Marish, estar galopando en un caballo así, un caballo mucho más fino que Patasrojas, a pesar de la orgullosa y vana atención de papá hacia la yegua. La calidez de sus flancos, el ritmo del semblante en su paso. Marish de Ilmak Dale, cabalgando hacia una carga de caballeros: miserable insentato.

    Asza azotó con su látigo a los ojos del caballo de un caballero, desviándose. El caballero se giró para seguirla y Marish lo siguió. Él oyó cascos batiendo la llanura detrás de él.

    Por delante, el primer caballero ganaba terreno hacia Asza de las llanuras rocosas. Marish tomó el cuchillo en una mano, inclinó la cabeza hacia la oreja de su caballo y le susurró murmullos sin palabras: «Elegante criatura, dáme todo lo que tengas.» Y su caballo galopó hasta la altura del caballero tras Asza.

    Marish se balanceó hacia abajo, colgando del pomo de la silla, el suelo pasaba volando debajo de él. Alargó la mano y deslizó el cuchillo por debajo de la cincha que sujetaba la silla del caballero. El caballero giró, levantó la espada para golpear, pero la cincha se partió y el caballero voló fuera del caballo.

    Marish se afanó por subir de nuevo a la silla, y el segundo caballero estaba ya allí con la armadura ardiendo al sol. Esta vez Marish estaba del lado del brazo de la espada, y su caballo había disminuido la velocidad, y la hoja se balanceó hacia arriba y podría golpear la cabeza de Marish en el cuello como quien parte un girasol: hora de que muera el campesino.

    El látigo de Asza azotó el brazo de la espada del caballero. El caballero tomó el látigo en su otra mano. Marish saltó desde la silla. Golpeó un muro de cota de malla y cayó con el caballero.

    El suelo era un yunque, el caballero, un martillo, Marish una muñeca de trapo cosida por una pobre loca y confundido con una herradura. No podía respirar; el mundo era una mancha resonante. El caballero le encontró la garganta con un guante de malla y siseó de rabia y, levantándose, sacó una daga del cinturón. Marish intentó levantar los brazos.

    Entonces vio las manos de Asza ajustando una soga de cuero alrededor del cuello del caballero. El caballero giró la cabeza con visera para ver, y Asza gritó, "¡Yah!" Una acorazada rodilla crujió contra la cabeza de Marish, y luego el caballero desapareció, arrastrado por las llanuras rocosas detrás de la yegua al galope de Asza.

    Asza de las tierras rocosas ayudó a Marish a ponerse de pie. Ella tenía una sonrisa salvaje y lo abrazó contra su pecho. El dolor atravesó a Marish, como lo hizo la sorpresa del cuerpo blando de la mujer. Luego ella se apartó sonriendo y miró por encima del hombro hacia la aldea. Y la sonrisa desapareció.

    Marish también miró. Vio al hombre de la barba ser despedazado por un centenar de brazos y piernas. Dos brazos llenos de ojos vigilaban cuidadosamente mientras tejían en el carro los órganos del hombre. La aldea ardía. Un caballero se inclinó de su silla para tajar a una mujer que huía, cosechándola como un tallo de trigo.

    "¡No!" Chilló Asza y corrió hacia la aldea.

    Marish intentó correr, pero solo podía renquear, jadeando, el dolor le atravesaba el costado. Asza agarró una lanza del suelo y se subió a un caballo. Su cabello era como el de Temur, dorado suelto. Mi Asza, mi Temur, pensó él. Debo protegerla.

    Marish cayó, golpeó el suelo y se aferró a él como un amante, como pudiera haber caído hacia al cielo. Tonto, tonto, dijo la voz de su buen sentido. Esa no es tu Asza, ni tampoco tu Temur. Ella no es tuya en absoluto.

    Se incorporó de nuevo y siguió avanzando mientras Asza de las llanuras rocosas legaba al carro. Desde arriba se expandíia una perezosa nube de llamas. El caballo se encabritó. La nube de fuego envolvió a la mujer, al caballo, y luego fue succionada; los cadáveres ennegrecidos cayeron al suelo humeando.

    Marish dejó de correr.

