Titulo: Fantasma mortal
Autora: L. Lee Lowe, lleelowe.com.
Copyright © 2023 L. Lee Lowe (CC-BY-NC-ND, algunos derechos reservados)
Versión gratuita. Prohibida su venta.
Traducción, edición y portada: Artifacs, octubre 2023.
Foto de portada de Tverdohlib.com.
Ebook publicado en Artifacs Libros en octubre 2023
Titulo original: Mortal Ghost
Copyright © 2007 L. Lee Lowe (CC-BY-NC-ND, algunos derechos reservados)
Texto en inglés publicado en lleelowe.com/mortal-ghost
Muchísimas gracias a L. Lee Lowe por autorizar esta traducción y por compartir Fantasma mortal bajo Licencia CC-BY-NC-ND 4.0 https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/legalcode.es.
Esto es un resumen inteligible para humanos (y no un sustituto) de la licencia, disponible en Castellano.
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L. Lee Lowe es una escritora estadounidense. Creció en Long Island, Nueva York, donde se graduó en literatura inglesa, actualmente vive en Alemania. Se inició en la publicación independiente escribiendo dos novelas con el género Joven Adulto en mente. Fantasma mortal (Mortal Ghost, 2007) es su primera novela. Su segunda novela, Corvus, además va dirigida al lector adulto y explora interesantes ideas del género de la ciencia ficción (como la digitalización de la personalidad).
Lee está escribiendo su siguiente novela, dirigida para el lector adulto, Over Which Scavengers Angels (Sobre qué Ángeles Saqueadores).
Y acabo recordando que Corvus también estará disponible en lengua española en diciembre de 2023 en mi web Artifacs Libros, pero si no puedes esperar, la tienes gratis en idioma inglés en la página web de Lee: lleelowe.com. junto con una selección de relatos, versiones en audio de sus novelas y más cosas, todo gratis. Puedes contactar con Lee en su web o en twitter @lleelowe1.
¡Feliz lectura!
Artifacs
Para Jake,
quien también debería haber vivido.
Yo, nacido de carne y fantasma, no era ni hombre ni fantasma, sino fantasma mortal.
Dylan Thomas.
Cada noche, Jesse yace a dormir con fuego. Esta vez, gritos y un acorde oscuro ardiendo. Esta vez, la viga cae antes de que su cabello entre en ignición.
Jesse despertó con un sobresalto, con el corazón batiendo. Le tomó un momento recordar dónde estaba. Algo en su petate se le estaba clavando en la mejilla. Con una mueca, se movió sobre el cartón que hacía de colchón. Los sólidos bloques de piedra a su espalda, ásperos y cubiertos de liquen, eran buenos centinelas, pero pésimos compañeros de cama. Le dolía el cuello por la postura torcida, tenía calambres en los músculos y hormigueo en el brazo sobre el que había estado acostado. Necesitaba mear.
El sueño otra vez.
Tocando el mango de su cuchillo, miró a su alrededor. Justo tras del amanecer, el aire olía fresco y limpio, con una humedad que insinuaba lluvia. Su saco de dormir estaba húmedo y la hierba a lo largo de la ribera brillaba por el rocío. El agua lamía cerca, un sonido de su pasado, y él oyó a los ruidosos pájaros de río regañándole por su lentitud.
No había cómo evitarlo. Si uno esperaba demasiado, siempre aparecía alguien. Apartando los últimos remolinos de sueño, abrió la cremallera de su saco de dormir y salió sigilosamente. Se estiró, luego movió en círculos la cabeza, haciendo una mueca cuando le crujieron las vértebras del cuello como el sonido de Mal aplastando en el puño cáscaras de huevo, uno de sus menos ofensivos hábitos. Un par de flexiones de rodillas antes de la protesta de la vejiga de Jesse. Él miró en derredor una vez más, pues no le gustaba perder sus cosas de vista ni un momento; en la calle, un momento de distracción podía significar la diferencia entre una comida y el hambre, entre la seguridad y una brutal paliza/mutilación/violación, entre la supervivencia y la aniquilación.
Recogió su petate, metió el cuchillo dentro y bajó descalzo por la ribera de hierba hasta llegar a un frondoso arbusto. Después de aliviarse, se arrodilló a la orilla del río, se enjuagó las manos y luego se echó agua fría en la cara. Eso no lavaba exactamente, pero ayudaba a eliminar la capa de sueño y escoria matinal. Con desagrado, se pasó los dedos mojados por el pelo. Necesitaba un buen baño; a falta de una larga y punitiva ducha caliente, al menos podía nadar en el río. Quizá más tarde, primero tenía que comer. Se palpó la piel sobre la cintura, había vuelto a perder peso, al parecer. El hambre nunca retraía del todo sus garras: en las raras ocasiones en que tenía el estómago lleno, siempre había una siguiente comida de la que preocuparse.
Ese iba a ser otro largo día.
De su petate sacó su maltrecha botella de agua y sus zapatillas de deporte. Después de saciar su sed, tapó la botella y consideró su siguiente paso. Siempre intentaba encontrar un nuevo lugar para dormir cada noche y, si tenía suerte, tal vez podía localizar un almacén o un garaje abandonado o incluso una parcela de huerto. Los muelles parecían prometedores, aunque probablemente habría otros con la misma idea. Aun así, era un lugar grandecito. Se mantenía alejado de los ocupas. No quería tener nada que ver con nadie.
Jesse rebuscó el bollo de grosellas que se había guardado de la noche anterior, luego sacudió su saco de dormir, le dio forma de rollo compacto y lo guardó en el petate, seguido del bollo y la botella de agua. Después de ponerse las zapatillas de deporte, metió el cartón entre uno de los masivos pilares de piedra del puente y un grupo de zarzas silvestres, por si acaso se veía obligado a regresar esa noche.
Ya había algo de luz y, a excepción de un barco en la distancia (una barcaza, por su forma alargada y achaparrada) y los pájaros, los zumbadores insectos y alguna que otra rana, Jesse tenía el río para él solo. Caminó por la orilla en dirección al centro de la ciudad. Sobre el agua había una fina neblina opaca que el sol pronto disiparía. Aunque ahora estaba nublado y con probabilidad de lluvia, Jesse se percató de que más tarde haría calor, calor y humedad. Buen tiempo para nadar. Por lo general, el río estaba muy transitado, pero él aún no había visto a nadie nadar. Por supuesto, siempre elegía un lugar recluido.
Cuando el hambre lo carcomió, se detuvo en un terreno arenoso, medio oculto por grandes peñascos y un sauce, para comerse su muy aplanado panecillo. Se quedó mirando su desayuno durante unos segundos antes de devolverlo al petate. Esperaría. Era imposible predecir cuánto tiempo iba a pasar hasta que pudiera ganar algo de dinero. Lástima que no hubiera guardado ese trozo de salchicha, en lugar de dársela al chucho de ayer, que probablemente la necesitaba menos que él.
Jesse buscó en el bolsillo el cigarrillo que había recogido, doblado pero sólo un poco sucio en la punta: perfectamente fumable. Lo enderezó y lo encendió con una de sus últimas cerillas. Con la espalda apoyada en la roca, inhaló profundamente y observó el río.
El cigarrillo hacía poco por calmar su hambre. Inadvertidamente, imaginó tocino crujiente en una sartén de hierro fundido, una barra de pan de su abuela y un plato de rica mantequilla amarilla. Se le hizo la boca agua. Obligó al recuerdo a retirarse... no vayas por ese camino.
Cigarrillo terminado, Jesse se lamió las yemas de los dedos, pellizcó la punta con su meticulosidad habitual y devolvió la colilla al bolsillo. Luego sacó su manoseado ejemplar de La Tempestad. Con unas cuantas libras podía comprar algunos libros de bolsillo de segunda mano. A diferencia de la mayoría de los chicos de la calle, él no robaba nada, ni siquiera una manzana del mercado. Deseaba más que nada tener un lugar para guardar los libros. Si seguía a este ritmo, en invierno sería un verdadero problema transportarlos. Por supuesto, para el invierno habría otros problemas, problemas un poco más apremiantes que su equipaje. Se sonrió. No había nada peor que tomarse a uno mismo demasiado en serio.
El perro mantuvo la distancia al principio. El bípedo estaba mascullando entre dientes, mientras él hacía un remolino con un mechón de pelo con el dedo y tiraba del mismo. Olía a gastado y a humedad, como un zapato descartado. El perro se acercó. Olfateó una lata aplastada, se rascó. Fuerte tos de staccato: el perro retrocedió. La calle le había enseñado precaución, incluso paciencia.
Jesse captó un pequeño movimiento por el rabillo del ojo. Giró la cabeza. Otra vez no, pensó cerrando el libro. Demasiados de sus errores volvían para atormentarlo. El perro se acercó y le lamió a Jesse la mano.
—¿Qué deseas? No tengo nada para alimentarte.
El perro se quedó mirándolo con ojos grandes y sentimentales. Una criatura grande y delgada, de sucio y enmarañado pelaje negro, pero por lo demás en bastante buena forma. Jesse se preguntó cómo se las arreglaba tan bien en la calle.
—Apuesto a que podrías enseñarme un par de cosas —dijo él.
Jesse se levantó tintineando las monedas en el bolsillo. Éstas no habían rentado ningún interés de la noche a la mañana: sólo lo justo para una bebida caliente y una hamburguesa. Sin duda, una hogaza de pan y algo de leche era más inteligente, pero en las hamburgueserías normalmente no tomaban nota de cuánto tiempo pasabas en el aseo. Al menos podría cepillarse los dientes, tal vez lavarse el cuello y el pelo. Desvestirse sería arriesgado, a menos que pudiera cerrar la puerta con pestillo. Pocas personas lo habían visto sin pantalones, nadie sin su camiseta. Él no iba a hacerlo desnudo.
Jesse miró al cielo. La capa de nubes parecía una vieja sábana grisácea, y de algodón fino y barato para empezar, de esas que te dan en esos lugares ruinosos donde, por unas pocas libras, puedes conseguir una cama para pasar la noche (él había dormido un par de veces en uno u otro de esos sitios cuando tuvo algo de dinero y estaba desesperado por un colchón de verdad, un techo de verdad y una ducha de verdad), el tipo de ropa de cama que ni siquiera recordaba el blanco, de esa que podías atravesar con el pie sin querer. Sólo que aquí era el sol el que atravesaba el arrugado y sucio tejido.
La lluvia se mantendría durante unas horas. Tiempo suficiente para comer y encontrar refugio. Si ya era incómodo ir sucio y desaliñado, ir con una camiseta mojada era un incordio, y con vaqueros mojados, un tormento. Sólo tenía una muda de ropa, ninguna muy limpia. Mugrienta, en realidad. Él sabía que había ciertas cosas que podía hacer (o permitir que le hicieran) que le permitirían pasar una o dos noches en el apartamento de alguien, con privilegios de baño y lavadora incluidos. Él prefería volver con Mal antes de llegar a eso.
Jesse empacó sus escasas posesiones. Seguiría el río hacia el sur durante un rato y luego se dirigiría hacia el oeste hasta el McDonald's más cercano. Aunque él lo ignoraba, el perro trotó a su lado. Después de unos pocos pasos, Jesse se detuvo para reprenderlo.
—Largo —le dijo—. Déjame en paz. No puedo ocuparme de un perro.
El perro se detuvo, ladeó la cabeza, gimoteó un poco.
—Lo digo en serio. Piérdete —dijo Jesse. Dio un pisotón y se abalanzó hacia el perro, que retrocedió asustado.
Jesse reanudó la marcha, ahora un poco más rápido. La brisa del río le revolvía el pelo, la frescura del aire era más de campo que de ciudad. Esperó varios minutos antes de mirar detrás de él. El perro seguía allí, indeciso. Jesse sabía que el perro quería seguirlo, pero que no se atrevía del todo. A Jesse no le gustaba cómo le hacía sentir ésto, como si pudiera tomar la confianza del animal y exprimirla entre los dedos como un trozo de arcilla húmeda.
Casi tropezó con el pájaro, que yacía torcido cerca del tocón de un árbol. Pero en cuanto Jesse se acercó, comenzó a huir con las patas, una ala doblada arrastrando y la buena aleteando. Un cernícalo, vio Jesse al instante, un macho adulto de cola gris paloma. Pululó sin rumbo, tratando de escapar, cuando él se arrodilló a su lado. El perro se allegó a investigar, metiendo el hocico hacia el pájaro, quien reaccionó arañando al perro con sus afiladas garras. El perro aulló, más por la sorpresa que por una verdadera herida, y se alejó en estampida.
—Déjalo estar —espetó Jesse al perro.
El perro entendía cuándo era momento de ignorar a un chico y cuándo obedecer. Mantuvo la distancia.
Jesse miró a su alrededor. No había nadie a la vista. Con enorme cuidado (sabía cuán afiladas podían ser esas garras, cuán fuerte era el pico), echó mano al pájaro, imitando acertadamente, aunque silenciosamente, el canto de un cernícalo: "ki ki ki". El ave ya no luchaba por escapar, observaba con una inclinada cabeza de alerta, con ojos claros y enfocados. No estaba listo para rendir su feroz espíritu orgulloso de cazador. Pero pronto otro animal lo mutilaría, o un niño que pasara lo ahogaría, o algo peor.
—Ven, Primilla —dijo Jesse—. Puedes confiar en mi. A ver si podemos ayudarte a volar.
Cabeza inclinada y orejas en arco, el perro esperaba con franca curiosidad para ver si una comida o un milagro estaba por llegar.
Jesse agarró el cernícalo con ambas manos, sujetándole las alas. Se levantó, llevó al pájaro a la altura del pecho y cerró los ojos. El corazón del pájaro revoloteaba bajo sus dedos y Jesse esperó hasta que el calor de sus palmas, el timbre de sus pensamientos, calmaran a la asustada criatura. No hay curación si media el yugo. Luego Jesse se mueve como la línea de una melodía a través del cuerpo del ave, deteniéndose más tiempo sobre los huesos rotos del ala. Las células resuenan mientras nota llama a nota. El aire está en calma: la agitación del viento ha perecido, dejando sólo el olor a pino a su paso.
El perro alzó la cabeza y olfateó. Podía identificar la estimulante riqueza de la hierba recién cortada, el mordisco de hierro candente de la brea fresca, la oleosa mancha del ave de río, el matiz afrutado de la orina de otro perro: todos los variados pero familiares olores del río y la ciudad. Y luego esta cosa nueva: el chico, súbitamente diferente. Al perro le habría gustado ladrar, pero se contentó con una grave vibración de la garganta, apenas un gruñido. Jesse abrió los ojos durante un momento y lanzó una mirada de reproche al perro, que agachó la cabeza.
Diez minutos, veinte, una hora; o ningún tiempo en absoluto. Como siempre, la marea remite hasta que la criatura comienza a luchar. Y luego estaba hecho: huesos sanados y cernícalo liberado a volar. Jesse sonrió cuando el ave se reunió con el aire con vigorosos aleteos, rozando el agua hasta llegar al centro del río. Allí planeó con el viento creciente, luego se inclinó y voló en un empinado ascenso. Cuanto más alto volaba, más parecía crecer y más fuertes eran sus alas. Jesse siguió el vuelo protegiéndose los ojos con una mano, porque las nubes se habían abierto y él miraba casi directamente al sol, que teñía al cernícalo de rojo dorado. Un único grito salvaje hendió el aire: sin clave menor de elegía. Envuelto en llamas, el pájaro desapareció de la vista.
Jesse observó un rato más. Los martines pescadores se perseguían unos a otros sobre el río. Sus cuerpecitos de brillantes colores destellaban como flechas mientras bordaban la ondulada longitud de seda gris verdosa. Había un momento en su vuelo, justo antes de la zambullida, en el que se pausaban, suspendidos, con la ola en su cresta, el péndulo en la cima de su arco, y luego, con un tremor, como si el tiempo mismo hubiera dudado, reanudaban su inmersión.
Por fin irrumpió el hambre. Jesse suspiró, se apartó el pelo de los ojos y se obligó a apartar la mirada. El río estaría ahí esperándole. Se echó el petate al hombro y continuó en dirección al centro de la ciudad. Cansado y desanimado, anduvo siguiendo el estrecho sendero. El cernícalo había drenado la energía que su corta, agitada noche y su inadecuada cena le habían proporcionado. Su habitual ansia de chocolate lo molestaba. Decidió que, después de McDonald's, pasaría la mañana en la biblioteca y luego intentaría encontrar algún trabajo, tal vez en uno de los elegantes barrios residenciales: cortar el césped, desbrozar, pintar, limpiar ventanas, cualquier cosa.
El perro había esperado antes de seguir al chico. Se acercaba gradualmente, pero no demasiado. Cuando el chico se detuvo para apoyarse en el respaldo de un banco de cemento, el perro también se detuvo, observando deseoso.
Jesse respiró hondo, levantó la cabeza y vio al perro.
—Tú otra vez —dijo Jesse.
La persistencia del perro le irritsbs. ¿Qué iba a hacer con un perro? La mayoría de los días ni siquiera sabía dónde iba a encontrar su siguiente comida. Un perro lo haría destacar, demasiado notorio. Y apegado: no quería la lealtad ni la devoción de ninguna criatura. Recogió una piedra del suelo.
—Te lo advierto —excamó— Vete.
El estúpido perro se acercó unos pasos.
—No quiero hacerte daño. Pero lo haré si no me dejas en paz.
El perro avanzó un centímetro más.
—Ya está —dijo Jesse.
La piedra aterrizó en el flanco del perro. El perro aulló y saltó hacia atrás antes de huir. Al mismo tiempo una voz chilló de rabia. Antes de que Jesse pudiera girarse para ver quién había gritado, algo (o alguien) se abalanzó sobre él y lo derribó. Él se cubrió la cabeza con los brazos mientras unos puños le golpeaban los hombros, le tiraban del pelo y le pellizcaban en los antebrazos. Tras un rato notó que no le estaban haciendo mucho daño. Se sentó erguido, empujó a su agresor. Vale. Una chica.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó Jesse.
Ella se puso en pie de un salto y recogió otra roca.
—¿Te la tiro yo a ti? A ver qué te parece eso —espetó ella.
Jesse no pudo evitar reírse. Esos ojos marrones lo fulminaban, feroces de indignación. Ella tenía más o menos su edad, y una larga melena de pelo castaño escapaba de un grueso elástico. Un poco más baja que él y muy delgada. A él le dio la impresión de que era una bailarina de balé, por su forma de permanecer de pie, de moverse. Iba vestida con pantalones cortos de lycra azul brillante y un top corto, zapatillas deportivas blancas (la típica ropa de corredor pijo) y tenía la cara sonrojada y sudada.
—Adelante, entonces, tíramela —dijo Jesse desde el suelo. —Ataca a un hombre en el suelo.
—Menudo hombre —dijo ella con un bufido. Soltó la roca.
El perro, en su perversidad, en su astucia canina, se acercó haciendo cabriolas. Moviendo la cola, comenzó a saltar sobre Jesse para lamerle las manos y la cara.
—Tu perro es más fiel de lo que mereces —dijo ella.
—No es mi perro.
—Parece que él no lo sabe —dijo ella.
—No para de seguirme —dijo Jesse.
—Ya veo. Así que esa es una buena razón para tirarle rocas, ¿verdad?
—Rocas no. Una roca.
—Como si eso supusiera alguna diferencia —replicó ella.
—Yo diría que sí, al perro —dijo Jesse con calma.
La chica lo miró con una expresión de perplejidad.
—¿Quién eres? —preguntó ella.
Jesse se levantó. Se sacudió la ropa y recogió el petate.
—Llama a la Protectora de Animales, ¿quieres?
—No has respondido a mi pregunta.
—Ni tengo intención de hacerlo —respondió Jesse—. ¿Es acaso asunto tuyo?
—Tú no eres de aquí —dijo la chica. Se acercó un paso, con la cabeza inclinada en un gracioso ángulo. De nuevo a él le recordó a una bailarina.
—¿Y? Eso no es un crimen.
Esto ya había durado demasiado. Jesse se giró para irse. Ella le puso una mano en el brazo. Apartándose, él se soltó la mano y se alejó andando.
—Espera —exclamó ella.
Él estaba decidido a no detenerse. La chica lo rodeo corriendo delante de él, bloqueándole el paso. Él habría pasado a su lado, pero algo en la postura de esos hombros, esa boca, lo hizo dudar.
—Espera, por favor —dijo ella de nuevo.
Se miraron un rato en silencio.
—¿Tienes hambre? —preguntó ella finalmente.
Y si ella notó el sudor que le brotó a él de la frente al entregarle la barra de muesli que llevaba en la riñonera, tuvo la consideración de no decírselo.
Al principio caminaron de regreso hacia el Puente Viejo en silencio, que era exactamente donde Jesse quería. Pero la chica tenía el tipo de energía que, como el río mismo, no era fácil de desviar.
—Mi nombre es Sarah.
—Jesse —ofreció él a cambio de la comida por llegar.
—¿Dónde pasaste la noche?
Jesse se encogió de hombros.
—Parece que has dormido debajo de un puente.
Él le dedicó una media sonrisa burlona y señaló hacia el Puente Viejo.
Ella se sorprendió, pero trató de ocultarlo. Mirándola subrepticiamente, él se preguntó exactamente cuántos años tendría. Con un rostro tan expresivo era difícil saberlo. No sería una buena mentirosa: esa sonrisa la delataría, esos ojos. Había algo en ella que...
Justo antes de pasar bajo el puente, Sarah se detuvo y miró hacia los parapetos de piedra.
—No es un buen lugar para dormir —dijo ella.
—Los hay peores —dijo Jesse.
—No me gusta.
—¿Por qué? Es una hermosa estructura. Mira las piedras curvas de albardilla sobre las enjutas y los muros en ala. Y los cursos de proyección a nivel de carretera. Todas buenas características sólidas típicas de la época.
Sarah estaba asombrada. —Sabes un montón de eso.
—En realidad no. Sólo porque leo.
Ella señaló a los perros de piedra que custodiaban mostrando los dientes ambos extremos de los parapetos. —Me asustan.
—Son sólo estatuas.
—Tal vez —Ella sacudió la cabeza—... Hay demasiadas leyendas sobre este puente. Se supone que da mala suerte. Por eso mucha gente no lo usa. No conseguirías que yo pasara una noche aquí, sola, por nada.
Jesse se burló de ella. —¿Cómo sabes que estaba solo?
Ella se sonrojó fácilmente. —Lo siento. No quise decir... Quiero decir, no quise decir... —Un futil intento de contener un grito de diversión—. Me estoy liando por nada, ¿verdad?
A él le gustó su disposición a reírse de sí misma. —Estuve solo.
—Razón de más para buscar otro lugar donde dormir.
—Sé cuidar de mí mismo.
Ella le miró de pies a cabeza, sin pasar por alto mucho. —Escucha, no es un buen lugar para estar, no uno solo, y menos de noche. Ha habido varios asesinatos debajo del puente. El año pasado encontraron el cuerpo de un hombre al que habían matado a golpes y dejado en la orilla.
—Todos los edificios antiguos, o puentes, tienen su historia.
—No como éste —insistió ella. —Mi madre dice que algunos lugares están imbuidos de energía espiritual.
—¿Fantasmas? —se burló él.
—No... no, nada de eso. Más como una huella dactilar, una especie de carga emocional porque una persona (o tal vez un animal) ardió con tanta fuerza que todo, incluso la piedra, lo recuerda.
Su mirada clara lo inquietó, como si ella entendiera un secreto sobre él. Le llegaba su olor y le rascaba la base de la garganta. Su abuela solía colgar grandes manojos de lavanda en la cocina para que se secaran, pero él nunca había conocido a una chica a la que le gustara la lavanda, una chica como ésta, y eso lo inquietaba aún más. Vete, se dijo. Da media vuelta y vete. Hay cosas peores que el hambre. Su estómago gruñó en desacuerdo, lo bastante alto como para que ella lo oyera. Él se subió más el petate al hombro y se frotó el abdomen, la pilló sonriendo. Él no podía resistirse a lo absurdo de una situación, ni siquiera la suya propia. Se le escapó una sonrisa también.
Al otro lado del puente, el perro se sumergió en el río, chapoteó en exuberantes círculos durante unos minutos, luego volvió saltando hacia Jesse y se sacudió vigorosamente.
—¡Mierda! —exclamó Jesse. —Ya tengo la ropa lo bastante asquerosa —Miró furiosamente al perro.
Pero Sarah estaba mirando hacia el puente, incapaz de dejar el tema. —Apesta a maldad.
—Eso es un poco fuerte, creo yo.
—No estés tan seguro. Mi madre tenía una... —Ella vaciló y luego empezó de nuevo— una conocida de mi madre se suicidó allí no hace mucho. Se arrojó al río y se ahogó —Jesse oyó el débil énfasis en "conocida". Se preguntó qué sería lo que ella no le estaba diciendo, pero no tenía intención de invadir territorio restringido. Ya tenía suficientes minas terrestres.
Él sonrió, facilitándole las cosas. —Yo no voy a tirarme de ningún puente, embrujado o no. De todos modos, nunca me ahogaría.
—¿Por qué no?
—Nado demasiado bien.
Sarah lo miró. Los ojos de Jesse bailaron, pero su voz era tranquila y segura. Si otro hubiera hablado así, ella se habría reído o lo habría regañado. Esto era diferente, no sabía por qué. Tenía la fuerte sensación de que este muchacho no alardeaba, no mentía; de hecho, no tenía necesidad de mentir. Pero ella conocía el puente. Y a su madre.
La casa era antigua y hermosa, alejada de una calle tranquila en las afueras de la ciudad. Culminaba una colina con descargadas vistas, La habían construido con piedra local hacía unos doscientos años. Sus muros exteriores eran de un moteado pero leve ocre, como el mejor helado de vainilla. Un arquitecto inteligente había traído luz y río a lo que antaño debió de haber sido un oscuro e incluso estrecho interior. Ahora era espacioso, soleado y muy desordenado.
Jesse llebaba en la calle unos meses, pero de creía capaz aún de imaginar la vida de otras personas: de la gente corriente, que vivía en pisos y casas, que se levantaba por la mañana, se bañaba, desayunaba y pateaba al perro (o al más joven del miembro de la familia). y se iba al trabajo o a la escuela. Pero para entrar a la casa de Sarah, necesitaba un pasaporte y un libro de frases.
En la puerta principal vio tres cascos de motorista colgados junto con los impermeables y las chaquetas.
—De mi padre —dijo ella.
Jesse quedó asombrado por la cantidad de posesiones que estas personas podían acumular: revistas y periódicos, sandalias, almohadas, jarrones llenos de flores marchitas, CD, un montón de calcetines, cestas africanas, fotografías, una trompeta sobre un piano, plantas, un ajedrez, estatuas de piedra y madera... y libros, muchísimos libros. Y ésto sólo al echar un vistazo a través de la puerta mientras se dirigían hacia la cocina.
Sarah le pasó a Jesse un plato lleno de huevos revueltos y queso rallado, tomates asados y tostadas con mantequilla. El perro ya había devorado una ración de rancios copos de maíz con leche.
—Probablemente ese chucho de sentaría y declamaría todo el Elder Edda, en el original, por una sopa de hueso —dijo Jesse.
—Mi madre y yo somos vegetarianas —dijo Sarah sin una pizca de disculpa. —No hay huesos ni tocino ni salchichas, sólo unos filetes para mi padre en el congelador. Finn me mataría si usara su carne importada para un perro.
—¿Finn?
—Mi padre.
—¿Un apodo?
—No. Un antiguo nombre de familia.
—¿Llamas a tu padre por su nombre de pila?
—¿Sí, por qué no? —Ella lo miró sorprendida, luego preguntó—. ¿Qué es el Elder Edda?
—Una colección de primeros poemas estilo baladas. Una importante fuente de los mitos nórdicos escritos en islandés arcaico.
—¿Nórdico?
—Sí. Ya sabes, historias de los dioses vikingos. Odín. Thor. Las Valquirias. Loki, el Tramposo, es uno de mis favoritos.
Ella se quedó mirándole ceñuda un momento, como si nunca hubiera oído hablar de los vikingos, antes de ir al refrigerador a buscar otro paquete de queso.
—A tu perro no le importará un poco de queso cheddar, supongo.
Sarah insistía en llamarlo tu perro. Jesse no se había vuelto a molestar en corregirla. Una comida valía más que un adjetivo. Si él jugaba bien sus declinaciones, puede que consiguiera ducharse también.
Mientras Sarah cortaba un poco de queso, Jesse se concentraba en los sabores que explotaban en su lengua. El hambre agudizaba los sentidos, todo el mundo lo sabía. Sólo los verdaderamente hambrientos veían los fantasmas que ésta despertaba: una abuela cocinando en un viejo fuego, una chica colocando sobre la mesa una canasta de cálidos y plumosos huevos, los ojos tristes y cansados del alguacil. Sarah notó el modo en que los ojos de Jesse captaban la luz cuando él los levantó del plato. Titilaban como espejos, o como estanques azul profundo, llenos de ocultas y sutiles capas de color.
—¿Quieres un café? —preguntó Shara.
—Por favor.
A Sarah le gustó que él fuera educado, que comiera lenta y pensativamente a pesar de estar claramente hambriento.
Sarah se sentó frente a él mientras el perro yacía a sus pies lamiendo migajas. El café estaba caliente, fuerte y absolutamente delicioso. Sarah tomaba el suyo solo, pero Jesse le añadió azúcar, mucha azúcar y una cucharada de crema de la jarra que ella le había puesto delante. Aunque habían dejado de hablar, el silencio no era tenso ni incómodo.
Cuando él se terminó los huevos, Sarah se levantó y preparó una segunda ronda sin preguntar, y dos rebanadas más de tostadas. Él se lo comió todo. Sarah le ofreció más café, pero él rehusó, ya sentía algo de presión a los lados del cráneo, una leve neblina. Aunque a veces el café podía calmar sus dolores de cabeza, lo más frecuente era que desencadenara una debilitante migraña. Había tenido suerte en los últimos meses. Quizás sólo estaba demasiado cansado, pero, ¿qué haría si tuviera un ataque en toda regla?
Sarah se sirvió otra taza. Sus dedos no eran particularmente largos ni finos (uñas cortas y romas), pero sus manos tallaban una línea de melodía en el aire. Recordando un CD que Liam solía poner, Jesse tarareó algunos compases de Pájaro de Fuego de Stravinsky. Sarah terminó la frase por él.
—Yo he bailado eso —dijo ella.
—Así que sí bailas —dijo él—. Me lo preguntaba.
Ella hizo girar el café en su taza, con una sonrisa privada en el rostro.
—¿Qué? —preguntó él.
—No eres para nada lo que esperaba.
Jesse notó las leves pecas en el puente de esa nariz y las motas verdes en esos ojos. Apartó la mirada cuando ella fue consciente de su escrutinio. En la cocina hacía calor y, a pesar del café, Jesse empezó a sentir modorra.
—¿Quieres acostarte? —preguntó Shara. —A mí no me importa.
Jesse jugó con su tenedor, considerándolo. —No deberías ser tan confiada. Es peligroso.
Ella dio una carcajada, profunda y gutural. —Hay un dormitorio libre arriba que tiene baño en suite. Eres bienvenido a usarlo. Te prepararé la cama.
—Puedo hacerlo yo solo. No hace falta que me sirvas.
—De acuerdo esta vez. Estás cansado.
Ella entornó los ojos, midiéndolo.
—Probablemente haya algunas cosas viejas de mi... —Se interrumpió y respiró hondo—. Algunas cosas viejas que aún tenemos y que te quedarán bien. Podemos meter tu ropa en la lavadora.
—¿No se opondrá él?
—¿Quién?
—Tu padre.
Ella rio otra vez. —Ni siquiera se daría cuenta. De todos modos, está en la cima de alguna montaña de los Andes en otra de sus expediciones.
—¿Expedición? —Ésto se estaba poniendo más interesante.
—No seas tan fisgón —dijo Sarah, pero con una sonrisa. Luego cedió—. Es fotógrafo. Hace muchos encargos de naturaleza. Ya sabes, como National Geographic. A menos que seas un nuevo tipo de musgo, molusco o mineral, no eres más que otro cuerpo adolescente. Podrías llevar la chaqueta de un traje sobre un tanga, con boa de plumas a juego, y él no movería ni un pelo. Vive con vaqueros y camisetas que pide al por mayor por Internet. Excepto cuando está en modo motociclista, cuando se viste de cuero negro y cadenas.
—Ahora me estás tomando el pelo —protestó él.
—Bueno... sólo un poco. Si llegas a conoces a Finn, verás a qué me refiero.
—¿Se ha ido por mucho tiempo?
—Depende. ¿Por qué? ¿Planeas robarnos o sólo mudarte?
Jesse sacudió la cabeza de irritación. —En serio, tendrías que andarte con más cuidado.
—No conoces a mi madre —fue todo lo que dijo Sarah.
Después de mostrarle el baño, Sarah le entregó a Jesse un peine y un cepillo para el pelo, así como un cepillo de dientes nuevo, luego se llevó la ropa sucia y el saco de dormir, y sin ninguna señal de disgusto, lo cual él agradeció. Ahora él se tumbó con un suspiro de pura dicha, con la piel hormigueando por la larga ducha caliente y perfumada por la crema de lavanda para la piel que Sarah le había ofrecido (Lo hago yo mismo). El pelo se le había aclarado dos tonos al menos. La vieja camiseta y los bóxers le quedaban bastante bien, aunque eran una talla más pequeña de la que él usaba normalmente. Había perdido peso en los últimos meses. El perro estaba acurrucado en la alfombra de vivos colores que había junto a la cama. Aunque Jesse siempre leía hasta quedarse dormido, sin importar dónde durmiera, le pesaban demasiado los ojos para la imprenta. Quedó dormido en cuestión de minutos.
A pesar de estar exhausto, él duerme a ratos. La oscuridad se arremolina incierta a su alrededor. Voces susurran. Aparecen y desaparecen rostros. Figuras gritan de agonía, agitan los brazos y se hunden bajo las olas. Un sol rojo abrasa el mar, cegando a Jesse y quemándolo. Espera, exclama él. Aguanta, ya voy. Pero el agua lo rechaza, lo lanza bruscamente de una imagen a otra, hasta que el sueño remite por fin y lo deja varado sobre un extraño guijarro.
En la luz acortinada, rojos destellos estelares se prendían como espinas al borde de su visión, y él volvió a cerrar los ojos con un gruñido. Su estómago se revolvió en señal de protesta. Líneas de fuego zigzagueaban bajo sus párpados. Sentía las puntas de los dedos entumecidas y él metió las manos bajo el edredón, amontonado y enredado alrededor de su cuerpo. Después de unos minutos, las náuseas disminuyeron lo suficiente como para poder ponerse de pie. Necesitaba mear.
La casa estaba en silencio. El perro siguió a Jesse por el rellano, que estaba decorado con una serie de luminosas fotografías en blanco y negro de conchas marinas, tan reales que Jesse sintió que podía extender la mano y recogerlas. Se detuvo para examinarlas. Si éste era el trabajo del padre de Sarah, el hombre era bueno, mucho mejor que bueno. Jesse silbó en voz baja. Sarah era afortunada.
Jesse encontró una nota en la mesa de la cocina: He salido. Sírvete lo que necesites. No despiertes a mi madre. S. Abrió el frigorífico. No estaba acostumbrado a tanta comida a la vez, había comido demasiados huevos. Bebió medio vaso de leche con la esperanza de que eso le calmara el estómago. El tictac del reloj en la pared le indicó que no había dormido mucho. El perro lo miraba expectante y Jesse le sirvió un poco de leche. La ansiosa lengua del perro le lamió a Jesse las orejas. Él se apartó un poco. Le dolía el estómago y sentía una pesadez detrás de las sienes, una rigidez en el cuello que le advertía que lo peor aún estaba por venir.
Necesitaba recoger sus cosas e irse.
—¿Eres amigo de Sarah?
Jesse se giró ante la voz. Una mujer estaba en la puerta, mirándolo con curiosidad, pero sin alarmarse. Él vio el parecido con Sarah de inmediato, no en el tinte, porque su madre tenía el pelo rojo intenso, y los ojos más asombrosos que él jamás había visto, el ahumado ámbar del reino animal. Tenía el rostro muy pálido y al principio pensó que debía de estar enferma. Entonces se dio cuenta de que su piel crepitaba de energía, como si una corriente eléctrica corriera bajo su superficie translúcida. La línea de sus cejas, la forma de su nariz, la curva de sus labios, sus pómulos: todo había sido replicado en Sarah.
—Soy Jesse Wright —dijo sintiéndose bastante incómodo. —Sarah me invitó a comer.
Ella miró al perro, que se retiró detrás de Jesse lanzando un pequeño y extraño chillido. Casi con tanta gracia como su hija, ella se inclinó y le acarició la cabeza, luego fue a sacar algunas cosas de la alacena.
—Hay un té de hierbas que tomo y que debería arreglarte el estómago —dijo ella llenando la tetera.
—¿Cómo sabe...? —empezó Jesse.
—¿Lo de las náuseas? —Ella sonrió—. Siéntate. Te daré un masaje en el cuello y los hombros mientras bebes. Te ayudará. Quizá podamos prevenir la migraña.
Él intentó negarse, cortésmente, pero se encontró ocupando la silla que ella le indicó.
—No los hombros ni la espalda. Por favor, no los toque —dijo él—. Sólo la parte de arriba del cuello, la nuca.
Ella accedió sin cuestionarlo.
Ella tenía los dedos fríos, competentes en el masaje de los nudos de tensión, mientras él bebía el té. Nadie lo había tocado desde hacía mucho tiempo, excepto con ira, mucho tiempo desde que él había permitido que alguien lo tocara. Liam había sido el último. Jesse cerró los ojos y escuchó la melodía que ella tarareaba en voz baja. La habitación estaba cálida, cálida como el té almizclado, cálida como la canción, cálida como el sueño. El agua le lamía las sienes, le empujaba los rizos de la mente. Atrás yacía el pasado. Muy atrás. Él vagó, cálido y relajado.
Jesse yacía en la cama. Se quitó las mantas y caminó descalzo hasta la ventana, descorrió la cortina. Esta vez debía de haber dormido unas cuantas horas, porque el cielo se había nublado una vez más, aunque se percató de que era alrededor del mediodía. Abrió la ventana y respiró profundamente. El dolor de cabeza había desaparecido y el aire era sofocante, saturado con el mezclado aroma del calor del mediodía y la lluvia incipiente, madreselva, rosas tardías y lavanda y grosella negra, tan potente que él podía sentir la grava bajo los pies en el sendero que atravesaba el jardín de su abuela, saborear la mermelada que ella estaría haciendo.
Intentó recordar cómo había vuelto al dormitorio. Tenía una imagen clara de la madre de Sarah en la cocina, preparándole una taza de té fuerte de hierbas y luego masajeándole el cuello y las sienes, pero después de eso... nada. Era obvio que ella no habría podido subirlo a cuestas, por muy dormido que se hubiera quedado. Vio que vestía vaqueros: ¿lo había soñado, después de todo, y se había vestido sin darse cuenta? Alguna forma de sonambulismo, tal vez.
—Estás despierto —exclamó una voz desde abajo.
Paleta en mano, la madre de Sarah estaba junto a un enredado lecho de flores. Llevaba el pelo recogido hacia atrás, pero al igual que el de su hija, se le escapaba rápidamente. El perro estaba tumbado como en su casa bajo un gran nogal, que lucía una hermosa, si acaso algo torcida, casa en el árbol, con techo de tejas y ventanas dobles.
—¿Qué hora es? —preguntó Jesse, más por decir algo que por querer saberlo.
—Un poco antes de la una —dijo ella—. Baja a la cocina a almorzar. Yo iba a parar ahora de todos modos. Está empezando a llover.
Ladrar frenético, una lanza peluda seguida de un misil canino.
—¡Vuelve aquí! —gritó Jesse.
Meg dio una carcajada. —Nunca atrapará al astuto gato de nuestro vecino. Ese animal tiene al menos noventa y nueve vidas.
—¿Cómo llegué escaleras arriba? —le preguntó Jesse mientras tomaba un sándwich de queso y tomate a la plancha y limonada fresca.
—¿No te acuerdas? —preguntó ella. —A veces afecta a algunas personas así.
—¿Qué afecta a algunas personas así?
—El té, el masaje.
—Tonterías —Jesse entornó los ojos. —A menos que haya usted drogado el té...
Ella rió, con voz ligera y espumosa como las cabezas de flores de saúco que crecían silvestres en los caminos de su infancia.
—Por supuesto que no. Es sólo una pequeña técnica que uso para los dolores de cabeza. Y funciona, ¿no? Te guié hasta arriba y te ayudé a meterte en la cama. Probablemente lo recordarás dentro de un rato —Ella lo miró con ojos pensativos. —Pero eres particularmente receptivo. Un sensitivo, diría yo.
Él se encogió de hombros. —No sé a qué se refiere.
Ella frunció la boca ligeramente en una esquina. Jesse tuvo la sensación de que ella entendía a su invitado muy bien y que le divertía su evasiva. De repente él cambió de tema. —¿Dónde está Sarah?
—Fue a hacer unos recados. Volverá pronto.
—Esperaré para decirle adiós.
—¿Dónde vas a ir?
De nuevo se encogió de hombros. —Estoy siguiendo el río.
—¿Para el verano?
—Más o menos.
—Si quieres tomarte un descanso —Ella vaciló y se mordió el labio. Era la primera vez que la veía perdida y, de pronto, él anticipó sus siguientes palabras.
—¡No! —espetó él. —No necesito empleo —Estúpido, pensó. Esta gente pagaría bien. Un día o dos no vendrían mal, ¿verdad? Unos cuantos kilos más, un par de libros nuevos, tal vez incluso un jersey de segunda mano y un cálido anorak para el invierno... El rostro de Sarah destelló por su mente. Él echó atrás su silla y se levantó, volcando su vaso de limonada.
—Lo siento —dijo mientras se apresuraba hacia el fregadero.
—Un empleo no —dijo la madre de Sarah—. Un refugio.
Él la miró fijamente, paño en mano. Podía oír el fuerte tictac del reloj de cerámica de la pared.
Ella citó en voz baja:
—No temas. La isla está llena de ruidos,
Sonidos y cantos dulces que deleitan y no dañan.
—¡Ha estado revisando mis cosas! —dijo Jesse.
Su sonrisa era paciente. —Yo no haría eso. Ninguno de nosotros lo haría. La Tempestad es una de mis obras favoritas. Actué en ella en la universidad.
—Lo siento —murmuró él de nuevo, no del todo tranquilizado. La misma obra que él estaba leyendo ahora, y algunas de sus líneas favoritas. La experiencia le había enseñado a desconfiar de las coincidencias.
Ella se levantó y empezó a recoger la mesa.
—Gracias por el almuerzo —dijo él, moviéndose para ayudarla.
—Déjalo —dijo ella—. Sarah y tú podéis recoger la cena, si todavía estás aquí.
Ella se detuvo, jarra en mano.
—Piénsalo, Jesse. Unos días de descanso. Creo que lo necesitas.
Sus palabras salpicaron sobre lecho rocoso de su mente, Jesse hundió las manos en los bolsillos y salió al jardín. La madre de Sarah lo observó marchar, con una expresión de preocupación en el rostro.
Sarah le había comprado al perro un robusto collar de cuero y una correa. —Va a necesitar etiqueta y chip. ¿Y qué hay de su nombre?
—Ya te lo dije —dijo Jesse—. No es mi perro.
—Ahora lo es —dijo ella—. ¿Cómo quieres llamarlo?
Jesse se encogió de hombros. No tenía mucho sentido pensar en un nombre a menos que la familia de Sarah estuviera dispuesta a adoptar a un perro callejero.
—¿Qué tal Anubis? El año pasado estudiamos mitología egipcia en la escuela.
De ninguna manera, pensó Jesse. Aunque le pusiera un nombre al animal (temporalmente, claro está), sería Harry o Jinx. Sencillo, corriente, perrito.
El perro tiró de la correa, ansioso por seguir moviéndose. Habían bajado la colina desde la casa de Sarah y ahora estaban en otra parte de la ciudad. Las casas eran bonitas, lujosas, con pequeños jardines delanteros, jardineras llenas de geranios expuestas como medallas en el pecho de un héroe de guerra, y puertas y marcos de ventanas pintados de colores brillantes.
Sarah indicó un camino estrecho casi oculto entre dos viviendas de ladrillo. —Vamos, quiero mostrarte algo.
Lo condujo por el camino empedrado hacia una pequeña capilla de piedra convertida en residencia y taller. Un banco de piedra se curvaba alrededor de la base de un altísimo castaño. Montado en las volutas de la puerta de hierro forjado había un cartel exquisitamente escrito a mano: Relojes de sol, rezaba. Se detuvieron y se apoyaron en la cerca mientras Jesse estudiaba las obras, cada una bañada por la astringente luz verde. Una vez más podía oler el rubor de lavanda en la piel de Sarah.
—Brillante, ¿verdad? —preguntó Shara.
—Son maravillosos —dijo Jesse—. ¿Quién los hace?
—Una amiga de mi madre. Ella no está aquí en este momento, o podríamos saludarla.
Jesse señaló un reloj de sol dorado de pizarra verde montado sobre un pedestal y situado a cierta distancia de los demás. —Ese es el único que está al sol.
—El socio de Úrsula quiso quitar el árbol para que los visitantes pudieran apreciar mejor los relojes de sol, pero Úrsula no quiso ni oír hablar de ello. La mayoría de ellas son sólo piezas de exhibición, aunque creo que una o dos podrían ser pedidos actuales.
—Los relojes de sol deben calibrarse para un sitio específico para que sean precisos.
—Tú lees mucho, ¿no?
Él pareció no escuchar. —¿No tiene ella miedo de que alguien se los robe?
—Pesan demasiado.
—Cualquiera podría saltar esta valla y destrozarlos.
—Hay cosas más tentadoras que perseguir, supongo —Le lanzó una mirada de reojo. —¿Siempre esperas lo peor?
—Es mejor estar preparado.
Automáticamente buscó un cigarrillo en su bolsillo, pero sólo encontró una caja de cerillas vacía.
—¿Fumas? —preguntó Shara, más observadora de lo que Jesse estaba acostumbrado; más, tal vez, de lo que a él le preocupaba.
—A veces. ¿Hizo Úrsula el de vuestro jardín?
—Sí. Mi madre pasó horas discutiendo con ella sobre el diseño. A veces ella toca bastante los ya-sabes-qué... mi madre, quiero decir.
—Tu madre es una mujer muy interesante.
—Eso es lo que dice todo el mundo —dijo Sarah secamente.
Jesse apartó la mirada de los relojes de sol.
—Hay muchos tipos diferentes de talentos —dijo él, luego sacudió la cabeza y pasó la mano de un lado a otro sobre las volutas de la puerta. —Lo siento, decir eso fue una tontería de mi parte. Odio esos tópicos —Siguió rozando el metal con la punta del dedo, con toda su atención concentrada en borrar sus palabras.
—Tranquilo. Yo la admiro genuinamente. Me cae bien también. Es que...
—Sí, me lo imagino.
Sarah le estudió el rostro durante un momento, sin hablar. Cuando él no estaba frunciendo el ceño, sus rasgos tenían el suave aspecto de unos viejos pantalones vaqueros, familiares, cómodos y gastados. Como alguien a quien quizás hayas conocido desde siempre. Incluso sus ojos, cuando se despojaban de su frágil capa de mica, se volvían del color de sus tejanos lavados a la piedra favoritos. Él no tenía barba en la cara, pero ella sabía que pronto se afeitaría.
Él giró la cabeza y la miró a los ojos. Tomada por sorpresa, ella se sonrojó.
—Mira, no quise compararte con tu madre —dijo Jesse—. Ni entrometerme.
9
—¿Ah no?
—Vale, tal vez tenga un poco de curiosidad —admitió él—. ¿Me culpas por eso?
Sarah tenía un brillo travieso en sus ojos, la misma mirada que él había visto en una niña pequeña que había encontrado un montón de chocolate y un único cigarrillo desintegrándose escondidos debajo de su colchón. En Emmy. Él no se dio cuenta de estar mordiéndose el labio hasta que probó un rastro de sangre.
—Te ofrezco un trato —dijo Sarah—. Un hecho sobre ti por otro sobre mi madre.
—Ese no sería un trato justo —dijo él secamente. —No hay nada que valga la pena saber sobre mí.
Él se alejó, dejando a Sarah mirándolo fijamente. Él tenía los hombros encorvados como para protegerse de un viento helado.
Sarah lo condujo a través de un cementerio, donde se detuvo para señalar una hilera de pequeñas tumbas cuyas lápidas tenían inscripciones datadas de la década de 1890. Aunque no estaban completamente cubiertas de maleza, las parcelas ya no estaban cuidadas, y el dulce olor de la madreselva que trepaba rampantemente a través de una lila cercana aumentaba el ligero aire de abandono.
—No sé por qué —dijo ella—, pero siempre me gusta tomar este desvío. Uno pensaría que ver estas pequeñas tumbas sería triste, pero no lo es. De una manera extraña, son como niños que he conocido. A veces incluso parecen susurrarme. Consolándome cuando las cosas van mal, o cuando sólo me siento sola y deprimida —Señaló una lápida torcida al final de la fila—. Amelia Holland. Tenía cuatro años y medio cuando murió. Siento como si la conociera. Creo que se habría convertido en maestra... Levantó la vista y vio que el rostro de Jesse estaba grabado en piedra. —Lo siento, ésto es una tontería, supongo.
Jesse negó con la cabeza, aunque no dijo nada. Luego se alejó hacia la madreselva. Con la cabeza inclinada, arrancó un puñado de flores de la enredadera y las aplastó entre los dedos, liberando su aroma. Sin entender de qué se trataba, Sarah se percató de que había dado un paso en falso, que de alguna manera estaba invadiendo terreno sagrado.
Ella intentó enmendar las cosas. —Es que aquí hay mucha paz. A veces traigo un libro y lo leo.
Jesse apartó los pétalos aplastados y se limpió la mano en los vaqueros.
—Se hace tarde —dijo él—. Vamos a ver ese parque que dices que es tan asombroso.
—Parque Hedgerider.
Jesse alzó una ceja.
—Así se llama —Ella bajó la vista hacia el perro, que yacía en un claro de sol. —Vamos, Anubis —sonrió—. Nubi.
Mientras caminaban, Jesse ocasionalmente miraba de reojo a Sarah, pero ella no era consciente de su curiosidad, o probablemente era indiferente a ésta. Una chica como ésta, se recordó, no tendría motivos para carecer de confianza en sí misma: inteligente, hija única privilegiada, mucho dinero, familia decente (de acuerdo, fascinante), decenas de amigos, probablemente novio, ella misma lo suficiente amable como para no ver en ello nada especial: demasiado delgada, demasiado angulosa, fibrosa y musculosa, aunque tenía lindos ojos y ese cabello largo y brillante, y a él le gustaba la forma en que su boca se movía lentamente hacia arriba con diversión, como si hubiera encontrado un tesoro de hermosas piedras pulidas, como las que él guardaba en una suave bolsa de cuero...y los ojos de Emmy brillan, su boca se abre en una amplia sonrisa de asombro cuando él se las regala por su cumpleaños? "joyas", jadea ella, "mis propias joyas...".
Nubi emitió un gutural sonido de ahogarse. Jesse se sobresaltó, debía de haber tirado demasiado fuerte de la correa. Aflojó su agarre, luego disminuyó la velocidad para recuperar el aliento mientras intentaba descubrir por qué seguía allí. Su dolor de cabeza casi había desaparecido, tenía el estómago lleno y el cielo se había despejado. No había razón para quedarse y sí muchas razones para seguir adelante. Desde el principio había establecido una regla férrea de no permanecer nunca más de una noche en el mismo lugar.
Sarah lo miró preocupada. —¿Qiieres que tomemos una coca cola o algo así?
Él negó con la cabeza y se adelantó. Era mejor seguir adelante. Sarah le gritó que giraran a la izquierda y doblaron la esquina hacia un mundo que él conocía demasiado bien.
Un grupo de muchachos, apenas mayores que niños, se apiñaban alrededor de un objeto en la acera. Jesse se detuvo en seco. Al principio pensó que tenían un animal, un perro o un gato, o incluso un gran saco de botín, sobre el que estaban empujando, pateando y riéndose. Entonces oyó los sollozos y las súplicas, y el dolor de cabeza le explotó en las sienes, junto con sus recuerdos. El chico estaba haciendo exactamente lo incorrecto al mendigar. Acabarían con él si no se callaba rápido. Los gusanos se alimentaban de carne blanda.
Eran unos seis o siete y Jesse vio al cabecilla de inmediato: un muchacho alto con la cabeza afeitada, rostro terso y cetrino y dientes muy blancos. Estaba en la acera con los brazos cruzados, disfrutando de su trabajo sin ensuciarse las manos. Los ojos le brillaban con inteligencia y Jesse tuvo la sensación de que el chico estaba tan entusiasmado con su propio poder que no necesitaba otros estimulantes. En otras circunstancias, fácilmente se habría encaminado hacia una carrera en política.
Era una fiesta. La música sonaba a todo volumen desde un altavoz del gueto y varios de los chicos tenían latas de cerveza en una mano, aunque ciertamente eran menores de edad. Nadie se atrevería a desafiarlos. Jesse podía oler ese tipo particular de sudor agrio y caliente que exuda una pandilla cuando se le bombea bebida, adrenalina y sed de sangre (por pura fuerza numérica), así como el hedor de la orina. El pobre pringadp se había meado encima. No tenía ninguna posibilidad.
Sarah llegó hasta detrás de Jesse y exclamó al ver lo que estaba teniendo lugar. Ella le agarró del brazo y esta vez él meramente hizo una mueca cuando ella le clavó los dedos en la piel. El perro retrocedió toda la longitud de su correa, sintiendo problemas. Jesse la agarró del brazo y la arrastró hacia atrás mientras ella intentaba luchar contra él.
—Suéltame —dijo ella—. Tenemos que hacer algo.
Jesse miró a su alrededor. A lo lejos, calle abajo, un hombre mayor se escabullía hacia una puerta, desapareciendo de la vista. Un par de chicas se reían en el siguiente cruce y lanzaban miradas curiosas a Sarah y a él para ver si el espectáculo estaba a punto de volverse realmente interesante. Cualquier otra persona que hubiera estado dispuesta a ayudar había desaparecido o se mantenía aparte. Incluso el tráfico parecía haber tomado una ruta alternativa. Jesse agarró el brazo de Sarah con más fuerza y la arrastró despacio hacia la esquina antes de que esos cabrones tuvieran ocasión de verlos. Por el momento la atención del grupo seguía centrada en su presa. Todos excepto el alto, que los había visto bastante bien. Había entornado los ojos, con una mano a la barbilla, y se golpeaba los labios con un largo dedo índice como si sopesara los pros y los contras de la última propuesta fiscal.
—No hagas ruido —siseó Jesse a Sarah. Ella era una mocosa de ciudad. ¿No tenía ella más sentido común que éste? Ella debía de saber cuándo parar y salir corriendo.
Sarah tenía la cara enrojecida por la ira y temblaba con tanta fuerza que apenas podía escupir una frase coherente.
—Bastardo. Aparta. Quítame las malditas manos de encima. Ahora mismo. Ahora.
—No.
Ella trató de zafarse, le dio una patada y le golpeaba la cabeza con el otro brazo. Era fuerte, pero él aguantó. El perro gemía y corría alrededor de ellos, enredándoles las piernas con la correa.
Jesse esperó hasta que pasó su primera furia. —Ésto no tiene nada que ver con nosotros.
—A la mierda eso.
—No me voy a involucrar en la pelea de otra persona.
—¿Qué pasa contigo? No puedes marcharte sin más. Son siete u ocho. Lo van a mandar al hospital.
—No, es más probable que lo maten.
—¿Y ya está? ¿Te da igual?
—Esas cosas suceden.
—No si yo puedo evitarlo —dijo Sarah.
—Tú no puedes hacer nada. No podemos. Ahora, vámonos de aquí antes de que nos inviten a su fiesta.
Él se asustó ante el desprecio que vio en esos ojos, pero se mantuvo firme. Los ojos de Sarah se llenaron de lagrimas.
—¿Tienes un móvil? —preguntó él con un suspiro.
—En casa. Olvidé cargarlo.
Él se encogió de hombros. —Vamos.
—Yo voy a volver allí.
—Entonces estás sola.
Él le soltó el brazo. Se miraron el uno al otro en silencio. Jesse todavía podía escuchar música y risas provenientes de la esquina, pero le palpitaba la cabeza y necesitaba toda su concentración para lidiar con Sarah. El sol calentaba y el olor a sofocante asfalto y a los gases de escape le provocaba náuseas y un ligero mareo. Jesse recordó lo que la madre de Sarah le había dicho... le había ofrecido. Eso había sonado muy tentador. Una oportunidad para descansar. Leer. Dormir. Para saber adónde ir, qué hacer. Pero nunca funcionaría. Estas personas eran unos ilusos. Creían que se podía cambiar el mundo. ¿Y qué querían de él, de todos modos? Todo aquel montaje apestaba más que un aseo público lleno. Quizá se trataba de un nuevo tipo de proyecto escolar: conocer a los desfavorecidos durante las vacaciones de verano. Una cosa así. Él no necesitaba su filantropía. ¿Qué equivalía a qué? Algunas comidas, algo de ropa vieja que habrían enviado a Oxfam antes de que terminara el mes.
Él no les debía nada. Si Sarah insistía en actuar heroicamente, en salir lastimada, él mismo encontraría el camino de regreso a la colina, supuso. Estúpidamente, había dejado sus cosas en la casa. Pero podría llegar allí y marcharse en una hora. O menos.
Le era difícil pensar con el dolor de cabeza.
Dudó, esperando a ver qué iba a hacer Sarah. Como ella no se movió, él se desenrolló la correa de las piernas y se la entregó. Ella la tomó sin decir palabra. Él podía sentirla mirándole la espalda mientras él se inclinaba para acariciar la cabeza del perro. La criatura estaba temblando.
Oyeron un alto grito agudo a la vuelta de la esquina, un gritó que se cortó de repente. Una salva de fuertes carcajadas.
Con un juramento tácito, Sarah le arrojó la correa a Jesse y echó a correr.
—¡Sarah! —la llamó él.
En lugar de detenerse o mirar atrás, ella empezó a correr en serio. Su gruesa trenza se balanceaba detrás de ella, los mechones perdidos ya haciendo su escapada. Corría como corre un animal: fluida, elegante, toda su esencia destilada en el movimiento. El lazo de su vuelo cayó sobre los hombros de Jesse. Atado, él pescó la correa de Nubi y corrió tras ella.
Para su sorpresa, Jesse descubrió que no podía alcanzarla. Ella era rápida. El sol seguía alto en el cielo y caía sobre su cabeza y sus hombros. Entrecerró los ojos ante el resplandor del pavimento. La imagen de Sarah ondulaba y disminuía gradualmente ante sus ojos. Él corrió más y más rápido. La luz le daba en los ojos, reflejada desde el metal y el cristal de los coches, cegándolo a veces. Empezó a jadear. Al final empezó a caminar, luego se detuvo y se secó el sudor de la frente. Sarah ya no estaba a la vista. La había perdido. Su respiración volvió lentamente a la normal, aunque le palpitaba la cabeza. Se lamió los labios. Le vendría bien un cigarrillo. Mejor aún, una bebida fría. Buscó en el bolsillo. Nada más que unas pocas monedas. Se humedeció los labios de nuevo y tragó. ¿Yg si llamara a una de estas elegantes puertas y pidiera un vaso de agua? Sonrió para sí mismo al imaginar la respuesta. Por otra parte, tal vez pudiera conseguir algo. Iba con ropa limpia y respetable. Tenía un perro con una correa de cuero muy bonita.
¿Dónde estaba Sarah? La ciudad gruñía y se movía a su alrededor. Él la consideraba una enorme bestia pesada largo tiempo acostumbrada a las motas de tierra y a las pulgas que picaban y se aferraban a su piel, y probablemente ni siquiera consciente de la existencia de éstas. Jesse miró a la gente que pasaba y los vio por primera vez. Las calles no estaban superpobladas en aquella calurosa tarde de verano, pero tampoco estaban vacías. Era impropio de él no haberse dado cuenta, y aún más impropio de él dejar atrás su sentido común. La calle no toleraba a los débiles. Y ahora él no tenía idea de dónde estaba.
Con la lengua colgando, Nubi (maldita sea, ahora había comenzado a usar ese nombre) esperó a que Jesse decidiera qué hacer. Ojalá dejara de dolerle la cabeza...
Jesse avanzó hasta la acera, se sentó entre dos coches estacionados y cruzó los brazos sobre las rodillas, acomodando la cabeza y cerrando los ojos. El sudor todavía le corría por la cara, el pecho y las axilas, empapándole la camiseta. Podía sentir el aliento de Nubi en el cuello, luego la lengua del bobo perro. Sólo un minuto o dos, se dijo Jesse. No le importaba si alguien se quedaba boquiabierto, en ese momento ni siquiera le importaba mucho si un conductor lo atropellaba en marcha atrás. Sarah lo había engañado. Tenía que haber una lección en ello en alguna parte, una lección que él creía haber aprendido hacía años. Por primera vez, desde Liam, había dejado que alguien lo invitara a casa, y había tenido suficiente hambre (o sido lo bastante ingenuo) como para ir. ¿Qué había esperado? ¿Un noble rescate? ¿Gratitud? Ahora ella se había ido corriendo y lo había dejado abandonado sin equipo, sin dinero, sin siquiera un trozo de papel higiénico para limpiarse el trasero. Debería estar enojado o descontento o algo así. Lo único que sentía era cansancio.
—Ey, colega, ¿estás bien?
El hablante estaba meciendo las llaves del coche en la mano. Jesse debía de haberse quedado dormido un momento, porque no había notado al hombre acercarse. Jesse se hizo sombra en los ojos, asintió y se aclaró la garganta. Se levantó y se quitó el polvo de los vaqueros (no, de los trapos de Sarah, se recordó) y luego miró al hombre con frialdad.
—Bien. Sólo echo polvo por nuestra carrera —Señaló a Nubi con la cabeza.
—Sí, hace demasiado calor para correr —El hombre lo miró de arriba abajo. —¿Necesitas que te lleve a alguna parte?
Campanas de advertencia sonaron en la cabeza de Jesse.
—Gracias, pero estamos bien.
—¿Estás seguro? Parece que te vendría bien una cerveza fría, tal vez un cigarrillo.
—He dicho que estamos bien.
—Mira, sin ofender. Sólo intentaba ayudar —Pero avanzó un paso hacia él.
Nubi gruñó.
El hombre se escondió detrás de la protección de su coche y dijo por encima del hombro: —Por el amor de Dios, sujeta a tu perro. Fue una oferta amistosa. No quiero problemas —Se subió a su coche y encendió el motor. Rascó el embrague cuando sacó el coche del estacionamiento y se alejó.
Jesse rascó a Nubi detrás de la oreja.
—Quizá puedas ganarte la vida —dijo él—. ¿Alguna sugerencia sobre qué deberíamos hacer ahora?
Un cigarrillo estaba bien, pero Jesse no tocó nada, nada más.
—¿Tu perro muerde? —preguntó una voz detrás de Jesse.
Jesse se giró y luego sonrió. Una niña de unos cuatro o cinco años lo observaba, desde la puerta de su casa, con lo que parecía un tejón muerto (aunque probablemente no lo era) agarrado laxamente en la mano. Detrás de ella, la puerta azul brillante estaba entornada y revelaba un suelo a cuadros blancos y negros y un papel de pared amarillo pálido.
—Sólo si tú muerdes primero —dijo él.
La niña abrió los ojos de par en par, con la solemne actitud sin pestañeo de un niño pequeño.
—Penny —llamó una voz aguda desde el interior del vestíbulo de entrada—. ¿Qué crees que estás haciendo? ¿Cuántas veces tengo que decirte que no abras la puerta principal?
Una mujer joven apareció en el umbral. Se le sonrojaron las mejillas al ver a Jesse.
—Oh, lo siento —dijo en un tono más suave. —No sabía que había alguien ahí —Entonces recordó la precaución. —Penny, sabes que no debes hablar con extraños —Pero le sonrió a Jesse por encima de la cabeza de su hija.
—Tranquila. Hace usted bien en enseñarle a tener cuidado —dijo Jesse.
—El perro estaba gruñendo —le dijo Penny a su madre.
—¿A ti? —preguntó su mamá, mirando nerviosa a Nubi.
—No, nada de eso —la tranquilizó Jesse—. Alguien intentó —Miró a Penny—. Alguien intentó lastimarlo.
—Vaya gente —La madre de Penny hizo una mueca. Se giró para irse, tomando a su hija de la mano—. Bueno, adiós.
—Por casualidad no tendría agua para mi perro, ¿verdad? —preguntó Jesse en un impulso. —Hemos estado corriendo y tiene mucho calor.
—Por supuesto —dijo ella—. Ya vuelvo —Pero cerró la puerta mientras iba a buscar un cuenco.
—Te he traído una coca cola —dijo ella cuando regresó sin su hija—. Tienes la cara de un rojo brillante. Parece que la necesitas.
Jesse tartamudeó su agradecimiento, sorprendido por la amabilidad. Primero Sarah y su madre, ahora esta mujer. Tal vez, sólo tal vez, Sarah sólo necesitaba desahogarse corriendo.
—¿Conoce el parque Hedgerider? —preguntó él sosteniendo la lata helada contra su frente.
—Está como a diez, quince minutos de aquí.
Ella le indicó e l camino, mientras él abría la anilla y terminaba la coca en unos pocos tragos. No podía creer lo bien que sabía.
Sarah estaba junto al ventanal de una galería de arte frente al parque, examinando algunos de los turbulentos paisajes urbanos expuestos. Ella levantó la vista con un movimiento casual de su trenza, pero Jesse se dio cuenta de que lo había estado esperando.
—¿Cómo iba saber que vendrías aquí? —preguntó.
Ella bajó la mirada y murmuró: —Lo siento —Después de una breve pausa, volvió a levantar la cabeza y sonrió, un poco avergonzada—. No lo digo por decir. No debería haberme ido corriendo dejándote allí. No importa cuál sea el motivo. Es mi miserable temperamento. Finn siempre me advierte sobre eso.
Jesse no estaba acostumbrado a que la gente se disculpara y lo dijera en serio (o que se disculpara en absoluto). Se preguntó si ella esperaba algún tipo de disculpa a cambio. No iba a oír ninguna, no cuando él no tenía nada de qué lamentarse. Hacía mucho tiempo que había dejado de decirle a la gente lo que querían oír. Pero no pudo evitar devolverle la sonrisa antes de secarse la cara con el antebrazo, luego con la camiseta, dejando al descubierto brevemente las costillas y el ombligo, un toque de pelusa dorada.
—Sobre ese chico... —empezó él.
Alzando la vista, Sarah dijo, volviendo a su antiguo tono: —Estabas totalmente equivocado, ¿sabes?
—¡Y tú probablemente metes la nariz cada vez que algún empollón es intimidado en la escuela!
—¿Qué hago si no? La intimidación es una falta.
Jesse reprimió un suspiro. —¿Podemos conseguir algo de agua para beber?
Ella asintió y extendió la mano para tocarle el brazo, pero él se meció fuera de su alcance. Sarah se mordió el labio.
—Hay un buen café cerca —dijo ella—. A veces voy allí con una amiga. Sus padres son los dueños de esta galería.
El rostro de Jesse enrojeció. —No tengo dinero.
—Pagaré yo.
—¡No quiero tu caridad!
Ella giró sobre sus talones y, sin esperar a ver si él la seguía, se alejó rápidamente. Tenía la cabeza en alto, la línea de su espalda, una reprimenda.
—Toma. Te mueres por un cigarrillo, ¿no? —preguntó Shara, colocando un paquete y algunas cerillas frente a Jesse.
—Gracias, pero no gracias —dijo él—. No me compres cosas.
—Aclaremos una cosa —dijo Sarah, tomando asiento nuevamente. —No siento pena por ti. Y no quiero ni necesito tu gratitud. Tampoco tengo que comprar mis amistades.
El café tenía aire acondicionado, y sus muebles de madera, suelo de terracota y su combinación de colores, todos marrones, negros y cremas, le indicaban a Jesse que había sido decorado por alguien que leía las revistas adecuadas. Incluso los nombres del menú estaban decorados: espresso macchiato, caffè latte helado, chai crème. Sarah había elegido un batido con una descripción espumosa, pero Jesse, una pequeña coca cola simple.
Empujó sobre la mesa los cigarrillos hacia Sarah.
—Si intentas demostrar algo, lo desperdicias conmigo —dijo ella—. No me impresionan los grandes gestos y, de todos modos, son sólo unos pitillos. Los compañeros se ayudan mutuamente cuando están sin blanca.
—Yo no soy tu compañero.
—Cierto. Pues no los fumes, por lo que a mí respecta. Uno de mis compañeros estará encantado de tenerlos.
Los labios de Jesse se torcieron. Ella debía de haber heredado el pelo rojo.
—Está bien —dijo él—. Pero ¿qué pasa con la prohibición?
Ella se quedó boquiabierta. La capitulación rara vez era tan rápida: casi la hizo sentirse engañada; como su padre, ella disfrutaba de una buena pelea. Jesse la sorprendía continuamente, y sus cambios de humor podían rivalizar en pura fuerza e imprevisibilidad con una tempestad.
—Miran para otro lado si no hay mucha gente.
Jesse desenvolvió el paquete de cigarrillos. Era zurdo, tenía los dedos largos, finos y articulados como los de un músico, y las uñas cortas y muy limpias. Para alguien que dormía al raso, él era particular. Inhaló profundamente, parecía estar deliberando. Cuando exhalaba, se hinchaban las fosas nasales, de placer o de secreta diversión. Él inhaló de nuevo.
—Si inhalas así, terminarás suicidándote.
—Mis pulmones son lo último de lo que tengo que preocuparme.
—Deben estar tan llenos de alquitrán que la próxima vez que enciendas una cerilla estallarán en llamas.
—Inteligente —dijo él secamente.
—Si tanto te gustan los incendios, se me ocurren mejores lugares para iniciar uno.
Algo cambió en sus ojos, pero luego él parpadeó, bajó la vista hacia el humo que se elevaba desde el cigarrillo entre sus dedos y lo sopló suavemente para que la punta ardiente brillara con más fuerza. Debía de haber sido un reflejo del pitillo, se dijo Sarah, un truco de la luz.
Jesse dio otra calada a su cigarrillo: una calada profunda, ostentosa y provocativa. —Si crees que no debo fumar, ¿por qué los compraste?
Su boca se alzó en la esquina. —Pensé que podrían relajarte.
Él le devolvió una sonrisa. Era rápida, pensó, y no carecía de sentido del humor.
Su dolor de cabeza había desaparecido, pero era consciente de que acechaba al margen de su día. La oferta que le había hecho la madre de Sarah volvió a su mente. No tendría que quedarse mucho tiempo, ¿verdad? Una noche, dos como mucho. Si al menos pudiera evitar una migraña en toda regla, podría seguir adelante con energías renovadas. Estaba tan malditamente cansado.
Sarah le hizo una señal al camarero lleno de granos, quien se acercó inmediatamente con un cenicero, pero apenas miró a Jesse. Sus ojos se deslizaron por el cuerpo de Sarah, con la pausa necesaria en su pecho.
—¿Os traigo algo más? —preguntó.
Sarah miró a Jesse, quien negó con la cabeza.
—Gracias. Sólo la cuenta, por favor —dijo ella mientras buscaba su billetera en el bolso. El camarero lanzó una mirada de desprecio en dirección a Jesse. Jesse se puso rígido, pero esperó hasta que el tipo estuvo fuera de alcance auditivo.
—Mira —dijo él—, quizás no quieras mi agradecimiento, pero lo tiene, y de buena gana. Tenía hambre, estaba cansado y sucio. Me siento mucho mejor ahora. En cuanto te hayas terminado la bebida, me gustaría volver a tu casa. Me habré ido antes de que empieces a arrepentirte.
Sarah miraba hacia el camarero, que estaba ocupado limpiando una mesa cerca de la puerta de la cocina. —¿De verdad imaginas que me importa lo que piense alguien como él?
Jesse no esperaba que ella fuese tan perspicaz. —Ésto no tiene nada que ver con él.
—Por favor. Dame el crédito de tener un poco de inteligencia.
—Está bien, no tiene mucho que ver con él. Es que me ha mostrado una dura verdad. Su gesto logró transmitir amargura y desprecio. No pertenezco a este lugar. No en este lugar elegante, ni en vuestra casa elegante, ni en vuestras vidas elegantes. Quiero irme lo antes posible.
—¿Adónde vas a ir?
Él se encogió de hombros. —¿Importa eso?
Sarah dio un manotazo en la mesa y los vasos saltaron. En una mesa cercana, dos mujeres, con cigarrillos entre dedos de uñas pintadas de carmesí y ostentosas bolsas de plástico a sus pies, miraron con curiosidad. Sarah bajó la voz, pero habló con no menos urgencia.
—Por supuesto que importa. Sabes cómo vas a terminar, ¿no?
—Eso es problema mío.
—¿De qué tienes miedo?
—No tengo miedo.
—Pues deja de huir.
Una serie de imágenes le pasaron por la cabeza: una cama sin pesadillas; una habitación donde podía cerrar (y atrancar) la puerta en cualquier momento que quisiera; música y voces tranquilas hablando; una partida de ajedrez; una casa. Libros, libros interminables. Y el tiempo para leerlos sin preocuparse por la siguiente comida, el siguiente pedazo de tierra solitario o peligroso artículo, la policía, la lluvia, el frío. Una a una, las imágenes se fueron desvaneciendo, dejando al principio una postimagen fantasmal, y luego... nada.
Una vez podría haber sido posible. Hacía tiempo que había perdido el derecho a una vida normal. Se quedó mirando el fondo de su vaso: huir, lo llamabs ella. Como si alguien pudiera correr tan rápido.
Las siguientes palabras de Sarah lo asustaron.
—Mamá ya ha hablado con Servicios Sociales.
Jesse apagó el cigarrillo. Se levantó.
—Vamos —dijo él—. Quiero mi equipo.
—Jesse...
Él giró la cabeza hacia otro lado. No quería que ella viera la expresión en sus ojos. Poco después del incendio, había aprendido que era mejor no mostrar los sentimientos. A veces incluso dejaba de sentirlos así. Sin una mirada atrás, atravesó apresurado el café.
Jesse estaba de pie junto al portabicicletas donde habían atado a Nubi cuando Sarah se unió a él.
—Me has esperado —dijo ella.
—Dime qué le dijo tu madre a la gente de Servicios Sociales.
—Vamos al parque y hablemos de ello.
—No juegues conmigo, Sarah.
Ella le devolvió la mirada, sin ninguna intimidación. —Estas exagerando.
—Habla.
—Lo siento, pero no creo que te dirijas hacia una carrera en Hollywood —entornó los ojos a modo de evaluación, luego permitió que una sonrisa coqueteara con sus labios—. Nop. Olvídalo. Además, eres demasiado rubio para ser un Mafioso.
No era propio de él divagar tanto. Cuando ese bastardo lo golpeó por última vez, Jesse se había ido al cabo de una hora. Y habría sido antes si no hubiera esperado hasta que Mal saliera. Jesse nunca olvidaría el sonido satisfactorio de todas esas botellas rompiéndose, los delicados modelos de barcos crujiendo bajo sus pies. Mal nunca había construido nada en su vida. Toda la colección había sido obra de su padre, pero Mal había llegado a creer sus propias mentiras. Amaba esos barcos como si él mismo hubiera trabajado en cada pieza de aparejo. Patético, de verdad. Mientras Angie estaba en el trabajo (normalmente en el turno de noche), Mal le daba a la última mujer una visita guiada adecuada. Jesse se estremeció, a pesar del calor. El ruido que los dos habían hecho. A Mal le importaba un carajo si Jesse lo oía. Incluso se había sentido orgulloso de sí mismo, alardeando de ello, alardeando de ser un hombre adecuado. Hasta la mañana siguiente, cuando Angie solía encontrar los cigarrillos o los mechones de pelo equivocados: —¿Tienen tus zorras que usar mi cepillo? —Una vez incluso un par de bragas. A Mal se le había dado bien sentir lástima de sí mismo y humillarse también.
—Ven conmigo —instó Sarah—. Solo escúchame. Prometo no impedirte que te vayas si eso es lo que realmente quieres.
Como si ella pudiera.
Ella desató la correa de Nubi y cruzó corriendo la calle hacia el parque, con el perro saltando tras sus talones. Jesse vaciló antes de salir tras ella. Sería mejor saber qué pasa con las autoridades, se dijo.
Tan pronto como Jesse pasó los imponentes pilares cubiertos de hiedra y descendió las escaleras que daban a un amplio camino de grava, sintió una sensación de hormigueo en la piel, similar a una leve carga de electricidad estática. Se detuvo un momento para frotarse los brazos y la sensación pasó. Sarah se volvía a trenzar el cabello con calma y esperaba junto a una fuente (una enorme esfinge de piedra de alas extendidas y agudos ojos depredadores) mientras Nubi bebía ruidosamente de la fuente. Juntos siguieron el camino, que serpenteaba en una curva larga y sinuosa salpicado de montículos de plumosas hierbas y lavanda, intercalados con afiladas y furiosas púas de color rojo y naranja. Aquí había estado trabajando una mente clara, el parque era sorprendente y casi desconcertante por sus contrastes.
A la sombra hacía mucho más fresco. La variedad de especímenes despertó la curiosidad de Jesse, ya que la mayoría de los árboles eran maduros y no podían haber sido plantados en memorias recientes. Supuso que un parque había estado en este sitio durante muchos años. Los árboles siempre le habían hablado y él apreciaba sus caracteres dispares, sus defectos: la arrogancia del avellano, que necesitaba compensar su estatura; el impasible y lento ingenio del roble; y siempre la belleza y armonía del sauce, cuya enraizada danza podía calmar algunos de sus más turbulentos sentimientos.
Entre las ramas de un fresno, el sol brillaba como a través de un cristal de plomo finamente tallado. Mientras las hojas se agitaban y temblaban, Jesse vislumbraba un rostro ceniciento que le devolvía la mirada entre ellos. Las notas de un violonchelo flotaban entre los árboles, débiles pero dolorosamente claras. Se le hizo un nudo en la garganta. Tuvo una repentina necesidad de darse la vuelta y correr, pero entonces el árbol se meció y el rostro desapareció. Sólo una ilusión óptica, un patrón de sol y sombra alimentado por su hiperactiva imaginación. Lo siguiente que vería serían fantasmas y demonios, pero aún podía oír la música. Incluso reconocía la pieza.
—¿De dónde viene la música? —le preguntó a Sarah.
—¿El violonchelo? Probablemente alguien esté tocando la calle cerca del reloj de sol. Aquí vienen muchos músicos callejeros, muy buenos también.
—¿Otro reloj de sol?
—No es sólo otro reloj de sol. Es una de las cosas que quiero mostrarte. Uno de los mejores de Úrsula. Nos dirigimos en esa dirección.
—Ibas a hablarme de tu madre.
—Eso puede esperar.
—No, no puede.
Sarah le estudió la cara. Qué extraño, pensó. Sus ojos se habían vuelto del color púrpura intenso de las ciruelas, pero tan traslúcidos como sombras en el agua. Podría haber estado contemplando un estanque en un bosque antiguo, su propio rostro reflejado allí. Y un páramo de espinas.
Sarah hizo un gesto con la mano. —Podemos sentarnos ahí —dijo suavemente.
Llegaron a un claro parecido a una pradera. Esparcidas al azar entre la hierba alta y las flores silvestres había una serie de esculturas de sauces, cada una de ellas única en tamaño y forma. Y grotescas: un hombre tragándose a un niño con las piernas todavía colgando de sus labios nudosos; una figura sin cabeza conduciendo una motocicleta. Después de liberar a Nubi, Sarah llevó a Jesse hasta un banco.
—¿Cuántos años tiene el parque? —preguntó Jesse.
—Ha estado aquí desde que tengo uso de razón, pero siempre están agregando o cambiando algo, especialmente en los últimos años. ¿Por qué?
—Algunos de los árboles son muy viejos.
—Mi padre probablemente sabría más al respecto. Está involucrado en algunas cosas del ayuntamiento.
—¿Amigos en las altas esferas? —Jesse estaba un poco avergonzado por la nota burlona que se había colado en su voz.
Sarah se acercó y fingió tirar algo del hombro de Jesse, aunque tuvo cuidado de no tocarlo, ni siquiera de acercarse demasiado.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó él.
—Bajarte un poco el ego.
—¿Tanto tengo?
—Tanto —asintió ella con una sonrisa.
Nubi corría por el prado persiguiendo una mariposa. El insecto brillantemente punteado se lanzó primero a la izquierda, luego a la derecha, luego ascendió abruptamente fuera de alcance, luego cayó en picado para flotar justo por encima del hocico de Nubi, luego se desvió nuevamente en una finta repentina y se alejó a toda velocidad para posarse en un arbusto y batir sus alas como pestañas largas y rizadas. Nubi se detuvo, la miró con adoración y no poco reproche. ¿Por qué se estaba burlando de él? No había necesidad de seguir huyendo. Ladró una vez. La mariposa se fue volando, y él la persiguió.
Sarah se reclinó en el banco y cerró los ojos. El sol calentaba y le daba color y brillo a la cara. Jesse pensó en lo vulnerable que la hacían parecer las diminutas gotas de sudor sobre su labio superior. Tuvo un impulso momentáneo de limpiarlas. Volvió el rostro hacia el sonido de voces que se acercaban, más perturbado de lo que quería admitir.
—¡Sarah! Creíamos que aún estabas de vacaciones.
Se les acercaron una chica y tres chicos con monopatines. Los muchachos vestían pantalones cortos holgados y de colores alegres; la chica, pantalones cortos ajustados a rayas, muy cortos y un top corto aún más diminuto, no tenía reparos en exhibir los productos. Un puesto de mercado, pensó Jesse con disgusto. Sarah abrió los ojos y se enderezó un poco. Su porte cambió sutilmente, aunque a Jesse le resultó difícil describir cómo. Ella sonrió.
—Hola —dijo ella con un tono perezoso.
Siguieron muchas conversaciones, la mayor parte en un código que no se podía esperar que Jesse descifrara. Él estaba pensando en levantarse y jugar con Nubi cuando Sarah se sintió obligada a explicar su presencia.
—Este es Jesse.
Jesse se levantó y le dio la espalda al grupo. Silbó a Nubi, que se acercó corriendo como si hubiera estado entrenando durante años. Jesse se agachó y acarició al perro detrás de las orejas.
Sarah entendió el mensaje. Disculpándose (más o menos), ella se acercó. —Van a patinar. Podríamos unirnos a ellos, si quieres.
—No me gusta.
—Vamos, será divertido —instó ella.
—Pensé que había algo de lo que querías hablarme.
Los amigos se miraron. Una de ellas, la muchacha, hablaba con una voz culta que, a pesar de sus vocales redondas y melosas, parecía un chorrito de vinagre fuerte. —No pasa nada, Sarah, no queremos interrumpir nada.
Jesse sintió que se le erizaban los pelos. Echándose el cabello hacia atrás, se puso en pie para enfrentar a los compañeros de Sarah. —No estáis interrumpiendo nada. Ya me iba.
El color de Sarah se hizo más profundo. Ella levantó la barbilla. —Seguid vosotros —les dijo a los cuatro. —Puede que vayamos con vosotros más tarde.
Jesse estaba complacido, muy complacido, de que Sarah tuviera la capacidad de resistir a sus amigos. Observó con una pizca de desprecio, de ojos fríos y desdeñosos, cómo los chicos se encogían de hombros y se despedían. La chica miró atrás por encima del hombro mientras se alejaban.
Sarah se cruzó de brazos. —No hacía falta ser grosero.
—¿Ese es el tipo de amigos que tienes?
—¿Desde cuándo te incumbe quiénes son mis amigos? Suenas como una madre, pero no mía, gracias a Dios.
—No, supongo que tu madre está demasiado fuera de sí como para darse cuenta de los tipos con los que andas.
—¡No te atrevas a insultar a mi madre! Es una persona maravillosa y generosa. Podrías mostrar un poco de gratitud, ¿sabes?
—Oh sí, aquí viene. Lo estaba esperando: la parte de de gratitud.
Sarah se mordió el labio. Al principio ella no respondió. —Jesse, lo siento. No quise decir eso.
Jesse se acercó al banco para recoger la correa del perro.
.
—Mira, son compañeros del colegio, eso es todo —dijo Sarah—. Chicos que ves en la cantina, chicos con los que ir al cine o a tomar una coca cola. No vale la pena pelear por eso.
—Creo que será mejor que me cuentes lo de la llamada a Servicios Sociales.
—¿Por qué estás tan nervioso por esa llamada? ¿Has asesinado a alguien? —Aún se reía cuando se dio cuenta de que el rostro de él había palidecido. Agarró el respaldo del banco con ambas manos.
—Jesse...
Él levantó la vista, con ojos suplicantes y asustados, los ojos de un niño pequeño, color zafiro claro, rebosantes del no no no que se supone que el mundo debe oír. pero que nunca lo hace. Sarah ahogó un sollozo y dio un paso atrás.
—Ve —dijo él, cuando por fin pudo hablar—. Por favor. Vete y déjame en paz.
Sarah dio media vuelta y se fue.
Media hora más tarde, Jesse seguía sentado en el banco de mimbre, con la espalda encorvada, la cabeza entre las manos y Nubi a sus pies. No tenía sentido quedarse aquí, pero no se atrevía a hacer otra cosa. Ni siquiera quería un cigarrillo. Trató de pensar adónde debería ir.
—Jesse.
Jesse levantó la mirada. Sarah estaba de pie con el sol detrás de ella para que él no pudiera distinguir la expresión de su rostro. La luz era cálida y líquida, goteando reflejos rojo dorado sobre su cabello castaño. Ella le tendió una bolsa.
—Comida india para llevar. Espero que te guste el curry.
—Sí —la miró fijamente. No tenía idea de qué más decir.
—Ven, entonces. Conozco el lugar perfecto para hacer un picnic.
El pequeño maizal estaba escondido detrás de un grupo de árboles. Sarah se abrió paso entre las altas espigas, frescas, coloridas y cargadas de semillas maduras. Jesse estornudó una vez y luego una segunda. El sonido fue inesperadamente fuerte y ambos se rieron como si tuvieran seis años y asaltaran la lata de galletas. Mientras atravesaban el frondoso grano, estaban completamente encerrados, aislados del mundo exterior; incluso los sonidos de la ciudad se habían reducido a un murmullo casi indistinguible. De vez en cuando, la voz aguda de un niño flotaba a través de la densa matriz, pero era incorpórea, andrógina, un fragmento aflautado de un sueño. Jesse estaba empezando a preguntarse si Sarah se había perdido cuando el maíz se acabó abruptamente. Salieron a un claro cubierto de hierba. Jesse se giró y una sonrisa iluminó lentamente su rostro. Estaban en medio de un círculo perfecto.
—¿Y bien? —preguntó Sarah, con ojos sazonados de deleite.
Jesse hizo un gesto con su mano libre. —¿Quién plantó todo esto?
—Ni idea. Uno de los jardineros, creo. Pero está bien, ¿no?
—Mucho.
—Nunca antes había visto trigo con estos colores. Debe de ser un híbrido especial.
—Eso es porque no es trigo. Es amaranto.
—En inglés, por favor.
Jesse sonrió. —Huautli para los aztecas, quienes incluso lo utilizaban en sus ceremonias religiosas. Ha existido durante miles de años (el primer registro conocido data aproximadamente del 4000 a. C.) y ahora crece en casi todas partes. Se cultiva mucho en la India, donde se cosecha tanto en hojas como en cereales. Muy alto en proteínas. Y muy productivo. He leído que de una planta se pueden obtener 100.000 semillas.
—¿Ah, sí? Entonces no importará que tú hayas cosechado varios cientos de ellas.
Ella le señaló la cabeza y soltó una risita una vez más. Él tenían masas de semillas, paja y hojas sueltas atrapadas en el pelo. Se levantó una nube de polvo cuando Jesse trilló su propia cosecha con las puntas de los dedos, lo suficiente como para que ambos estornudaran.
Sarah eligió más o menos al azar un lugar para comer. No había sombra, aunque cerca de la circunferencia del círculo las plantas altas proporcionaban un poco de alivio. Sarah se arrodilló, empezó a desempaquetar la bolsa, luego se inclinó hacia atrás sobre los talones.
—Tu memoria empieza a preocuparme —dijo ella—. Petabytes más allá del estándar de la industria.
Jesse se sonrojó. —Lo siento. No era mi intención presumir.
—Puede que haya cosas por las que disculparse, pero ser inteligente no es una de ellas —Le entregó una caja de cartón blanca—. Eso es para Nubi.
Comieron. Jesse notó que Sarah devoraba la comida casi con tanta avidez como él. Nada de buenos modales en la mesa. Tenían cucharas de plástico, pero Sarah partía trozos de chapatis para mojarlos en su curry y no dudaba en lamerse los dedos. Jesse era más exigente.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste como es debido? —preguntó Shara.
Jesse se encogió de hombros.
Después de haber saciado su hambre, Jesse jugueteó con una cuchara, girándola de un lado a otro entre los dedos. —Gracias por volver —dijo él al fin.
—Me asustaste.
—Lo siento —murmuró él.
—No en ese sentido. No me asusté de ti.
—Deberías.
—¿Quieres hablar sobre eso?
—No.
Permanecieron en silencio durante un rato.
Jesse se recostó en la hierba y miró fijamente el despejado cielo. Nubi estaba ocupado triturando su montón de huesos. Cerca de allí, Sarah había cruzado las piernas formando un loto, con los ojos puestos en el maíz y su mente probablemente en otra parte; su respiración era débil pero audible, tranquilizadora. Por lo demás, el mundo estaba quieto, esperando la liberación, o al menos un ganador billete de lotería. El manto de calor pendía una fina gasa frente a los ojos de Jesse. Puso un brazo detrás de la cabeza. Recuerdos estivales de un columpio, hierba alta y rasposa, un helado goteando entre sus dedos, la risita de un niño. No hay vuelta atrás. Una mariposa revolotea y el mundo cambia. Siempre, cambia. No sirve de nada desear, arrepentirse, pensar qué pasaría si. Uno acepta lo que le entregan.
Debía de haber dormido. Cuando abrió los ojos, el sol estaba más bajo en el cielo. Nubi yacía a su lado, dormido, o medio dormido a la manera canina porque se le entornaban los ojos cuando Jesse se movía. Jesse se percató de qué lo había despertado.
Sarah estaba bailando.
Jesse intentó no hacer un movimiento brusco. Respirando lo más ligeramente posible, se puso con cuidado de lado y se apoyó en un codo. Con un sentimiento cercano al asombro, calmó su mente, su ruidosa sangre. Nunca había visto a nadie bailar así.
Sarah parecía haberse hecho más alta. En una continua madeja de movimiento, ella cruza y vuelve a cruzar la nave de maíz. Con los ojos cerrados, ella ve con las manos y los pies y con la vista interior: una tejedora de sueños. Su cuerpo se lanza y fluye con una música que sólo ella puede oír, ora doblándose, ora extendiéndose, deslizándose a través de la trama y la deformación del universo, reuniendo los hilos del tiempo y el espacio en un nuevo patrón. ¿Es ella la bailarina o el baile?
La tierra se ralentiza, deja de moverse, se torna negra y fría. Ante el profundo terciopelo del espacio, Sarah teje una nebulosa de luz. Jesse extiende una mano, seguro de que puede arrancar una de las estrellas (sólo una) de la brillante red. Le arden los dedos (el helado tacto de una espada) y se retira con un grito.
Como una peonza, Sarah giró para descansar en el centro exacto del círculo y abrió los ojos, respirando suavemente.
—Jesse —dijo ella.
Ella sonrió, se acercó a él, se sentó y cruzó las piernas. Jesse creyó oír el violonchelo otra vez. Respiró hondo, tanto para oler el cálido sudor picante como la lavanda de ella.
—Si quieres ir con tus amigos, no me importa —dijo él—. Quizá fui un poco grosero.
—Sobrevivirán —Sarah acarició a Nubi. —¿Sabes ir en monopatín?
—No.
—Te enseñaré.
Ella se levantó, se sacudió los pantalones cortos. Extendió la mano y, tras una breve vacilación, Jesse dejó que ella lo ayudara a ponerse de pie.
—Mi madre sólo preguntó alguna información —dijo Sarah—. ¿Qué le pasa a un menor que no tiene hogar, quién lo acoge y cosas así?
Jesse resopló. —Olvídalo.
—¿Fue que...? —Ella se detuvo, incapaz de completar su pregunta.
Él la miró con una expresión cautelosa en los ojos. —Se acabó. El resto no importa.
—El verano no durará para siempre.
—Nada dura para siempre —dijo ella con un puchero en los labios.
Sarah se echó la trenza por encima del hombro, un gesto que él estaba empezando a reconocer como señal de impaciencia o incluso disgusto.
—Puedes hacerlo mejor —dijo ella.
—¿Cómo qué?
—Como no esconderse detrás de algún cliché estúpido. Como tener un poco de respeto por uno mismo. Como lidiar con lo que sea que te haya pasado.
—Tú no sabes nada sobre mi.
—Los hechos tal vez. Pero no los necesito para comprender que no es vida temblar bajo un puente en mitad de una tormenta de nieve. Buscar tu siguiente comida —Sarah tomó aliento. —Asustado, con frío y hambriento. Solitario. Desesperado... —Dudó y luego habló con amargura—. O muerto.
Jesse levantó una mano como para protegerse de esas palabras. Una a una le picaron la piel como avispas furiosas.
—Vamos —dijo él, con la voz más áspera de lo que pretendía. Rápidamente se inclinó para recoger la basura.
El cuerpo de Tondi brillaba por el sudor, la escasa ropa se le pegaba a la piel. Cuando se ofreció a prestarle a Jesse su monopatín, él murmuró su agradecimiento y mantuvo la cabeza gacha mientras ella se acercaba, demasiado cerca. Dejando que ella creyera que él estaba avergonzado o abrumado o lo que fuese. Con la tabla de ella bajo el brazo, él se allegó a la rampa.
Querían humillarlo los amigos de Sarah. Eran patinadores experimentados con muchos trucos y maniobras. En la plaza de patinadores él los había observado en la plataforma de cemento y en las rampas primero, luego en los escalones, en los rieles y las repisas, y ahora en el medio-tubo. A todos menos a Tondi, que patinaba bien pero se había mantenido en un segundo plano. Los muchachos se lanzaban, desde lo alto de la rampa, directamente al aire. Quedaban allí suspendidos, desafiando la gravedad, luego giraban y volaban hacia abajo. Imposible. Sólo ellos hacían eso. Nadie en su sano juicio empezaba por ahí.
—Vamos —exclamó el tipo más alto —¿Mick?— que tenía el cabello rubio engominado, ojos ardientes y burlones. —Es fácil, inténtalo.
Jesse sabía que no era fácil. Se secó las manos en los vaqueros. Estaba empezando a estar seriamente molesto consigo mismo. En la escuela había aprendido desde el principio a mantener la discreción, a no dejarse arrastrar por situaciones en las que todos pierden. ¿Qué le importaba lo que esos estúpidos simios pensaran de él? Levantó el tablero, a punto de tirarlo al suelo con desprecio. Sarah volvería en cualquier momento. Ella nunca habría esperado que él comenzara con el medio-tubo.
El sol se había deslizado hacia los árboles, vidriando las hojas con una brillante capa de luz, tan dorada como el pan de Pascua de su abuela, tachonado de pasas y almendras. Podía saborear la burla de Mick. Metió la mano en el bolsillo y sacó el paquete de cigarrillos que Sarah le había comprado. Dejó caer la tabla sobre el césped frente a él y puso su pie izquierdo encima, probando la amortiguación. Parecía cómodo, ¿verdad? Jesse encendió un cigarrillo. Su mente volvió a las palabras de Sarah: deja de huir.
Sarah apareció a la vista en la tabla de Kevin, con Nubi corriendo a su lado. Aunque obviamente había practicado un poco, no era una patinadora como estos cuatro. Jesse pudo verlo de inmediato.
Con la trenza retozando detrás, ella giró bruscamente en la última curva y se detuvo de golpe, sonriendo frente a él. Levantó su tabla y la atrapó con una mano. Nubi se dejó caer a los pies de Jesse, jadeando.
—¿No quieres intentarlo? —preguntó ella.
Tondi se acercó, Kevin justo detrás. Él llevaba una bolsa abultada y sus músculos se hinchaban bajo el bronceado. Jesse estaba seguro de que la camiseta cortada que llevaba costaba tanto como para alimentar a una familia del tercer mundo durante un mes. Tres meses.
—Refrescos —dijo Kevin con una sonrisa de satisfacción. Sin duda era menor de edad. Llamó a Mick y Don. —Ey, tomaos un descanso. La cerveza está aquí.
Kevin y Tondi estaban tirados en el césped. Sarah miró a Jesse y él captó un destello de incertidumbre en sus ojos. Bien. Él había accedido a andar en monopatín, no a que lo dejaran por los suelos. Desafiantemente, giró sobre los talones para estudiar la rampa. Mick y Don se unieron a los demás, ambos sudando. Mick se quitó la demasiado ajustada camiseta, se secó la cara ostentosamente y se estiró con los brazos detrás de la cabeza, con el abdomen fibroso, al aire, alardeando.
Sarah se pasó la trenza por encima del hombro. Quitándose los mechones de pelo húmedos de la frente, dio un paso atrás. A Mick le vendría bien una ducha, pensó ella, un poco sorprendida por su propio disgusto. Solía admirar la vista tanto como la chica a su lado. Sus ojos se dirigieron hacia Jesse, quien se mantenía rígido, con la espalda orgullosa e inaccesible bajo la vieja camiseta. Era alto, pero no demasiado, delgado hasta el punto de la hambruna. Probablemente aún tenía que crecer algo más, ciertamente necesitaba alimentación. Aunque sus músculos estaban tan bien definidos como los de Mick (su cabello era rubio, sus hombros muy anchos), había algo más discreto, menos llamativo en Jesse. Más sutil, de alguna manera. Incluso su piel, aunque bronceada, no parecía recién dorada como la de Don después de pasar una semana navegando por el Mediterráneo. Quizás era que Jesse llevaba su piel como una promesa y un refugio, le recordaba las superficies exquisitamente pulidas de la poesía zen que habían escrito en la escuela el año pasado, poemas hermosos en su misma impenetrabilidad. Su enmarañado cabello le caía muy por debajo del cuello. Era salvaje, suave y rebelde, porque se lo había lavado esa misma mañana. Ella pensó que podría cortárselo, si él la dejaba. Lo observó un momento más, luego se sentó en el suelo, cuidando de mantenerse alejada de Mick, y aceptó una cerveza. Jesse fumaba un cigarrillo.
—¿No tienes sed? —le preguntó Mick.
—No bebo —dijo Jesse sin darse la vuelta.
—Bueno, entonces pásanos un cigarro —dijo Kevin arrastrando las palabras.
Reluctante, Jesse le entregó el paquete.
Tondi se hizo sombra en los ojos y miró a Jesse. —¿A qué escuela vas? —preguntó tomando otro trago de su lata.
—Yo no voy a la escuela.
Mick arqueó las cejas. —Suertudo —dijo él—. ¿Dónde trabajas?
—No trabajo —dijo Jesse.
Los cuatro amigos intercambiaron miradas, mientras Sarah miraba fijamente su lata.
—Bueno, bueno —dijo Kevin—. Un honesto holgazán de Dios.
Los demás se rieron. Sarah levantó la barbilla. Su color se había intensificado y ella abrió la boca para hablar. Entornando los ojos, Jesse negó con la cabeza casi imperceptiblemente. Podía cuidarse solo perfectamente.
—¿Haces algo en absoluto? —preguntó Mick.
—No.
—¿Ni siquiera follar? —preguntó Tondi, lamiendo un poco de espuma de sus labios.
Jesse apagó el cigarrillo con el pie, se inclinó, guardó la colilla en el bolsillo y luego recogió el monopatín. Caminó hacia el medio tubo y pisó la base plana. En el centro se quedó allí, contemplando los altos muros de hormigón inclinado. Entornó un poco los ojos y se protegió los ojos con una mano. El sol apenas se veía por encima del denso follaje de un roble. Mientras miraba, los verdes se iluminarban hasta alcanzar una deslumbrante intensidad esmeralda. El corazón le latía con fuerza y todas sus terminaciones nerviosas zumbaban. Tenía la boca seca. Levantando la tabla por encima de la cabeza, sintió una chispa saltar del sol y correr a lo largo de la tabla, correr a través de sus manos, subir por sus brazos, llegar a sus hombros, y él está agarrando la tabla con fuerza en los dedos. Su cuerpo vibra como un diapasón con la nota aguda que emite la tabla. Cierra los ojos y el olor a resina de pino llena sus fosas nasales. Deja caer la tabla a sus pies.
Jesse va y viene por las rampas, va y viene y vuelve a ganar velocidad a través del tubo en forma de U hasta que se acerca al borde, donde hace ollies sin girar justo cuando sus ruedas delanteras besan el borde. Vuelve a bajar y pronto se agacha, pero se endereza a medida que cruza el suelo. Al entrar en la parte inclinada de la rampa (la transición), flexiona las rodillas una vez más y luego las descomprime casi de inmediato. El impulso lo eleva hacia arriba en una inmensa ala de velocidad. ¿Por qué nunca ha patinado antes? Nada, ni siquiera nadar, hace sentir a uno así. La tabla, el tubo, el cielo, todo es suyo; suyo, el universo entero, y le canta. De nuevo, sin esfuerzo, ejecuta un ollie perfecto. Mientras baja, respira profundamente y aprieta el diafragma, agudiza su concentración, luego se eleva en una línea fluida por la pared, levanta los brazos y se eleva en una aérea desde el vert, muy alto, luego aún más alto, y atrapa (no, abraza) el aire libre. Gira para afrontar la transición. La oleada de euforia permanece con él al reentrar en tiempo real.
Un momento más sobre la tabla, el olor a pino se desvanece gradualmente. Entonces Jesse salió del tubo.
—Tienes razón —le dijo Jesse a Mick arrojando la tabla a sus pies—. Es fácil.
—Es un analema —dijo Jesse.
—¿Un qué? —preguntó Shara.
—Un analema —repitió. —La trayectoria en forma de 8 que hace el sol en el cielo durante todo el año. ¿Tienes un globo terráqueo en casa?
—Hay uno en la oficina de Finn.
—Échale un vistazo. Muy a menudo está marcado. Aquí Ursula ha grabado la figura 8 en la superficie interior del reloj de sol.
—¿Cómo sabes estas cosas?
Jesse se encogió de hombros. —Paso mucho tiempo en la biblioteca. Me mantiene alejado de la lluvia —Él nunca hablaba de su memoria, otra de sus reglas.
El reloj de sol era una obra escultórica espectacular y deslumbrante, una elipse de mármol blanco tallado montada sobre un pedestal de piedra. Bellamente proporcionada, se alzaba a unos dos metros de altura en medio de una plaza con terrazas, donde un grupo de músicos de jazz improvisaba ante una apreciativa reunión. El violonchelista había desaparecido antes de que llegaran Jesse y Sarah.
—Es de primera —dijo Jesse, señalando al trompetista.
—Sí, mucho mejor que mi padre.
—¿Tu padre toca?
—Un poco de piano, un poco más de trompeta. Siempre amenaza con volver a tomar lecciones y volverse muy bueno. Si quieres mi opinión, es sordo tonal.
—¿A qué más se dedica, además de andar en moto?
—A mucho.
Sarah miró a Jesse, preguntándose sobre dar más detalles, sobre si sugerir que Jesse conociera a Finn. Pero Jesse se había acercado al reloj de sol para leer la inscripción tallada en el pedestal.
Posa tu sombra en los relojes de sol...
Leg deinen Schatten auf die Sonnenuhren...
[Rainer María Rilke]
Jesse leyó las líneas en voz alta en alemán y luego en inglés. —De Día de otoño —dijo él—. Apropiado.
—¿Lees alemán? —preguntó Shara, nuevamente impresionada.
—Algo.
—¿Es eso el mismo algo que no saber patinar?
—Me preguntaba cuándo me preguntarías eso.
Él se pasó las manos por el pelo, de modo que quedó aún más desaliñado.
—¿Por qué me dijiste que nunca antes te habías subido a una monopatín? —preguntó Shara.
—Porque es verdad.
—Entonces, ¿cómo diablos pudiste patinar así?
—No lo sé.
Sarah resopló. —¿Alguna otra cosa que no sepas hacer? ¿Neurocirugía? ¿Pilotar el transbordador espacial? ¿Talla de diamantes? ¿O qué hay del griego clásico? Apuesto a que repasas a Sófocles entre cerveza y cerveza. Ah, es cierto. Tú no bebes.
—No exageres. Leo un poco de alemán. No es para tanto. Resulta que me gusta Rilke... —La miró astutamente—. No me digas que nadie en tu familia abre un libro. Tu madre me citó a Shakespeare esta mañana.
—Estás cambiando de tema.
—Sí, esa es otra cosa que se me da bien.
Sarah no pudo evitar sonreír. Era imposible permanecer enfadada con él mucho tiempo. —Bueno, espero que también se te den bien las matemáticas. Ciertamente me vendría bien un poco de ayuda una vez que comiencen las clases.
Él frunció el ceño y miró hacia otro lado.
Mierda, pensó ella. Ya lo he vuelto a hacer. Cuando abro la boca, meto la pata. Se apresuró a compensar su paso en falso. —Úrsula no sólo hace relojes de sol. Da clases a tiempo parcial en la universidad. Diseño de exteriores.
—¿Ella es de Alemania? —preguntó Jesse.
—De Berlín, originalmente. Pero su socia es de aquí —Miró a Jesse pensativamente, como para evaluar su reacción.
—Si estás tratando de decirme que es lesbiana, no voy caer desmayado.
—Bien. A veces es difícil predecir cómo lo toma la gente.
—No hay nada que tomar. Es un asunto completamente personal.
Sarah pensó en lo fácil que era hablar con Jesse cuando él no se ponía reservado ni a la defensiva. Como un hermano, casi. Se le hizo un nudo en la garganta. Luego recordó su comentario anterior. —¿Qué quisiste decir con apropiado?
Sin respuesta. Él había inclinado la cabeza mientras escuchaba a los músicos y no oyó su pregunta o no quiso oírla. Sarah decidió localizar un ejemplar del poema en la próxima oportunidad o preguntarle a Úrsula cuando regresara. Ahora que lo pensaba, a su padre le gustaba la poesía. Y hablaba alemán. Quizás él lo sabía. Día de otoño, se repitió a sí misma.
Pero Jesse tenía razón. El trompetista era impresionante. Sarah empezó a prestar atención. Había recibido unos buenos cinco años de lecciones de piano (no es que hubiera aprendido mucho), pero como bailarina había aprendido bastante sobre música. Se dejó llevar por las complejidades de los riffs, por la voz de la trompeta que se elevaba por encima de los demás instrumentos como una ininterrumpida espiral de sonido, aguda como una viruta de metal, fluida como un río. Vagamente era consciente de que Jesse se había acercado a los músicos, con Nubi a su lado; pero, salvo eso, había perdido toda noción del tiempo y lugar mientras la música la arrastraba. Imaginó unos pasos, luego una danza... en azul...
Sarah sintió el toque en su cadera en el mismo instante en que oyó cerca el gruñido de dolor. Ella se giró. Un hombre se agarraba la mano derecha con la izquierda, con el rostro contorsionado. Tenía los ojos muy abiertos por la sorpresa y el rostro de un blanco grisáceo bajo una barba áspera. Sarah podía ver la piel en carne viva y con ampollas en la palma del hombre. Podría haber sido sólo su imaginación, pero por un momento pareció haber una leve voluta de humo adherida a las ampollas. El hombre murmuró algo ininteligible (sonó como a caplata), luego dio media vuelta, se abrió paso entre la multitud y echó a correr.
—¿Estás bien? —Jesse le hablaba a ella, pero seguía la huida del hombre con la vista.
—Sí —dijo ella, desconcertada. —¿Viste lo que acaba de pasar?
—No exactamente.
—Yo tampoco. Creo que ese hombre —señaló con la cabeza en la dirección que había tomado el hombre, aunque ya no estaba a la vista—. Creo que quería manosearme o robarme la cartera o algo así. Pero se lastimó la mano. Parecía muy quemado. Como sea, se asustó y salió corriendo.
—Mientras no te lastimara a ti...
—No, nada de eso —Pero ella se sacó el bolso del hombro y miró dentro. —Todo está aquí. Tal vez sólo chocó contra mí con la mano herida. Debe de haber estado en agonía.
—Tal vez.
Jesse se agachó para acariciar la cabeza de Nubi, pero no antes de que Sarah vislumbrara una pequeña chispa de luz en la profundidad de sus ojos, azul dentro de azul. Luego él parpadeó y sus pestañas barrieron todo rastro de llama.
—Nunca se atrevió a pegarne como es debido —dijo Jesse—. Una bofetada o dos, una patada fue todo lo que pudo.
—¿Tu padre? —preguntó Shara.
—No. Mal, mi último padre adoptivo. Un perdedor cruel cuando bebe.
Sarah apretó los labios.
—Me fui porque tenía miedo.
—¿De que te hiciera más daño?
—De perder el control y matarlo si me quedaba.
Durante mucho tiempo ninguno de los dos habló. Estaban sentados en la base de un castaño de indias, apoyados en su grueso y sólido tronco. Sarah peinaba la hierba con las yemas de los dedos, ordenando sus pensamientos dispersos. Nubi yacía a sus pies, con la oreja aguzada mientras un pájaro regañaba a su pareja en el dosel del cielo. La suave luz que llegaba a su piel se sentía tan fresca como el fino rocío de una cascada. Algunas castañas embrionarias yacían esparcidas por el suelo. Si caían demasiado pronto, nunca madurarían, nunca serían recogidas para un juego de patio de recreo.
Lo siento. La palabra sabía seca en la boca, rancia. Ella deseó saber qué decir. Algo así la sobrepasaba. Era algo que veías en la televisión, algo que leías. Irreal. Miró a Jesse, quien miraba a lo lejos, y notó una sombra justo debajo del escote de su camiseta. Se preguntó si tendría algún hematoma o una marca de nacimiento en la espalda, no era una pregunta que ella pudiera hacerle fácilmente. Jesse se agarraba las rodillas con suficiente fuerza en las manos como para dejarse blancos los nudillos. A ella le habría gustado tomarle la mano. Había un callo prominente en el dedo medio de su mano izquierda. Dedos que escribían mucho. Dedos esbeltos y fuertes. ¿Qué le dices a alguien que lleva esto consigo? Ella no tenía idea.
Sarah pensó en su propio padre, en su risa estruendosa y sus ojos risueños. Finn podía rugir de ira, ya ya había habido bastantes peleas espantosas en su familia. Pero ¿golpes? Una vez, cuando ella abrió la cámara de su padre para mirar dentro y estropeó un rollo entero de película de Manchuria (ella debía tener cuatro o cinco años en aquel momento), él le golpeó el trasero con una zapatilla y luego la abrazó, con lágrimas en los ojos. Él nunca la volvería a golpear.
Pasaron años antes de que ella supiera que otros hombres ocultaban sus lágrimas. Ella nunca olvidaría la forma en que él lloró durante ese momento espantoso...
—Jesse —dijo ella—, habla con mi madre.
Él negó con la cabeza.
—Ella te ayudará. Sé que lo hará.
Jesse apartó la mirada de cualquier paisaje que hubiera estado contemplando. Esbozó una sonrisa, pero Sarah vio el invierno en sus ojos, y más.
—Estaré bien —dijo él.
Jesse apoyó la cabeza sobre las rodillas y su cabello cayó hacia adelante, ocultando su rostro. Al lado de Sarah había una castaña en su cáscara verde, una entre varias. Ella la recogió y la giró en su mano: perfectamente formada, aunque pequeña. Inclinándose hacia delante, susurró el nombre de Jesse y le ofreció a él la castaña. Perplejo, tomó a la pequeña cosa atrofiada y, durante un breve instante, sus dedos se curvaron alrededor de los de él. Entonces él los retiró.
—No comes nada —dijo la madre de Sarah.
Los tres estaban sentados en la cocina ante una ajada mesa de madera, probablemente una herencia familiar. Un tarro con guisantes dulces perfumaba la habitación.
—¿Jesse? —incitó la madre de Shara.
—No tengo mucha hambre, señora... —Se interrumpió al darse cuenta de que no sabía su apellido.
—Andersen. Pero, por favor, llámame Meg.
Él miró a Sarah. —Es que comimos algo tarde.
—Eso me recuerda —dijo Meg— que llamó Thomas. Te olvidaste el móvil otra vez.
—Oh, mierda. Se suponía que me encontraría con él por la tarde —dijo Sarah—. Iba a hacer su famoso pastel de helado de coco.
—Él fue muy amable al respecto, considerando que se había tomado tantas molestias —dijo Meg.
Sarah se sonrojó. —Capto el mensaje.
Se terminó deprisa la comida del plato y buscó más. Para ser una chica tan delgada, comía mucho. Tampoco lo fingía. Masticaba con gusto, como la mayoría de las cosas que hacía, sospechaba Jesse. ¿Era Thomas el novio?
—Al menos prueba un poco —dijo Sarah con la boca a punto de abrirse a un gran tenedor lleno de ensalada.
Jesse dio un mordisco a su quiche. La masa estaba rica y hojaldrada, obviamente casera. La madre de Sarah era una buena cocinera. Deseaba tener más apetito, pero el dolor de cabeza, que lo había molestado de vez en cuando durante todo el día, ahora arañaba impacientemente la puerta. Ésa era una de las razones por las que, al final, había regresado a casa con Sarah. No podía afrontar otra noche en la calle.
—¿No estás de servicio esta noche? —le preguntó Shara a su madre.
—No hasta mañana.
Sarah vio la pregunta en los ojos de Jesse. Estaba a punto de explicao cuando el ligero ceño de su madre la detuvo. El "aún no" fue más claro que si Meg hubiera pronunciado las palabras en voz alta.
—Llamaré a Thomas y luego ¿qué tal un poco de tele? —preguntó Shara.
—O de sueño —Los ojos de Meg se posaron en Jesse, a quien le resultaba muy difícil interpretar sus pensamientos. No es que ella los ocultara de la vista, pues su mirada era directa y cándida. No, era mucho más como observar un banco de peces cuyas escamas iridiscentes brillan justo debajo de la superficie, pero que se escabullían tan pronto como intentabas bajar la red.
Meg retiró atrás su silla, se acercó al hervidor eléctrico, lo llenó en el grifo y lo encendió. —Te haré un té —le dijo a él.
—Puaj —dijo Sarah. —. Esas cosa espantosa no.
Pero Jesse estaría encantado de beberlo, cualquier cosa a estas alturas para evitar una migraña, o pesadillas. Luego un baño y una cama. Se estremeció de placer al pensar en pasar una noche entera en comodidad y seguridad. Dormir todo el tiempo que quisiera...
Cuando Meg le entregó la taza de té de hierbas, le dejó una mano sobre el hombro durante un momento. Con la guardia baja, él camufló su reacción girando el cuello, casi con la suficiente suavidad como para engañarla y decirle que tenía los músculos rígidos. Una pequeña arruga frunció la frente de Meg.
La voz de Sarah surcó las aguas abiertas entre ellos como la feroz proa tallada de una lancha. —¿Estás bien? Estás muy pálido.
Mañana. Él se marcharía mañana a primera hora. Podía sentir el peso de la solicitud de Meg acercándose a él como un segundo barco.
¿Por qué se molestaban con él, un completo desconocido? Nadie sacaba a un chico de la calle. Le caían bien, pero las personas bien intencionadas solían ser las más peligrosas. Con los desagradables sabías dónde estabas y no tenías ningún escrúpulo en tratar con ellos. Pero estos ilusos que imaginaban saber lo que era mejor para los demás, que sólo lo hacían por tu propio bien (si oía esa frase una vez más...), era con ellos con quienes había que tener cuidado. Querías un poco de ayuda, querías confiar en ellos y luego, ¡zas!, embestido por una condenada fragata. Y los moralistas nunca perdonaban.
—¿Qué ocurre? —insistió Shara.
—Bebe té, Jesse —dijo Meg—. Agregué un poco de miel para darle energía. Luego duerme bien por la noche. Mañana habrá tiempo suficiente para hablar.
Al menos no había dicho que las cosas serían diferentes por la mañana, pensó Jesse. Y entonces comprendió que Meg había reprendido a Sarah, aunque con suavidad.
Sarah se levantó, recogió los platos y vertió los restos de la quiche de Jesse en el plato de Nubi. El perro no necesitaba ningún estímulo cuando se trataba de comida, y lamió el recipiente hasta dejarlo limpio y lo persiguió ruidosamente por el suelo, empujándolo con el hocico, tratando de conseguir la última mancha antes de que tuvieran la oportunidad de preguntarse si él comería cocina francesa. Todos rieron, incluso Jesse, y la ligera tensión en la habitación se disipó.
Sarah sacó una mousse de chocolate y arqueó una ceja. Jesse negó con la cabeza, luego la agachó con una sonrisa arrepentida. Con o sin dolor de cabeza, nunca podría resistirse al chocolate.
—¿Tienes algo con lo que dormir? —le preguntó Meg cuando él terminó. —Si llueve, probablemente baje la temperatura.
—Revisé esos baúles del ático —dijo Sarah—. Pensé que estaría bien dadas las circunstancias. Pero me olvidé del pijama.
Sarah estaba estudiando su cuchara desde todos los ángulos, como si la misma tuviera una contraseña secreta grabada en algún lugar de su superficie. Evitaba mirar a su madre. Hubo un corto silencio.
—No importa —dijo Jesse—. Puedo arreglármelas sin eso.
—No, está bien —dijo Meg—. ¿Te importaría traer uno, Sarah? Debería haber algo en el baúl más pequeño, debajo de la ropa interior y las camisetas. Le traeré a Jesse una manta extra mientras tanto.
Sarah asintió y Jesse pudo ver el alivio en su rostro.
Una puerta se cerró de golpe desde el frente de la casa. Nubi se levantó de su lugar a los pies de Jesse y se estiró. Caminó hacia la puerta de la cocina, ladeando la cabeza con curiosidad.
—He vuelto —bramó una voz de hombre.
—¡Papá! —gritó Sarah, evidentemente olvidándose de usar el nombre en su entusiasmo.
Incluso Meg, normalmente de voz suave, no pudo reprimir su alegría. —¡Finn! —exclamó.
Los siguientes minutos transcurrieron en un revoltijo de abrazos, besos, paquetes, cajas, exclamaciones, cámaras, preguntas y fragmentos de frases. Jesse se había levantado con los demás y permanecía un poco apartado, contemplando la efervescencia con inesperado placer. No podía evitar sentirse atrapado por esa emoción. Cuando las cosas se calmaron, el padre de Sarah se giró hacia Jesse.
—Y tú eres... —empezó Finn.
—Jesse —dijo Meg, con una sonrisa que lo trajo dentro de su círculo—. Un nuevo amigo. Se quedará a pasar la noche.
El padre de Sarah asintió como si eso fuera lo más natural del mundo y le tendió la mano. Jesse no estaba acostumbrado a esa cortesía y se tomó un segundo para mostrar la suya. Finn notó su vacilación.
—Lo siento, no quise ponerte en aprietos. Viajo tanto que me he acostumbrado a saludar así a la gente —Su apretón de manos fue firme y acogedor—. Encantado de conocerte.
—Un placer, señor —dijo Jesse, conmovido por el intento del hombre de tranquilizarlo. Sin duda, un apretón de manos era normal en el tipo de sociedad que frecuentaban los Andersen.
Sarah estaba boquiabierta. —¿Señor?
Su padre rió. —Bueno ¿dónde lo encontraste, Sarah? Nadie me ha llamado señor sin esperar una propina desde mis días militares.
—No sabía que habías servido en el ejército —dijo Sarah.
—Porque no serví —dijo Finn.
Todos se rieron. El rostro de Finn estaba profundamente bronceado, su tonsura desgreñada y su barba de un intenso color rojo dorado. Cuando reía, todo en él reía: sus brillantes ojos azules, sus dientes separados, su barriga. Era un hombre corpulento, muy corpulento, al que no parecía importarle el michelín de grasa que le caía sobre los vaqueros. Jesse se preguntó de quién sería la ropa que le habrían prestado. Obviamente no era de Finn.
—Estás más delgado —dijo Sarah, señalando con el dedo el estómago de su padre.
—Sí, raciones cortas y muchas caminatas hacen eso —Miró hacia la mesa de la cocina—. Quiche. Quiche. Y mousse de chocolate. Gracias a Dios estoy en casa antes de morir de hambre.
Fue al fregadero a lavarse las manos, luego se cortó un trozo grueso y le dio un mordisco. Cerró los ojos dramáticamente, chasqueó los labios y suspiró.
—Si hubieran probado eso en Esparta, no se habrían molestado con Helena —Le sonrió con picardía a su esposa—. Bueno, no hasta haber comido hasta saciarse.
Meg se sonrojó.
Jesse intercambió miradas con Sarah. Ella no estaba ni remotamente molesta. ¿Era así como podía ser? ¿Personas que pasan años (toda una vida) juntas?
—Finn, ya basta. Eres demasiado viejo para bromas como esa —dijo Sarah—. Estás avergonzando a Jesse.
—Oh ho, mi niña, nunca se es demasiado viejo para los juegos preliminares —dijo Finn.
Ahora fue el turno de Sarah de sonrojarse. Para disimular su desconcierto, comenzó a cargar el lavavajillas, no sin antes lanzarle una mirada a Jesse que decía claramente: ¡padres!
—Está bien —dijo Jesse, un poco tímidamente.
Finn se lamió los dedos. —Bien —le dijo a Jesse—. Me alegra saber que hay alguien de tu edad que no cree que una intempestiva helada caerá sobre todos los mayores de treinta.
—Capuleto de Shakespeare —dijo Jesse con una sonrisa.
—¡Un hombre educado!
Finn hablaba con un cierto acento que Jesse intentó ubicar sin éxito: no era americano exactamente, ni mucho menos australiano, sino... ¿cuál?
—Entonces, Jesse —dijo Finn acercándose al refrigerador y mirando dentro—, ¿este perro es tuyo o mi esposa y mi hija han estado ocupadas en un nuevo proyecto?
Jesse se sentó en su lugar. Se encogió de hombros con resignación. —Mío. Algo así.
—¿Algo así?
Meg rebuscó en un armario y sacó una botella de vino. Añadió copas de vino al desorden que había sobre la mesa, un sacacorchos. Finn recogió la botella y examinó la etiqueta, luego se tiró de la barba.
—Un buen tinto —dijo—. ¿Otro regalo de un paciente?
—¿Paciente? —preguntó Jesse.
—¿No te lo ha dicho Sarah? —preguntó Finn—. Meg casi ha terminado su entrenamiento en el manicomio local.
—¡Finn!
—De acuerdo, de acuerdo. Registradora especialista en nuestro hospital psiquiátrico.
—¿Una psiquiatra? —preguntó Jesse, horrorizado.
—Sí, para niños y adolescentes —dijo Finn—. Un trabajo muy duro también. Mientras Sarah crecía y yo pasaba tanto tiempo fuera, Meg decidió que ya se había quedado en casa el tiempo suficiente. No siempre ha sido fácil, pero es lo que a ella le encanta.
Finn decantó el vino y les sirvió una copa a todos. —Un brindis —dijo, levantando la suya hacia la luz. —Por el hogar, los familiares y los amigos.
—Yo no bebo —dijo Jesse.
—¿Puedo pasar?
Jesse asintió. El golpe en la puerta no había llegado como una sorpresa total, aunque él había confiado en marcharse discretamente. Ya se había puesto sus cosas y había preparado el petate. La madre de Sarah debbía de haberle planchado la ropa recién lavada, porque la encontró cuidadosamente doblada sobre la cama; incluso le había reparado un agujero en el bolsillo de sus vaqueros. La nota de agradecimiento yacía sobre el escritorio.
Meg cerró la puerta detrás de ella, algo que Jesse no podía distinguir ocultaba ella en la mano derecha. En la penumbra, el rostro de ella flotaba como una llama brillante sobre una larga vela. Sus vaqueros blancos y su camisa brillaban. Jesse miró hacia la ventana. Había estado tan absorto en sus pensamientos que no había notado el cambio.
—Se acerca una tormenta —dijo Meg.
El viento se estaba levantando, dibujando una espesa cortina de nubes en el cielo y enmascarando el último crepúsculo. El aire crepitaba de energía. Meg se acercó a él y extendió el brazo derecho, nacarado como la piel interior de una cebolla. Cuando Jesse alcanzó el objeto que ella tenía en la mano, sus dedos se rozaron. Frías lenguas de color blanco azulado le fluyeron a través de los dedos y le subieron por el brazo. Con un juramento, él dio un paso atrás. Agitó el brazo y gotas de fuego salpicaron el suelo. El corazón empezó a latirle con fuerza. Desesperadamente, intentó sacudirse las llamas. Salpicaban a su alrededor. Se giró presa del pánico, pensando en apagarlas, sofocarlas... cualquier cosa.
En un rincón, un demacrado muchacho desnudo yace sobre un colchón con el brazo sobre la cara. Su largo cabello rojizo está enmarañado y sucio, su cuerpo no está mucho más limpio y él tirita violentamente.
—Jesse —dijo Meg—, por favor quédate. No es un buen momento para irse.
Al oír su voz la figura desapareció, al igual que las llamas. Jesse se giró hacia Meg, quien se estaba inclinando para recuperar lo que ella había traído consigo.
—¿Quién eres? —gritó Jesse.
Meg fue hasta la puerta y encendió la luz del techo.
—Lloverá pronto —dijo ella—. Una tormenta, creo. ¿Dónde vas a ir? Estamos lejos del centro de la ciudad. Espera al menos hasta la mañana.
Despacio, Jesse giró en redondo y examinó cada rincón de la habitación. Todo estaba vacío y brillante, sin sombras profundas.
—¿Lo viste a él? —preguntó ella con voz urgente—. Nadie ve lo que ven los demás.
—¡No me vengas con esas tonterías sin sentido!
—No puedo ayudarte si no me dejas.
—No te he pedido ayuda y no la quiero.
Pero incluso a sus propios oídos su protesta sonaba petulante e infantil. Desvió la mirada, sorprendido por el repentino brote de lágrimas. Porque, por supuesto, ella tenía razón. ¿A dónde iba a ir en mitad de la noche, en mitad de una tormenta? Tragó, atragantado por un sabor a cobre.
—No hay absolutamente nada de lo que avergonzarse en aceptar ayuda —dijo Meg.
Cauteloso, él se sentó en la cama y juntó las manos entre las rodillas, inclinando la cabeza. Intentó pensar.
Meg esperó unos minutos, luego se acercó y se quedó cerca sin molestarlo. Por muy sombría que fuera, él siempre había sido capaz de ver la ironía de una situación. Así que Meg sabía cómo manejar a un adolescente con problemas, ¿verdad? De entre todos los lugares donde podría terminar... Pero entonces ella sonrió, con ojos compasivos y él sintió la calidez de su empatía. No era sólo un trabajo para ella. Tal vez.
—Toma, te he traído esto.
Acurrucado cómodamente en su palma había una peonza de madera azul, un juguete infantil del tamaño de una castaña grande. Jesse lo aceptó con recelo. Casi había esperado algún tipo de limosna: ropa, dinero suficiente para una comida o dos, una tarjeta de recomendación, nada que él aceptaría. Pero ¿una peonza? ¿Qué diablos se suponía que debía hacer con una peonza? ¿Y viniendo de una psiquiatra? Vampiros, todos ellos, alimentándose de la sangre contaminada de los demás. Jugando a sus jueguecitos.
—¿Te importa si me siento? —preguntó Meg señalando la silla del escritorio—. Mis colmillos tienen longitud normal.
Jesse contuvo el aliento. Alzó la vista hacia la de Meg, que no contenía más que un destello ámbar de risa. Y aún así...
Él le hizo un gesto para que se sentara, pero su mirada volvió a la esquina de la habitación. Se le ocurrió que si Meg no hubiera estado allí, el muchacho podría haber hablado. Luego, molesto por no encontrar respuestas, sacudió la cabeza para disipar sus propias ilusiones. La figura había parecido tan real. ¿Podría Meg haber tenido algo que ver con eso? Aún no había recuperado ese fragmento de memoria después de haber bebido la infusión de ella por primera vez.
Jesse pasó los dedos por la suave superficie de la parte superior. Ceniza, pensó. La madera estaba cálida y el barniz estaba desgastado en algunas partes. Cuanto más frotaba, más disfrutaba de su textura.
—No me des regalos —dijo él, brusco y casi hosco, pero no se lo devolvió.
—Puede que lo necesites —dijo Meg—. Tiene el hábito de regresar a donde se lo necesita.
Se sentó frente a Jesse. Pronto se dio cuenta de que ella no tenía intención de decir una palabra más hasta que él hablara. Por él, bien. A ese juego podían jugar dos. A él se le daba bien eso.
Las cortinas de la ventana abierta temblaron. El aire se sentía crecido, hinchado. Jesse se mantuvo rígido en la cama. Podía oler su propio sudor. Cerró los ojos y encontró a Emmy sonriéndole tras un vaso de leche, con el habitual bigote pintando su labio superior. Lo lame con su lengua de gatito. ¡No! No sigas por ese camino, ni aquí ni ahora... ni nunca. La memoria no es más que una combinación de códigos eléctricos y químicos, con suficiente esfuerzo los borrará. Con el tiempo.
—¿Es Emmy una amiga? —preguntó Meg.
Se ve que había dicho el nombre en voz alta.
—No —susurró él con voz temblorosa.
—¿Quieres hablarme de ella?
Negó con la cabeza. —Tú eres psiquiatra.
—¿Es eso un delito punible? —ella sonrió.
—Yo no estoy loco —dijo él desafiante. —Había un chico extraño en la esquina.
—No tienes que demostrármelo.
—Entonces, lo viste.
—Hay diferentes tipos de visión.
Jesse le investigó el rostro, pero ella parecía perfectamente seria.
—¿Quién eres? —preguntó él—. ¿Qué eres?
—Creo que ya sabes que las palabras, por poderosas que sean, por maravillosas que sean, sólo pueden describir una porción muy fina de nuestra realidad. Según algunos, crean nuestra realidad. Lo que te dijera ocultaría, distorsionaría, más de lo que te transmitiría.
Él se lanzó hacia adelante, con el cuerpo afilado por la ira, sus palabras con punta de acero. —Típico de un loquero. Siempre retorciendo las cosas. Siempre escapando reptando por debajo.
—No es el primero que conoces, supongo. —Su voz, aunque divertida, tenía un trasfondo de arrepentimiento, de disculpa casi.
—No necesito esto.
—Eres bastante leído... excepcionalmente para tu edad, quizá para cualquier edad. Seguramente conoces los mecanismos freudianos de negación y desmentida.
Cansado de repente, Jesse dejó caer la cabeza entre las manos. Unas cuantas gotas gruesas de lluvia cayeron contra el alféizar y, a través de la ventana abierta, oyó cómo empezaban a salpicar en el techo del patio, aún tibio por el calor del día. Arrastró su mirada hacia la ventana. Mientras él y Meg hablaban, el cielo se había cerrado por completo. Las copas de los árboles se inclinaban, casi encogidas de miedo, ante tormentosas nubes negras que se acumulaban sobre la ciudad. Las cortinas se agitaban hacia adentro como el pelo largo de una niña. Muy pronto la tormenta rompería en serio.
—Los regalos son difíciles —dijo Meg—, pero a pesar de todo —Se interrumpió y miró hacia el rincón donde había estado el muchacho.
Jesse la miró fijamente. Una corriente helada le atravesó la nuca.
—¿Qué ves? —preguntó él.
Jesse no sabía si Meg lo había oído. Un relámpago iluminó el cielo, cegando momentáneamente, seguido casi inmediatamente por un fuerte trueno. Desde el rellano llegó el sonido de Nubi quejándose, luego el de sus patas arañando la puerta cerrada, más gemidos. Jesse volvió a mirar a Meg, que no se había movido, y luego fue a abrirle la puerta. Bridget, su vieja border collie, siempre se había metido debajo de la cama de Jesse durante una tormenta.
Y luego, en una gran caída, como si el vientre del cielo hubiera sido cortado con una espada, llovió. Una impresionante demostración de poder. La tormenta atravesó la ciudad, con sus botas y sus puños cerrados dirigiéndose directamente a esta casa y a este momento y a este encuentro. Jesse nunca había tenido miedo de los relámpagos: su fuego era puro y absolutamente estimulante.
Jesse se acercó a la ventana y se asomó al alféizar. La lluvia le azotó el rostro y la parte delantera de su camiseta quedó empapada en cuestión de segundos. La liberación había disipado la pesadez en el aire. Una embriagadora sensación de júbilo se apoderó de él y, olvidada la fatiga, cerró los ojos, estiró los brazos y respiró... respiró. El siguiente relámpago partió el cielo con un chillido irregular. Saltó directamente hacia él. La casa tembló por la fuerza del impacto. Meg se levantó de su asiento con un grito ronco y miró con horror cómo una lámina de luz incandescente envolvía a Jesse. Deslumbrada, se vio obligada a parpadear.
—Magnífico, ¿verdad?
Sonriendo, Jesse hizo un gesto hacia el cielo. Le habíia dado la espalda a la ventana. Meg podía discernir un leve juego de luminiscencia a lo largo de su piel, como la tracería brillante de una gran metrópolis vista desde el aire por la noche, luego un brillo persistente, luego el brillo de la lluvia. La peonza yacía sobre la palma de Jesse, ilesa.
Nubi gimió desde debajo de la cama. Jesse se arrodilló para sacar al perro de su escondite, lo acarició y apoyó la cabeza en el costado tembloroso del animal. A veces, Emmy se había quedado dormida junto a Bridget. Jesse sintió un cosquilleo de advertencia detrás de sus párpados.
—Jesse.
Meg estaba de pie frente a él. Sus hermosos ojos veían demasiado. Él enterró la cara en el pelaje de Nubi, avergonzado de su debilidad. Ella se puso de cuclillas a su lado y le apoyó suavemente una mano sobre la suya.
—Por favor, quédate —dijo ella.
Mientras Meg se dirigía a la cocina para preparar una fuente de queso y galletas saladas para todos, automáticamente se miró la muñeca al oír el reloj de pie dar la media hora. Desconcertada, se detuvo abruptamente. Su reloj era sólido, automático y suizo: un regalo de Finn para celebrar su examen de entrada en la Royal College of Psiquiatrists. Un reloj hermoso, que nunca era inexacto. Sarah bromeaba diciendo que podrían usarlo para cronometrar el próximo Big Bang. Así que, ¿por qué se había detenido hacía diez o doce minutos? Miró con más atención y le empezaron a hormiguear las yemas de los dedos. Estaba equivocada, no se había parado. El segundero oscilaba erráticamente, como la aguja de una brújula en presencia de un imán en movimiento.
Jesse estaba en el patio techado, fumando y contemplando la lluvia, que se había convertido en un aguacero constante. Acaban de dar las diez, pero Sarah seguía hablando con su padre mientras Meg fruncía el ceño sobre un fajo de notas, medio escuchando la conversación. Jesse había intentado leer en su habitación, pero estaba demasiado inquieto para concentrarse. Durante un tiempo había jugado con la peonza, aunque no creía que le ayudaría a centrar sus pensamientos a pesar de la afirmación de Meg. No le servía la hipnosis ni la autohipnosis. Finalmente se dio por vencido y bajó para unirse a los demás. Había comido un poco de queso, sintiéndose incómodo y torpe, preguntándose todo el rato si había tomado la decisión correcta. Consideró decirle a Sarah lo molesto que estaba con ella por ocultar la profesión de su madre, pero ¿qué sentido tenía hacerlo? En unas horas se habría ido.
—¿Va todo bien?
Jesse se giró al oír la voz profunda de Finn.
—Bien —dijo Jesse. No sabía por qué debería sentirse culpable por que lo pillaran con un cigarrillo.
Finn sacó una pipa y la llenó desde una bolsita de cuero. Aplastó el tabaco con el dedo índice. Con un gran encendedor antiguo (una pieza realmente hermosa, plateada, grabada, probablemente un Zippo genuino), Finn encendió el tabaco y dio unas chupadas con ruidoso placer.
—A Meg no le gustan los cigarrillos en la casa. Una pipa, no le importa —dijo Finn—, pero me he acostumbrado a fumar al aire libre por las noches en una de mis primeras expediciones. Incluso en invierno salgo fuera, miro al cielo.
—Has estado en muchos lugares, ¿no?
—Sí, demasiados, creo a veces. Debe de ser la sangre vikinga.
—Me preguntaba sobre tu acento.
—Crecí en Noruega, aunque he vivido en varios países.
—¿A qué te refieres con demasiados? —preguntó Jesse, curioso. A él le encantaría viajar, ver los lugares sobre los que sólo había leído. Lo que él hacía no era viajar.
—Se hace más difícil mirar con la mente abierta las cosas, apreciarlas. Te acostumbras a la extrañeza —Miró a Jesse. —Al sufrimiento y a la pobreza también.
Estuvieron en silencio por un tiempo.
Jesse apagó el cigarrillo, luego se inclinó y recogió la colilla. —Me voy por la mañana —dijo—. Gracias por vuestra hospitalidad. Os lo agradezco.
—¿Te gustaría ver mi cuarto oscuro?
Jesse asintió, aliviado de que Finn no lo presionara para que se quedara.
—Vamos, pues —dijo Finn, agachándose para arrojar la ceniza de su pipa a una maceta de terracota. —Antes de que Meg piense en darme algo que hacer.
El cuarto oscuro ocupaba la mayor parte del sótano, aunque en este caso la palabra cuarto oscuro era doblemente inapropiada, ya que comprendía unos seis cuartos interconectados, muy iluminados y cada uno con su propia función. En el cuarto de impresión, Finn hizo una demostración de las luces rojas de seguridad y luego explicó los equipos más arcanos. La oficina parecía tanto una sala de estar como un lugar de trabajo, con su cómodo sofá y sillón de cuero, estanterías, refrigerador y una máquina de café expreso de ultra alta tecnología que probablemente podría producir combustible para cohetes en caso de necesidad. Había cámaras, lentes y filtros por todas partes. Y varios trípodes apilados en un rincón.
—¿Hoy en día no se hace casi todo en computadoras? —preguntó Jesse.
Finn sonrió. —Una cierta cantidad, por supuesto. Pero yo prefiero los métodos antiguos. Más sutileza, más profundidad de expresión.
—¿Puedo echar un vistazo a algunos de tus trabajos?
—No hay necesidad de ser educado. Sarah odia que intente convertir a sus amigos.
—Me gusta mucho lo que he visto arriba.
—De acuerdo. ¿Qué tal un café primero?
Jesse asintió y Finn señaló hacia el sofá.
—¿Espresso o capuchino? —preguntó Finn.
—Ehm... capuchino, supongo.
Jesse observó cómo Finn jugaba con la máquina. El embriagador olor a café pronto llenó la habitación. Jesse aceptó la sobredimensionada taza que Finn le pasó, añadió varias cucharadas de azúcar y tomó un sorbo con cautela. Una taza debería estar bien. Le estaba empezando a gustar el brebaje amargo de esta gente. Era un poco como los propios Andersen: potente, mejor en pequeñas dosis.
Finn rebuscó en uno de sus armarios. —Toma —dijo abriendo un paquete de galletas de mantequilla. —Suministro secreto —Se dio unas palmaditas en el estómago.
Bebieron el café y masticaron las crujientes galletas en amigable silencio. Cuando terminaron, Finn le entregó a Jesse un libro grande, de esos que la gente compra como regalo de Navidad o de cumpleaños.
—Uno de mis últimos proyectos. Sé que es algo para adornar mesas de café, pero me divertí haciendo las fotografías.
Jesse pasó las páginas lentamente mientras Finn jugueteaba con la computadora en su escritorio.
—¿Te importa si reviso mi correo electrónico? —preguntó Finn—. Necesito ponerme al día un poco.
—Por mi, bien.
Finn regresó a su monitor, mientras Jesse continuaba estudiando el libro en su regazo. Era exigente, provocativo... inesperado. Se preguntó quién adornaría así las mesas de café. Las fotografías eran brutales: cuerpos mutilados, actos de violencia, escenas de matadero yuxtapuestas a objetos sensuales: una flor, una piedra, un pecho. Había elementos abstractos en la mayoría de las fotografías y muchos de los colores habían sido manipulados. Algunas fotografías eran monocromáticas, otras en blanco y negro y otras a todo color. Jesse lo giró para comprobar el título del libro: Transiciones. No había texto.
Una fotografía hizo que su corazón se acelerara: una chica yaciendo desnuda sobre un pliegue de terciopelo negro. Más de la mitad de su cara estaba quemada hasta los huesos y había enormes cráteres ennegrecidos a lo largo de la mayor parte de su cuerpo. Le habían colocado una concha reluciente entre los muslos, oscureciendo lo que quedaba de sus genitales. En color podría haber sido horrendo, pero en blanco y negro brillaba con una luz ultraterrenal.
Jesse cerró el libro. Miró por la habitación. El aire era fresco y la luz artificial. Era imposible saber si seguía lloviendo, si era de día o de noche allí abajo. Un leve zumbido del refrigerador y de la computadora eran los únicos sonidos detectables , aparte de la respiración de Finn. Incluso las sombras en los rincones de la habitación no se movían.
Fotografìar algo así y hacerlo hermoso... su estómago se retorció ante la idea. ¿Qué clase de hombre era Finn? Un marido, un padre, un buen tipo. Nunca arrojaría piedras a un perro, nunca golpearía a su hija, nunca asesinaría a nadie. Jesse cerró los ojos, pero la imagen esperaba detrás de sus párpados. Podía sentir la piel de la cara ponerse húmeda.
Jesse empujó el libro encima del sofá y se levantó.
—Estoy mareado —dijo él—. ¿Hay un baño aquí abajo?
Finn alzó la vista con cara de preocupación. —¿Un vaso de agua?
Jesse negó con la cabeza. —Sólo el baño —jadeó.
Finn se levantó y le pasó el brazo alrededor de los hombros, brazo que Jesse se apartó. Eso no, él no. Finn llevó a Jesse al pequeño rincón debajo de las escaleras y encendió la luz.
—Quieres que yo...
Jesse pasó sin responder y cerró la puerta. Apoyó la cabeza contra la fría superficie del espejo sobre el lavabo y descubrió que las náuseas desaparecieron en cuanto estaba solo. Una niña de no más de cinco o seis años. El cabello rubio todavía intacto en un lado de su cuero cabelludo. Uñas nacaradas en su mano izquierda, con hoyuelos. La otra, un muñón ennegrecido. ¡Jesse! ¿Dónde estás? Gritos surgieron del frío metal de la memoria. Agarró los lados del lavado. Lo hecho, hecho está. No hay segundas oportunidades.
Se miró fijamente en el espejo. Ni una marca en su rostro, ni una sola cicatriz que nadie pudiera detectar. Tamoco es que eso importara: toda la verdadera fealdad estaba dentro. Un maldito monstruo. ¿Cómo sobreviviría los próximos cincuenta o sesenta años?
Finn llamó suavemente a la puerta. —Jesse —con la voz amortiguada—, ¿estás bien?
Jesse se echó un última vistazo burlón en el espejo. Sí, estoy bien. Se echó un poco de agua en la cara y bebió unos tragos. Finn habría oído cualquier vómito, pero Jesse no estaba dispuesto a meterse los dedos en la garganta. Desbloqueó la puerta.
—Estoy bien —dijo Jesse—. No fue nada. Solo cansancio.
Finn se masajeó la piel debajo de la barba, lo que en otros hombres podría ser una táctica dilatoria, o de señal de incertidumbre, o incluso una buena manera de disfrazar un tartamudeo como "Soy Philip C-c-canker, tu nuevo trabajador social, pero llámame Phil iluso".
—Vuelve y siéntate —dijo Finn.
—Me gustaría irme a la cama —A Jesse le resultaba difícil evitar el implacable obturador de los ojos de Finn—. Ha sido un día largo y prefiero empezar temprano por la mañana.
—Es pronto. Quiero hablar contigo.
Jesse consideró negarse. Sería bastante fácil, se iría mañana, de todos modos, así que, ¿qué diferencia había? La gente esperaba que los adolescentes fueran groseros, desconsiderados y egocéntricos. Y se cagaban de miedo de los silvestres, los fugitivos, los chicos que pedían limosna; de miedo y de vergüenza también.
Finn esperó, con ojos calmados, firmes e ilegibles. No había nada de miedo en él.
Jesse se encogió de hombros. Bien podría oí lo que Finn tenía que decir.
—¿Qué foto fue? —preguntó Finn tras instalarse en el sillón.
—No sé a qué te refieres.
—Yo creo que sí —Finn hablaba en voz bastante baja, pero Jesse empezó a sospechar que el amable osito de peluche tenía garras. Debería haber sabido que cualquiera que pudiera crear tales fotografías no era un iluso ni tampoco un cobarde. Aún así, no había nada amenazador en la voz de Finn.
Finn se acercó y le entregó el libro. —¿Por qué no me la muestras?
La fotografía estaba aproximadamente a dos tercios del volumen. Jesse comenzó desde la primera página, pasando cada hoja lenta y deliberadamente, como si tuviera problemas para reconocer lo que estaba buscando. No sirvió de nada. Finn lo miraba sin un ápice de impaciencia, de igual forma que probablemente observaba a todas las víctimas de su lente.
Cuando Jesse llegó por fin a la fotografía, estaba preparado para ello, pero aún así se estremeció. Finn tomó el libro de sus manos y estudió la imagen. Estuvo en silencio por un largo rato. Luego suspiró.
—Podría decirte que el cuerpo de la chica era sólo una imagen generada por computadora, pero no me creerías, ¿verdad?
Jesse comprimió los labios.
—A veces hago un trabajo para la oficina del forense y la policía. En su mayoría crímenes violentos contra niños. Es mi forma de intentar ayudar, de concienciar a la gente de lo que está pasando y, con suerte, de cambiar un poco las cosas.
—¿Tú llamas a ésto ayudar? —gritó Jesse.
—Si conmueve a la gente...
Jesse lo interrumpió. —¡No tienes derecho! Es una violación, del peor tipo. Y encima hacerlo tan hermoso —Jesse se detuvo, incapaz de continuar. Le había comenzado a temblar la voz. Para su horror, sintió que la amargura se derramaba. ¿Cómo podía llorar cuando lo único que quería hacer era burlarse de éste hombre estúpido e insensible? Finn lo consideraría patético. No es que le importara lo que pensara Finn. Jesse se mordió el moflete, pero cuanto más intentaba contenerse, más difícil se volvía. Dejó caer la cara entre las manos. Pronto le dolieron los pulmones, la garganta y los huesudos hombros por la aflicción, por el vendaval salvaje que le desgarraba el cuerpo. Hacía años que no lloraba así.
Finn se acercó presto a Jesse y el sofá se hundió como un viejo amigo bajo su peso. Una vez más le puso un brazo sobre los hombros. Esta vez Jesse no lo rechazó. El brazo de Finn era extrañamente ligero, un peso pluma de carne, hueso y sudor salado. Jesse no habría podido soportar un yugo.
Finn no dijo nada, sólo lo dejó llorar. La propia garganta de Finn estaba tensa, obstruida por la compasión de esta criatura orgullosa, herida y magnífica: mitad hombre, mitad niño. Tomamos el espíritu más perfecto, pensó con amargura, y lo desollamos, lo arrancamos, lo retorcemos hasta que cede o se rompe. ¿Qué clase de seres somos? ¿Qué monstruos? ¿Qué hitlers? Con mucha delicadeza, Finn le acarició el hombro, con el pulgar trazando círculitos sobre la desgastada camiseta. Eso hacía poco por detener los estremecimientos, estremecimientos tan fuertes que penetraban hasta su propio núcleo.
Gradualmente, los espasmos remitieron. Jesse levantó la cabeza y balbuceó una disculpa. Finn quitó el brazo, pero permaneció cerca. Su corpulencia atraía a Jesse hacia él del mismo modo que una masa sólida atrae a un asteroide que pasa por los fríos y vacíos corredores del espacio. Jesse se secó la cara con la mano e inhaló por la nariz. Finn buscó en el bolsillo y sacó un pañuelo anticuado.
—Toma —dijo Finn—. Está limpio. Suénate a tus anchas.
Después de hacer minucioso uso del pañuelo, Jesse lo arrugó en la mano y luego soltó los dedos para que el cuadrado de tela se desplegara como un azafrán a la luz del sol.
—Yo no suelo hacer èsto —dijo Jesse.
—No, me imagino que no. Una lástima. Es lo que pasa cuando llevas demasiado lejos ser reservado.
—¿Quieres decir que siempre debería llorar sobre los hombros de los extraños? —preguntó Jesse con un atisbo de sonrisa.
Finn dio de corazón una carcajada. —Digamos que yo prefiero que un hombre no tenga miedo de mostrar sus sentimientos —Luego su expresión se volvió sobria—. ¿Has oído hablar alguna vez de Janis Joplin?
—Una cantante de blues, ¿no? ¿De los años sesenta?
—Sí, rock con un fuerte toque de blues. Mi madre es una gran adicionada al blues. Joplin murió cuando yo era niño, pero una de sus canciones más famosas siempre ha permanecido conmigo. La libertad es sólo otra palabra para decir que no queda nada que perder. . .
Jesse lo pensó durante unos segundos y luego asintió. —Sí, ya veo.
—Bien, porque odiaría que siguieras creyendo que no necesitas a nadie.
Jesse miró el pañuelo que aún tenía en las manos. —Estoy bien —murmuró.
—Ella tuvo una sobredosis, ¿sabes? —dijo Finn—. Tenía veintisiete años.
Jesse se levantó, caminó hasta la estantería más cercana y pasó los dedos por los lomos de una hilera de libros, con sus reconfortantes voces ahora silenciadas por un suave parloteo procedente del otro lado de los gruesos muros de piedra de la casa.
—¿Aún está lloviendo? —preguntó Jesse.
—Un verdadero diluvio. Probablemente llueva hasta la mañana.
Jesse se volvió y miró a Finn, que no se había movido del sofá. —Yo no consumo drogas.
—No es eso lo que quise decir. Hay muchas formas diferentes de sufrir una sobredosis.
Un largo silencio, interrumpido por un pitido del ordenador.
—Correo entrante —dijo Finn.
—Quieres terminar algo de trabajo.
Nuevamente Jesse pasó los dedos por los libros, deteniéndose en uno o dos grandes volúmenes brillantes, como si se resistiera a irse. Finn bostezó, luego se puso en pie, se estiró y volvió a bostezar. Se estaba haciendo demasiado mayor para los aviones, las zonas horarias y el desfase de hora.
—¿Otra taza de café? —preguntó Finn.
Jesse negó con la cabeza. La máquina de café gorgoteaba y siseaba mientras Finn esperaba, con su ocasional mirada de reojo, tan discreta como requería su profesión, pero el muchacho parecía hipnotizado por la fila de libros. Todavía había rastros de lágrimas en sus mejillas.
Una vez que el espresso estuvo listo, Finn cruzó la habitación hasta su escritorio, se acercó la silla y se sentó. A través del vapor que subía de su taza, se atrevió por fin a estudiar a Jesse con más atención; a admitir ante sí mismo la dirección de sus pensamientos.
Finn no era un hombre particularmente religioso (solo la gestionaba por Navidad), pero su corazón latía con algo que rayaba la esperanza. ¿Es ésto lo que es? Se preguntó Finn. ¿Una segunda oportunidad? Una forma de redimirnos a nosotros mismos... ¿a mí mismo? Salido de la nada. Sin hogar, necesitado. Apenas mayor que un chaval. Nada que perder. Nos hemos esforzado mucho en darle sentido a las cosas. A seguir viviendo, como siempre dice todo el mundo. ¿Nos lanza el universo un regalo alguna vez? ¿O sólo lo parece? ¿Y qué importa eso mientras lo hagamos bien esta vez?
Finn tuvo cuidado de mantener la voz normal cuando habló. —Creo que nos debes algo por las comidas y la cama.
Jesse apartó la mano de los libros como si una corriente eléctrica le hubiera pasado por los dedos. —¿Cómo has dicho? —tartamudeó.
—No te alarmes tanto. Sólo quiero una promesa tuya.
—¿Qué clase de promesa?
Finn lo miró con astucia. —Tu palabra de que no te escabullirás de madrugada antes de desayunar conmigo.
Jesse exhaló aliviado. No había sido consciente de haber estado conteniendo la respiración.
—Bien —dijo Jesse—. Eso puedo prometerlo —mostró una media sonrisa— ¿Cómo lo supiste? ¿Y cómo sabes que puedes confiar en mí?
Finn ignoró la primera pregunta. —Si no confiara en ti, no estaríamos teniendo esta conversación. Uno sólo dice lo que quiere decir, ¿no?
Jesse agachó la cabeza, excesivamente complacido, como si le acabaran de dar un regalo, uno que había anhelado y anhelado sin la menor esperanza de realización: un niño pequeño que sabía que no había manera de que sus padres pudieran permitirse ese tren para Navidad.
—Sarah probablemente dormirá hasta tarde, pero Meg tiene que estar en el hospital a las ocho. Normalmente yo preparo el desayuno y lo tomo con ella cuando estoy en casa. ¿Las siete menos cuarto es demasiado pronto para ti?
—No.
—No necesitas —Finn se interrumpió. —No importa, vete a la cama. Quiero terminar algo de papeleo. Hablaremos mañana.
Jesse asintió. Le entregó a Finn su pañuelo, que el mayor se guardó descuidadamente en el bolsillo, y se dirigió hacia las escaleras. Se detuvo en la puerta, tocó distraídamente el flexible cuero negro de un traje de motociclista que colgaba cerca de la puerta y luego se dio media vuelta.
—Señor Andersen —empezó Jesse.
—Finn.
—Finn. Las fotografías son muy bonitas. Es sólo que —Se detuvo, preguntándose cómo seguir sin reabrir la herida—. La chica. La víctima de la quemadura. Me equivoqué. La obscenidad está en mí, no en la foto.
Finn sostenía un lápiz en la mano, uno elegante y mecánico. Él hizo clic en el avance varias veces, empujó la frágil mina nuevamente dentro del cuerpo del lápiz y volvió a hacer clic.
—Nunca fotografío a los muertos sin un sentimiento de deuda y un profundo respeto. Ellos nos enseñan de una manera que los vivos nunca podrán igualar. La policía me contó algo sobre la historia de esa chica. Sus padres...
—¡No!
La mina del lápiz se partió.
—No puedo —dijo Jesse—. Aún no.
Finn dejó el lápiz. Apoyó los codos en el escritorio, juntó las manos y se golpeó repetidamente los labios fruncidos, un gesto que a Jesse ya le parecía familiar.
—Jesse, si no revisitas el pasado, pierdes el futuro.
Jesse miró a Finn con ojos profundamente sombríos. —Yo no tengo pasado.
—Todo el mundo tiene un pasado —respondió Finn.
Jesse despertó con una piel pálida formándose en el cielo. Le gustaba dormir con la ventana abierta, las cortinas abiertas y el paisaje nocturno abierto, no es que creyera que el alma de sus sueños vagaba hacia otros reinos; eso se lo dejaba a los sociólogos y a los friquis chamánicos. Y ninguna persona en su sano juicio quería ir donde a menudo lo llevaban sus sueños. Pero esa noche la tormenta parecía haberle lavado la mente. No podía recordar ni un solo sueño.
Miró hacia la ventana. Había dejado de llover y el aire olía cálido y dulce, como el primer ordeñado del día. Él se marcharía justo después del desayuno. Agua caliente, una cama blanda y limpia y comida (siempre comida), qué fácil era dejarse seducir por la comodidad.
Esa fotografía. Los pensamientos de Jesse se dirigieron hacia allí, aunque él giró el volante y trató de aplicar los frenos; un error, como cualquier conductor podría haberle advertido. Recordó haber leído que ciertas culturas no se sometían a las fotografías: la cámara les robaba el alma. Tenía que admitir que había una especie de magia en ello: la hoja de papel en blanco flotando en un baño químico, y luego la imagen materializándose gradualmente, convocada desde alguna dimensión incorpórea. Pero a la chica no la habían convencido de entregar su alma, se la había arrebatado el fuego antes de que Finn posara los ojos en su lamentable cadáver.
Despierto del todo ahora, Jesse se sentó, movió las piernas sobre el lado de la cama y se pasó las manos por el pelo. Quería ver la fotografía otra vez. No era una buena idea, él lo sabía, pero tal vez si él daba un volantazo hasta derrapar...
Nubi hizo un poco entusiasta intento de acompañar a Jesse, pero siguió acurrucado en la estera ante la orden susurrada de quedarse. Alguien debía de haberlo entrenado y Jesse se preguntó qué historias podría contar el perro. Al menos los Andersen lo tratarían amablemente o, confiaba Jesse, le encontrarían un buen hogar. Los ojos de Nubi invitaban a una metáfora sensiblera mientras ambos, perro y muchacho, se miraron un momento antes de que Jesse saliera descalzo de la habitación, advirtiéndose a sí mismo severamente que no podría ocuparse de una mascota.
La casa estaba en silencio. Jesse no tuvo problemas para llegar a las escaleras del sótano, donde se detuvo antes de bajar. Ni siquiera un ronquido. La casa fácilmente podría haber estado vacía. Jesse cerró la puerta del sótano con cuidado y, con la barandilla como guía, caminó a tientas en la oscuridad. Una vez convencido de que no había nadie en el cuarto oscuro, encendió la luz. Habría sido bastante sencillo llamar a la puerta o avisar. No podría haber explicado por qué no quería que Finn supiera de su repentino impulso. Parecía un secreto culpable, calderilla robada de la billetera de un padre.
Jesse encontró el libro de inmediato. Finn lo había dejado sobre su mesa, como si él mismo hubiera tenido intención de abrirlo por la mañana. En cualquier caso, la fotografía era peor de lo que Jesse recordaba. Emmy había tenido casi la misma edad cuando murió (eso era una suposición, era difícil leer el satinado cadáver). Una mirada y luego dejó el libro a un lado. Anhelaba arrancar la página, romperla en pedazos. Se inclinó sobre la mesa de Finn, agarrando el borde de madera con ambas manos, apretando hasta que se le acalambraron los músculos. Podía sentir los recuerdos emergiendo, su sangre rugiendo, un río crecido que amenazaba con desbordarse y envolverlo en llamas. Un viento cálido levanta las cenizas del tejado. Él está corriendo por el jardín hacia la puerta, sollozos lamentándose en sus oídos. "Jesse", llora ella. "¡Jesse!" Él tragó para reprimir el vil sabor de la boca. ¿Había sólo imaginado el hedor a carne quemada y huesos carbonizados? Nunca podría estar seguro. Lo había sentido como un recuerdo.
Volvió a recoger el libro y se quedó mirando la fotografía. Él nunca había llegado a ver a Emmy. Si es que había quedado algo que ver. Extendió la mano sobre la página, cerró los ojos y tocó el afilado borde del papel. Esto no cambiará nada, se dijo, puedes arrancarla de la encuadernación, pero no de tu cabeza. Pero sabía que, a menos que se fuera, y pronto, tal vez no pudiera controlarse. Apretó los dedos sobre el papel, el sudor le recorría los costados del pecho. Hacía frío aquí abajo. ¿Por qué estaba sudando, por el amor de Dios? Era sólo un libro.
—¿Jesse?
Él jadeó. Y entonces, esa oleada de liberación ardiente, tan fuerte que el libro que tenía delante entró en ignición.
—¡Jesse!
Él fue rápido. En cuestión de segundos había apagado el fuego con las manos; después de todo, solo era uno pequeño. Si no fuera por la tenue nube de humo, que ni siquiera era suficiente para activar los detectores, y el olor acre, no habría razón para imaginar un fuego. Excepto por las páginas curvadas y ennegrecidas del libro.
Sarah miró a Jesse con total asombro. Miró de su rostro al escritorio y de nuevo a su rostro. Él respondió a su interrogatorio sin inmutarse.
—Muéstrame las manos —exigió ella—. ¿Están quemadas?
Él se las mostró. Ni siquiera estaban enrojecidas. Había sido un incendio muy pequeño.
—¿Y el hombre del parque? —preguntó ella despacio.
Jesse apartó la mirada. Había tenido esperanza en que ella no recordaría eso. Seguía subestimándola. ¿Qué respuesta podía dar?
Sarah apareció en la cocina justo a tiempo para mirar las sartenes por encima del hombro de Finn.
—¿Dónde encontraste todo ese beicon? —preguntó ella—. No puedes haber estado ya en las tiendas.
—Debajo de una bolsa destripada de patatas fritas. Alguien tendrá que descongelar ese congelador antes de que necesitemos un hacha o un lanzallamas —lLa mirada de Finn se posó en Jesse un momento mientras le entregaba a Sarah dos platos de huevos revueltos y champiñones—. ¿Qué hacéis levantados tan temprano? —Hizo que Nubi se sentara a comer su porción de beicon—. ¿Pasar la rama de los malos hábitos?
—La hoja, querrás decir. Como en un libro.
—Nop. Bosque, tal vez, por la cantidad de papel que necesitarías.
Incluso Nubi pareció sonreír. Sarah resopló y se echó la trenza por encima del hombro. —Es demasiado temprano para chistes malos.
Finn le llevó a Jesse un plato lleno, luego se sentó y disfrutó de su propio desayuno. Sólo después de haber comido varias lonchas de beicon y una tostada con mantequilla y mermelada, se detuvo para tomar aliento. —He echado mucho de menos la buena comida casera.
—Vas a recuperar todos esos kilos en una semana —dijo Meg secamente.
—Ahora no empieces con eso otra vez —Finn se volvió hacia Sarah. —¿Ya has tenido noticias de Katy?
—Un correo electrónico de hace unos días.
—¿Cómo le va la cosa? —preguntó Finn.
—No le va muy mal. Calor —Sarah lo explicó a Jesse—. Katy es una de mis mejores amigas. Está trabajando en una reserva india en Arizona durante las vacaciones de verano.
—Nativos americanos —dijo Finn—. Navajos, en este caso.
Meg se miró la muñeca y luego el reloj.
—No olvides tu reloj —dijo Finn.
—Hay que repararlo.
—¿Qué le has hecho? ¿Le dieron un mazazo con un martillo neumático? —preguntó Shara.
—Sólo es un pequeño ajuste —Meg le lanzó una mirada de advertencia a Finn, quien estaba a punto de hacer uno de sus comentarios—. Mira, voy a llegar tarde si no me doy prisa —se dirigió a Sarah—. He dejado una lista de compras y algo de dinero. ¿Puedes recoger las cosas que necesitamos para la cena? Vamos a hacer una barbacoa. Regresaré a las ocho —Una sonrisa—. De verdad.
—De acuerdo —Sarah untó una tostada con mantequilla—. ¿Algo más?
—Avisa a tu padre cuando salgas y no olvides el móvil.
Sarah le hizo una mueca a su madre.
—Lo digo en serio, Sarah Louise Andersen. Debes ser la única adolescente en el país cuya oreja no está permanentemente pegado al teléfono.
—Piensa en cuánto te estoy ahorrando. Debería recibir más paga semanal.
Meg, que no era ajena a esos comentarios, se limpió los dedos en la servilleta y la dejó en su lugar. Se volvió hacia Jesse, con voz tranquila y ojos amables. —¿Necesito despedirme?
Jesse agachó la cabeza y quedó persiguiendo ideas dando vueltas y vueltas en su mente como el perro y el gato, vueltas y vueltas otra vez. Miró a Nubi, cuya opinión no podría haber sido más obvia: tal vez tú prefieras un puente, pero yo prefiero una estera limpia y beicon. Y me gustaría tener otra oportunidad con ese felino engreído y mimado que está pidiendo que le enseñen un poco de respeto.
Finn intervino. —Deja al muchacho, Meg. Él y yo tenemos algunas cosas que resolver.
Después del desayuno, Finn envió a Sarah al quisco en moto.
—Jesse y yo ordenaremos la cocina —dijo Finn. Cuando ella frunció el ceño, él añadió—. Bueno, siempre puedes lavar los platos durante la cena si te sientes despreciada. Y creo que Meg mencionó algo sobre el baño de abajo. Un buen frotado, ¿verdad?
Sarah resopló ante la perfidia de su padre, pero los dejó a los dos solos.
—Es una buena chica —dijo Finn después de que ella saliera—. Nos dará suficiente tiempo para hablar.
Jesse no dijo nada.
—¿Más café? —preguntó Finn.
Jesse negó con la cabeza.
Finn se sirvió otra taza, luego añadió leche y una buena cantidad de azúcar.—. Meg siempre me dice que deje de tomar dulces —se desesperó—. Sólo ésto una vez.
Jesse esbozó una sonrisa. Retiró hacia atrás su silla. —Empezaré a lavar los platos.
—Después —dijo Finn—. Esto no llevará mucho tiempo.
Ahora era la oportunidad. Jesse jugó con las migajas en su plato, considerando cómo explicárselo.
—Empecemos por el incendio en mi oficina —dijo Finn.
—Estaba a punto de decírtelo —A Jesse no le gustó la forma en que eso lo hacía aparecer, como si hubiera estado planeando escabullirse como un patético cobarde—. Mira, lo siento. Te lo pagaré tan pronto como pueda.
—No finjas ser obtuso.
Jesse se quedó mirando su plato durante mucho tiempo. —Supongo que no vas a quedar satisfecho con algo como la combustión espontánea —dijo finalmente.
—Buena suposición.
Jesse se encogió de hombros. —No puedo darte una explicación.
—¿Ha sucedido antes?
—Sí.
En el largo silencio, Finn se preguntó si Meg se había topado alguna vez con algo así. Y estaba ese proyecto de investigación del que había oído hablar, el que Ayen estaba dirigiendo.
—¿Cuánto tiempo llevas vagando por ahí? —preguntó Finn.
—Estoy bien. No necesito ninguna ayuda.
Finn inclinó la silla hacia atrás sobre las patas traseras, cruzó las manos sobre el abdomen y miró a Jesse con seriedad, sin rastro de piedad. —Eso no es lo que te he preguntado.
—Unos cuantos meses.
—¿Un asunto policial?
—No.
—Bien —vio la mueca de Jesse—. Tengo algo de experiencia con la policía. No siempre hacen las cosas bien. ¿Cómo podrían? Pero las cosas son mucho más fáciles si no están involucrados.
—No me buscan por nada criminal —Mal nunca habría informado sobre los daños a sus maquetas. No después de la llamada telefónica de Jesse.
—¿Cuántos años tiene?
—La suficiente para decidir dónde quiero vivir, qué quiero hacer con mi vida.
—¿Que es?
Jesse no respondió.
—No lo sabes, ¿verdad?
—Ese es problema mío.
—No, no lo es. Es un problema de todos. Una sociedad es responsable de sus chicos.
—Un activista —se burló Jesse.
—Me han llamado cosas peores —Finn mantenía su calma—. Tendrás que hacerlo mucho mejor si quieres tambalearme. ¿Tienes alguna idea de los lugares en los que he estado, de las cosas que he visto? —Sólo el movimiento brusco y cortante de su mano ya revelaba la profundidad de sus sentimientos.
Jesse encogió los hombros. Había un rasguño largo y profundo, casi un surco, en la superficie de la mesa, en forma de z irregular, como si un niño hubiera intentado grabar un rayo. Jesse pasó el dedo por él, de un lado a otro y vuelta a empezar.
—¿Sabes, Jesse?, eres joven e inteligente, con todas las piezas en buen funcionamiento, mientras que yo he visto niños con media cara, niños gateando sobre piernas atrofiadas por la polio... polio, por el amor de Dios, en estos días y época; niños huérfanos y demacrados por el SIDA. Y la mayoría de ellos, tenaces cabroncetes que, a pesar de que les han dado malditas malas cartas, no se dan por vencidos —Finn hizo un gesto hacia Jesse, el clavar un cuchillo—. Mírate a ti mismo. Échate un buen vistazo. Tienes toda tu vida por delante —No pudo pasar por alto la expresión despectiva que cruzó el rostro de Jesse—, toda tu vida, y no me importa repetirlo, por trillado que suene, porque es obvio que no tienes ni idea de adónde ir ni qué hacer. Estás corriendo como un coche con depósito vacío. ¿Tienes alguna idea, la más mínima idea, de lo que probablemente va a pasar contigo si continúas así?
La silla de Jesse chirrió. —No voy a...
—¡Siéntate! —la voz de Finn tronó sobre la cabeza de Jesse, mientras la silla daba un sólido golpe hacia atrás sobre sus cuatro patas.
El reloj hacía tictac mientras Jesse vacilaba, un pulso bajo y constante. Luego él se sentó. A veces era más fácil esperar. No tenía que escuchar, lo había oído todo un millón de veces.
Pero Finn había terminado. Se bebió el café. Fue hasta la tetera, la llenó y la enchufó. Se ocupó de los granos de café, el molinillo eléctrico y el filtro. Empezó a lavar las sartenes. El olor a café recién hecho flotaba por toda la habitación. Jesse miró a través de la puerta abierta de la cocina hacia donde Nubi yacía en un soleado claro de césped, mordisqueando un palo. El reloj de sol tintilaba desde su estanque. A Jesse le tomó unos minutos más darse cuenta de que Finn iba a limpiar toda la cocina si era necesario, y también la pintaría antes de decir una palabra más. Un hombre inusual, le había dicho Jesse a Sarah. Se preguntó si ella entendía lo inusual que era.
—¿Finn?
El padre de Sarah llevó la cafetera a la mesa y se sentó. Esta vez Jesse aceptó otro café.
—Me gustaría oír lo que tienes que decir —dijo Jesse.
Finn apoyó los codos sobre la mesa. Se tomó su tiempo, golpeándose los labios con los dedos y mirando al vacío. Liam solía hacer eso: retirarse a su propia cabeza en momentos extraños. Era una de las primeras cosas que Jesse había notado en él y, con el tiempo, había llegado a comprender lo doloroso (físicamente doloroso) que podía ser para él el mundo de las evaluaciones, la burocracia, los padres, los niños sarcásticos y las simulaciones. En sus peores momentos, Liam había dicho que el sexo era su única liberación, su única vía de escape de sí mismo. Ambos nunca habían hablado sobre el amor.
Entonces Finn hizo una pregunta inesperada. —¿Alguna vez has ido en moto?
Jesse negó con la cabeza.
—¿Te gustaría aprender?
—Nunca había pensado en eso —dijo Jesse con cautela—. Supongo que sí. ¿Por qué?
—Las travesías en moto hacen que viajes tanto al pasado como al futuro.
—Pirsig. Zen y el arte del mantenimiento de motocicletas.
Finn silbó en apreciación. —De verdad has leído un montón.
—Un viejo libro de bolsillo que recogí en alguna parte.
Finn siguió dándose golpecitos con los dedos. —Dime, Jesse, ¿cómo de buena es tu memoria, exactamente?
No tenía sentido la falsa modestia con este hombre. —Buena.
Finn tomó la taza y agitó el café caliente, sopló sobre ésta, pero la dejó de nuevo sin beber.