    La descabezada criatura de fuego cayó del carro. Kadath-Naan estaba allí en la cima del horror, con la lanza hundida en la carne de la monstruosidad como una palanca. Pero la bestia de fuego se giraba mientras colapsaba y una columna de fuego envolvió al hombre-chacal. El hierro fundido de su lanza y armadura le cubrió el cuerpo, y él cayó en los abrazantes brazos del carro.

    Marish se tumbó boca abajo en la hierba.

    Tal vez no me encuentren aquí, dijo la voz de la esperanza. Pero fue como escuchar descabelladas palabras pronunciadas por el viento soplando por un bosque. Marish yacía en el suelo y le dolía. El dolor era una canción que le cantaba. Todo estaba perdido y lejano. Sin Asza, sin Temur, sin Maghd; sin misión, sin héroe, sin embaucador, sin cazador, sin padre, sin novio. El viento bajaba de las montañas y agitaba la hierba junto a la nariz de Marish, donde caminaban los escarabajos.

    Hubo un susurro dentro de la baja hierba y salió un erizo y se puso nariz con nariz con Marish.

    "Habla si puedes," susurró Marish, "y concédeme un deseo."

    El erizo resopló. "¡No te haré ningún favor después de lo que le hiciste a Teodor!"

    Marish tragó. "¿El erizo en los girasoles?"

    “Obviamente. Asesino."

    "¡Lo siento! ¡No sabía que era mágico! ¡Pensé que era solo un erizo!"

    “¡Solo un erizo! ¡Solo un erizo!" Entornó los ojos y sus púas se pusieron de punta. “Ten cuidado con cómo llamas a las cosas, Marish de Ilmak Dale. Cuando nombras una cosa, dices lo que hay en el mundo. Los nombres significan más de lo que crees."

    Marish guardó silencio.

    "A Teodor no le gustaban las amenazas, eso es todo... viejo idiota obstinado."

    "Lamento lo de Teodor," dijo Marish.

    "Sí, bueno," dijo el erizo. "Te ayudaré, pero te costará bien."

    "¿Qué quieres?"

    "¿Qué tal tu alma?" dijo el erizo.

    "Lo haría, seguro," dijo Marish. "Tampoco es que la necesite. Pero no la tengo."

    El erizo volvió a entornar los ojos. Desde la aldea, algunos finos gritos y el suave crepitar de las llamas. Olía a otoño y a matanza de cerdos.

    "Es cierto," dijo Marish. “El sacerdote de Ilmak Dale nos quitó las almas y las puso en pequeñas piedras y las escondió. No quería que hiciéramos negocios de estos."

    "Hombre sabio," dijo el erizo. "Pero algo me tienes que dar. ¿Qué tienes dentro de ti, además de un alma?"

    “¿Quieres decir mi ingenio? Pero lo voy a necesitar."

    "Sí, lo necesitarás," dijo el erizo.

    “¿Esperanza? Aunque no queda mucho de eso."

    "No es de mi gusto, de todos modos," dijo el erizo. “La esperanza es una idiotez, las dudas son sabias."

    "¿Las dudas?" dijo Marish.

    "Eso servirá," dijo el erizo. "Pero las quiero todas."

    "Todas... de acuerdo," dijo Marish. "¿Y ahora me vas a ayudar contra la Bruja Blanca?"

    "Lo acabo de hacer," dijo el erizo.

    "¿Sí? ¿Tengo ahora algún poder mágico o algo?" preguntó Marish. Se sentó. Los gritos habían terminado, no oía nada más que el fuego y el crepitar, el chasquido, el chapoteo y el chirriar del carro.

    "Claro que no," dijo el erizo. "No he hecho nada que no hayas visto u oído. Pero quizá no estabas escuchando." Y se alejó con pasitos cortos y meciendo el cuerpo de un lado a otro hacia las verdes briznas de la hierba.

    Marish se puso de pie y lo siguió con la mirada. Se mordió la uña del pulgar y pensó, pero no tenía idea de lo que el erizo quería decir. Pero tampoco tenía dudas, así que se dirigió hacia la aldea.

    A mitad de camino, notó que el bebé muerto en su mochila se retorcía, así que lo sacó y lo sostuvo en sus brazos.