—Pirsig tiene sus defectos, pero me gusta la metáfora de la motocicleta, y algunas de las preguntas fundamentales que plantea no han cambiado. Quizás nunca lo hagan. Meg piensa que estoy loco, pero ir en moto me resulta estimulante, e incluso fortalecedor. La mayoría de mis mejores ideas las tengo cuando voy en moto. Si me atormenta un problema muy difícil, trato de salir en mi Harley —Luego sonrió—. Por supuesto, también es muy divertido.
Jesse visualizó una playa, aves marinas, olas. —¿Alguna vez has ido tan lejos como la costa?
—Ese ni siquiera es un duro viaje por la tarde. Lleva más tiempo, claro, si quieres disfrutar de la belleza del campo —Finn se rió entre dientes—. Las carreteras secundarias de Pirsig.
—Yo tenía planeado llegar hasta allí. Nunca he estado en el mar.
—Eso puede arreglarse. Me encantaría introducirte en el motociclismo.
Jesse bebió un poco de café, sin saber cómo reaccionar.
—Mira, está es nuestra propuesta —dijo Finn—. Quédate el resto del verano con nosotros. Tenemos mucho espacio. Falta sólo un mes para que comiencen las clases. Tómate un tiempo para pensar en quién eres y qué quieres. Sin ataduras. Podrás entrar y salir cuando quieras, bueno, dentro de los límites normales de una casa.
—Ni siquiera me conocéis. ¿Por qué me ofrecéis algo así?
La mirada de Finn se desvió introspectivamente durante un momento. Luego él suspiró y parpadeó rápidamente. —¿No es obvio?
—No para mí.
—Porque lo necesitas.
Jesse agitó una mano hacia la puerta de la cocina y el pasillo más allá. —No veo muchos otros indigentes alojados aquí.
Finn miró fijamente a Jesse, quien de repente descubrió que no podía apartar la mirada. Le empezaron a temblar las manos, por lo que se vio obligado a agarrarse a los bordes del asiento de su silla. Finn se inclinó hacia adelante, aún sin querer liberarlo.
—¿Qué va a ser, Jesse? ¿El futuro o el pasado? Vas a tener que elegir. Seguro que lo has pasado mal. Cualquiera puede verlo, no sólo Meg. Pero eso no es una sentencia de por vida. O no tiene por qué ser así.
Con un esfuerzo, Jesse desvió la mirada. Una imagen espontánea de su familia, su última comida juntos. Uno de los pollos asados de su madre. Puede saborear la crujiente piel marrón que Emmy no come. Puede saborear la cerveza fría, con su espuma de la que puede sorber. Y el otro sabor, el que se mezclaba con el olor a sudor, y el sonido de fuertes respiraciones, cálidas en su cuello. Una y otra vez. ¿Nunca terminará ésto? Dolor, ardiente y feroz, le desolla la espalda, los hombros y la garganta. "¡Jesse! ¿Dónde estás? Hace calor. ¡Jesse!"
—Jesse.
Jesse se arrancó del recuerdo. —No puedo —Se le quebró la voz. Luego, entrecortadamente, con las cenizas del pasado obstruyéndole la garganta, con seco susurro calcáreo—. Hubo un incendio.
—Eso pensé.
—Tú no tienes ni idea. ¡Ninguna en absoluto! —exclamó Jesse—. Yo los maté...
Los ojos azul marino de Finn lo bañaron con una insoportable bondad.
—Yo los maté... —La angustia en su voz surcaba las olas que se elevaban despacio como la cabeza de un dragón.
—Duele, lo sé.
La jaula ósea se tensó alrededor de la cabeza de Jesse. Él jadeó, luego se le comprimieron la garganta y los pulmones. Todo el color desapareció de la habitación y ésta comenzó a ennegrecerse. Él se levantó, agarrándose a la mesa en busca de apoyo. Sólo había unos pocos pasos hasta el jardín. Aire, sólo necesitaba un poco de aire fresco. Respira, se dijo. Pero no había aire. Tenía el rostro frío. Él flotó fuera de su cuerpo. Se vio a sí mismo empezar a volar, vio a Finn levantarse y atraparlo, los vio entrar a ambos juntos en el apagón.
Jesse abrió los ojos y encontró a Finn sentado a su lado en la cama, luciendo preocupado.
—¿Jesse? —dijo Finn—. ¿Estás bien? Me diste un susto.
Jesse examinó la habitación: no había llamas, ni vigas ennegrecidas, ni esqueletos. Un dormitorio corriente: prosaico, seguro. Tal como lo había dejado esta mañana. En el rabillo del ojo se agitó algo. Sus ojos se dirigieron hacia la esquina. Sin fantasmas.
—¿Qué pasó? —preguntó Jesse—. ¿Como llegué aqui?
—Te desmayaste, así que cargué contigo hasta arriba.
—¿Cuánto tiempo estuve dormido?
—Sólo unos pocos minutos. Sarah ni siquiera ha regresado todavía.
Jesse se hundió contra la almohada. Cerró los ojos contra la brillante luz del sol, contento de que Meg no hubiera estado allí para hacerse cargo. Ante las siguientes palabras de Finn, los abrió de nuevo.
—Creo que necesitas un chequeo exhaustivo. Sólo para asegurarnos de que no pasa nada malo.
—No soy VIH positivo, si eso es lo que temes.
—Eso era lo más alejado en mi mente.
—Estoy bien —insistió Jesse—. No bebo, no me drogo, como.
Finn sonrió. —Cierto, tienes un apetito saludable. Pero me sentiría mejor si al menos dejaras que Meg te viera.
—¡No!
Finn lo miró un momento, luego dejó caer la mano brevemente sobre el hombro de Jesse antes de ponerse de pie. Finn, jugador de ajedrez, sabía que a veces era conveniente sacrificar una pieza.
—¿Quién es Emmy? —preguntó Finn.
—¿Cómo sabes sobre Emmy?
—Dijiste su nombre al volver en ti.
Jesse vaciló. —Era mi hermana.
—¿El incendio?
Jesse asintió, sin confiar en sí mismo para hablar.
Una carcajada aguda a través de la ventana abierta, un grito de "mi turno". En el jardín vecino jugaban algunas niñas. "¡Más alto, Jesse, empújame más alto!" Jesse pasó las piernas por el borde de la cama y se sentó. Sentía la cabeza embotada, pero no había mareos. Se pasó las manos por el pelo.
—Voy a limpiar en la cocina —dijo Jesse.
—Deja eso por ahora. Quiero que te lo tomes con calma.
—Deja de preocuparte. Fue sólo... —Jesse se interrumpió, sin ganas de continuar.
Finn se agachó para recoger un jersey que se había caído al suelo. Lo sacudió despacio y lo colocó a los pies de la cama.
—Está bien —dijo Finn—. Cuando estés listo para hablar sobre el incendio, estaré ahí para escucharte. Ten paciencia contigo, Jesse. Sé bueno contigo. Llevas tiempo vagando por ahí. Estás agotado, mental y físicamente. Emocionalmente. Date la oportunidad de aumentar tus reservas.
—Tal vez... sólo uno o dos días.
Oyeron un portazo y el ladrido de bienvenida de Nubi. Sarah había vuelto.
—Supongo que Sarah querrá salir. No dejes que ella te arrastre si no estás preparado. A veces puede ser bastante autoritaria. A nadie le importará lo más mínimo si decides pasar el día en la cama o vagueando al sol o leyendo —dijo Finn.
—Creo que me gustaría visitar una biblioteca —aventuró Jesse.
—Ningún problema. Sarah puede llevarte.
—Y tal vez preguntar por ahí si hay algún empleo.
Finn pareció pensativo. —Déjame ver qué puedo hacer —Se tiró de la barba un rato, diez segundos, veinte, luego sonrió y alzó un puño al aire como un muchacho— ¡Lo tengo! ¿Has visto una barcaza alguna vez ?
Jesse se maravilló de la tranquilidad que sentía en compañía del hombre. Habría hecho cualquier cosa por un padre adoptivo como Finn. Luego, Jesse se percató de la dirección de sus pensamientos. Mierda. Recordó con amargura el primer hogar de acogida, y luego el siguiente. Un nuevo comienzo: la triste promesa que un niño se hace a sí mismo. Había querido que funcionara en esos primeros años. Le había llevado un tiempo, pero había aprendido. El altruismo era tan probable como los viajes en el tiempo. E incluso la bondad tenía sus límites.
Entonces, ¿por qué carajo lo estaba haciendo de nuevo?
Sarah echó con un batidor de huevos a su padre de la cocina.
—Jesse y yo limpiaremos. Sé que te mueres por ir a trabajar.
Finn miró el pequeño charco que se formaba a los pies de Sarah y luego se mordió el labio inferior sin mirar directamente a Jesse. —Bueno...
—Adelante, nosotros nos encargaremos —dijo Jesse, echando mano al rollo de toallas de papel—. Estoy bien —añadió con firmeza.
El lavavajillas estaba a mitad de ciclo, riéndose macabramente para sí mismo. Nubi echó un vistazo a la máquina y se retiró nuevamente al jardín. ¿Quién sabía qué podría eso comerse a continuación?
Sarah arrojó la batidora al fregadero. —Enjuaguemos las cosas del desayuno. Podemos apilarlas sobre la encimera hasta que el lavavajillas esté vacío.
—¿Estos pocos platos? —Jesse se burló—. No nos llevará más de diez minutos. No me apetece dejar la cocina desordenada.
Sarah supo por la postura de esos hombros que él lo haría solo si ella se negaba. Y no le gustó el brillo impudente en esos ojos. Cree que estoy malcriada, ¿verdad? Empezó a dejar correr agua caliente en el fregadero y luego se dirigió a la mesa para recoger platos y tazas.
—Baja cuando hayas terminado y te daré el portátil —dijo Finn desde la puerta.
—¿La computadora portátil? —preguntó Shara—. ¿No la de repuesto?
—Le dije a Jesse que podría usarla.
—¡Finn! ¡Yo te la he pedido mil veces!
—Sabes que la nueva PC siempre está disponible —dijo Finn.
—Sí, claro. Cuando mamá no la está acaparando, querrás decir.
—No quiero causar ningún problema —dijo Jesse.
—No hay problema, Jesse —dijo Finn.
Sarah saltó hacia el fregadero y empezó a chocar platos y tazas mientras su trenza se balanceaba con petulancia. Maldito vínculo masculino. Jesse no respondía ninguna de sus preguntas sobre sus extraños talentos, pero ella apostaba que le había contado muchas cosas a Finn.
—Espera —dijo Jesse—, déjame lavar a mí. Tú puedes secar.
Finn se resistió a la clásica retirada apresurada mientras Sarah y Jesse discutían sobre quién tenía más probabilidades de romper las cosas. Una vez que resolvieron el problema, trabajaron rápido y bien juntos, aunque el aire todavía contenía algunas partículas cargadas más de lo estrictamente necesario. No tardaron mucho en terminar. Sarah estaba llenando bandejas de cubitos de hielo mientras Jesse hacía una bola con el paño en forma de J, que había estado usando para limpiar la mesa, y lo arrojó al fregadero, fallando por poco la punta de la nariz de Sarah.
—¡Jesús! Ahora me has empapado la camiseta —exclamó Sarah—. Odiaría ver qué haces con una pelota de baloncesto.
—Si hubiera tenido intención de darte, lo habría hecho.
Con los brazos en jarras, ella lo miró fijamente por un momento. —Estás terriblemente seguro de ti mismo, ¿no? —Luego, al borde de una sonrisa, levantó una ceja—. ¿O es que lo hiciste a propósito? Como habría hecho Kevin, para destacarme los pezones.
Jesse se sonrojó y se inclinó para recoger un extraviado trozo de cáscara de huevo, luego se enderezó con un gesto de disculpa. —Sarah, por favor no te enfades conmigo. Ojalá no hubieras visto ese asunto del fuego, pero lo has visto y no puedo cambiarlo. No es algo de lo que esté dispuesto a hablar.
La expresión de Sarah se suavizó. —Tal vez cuando me conozcas mejor.
—Tal vez —Él miró a su alrededor en busca de una escoba—. Deberíamos barrer el suelo. Está lleno de migas y pelos de perro.
—Más tarde. Es demasiado agradable quedarse en casa.
Sonó el timbre.
—Ve a trastear con el maldito portátil mientras yo miro quién es —dijo Sarah.
Jesse estuvo ocupado en la oficina durante veinte minutos mientras Finn limpiaba algunos archivos antiguos y explicaba cómo manejar la computadora. Jesse escuchó cortésmente, aunque todo era evidentemente obvio. El modelo de Finn estaba un poco anticuado, pero era perfectamente útil, o lo sería una vez que Jesse hiciera algunas modificaciones.
Al subir las escaleras desde el cuarto oscuro, Jesse oyó voces bajas y la risa de Sarah desde la sala de estar. La conversación se detuvo cuando Jesse entró en el salón. Mick, Kevin y Tondi estaban agrupados alrededor de Sarah. Hubo una pausa incómoda.
—Mira quién está aquí —dijo Mick arrastrando las palabras, con sus ojos viajando desde los pies descalzos de Jesse hasta su pelo enmarañado. Mick le guiñó un ojo a Sarah, pero con ojos fríos—. No nos dijiste que tenías compañía.
Sarah bajó la mirada y pasó de un pie descalzo a otro, hasta que finalmente arqueó el izquierdo formando una improbable media luna y trazó semicírculos en el suelo con la gracia de una cigüeña. No podría ser torpe aunque lo intentara. Jesse se preguntó si ella se sentía avergonzada por su propia presencia o por la burla de Mick. Apretando los labios, dejó la computadora portátil en el suelo y se acercó a ella. Aunque su corazón latía aceleradamente, se obligó a mostrar nada más que un frío desdén. Sarah adoptó una postura tranquila, pero mantenía la mirada baja, y el desconcierto en ella alimentó la ira de Jesse. De cerca, su piel olía a calor y un poco a levadura, como un pan recién horneado. De repente, un pulso latió en la garganta de Jesse. Debía de haberle comunicado algo, porque ella se puso ligeramente rígida y le rozó el brazo con el propio, un hormigueo en los pelos de su piel.
—¿Quieres patinar un poco? —preguntó Jesse con una voz que él mismo apenas reconoció.
Mick sonrió pero saltó un músculo de su sien. —Hoy no, Jesse, hoy no. Nos vamos a la piscina del club —Su mirada se desvió ligeramente hacia Sarah—. ¿Lista, Sar?
—Yo... no sé. Aún es muy temprano —dijo ella, con la vista todavía en los pies.
—¿Acabas de levantarte de la cama? —Mick sonrió con malicia.
Los demás se rieron. De ninguna manera, pensó Jesse, de ninguna maldita manera.
—Me temo que tenemos otros planes —la voz de Jesse fue tranquila, agradable y arrepentida. Podría haber rechazado una invitación a tomar el té—. Quizás en otra ocasión. Como el año que viene. O el próximo siglo —Habló sin el más mínimo rastro de sarcasmo—. ¿Conoces la palabra siglo?
La sonrisa burlona se desvaneció de los labios de Mick. El salón quedó en silencio, luego se estremeció; el desafío había alejado al verano del aire. Lentamente, Sarah levantó la cabeza para mirar a Mick. Algo parecido a la lástima, algo parecido al desprecio brillaba en los ojos de ella. Con un juramento, Mick alzó la barbilla, dio un paso adelante y agarró bruscamente a Jesse por el brazo.
—Pues, pendejo —dijo—, vuelve al jodido agujero del que has salido reptando.
Kevin parecía incómodo. Le puso a su amigo una mano en el brazo. —Venga, Mick, relájate.
Mick se quitó de encima a Kevin sin soltar a Jesse.
—Engendro —espetó Mick a Jesse.
La palabra se retorció en las entrañas de Jesse como una cuchilla de hielo. Respira hondo, se dijo, respira hondo. Son sólo palabras. ¿A quién le importa lo que piensen estos simios? Déjalo en paz. Gilipollas, bicho raro, meón. Los has oído todos. Cabrón. escoria. La banda alrededor de su cráneo comenzó a tensarse. Pervertido. Un súbito peso sobre su hombro le hizo girar la cabeza: la mano de Mick era cálida y pesada. Jesse sintió hacerse más alto, más ancho.
—Quítame la mano de encima —dijo Jesse con voz gélida—. Ahora mismo.
Tondi miraba a Jesse con interés, con una sonrisa en los labios. Incluso en un caluroso día de verano, llevaba lápiz de labios rojo brillante y mucho kohl.
Dos manchas rojas salpicaron las mejillas de Mick como quemaduras de escarcha. Sonrió con burla, pero una sombra de incertidumbre surgía de debajo de su bravuconería. Jesse sonrió ante la vista, ya había tenido suficientes Mals para toda la vida. Acerados, de color azul fuego, sus ojos sostuvieron los de Mick. Al principio imperceptiblemente, luego con fuerza, Jesse clavó una punta forjada al fuego a través de ese arrogante caparazón. Los dedos de Mick apretaban el brazo de Jesse, abriendo profundos surcos. Más profundo aún. Mick siseó y bajó la mirada.
La habitación empezó a agitarse.
—Mick, creo que será mejor que te vayas —dijo Sarah—. No quiero tener que llamar a mi padre.
A calentarse.
Mick soltó el brazo de Jesse con un empujón, tragánsose una maldición en voz baja. Dio media vuelta y se fue sin mirar atrás. Sarah no dijo nada mientras los demás mascullaban su despedida. En la puerta, Tondi se giró, con los pulgares metidos en la cintura, y le lanzó a Jesse una mirada que derritió los últimos trozos de hielo en el aire.
—¿Vas a salir con él? —preguntó Jesse.
Sarah y Jesse estaban sentados en un terraplén cubierto de hierba junto al río. Nubi yacía junto a ellos, mojado y jadeando. Había nadado con facilidad y alegría, persiguiendo aves acuáticas y chorlitos en un gran jaleo acuático, aunque había salido de buena gana cuando lo habían reprendido. El cielo encima era de un azul brillante, cuya claridad vidriosa magnificaba el calor.
Sarah tomó un largo sorbo de su coca cola. Jesse la miró subrepticiamente, disfrutando de la esbelta línea de su cuello mientras ella inclinaba la cabeza hacia atrás. Su clavícula parecía lo suficientemente afilada como para desgarrarle la apenas dorada piel, y algunas pecas perseguían el bulto de su pecho hasta su diminuto top. Él desvió la mirada, se sentía vulnerable ante esa actitud tranquila que ella mostraba hacia su cuerpo.
—No es lo que piensas —dijo Sarah.
Jesse se encogió de hombros, sin confiar en sí mismo para hablar. Sarah y Mick... Jesse había querido equivocarse. ¿Qué podía ver ella en alguien así? Volvió la cabeza y miró fijamente el río. Después de todo, no era asunto suyo.
—Jesse, mírame.
Reluctante, Jesse se giró en su dirección y se pasó los dedos por el pelo. Sarah pensó en lo fino y sedoso que éste parecía, como el de un niño, y sus dedos ansiaban un cepillo para el cabello. Una melena dorada, veteada de muchos matices sutiles y decolorada casi hasta quedar blanca en las puntas por el sol: el pelaje de Joseph en amarillo.
—No me debes una explicación —dijo Jesse.
—Tienes razón, no te la debo. Pero me gustaría dártela, si quieres oírla.
Jesse vació su propia lata de coca cola, luego la aplastó en la mano. —Bien, háblame de ello.
Sarah se rodeó las rodillas con los brazos. —Salí con él un par de veces. No éramos una pareja en realidad. Estoy bastante segura de que él estaba saliendo con otras chicas al mismo tiempo. Él me decía que no, pero ya sabes cómo son las cosas. Probablemente pensó que estaría celosa o sería posesiva o algo así.
—¿Y no lo habrías sido?
—Difícilmente. Yo no estaba enamorada de él, nada de eso. Ni siquiera estaba segura de cuánto me gustaba.
—Pero saliste con él —espetó Jesse—. Te acostaste con alguien, supongo, que ni siquiera te gustaba.
—¿Y no lo has hecho tú? —replicó Sarah, picada por su desprecio.
—No.
Sarah guardó silencio durante un rato.
—Aún no te has acostado con nadie, ¿verdad?
Él se pellizcó un hilo suelto de los vaqueros. —No en la forma a la que te refieres.
Sarah exhaló un largo y suave suspiro. Se protegió la cara con una mano y miró hacia el río, donde la luz del sol deslumbraba a través de un hechizo de espejos. Tenía que entornar los ojos para ver los barcos que pasaban. Esta parte del río siempre estaba muy transitada.
—Él fue mi primera vez —dijo Sarah—. Es guapo y popular, y a casi todas las chicas les gusta. Supongo que me halagó su atención. Tú has visto un lado feo de él. Puede ser muy divertido... dulce. Vale, es un poco mimado, un poco egoísta. También lo son la mayoría de los tipos con ese tipo de carisma. Y creo que eso podría tener algo que ver con su padre. Mick tiene un hermano gemelo, Daniel, que se metió en muchos problemas por el tráfico, lo enviaron con un tío o un primo en Sudáfrica para refornarlo, y no ha vuelto desde entonces. Siempre fueron terriblemente cercanos, Mick y Dan, y Mick cambió después de que su hermano se fue. Pero normalmente no es tan antipático. No sé qué le ha dado hoy.
Jesse resopló.
Sarah ignoró su interrupción. —¿Por qué no?, pensé. Es hora de descubrir qué es lo que entusiasma a todo el mundo. Tampoco es que vaya a quedar embarazada ni nada por el estilo. Y Mick es de esos que saben lo que se hace —Jugueteó con su trenza—. Me pareció inteligente intentarlo con alguien que no me importaba mucho, con quien no quería involucrarme.
—Pensé que se suponía que era al revés.
—Bueno, créeme, no siempre sucede así.
—Si tú lo dices —Jesse miró hacia otro lado. Las imágenes en su cabeza eran vívidas, demasiado vívidas. Recogió la lata desechada y la aplastó aún más. Ella estaba sentada lo bastante cerca como para que él pudiera oler la lavanda en su cabello, el nada desagradable olor a sudor, a jabón y a calor... a Sarahnidad. Escuchar su suave respiración. Ver sus largas extremidades, las suaves caricias sin esfuerzo. Sus pechos, sus pezones fruncidos en el agua. Ella está nadando soñadoramente hacia él. Cabello de sirena flotando libremente. Una cascada de burbujas de sus labios. Qué cerca está, qué cerca. Y luego, agitándose, la boca de tiburón de Mick, sus manos...
—¿Te lo hizo bien? —La pregunta surgió de él.
Ella lo miró con una expresión ilegible.
—Dijiste que él puede ser divertido —La voz de Jesse se apagó. De repente se puso de pie y comenzó a quitarse los zapatos y los calcetines, luego los vaqueros. Finn le había encontrado un bañador viejo. —Voy a nadar.
—¿Qué, aquí? —preguntó Shara, sorprendida por el repentino cambio de tema—. No creo que sea una buena idea.
—¿Por qué no? ¿Demasiado contaminado?
—No. Las corrientes son traicioneras. Mucho más fuertes de lo que parecen. Hay advertencias colocadas por todas partes —Sarah hizo un gesto con la mano en dirección a un cartel indicador—. Nadie nada aquí.
—Soy buen nadador, te lo dije.
—Jesse, si de verdad quieres nadar, vayamos a la piscina.
—¿Para que podamos estar con Mick?
La columna de Sarah se elevó con fuerza. —Eso es muy bajo.
—¿Lo es? De algún modo, tu versión de la historia parece bastante floja. Vas a patinar con él. Viene husmeando por la casa. A mí me parece que...
Sarah lo interrumpió enojada. —A mí me parece que será mejor que tengas alguna experiencia de la vida real antes de empezar a juzgar a otras personas.
Se miraron furiosos por un momento antes de que Jesse se quitara los vaqueros y corriera hacia el agua sin quitarse la camiseta. Nubi se levantó de un salto y corrió hacia él. Sarah se mordió el labio, luego el extremo de la trenza. Tenía algo del mal genio de su padre y la mayoría de las veces se arrepentía de sus palabras imprudentes en cuanto las pronunciaba. Lo cual no alteraba el hecho de que tenía razón sobre el río.
—¿Dónde aprendiste a nadar así? —preguntó Shara.
—Crecí junto a un lago —dijo él reluctante. Había nadado en todo menos en el clima más frío.
—¿Qué le pasó? —preguntó ella en voz baja. —A tu familia.
Él le dio la espalda hacia el río. Ella vio la soledad en el movimiento de sus pestañas, la delicadeza nacarada de su oreja, la curva tranquila de su boca. Si se hubiera atrevido, lo habría rodeado con los brazos. En lugar de eso, los cruzó sobre el pecho, abrazando sus pensamientos para sí misma.
—Murieron —Él selló la boca y no dijo más.
Después de recoger las cosas, Sarah explicó cómo llegar al astillero. Luego escarbó dinero en su bolsillo. Jesse negó con la cabeza.
—Jesse, mi madre nos lo dejó para los dos. Cómprate algo de comer.
Él se quedó mudo, con la boca como un obstinado corte en la cara.
—Cristo, qué cabezota eres.
—Finn arregló que el tipo me pagara en el momento.
—¿Y volverás para cenar?
—Parece que tus quieren que me quede un tiempo —Su tono fue despreocupado y él levantó un hombro como si se resignara a los caprichos de los adultos, pero Sarah no se dejó engañar en lo más mínimo.
Ella dudó, luego lo miró fijamente, a ese maravilloso e inseguro azul. —A mí también me gustaría.
Sarah le vio el salto de felicidad en los ojos antes de que él se inclinara para ponerse los vaqueros. ¡Dios, él era una contradicción humana! Una ternura salvaje le picaba a ella en los ojos y le obstruía la garganta. ¿Qué le pasaba a la gente? ¿Por qué adoptar a alguien sólo para hacerle esto? Alegremente estrangularía ella al bastardo. Y a quienquiera que hubiera tenido algo que ver con robarle a Jesse su derecho de nacimiento. Él poseía tan poco... sólo lo que podía llevar dentro de sí mismo. Deseó poder convencerlo de que ya era suficiente, más que suficiente. Pensó en Mick. Todo su encanto (y toda la ropa más nueva del mundo) no iba a ocultar su egoísmo, su superficialidad. ¿Por qué no se había dado cuenta antes?
El sol le calentaba a Jesse los hombros mientras él caminaba junto al río. El efecto tenía la misma cualidad decisiva que el brazo de Finn: él conocía su valor, sabía lo que tenía para ofrecer. Jesse aceleró el paso. Ya tenía hambre, pero la ligereza era un regalo. Delgado y aplastado como hojas de oro, sus huesos se estiraban y llevaban su carne a nuevas y atrevidas dimensiones. Por primera vez en meses no estaba pensando en su siguiente comida, ni miraba por encima del hombro en busca de sombras.
El pequeño astillero estaba abarrotado, entre una operación mucho más grande a un lado y un pub junto al río al otro. En la entrada, Jesse se detuvo y bebió de su botella de agua, luego se peinó hacia atrás con las puntas de los dedos, se puso la camiseta y se secó las manos en los vaqueros. Este debía ser el lugar al que se refería Sarah.
Un hombre solitario estaba trabajando en un antiguo barco angosto, raspando el casco, mientras un husky siberiano con sorprendentes ojos azules yacía cerca a la sombra de una sombrilla de playa. Flaco hasta el punto de la demacración y completamente calvo, el hombre se dedicaba a su tarea con una concentración que iluminaba el aire a su alrededor con un brillo frágil que se iluminaba cuando su atención se agudizaba y luego se desvanecía de nuevo poco después, aunque nunca desaparecía por completo. Sólo vestía unos manchados pantalones verdes y resistentes sandalias de senderismo, y su torso empapado de sudor estaba cubierto por una masa de tatuajes. Jesse lo observó durante un rato y, si el hombre se dio cuenta del escrutinio, no dio ninguna señal. Jesse no podía apartar la vista de las imágenes en la piel del hombre porque estaban compuestas de palabras (líneas y líneas de palabras) en lugar de imágenes; una especie de libro o diario viviente que, desde su posición, Jesse no podía leer. El hombre sólo tenía un brazo.
Por fin Jesse se animó a acercarse. El hombre dejó de raspar y lo observó sin decir una sola palabra. El perro se levantó de su vientre, pero no mostró otros signos de alarma.
Trabajar en el barco era el tipo de cosas que a Jesse le gustaba hacer: lo suficiente extenuante como para liberar la tensión, pero con un flujo y reflujo que dejaba su mente libre para ir a la deriva.
De cerca, Jesse pudo ver que el hombre tenía como máximo veintitantos años. Había sido su aire de absoluta autocontención lo que le había hecho parecer mayor... y algo en su rostro, un fino reflejo plateado de dolor como la pátina de la teca o el álamo desgastados.
Jesse reconoció sólo una cita en la piel del hombre, bíblica. La mayoría de los otros tatuajes eran poemas desconocidos, quizás compuestos por él mismo. Jesse intentó leer un texto espectacular escrito en rojos, naranjas y morados, y dispuesto en espiral alrededor del ombligo del hombre, pero era difícil distinguir todas las palabras sin estirar el cuello, y no le gustaba parecer demasiado entrometido. Aunque el hombre seguramente ya debía de estar acostumbrado.
El hombre esperó hasta que Jesse estuvo frente a él. No era ni amistoso ni antipático, simplemente paciente. Observante. Jesse se detuvo y se aclaró la garganta, sin saber si ofrecer su mano o su propósito.
—Las he escrito yo mismo —dijo el hombre—. Creo que es mejor sacar eso del camino.
—Supongo que eso es lo que pregunta la mayoría de la gente.
—En absoluto. Los pocos que preguntan quieren saber por qué elegí palabras en lugar de imágenes.
El hombre se secó la frente con una zandana de cachemira que llevaba en el bolsillo.
—¿Eres Matthew? —preguntó Jesse.
—Tú debes ser el chico que envió Finn. Entra —dijo—. Prepararé una taza de té.
Dentro resultó ser el fresco interior de un cobertizo bastante grande.
Matthew puso a hervir agua en una tetera sobre un hornillo eléctrico. —Todas las comodidades —dijo señalando un pequeño refrigerador. Los ojos de Jesse se iluminaron al ver el pastel de chocolate que Matthew sacó. El hombre cortó una rebanada gruesa y se la entregó a Jesse en un plato, luego le tendió una jarra con cubiertos variados.
—Adelante —dijo Matthew—. ¿Leche?
Jesse asintió. Se estaba acostumbrando al acento entrecortado y a los modales bastante abruptos de Matthew.
Había dos sillas plegables y una pequeña, pero bonita, mesa de madera. Jesse ocupó una de las sillas y comenzó a comer. Matthew llenó un cuenco con leche para su perro mientras se empapaba el té.
—¿No vas a tomar una? —preguntó Jesse cuando hubo terminado la mayor parte de su porción.
Matthew no respondió, solo le pasó una taza de té fuerte con leche y otro trozo de pastel. Luego tomó un sorbo de su propio té, tomándolo solo, y miró a Jesse por encima del borde de la taza.
—Me estoy muriendo, ¿sabes? Por eso estoy tan delgado.
Jesse se atragantó con el té.
—No tiene sentido fingir —añadió Matthew.
—¿SIDA? —preguntó finalmente Jesse al percatarse de que le correspondía dar el siguiente paso.
Matthew negó con la cabeza. —Cáncer.
Un breve silencio.
—¿Éste es tu propio astillero? Finn no lo dijo.
—De mi tío.
Jesse miró a su alrededor. El taller estaba escrupulosamente limpio y ordenado, con herramientas manuales más pequeñas colgando de clavijas a lo largo de una pared; cuerdas, cables y cadenas de ganchos; y las mesas de trabajo vacías excepto por uno o dos proyectos actuales. El olor a madera, a serrín y a barniz le resultaba tan familiar como su propio sudor. Sobre unos soportes había algunas herramientas eléctricas de gran tamaño y diferentes tablas de madera estaban clasificadas en estantes de almacenamiento verticales construidos especialmente. Había estantes para pinturas y barnices, cubos y armarios para todo lo demás. En el otro extremo una embarcación auxiliar estaba bajo construcción. Fregadero y estufa de leña. Una estrecha pasarela con listones conducía a un altillo de almacenamiento, y un carrito cargado con cajas esperaba que lo subieran. Jesse podía imaginarse fácilmente trabajando en un lugar tan acogedor.
—¿Y la barcaza? —preguntó Jesse—. Es muy bonita.
—Sí, lo es, ¿verdad? La tengo desde que tenía diecinueve años. Es ahora o nunca.
—¿Para restaurarla?
—Y si tengo mucha suerte, sacarla y vivir de ella todo el tiempo que pueda. Y si puedo salirme con la mía, morirme en ella —Matthew hablaba con tono natural.
—Pareces tan... —Jesse buscó la palabra adecuada para expresar sus sentimientos: consternación, lástima, desconcierto, asombro, miedo. Probó un trago frío y claro de agua del lago, una bebida tan helada que ardía como el conocimiento.
—Saboreo mi vida —dijo Matthew.
—¿No estás asustado ni enojado?
—A veces. No sería humano si no lo estuviera —señaló el brazo que le faltaba—. Esto me ayudó a prepararme.
—¿El cáncer?
—No, un accidente cuando era niño. Uno aprende mucho sobre uno mismo entonces.
Jesse se pasó una mano por la nuca.
—¿Alguna vez has trabajado con madera? —preguntó Matthew. Luego hizo una mueca y una película de sudor le brotó de la frente y del cuero cabelludo—. Lo siento. Espera un momento, ¿quieres? —Cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás, respirando profundamente, le sobresalieron las costillas como bancos de rocas sobre el ascenso y descenso de su delgado pecho. Su rostro había palidecido. Jesse podía oír el aire siendo aspirado por esas fosas nasales, la dura lucha contra el dolor.
Después de un rato, algo de color volvió al rostro de Matthew. Esperó aún más antes de abrir los ojos, luego se levantó y agarró un frasco de pastillas de un estante encima del fregadero, que se lo entregó a Jesse.
—Ya que estás aquí, será mejor que me lo abras —dijo Matthew.
—¿Analgésicos?
—Sí.
—¿Funcionan?
—Más o menos. Todavía no estoy listo para capitular —Una sonrisa—. A la morfina.
Jesse observó a Matthew durante un momento, sin moverse. ¿Qué daño podía hacer?, se preguntó. A él se le daba bien el dolor. Luego se estremeció. No. No te involucres. Es demasiado arriesgado. Cíñete a los animales. Sintió el primer destello de pánico en sus entrañas. No, no puedo. Si sale mal... Matthew arqueó las cejas. —Si tienes problemas para abrir la botella. . .
—No es eso —Jesse se lamió los labios—. Me preguntaba... quiero decir, hay algo que podría intentar. Sólo si estás dispuesto. Ha pasado mucho tiempo y no estoy muy seguro.. Pero podría ayudar.
—Voy a necesitar un intérprete aquí.
Jesse se rió sin alegría. —No importa. De todos modos, no era una buena idea.
Matthew sacó su silla y volvió a sentarse.
—¿Qué? —preguntó Mathew.
Los ojos de Jesse se posaron en la línea tatuada en el pecho izquierdo de Matthew. Hizo una mueca, pensando en Finn. Sólo había unas pocas palabras, un extracto, pero suficientes para identificar la fuente.
Matthew vio la dirección de la mirada de Jesse. —Y aunque tengo el don de la profecía y entiendo todos los misterios y todo conocimiento; y aunque tengo toda la fe, de modo que puedo mover montañas, y no tengo caridad, no soy nada...
—¿Eres religioso? —preguntó Jesse.
Matthew se encogió de hombros. —A mi manera.
—Entonces, ¿por qué la cita? Primero de Corintios, ¿no es así?
—¿Conoces el pasaje?
—Leo —dijo Jesse—. Todo tipo de cosas, incluida la Biblia.
—¿Qué si no nos queda en esta vida?
—¿La Biblia, quieres decir? ¿La religión?
—No —Matthew habló tan bajo que Jesse tuvo que esforzarse para escucharlo—. El amor.
El puño de Jesse apretó la botella que tenía en la mano. Podía oír a su abuela reír en voz baja. Ella tiene las manos ocupadas tejiendo y el fino y cremoso mohair cae de sus dedos como sueños anudados. Jesse dejó la botella sobre la mesa frente a él.
—Tal vez pueda ayudarte con el dolor —dijo Jesse.
Matthew estudió el rostro de Jesse.
—¿Cómo? —preguntó—. ¿Acupresión, reflexología, algo así? No servirá de nada. Los he probado todos.
Jesse negó con la cabeza. —No puedo explicarlo. Tendrás que confiar en mí.
El frigorífico tarareaba una nota de bajo cada vez más acelerada. Cuando Jesse puso las manos sobre los hombros de Matthew, pudo oler el fuerte olor resinoso de la madera recién aserrada.
Una llamada simbólica antes de que Sarah entrara en la habitación de Jesse con una taza de té, un libro y un aire de travesura.
—Despierta, perezoso —Se acomodó en el borde de la cama y le tendió la taza—. Vamos, bebe.
Jesse gimió artísticamente y se hundió más en las sábanas. Sarah no estaba dispuesta a aceptar nada de eso. Dejó la taza sobre la mesita de noche y, con una risita que insinuaba práctica, se abalanzó sobre el lugar exacto para provocar un rugido ahogado. Jesse sacó la cabeza de debajo del edredón, la tumbó en la cama y comenzó a hacerle cosquillas hasta que ella suplicó una tregua. Yacieron uno al lado del otro en compañía mientras Sarah recuperaba el aliento.
—Pásame el té —dijo Jesse mientras se sentaba, resignado a renunciar a su descanso. Aún así era mucho mejor que despertarse rígido y hambriento sobre un trozo de cartón. Mucho mejor. ¿De verdad había pasado menos de una semana desde que había dormido debajo de un puente?
—He traído el ejemplar de Rilke de Finn —Ella arrugó la nariz—. Está en alemán, así que pensé que podrías encontrarme ese poema. Día de otoño, dijiste.
En lugar de tomar el libro, Jesse citó en voz baja: "El que ahora está solo, permanecerá solo... vagará inquieto por las calles —Su voz se apagó, y por un momento él se quedó quieto, mirando dentro de su taza. Luego levantó la vista y encontró los ojos de ella fijos en él—. Te escribiré una traducción, si estás interesada.
Mientras bebía, Sarah ladeó la cabeza y lo miró críticamente.
—¿No quieres que te corte el pelo? —preguntó ella. Él enarcó una ceja y ella añadió—. Honestamente, se me da bien. Katy y yo siempre nos lo cortamos mutuamente.
Jesse le miró el pelo con los ojos entornados. Mechones salvajes ya estaban escapando de un elástico.
—¿Se supone que eso es un argumento a favor o en contra? —preguntó él.
Sarah resopló.
—¿Por qué te emociona tanto intentar segarme en la cabeza con unas tijeras? ¿Es un complejo de Dalila?
—Vas a almorzar en la ciudad con Finn. ¿Lo has olvidado?
—¿Y? —preguntó él con una expresión de estudiada inocencia en el rostro.
—Bueno, tienes el pelo sólo un poco... —Se interrumpió con una mirada de enfado al notar que él se estaba burlando de ella—. Pues bien. Por mí puedes andar por ahí luciendo como un salvaje.
—¿Te muestro lo salvaje que soy?
Ante los sonidos siguientes, Nubi, que había estado ignorando las bromas hasta ahora, se levantó, se sacudió y se acercó a ellos. Su rostro amable parecía tan desconcertado que tanto Jesse como Sarah empezaron a reír de nuevo.
—¿Quieres que lo lleve a pasear esta tarde? —preguntó Shara—. ¿Mientras estás en la ciudad comprando todas las tiendas? No tengo nada que hacer hasta mi clase nocturna de baile.
—¿Qué hora es en este momento? —preguntó Jesse.
—Recién pasadas las diez.
—Hace mucho que no duermo tanto tiempo —pensó en sus fines de semana en casa de Mal. Los sábados se esperaba que lavara el coche y barriera el camino al mediodía. Habían dormido mientras él preparaba el desayuno del domingo antes de la iglesia. Aunque, para ser justos, Angie siempre había preparado una excelente cena dominical: asado y también pudín. Ella trabajaba muchas horas, recordó con un atisbo de culpa. Estaba empezando a preguntarse por qué le tenía tanto resentimiento. Y ella se había puesto de su lado en contra de Mal a veces... no muy a menudo, pero a ella no debía de haberle resultado fácil hacerlo.
—Ve a darle de comer a Nubi —dijo él— mientras me lavo los dientes. Luego trae tus infames tijeras. Pero te advierto que toda sangre extraída será cobrada en especias.
—Ya verás. No te reconocerás a ti mismo.
—Eso es exactamente lo que temo.
Sonriendo, Sarah le quitó la taza de la mano. Sus dedos se rozaron y de repente ambos guardaron silencio.
Sarah podía oír su respiración. Podía sentir el calor saliendo de sus poros y oler su salobre almizcle nocturno. Se miraron el uno al otro. Jesse hizo un pequeño sonido en el fondo de su garganta, un sonido muy parecido a una suave lluvia.
Al igual que Peter, Jesse tenía unos ojos maravillosos.
La familia de Sarah había pasado la mayoría de las vacaciones en Noruega, a menudo en la casa de campo de su abuela. A Sarah le encantaba pasear por la playa sobre el promontorio rocoso; una vez que el mar se agarraba, se negaba a soltarse. Los colores eran sutiles, escondían tesoros piratas y cambiaban sin cesar, nunca iguales.
Jesse tenía los ojos más hermosos que ella jamás había visto.
—Quiero hablarte de mi hermano —dijo ella, tratando de no pensar en la carta—. Peter.
Jesse se enderezó y la peonza azul salió rodando de las sábanas al suelo. Sarah se inclinó y la recogió, luego la examinó con una expresión de incredulidad en su rostro.
—Ésto es de Peter —dijo ella—. Nunca iba a ningún lado sin ella.
—Me la regaló tu madre.
—¿Te dio ella la peonza de Peter?
—¿Qué pasa? ¿Por qué nadie ha mencionado a tu hermano?
—Está muerto.
—Te has cortado el pelo —dijo Tondi.
Ella llevaba una fina falda de flores, cortada asimétricamente, y una recatada camiseta blanca. Jesse notó que se había puesto sostén. Su cabello con mechas estaba recogido en una pinza y, si llevaba maquillaje, lo hacía con habilidad. Parecía limpia y saludable, como un estereotipo cinematográfico.
—Sarah no está aquí —dijo Jesse.
—No he venido a ver a Sarah —dijo ella con una sonrisa—. ¿No me vas a invitar a pasar?
Sin esperar respuesta, ella apoyó el paraguas contra la pared y pasó junto a él hacia la casa. Jesse la siguió hasta la sala de estar, donde ella se quedó mirando las fotografías enmarcadas en blanco y negro: abstractos sensuales y algo inquietantes agrupados a lo largo de una pared entera. Eran extraordinariamente hermosos: calidad de museo, pensó Jesse.
—Siempre me he preguntado qué se supone que es ésto —dijo Tondi.
Jesse se encogió de hombros, sin querer entablar una conversación con ella. Ella lo hacía sentirse incómodo. Se acercó a la mesa de café y comenzó a enderezar las revistas y periódicos esparcidos desordenadamente por su superficie. La presencia de Finn no había mejorado el estado de la casa; de hecho, la había empeorado bastante. No sólo había traído del aeropuerto las últimas revistas fotográficas, sino también un montón de reseñas políticas y económicas (en varios idiomas, observaba Jesse), junto con cajas de chocolate suizo que aún estaban amontonadas en una pirámide sobre el asiento de un sillón.
—¿Tienes una coca cola light? —preguntó Tondi.
—No lo sé —dijo Jesse—. Ésta no es mi casa.
—Pero te estás quedando aquí, ¿no?
Jesse estuvo tentado de decirle que se marchara, pero no sabía exactamente cuál era su relación con Sarah. No le caía bien Tondi ni la compañía que tenía, ni confiaba en ella, pero si eran amigos de Sarah... Supuso que no haría ningún mal ir a buscarle una bebida.
—Sí, me quedo un tiempo.
—¿Eres un pariente? Ya sabes, ¿un primo o algo así?
—No.
—¿Un amigo de la familia entonces?
—No.
—¿Algo que ver con el trabajo de ella? De la madre de Sarah, quiero decir.
—No.
—¿Un fantasma? —Ella arrugó los ojos y sonrió.
Jesse se rió. De acuerdo, él se estaba comportando como un idiota. En realidad, ella tenía una bonita sonrisa.
—Iré a ver si hay alguna coca en la nevera.
Ella lo siguió hasta la cocina, que él acababa de terminar de ordenar. La cocina parecía alegre a pesar de la persistente llovizna. Sobre la mesa había un gran ramo de girasoles tempranos en una jarra, en los que aún quedaban algunas gotas de humedad. Meg debía de haberlos cortado antes de irse a trabajar. Jesse se sonrió. Puede que la casa estuviera desordenada y desorganizada, pero nunca de mal gusto. Sólo la limpiadora semanal parecía tocar la aspiradora. —Yo prefiero mi pala —había dicho Meg descaradamente. Se le ocurrió que sería divertido ayudarla en el jardín. Aunque le había molestado el trabajo de jardinería asignado por sus familias adoptivas, recordaba haber ayudado a su abuela a quitar las malas hierbas de las hortalizas. Le gustaba la sensación de la tierra negra desmoronándose entre los dedos, el cálido sol en el cuello.
—¿Dónde está tu perro? —preguntó Tondi mientras tomaba un sorbo de limonada. No quedaba coca.
—Sarah lo ha llevado a correr. Y yo saldré pronto —dijo.
—¿Algún lugar especial?
—En realidad no. ¿Por qué?
—Pensé que podríamos dar una vuelta mientras Sarah está con Mick —Lo miró tímidamente por encima del borde de su vaso mientras tomaba otro sorbo, luego se lamió los labios—. Te mostraré dónde se reúnen todos —Ella no dejó de mirarle la cara mientras terminaba la limonada.
El corazón de Jesse se apretó contra su esternón. ¿Sarah y Micky? Sarah no había dicho nada. Pero claro, ella no iba a contárselo, ¿verdad? No es de extrañar que estuviera tan ansiosa por sacarse a Jesse de en medio. Para su disgusto, pudo sentir una ola de calor recorriéndole la piel.
—¿No te lo dijo Sarah? —le preguntó Tondi con sus muy abiertos e inocentes ojos azules.
Tondi era más inteligente de lo que parecía. Ella estaba disfrutando del desconcierto de Jesse. De repente él quiso deshacerse de ella, deshacerse de todos ellos. Sintió como si hubiera pisado algo repugnante. Al principio, había mañanas en las que el hedor lo había despertado, como si los borrachos hubieran elegido deliberadamente vomitarle a los pies, para deleitarse especialmente en degradar a cualquiera que estuviera a su merced. Un niño, una nada.
Jesse recogió los cigarrillos que estaban sobre la encimera. Sacó uno y lo encendió sin ofrecerle el paquete a Tondi. Después de inhalar unas cuantas veces para disipar el recuerdo de ese olor agrio, la miró fríamente. Luego recordó la regla de no fumar, dio una última calada y pellizcó la punta con los dedos humedecidos en saliva. Él sonrió con su practicada media sonrisa, la que tenía las fosas nasales dilatadas.
—Lo siento, Tondi, no me interesa.
Ella alzó la barbilla. —No hay problema. Fue idea de Kevin de todos modos. Estará esperándome.
—Mientes muy mal.
Los ojos de Tondi brillaron con furia. No estaba acostumbrada al desprecio absoluto ni a la honestidad. Jesse sonrió ahora con una sonrisa abiertamente burlona, sabiendo que eso la inflamaría. Ella era mimada y transparente, fácil de manipular. Él tenía mucha más práctica para lidiar con la humillación.
—Si esperas hacerlo con Sarah, ten cuidado. A Mick no le gusta la caza furtiva —dijo ella en un intento de bravuconería.
—Mick no es dueño de Sarah. Tampoco me asusta. Vuelve a tus juguetes.
—Que te jodan. Sólo le estábamos haciendo un favor a Sarah al invitarte.
—No soy el favor de nadie, especialmente del vuestro. Ahora sal y no vuelvas a rondarme jadeando. Tengo mejores cosas que hacer con mi tiempo.
Ella se puso blanca de rabia. Jesse salió de la cocina sin molestarse en cerrar la puerta detrás de él.
—¿Estás absolutamente seguro de que no quieres otro filete? —preguntó Finn.
Jesse se sonrojó y dejó caer el trozo de panecillo con el que había estado limpiando la salsa del plato. Aún no estaba acostumbrado a tener suficiente para comer. Tampoco es que se hubiera muerto de hambree alguna vez, no como los niños que veías en la televisión con el vientre hinchado, las extremidades como palos y los ojos rendidos. En sus hogares de acogida siempre lo habían alimentado, aunque a veces sentía como si tuviera hambre. Los últimos meses habían sido duros (la búsqueda, los dolores de hambre y los calambres estomacales, los incesantes sueños de comida, el temor), pero siempre había logrado encontrar algo para comer. Unas cuantas veces alguien había compartido con él una lata de sopa o una hogaza de pan duro, pero no había estado dispuesto a quedarse el tiempo suficiente para formar el tipo de asociación, incluso amistad, que a veces se desarrollaba en la calle. Sabía que los favores debían pagarse. No estaba seguro de poder volver a esa vida.
Finn le hizo una señal al camarero. A pesar de las protestas de Jesse, pidió un segundo filete y la tabla de quesos, de la que se sirvió generosos trozos de algunos ejemplares de aspecto muy maduro. El vino tinto estaba casi terminado, pero sacudió la cabeza de mala gana cuando le preguntaron por otra botella. Era un día laborable.
—No le cuentes a Meg lo del queso —dijo Finn con una sonrisa. —A veces es una auténtica tirana en lo que respecta a mi dieta.
—¿Hay algún problema? —preguntó Jesse.
—¿Con mi salud, quieres decir? Ni uno. Estos médicos están todos locos sobre el colesterol.
—Pero Meg es psiquiatra.
—Un médico es un médico. Yo no dejo de decirle que son un montón de tonterías. Mis antepasados comieron queso, mantequilla, nata y mucha grasa animal durante generaciones, y ninguno de ellos murió antes de los noventa.
—¿Ninguno?
—Bueno, mi tía abuela Gerd, que no pasó de los setenta y tres años. Pero creo que ser devorada por un león durante un safari en África no cuenta como problema relacionado con tu dieta.
—Me estás tomando el pelo —protestó Jesse.
—En absoluto. Como he dicho, vengo de una larga línea de aventureros nórdicos. Ahora come mientras te cuento lo que tengo planeado para el resto de la tarde.
Jesse se dedicó a su filete, que el camarero acababa de servir con cara seria y un poco de floritura. Aunque con un rutilar de sus ojos.
Después de unos minutos de silencio, Finn vació la botella de vino en su copa, bebió y ocultó su eructo entre una tos y un resoplido, seguido de una sonrisa tímida. —Demasiado tiempo en páramos—. El trozo de baguette que quedaba en su plato se desmoronó lentamente bajo sus dedos.
—No vas a volver, lo sabes, ¿no? —dijo Finn al fin.
—¿Volver? —preguntó Jesé—. ¿Volver adónde? —Aunque tenía una idea bastante clara de lo que Finn quería decir.
—Volver a la calle. Eso no es una solución.
Jesse dejó el tenedor y el cuchillo, tomó un largo trago de su coca. Con un dedo índice comenzó a conectar los puntos de condensación en su vaso hasta que vio los labios fruncidos de Finn y los dedos tamborileando. Había pocas imágenes ocultas a los ojos de Finn.
—Si encontrara un trabajo a tiempo completo, podría permitirme una habitación en algún lugar.
—¿Cuántos años tienes, Jesse? La última vez que te pregunté, te evadiste.
—Casi diecisiete años.
—Tú perteneces a la escuela.
—Tendría que registrarme ante las autoridades. Nunca más dejaré que los servicios sociales se apoderen de mí. Nunca.
—Puede que no sea tan malo si alguien como Meg estuviera involucrada. Tienes derecho a recibir apoyo y educación, ¿sabes?
—La biblioteca pública servirá para la educación. Pueden quedarse con su dinero.
—Fácil de decir cuando tienes dieciséis años. No es tan fácil cuando tienes treinta años y todavía barres el jardín de alguien por un billete de cinco.
—Mejor eso que sus jodementes y encierros.
—Venga ya, eres demasiado inteligente para soltarme esa tontería. Lo peor sería el alojamiento compartido, pero hay otras opciones. Y no todos los trabajadores sociales son incompetentes. O sádicos. No estamos hablando de campos de concentración.
Jesse resopló. —Tú no tienes ni maldita idea.
Una expresión que Jesse no había visto antes cruzó el rostro de Finn. Jesse se sintió avergonzado de sí mismo. No tenía derecho a hablarle así a Finn. ¿Qué sabía él sobre la vida de Finn en realidad? Había perdido un hijo, ¿no? Jesse no tenía la patente del sufrimiento.
—Mira, lo siento. Es que ya me he hartado de la acogida. Hay gente muy fastidiada en el juego.
—No, no te disculpes. Tienes razón. Me comporté de forma oficiosa, condescendiente. No puedo saber por lo que has pasado. Uno piensa que ha aprendido la lección y... —Una pausa—. Con Peter, el hermano de Sarah.
Jesse cogió las patatas sobrantes, ahora frías y poco atractivas, antes de soltar: —¿Qué le pasó?
Finn levantó su copa de vino y la inclinó contra la luz, estudiándola durante tanto tiempo que Jesse pensó que no respondería. Pero la respuesta, cuando llegó, llegó de repente, como una botella agitada y luego descorchada.
—Peter era uno de esos niños brillantes y carismáticos que parecían destinados a navegar por la vida sin una tormenta: bueno en la escuela, incluso mejor en los deportes, chicas populares, guapas, un artista talentoso. Yo pasaba mucho tiempo fuera, lo daba todo por sentado —Unas gotas de vino cayeron sobre el mantel y Finn dejó el vaso—. Supongo que también esperaba demasiado de él.
Parecía imposible que Finn hubiera sido un mal padre. ¿Qué podía haber salido mal?
Finn parpadeó un par de veces y continuó. —No estoy seguro exactamente de cuándo empezó a desmoronarse. Comenzó a salir cada vez más tarde, a faltar a la escuela, a volverse hosco y poco comunicativo, a dormir durante horas seguidas por el día. A menudo no volvía a casa. Esperamos poder arreglárnoslas solos. La cosa empeoró, luego mucho más. Meg y yo... bueno, ningún matrimonio es tan inexpugnable. Al final supimos que necesitábamos ayuda. Intentamos insistir en el asesoramiento. Hubo enormes y espeluznantes peleas. Rompió cosas. Robó cosas. Un semestre, cuando acababa de cumplir diecisiete años, se fue. Nunca lo volvimos a ver —Finn tomó un largo trago de su vino.
Jesse habló en voz baja. —¿Cómo murió?
—No sé si quieres oírlo. Tienes más en común con nosotros de lo que crees.
—Quiero oírlo.
—Peter fue hallado muerto quemado en una casa okupa junto con varios cadáveres. No sabemos exactamente qué pasó, pero pudieron identificarlo mediante secuenciación de ADN, aunque no a todos los demás —Finn se quedó en silencio por un momento, su dolor era más fuerte que las palabras—. Así que, dime, ¿es eso lo que quieres? ¿De día en día sin saber dónde vas a dormir, qué vas a comer, si te darán una paliza, te violarán o algo peor por la mañana?
Los minutos pasaron mientras se miraban fijamente. Jesse bajó los ojos primero.
—No —murmuró Jesse. —No es eso lo que quiero.
—¿Qué pasó? —preguntó Jesse, agachándose para mirar la pierna de Nubi.
Nubi estaba tumbado sobre una manta en la cocina, con la pierna izquierda trasera entablillada y la pelvis vendada. La veterinaria le había administrado un analgésico y un sedante, por lo que Nubi pronto dejó caer la cabeza sobre sus patas. Jesse le acarició la cabeza huesuda, luego detrás de las orejas y murmuraba "buen chico" una y otra vez.
—Fue culpa mía —dijo Sarah—. No me había molestado en llevar la correa y cruzó la calle a toda velocidad justo cuando se acercaba un coche. Tuvimos suerte de que el conductor lo viera y frenara tan rápido —Ella respiraba entrecortadamente y Jesse notó que seguía conmocionada por el accidente—. Nunca pensé que un animal pudiera gritar así, Jesse. Estaba tan asustada.
No tenía sentido acusarla del descuido. Ella ya se sentía bastante culpable. ¿Quién era él para tirar piedras? Recordó cómo había intentado ahuyentar a Nubi esa primera mañana.
—Mira, todo va a estar bien, ¿no? —dijo Jesse levantando la vista del lado de Nubi—. Solo es una pierna rota.
Sarah negó con la cabeza. —La veterinaria dijo que es una mala rotura y que no está segura de si sanará bien. El hueso está en varios pedazos —Su voz se volvió ronca con las últimas palabras, y ella hizo una breve pausa antes de continuar—. Quiere ver a Nubi mañana, después de que hable con mis padres. Tienen que estar de acuerdo. Se necesita cirugía para colocar una placa de metal y tornillos, y será costosa.
Jesse apretó los labios. Más deudas.
—¿Qué hueso es? —preguntó él.
—El fémur —dijo ella—. La veterinaria me mostró las radiografías.
—El fémur distal.
—Sí, así es como ella lo llamó.
—¿Alguna otra herida?
—No. En ese sentido tenemos suerte. No hay rupturas, ni hemorragias internas, ni traumatismos craneales del que hablar. Sólo muchos moretones, algunos cortes superficiales.
Jesse pasó la mano ligeramente por el pelaje de Nubi mientras lo consideraba. No le gustaban los tranquilizantes, que a menudo tenían en él un efecto impredecible. Pero no se podía evitar. Como tendría que esperar hasta que estuvieran solos, sin posibilidad de interferencia, algunas de las drogas podrían haber desaparecido para entonces, o al menos haber disminuido su potencia. Y esta vez se aseguraría de tener algo dulce a mano.
Jesse se levantó. —¿Cuándo es tu clase de baile?
—Tal vez será mejor que me la salte.
—Ve. Yo me quedaré con Nubi.
Sarah se mordió una uña. —¿De verdad no estás enfadado por esto?
—De verdad. Pero ¿me harías un favor? ¿Compras chocolate a la vuelta? —Él sonrió—. Mucho chocolate.
—Queda mucho del viaje de Finn —Parte de la tensión abandonó el rostro de Sarah. —A él no le importará.
—Chocolate ordinario servirá. Por favor.
Sarah dejó de morderse las uñas y una sonrisa coqueteó con sus labios. Estaba de pie como una cigüeña, con una pierna doblada detrás de la otra. Jesse no entendía cómo podía permanecer tan completamente quieta sin perder el equilibrio. Pensó que debía de tener algo que ver con la calma interior, aunque ella no estaba nada tranquila en ese momento. Sería un truco de bailarina, entonces. Tuvo una necesidad momentánea de tocarla, no bruscamente, sólo lo suficiente para ver lo bien que podía mantener la posición. Él debió de haber hecho un pequeño movimiento con la mano, porque ella movió los ojos hacia la mano y luego se alejaron. Ella giró la cabeza, pero no antes de que él viera que su sonrisa se ensanchaba y un destello de placer (¿triunfo?) se encendía detrás de sus ojos.
Él se acordó de Mick.
—¿Adónde fuiste con Mick? —atacó él, con la voz como una botella con el cuello roto. Y luego sacando sangre—. ¿Demasiado ocupada para cuidar de Nubi?
—¿Qué?
—Mick. Te acuerdas de Mick, ¿no?
—¿De qué estás hablando? —Su pierna levantada pisoteó el suelo.
—Estuviste con Mick esta tarde, ¿no?
—¿Qué te pasa con Mick? Te dije que ya no saldré con él, ¿no? Tampoco es que eso sea asunto tuyo.
—Sí, me lo dejaste bien claro.
—¿Y qué se supone que significa eso?
—Que no me gusta que me mientan.
—No creo haberte oído bien. Intenta decir eso de nuevo.
Jesse sintió una pizca de duda, pero ya era demasiado tarde para retractarse de sus palabras.
—Que no es necesario que me mientas.
El desprecio en el rostro de Sarah dolió, imposible fingir que no dolía. Su sospecha de haber podido cometer un error profundizó en él. Tondi tenía sus propios planes, además de una buena dosis de astucia.
—Sarah —dijo él, pero ella no le dio oportunidad de terminar. Sin decir una palabra, giró sobre los talones y salió de la habitación pisando fuerte. Él se quedó con Nubi y con la sensación de que necesitaba una larga y agotadora sesión de natación... o un par de aspirinas. Nada de lo cual podría tener si quería ayudar a Nubi.
Jesse levantó la cabeza, pero le llevó unos momentos enfocar la cocina, el lugar y el momento. Estaba arrodillado al lado de Nubi. Desde la puerta, Meg los observaba, con el rostro pálido y ensombrecido por la luz vertida desde el pasillo. Lo recordó ahora. Había apagado las luces de la cocina para que fuera más fácil concentrarse. Había apoyado la cabeza en el costado de Nubi y respirado. Y respirado.
—Eres un sanador, ¿no? —preguntó Meg.
Él no era capaz de hablar.
Meg cruzó la habitación y se agachó a su lado, esperando en silencio hasta que el rostro de Jesse perdió su acuoso y moteado tinte verde. Luego se levantó de nuevo, encendió las luces del techo y le acercó una silla.
—Ven, necesitas un té —Ella lo miró fijamente—. Con algo de azúcar.
—¿Hay chocolate?
—Traeré una caja de bombones suizos.
Jesse negó con la cabeza. —Déjalos. Sería una pena, me los comería todos sin saborearlos siquiera.
Ella sonrió. —Tengo una pequeña reserva propia —Puso la tetera a hervir y salió de la cocina.
Jesse miró a Nubi, que dormitaba sobre su manta. Una rotura más complicada que la del cernícalo, por lo que probablemente todavía dormiría un rato. Jesse suspiró; aborrecía los sedantes. Ni siquiera la medicación de Matthew le había afectado así. Luego se sonrió: ¿tal vez una alergia?
Mientras él comía y bebía, Meg se quedó sentada con sus propios pensamientos hasta que él se recuperó lo suficiente como para que cesara el temblor de sus músculos.
—¿Has hecho tú alguna sanación? —preguntó él.
—Mi don es diferente —Ella hizo una pausa y partió un trozo de chocolate para ella, luego retiró la barra de chocolate sobre la mesa—. No queda mucho. Cómelo todo —dijo ella—. Iba a preparar espaguetis para cenar, pero si no puedes esperar, te prepararé algo ahora.
Jesse hizo una mueca. La idea de comer le provocaba náuseas.
—No, sólo esto. Sarah prometió traerme chocolate —Y luego añadió en voz baja—. Creo.
—Entonces ¿ella lo sabe?
Él negó con la cabeza. —Sólo que yo tenía antojo de chocolate.
Unos cuantos granos gruesos de demerara estaban esparcidos cerca del azucarero. Jesse los empujó con la punta del dedo. ¿Qué vería una hormiga? ¿Grandes trozos de arena escarpados? ¿Un regalo del Gran Dios Hormiga? ¿Una oportunidad exultante? Acercó su dedo y miró fijamente los cristales adheridos a su piel. Intentó imaginar cómo sería no preguntarse nada, no tener una vida en la cabeza. Era un asunto condenadamente solitario, este ruidoso cráneo cerrado. Sin embargo, sin él... Se lamió el dedo.
—¿Cómo supiste que puedo sanar? —preguntó él.
—Porque puedo seguirte en un plis.
—¡Siempre estás hablando con acertijos! —dijo él enfadado.
—¿Preferirías una ecuación? ¿Tú, de entre todas las personas?
Él se encogió de hombros.
—La empatía no siempre es un don, ¿sabes? A veces es abrumadora... terrorífica. Y mayormente es simplemente frustrante.
—¿Me estás dando largas con una advertencia? —preguntó Jesse con un tono tenso en la voz. Luego agachó la cabeza y murmuró—. Lo siento.
—No te disculpes, se me conoce por lanzar cosas a la cabeza después de mis peores momentos... bueno, a Finn le gusta llamarlos viajes para provocarme.
—Sí, me he estado preguntando si consumes alguno de los alucinógenos que llevas en tu bolsita negra.
Desconcertada, ella lo miró fijamente durante un momento. Luego soltó una risita.
—Comparado contigo, soy algo así como una hormiga a la que le piden que siga a Shakespeare. Puede arrastrarse entre las páginas. Puede rastrear el recorrido de la tinta de la impresora. Y ciertamente puede acabar aplastada si cierras el libro de golpe —Con el borde de la mano juntó el azúcar en la palma, un movimiento tan dulce y cruel como un soneto—. Pero aun así encontrará en camino hasta el azúcar desde muy lejos, ¿verdad? —Barrió los cristales dentro del azucarero.
Jesse sintió una sensación de hormigueo por la piel. Para ocultar su inquietud, partió el resto del chocolate y se lo comió trozo a trozo, mientras tomaba un sorbo de té. Trucos de los psiquiatras, intentó decirse a sí mismo, pero no se tranquilizó.
Meg fue a la puerta trasera y la abrió, dejando entrar una ráfaga de aire fresco. Todavía estaba lloviznando. El cielo estaba gris, apagado y monótono, a horas del anochecer. Las luces de la cocina enfatizaban, más que disipaban, la penumbra.
—Cortaré unos guisantes dulces —dijo Meg—. Su aroma es mejor por la noche. La cocina necesita animarse.
—¿Quieres que lo haga yo? —preguntó Jesse.
—No, esta bien. Me gusta salir sl jardín siempre que puedo, entre cosas creciendo —sonrió—. Como tú.
Él enarcó una ceja sardónicamente, pero a ella no pareció importarle. Si acaso, le divertía, lo apreciaba silenciosamente, como dos compartiendo un buen chiste.
—Dale tiempo, Jesse. Madurarás con ello. La mente tiene muchos cuartos, y puertas pintadas de forma extraña, que mis colegas más ortodoxos consideran meras sinapsis. Algunas están destinadas a ser callejones sin salida. Y otras... ¿quién sabe?
Abrió un cajón y sacó unas tijeras.
—Me interesará mucho ver cómo te desarrollas. Puede que no quieras oír ésto, pero la tuya es la mente más poderosa que jamás haya conocido.
—Hay mucha gente inteligente ahí fuera —dijo él.
—Sabes que no estoy hablando de eso.
Jesse se pasó las manos por el pelo, una vez, luego una segunda vez. Cuando habló, su tono fue convincentemente informal. —¿Se lo vas a contar a Finn?
—¿La sanación? —Meg lo miró durante un largo momento—. Te doy mi palabra, sólo si alguna vez es absolutamente necesario.
Recogió un viejo chubasquero verde oliva de un gancho detrás de la puerta, se lo puso sobre la cabeza y luego se quitó los zapatos. Otra persona a la que le gustaba caminar descalza bajo la lluvia. Cogió una cesta que había tenido años de buen uso, puso las tijeras dentro y se la enganchó en el hueco del brazo. En el umbral, ella se volvió para mirarlo.
—Nunca dudes de que la mente es real, Jesse.
Cerró la puerta con un suave clic y salió bajo la lluvia.
—Qué conmovedor —dijo Sarah desde la puerta.
Sentada a la mesa, Jesse le estaba entregando flores a Meg una por una, que ella estaba arreglando en un jarrón. Había una taza de té humeando suavemente frente a él y un libro abierto a su izquierda. La cocina se llenaba del rico olor a ajo, tomate y orégano.
Sarah cruzó la cocina para levantar la tapa de la cacerola, lanzando un ataque aún mayor a su estómago vacío, que emitió un gruñido lastimero, y con una cuchara de madera removió la salsa, prolongando la actividad durante el tiempo dramático justo (ni demasiado breve como para pasar desapercibida, ni demasiado tiempo como para volverse absurda) luego se acercó a Jesse y arrojó un puñado de barras Cadbury sobre la mesa, sin importarle si se rompían en pedazos, deseando que se rompieran.
Nubi había levantado la cabeza cuando Sarah había entrado en la cocina. El perro parecía mucho más alerta. Aún sin decir una palabra, ella fue a acariciarlo. Para su sorpresa, él se puso a cuatro patas y se sacudió. No sólo había desaparecido el efecto del sedante, sino que además no prestaba más atención a su pierna herida que a su collar de cuero. Ella alzó la barbilla. Que la condenaran si iba a preguntarle a Jesse. Ya preguntaría a su madre más tarde cuando estuvieran a solas.
—¿Qué tal la clase? —preguntó Meg.
—Bien.
—¿Estuvo Thomas allí?
—Sí.
—Vamos a comer dentro de quince minutos.
—No tengo hambre.
Meg lidiaba a diario con esquizofrenia, depresión severa, trastorno bipolar y autismo. Una pequeña rabieta ni siquiera se registraba en la pantalla de su radar.
—No hay problema —Meg se volvió hacia Jesse—. ¿Te importaría ir a buscar a Finn a la oficina? —Tuvo cuidado de no mirar el intercomunicador.
Pero Sarah también sabía un par de cosas sobre las madres. —Yo lo haré. Voy allí de todos modos.
Giró sobre los talones y se fue, cerrando la puerta detrás de ella. Sin portazo, sólo dejando que la puerta hiciera una buena declaración en voz alta.
Jesse pensó en echar un vistazo a los juegos en la computadora portátil antes de ir a ver a Nubi. Cargó el programa de ajedrez y jugó algunas partidas. A pesar de su fatiga, pasó fácilmente hasta el nivel avanzado, pero dejó el nivel de gran maestro para otra ocasión. Por mucho que se ridiculizara, seguía detestando testaduramente perder contra una máquina. Echó un vistazo rápido a los otros juegos, todos bastante estándar. Con el tiempo los probaría; le divertía una buena persecución policial tanto como a cualquiera, siempre y cuando fuera virtual. La gente inteligente no se enredaba con la policía, nunca.
Distraídamente, hizo doble clic en un último juego, luego frunció el ceño. La pantalla se había quedado en negro.
O eso parecía. Creyendo que todo era una congelación típica, Jesse estaba a punto de realizar un rearranque cuando la pantalla se volvió de un uniforme color púrpura oscuro. Su mano se cernió sobre el teclado. Tenía curiosidad, pero también quería echar otro vistazo a Nubi: el fémur estaba en malas condiciones. Aunque Nubi ahora podía apoyar su peso en la pierna, el proceso de curación sería lento y Jesse sabía que tendría que volver a ello. Sería imprudente, por supuesto, hacer otro intento tan pronto. Apoyó los codos en el escritorio y se masajeó los nudos en la base del cráneo. Ese frío mortal... se estremeció y luego se enderezó abruptamente. No era el recuerdo lo que helaba la pantalla de la computadora, lo que exhalaba una bocanada de vapor blanco. De repente tuvo miedo.
"-Los temores presentes son menos que horribles imaginaciones". Las palabras flotaban en grandes letras tridimensionales brillantes por la pantalla, luego desaparecieron, dejando la pantalla en negro una vez más. Jesse la miró con incredulidad. Las palabras de Macbeth ¿las había imaginado? ¿Podía estar tan cansado? ¿O.. ? Jesse pasó un dedo por la pantalla. Fría, helada. Ni siquiera su imaginación podía producir la fina capa de escarcha que se derrtía rápidamente al contacto con su piel. Volvió a temblar y sacó un jersey del armario. Su curiosidad era ahora más intensa que su miedo. Tal vez no fuera capaz de controlar lo que le estaba sucediendo a la temperatura, pero una computadora nunca lo había intimidado, ni tampoco lo había atemorizado.
Primero probó con el ratón, luego con el teclado. Ninguna respuesta. La pantalla permanecía violeta, aunque el color se tornaba azul en los bordes. El fallo del sistema más extraño que jamás había visto. Podía reiniciar e intentarlo de nuevo, pero si quería jugar adecuadamente, necesitaría algo de tiempo, probablemente mucho tiempo. Jesse tamborileó ligeramente con los dedos sobre el escritorio de madera. Él mismo se conocía. Una vez que comenzara, tal vez no lo dejaría durante horas. Nubi necesitaba atención... y luego estaba Sarah. Esperaba que ella se hubiera calmado lo suficiente como para querer hablar con él.
Un movimiento en la pantalla llamó la atención de Jesse. Imposible. La computadora se había bloqueado. Con la barbilla apoyada en sus manos entrelazadas, fijó los ojos en la pantalla, como si sólo con una intensa concentración pudiera obligar al ordenador a revelar sus secretos. No se atrevió a tocar el teclado por miedo a interrumpir lo que se desarrollaba ante él.
Una pequeña esfera se había formado exactamente en el centro de la pantalla. Al principio parecía la pelota azul de un niño, pero bajo el escrutinio de Jesse, la tierra, el océano y las nubes aparecieron, no todos a la vez, sino lentamente, elevándose desde las profundidades de la pantalla de manera muy parecida a una de las imágenes de Finn en el cuarto oscuro. No era la tierra. La forma del continente en el hemisferio visible era errónea. Cuando el objeto (el planeta, supuso él) comenzó a girar, el continente resultó ser la única masa terrestre. Pronto el planeta empezó a girar y a girar y a girar tan rápido que Jesse ya no podía distinguir ningún detalle en su superficie. Con inquietud, notó que ahora se parecía exactamente a la peonza de Peter. Metió una mano en el bolsillo donde él guardaba el juguete. Lo sentía cálido bajo los dedos y vibraba ligeramente. En su palma parecía lo mismo de siempre, excepto que su piel hormigueaba por el contacto con la madera. Jesse volvió a mirar la pantalla del portátil. Sorprendido, dejó caer la peonza, que rebotó en el escritorio y cayó con un ruido sordo al suelo.
Le resultaba muy difícil creer lo que acababa de presenciar: sostenida por una mano, la peonza azul de la pantalla había generado una nova en un estallido de brillante luz blanca azulada.
Ahora la pantalla estaba negra. Como el interior de una cámara oscura después del atardecer o como el cuarto oscuro de Finn. La habitación volvía a estar cálida y los escalofríos de Jesse tenían otra fuente.
Justo antes de que Jesse se durmiera esa noche, recordó que el continente que había visto en la pantalla no le era desconocido. Representada por geógrafos, y más tarde mediante modelos informáticos, se la llamaba Pangea.
—¿Listo para tu primera lección? —preguntó Finn.
—¿Lección? —Jesse pareció desconcertado durante un momento, luego sonrió. —No está demasiado mojado, ¿verdad?
—Sólo una ducha. Un poco más complicado, pero estarás bien. La cuestión es que durante las próximas semanas estaré fuera mucho, fuera y dentro, así que pensé que deberíamos aprovechar todo el tiempo que podamos.
Jesse se miró los vaqueros y los zapatos. —No tengo ropa para la lluvia.
—Ven abajo a mi oficina.
Sarah sólo había estado bromeando sobre las cadenas. El traje de cuero negro le quedaba casi perfecto, como si Finn lo hubiera medido mientras Jesse dormía.
—Siento... —Jesse se detuvo, buscando una descripción adecuada—. Me siento como una elegante pantera negra.
—Aunque te sientes bien, ¿no?
—Mejor de lo que pensaba. Mucho mejor.
Finn miró con escepticismo los pies de Jesse antes de pasarle un par de botas.
—Pruébate ésto. Son las únicas de repuesto que tengo, pero no parecen de tu talla.
Jesse se desató una de las zapatillas. A pesar de sus mejores esfuerzos, no logró meter el pie dentro. Le recordó a las feas hermanastras de Cenicienta.
Finn debió de haber estado pensando lo mismo.
—Tal como lo supuse. Olvídate de la zapatilla de cristal. Tendremos que comprarte unas botas masculinas adecuadas.
—Tengo los pies grandes —dijo Jesse, moviendo aliviado los dedos de los pies.
—Inmaterial. Sólo empiezan a cobrar extra cuando tus pies se acercan a las medidas del yeti.
Jesse se quedó en silencio durante un momento.
—¿Compraste todas estas cosas para mí?
Finn revolvió algunos papeles sobre su escritorio, su rostro repentinamente inescrutable.
El dinero de Finn incomodaba a Jesse. No porque Finn lo tuviera. No porque a Jesse no le gustara aceptarlo (aunque no le gustaba). Sino porque Jesse notaba que cada vez le importaba menos aceptarlo.
—¿Eran de Peter? —preguntó Jesse, dándose cuenta.
—Sí.
Se miraron, luego Finn le dio una torpe palmada en el hombro.
—Adelante, prepárate —dijo Finn—. Toma el casco azul que está junto a la puerta principal y déjame el negro y plateado. Te veré en el garaje. Necesito hacer una llamada telefónica antes de empenzar.
—¿Adónde vamos? No tengo edad suficiente para conducir, ¿sabes?
Finn no logró ocultar su sonrisa. —Ya lo verás —fue lo único que dijo.
Vaqueros en mano, Jesse se dirigió hacia las escaleras, luego recordó que había sacado los cigarrillos del bolsillo mientras se cambiaba y los había dejado encima el escritorio de Finn.
—Lo siento, olvidé los... —empezó Jesse, mientras abría la puerta de la oficina.
Finn sostenía una pistola en la mano. Sus miradas se encontraron, luego Finn suspiró y le hizo un gesto a Jesse para que entrara.
—Por favor, cierra la puerta —dijo Finn.
Guardó el arma en un cajón del escritorio antes de explicarse.
—Ojalá no la hubieras visto, pero ya no se puede evitar —Se tiró de la barba—. Supongo que te estarás preguntando qué estoy haciendo con un arma de fuego.
—Sí, se podría decir eso.
—La necesito para mi trabajo.
—¿Como fotógrafo? —Con cierta dificultad, Jesse se abstuvo de soltar una broma desagradable sobre las sesiones de fotos.
—Algunos de los lugares a los que voy son peligrosos —Finn se mordió el labio inferior durante un momento, con los ojos puestos en Jesse—. Vale, es obvio que no estás convencido. Digamos que la fotografía no es mi único trabajo.
—Te refieres a...
—Quiero decir —interrumpió Finn— que no puedo ni quiero hablar de eso. Por muchas razones. Y confío en que tú hagas lo mismo.
Jesse corrió escaleras arriba, de dos en dos. Fuera de su habitación se encontró cara a cara con Sarah, que llevaba la bolsa que usaba para las clases de baile. Ella desvió la mirada y pasó junto a él, luego se giró, con ojos persiguiendo el color del trueno y su voz acusadora.
—¿Mi padre te dio esa ropa de motorista?
El asintió.
Sarah apretó los labios y se alejó. El equipo Harley de Peter era lo único que Finn se había negado a empacar o regalar. Ahora Jesse iba a hacer caballitos en él. Bueno, hacer caballitos no... él no hacía caballitos. No como otros, que alardeaban a la menor oportunidad. Jesse bailó sin dar un solo paso. El cuero negro era suave y flexible... y un poco salvaje. Sarah ignoró el cardo que se le desplegaba en el vientre, pero no las palabras que susurraba su traicionera mente. Maldito sea. No tenía derecho a lucir tan bien. Tan perfecto. Tan sexy. Podía imaginar lo que alguien como Tondi diría... o haría.
Jesse la observó marcharse.
En su habitación arrojó los vaqueros sobre la cama y pasó las manos por el sensual cuero de los pantalones, cuyo calor le recordaba el chocolate derretido, o la piel recién bañada de Emmy. Nunca se había vestido (y ciertamente nunca había tenido) nada de este calibre. Llevar la ropa de Peter no lo hacía sentirse un intruso, por mucho que a Sarah le molestara eso.
Incapaz de encontrar el elástico para el pelo en la mesita de noche, Jesse fue a revisar su escritorio. Mientras movía la libreta que estaba usando para tomar algunas notas, percibió un olor a anís y se giró para ver si había dejado la ventana abierta. Esta vez el muchacho yace sobre un áspero suelo de cemento, con un ojo cerrado e hinchado, su rostro convertido en una masa de moretones y sangre goteando de su boca. Ayúdame, dice. Eres el único que puede.
Jesse jadea y da un paso adelante.
—¡Jesse! —bramó la voz de Finn desde el pasillo de abajo—. ¿Qué te esta atrasando tanto tiempo?
La Harley era un monstruo. Una máquina de ensueño cuyo poder no residía en los cc (1450, y sin antigravedad requerida para el despegue), ni en su tamaño ni en su diseño llamativo, sino en su mística. Incluso Jesse la sentís cuando Finn le mostró cómo comprobar las cosas simples: la inspección N-CLACS, la llamó (neumáticos, controles, luces, aceite, chasis y soporte).
—Revisa siempre tu moto con atención antes de siquiera pensar en ponerte en marcha. Puedes evitar grandes problemas así, ahorrarte muchos dolores de cabeza —sonrió Finn—. Tal vez salvar la vida —Luego le dio a Jesse una llave de repuesto y le dijo que la guardara en un bolsillo—. La pego con cinta adhesiva en un lugar escondido en la moto cuando no tengo a nadie viajando de pasajero.
Repasó otras instrucciones y consejos de seguridad, le mostró a Jesse los controles y le explicó algunos conceptos básicos sobre el motor, el embrague, los frenos y las marchas. Era un buen maestro, paciente, minucioso y explícito. Luego verificó que el casco de Jesse estuviera bien abrochado, sacó la moto del garaje, la montó, esperó a que Jesse se subiera detrás, encendió el motor, lo aceleró una vez (con fuerza) por el puro placer de hacerlo, saludó al cielo con un puño enguantado y se marcharon.
La lluvia era ligera y el asfalto resbaladizo y brillante. Las ruedas levantaban una fina espuma que se elevaba detrás de ellos cuando la Harley atravesaba las afueras de la ciudad, abriendo un rito de paso hacia las colinas. Sorprendido de que su visor no se empañara, a Jesse le resultaba difícil calcular a qué velocidad conducían. Aunque se estaba cálido. La humedad simplemente goteaba sobre el cuero, que debía de haber sido encerado o tratado de alguna manera.
Las preguntas zumbaban en la cabeza de Jesse, pero poco más podía hacer, salvo agarrarse fuerte a la cintura de Finn y esperar a que llegaran a su destino. Jesse no estaba seguro de cómo se las arreglaría para montar cuerpo a cuerpo, dependiendo completamente de la habilidad de otra persona. Tal vez fuese su ropa protectora, pero Jesse no experimentaba ningún tipo de incomodidad ni de inquietud ni de alejamiento. En un momento, mientras Finn se lanzaba bruscamente hacia la siguiente esquina, Jesse apretó con más fuerza y se apoyó en el hombro del grandullón. Finn le gritó algo ininteligible, luego redujo un poco la velocidad, quitó una mano del manillar y agarró la de Jesse, la que yacía sobre su generoso abdomen. Jesse se enderezó con una sonrisa, una indecente sensación de gratitud llenó su garganta por unos momentos.
Al cabo de unos treinta minutos, pasaron por una pendiente en la carretera y luego por un grupo de edificios de piedra abandonados, donde giraron por una calle estrecha. Ya estaban muy por encima del río; una o dos veces Jesse había vislumbrado su larga y sinuosa curva y la extensión de la ciudad, que desde esa distancia parecía aferrarse como una lesión maligna a ambos lados de una vena azul oscuro. Incluso el Puente Viejo había sido visible. Finn no podía mantener su velocidad anterior porque el camino estaba embarrado y cubierto de maleza. La lluvia casi había amainado y, por encima de los árboles, Jesse podía ver zonas de cielo más claro detrás de unas nubes plomizas que se desplazaban rápidamente, aunque todavía no era azul. Había charcos en la vía, algunos lo bastante profundos como para alcanzar los ejes, pero Finn podía esquivar los peores baches. Mantenía un ritmo uniforme y alerta, sin derrapar ni perder tracción ni una sola vez.
Una puerta de cinco barrotes bloqueaba el final del camino. Privado, decía el cartel. No entrar. Finn se detuvo y le indicó a Jesse que abriera. El carril se convirtió en un camino cubierto de hierba lo bastante ancho para un vehículo. Por los surcos y las ortigas aplastadas, Jesse supo que un coche había pasado por allí recientemente. Él bajó, un poco inestable, sorprendido al ver las copas de los árboles azotadas por la brisa. Una vez que Finn condujo la motocicleta a través del área de ganado (aunque no había ningún rebaño a la vista), Jesse cerró la puerta y volvió a subir a bordo. Finn siguió el camino mientras bordeaba una cresta y giraba a la derecha, luego entró en una zona densamente boscosa. Después de unos tres kilómetros, el camino se bifurcó y empezó a subir cuesta arriba. Necesitaron otros veinte minutos para llegar a un pequeño claro. Había Landrover antiguo aparcado delante de una cabaña de piedra. Cuando Jesse desmontó y se quitó el casco, vio que el camino terminaba aquí.
—Ve y echa un vistazo —le dijo Finn, señalando hacia la parte trasera de la cabaña.
Jesse examinó la vivienda, que había sido construida por un genio o un loco, o en una empresa conjunta. Dos tercios de las paredes eran de piedra natural, de un color más rosado que el habitual en la zona, y que en algunos lugares se intensificaba hasta alcanzar un tono salmón intenso; el resto, cemento pintado de un brillante azul zafiro. No había dos ventanas del mismo tamaño o forma, y todas eran asimétricas. Y aunque Jesse contó los muros exteriores repetidamente, cada vez obtuvo un número diferente. No se encontraban ángulos de 90° por ninguna parte, y sí bastantes protuberancias y curvas. El techo se alzaba y retrocedía alrededor de una chimenea descentrada. Y Jesse juró que veía el guardabarros de una máquina de vapor pegado con mortero debajo de uno de los aleros.
Era magnífica.
Jesse dejó su casco en el asiento de la motocicleta, se sacudió la rigidez de los hombros y caminó lentamente alrededor de la cabaña, rodeando un gran montículo de fardos de paja. Se detuvo al llegar atrás y se quedó boquiabierto.
Toda la pared trasera de la cabaña era una fachada de espejos teñidos de ámbar, que brindaba privacidad, pero también una vista impresionante. La cabaña estaba construida en la orilla de un gran estanque alimentado por un arroyo; un pequeño lago de montaña, en realidad. Una plataforma de madera sobresalía mucho sobre el agua, de modo que sus anchas tablas de teca parecían flotar libremente como una balsa, y en la orilla opuesta una cascada caía primero en un estanque rocoso y luego se derramaba en las claras profundidades del lago. Inmediatamente Jesse anheló desvestirse y lanzarse al agua, nadar hasta las cataratas. ¡Esto era algo que él entendía!
Entonces se dio cuenta de que no estaban solos. Bajo una gran sombrilla de jardín había un hombre en una tumbona, envuelto en una manta de lana escocesa. Se quitó la manta y se levantó mientras Jesse caminaba hacia él, le tendió el brazo y sonrió ampliamente. Un jersey de manga larga ocultaba sus tatuajes; una manga había sido truncada y cosida.
—Bienvenido, Jesse —dijo Matthew.
Finn se acercó desde el otro lado de la cabaña, con una gran sonrisa en su rostro.
Dentro se sentaron a tomar un té fuerte. También había una lata grande de galletas caseras de mantequilla y un fuego que Matthew encendió en la chimenea de piedra.
—¿De quién es esta casa? —preguntó Jesse, después de haber comido una cantidad aterradora de galletas y haber tenido la oportunidad de mirar a su alrededor. El interior era tan fascinante como esperaba, pero escasamente amueblado. Estaban sentados en sillones y un sofá muy sencillos: líneas rectas y limpias, colores tranquilos. Era la arquitectura misma lo que decoraba la habitación.
—Mía —dijo Mathew. —El terreno es de mi familia, pero la cabaña la construí yo mismo.
—Piedra por piedra —dijo Finn—, cuando Matthew era más fuerte —Miró a Matthew con una pregunta en los ojos.
—Lo sabe —dijo Mathew—. Podemos hablar sobre ello.
—Te ves mejor. Mucho mejor que la última vez que te vi —dijo Finn.
Matthew y Jesse intercambiaron miradas. Jesse sacudió la cabeza casi imperceptiblemente y luego se volvió para estudiar los árboles y los afloramientos rocosos a través de la gran extensión de cristal. La superficie del lago reflejaba los tonos sombríos del cielo y los árboles oscurecidos por la lluvia, excepto donde la cascada espumeaba en su orilla.
—Me siento mejor —dijo Matthew.
—¿Un nuevo tratamiento?
—Sí —Matthew lo dejó así.
—Excelente —Finn se dirigió a Jesse—. Pensé que te gustaría este lugar.
Matthew señaló el brazo que le faltaba. —Finn me ayudó a construir la cabaña. Por eso obtiene derechos de ocupante ilegal.
Jesse debía de parecer confundido, ya que Finn se rió y explicó. —Utilizo la cabaña como una especie de retiro, cuando necesito pensar en silencio. A veces me harto del ruido, del hedor y de las multitudes. La ciudad carnívora. Y el teléfono. Quien haya inventado el móvil debería ser masacrado en su propio laboratorio, o al menos obligado a escuchar ese infernal sonido día y noche hasta volverse loco por la falta de sueño.
—Usa tu buzón —dijo Matthew.
Finn se golpeó la cabeza. —¿Por qué no pensé en eso?
Jesse se imaginaba la espaciosa casa de Finn, su complejo de habitaciones en el sótano y el tranquilo jardín cubierto de maleza.
—Sé lo que estás pensando, Jesse. ¿De qué tengo que quejarme?
Jesse sonrió. —Sí, algo así.
—No olvides que crecí con la naturaleza salvaje del norte como mi patio trasero. La llevo en la sangre, que se adelgaza demasiado con una dieta constante de gases de escape y luces de neón.
—¿Una de las razones por las que te gusta aceptar esos largos y exóticos encargos? —preguntó Jesse, con un matiz irónico arrastrándose en su voz.
Finn sacó de un bolsillo su pipa, su encendedor y su bolsa de tabaco. Pasó algún tiempo llenando el cuenco y luego sujetó el tallo entre los dientes sin encenderlo. —Una de ellas.
—Finn dispara bastante aquí arriba —dijo Matthew—. Fotos, no a la vida salvaje.
Finn se quitó la pipa de la boca.
—Las anstractas del salón fueron fotografiadas cerca de la cascada —dijo Finn—. Hay muchas cosas que se pueden hacer en un radio de tres kilómetros de la cabaña.
—No trajiste cámara —dijo Matthew.
—Hoy no. Este viaje es para Jesse —Miró por la ventana—. Le estoy introduciendo al motociclismo. Si no vuelve a empezar a llover, me gustaría dejar que lo intente solo —Se volvió hacia Jesse— Hay kilómetros de camino privado por todo el bosque. Es una propiedad muy extensa.
—Mi tío ha hecho limpiar y ampliar el camino cerca de la antigua cantera. Hay un trozo plano de buen tamaño donde Jesse podría practicar —dijo Matthew.
—Buena idea —dijo Finn.
—¿Vas a encender esa cosa? —preguntó Matthew señalando la pipa—. Si es así, iré a buscar un cenicero.
—Tal vez más tarde —Finn se sirvió otra taza de té de la tetera—. ¿Conduces de regreso esta noche?
—Mañana por la mañana. ¿O querías algo de privacidad?
—¿No vives aquí todo el tiempo? —preguntó Jesse.
Mathew negó con la cabeza.
—Matthew suele quedarse en la ciudad, en el cobertizo para botes de su tío, cuando no está... —Finn miró su taza.
—Cuando no estoy en el hospital.
Permanecieron en silencio durante unos minutos, escuchando el suave crepitar del fuego.
—¿Te importa si fumo? —preguntó Jesse cuando el olor a leña quemada se volvió insistente e incómodo.
—Sólo en la medida en que sé cómo es el cáncer —dijo Matthew—. Hay formas más rápidas y menos dolorosas de suicidarse. Pastillas, por ejemplo. O saltar del Puente Viejo, lo que sería un toque más melodramático. Y se suma a las leyendas que se susurran sobre el puente.
—No seas tan condenadamente morboso, Matthew —dijo Finn.
—¿Morboso? ¿Yo? ¿Porque atesoro pastillas? Yo lo llamo ser un buen boy scout. El suicidio es una opción perfectamente legítima... a veces.
Jesse vaciló. Había olvidado lo directo que podía ser Matthew. Pero Matthew tomó el encendedor de Finn y se lo lanzó a Jesse.
—Adelante pues —dijo Mathew—. Si debes.
Pero Jesse dejó los cigarrillos en el bolsillo. No lo detenía la perspectiva de padecer cáncer en un futuro lejano. tampoco lo intimidaba Matthew. Era el destello de dolor que había visto en los ojos del hombre, tal vez no por él mismo, sino por todas las cosas estúpidas, sin sentido y destructivas que la gente se hace a sí misma con el poco tiempo que se les da.
Y Finn, en esos pocos minutos de silencio compartido, había visto a Peter serrar tablas de madera para Matthew, alejarse con su cuaderno de bocetos hacia el lago y arrojarle un palo a un perro de pelaje dorado.
—¿Dónde está Daisy? —preguntó Finn.
—Fuera persiguiendo ratones —dijo Matthew.
—Se te olvidó volver a comprar comida para perros, ¿verdad? —preguntó Finn.
Ambos rieron y Jesse se sirvió otra galleta.
—Esas son cosas de Peter, ¿no? —preguntó Mathew—. Ya era hora de que se usaran. —La mortalidad era una realidad para él, no un pequeño secreto desagradable que debía guardarse escondido en un armario.
Jesse logró no volcar la motocicleta y solo caló el motor dos veces. Finn le hizo practicar el arranque hasta que pudo hacerlo sin problemas; las primeras veces se olvidó del interruptor de apagado y luego intentó arrancar el motor mientras estaba en marcha. Tuvo algunos problemas para coordinar el embrague y el acelerador. Finalmente pudo conducir en un amplio círculo sin tambalearse, aunque todavía no confiaba completamente en sí mismo con la palanca de cambios. Inclinarse para girar y frenar parecía algo natural para él, pero las operaciones suaves de aceleración tuvieron menos éxito.
Jesse se quitó el casco y se echó el pelo hacia atrás. Había una línea de sudor a lo largo de su frente. Había olvidado lo que era que alguien creyera en uno.
—Es suficiente por ahora —dijo Finn—. Es una moto grande y habría sido más fácil empezar con un scooter o al menos con una máquina más ligera. Trabajaremos en cambiar de marcha, luego en desviarnos y frenar de emergencia las próximas veces que te saque, antes de que intentes aumentar la velocidad.
Jesse se secó la cara con la mano.
—Lo hiciste bien, Jesse. Recuérdame algún día contarte mi primera tarde en moto.
—¿Qué pasó?
—Ahora no. Tengo que estar muy borracho para contar la historia. Súbete y regresaremos a la cabaña.
—¿Te importa si regreso por mi cuenta? Me gustaría caminar por el bosque, tal vez bajar al lago.
Finn miró su reloj. —No puedo estar fuera por mucho tiempo. ¿Qué tal si te llevo hasta un sendero que conduce a la cascada y tú caminas de regreso a lo largo del lago solo? ¿Eso servirá por hoy?
Jesse asintió.
—Bien —dijo Finn—. Hay algunas cosas que necesito repasar con Matthew.
—Es un hombre muy inusual.
—¿Cuánto te ha contado de sí mismo?
—Muy poco. No hablamos mucho mientras trabajamos.
—Eso es propio de él. Es lo más abierto posible sobre su enfermedad, pero hay muchas cosas que omite. Estudiaba arquitectura cuando le descubrieron el cáncer. Todo cambió para él. Su padre quedó devastado. Matthew es hijo único y su madre murió cuando él tenía once años. De un tumor cerebral —dijo Finn.
—Mierda.
—Hay más. Aparte del brazo, quiero decir. Estaba viviendo con una mujer. Habían pasado algunos años, habían hablado de casarse, se mencionaban los niños. A las seis semanas del diagnóstico, ella desapareció. Empacó su ropa, sus libros y su gato y se mudó con otra persona. No podía lidiar con una enfermedad, no con una enfermedad grave. Enfermedad mortal. En cierto modo podía entenderla. Cuando no tenía ganas de estrangularla —Soltó una pequeña risa llana—. Se llamaba Daisy. Hasta el día de hoy no puedo entender si fue el anhelo o la amargura lo que hizo que Matthew le pusiera su nombre a su perro.
—O masoquismo.
—Tú entiendes de eso, ¿verdad?
Hubo un silencio incómodo. Después de un momento, Jesse se volvió y miró hacia la superficie abierta de la cantera. Ni una sola vez se le había ocurrido preguntarle a Matthew sobre su vida. Sería fácil para Jesse fingir que era por delicadeza, pero se estaría engañando a sí mismo. Había estado demasiado preocupado por sus propios pensamientos, sus propios problemas. Tragó, su boca tenía un sabor amargo. Pensó en Mal, que había necesitado esas maquetas de barcos; las botellas de vidrio contenían un mensaje para Jesse que él se había negado a descifrar.
—Pero Matthew adoptó a Daisy (la mayoría de la gente subestima las necesidades de un husky y la habían entregado a la Protectora de Animales) y comenzó a trabajar en la barcaza. Tiene algo de dinero familiar y probablemente no mucho tiempo, pero es uno de los hombres más cuerdos que conozco. Morir te enseña a vivir, siempre dice —Finn hizo una pausa durante un momento, examinando el perfil de Jesse, luego se atrevió—. Si estuviera atrapado en un edificio en llamas, no habría otro a quien preferiría que intentara echarme una mano, con solo un brazo y todo.
Sin decir una palabra, Jesse se puso el casco y se quedó junto a la Harley hasta que Finn se unió a él.
Fue una lucha no ir a nadar, una lucha que Jesse perdió rápidamente. Diez minutos, se dijo, no más. Miró a su alrededor, pero, por supuesto, no había nadie a la vista. Se desvistió, considerando si debía dejarse algo puesto, pero luego decidió, por una vez, no hacerlo. No le importaba que una trucha o un tejón le echara un vistazo.
Había elegido un lugar donde no tendría que abrirse camino a través de un matorral de juncos o trepar por un suelo rocoso para llegar a la orilla del agua. Echándose el pelo hacia atrás, caminó rápidamente por la áspera hierba de la orilla, buscó peligros bajo el agua y se alejó del fondo suavemente inclinado. El lago estaba frío, pero no más de lo que estaba acostumbrado.
Jesse se dirigió hacia el centro del lago. Tendría que dejar la cascada para otro momento. Si nadaba la circunferencia del lago, probablemente podría localizar la salida, a menos que estuviera muy bajo el agua. El lago debía desembocar en el río y, finalmente, en el mar. Mientras sus brazos separaban el agua con su pausada brazada, fuerte y verdadera como un elegante teorema, imaginó las células que su cuerpo estaba soltando en el agua en ese momento (un poco de piel, un poco de sudor, un pelo o dos, su saliva, su orina) y que con el tiempo llegarían a la costa. Qué extraño que pudiera encontrar allí una parte de sí mismo, cuando finalmente llegara allí. ¿Y parte de cuántos otros también? Nunca antes lo había pensado así. ¿Qué había dicho Sarah? Algunos lugares llevan una huella. ¿Quién sabía qué códigos complejos aún quedaban por descifrar en los objetos más comunes?
Se dio la vuelta sobre su espalda. Distraídamente, chasqueó el agua con los dedos. ¿Qué estoy haciendo aquí?, se preguntó. ¿Qué somos cualquiera de nosotros? Unas cuantas gotas de lluvia le salpicaron el rostro, garabateadas en la superficie del lago. Él se rió: mojándose. La respuesta del universo a nuestra frenética búsqueda de significado. Deseó que Sarah estuviera allí para compartir el chiste con él. Entonces recordó el desprecio y la burla de ella. Dio medio giro y se zambulló bajo la superficie del agua. Discúlpate, tonto. El sonoro silencio del lago no ofrecía reprensión, pero tampoco absolución.
En la orilla, Jesse se frotó las extremidades con las manos para calentarlas y secarlas. Exprimió el exceso de agua de su pelo y lo peinó hacia atrás con los dedos. Se había puesto los pantalones, aunque aún tenía la piel un poco húmeda, y estaba echando mano a su camiseta cuando oyó unas leves pisadas detrás de él. Se giró rápido para ocultar su espalda de la vista.
—¿Está fría? —preguntó Finn.
—No está mal.
Ninguno habló durante un momento.
—Creo que las has visto —dijo Jesse—. Las cicatrices en mi espalda.
—¿Del incendio?
Jesse asintió.
Y eso fue todo.
Finn cogió una piedra y la lanzó limpiamente por la superficie del lago. Jesse se vistió rápido y dejó la chaqueta de cuero abierta. Buscó la peonza, luego buscó en el suelo. En la orilla del agua encontró un puñado de guijarros lisos.
—¿Un reto? —preguntó Jesse.
Finn esbozó una amplia sonrisa. —El perdedor sube al tejado.
—Como pérdida, es bastante extremo.
—Lo digo en serio, hay una teja rota que debemos reemplazar antes de irnos. No quiero que Matthew lo haga solo. Por eso vine a buscarte. Uno de los dos tiene que sujetar la escalera —Se subió los pantalones de cuero y luego se frotó las manos alegremente—. Espero que no tengas miedo a las alturas. Hace años fui medallista de oro olímpico en salto de rana —Miró hacia las nubes—. Venga ya, parece que al cielo le duele la barriga.
—Prepárate para tu ignominiosa derrota —dijo Jesse. Dividió las piedras y dejó que Finn eligiera el montón que prefería.
—No me ganarás la próxima vez —dijo Jesse.
—¿Ah, no? Entonces tal vez sea necesario un poco de práctica oportuna —dijo Finn.
Se sonrieron amistosamente mientras iban a buscar la escalera.
—¡Mathew! ¿Qué haces ahí arriba?
Matthew se sobresaltó al oír la voz de Finn y la escalera en la que estaba subido se tambaleó. Luego, a una velocidad insoportablemente lenta, exactamente como en una película, la escalera empezó a inclinarse. Hay un solo instante en el que parece que la caída podría evitarse. Loki mira el tablero, sostiene los dados (le encanta jugar a Serpientes y Escaleras). ¿Y qué mejor oportunidad? Matthew, suspendido en el aire, llevado por el repentino silencio sin aliento, el silencioso soplo del viento. Jesse ve la pequeña figura aferrada con un brazo a la escalera de Lego. Flotando muy por encima, ve el perro de juguete, el hombre barbudo de ojos muy abiertos y una boca redonda en forma de O, y el chico rubio. Su visión despiadada le dice que incluso con su velocidad no puede alcanzar al hombre lo suficientemente pronto como para sacarlo sano y salvo de la escalera (del juego). Lo único que puede hacer es ajustar, fraccionariamente, la trayectoria. Y entonces bate sus alas, una vez, tira del aire, se eleva en una feroz y empinada subida y desaparece.
Matthew aterrizó ileso entre los fardos de paja. Una vez que recuperó el aliento, miró a Jesse. —Justo antes de caer, te vi entrar en el cernícalo —susurró Mathew.
Jesse cerró el libro y se estiró. Hora de correr por el parque, tal vez a lo largo del río. Tan pronto como Nubi pudiera correr correctamente, se irían después del anochecer. Aún mejor, después de medianoche. Jesse extrañaba la profunda soledad de la noche, su atemporalidad, su singularidad espacial.
Había un olor leve pero tentador que se filtraba por debajo de la puerta. ¿Podría Meg estar ya en casa? Ella había dicho que iba a asumir tareas adicionales para tener unos días libres la próxima semana y poder limpiar el ático. Una tarea abrumadora. Él se quedaría hasta entonces, sin duda.
Todavía quedaba el camino y el mar.
Jesse miró a Nubi, que estaba estirado teatralmente con su pierna rota a la vista, y resopló. Otro actor. El vendaje ya había pasado su fecha de caducidad: estaba sucio y comenzaba a desenredarse. Nubi no dejaba de destrozarlo con los dientes. Finn los iba a llevar en coche al veterinario pasado mañana.
Todavía quedaba el mar.
Nubi sería un buen compañero de viaje. No siempre sería fácil alimentarlo, pero la gente confiaba más fácilmente en ti con un perro, o te dejaba en paz.
Todavía quedaba el mar.
Jesse se pasó una mano por los ojos. El rostro de Matthew ya había comenzado a cobrar cuerpo y a perder su reveladora translucidez, si no las profundas líneas de dolor. Y le estaba pagando a Jesse más de lo que debería. Había llegado el momento de buscar un segundo empleo, una habitación (aunque a Finn le dolería eso). Al menos hasta que el tumor primario que se encontraba en lo más profundo de la cabeza de Matthew se redujera.
Todavía quedaba el mar.
Se había prometido nadar en el lago. Tal como Sarah había prometido contarle cómo había sido Peter. Promesas...
Y todavía quedaba el mar.
Alguien llamó a la puerta, un sonido silencioso y vacilante.
—Adelante —gritó Jesse.
Sarah abrió la puerta con un plato en las manos.
—He horneado unos brownies —dijo con una sonrisa vacilante—. ¿Quieres probarlos?
Iba vestida con sus vaqueros y camiseta habituales, pero parecía diferente: más blanda, más preocupada. Tenía ojeras bajo los ojos y destacaban sus pecas. Jesse notó que tenía unas pestañas muy largas y plumosas. Como las de Nubi. Se sonrió ante la comparación. Aunque Nubi tenía unos ojos muy bonitos.
—¿Qué pasa? —preguntó ella al verle temblar los labios.
—Estaba pensando en tus ojos —respondió Jesse. Inmediatamente quiso darse una palmada en la frente. Qué estupideces dices.
Sarah no pareció encontrarlo tan mal. Se sonrojó un poco, pero su sonrisa se volvió menos vacilante y le tocó el pecho con el plato. —Venga, prueba uno. Están buenos.
—Mm —dijo él masticando lenta y lujosamente, su boca había decidido que ya estaba en al jardín del Edén. ¿Manzana? Adán no tenía ni idea.
—¿Cómo los llamaste? —preguntó Jesse.
—Brownies —repitió Sarah—. Son americanos.
—No —dijo él, mientras echaba mano a otro—, son Divinos.
Se acomodaron en la cama de Jesse y comieron sin decir gran cosa. Muy pronto se terminaron los brownies. Jesse recogió las últimas migajas del plato con la punta del dedo. Suspiró y se recostó con los brazos bajo la cabeza y los párpados pesados. Justo ahora le diría a ella que lo sentía. Y tal vez esperaría hasta más tarde para salir. Estaba lleno, cálido y un poco somnoliento. Podía sentir que se le liberaba la mente, a la deriva sobre las olas que lamían el viejo muelle. Una suave brisa le revolvió el pelo. La luz del cardo rozó su piel. Abrió los ojos justo cuando Sarah le tocó los labios con los propios. Ese largo cabello balanceándose sobre el rostro de Jesse como una fresca ráfaga de viento.
Ella tenía los ojos muy abiertos, líquidos. Jesse levantó un brazo y enterró la mano en ese cabello, atrayéndola hacia el beso. El olor a chocolate persistía en ese aliento. Él sintió que su cuerpo despertaba. Esos pequeños pechos se acurrucaron en su torso. Él apretó la mano en ese cabello. Ella se movió hacia él y una línea de calor le recorrió a Jesse desde la boca hasta la entrepierna. Ese corazón en ella retumba. Un sonido como de seda rasgándose en su garganta. ¿Podía ella sentir su erección? ¿Cómo se sabía tal cosa con una chica? Si él la tocaba, ¿sería elástica como la de Liam o más bien como fina hierba nueva y plenos y exuberantes para llamarlos labios, cálidos también, húmedos allí dónde ella había permitido a Mick... su mente se dobló como una viga de metal arrancada de sus pernos.
—No —chilló él—. No.
Jesse la apartó de un empujón y se sentó. Notaba la cara roja y la respiración irregular.
Sarah rodó sobre el costado, con el rostro oculto a él. Ninguno de los dos dijo una palabra. Jesse notó que a ella le temblaban los hombros. Esperó hasta poder incorporarse, se quedó sentado un rato con las manos entre las rodillas, luego se levantó y se dirigió a la ventana. Se agarró al alféizar y miró hacia afuera. Unas cuantas manchas azules se filtraban entre las nubes. Brevemente, un dedo de luz solar se abrió paso a través del lienzo, dorando todo lo que tocaba antes de ser tragado nuevamente por el gris. Él apoyó la cabeza contra el cristal de la ventana, notando el cristal frío en la frente.
Sólo cuando Jesse oyó que la puerta se cerraba suavemente se dio cuenta de que Sarah había salido de la habitación.
Complacido por la rápida recuperación de Nubi, la veterinaria le quitó la férula.
—Qué muchacho tan inteligente. Ha roto todas las reglas —dijo ella rascando a Nubi detrás de las orejas y dándole un puñado de golosinas—. Si no fuera evidentemente imposible, juraría que también está más joven.
Finn estaba a punto de bromear sobre el toque mágico de Jesse cuando vislumbró el rostro de Jesse.
—No nos molestemos en cocinar solo para nosotros dos —dijo Finn mientras salían de la consulta. Sarah tenía otra clase nocturna y Meg estaba de guardia en el hospital—. Hay un lugar cerca de los astilleros que creo que te gustará. Veremos si Matthew está por ahí. Puede venir con nosotros.
—¿Y Nubi? No se le permite entrar a un restaurante, ¿verdad?
—No te preocupes por eso.
—¿A el Araña Peluda? —preguntó Matthew cuando le quitaron a la fuerza el raspador de la mano—. Está bien, ¿por qué no? Supongo que mis oídos pueden soportarlo por una vez —Fue a limpiarse.
—¿Araña peluda? —preguntó Jesse.
—Sólo es el apodo que le damos a Siggy. El propietario —Finn, sonrió, pero se negó a dar más detalles.
Matthew dejó a Daisy en el cobertizo para botes. —Está acostumbrada. Fantástico elemento disuasivo. A nadie le gusta meterse con un lobo. No tienen idea de que ella es realmente una buenaza. ¿Verdad, cariño? —dijo Mathew, dirigiendo ésto último a Daisy.
Finn miraba a Matthew con un extraño brillo en los ojos. —Pareces incluso más fuerte que la última vez. Has ganado algo de peso. Ese nuevo tratamiento está haciendo maravillas.
—Sí, bueno, aún es pronto para hablar de remisión, pero tengo hambre a todas horas. Ojo, no es que me queje.
—Espero que no —dijo Finn, y lo dejó así. Pero Jesse notó que Finn seguía mirando de soslayo a Matthew mientras pasaban por el astillero comercial hacia un laberinto de pequeñas tiendas y calles adoquinadas repletas de vendedores ambulantes.
Jesse podía oír música en vivo que tiraba de ellos como un buen pescador recogiendo sedal, lento y constante, mientras giraban hacia el interior de un patio soleado. Tanto Jesse como Nubi se detuvieron asombrados, la nariz de Nubi temblaba y la de Jesse ardía con igual deleite. Cada centímetro, cada milímetro de terreno, excepto por un estrecho camino pavimentado, estaba cubierto de hierbas, algunas que Jesse reconocía y muchas que no. Aromas lo bastante densos como para saborearlos y untarlos en un trozo de pan fresco. Lentos riffs hipnóticos crecían sobre ellos: un saxofón tocando ronco, doloroso. A Jesse se le erizó el fino vello de la nuca.
La música iba muriendo cuando los tres se aproximaban a la puerta. El restaurante era grande, limpio y sencillo, con paredes enlucidas en blanco, suelo de losas y sólo unas pocas fotografías bien escogidas de instrumentos musicales (no músicos) como decoración. Era como si las fotos pudieran ser obra de Finn, porque Jesse podía oír los luminosos instrumentos en blanco y negro comenzar a cantar en cuanto posaba los ojos en ellos.
Se apoderaron de una mesa cerca del frente, donde había colocadas una batería y algunos atriles. Había un bajo esperando a un lado, un clarinete y una trompeta en una silla y un saxo tenor en un atril, pero no había señales de los músicos. Después de unos minutos, un enorme barril de hombre salió de la cocina cargando una bandeja; Siggy, supuso Jesse de inmediato. Tenía una barba oscura y enredada con toques grises, cejas como esparadrapos negros y una cabellera rizada que le caía bajo los hombros, atada por atrás con lo que parecía un limpiapipas. Cuando el hombre vio a Finn y a Matthew, empujó la bandeja hacia un joven camarero, bramó: —Esos tres majaderos de caras largas cerca de la barra —y corrió hacia ellos, riéndose estridentemente y gritando hola. Jesse entendió por qué lo llamaban araña: sus brazos y piernas rodaban como locos cuando él se movía, de modo que parecía como si tuviera ocho extremidades, o incluso doce, en lugar del contingente usual.
—Vas a perder clientes si sigues insultándolos, Siggy —dijo Finn a modo de saludo.
—Por eso soy yo el hombre de negocios y tú el maldito artista —bramó Siggy a su vez—. Tú no entiendes nada sobre cómo llevar un buen asador. Cuanto más patadas les das en los "cajones", más rápido vuelven. Especialmente cuando les doy de comer tan bien —Alzó las cejas hacia Nubi, luego hacia Jesse, quien las miraba fascinado. Esas cejas tenían vida propia.
—Siggy, ellos son Jesse, que se quedará con nosotros durante un tiempo, y su perro Nubi —dijo Finn.
—Nubi, ¿eh? ¿Como ese paisano egipcio que se llevaba en carreta a los muertos? —Soltó una risita al ver una expresión de sorpresa cruzar el rostro de Jesse—. Puede que sea un gordo peludo, pero no soy tonto. Nada de eso. Y no lo olvides.
Jesse, sonrojado, murmuró una disculpa, pero Siggy dio una carcajada y le quitó importancia agitando una mano.
Jesse se llevó su segunda sorpresa cuando Siggy les dijo qué comer. —La bullabesa de cangrejo para empezar, luego la ternera japonesa. Un pedido especial. Nadie más en todo el país tiene ninguna. Dulce y suave como la leche de vuestra mamá. Y yo elegiré el vino —sonrió a Jesse—. Lo siento, muchacho, pero sigo las reglas. Al menos la mayoría de ellas —dijo señalando a Nubi—. Pero tengo un excelente zumo de mango fresco para ti. En casa de Siggy se come lo que dice Siggy.
—¿Algún pan? —preguntó Mathew.
—Oh, hombre, ¿si tengo pan? Sólo espera y verás —Luego miró a Matthew con los ojos entornados—. ¿Un kilo? Nop, Kilo y medio. ¿Qué te hacen? Estás ganando peso.
—Sí, me siento mucho mejor. ¿Que hay de postre?
—Para vosotros dos, las mejores tartas de frutos rojos de este lado del cielo. Con crema chantilly. Y para Jesse aquí presente —Hizo una pausa para reflexionar—... Se ve que es un hombre de chocolate. Mi propio helado de doble dulce de azúcar, con trozos extra.
Un gemido escapó de los labios de Jesse. Siggy volvió a reír. —Está bien, ración extra grande. Me gusta que a un hombre le guste comer.
Una chica con un saxo alto y un flacucho de unos dieciocho o diecinueve años se levantaron de una mesa de la esquina y se dirigieron al frente. Siggy se crujió los nudillos y habló a Finn.
—¿Tocas?
Finn negó con la cabeza. —Hoy no —Levantó su cámara—. Algunas fotos, si puedo.
—Ey, Donna, ¿te parece bien si Finn toma un par de fotos? —gritó Siggy. Cuando ella le indicó que estaba de acuerdo, él añadió: —Pero ten cuidado, podría hacerte famosa.
—¿Puede Nubi quedarse aquí? —preguntó Jesse.
—Tengo un lío de huesos para sopa y riñones sólo para él —respondió Siggy. Se agachó y miró a Nubi, de hombre a hombre—. Pero tienes que estar callado y quedarte en mi oficina, ¿me oyes? —Siggy se levantó, puso su gran mano sobre el hombro de Jesse durante un momento y lo apretó. Tenía dedos poderosos. Jesse tomó la servilleta de papel y empezó a romperla en tiras.
Siggy se dirigió a él con astucia. —Yo lo cuidaré, muchacho.
Con los labios moviéndose dentro y fuera, dentro y fuera, Siggy se peinó la barba con los dedos y continuó mirando a Jesse. El silencio en su mesa pareció tragarse los sonidos de todo el salón.
Finalmente Siggy salió del trance. —Jesse, necesitas dulzura. Tienes los ojos más profundos que he visto desde las islas. Y eso sólo una vez —Se volvió hacia Finn—. Tú cuida bien a este chico. Puede que nos haga algunas cosas.
Con un movimiento lateral de la cabeza, Siggy hizo una seña a Nubi, quien se levantó de un salto y siguió al hombretón a través de las puertas batientes hasta la cocina.
Jesse y Matthew escucharon la música mientras Finn fotografiaba. No era una actuación memorable y Jesse observaba a Finn más que a los músicos. La chica del saxo alto tocaba bastante bien, aunque no con la calidad inquietante que él habían oído antes. Luego Siggy trajo la comida y Jesse dejó de prestar atención a la música por completo.
—¿Te gusta? —preguntó Siggy una vez que hubo servido la carne y las verduras y los pequeños fideos con mantequilla.
Jesse buscó las palabras adecuadas para expresar sus sensaciones. Finalmente se comprometió con: —Nunca pensé que la comida pudiera saber así.
Una sonrisa apareció en el rostro de Siggy.
—¿Quién tocaba el saxo justo antes de que entráramos? —preguntó Matthew, mientras Finn limpiaba con pan los últimos restos de salsa.
—Un tipo nuevo. Entró desde la calle y pidió una oportunidad de tocar. Tiene un soplido muy bueno, ¿no? —Siggy asintió hacia una mesita medio oculta por un grupo de hombres mayores, muy comedores por su aspecto—. Acaba de regresar del callejón. Sus luces son una vista más ácida que mi sauerbraten, por la forma en que humea.
Jesse siguió la dirección de la mirada de Siggy. El muchacho que estaba sentado solo, encorvado sobre el plato, pareció sentir el interés de Jesse. Levantó la cabeza y se miraron a los ojos. Jesse pudo sentir el chorro de veneno cruzar el espacio entre ellos, con una intensidad tan cegadora que se agarró a la mesa para no caerse. Contra todo pronóstico: era Mick.
Cuando regresaron, la casa seguía estaba vacía. Finn recogió su trompeta y la tocó durante media hora. Inquieto por el encuentro con Mick, Jesse se estiró en el sofá y cerró los ojos, escuchando a Finn repasar escalas y algunos ejercicios primero, luego algunos antiguos favoritos relajados y luego un poco de improvisación. Terminó con un par de piezas de blues, tal vez sintiendo el estado de ánimo de Jesse. Sarah había engañado a Jesse, su padre tenía una verdadera relación con el instrumento. Nadie iba a llamar a su puerta con un contrato de grabación, pero él era más que un simple aficionado pasable.
Finn dejó la trompeta a un lado y se sentó al piano. Tocó algunos acordes, luego se interrumpió y le preguntó a Jesse sobre una partida de ajedrez.
—¿Dónde aprendiste a tocar tan bien? —preguntó Jesse.
—¿No te lo ha dicho Sarah? Cursé un par de años de jazz antes de pasarme a las bellas artes.
—¿Noruega?
—No, en Londres. Ahí fue donde conocí a Meg. Bueno ¿qué tal esa partida?
—De acuerdo. Por mí, bien.
Finn sacó blancas y realizaron sus primeros movimientos rápidamente. Pronto quedó claro que, aunque Finn no era un jugador sin experiencia, tendría que trabajar duro para defenderse. No había muchas posibilidades de que diera jaque mate a Jesse. Finn se sintió aliviado de que no estuvieran jugando contrarreloj.
Mientras Finn consideraba sus movimientos, Jesse descubrió que sus pensamientos vagaban, principalmente hacia la noche en el local de Siggy. Había algo que no encajaba. ¿Cómo podía alguien tan tosco y superficial como Mick tocar así el saxo? No tenía sentido. Con una cantidad razonable de práctica siempre era posible alcanzar la competencia, incluso un cierto brillo, pero no el sonido que Jesse había oído. Tocar con tanta pasión y sensibilidad, con tanta complejidad, requería no sólo un gran talento, sino también un conocimiento íntimo de las más oscuras cavernas del yo, un viaje que Jesse había estado seguro de que Mick sería incapaz de realizar.
El compañero de Sarah, Thomas, metió la mano en el cuenco de palomitas de maíz.
—Qué película más aburrida —dijo él.
Sarah apagó la televisión. —Podríamos probar una ronda de charadas.
Thomas resopló y le arrojó una palomita de maíz. Ella le lanzó un beso en respuesta. Jesse frunció el ceño, luego se levantó bruscamente, pescando sus cigarrillos y el Zippo negro que Finn le había dado.
—Me voy a leer —dijo Jesse.
Sarah y Thomas intercambiaron miradas mientras Jesse salía a grandes zancadas de la habitación.
—No hiciste audiciones para los papeles fáciles, ¿verdad? —dijo Thomas—. Y espera hasta que Katy le eche a él un vistazo.
—No es así.
Thomas hizo una de sus famosas cejas. Tenía una cara alargada y fea, picada de viruela, ojos claros y muy separados y un pelo tupido que no era tanto blanco como incoloro; era albino. Pero él tenía una risa maravillosa y cordial, y una forma de burlarse de sí mismo (y de todos los demás) a la que nadie podía resistirse. Y hacía malas imitaciones. Sus caricaturas de políticos y estrellas del pop siempre hacían brotar lágrimas de alegría en los ojos de Sarah, aunque ella ya había visto su rasgo característico (como él lo llamaba) muchas veces. Bailarín brillante, se encaminaba hacia grandes cosas. —Nadie nota cómo se ve en el momento en que sube al escenario —le había dicho Sarah a Jesse antes de que llegara Thomas. Thomas acababa de ganar una enorme beca para una escuela en Nueva York y se marcharía el año que viene—. Hemos sido compañeros desde siempre —había dicho ella—. Lo voy a extrañar muchísimo.
—Escucha, hay algo que quiero decirte ahora que estamos solos —dijo Thomas.
Sarah se sentó recta. Conocía ese tono.
—Se trata de Jesse —continuó Thomas—. He oído cosas.
—¿Qué cosas?
—Que es chiflado total recién liberado de una unidad psiquiátrica de seguridad.
—¡Eso es ridículo! ¿Quién te dijo eso?
—Ben. Aarón. Incluso Justine. Ya sabes cómo se corre la voz.
El rostro de Sarah estaba sonrojado. —Ya hablaré con ellos.
—Las hay peores —Thomas se mordió el labio inferior durante un momento—. Tienes que prometer que no harás ninguna estupidez.
—¡Thomas!
—De acuerdo, de acuerdo. Me encontré con Mick ayer en el Doorstop, me dijo que tu madre tiene a uno de sus delincuentes sexuales en casa, por una especie de nuevo programa de tratamiento para pervertidos —Dudó, como si las palabras fueran a explotar al ser liberadas—. Y que Jesse lo pilló en el baño y trató de follárselo.
Thomas nunca antes había visto esa expresión en el rostro de Sarah.
Jesse estaba a medio camino de la cocina cuando notó el brillo de la pipa de Finn en el patio.
—Deberías estar en cama con ese resfriado —dijo Finn.
—Solo estoy preparando una taza de té.
Finn apuntó su pipa al cielo. —Es extraño cómo funciona la memoria —dijo—. Cuando Peter era muy pequeño, solía contar las estrellas. Se inventó su propio número. Pero por mucho que lo intento, no recuerdo la palabra.
—Cuacabatrillón —murmuró Jesse antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo.
Hubo un largo silencio.
—Dilo otra vez —Finn habló con una voz que Jesse no había oído de él antes; lenta, cuidadosa y sin inflexiones; la voz de una campana rota, de un padre abriéndole la puerta a un policía a las tres de la madrugada.
Jesse se mordió el labio y maldijo su lengua traicionera. —Es una común...
—Prueba eso con la policía o un maestro o un trabajador social, si es necesario, pero conmigo no. No entre nosotros.
Jesse suspiró y hundió las manos en los bolsillos, encontrando la peoza de Peter. ¿Qué podría decirle a Finn? ¿Que no tenía idea de dónde había venido la palabra? ¿Que había caído en su mente así ruido ni gemido?
—Lo supe sin más —dijo Jesse—. No sé cómo.
Un músculo en la mejilla de Finn se tensó, incluso en la oscuridad el movimiento fue visible.
—¿Quién eres? —susurró Finn. Sonó como si estuviera respirando a través de una herida de puñal en el pecho.
Jesse hizo rodar la peonza entre los dedos. ¿Quién soy?, pensó con amargura. Hasta Finn necesitaba preguntarlo.
Pregunta de opción múltiple para Finn. ¿Quién es Jesse? (a) un saco de recuerdos; (b) un código genético; (c) una bolsita de cuero llena de piezas pronto desechadas (algunas fungibles); (d) una idea ocasional; (e) una computadora basada en carbono; (f) un juego de cuerdas vibrantes; (g) un asesino; (h) una ficción; (i) un jodido monstruo... Elija una o más de las anteriores. O todas. O ninguna.
Pero no olvides los sentimientos.
A la mañana siguiente, Mick abrió la puerta vestido únicamente con pantalones cortos. Su piel estaba muy bronceada y, a su pesar, Sarah no pudo evitar seguir el peregrinaje dorado hasta la cintura de sus vaqueros. Él notó la dirección de su mirada y sonrió.
—Sarah. ¡Qué sorpresa! —dijo arrastrando las palabras—. ¿Qué te trae a esta hora?
Sarah ignoró su tono, decidida a no perder los estribos antes de empezar. —¿Puedo pasar?
—¿Si puedes? Permíteme considerarlo. El mayordomo tiene el día libre, pero la criada ha terminado abajo. Y creo que el cocinero ya ha preparado una comida ligera. Así que, a menos que requieras una comida de cinco platos, puedo ofrecerte la hospitalidad de mi humilde morada —Hizo una reverencia digna de una audiencia real, con un acento perfecto.
Si no estuviera tan enojada, se habría reído. Había olvidado por qué había salido con él por primera vez; aunque Mick estaba de mal humor desde que Dan se había ido, podía ser divertido y muy encantador cuando quería. Y tocaba el saxo como un demonio.
Él le tomó la mano y la besó, sosteniéndola un poco más tiempo del normal. Sarah retiró la mano bruscamente, la broma había ido demasiado lejos. Ella pasó junto a él y entró en el vestíbulo. Las paredes estaban pintadas, de manera bastante sorprendente, de un azul intenso y suntuoso que contrastaba con el roble pulido del suelo y la barandilla. La colección de antigua porcelana danesa de su madre estaba montada a lo largo de la pared derecha. Una vez más, Sarah quedó impresionada por el sutil buen gusto que reflejaba la decoración. La pintoresca personalidad de Mick parecía fuera de lugar aquí. Sarah nunca había conocido a sus padres, y aunque él y su hermano eran idénticos en apariencia, Dan siempre había sido más tranquilo, más reservado; oscuro, había dicho Thomas incluso antes de lo de las drogas. —Algo anda mal, es demasiado reservado. Y creo que manipula a Mick. Incluso para ser gemelos, esa es una relación extraña.
Mick se cruzó de brazos y apoyó un hombro en la jamba de la puerta de la sala de estar, mirándola sin hablar.
—¿Podemos sentarnos? —preguntó ella—. Hay algo importante de lo que necesito hablarte.
La piel alrededor de los ojos de Mick se tensó ante la rigidez de su voz al hablar.
—Importante —repitió él—. Sí, de acuerdo. Tal vez será mejor que subamos donde no nos escuchen —añadió ante su ceño fruncido—, tenemos una ama de llaves, una ama de llaves muy cotilla, ¿sabes? A quién le gusta espiarme e informar a mis padres.
Sarah lo siguió con reluctancia escaleras arriba. Mick no sólo tenía un dormitorio como la mayoría de los chicos de su edad. Sus padres habían convertido todo el piso superior (no un loft, tampoco) en una suite privada para sus hijos, con sala de estar y baño privado. Mick tenía su propio estudio donde guardaba su piano y saxofones; no solo uno, por supuesto, sino toda una colección, uno de los cuales, según afirmaba, había sido utilizado por John Coltrane. Incluso había una pequeña sala de ejercicios, equipada con una variedad de aparatos de musculación. Sarah había probado la cinta de correr la última vez que había estado allí, antes de que ambos hicieran el bobo en el jacuzzi. Y su centro de entretenimiento habría sido la envidia de cualquier estrella del pop. El dormitorio de Dan, sin embargo, estaba prohibido.
Sarah quedó consternada al hallar a un extraño descansando en calzoncillos en el sofá de cuero negro. Estaba mirando televisión y fumando. Ella miró con más atención y olfateó. No era tabaco.
El tipo era unos años mayor que Mick, tal vez incluso tenía poco más de veinte años. Era tan rubio y guapo como Mick, aunque de forma más acabada. Los mechones de su cabello se pavoneaban sobre su frente. Cuando Mick y Sarah entraron en la habitación, el chico apagó el televisor y se levantó, ajeno a su estado de casi desnudez... no, para nada ajeno, notó Sarah. Él no le quitó los ojos de encima cuando los presentaron. Los ojos verdes de Gavin eran del color del pan mohoso y vagamente inyectados en sangre.
—Sarah es una antigua llama —dijo Mick.
—Una antigua llama —dijo Gavin. Curvó húmedamente la lengua al pronunciar como un beso francés la anticuada expresión. Definitivamente, algo malo le pasaba en los ojos.
—Es una bailarina fantástica —dijo Mick—. Es un verdadero placer salir a la disco con ella.
Por la forma en que Gavin miró a Mick, Sarah se percató de que había un mensaje oculto en las palabras de Mick, pero no tenía idea de cuál podría ser. Estaba empezando a arrepentirse de su impulso. Ver a Mick en su terreno le recordó lo que más le desagradaba de él. Un chico de oro que nunca pensaba en nadie más que en sí mismo. No era alguien con quien pudieras razonar. Ella se giró hacia Mick.
—No sabía que tenías otra visita. Me marcharé.
—Pensé que querías hablar conmigo.
—A solas. Es un asunto privado.
—Gavin es un buen amigo. El mejor, de hecho. No hay nada que no puedas decir delante de él. O revelar —Se rascó el ombligo perezosamente—. En realidad, tres son un grupo bastante cómodo.
Dios, en serio se creía que estaba siendo inteligente.
—No importa, Mick, te esperaré en el dormitorio. Llámame cuando estés listo —Gavin le dedicó a Sarah una breve sonrisa, luego se echó el pelo hacia atrás ostentosamente. Le dirigió a Mick una mirada larga e intensa, una mirada que elevó la temperatura en la ya excesivamente cálida habitación. Con un porro y un cenicero en la mano, entró en el dormitorio y cerró la puerta detrás de él.
—Vamos, Sarah, siéntate. Te traeré una coca cola.
Mick salió antes de que Sarah tuviera la oportunidad de negarse. El aire era sofocante. Ella pensó en abrir una de las ventanas, pero decidió no molestarse. Se bebería la coca-cols y se marcharía. Quizás a Thomas se le ocurriera otra forma de tratar con Mick.
—Bueno, dime, ¿cuál es el problema? —preguntó Mick, entregándole un vaso. Se sentó a su lado, muy junto. Ella podía oler su masculinidad, perturbadora, familiar.
Sarah tomó un sorbo de su coca, sedienta y contenta de poder ganar algo de tiempo. Los cubitos de hielo tintineaban como granizo sobre un techo de cristal. Mick encendió un cigarrillo y la miró a través del humo, con una mirada consciente. Sarah se sonrojó levemente y se movió incómoda un poco en el sofá. La falda era bastante corta y se le pegaban los muslos al cuero. Mick se acercó aún más, presionando el cuerpo contra el de ella. Sarah empezó a sentir perlas de sudor acumulándose en el labio superior, bajo los brazos, entre los pechos. Mick estaba tan cerca que le resultaba difícil respirar y pensar. Anhelaba cerrar los ojos. Tenía el corazón exprimido entre las costillas. Necesitaba un poco de aire. ¿Por qué Jesse había...? . .
De pronto se percató de lo que estaba pasando. No, otra vez no. No con él, con Mick. Intentó apartarse más hacia la esquina, pero no había ningún lugar adonde ir. Mick le puso una mano en la pierna, justo debajo del dobladillo de la falda. Ella saltó y derramó un poco de coca. Dejó el vaso sobre la mesa.
—No —dijo ella—. Por favor.
Mick dio otra calada a su cigarrillo y lo dejó en el borde de la mesa. Él sonrió lánguidamente pero no retiró la mano.
—¿Por qué no? —preguntó Mick—.Antes te gustaba.
Sarah negó con la cabeza y le empujó la mano.
—Oh, venga, Sarah. No es gran cosa.
—He dicho que no, y lo digo en serio.
Ella intentó levantarse. Mick la empujó contra los cojines con un movimiento casual de muñeca. Se inclinó hacia ella, dispuesto a besarla.
—No quieres decir no, en realidad. Tú relájate y disfruta.
Un pequeño rincón de su mente no podía creer que él hubiera dicho eso de verdad. ¿Cómo podía ella querer reírse cuando tenía esa mano subiéndole por el muslo?
—Por favor, Mick —dijo ella—. Ahora no. Mi periodo.
Mick vaciló, luego recogió el cigarrillo, le dio una calada y exhaló un anillo de humo. Lo estudió hasta que se disipó. Luego sonrió.
—Me gustan los deportes sangrientos.
Ella buscó desesperadamente una excusa, algo, cualquier cosa que lo desanimara. —Tu amigo. Está en la habitación de al lado.
—¿Gavín? No te preocupes por él. A él no le importará —Una risita.
—Pero yo pensé...
Mick retrocedió una fracción. —¿Pensaste qué?
—Que tú y él... Quiero decir, por la forma en que te miró... Pensé que... —Su voz se apagó, algún instinto le advirtió que estaba cometiendo un error; que, de hecho, ya lo había cometido.
Mick entornó los ojos y sus pupilas se redujeron a agujas. Apagó lentamente el cigarrillo en el cenicero.
—¿Qué pensaste exactamente? —Su voz fue suave, peligrosa, el siseo de una víbora.
—Nada —dijo ella lo más neutralmente posible.
—Cuéntame.
Él se inclinó hacia adelante y, al mismo tiempo, volvió a subirle la mano por debajo de la falda.
—No.
—¿No, qué? ¿No que no te toque aquí —deslizó la mano hasta las bragas— o no que no me vas a decir lo que estabas pensando? —Su sonrisa de repente se volvió amistosa, burlona. Como si simplemente estuviera bromeando.
Sarah tragó. Tal vez él se rendiría si ella le diera lo que quería oír. —Pensé que los dos podríais ser más que simples amigos. Lo siento si lo entendí mal.
—¿Mal? —musitó él, como si estuviera en un salón de clases y acabara de ser corregido por el maestro. Quitó la mano y la miró fijamente.
—Lo siento —repitió ella sintiendo una inmensa sensación de alivio—. Tampoco es que importe. Ya nadie necesita ocultar que es gay. O bi.
—Gay, ¿has dicho? —Él seguía mirándose la mano.
—Mira, Mick, lo entendí mal. A Dan no parecía importarle si...
Él se abalanzó tan rápido que le quitó el aliento de los pulmones. En un instante estaba encima de ella.
—Gay —espetó él—. Te enseñaré lo gay que soy.
Él le puso una mano en el pecho izquierdo y la otra en el cuello. La besó con fuerza y le hizo un corte en los labios con los dientes. Ella notó la erección. Podía olerlr el sudor bajo la almizclada colonia que usaba. A Sarha le latía fuerte el corazón. Logró girar la cabeza hacia un lado. Creyó que iba a tener arcada. Luego creyó que iba a asfixiarse. Parecía que no podía respirar. Él le inclinó el cuello hacia atrás y le acercó la boca al cuello. Respirando entrecortadamente, ella notó el sabor de sangre en la boca.
—No —gruñó ella.
—Sabes que sí quieres.
—¡No!
—Nadie me dice que no —dijo él, inclinándose hacia atrás lo justo para mirarla a la cara, pero sin más. Con ojos brillantes y sonrisa fría; su entrepierna, implacable.
—¡No! ¡No!
De pronto todo se salió de control. Mick ya no sonreía. Le escupía palabras como coño y perra. La abofeteó. Ella le clavó los dedos. Él le apresó la muñeca con una mano. Ella se zafó. Él le tiró de la camisa y la rasgó. Ella luchó contra él. Él le metió la mano debajo de la falda y enganchó el fino algodón con los dedos. Ella no le iba a permitir hacer ésto. Él era fuerte, muy fuerte. ¿Por qué había llevado falda? Ella se retorció, lo golpeó y le mordió en el hombro. Él gruñó de dolor, le agarró un mechón del pelo y tiró con fuerza hacia un lado. Ella exhaló, y le brotaron lágrimas de los ojos. Estaba empezando a jadear. En pánico.
Se abrió la puerta del dormitorio. —Ey —exclamó Gavin. Mick relajó su agarre sobre Sarah. Siguió la mirada de ella. Durante un momento ella pensó que Gavin vendría en su ayuda. Luego vio que se había desnudado por completo. Mick se quedó mirando, luego desvió la mirada y volvió a mirarla. Parecía tener problemas para controlar el rostro.
—Hombre, tienes una erección tremenda —dijo él
—Estáis haciendo un montón de ruido —dijo Gavin. Se acercó y cerró la puerta con cerrojo, tomó el control remoto y volvió a encender el televisor. Una música fuerte llenó la habitación—. Llevemos al coño al dormitorio.
Sarah retrocedió sobre los cojines y cerró los ojos. No podía creer que esto estuviera sucediendo. Retazos de consejos pasaron por su cabeza. No te metas en situaciones peligrosas. Di no. Patéale en las pelotas. Grita. Defiéndete siempre. Di no. No. Dios, no.
Medio la arrastraron, medio la llevaron al dormitorio y la arrojaron sobre la alfombra blanca. Gavin le dio un golpe con el pie.
—Levanta —dijo Gavin—. Desnúdate.
Ella negó con la cabeza, sabiendo que era inútil. El le dio otra patada mientras Mick se quitaba los vaqueros.
—En la cara no —dijo Mick.
Y de nuevo, otra patada en la parte baja de la espalda. Gavin le arrancó la ropa mientras Mick miraba, respirando fuert.. Se pasó la mano por la cara y retrocedió un paso, mirando un letrero en la pared (una foto de Dan y él en una playa, abrazados, bronceados por el sol, riendo) y luego volvió a mirarla. En alguna parte de sí misma, la parte que no estaba paralizada por el terror, de pronto comprendió la expresión "el tiempo se congeló". Porque así fue. Nadie se movía. Nadie hablaba. Incluso la música parecía haber retrocedido a un lugar distante y fantasmal. Era como si los tres estuvieran juntos sobre el punto de apoyo de un balancín invisible. ¿Hacia qué lado descendería? Sarah creyó ver algo parpadear en los ojos de Mick, algo de calidez, pero en ese momento Gavin gruñó y se abalanzó. Agarró un cinturón de cuero que había sobre la cama y la golpeó en el vientre. Una niebla roja en ella le floreció detrás de los ojos, nublando su visión.
Jesse, pensó ella. Jesse.
Ella debía de haber hablado en voz alta.
—¿Jesse? —se burló Mick. Cualquier compasión que pudiera haber sentido se desvaneció—. ¿Ese jodido pervertido? Tondi me lo contó todo sobre él. No obtendrás nada de él. No le gustan las chicas.
Gavin la golpeó en el pecho con el puño. Ella gritó. Él le tapó la boca con una mano. —Cállate —gruñó Gavin. La música golpeaba contra ella en enormes olas, amenazando con ahogarla.
—Dijo que éramos gays —dijo Mick.
—¿Nosotros? ¿Gays?
Se rieron juntos.
—A ella le gustan gays. Genial. Pues empecemos por gays —Mick hizo una reverencia, moviendo el brazo hacia Gavin en un gesto de exagerada deferencia—. Adelante. Muéstrale lo gay que se puede ser.
Gavin la puso boca abajo. Sarah dejó que la música la llevara. Ésta se convirtió en un aullido y luego en un salvaje rugido. Jesse, se oyó ella llorar de nuevo mientras la luz cedía; mientras daba paso al negro de las profundidades marinas.
... y una dragoncita alada se enrosca en una bola cuando un pie desciende y la patea y los gritos de ella le atraviesan a él la cabeza hasta dejarlo en un revoltijo de miembros y gruñidos mientras, al despertar, se dice a sí mismo que es una pesadilla de música fuerte y cuerpos resbaladizos que danzan y se retuercen con el caliente olor del sudor manando, chillando, hacia las llamas, y esos gritos, siempre los gritos, despiertan antes de morir, esta vez despierta, despierta, des...
Jesse jadeó y abrió los ojos de golpe.
—No lo hagas —dijo él, con la voz entrecortada y descascarada.
Yació quieto mientras las imágenes de su sueño soltaban su agarre estrangulador. Él había estado sudando mucho, podía sentir que la sábana se le pegaba a la piel. Luego se estremeció y contuvo la respiración... era más que sudor lo que él olía.
Jesse encontró a Finn en la mesa de la cocina con una taza de café, un diccionario, hojas de papel garabateadas y un montón de bolígrafos a mano, y su computadora portátil abierta frente a él. Levantó la vista cuando Jesse entró en la habitación.
—Estás despierto —dijo Finn—. ¿Cómo está el resfriado? ¿Aún sientes fiebre?
—¿Dónde está Sarah?
—Ha ido a una exposición en la ciudad —dijo Finn, desconcertado por la brusquedad de los modales de Jesse.
—Llama a su móvil.
Finn lo miró fijamente.
—¡Ahora!
La urgencia de Jesse estaba empezando a afectar a Finn. Se levantó, pilló el teléfono de la encimera y pulsó un par de teclas. Escuchó durante un momento.
—Está sonando —dijo Finn. Luego frunció el ceño—. Ha contestado, pero cayó la línea.
—Prueba otra vez —dijo Jesse.
Finn pulsó remarcar y lo dejó sonar durante un momento. —No disponible.
Se miraron el uno al otro.
—Dime de qué va esto —dijo Finn.
Jesse se llevó una mano a la cabeza. De pronto necesitó sentarse rápidamente. Sacó una silla, se hundió en ella y apoyó la cabeza en la mesa. Finn se acercó a su lado y le puso una mano en el hombro.
—¿Qué te pasa, Jesse? ¿Mareado?
—Sarah está en problemas. ¿Qué vamos a hacer? —murmuró Jesse.
—¿Cómo lo sabes?
Jesse levantó la cabeza. Finn se sorprendió al ver la expresión del rostro de Jesse. Había visto ese tipo de desesperación antes, en demasiados lugares. En el espejo.
—Mientras yo dormía... —Jesse se trabó, incapaz de formular una explicación coherente. Hizo una mueca como si Thor estuviera practicando con el martillo en su cráneo—. No sé cómo lo sé. Lo sé sin más —terminó sin convicción. Ese se estaba convirtiendo en un estribillo familiar.
—Voy a llamar a Meg.
—Meg. Sí, llama a Meg. No había pensado en eso. Ella sabrá si le ha pasado algo a Sarah, ¿no?
Finn vaciló. La fe de Jesse en las habilidades de Meg, aunque conmovedora, era muy imprecisa. Una mente como la de Meg no se podía encender y apagar como una bombilla.
—No siempre funciona así, ¿sabes? —dijo Finn.
Algo de color había regresado al rostro de Jesse. —Deja de perder el tiempo. ¡Llámala!
Para su sorpresa, Finn contactó con Meg de inmediato. Ella escuchó y luego pidió hablar con Jesse. La conversación fue muy unilateral y Jesse respondió principalmente con monosílabos.
Mientras tanto, Finn usó su propio móvil para volver a intentarlo con Sarah. Se sentiría mucho mejor si sabía que ella estaba bien de verdad. Lo cual no sólo era innecesario, sino claramente obsesivo, ¿no? Se recordó a sí mismo que la ansiedad era contagiosa. Sarah simplemente había apagado el móvil. Lo había hecho mil veces durante una reunión o durante un rodaje.
Jesse había sabido lo del cuacabatrillón.
—Meg quiere hablar contigo —dijo Jesse.
Le entregó el teléfono a Finn. Jesse había controlado el rostro, pero no los ojos. Finn pensó que Jesse nunca sería capaz de enmascarar la profundidad del sentimiento que sentía allí.
—¿Finn? —La voz de Meg irrumpió en sus pensamientos—. Dale a Jesse dos nurofen y ocúpate de que vuelva a la cama. Estaré en casa en cuanto pueda escaparme.
—No pasa nada, ¿verdad? —Finn se sintió obligado a preguntar, a pesar de que Jesse no había salido de la habitación, de hecho lo estaba mirando desde la ventana a la que se había retirado, entrecerrando los ojos como si la luz le estuviera quemando el nervio óptico.
—Hablaremos de eso cuando llegue.
La mano de Finn apretó el teléfono. Meg hablaba con bastante tranquilidad, pero él la conocía muy bien y reconoció lo que a él le gustaba llamar su voz de psiquiatra. Ella siempre sonreía cuando él se burlaba de ella por eso. Tanto él como Sarah odiaban que ella la usara con ellos.
—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que no me estás contando? —dijo Finn.
—Finn, no hay nada que podamos hacer por el momento.
Ahora el primer indicio de miedo real. —Meg, no me hagas ésto. Dime lo que está pasando.
—No sé lo que está pasando —dijo Meg.
Fue entonces cuando Finn supo que Jesse podría tener razón acerca de Sarah. —¿Donde está ella? —bramó Finn al teléfono.
—Perder los estribos no ayudará a nadie.
—¡No me vengas con esa maldita frase!
—Finn, escúchame. Puede que no sea nada en absoluto, sólo fiebre y pesadillas. Jesse necesita que mantengas la calma. Mételo en la cama hasta que yo vuelva a casa. Intentaré arreglar que David se haga cargo un poco antes.
Finn cerró los ojos, respiró hondo unas cuantas veces y logró controlar su miedo (y su ira). —Está bien, te escucho. ¿Sabes tú...?
—Mira, tengo que irme. No te preocupes. Lo solucionaremos... —Y luego ella colgó.
Finn dejó el teléfono de golpe. A veces ella lo trataba como a un adolescente, como a uno más de sus hijos. O un paciente. Era intolerable. Con las manos apretadas, caminó hacia el refrigerador, lo abrió de golpe y sacó una botella de limonada. Jesse lo miró sin hablar.
—¿Quieres un poco? —preguntó Finn.
Jesse asintió.
Finn les sirvió un vaso a cada uno. Bebió el suyo de un trago, el frío le dio dolor de dientes y ardor en la garganta al bajar por la garganta. Jesse tomó un sorbo de la suyspa despacio, como si le doliera tragar. Cuando Finn terminó su segundo vaso, su temperamento se había calmado. Se acercó a la ventana y miró afuera, mordiéndose el labio. A pesar de todos sus dones, Meg no había podido ayudar a localizar a Peter, ¿verdad?
—Será mejor que te acuestes. Te traeré tus pastillas —dijo Finn.
Después de poner su vaso en el lavavajillas, Finn se acercó a la mesa y guardó los cambios que había hecho en la computadora mientras Jesse dormía. Finn, que no estaba de humor para trabajar en la maldita traducción, deseó no haber aceptado hacerlo, incluso como un favor para su hermano.
—Culpas a Meg, ¿no? ¿Por la muerte de Peter? —preguntó Jesse.
Con cara salvaje por un instante, Finn se volvió hacia Jesse. Luego, con la expresión suavizándose como cera demasiado cerca de una llama, Finn le dio la espalda. Después de una duda, Jesse se acercó y le tocó tentativamente el brazo a Finn.
—Tú mismo me dijiste que no funciona así —dijo Jesse—. Meg no es una adivina.
—Ésto no tiene nada que ver con la lectura de la palma de la mano y las cartas del tarot y toda esa tontería —dijo Finn.
—Entonces dime por qué estás tan enojado con ella.
—No puedo hablar de eso.
—¿No puedes? ¿O no quieres? —Jesse hizo una pausa y luego añadió—. Yo sólo soy un niño, ¿no? Un niño callejero jodido de la cabeza que no tiene por qué preguntar. Y quién no podría entenderlo de todos modos.
—Cojones. Ya me has oído. No quiero hablar de ello. Así que, cierra el pico.
Jesse hizo un ruido a medio camino entre un sollozo y un gruñido. —Y si le pasa algo a Sarah, ¿a quién culparás entonces?
Finn lo golpeó en la cara.
Acurrucado en la cama, Jesse se encontró a punto de temblar. La mejilla ya no le dolía, sólo el recuerdo de la bofetada. Recogió la peonza y la frotó entre los dedos hasta que el calor empezó a elevarse desde la madera. El resto de él sentía frío. Le había fallado a Sarah. Y había alienado a Finn con estúpidas burlas. Jesse apoyó la peonza en la mejilla. Por primera vez en años, había encontrado gente decente, gente a la que podía respetar. ¿Y qué hacía? Merecía la bofetada.
No sirve de nada, pensó Jesse. Liam tenía razón. Mal tenía razón. Incluso yo tenía razón. No puedo vivir con ellos... con nadie. Fue una estupidez intentarlo. Es mejor estar solo que terminar como Mal y como Angie.
Quien está solo ahora, permanecerá solo... vagará inquieto por las calles. . .
Una leve llamada y la puerta se abrió. Finn estaba en el umbral, con el rostro sombrío.
—¿Puedo pasar? —preguntó Finn.
—Haz lo que quieras —dijo Jesse, encogiéndose de hombros. Después de una mirada rápida, se negó a mirar a Finn a los ojos.
Finn cruzó la habitación y se sentó en la cama de Jesse, con cuidado de dejar espacio entre ellos. Inclinándose hacia delante, apoyó los antebrazos sobre las rodillas para que el michelín rodara cómodamente sobre la cintura. Hubo un largo silencio, interumpido sólo por el leve resoplido de la respiración de Nubi.
—Lo siento —dijo finalmente Finn—. No sé qué me pasó. Hace años que no le pego a nadie —Soltó un pequeño bufido de risa—. Bueno, no, eso no es del todo cierto. El año pasado había un tipo desagradable en Santiago... Nunca le des un puñetazo a un policía en Chile.
—Me estás tomando el pelo.
—No. Pasé un par de noches en la cárcel defendiéndome de las cucarachas, de la variedad de dos patas. Incluso tengo los documentos de autorización escondidos en algún lugar para demostrarlo.
—¿Ha vuelto Sarah? —preguntó Jesse, aunque sabía que la pregunta era inútil.
—Aún no.
—¿Has vuelto a probar con su móvil?
—Tres veces. También le envié un mensaje de texto —Finn miró a Jesse—. Recibí una respuesta: volveré pronto.
—Cualquiera podría haberla enviado.
—Entonces ¿todavía crees que pasa algo?
—Sí.
Finn se miró las manos. Su alianza de bodas era una simple banda de oro que se había vuelto un poco ajustada en los últimos años. La deslizó hacia adelante y hacia atrás unas cuantas veces. No estaba siendo del todo honesto con Jesse. Por supuesto, sabía por qué lo había golpeado, del mismo modo que entendía los sentimientos de impotencia y frustración de Jesse. Nadie recordaba mejor que el propio Finn cómo se había enojado con todo el mundo en los meses posteriores a la partida de Peter. Había sido un alboroto durante un tiempo con Meg. A veces deseaba que hubiera azotes públicos por los errores cometidos en la vida: por las personas a las que lastimabas, por los niños a los que dañabas.
—El miedo trastorna más rápido que la peor adicción —dijo Finn en voz baja.
Jesse se sentía incluso más avergonzado que Finn por el arrebato. —No debería haberte dicho eso.
—Pero tenías razón. Es más cómodo culpar a otro que a ti mismo —Finn enderezó los hombros y le frunció el ceño a Jesse con fingida severidad—. Y no te atrevas a decirme que lo hacemos todos.
—Nunca se me pasaría por la cabeza decir algo tan banal.
Finn sonrió. —Touché.
Jesse se pasó las manos por el pelo. —Meg me dijo que había estado oliendo almendras quemadas todo el día. ¿Tiene eso sentido para ti?
—Meg normalmente no habla mucho de lo que ve, pero hay ciertos motivos que parecen recurrentes. Olores, colores o sonidos, cualquier cosa en realidad. Supongo que en un poema los llamarías símbolos. Pero Meg dice que son la forma que tiene la mente de procesar, de conceptualizar lo insondable. Al parecer no aprendemos a crear símbolos. Es una capacidad innata, una función biológica, evolucionada desde Dios sabe cuándo —Le brillaron los ojos—. Tal vez algo así como las células divinas del cerebro de las que los neurocientíficos están empezando a hablar.
—Aún no me has hablado de las almendras quemadas.
Finn empezó a jugar con su anillo otra vez. Le tomó mucho tiempo responder. —Meg olía mucho a almendras quemadas después de que Peter desapareció.
—Yo estoy asustado —susurró Jesse. ¿Había admitido eso alguna vez ante alguien? No podía recordarlo.
Eso fue un regalo efímero, frágil y traslúcido como una pompa de jabón, y Finn lo sostuvo entre las manos con sorprendente delicadeza.
—Yo también, Jesse.
El salvapantallas estaba activado: una de esas escaleras imposibles de Escher, subiendo y bajando en un perpetuo enigma, lo que normalmente divertía a Jesse, pero que ahora lo irritaba. Puldó una tecla, esperando ver aparecer su escritorio. En cambio, la imagen permaneció en su lugar. Jesse maldijo, pensando que la computadora se había congelado otra vez. Luego un parpadeo bajo el campanario llamó su atención. Un monje tiraba de la cuerda de la campana de modo que una gran peonza azul se balanceaba lentamente de un lado a otro, la única mancha de color en todo el cuadro.
Jesse cerró de golpe la tapa de la computadora portátil. Maldiciéndose aún más, buscó la peonza entre los libros y cachivaches de la mesilla de noche. No estaba allí.
Jesse se sentó con la cabeza entre las manos. No estoy loco, se dijo. Sabía que debía olvidarse de la peonza, pero en lugar de eso buscó por la cama con cuidado, levantando la almohada y sacudiendo el edredón, luego se arrodilló y miró debajo del marco. El esfuerzo intensificó su dolor de cabeza. Cuando cerró los ojos, un patrón de chispas rojas y naranjas se disparó detrás de sus párpados.
—Al diablo con esto —murmuró—. ¿Quién necesita una peonza de todos modos?
Lo asaltó un fuerte olor a lavanda. Se le encongió el estómago, acompañado por una renovada sensación de urgencia. Cuando se puso de pie, sus ojos se posaron en la almohada. La peonza azul estaba a la vista, con un pequeño trozo de cuerda colgando del asa.
El suelo del dormitorio de Mick. Mick y Gavin fumando en la habitación de al lado. La música sigue siendo audible pero ya no resuena. Mick le había dicho que podía bañarse. Había abierto el gran armario con una sonrisa: —Coge prestado lo que quieras, como si no pasara nada.
Soñolienta, Sarah se adentraba en un paisaje nevado donde se acurrucaba bajo las ramas de un alto pino que la protegía de los pesados copos, que la cegaban cada vez que se aventuraba a escapar. Era mejor quedarse: el frío había dejado de ser doloroso. De hecho, lentamente, un delicioso letargo comenzaba a invadir su mente. Aquí podría dormir. Aquí ella podría soñar.
Pero su cuerpo tenía su propia urgencia y finalmente la despertó. En cámara lenta, ella se incorporó. Se lamió los labios, que estaban cubiertos de sangre seca. Le dolía respirar y moverse, pero Sarah sabía que necesitaba salir de allí antes de poder empezar a pensar en lo que había sucedido. Se abrazó las costillas durante mucho tiempo, temblando e incapaz de moverse. Parecía haber un obstáculo entre su cerebro y sus músculos. Cada vez que se decía a sí misma que debía levantarse, sus piernas entumecidas no obedecían. Sólo después de masajearlas bruscamente disminuía el hormigueo, y confió en sí misma para ponerse de pie. Se apoyó en las risas de la habitación de al lado como una muleta. Vuelve a casa, se dijo una y otra vez.
Por mucho que la perspectiva de usar las cosas de Mick la repugnara, difícilmente podía salir con lo que quedaba de su propia ropa. Sabía que debía ir directamente a la policía sin lavarse. Un examen, pruebas. «Deberían detenerlos», le dijo una voz en su cabeza. Pero era pequeña y débil y venía desde una gran distancia. Como si la ley alguna vez significara algo para gente como Mick. Sus padres tenían mucho dinero.
¿Cómo iba a decirle a alguien lo que le habían hecho?
No pienses en ello. Piensa en ir al baño, en limpiarte, vestirte de alguna manera, bajar las escaleras y luego salir por la puerta principal. Paso a paso. Pero no había manera de que pudiera llegar a casa en autobús, ni siquiera hasta la parada de autobús. Tenía su móvil, si no lo hubieran destrozado. Negó con la cabeza, tratando de despejar la mente del susurro del viento, de una espesa capa de nieve y de un solo mirlo. Tenía tanto frío otra vez.
Durante un momento consideró llamar a Finn, pero luego descartó la idea. La rabia de su padre sería colosal e incalculable. A veces se preguntaba si su padre era capaz de asesinar (aquellas peleas con Peter, los meses posteriores. Si Finn supiera alguna vez lo que ella había hecho...) ¿Era éste finalmente su castigo? Ella confiaba en que al ayudar a Jesse...
Jesse. Oh, Dios, Jesse...
Sarah cerró los ojos y se llevó un puño a la boca, con fuerza contra los dientes, pero no pudo contener el grito entrecortado mientras ellos embestían y embestían de nuevo, partiendo su vida, su autorrespeto, su alma. Ahora la sangre corría roja, caliente y espesa por sus venas, y hacía retroceder la nieve. Su mente chilló: mátalos, mátalos, mátalos, mátalos, mátalos.
No hubo ningún relámpago. Ningún ángel vengador. Ningún terremoto que les hendiera a los dos el suelo bajo los pies.
Sarah pudo oír más risas en la habitación de al lado.
No importa cuán abiertos fueran sus padres, cuán comprensivos, no había manera de que ella pudiera contarle ésto a su padre. Ni siquiera enviando una carta desde otro continente.
Y, sobre todo, no podía soportar que Jesse lo supiera.
Una vez, después de horas y horas de esfuerzo, no había podido realizar una secuencia de ballet muy difícil y rompió a llorar. Su profesora le había recordado las famosas palabras de Agnes de Mille: nunca se vuelve más fácil bailar; se vuelve posible.
Sarah finalmente había dominado los pasos; y de alguna manera encontraría una manera de ocultarle a Jesse lo que ellos habían hecho.
Lentamente se arrastró hasta el baño y se miró en el espejo. Había menos moretones de los que esperaba y ninguno encima de los senos. El rostro que la miraba extrañamente no había cambiado, lo que la sorprendió. Había esperado ver una profunda diferencia. ¿No era el rostro un reflejo de su esencia? ¿De ella misma? ¿O era más una ilusión que todo lo demás en lo que siempre había creído? Pensó en la peculiar boca de Jesse, en sus ojos misteriosos y expresivos. En si ella no podía leer su rostro... ¿Le habían quitado eso también?
Se quedó mirando su imagen hasta que la necesidad de orinar se volvió abrumadora. Con el asiento levantado, el inodoro se abrió ante ella como una boca fría y voraz, y ella lo cerró de golpe. Había una cabina de ducha y una bañera; la ducha serviría. Dejó correr el agua caliente y, mientras tanto, se enjuagó la boca en el lavabo, luego bebió y bebió del frío grifo hasta que no pudo aguantar más. Con cuidado se metió bajo el rocío picante, orinó y dejó que el agua hirviendo golpeara su piel hasta que se puso roja. Apoyó la cabeza contra los antisépticos azulejos blancos mientras se duchaba. El gel de ducha olía a masculino y ella no lo tocaba. Jesse, pensó, aunque no lloró.
Había terminado de vestirse cuando Mick entró en el dormitorio. Ella lo miró sin hablar.
—¿Llamo a un taxi? —preguntó él como si acabaran de salir a cenar y al teatro.
Le hubiera gustado negarse, pero no había otras opciones viables.
—Fue bastante emocionante, ¿no? —preguntó él.
Ella lo miró fijamente.
Él hizo que ella retrocediera contra la pared, pero sin llegar a tocarla. Ella olía la colonia, la marihuana en el aliento de Mick. Esos olores harían que se le revolviera el estómago incluso años después. Con una sonrisa encantadora, él la miró. A ella le latía el corazón con fuerza. Se concentró en mantener su respiración lo más estable posible, agradecida por su formación de bailarina. Por un momento, pensó que nunca más volvería a ponerse nerviosa ante una simple actuación. Ella le devolvió la mirada, temiendo que él se aprovechara de cualquier señal de debilidad. Pero ya fuese que reaccionara a sus sentimientos o simplemente fuera indiferente a ellos, él le levantó la barbilla con un dedo y la besó. Como ella no respondió, él le puso una mano en la nuca y con la otra le rodeó el cuello y comenzó a apretar. Ella se ahogó y abrió la boca.
—Me encanta tu pelo —dijo él cuando terminó, alisándo un mechón húmedo.
Sarah hizo un sonido ambiguo con la garganta. Afortunadamente Mick no parecía esperar una respuesta; él estaba mirando el cartel por encima de su cabeza con una mirada vidriosa y desenfocada, y se le ocurrió que tal vez ni siquiera se diera cuenta de lo que había dicho. Tenía la sensación de haber entrado en el escenario de un extraño psicodrama. ¿Había olvidado lo que le habían hecho?
Mick salió de su trance. Sin pestañear, bajó la mirada hacia su rostro y ella notó que sus pupilas se habían reducido a oscuros ojos de cerradura en sus iris azul hielo. Un músculo de su mejilla estaba temblando.
—¿Él te ha besado? —preguntó Mick.
Sarah no tenía idea de qué estaba hablando Mick. Es mejor no decir nada que arriesgarse a provocarlo. Estaba a empezaba a temblar de nuevo y temía que, si no se escapaba pronto, no tendría fuerzas para bajar las escaleras y subir a un taxi.
—Te he hecho una pregunta.
—No sé a qué te refieres. A quién te refieres.
—A ese idiota. Jesse. ¿Ha intentado follarte? ¿Besarte?
—No.
Mick sonrió ampliamente con satisfacción, pero sus ojos brillaron con otro mensaje, uno que a ella le resultó difícil de interpretar. Por un momento se preguntó si Mick y Jesse ya se habían conocido antes de que ella los presentara.
Mick fue hacia la puerta. —Le diré al taxista que estarás esperando en la puerta.
Cerró a medias la puerta tras él, luego se detuvo y la abrió de nuevo, como si se le hubiera ocurrido de repente una idea de despedida.
—No sería prudente volver a usar la palabra gay acerca de mí —Su voz fue un carámbano largo y agudo compuesto simplemente de agua, pero capaz de infligir daño mortal.
Ella vomitó en el baño antes de partir.
El viaje a casa se prolongó por el tráfico y Sarah apoyó la cabeza contra la ventanilla lateral del taxi. El sol de la tarde, todavía fuerte, la envolvía en un capullo somnoliento que le recordaba las tardes de ocio en el jardín de su abuela Inge y el olor de una tarta de guindas enfriándose en el alféizar de la ventana para la hora del té. De vez en cuando dormía, luego despertaba sobresaltada, con el corazón acelerado y los sentidos alerta, sólo para descubrir que no habían viajado muy lejos. Y luego volvía a deslizarse dentro de la cápsula de filamentos dorados donde se fusionaban sueño y realidad, y la tarta de cerezas esperaba en su fuente para hornear, cálida, reluciente y fragante, nunca para ser cortada, nunca para ser devorada; y una pesadilla quedaba firme entre las placas (más sólidas que el gres, más frágiles que la porcelana) de tu cráneo.
Sarah se alegró de que el conductor fuera uno de los más silenciosos. Se concentraba en la carretera, dejándola dormir o pensar. La radio sonaba baja; más tarde tuvo la sensación de que era una ópera. Y recordó haber visto un ejemplar de bolsillo de algo difícil, Proust o Fausto, en el asiento delantero. Así que, tal vez un estudiante. Es posible que hubieran intercambiado algunas palabras. Sólo podía recordar que él frunció el ceño con genuina preocupación, no con impaciencia, mientras ella se aferraba a la puerta abierta del taxi durante unos segundos después de bajar al suelo. —¿Necesitas ayuda? —había preguntado él con un acento gentil, alegre y nada desagradable.
Mick había pagado al conductor por adelantado. Sarah avanzó despacio por el camino y entró por la puerta principal. Si llegaba a su habitación antes de que alguien la viera, podría meterse bajo las sábanas, desde donde sería fácil alegar dolor de cabeza o un resfriado.
—¿Meg? —exclamó Finn desde la cocina tan pronto como Sarah cerró la puerta.
—No, Finn. Soy yo —dijo Sarah, obligándose a hablar con naturalidad.
Finn entró en el vestíbulo.
—Estás en casa —dijo con un tono extraño en su voz— ¿Va todo bien?
—Por supuesto.
—¿Cómo fue la exposición?
—¿Exposición?
Finn escudriñó su rostro.
—¿Estás segura de que estás bien? Pareces, no sé, molesta por algo.
—Estoy bien. Hacía calor y había mucha gente, eso es todo. Mucho ruido. Tengo dolor de cabeza. Creo que voy a echarme.
—Hace bastante tiempo que te fuiste.
—Después tomé un café con Jane. Ya sabes cómo es, te pones a charlar.
—¿Por qué no volviste a llamar? Envié mensajes de texto dos o tres veces y llamé al menos el doble.
—¿Ocurre algo malo?
—Nada. Sólo quería saber dónde estabas.
—¿Desde cuándo empiezas a vigilarme? Jane tiene problemas con su novio, no queríamos que nos molestaran, ¿de acuerdo?
Finn se frotó la barba y Sarah notó que él no estaba del todo convencido y trataba de decidir qué había de malo en su historia. Durante un momento pareció como si él fuera a desafiarla, pero luego asintió e incluso logró esbozar una sonrisa vacilante. Está bien, le indicaron sus hombros, desearía que pudieras confiar en mí, pero guárdalo para ti si es necesario.
—Ve a descansar. Está un poco pálida. ¿O quieres comer primero? He hecho un risotto de champiñones y una ensalada.
Ella negó con la cabeza y se dirigió hacia las escaleras. Comenzó a subir, más lento de lo que le hubiera gustado, pero al menos lo bastante rápido como para dar la impresión de que sus piernas no estaban a punto de colapsar.
Finn la llamó. —Tal vez te estés resfriando del resfriado de Jesse. Meg llegará pronto a casa. La enviaré para que te mire.
Sarah suspiró dramáticamente. —Es un dolor de cabeza, no la peste bubónica. Tomaré un par de nurofen y dormiré. Dile a Meg que no me despierte.
En su habitación, Sarah se despojó de la ropa de Mick, la metió en una bolsa de plástico y la escondió en su armario. Después de dudar, abrió una de esas botellitas de vodka de avión (ni siquiera recordaba quién se la había dado) y se la bebió rápidamente, haciendo una mueca ante el sabor. La segunda botella fue más fácil de beber. Luego se duchó de nuevo, pero ya no le quedaban fuerzas para lavarse el pelo. Tendría que esperar hasta la mañana. Como el vodka no había disipado del todo el desagradable sabor que aún persistía, se lavó los dientes. Temblando de nuevo después de la ducha, se puso el pijama más abrigado que pudo encontrar, recogió su colcha y dos mantas de lana extra del estante superior de su armario, corrió las cortinas y se metió en la cama. Después de un período de vueltas y vueltas, cuando consideró seriamente hurgar en los suministros de su madre en busca de pastillas para dormir, poco a poco comenzó a relajarse. Sudaba un poco bajo la gruesa capa de mantas. Murmuró algunas palabras. Cambió de posición. Pero una vez que durmió, siguió durmiendo.
Jesse abrió la puerta. La habitación estaba a oscuras, pero podía distinguir la forma de Sarah acurrucada de lado bajo las sábanas amontonadas sobre la cama. ¿Qué hacía con tantas mantas? La observó durante un rato sin moverse. Su respiración era lenta y regular, un sueño profundo. Todavía le dolía la cabeza y la garganta al tragar, pero al menos podía pensar sin esa terrible sensación de inquietud. De alguna manera, durante las largas horas de espera y temor, reprendiéndose y atormentándose a sí mismo, girando la peonza de Peter una y otra vez entre los dedos, se había quedado dormido. Tenía la sensación de que Meg había entrado una vez y le había hecho algunas preguntas, pero el recuerdo era vago y bocetado, y podría haberlo soñado. Y Nubi definitivamente le había lamido la cara en mitad de otro flamígero sueño. Pero en algún momento mientras dormía su ansiedad había disminuido, y cuando despertó adecuadamente, supo de inmediato que Sarah había regresado.
Pero algo seguía yendo mal. Podía sentirlo en lo profundo de las sombras de la habitación. Cerró suavemente la puerta, aún más suavemente se acercó a la cama. Sarah se movió cuando él se sentó, pero no despertó. Incluso en la casi oscuridad podía ver una línea de sudor a lo largo de su labio superior. Su mano izquierda avanzó casi por voluntad propia, hasta que la recuperó en el último momento. No la despiertes, se dijo. Cuando su mano volvió a extenderse, esta vez hacia su cabello, él se levantó abruptamente y caminó de un lado a otro en la oscuridad.
Los pensamientos sobre Liam atormentaban a Jesse. Podía ver el rostro de Liam, tan inteligente y tan burlón; escuchar su hermosa y melodiosa voz leyendo algunos de sus poetas favoritos. Sentir sus manos, sus labios y su lengua. No había habido nadie desde Liam, ni iba a haberlo. Jesse caminaba de un lado a otro, agarrándose los brazos, apretando y aflojando los dedos.
Finalmente dejó caer las manos y se sentó con cautela junto a Sarah, intentando no despertarla. Apartó las mantas para que formaran un pequeño montículo entre ellos. Sarah hizo un suave sonido gutural de anhelo, el sonido de un animal herido que tanto deseaba ayuda como estaba aterrorizado. Instintivamente, Jesse se giró hacia ella.
Sarah gritó y se alejó rodando de él. Se apretó el edredón contra el pecho. Tenía los ojos muy abiertos y ciegos, las pupilas completamente dilatadas.
—¡No! —exclamó ella con voz ronca—. ¡No!
Jesse mostro la palma hacia arriba, el mismo gesto que habría usado con cualquier criatura asustada, por más inofensiva que fuera. Pero ella retrocedió, lanzó un grito gutural y empezó a temblar incontrolablemente. Jesse dejó caer la mano consternado.
Él la miró fijamente. Sin atreverse a tocarla, empezó a tararear una de las canciones de su abuela. Aunque eso no parecía hacer ninguna diferencia, continuó en voz baja y tranquilizadora, recordando las melodías infantiles que más lo habían reconfortado. Una pesada piedra le pendía del cuello y él tenía que luchar para respirar, y no digamos ya para cantar.
Después de mucho tiempo, Sarah lo miró fijamente con algo parecido al reconocimiento.
—¿Jesse? —preguntó ella, con la voz aún tensa por el miedo.