    Cuando llegó a la aldea en llamas, se encontró justo detrás de la gran cosa descabezada y con piel de lagarto que chorreaba fuego. Esta se giró y respiró hondo para quemar vivo a Marish, y él arrojó al bebé por la garganta de la cosa. Se oyó un sonido ahogado y la enorme cosa se estremeció y se retorció, y Marish pasó a su lado caminando.

    El gran carro lo vio y giró hacia él, una enorme montaña de carne retorcida, vibrante y apestosa, cien brazos extendidos. Los puños le agarraron la camisa, el cabello, los pantalones y lo levantaron en el aire.

    Marish miró la mano cerrada alrededor de su cuello. Era la mano de una mujer, fina y bonita, y llevaba el anillo de cobre que él había comprado en Halde.

    "¡Temur!" dijo él en estado de shock.

    El brazo se contrajo y se aflojó; se tornó blanco. Se extendió, los dedos se abrieron ampliamente; le acariciaron la mejilla suavemente. Y luego el brazo se soltó del carro y quedó en el suelo debajo.

    Él supo que las manos tiraban de él hacia arriba. "¡Lezur, el panadero!" susurró, y un par de manos pastosas bajaron del carro. "¡Silbon y Felbon!" gritó. ¡Ter, el ciego! ¡Sela la de ojos azules!" Los labios de Marish temblaban al decir los nombres y las manos se aflojaban y caían al suelo y, en otras partes del carro, las otras partes también caían. Marish vio un ojo azul rodar por encima de él y caer al suelo.

    “¡Perdan! ¡Mardid! ¡Pilg y su anciana madre! Fazt, oh, Fazt, no contarás más chistes. ¡Chibar y su mujer, la guapa extranjera! ” Tenía el rostro mojado. Con cada nombre, una burbuja se abría en el pecho de Marish, y su garganta se llenaba de una extraña sensación. ¡Pizdar; el cura! ¡Fat Deri, lejos de tu herrería! ¡Thin Deri!" Cuando todas las manos y los brazos de Ilmak Dale cayeron, él quedó libre. Miró las extrañas manos que se acercaban a él. “Tú eras el alfarero," le dijo a las manos con barro debajo de los clavos, y estas cayeron del carro. “Y tú eras el carnicero," les dijo a las ensangrentadas, y estas también cayeron. "Un granjero gordo, una hermosa jovencita, una abuela, una ramera, una guerrera," dijo, y suficientes manos, pies, cabezas y órganos se habían deslizado fuera del carro ahora que este se hundía en el medio y trozos de él luchaban unos contra otros a ciegas. "Hombres y mujeres de Eckdale," dijo Marish, "hombres y mujeres de Halde, de Gravenge, de los campos y los pantanos y las llanuras rocosas."

    El carro cayó en pedazos. Algunos yacían en silencio y quietos, los que Marish no había nombrado habían perdido su agarre y habían caído hechos un lío en el suelo.

    La piel de la gran cámara sobre el carro se desprendió y la Bruja Blanca saltó hacia el cielo. Era tres veces más alta que cualquier mujer. Tenía la piel de un blanco hueso. Un ojo era rojo sangre y el otro verde esmeralda. La boca estaba llena de colmillos negros y el cabello de serpientes y lagartos. Tenía las manos llenas de relámpagos y volaba hacia Marish con los colmillos bien separados.

    Y alrededor del cuello, en una banda de cuero, llevaba una muñequita de trapos del tamaño de la mano de un niño.

    “Maghd de Ilmak Dale," dijo Marish, y ella también era una mujer joven con el pelo embarrado y una sonrisa incierta, y así fue como aterrizó ante Marish.

    “Bien hecho, Marish," dijo Maghd, y tiró de un embarrado mechón de pelo, rió y miró al suelo. "¡Bien hecho! Oh, me alegro. Me alegro de que hayas venido."

    "¿Por qué lo hiciste, Maghd?" Dijo Marish. "Oh, ¿por qué?"

    Ella alzó la vista y frunció los labios y tensó la mandíbula. “¿Puedes preguntarme eso? ¿Tú, Marish?"

    Ella se acercó, lentamente, y le tomó la mano. Tiró de él y él avanzó un paso hacia ella. Ella se puso el dorso de su mano en la mejilla.