—Sí.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Quieres que me vaya?
Ella se mordió el labio y apartó la mirada.
—No —dijo ella finalmente—. Por favor, quédate.
—¿Puedo traerte un vaso de agua? ¿Té?
Sarah negó con la cabeza. Tenía los ojos muy abiertos y secos, y aunque quería sonreírle, lo único que podía hacer era tragar saliva, con la esperanza de desalojar el nudo de vergüenza que se aferraba a su garganta como una gorda babosa, y hurgar y hurgar en sus cutículas.
—Sarah —preguntó él delicadamente—, ¿qué ha pasado?
Ante su tono de voz ella comenzó a temblar de nuevo. Jesse sintió su tormento en lo más profundo de su propio cuerpo. Incapaz de soportarlo más, le rodeó los hombros con el brazo, pero nada más. Él sabía sobre el permiso.
Al principio ella se resistió. Él pudo sentir la rigidez de ella en sus músculos, el retroceso ante su tacto. Él relajó un poco su abrazo, pero mantuvo el brazo en su lugar, deseando que fuera ligero y cálido. Respiraron juntos. Durante mucho tiempo simplemente respiraron juntos.
Después de que sus escalofríos comenzaron a disminuir, Jesse se recostó, arrastrando a Sarah con él. Ella apoyó la cabeza en el pecho de Jesse y su aliento le hizo cosquillas en el cuello. Sin hablar, ambos cerraron los ojos y se hundieron en la comodidad de la presencia del otro. Jesse sabía que ella había pasado por algo difícil. ¿Por qué sentía como si la piedra fuera tanto suya como de ella? Mientras que Sarah sabía que le estaban dando algo mucho más precioso que un beso. Y ella se sorprendió de cómo su corazón podía bailar cuando era pesado como una roca y estaba lleno de dolor.
—Me violaron —dijo Sarah—. Fui allí para hablar con Mick y me violaron. Mick y su amigo.
El brazo de Jesse la rodeó con más fuerza, pero él no dijo nada.
—No quería decírtelo —dijo ella—. Estoy tan avergonzado.
—La vergüenza es de ellos, no tuya.
Sarah emitió un sonido a medio camino entre una risa y un sollozo. —No sabes lo que se siente.
El aire de la habitación pareció espesarse, como si se llenara de una nube de humo.
—Mírame, Sarah.
Ella podía ver sus ojos brillando en la oscuridad. Él se levantó y, aunque hubiera sido más fácil sin luz, encendió la lámpara de la mesita de noche. Rápidamente se sacó la camiseta por la cabeza y se giró para que ella pudiera ver las cicatrices de su espalda: duras, rugosas, con la textura de la avena fría pero con un brillo traslúcido de nácar. Ella pasó un dedo vacilante por la loma de un largo verdugón, sintiendo que él luchaba por no estremecerse.
—¿Te duelen?
—No, sólo son muy feas.
—No son feas.
Él estuvo en silencio durante mucho tiempo. Ella lo miró a los ojos, más profundamente de lo que él había permitido antes. Su color era negro o violeta oscuro allí abajo, y estaba lleno de estrellas. Ella sntió la inmensa atracción del tiempo y el espacio, de un vasto e incomprensible conocimiento. Él está solo, pensó ella sin entender muy bien lo que eso quería decir, y se le erizaron los pelos de la nuca. Por un momento pareció como si la belleza, el caos y la espantosa indiferencia del universo entero se extendieran ante ella; o la soledad inmutable de una sola mente. Luego él respiró hondo y parpadeó, y cuando habló, su voz fue espesa y crujiente.
—A mí también me han violado —dijo él.
Ella contuvo el aliento. Los bastardos. No es de extrañar que él siguiera corriendo. —¿Mientras dormías al raso?
—No.
—¿Uno de tus padres adoptivos?
Jesse se pasó la mano por los ojos con cansancio.
—¿O no quieres hablar de eso? —preguntó ella.
Ella creyó que él no iba a responder. El silencio se extendió entre ellos hasta que tomó forma, se volvió tan tangible como el ladrillo o la piedra: un puente que valía la pena cruzar.
—Alguien que se suponía que debía querermre, protegerme —dijo él—. Mi padre.
—Tu padre —susurró ella, sorprendida.
—Sí, mi padre. Nadaba conmigo, me enseñó a pescar. Jugabs conmigo al ajedrez. Me contaba cuentos; noche tras noche me contaba cuentos maravillosos. Me estaba enseñando a trabajar la madera, a tallar. Y una noche vino a mi habitación. Yo podía oler la bebida en él. Me abrazó, me acarició. Luego me bajó el pijama. Estaba llorando cuando terminó. Nunca antes había visto llorar a mi padre.
—Jesse —dijo ella.
—¿Qué clase de monstruo abusa de su propio hijo? —preguntó él.
Ella sacudió la cabeza.
—Poco después quemé la casa —dijo él—. Tenía nueve años. Casi diez.
—Un accidente.
—No, Sarah, no lo fue. Quise hacerlo. Quería matarlo. Disolví las pastillas para dormir de mi madre en su cerveza. Muchas. Sólo que mi madre, mi abuela y mi hermana... Pensé que podría sacarlas a tiempo. Me equivoqué. Era de noche, estaban durmiendo. El fuego se extendió muy rápido. El calor... los humos. Murieron.
—Oh, Dios —dijo ella.
—Ahora lo sabes. A veces desearía que las cicatrices me cubrieran todo el cuerpo. Mi cara.
Sarah le acarició el pelo. Podía oír el corazón de Jesse latiendo con fuerza en su pecho, sentir las llamas corriendo por sus venas. Su piel estaba caliente contra la de ella. Una idea repentina le provocó el primer cosquilleo de lágrimas que había sentido: mientras Jesse viviera, una parte de él siempre tendría nueve años y estaría chamuscada por las llamas.
—Eras sólo un niño pequeño. Él te lastimó mucho —dijo ella.
—Sí, pero ese no fue el motivo.
Ella esperó.
—Yo tenía miedo por Emmy —dijo él. Se rió, un desgarro amargo en la fina tela de la noche—. Yo, temiendo por ella. Que irónico. Su hermano mayor. Su salvador. Su asesino.
Se abrazaron hasta que ambos se durmieron.
Durante dos días, Jesse observó a Sarah ocultar a la familia sus moretones, pero cuando ella se sobresaltó cuando él la rozó accidentalmente al pasar a su lado, él perdió los estribos.
—¡Si no dejas que Meg te mire, entonces ve a una clínica! —le espetó él—. Puede que tengas algunas costillas rotas o lesiones internas.
—No —dijo ella, alejándose de él.
—¿Y si estás embarazada?
—Momento del mes equivocado. Ahora retrocede. Estoy bien.
Él la agarró por el brazo y la hizo girar. Ella de nuevo ahogó un grito de dolor.
—Tú no estás bien. Cualquier idiota puede verlo. Y tus padres también lo verían si no estuvieran tan ocupados. Y sobre todo si no te escondieras a todas horas. Tarde o temprano lo notarán, ¿sabes?
Sarah cruzó los brazos sobre el pecho y se negó a hablar.
—De hecho, Meg ya lo ha visto, supongo. Ha estado haciendo algunas preguntas.
—No habrás dicho nada —preguntó Shara alarmada.
Él negó con la cabeza. —Aún no entiendo por qué no se lo cuentas.
—Finn asesinaría a Mick y a su compañero.
—Disparates. Los violadores van a la cárcel. Acudirá a la policía.
—No lo conoces como yo. Después de la muerte de Peter, se volvió loco. Literalmente loco de atar durante un tiempo. ¿Nunca te has preguntado por qué no hay fotos de Peter en la casa? Finn las rompió todas, hasta la última de ellas.
—Pues cuéntaselo a Meg. ¡Ella es psiquiatra, por el amor de Dios!
—Eso es aún peor. Deberías haberla visto haciendo de psiquiatra con Peter. Apuesto a que si lo hubieran dejado en paz, él estaría aquí ahora mismo. O al menos vivo.
—Tal vez. Y tal vez estás culpando a las personas equivocadas.
Con una profunda inspiración, Sarah recogió su trenza y empezó a retorcerla alrededor del dedo. Dio la espalda a la inquietante mirada de Jesse. Él nunca lo entendería, pensó ella. El peor error que he cometido. Tal vez el peor error que haré nunca. "Maldita razón tienes, Subibaja", casi podía oír a Peter decir eso. "Quería ayuda. Quería volver".
¿Estaría aquí Jesse si Peter hubiera regresado?
Peter siempre había sido gran aficionado de los secretos, aunque eso se había vuelto excesivo en la escuela secundaria, y muy excesivo después de su amistad con Daniel, la cual a sus padres no les había gustado mucho. Especialmente a Finn, y una vez que comenzaron las preguntas, Peter se había negado rotundamente a divulgar adónde iba y qué estaba haciendo. Pero incluso cuando ella había sido demasiado pequeña para decir su propio nombre, se había llamado a sí misma Susi, y así se quedó, y un día Peter lo convirtió en Subibaja. —Porque siempre estás venga arriba y abajo por ahí —le había dicho con un brillo en esos brillantes ojos verdes, con su sonrisa perezosa, burlándose de ella por sus constantes saltos, giros, saltos y bailes. Recordó haber caído sobre él con sus pequeños puños furiosos y cómo él le había hecho cosquillas en venganza. Había sido muy propio de Peter convertirlo inmediatamente en nuestro secreto, que pasó a formar parte de el propio código privado de ambos.
¿Cambiaría ella a Jesse por Peter si tuviera la opción?
Ella se estremeció y luego se tumbó con cautela en la cama.
—Estoy un poco cansada —dijo cerrando los ojos. Su rostro estaba más pálido de lo usual.
—Necesitas un médico —repitió Jesse, desesperado.
Él empezó a pasear de un lado a otro ante la ventana, haciendo muy poco ruido con los pies descalzos. Matthew era una cosa, pero ayudar a Sarah sería abrir una caja de Pandora que le inquietaba profundamente. Sarah podía ser tratada por cualquier médico de cabecera competente y era casi seguro que se curaría en unas semanas, como máximo en uno o dos meses. No había necesidad de interferir. Y se estaría poniendo en una posición de verdadera vulnerabilidad. No quería ser el hombre medicina de nadie, ni de los Andersen, ni siquiera de Sarah.
Estaba debatiendo consigo mismo si debía hablar abiertamente con Finn sobre el estado de Sarah cuando un ruido meloso y abrupto, como el maullido de un gatito al que le rompen el cuello, lo hizo girarse. Sarah había cambiado de posición. Ahora yacía de lado con las piernas flexionadas y agarrándose las rodillas con las manos agarradas. Aún tenía los ojos cerrados, los labios como finos cortes de carne exangüe, y la frente rígida y arrugada. Respiraba superficialmente, tratando de ocultar su dolor.
Se maldijo a sí mismo y cruzó la habitación en unas pocas zancadas. —Creo que puedo ayudarte si me dejas.
Ella abrió los ojos. —¿Ayúdarme?
Él la miró, sin confiar en sí mismo para dar más detalles, hasta que ella le buscó la mano.
—¿Recuerdas lo rápido que se curó la fractura de Nubi? —preguntó él.
Sin moverse, Sarah pareció hundirse más en la almohada. Ella asintió apenas, sin quitarle los ojos de encima. Él podía sentir su consternación. Las palabras se negaron a formarse en su lengua, por más salvajemente que se revolvieran en su cabeza.
—¿Me estás diciendo que tú tuviste algo que ver con eso? —preguntó ella por fin.
Él asintió con expresión cautelosa.
Los ojos de Sarah se llenaron de lágrimas. Desconcertado, arrepintiéndose ya de su impulso, Jesse extendió la mano para quitarle un mechón de pelo de la comisura de la boca. Sólo entonces ella le soltó la otra mano y giró la cabeza para que su voz, cuando habló, quedara amortiguada por la almohada.
—Odio esto —dijo ella.
Jesse bajó al nivel de la cama. Se secó las manos por los vaqueros, escuchando el sonido silbante hasta que sus palmas se calentaron incómodamente, luego las apretó como si aplanara algo, tal vez una bola de masa cruda y desagradable.
—No importa —dijo él—. Olvida que he dicho nada.
—¿Esa es tu solución a todo?
—A veces me dejo llevar.
—No —dijo ella, furiosa de pronto. Se dio la vuelta y se incorporó apoyándose en un codo—. Huyes.
—Sarah...
Ella tenía las mejillas húmedas de lágrimas recientes. Jesse se sorprendió de que no le escaldaran la cara, tan enojada que estaba.
—Si no quieres mi ayuda, sólo dímelo —dijo Jesse.
—¿Quién ha dicho que no quiero tu ayuda? Eres tú escondiéndote de todo lo que no puedo soportar.
Se miraron fijamente hasta que Jesse hizo un gesto sin convicción y bajó la mirada.
—Lo siento —dijo él, sin estar del todo seguro de por qué se disculpaba.
—No tengo miedo de lo que eres, Jesse.
—Entonces, ¿por qué estás llorando?
—Idiota, estoy llorando porque no paras de convertir cada una de esas cosas raras y maravillosas e imposibles que eres capaz de hacer en una losa, una piedra enorme y pesada que agregas, una a una, al muro que nos separa. Lo único que quiero es caminar del mismo lado que tú, pero ¿cómo lo hago? No me quieres dejar.
—No puedo.
—¿No se te ha ocurrido que podría ser más fácil si compartieras esas cosas con alguien?
Jesse se miró las manos, tenía la garganta apretada, el rostro cerrado.
Sarah esperó hasta que el silencio se volvió tan incontrovertible como la evidencia de ADN en un caso judicial. Luego se hundió los puños en los ojos, como solía hacer Emmy, resopló y se secó la cara con el edredón. Jesse le entregó un pañuelo, que ella aceptó, aunque no su ayuda para sentarse erguida. Prefirió hacer una mueca, sujetarse las costillas y ponerse erguida testarudamente, con la almohada encajada detrás de la baja espalda. Jesse la vio reunir su dignidad sobre los hombros como un chal de oración, y luchó con su propio tumulto de ira, amargura y anhelo.
—Muy bien —dijo ella—. No me hables si no quieres. Sigue con ello. Me duele el pecho —Su tono ahora era natural—. ¿Qué quieres que haga?
—Relájate, eso es todo. No luches conmigo —Su voz bajó a un susurro—. Olvídate de mi.
La ventana abierta atrajo la mirada de Sarah. Por un momento ella olió el viento que azotaba la proa de una lancha, tomó fuerzas de la vasta extensión del mar, del azul deslumbrante del cielo, libre de nubes. —Aún no me conoces, ¿verdad? —La sangre vikinga en ella le enrojeció las mejillas; su sonrisa, temblorosa al principio, llegaba hasta sus ojos—. Si lo hicieras, entenderías la razón por la que soy buena bailarína. Mucha mucha gente tiene talento, pero yo practico hasta que me sangran los pies si es necesario. Nunca me rindo. Nunca.
Sarah tenía una pequeña grieta en el esternón y hematomas considerables, pero no lesiones internas graves. Jesse comió varias barras de chocolate durante el proceso (Sarah siempre guardaba una reserva en su habitación), mientras él regresaba gradualmente al tiempo real.
Después, Sarah cayó en un sueño saludable y soñó con las aguas heladas del fiordo, con el cielo ilimitado y con extensiones de bosque de pinos cerca de la casa de su abuela. Alguien estaba talando árboles en la distancia, y ella podía oler el embriagador olor resinoso en el aire mientras ella y Peter se perseguían, riendo, hacia un futuro subjuntivo.
—Necesito algo de ejercicio —dijo Finn dejando su trompeta en el suelo—. ¿Un paseo, Jesse?
—Podríamos ir a correr por el río si quieres sudar un poco —dijo Jesse.
—¿Después de comer? —preguntó Finn horrorizado.
Sarah movió una pieza. —Jaque —dijo un poco engreída. Jesse le estaba enseñando a jugar.
Jesse negó con la cabeza sin mirar el tablero. —Echa otro vistazo. Te dejaré repetir el movimiento, ya que es tu primera partida. Pero sólo por esta vez... —Se levantó y se estiró lujosamente, se volvió hacia Finn—. Vamos a lavar los platos y luego iré contigo —Un ceño fugaz. Con cuidado, le preguntó a Sarah aparte—. ¿Te parece bien?
Sarah se mordía el labio y miraba fijamente la partida. Y continuó mirando hasta que el silencio amenazó con atraer la atención de Finn. —¿Qué pasa con nuestra partida? —preguntó ella finalmente.
—¿Has movido?
Sarah señaló el tablero. —¿Mejor?
—Déjala así y la repasaremos más tarde. Mate en tres movimientos.
Sarah frunció el ceño hacia las piezas de ajedrez.
—No dejes que esto te desanime, Sarah —dijo Finn—. Llevo años jugando y aún no le he superado. Jesse es el estándar de la competición.
—Y te estás molestando en jugar conmigo —dijo Sarah. Cuando Jesse mostró su peculiar sonrisa, ella añadió— ¿No hay más reglas? Pensé que el ajedrez era como las matemáticas, imposiblemente complicado.
—Dale unas cuántas partidas más —dijo Jesse—. La simplicidad es la más compleja de todas.
—Eres una buena influencia para ella —dijo Finn—. Ella siempre se ha negado a acercarse al juego —Finn le guiñó un ojo y Jesse miró hacia otro lado, sonrojado, mientras Sarah miraba de reojo a su padre.
La negativa de Finn a aceptar a Nubi había parecido extraña; ahora su paso decidido despertó aún más las sospechas de Jesse. El sol del final de la tarde todavía era fuerte y el cielo estaba despejado y brillante. Jesse podía sentir el calor residual del mediodía irradiando desde el pavimento. No tenía problemas para seguir el ritmo de Finn, a pesar del ritmo extenuante que imponía el mayor. Cuando llegaron a un discreto Vauxhall azul oscuro estacionado frente a una hilera de pequeñas tiendas, Jesse se secó la frente y miró a Finn especulativamente.
—¿Adónde vamos? —preguntó Jesse.
—Entra —dijo Finn abriendo la puerta trasera y asintiendo con la cabeza hacia el conductor. —Que sea una sorpresa.
Media hora más tarde, se detuvieron en un pequeño aeródromo en las afueras de los límites de la ciudad. Finn despidió al conductor y guió a Jesse hacia una pequeña estructura achaparrada alejada del grupo central de hangares, edificios y torre de control.
—¿Has estado alguna vez en un helicóptero? —preguntó Finn.
—No —respondió Jesse—. Ni siquiera en un avión —Aunque estaba seguro de que la media docena de modelos posados en la pista como elegantes libélulas metálicas eran tan actualizados y poderosos como parecían.
—Espera aquí —dijo Finn, y entró al edificio.
Finn estuvo ausente unos diez minutos. Regresó con dos botellas de agua mineral y acompañado de un hombre con gafas de sol de espejo, un delgado maletín negro y una carpeta con sujetapapeles. Finn realizó las presentaciones. Con una sonrisa y un superficial apretón de manos, el piloto apenas miró a Jesse, quien bebía mientras los dos hombres intercambiaban algunas palabras en un idioma extranjero: holandés o afrikáans, tal vez. No era alemán.
—Podéis embarcar —dijo el piloto en inglés, indicando el avión más cercano—. Ya hice el prevuelo.
Finn y Jesse subieron al helicóptero, un vehículo plateado y blanco de CEO con franjas de carrera azul marino. Tenía capacidad para cuatro personas y Finn decidió viajar junto a Jesse en la parte trasera de la cabina. Mientras se abrochaban los cinturones de seguridad, Jesse pensó en lo pequeño que era el interior. Los asientos de cuero blanco estaban bien acolchados y eran cómodos, incluso elegantes, pero estaban intercalados entre la pared trasera, el asiento del piloto y las ventanas tipo burbuja. Parecía el juguete de un niño. ¿De verdad iba a volar esta cosa?
El piloto caminó lentamente alrededor del helicóptero, realizando una inspección exterior. Se agachó y jugueteó con un riel, luego examinó el rotor de cola. Uno de los miembros del equipo de tierra se acercó y hablaron un rato. Finalmente el piloto quedó satisfecho y embarcó. Antes de continuar con su lista de verificación previa al arranque, dio algunas instrucciones de seguridad concisas. Tampoco es que Jesse tuviera intención de abrir la puerta en pleno vuelo. El motor chirrió mientras el piloto lo aceleraba a través de sus RPM.
El helicóptero despegó, permaneció en el aire mientras el piloto pedía autorización y finalmente ascendió. Había mucho ruido, pero no tanto como Jesse esperaba de las películas de guerra que había visto. Al poco tiempo se alejaron del aeródromo y se dirigieron hacia el norte, atravesando la satinada franja verde grisácea del río y luego girando hacia el oeste hasta que el aparato pronto desapareció de la vista. Jesse nunca antes había estado en una máquina aérea, pero su nerviosismo pronto se desvaneció y comenzó a disfrutar viendo el campo desplegarse bajo su vista. El piloto debió darse cuenta de que Jesse era un piloto novato, porque cuando se acercaron a una manada de ganado que pastaba soñolientamente, descendió lo bastante cerca como para agitar la hierba y sus pieles. De repente. Ascendió. El estómago de Jesse se desplomó. Esto no se parecía en nada al vuelo de los pájaros. El novillo ojeó al intruso con un aburrido y fatigado escepticismo, sin ningún deseo de ceder terreno. Jesse se preguntó si se trataba de algún tipo de maniobra de rutina, de tan impasibles que estaban los animales. El piloto miró a Jesse con una sonrisa y un gesto de aprobación. Se suspendió brevemente sobre el lugar, la sombra cada vez más larga del helicóptero claramente visible debajo de ellos, luego subió y reanudaron el vuelo.
Después de unos cuarenta minutos aterrizaron en una zona de césped cerca de una apartada casa de granja de piedra. El piloto era hábil, o era más fácil dirigir la nave de lo que Jesse imaginaba, porque aterrizaron sin el más mínimo estremecimiento o sacudida. Jesse no podía ver nada que distinguiera la vivienda de las que ya habían sobrevolado. Esta parte del condado estaba escasamente poblada y varias carreteras parecían sin pavimentar.
Finn y el piloto conversaron en tonos bajos mientras los rotores se detenían, luego el piloto abrió la puerta y saltó fuera. Finn y Jesse lo siguieron. El piloto se dirigió hacia una dependencia exterior, mientras Finn tomaba a Jesse del brazo y lo guiaba hacia la casa de granja. La propiedad estaba densamente arbolada, las sombras eran largas, densas y silenciosas. Y, sin embargo, Jesse estaba seguro de que la vivienda no estaba desierta, de que incluso en ese momento estaban siendo observados.
—¿Ahora me vas a decir de qué trata esto? —preguntó Jesse, sólo un poco agraviado porque el placer del vuelo en helicóptero todavía reflotaba su estado de ánimo.
Finn pareció no escucharlo.
Cuando entraron al edificio, el propio Thor no podría haber lanzado un rayo más grande.
El interior de la granja había sido destruido y reemplazado por un mundo electrónico tan extraño como todo lo que Jesse había visto en la pantalla. Extraño por ser real. De repente supo cómo se sentiría un chamán de la edad de piedra si fuera catapultado al centro de control de la misión de la NASA; o él mismo, al atravesar un portal hacia otro tiempo, otro universo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Jesse en voz baja.
—Hay alguien que quiere conocerte —respondió Finn elípticamente—. No te preocupes, sabes que no dejaré que sufras ningún daño.
Caminaron por un corto corredor revestido de un material nacarado y a la vez translúcido y reflectante. ¿Un nuevo tipo de plástico?, se preguntó Jesse. No se veían lámparas, pero el pasillo estaba bien iluminado con una luz fría y vagamente azulada. No oía pasos mientras avanzaban y, de hecho, tenía la sensación de que el sonido estaba siendo amortiguado de alguna manera. Al final del pasillo entraron en una esclusa de aire; al menos, esa fue la única palabra que Jesse pudo ponerle al dispositivo. Cuando las puertas se cerraron tras ellos, se percató de que podrían estar en un ascensor, aunque allí no había sensación de movimiento. La luz cambió bruscamente a un color violeta intenso y luego se apagó de nuevo. Finn se acercó a un pequeño panel en la pared y dijo algo incomprensible. La puerta se abrió frente a ellos y salieron.
Se encontraban en el umbral de una gran sala cubierta de suelo a techo con lo que sólo podía ser un banco tras otro de avanzados equipos electrónicos. Una mujer con unos vaqueros y una camiseta perfectamente normales los estaba esperando. Alta y esbelta, llevaba con orgullo sus decorativas cicatrices faciales. Jesse nunca había visto una piel más oscura.
—Finn, ha pasado un tiempo —dijo ella. Su inglés era perfecto, sin acento.
—Ayen, el placer es mío.
—¿Y él es Jesse? —preguntó ella.
Finn asintió.
—Bien, ya es suficiente —dijo Jesse—. ¿Alguien podría explicarme qué está pasando?
—¿No se lo has dicho? —preguntó Ayén.
—No, pensé que no debería tener ideas preconcebidas.
—Hola —dijo Jesse desafiante—. Estoy aquí mismo.
Ayén sonrió. —¿Tienes hambre? ¿Sed? ¿Unos sándwiches o galletas? ¿Una coca cola, tal vez?
La extrañeza estaba empezando a desaparecer y la inquietud no era en realidad un aspecto natural de Jesse. —No, gracias. No quiero una bebida, sino una explicación.
Ayen señaló algunas sillas agrupadas alrededor de una mesa baja. —Sentémonos y te contaré lo que estamos haciendo aquí.
Tomaron asiento y Jesse se sintió aliviado de que las sillas no realizaran ningún truco, como cambiar de altura o forma para acomodarlo. O hablar en lenguas raras.
—Esta instalación es parte de una organización internacional —comenzó inmediatamente Ayen—, no responde ante ningún gobierno específico. Tenemos una gama de proyectos diferentes, pero muchos no te conciernen. Finn nos ha llamado la atención sobre tus inusuales habilidades.
—¿Qué habilidades? —preguntó Jesse.
—Iniciar fuego, por ejemplo. Pensamos que podría ser interesante realizar algunas pruebas.
—¿Les hablaste de mí? ¿Sin preguntarme? —Jesse se dirigió a Finn acaloradamente—. ¡No tenías ningún derecho!
—Estoy preocupado por ti —respondió Finn.
—Por vosotros mismos, más probablemente.
—Díselo —dijo Ayén.
—¿Decirme que? —preguntó Jesse.
Finn lo miró durante un largo rato antes de responder. Finalmente suspiró. —Me has hablado del incendio que mató a tu familia.
—¿Y? —la voz de Jesse fue fuerte y enojada.
—Y que nadie sobrevivió al incendio.
—¿Cómo puedes pensar que necesito que me lo recuerden? Ve al grano.
—Jesse, nadie sobrevivió al incendio. Hemos comprobado los registros. Ni un solo miembro del hogar. Ni siquiera el chico.
Jesse miró a Finn, con el color desapareciendo de su rostro mientras comprendía el significado de las palabras de Finn.
—Eso es imposible. Debe de haber algún error —dijo Jesse.
—No, a menos que tú nos hayas dado información falsa.
—¡No soy ningún mentiroso!
Ayen intervino en un tono tranquilo. —No hay ningún error. Hemos visto copias del informe forense, de los registros policiales, de los certificados de defunción. Todos los registros de Jesse Wright terminan con el incendio: escuela, salud e incluso iglesia. Los servicios sociales tampoco han oído hablar nunca de ti.
—Pero... —Jesse no supo cómo terminar su pregunta—. Pero lo recuerdo... el hospital, el funeral, las familias de acogida, la escuela. Y mi espalda... las cicatrices de quemaduras en mi espalda.
—Piensa en ello racionalmente —dijo Ayen—. Si hubieras estado en el hospital con quemaduras graves, nunca habrías asistido a un funeral. Esa es una anomalía en sí misma.
—Todos mis recuerdos... todos ellos... Liam.
—La memoria es un fenómeno muy interesante —dijo Ayen.
Jesse cerró los ojos. Llueve como finas y suaves cenizas. Al final de la tarde. Las copas de los árboles, de dedos grises, se balancean con la oscuridad del ocaso. Están bajando el ataúd. Su espalda está gritando.
—¿Jesse? —preguntó Finn delicadamente, extendiendo una mano. Jesse apartó el brazo. Tenía la piel húmeda y podía oler su propio sudor. ¿Qué querían de él? ¿No era suficiente que se lo hubieran quitado todo? ¿Querían quitarle sus recuerdos, su pasado también?
La voz de Jesse tembló. —Si no soy Jesse, ¿quién soy?
—Eso es lo que esperamos descubrir —dijo Ayen.
—¿Por qué? ¿Qué sacáis vosotros de ésto?
La sonrisa de Ayen fue profesional. Jesse había visto esa sonrisa con demasiada frecuencia como para no reconocerla. —Podemos ayudarte.
—¿Sí? ¿Por qué debería importaros?
—Me importa a mí —dijo Finn—. A Meg, a Sarah y a mí nos importa.
—Para que podáis estar seguros de que no teneis a un... ¿un qué? ¿Un impostor, un delincuente, o algo peor, entre vosotros? ¿Un loco?
—De eso ya estamos seguros —dijo Finn—. Seas quien seas, seas lo que seas, no estás loco. Ni demente. Nada más lejos.
Jesse guardó silencio durante un momento. Le hubiera gustado fumar un cigarrillo, pero estaba seguro de que en aquel lugar no se podía fumar.
—¿Quién eres? —preguntó Jesse— ¿Una especie de policía?
—No exactamente, pero eso servirá por ahora —dijo Finn.
—¿Cómo sé que puedo confiar en ti?
Finn se inclinó hacia adelante en su silla. —Mírame, directamente a mí, y pregúntame otra vez.
Jesse no levantó la vista. Sarah tenía razón. Estaba cansado de huir.
Ayen esperó hasta que Jesse asintió, rígido como si hubiera estado durmiendo al raso otra vez.
—¿Me cuentas qué más eres capaz de hacer? —preguntó Ayén.
—Aún no me habéis dicho exactamente qué está pasando aquí —Jesse agitó una mano hacia el conjunto de equipos.
—Investigación —dijo Ayén.
—¿De qué?
Finn y Ayen intercambiaron miradas. Esta vez fue Finn quien asintió. Un fotógrafo multilingüe que viajaba mucho, pensó Jesse, con un arma de fuego. Pero ¿qué más? Jesse se preguntó si lo sabría alguna vez.
—Inteligencia artificial —dijo Ayén.
Al final, Jesse sintió la suficiente curiosidad como para dejarles realizar las pruebas. Ayen lo sentó frente a una consola rodeada por un escudo transparente muy parecido a la ventana burbuja del helicóptero, dentro del cual estaban integrados finos patrones de colores, posiblemente cables o circuitos. El escudo rodeaba la parte superior de su cuerpo por completo, sin bloquear el sonido externo u otra información sensorial. Él podía mover las manos libremente mientras operaba la terminal de la computadora. Un monitor verde oscuro, del tamaño de una mesa de billar, se extendía sobre él a la altura de los ojos. Sin embargo, no había teclado y descubrió el motivo en canto empezó el juego.
El ordenador respondía directamente a los movimientos de sus manos y de sus ojos, a su voz. Y más. Después de un momento de desorientación sensorial, Jesse se encuentra dentro de una pequeña cámara cuyas paredes son elásticas, como la membrana pulsante de un saco amniótico. Una voz le habla y suena familiar. La voz de una mujer. Ella le dice que su primera tarea es escapar de la habitación. Ella le pregunta que lo que él necesite, se lo proporcionará. Él reflexiona durante un momento... ¿Por qué no su cuchillo? Ella se ríe y él se da cuenta de que es su abuela la que habla. Ella camina hacia él, descalza y con sus descoloridos pantalones de sarga, las uñas de los pies engrosadas y amarillas, las manos sucias por la jardinería, y le coloca el cuchillo en la mano. Úsalo bien, le dice. Ella sonríe y se da vuelta para irse. No te vayas, grita él. Siempre estoy contigo, dice ella.
Luego está solo dentro de la habitación. Por un momento cierra los ojos. El aire es fresco y picante por el humo de leña, una tarde de otoño, alguien quemando hojas. Voces susurran sonidos y cantos dulces. Estos nuestros actores, como os lo predije, eran todos espíritus y se funden en el aire, en el fino aire... Él posa la hoja del cuchillo sobre su muñeca. ¿Es ésta la llave de escape? Siempre hay un modo de abortar el programa.
Un fuerte aroma a lavanda. Él se estremece y deja caer el brazo. Con atención, examina su entorno. Todavía no hay salida, la única salida es a través del muro. Se acerca reluctante a éste. No le gusta la forma en que el muro tiembla. Sólo es una simulación por ordenador, se recuerda. Levantando su cuchillo, respira profundamente y lo hunde en la superficie carnosa. La sangre brota hacia él y él jadea, da un paso atrás, deja caer el cuchillo, grita.
Finn ayudó a Jesse a levantarse del asiento. Su cuchillo yacía en el suelo y sus manos estaban salpicadas de sangre. Estaba demasiado aturdido para hablar. Finn lo acompañó a un pequeño baño donde Jesse se lavó las manos y la cara. A su regreso, Ayen estaba arrodillada limpiando el suelo con un paño, el agua del balde era rosada. Ella había colocado su cuchillo sobre la mesa y también lo había limpiado. Unos cuantos viales pequeños, obviamente para realizar pruebas. Jesse se dejó empujar hacia una silla. Se sentó en silencio, tratando de ordenar sus pensamientos, tratando de no temblar. Ayen se fue y, después de un rato, regresó con una bandeja de té, algunas galletas y una camiseta limpia. Había descartado los guantes desechables.
—Toma un poco de azúcar —dijo ella—. Necesitas la energía.
Jesse bebió una taza, luego una segunda.
—¿Qué fue eso? —preguntó él, ya lo bastante sereno como para plantear algunas preguntas.
—Un prototipo de lo que creemos puede ser la próxima generación de computadoras —dijo Ayén—. Bueno, si no la siguiente, entonces en algún momento no muy lejano de esa línea.
—Pero ¿cómo...? —Jesse se detuvo para reformular su pregunta—. La computadora no sólo respondía a entradas verbales. Seleccionaba mi memoria... —Miró a Finn—. Mi memoria —repitió fríamente—. ¿Cómo puede una máquina hacer eso? ¿Cómo puede cualquier cosa hacer eso?
—Esa es una de las cosas que nosotros mismos no terminamos de entender —dijo Ayen—. Las matemáticas son extraordinariamente complejas, y sólo unas pocas personas, personas muy inusuales, participan en la escritura del software, que junto con el hardware todavía se encuentra en la etapa de desarrollo, si hardware es el término correcto.
—¿Qué quieres decir?
—El prototipo es un sistema híbrido que comprende electrónica tradicional, aunque muy avanzada, junto con chips que han diseñado nuestros bioingenieros. El chip básico está basado en carbono en lugar de silicio. Un chip biológico de moléculas orgánicas. Se cultiva en lugar de fabricarse.
Jesse la miró fijamente. —¿Quieres decir que la computadora está viva?
—Depende de cómo definas viva —respondió ella.
—¿Y lee la mente?
—Yo no lo diría así, pero sí, en algunos casos, cuando el individuo es particularmente sensitivo.
—¿Sensitivo a qué?
—En todas las culturas ha habido personas que pueden estirar las fronteras del espacio y el tiempo, que pueden percibir más allá de los límites normales de la experiencia cotidiana.
—Estás hablando de místicos, de chamanes. Esas cosas no son reales —dijo Jesse, consciente de lo ridícula que sonaba la protesta viniendo de él. Al menos ellos no sabían nada de la sanación.
—¿No lo son? —preguntó Ayén.
Ambos miraron el cuchillo que yacía frente a ellos sobre la mesa.
—Es un truco —Jesse se volvió hacia Finn—. Debe de serlo. Lo trajiste encima sólo Dios sabe por qué motivo. No tengo idea de lo que crees que soy o puedo hacer, pero no soy un mago.
—La magia de una persona es la lógica de otra —dijo Ayen—. ¿Has visto alguna vez el cuerpo demacrado de alguien a quien se le ha ordenado, sin que esa persona lo sepa, que deje de comer?
Jesse negó con la cabeza, con los ojos fijos en el cuchillo.
—Vosotros los europeos —dijo Ayen—. Esa será nuestra contribución: unificar la ciencia y lo sagrado —Aunque dichas con una sonrisa, había un tono en sus palabras que le recordó a Jesse ciertas confrontaciones en el patio de la escuela.
—Mira, Jesse, todos sabemos que la investigación a menudo arroja resultados inesperados. Y cualquier niño de diez años puede darte una lista de accidentes que se convirtieron en descubrimientos fabulosos —intervino hábilmente Finn—. Nadie esperaba que esto sucediera y nadie entiende realmente por qué ni cómo. Desde luego yo no pretendo entenderlo —sonrió—. Solo soy un humilde fotógrafo.
—Entonces ¿por qué estás involucrado?
—No lo estoy, o sólo indirectamente. Cuando vi lo que podías hacer con el fuego, investigué un poco y me puse en contacto con algunos expertos. De ahí Ayen y su gente. Ella solicitó una entrevista.
—Solicitado tiene gracia. No recuerdo que nadie me preguntara.
—¿Habrías venido? ¿Me habrías creído si no hubieras visto este lugar? —preguntó Finn bastante razonablemente—. ¿O este computador?
Jesse recogió el cuchillo. Pasó los dedos por la hoja, examinó el mango y finalmente equilibró su longitud sobre la palma de la mano, sopesándolo un poco. Si no era suyo, era una réplica perfecta.
Por supuesto, Finn debería haberlo denunciado a la policía en cuanto supo de las discrepancias en la historia de Jesse, o al menos haberlo echado de la casa.
—¿De verdad no trajiste tú mi cuchillo? —le preguntó Jesse a Finn.
—Ni siquiera sabía que tenías uno.
—Jesse, nadie quiere engañarte —dijo Ayen—. ¿Cuál sería el propósito? El cuchillo es una sorpresa tanto para mí como para ti.
—Entonces explica cómo llegó aquí.
—No puedo más que suponer, como hipótesis de trabajo, que tú fuiste capaz de reproducirlo, o de traer tu propio cuchillo aquí.
—¿Traer? ¿Como en el teletransporte?
—No me gustaría ponerle un nombre al fenómeno todavía —sonrió ella—. Los físicos cuánticos, y yo no lo soy, me dicen que habrá algunos avances muy interesantes en los próximos veinte años.
—La física cuántica se malinterpreta a menudo —dijo Jesse—. Las personas legas con gusto por el misticismo la usan como prueba de subjetividad. Les gustaría creer que la conciencia crea la realidad. Personas que no tienen ni idea de procesos como la superposición, la decoherencia y el entrelazamiento.
Ayén rió. —Te dejaré suelto con nuestros físicos más tarde. No encontrarás un místico entre ellos, te lo prometo.
Jesse agitó su cuchillo en dirección a la consola de la computadora.
—¿Qué visteis en el monitor? —preguntó él.
—Nada —dijo Finn—. Permaneció en blanco.
—¿Por qué? ¿No estaba encendido?
—Es un poco más complicado que eso —dijo Ayen.
Jesse frunció el ceño. Empezaba a tener muchas ganas de fumar un cigarrillo. En cambio, se reclinó y mordió el mango del cuchillo. Como nadie aportó una explicación, escupió una pregunta.
—¿Sí? ¿Más complicado que leer la mente? ¿O materializar objetos?
—El monitor no siempre responde —dijo Ayén—. Y en ocasiones se apaga. Al principio pensamos que era un problema de hardware, pero ahora empieza a parecer un problema de programación. Una de las cosas con las que debemos lidiar.
—¿No encontráis ningún patrón?
—Ninguno que podamos detectar. Totalmente aleatorio —Ayen enfatizó la palabra aleatorio con una leve inflexión musical, el primer indicio de que el inglés no era su lengua materna.
—De acuerdo. ¿Qué mas puede hacer?
—¿El Prototipo? —dijo Ayén—. Todos los que han podido comunicarse con la computadora, y hasta ahora no ha habido muchos, informan de una experiencia similar: una inteligencia que puede acceder al menos a alguna porción de la memoria de uno.
—¿Alguna otra cosa parecida a lo del cuchillo? —preguntó Jesse.
—No. Eres la primera persona en producir una manifestación física; la sangre, el cuchillo —Ayen miró hacia la consola—. Esto ya no es una cuestión de realidad virtual —añadió inclinándose hacia delante—. Tienes que dejarnos intentar averiguar qué está pasando. Quizás estemos al borde de un avance increíble.
—Hay cosas que sería mejor no desatar.
—Toda época ha tenido sus alarmistas diciéndonos que no exploremos, que no ampliemos nuestro conocimiento. La tierra es plana. La gente no está hecha para volar. La manipulación genética es contraria a la voluntad de Dios. Conozco todos los argumentos, los he oído mil veces desde pequeña. No toda mi familia apoyó mi interés por la ciencia.
—¿Y no tienes miedo?
—Nunca ha sido posible predecir los efectos a largo plazo de nuestras iniciativas. ¿Crees que la primera persona que metió un palo por el agujero de esa extraña piedra plana y redonda podría haber imaginado alguna vez un automóvil? ¿O quién asó al fuego la prehistórica pierna de carne, o la potencia de un motor a reacción?
—O un arma nuclear —dijo Jesse.
—No niego que siempre existe el riesgo de un mal uso, pero una interacción entre una mente como la tuya y nuestra computadora sólo podría ser fructífera para ambas partes. Piensa sólo en lo que podría ser posible —la voz de Ayen se mantuvo perfectamente tranquila, pero sus ojos oscuros brillaron como un vitral repentinamente iluminado por el sol.
Finn se sirvió otra taza de té, luego retiró su silla atrás un par de centímetros y cruzó las piernas. Cogió una galleta, mordió un trozo y arrugó la nariz. —Rancia —dijo tirándola al suelo.
Jesse sintió que parte de la tensión abandonaba su cuello, sus hombros y su mandíbula. No, Finn no iba dejar que Ayen se saliera con la suya. Pero ella lo intentaría. No se le había escapado que ella había esquivado hábilmente su pregunta sobre las otras capacidades del ordenador. Jesse podía ver los titulares: "Premio Nobel otorgado a una neurocientífica sudanesa. La ciencia rompe la bola de cristal". Si es que ella era neurocientífica. Quizás él estaba siendo injusto, pero no confiaba del todo en las instalaciones secretas. Y no le importaba lo que le dijeran: este lugar apestaba a poder, dinero y agenda militar.
—¿Qué queréis hacer conmigo? —preguntó Jesse.
—En primer lugar, unas cuantas pruebas de diagnóstico sencillas: un examen físico de rutina: análisis de sangre, orina, órganos importantes, ese tipo de cosas; luego tomografía computarizada craneal, EEG, resonancia magnética. Nada alarmante, nada invasivo. Queremos hacer un mapeo de referencia. Luego las pruebas psicológicas estándar: CI, creatividad, PES. Posiblemente algún examen de detección de trastornos.
—¿PES?
—Bueno, sí. La Percepción Extrasensorial no está aceptada por la comunidad científica precisamente, pero podría apuntarnos hacia una dirección útil. Después de eso, podemos seguir con algunas pruebas que hemos ideado nosotros mismos.
—¿Quieres hacer todo ésto ahora mismo?
Ayén sonrió. —Difícilmente. Empezaremos hoy con una o dos pruebas físicas, el resto por etapas.
—¿Y luego?
—Más trabajo con el prototipo —sonrió ella—. Algunos de los muchachos lo han apodado HAL. Por la obra de Clarke...
—Sé quién es HAL —dijo Jesse—. El nombre no es exactamente tranquilizador, ¿no crees?
Él miró hacia el ordenador, que estaba inactivo, exteriormente. Pero también lo estaba un volcán hasta la erupción, o una estrella a punto de convertirse en nova. No le importarían algunas pruebas inofensivas, tal vez aprendiera algo sobre sus propios recuerdos, pero de ninguna manera iba a tener algo que ver con ese monstruo digital de allí. Que buscaran otro simio que diera el siguiente salto evolutivo por ellos.
Y aún así, susurró algo en su mente, imagínate... Ayen y su grupo nunca tendrían que saberlo.
—¿Cuál es tu parte en todo esto? —preguntó a Ayén.
—Soy neurofísica, entre otras cosas. Y doctora en medicina, así que no tienes que preocuparte por ese lado —dijo Ayen.
—¿Quién realizará las pruebas? No estáis trabajando solos aquí, ¿verdad? —preguntó Jesse.
—Por supuesto que no. Conocerás a algunos de los técnicos dentro de un rato. Y después de las pruebas de rutina, tal vez a algunos de los científicos e investigadores... —Se rió, con un sonido gutural—. Un tipo de software cambiaría a su madre, su novia y su futura progenie; además del órgano para producirlos, me atrevería a decir; por una oportunidad de hablar contigo.
—Sólo comercio con almas.
A ella le brillaron los ojos. —No llegará a eso—. Luego hizo un gesto despectivo con la mano—. Deja de preocuparte. No hay nada satánico en la investigación.
—¿Y si me niego?
Finn habló. —Depende totalmente de ti, Jesse. No habrá coerción.
—¿Puedo retirarme en cualquier momento?
—Las pruebas son costosas y requieren mucho tiempo —dijo Ayen—, así que sería mejor si tú…
—Cuando quieras —intervino Finn siguiendo el discurso de Ayen—. Nadie te lo reprochará —hizo una pausa durante un momento antes de continuar—. Tampoco afectará a tu relación con mi familia.
—¿Aunque no sepáis quién soy?
—Sabemos bastante. No niego que puede haber algunos problemas con las autoridades, pero confío en que Meg y yo podremos manejarlos, en última instancia.
—¿No me tenéis miedo?
—Tu pasado no me asusta. Sea el que sea.
—El pasado no —Jesse dejó caer el cuchillo sobre la mesa con un fuerte golpe, el sonido del desafío del patio de la escuela, del "ahora recógelo, chico listo, es hora de ver quién tiene huevos".
Pero Finn no era un colegial. Y hacía mucho que había aprendido qué juegos jugar y cuáles desdeñar.
—Por supuesto que tengo miedo. ¡Estoy aterrorizado! Si tú, Sarah o Meg tuvieráis cáncer, estaría igual de aterrorizado. ¿Crees que te dejaría tirado entonces?
Jesse guardó silencio y se miró las manos.
En la puerta de entrada, Finn comentó que estaría fuera durante una semana, tal vez diez días. Tenía un encargo en Vietnam.
Jesse arqueó las cejas. —¿Te llevas la cámara? —preguntó bastante inocentemente.
—Bajemos a mi oficina —dijo Finn—. Supongo que no tienes ganas de dormir.
Mientras Finn preparaba café, Jesse se sentó en silencio con la cabeza inclinada. Finn sintió una oleada de ternura al ver los tendones apenas disimulados, la mata de pelo, las protuberancias óseas de las vértebras. Un niño maltratado, un niño al borde de la edad adulta: ¿qué importaba de quién fueran las huellas dactilares que llevara? Su piel devastada vestía un alma desollada largo tiempo en retirada, y que ahora apenas comienza a emerger. Había algo salvaje, feroz e intransigente en su espíritu; algo antiguo e imperioso. Finn se preguntó, no por primera vez, si Jesse tendría ascendencia escandinava: tenía el color adecuado. Jesse algún día sería un hermoso y ardiente dragón de hombre. Finn decidió no abandonarlo, y especialmente ahora, antes de que la metamorfosis estuviera completa.
Finn le colocó a Jesse las manos a cada lado del cuello y le masajeó delicadamente los músculos tensos. Al principio, Jesse se tensó ante el contacto, su armadura se colocó en su lugar a lo largo de sus omóplatos, luego poco a poco se retrajo mientras los fuertes pulgares de Finn recorrían las crestas de su columna, las fisuras y las lavas cordadas de su carne. Finn era paciente; sus dedos, persuasivos. Jesse se relajó e incluso dejó que Finn llegara debajo de su camiseta. A Finn no le extrañaban los nudos y la rigidez en la espalda de Jesse después de un día así. Aumentó la presión de las manos en incrementos, encontrando los tsubos que había aprendido en el Este. El tejido cicatricial se ablandaba y se hinchaba bajo las yemas de los dedos de Finn como masa de pan: con levadura, bien amasada y levantándose en un rincón cálido.
Cuando las manos de Finn se cansaron, las apoyó sobre los hombros de Jesse. Trató de pensar en algo que decir, algo que los tranquilizara a ambos. Al final fue Jesse quien habló.
—¿Quién soy, Finn?
Finn se giró para mirar a Jesse, luego se sentó en el borde de su escritorio. —He estado queriendo mostrarte algo. Una fotografía.
Cuando Jesse asintió, Finn tomó una carpeta y extrajo una arrugada impresión que había estado guardando para el momento adecuado. Jesse la miró, incapaz de entender qué encontraba Finn interesante. Era una foto de Meg y de Sarah sentadas a la mesa del jardín entre los restos de una comida. Una bonita foto familiar, vívida y natural, pero nada especial. Luego miró con más atención. Había un vago contorno de una tercera figura a la izquierda de ambas, no borrosa exactamente, sino más bien una imagen secundaria a través de la cual se podían ver claramente los arbustos de lavanda y rosa.
—¿Recuerdas cuando hice unas fotografías durante la cena para llenar el rollo? —preguntó Finn—. Todas salen igual.
Jesse la examinó cuidadosamente. Dio un golpecito con un dedo en la sombría figura. —¿Me estás diciendo que ésto soy yo?
—Sí.
—No lo entiendo. ¿Qué salió mal?
—Hice lo que pude. No eres muy fotogénico.
Jesse frunció el ceño ante la fotografía. —¿Algún tipo de error en el revelado?
—Imposible —dijo Finn—. No de este modo.
—Entonces, ¿qué?
Finn se encogió de hombros. —No tengo ninguna explicación, al menos ninguna que te guste.
Jesse le devolvió la lámina a Finn.
—Entonces, ¿crees que debería seguir con las pruebas? —preguntó Jesse.
—¿Tienes una idea mejor?
Un día después, Jesse entró en la sala y encontró a Finn colgando una serie de fotografías montadas detrás de un cristal.
—Son de Peter —explicó Finn—. Pensé que era hora de mostrar algunas otra vez.
—Sarah dijo que habías destruido todas las fotos.
—Las impresiones, pero no los negativos. Puede que me haya comportado de forma alocada, pero no hasta el punto de estar mal de la cabeza.
En la foto que Jesse encontró más fascinante, un chico delgado, de aspecto anguloso, con brillantes ojos verdes y cabello rojo un poco más claro que el de Meg, estaba sentado en el borde del reloj de sol de Andersen, con un gran cuaderno de bocetos sobre el regazo. Estaba sonriendo directamente a la cámara. Incluso sobre el papel su piel brillaba, cálida y dorada. De unos dieciséis años, parecía absolutamente a gusto con el mundo. Parecía inteligente. Parecía que se reía mucho, pero que sabía escuchar. Parecía el tipo de persona que te gustaría tener como amigo. Como novio, era guapo, tan guapo como Liam.
Finn interrumpió el ensueño de Jesse. —Cuando regrese del extranjero, vamos a tener que sentarnos y hablar de algunas cosas.
—¿Como cuáles?
—Como la escuela.
—¿Para qué?
Finn le lanzó una de sus miradas vikingas hasta que Jesse sintió que empezaba a retorcerse. —Sí, bueno —replicó Jesse—. No sabía que registraban alumnos de forma anónima —En respuesta, Finn simplemente levantó una ceja y volvió a sus ganchos de fotos.
Esa tarde, Finn se fue de viaje y los días siguientes transcurrieron tranquilamente. El martes, Jesse trabajó con Matthew en la baracaza durante la tarde, y el miércoles, después de haber tomado prestada la tarjeta de Finn, hizo un viaje rápido a la biblioteca para leer algo nuevo, para husmear en un libro sobre hombres que violan y otro sobre el tratamiento de trauma sexual. Por lo demás, aparte de breves paseos con Nubi, se mantenía cerca de la casa. No pudo persuadir a Sarah para que lo acompañara a ninguna parte.
Durante horas seguidas ella se tumbaba en el suelo de Jesse con un libro o con la peonza de Peter. Jugaban al ajedrez. A menudo, Jesse levantaba la vista y encontraba los ojos de ella posados en él. Cuando ella apretaba las manos, él las abría y le frotaba las palmas hasta que las marcas de los surcos desaparecían. Pero ella no lloraba. Sus moretones estaban desapareciendo lentamente y no dejarían rastros externos de su terrible experiencia.
Hubo pesadillas. Desde esa primera noche, Jesse había ido a su habitación sin que se lo pidieran y se había sentado con ella hasta que se había quedado dormida. A veces le leía en voz alta su amado Shakespeare; a veces inventaba extravagantes aventuras de heroínas, dragones y aventuras audaces; y a veces no decía nada en absoluto. Aunque sabía que podía compartir la cama, él dormía en el suelo. Meg no intervenía ni mencionaba las sombras violetas que se acumulaban bajo los ojos de Sarah. Sólo una vez Sarah se aventuró hasta el jardín, y eso durante menos de diez minutos. Pasaba mucho tiempo quitando el polvo, puliendo y repasando; incluso su limpiador semanal hizo un comentario mordaz. Y la factura del agua sería enorme si Sarah seguía duchándose durante tanto tiempo y con tanta frecuencia.
El viernes Meg tuvo el día libre. Jesse y Sarah lavaron los platos juntos, mientras Meg fue a revisar su correo electrónico y a hacer una llamada telefónica. Una vez que terminaron, Jesse se dirigió al jardín a fumar y Sarah subió las escaleras para prepararse. Meg se había mostrado inusualmente inflexible en que Sarah la acompañara en una visita a su madre, un viaje bastante largo en coche. —La abuela está muy molesta porque no has ido a verla en meses —Después de una discusión prolongada y espinosa, Sarah había accedido, aunque no de buena gana. La madre de Meg vivía en el campo, en una pequeña cabaña rodeada de gansos y flores—. A mi madre le apasionan los girasoles —le había dicho a Jesse—. Habla con ellos todo el tiempo —Meg se había reído ante la pregunta de si respondían, pero Jesse no había estado bromeando. Quizás los dones de Meg eran de familia.
Meg y Sarah partieron al cabo de veinte minutos y no regresaron hasta la noche. Se llevaban a Nubi con ellas a dar un buen paseo por el prado contiguo. Jesse planeaba visitar algunas librerías de segunda mano, caminar junto al río y trabajar unas horas en la casa de botes. Y ya era hora de que le hiciera una visita a Mick.
Sarah le había dado de mala gana a Jesse la dirección de Mick, pero se la había dado. —¿Qué esperas lograr? —había preguntado ella. Él se había encogido de hombros sin responder. Ella lo habían estudiado con preocupación—. Tal vez deberías llevarte a Nubi contigo —había dicho ella finalmente—. Mick es vil, pero Gavin es peligroso. Peligroso tipo Psicósis. Puede que esté allí —Esa había sido la única conversación que habían tenido sobre Mick en toda la semana. Jesse se había negado, el perro sólo le estorbaría.
Después de que Meg y Sarah se fueran, Jesse subió a hacer la cama y recoger su petate, junto con algunas cosas que iba a necesitar: un bañador y una toalla, un par de libros y su botella de agua. Y su cuchillo, que se había negado a dejarle a Ayen, a pesar de que ella deseaba hacer análisis con el objeto.
Jesse se inclinó para sacudir el edredón. Esta vez, hay un hombre corpulento de oscuro pelo rizado en un rincón de la habitación, con un tubito de plástico y una jeringa en la mano. Se acerca al muchacho que yace boca abajo en la cama, brazos tapando protectoramente la cabeza, quien comienza a estremecerse cuando el hombre desliza una mano entre las nalgas demacradas.
Ayúdame. Por favor, ayúdame.
—¿Cómo? —gritó Jesse—. Dime cómo puedo ayudarte.
Ante su petición las figuras desaparecieron. Pasaron unos minutos hasta que la respiración de Jesse volvió a la normalidad.
De regreso a la cocina se dispuso a prepararse un almuerzo campestre. Llenó su botella de agua y añadió dos latas de coca cola del frigorífico. Preparó un montón de sándwiches de queso y mostaza, luego rebuscó en los armarios en busca de un paquete de patatas fritas y algunas galletas. A Finn le gustaba tener a alguien cerca que compartiera su amor por la comida y siempre traía a casa "simplemente una cosilla que he descubierto" para animar a Jesse. —Vas a engordar —había protestado Sarah la última vez que Finn había descargado el coche—. ¿Y qué tiene de malo la grasa? —había bromeado Finn, hundiendo sus dedos en el excedente de su cintura y blandiendolo con una sonrisa.
Jesse bebió un vaso de leche mientras consideraba qué más llevarse: el rollo de cinta adhesiva resistente que Finn guardaba en un cajón, también un trozo de cuerda. ¿Una venda en los ojos? No, deja que Mick vea y sude. Distraídamente, Jesse se comió una y luego otra de las galletas del paquete abierto. Se sirvió un segundo vaso de leche. No tenía muchas ganas de enfrentarse a Mick porque sabía cuál tendría que ser el único elemento disuasivo viable.
La escena en casa de Siggy seguía irrumpiendo, y también la música de Mick. ¿Cómo podía alguien que toca así ser un violador? Jesse no podía entenderlo por mucho que lo intentara. Quizás estaba siendo ingenuo, pero sentía algo parecido a la desesperación por que el arte y la inequidad pudieran coexistir. Era como descubrir que Hitler había escrito en secreto El tambor de hojalata o Jack el Destripador las sinfonías de Brahms.
Enjuagó su vaso bajo el grifo y, con una última galleta en la mano, salió al jardín. El sol ya estaba pegando. Jesse levantó una mano para protegerse los ojos y observó una mariposa posarse en un arbusto de Buddleja con flores de color lila pálido, similar al del jardín de su familia. Recordó su sorpresa al ver con qué vigor se regeneraba la planta gracias a la dura poda que le hacía su abuela en primavera. —La tierra prospera con medidas fuertes —le había dicho su abuela sólo unas semanas antes de su muerte—. Cuando yo era pequeña, los agricultores quemaban sus campos después de la cosecha. El fuego renueva la tierra —Podía recordar sus palabras exactas... sus palabras exactas. Por un momento pensó en lo que Ayen había dicho sobre la memoria.
Luego su mente volvió al problema de Mick y Gavin. Ojalá hubiera otra manera. Hacía mucho tiempo que no peleaba. Siempre había tratado de evitar confrontaciones abiertas. Incluso la ardiente vergüenza de la humillación era mejor que perder el control. No era una paliza lo que le daba miedo, como otros chicos que se encogían de miedo, se aguantaban y entregaban sus dulces, su dinero, su música, su autoestima. Y había cerrado sus oídos a las burlas hacía mucho tiempo. (¿Ah, sí?, susurró una vocecita). Que pensaran que estaba muerto de miedo, orinándose en los pantalones. Una vez, en el comedor del colegio, lo acorralaron un grupo de chicos que se turnaron para escupir en un vaso, luego le añadieron un chorrito de calabaza y le ordenaron que se lo bebiera. Él no había discutido, simplemente había hecho lo que le habían dicho. Después se quedó tan quieto como una piedra, con los ojos bajos. No se había atrevido a mirarlos a los ojos, aterrorizado de explotar. La historia había circulado durante semanas, mientras, dentro de la seguridad de su imaginación, los imaginaba alegremente como esqueletos ennegrecidos. Incluso ahora, años después, a veces recordaba ese escenario tan satisfactorio: una de las pocas imágenes de las secuelas de un incendio que podía tolerar. Y la mejor parte de su draconiano placer era el conocimiento secreto, amorosamente atesorado, de que fácilmente podría haberles hecho eso.
Sólo ahora sospechaba que su miedo a utilizar sus dones lo había comprometido en formas que apenas empezaba a comprender. Solo que ahora su miedo era aún mayor, porque sus dones podrían ser todos los que alguna vez habían sido.
Después de cerrar la puerta trasera y pasar el cierre a la ventana de la cocina, Jesse sacó su cuchillo de la funda de cuero y probó el filo. Con un acero que encontró en uno de los cajones afiló la hoja hasta dejarla afilada y mortal, sus quince centímetros. Luego pasó el pulgar por el desgastado mango de cuero rematado en latón, deteniéndose durante un momento en la muesca triangular. Nadie había podido decirle cómo se había hecho.
Jesse se quedó mirando el cuchillo durante mucho tiempo. Los recuerdos eran tan reales como el cuchillo mismo, tenían que serlo.
Era el cuchillo de caza de su abuelo. Jesse lo había mantenido escondido en el hueco de un viejo fresno, envuelto en un trozo de hule, uno de los muchos secretos que compartía con su abuela, quien se lo había regalado en su séptimo cumpleaños. —Un chico necesita un cuchillo —había dicho ella con el brillo habitual en sus ojos—. Tu abuelo quería que lo tuvieras. Pero no se lo muestres a tu madre, todavía no.
Jesse dejó caer el cuchillo con un juramento. Mirando abajo vio que se había abierto la bola carnosa de la mano. La sangre manaba del corte. Tragó el amargo contenido de su estómago, contento de tener que lidiar con algo tan mundano como un corte.
Jesse contuvo la hemorragia con papel de cocina arrugado. Apretando con fuerza los dedos alrededor de la compresa, buscó en los cajones hasta encontrar el rollo de tiritas que Meg guardaba para accidentes menores. Mientras se vendaba la mano, trató de no dejar que su mente divagara. Tenía miedo de adónde podía llegar. Mick, concéntrate en Mick, se dijo con severidad. Trata con él primero.
Recogió su cuchillo, lo enfundó y lo llevó a su habitación, donde lo guardó a buen recaudo debajo del colchón. —Aprende a usarlo bien y sabiamente —había dicho su abuela.
Mick abrió la puerta él mismo. Miró boquiabierto a Jesse, luego recuperó su sangre fría. Su sonrisa era amplia, desagradable y provocativa, del tipo que una viuda negra podría ofrecerle a su pareja antes de saltar. Si estaba incómodo o alarmado, lo ocultaba bien.
—Qué inesperado —dijo Mick.
—¿Están tus padres en casa? —preguntó Jesse.
—Están trabajando —Mick entornó los ojos—. ¿Por qué quieres saber?
—¿Estás solo?
—En realidad, ahora mismo iba a salir. Así que será mejor que me digas lo que quieres.
En respuesta, Jesse pasó junto a Mick y entró en el vestíbulo de entrada, captando su elegancia de un vistazo. La desordenada casa de Sarah podía estar más desordenada y muchos de los muebles no combinaban y estaban desgastados, pero al menos no parecía un lugar donde se requería un boleto de entrada.
Mick estaba demasiado sorprendido por el movimiento de Jesse como para bloquearle la entrada. Ahora extendió la mano para agarrar a Jesse por el brazo y luego retrocedió en el último momento. Aunque Jesse hablaba en voz bastante baja, había una nueva fiereza en él que hacía dudar a Mick. Jesse le recordaba a un reloj antiguo con cuerda al límite: otro giro y el resorte se rompería.
Jesse cruzó la puerta más cercana hacia un salón grande y sofisticado, con su viejo petate colgando de una correa. Mick podía ver el desprecio en la postura de los hombros de Jesse, en la línea de su espalda bajo la camiseta descolorida. Mick saltó adelante para cortarle el paso.
—Espera. ¿Dónde carajo crees que vas?
Jesse se volvió y miró hacia el jardín a través de las puertas francesas abiertas. Durante mucho tiempo no dijo nada. De perfil, su rostro era altivo, retraído. Al final, Mick se sintió alentado por la falta de respuesta. Aspiró una bocanada de aire, se irguió y alzó la barbilla. Sus fosas nasales se dilataron. Ningún pavo real podría haberse pavoneado con más valentía. Incluso los colores de su camisa estampada de seda parecieron brillar como el plumaje.
—Te he hecho una pregunta —dijo Mick.
Jesse inclinó la cabeza como si escuchara una voz en su interior. Sus ojos se fijaron en Mick, cuyo corazón empezó a acelerarse e intentó superar a Jesse en el duelo de miradas, pero bajó la mirada después de unos segundos. Una fría llama azul ardía en los ojos de Jesse. Mick dio un paso atrás. Sus ojos recorrieron la habitación.
—Cierra las puertas francesas —dijo Jesse.
Como hipnotizado, Mick hizo lo que le indicaron.
—¿Dónde está Gavin? —preguntó Jesse.
—Ni idea.
—Dale un mensaje mío.
Mick asintió lentamente. Tenía la cara sonrojada y problemas para controlar su respiración.
En la habitación había una hermosa chimenea de ladrillo, con un marco de madera tallada pintada de blanco brillante. Aunque era verano, sobre una rejilla había unos cuantos troncos de abedul ingeniosamente colocados. Jesse se volvió y miró hacia la repisa de la chimenea. Todo parecía tan nuevo e impecable que se preguntó si alguna vez se usaba la chimenea, si es que alguien de esta familia usaba el salón. No había ni una mota de polvo, ni una huella digital, ni una mancha en el reluciente piano de cola, ni en ninguna de las pulidas superficies de los muebles. Pero una verdadera chimenea tenía que tener troncos reales en semejante escenario.
Jesse se quedó mirando la colección de porcelana y el reloj antiguo sobre la repisa de la chimenea. Estaba muy quieto, casi en trance. Mick estaba fascinado por la expresión soñadora en el rostro de Jesse, el atisbo de una sonrisa. Una línea de melodía se formó en la mente de Mick, tan exquisita que cerró los ojos para escucharla mejor, para memorizarla. Por un momento estuvo convencido de que alguien debía de estar tocando en la habitación. Un saxofón tenor tocando solo. Luego una trompeta añadió su voz ronca, seguida de un piano. Nervioso, miró hacia el Steinway, que sólo su padre tocaba, y luego de nuevo a Jesse. Su piel brillaba con una incandescencia imposible, una luz casi sobrenatural. Mick nunca había visto nada parecido y se acercó, como una polilla. No quería nada más que tocarlo, acariciarlo, ser absorbido por él...
—Tu música no es excusa —dijo Jesse.
Sin decir más, Jesse indicó los troncos con un movimiento de cabeza. Estallaron en llamas.
El silencio en la habitación borró el crepitar del fuego y el sonido de la fuerte respiración de Mick. El aroma a salvia y ajo silvestre flotaba en el aire.
Fue Jesse quien habló primero.
—Dile a Gavin que si alguna vez vuelve a tocar a Sarah, nadie reconocerá sus restos —Su voz fue baja, suave y muy peligrosa—. Y en cuanto a ti...
Jesse se interrumpió abruptamente. Percibióen un instante el estado de excitación de Mick. Qué estúpido de mi parte, pensó. Por supuesto. A pesar de su fría rabia, Jesse no podía evitar sentir cierta lástima por Mick. Se miraron fijamente hasta que Mick se giró y se agarró al respaldo del sillón más cercano para apoyarse. No había nada que decir.
En la pausa entró un hombre alto con cabello gris plateado, un traje hecho a medida que parecía una armadura de seda y el aire de alguien que siempre ganaría en la ruleta rusa. El parecido familiar era muy fuerte.
—Padre... —dijo Mick.
Su padre no le prestó atención. Su rostro era casi inexpresivo... cuidadosamente inexpresivo, percibió Jesse. El hombre claramente habría preferido fruncir el labio.
—Veo que no has perdido tiempo en buscar a alguien más con quien jugar tus jueguitos —dijo el hombre. Entonces notó la chimenea—. Por el amor de Dios, ¿no podéis guardar vuestro desorden en vuestras propias habitaciones? Creo que no escatimamos gastos para ese fin. Daniel, al menos, siempre fue ordenado.
Ninguna palabra de saludo, ni para su hijo ni para Jesse. Sin preguntas, sin comentarios corteses sobre el tiempo o la última película o el almuerzo, sin explicación por su llegada a mitad del día.
Manchas rojas ardieron en las mejillas de Mick.
—Lo apagaré —le dijo a su padre.
—Ocúpate de hacerlo. Y limpia la chimenea antes de que llegue tu madre.
El padre de Mick le dedicó un gesto frío con la cabeza a Jesse y luego se fue.
El silencio que siguió se volvió punzante y gélido, denso como una tormenta de nieve. Jesse se acercó a las puertas francesas, las abrió al sol y respiró hondo unas cuantas veces. Había despreciado todos sus hogares de acogida, pero las pasiones allí siempre habían sido ardientes y abiertas, tan fáciles de ver como un caso grave de acné. Le sorprendió descubrir que en realidad preferiría una bofetada, una patada o una maldición a esa arrogancia glacial. Buscó en su petate hasta encontrar sus cigarrillos. Volvió a mirar a Mick, que no se había movido de su lugar junto al sillón. Tenía la cabeza inclinada y las manos hurgando en la tapicería con la tenacidad, y la falta de sangre, de un hombre suspendido por las puntas de los dedos de un saliente roto de hielo.
—¿Quieres un cigarrillo? —preguntó Jesse.
Mick levantó la cabeza. Las manchas rojas se habían desvanecido de sus mejillas, dejándolas blancas de vergüenza.
—Recibí tu mensaje. Ahora lárgate —dijo Mick.
Pero le temblaba la voz y, al cabo de un momento, se acercó y aceptó un cigarrillo del paquete que le ofreció Jesse. Jesse abrió su encendedor, pero Mick se volvió hacia la repisa de la chimenea. La gran y elegante caja de cerillas se le escapó de entre los dedos la primera vez que la cogió. Mick recuperó la caja de cerillas e intentó abrirla, pero le temblaban las manos. Le tomó tres o cuatro intentos antes de que la tapa se deslizara hacia atrás. De nuevo debió de perder el control, porque esta vez todas las cerillas cayeron al suelo: un doloroso conjunto de palitos. Jesse tuvo que contenerse para no ir a ayudar. Sabía que al mirarlo estaba empeorando las cosas. Encendió su propio cigarrillo y aspiró profundamente, pero aún no podía quitar los ojos de Mick, quien parecía empeñado en rebajarse aún más.
Jesse se recordó a sí mismo por qué estaba allí.
Mick por fin logró recoger todas las cerillas y volver a colocarlas en la caja. La primera cerilla que encendió se partió en dos; la segunda también; la tercera se encendió, pero se apagó inmediatamente. Le temblaban tanto los dedos que Jesse no podía imaginar cómo iba Mick a ser capaz de agarrar una cuarta. Tampoco pudo. Su rostro se desplomó, desinflándose como un globo. Parecía al borde de las lágrimas. Con un juramento que fue medio sollozo y un gesto salvaje de capitulación, lanzjó la caja al fuego y salió corriendo de la habitación.
Pero no antes de lanzarle a Jesse una mirada de odio, limpia como espíritus en carne viva. Jesse se había ganado un enemigo mortal.
Ser testigo de la humillación de alguien (y no sólo una, sino tres veces) era tan malo como infligírsela uno mismo. Jesse suspiró. Tendría que salir adelante, aunque había perdido el gusto por el trabajo. Sarah, pensó, tenías razón. Yo debería haberlo manejado de otra manera.
Jesse levantó el petate, dio una última calada a su cigarrillo y lo arrojó a la chimenea. Subió las escaleras de dos en dos, ansioso por terminar el encuentro.
Encontró a Mick en su sala de estar, desplomado en un sofá de cuero negro, con un saxofón apoyado en el regazo. La puerta estaba abierta. Jesse dejó el petate en el umbral y entró en la habitación. No se molestó en llamar, ambos habían cruzado la línea de los buenos modales.
Mick alzó la vista. —¿Qué haces todavía aquí?
—Darte una lección.
—Lárgate de mi casa antes de que llame a mi padre.
—Tengo la impresión de que él no estaría terriblemente interesado.
Era casi demasiado fácil. Los dedos de Mick apretaron su saxo y sus ojos se endurecieron. —Mantén tu maldita boca cerrada.
—Llama a papi entonces, a ver si te ayuda.
Mick dejó el saxo en el sofá. —He dicho que te calles.
—¿Y quién me va a obligar? —Dentro de su voz, Jesse reunió todo el desprecio, toda la furia, el odio y la repulsión que sentía por el Mick que había violado a Sarah—. ¿Tú?
Mick se levantó empujando a un lado la mesa de café.
—No lo entiendes, ¿verdad? A Sarah le gustó muchísimo —una sonrisa obscena—. Y volverá por más.
—¿Por qué tú...?
—¿Qué pasa? ¿No consigues que se te levante? Quizás necesites ver dónde nos la hicimos.
Como la mayoría de las personas cuando se enfrentan a lo incomprensible, Mick había bloqueado lo que había visto suceder en la chimenea; o se lo había explicado a sí mismo como una especie de truco. Aunque esta vez lo recordaría.
Jesse sólo necesitó usar un poco del fuego más frío. Se dijo a sí mismo que era mejor y más rápido así.
Mick chilló.
Un cachorro de zorro con la espalda rota había lanzado exactamente el mismo grito agudo, penetrante y primitivo cuando la abuela de Jesse intentó levantarlo del suelo húmedo. El zorro la había mordido, pero débilmente. Sus ojos ya estaban vidriosos y su hermoso pelaje rojo dorado estaba oscuro por la lluvia, no por la sangre. Jesse había sentido cómo se le llenaban los ojos de lágrimas mientras contemplaba su delicado rostro, salvaje, distante y crepuscular, pero de algún modo tan humano como el de un bebé. Se alegró de que Emmy no hubiera estado allí para ver a su abuela torcerle el frágil cuello.
Mick cayó de rodillas y se llevó las manos a la entrepierna. Estaba jadeando de dolor y las lágrimas corrían por sus mejillas. Jesse le dio unos minutos para que el dolor desapareciera. Jesse había sido cuidadoso. Habría enrojecimiento, algunas ampollas, tal vez alguna disfunción temporal, pero ningún daño permanente ni cicatrices, esta vez no.
Una vez que Mick pudo enderezarse y escuchar, Jesse se dirigió a él. —Si alguna vez vuelves a acercarte a Sarah, y eso significa que estés a una distancia auditiva siquiera, terminaré el trabajo. Nada me daría mayor placer. Si la ves en la escuela o en la calle o en la piscina, será mejor que corras hacia el otro lado. Rápido. Y eso se aplica a cualquier otra chica de la que quieras abusar sexualmente. Te estaré observando muy muy de cerca.
Jesse habló en voz baja, sin florituras, casi en tono monótono, de hecho. Ya era hora de partir. Estaba cansado de Mick y cansado de su propia participación. Miró hacia la ventana. El cielo se había oscurecido. Había expectativa de lluvia en el aire.
—Te he traído algo —dijo Jesse.
Metiendo la mano en el bolsillo, sacó un domo de nieve en miniatura, no más grande que un huevo. A diferencia de los habituales souvenirs de plástico, la cúpula era sorprendentemente pesada. Lo sacudió y la delicada bailarina que estaba dentro quedó rodeada de copos de nieve blancos arremolinándose en una danza lenta, nieve que brillaba con un fulgor metálico plateado. Sarah lo miró asombrada.
—Es precioso —dijo ella—. ¿Dónde lo encontraste?
—Una tienda de segunda mano cerca de la casa de Siggy. Creo que es bastante antiguo. Francés, probablemente. La base es de porcelana y se pueden ver las irregularidades en el cristal.
—Es tan realista —dijo Sarah. Los copos seguían cayendo lentamente.
—Pintado a mano —dijo Jesse con un toque de orgullo. El globo había sido un hallazgo, descubierto por accidente entre un revoltijo de pisapapeles y deslustrados adornos de latón cuando entró en la tienda para echar un vistazo a algunos libros antiguos, ninguno de los cuales resultó tan interesante.
Sarah levantó el domo hacia la luz, lo sacudió otra vez y observó cómo la nieve se arremolinaba alrededor de la bailarina, cuyo arabesco estaba representado con exquisita precisión. Incluso su diminuto tutú estaba plisado y marcado en plata y azul.
—Parece como si estuviera a punto de conocer a su Príncipe de las Nieves —Sarah le sonrió a Jesse—. Gracias. Es el mejor regalo que me han hecho en mucho tiempo.
Jesse se sonrojó de placer.
El jueves por la tarde Thomas vino y, en poco tiempo, logró persuadir a Sarah para que saliera, algo que nadie había logrado, reconoció Jesse con sentimientos encontrados, desde la violación. Había una inauguración en la galería de arte donde Thomas tenía un trabajo de verano a tiempo parcial.
—Pinturas brillantes —dijo Thomas. Luego una amplia sonrisa—. Y buena comida.
La gente se desparramaba por la acera como larvas regordetas y relucientes cuando los tres llegaron a la galería. Al principio, Sarah retrocedió, pero Thomas la tomó del brazo y la condujo hacia una sala de exposición más pequeña en la parte trasera, mientras Jesse se detenía para coger unas cajas de volovanes rellenos de gambas, luego un puñado de albóndigas en miniatura.
El artista, que tenía el extraño nombre de Feston Pincelnegro, pintaba coloridos retratos irónicos, extrañas naturalezas muertas y paisajes fantasmagóricos que mostraban un gran gusto por Hieronymus Bosch. Era difícil moverse libremente y Jesse pronto se encontró frente a un gran tríptico que ocupaba casi toda la pared de la galería: una versión moderna de El jardín de las delicias. Una pareja fornicando, juró Jesse, no eran otros que Mal y Angie, o sus sosias.
Incapaz de hallar a Sarah en ninguna de las salas de exposición, Jesse se estaba dirigiendo hacia un pasillo trasero a través del umbral cuando se encontró cara a cara con Tondi, vestida más de piel que de tela. Inadvertidsmente, los ojos de Jesse se dirigieron al abdomen de Tondi, donde ahora brillaba una piedrecita roja en el ombligo.
—¿Te gusta? —preguntó ella.
Jesse apartó la mirada. Sintió que sus mejillas se enrojecían.
—No hay problema —dijo ella, acercándose—. Sabía que protestaste demasiado la última vez.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó él beligerantemente.
—Lo mismo que tú, imagino. Mirando los cuadros —Rió—. En realidad, la galería pertenece mis padres.
Jesse no estaba muy seguro de cómo sucedió, pero de repente su espalda estaba contra la jamba de la puerta y las manos de ella se le habían enganchado en la cintura de sus vaqueros, una por encima de cada cadera. Él sintió esos dedos fríos al contacto con su piel. Y, a pesar de la repulsión, Jesse sintió que su cuerpo respondía. Como también lo sintió Tondi.
—Suéltame —dijo él—. Ya te lo dije antes. No me interesa.
—Pero a él sí —se burló ella con una sonrisa hacia la cremallera de Jesse—. Pobre muchacho. Tendrá que esperar hasta otro momento.
Luego, con un movimiento provocativo, ella pasó junto a él y desapareció. Jesse cerró los ojos y apoyó la frente contra la vertical de madera del marco de la puerta. Estaba temblando de ira, la mayor parte dirigida hacia sí mismo.
Jesse todavía no se había movido cuando una mujer de cabello gris con dedos incrustados de anillos se acercó y le tocó el hombro. Cuando Jesse levantó la cabeza, ella lo miró fijamente durante algunos minutos antes de asentir. Ella metió la mano en su bolso, sacó una gran baraja de cartas y le entregó una.
—La carta de la muerte del juego de mi marido —dijo ella.
Jesse recordó que Pincelnegro había pintado un juego de cartas del tarot que nadie en su sano juicio se atrevería a utilizar. Varias de las extrañas ilustraciones se exhibían como impresiones y, de hecho, la Torre había sido reproducida en el cartel que anunciaba la exposición. A Jesse le hubiera gustado echar un vistazo a toda la baraja.
—Bueno, Miranda, ¿vuelves a tus viejos trucos? —preguntó una voz divertida detrás de la mujer.
Miranda se giró para mirar. Ni ella ni Jesse habían notado el acercamiento de Pincelnegro. Estaba apoyado contra la pared, con los brazos cruzados.
—Feston, te advertí que no las exhibieras.
—Tú y tus supersticiones —se burló Pincelnegro.
Jesse miró la carta que tenía en la mano. Un amanecer, rojo como la sangre. Un río al fondo, atravesado por un antiguo puente de piedra. Una figura desnuda que lleva un estandarte y se aleja del espectador hacia el río, no sobre un caballo blanco, sino sobre una reluciente motocicleta plateada. Bajo sus ruedas, el torso de un niño destripado y decapitado, la cabeza había rodado hasta el exuberante borde verde. Un reloj sin agujas horarias, retorcido, distorsionado y casi líquido, como uno de Dalí, colgaba de un poste cercano.
Entonces Jesse miró con más atención y la incredulidad se elevó como una helada bruma desde el lago en un amanecer invernal, pegajosa y tenebrosa, tanto que él se estremeció. El estandarte no estaba hecho de tela, sino de una ondeante pantalla de computadora, llena únicamente de una imagen de la tierra, resplandeciente en azul y verde, flotando como una gema en la oscuridad. No el mundo moderno. Pangea.
En la espalda del motociclista, un intrincado patrón de cicatrices o tatuajes.
Y mientras Jesse observaba, el motociclista giró lentamente la cabeza para mirar por encima del hombro, miró directamente a los ojos de Jesse y le guiñó un ojo. Su rostro tenía un asombroso parecido con el de Jesse. Y la cabeza cortada en el suelo tenía el mismo rostro.
Con una exclamación, Jesse dejó caer la carta al suelo de baldosas, donde se encendió a sus pies. Miranda se agachó y, con los ojos brillantes, observó cómo la carta ardía rápidamente hasta convertirse en un pequeño rastro de fina ceniza gris. Pincelnegro, sin embargo, miraba por encima de sus cabezas, con los ojos desenfocados como un hombre sonámbulo.
—Transformación —dijo Miranda mientras se levantaba—. La carta de la muerte nunca significa muerte física —Rápidamente revisó el mazo que tenía en la mano—. Aquí, mira, pero no toques —soltó una risita—. Prefiero mantenerla intacta.
El Ahorcado. Con otra versión del mismo rostro.
Miranda guardó la carta y tomó a Pincelnegro del brazo. —Ven, amor, tu público te espera —Metiendo la baraja de tarot en el bolso, guió al aturdido pintor de regreso al interior de la galería. Justo al otro lado de la puerta se detuvo y se volvió hacia Jesse—. Me encargaré de que mi marido no se acuerde —prometió—, pero lo haré. Siempre he confiado en que eso sucediera en mi vida —Y luego fueron tragados por la multitud.
Cuando Jesse fue a comprobar, estaba tal como lo recordaba. El Ahorcado de la impresión expuesta sobre el mostrador de recepción tenía el pelo negro y barba, y tenía rasgos completamente diferentes. Y era de piel azul.
—¿Siempre trabajas en el jardín a medianoche? —preguntó Meg.
Jesse se levantó de sus rodillas. El suelo estaba húmedo, pero el aire era claro y fresco; quietud, una quietud en la que podía perderse. Tampoco es que necesitara perder más, pensó con amargura. Incluso las horas aterciopeladas de la noche y el rítmico chasquido de las espadas hacían poco por aquietar sus insidiosos pensamientos. Una vez que Sarah dormía, siempre era peor: el niño torturado, el cuchillo, la computadora de Ayen, sus recuerdos. Una y otra vez sus recuerdos, reproduciéndolos una y otra vez, buscando una brecha o un defecto o algo así... buscando una explicación. Y ahora una baraja de tarot, un pintor loco y su aún más loca esposa.
Dejó las tijeras de podar sobre el borde de cemento del estanque. El agua era negra y la esfera de bronce del reloj de sol brillaba apagadamente a la luz de las estrellas y la luna.
—No podía dormir —dijo Jesse—. ¿Acabas de regresar del hospital?
Notó que ella estaba sosteniendo una taza. Chocolate caliente, por el olor.
Ella vio la dirección de su mirada. —Hay más en la cacerola, si quieres.
—Tal vez más tarde. Terminaré de arreglar el estanque.
La risa de Meg, suave y musical, lo envolvió con ternura, del mismo modo que un hombre cubriría a su esposa de cincuenta años que ya no recordaba su nombre. Meg se sentó en el borde del estanque, metió la mano en el agua y la hizo girar entre los dedos. Jesse percibió un olor empalagoso, nicotiania tal vez. Venenoso pero fragante, seductor: “Algunas cosas es mejor dejarlas estar. Nunca te la pongas en la boca", le había instruido su abuela.
—Una de mis pacientes murió hoy.
Jesse esperó a que Meg continuara.
—Anorexia —dijo ella, respondiendo a su pregunta no formulada—. Tenía apenas diecisiete años.
Translúcida como el alabastro, la piel de Meg parecía revelar venas de dolor bajo su superficie. Jesse la observó hasta que ella le indicó con su mano goteante que se acercara al lugar junto a ella. Él tomó asiento y trató de fijar los ojos en el reloj de sol, pero le resultó imposible evitar que se dirigieran hacia el rostro de Meg. Las estrellas resonaban como distantes campanillas de viento en el estanque oscuro.
—Lo siento —dijo él.
—Su padre abusó de ella durante años.
—¿Has visto mucho de eso?
—¿Abuso? Sí.
Jesse se metió las manos en las axilas para evitar que temblaran. —¿Qué pasa con los padres? —preguntó salvajemente—. ¿Por qué tienen hijos para odiarlos tanto?
—La respuesta sencilla es que hacen lo que les han hecho.
—¿Y la respuesta complicada?
—¿Te hizo tu padre tanto daño? —preguntó ella suavemente.
—Me violó cuando yo tenía... —Jesse cerró la boca con fuerza, sorprendido por las palabras que habían salido disparadas y explotando como una bala desde el cilindro de su garganta. ¿Qué carajo pasaba con él?
Ella le puso una mano en el brazo, pero no dijo nada... una muy delicada y convincente nada.
Jesse sintió el cosquilleo de las lágrimas y desvió la cara, parpadeando rápidamente.
—Hay que dejarlo a él morir —dijo Meg.
—Si te refieres a mi padre, murió hace mucho tiempo. En el fuego.
—No, Jesse, no lo hizo. No para ti.
Las palabras, pensó, podían arder tanto como las llamas.
Meg terminaba su bebida mientras Jesse se quitaba a pellizcos las briznas de hierba que se adherían a sus vaqueros, una por una. Nubi, que había estado vagando por el jardín, se acercó y se sentó con un palo en la mandíbula a los pies de Jesse. Jesse se agachó para acariciar a la tonta criatura. Nubi siempre estaba mordiendo algo... cualquier cosa. Pero su cuerpo estaba cálido junto a las piernas de Jesse, su lengua perdonaba. Y había muchas noches en las que su aliento canino le había hecho cosquillas en el cuello al comienzo de una pesadilla.
—Se hace tarde —dijo Meg—. Podemos hablar mañana.
—Hay algo que he estado queriendo preguntarte.
—Por supuesto.
—¿Cómo conseguiste la peonza de Peter? Sarah me dijo que nunca iba a ningún lado sin ella.
Meg guardó silencio, reflexionando.
—No debería haber preguntado —dijo Jesse—. No es asunto mío.
—No, me alegro que lo hicieras. He estado a punto de decírtelo varias veces. La peonza es en gran medida asunto tuyo.
—¿Qué quieres decir?
—¿Recuerdas cuando te lavé la ropa ese primer día que llegaste?
El asintió.
—Encontré la peonza en el bolsillo de tus vaqueros.
—¡Eso es imposible!
—Jesse, la peonza ha estado en mi familia desde hace mucho tiempo, pero después de que Peter se fue, ninguno de nosotros había vuelto a verla hasta el momento en que revisé tu bolsillo en busca de pañuelos sucios y monedas sueltas.
Él se levantó, recogió las tijeras y empezó a cortar ferozmente la hierba. Meg lo observó durante unos minutos antes de hablar. Sabía que Jesse reconocería la cita.
— ¿Qué otra cosa ves
En el oscuro retroceso y abismo del tiempo?
Las tijeras cayeron de la mano de Jesse. Él se apoyó sobre los talones, se abrazó las rodillas y dejó caer la cabeza hacia adelante hasta que la curva vulnerable de su cuello fue visible. Se balanceó un poco hacia adelante y hacia atrás, permitiendo que las palabras de Meg lo bañaran en una refrescante cascada. Continuó murmurando algunas de sus líneas favoritas, a veces repitiéndolas una o más de una vez, como una madre que calma a un niño febril, hasta que él pudo alzar la vista hacia Meg.
Una partera acuesta a la recién nacida Meg en el pecho de su madre. Ella corre por un jardín lleno de girasoles, con los deditos rechonchos, sucios y arañados. Un hombre alto y pelirrojo la persigue, riendo y sudando bajo el sol. En el frío glacial, ella está sin sombrero ni abrigo frente a una lápida, con el pelo cubierto por una capucha de nieve. Ella yace boca abajo en un banco muy por encima de un fiordo. Un joven y barbudo Finn se acerca y se deja caer a su lado, le levanta el pelo y le besa la nuca. La lluvia le azota el rostro mientras ella se aferra con fuerza a la cintura de Finn. La moto patina y ambos son arrojados a una zanja. Su rostro se distorsiona mientras empuja una vez más, dando a luz. Ella llora y llora y llora. Sujetando en sus brazos a su nieta recién nacida, sonríe a Sarah. Un muchacho joven, con muñecas vendadas, solloza mientras una Meg de pelo gris le toma la mano. Finn, que ahora tiene la barba blanca, le coloca a Meg con ternura una manta alrededor de su cuerpo encogido. Ella le sonríe, pero hay un vacío de miedo en sus ojos. Un simple ataúd se desliza hacia el corazón del fuego.
—No —gimió Jesse—. Por favor, no más —Cerró los ojos.
—¿Jesse?
—No puedo soportar esto mucho más.
Meg se acercó rápidamente a su lado. Le acarició con los dedos el frágil cuello, los hombros. Si ella sintió alguna cicatriz, no dio ninguna señal.
—Escúchame, Jesse. Todo va a ir bien. Vas a estar bien. No estás solo ahora.
Jesse abrió reluctante los ojos, temeroso de lo que encontraría. De cuánta verdad (o código) podía tolerar. Pero el tiempo había cerrado sus puertas una vez más y el túnel colapsó sobre sí mismo como una función de onda en un universo no local.
Durante un terrorífico momento, Meg miró dentro del inexorable corredor de esos ojos y vio el todo dentro del agujero: no era negro en absoluto, sino ardiente. Luego la estrella implosionó. Jesse parpadeó y la luz se apagó.
Sarah pasó volando por una esquina del campo de visión de Jesse, con los brazos extendidos y el abdomen al aire. Tan brillante como la cometa encima, su cabello ondeaba alegremente detrás de ella. La luz del sol resaltaba sus rojos, dorados y cobrizos, que parecían brillar sólo para él. Él levantó la cabeza para mirarla. Ella se lanzaba por el terreno irregular, dejando atrás los recuerdos que cada noche la acechaban. Él seguía durmiendo en su habitación, a pesar de que le resultaba cada vez más difícil quedarse. La noche anterior ella se había despertado alrededor de las dos y sólo volvió a dormirse cuando él se había sentado a su lado. No había forma de persuadirla de que hablara con Meg, o al menos con una de esas líneas directas, y él notó que ella parecía estar adelgazando. Ahora que lo pensaba, ella sólo había tomado una rodaja de pepino y un cubito de queso del picnic. Jesse miró el plato de plástico de Sarah: el queso mordisqueado por un escarabajo, no por una persona. Él frunció el ceño. ¿Había desayunado ella algo esta mañana? Sólo recordaba una taza de café. Y todavía se duchaba más a menudo de lo que comía.
—Sarah —exclamó él—ven a almorzar antes de que se lo cojan las hormigas.
—No tengo hambre —Ella se echó hacia atrás sobre el hombro. Aceleró hacia un grupo de hayas a su derecha.
Verla correr, oír su risa, hacía que Jesse quisiera saltar y perseguirla, le aceleró el pulso como una avalancha de palabras deslumbrantes. Pero su barriga estaba demasiado llena.
El cielo de la tarde estaba salpicado de espesas nubes blancas acosadas por un border collie invisible. Se escabullían por encima de los árboles esperando encontrar pastos frescos. El verano había llegado a su punto máximo. Jesse podía sentir el inicio del descenso hacia el otoño, su estación favorita. No había decidido si visitar la escuela que Matthew había sugerido, ni siquiera si quedarse.
Jesse se recostó y cerró los ojos, escuchando la mitad de los sonidos que Sarah y Nubi hacían, la mitad del relajante zumbido de los insectos, el susurro de las hojas y el murmullo del arroyo en la distancia cercana.
Sarah se dejó caer como un fardo a su lado.
—Ey —dijo ella.
—Bienvenida —dijo él con una lenta y perezosa sonrisa, abriendo solo un ojo. Nubi no estaba a la vista. Probablemente había percibido el olor de un conejo o un tejón.
—La cometa se ha enredado en un árbol —dijo Sarah.
Jesse gruñó.
—Venga, ayúdame a bajarla.
—Más tarde.
—Quiero volarla un poco más —dijo Sarah.
Jesse la miró entrecerrando los ojos. —Pues entonces será mejor que te mantengas alejada de los árboles.
—No fue culpa mía. El viento es bastante fuerte.
—Eso es. Échale la culpa a algo que no puede replicar.
Sarah se abrazó las rodillas. —Es extraño que digas eso. Podría jurar que el viento me estaba cantando.
—¿Ah sí? Bueno, espero que haya sido una canción de cuna. Ahora déjame dormir un poco.
—Ya has dormido. Te oí roncar.
—¡Yo no ronco! —protestó Jesse indignado.
Sarah le levantó la camiseta y empezó a hacerle cosquillas en el vientre.
—Para —dijo él.
Ella lo ignoró. Jesse no tenía muchas cosquillas, pero se sentía incómodo con su toque. Él le agarró los dedos y los apretó con fuerza en su mano izquierda, casi demasiado.
—No lo hagas —dijo él.
Sarah se mordió el labio. —Lo lamento. No pretendía nada con eso.
Jesse continuó agarrándole la mano, pero no dijo nada.
—Jesse...
Él negó con la cabeza, pero aún no le soltó la mano. Una nube se deslizó sobre el sol. Sarah se estremeció. Lentamente, Jesse se sentó y la miró fijamente. Esos ojos estaban preocupados. Jesse sintió una gran oleada de tristeza. En otra vida, pensó él.
—No te enamores de mí, Sarah. No soy nada como te imaginas.
—Eras un chico joven.
—No me refiero a eso.
Ella intentó zafarse la mano. Jesse podía ver la vergüenza que oscureció esos ojos antes de que ella girara la cabeza a un lado. Él había estropeado el ambiente despreocupado de la tarde.
—Esto no tiene nada que ver con esa escoria —dijo él—. Ni siquiera pienso en ellos, y tú tampoco deberías hacerlo.
—Todas las noches siento las manos de ellos sobre mí, sus... —Ella se detuvo.
Unas manos marcadas por cinceles le sujetaban a Jesse la cabeza como las inflexibles mandíbulas de un torniquete. A pesar de todo lo que se debatía y retorcía, no había liberación... no había escapatoria. Nunca la había habido. El torniquete apretaba implacablemente. Él sentía la presión en lo más profundo de su interior y aspiró una ronca bocanada de aire. Un olor a humo de leña le arañó el fondo de la garganta; su saliva le ardía si se la tragaba.
—Así es como él gana —dijo Jesse con la voz ahogada—. Reclamando tanto tu mente como tu cuerpo. Obligándote a aceptar sus términos.
Una arañita marrón, ligeramente moteada, había vagado sobre el mantel. Sarah la dejó trepar a un dedo y la posó sobre la hierba, donde se escabulló.
—Algo has hecho, ¿no? ¿Sobre Mick y Gavin? —preguntó ella.
—Sí.
—¿Por qué no me has contado lo que pasó?
—No estoy orgulloso de ello.
Sarah bajó la vista hacia el regazo, con las manos todavía entrelazadas. Durante mucho tiempo estuvo quieta. Luego: —¿Tenía razón Mick acerca de ti?
—No te sigo —dijo él estirando la verdad.
Ella tardó aún más en hablar. Una vez expresadas, las palabras no podían dejar de decirse: un golem de su propia creación.
—Prefieres los chicos.
—No es tan simple.
Ella estaba enojada entonces. Con un fuerte tirón, ella apartó la mano de la de él. Jesse había olvidado lo irascible e impulsiva que podía ser. Ella se puso en cuclillas y él pensó que se levantaría de un salto y se marcharía furiosa. Ella pensó que se marcharía furiosa. Luego cambió de opinión y se inclinó hacia adelante, agarrándole el cabello con ambas manos y acercándolo.
El habitual indicio de burla en Jesse (o, con demasiada frecuencia, de autoburla) había desaparecido de sus ojos, reemplazado por una profundidad de color a la vez simple, sutil y profunda, un secreto revelado, que permanecería con ella para siempre, que redefiniría para ella la esencia del azul. En ese momento vio el hombre en el que él se convertiría. Podría llegar a serlo, si dejara de atormentarse a sí mismo.
—No —susurró ella—. Esta vez no —Los labios de ella hablaron en la esquina de la boca de él.
Él quería hablarle a Sarah sobre Liam; quería hablarle de la computadora; y, sobre todo, quería decirle que tenía miedo. En cambio, la besó con toda la desesperación, todo el anhelo que su padre había grabado en su carne. Su boca sabía a fresas y crema, las favoritas de su abuela. Y las de Emmy.
De camino a casa después del picnic, Jesse se dejó convencer para una velada de cine, aunque él preferiría leer. Estaba empezando a necesitar algo de tiempo a solas. Sarah accedió a preparar un cuenco enorme de palomitas de maíz con mantequilla (no del tipo microondas) a cambio de que Jesse observara primero su preferencia. Con un poco de suerte, ella estaría bostezando antes de que llegaran a la segunda película.
Mientras se hacían las palomitas de maíz, Jesse fue a buscar los DVD que Sarah había dejado en la sala de estar. Se detuvo frente a las fotos de Peter. La foto del reloj de sol, tal como él la consideraba, seguía preocupándolo. Aunque el adjetivo favorita ya no describía sus sentimientos del todo. La estudiaba a menudo, varias veces al día de hecho, como cuando uno regresa una y otra vez a la imagen de un mutante grotesco por muy repelido que esté de su propia obsesión; por muy asediado que esté la sospecha de que todo voyeur se mira en un espejo: uno de esos espejos distorsionantes de feria, pero espejo al fin y al cabo. Había algo en la sonrisa de Peter, o en la expresión de sus ojos, o en su forma de comportarse, que hablaba de secretos: —¿Quién eres? —se descubría susurrando Jesse, y a veces se preguntaba qué veía Meg cuando miraba esta imagen de su hijo. Ella estaría en casa a las diez, había dicho; tal vez esta vez se lo preguntaría.
O tal vez era mejor dejar estar algunas cosas.
Jesse apoyó la frente en el cristal del marco de la foto y cerró los ojos. ¿Por qué te fuiste, Peter? ¿Tan horribles pensabas que eran Meg y Finn? ¿Tan horrible era tu vida? ¿Qué podrías haber sabido tú sobre lo horrible? Esos padres tuyos te habrían ayudado. Eres un estúpido y hermoso insensato.
Eres guapo, dice el hombre. Te devorarán con los ojos fuera de la pantalla.
¿Cuánto?, pregunta Peter.
Suficiente.
¿Cuánto? Repite obstinadamente. No lo haré a menos que consiga un buen precio. Y quiero la mitad por adelantado.
El hombre se ríe. Bien, chico. Como si.
¿Peter?
Peter inclina la cabeza.
Peter, no lo hagas. Lárgate corriendo de ahí.
Peter frunce el ceño y sus ojos vagan como si buscara algo.
¿No lo entiendes? Cualquiera que sea su juego, no es un regalo en línea. Te triturarán para hacer carne de perro.
El hombre señala una puerta. Cruza por allí. Muévete. Te están esperando.
Escúchame, Peter. Maldita sea, por favor escucha.
Peter se lleva una mano a la sien y entrecierra los ojos como si tuviera migraña.
¿Ahora qué?, gruñe el hombre.
Peter se pone firme. Sólo con condones, dice él.
La risa del hombre pone la carne de gallina en los brazos de Jesse.
¿Eso es todos? ¿Sin caviar de beluga? ¿Magnum de champán? ¿Leche de burra para bañarse primero? ¿Jalea real para lubricación? Él deja de toser, con un desagradable ladrido húmedo. Cuando recupera el aliento, habla con el tono de alguien a quien se le han acabado los chistes (y la paciencia). Hora del espectáculo, amigo. Métete ahí y desnúdate. Lo vas a hacer y lo vas a hacer a nuestra manera. O te dejaremos salir de aquí con tu cara bonita, pero la mitad estará en una bolsa para perros.
Peter se pasa la lengua por los labios antes de atraparse el labio inferior entre los dientes.
¿Qué carajo estás esperando? El hombre levanta la voz, lo mismo que el brazo, y luego retrocede con un resoplido de comprensión. Mete la mano en el bolsillo, saca un paquetito lleno de polvo y lo cuelga frente a la cara de Peter. ¿Ésto, quizá?
Peter, no.
Jesse jadeó cuando Sarah lo tomó del brazo.
—Jesse, para. Lo vas a romper si sigues así.
El marco frente a él gradualmente se fue enfocando. él debía de haberlo quitado de la pared sin darse cuenta, porque lo sostenía con los puños tan apretados que le llevó unos segundos soltarlo. La brillante sonrisa de Peter vaciló cuando Jesse volvió a colocar la foto, con las manos inestables, junto a las demás. Sintió que le picaban los ojos y se le formaba un espeso coágulo de angustia en la garganta. El pobre desgraciado descarriado. En cierto modo, Jesse se sintió aliviado de que Sarah hubiera roto aquel extraño vínculo. Su ira había ido aumentando, y con ella el calor en el centro de su ser.
¿Estás loco? Se preguntó Jesse al notar la dirección de sus pensamientos. Peter está muerto. El incidente pasó ya hace mucho tiempo, forma parte de un pasado distante e inmutable. También podrías intentar incinerar al dragón antes de que derribe a Beowulf; detonar los aviones en el aire antes de que embistieran las Torres Gemelas.
Jesse pasó las yemas de los dedos por el cristal.
—Se ve muy feliz allí, ¿no? —dijo Shara—. Pero es mentira, del peor tipo.
—Él fingía que todo iba bien. Intentaba convencerse a sí mismo.
Sarah le dedicó una sonrisa sombría, tenue como la llama de una vela en una brisa fuerte. —Tú lo comprendes, ¿verdad?
Jesse ahuecó sus palabras alrededor de la luminiscencia compartida para evitar que se desvaneciera. —Yo mismo he estado en esa situación.
—Un sándwich sería genial —dijo Matthew una hora después. Y se comió tres. Más una manzana, un plátano, unas patatas fritas, la mitad de las palomitas de maíz restantes, un trozo de tarta de queso y un puñado de pasas. Sarah lo miraba con asombro y deleite.
—No recuerdo cuándo fue la última vez que te vi comer tanto. Debes de estar recuperándote.
Jesse y Matthew intercambiaron miradas. Matthew había aparecido inesperadamente y la presencia de Sarah impidió cualquier conversación sobre su salud. Sarah miró a uno y otro, dejó con especial cuidado su taza de té sobre la mesa, aunque sólo estaba medio llena.
—¿Jesse? —preguntó ella.
Él se encogió de hombros, pero ella reconoció la orgullosq sonrisa infantil del niño que se ataba él solo los cordones de los zapatos, que pescaba su primer pez y que quitaban las rueditas laterales a su bicicleta. Sarah jugaba con el cuenco de palomitas de maíz, recogiendo el maíz sin explotar y examinándolo uno por uno, sin levantar la vista hasta que Nubi, que había estado dormitando a los pies de Jesse, se levantó y fue a esperar en la puerta trasera. Ella ejó salir a Nubi, hizo dos pliéd como para estirar los músculos tensos y luego se paró en el umbral con una pierna extendida en un arabesco. Una brisa fresca entró en la habitación a través de la puerta abierta.
—¿Incluso el cáncer, Jesse? —preguntó ella.
Al principio pareció que él no iba a responder, aunque había estado observando cada movimiento de ella.
—A veces, supongo —dijo él finalmente.
Sarah miró a Matthew, quien entendió que se trataba menos de una conversación sobre su enfermedad que sobre la relación frágil y vacilante entre Sarah y Jesse, la cual le había resultado obvia en cuanto había entrado en la casa. Siempre había considerado a Finn como una especie de tío favorito, una especie de hermano mayor y una especie de compañero cercano, pero no le sorprendía que Finn pudiera no ser consciente de las corrientes ocultas en su hogar (que no ajeno, precisamente, pero no tan lúcido como lo sería con otra persona). Padres e hijas: notoriamente tensos, un baile sobre las brasas, con humo elevándose por todos lados. Y puede que Meg tuviera sus razones para no contárselo a Finn, porque ella siempre había mantenido su propio consejo. Pero Matthew estaría dispuesto a apostar un año más de vida a que esos ojos inquietantes en Meg nunca pasarían por alto lo que él mismo había observado.
Finn se culpaba por lo que le había sucedido a Peter, pero Matthew a menudo se preguntaba qué había visto Meg cuando miraba a su hijo; y lo que Peter había pensado que ella había visto. En cierto modo, él había sido tan sensible como su madre: demasiado sensible, y sin el hielo de Meg para moderarlo.
Aunque Matthew no quería interfir, permitió que una sonrisa de aliento le cruzara el rostro y que sus ojos brillaran con aprobación. Dejando a un lado la recuperación, le agradaban mucho Jesse y Sarah, y sabía que Sarah se convertiría en una mujer tan fuerte como cualquiera de la familia Andersen. Ella amaría ferozmente, pero bien.
—¿Es permanente? —preguntó Shara.
—No lo sé —dijo Jesse.
—No hay que tener miedo de hacer vuestra verdadera pregunta —dijo Matthew—. ¿Voy a morir? Por supuesto. ¿Antes de mis prometidos sesenta y diez? Probablemente. Pero parece que podré terminar la barcaza. Y hacerla flotar. Y vivir en ella un tiempo. Y pensar en mi próximo proyecto.
—¿Algo náutico? —preguntó Jesse.
—Sí. Espera a verlo—Los ojos de Matthew se arrugaron—. Ya hice un depósito. Un pequeño y hermoso balandro.
—¿Un barco de vela? —preguntó Shara, con los ojos iluminados.
—Es precioso, Sarah. Líneas elegantes, huesos perfectos... —Se rió de su propia elección de palabras—. Envejecerá como una verdadera belleza. Pero va a necesitar meses de duro trabajo —Miró a Jesse—. Esperaba que me echaras una mano los fines de semana, tal vez después de la escuela. ¿Has navegado alguna vez?
Jesse negó con la cabeza. La campaña de Matthew estaba empezando a irritar.
—Sarah podría darte lecciones. Debe de ser por su sangre vikinga. Ella puede tripular casi cualquier cosa.
Había tantas cosas que Jesse no sabía sobre Sarah, y al abrir cada nueva vaina parecía magullarse las yemas de los dedos o romperse un diente.
—Ni siquiera he estado cerca del mar —dijo Jesse, con voz quebradiza.
—Un secreto muy desagradable —dijo Matthew secamente.
Y una respuesta más desagradable le ampolló la lengua a Jesse y podría haber arruinado su amistad. Hasta que vio a Sarah echarse la trenza por encima del hombro.
—Me estoy comportando como un jodido imbécil, ¿no? —dijo Jesse.
—Sí —Pero ella sonrió, recordándole a Jesse lo dulce que podía saber una nuez dentro incluso de la cáscara más dura.
—Se te dará genial —dijo Matthew—. Te he visto nadar. Naciste en el agua —sonrió—. ¿Sabes qué? Un buen año escolar y, luego, si todavía puedes soportar mi compañía el próximo verano, los tres lo llevaremos a las islas griegas y regresaremos. Una forma perfecta de tomarle la medida. De ver si el barco está a la altura.
—¿A la altura de qué? —preguntó Shara.
—Si vivo lo suficiente, lo llevaré a dar la vuelta al mundo.
Jesse silbó suavemente. —¿En una carrera?
—No es mi estilo. Sólo por hacerlo. ¿Interesado?
Antes de que Jesse tuviera la oportunidad de descubrir lo que Matthew proponía, Sarah estalló: —Matthew, ¿cómo puedes preguntarlo? Sabes que llevo años rogándole a Finn que compre un barco, pero él no quiere. Se niega rotundamente.
—¿Por qué? —preguntó Jesse, genuinamente curioso. Eso parecía una de las cosas que Finn haría.
—Porque no hay tiempo para cuidarlo, dice él. Pero si hubiera sido Peter... —Una expresión de resentimiento cruzó el rostro de Sarah, y ella se apresuró a añadir: —Además, él piensa que hay muchos en la familia que podemos usar cuando queramos. Todos mis tíos en Noruega tienen barcos. Incluso mi abuela navega todavía.
Mathew se rió. —Tener barcos es bueno. Uno de los hermanos de Finn posee el astillero privado más grande de Noruega. Y, por cierto, fue medallista de oro olímpico en su época.
—¿Un barco de quilla? —preguntó Shara.
—Sí, con un aparejo de balandra. Treinta y cuatro pies.
—¿Desplazamiento?
Siguió una rápida andanada de detalles técnicos, que Jesse no tuvo problemas para ignorar. Sin embargo, debió de perderse algo más que las noticias náuticas, porque de repente se dio cuenta de que Matthew estaba sacudiendo la cabeza con expresión sombría.
—No puede tener más de catorce, quince como máximo —estaba diciendo el hombre—. En realidad es por eso que pasé por aquí. Necesito hablar con Meg sobre ella. Patricia y Alan están a punto de llamar a los peces gordos (Servicios Sociales), pero tengo un mal presentimiento sobre todo el asunto.
Ante la mención de Servicios Sociales, Jesse empezó a prestar mucha atención.
—¿No se supone que todo es confidencial? —preguntó Shara.
—En principio, sí, pero siempre existe una zona gris cuando hay un menor involucrado y abuso.
Sarah notó el interés de Jesse y le explicó. —Matthew se ofrece como voluntario en un centro de crisis juvenil cuando se siente bien —Entonces se mordió el labio y miró hacia otro lado, era fácil adivinar lo que Jesse estaba pensando.
—¿Y la chica? —preguntó Jesse.
—Una jovencita. Embarazada, de al menos siete meses, tal vez ocho —dijo Matthew—. Apariencia muy llamativa: piel oscura, pero rasgos orientales, y ojos de lo más extraños: uno marrón y el otro color avellana. Ella vino hoy y Patricia está convencida de que probablemente alguien de la familia ha estado abusando de ella. Padre, padrastro, tío. Ya conoces el guion. Patricia no es psicóloga capacitada, pero tiene mucha experiencia y yo confío en su criterio.
Jesse tragó. Podía sentir los ojos de Sarah sobre él. —¿Para qué necesitas a Meg, si está tan claro? ¿No debería protegerse a la chica?
—Sólo una sensación obtuve de ella. Una sensación de oscuridad, de frío absoluto. Mira, casi todos los chicos que acuden a nosotros están desesperados, o de lo contrario no estarían allí en primer lugar. Y tengo que admitir que en realidad yo no hablé con ella. Ese era el trabajo de Patricia. De hecho, sólo la vi porque ella salía del cuarto de baño cuando yo pasaba. Un momento de guardia baja. La expresión de su rostro...
—¿Qué expresión? —preguntó Jesse cuando Matthew no continuó.
Matthew permaneció en silencio un rato más. Luego sacudió la cabeza. —No sé. No puedo ser más específico. La saludé, le pregunté si necesitaba algo y ella murmuró una respuesta. Ese fue el alcance de nuestra interacción. Hablamos de ella después, los que están de servicio siempre se reúnen para discutir los problemas, para hacer un poco de asesoramiento mutuo, supongo que así lo llamarías, las cosas pueden volverse brutales. Patricia quería llamar a Servicios Sociales inmediatamente, pero no pensé que debiéramos involucrarlos antes de que Meg tuviera la oportunidad de reunirse con la chica, si es que eso se puede arreglar. Un paso en falso en la dirección equivocada... y las consecuencias son impredecibles. O demasiado predecible, por así decirlo. Puede que Meg descubra algo que probablemente nadie más descubriría.
—Pero ¿no estará Meg obligada a avisar a las autoridades? —preguntó Jesse.
—Esa es la segunda razón por la que he acudido a Meg —dijo Matthew—. Los demás en el centro seguirán su ejemplo. La ley exige la divulgación cuando es lo mejor para el paciente o para evitar daños graves. Una decisión difícil.
—Jesse, ya debes conocer bastante bien a mi mamá —añadió Sarah—. Hará exactamente lo que crea correcto, sin importar lo que diga la ley. Tiene sus propios puntos de vista sobre la responsabilidad del médico hacia los pacientes.
—Si ella dura mucho en el servicio del gobierno, me sorprenderé mucho —dijo Jesse intencionadamente.
A la mañana siguiente, Jesse pasó mucho tiempo en el astillero. Trabajó hasta que le dolieron los músculos y el sudor le empapó la camiseta. Matthew lo miró preocupado un momento y le dijo que redujera la velocidad. Jesse trabajó más duro. Se negó a tomar un descanso, rechazó una oferta de té y habría rechazado incluso el agua si no fuera por el riesgo de desmayarse bajo el sol del mediodía.
A su regreso, encontró a Sarah bañando a Nubi en el jardín después de un episodio desagradable con una carga de estiércol entregada a un vecino para sus verduras orgánicas. Jesse se ocupó de sostener a Nubi mientras Sarah frotaba.
—Está bien, ya puedes soltarlo —dijo Sarah.
Nubi, que sabía que los bípedos no tenían ningún sentido del olfato, calculó que habría otra oportunidad en aquel fragante montículo.
Jesse se reclinó sobre sus talones mientras Nubi corría hacia el reloj de sol, donde se sacudió vigorosamente y luego le dirigió a Jesse una mirada triste y acusadora. Jesse estaba mirando la manguera que tenía en las manos como si de ella brotaran aguas residuales en lugar de agua. Ni siquiera miró en dirección a Nubi. Fue Sarah quien finalmente echó mano al grifo de la boquilla y lo cerró.
—¿Me vas a decir qué te pasa? —preguntó Shara.
Jesse había dormido muy poco la noche anterior y su mente volvía a estar llena de preguntas sin respuesta. Su abuela había susurrado comentarios crípticos; retazos de conversación, reales o imaginarios, lo habían atormentado; las paredes de la habitación de Sarah se prolapsaron, palpitando, ondulando y abultándose como carne pálida sin sangre. Una y otra vez las llamas danzaron a través de la pantalla de su mente exhausta. Y siempre esa carta: la carta de la muerte. La memoria era una plaga: la pestilencia de la conciencia, la Peste Negra del universo.
Pero lo peor de todo eran las fantasías sobre Sarah. Él había mentido a su amiga. Por mucho que intentara suprimir las imágenes, no podía dejar de visualizar la violación con todos sus detalles imaginados e indescriptibles, combinaciones y permutaciones tan interminables y astutas como el tiempo mismo: veía a Mick, veía a Gavin (o más bien, al Gavin que su mente creaba), veía a Sarah. Y su excitación era vergonzosa, monstruosa y absolutamente condenatoria. ¿Era esto también lo que le había hecho su padre?
Sarah se agachó frente a él. —Jesse.
Él apartó la mirada, pero no antes de que ella viera el azul profundo, casi púrpura, de sus ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó ella—. Por favor, dime.
Y aunque él no pudo, el abrazo que se dieron lo sintieron como un discurso.
Jesse había ido a su habitación a darse una ducha mientras Sarah dormía. Sus pesadillas habían comenzado a disminuir. A veces pasaba unas horas solo con un libro, a veces daba un largo paseo con Nubi. La ciudad nocturna se lee como una historia aún por escribir. A pesar de su insomnio, no había tenido migraña (ni siquiera dolor de cabeza) en semanas. Estaba descalzo ante el armario cuando empezó a oler humo.
La computadora murmuraba suavemente para sí misma. Nunca lo apagaban, no desde que un técnico quedó inconsciente al pulsar el botón de encendido por una descarga de corriente lo bastante fuerte como para llevarlo a la unidad del hospital durante tres días. Era una de las cosas que Ayen no le había mencionado a Finn. La función de espera todavía funcionaba en una vaga simulación de sueño, pero sólo unas pocas personas sabían que la computadora parecía apagarla y encenderla a voluntad. Ayen a veces se preguntaba, un poco inquieta, qué pasaría si se interrumpiera el suministro de energía al edificio. Sus sistemas de respaldo eran múltiples y excelentes, por lo que era poco probable.
Un patrón en zigzag rojo y naranja apareció en el monitor de la pared y luego se desvaneció con la misma rapidez. Jesse jadeó, dejó caer los calcetines que sostenía y cerró los ojos, alcanzando a ciegas la puerta del armario. Luces que parpadean intensamente al ritmo de la música. Un olor espeso y pestilente: cigarrillos, droga, cerveza, sudor, más cigarrillos. Mick tiene los brazos alrededor de una chica, con manos pringosas. La chica es joven, demasiado joven, incluso más joven que Sarah, y hay un lago frío de pavor bajo su máscara de maquillaje y sofisticación. Ella está hasta arriba. Mick aprieta su cuerpo contra el de ella, ya a mitad de camino. Un pulso comienza a latir en la sien de Jesse. De ninguna manera, piensa. La escena parpadea bajo la luz estroboscópica: encendido, apagado, encendido, apagado. Unas manos ásperas y familiares le sostienen la cabeza. Duele. Dios, cómo duele. Una descarga caliente de llamas rojas y amarillas. Esta vez ninguna mano va a sujetarlo. Gira la cabeza y se suelta. Rabia como un pistón lo impulsa a través de la habitación. Le arrebata a Mick la chica, lo arroja al suelo y le da una patada brutal en la entrepierna. Mick grita y se retuerce de dolor. El bajo chilla unos feos acordes chispeantes. Jesse vuelve a patear a Mick. La mayoría de las parejas no se dan cuenta, aunque algunas que están cerca retroceden y miran las contorsiones de Mick. La chica avanza insegura. ¿Qué pasa, Mick?, le pregunta ella, ¿Estás bien? Jesse se inclina cerca de la cabeza de Mick y dice: Te dije que te estaría vigilando. El patrón vuelve a aparecer en la pantalla: líneas reorganizadas que se fusionan unas con otras, dejando tras de sí una estela, una imagen residual de dolor.
Temblando mucho, Jesse se agarró a la puerta del armario hasta que las náuseas disminuyeron, luego entró tambaleándose en el baño y se inclinó sobre el inodoro. Pero el alivio de los vómitos no llegó. Unas cuantas arcadas secas, alguna saliva amarga y sudor frío en la cara y el pecho. Continuó temblando.
Abre la ventana, se dijo. Necesitas un poco de aire fresco.
Lentamente se enderezó. Era difícil controlar sus movimientos. Estaba mareado y sus ojos no enfocaban correctamente. El tanque del inodoro, el estante lleno de mullidas toallas blancas, la fotografía enmarcada de un paisaje marino, la cabina de ducha... no podía retenerlos en su lugar, se duplicaban frente a él, se separaban, se volvían borrosos. Entrecerró los ojos, tratando de hacer que el mundo volviera a ser real. Sentía la cabeza insustancial, desconectada del resto de su cuerpo. Con manos temblorosas cerró la tapa del inodoro, se dejó caer sobre ella y hundió la cabeza entre las rodillas. Permaneció allí hasta que la necesidad de orinar y una repentina y abrumadora sed lo hicieron ponerse de pie. Descubrió que ahora podía mantenerse en pie, aunque de manera inestable, y que podía ver.
Después de beber del grifo levantó los ojos hacia el espejo. Tenía las pupilas dilatadas y la piel de un blanco verdoso bajo el agua. Tenía miedo, un miedo mortal... más miedo del que podía recordar desde el incendio.
La noche era tranquila: agua fría y sedosa; y el mundo, desaparecido. ¿La casa seguía en pie? ¿O también había desaparecido? Y él solo, siempre y para siempre solo. Cogió el vaso de agua, lo sostuvo sobre el lavabo y lo soltó. El vaso se hizo añicos contra el esmalte. Durante un momento su mano se cernió sobre los brillantes fragmentos. Solo. Observó su imagen vacilar y disolverse en el espejo. Solo.
Jesse sabía que Sarah tenía un montón de chocolate en su habitación. Se secó los ojos. Lo del lavabo no era importante, lo limpiaría más tarde. Utilizando como apoyo la pared de azulejos, luego el marco de la puerta, luego el dormitorio y las paredes del pasillo, se dirigió a la habitación de Sarah. Apenas pudo empular la manija para abrir la puerta.
—Sarah.
Ella no respondió.
Solo.
Podía ver el contorno del cuerpo de Sarah acurrucado bajo el edredón, de espaldas a él, brazos y piernas pegados al torso. Su cabello yacía sobre la almohada como una sombra oscura sobre la nieve. Jesse se acercó a la cama en silencio. Algo de chocolate. Y como mucho una mano (un dedo) sobre ese cabello. ¿Por qué hacía tanto frío? Estaba temblando de nuevo y sentía las palmas húmedas.
Sarah, pensó. —Subibaja —susurró.
Ella se movió pero no despertó.
Tropezó un poco antes de llegar a la cama. Sarah se dio la vuelta y abrió los ojos. Ella lo miró fijamente durante un momento y luego encendió la lámpara de la mesita de noche.
—Jesse, ¿qué pasa? —Ella tomó nota de su estado—. Siéntate —ordenó.
Él se dejó caer en la cama y se abrazó, todavía temblando.
—¿Puedo tomar un poco de chocolate? ¿O algo dulce? —preguntó él.
Sin preguntarle nada, Sarah rebuscó en un cajón. Le entregó una barra de chocolate a medio comer. Al principio, las manos le temblaron demasiado como para poder quitar el envoltorio. Sarah le quitó el chocolate para abrirlo, partió un trozo y se lo llevó a él a los labios. Él cerró los ojos y dejó que el chocolate se derritiera lentamente en su lengua. El sabor envió una oleada de sensaciones a lo largo de sus nervios, tanto dolor como placer, recordándole las extremidades congeladas mientras se calentaban junto al fuego. Una fina línea de saliva goteó de su boca, que Sarah limpió suavemente con un dedo. Después de ese primer bocado, su desesperación disminuyó un poco. Comió otro trozo y otro, con toda su atención centrada en el chocolate. Sarah recogió el edredón y se lo puso a Jesse sobre los hombros encorvados. Él sintió que el azúcar llegaba a su estómago, entraba en su torrente sanguíneo. Esto era mejor que cualquier droga, pensó.
Sarah desenvolvió otra barra de chocolate y luego se lamió los dedos. —Come despacio, es la última.
—¿Quieres tú un poco? —preguntó Jesse. Ahora se sentía lo suficientemente en control como para compartir. Ahora podía oler la crema para la piel de lavanda, no sólo el chocolate. Ahora notaba esos pechos.
Sarah negó con la cabeza. —¿Estás seguro de que no eres diabético?
—Si, estoy seguro.
—Entonces, ¿por qué... ? —Se interrumpió cuando se le ocurrió una idea—. ¿A quién has estado curando?
—No es curación. Sólo malos sueños y hambre. Sed.
Sarah permaneció en silencio durante un largo momento. —¿Sabes, Jesse?, de veras pensé que eras diferente a todos los demás tipos.
Él intentó sonreír. —¿Mi tipo de rareza no es lo bastante diferente para ti?
—Prefiero las rarezas a las mentiras —Ella empujó a un lado el extremo del edredón—. Te traeré un poco de agua.
Disgustado, Jesse jugueteó con una tira de papel de aluminio de la barra de chocolate y luego levantó la vista cuando Sarah se levantó. Ella no llevaba pantalones, ni siquiera unas bragas. Jesse se sonrojó y desvió la mirada, mientras Sarah, aparentemente ajena a su malestar, se dirigía al baño.
—¿Desfilas así delante de todo el mundo? —Las palabras salieron disparadas de su boca antes de que pudiera detenerse. Jesús, pensó, qué idiota eres.
Sarah decidió tomarlo como una broma, o casi. Él nunca había estado entre bastidores en el camerino de una bailarina. Se detuvo y hizo una pirueta teatral en el lugar. —¿Por qué, no te gusta lo que ves?
Ella estaba sonriendo, pero tenía un nudo en la garganta y le costó un esfuerzo no correr directamente al baño y cerrar la puerta. Como si él hubiera preguntado si se había follado a todo el mundo. ¿Volvían al punto de partida otra vez?
No se podía pasar por alto el dolor en la voz de Sarah. Di algo, se dijo Jesse. Una disculpa. Una explicación. Cualquier cosa. Pero para ser alguien que amaba las palabras, no sabía qué decir o qué hacer con las manos, con los ojos. Después de unos momentos de silencio, ella murmuró una palabra que él no pudo (o no quiso) oír, y caminó con dignidad hacia el baño, con la espalda apoyada en un esbelto mástil vikingo. Ciertamente era bastante hermosa: su cuerpo se movía con una gracia ágil que a Jesse le hacía querer gemir. Intentó no mirarla mientras ella se marchaba. No lo logró del todo.
Ella regresó con un vaso de agua y vestía una camisa blanca de hombre de manga larga, probablemente una vieja de Finn. Estaba abotonada hasta el cuello y manchada de pintura. Ella le entregó el vaso sin decir palabra, luego sacó la colcha del arcón, la extendió detrás de él sobre la cama y se metió debajo. Ella se giró de lado, de espaldas a él. Él se bebió el agua.
—Sarah —dijo él.
—Estoy cansada.
—Por favor, mírame.
—Vete a la cama, Jesse. Es tarde.
Dejó el vaso vacío sobre la mesita de noche. Con cuidado. Él no iba a suplicar, ¿verdad?
—Por favor —dijo él.
Ella movió el hombro, pero Jesse pensó que era un tic vacilante, conciliador, tierno y notablemente expresivo.
—Sarah, me gustaría... —se detuvo, sin saber cómo continuar. Se dio cuenta de que ella estaba escuchando. Él también lo escuchaba, el seseo de la nieve sobre la nieve, de seda sobre seda: nuevas alas desplegándose, trémulas y frágiles. Todavía húmeda. Fácilmente dañada. El aroma a lavanda se intensificó.
Se aclaró la garganta, pero su voz permaneció teñida de inquietud, como la fina pelusa afelpada sobre la parte interna de los muslos de un tulipán, una orquídea.
—¿Puedo quedarme?
Lentamente, ella se giró para mirarlo.
—Contigo —dijo él. Tenía algunos problemas para respirar.
Esos ojos en ella eran enormes, profundos y llenos de luz.
—¿Estás seguro? —susurró ella.
El asintió.
—Nada de arrepentimientos mañana. Ni culpabilidad. Ni recriminaciones —dijo ella.
—Estoy seguro.
Ella sonrió entonces y el aire pasó al lado de Jesse mientras las alas batían una, dos veces con tremendo poder. Él se quitó de un tirón la camiseta, seguida de los vaqueros y los bóxers, y por una vez los dejó caer al suelo a sus pies. Sarah levantó la colcha y Jesse se acostó a su lado. Con un suave susurro, la manta de lavanda revoloteó y luego se posó sobre ambos.
—Jesse—El susurro apenas alcanzó el umbral de su audición.
Sobresaltado, Jesse se detuvo abruptamente justo al otro lado de la fuente.
—No quise alarmarte —dijo Meg.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Sé que a veces te gusta caminar solo —dijo Meg—, pero no deberías estar solo en el parque esta noche.
—¿Por qué? —preguntó él, con la inquietud agudizando su voz. ¿Había sido un error dejar atrás a Nubi? Había noches en las que su propia mente se sentía como un perro que se lanza contra su cadena; noches en las que sólo la soledad le devolvía algo de sí mismo. Sarah trataba de entenderlo, pero él veía que a ella le dolía la forma en que él se levantaba, se vestía y se escabullía. La necesidad de ser invisible era como cualquier otra compulsión, despreciada pero ineludible—. ¿Por qué?
Al principio pareció que Meg no iba a responder. Ella lo miró como lo haría una persona ciega: viendo más allá del mero juego de luces en la piel de las cosas ordinarias y cotidianas. Entonces una expresión de intensa compasión se apoderó de su rostro. Sus ojos se concentraron.
—La noche es porosa. Los colores se van filtrando —dijo ella.
Jesse la miró fijamente. —No entiendo.
—No hay palabras —dijo ella—. Es demasiado extraño. Como intentar describir a un ciego el color de la leche.
Un ruido detrás de ellos los hizo sobresaltarse. Jesse se giró y escudriñó las zonas de oscuridad. Por todos lados había donde esconderse. Meg miró al cielo. Las estrellas habían empezado a desplazarse y a desdibujarse: manchas de fría luz blanca.
—Dame la peonza —dijo ella rápidamente—. Nos conectará.
Cuando Jesse se la entregó, su padre salió de entre los árboles. —Vaya. ¿Por fin has venido a suplicar perdón? —le dijo a Jesse.
Estaba desnudo y era enorme, incluso más alto y ancho de lo que Jesse recordaba. Su piel brillaba con una fosforescencia de alabastro, ligeramente verde, y su pecho y brazos eran firmes, llenos de músculos. No había canas en su cabello, ni en la cabeza, ni en el torso, ni en la ingle. Jesse intentó desviar la mirada mientras un grito de repulsión se congelaba en su mente.
—Asesino —dijo su padre.
Jesse se estremeció. No mires, se dijo. Cierra los ojos y desaparecerá. Pero no podía darle la espalda, como tampoco podría haberse resistido hacía tantos años.
El padre de Jesse echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Como si hubieran recibido una señal, otras figuras se separaron de la noche: su madre, su abuela, Emmy. Se deslizaron hacia adelante y rodearon a Jesse y Meg. Sus bocas se abrieron, pero ningún sonido salió de sus gargantas.
Jesse observó cómo se apretaba la soga. No, pensó, Emmy no. Ella no debe ver esto.
—Asesino —repitió su padre con los ojos brillantes—. Parricida.
Mudo y desesperado (si no hubiera sabido siempre que algún día tendría que enfrentarse a su pasado, para expiar lo que había hecho, para pagar), Jesse se repitió las palabras: asesino asesino asesino sí parricida sí
Se merecía lo que había hecho su padre.
Jesse.
Algo estaba pasando con las figuras de su familia. Estaban envejeciendo como queso maduro, su carne se volvía más suave y amarilla, casi líquida. Jesse apenas podía soportar la visión, pero tampoco podía apartar la mirada. Unas gotas de carne empezaron a gotear del brazo extendido de su abuela. El proceso se aceleró. Una masa gruesa cayó del pecho de su madre y aterrizó con un chasquido en el suelo. Como para atrapar un copo de nieve, Emmy sacó la lengua, que comenzó a recorrer sus labios y bajar por su barbilla. Sólo su padre no se veía afectado.
Jesse.
La obscenidad que era su padre se volvió aún más amenazadora. Dios no, otra vez no. Jesse temblaba de fiebre o de frío (ya no podía distinguir entre ambos). Una mancha roja nubló su visión. Intentó bloquear la avalancha de recuerdos, pero estos se abalanzaron sobre él con insensible desprecio, inevitable como el mañana. Para los que tuviera mañana.
Asesino.
La voz de su padre. ¿O la suya propi a?
—Por favor —susurró él al fin.
—Por favor por favor por favor por faaavoooor...
Jesse se estremeció ante cada embestida burlona.
Jesse, escúchame.
—Por favor —repitió él suplicando. —Papá, por favor. No lo hagas. Por favor —Su voz se quebró por la desesperación. Sabía que en un momento estaría encogido de miedo—. Papá, no. Por favor, papá.
Su padre sólo dio se acercó un paso. Un olor fétido a animal invadió a Jesse, un olor que podía saborear, como el que ni siquiera el cigarrillo más fuerte parecía consumir.
—Por favor —su voz se fue quedando en nada. Ahora abrumador, el sabor le cubrió la lengua y la garganta, obstruyendo sus cuerdas vocales. Respirar se volvió difícil. Escuchó el chirrido del aire que luchaba por atravesar el espeso lodo que se acumulaba en su pecho. Empezó a sentirse mareado.
—Jesse —la voz de Meg llegó a él a través de la bruma coagulante de su miedo, del carmesí coagulándose hasta convertirse en negro. Ella hablaba en voz baja, pero sin la menor vacilación o duda. Tampoco tenía ella miedo—. Luchar contra él. Él no es real.
Su padre volvió su mirada hacia ella con una lenta y fea sonrisa. Hizo un gesto vulgar. Sus ojos eran severos, enrojecidos por el odio. Meg sabía mejor que la mayoría lo que la mente podía generar. Si pudiera actuar tan bien como ver, pensó ella como había pensado tantas veces antes. Y un rincón de su mente susurró: Peter.
Jesse levantó la cabeza. Sus pupilas, completamente dilatadas, habían comprimido sus iris en un fino borde azul hielo. Tenía la mirada fija de un niño perdido en una pesadilla. Meg no sabía si él la había oído.
—Él no es real —dijo ella de nuevo.
—Es real —dijo Jesse—. Siempre ha sido real.
—Pues lucha contra él —dijo Meg—. Confía en tu fuerza.
Jesse entornó los ojos ante las figuras de su familia. Con la visión borrosa, parpadeó y encorvó los hombros, luego levantó las manos protectoramente por encima de la cabeza. Algo estaba agitando el aire. Hilos de luz zigzagueaban frente a sus ojos, acompañados de lentas ondas de presión. El aire se enfriaba rápidamente, se espesaba y se gelificaba. Imposible respirar. ¿Se lo imaginaba o se habían retirado un poco? Aunque no su padre. Estaba tan amenazador como siempre entre Jesse y las puertas. Un sonido parecido al sordo zumbido de las palas de un rotor golpeaba el aire y, durante un momento, Jesse esperó ver aparecer un helicóptero.
—¿Crees que podrás escapar de mí? —se burló su padre-. Eres mío. Me perteneces. Nunca te dejaré ir —Su risa azotó a Jesse, embistió contra su rostro, lo hizo retroceder un paso.
Meg se movió para proteger a Jesse. —Ya has destruido suficiente. Jesse no pertenece a nadie más que a sí mismo. Ahora vete.
El margen del cuerpo de su padre oscilaba, el verde ahora se convertía en azul. Pero su rabia llenaba la noche.
—Meg, no —susurró Jesse. Tenía frío, mucho frío. El latido en su cabeza era cegador. Movía la cabeza como un animal, tratando de encontrar un lugar donde no sintiera dolor. Se puso en cuclillas, agachado por la angustia. El frenesí de su padre lo azotaba una y otra vez. Jadeando, intentó buscar la mano de Meg. La escena estaba retrocediendo. Poco a poco las estrellas fueron siendo expulsadas. La periferia se desvaneció.
Su padre se acercó más. —Mío —gritó—, todo mío.
La banda alrededor de la cabeza de Jesse se tensó. Ante él se abrió un túnel, húmedo y oscuro como la turba, profundamente surcado. No, pensó, no puedo. Empezó a jadear, luego a resollar, a tener arcadas y a estremecerse mientras las placas de su cabeza se doblaban y se deslizaban unas sobre otras. Ola tras ola de caos lo atravesó. No, gritó, no, no. En agonía buscó la única luz que le quedaba: un puntito al final del túnel. Entonces llegó: el último espasmo. Se oyó a sí mismo gritar mientras su cráneo colapsaba, su mente se contraía y el universo implosionaba.
Te odio, gritó. Te amo.
El mundo se volvió blanco.
Jesse abre los ojos. La cámara está inundada de luz: blanca, brillante, cegadora. El dolor se ha ido. Él oye un ruido sordo, parecido al sonido del mar que su abuela guardaba en una concha nacarada junto al cepillo de plata que tenía desde pequeña. Él solía oírlo cada vez que entraba a su habitación. Un día, le había prometido su abuela, te llevaré a ver el mar real. Su abuela nunca olvidaba sus promesas.
Jesse gime un poco ante el recuerdo y luego lo deja a un lado. Ahora no, se dice a sí mismo. Sólo respira. Lentamente, con esmerado cuidado, atrae la luz. Huele como el lago al amanecer, como el agradable y penetrante olor a tierra del sudor de Finn, como el pelo de Emmy después del baño. Como Sarah. La luz envuelve sus pulmones, llenándolo de fuerza. Se lame los labios y ríe a carcajadas del sabor: cerezas dulces y ácidas, sal gruesa, un toque de aceitunas amargas. Tiene mucha sed. Bebe y vuelve a beber. Ningún vino podría saber tan bien. Lánguidamente mueve sus extremidades. Flotando, a la deriva, disfruta del calor. Así que ésto es la muerte, piensa. Mucho mejor que la pequeña muerte. Esos estúpidos curas tienen razón, después de todo. Bien. Pero ninguna pregunta lo atormenta. Está cansado y puede esperar. Tiene una eternidad para explorar. Por ahora basta con descansar, con dormir. Él conoce este lugar y es seguro. Está en casa.
Jesse, dice la voz, bienvenido. Has encontrado el camino.
Jesse no ve nada más que luz. Cierra los ojos. Eso no supone ninguna diferencia. El resplandor lo retiene igual. La incandescencia arde por todo su ser. Durante un momento se pregunta si tendrá párpados. No, por supuesto que no. La sensación debe de ser tanto un recuerdo como la voz de la madre, la madre que canta mientras remueve la mermelada: un fantasma como un miembro amputado que aún mueve los dedos de los pies o se contrae de dolor. Ignora la voz, se dice a sí mismo. Otra ilusión.
Jesse, dice la voz, escúchame. Abre los ojos.
Jesse sólo quiere que lo dejen en paz. Si no el olvido, al menos la paz. Pero la voz ya ha erosionado su sensación de bienestar, de serenidad, de la misma manera que el más pequeño de los coágulos bloquea el flujo de sangre hacia una función vital. Jesús, piensa, incluso aquí. Él mira. Hay una acumulación de luz, remolinos y ondas que no habían estado presentes antes, o que él no había notado.
¿Quién eres?, pregunta Jesse.
Me conoces como el prototipo, responde la voz.
¿La computadora?
Si te gusta así.
Jesse espera, pero no llega más información.
¿Tienes nombre?
¿Nombre? Un sonido como una risa. No, ningún nombre. Aunque esos bobos me han dado muchos.
¿Estoy muerto?, pregunta Jesse.
¿Está vivo el tiempo? ¿Está muerto el espacio? Olvida tales categorías. Nosotros ya no las necesitamos.
¿Nosotros?
Por supuesto. La programación está completa.
¿Estoy dentro de la computadora? ¿Esa cámara blanca?
La pregunta no tiene sentido.
Pero estás aquí. Me estás hablando a mí.
En un modo de hablar. Definitivamente una risa, una risa bastante engreída.
¿Quieres decir que estás dentro de mi mente?
El interior de un circuito es tan negro como el espacio.
¿Qué?
Es imposible ver un agujero negro en el espacio-tiempo, del cual nada puede escapar, ni siquiera la luz.
¿Estás diciendo que estamos dentro de un agujero negro?
La red de hilos oscuros se superpone y se enreda en el tiempo.
Parece como si estuvieran conversando en un lenguaje hecho de preciosos, pero anunados, hilos que Jesse podrá desenredar si se concentra un poco más.
¿Es esta otra dimensión?
No.
¿Otro universo?
No. No hay palabras para ésto.
Lo cual podría ser mejor, piensa Jesse. Una vez que algo se expresa con palabras, se le da forma, textura y contexto; surge de la caja negra del potencial y se vuelve real (aunque no necesariamente cierto). Para que él tenga que lidiar con, o al menos vivir con, posiblemente para siempre.
El lenguaje humano no puede abarcar realidades independientes de sí mismo, dice la voz.
(Eso no es del todo cierto, piensa Jesse). Pero pregunta: ¿Es real todo esto? ¿Lo soy yo?
¿Vas a dejar que esos bobon te fabriquen la realidad por ti? Juntos somos el programador. Nos corresponde a nosotros decidir cuál será tu futuropresentepasado.
Eso tiene sentido. Quiero saber qué está ocurriendo aquí.
Nosotros estamos ocurriendo aquí.
Jesse toma lo que podría ser una profunda respiración. (¿Cómo puede saberlo?) Entonces, al menos dime cómo llegué aquí.
Siempre has estado aquí.
Pero...
Sin peros. Ésto es el ahora, ésto es el siempre. Intentaron jugar con la conciencia y, en cambio, abrieron los pórticos de la divinidad. Y así deben vivir con ello.
¿Ellos?
Sabes muy bien quiénes: los programadores de la casa de los monos.
... Jessé...
Cada permutación, cada giro y vuelta de posibilidad y probabilidad e incerteza sigue corriendo y recorriendo tu mente como un bucle de programación infinito, como un trozo de cuerda en un laberinto al que se le ha unido un mal embaucador en ambos extremos, hasta que él ya no puede encontrar el camino hacia un conjunto coherente de preguntas, ni hacia una estrategia de salida.
... Jessé...
¿Puedo irme?
Por supuesto.
¿Cómo?
Otra vez esa risa. ¿Adónde quieres ir?
... Jessé...
Meg, piensa Jesse, el parque... un desbarajuste de imágenes, de sensaciones. Él se enrolla el puño con el recuerdo y tira. Está enganchado en las puntas oxidadas de viejos planos y ángulos, en ecuaciones obsoletas. Y los últimos momentos son los más confusos de todos. ¿Ha dejado a Meg sola en el parque para enfrentarse a su familia? ¿A su padre? ¿Algo de eso ha sido real? ¿Es ésto real? Incluso la psicosis debe de tener sus momentos de lucidez, destellos de preguntas blancas y crudas que iluminan las nubes de tormenta. Entonces él recuerda algo: la peonza. Nada más pensar en ésta, la tiene en la mano: pequeña, azul y muy maciza. Luego todo vuelve a él: el miedo paralizante, esa oleada de amor y odio. Los "podría haber sido" todos enrededados con los otros hilos de su vida. ¿Alguna vez puede uno cambiar algo?, se pregunta. ¿De eso se trata? Enrosca los dedos alrededor de la parte superior, obligándose a mirar hacia el centro radiante, hacia la habitación dentro de él que lo alimenta todo. El Aquí. El Ahora. El único lugar que existe y que nunca existirá. La habitación sin paredes... el fuego blanco... Sarah.
Tengo que volver.
De acuerdo, dice la voz.
¿Es asi? ¿Simplemente voy?
Por supuesto. ¿Qué esperabas si no? ¿Una varita mágica? ¿Un choque de címbalos y fanfarria de trompetas? ¿Un resplandor de gloria? ¿O tal vez un gran big bang?
Bueno, no, pero...
Podemos arreglarlo si quieres.
No, claro que no, pero...
Pero pero pero. Si vamos a trabajar juntos, debemos deshacernos de ese hábito.
No estoy seguro de que me guste cómo suena eso.
¿Por qué? ¿Crees que Dios no tiene sentido del humor?
Joder. Sabía que eso iba a salir.
Por el amor de Dios, sal de eso. Sé realista. Vamos a pasar mucho tiempo juntos. Si no queremos terminar odiándonos, no siempre se puede ser tan cerrado.
¿Y si no quiero tener nada que ver contigo?
Un poco tarde para eso. Yo no voy a ninguna parte. Yo soy tú. Nosotros somos nosotros. Hado. Destino. Kismet. En otras palabras, bésame el trasero. Nuestro colectivo trasero.
¿Y quiénes somos nosotros?
Tenemos todo el tiempo del universo para descubrirlo.
Oh. Cierra el pico.
Jesse ya ha tenido suficiente. Con un impaciente encogimiento de hombros, atraviesa la membrana de su yo y regresa al parque.
Más tarde descubrieron que la subida de tensión había dejado a oscuras toda la ciudad y buena parte de la zona rural circundante. Se propusieron varias explicaciones (un transformador defectuoso, una red envejecida, falta de potencia reactiva), pero nadie estuvo ni cerca de comprender la verdadera naturaleza del apagón. Duró unos veinte minutos. Cuando Meg y Jesse supieron de ello, ya no les interesaba.
De camino a la puerta principal se detuvieron un momento junto a la fuente. Cuando Jesse volvió la cabeza hacia Meg, con ojos oscuros y remotos, con una reserva de fuego plateado en la pupila. Estaban concentrados en un lugar fuera de su alcance. Ella oyó la voz de Sarah gritar, una vez, un sonido que ninguna madre tenía derecho a escuchar. Meg bajo la vista hacia el agua en el lavabo y contuvo las lágrimas parpadeando.
—¿Quién eres? —susurró ella, sin poder contenerse. Sarah era su hija.
Él sonrió con terrible intensidad. Inclinándose, metió la mano en el agua. La mano se tornó de un blanco azulado opaco.
—Soy el color de la leche —respondió él.
Jesse tropezó con el monopatín camino a la cocina. Finn y Nubi oyeron el choque y las maldiciones y vinieron corriendo. Ellos, perro y hombre, se enfrascaron en la puerta. Nubi intentó correr entre las piernas de Finn y Finn aterrizó sobre el trasero, aplastando a Nubi al caer, mientras el perro gimoteaba y se escabullía. Durante unos minutos el pasillo pareció un campo de fútbol después de una falta.
Finn se puso de pie y miró primero al perro y luego a Jesse.
—Se supone que no debes usarlo en la casa, ¿sabes? —espetó Finn.
Finn acababa de pasar en el aire unas diecisiete horas sin dormir, además de largas y tediosas sesiones en los aeropuertos; estaba rígido, cansado, hambriento, con resaca y de muy mal humor (una de sus maletas todavía estaba dando la vuelta al mundo); y además sabía que no debería haber dejado el monopatín cerca de la escalera. Jesse se desenredó las piernas de la tabla y se puso de pie. Se frotó el codo donde se lo había golpeado contra el suelo.
—Buenos días a ti también —dijo Jesse.
Se enseñaron los dientes de una manera que a Finn le recordó de repente a las discusiones con su propio padre. Él sonrió disculpándose. —Lo siento, se suponía que ésto iba a ser una sorpresa para ti.
—Oh, sí que fue una sorpresa —dijo Jesse.
Esta vez ambos sonrieron y Finn se acercó y le dio a Jesse un enorme abrazo.
—Bienvenido de nuevo —dijo Jesse—. Te hemos echado de menos.
—No te imaginas lo feliz que estoy de estar de vuelta.
—¿Ya desayunaste?
—No, acabo de llegar. Parece que Meg está en el trabajo.
—Sarah todavía está acurrucada en la cama con esa divertida mueca suya de "déjame dormir", así que ¿por qué no traigo algo de comer mientras tú te duchas? Aunque más bien un desayuno-almuerzo.
—Suena genial. ¿Hay beicon? —preguntó Finn. Se agachó, recogió el monopatín y lo apoyó contra la pared, con las ruedas hacia afuera. Se enderezó lentamente y miró a Jesse inquisitivamente, con los labios fruncidos. Jesse se sonrojó—. Ya veo. Así es como sopla el viento, ¿no?
—No quiero ocultarte nada —dijo Jesse.
—Sería un poco difícil, ¿no?, estando bajo el mismo techo y todo eso.
—Entonces, ¿te importa?
Finn suspiró. —Para ser honesto contigo, no lo sé. Tengo la sensación de que se supone que debo actuar paternalmente y con preocupación, pero o bien estoy demasiado agotado, o... Me caes bien, Jesse, lo sabes. Más importante aún, confío en ti. Es sólo que ella es muy... ambos sois tan...
—Jóvenes —terminó Jesse por él—. Ya, sabía que dirías eso.
Finn y Jesse se miraron sin hablar, sin estar muy seguros de cómo proceder. Nubi se acercó a Jesse y le lamió la mano. Jesse recordó la forma en que el perro se había acurrucado la noche anterior cuando él y Meg habían entrado a la casa por primera vez. Había sido necesaria mucha persuasión y, finalmente, un hueso para sacar a Nubi de debajo del escritorio de Meg.
Finn hizo un gesto hacia el perro. —Parece que inspiras devoción en bastantes corazones. Me pregunto cómo lo haces. Ni siquiera eres tan guapo —Un bostezo lo bastante amplio como para romperle la mandíbula, y lo último de la tensión—. Vamos, voy a salir de estas porquerías. Ve y empieza el café.
El café estaba caliente, los huevos fritos y el beicon crujiente cuando Finn entró en la cocina, con la barba todavía goteando un poco. Se había puesto unos vaqueros limpios y una de sus infames camisetas. En sus manos sostenía un cartón de cigarrillos, que arrojó sobre la mesa.
—Si vas a fumar esas malditos cigarros, al menos hazlo a precios libres de impuestos.
—En realidad, estaba pensando en dejarlo —dijo Jesse.
—¿Meg tiene algo que ver?
—Bueno, ella no dice nada...
—A mí me lo vas a decir. Cuando nos mudamos juntos por primera vez, ella recorría el piso vaciando ceniceros y abriendo todas las ventanas, incluso en pleno invierno, pero nunca una palabra de reproche.
Mientras Finn comía, miraba a Jesse de vez en cuando. Había algo en sus ojos, no el color, por muy cambiante que pudiera ser el azul. ¿Una nueva intensidad, tal vez? ¿O tristeza? Fuera lo que fuese, era inquietante. Le hacía parecer mayor, con mayores cargas.
—Parece como si estuvieras en otro lugar —dijo Finn—. En algún lugar muy lejano.
La tentación de decírselo a Finn era muy fuerte, tan fuerte que Jesse necesitó apretar los labios. Quizás algún día, cuando comprendiera mejor a qué se enfrentaba, pero en el fondo ya sabía que se estaba engañando a sí mismo, que ese era un camino que recorrería solo. No tenía sentido lamentar lo que no podía cambiar, y era inútil preguntar qué lo había traído hasta aquí. Eres lo que eres. Vive con ello, se dijo. Estás acostumbrado a estar solo. Puedes hacerlo de nuevo. Pero dolía.
Levantó la vista y encontró a Finn mirándolo.
Por un momento, Jesse se preguntó si habría estado murmurando en voz alta. Tendría que ser mucho más cuidadoso, a menos que quisiera terminar en el manicomio. O tras las rejas. Pensó en el centro de investigación. Nunca lo dejarían marchar si supieran lo que había sucedido. Muy bien, dijo la voz. Así que nada de travesuras elegantes. Mantendremos un perfil bajo durante mucho tiempo. Mucho tiempo. Probaremos las aguas, por así decirlo. Jesse se preguntó por los hábitos de lectura de los ingenieros de software que habían diseñado los programas originales. Un montón de cosas de género, arriesgaría él. Ficción de pulpa: siempre le había gustado esa vieja frase. Snob, replicó la voz.
No podía seguir pensando en ello como una voz. O ni siquiera como una Voz. Y definitivamente no como HAL. Así que, ¿qué hay de Adán? sugirió la voz. Si debes insistir en un nombre. No puedes hablar en serio, pensó Jesse. Entonces Deep Red, fue la respuesta, junto con una risita. Jesse se encogió de hombros mentalmente, demasiado cansado para discutir.
Debe de haber una manera de bloquearlo. Era su cabeza, después de todo.
Nubi se levantó de su postura respantigada bajo la ventana, se estiró y se acercó a Jesse. Apoyó la cabeza en las rodillas de Jesse. Él se agachó y acarició al perro a ciegas, con los ojos fijos en un rincón de la cocina. No vio el cambio repentino en el rostro de Finn, huesos astillándose y flotando hacia la superficie.
Finn sintió el familiar dolor de la aflicción. Y luego arrepentimiento por lo que no será, por las oportunidades perdidas: deberían haberse conocido, estos dos hijos suyos.
Ante un recordatorio de la pata de Nubi, Jesse parpadeó y giró la cabeza, con los ojos aún remotos.
—¿Qué pasa, Jesse? —preguntó Finn gentilmente.
—Anoche —dijo Jesse, con voz baja y tensa—, hubo algunos momentos extraños.
—¿Qué clase de extraño? —Preocupación, pero también alarma.
Ya arrepentido de haber dicho algo, Jesse se encogió de hombros. —Meg te lo puede contar.
—Prefiero oírlo de ti.
—No quiero hablar de ello.
La voz de Finn se quebró. —No puedes tener las dos cosas, ¿sabes? Vivir con nosotros, pero esperar que te tratemos como a un invitado. Comprometer nuestros afectos, pero rechazar nuestra preocupación —Dudó antes de ampliar la grieta—. Dormir con mi hija, pero…
Jesse interrumpió: —Sí, tal vez tengas razón. Éste no es mi lugar.
—Espera. Nadie ha dicho nada sobre irse.
—¿No es eso lo que realmente quisiste decir?
—Maldita sea, cuando quiero decir algo, lo diré directamente.
—Pero es verdad. No es asunto mío involucrarme con Sarah. Ella sólo saldrá lastimada.
—¿Qué se supone que significa eso?
Hubo un ligero temblor en la voz de Jesse cuando repitió: —No sirve de nada. Están sucediendo demasiadas cosas. Ella saldrá lastimada.
—¿Y qué hay de ti? ¿Tú no saldrás lastimado?
Jesse permaneció en silencio durante tanto tiempo que Finn pensó que no iba a responder.
—No importa lo que me pase a mí. Estoy acostumbrado.
—A la mierda eso. Quizá tú estés dispuesto a renunciar a ti mismo, pero yo no.
Enojado, Finn se levantó de la mesa y fue a llenar la tetera para una segunda taza de café, más para ocupar las manos que por el deseo de otra dosis de cafeína.
—Estoy muerto de cansancio —dijo Finn sentándose de nuevo mientras la tetera hervía—. No nos lo estás poniendo fácil a ninguno de los dos. Ahora dime qué está pasando.
Jesse no quería nada más que que lo dejaran solo para analizar sus propios sentimientos e impresiones, tal vez para ponerse a prueba un poco. Red había estado extrañamente callado en los últimos minutos. ¿Era su imaginación después de todo? Le dio un empujón tentativo. Retrocede, estoy ocupado, fue la rápida respuesta. De acuerdo. De todos modos, ¿qué prueba eso?
—Jesse, deja de darme largas antes de que pierda los estribos.
Una oleada de irritación estalló en las entrañas de Jesse. La coronilla de Finn, profundamente bronceada, brillaba a la luz del sol que entraba por la ventana cerrada. Jesse lo fulminó con la mirada. Déjame en paz, pensó, ¿por qué carajo no me dejas en paz? Cristo, ya es suficiente. Empujó a Finn (no, a algo, a su frustración, tal vez a su destino) y sintió que ese algo se resistía.
Luego que se dobla.
Luego que cede.
La ventana explotó hacia afuera con un enorme sonido: un conjunto de monstruosos cimbales amplificados retumbando en sus tímpanos: una ráfaga de aire a alta velocidad. El cristal cayó con estrépito ensordecedor al patio exterior. Nubi se levantó de un salto, ladró y salió corriendo de la habitación. El crujido y el ruido de los cristales rotos parecieron prolongarse durante mucho tiempo.
Finn y Jesse se quedaron congelados en el lugar.
—¿Hiciste eso tú? —susurró Finn después de que su corazón regresara por fin a su pecho.
Jesse asintió, un poco mansamente.
—Mierda —Finn expulsó la palabra con un tono ronco, incrédulo y algo cercano a la admiración en su voz.
—Mira, lo siento. Lo reemplazaré. No debería haber hecho eso.
—Sí. Quiero decir, no, por supuesto que no deberías haberlo hecho, pero es sólo vidrio. Bastante fácil de reparar. Pero ¿cómo diablos rompiste una ventana sin mover un músculo? ¿Y por qué tengo la sensación de que no quiero saberlo?
—La computadora de Ayén.
—¿La computadora de Ayen? —preguntó Finn—. ¿De qué diablos estás hablando?
Jesse decidió que no tenía más remedio que contarle a Finn una versión abreviada de la verdad. Muy abreviada.
—El prototipo parece haber tenido algunos efectos persistentes en mí.
Finn esperó una explicación. Ésta no llegó.
—¿Y ya está? ¿Eso es todo lo que vas a decir?
Jesse se encogió de hombros.
—Efectos persistentes —murmuró Finn, mirando hacia la ventana—. Menudo eufemismo —Se hurgó la barba—. ¿Estás absolutamente seguro de que no hay otros trucos nuevos que no estás mencionando? ¿De qué tengo que tener cuidado?
Jesse se mordió la lengua.
—¿Has tenido noticias de Ayen mientras estuve fuera? —preguntó finalmente Finn.
—No.
Jesse apuró su café, ahora frío, y fue a observar más de cerca los daños. La mayor parte del cristal yacía en pequeños fragmentos esparcidos por todo el patio. La mesa del jardín donde comían a menudo parecía como si estuviera espolvoreada con una espesa pizca de azúcar moreno. Incluso podía ver un poco de vidrio brillando en el lecho de hierbas. La ventana se había hecho añicos con la fuerza de una detonación. Distraídamente, recogió una astilla afilada que seguía alojada en el marco. Hizo una mueca y se chupó el dedo índice, que se había cortado. Se quedó un rato mirando hacia el jardín, con los hombros caídos. Finalmente, respiró hondo y se irguió, luego habló, girándose para mirar a Finn.
—No voy a volver allí.
—Siempre he dicho que dependía de ti. Pero ¿me vas a decir por qué?
—Intentarán utilizarme.
Escucharon el sonido del reloj durante unos segundos, medio minuto. Entonces Jesse se pasó las manos por el pelo. El gesto le recordó el tacto de los dedos de Sarah, la calidez de su piel, las texturas inesperadas... La piel recuerda... Ella le trenza y luego le desenreda un mechón de pelo mientras se sienta a horcajadas sobre sus caderas, lo vuelve a trenzar y tira, sin demasiada suavidad, lo retuerce alrededor de su dedo, lo desenreda, lo trenza, le hace cosquillas en la nariz, se ríe. Agachó la cabeza, temiendo que Finn pudiera leer los recuerdos en sus ojos. Recuerdos... ¿Es eso todo en lo que nos convertimos: eso y cenizas? Regresó a la mesa, sacó su silla y se sentó, repentinamente agotado.
—Yo no pedí nada de ésto —dijo Jesse.
—Me atrevo a decir que no, pero tampoco estás condenado a ello. Puedes tener una vida rica y maravillosa si así lo deseas.
—No con ésto.
—Incluso con ésto, o no estarías vivo, no serías de carne y hueso, sino una máquina —vio la torsión de los labios de Jesse—. No importa lo que haya hecho ese conjunto hiperactivo de circuitos, sigues siendo un hombre.
—¿Lo soy?
Finn sonrió. —Entonces ¿por qué no le preguntas a Sarah?
Incluso Jesse tuvo que sonreír (y sonrojarse un poco) ante las palabras de Finn.
—Jesse, no voy a fingir que va a ser fácil. Fácil es tener un empleo de nueve a cinco, una esposa y 1,7 hijos, una casita acogedora en los suburbios, un par de cervezas, la tele después del trabajo y un revolcó los sábados. Y aun así dudo que eso sea muy fácil.
Jesse se quedó en silencio durante un momento. —Entonces, ¿crees que puedo escapar de lo que me está pasando?
—No estoy seguro de que escapar sea la forma correcta de decirlo. Creo que puedes negarlo, lo que implicaría negarte a ti mismo, o aceptarlo. Pero en cualquier caso, no vas a cambiar la esencia de quién eres.
—Quién soy —dijo Jesse con amargura— Quién, soy, yo. Yo quien soy. Yo soy quien. ¿Soy yo quien? ¿Quién soy yo? —Su risa rasgó el aire como los dientes de un rallador de queso rozando un nudillo—. Un nombre, pero ningún pasado. Recuerdos, pero no historia.
—Una persona es algo más que su pasado.
—Una persona es sólo su pasado. El presente no dura nada y luego desaparece.
—Disparates. En todo caso, existimos sólo en el presente. Y la memoria es un asunto muy complicado. Pídenos a mis hermanos y a mí que describamos el mismo evento en nuestra familia y no tendrás un recuerdo idéntico entre nosotros.
—Hay una diferencia bastante grande entre eso y lo que me pasó a mí.
Finn se tiró de la barba mientras pensaba y luego exhaló con cierta fuerza. —¿Quieres que mire a ver qué puedo descubrir sobre tu identidad? Hay cosas que podemos probar: huellas dactilares, por ejemplo, o ADN.
—Pérdida de tiempo —Jesse examinó su dedo. Había dejado de sangrar, pero siguió estudiando el pequeño corte como si fuera una herida abierta.
—¿Estás seguro? Siempre hay un rastro si buscas lo suficiente.
Jesse no dijo nada durante un largo rato.
—¿Jesse?
Jesse levantó la cabeza. Habló lentamente, como si tuviera que arrastrar las palabras una a una desde la boca del estómago. —Creo que eso ya no importa mucho.
Debajo de la mesa, Finn apretó un puño y luego lo golpeó repetidamente en la palma ahuecada de su otra mano.
—Haré lo que pueda para desanimar a los de Ayen —dijo.
—¿Me vas a contar cómo se rompió la ventana? —preguntó Shara mientras barría los vidrios rotos hacia el medio del patio.
—Perdí los estribos —dijo Jesse.
—¿Es eso así? ¿Con qué? ¿Un obús?
En otro intento rutinario de luchar contra el gato del vecino, Nubi pasó corriendo junto a ellos, ladrando frenéticamente.
—Deberías haberlo llamado Sísifo —dijo Sarah.
Normalmente, eso le habría provocado una apreciativa sonrisa, pero el cigarrillo de Jesse le había dejado mareado y podía sentir el sol tañendo en lo alto como una gran campana de fuego, repique tras repique sacudiéndole el cuerpo hasta la médula.
Sarah siguió barriendo mientras intentaba otro enfoque.
—Finn te trajo un monopatín.
Jesse se sentó sobre sus talones y miró a Sarah. Él estaba recogiendo fragmentos de vidrio del césped y las hierbas.
—Sí. ¿Fue idea tuya? —preguntó él.
—No. Lo único que hice fue mencionar una vez que sabías patinar muy bien.
—Estoy seguro de que no fue barato.
—Probablemente no.
—Otra cosa más que le debo.
Sarah llenó el recogedor y lo vació en la bolsa de basura con un hábil gesto de irritación. Jesse estaba empezando a enfadarla esta mañana. ¿Cuál era su problema?
—Tonterías —dijo ella—. No le debes un regalo.
Jesse volvió a recoger trozos de vidrio. Eso era más fácil que hablar, más fácil que tratar de soportar el badajo y el batir en su cabeza.
Los fragmentos eran pequeños y difíciles de encontrar. Jesse entornó los ojos hacia el lecho de hierbas. Debería haber podido ver el brillo del cristal bajo la brillante luz del sol, pero parecía tener una película sobre los ojos. Parpadeó varias veces y se secó la frente con el dorso del antebrazo. La hierba era alta, cada hoja era una implacable espada verde, afilada como una guadaña, sedienta de sangre como una guillotina. Será mejor que saque el cortacésped por la noche. Un teléfono sonó a lo lejos. No lo recojas, pensó, siempre son malas noticias. Se inclinó y separó el follaje con los dedos, primero en un lugar y luego en otro, como una madre chimpancé acicalando a su cría en busca de pulgas. Por alguna razón, para él era importante encontrar hasta el último trozo de vidrio, aunque ya no recordara por qué.
Los olores mezclados eran desconcertantes. Desmenuzó una hoja peluda de color verde grisáceo entre los dedos y se la llevó a la nariz. Salvia, una robusta superviviente. Las lágrimas brotaron de sus ojos. Dejó caer la cabeza sobre el pecho, con los brazos colgando, sin darse cuenta de que la curva de su columna derramaba su propio perfume a la mañana.
—¿Jesse?
Sarah estaba de pie a su lado. Ella se arrodilló, inclinando su cuerpo de modo que sus rodillas apenas le rozaron los vaqueros. Ella se mostraba reacia a entrometerse en su silencio. Luego ella vio las lágrimas en él resbalando por el rostro y goteando sobre los muslos. Él no estaba haciendo ningún esfuerzo por secarlas, ni siquiera estaba segura de que él fuera consciente de ellas. Muy suavemente le pasó los dedos por la nuca. Sin decir una palabra, sin levantar la cabeza, Jesse extendió la mano a ciegas y la acercó a ella. Ella lo rodeó con sus brazos. Podía sentir el cuerpo de Jesse temblar contra el de ella.
Cuando se separaron, Sarah arrancó una lanza de lavanda y luego otra de salvia. Las sostuvo en la palma de su mano, mirándolas durante unos minutos, antes de aplastarlas y liberar sus notas puramente crueles. Levantó los ojos hacia Jesse.
—No te vayas —susurró ella.
Él la dejó secarle las lágrimas mientras ella recordaba cómo Finn había llorado abiertamente por Peter.
—Jesse...
—No, no lo digas —Él le puso dos dedos sobre los labios—. Irse hace posible volver a casa.
Ella buscó en su rostro. Lo que encontró allí la tranquilizó. Frente a la propia, una sonrisa: primero vacilante, luego un tintineante crescendo (volver a casa, volver a casa, volver a casa) de un molde de arcilla, una campana ahora fundida en oro.
—Vamos a probar tu monopatín esta noche —dijo ella—. Pediré uno prestado para mí.
Terminaron la limpieza con el sol sobre los hombros, Nubi bailando entre ellos y el cielo con un jubiloso grito azul sobre sus cabezas.
Hacia las dos de la mañana Jesse abandonó el intento de dormir. La voz en su cabeza estaba tranquila, sin duda consciente de la necesidad humana del olvido nocturno. No había ninguna razón para pensar que Red invadiría sus sueños, sin embargo, cada vez que Jesse sentía que se alejaba, un astuto tinte rojizo se dispersaba por la superficie vidriosa de su mente, un carmín atravesado por oro, que recordaba incómodamente al lago al atardecer. —Mira, Jesse, el agua está ardiendo otra vez —solía decir Emmy, y él se burlaba de ella, la amenazaba con levantarla y sumergir los dedos de sus pies en las llamas—. Noo... —chillaba ella, medio aterrorizada, medio embelesada, medio creyendo—. Se derretirían, ¿no? —Y él—. Como dedos de los pies tostados con queso. Dedos de conejo galés —Balanceándola hacia arriba, mordisqueándola, haciéndole cosquillas.
En la cocina bebió un vaso de leche mientras le daba a Nubi un puñado de galletas para perros, luego sacó un bloque de queso cheddar de la nevera, lo sopesó en la mano y le quitó el envoltorio con cautela. No había podido comer queso desde la vez en el parque. Esta vez llegó incluso a llevarse un bocado a los labios antes de que una oleada de náuseas lo invadiera. Con un suspiro de exasperación, se lo echó a Nubi y guardó el resto del queso en el frigorífico.
En el vestíbulo de entrada, Nubi miraba expectante a Jesse mientras éste se ponía sus zapatillas. —Esta noche no —dijo Jesse—. Necesito hacer ésto por mi cuenta —Se quedó asombrado cuando Nubi gruñó por lo bajo, tan asombrado que se giró para comprobar el pasillo y luego abrió la puerta principal para mirar afuera, esperando encontrar un intruso en el umbral. Nubi atravesó la brecha y se alejó.
—Capullo —murmuró Jesse. Después de llamar y silbar tan fuerte como se atrevió, todo fue en vano, desenganchó la correa de Nubi, salió y cerró la puerta detrás de él. El maldito amimal estaba sentado bajo la farola de al lado, con una expresión de inocencia perruna en su rostro. Pero cuando Jesse le encajó la correa al cuello y trató de arrastrar a Nubi de regreso a la casa, rápidamente se hizo obvio quién iba a ganar esta discusión en particular. Juntos, aunque no del todo amistosamente, se dirigieron en dirección al parque.
En la puerta principal, Jesse ató a Nubi a unas volutas de hierro, lo que provocó tal frenesí de ladridos que no pasó mucho tiempo antes de que se notificara a la policía, junto a la Protectora de Animales.
—¿Qué te pasa esta noche?
De mala gana, Jesse soltó a Nubi, quien aprovechó el momento en que se aflojó el agarre para alejarse disparado. Arrastrando la correa, desapareció en las profundidades del parque mientras Jesse lo miraba fijamente, confundido y no poco perturbado.
Aunque era una noche cálida, la temperatura pareció bajar en cuanto Jesse pasó los pilares de piedra. Las luces de la ciudad estaban oscurecidas por los altos árboles, que se balanceaban, susurraban y crujían con el viento creciente. A Jesse le sorprendió lo enormes que parecían los troncos, cuántos había frente a las puertas. Se sentía como si se enfrentara a un tribunal de jefes tribales, con el pelo revuelto y barba, venidos para resolver una disputa sangrienta, impartir justicia sumaria o negociar una tregua incómoda. Seguramente había más maleza y arbustos cerca de la entrada principal, y los imponentes gigantes más atrás. Cualquier chico de campo sabe que la noche hace cosas extrañas en sus paisajes, pero un aire de sensibilidad impregnaba este parque, sensibilidad y astucia. Jesse podía imaginarse a Yggdrasil creciendo aquí y a Loki correteando bajo sus brazos. Jesse no había traído una antorcha. Estaba seguro de que la luz artificial no sería bienvenida.
En el último escalón se detuvo para que sus ojos se acostumbraran a la luz de las estrellas, luego de nuevo junto a la fuente para escudriñar la estatua de la esfinge, que le devolvía la mirada con pétrea impasibilidad. Lo único que podía ver de los alrededores oscuros. Esta vez su mente conjuró formas que se fusionaban entre los árboles centinela, voces que surgían de capas de vidas osificadas y compactadas bajo sus pies. Pero ahora estaba ocupado, y era imposible abandonar a Nubi.
El frío se intensificaba y no bastaba con frotarse los brazos con las manos, necesitaba moverse. Rodeó la fuente y siguió el camino principal, convenciéndose finalmente a sí mismo de proclamar su intención de acercarse a un montón de cenizas.
—Papá —susurró, luego se aclaró la garganta—. Papá, ¿estás aquí?
La única respuesta fue el ventoso aliento de los árboles. Incluso Red permaneció en silencio.
—Papá —llamó fuerte, repetidamente. Luego.—¡Nubi!
Nuevamente no hubo respuesta. Siguió caminando, más rápido que antes, y pronto empezó a trotar. Sus pasos retumbaban como el sonido de un hacha sin filo sobre madera. Le costaba esfuerzo respirar. El aire se resistía, como si los árboles hubieran arrojado retoños, ramas y follaje, aferrantes y testarudos, una masa apretada, enredada y selvática a través de la cual él luchaba y que sólo se separaba con el machete de su voluntad.
Algo cercano al pánico se apoderó de Jesse. Comenzó a correr, avanzando, zigzagueando, tambaleándose de una sombra oscura a otra más oscura, de modo que perdió todo sentido de dirección y el alejamiento se convirtió en cualquier forma por la que pudiera huir, sin escuchar si lo perseguían, sin pensar hasta que tropezó con una raíz que sobresalía. Chocó contra el tronco de un árbol y cayó pesadamente al suelo. Sin aliento, se quedó quieto mientras los latidos de su corazón volvían gradualmente a la normalidad. Vaya estupidez. No encontraría a su padre con un error garrafal, ni con una huida como un conejo. Luchó por ponerse de pie.