    "Habías salido a cazar," dijo. "Y esa Temur tuya," dijo el nombre como si supiera a vinagre. "me vio detrás de la casa de Lezur y, por una vez, no bajé la vista. La miré a los ojos y ella me llamó bruja repugnante. Y luego todos se apiñaron alrededor... " Ella se encogió de hombros. "Y eso no me gusta. Alboroto y hacinamiento y unos contra otros." Le soltó la mano y se agachó para recoger un coágulo de tierra, y lo desmenuzó en las manos. “Así que los tejí todos juntos. Todo como una cosa. Eso les gustó. Y estaban tan bien, grandiosos y felices que los perdoné. Incluso a Temur."

    Las extremidades yacían inmóviles en el suelo, las tripas se amontonaban en suaves colinas que no respiraban, como montones de nieve. Las manos de Maghd estaban llenas de negras migas de tierra.

    "Creo que están hartos de jugar ahora," dijo Maghd, y suspiró.

    "¿Cómo?" Dijo Marish. "¿Cómo lo hiciste? Maghd, ¿qué eres?"

    "¡No te engañes! Soy Maghd, igual que siempre. Encontré las almas, eso es todo. Las desenterré del jardín de Pizdar y se las vendí al Espíritu de las Cosas Desenrolladas." Se sacudió la suciedad de las manos.

    “¿Y… los niños entonces? Maghd, ¿los bebés?"

    Ella volvió a tomarle la mano, pero no lo miró. Apoyó la mejilla en el hombro y miró el suelo. "Los bebés no deberían crecer," dijo. "No tiene sentido ser grande y odioso." Ella tragó. “Yo los hice perfectos. Eso es todo."

    El pecho de Marish se tensó. "¿Y ahora qué?"

    Ella lo miró y una lenta sonrisa apareció en su rostro. "Bueno, ahora," dijo. "Eso depende de ti, ¿no es así, Marish? Aún tengo muchos trucos, si quieres seguir luchando." Se acercó a él y le apoyó la mejilla en el pecho. Su cabello olía al hogar, a juncos y a humo de fuego, a mañanas frías y a leche de oveja. "O podemos acercarnos. No hay nadie que nos avergüence ahora." Ella le envolvió la cintura con los brazos. "Todo es nuevo, Marish, pero no todo es malo."

    Una sombra pasó encima de ellos. Marish miró hacia arriba y vio al djinn sobre la alfombra, mirando hacia abajo. Marish se aclaró la garganta. "Bueno... supongo que somos lo único que nos queda, ¿no es así?"

    "Así es," respiró Maghd suavemente.

    Él tomó las manos de Maghd entre las suyas y se echó hacia atrás para mirarla. "¿Quieres ser mía, Maghd?" dijo.

    "Oh, sí," dijo Maghd, y sonrió con la sonrisa más grande de su vida.

    "Muy bien," dijo Marish, y miró hacia arriba. "Ya puedes llevártela."

    El djinn abrió la botellita que tenía en la mano y Maghd; la Bruja Blanca, voló dentro de ella, y él puso la tapa. Hizo una reverencia a Marish y luego se fue volando.

    Detrás de Marish, la bestia de fuego explotó con un sordo estruendo.

    Marish salió de la aldea y se sentó, y después de sentarse un rato durmió. Y luego despertó y se sentó, y luego durmió un poco más. Quizá también comió; no estaba seguro de qué. Principalmente se miró las manos; eran ásperas y callosas, con suciedad bajo las uñas. Observó cómo el viento pintaba olas en la hierba corta, alrededor de las rocas y los cuerpos tendidos allí.

    Una mañana despertó y la aldea en ruinas estaba llena de hombres con cabeza de chacal con armaduras hechas de discos que iban montados sobre grandes gatos rojos de orejas puntiagudas, y hombres con cabeza de chacal con túnicas negras que estaban midiendo en busca de monumentos, y hombres con cabeza de chacal vestidos solo con taparrabos que estaban cavando en el suelo.

    Marish se acercó a los que llevaban taparrabos y les dijo: "Quiero ayudar a enterrarlos," y ellos le dieron una pala.

FIN