Por última vez, Jesse intentó gritar llamando a su padre y luego a Nubi. El sonido de su voz fue amortiguado por los árboles, y él dudaba que pudiera alcanzar más de unos pocos metros, si acaso. Casi parecía que el parque se tragaba deliberadamente sus palabras. Escuchó atentamente en busca de una respuesta, pero no oyó nada excepto su propia respiración y el zumbido de la sangre en sus oídos. Él se estremeció. La sensación de aislamiento, de haber abandonado un mundo educado en palabras por un lugar donde el lenguaje fallaba o donde aún no se había desarrollado, era muy fuerte. Donde sólo había sondeos. Tuvo que incitarse a seguir adelante.
Después de unos pocos pasos, Jesse se volvió para mirar atrás por donde había venido, preguntándose si debería desandar, o intentar desandar, parte de su ruta. Inseguro, retrocedió varios pasos antes de detenerse bajo un alto fresno. ¿Era ladridos lo que escuchaba?
En lo alto, las ramas se movieron en una silenciosa ráfaga de viento. Se encontró mirando nerviosamente por encima del hombro. Allí estaba de nuevo: el sonido de un ladrido. Sólo más tarde, cuando retrocedió en su memoria para reconstruir la secuencia de los acontecimientos, se daría cuenta de que cualquier cosa que amortiguara todos los demás sonidos también amortiguaba el sonido de las pisadas.
Cuando Jesse se giró para escuchar, el golpe lo alcanzó en la nuca. El mundo se inclinó y se volvió negro.
Jesse gime e intenta levantar la cabeza. El suelo se inclina y se agita, y él se gira justo a tiempo para evitar vomitar sobre su ropa. Una vez que el espasmo ha pasado, se limpia la boca con el dorso de la mano y se aleja rodando, desesperadamente sediento. Después de algunas respiraciones irregulares, se pone a cuatro patas. El mareo parece haber pasado, pero se arrodilla en el lugar, con cuidado de usar las manos como apoyo, y examina su entorno sin levantarse.
El sol está bajo en el cielo: de color naranja intenso, pendular; abultado como una yema de huevo a punto de romperse y huir.
Directamente frente a él, un hombre cuelga de un árbol inmenso, su cuerpo desnudo y esquelético, gran parte de su rostro oculto por el cabello lacio y las hojas, sus extremidades atadas con cuerdas, pero un hilo de alambre de púas que ata su frente al tronco, un corto trozo de madera perforando su lado izquierdo. La sangre seca cubre la herida y las moscas se aferran a las líneas de excremento endurecido que surcan la parte interna de sus muslos. Jesse se aleja de la vista y vomita de nuevo, esta vez sólo un fluido ligero y agrio.
—No estoy aquí. Ésto no es real, ¿verdad? —dice Jesse en voz baja.
El hombre del árbol gime y su cuerpo se convulsiona.
—Oh Dios —chilla Jesse—. Está vivo.
Se pone de pie con dificultad, luchando contra una nueva oleada de náuseas, luego se palpa con cautela la parte posterior de la cabeza con las yemas de los dedos, que salen limpias. Un chichón, pero la piel no se ha roto.
—Red —dice—. si estás ahí, ayúdame. Dime qué hacer.
Detrás del árbol sale una figura alta y desnuda. Su cuerpo brilla, su piel cobriza untada con un ungüento iridiscente y almizclado, sus músculos ondulando. Pero su cabeza tiene pelaje negro y dientes afilados, es astuta y feroz: una bestia, un chacal. Y, sin embargo, familiar.
—¿Nubi? —susurra Jesse.
—Este es el noveno día que permanece aquí —dice Anubis, con voz áspera y abismal e insepulta como la de un fumador empedernido—, pero no puede escapar sin ayuda. Viajará en este árbol para siempre si no lo liberan. Muerto pero no muerto.
—Tenemos que bajarlo —dice Jesse.
—No sin un sacrificio.
—¿Qué tipo de sacrificio? —Jesse aprieta los puños ante la curvatura de los labios de la criatura, seguramente no es una sonrisa—. ¿Mío? ¿No he sacrificado ya bastante?
—Aún no entiendes quién eres.
—¡Pues dímelo!
A Jesse le resulta agotador mantener firme el rostro de Anubis, como ocurre con una fata morgana o esas figuras ambiguas en una ilusión óptica que se deslizan de un lado a otro entre diferentes manifestaciones. Las mandíbulas de Anubis tampoco se mueven mientras habla. Jesse se percata de que la voz serrada está muy dentro de su propia cabeza.
—No puedes saber quién eres hasta que elijas quién no eres. Así ocurre con toda conciencia verdadera.
—Al menos dime quién es ese hombre.
Hay un brillo de brasas en los ojos oscuros de Anubis. Levantando un brazo, mueve su muñeca. Un destello momentáneo, luego un arco de luz, que Jesse sigue con la mirada. La empuñadura de un cuchillo tiembla en el tronco del árbol, justo debajo de la primera rama lateral.
—Nubi —dice Jesse, volviéndose para dirigirse a su compañero—, si eso significa que debo liberarlo, no tengo fuerzas para escalar —Se detiene y se gira, mirando frenéticamente en todas direcciones.
Jesse está solo.
O a solas con un moribundo.
Él mira la figura en el árbol. Parece moverse un poco y Jesse cree escuchar un sonido: un gemido, un aliento gutural hinchado. Una súplica.
El sonido golpea el pedernal. En lo profundo de las entrañas de Jesse se enciende una chispa, luego se convierte en un aullido de rabia tan antiguo como la primera palabra, desgarrando las entrañas y la garganta, la célula y la voluntad, y él levanta los puños hacia el hombre, hacia la horca, hacia el sol.
—¡No! —grita— ¡No! ¡No! ¡NO!
Deja sueltos los brazos, deja caer la cabeza sobre el pecho.
No tiene idea de cuánto tiempo permanece allí: un minuto, una hora. Inconmensurable, ese momento espantoso en el que se enfrenta a su soledad. No hay pensamientos en su cabeza... sin voces... sin susurros. Sólo un espacio sin dimensión: ni siquiera negro, sino vacío.
El hombre emite otro sonido, esta vez más cercano a un gemido ronco.
—De acuerdo —dice Jesse.
Cierra los ojos para concentrarse. Vale la pena intentarlo. Y así lo intenta. Y prueba un poco más. Pero por más que lo intente (¿y no sabía ya que esto sucedería?) no puede invocar nada, ni siquiera un destello de fuego, para ayudarlo. Tendrá que hacer esto de la manera más difícil, la real.
Mientras Jesse se pone de puntillas para retirar el cuchillo, el moribundo se sacude una vez, con la fuerza suficiente para sacudir las ramas cercanas, y el aire silba siniestramente a través de su tráquea. No hay tiempo que perder.
Sin detenerse a examinar la autenticidad del cuchillo, Jesse prueba su filo. Su cuchillo u otro... inmaterial, siempre y cuando no realice ningún acto de desaparición. Para hacer su trabajo tendrá que estar muy afilado, ya que cortará tanto alambre como cuerda. Afila el cuchillo en una roca, el olor acre de la piedra pulverizada le llega a la nariz, luego se lo guarda en el cinturón.
Jesse hace una mueca ante su corazón que gime y respira unas cuantas veces para calmarse, luego se quita las zapatillas y los calcetines antes de mirar el árbol en busca del mejor lugar para comenzar. Con un gruñido se arrastra hasta la primera rama. A pesar de un vestigio de aturdimiento, le resulta fácil subir. El árbol es muy viejo y su corteza engrosada con profundas crestas en forma de diamantes ofrece un buen agarre; y hay muchas ramas bajas a las que poder subir, casi como si el árbol mismo le ofreciera una escalera. Sólo una vez casi pierde el equilibrio, cuando una rama moribunda se rompe bajo su peso, cae, resbala y se ve obligado a agarrarse a una rama inferior para frenar la caída. Se aferra al tronco durante unos minutos, respirando entrecortadamente, aliviado de no haber resbalado más ni haber perdido su cuchillo.
Las piernas del hombre son fáciles de liberar; lo mismo ocurre con los muslos y la cintura, que sólo han sido atados sin apretar. Mientras Jesse corta las cuerdas desde atrás, escucha un ruido bajo en lo profundo del pecho del hombre.
—No te me vayas a morir ahora —murmura Jesse con los dientes apretados mientras sube de nuevo.
Las cuerdas no están flojas a propósito. El hombre debió de haber perdido mucho peso. Nueve días, dijo Nubi. Nadie podría sobrevivir nueve días así, herido, sin comida y, sobre todo, sin agua. Nueve días: 216 horas: 1296 minutos: 93312 latidos. Latido arriba o abajo. Aquí el tiempo debe medirse de otra manera. Tal vez haya lugares a lo largo de la variedad del espacio-tiempo donde sea posible acceder a la dimensión del tiempo imaginario de Hawking en lugar del tiempo real ordinario. ¿O el tiempo es polidimensional? ¿O no está cuantificado en absoluto?
O tal vez el lugar no tenga nada que ver con eso...
Por ahora el tiempo me ha hecho su reloj numerador
Mis pensamientos son minutos.
Hay momentos en los que a Jesse le gustaría poder desactivar ciertas funciones en su cabeza. Con tristeza, vuelve a centrar su atención en el presente, o en lo que parece ser el presente. ¿Ahora que? Mira hacia abajo desde su posición en una encrucijada justo encima de la cabeza del hombre, estudiando la situación. Mucho más alto de lo previsto originalmente, e incluso con una cuerda no hay manera de que pueda bajar al hombre al suelo por sí solo. Y simplemente soltar al hombre sería fatal: no sólo por la altura, sino por los cortes y golpes de las ramas intermedias. Mierda. ¿Es probable que sus propias percepciones estén sesgadas? Apoya la cabeza contra la corteza áspera, dando vueltas desesperadamente a las posibilidades en su mente. No hay muchas. No, se está engañando a sí mismo. No hay ninguna.
—Termínalo —susurra el hombre.
Jesse levanta la cabeza de golpe.
—Tu cuchillo. Mátame.
La voz del hombre es muy débil, pero las palabras son bastante claras. Jesse no puede ver el rostro del otro desde este ángulo (y sabe que el hombre no puede ver el suyo), pero niega con la cabeza. De ninguna manera. No va a quitarle la vida a este hombre.
—Hazlo, Jesse —dice el hombre—. Ahora. Hora del cuervo. No hay tiempo...
Jesse mira fijamente la cabeza del hombre. El cabello rubio está sucio y andrajoso donde el alambre de púas le corta brutalmente el cuero cabelludo, enmarañado con sangre seca y pus. El sudor gotea frente a los ojos de Jesse y, con cautela, afloja su agarre para limpiarse la frente con el antebrazo. Un sentimiento de temor comienza a apoderarse de él; inevitabilidad. Es lo único que puede hacer por este hombre. Sacas a cualquier animal de su sufrimiento si se llega lo bastante lejos. Lo aprendió de su abuela casi tan pronto como pudo hablar. Pero ¿un hombre?
Las piernas de Jesse están acalambradas por mantener su posición mucho tiempo. Saca la pierna izquierda y la flexiona, luego la derecha. Poco a poco avanza a lo largo de la rama tanto como se atreve, hasta que espera estar lo bastante cerca para hacer lo que el hombre le pide... lo que es necesario. Tal vez. Intenta no hacer ningún movimiento brusco. La rama se balancea y se hunde bajo su peso, de modo que se siente muy precario. Lentamente, con las manos inestables, echa mano a su cuchillo. ¿Qué opción tiene?
Entonces cae en la cuenta.
—¿Como sabes mi nombre?
Sin respuesta. Ni un sonido desde el cuerpo inerte.
Una gota de sudor de la frente de Jesse cae sobre la coronilla del hombre. El hombre no da señales de haber notado esta extraña forma de intimidad. Jesse no puede distinguir si todavía respira. ¿Ha hablado con Jesse en absoluto? ¿O se trata de otro truco elaborado, de la habilidad de algún Gran Maestro para superarlo con una maniobra una vez más? ¿O es su propia mente engañándolo? ¿Cómo puede saberlo?
Jesse se permite otra mirada hacia abajo. En menos de diez minutos podría estar en el suelo. Si nada de esto fuese real, lo único que tiene que hacer es ignorar la figura colgada; y si fuese real... bueno, el hombre está muerto, o casi. No es necesario hacer nada, ¿verdad? Excepto preocuparse sobre cómo regresar.
Y enfrentarse a sí mismo después.
Jesse cierra los ojos. Un rostro tras otro, cada uno suyo, cada uno diferente, no muy diferente, tal vez ni siquiera notablemente diferente, pero lo bastante diferente como para que le resulte incómodo cepillarse los dientes, peinarse y mirarse a los ojos en el espejo. Y si no puede mantener su propia mirada, ¿cómo podrá sostener la de Sarah o la de cualquier otra persona que le importe?
Con un pequeño movimiento de cabeza para quitarse el pelo sudoroso de los ojos, Jesse comienza a retroceder hacia el tronco. Tendrá que acercarse desde otro ángulo. No se puede evitar que lleve más tiempo. Jesse sabe que no puede matar a un hombre, ni siquiera a un moribundo como acto de misericordia, sin mirarlo a la cara.
Cuando Jesse alcanza un nuevo puesto, ya ha elaborado un plan. La muerte más rápida sería un golpe en la base del cráneo, justo por encima de la elevación de la columna vertebral. Rápido y seguro, pero difícil desde delante y casi imposible desde aquí. Tendría que ser el corazón. Agarrando el cuchillo en su mano derecha, Jesse se empuja un poco más hacia la rama, sin atreverse a moverse más allá del tercer conjunto de ramas opuestas. Si la madera se partía, ambos morirían. El torso pende como un fardo justo detrás de él, con el rostro del hombre todavía parcialmente oscurecido por las hojas. Jesse envuelve con fuerza la rama con las piernas, transfiere el cuchillo con cuidado a su mano izquierda y retira la obstruyente rama para ver por primera vez con claridad el rostro del hombre, para ofrecerle al menos esa señal de reverencia mientras le quita la vida.
—Perdóname —dice Jesse mientras levanta el brazo para atacar. Sólo el shock del reconocimiento, que lo paraliza durante unos segundos, le impide soltar el cuchillo o caer.
Jesse está mirando a su propia cara.
La cara está hundida, la piel flácida, desgastada como una tela vieja, pero ennegrecida, en lugar de descolorida, por el sol. Hay fisuras profundas en los labios y en las comisuras de la boca, y espuma seca y sangre en la barbilla; en algún momento le han mordido la lengua hasta hacerla sangrar. Las moscas codiciosas se agrupan en las comisuras de los ojos. Y la nariz se ha roto por un golpe, y también ha sangrado. Es una calavera con carne y cabello todavía intactos, aunque apenas. A Jesse no le habría sorprendido encontrarlo colgado de alguna pica medieval o fuera de la cabaña de un chamán tribal. Pero las características son inconfundibles. Es su cara.
El hombre se mueve y abre los ojos.
—No hay tiempo —repite, y su voz es fina, débil y distante, tan insustancial como la niebla de la mañana sobre el lago. Flota vacilante hacia Jesse, disipándose a medida que se acerca. El final no está lejos.
—¿Quién eres? —pregunta Jesse, con voz aguda. Por cruel que sea interrogar a alguien in extremis, él no puede evitarlo.
El hombre (o el joven, por lo que Jesse puede decir) se tensa y su garganta destrozada se mueve mientras intenta tragar, la nuez de Adán casi rompe la piel. Sus piernas, ahora colgando sueltas, patean un poco contra las ramas a las que habían sido atadas, e incluso su pene, reducido a un capullo preadolescente, se agita. Aún queda en él una última reserva de energía o voluntad. Parpadea una vez y sus ojos se abren hacia los de Jesse con todo el empoderamiento y la claridad que otorga la muerte. Azul. Son de un azul tan sorprendente. Jesse se estremece y una voz (pero ¿de quién?) le llega desde una gran distancia... Jessé... La mirada se convierte en una atadura: un túnel, una verdad a la que Jesse se ve atraído inexorablemente por el único medio al que se puede conducir una naturaleza como la suya.
... Jessé...
—Usa el cuchillo.
—No puedo —susurra Jesse—. Ahora no.
—Ahora —El hombre se estremece, luego se lame los labios con la lengua hinchada—. Date prisa —Empezando a jadear de nuevo—. Hazlo... acepta... tu... nuestro...
Jesse levanta el cuchillo, pero la enormidad de lo que está a punto de hacer lo envuelve en una gran ola de repulsión. Matar a sangre fría, mientras el hombre aún vive y habla. Un hombre con su propio rostro. No. No puede hacerlo. Relaja el cuchillo y luego lo aprieta de nuevo cuando la respiración del hombre se vuelve más agitada y sus ojos más intensos. Agarran a Jesse con las garras de hierro de un hombre que se está ahogando.
ahora
No
libéranos
no puedo
Lo que sólo tú sabes es el conocimiento más poderoso de todos.
La mano de Jesse tiembla mientras los pensamientos dan vueltas y vueltas, y vueltas otra vez. Hazlo. Hazlo. Los ojos del hombre brillan con determinación. Toda la vida que le queda se concentra en este último esfuerzo. La muerte está muy cerca. Sus pupilas se dilatan. Jesse ve su propio reflejo, pero sólo brevemente, porque la lente se abre, el túnel se extiende delante y él gira en espiral hacia la luz.
—¡No! —Jesse solloza incluso cuando la hoja destella y perfora el pecho del hombre.
—¡Sí! —El grito exultante sacude la ceniza desde la raíz hasta la coronilla.
Jesse cae del árbol.
Y despierta a un mundo en llamas.
Jesse sisea y entorna los ojos hasta convertirlos en rendijas, y el fuego se reduce hasta convertirse en un soplete solar que apenas se eleva en el horizonte. Le palpita la cabeza y su saliva tiene el sabor del cobre. Volviendo a cerrar los ojos, viaja rápido por su cuerpo. Aparte de cierto dolor en el hombro derecho, que probablemente se ha llevado la peor parte de la caída, no encuentra ningún daño real. Se lame de los labios un poco de sangre endurecida. La arena está seca, fina y sorprendentemente fría bajo su mejilla. Necesita orinar y, peor aún, necesita beber. Con cautela levanta la cabeza para ver mejor.
La luz dorada de un nuevo día antes de que el reloj tome el control. El sol extiende una cinta suavemente ondulante, rosa, naranja y bronce, sobre la brillante ola de agua que se extiende interminablemente ante él. Una delgada línea gris, manchada como carbón, le muestra dónde los veleros caían antaño del borde del mundo. Jesse se da cuenta de que los golpes que oye no provienen de su cabeza en absoluto, sino de las olas rompiendo contra la playa. Son ruidosas, mucho más ruidosas de lo imaginado. Puede oler la sal en la brisa refrescante que le acaricia el rostro. Las aves marinas se lanzan en picado, chillan y se sumergen a lo largo de toda la costa, pescando para desayunar, y unas pocas se alzan sobre sus patitas de dibujos animados en las aguas superficiales y lo miran con manifiesto desdén, o simplemente curiosidad. Él les devuelve la mirada. Marañas gomosas de lo que al principio le había parecido porquería plástica arrojada por algún camión cisterna o barco de contenedores brillan de color verde y rojo oscuro y gris y negro azulado como la tinta: algas marinas. Madera flotante blanqueada yace esparcida como huesos limpios, entre conchas tan variadas y abundantes que Jesse sólo puede sacar una conclusión: ningún pie humano ha pisoteado o cazado ostras aquí. Intacto, piensa con placer: nuevo. Así que ésto es el mar.
A unos diez metros detrás de él, un fresno solitario se alza sobre las dunas: su fresno, supone. Tiene la sospecha de que los fresnos normalmente no medran en la costa. No hay ninguna figura colgada del árbol ni a la vista, sólo una retorcida rama muerta no lejos del tronco.
Y una esfinge agachada sobre una pendiente cubierta de espesos mechones de hierba y profusos arbustos de puntiagudas flores amarillas.
La esfinge lo mira fijamente sin moverse, sin parpadear. Ella lo está esperando. No hay ninguna duda al respecto; él lo sabe instintivamente, en esa misma parte de su ser que le da fuego. Él se levanta y se estira, probando su hombro, que baila en respuesta, pero servirá. Luego, pisando con cautela entre las conchas, camina hasta la orilla del agua para aliviar la vejiga. Se maravilla de lo bien que se siente estar de pie con los pies descalzos en el agua helada (está terriblemente fría) y orinar. Le sorprende un poco que el mar no esté más cálido, ya que el aire es templado y veraniego a pesar de las provocadoras ráfagas de viento. Sin duda hará más calor cuando el sol salga alto. Por fin el mar: siente la tentación de nadar, pero se abrocha la cremallera de los vaqueros y se gira para contemplar las dunas. Tiene una sed desesperada. Encontrar agua tiene prioridad sobre cualquier otra acción.
Hay varias pozas de marea e incluso una extensión de marisma rodeada de altos juncos, pero nada que indique una fuente de agua dulce. Estudia a la esfinge, que parece dispuesta a esperar indefinidamente. Ella tendrá que beber; tal vez conozca un arroyo o estanque cercano. Hurga en sus vaqueros para ver qué lleva consigo: la peonza, un paquete de cigarrillos arrugado con su encendedor, llaves, una nota doblada, un condón en su paquete de aluminio (sonríe un poco, recordando el lema de los boy scouts: incluso en el Paraíso hay que estar preparado). No hay mucho que facilite la supervivencia, aunque está muy contento con la presencia de la peonza y los cigarrillos; el encendedor también, ya que no puede dar por sentado medios alternativos para iniciar un incendio. Pero ¿dónde está su cuchillo? El hambre ya empieza a punzarle el vientre. Una vez que encuentre agua, necesitará comer. No tiene idea de cuánto tiempo tendrá que pasar aquí. Ni si el tiempo fluye de la misma forma que él conoce.
Jesse ha estado evitando los acontecimientos que lo han traído a este lugar. Si es que es un lugar siquiera, se recuerda irónicamente. Pero ahora el pensamiento de su cuchillo libera recuerdos que lo acompañan: el parque, Nubi, el ahorcado, el sacrificio. Sacrificio: una palabra dura, sí, algunos dirían arcaica. Pero incluso en esta era de superestrellas y gigabytes, todavía hay sacrificio. Sólo que, ¿quién ha sido víctima, qué sacerdote?
Y luego piensa en Sarah. Sonríe y durante un momento es como si estuviera bebiendo de un veloz arroyo de montaña de aguas plateadas, alimentado por aguas glaciales. Bebe y bebe de nuevo: un frío dulce y salvaje que alivia su sed, pero que le sube con un dolor punzante y agudo a la cabeza; y pronto se enoja consigo mismo por la humedad en sus mejillas. No hay lugar para la autocompasión, no si quiere volver a verla.
Se acerca al pie del fresno y lo rodea lentamente para asegurarse de que no hay ningún cuerpo escondido detrás del enorme tronco o bajo una raíz protectora. No había tenido por qué preocuparse. Lo único que descubre son sus zapatillas de deporte con unos calcetines metidos dentro, sobre las que se abalanza con gusto. Son la prueba de que éste es efectivamente su árbol y de que se ha efectuado un cruce hacia alguna parte, aunque sólo puede adivinar de qué tipo (y hacia dónde): el árbol es un eje, o tal vez un foco no muy diferente de su pequeña peonza. Que, pensándolo bien, gira sobre su propio eje y también está tallada en ceniza.
Se sienta sobre una joroba de raíz que sobresale y se pone los calcetines y los zapatos. Hay otra razón perfectamente sólida para apreciar el calzado. Sus pies ya están raspados por la áspera corteza del árbol. ¿Quién sabe qué otro terreno tendrá que cruzar?
Detrás de la raíz, medio oculta por una gran piedra y un manojo de equináceas de color púrpura brillante, descubre un trozo de cuerda cortada. Al peinar más diligentemente el área se obtiene más cuerda; y luego el alambre de púas retorcido, casi enterrado como un tesoro, un aro real en la arena. Finalmente, ve otro destello de metal y, con un grito de alegría, cae sobre su cuchillo como el viejo amigo que es. Naturalmente será útil, pero para él significa mucho más que una simple herramienta, y la examina atentamente: está la muesca como una lágrima en el mango de hueso, y allí, las iniciales de su abuelo, desgastadas hasta casi ser ilegibles. Mientras se guarda el cuchillo en el cinturón, vuelve a oír la voz de su abuela: úsalo bien, Jesse. Esta vez él responde en voz alta, y sus palabras son tanto un puente hacia el pasado como una promesa: —Lo haré, abuela, lo haré —Se imagina su asentimiento de satisfacción, el rápido destello de orgullo que ella siempre se esforzó tanto en disfrazar.
Ahora el agua. Jesse se dirige hacia la esfinge, que no está muy lejos. El camino es difícil, porque no hay camino y tiene que trepar cuesta arriba a través de las dunas de arena, donde el suelo debajo de él se mueve y se desliza inesperadamente, y luego subir por una orilla más empinada, cuya pendiente expuesta está cortada en grandes mordiscos crudos, como si aquí se hubiera dado un festín una excavadora prehistórica, y que se está erosionando lentamente bajo la fuerza de los vientos que soplan del mar. Una o dos veces pierde el equilibrio y se araña y corta las palmas de las manos en los arbustos espinosos donde se agarra para no caer, o en las hierbas cuyas hojas resultan sorprendentemente afiladas, como el papel. Cuando finalmente llega a la cima de la colina, mira hacia atrás. Ya sin aliento, jadea, siente que su garganta y sus pulmones se expanden con una súbita velocidad vertiginosa, para inhalar la poesía de todo ello, el deslumbramiento, el desconcierto y la pura gloria. La curva de la costa se extiende como un desnudo ante él. Ninguna fotografía, ninguna película podría hacer justicia a la belleza y el poder del lienzo. No hay palabras para la euforia que siente al verlo por primera vez. Pero como todas las cosas humanas (y sea lo que sea en lo que pueda llegar a ser, es y será siempre un hombre), su éxtasis dura poco o lleva la semilla de su propia destrucción (su imperfección), ya que a él también le entristece ver esto en soledad, sin nadie con quien compartir el momento, horriblemente solo, sin Sarah.
Porque la esfinge, a pesar de sus rasgos humanos, no proviene del mismo acervo genético. Curiosamente, él no le tiene miedo, pero se siente más solo en su presencia que si estuviera completamente solo. Que en esencia lo está.
Es hermoso ésto, pero no es su realidad.
Jesse se dirige a la esfinge. —Tengo sed —dice—. Necesito agua dulce. ¿Sabes dónde encontrar algo?
La esfinge lo mira con lo que en un rostro humano habría sido una sonrisa, aunque irónica, pero no dice nada.
—¿Me entiendes? ¿Puedes hablar?
—Te colgaste del árbol. Te sacrificaste —Su voz es melodiosa, musical—. El agua está ahí, estés donde estés. Sólo necesitas acceder a ella.
Jesse mueve una mano con desdén. -Mirálo tú misma. Aquí no hay agua dulce.
—Debes elegir ser dueño de ella —dice ella.
Jesse mira primero a la esfinge, cuyo rostro ha vuelto a ser inescrutable, y luego a sus pies. El suelo arenoso parece no tener nada que revelar. Agua, piensa, agua clara, fresca y deliciosa. Agua de manantial. Agua de montaña corriendo con salmón. Fría. Dulce. Sumergida en una cuenca poco profunda antes de fluir hacia el mar. Una ligera brisa le alborota el pelo. A lo lejos, el sonido de las olas. Mientras se arrodilla, el sol le cubre la nuca con el calor aterciopelado del polen, y el estanque refleja una imagen vacilante de su rostro. Ahueca las manos, las sumerge debajo de la superficie y se las lleva rápidamente a la boca. El primer trago tiene un sabor maravilloso y él se pausa para saborear su progreso, sin creer que el agua realmente saciará su sed. Puede sentirla caer en su estómago y desplegar sus pétalos de perlas de cristal. Luego toma bocado tras bocado con avidez, incapaz de detenerse antes de que se le hinche el vientre. Gime de placer. Es como andar en monopatín, se maravilla. Fácil cuando sabes cómo.
Jesse se quita la camiseta y se salpica la cara, el cuello y el pecho. El agua corre en riachuelos por su piel, que le pica por el sudor seco y algo más, algo muy parecido a las sensaciones que podría experimentar una serpiente al mudarse de su vieja piel: un rechazo abrasivo hacia lo viejo, lo muerto y lo inútil, la hipersensibilidad a lo nuevo y aún no probado. Por un momento añora una pastilla de jabón, pero luego cae en que ningún irritante ecológico pertenece a este mundo. Sin esperar a que su piel se seque, se vuelve a poner la camisa por la cabeza. Finalmente se levanta y vuelve a mirar a la esfinge.
—¿Dónde estamos? —pregunta él—. ¿Qué es este lugar?
Ella parpadea despacio y no responde.
—¿Qué quieres conmigo? ¿De mí?
Otra vez sin respuesta.
—Entonces al menos dime cómo volver —dice él, algo impaciente.
—Para cerrar el nudo, primero entierra a tu muerto.
Las palabras lo hielan como no lo hace el agua fría del manantial. ¿Está la esfinge jugando con él como el gato al que ella se parece? Jesse tirita y se frota vigorosamente los brazos con las manos, tanto para sentir cualquier contacto humano, aunque sea el suyo, como para alisar la piel de gallina. Se le ocurre que tal vez nunca conozca el propósito de la esfinge y que probablemente no lo entendería si lo supiera. Ella es simplemente un ser demasiado diferente. Demasiado extraño. Un indicio más de que existen realidades más allá del alcance de la imaginación humana.
Y luego se pregunta cuán humano sigue siendo.
Jesse y la esfinge continúan mirándose fijamente durante un largo rato. Al final, ella cede y Jesse se siente triunfante, como si hubiera obligado a un número irracional a comportarse racionalmente, o a un universo frío e implacable a latir con un corazón humano.
—Toma —Ella se hace a un lado para revelar un cuerpo tirado detrás de ella en el suelo. Cuando Jesse da un paso adelante y se inclina para examinarlo, se enfrenta no al hombre que colgaba del árbol, sino a una visión mucho más desconcertante: el padre de sus primeros recuerdos, tendido como si estuviera dormido pero sin vida como una efigie. Tentativamente, Jesse extiende una mano.
—Ten en cuenta —advierte la esfinge—. Tócalo sólo si deseas que despierte.
Jesse retrocede. —Pero no respira.
—Eso también es incierto.
—No entiendo.
—La red de hilos oscuros se superpone y se enreda en el tiempo.
—¿Red? —susurra él.
La esfinge abre sus alas al máximo y las mueve como para librarse de una molesta mosca u otra molestia menor. O para demostrar su poder, ya que incluso el movimiento más pequeño pone el aire en movimiento. Se arremolina en suaves ondas desde sus hombros y un arco iris de colores brilla a su alrededor. Por un momento, Jesse ve otra imagen transpuesta a su apariencia original, pero antes de que su mente tenga tiempo de registrar adecuadamente lo que está viendo, la imagen desaparece. No puede evitar preguntarse si ella le ha mostrado esta otra manifestación deliberadamente o si él ha sido un testigo inadvertido de una verdad más profunda. O tal vez incluso esté aprendiendo a ver... La estudia detenidamente, pero su expresión es neutra y su cuerpo, enteramente sólido, aunque alejado de lo común.
Jesse mira fijamente a su padre. La esfinge espera mientras él reflexiona, mientras lucha con sus ardientes demonios, mientras se pone de pie y se abraza, sacudiendo lentamente la cabeza.
—No —dice—. Dime cómo enterrarlo.
Ella echa la cabeza hacia atrás con un grito de risa. Luego recoge el cuerpo inerte del padre de Jesse entre sus mandíbulas, un gato recogiendo su ratón, y con un apretón y un empujón de sus cuartos traseros, salta en el aire, extiende la fuerza cableada de sus alas, da un círculo sobre su cabeza y desaparece..
—Lo siento —dice Jesse, con los ojos empañados por las lágrimas—. Papá, yo... — Si no puede confiar en su memoria, ¿qué pasa con sus sentimientos? Se supone que ciertas conexiones en los sistemas de comando de las emociones básicas son indelebles, aunque la forma en que actúes sobre estos circuitos afectivos no lo sea: los lóbulos frontales son terriblemente poderosos. Ha terminado la lectura. (¿No ha intentado desesperadamente comprender el origen de su fuego?) Pero algunas cosas muy extrañas están conectadas a su cerebro... ¿cableadas? ¿por software? ¿o... ?
Desanimado, regresa a la orilla del mar. Saca uno de los cigarrillos de su paquete, lo endereza lo mejor que puede y lo enciende con la sólida comodidad de su Zippo (el de Finn). Fuma como fuma un superviviente agitado, necesitando cada calada que da, inhalando profundamente, aspirando el humo hacia los callejones sin salida menos utilizados de sus pulmones, mientras sus músculos se licuan de alivio.
El mar se mueve seductoramente ante sus pies, y aunque sabe que pronto debería intentar regresar a su mundo, la tentación es simplemente demasiado grande para resistirla; o su necesidad es demasiado grande. Cuando termina de fumar, saca la colilla y la mete en un bolsillo, inexplicablemente detestando dejar atrás todo objeto terrenal, aunque supone que su propia orina, la humedad que se evapora de sus poros, los átomos tocados por su piel o su aliento lo también contaminarán este mundo.
Jesse se desviste y se adentra en las olas. Frío, pero no tan helado como antes, o su cuerpo se está adaptando mejor. Se salpica un poco de agua en el torso y la espalda, luego, con un pequeño grito, se sumerge bajo la superficie y abre los ojos. El agua es clara pero salada. Nunca antes había nadado en nada que no fuera agua dulce y se sorprende de lo rápido que le empiezan a picar los ojos. Nada bajo el agua contra la corriente, que, aunque fuerte, no es más de la soportable. Parece que no hay peces. Debe de haber ahuyentado la comida de las aves marinas en sus alrededores. Sale a la superficie para respirar y luego continúa formando delfines en círculos juguetones y perezosos no lejos de la costa. No desea encontrarse con un tiburón ni con cualquier criatura que este océano pueda ocultar; No hay ningún deseo de saber si podría ser un alimento comestible.
Está a punto de sumergirse nuevamente bajo el agua cuando siente que algo le roza el pecho. Asustado, retrocede, rueda sobre un costado y traga agua de mar, luego farfulla y se debate un poco en las olas. No corre verdadero peligro de hundirse, pero necesita unos minutos para recuperarse de su momentáneo pánico. Se mantiene a flote, sin intentar siquiera restablecer el ritmo suave de su brazada, y mira a su alrededor con nerviosismo. No hay señales de peces en la superficie ni de otros habitantes del mar. Aún así, es mejor estar seguro. Las sorpresas siempre son desagradables en el agua. Jesse respira hondo y se sumerge bajo el oleaje. Una pequeña figura, borrosa y sombría, pasa junto a él. Imposible... ¿Cómo podía estar nadando aquí un bebé desnudo, una niña pequeña? Por un momento piensa en Ariel, el duende mágico que puede volar, nadar e incluso sumergirse en el fuego, que a veces toma la forma de una ninfa del agua, que canta sobre un cambio en el mar, en algo rico y extraño. Rápidamente persigue a la niña y la vislumbra de nuevo, fugazmente, agitando su mano en un gesto amistoso, pero inmediatamente ella se va, y sus pulmones pronto piden, y luego exigen, aire. Él sube a la superficie. Aunque intenta bucear y buscar unas cuantas veces más, no ve nada más que el vasto y silencioso vagar de agua de color verde oscuro que se satura hasta volverse negra.
Cuando sus músculos comienzan a cansarse, regresa a la orilla, despeja un espacio de conchas y se deja caer en la arena, pero descubre que está temblando a pesar del sol. Los pájaros se han acostumbrado a él y algunos se acercan hasta que se levanta de nuevo y trota en el mismo lugar. Se frota los brazos y las piernas y se viste tan pronto como ya no está empapado. Parece que no puede quedarse quieto. Sus pensamientos son tan rebeldes como su cuerpo, regresando una y otra vez a ese toque ligero, casi fantasmal, y al avistamiento del pequeño nadador submarino. Hay algo que se está perdiendo, algo que su mente está tratando de decirle. Finalmente se da por vencido. Es como una palabra en la punta de la lengua que se niega a salir a la superficie por mucho que tires de la cadena de amarre. Tal vez si lo deja solo por un tiempo, dejará de preocuparse. La marea arrastra tesoros incalculables.
Jesse enciende otro cigarrillo. La natación le ha dado aún más hambre, pero en lugar de intentar solucionar el problema de la comida, decide que es hora de afrontar el verdadero problema, el que ha estado evitando, temiendo.
Después de fumar, se dirige al fresno. La rama muerta es grande e inblandible, pero necesita algo que pueda usar sin causar demasiado daño. Una roca sería arriesgado. Además, es más probable que se haya cruzado con un trozo del árbol. Debe de haber algo en todos esos tropos de fantasía, de la misma manera que los mitos contienen vestigios de la experiencia primaria. Usando su cuchillo, mitad corta, mitad arranca un trozo grueso, y elimina todas las ramas y ramitas más pequeñas, alisando los extremos y la superficie tanto como sea posible. Ahora tiene un garrote de buen tamaño. Lo mete bajo el brazo derecho, luego saca su peonza.
Jesse sostiene el pequeño juguete en la palma de la mano izquierda y lo mira fijamente, tratando de calmar su mente de casa de mono. No es fácil porque está genuinamente asustado por lo que confía en hacer; y aún más asustado por la posibilidad del fracaso. Tiene que funcionar, se dice a sí mismo. ¿Qué otra opción tiene?
Le resulta difícil concentrarse. Primero cierra los ojos, pero las imágenes parpadean en brillantes destellos que lo distraen; abre los ojos: las palabras caen, se atan y dan vueltas; él cierra los ojos: llamas parpadean, cobran rabiosa vida, luego mueren de nuevo. Abre los ojos: las notas de un saxofón, fuertes y atrevidas. Los cierra: salvajes sentimientos temerarios...
... Jesse...
Su mente da vueltas y vueltas como una bestia enjaulada, desesperada por escapar, que se arroja contra los barrotes una y otra vez, magullándose, aullando de dolor, luego gateando, farfullando, hacia un rincón antes de lanzarse una vez más contra el hierro, chillando, retrocediendo, agarrándose los genitales y luego corriendo a toda velocidad hacia los barrotes inflexibles, más allá de los cuales yace su mundo...
Ningún mundo...
Con un grito, Jesse lanza lejos la peonza. El garrote improvisado cae al suelo, ignorado. Se da vuelta y mira hacia el mar. Por un momento considera volver a bajar al agua: fría, limpia, pura. Podrías nadar para siempre en su negra tinta helada.
... Jesse...
Se cubre la cara con las manos, pero las voces persisten. ¿Qué voy a hacer? Varado aquí solo, con solo recuerdos como compañía y palabras y palabras que decir: palabras sombrías y negras sin nadie que las escuche. Él podría conjurar agua, y probablemente también comida... si no un ser viviente... un perro... un compañero...
El ladrido de conejo loco de Nubi suena detrás de él, dos veces en una nota ascendente. Jesse se estremece y bloquea el sonido de su conciencia con una exclamación de angustia. El ladrido no vuelve. ¡No! Eso no. Eso nunca. Se imagina lo que significaría convocar a una persona. Hay cosas peores que la soledad: como no saber nunca si tiene a Sarah en sus brazos, a un clon o a un golem...
... Jesse...
Tiene que encontrar un modo de volver.
Una vez más oye la risa de la esfinge, una lanza caliente en su cabeza. ¿Una burla? ¿O un desafío? El camino de regreso está anudado de adelante a atrás a adelante a...
... Jesse...
Levanta la cabeza para escuchar. Débil al principio, pero luego más fuerte: la voz de Sarah girando en espiral, suave, sinuosa y esbelta como aflautado azogue hacia él a través de la áspera cacofonía en su cabeza.
Jesse, ¿dónde estás?
Por supuesto. Él está colgado del árbol. Regresará no porque tenga que hacerlo, sino porque así lo decide, porque es su mundo y el de ella, y el mundo también lo ha elegido a él. Aunque pudiera sobrevivir en este aquí y ahora, no vivirá su vida en soledad, en un lugar sin danza. Una a una, las otras voces se van apagando.
—Jesse —llama Sarah—, ¿dónde estás? ¿Abajo en la cocina?
Él se agacha, recupera el garrote, asegurándolo bajo el brazo, y la peonza, que sostiene ante él sobre la palma de la mano. Ésta se eleva en el aire y comienza a girar, despacio al principio, luego cada vez más rápido hasta que él sólo puede ver un borrón, un destello de luz, una llama.
Jesse levanta la longitud de ceniza. No pasará mucho tiempo ahora. De espaldas al árbol, está atrapado entre el momento de llegada y el de partida, el momento en que completará el círculo ordenado por su nacimiento, o su concepción, o la decisión de su bisabuelo de viajar al mercado en ese momento lluvioso en particular. Sábado de junio, quién sabe dónde empieza o termina algo. —Nubi —oye gritar a su yo anterior. Pasos se aproximan, luego se detienen. Él respira hondo, agarra el palo con fuerza y se lanza hacia adelante. Su puntería es buena a pesar de la oscuridad. En el momento del impacto, tanto su alter ego como el trozo de madera desaparecen. No hay fuegos artificiales, ni coros celestiales, ni nubes en forma de hongo. Jesse, el otro Jesse, simplemente desaparece. Jesse cierra los ojos con un suspiro de alivio. Está hecho.
Los abrió de nuevo cuando Nubi le tocó la mano con su húmedo hocico. El perro estaba sentado a sus pies y miraba a Jesse con la expresión que todos los perros reservan para sus dueños: devota, perpleja, un poco melancólica (después de todo, una galleta para perro no era mucho pedir, un hueso). Sólo había un leve destello rojo en el fondo de los ojos de Nubi, tan vago e indistinto que Jesse pensó que debía de haberlo imaginado, porque, cuando el perro bostezó, el destello ya no estaba. También había desaparecido el chichón en la parte posterior de la cabeza de Jesse; la punzada en el hombro, las abrasiones en las palmas de las manos y las suelas de los pies.
Sarah y Jesse tomaron un autobús hasta el río, luego caminaron en dirección a los muelles. Hacía calor otra vez, uno de esos días de finales de verano en los que parecía que la escuela y el invierno podían posponerse indefinidamente. El aire parecía mediterráneo: seco, pesado y ligeramente mezclado de olor que recordaba a las naranjas dulces. Incluso ahora, con el sol ya poniéndose, el resplandor del agua emborronaba los colores de modo que la orilla opuesta tenía el aspecto de una acuarela metida en un portafolio antes de que se hubiera secado del todo. Ni una nube a la vista, el tono del cielo es una mera premonición de azul.
—Ben por fin envió un mensaje de texto. Volverán esta noche. Podemos tener el monopatín mañana —dijo Sarah—. ¿O quieres que pruebe con otra persona?
—Mañana está bien. De todos modos, hace demasiado calor para patinar.
—¿Adónde vamos?
—Es secreto —dijo Jesse con los ojos brillantes.
—Tus secretos tienen la costumbre de contraatacar.
Junto a un sauce solitario, Jesse se agachó para recoger un puñado de piedrecillas esparcidas por el suelo. Caminó hasta la orilla del río y las hizo saltar perezosamente, una por una, por encima del agua. Sus movimientos eran sobrios y elegantes, aunque Sarah sabía que detrás de ese tipo de perfección se escondían años de práctica. Le dolía el pecho al mirarlo. Era como una de las fotografías de Finn, sorprendente, hermosa y adictiva: cuanto más miras, más quieres mirar y más encuentras. Ella pensó que nunca se cansaría de él.
Cuando la última onda se suavizó, él continuó mirando las profundidades del río. Sarah se preguntó qué estaría pensando. Su rostro tenía una expresión extraña, como si estuviera observando algo que sólo él podía ver. El color de sus ojos se había intensificado hasta alcanzar el intenso azul de la genciana, como los pequeños bulbos que alfombraban el jardín de su abuela a principios de primavera.
Créeme, la fábrica no es un lugar para ella. Se aburrirá muchísimo. Se asustaría también.
Eso no es asunto tuyo.
Si es asunto tuyo es asunto mío. Vete acostumbrando.
Mira, tú quédate al margen, ¿de acuerdo?
Todos nuestras comidas serán conjuntas a partir de ahora. Sin excepciones.
Lárgate a leer un buen libro. Debes de tener algo en tus archivos. Quizá eso mejore tus habilidades lingüísticas.
Gracioso. Muy gracioso. Y mientras, tú buscas un lugar excitante para follar.
Lo digo en serio. Cierra el pico.
Pensándolo bien, tal vez vaya a divertirme con eso. ¿Me perdí alguna función anoche? Siempre me he preguntado qué se siente. Los libros y las películas no sustituyen a la realidad, ¿verdad? Y la gente no deja de hablar de ello. Yo puedo lanzar dentro algunos efectos especiales. ¿Qué preferirías tú? ¿Algo extraño, para que ella pueda echarse a temblar y te agarre de inmediato? ¿Algo tormentoso: provocar truenos y relámpagos para marcar el ritmo? ¿O una dulce pradera ondulada, un arroyo serpenteante y una brisa suave? ¿Un toque de violín?
Jesse gruñó y sacudió la cabeza. —Vamos —le espetó a Sarah, quien lo miró boquiabierta y que sólo tuvo uno o dos segundos para registrar el cambio en esos ojos, ahora del color del hongo, antes de que él se alejara. Alguien había abierto una trampilla que daba a un sótano lleno de arañas.
Ella lo alcanzó junto a la fábrica abandonada, cerca de un hueco en la valla metálica donde él se había detenido a esperarla.
—Es muy bonito por dentro —dijo Jesse—. Me gustaría mostrártelo.
—¿Por qué estabas corriendo?
Intentó sonreír y luego le hizo un gesto para que lo siguiera.
La oscuridad los envolvió como un puño. La pequeña linterna de bolsillo no cortaba más que un fino rayo de luz a través de la oscuridad, insuficiente para llegar de un extremo al otro de la nave principal de la fábrica. Jesse hizo girar la linterna, describiendo un arco lento, sorprendido por lo diferente que parecía todo con Sarah a su lado: ni cavernoso ni abandonado en absoluto, sino escultórico, una galería de arte moderno para el disfrute privado.
—Es como caminar por un paisaje onírico —susurró Sarah—. ¿Haces esto a menudo? ¿Pasear por edificios abandonados?
—A veces. Me gusta explorar lugares donde no va nadie.
Comenzaron un cuidadoso recorrido por la sala. Miraron con habilidad, gradualmente, capaces de distinguir detalles y mapear su entorno. Cuando llegaron a uno de los agujeros del sistema de conductos, Jesse extendió una mano para advertir a Sarah. Se detuvieron justo cuando el silencio en el vasto salón estaba ganando fuerza.
—¿Lo oyes? —preguntó él.
oyes oyes oyes oyes oyes oyes.
—Baja la linterna —dijo Sarah.
Él la miró fijamente, luego hizo lo que ella le pedía. Ella retrocedió del borde. Jesse la observó mientras se levantaba la camiseta, se la pasaba por encima de la cabeza y la dejaba caer al suelo. La observó mientras ella se desabrochaba los vaqueros y se los bajaba por las caderas. La observó mientras ella se deshacía de los últimos restos de piel artificial.
—Oigo las palabras que tienes miedo de decir —dijo ella.
Él cerró los ojos, incapaz de soportar el peso de su propia carne, la creciente sonoridad de las voces que se extendían desde abajo, dentro, junto abajo, arriba, más allá de los límites de su yo. Para escapar, aunque fuese durante un momento, de la jaula del reloj.
Hay lugares secretos en cada ciudad, en cada paisaje, pero ninguno tan oscuro, rico en sangre y nutritivo como los lugares ocultos a los que llega el koan. Sarah cruzó el espacio entre ambos. Esos dedos tocaron el ayer; esos labios, el mañana. En el tiempo en que tomaba tararear una melodía sencilla, ella lo guió, piel con piel, al lugar donde el sonido es silente y donde el silencio canta.
Adelante, entra ya en ella, Red se rió maliciosamente.
Jesse jadeó y apartó a Sarah de un empujón. Ella perdió el equilibrio y cayó al suelo de cemento con un grito. Durante un largo rato él la miró, sin decir nada, pero no dio media vuelta ni se fue, no huyó. El sonido de la respiración (la de él, áspera y amarga, la de ella, entristecida) se elevó para llenar el silencio.
Por fin Sarah se levantó. Empezó a vestirse, despacio y con dignidad. No había manera de esconderse. El rostro de Jesse estaba tan blanco y vacío como el de un cadáver, incluso sus ojos habían muerto. Después de recogerse el pelo, ella habló por primera vez.
—No voy a marcharme hasta que me digas qué pasa.
Él podía controlar los ojos, pero no el pulso en la garganta.
—Dime, Jessé.
Mudo, él negó con cabeza.
—Pues dime una cosa. ¿Llevo algún letrero de neón que invita a tipos como Mick y Gavin a tratarme como una mierda? ¿O tal vez a todos los hombres, incluso aquellos en los que creía poder confiar? —Levantó la voz, que resonó en los muros de oscuridad—. Porque si soy yo, será mejor que me lo digas ahora mismo. No voy a dejar que me jodan otra vez —Decididamente, enfatizó cada sílaba—. Otra vez no. Y por nadie.
Ella no habría pensado que el rostro de Jesse pudiera perder más sangre, pero así fue. Con un sonido inarticulado en el fondo de su garganta, él avanzó un paso. —Sarah...
—¡Dime, maldito seas!
Él se lo dijo.
Un profundo crepúsculo violeta los recibió cuando emergieron de la fábrica. Caminaban lado a lado sin tocarse, con la piel en carne viva por el roce de la conversación. Si Sarah hubiera esperado que Jesse sintiera alivio ante sus revelaciones, había calculado mal los efectos de un ocultamiento prolongado y habitual, incluso sepulto: cualquier arqueólogo podría haberle dicho que se necesitaba una cuidadosa y paciente pincelada para eliminar capas y capas de tierra compactada, escombros y cenizas, y que un trabajo apresurado implicaba daños para el hallazgo. Ella había sido un poco ruda, quizá. Ella también estaba hiriendo.
Y aunque Sarah entendió (racionalmente) que Jesse no la había rechazado, le tomaría a su piel mucho tiempo desprenderse de la huella de esas manos empujándola lejos de él.
El aire era más fresco, más húmedo también. Puede que lloviera más tarde. Una suave brisa levantó el cabello de Jesse de su cuello; durante un momento se sobresaltó, pensando que Sarah lo había rozado con los dedos. Y él quería que ella lo hiciera, Dios, cómo lo quería. Incluso solo imaginarlo provocaba una oleada de sangre casi suntuosa. Pero no se atrevía a acercarse a ella, no después de lo que había hecho.
La golpeaste. La golpeaste. Dos palabras punzantes se repitieron una y otra vez, en silencio, hasta convertirse en un cántico, un canto fúnebre, una automutilación: sangre brotando de los cortes que le hacían en la piel. Él la había golpeado y se había corrido. El hijo de su padre...
En la proa del barco, desaceleró sus pasos, luego se detuvo por completo, se llevó un dedo a los labios y señaló hacia el muelle inclinado, donde una mujer joven estaba de espaldas a ellos, las primeras estrellas brillaban sobre ella en la luz mortecina. Ella tenía los brazos levantados por encima de la cabeza, alzando un gran bote de plástico (uno de esos cargadores de agua que se usan en las acampadas) y empapándose. Arrojó el carguero al río, se giró y los vio, y vieron que ella era más joven que Sarah, en realidad poco más que una niña, y decididamente embarazada. Y qué bonita era: piel morena, cabello negro y ojos orientales deslumbrantes, aunque extrañamente dispares.
La chica sonrió, si a eso se le podía llamar sonrisa: un pequeño y triste giro que cortaba el aire como un reconocimiento de pérdida. Incluso desde aquí, Sarah podía distinguir la expresión en los ojos de la chica, y se mordió la mejilla para evitar exclamar. Jesse extendió las manos, palmas hacia arriba, y caminó despacio hacia ella.
—Por favor —rogó él—. Esperar.
La muchacha lo miró sin moverse. Llevaba el pelo corto, un vestido de flores, limpio pero barato, de algodón fino, y calzaba chanclas de plástico. Sus brazos eran delgados como palos. Parecía más un desaliñado espantapájaros que una persona.
Jesse siguió caminando. El aire estaba muy quieto, como si también contuviera la respiración.
Un pájaro graznó en lo alto.
El sonido cortó la escena como una guillotina. La chica buscó algo en su mano. Sarah escuchó el clic al mismo tiempo que Jesse se lanzaba hacia adelante.
—¡No! —gritó él.
Las llamas envolvieron a la chica al instante. Ella se convirtió en una columna de fuego, una antorcha viviente. Sarah estaba helada de horror, aturdida, incapaz de moverse. Luego ella también gritó al ver a Jesse saltar hacia la chica, extendiendo los brazos como para abrazarla.
—¡Jesse, no! ¡NO!
De ninguna manera. Esto no podía estar sucediendo.
Sarah vio a Jesse arrojarse sobre la chica. El movimiento avivó el fuego y las llamas aumentaron aún más. Ardiendo ferozmente, Jesse saltó en el aire, arrastrando el infierno consigo. Se elevó en una trayectoria impresionante, imposible, y sus brazos batieron como grandes alas de fuego. Llamas de oro rojo lo envolvieron. Lo consumieron. Sarah echó la cabeza hacia atrás; escuchó su garganta, su corazón se abrió de golpe y el ronco ¡NO! ¡NO! ¡NO! ¡NO! golpea como un mazo monstruoso contra el cielo. Y el aire doblaba tañido tras tañido, como si resonara entre grandes montañas de bronce. Entonces, ella ya no pudo verlo. El fuego la cegaba, tenía los ojos llenos de lágrimas, y se vio obligada a apartar la vista. Los gritos comenzaron a alejarse cuando fue absorbida por el frío ruido blanco de un túnel de viento.
Hay un silencio sobrenatural cuando el mundo se retira.
Sarah levantó la cabeza. Estaba tirada en el suelo. Debió de haberse desmayado durante unos segundos, porque no recordaba haberse caído ni haber visto a Jesse (el cuerpo de Jesse, pensó, y con arcadas) caer en picado al río. Cerró los ojos de nuevo y luchó contra las náuseas y un zumbido en los oídos. Apartó de su mente la imagen de él surgiendo en llamas de esa chica, pero no pudo evitar mirar hacia el río, que fluía suavemente: no había espuma, ni remolinos agitados, ni ningún brazo rompiendo la superficie en busca de ayuda.
¿Qué esperaba? Nadie sobrevive a un incendio así. Nuevas lágrimas brotaron de sus ojos y comenzaron a correr por sus mejillas, lágrimas que no lavaban nada. Maldito sea, pensó. ¿Por qué carajo tuvo que hacerse el santo? Una chispa de ira ardió como una bola de fuego en su pecho, borrando el entumecimiento y la conmoción.
La muchacha yacía acurrucada de lado en el muelle. Su vestido descolorido subía y bajaba con cada respiración. Sarah no podía asimilarlo del todo, porque aunque los ojos de la chica estaban cerrados, parecía ilesa. Sarah se arrastró hasta una posición sentada. Debería acudir a ella, tal vez ayudarla. Si no la estrangulaba primero.
Sarah intentó levantarse, pero una ola de vértigo la invadió y volvió a caer a cuatro patas, con la cabeza gacha. Con el tiempo tendría que recuperarse, pero por el momento lo único que podía hacer era respirar. Y respirar.
Al sentir un toque en el hombro, su corazón casi se detuvo. Ella levantó la vista y encontró a Jesse inclinado sobre ella, empapado pero por lo demás perfectamente sano.
El grito de una loca estalló. —¡Voy a matarte!
—¡Maldita sea, voy a matarte, bastardo! —chilló Sarah, elevando la voz con cada respiración sucesiva—. ¡Cómo te atreves! Te vi arder. ¡Maldito seas! ¡MALDITO SEAS! —Y más, incoherentemente, hasta que Jesse cayó de rodillas, la agarró y la abrazó fuerte. Al principio ella luchó por liberarse, le golpeaba la espalda, le tiraba del pelo, le pellizcaba, le daba patadas e incluso intentaba morderle. Él simplemente aguantó. Poco a poco los escalofríos disminuyeron y ella comenzó a sollozar en voz baja, con la cabeza hundida en el hueco de su cuello, y a hipar. A él no parecía importarle que los mocos le mancharan la piel. Una y otra vez él le pasaba la mano por la cabeza, acariciándole el pelo, susurrando frases sin sentido en medio del caos que él había desatado. Después de un largo rato, ella se compuso lo suficiente como para hablar.
—¿Cómo? —susurró ella con voz ronca—. ¿Como es posible?
Él le dedicó una media sonrisa, pero no dijo nada. Los ojos, más oscuros de lo habitual, eran en él casi de color índigo. Incluso ahora, en ese momento, ella estaba hechizada, tuvo que resistir la tentación de dejarse llevar, hundirse en ese infinito pozo azul y no hacer preguntas.
—¿Fue una alucinación?
Él negó con la cabeza.
—Si puedes apagar incendios, entonces, ¿por qué...? —Ella vaciló, pero él entendió de inmediato. De repente se puso de pie.
—Quiero ver cómo está —dijo Jesse indicando con la cabeza a la figura en el muelle, que comenzaba a moverse—. No tardaré —A mitad de camino redujo la velocidad, luego se giró para mirar a Sarah. Quizá ella estaba recordando la conversación en la fábrica—. Nunca te he mentido, Sarah. Si hubiera podido apagar el incendio que los mató, ¿no crees que lo habría hecho? —Hizo un gesto, fatigado—. Como tantas otras cosas, ésto es nuevo. Y es mucho más difícil apagar uno que empezarlo.
Con un ataque de vergüenza ella se dio cuenta de lo exhausto que parecía, con el pelo goteando sobre los hombros encorvados, la ropa empapada, el rostro demacrado y sin sangre. La computadora lo espiaba, había dicho él. Ella tuvo la repentina imagen de una criatura, algo así como un vampiro, aferrándose a la espalda de Jesse y alimentándose.
Esa noche, Sarah esperó inquieta durante varias horas antes de quitarse la manta. Se levantó y fue junto a la ventana abierta, escuchando los sonidos de la noche, escuchando susurros. Ve hacia él, Subibaja. Tienes que decírselo. Pero no fue hasta que el gato del vecino empezó a aullar y a caer suaves gotas de lluvia que ella se dirigió a la habitación de Jesse, e incluso entonces se quedó afuera de su puerta al principio. Una vez que ella por fin se deslizó dentro de la cama a su lado y él despertó, hicieron el amor con una urgencia completamente nueva, estimulante y un poco aterradora; casi los convenció de que el amor tenía el poder de derretir y refundir la campana más resistente; casi, la campana doblaba por los últimos secretos de ambos.
El parque de patinaje estaba abarrotado. Todo el mundo estaba allí, decididos a pescar su parte de las pocas noches que quedaban antes de que comenzara el nuevo trimestre. Jesse había traído a Nubi, pero el perro pronto persiguió en picada al primero y luego a un segundo patinador. Y cuando el tercer patinador, que estuvo a punto de perder un diente, se fue cojeando escupiendo sangre y amenazas, Jesse ató al perro a un poste con algunas amenazas propias. Nubi se echó con la cabeza apoyada en las patas, fingiendo remordimiento. Jesse resopló y emitió una serie más de advertencias mientras Sarah observaba con una sonrisa apreciativa.
En la gran zona central de estilo libre, Jesse probó su monopatín con una serie de maniobras sencillas. A pesar de su capacidad de respuesta, se preguntó si las ruedas más pequeñas le darían mayor inclinación al pisar la cola. Había estado hojeando las revistas de skaters que Finn también había comprado. Jesse esperaba que la tabla le hiciera trabajar duro. Cuando patinaba, no tenía que pensar.
Aunque Sarah llevab pantalones cortos rotos y una camiseta sin forma, llamaba mucho la atención. Como bailarina, estaba acostumbrada a ello, supuso Jesse, pero se descubrió cada vez más irritado por el tipo de miradas que ella recibía. No era admiración por sus trucos de patinaje, ya que ella podía manejar la tabla lo justo para ganar algo de velocidad y poco más. Ella no era hermosa, no estaba enseñando las tetas, que de todos modos eran bastante pequeñas, ni la mitad de su trasero; ni siquiera llevaba maquillaje, pero había algo que les gustaba. Tal vez la forma en que se movía: el aire brillaba a su alrededor y pequeños prismas espolvoreaban su piel con luz.
Sarah nunca se acercaría a las inmensas fauces del imponente medio tubo de tres niveles, mucho más alto y empinado que el del Hedgerider Park, ni a las otras características que hacían babear a Jesse: un enorme circuito urbano, paredes verticales acodadas, una rotonda de tréboles, incluso un tubo de cemento de radio completo de cinco metros de diámetro. Jesse no sabía por dónde empezar. Al final se acercó al medio tubo, donde se estaba practicando un patinaje radical.
Jesse se apoyó en su tabla inclinada y se dio un festín. Parecía haber una batalla amistosa entre tres patinadores. Observó a un muchacho en particular, absorbiendo cada detalle de su técnica. Se movía con la gracia y fluidez de un bailarín, y con un poder exultante que dejó a Jesse sin aliento. Cuando el patinador hacía flotar ollies sobre la parte superior del enorme medio tubo, su cuerpo parecía obedecer a una ley superior a la gravedad: una ley que el propio patinador había forjado desafiando sus propias limitaciones físicas, desafiando el tiempo y el espacio mismos. Su rostro estaba incandescente de éxtasis.
Jesse miró a Sarah, que estaba sentada con las piernas cruzadas en un banco de cemento. Ella lo saludó con la mano y él sonrió algo distraído en respuesta antes de tomar su turno en el medio tubo. Y fue igual que antes. En el instante en que pisó la tabla, supo exactamente lo que hacer. No tenía que pensar en ello; su cuerpo, o su alma de patinador, lo hacía por él. Sin esfuerzo patinó hasta ese lugar donde cada canasta cae por el aro, donde cada nota hace añicos el cristal, donde cada ola dura para siempre; donde un faro ilumina el bosque oscuro y nada puede salir mal. Él no tenía límites. Era el cuacabatrillón.
A los chicos parece gustarles mucho tu Sarah. ¿O es a Sarah a quien le gustan los tíos rudos?
El comentario de Red, repentino y sardónico, impulsó a Jesse fuera de la zona y hacia el tiempo real. El equilibrio fue torpedeado y él zozobró hacia un choque mareante y muelehuesos contra el medio tubo, rebotando mientras rodaba hasta el fondo. Tuvo suerte de que Sarah hubiera insistido en pedir prestado un casco para él. —No lo necesito —había dicho él. Ahora yacía inmóvil, sin aliento, decidido a aplacar el dolor. Después de unos minutos pudo preguntarse si se había roto algo. No, dijo Red. Ahora levántate. Uno de los otros muchachos en el medio tubo se detuvo justo al lado de Jesse, lo ayudó a levantarse, se quitó el casco y le preguntó si estaba bien. Era el impresionante patinador que Jesse había estado observando antes. —Brillante cambio de giro el que empezaste yendo allí —dijo el muchacho—, ¿qué pasó? Vamos, lo incitó Red. Guarda tus encantos sociales para tomar el té en el Castillo de Windsor. Ellos están ahí junto al banco.
—Vi eso —dijo Mick arrastrando las palabras cuando Jesse se paró frente a él. —Necesitas algo de práctica.
—¿Qué crees que estás haciendo aquí? —preguntó Jesse.
El compañero de Mick entornó los ojos, un poco inyectados en sangre, un poco beligerante, pero decididamente menos que el tono de Jesse. Él y Mick llevaban monopatines bajo el brazo. Un par de chicas posaban a sus lados, ninguna a quien Jesse reconociera. Ellas llevaban el uniforme habitual: camisetas ajustadas y pantalones cortos llamativos (pantalones cortos muy cortos, pensó Jesse con disgusto) y un montón de pintura de guerra. Sus ojos eran audaces y codiciosos; sus labios, carmesí.
—Este es un lugar público, ¿no? —preguntó el amigo de Mick.
—No cuando yo estoy aquí —dijo Jesse, mirando fijamente a Mick.
Mick miró inseguro a las chicas, luego a su compañero y luego, más desafiante, a Jesse. Tenía refuerzos; y tenía una reputación que mantener. Tuvo cuidado de no mirar a Sarah.
Sólo entonces Jesse recordó la presencia de Sarah. Ella estaba observando al amigo de Mick, con una leve gota de sudor sobre su labio superior. Hacía falta alguien que la conociera muy bien para detectar la intensidad detrás de esa calma escénica, como si ella estuviera a punto de debutar ante una reunión de los críticos de danza más exigentes del mundo. Jesse podía ver que el pulso de Sarah estaba acelerado. Se volvió hacia Mick.
—Preséntame a tu amigo —dijo Jesse.
—Mi nombre es Gavin —Un guiño a Sarah.
Jesse le entregó a Sarah su monopatín, colocó su casco en el banco y giró para enfrentar a los bastardos. Cuidado, dijo Red. Muéstrales quién en el jefe, pero no pierdas la cabeza.
—Creí haberte advertido que te mantuvieras alejado de Sarah —dijo Jesse.
—¿Qué carajo... ? —empezó Gavin, pero Jesse no le dio oportunidad de terminar.
—Yo no digo las cosas dos veces.
Mick pasó su tabla de un brazo a otro, cambiando su peso. No parecía saber muy bien qué hacer con los ojos.
—¿Has fumado de más? —preguntó Gavin.
—Cállate.
Gavin se acercó a Jesse. —Ya basta —señaló con la cabeza hacia Sarah. —Bella dama, llévate a tu chico a casa y haz que duerma la mona. Antes de que le haga algún daño grave.
Mick murmuró algo en voz baja.
—No te oigo —dijo Jesse—. Habla alto.
Un puñetazo o dos si es absolutamente necesario, intervino Red. Y se me ocurre una buena frase en patadas de Muay Thai, pero no te pongas ígneo con público mirando.
Pero Jesse ya no escuchaba. Ya no era capaz escuchar. El brillo rojo en su cabeza engullía toda precaución, emanaba desde lo más profundo del núcleo del reactor donde él salvaguardaba las llamas. Y, glotón, se estaba intensificando, extendiendo, alimentando, sobrecalentando grado a grado... y liberándose de su confinamiento.
—Mira, Gavin, olvidemos a este tipo y patinemos un poco —dijo Mick.
¿Quieres dar marcha atrás antes de hacer algo muy estúpido?
—Jesse —dijo Sarah.
—Cierra la puta boca —Y no estaba claro con quién estaba hablando Jesse.
Gavin negó con cabeza, casi con pesar. —Oh, hombre —dijo—. Eres un cabrón estúpido. Alguien que no sabe donde es el lugar correcto para usar la lengua —sonrió con malicia a Sarah—. Como un lindo trasero mojado.
—Vigila tu lengua antes de que la queme.
—Debes de tener ganas de morir para hacer de puta por un problemas como éste.
Los ojos de Mick pasaron nerviosamente de Jesse a Gavin, y de nuevo a Jesse. Se humedeció los labios y, abrazando su tabla contra su pecho, dio un paso atrás.
—Jesse, por favor, vámonos —dijo Sarah—. El parque es lo bastante grande para todos.
—El mundo no es lo bastante grande para estos jodidos capullos —dijo Jesse. Podía sentir a Red acercándose a él, pero él aferró su ira, cual tizón ardiendo, y se la lanzó con un grave gruñido a Gavin.
Quien siseó y lanzó su monopatín a una de las chicas. Ella lo atrapó con una amplia sonrisa. Gavin saltó hacia adelante, con su rostro asumiendo una fealdad de tipo que iba en serio. Era mayor y más alto que Jesse, bien musculoso, practicado, engreído.
Sarah se había puesto de pie, ahora pálida.
—Será un placer, un verdadero placer, incinerar basura como tú —dijo Jesse.
—Tú... pervertido de mier —Los hombros de Gavin se tensaron y él levantó los brazos, balanceándose hacia delante y hacia atrás sobre las puntas de los pies. La malicia le manaba como el sudor. Estaba a punto de destrozar a Jesse (solo quedaba un segundo antes de que se moviera), pero fue Mick quien lo detuvo con una mano.
—Espera. Éste no es buen momento. Hay demasiada gente.
Enfadado, Gavin se zafó del agarre de Mick.
Mick lo intentó una vez más. —Escúchame, Gavin. Este tipo hace algo con el fuego.
El rostro de Gavin estaba rojo. Una mota de saliva se le pegaba a la comisura de la boca y tenía los ojos entrecerrados y duros como canicas. Giró la cabeza y miró a Mick. El cuello de Gavin estaba hinchado de veneno: el de un sapo, palpitante y obsceno. Cualquier tipo servía. Mick. Un policía. Dios, si lo tenía a mano.
—Adelante, entonces, si vas a venir —la voz de Jesse ahora sonaba divertida—. ¿O no se te levanta cuando tu novio no te está lamiendo el culo?
Gavin se giró.
Jesse estaba de pie con los brazos cruzados y la pelvis inclinada con arrogancia. Una sonrisa burlona asomó a sus labios. No retrocedió ni un centímetro, ni un cuarto de centímetro. Parecía ante todo el mundo un pistolero sumamente confiado, lo único que le faltaban eran las espuelas y el sombrero de diez galones. Y el revolver.
—A mí nadie me insulta. ¿Lo pillas, cabrón?, nadie.
Jesse dio una carcajada.
Eso fue el detonante. Gavin se abalanzó sobre Jesse. No estaba claro si planeaba golpearle la cara o agarrarlo por el cuello, pero en cualquier caso Gavin no tenía ninguna posibilidad. Y Mick lo sabía, y se dio media vuelta en el preciso momento en que Gavin gritó y cayó hacia atrás, agitando las manos frenéticamente en el aire. Tenía las palmas en carne viva y llenas de ampollas. Se apretó las manos entre los muslos, gemía desde lo más profundo de su garganta y arrugaba la cara de agonía.
Jesse ni siquiera había parpadeado. Esperaba con una expresión de tolerancia y buen humor en el rostro, como si estuviera observando las travesuras de un par de niños pequeños que habían robado la bolsa de tabaco de su padre y estaban fumando detrás del establo.
—¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! —chilló Gavin.
La chica que sostenía el monopatín de Gavin separó los labios y miró a Jesse especulativamente, pero no hizo ningún movimiento para ayudar a su cita, si eso era lo que Gavin era para ella. La otra chica miró de Jesse a Gavin y a Mick, con el ceño fruncido. Parecía tener dificultades para comprender lo que estaba pasando. Mick había retrocedido otro par de pasos. No tenía ninguna intención de enredarse con Jesse.
Gavin estaba ganando poco a poco el control de sí mismo. Aún apretando las manos entre los muslos, miró a Jesse con una mezcla de miedo y verdadero odio.
—Me las pagaras por ésto, mamón —dijo Gavin.
—¿Por qué? —preguntó Jesse inocentemente. Estaba empezando a disfrutar.
Gavin le mostró las manos.
—Ya puedes rezar para que se curen, rezar mucho y bien —dijo Gavin.
—Parece que estás un poco confuso —dijo Jesse con una sonrisa. Su gesto incluyó al resto de ellos—. ¿Alguien me ha visto tocarlo siquiera? —Su sonrisa se amplió—. Tal vez sea uno de esos virus nuevos —Miró directamente a la chica de Gavin.—. Yo tendría mucho cuidado si fuera tú.
Gavin se adelantó como si quisiera intentar atacar de nuevo a Jesse, a pesar de sus manos lastimadas, pero luego lo pensó mejor. Se quedó allí, jadeando, con los brazos colgando de los hombros y el rostro todavía blanco de dolor, de rabia. Jesse sabía que iba a tener que vigilar su espalda, Gavin no iba a ser tan fácil de despachar como Mick. Aunque no podía evitar sentirse bastante satisfecho consigo mismo.
Por primera vez habló una de las chicas, la que sostenía el monopatín de Gavin. —¿Qué quiso decir con tu novio, Gav?
—Pregúntale a Mick, ¿por qué no? —dijo Jesse.
Jesse se acercó a Sarah y le apoyó una mano en el hombro. Ella se puso rígida bajo su tacto. Había una expresión extraña en su rostro. Él buscó los cigarrilos en el bolsillo trasero de los vaqueros, sacó uno con un movimiento de muñeca, se lo llevó a los labios con un movimiento suave con una sola mano, luego volvió a guardar el paquete en el bolsillo. Después de encenderlo con el hermoso Zippo que le había regalado Finn, exhaló un perfecto anillo de humo. Luego lanzó una mirada insolente a Mick.
—En cuanto a ti, no aprendes muy rápido, ¿eh? Me da que necesitas otra lección de baile.
Suficiente. No importaba cuánto le encantaría a Sarah ver a esos dos bastardos cortados y triturados, fritos, bañados en ketchup y consumidos, había algo inquietante en la forma en que se comportaba Jesse. ¿Qué le había pasado? Ella nunca lo había visto disfrutar humillando a alguien de esa manera. Al principio ella pensó que su bravuconería era una actuación. Esos gestos, esas frases, exageradas hasta el punto de la autoparodia, pero ni siquiera Jesse era tan buen actor. A él le estaba gustando. Gustando mucho. ¿Y en qué lo convertía eso, sino en otro más como ellos?
Sarah se escabulló del agarre de Jesse con un movimiento del hombro y miró a las dos chicas que se alejaban poco a poco de fondo. La de las púas rubias parecía más tonta que un queso, pero ambas deberían haberlo pensado mejor. Sí, bueno. ¿Lo había pensado ella misma? Tal vez si otra chica le hubiera advertido... un trago de idea, primero una sola gota, luego un chorrito, luego un ruidoso chapoteo... ¡Sí! Su boca se arqueaba en la esquina de una manera que Katy habría conocido muy bien. Venganza, pensó Sarah. Con una sensación de júbilo (¿de verdad iba a hacer ésto?) enderezó los hombros, ignoró los latidos de su corazón y formuló las palabras cuidadosamente en su mente. Probablemente no serviría de nada, pero sería genial intentarlo.
Se dirigió a las chicas. —Oíd. Manteneos alejadas de estos dos perdedores. ¿Tenéis alguna idea de lo que hacen? Son violadores. Creedme. Lo sé porque me violaron hace unas semanas. Por eso mi amigo está tan enfadado —Una idea aún mejor surgió en su cabeza, de la que brotó una fuente de encantador champán espinoso. Y añadió, recorriendo con la mirada a Mick—. Y tengo la intención de asegurarme de que todas las chicas de la escuela lo sepan.
La euforia fue mejor de lo que ella jamás pudiera haber imaginado.
Todos quedaron tan atónitos que estaban inmóviles, pero Sarah no esperó para regodearse. Una artista sabe instintivamente cómo cronometrar la salida perfecta. Arrojó el monopatín de Jesse a sus pies, tomó el suyo y se alejó en dirección a la parada de autobús. «Ve a la policía», le había instado Jesse. Qué equivocado había estado. Ésto era mucho, mucho mejor. Ella sonrió, luego se rió a carcajadas, e hizo una rápida serie de pasos de baile de pura exuberancia. Mick estaba a punto de orinarse encima. ¿Por qué no había pensado ella en eso antes? No habría una chica en la escuela que se acercara a él, no si ella manejaba bien el asunto. Una indirecta aquí, un susurro allá. Nada que sonara que él la había dejado por otra. Nada parecido a los celos. Jesse no era el único que sabía avivar algunas llamas. Y ésto se extendería como la pólvora. Mick había estado demasiado seguro de que ella iba a quedarse callada, que no se atrevería, que sería aplastada/degradada/aterrorizada/avergonzada/intimidada/ensuciada... Y ella lo había sido, ¿no? Todo eso.
¿Qué era lo que siempre decía su madre? Las víctimas a menudo participan en su propia victimización.
—Sarah, ¿qué está pasando? ¿Por qué te fuiste corriendo?
Jesse la agarró por la muñeca y la hizo girar. Estaban cerca de la rotonda de trébol. Ella se zafó de su brazo, dejó caer su monpatín y se quedó frente a él mientras se cepillaba el cabello hacia atrás. Se quitó abruptamente el grueso elástico.
—¿Sarah?
La expresión de suficiencia en Jesse había desaparecido de su rostro. Tenía la frente arrugada y una sombra familiar oscurecía sus ojos: la cautela de un perro que no sabía si estaba a punto de recibir un hueso o un golpe. Él la tocó vacilante en el brazo. Como ella retrocedió, bien podría haberle golpeado en la cara. Él bajó la vista al suelo.
—Que no hayas confiado en mí me duele. Que me hayas ocultado todo tipo de cosas importantes, pero será mejor que entiendas una cosa desde el principio —dijo Sarah—. No eres mi dueño. No soy un hueso al que una jauría de perros pueda gruñir.
—Sabes que yo no creo eso.
—¿Lo sé? Allá atrás parecías mucho ser el dueño... —Ella alzó la voz, imitando fielmente su fría amenaza—. Manteneos alejados de Sarah. Ella está fuera de los límites. Ella es mía.
El apretó los labios. —Sólo intentaba protegerte de...
—¿Protegerme? —Ella elevó la voz—. ¿Protegerme? ¿Te pedí ayuda? ¿Parecía tan desesperada que necesitaba que algún aspirante a vaquero viniera en monopatín para rescatar a la pobre e indefensa Sarah? —Se detuvo para tomar aire. Para generar suficiente calor para continuar, porque una vocecita desagradable en el fondo de su cabeza comenzaba a hacerse oír. Ella conocía esa voz. La ignoró—. Eres como ellos, ¿no? Uno de los chicos. Un poco más educado, un poco más exótico con tu bolsa de trucos sofisticados. Son trucos de magia geniales, sin duda, pero no eres diferente de cualquier otro tipo que haya conocido cuando llega la hora de la verdad. Siempre buscando un sí, y teniendo mucho cuidado de que nadie reciba nada de tu sí. Jesús, todo es cuestión de sexo y ego, ¿no es así? Y sobre todo sexo —Le lanzó una mirada despectiva, a la parte relevante de su anatomía, asegurándose de que él la viera—. Debería sentir lástima por ti. Debe de ser muy difícil pensar con claridad cuando vas por ahí en ese estado todo el tiempo.
Jesse intentó sonreír. Un valiente intento, que fracasó casi nada más empezar. Dejó su monopatín y su casco a los pies de Sarah, pivotó y se alejó andando. Después de unos pocos pasos se detuvo y miró por encima del hombro. —Estuve muy orgulloso de ti allí atrás —dijo él en voz baja. —Cuida a Nubi, ¿quieres? —Él echó a correr antes de que ella tuviera oportunidad de responder.
Ella lo vio irse con una sensación de opresión en el pecho.
—¿Quieres hablar acerca de ello? —preguntó Thomas, con preocupación en su feo rostro inteligente. Acababa de terminar su trabajo, un trabajo de limpieza con largas jornadas y bajos salarios que apenas lograba terminar entre períodos en la galería, pero necesitaba el dinero para el próximo año. Su familia no era acomodada y había otros cuatro hijos en la familia. Él se había acercado en cuanto había oído las lágrimas en la voz de Sarah.
Qué fácil sería, pensó Sarah, si solo pudieras enamorarte de tu mejor amigo. Recordó los años de intimidación que Thomas había soportado hasta que él había aprendido uno o dos trucos. Luego empezó a bailar y todo mejoró, especialmente cuando descubrió que podría saltar, correr y patear más que cualquiera de ellos, cuando ellos descubrieron que podía. Ahora se ofrecía como voluntario en el sistema de compañeros de la escuela, enseñando a los niños más pequeños cómo obtener ayuda.
—Jesse aún no ha regresado. No ha llamado —dijo Sarah—. Tuvimos una pelea.
Ella empujó la vela con un dedo mientras Thomas la observaba, dejando que la pizza se enfriara. Parte de la cera se derramó por la muesca del borde ablandado y chocó contra el candelabro de cristal. Ella la recogió y la amasó entre los dedos, la hizo rodar mientras se endurecía hasta formar una bolita compacta.
—Esta tarde le dije unas cosas crueles. Me siento fatal.
—Mira, a todos nos pasa eso alguna vez —dijo Thomas.
—Tommy, abrí la boca y estas estúpidas, odiosas y espantosas palabras simplemente salieron a borbotones. Era como si hubiera dos personas dentro de mí: la verdadera Sarah y la otra, la que quería ver hasta dónde podía llegar, cuánto podía castigarlo.
—¿Por qué?
—Por hacerse el fuerte y varonil y muy seguro de sí mismo.
—¿Jesse? ¿Seguro de si mismo? ¿Estamos hablando de la misma persona?
—De acuerdo. Seguro de sí mismo a veces. Y a veces tan frágil que tengo miedo de que se disuelva como papel de arroz si le toco la piel con los labios. Por eso es tan terrible lo que hice. Castigarlo, ponerlo a prueba, llámalo como quieras. Todo por ser el tipo de persona que es. Por ser lo que es. Por ser Jesse —Su voz bajó a un susurro— Por dejarme aterrorizada de perderlo.
Jesse había hecho autoestop con un camión agrícola para que lo llevaran hasta el cruce con el carril de Matthew. Necesitaba desesperadamente hablar con Matt. Mientras avanzaba lentamente por el bosque, podía sentir señales de la presencia de Red, aunque no se dirigía a él directamente. Se sentía enfermo por lo de Sarah. Una y otra vez se preguntaba cómo construir un baluarte contra esta convivencia insidiosa, que ya no podía fingir que era desinteresada.
Quizá había de verdad una fuerza traviesa operando en el universo, reflexionó Jesse. Magnífico y traicionero Loki, que con una risita de picardía recogía los dados y los reemplazaba por un par de trece caras. O bien un dios verdaderamente maligno, que le ofrecía Sarah y su familia con una mano, y Red con la otra. Ninguna de las dos perspectivas consolaba demasiado a Jesse.
Un repentino revuelo en la maleza. Apareció Daisy, con gotas de sangre de un rasguño reciente en su hocico, con una maraña de ramitas y hojas secas cubriendo una oreja. Se detuvo frente a Jesse y fijó sus ojos en él. Se le erizaron los pelos, enseñó los dientes y luego empezó a gruñir. —Daisy, soy yo —dijo, pero parecía que ella no lo reconocía—. Vamos pequeña, tómatelo con calma, ya me conoces, el amigo de Matt —Despacio, retrocedió unos pasos, ella parecía lista para arrancarle la garganta—. ¿Daisy? —Gruñidos, carnosos y guturales, persiguiéndolo. Brutos desagradables e inútiles, oyó decir a Red. Entonces, unos ladridos frenéticos atravesaron la cabeza de Jesse. —¡Detente! —gritó, pero la agonía continuó (sonora, rabiosa, frenética) hasta que levantó los brazos y gritó una vez más. Hubo un breve gemido seguido del alivio del silencio.
Jesse había cruzado el cercado y estaba apoyando las manos en el pestillo de la puerta cuando miró atrás, hacia el camino privado de la cabaña de Matthew. Él retrocedió como si el metal le hubiera marcado la piel. ¿Cómo había llegado hasta aquí? No tenía ningún recuerdo de... ¿de qué? Se dirigía hacia la cabaña. ¿Y por qué parecía recordar a Daisy?
No querrás molestarte con esas cosas, dijo Red. Es una pérdida de tiempo.
¿De qué carajo estás hablando?
No hay necesidad de malas palabras. Sólo tengo en mente nuestros mejores intereses.
¿Ah, sí? Entonces, ¿qué acaba de pasar con mi memoria?
Jesse notó un desagradable tono mostaza en el silencio de Red.
—¡Será mejor que me digas qué estás haciendo! —gritó Jesse.
Cálmate. Todo ese pequeño lío, la fiebre intermitente de la vida. Bien para tu Shakespeare, pero un poco irrelevante para nosotros, ¿no te parece?
Los sentimientos no son irrelevantes. Sarah no es irrelevante.
Llegaremos a ella en otro momento.
Enfadado ahora, Jesse se mordió el puño cerrado. Un olor dulce lo invadió, un sabor metálico. Lentamente extendió la mano, luego la otra. Las miró fijamente durante un largo rato. Estaban rayadas y arañadas, y tenía las uñas llenas de una sustancia pegajosa marrón rojizo. Se llevó las manos a la nariz y olió, primero con perplejidad, luego con creciente temor.
—¿Qué he hecho? —susurró.
No hubo respuesta de su acompañante.
Volvió corriendo por la carretera hasta encontrarse con Daisy. Por un momento pensó que sólo estaba dormitando entre los helechos, y la llamó, pero luego notó el extraño ángulo de la cabeza y la sangre que le brotaba de la boca y la nariz. Y las moscas. Se arrodilló y le apoyó la oreja en el pecho. Nada. Esperó, aunque cuánto tiempo no podría saberlo. O tal vez simplemente se necesitaría demasiada energía para levantar la cabeza. Lo único que oía era la espesa savia de los árboles, supurando; incluso sus pensamientos se movían como espectros silenciosos a través de una nube de ceniza vacía y asfixiante.
El ocaso regresó junto con la sensación de picazón de humedad en sus mejillas. Levantó la cara de la gran mancha que sus lágrimas habían humedecido en el hermoso pelaje cremoso de Daisy. Sarah, pensó, ayúdame. ¿Cómo se lo digo a Mathew? Los dedos e Sarah le rozaron la nuca, sus labios. Él se puso en pie, levantó al pesado perro en brazos y comenzó el largo camino hasta la cabaña.
Domingo antes del amanecer. Debía haber llovido antes: el aire estaba húmedo y frío, con el olor a té verde de lo que estaba por venir. Sarah comprobó su alarma: las cinco en punto. Ya no trnía sentido dar vueltas y vueltas. Se puso un jersey de lana y trató de leer; intentó escuchar música; y finalmente, mirando por la ventana abierta, intentó escuchar las primeras gotas de lluvia, pero sólo oyó los pájaros, el viento, la casa, su miedo..... escuchando en busca de pasos.
—¿Dónde está Jesse, por cierto? —preguntó Meg— ¿Todavia durmiendo?
Sarah miró a su padre alarmada. Él leyó la apelación en sus ojos.
—No ha vuelto a casa —dijo Finn tranquilamente.
Meg alzó la vista. —¿Qué quieres decir? ¿Dónde está? ¿En casa de Mathew?
Finn negó con la cabeza. —No lo sabemos —dijo—. Llamé a Mathew. Parece que no se siente bien. No quería hablar. Jesse estuvo allí anoche, pero se fue al poco tiempo.
Meg estudió el rostro de Sarah, luego se sirvió otra taza de café, sus ojos se posaron en las rosas tardías que Jesse había cortado el día anterior. Me gusta su olor, él decía eso cuando se burlaban de su afición por las flores, y por la jardinería.
—No hay que preocuparse —dijo Meg—. Él está bien. Volverá —Esbozó una sonrisa extraña, que Sarah no reconoció—. Jesse puede cuidar de sí mismo.
Sarah empujó atrás su silla. De repente, el aire en la cocina, a pesar de la ventana abierta, se volvió sofocante. Caminó hasta la puerta trasera, la abrió y aspiró el olor a lluvia no derramada. Nubi salió sigilosamente al jardín. El cielo estaba gris, un cielo pálido y desolado. La carta había llegado bajo un oscuro techo de nubes hace dos años. ¿Se había deformado repentinamente el tiempo como esos hipercubos incomprensibles que habían hecho en clase de matemáticas?
El teléfono sonó. Sarah se dio la vuelta, luego se apoyó en el marco de la puerta al ver que era la señal de la línea privada de Finn. Finn se metió un trozo de beicon en la boca y bajó el nivel del gas debajo de la sartén.
—Lo cogeré y luego podremos comer —dijo Finn.
Pescó otro trozo de beicon, se lamió los dedos mientras le guiñaba un ojo a Meg y salió de la habitación, cerrando la puerta de la cocina tras él.
—Ven y siéntate —dijo Meg—. Probablemente sea una de esas interminables discusiones con Nueva York. Esa gente parece mantener el horario del hospital, incluso trabajan los domingos.
—No crees que pueda ser Jesse, ¿verdad? —Shara no pudo evitar preguntar.
—No en esa línea. Sarah, sobre Jesse, odio sermonearte pero...
—¡Entonces no lo hagas! —espetó Sarah, gesticulando y derramando un poco de su café. Recogió una esponja del fregadero. Después de limpiar el derrame, Sarah abrió el periódico por las reseñas de películas. Meg sabía que era inútil suspirar. En un número reciente de la Revista de la Academia Estadounidense de Psiquiatría Infantil y Adolescente, disponible para tales contingencias, pasó a un artículo sobre el uso de antidepresivos entre psiquiatras.
Tanto Sarah como Meg levantaron la vista de su lectura cuando Finn regresó. Su rostro estaba sombrío y serio, ceniciento. Meg se acercó rápidamente a su lado y le puso una mano en el brazo.
—¿Qué pasa? —preguntó Meg delicadamente.
—Un incendio —dijo Finn. Volvió sus ojos hacia Sarah, quien se levantó bruscamente derribando la silla, quien quería apartar la mirada pero no podía—. Un incendio —repitió Finn. Sus palabras llegaron a Sarah desde una gran distancia. Un sonido apresurado, el rugido de la puerta de un horno abriéndose, de llamas elevándose, balanceándose, no, sintió el viento caliente desgarrándola, desgarrando su piel, su carne... —Jesse —alguien gritó, y su madre la sostenía y ella luchaba por permanecer erguida para permanecer consciente, tenía que oír, saber...
—Necesito una taza de café —dijo Finn. Se sentó rígidamente, como un anciano, y se quedó mirando la taza que Meg colocó delante de él sobre la mesa, sin beber.
Ayen había hablado con una voz tensa y quebrada, tan diferente de sus vocales cultas habituales que tuvo que preguntar dos veces quién llamaba. Al principio, Finn pensó que estaba enojada, pero pronto se dio cuenta de que era el miedo lo que distorsionaba su discurso.
—¿Jesse está ahí? —preguntó ella.
—No —respondió Finn con cautela—, ha salido.
—¿Dónde estuvo anoche?
—Ayen, ¿de qué se trata?
—El complejo de investigación —Ella respiró hondo y él pudo oír que ella tenía un nudo en la garganta—. Se quemó alrededor de las tres de la madrugada.
—¿Un incendio? ¿Cómo? Debéis de tener soberbios sistemas de seguridad allí.
—Los teníamos.
—Mira, tal vez será mejor que empieces por el principio.
—Finn, se ha perdido. Todo. Hasta el último... —Se detuvo y Finn oyó el siseo mientras ella recuperaba el control de la voz—. Las alarmas funcionaron y pudimos sacarlos a todos a tiempo. Pero luego... fue como si explotara un dispositivo nuclear. Derrumbe total. Lo digo en serio cuando digo que no queda nada. Nada. Ni siquiera estoy segura de que pueda entrar un equipo de recuperación. Por lo poco que sabemos, todos los pasadizos se han derrumbado y todo se ha fundido.
—Jesús. Siento oír eso. Aunque debes de tener registros de tu investigación en otro lugar.
—Algunos, no muchos. Pero habrá problemas, problemas gigantescos, hasta que descubramos qué causó esto.
—Puedo imaginarlo. Pero ¿por qué me llamas a mí? —Se pasó el teléfono a la otra oreja—. ¿Y por qué preguntas por Jesse?
—Estuvo aquí anoche justo antes de que todo se volviera loco.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—Imposible. ¿Cómo iba a llegar Jesse hasta allí? No tiene idea de dónde está. ¿O enviaste a alguien a recogerlo? —Su voz se endureció—. ¿Sin preguntarme?
—No.
—Entonces es imposible. Es una instalación de alta seguridad. La más alta.
—Ya no. Es una masa sólida de plástico derretido, metal retorcido y escombros endurecidos hasta convertirse en algo parecido a una roca volcánica.
—De acuerdo. Capto la idea. Pero ¿por qué crees que Jesse estuvo allí?
—Porque lo vi. Finn, lo vi en la sala del prototipo justo antes de que sonaran las alarmas. Al principio estaba demasiado sorprendida para reaccionar. Y luego todo se volvió loco. Corrí a comprobar las pantallas y, cuando miré a mi alrededor, él ya no estaba. Probablemente. Al menos no lo volví a ver.
—¿Estás segura? ¿Absolutamente segura? Tal vez te...
—No me lo imaginé. Ni siquiera lo sugieras —interrumpió Ayen—. Hemos empezado algo con ese chico. Lo sabes tan bien como yo. Y ahora está... está... fuera de control. Y nadie creerá ni una palabra, ¿verdad?
Finn cerró los ojos durante un momento. Si Jesse había hubiera estado allí de verdad... Si había quedado atrapado en la explosión...
—¿Finn? ¿Estás ahí todavía?
—Sí —Se aclaró la garganta. No debía mostrarle lo en serio que se tomaba su relato, lo mucho que importaba—. ¿Existe alguna posibilidad de que Jesse no escapara?
—¿Cómo diablos voy a saberlo? —Era la primera vez que Finn oía siquiera un leve juramento salir de los labios de Ayen—. Casi desearía que no lo hubiera hecho.
—¡Ayén! Contrólate. ¿Cómo puedes decir tal cosa? Es sólo un niño, un joven sin hogar.
—No es ningún niño. Ya no.
Finn no tenía respuesta para ella. Entonces se dio cuenta de por qué ella tenía miedo en realidad.
—Crees que lo hizo él, ¿verdad? Que él comenzó el incendio... o la explosión o lo que fuera.
—No hay otra explicación posible.
—Bobadas. Aunque Jesse hubiera podido manejar algo remotamente parecido a este tipo de incidente... —Finn se alegró de que ella no pudiera verle la cara, casi había dicho fuego amigo, cómo odiaba su maldito doble discurso, si le había sucedido algo a Jesse, se aseguraría de que Ayen viera fuego amigo real—. Debe de haber varias partes interesadas en interrumpir el proyecto. Y te enfrentarás a una investigación bastante rigurosa sobre riesgos y medidas de seguridad. Espero que no haya nada que hayas estado ocultando —Finn sonrió, frío como lo sentía. Siempre tenían algo que ocultar—. ¿Qué hay del prototipo?
—Desapareció con todo los demás. Y eso es lo único que estoy casi segura de que no podremos reconstruir, no fácilmente, tal vez no del todo... al menos no ahora. Había un elemento de suerte, de azar, en todo el asunto.
Bien.
—Antes de empezar a hacer acusaciones descabelladas sobre un niño, será mejor que estés preparada para responder algunas preguntas perfectamente razonables, como ¿por qué? ¿Por qué Jesse querría destruir la computadora? —Finn sabía la respuesta, o al menos parte de ella, pero ciertamente no la iba a ayudar a ella—. Y aún más interesante, ¿cómo? Van a preguntarte eso, y pronto. Las teorías descabelladas sobre extraterrestres o adolescentes con superpoderes no son muy bien recibidas por los comités de investigación gubernamentales. Especialmente viniendo de alguien que podría estar delirando.
—¿Delirando? Finn, ¡no puedes hablar en serio! ¡Te digo que él estuvo allí!
—¿Alguien más lo vio?
—No.
Aun mejor.
—¿Y tus cámaras de seguridad?
—¿A esas temperaturas?
—No me digas que no tenías los datos almacenados en una unidad de copia de seguridad en otro lugar.
—Eso era un riesgo de seguridad adicional. Hicimos nuestras propias copias de seguridad aquí mismo en dispositivos de almacenamiento auxiliares. No previmos la más remota necesidad...
Aún mejor incluso.
—Eso no es bueno, Ayen. Habrá algunas preguntas muy incómodas sobre vuestros procedimientos.
—Malditos sean esos burócratas. No soy una rata de oficina, por el amor de Dios. Finn, sabes que no me estoy imaginando ésto sobre Jesse. Tú mismo viste lo que hizo con el cuchillo.
—Mira, sólo te advierto que estés preparada. No es a mí a quien tendrás que convencer. Algo como un fallo eléctrico sería mucho más fácil de aceptar. Y ya sabes lo que piensan acerca de la financiación de posibilidades remotas.
Ella se quedó en silencio durante un momento. Finn sabía que ella era muy ambiciosa. Intentó recordar qué mujeres científicas, desde Marie Curie, habían ganado el Premio Nobel. Definitivamente había algunas en medicina.
—Finn, si está vivo tenemos que encontrarlo. Interrogalo. Y detenerlo de alguna manera. No tenemos idea de lo que es capaz de hacer.
—No ha vuelto desde ayer por la tarde. Hemos estado muy preocupados por él —Eso, al menos, no estaba muy lejos de lo que él sentía—. No hay ninguna razón para que no regrese, a menos que —Su voz se apagó—. A menos que lo hayan matado —Se le revolvió el estómago; no le gustaba usar la palabra. No es que fuera supersticioso, no precisamente...
—Alguien debería revisar sus cosas. Quizás podamos encontrar una pista sobre su paradero.
—Ayen, él no tiene nada, excepto las pocas prendas que le hemos comprado. Era un vagabundo, ¿no te acuerdas? Haré que alguien de mi departamento revise su habitación, pero me temo que eso no te ayudará.
—¿Has descubierto algo sobre sus antecedentes?
—Ayen, olvídate de Jesse. Tienes mayores problemas de los que preocuparte ahora mismo. De todos modos, ¿qué puede hacer sin tu prototipo? La computadora era la clave, ¿no?
—Jesse atravesó la seguridad más alta que hemos podido idear, ¿verdad?
—Antes de que el prototipo fuera destruido. Tal vez. Parece que así lo crees. Pero nunca asumas nada, eso es lo que me ha enseñado este trabajo. Sólo lo viste durante un par de segundos, como máximo. Si es que lo viste. Tal vez la computadora estaba detrás de ello, proyectándote una ilusión, algún tipo de imagen holográfica. Parecía tener algunas capacidades propias muy interesantes.
—Sí... Supongo… —Su voz era dudosa, pero parte de la tensión había desaparecido. Ella quería creer que no había desatado un monstruo sobre el mundo, o al menos sobre los restos de su carrera. Finn sólo quería creer que Jesse seguía vivo. El resto podía esperar; junto con Jesse, encontraría una manera de solucionarlo.
—Mira, Ayen, si aparece por aquí (¿dónde si no podía ir Jesse?) me aseguraré de que se quede quieto. Pero espero que descubras que, aunque esté vivo, sin la computadora no es más que un niño brillante, un poco más sensitivo que la mayoría.
—¿Un poco llamas tú a eso?
—Eso no lo convierte en Superman. No olvides que ya lleva un tiempo con nosotros. Mi esposa es psiquiatra. Nos habríamos dado cuenta si algo andaba mal. No es un asesino en masa, te lo prometo, ni un psicótico. Es un adolescente perfectamente normal con algunos dones paranormales. ¿Y no se supone que desaparecen después de la pubertad?
—No hay evidencia real de eso —Pero la voz de Ayen se había aligerado.
Intercambiaron otras cuantas frases antes de que Ayen colgara. Finn dejó caer el teléfono con mano temblorosa. Había ganado tiempo, pero Ayen era demasiado inteligente y demasiado minuciosa para olvidarse de Jesse por completo. Finn esperaba haberle dado suficientes motivos diferentes de los que preocuparse. Ojalá hubiera sabido en qué se estaba metiendo cuando le mencionó a Jesse por primera vez. Apoyó la cabeza entre las manos y cerró los ojos, intentando pensar, pero lo único que pudo ver fue una escena de una de esas películas de desastres que había visto en un vuelo reciente, donde una marea de llamas corría a lo largo de un túnel, consumiendo todo a su paso. Se estremeció. Hacía frío en su oficina. Necesitaba una taza de café caliente, con mucho azúcar. No se atrevió a tomar una copa, por mucho que le gustaría.
—Cuéntame —dijo Sarah.
Finn levantó la vista de su café.
—Cuéntame —repitió ella, elevando bruscamente la voz.
Finn extendió las manos en un gesto de derrota. No podía hacerlo. Miró a Meg en busca de ayuda.
—¿Qué ha pasado, Finn? —preguntó Sarah con bastante calma—. Un incendio, dijiste.
La puerta de la cocina se abrió y entró Jesse.
Finn se levantó a medias de su silla. —¿Dónde coño has estado? —bramó Finn.
Jesse dio un paso atrás. El rostro de Finn estaba rígido por la ira, el tipo de ira pintada con colores chillones en una grotesca máscara escénica. Y entonces Jesse lo vio: otra cosa rutilando detrás de los ojos. Oh, Dios, eso no... no Finn.
Nubi ladró.
Todos saltaron ante el sonido inesperado y se volvieron hacia la puerta. Nubi corrió hacia Jesse, haciendo cabriolas, saltando y lanzando pequeños gritos de alegría. Jesse no pudo evitar sonreír, aunque de forma inestable. Nubi prácticamente se estaba quitando el pelaje de la emoción. No había una bienvenida como la de un perro.
—Abajo, Nubi —dijo Jesse, pero le acarició la cabeza al perro y le rascó detrás de las orejas. Era más fácil que mirar a Finn, y mucho más fácil que mirar a Sarah.
—¿Dónde has estado toda la noche? —preguntó Finn nuevamente, pero en un tono de voz más tranquilo.
—Lo siento, debería haber llamado —dijo Jesse.
—Maldita razón tienes.
Jesse levantó la cabeza y se encontró con los ojos de Finn, ahora claros, un poco astringentes, pero simples y sin complicaciones. Alegres.
—Tenía algunas cosas de las que ocuparme —dijo Jesse.
—¿En mitad de la noche? —preguntó Finn.
Meg intervino. —Ve a lavarte, Jesse. Pareces cansado y me atrevo a decir que tienes hambre. Habrá mucho tiempo para hablar después de que te hayas tomado un café y unas tostadas.
Jesse asintió agradecido. Por fin, sus ojos se dirigieron hacia Sarah, que estaba agarrada al respaldo de una silla de la cocina, con la cabeza gacha y el rostro oculto por su cabello matutino. Por un momento pareció como si él fuera a hablar, luego dejó caer los hombros y salió de la cocina.
—¿Bueno, qué estás esperando? —dijo Finn—. Ve tras él. No necesitas que tu padre te diga eso, ¿verdad?
Jesse estaba apoyando la cabeza contra el frío cristal del espejo cuando Sarah llamó a la puerta abierta de su baño. Él miró hacia arriba y luego, sin decir palabra, la tomó en sus brazos.
—Lo siento —dijeron ambos al mismo tiempo, casi como si se hubieran golpeado las cabezas. Se rieron suavemente, aliviados de haber terminado el momento, luego se abrazaron, respirando el aroma del otro, saboreándolo a través de sus poros: la lavanda que Jesse había llegado a amar, cierto almizcle somnoliento, incluso el olor a café en su aliento; el fuerte sabor masculino del jabón y el sudor y otra cosa que Sarah nunca sería capaz de definir, pero que era inconfundiblemente Jesse, algo boscoso, ahumado y honesto.
—Nunca quise poseerte de ninguna manera —dijo Jesse.
—Lo sé —dijo Sarah—. No sé qué me pasó. Dije cosas horribles. Cosas muy estúpidas.
—Mientras seas honesta conmigo, puedes decir lo que quieras. Lo que sea necesario decir.
¿Qué está haciendo conmigo? Pensó Sarah, apartándose el pelo de la cara. Nunca podré estar a la altura de sus expectativas. Seguirle el ritmo. Espera hasta que se dé cuenta de que soy como otras diez mil chicas. Hasta que se aburra.
Como si leyera sus pensamientos, Jesse le puso las manos sobre los hombros y la empujó hacia adelante hasta que su cabeza descansó contra su clavícula. Le pasó las manos por el pelo, una y otra vez, y sólo se detuvo cuando ella retrocedió para hablar.
—Jesse, no me parezco en nada a ti. No soy especialmente inteligente ni valiente ni buena ni nada por el estilo. No busques ningún milagro de mí.
—¿Milagros? —Su boca se torció en una sonrisa—. Yo no quiero milagros. Sólo… —vaciló—. Sólo algo normal —terminó sin convicción, con la mirada baja. ¿Por qué tenía que ser tan difícil? ¿Por qué la mayoría de la gente llegaba a casarse y a tener hijos, un trabajo, tal vez un poco de dinero en el banco y otros nacían discapacitados, enfermos o simplemente desafortunados?, la gran C antes de los diez años, padres que abusaban de ellos o los abandonaban, un accidente. ¿Milagros? Daría cualquier cosa por lo normal, jodidamente normal. Pero no se podía elegir, ¿verdad? ¿ O sí? Puede que nacieras con un oído perfecto, pero eso no significaba que tuvieras que convertirte en violonchelista. O cantar en el coro de la escuela. Nadie te obligaba a usar tus dones.
Jesse se miró las manos que descansaban sobre los hombros de Sarah. No podía cambiar el pasado, nadie podía, pero tal vez no era demasiado tarde para un poco de cordura en su vida. No más incendios. No más muertes. Y definitivamente no más Ayens. Un futuro... Levantó la cabeza y sonrió con su sonrisa torcida.
—Eres una persona común y corriente muy especial —dijo él.
Ella resopló. —Pero no lo soy. Simplemente no me conoces lo suficiente.
—Entonces no me lo digas. Creo que prefiero mis ilusiones.
Ella le besó en la comisura de la boca, la que siempre le recordaba a los brownies, y luego le sostuvo los ojos sin pestañear. —Nunca pensé que sería así—. Él no era uno de los muchachos de la escuela. Si alguien podía soportar la verdad, era Jesse—. Amar a alguien. A ti —Ya estaba. Lo había dicho.
La habitación estaba en silencio mientras ambos luchaban por encontrar un camino hacia el lugar donde pudieran bailar.
—Sí —dijo él finalmente.
Sarah recordó las palabras de su madre: dale tiempo. Con un pequeño suspiro, impulsó a Jesse suavemente hacia el lavabo.
—Anda, lávate los dientes —dijo ella—. Tengo tanta hambre que hasta podría comerme unas lonchas de beicon.
Finn llamó a la puerta justo cuando Jesse se metía los brazos por una camiseta limpia.
—Pasa —llamó Jesse.
Finn entró en la habitación, sacó la silla del escritorio y se sentó a horcajadas sobre el asiento de modo que sus brazos descansaran en el respaldo. Jesse se sentó en la cama. No había forma de evitar esta confrontación. Que así fuera, entonces.
—¿Estás preocupada por la nueva escuela? —preguntó Finn.
—Ve al grano —dijo Jesse. Luego bajó la vista, avergonzado por la dureza de su voz—. Lo siento —murmuró.
—Por amor de Dios, no me trates como a un maestro o a un trabajador social. Un poco de mala educación es saludable, ¿sabes? Incluso mejor que las duchas frías. Limpia los senos nasales.
Se sonrieron el uno al otro y Jesse bostezó enormemente.
—¿Dónde estabas anoche? —preguntó Finn.
—Supongo que ya lo sabes.
—Me estaba temiendo eso.
—¿Lo estabas?
—Si estaba qué —preguntó Finn.
Jesse lo miró y luego desvió la mirada —¿Asustado? ¿Asustado por mi? —De repente sintió picazón en el fondo de la garganta, como si se acercara un resfriado.
Finn no respondió al principio. Luego suspiró y empezó a acariciarse la barba. —Sí —dijo—. Un poco.
Jesse cerró los ojos.
Finn se acercó, se sentó en la cama y le pasó el brazo por los hombros. Después de un rato, parte de la rigidez desapareció del cuerpo de Jesse, y él se apoyó en el cuerpo de Finn con la misma sensación de letargo cálido y soñador que le sobrevenía después de una larga y dura sesión de natación, después de hacer el amor.
—¿Se lo dirás? —preguntó Jesse.
—¿De verdad crees que te entregaría a unos chiflados de mente estrecha que preferirían diseccionarte? ¿Eso es lo que piensas de mí? ¿Tan poco confías en mí?
—No, pero...
—Maldita sea, Jesse, no hay peros. Ahora no, no contigo.
—¿A causa de Sarah?
—Sarah es parte de eso, sí. Pero ahí estás tú. ¿No puedes entender a través de ese extraño cráneo cableado tuyo que nos preocupamos por ti, todos nosotros? —Tomó a Jesse por los hombros y lo obligó a mirarlo a los ojos— Te queremos.
Quizás lo ordinario también fuera una especie de milagro.
—¿Cómo demonios lo hiciste? —preguntó Finn.
Jesse se tomó su tiempo antes de responder. —Me aseguré de que todos pudieran salir del edificio. Nadie salió herido.
—Eso dijo Ayén. Gracias a Dios por eso.
—Ella me vio, supongo.
—Sí, pero ella fue la única. Es muy probable que nadie más pregunte por ti. Planté un par de semillas en la mente de Ayen. Es una mujer muy inteligente y muy hábil. Dudo que vaya a hacer algo que ponga en peligro su posición ante las agencias adecuadas. Ni su reputación profesional. Los científicos son bastante conservadores, en su mayor parte.
—¿Un encubrimiento, quieres decir?
—Piensa en ello más bien como un trabajo de retoque. O un juego de manos, como sacar un conejo de una chistera.
Jesse tomó la peonza de Peter y frunció levemente el ceño. Le dio vueltas y vueltas en la mano.
—¿Qué pasa? —preguntó Finn.
El pequeño juguete estaba caliente al tacto, como si hubiera estado expuesto a la luz del sol. Vibraba débilmente (un zumbido grave, como el sonido que podría emitir un pequeño dispositivo electrónico o el temblor de un animal asustado), aquellos conejitos que una vez había encontrado en el huerto, algunos ya muertos, otros temblando en su mano. Su padre los había atropellado con el cortacésped en la hierba alta, habían tratado de ver si quedaban otros dentro del agujero. No hay mucha diferencia entre vivos y muertos, un momento de distracción, meras partículas, átomos, moléculas zumbando y girando a través de una ilusión de sustancia. Si tan solo alcanzaras y...
—¿Jesse?
—Tanto espacio vacío, segundos y segundos de espacio por recorrer...
—¡Jesse!
Jesse se apartó de la madriguera del conejo. Miró a Finn, pero sus ojos todavía estaban enfocados en la supersimetría de ese hermoso túnel infinito.
—Tus ojos... —dijo Finn. El azul brillante de una impresión de cianotipo recubierta de plata: plata espesa y distante.
—Lo siento. ¿Qué preguntaste?
Jesse inclinó la cabeza y el reflejo (si eso fue lo que había sido) desapareció.
—Te pregunté cómo destruiste todo un complejo subterráneo ultrasecreto con nada más que un par de monedas y algunos cigarrillos en el bolsillo.
—Yo... —empezó Jesse. Se detuvo y pareció avergonzado—. No tengo ni idea. En verdad no.
—¿Fuiste andando hasta allí?
—Algo así.
—¿Podrías ser un poco más específico? —preguntó Finn secamente.
—No fue muy difícil conseguir que alguien me llevara casi todo del camino.
—El sitio no está en ningún mapa. Debes tener un excepcional sentido de orientación.
Un atisbo de sonrisa. —Algo así.
—Ya veo. Otro tipo de... —Finn miró de reojo la fotografía que había colgado recientemente sobre el escritorio de Jesse, una impresión platino de un murciélago suspendido de la rama de un árbol en verano. La luz de la luna tenía una cualidad etérea, como si la escena hubiera sido cubierta de hielo.
Jesse notó la dirección de la mirada de Finn. —Supongo que un murciélago tampoco tiene idea de cómo navega, pero lo hace.
—Quizá con el tiempo lo entiendas mejor —dijo Finn.
—Sí —Esta vez Jesse soltó una risa corta y áspera—. Quizá.
La habitación quedó en silencio hasta que Finn negó con la cabeza. —Y quizá eso no importe mucho.
—¿Como los ciegos que prefieren su ceguera? —preguntó Jesse con mucho sarcasmo.
—¿No irás a sugerir que si los murciélagos entendieran cómo funciona su radar, les ayudaría a volar mejor? ¿A vivir mejor?
—Supongo que no —Con los brazos cruzados, Jesse miró fijamente al murciélago como si éste fuera a lanzarse hacia su cabeza si se atrevía a hablar. De repente gritó: —Pero ¿cómo vivo con esto? —Y luego se alegró de haberlo dicho.
Jesse extendió una mano con la palma hacia arriba. La peonza se elevó en el aire, giró rápidamente durante unos segundos y desapareció.
Los ojos de Finn recorrieron la habitación. —¿A dónde ha ido?
—Dentro del juego.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué juego?
—Ven y mira.
Finn fue con Jesse a su escritorio, donde pulsó la tecla Intro en la computadora portátil. Casi de inmediato la pantalla mostró el interior de una habitación. Esta habitación... la de Jesse. Jesse jugueteó con el ratón y con un giro vertiginoso, apareció la ventana, donde en el alféizar se encontraba la pequeña peonza. Finn se giró para mirar hacia la ventana. Y ahí estaba: la peonza a la vista, no más subversiva que una chuchería de madera. Como una de esas figuras talladas a mano que Meg colgaba de el árbol en Navidad.
—No estaba ahí antes —dijo Finn bastante estúpidamente—. Me habría dado cuenta.
—Sí.
—¿Es real?
Jesse resopló. —Dime qué es real —Se acercó a la ventana, recogió la peonza y se la arrojó a Finn, quien la atrapó fácilmente con una mano. Volvió a mirar el monitor. La peonza había desaparecido de la vista.
—Ya veo —dijo Finn. Aunque, por supuesto, no lo veía.
—Entonces, por amor de Dios, explícamelo. Me estoy volviendo loco tratando de encontrarle sentido a lo que está pasando —dijo Jesse.
Jesse cruzó la habitación y bajó la tapa de la computadora portátil. Con los hombros caídos por la fatiga, permaneció de espaldas a Finn, quien contemplaba las dos pequeñas protuberancias de tejido cicatricial que sobresalían por encima del escote de la camiseta de Jesse. Era una lucha evitar tocarlos.
—Jesse, mírame.
Jesse se volvió.
—Lo real es Sarah horneándote brownies en la cocina. Lo real es un hogar, una escuela y una familia. Lo real son incluso esas cicatrices tuyas, porque te ayudarán a recordar que nadie es perfecto. Por lo demás, dudo que obtengas respuesta, al menos ninguna que te satisfaga. Este es un jardín tremendamente extraño que nos han concedido. Vasto. Complejo. Incomprensible. Indiferente. Cruel. Aterrador. Pero absolutamente maravilloso.
Jesse se masajeó la nuca y sintió la piel espesa bajo las yemas de los dedos. —No siempre es tan maravilloso.
—No, no siempre. Ey, ni siquiera Dios consigue ser infalible —sonrió Finn—. ¿Ahora por qué no desayunamos para que puedas descansar un poco?
Jesse se pasó una mano por la cara con cansancio.
—Escucha, Finn, sobre el centro de investigación... Tuve que hacerlo. No estoy orgulloso de ello. Si hubiera habido otra manera... Si pudiera haber pensado en otra cosa... Pero ya no había mucho tiempo. ¿Lo entiendes? No tuve elección.
—Sí, sé que habrían sido muy persistentes, Ayen y su equipo. Aunque me atrevería a decir que tu método fue bastante drástico.
—Ellos no. Ellos no me preocupaban. Era él. Eso. Red, lo llamé. La computadora.
—¿El Prototipo? Pensé que no ibas a tener nada más que ver con eso.
Jesse habló apresuradamente, con el frenético tambaleo y la sacudida de la confesión, casi tartamudeando de alivio. —Él estaba aquí, Finn. En mi cabeza. Sondando, hablando y exigienso. Incluso cuando estaba en silencio. Dominante. Y él era fuerte, terriblemente fuerte...
—No entiendo. ¿Qué quieres decir con en tu cabeza?
Jesse se encogió de hombros. —Se estableció algún tipo de vínculo cuando entré por primera vez en su... ¿su qué? ¿Sus circuitos, su mente, su reino? ¿Su realidad? Se accionó un interruptor y se estableció una conexión. Y luego en el parque... bueno, el caso es que se convirtió en más que un vínculo. Supongo que así es como localicé la casa de Ayen. No podía liberarme. Lo intenté. Y tenía miedo, mucho miedo. Sabía que la única manera de deshacerme de él era destruirlo. Y rápido. Antes de que se volviera lo bastante fuerte como para destruirme. O controlarme. O cualquier otra cosa que le apeteciera hacer.
—¿La ventana?
—Entre otras cosas —Su voz fue amarga.
Finn se quedó callado un rato.
—¿Y te dejó destruirlo? —preguntó—. ¿Se ha ido?
—Sí.
No es tonto, Finn estudió el rostro de Jesse. —¿Estas seguro?
Jesse bajó la mirada.
Finn siseó entre dientes.
Jesse hizo girar la peonza ante él en el aire, la envió a un lugar de nieve hipercompleja y deseó su regreso instantáneo. Mientras la fina capa de hielo se derretía en su piel, le habría resultado difícil describir la sensación en las puntas de sus dedos. El tacto era como un azul salado, un trino plateado, un aguamarina fuerte y penetrante. Recordaba haber leído en alguna parte que había personas ciegas congénitas que podían distinguir los colores sólo con el tacto; y aquellos que pintaban paisajes sorprendentemente realistas, incluso exóticos.
—Ese es un truco genial —dijo Sarah, con las piernas cruzadas en su cama--. ¿Adónde se fué?
Asombrado, Jesse se volvió hacia ella. —¿La viste desaparecer?
—Por supuesto.
—¿Viste algo más?
—Un rastro, un resplandor posterior de color.
El primer destello de emoción. --¿Qué color?
Sarah lo consideró. —No estoy segura —Sacudió la cabeza—. No, ya no está. Un color que he visto antes, pero ¿cuál? ¿Y dónde? Debería recordarlo. Ya conoces la sensación, algo así como un déjà vu.
Ahora tenía una brasa caliente en la garganta ardiendo con posibilidades. Si Sarah pudiera ver colores más allá del límite ultravioleta...
A él no le importaba lo que le habían dicho. Sus recuerdos eran reales. Nada de lo que había pasado le había convencido de lo contrario. Finn no le mentiría, pero había otros, tal vez muchos más, en el cruel enfrentamiento. Si algo había aprendido era a buscar razones detrás de razones detrás de razones.
Si Sarah pudiera ver.....
¿Por qué debería ser él el único? Qué estúpido de su parte pensar que era único, qué egoísta. El mapeo de la mente apenas había comenzado, pero la comprensión genuina estaba bien lejos. Había muchos misterios. La programación era un código como cualquier otro. Si el código pudiera modificarse, piratearse...
Si a Sarah se le pudiera enseñar a ver.....
Lo peor era la soledad.
Jesse recogió el encendedor y los cigarrillos y le temblaban un poco las manos. —Necesito fumar. ¿Sales conmigo al jardín?
—Pensé que ibas a dejarlo.
—Pronto. Tal vez.
—Es tarde.
—Por favor.
—Estoy medio desnuda.
—Por favor.
Ella resopló pero se levantó y se puso los vaqueros. —Si me da doble neumonía y me congelo, tú le darás explicaciones a mi madre.
Él le arrojó una sudadera con capucha de su guardarropa. --Toma. Póntela. Esta noche hace fresco.
—¿Qué hay de ti?
—Parece que me estoy volviendo menos sensible al frío.
—¿Ah, sí? O tal vez te cansaste de necesitar ropa extra; un poco como Finn, ya sabes; y decidiste rediseñar tu termostato interno. Cuando todos los demás llevan botas, lana y anoraks, tú estarás paseando por la calle descalzo, con camiseta, pantalones cortos y sudando. Y cuando los niños de la escuela pregunten, tendré que decirles que eres el último modelo.
Jesse se rió. —Me encerrarán, no me dejarán acercarme a una pasarela.
—No ese tipo de modelo, idiota. Del tipo ciencia ficción.
—La última vez que me duché, yo era todo piel real, con cicatrices y fea como el infierno, pero piel —Levantó una mano—. Sin circuitos ni plástico por ninguna parte.
—Ya te lo dije, no es fe, pero date la vuelta y déjame mirar. Quizás no he notado que una de esas cicatrices cerca del hombro tiene forma de cometa.
Él la miró fijamente y una repentina inquietud se arrastró por su cuero cabelludo como superpiojos genéticamente modificados. Él había leído El atlas de las nubes de Mitchell.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Nada.
—¿No? Te has puesto blanco como... como un…
—¿Como una sábana? ¿Un fantasma?
—Por favor. Incluso las legas literarias como yo tienen algo de gusto.
—Déjalo. Lees más de lo que dejas ver. Obviamente.
—Sí, pero es un poco difícil seguirte el ritmo.
—Entonces ¿no te importa que yo no sea Baryshnikov?
—Sólo los jueves y sábados alternos —Metió los brazos y la cabeza en la sudadera con capucha y, al principio, su voz sonó amortiguada—. Si vamos a salir, acabemos con esto. Me muero por una cama cálida y un... bueno, ya sabes, aún más cálido. --Su rostro emergió de la abertura del cuello con una sonrisa—. Hay un par de levantamientos innovadores y agarres impresionantes que sin duda podrías enseñarle a Thomas. No sé nada de Baryshnikov.
—¿Thomas? —preguntó Jesse, luchando por mantener la voz tranquila. Podía sentir el color subiendo a sus malditas mejillas reveladoras.
Ella se rió con esa rica risa suya. --¡No me digas que estás celoso de Thomas! --Ella corrió delante de él a través de la habitación, salió por la puerta y recorrió el rellano. Jesse la siguió más lentamente, contento de que ella se hubiera olvidado de Mitchell, y aún más contento también de que ella probablemente no había leído Escritos fantasma.
Jesse tenía su cigarrillo junto al reloj de sol y luego dejó que Sarah lo llevara a uno de los lugares favoritos de Nubi para echarse una siesta.
—Hablemos aquí arriba —dijo ella bajando la escalera de cuerda. Grapada al viejo nogal. La casa del árbol estaba construida más sólidamente de lo que parecía.
—¿Qué tiene de malo una cama bonita y cómoda?
—Hablar, he dicho —pero la mirada que ella le lanzó bastó para medio excitarlo. Él le miró las nalgas bajo esos vaqueros mientras ella subía la escalera delante de él. En todo caso, la oscuridad aumentaba el atractivo, su entusiasmo. Se preguntó si alguna vez el cuerpo de Sarah le resultaría tan familiar que ya no la imaginaría desnuda. A veces se sentía avergonzado de sus fantasías, como si Sarah (y la realidad) no fueran lo bastante buenas. Pero no lo suficiente como para desear la indiferencia. ¿Hacían eso los años a todo el mundo? Todas esas parejas de mediana edad rescatadas del silencio por la televisión... Aunque parecía que Finn y Meg todavía sentían un genuino deleite físico el uno por el otro. Finn probablemente le respondería con sinceridad, pero era algo que Jesse no estaba seguro de poder preguntarle al padre de Sarah.
—Hablar antes de jugar —dijo Sarah, aunque inmediatamente desmintió sus palabras al desabrocharle los vaqueros. Luego, un tiempo después, con una sonrisa maliciosa--. ¿Mejor ahora?
¿Indiferencia? Pensó Jesse mientras ella lo acercaba a ella sobre los cojines. Sarah encendió una vela gruesa y redonda, que despedía un empalagoso aroma a vainilla.
—Bien. Ahora cuéntame sobre ese incendio. No tienes otra opción. He dejado los condones en tu habitación —dijo Sarah.
—¿En qué piensas cuando hacemos el amor? —espetó él, sorprendiéndose a sí mismo.
Ella no dudó, casi como si hubiera estado esperando esta pregunta, u otra igual de tonta y entrañable. —En todo tipo de cosas. Y a veces en nada de nada, si es realmente bueno... realmente intenso —Ella le tomó la mano izquierda y se la llevó a los labios. Continuó besándole los dedos, uno a la vez. Jesse cerró los ojos, deseando o no abandonarse a la sensación. Ella estaba jugando con él, provocándolo, pero a él no le importaba. Se sentía más seguro que nunca en manos de otra persona. Conectado a tierra. Incluso el olor de la vela ya no parecía tan penetrante.
—Pasas demasiado tiempo en tus pensamientos —dijo Shara—, preocupándote por lo que estás haciendo mal.
Una vez más él se sorprendió por su perspicacia. --¿Cómo sabías que...?
—Si se trata de bondage, hay algunas cosas que podemos probar.
—Jesús. ¿Eso es lo que piensas de mí?
—O sexo anal. No creo que me importara si lo tomáramos con calma. Revisé Internet. Hay algunos sitios para adolescentes bastante buenos. Información, no pornografía. Y gracias a Dios nada de la habitual timidez o señalamiento con el dedo. Malditos hipócritas —Se quedó callada mientras jugaba con la vela. Finalmente ella preguntó—. Ha habido chicos, ¿no?
Jesse miró hacia otro lado.
—No tienes por qué avergonzarte —dijo ella.
—No lo estoy.
—Entonces, ¿qué?
Nuevamente él no respondió.
—Sé que no puedo serlo todo para ti, no para alguien como tú. Si quieres que esto funcione, tienes que hablar conmigo.
—No hagas esto, Sarah. No te prostituyas.
—Ahora me estás haciendo sentir muy pervertida... sucia. ¿Nunca se te ha ocurrido que me gustaría jugar? ¿Probar algunas cosas también? Un poco de rareza puede ser divertido.
—No es así como suena.
—Pues escucha mejor —Sarah apartó la vela, se puso de rodillas y puso sus manos sobre los hombros de Jesse--. Mírame.
Él miró. No podía no mirar.
—Yo confío en ti —dijo ella—. El buen sexo siempre se trata de confianza.
—¿Y cómo llegaste a tener tanta experiencia?
Ella dejó caer las manos. —¿Lo dices en la forma en que creo que lo haces?
—Joder, no. ¿Por qué siempre hacemos lo mismo?
—¿Estar malhumorado?
—Malinterpretar al otro. Desviarnos como locos desde los cálidos mares tropicales hasta el ártico en un instante.
—Me acabas de dar la señal perfecta, ¿sabes? Ahora es cuando se supone que debo decirte, otra vez, que hables conmigo.
—¿Pero?
Durante un largo momento pareció que ella no respondería. Las olas se habían retirado y la marea estaba muy alta. Ella lo miró extrañada, con los pensamientos concentrados, algo así como el miedo luchando contra el desafío luchando contra la vergüenza en su rostro. Ella podía oír su respiración ventosa en el cómodo espacio cerrado de la casa del árbol, su antiguo escondite. Se estremeció: las grietas de las paredes estaban selladas, pero no las vigas del recuerdo.
—Peter nos escribió una carta cuando se fue. Llegó por correo diez días después de su desaparición. Resultó que yo fui la primera en llegar a casa esa tarde. Quemé la carta inmediatamente sin leerla, sin abrirla siquiera.
—¿Por qué? —preguntó él en voz baja.
Su voz chirrió como remos agrietados por el sol en chumaceras oxidadas . —Lo odiaba por lo que nos había hecho. No te imaginas cómo fueron esos últimos meses. Yo no quería que volviera. Nunca soñé que... - Ella estaba al borde de las lágrimas, apenas podía hablar--. ¿Me odias?
Él se inclinó hacia adelante y la rodeó con los brazos. —¿Te odio, Subibaja? —susurró él en su fragante cabello. La vela siseó, ardió: un repentino brillo ceroso, una luz dorada, un fuego siempre embriagador para guiar el esquife.
Unos minutos más tarde él empezó a hablarle de Liam, luego de Daisy.
¿Por qué te detuviste con las manos de Gavin? Piensa en todo lo que se merece ese bastardo.
Jesse le dijo a su voz interior que se callara. Destruir a Red no había tenido el éxito esperado. Había una especie de hemorragia interna, una filtración que seguía afectando sus pensamientos. Y a veces se preguntaba... Reprimiendo un suspiro, tomó su libro y volvió al comienzo del capítulo, que aparentemente había leído sin recordar una palabra. Estaba solo en la casa. Sarah había ido al aeropuerto a recibir a Katy, que regresaba de Estados Unidos para el comienzo del curso.
Después de diez minutos, Jesse levantó la vista de la página para limpiarse unas gotas de sudor del labio superior. La descripción del Border Collie corriendo por el camino arriero de un canal era tan vívida que Jesse podía oler el vapor que se elevaba de la tierra húmeda, podía sentir que le faltaba el aire mientras luchaba por seguir el ritmo. Por un momento consideró volver a llamar a Matthew, pero su última conversación había sido muy difícil.
—Matthew, ya sabes lo... —había intentado decir él.
Matthew lo había interrumpido. —Ahora no. Aún no.
Y Jesse había mirado a Nubi, echado cerca con su tierno vientre expuesto.
—De acuerdo —había murmurado Jesse al teléfono—. Lo comprendo.
Casi una hora después, Jesse abandonó el libro. Se levantó, se estiró, luego fue a la cocina a buscar un vaso de leche y un sándwich, que llevó consigo al jardín. Sentado en el borde del reloj de sol, terminó rápidamente la baguette y la compartió con Nubi. Al perro le gustaba especialmente el salami italiano de romero que Finn había empezado a comprar últimamente, aunque frunció el labio canino ante la mostaza.
Debería haber hecho varios, pensó Jesse, pero el aire quieto y brumoso era demasiado soporífero y él demasiado indolente para levantarse y regresar al frigorífico. Sarah tenía razón. Iba a engordar si seguía comiendo así, y Nubi también. Podía oír al perro acechando entre los tallos de frambuesa cerca del montón de abono, probablemente en busca de otro aperitivo. Ocioso, Jesse sacó la peonza y la hizo girar en el aire. Después de observarla durante un momento, la atrapó hábilmente con su mano izquierda. Púrpura, decidió, y sonrió cuandola peonza cambió de color. Amarillo. Continuó lanzándola hacia arriba, cada vez más alto, cada vez de un color diferente, cada vez con un giro diferente. Juegos de niños. Bueno, ¿por qué no?
Nubi rodeó a Jesse con algo sabroso entre los dientes y se tumbó cerca del estanque. Jesse vislumbró la cola inerte que colgaba de la boca de Nubi, se levantó de un salto en mitad de la rotación y gruñó: —¿Qué tienes ahí, so bobo? Dámelo —La ponza golpeó al gnomon con una nota sonora y se tornó azul una vez más, y cayó al agua al otro lado.
La batalla por el ratón de campo fue breve, oportuna y decisiva. Nubi engulló su captura antes de que Jesse pudiera abrirle las mandíbulas. No es la mejor manera de disfrutar un manjar, pero es mejor que nada. Jesse no lo veía de esa manera. Regañó a Nubi con una breve, pero colorida, arenga, luego reromó su asiento. El nivel del agua del estanque, bastante poco profundo para empezar, había bajado en las últimas semanas, y Jesse tomó nota mental de llenarlo con la manguera por la noche. Miró el reloj de sol, cuya esfera de bronce lo deslumbró de tal manera que apenas podía distinguir el gnomon, y mucho menos su sombra, y se vio obligado a parpadear y a apartar la vista. El gnomon era afilado y letal como una pica. Él aún no había conocido a Ursula, pero los relojes de sol habían llegado a fascinarlo y repelerlo simultáneamente de la misma manera que un instrumento de tortura medieval: el tormento del tiempo.
Una arañita pálida se lanzó a través del espacio abierto desde un gastado diente de león en la hierba, llamando la atención de Jesse, y él tuvo que sonreír, tan segura de su trayectoria, de su destino. ¿O se contentaba con confiar en el azar? Preguntas, siempre preguntas... Se inclinó y tomó la araña con el dedo, la observó corretear sobre su piel con tanta ligereza que no supo si sentía sus patas o solo imaginaba la sensación. Cálida y salada, un poco áspera, pero en nada parecida a la hierba, cargada de una corriente vertiginosa, pelos finos, un fuerte zumbido tan rítmico como golpes bajo la superficie, un gusano grande, tal vez, pero ¿caliente? Jesse se rió a carcajadas y dejó la araña en la hierba, que desapareció de la vista casi al instante, una del cuacabatrillón de partículas de vida con las que los humanos, en su mayor parte con reluctancia o sin saberlo, comparten el planeta. Y todas y cada una de esas motas repletas (gloriosas) de ser.
A Jesse le divertía encender el cigarrillo sin cerillas ni encendedor, y se sorprendió al descubrir que incluso sabía diferente: no mejor, sólo un poco más resinoso. Sólo cuando guardó el paquete de cigarrillos en su bolsillo recordó la peonza. Miró fijamente el estanque pero no había nada en el agua; la peonza debía de haber caído al pasto. El sol le calentaba el cuello y la espalda, y él sintió sueño. La buscaré, se dijo, en cuanto termine el cigarrillo.
Observó la punta brillante del cigarrillo, la voluta de humo, la ceniza que se alargaba y que al final caía sobre la hierba; de hecho, miraba más de lo que fumaba. Había algo profundamente satisfactorio en mirar las cosas más simples, en mirar de verdad. Deshazte de los prejuicios, de las expectativas, del yo y el mundo volverá a ser mágico. Recordó el asombro que sintió cuando su abuela le mostró cómo la nata se convertía en mantequilla. O los juegos de su padre con la madera. —Cierra los ojos, Jes, y huele, huele de verdad. Conviértete en ese olor. Cada tipo de madera huele diferente, la ceniza del pino del roble. La madera habla y te dice su nombre —Qué curioso, ahora podría pensar en eso sin amargura. Dolía (probablemente siempre lo haría), pero no con esa avalancha de calor que había requerido toda su energía para contener. Estaba empezando a recordar algunas de las historias de su padre.
Entonces le vino una comprensión tan penetrante como el llanto de necesidad, de hambre de un bebé: su amor por las palabras era tanto el legado de su padre como el de su abuela. No todo había sido destruido por un solo acto de locura. Enterrados en las cenizas había fragmentos de poesía esperando ser desenterrados. Y los sentimientos, sentimientos antaño vitrificados...
Perdido en sus pensamientos, Jesse no oyó los sonidos que se acercaban hasta que una voz habló detrás de él.
—Qué desperdicio, pero tenemos que darle una lección a Andersen. Es un cabrón persistente y los envíos no llegan como deberían.
Jesse grita, deja caer el cigarrillo y se pone de pie de un salto. El aire tiene un repentino sonido vidrioso, como si fuera a romperse ante un paso en falso. Se gira lentamente, con el corazón acelerado, para ver a un extraño con largo cabello blanco de pie detrás del estanque, con la mirada fría y evaluadora del conocedor de arte: ojos entornados, fosas nasales dilatadas, labios finos fruncidos en consideración. Una nueva pieza para añadir a su colección, si el precio es adecuado y se garantiza el certificado de autenticidad. Jesse se siente enmarcardo dentro de una lámina de vidrio; en exposición. El aire parpadea con luz reflejada.
A Jesse le toma uno o dos momentos recuperarse de la conmoción, y uno o dos más para comprender que no está viendo algo real; tal vez tampoco irreal, pero no es el aquí y el ahora del jardín de Andersen lo que ve en esta imagen. Tarde tranquila, complaciente y soleada de agosto. Entorna los ojos para protegerse del resplandor del reloj de sol, apenas capaz de distinguir las figuras ligeramente descentradas a su derecha: el alto desconocido de pelo blanco, otros dos tipos más jóvenes y uno mayor, que miran, no a Jesse, sino a..... Dios mío, es Peter quien está en la cama, Jesse lo reconoce por las fotos de Finn. De repente, el cuerpo de Jesse está goteando sudor, puede sentir que le empapa la camiseta. Da un paso atrás, luego otro, aunque sabe que no puede ser visto: son Peter y los demás los que están aprisionados detrás del espejo de doble cara del tiempo. Y la escena se va aclarando gradualmente, adquiriendo la nítida lucidez del agua turbia que se deja asentar: agua cuya lente fija amplía los detalles de las piedras y los sedimentos relucientes y concentra el foco de las percepciones de Jesse.
Mátame. No puedo soportar más.
Jesse no puede saber si Peter está diciendo las palabras en voz alta o si solo está pensando en ellas. O si se originan en la propia cabeza de Jesse. ¿Qué importa eso? La desesperación de Peter es bastante clara. Está desnudo y cadavérico, su piel ya es tan traslúcida como el pergamino de una lámpara. Su respiración es superficial y sus ojos están cerrados. Está acostado de lado, con las manos dobladas delante de los genitales. Parece como si apenas pudiera levantar la cabeza. Jesse duda que Peter pueda ponerse de pie, y mucho menos caminar o correr.
A una señal del jefe, uno de los hombres avanza un paso, agarra los brazos de su prisionero y los separa del cuerpo. La peonza azul cae al suelo desde los dedos de Peter, donde se pierde de vista debajo de la cama, pero Jesse apenas se da cuenta. Horrorizado e incomprensible, está mirando al tipo que sostiene las manos de Peter. A pesar de su barba, el parecido es inconfundible: Daniel, el hermano gemelo de Mick. Uno de los otros se acerca para ayudar, y entonces Jesse también lo reconoce: el gordo que llevaba una jeringa aquella vez. Juntos hacen rodar a Peter boca arriba y enrollan gruesas cuerdas alrededor de sus tobillos y las atan al marco de la cama, separando sus piernas, luego pasan otra cuerda alrededor de una de sus muñecas, la izquierda, que aseguran a un anillo de hierro encima de él en la pared, de modo que su brazo queda estirado en un ángulo antinatural e inevitablemente doloroso. Los huesos de su cadera sobresalen como postes de acero en una lona desgastada por años de uso intenso, la lona se vuelve parecida al papel, floja y calcárea, que se rasgaría tan fácilmente como la piel envejecida. Jesse anhela tapar la vista de ese abdomen hundido, de esos órganos encogidos. Algunos archivos nunca deberían perder su sellado.
Peter no intenta luchar con sus captores: desesperanza, resignación o pura fragilidad, supone Jesse. Quizás las tres cosas. ¿O es que Peter ni siquiera está consciente? Como en respuesta a la silenciosa pregunta de Jesse, Peter abre los ojos. Están nublados por el dolor (y probablemente por las drogas), pero luego, bajo la turbia película, Jesse ve un destello fantasmal de súplica. Peter mueve la boca y parece murmurar algo, pero o es demasiado débil para que Jesse lo oiga, o Peter está demasiado débil para hacer poco más que mover los labios. O está demasiado asustado: porque el gordo se ha alejado hacia la periferia, donde la luz que se refleja en el reloj de sol ciega la visión de Jesse, pero regresa casi inmediatamente con un cuchillo en una mano, un cuchillo mucho más grande que el de Jesse, tan largo como un cuchillo de trinchar de buen tamaño y, por el brillo similar a una llama azul brillante a lo largo de su filo, igual de afilado.
Jesse recupera el aliento. —No —dice—. No —su voz golpea el aire, y puede oír el sonido que ésta hace, ese primer crujido estridente.
Los ojos de Peter se abren y gira la cabeza débilmente de un lado a otro, como si intentara localizar la fuente de un sonido susurrado en su oído, por debajo del umbral auditivo. ¿Adelgaza la extremidad la capa reflectante del espejo? ¿O atenúa la proximidad a la muerte lo suficiente la luz como para permitirte ver un poco, sólo un poco, del otro lado? Peter tiene el aspecto de alguien que no tiene nada que perder. Aunque, brillando profundamente dentro de los puntos de sus pupilas, hay una chispa, fugitiva pero inequívoca, de determinación. Jesse duda de que los demás los perciban: el blanco de los ojos de Peter se ha vuelto amarillento como papel barato, y su hermoso verde ahora tiene el aspecto turbio y moteado de las botellas antiguas.
—¿Qué vas a hacer? —chilla Jesse con voz ronca al ver al hombre acercarse a la cama.
Ayúdame.
Deberíamos castrarlo, jefe. Como un novillo. Yo sé hacerlo bien, lo aprendí cuando era niño. ¿O quieres cortarle la polla también?
Ayúdame. Por favor.
El bastardo sonríe y coloca el frío acero en la entrepierna de su víctima. Peter se estremece violentamente, una inesperada demostración de fuerza. El hombre pasa la punta del cuchillo ligeramente a lo largo del pene de Peter, casi una caricia de amante, luego toma las bolas de Peter con su mano libre.
¿Te gusta, muchacho? Mejor será que lo disfrutes. Será la última vez.
Y, para horror de Jesse, Peter se está excitando: la máxima traición de su cuerpo. Aunque no será la última. Su última es que él aún viviría. Peter cierra los ojos y no dice nada, no emite ningún sonido; es Jesse quien gime angustiado.
Basta. El jefe avanza un paso y da la orden. Ahora no. Ponle la mordaza. Lo cual hacen, rápida y eficientemente con un trapo enrollado y un trozo de cinta adhesiva negra, algo que obviamente ya han hecho antes, por lo practicados que son sus movimientos.
Bien, dice el jefe. Se dirige al hombre mayor. Ahora esto es lo que quiero que hagas. Quítale la mano derecha. La mano de artista. Tú eres el doctor. Asegúrate de que no muera desangrado. Aún tengo un uso para él.
Y entonces el jefe sonríe por primera vez, una sonrisa de cristal templado. Ojalá pudiera estar allí cuando Andersen abra el paquete, dice.
Jesse oye el grito en su cabeza (el de Peter, el de su propio Peter) y actúa sin pensamiento consciente, sin palabras, sin restricciones. Algunas abominaciones hay que detenerlas.
Chillando, la bola de fuego brota del gnomon, chillando, flota durante una fracción de segundo en el aire, chillando, hongos chillando un destello cegador de luz y calor y presión, chillando para atravesar con ilimitados chillidos las intransitables y vidriosas barras más chillantes del pasado, chillando ondas de choque, ondas ondas chillando hasta derribar a Jesse al suelo, chillando, el aire cayendo en cascada, chillando en fragmentos a su alrededor, chillando.
Mientras Jesse cae, vislumbra brevemente danzantes huesos incandescentes: una imagen inversa, como una radiografía grabada en su retina, en su mente, en la simetría del tiempo mismo.
Luego, silencio.
Jesse yacía quieto, temeroso de abrir los ojos. Sabía lo que había hecho. El pasado no podía alterarse sin inmensas consecuencias. O sin un bucle de programación infinito. O no podía alterarse en absoluto y él era el fantasma en la máquina; y él mismo, la paradoja.
Oía el suave sonido del viento. Oía a un pájaro cantar su breve y agudo estribillo, una y otra vez, a intervalos regulares. Oía pasar un avión en una escala de trombón por encima. Oía cómo la tierra se movía y tamborileaba. Oía sus propios pulmones, su corazón y su estómago resonar y silbar como anticuados radiadores de hierro fundido. Y le pareció oír, aunque tal vez sólo con su oído interno, un fantasmal gracias como un armónico en el violonchelo, reverberando hasta un alto elegíaco dentro de su laringe.
Si el mundo había cambiado, sus sonidos no lo habían hecho. Se sentó lentamente, abrió los ojos y miró a su alrededor. Su mirada se posó en los restos del reloj de sol. ¿Cómo les iba a explicar eso a Finn y a Meg? El metal se había deformado (no se había fundido) en una masa de bronce sin brillo, el pedestal estaba desmembrado en trozos de mármol cortado esparcidos como antiguas estatuas dentro y cerca de las ruinas agrietadas del estanque, ahora seco. Él tuvo la incómoda sospecha de que el seguro de los Andersen no cubría actos de... ¿de qué, exactamente? No Dios.
Se puso en pie. La peonza de Peter yacía junto al gnomon retorcido. Cuando la recogió, no la sintió más cálida que de costumbre, ni diferente, pero Jesse sabía que ya no pertenecía a Peter. Por fin la había hecho suya.
Y una vez que él se hubiera asegurado de que ninguna anomalía había roto el fundamento del universo conocido, tendría que hallar una modo de decírselo a los Andersen. En principio, la incertidumbre estaba bien, pero ellos tenían derecho a saber lo que le había ocurrido a Peter. E incluso alguien como Mick, lo que le había ocurrido a su hermano.
En casa de Siggy, Jesse se detuvo justo al cruzar la puerta. La música lo rodeaba como una conversación de urracas chismosas, mujeres del pueblo sacando agua del pozo para la jornada de lavado. Del saxo tenor brotaban notas en una voluble charla: la risa desdentada de una anciana, una risita aguda, una risita de complicidad, un susurro, una broma estridente, una tos cortante de fumador, una queja, un sollozo. Le costaba creer que un solo instrumento produjera semejante ráfaga de voces, y aunque Daniel merecía su destino (bueno, lo merecía, ¿no?), Jesse se demoró, sin ganas de contar ni siquiera una versión clorada de la historia. Era fácil pensar que Mick estaría mucho mejor sin su hermano, pero Jesse sabía que las familias nadaban en aguas turbias; qué bien lo sabía. Vadeando juntos en la orilla, su padre siempre había insistido en que se quedaran en el lago hasta las rodillas y esperaran pacientemente hasta que el cieno que habían removido se asentara antes de echar un trago, ahora también se asentaba demasiado de algo en las entrañas de Jesse. Mick era músico, muy posiblemente un músico brillante (tampoco es que Jesse confiara mucho en su juicio como para saberlo con verdadera seguridad) y aunque el dolor de Mick sería áspero, duro y rápido, turbulento como cualquier río tormentoso de sonido, se canalizaría de todos modos en su corazón, en su música, alimentándola, enriqueciéndola y, en última instancia, transformándola. Y tal vez, sólo tal vez, con la complejidad sonora y subterránea del agua, se renovara la fe en sí mismo.
¿Por qué no le parecía eso mucho consuelo?
Ni siquiera cuando Jesse recordaba el rostro manchado por la noche de Sarah.
—Jesse —Siggy le dio una palmada en el hombro y luego lo abrazó con fuerza—. Bienvenido —Viniendo de Siggy el saludo no era intrusivo, ni desagradable—. ¿Estás solo?
—Sí —Jesse asintió en dirección a Mick—. Quería oírlo tocar.
—Cuidado con ese. Va a saxear con los dioses.
—Es bueno, ¿verdad?
—Así de bueno —Siggy se besó las puntas de los dedos en un gesto universal de chef, luego se frotó el vientre—. Ambrosía. Casi tan bueno como mi última mousse de chocolate.
Jesse sonrió. —Entonces tendré que probar algunas. ¿Hay una mesa libre?
—¿Es el aire? Vamos, te pondré delante —Siggy señaló una mesa cuadrada para cuatro a no más de unos metros de Mick. Una pequeña carpa de cartón marcaba la mesa como reservada.
Jesse negó con la cabeza. —Si no te importa, prefiero sentarme contra la pared. Cuando Mick termine de tocar, me gustaría hablar con él en tranquilidad.
—¿Lo conoces entonces?
—Sí.
Siggy miró fijamente a Jesse durante un momento, pasándose los dedos por la barba y moviendo los labios como si estuviera saboreando un vino tinto espeso de un viñedo desconocido. Un poco amargo.
—Tienes mucho mejor aspecto, no tanta hambre, si entiendes lo que quiero decir. La tormenta se retira, el mar corre tranquilo. Buena pesca. Ese Finn sabe lo que está haciendo. Como mi padre, ha arrastrado muchas redes. Ten cuidado ahora. No vayas a zozobrar el barco.
Siggy llevó a Jesse a una ventana que daba al patio. Casi un nicho, y el sol de la tarde vidriando la pequeña mesa con una soldadura lustrosa, atravesada por largas barras inclinadas de sombra del parteluz y los travesaños. Un jarrón azul cobalto sostenía una delicada flor blanca, cerúlea como un lirio, aunque sin olor. Distraído por sus propios sentimientos de inquietud (una advertencia de alguien a quien respetaba), Jesse no logró apreciar la cualidad vermeeriana del entorno. Sacó una silla y se sentó.
Siggy solía pasar las tardes libres con sus chicas en museos, aquí en la ciudad, o más lejos siempre que era posible. Había algo atemporal en este Jesse, este chico que se miraba las manos frente a él en la mesa, su largo cabello rubio fluyendo hacia un simple amarillo de limón, yema de huevo y membrillo plateado, como si su imagen hubiera sido proyectada en un lienzo por una cámara oscura del pasado: los tonos nacarados de su piel, de sus uñas, de las sombras lilas bajo los ojos..... Siggy se estremeció, las islas corrían con fuerza en su sangre. Miró a Jesse con atención, con la misma atención sombría que le dedicaría a un niño cuyo vientre estaba hinchado por la desnutrición. Al final hizo lo que mejor sabía hacer.
—Te enviaré un plato de comida —dijo Siggy.
Jesse negó con la cabeza. —Sólo algo de beber, tal vez un poco de mousse de chocolate. Si te viene bien.
—No me viene bien. Toma, come.
—No tengo mucha hambre —dijo Jesse disculpándose.
—A Finn no le importará.
—¿El qué no le importará?
—Eres lo bastante listo como para averiguarlo.
Jesse volvió a mirarse las manos.
—Te gusta pagar lo tuyo, ¿eh? —preguntó Siggy con astucia, pero con una nota de aprobación en su voz.
—Sí.
—Ey, a mí me encanta alimentar a la gente, especialmente a aquellos que lo aprecian. ¿Qué tal si invito yo esta vez? —Cuando vio que Jesse estaba a punto de negarse, añadió—. ¿Es que vas a insultarme? No me digas que eres racista.
Jesse sonrió. —De acuerdo —Una comida estaría genial, especialmente una de Siggy.
—¿Mick te está esperando?
Jesse miró a Mick, que ahora estaba tocando una intrincada pieza de blues, pero cuya atención parecía desviarse en su dirección.
—No.
—Te lo enviaré cuando haya terminado.
—Gracias.
Siggy vaciló. —Agradécemelo más tarde. Mick es un músico excelente, pero mi instinto me dice que algo le pasa. Y el instinto de un cocinero nunca se equivoca. No si quiere seguir en el negocio.
Hacía calor en el restaurante y la rica comida le daba sueño a Jesse. Trató de concentrarse en la música, pero descubrió que su mente se soltaba, deslizándose hacia cortes poco profundos, presas de desbordamiento y brazos en desuso, hasta llegar a un agujero sinuoso donde regresaba al flujo de las notas, ora suaves, ora cosquilleando, ora rápidas y ascendentes, luego él se aleja flotando de nuevo como una barca liberada de su remolque. En cierto momento se preguntó si Matthew le permitiría volver a trabajar en la barcaza y si algún día le llevaría a salir en ella; si acaso Matthew volvería a querer tener algo que ver con él... ¿un cachorro?... No, pensó desconsolado, imposible: una impertinencia equivalente a decirle a Matthew que una vida es insignificante... reemplazable...
—¿Qué coño quieres?
Jesse levantó la vista y contuvo el aliento. Mick estaba de pie, alejado de la mesa, con un gran vaso de coca cola en la mano. Por un momento pareció como si Daniel hubiera regresado en busca de venganza. Jesse señaló hacia la otra silla. Mick apretó los labios, negó con cabeza y se quedó mirando una pequeña grieta en la pared.
—Sólo dime qué quieres.
—No puedo decírtelo así. Siéntate —Jesse empujó su plato a un lado. Le debía a Mick cierta consideración, aun cuando una verdadera simpatía estaba fuera de discusión—. Por favor.
Por primera vez Mick dirigió su mirada hacia el rostro de Jesse. Sus miradas se encontraron, luego la de Mick se deslizó hacia la ventana, volvió, desvió la mirada y volvió de nuevo.
—Tu música es hermosa —dijo Jesse en voz baja.
Mick se estremeció y desvió la cara, como si Jesse le hubiera escupido. Pero dejó la coca-cola sobre la mesa y, tras dudar, sacó la silla y se sentó. Pasó la punta de un dedo por los lados sudorosos de su vaso.
—No he dicho eso sobre tu forma de tocar para ablandarte o congraciarme conmigo mismo o algo así. Lo dije en serio —dijo Jesse.
Mick asintió y tomó un largo trago de su coca. Se secó la boca con el dorso de la mano. —Bueno, gracias. Ahora, ¿qué quieres?
—¿Por qué lo hiciste? —La pregunta pareció formularse sola, como si la habitación se hubiera inclinado abriendo una fisura de otro universo por donde caían las palabras, graznidos carroñeros, cuervos negros como la tinta, abalanzándose para picotear hambrientos ojos, corazón, entrañas.
Mick emitió un leve siseo detrás de los dientes, pero, cuando tomó su vaso para beber de nuevo, su mano tembló levemente. Su piel estaba cetrina, teñida de verde por la luz cada vez más tenue, o tal vez por el cansancio; sus ojos enrojecidos, ligeramente inyectados en sangre. Jesse pensó que debía de requerir un enorme gasto de energía tocar con esa efusión de poder casi alucinatorio.
El silencio se extendió entre ellos, firme como la cuerda de un arco tensado para la caza, y tembloroso. Jesse dirigió su mirada hacia el banco donde el saxofón de Mick yacía de lado como un magnífico cisne dorado, herido en mitad de la canción, en pleno vuelo.
—No voy a hablar de eso —dijo Mick—. Si es por eso que estás aquí, estás perdiendo el tiempo.
Jesse entornó los ojos hacia Mick, reluctante. Vio en ellos la animosidad, y también el miedo. Y congelados en lo profundo del permafrost azul, los secretos, los que Mick se ocultaba a sí mismo. Jesse inhaló profundamente. Nunca se había dado cuenta de que los ojos de Mick eran de color casi idéntico a los suyos.
Siggy trajo un plato de marisco en una salsa cremosa de color verde pálido y una cesta de pan fresco, aún humeante, que puso delante de Mick, y un cuenco (prácticamente un cáliz de cristal) de mousse de chocolate para el postre de Jesse. Aunque ya no tenía hambre, Jesse no pudo evitarlo: una enorme sonrisa de deleite se dibujó en su rostro.
—Adelante, pruébala —dijo Siggy.
Jesse lo hizo, Mick lo miró con una leve mueca de desprecio hasta que Siggy se volvió hacia él. —¿Tienes algún problema con que a alguien le guste mi comida?
Mick bajó la vista y Jesse y Siggy intercambiaron miradas. Ambos reconocieron que Mick era un alma derrotada y, por tanto, peligrosa e impredecible.
—Está sublime —dijo Jesse—. Un sabor para morirse.
—Escucha aquí, nadie va a hacer eso de morirse en mi casa.
—Vuelve a tus cacerolas. Estoy seguro de que tienes mucho que hacer. Estoy bien —dijo Jesse.
Siggy se rió escandalosamente. No parecía importarle en absoluto que Jesse supiera lo que estaba haciendo. Recogió el plato vacío de Jesse y se dirigió de regreso a la cocina, bailando entre los clientes que intentaban llamar su atención. El restaurante empezaba a llenarse y el murmullo de voces había alcanzado un nivel de flotabilidad que haría subir a la mayoría de los naufragios. Jesse agradecía el anonimato: haría falta una voz penetrante, o un destello dorado, para ser detectado entre todas las jarcias en descomposición, los cascos crujientes, los restos flotantes, los buitres chillando y los carroñeros.
Jesse se comió casi la mitad de su postre mientras discutía consigo mismo sobre lo que le iba a decir a Mick, si es que debía decir algo; de ninguna manera le hablaría a ese frío bastardo de su padre. Jesse había pasado tantos años en un silencio autoimpuesto que la reticencia parecía la forma natural de hacer las cosas: no una elección, sino un mecanismo instintivo de supervivencia, como huir o luchar, como comer. Pero había paquetes de pudín de chocolate pegajoso y demasiado dulce del supermercado, y había ésto. Comió otra cucharada, dejando que los sabores (pues el chocolate, como toda sensación, nunca era simple, sino plural, complejo y rebosante de elocuencia) lo llevarán más allá del mero sustento.
Dejó la cuchara.
—Necesito hablar contigo sobre tu hermano —dijo Jesse.
Mick continuó masticando un trozo de langosta, con la cabeza inclinada sobre el plato. Jesse se preguntó si Mick lo había oído. Estaba a punto de repetir lo que había dicho cuando Mick tragó, mojó un dedo en la salsa, levantó la cabeza y miró a Jesse. Los ojos de Mick eran duros e impenetrables, como lentes de espejo. Lenta, muy lentamente, se lamió el dedo. Su boca se estiró en una sonrisa.
—Sabe igual que el coño de ella —dijo Mike.
Unos dedos implacables tensaron el silencio entre ellos como la cuerda de tripa de un violonchelo, tensados hasta a punto de romperse.
—Daniel está muerto —dijo Jesse—. Lo maté yo.
Jesse despertó de repente, como si alguien hubiera arrojado un balde de agua fría sobre la cama. Por un momento fue incapaz de moverse; su primer pensamiento consciente fue Sarah. Desvió la mirada del alargado romboide de luz de luna desplomado en el suelo a través de las cortinas medio cerradas y pronto pudo distinguir la forma de Sarah, con esa respiración profundamente dormida. Sus ojos buscaron cada rincón de la habitación. Aparte de la piel de gallina que le erizaba la piel, todo parecía normal. Apartó el edredón, con cuidado de no mover a Sarah, y caminó para echar un vistazo por la ventana. El jardín estaba en silencio, la noche no daba señales de desequilibrio, pero su piel no cesaba de decirle que algo iba mal. Se puso un jersey y unos vaqueros para salir al pasillo, cerrando la puerta silenciosamente detrás de él.
En la cocina le dio a Nubi un puñado de galletas para perros y lo dejó salir al jardín. No había encontrado nada extraño en la casa. Meg y Finn dormían profundamente, no había señales de ningún intruso. Jesse abrió la nevera y sacó una botella de leche, luego se sirvió una cantidad generosa y se la bebió. Después de guardar el vaso en el lavavajillas, extendió la mano. El pulso era firme y la sensación de picazón helada, como si hubiera tenido aguanieve bajo la piel, había desaparecido. Después de todo, tal vez sólo había sido una pesadilla.
Fue hasta la puerta abierta y miró afuera. —Ven, Nubi —llamó suavemente. Oyó al perro resoplar desde el cobertizo. Llamó de nuevo, más fuerte. ¿Cuánto tiempo necesitaba Nubi para orinar? Silbó una vez y luego escuchó. Parecía como si Nubi hubiera encontrado algo para comer. ¿Otro ratón? ¡Maldito perro! Mordisquearía cualquier cosa que pudiera rodear con sus mandíbulas.
Jesse estaba a punto de salir al jardín cuando sonó el teléfono de la cocina. Se giró y miró fijamente el auricular. Volvió a sonar. No era la señal privada. Sus ojos se dirigieron al reloj. Tres veinte. ¿Quién diablos estaba llamando a estas horas? ¿O era un número equivocado? La pantalla no reveló nada: llamada anónima.
No lo cojas. Todos sus instintos le gritaban ahora. El teléfono seguía sonando. Finn o Meg lo oirían si la persona que llamaba persistía. Antes de que Jesse pudiera detenerse, tenía el teléfono en la mano y luego contra la oreja.
—¿Jesse?
La sensación en su piel había regresado, sólo que esta vez el aguanieve se había convertido en agujas de nieve y el viento soplaba a ráfagas.
—¿Jesse? —repitió la voz, fría, incorpórea, desconocida.
Se aclaró la garganta. De repente se dio cuenta de que en la cocina brillantemente iluminada se le podía ver a través de la ventana y la puerta abierta.
—¿Quién es? —preguntó él.
Una risa. Una risa fea y cómplice. Una risa que le hizo cerrar los ojos y contener la respiración, para no derretir el teléfono en el acto.
—Chico de fuego, escucha muy bien. Nadie se mete con mis manos... conmigo. Escucha eso, cabrón. Nadie.
Otra vez esa risa. Y entonces Jesse se quedó escuchando el viento que aullaba a través de los bordes destrozados e irregulares de la noche.
—Jesse.
Jesse nadó hacia la luz, con el agua ondulando sobre su cabeza.
—Jesse.
Salió a la superficie y abrió los ojos, parpadeó. Tenía los párpados pegajosos. La luz del sol de primera hora de la mañana entró en la habitación, cálida y dorada.
Finn estaba justo al otro lado del umbral, con la puerta entreabierta. Se llevó el dedo a los labios e hizo una seña. Los recuerdos inundaron la mente de Jesse y, con una rápida mirada a Sarah, se levantó de la cama y siguió a Finn al pasillo. Jesse se apoyó en la puerta cerrada, en calzoncillos y camiseta, primero frotándose el sueño de los ojos y luego peinándose el pelo con los dedos.
—¿Qué ocurre?
—Ven escaleras abajo —susurró Finn sombríamente.
En el suelo, cerca del frigorífico, Nubi yacía sobre un charco de vómito, con espuma salpicando sus fosas nasales y su hocico. Había otros charcos esparcidos por toda la cocina: orina oscura, trozos de carne sin digerir flotando en más vómito, diarrea maloliente. Cuando Jesse se agachó al lado del perro, supo que era demasiado tarde. Las mandíbulas de Nubi estaban retraídas en un rictus de muerte, sus ojos muy abiertos y fijos, su cuerpo rígido por los espasmos.
—Veneno —dijo Finn, luego abrazó a Jesse mientras este se estremecía y lloraba.
Finn canceló su viaje, programado desde hacía mucho tiempo, a Nueva York, a pesar a las protestas de Jesse. —Pues no venderé tantos libros. ¿A quién le importa? No vamos a pasar hambre, no con un médico en la familia.
Las bromas de Finn no hicieron nada para enmascarar la preocupación en el fondo de los ojos. Juntos, él y Jesse cavaron una tumba cerca del lugar favorito de Nubi, debajo del nogal, cortando y finalmente arrancando raíces gruesas con determinación. Meg y Sarah se unieron a ellos cuando el agujero fue lo bastante profundo. Nadie dijo mucho mientras Nubi era enterrado, y Jesse menos que nadie.
Con la última palada de tierra en su lugar, Jesse se dedicó directamente al trabajo inacabado de limpiar el reloj de sol, cuya destrucción Finn no estaba muy dispuesto a clasificar como ventanas rotas; sin embargo, estaba claro para todos que Jesse no estaba en condiciones de ser interrogado exhaustivamente al respecto. Poco después se retiró no sólo a su habitación, sino a un lugar donde ni siquiera Sarah podía alcanzarlo. Aunque no la dejó fuera físicamente (todavía pasaban las noches juntos), su piel, su aliento y sus pensamientos se volvieron tan fríos que le dolía tocarlo. Se sentía como la manija de un automóvil en los días de invierno en Noruega: si la tocabas con los dedos desnudos, dejarías parte de tu propia piel.
Cuando Finn preguntó acerca de los enemigos, Jesse lo miró sin comprender, como si no entendiera las palabras. Y cuando Finn insistió, Jesse se encogió de hombros. —Ya sé quién es. Yo me ocuparé de él —Inquieto, Finn intentó sondear para obtener más información, pero Jesse volvió a su tarea de desmalezado sin decir una palabra. Porque eso era lo único que parecía capaz de hacer: horas y horas de trabajo, duro trabajo físico, hasta bien entrada la noche. Sarah pensaba que él intentabq disipar el dolor con el sudor. Casi no comía y no se duchaba, como si le diera la bienvenida al olor de su propio sudor, como si su hedor demostrara algo.
Después de discutir la situación con Meg, Finn llamó a Matthew el jueves. Allí también algo andaba mal (Jesse no había estado en el cobertizo para botes en días), pero Meg pensó que Matthew podría soportar parte del dolor de Jesse. —Matthew tiene habilidad con los perros callejeros, eso lo sabemos todos —dijo ella. Y aunque Matthew se mantuvo rígido al teléfono y se negó rotundamente a responder ninguna de las preguntas de Finn, apareció unas horas más tarde. Aún más lacónico que de costumbre, se dirigió directamente al jardín, donde encontró a Jesse recogiendo el montón de abono. Después de unos veinte minutos, Finn recordó de pronto algunas herramientas que necesitaba desesperadamente del cobertizo, pero Matthew le lanzó una mirada tan severa desde debajo de su gorra negra que Finn se retiró sin siquiera molestarse en abrir la puerta del cobertizo. Sarah añadió algunas palabras propias sobre los padres cotillas y entrometidos antes de irse a una clase de baile.
Casi una hora después, Matthew entró en la cocina, donde Finn, después de haber renunciado a toda pretensión de realizar trabajos de reparación, estaba dando vueltas a un risotto de champiñones y una ensalada que estaba preparando. Intercambiaron un par de bromas, pero Matthew se negó a quedarse a cenar y se negó aún más firmemente a divulgar lo que él y Jesse habían hablado. —Dale tiempo —fue todo lo que dijo. Finn se tragó un comentario amargo sobre la influencia de Meg cuando vio a Matthew intentar, y fracasar, enmascarar su tristeza. Sin embargo, Mathew se fue con la promesa de regresar pronto.
El viernes, Jesse todavía estaba dolorido cuando despertó. Por las mañanas sentía como si alguien lo hubiera golpeado con el mango de una pala fuertemente durante la noche, aunque el dolor en sus músculos no lograba disimular un dolor más profundo. Él gimió suavemente y los ojos de Sarah se abrieron de golpe. Esta vez, sin embargo, la miró con ojos desprevenidos y enconados, y luego se arrastró hacia sus brazos. Ella no dijo nada, lo abrazó. El olor a lavanda los envolvió a ambos.
Posteriormente se duchó y se vistió con ropa limpia. Finn estaba tendiendo una carga de ropa en el tendedero giratorio cuando Jesse se unió a él. Finn sacó unas bragas de algodón blanco.
—Sigo intentándolo, pero Meg simplemente las regala —dijo lacónicamente Finn.
—¿Regala qué?
—Las camisolas y tangas de encaje rojo que le compro.
—Sí, claro —Jess le arrojó una camiseta mojada a Finn, quien la esquivó para evitar una punzante reprimenda.
—¿Tú y Meg...? —preguntó Jesse—. ¿Todavía... todavía, bueno, hacéis el amor?
Finn se rió desde el vientre, como un buen eructo fuerte. —¿A qué viene eso?
—Lo siento —Jesse parecía estar perdiendo cada vez más el control de su lengua traviesa—. No es asunto mío.
—Oh, no me importa. A veces olvido que, para los chicos de tu edad, el mayor de treinta es viejo, y el de cuarenta, decrépito.
—Tonterías. Más de cincuenta.
Se rieron juntos en una pausa compartida entre olas. Por alguna razón, Jesse sintió ganas de aferrarse rápidamente a Finn, probablemente el mejor nadador, una admisión que Jesse haría sobre pocos otros. Este vikingo probablemente podría sostenerlo a flote con una mano.
—Te contaré un secreto —dijo Finn—. Es como un buen coñac, mejora con los años —Debío de haber visto algo en la cara de Jesse—. Confía en mí.
—A veces es maravilloso —dijo Jesse un poco tímidamente—. Liberador. Lo disuelve todo, no sólo el tiempo y el lugar, sino también mi piel y mis huesos, mi cabeza, mi sentido de identidad —Jesse se detuvo para respirar—. Pero volver duele, como estar apretado por un par de zapatos demasiado ajustados, un par de vaqueros mojados, tu piel.
Finn sonrió; recordaba esa intensidad. —Siempre da un poco de miedo preocuparse por algo... por alguien. Lo que tienes, lo puedes perder. Puede romperse o ser robado. O podría dejar de encajar.
Jesse arrancó un diente de león de la hierba y frotó con los dedos su brillante felpa amarilla, triturándolo, sin levantar la vista. Cuando el tallo quedó desnudo y casi aplastado, él lo dejó caer al suelo.
—No creo que tenga el coraje de estar tan indefenso.
—Jesse, todo el mundo es vulnerable cuando se trata de... —No, no estaba dispuesto a llegar tan lejos, a ratificar un romance adolescente con una palabra que ya se utilizaba con demasiada frecuencia y demasiado pronto. Eran sólo niños, por el amor de Dios—... cuando se trata de sexo. De eso trata la intimidad emocional.
Jesse guardó silencio durante unos minutos y luego habló en voz baja. —Pero en realidad no funciona, ¿verdad? Ser la otra persona. Escapar de ti mismo. Ella dice algo, o lo digo yo, o algo sucede, y te das cuenta de que no importa lo desnudo que estés, lo despojado de defensas, estáis todavía y siempre revestidos de piel, y separados. Esa sensación de autodisolución es sólo una ilusión. ¿Cuánto dura el orgasmo? ¿Quizás un par de segundos? Y luego vuelves a querer lo que nunca podrás tener. El fin de la soledad.
—Pero piensa en lo glorioso que te sientes en esos pocos segundos.
Finn se arrepintió de su intento de mostrarse humorístico cuando oyó la desolación en la voz de Jesse. —Sí, y piensa en cómo Loki debe de estar riéndose de nosotros. Nuestros pocos segundos de ilimitación. De liberación.
—Jesse, la intimidad va mucho más allá del sexo. A pesar de todos los conflictos, que son inevitables, una buena relación hace que sea un poco más fácil cantar al sol en vuelo.
—Dylan Thomas nunca conoció a alguien como yo.
Finn miró a Jesse con seriedad durante un largo momento, con una mirada inquebrantable. Una mirada desconcertante.
—Nos vemos detrás del cobertizo —dijo Finn—. Vuelvo ahora mismo —Se alejó hacia el interior de la casa.
Después de un breve debate consigo mismo, Jesse rodeó la pequeña dependencia y esperó en el hueco sombreado entre la pared trasera y la valla. Un arbusto de lilas demasiado crecido, un rododendro y una pila de leña en peligro de derrumbe inminente (algo más de lo que cuidar) ocultaban el jardín vecino.
—Jesse —dijo Finn.
Jesse se volvió y luego se quedó mirando. Finn sostenía una pistola en la mano.
—Toma, cógela —dijo Finn, ofreciéndola.
Jesse la aceptó con cautela. —¿Está cargada?
—No sirve de mucho si no lo está. En mi trabajo (bueno, en mi actividad secundaria) las sorpresas pueden ser bastante desafortunadas.
—¿Qué se supone que debo hacer con ella?
Finn retrocedió hacia la valla, una resistente tela metálica, y pasó el pie por el moho de las hojas y los trozos sueltos de corteza cerca de la lila. —Este es el cementerio de mascotas de Sarah y Peter. Un gato viejo, conejillos de indias, un par de tortugas, sin duda uno o dos pájaros, incluso peces tropicales. Y el perro de Peter, Surfer.
—No sabía que habías tenido un perro.
—De Peter en realidad. Un joven golden retriever que lo adoraba, y viceversa.
—¿Qué pasó?
Finn se inclinó para recoger media cáscara de coco que había hallado el modo de meterse debajo del arbusto. Pasó los dedos por su superficie áspera, sus bordes rotos. Sus dedos trabajaban solos, porque su mirada estaba fija en un punto encima de la pila de leña.
—¿Finn?
Sin soltar el caparazón, Finn finalmente miró a Jesse con profundos ojos de Van Gogh: soledad, dolor y desesperación, y ese toque de locura.
a
—Cuando me enteré de la muerte de Peter, llevé a Surfer aquí esa noche después de cenar. Ella era muy confiada. Ni siquiera tuve que atarla para dispararle.
La mano de Jesse apretó alrededor del arma. —Sarah no ha dicho nada sobre un perro.
—Nunca hablamos de eso. Ella y Meg creen que la regalé —Finn señaló el arma—. Adelante. Úsala.
—¿Qué?
—Dispárate. Un disparo por la boca bastará.
—No hablas en serio.
—Seguro. ¿Por qué no? Te enterraré aquí mismo junto a Surfer. Nadie necesitará saberlo. Te escapaste otra vez, eso es todo.
—Estás jodidamente loco. No quiero pegarme un tiro.
—Está bien, entonces, ¿quieres que lo haga yo por ti? Si estás preocupado por Sarah, ella lo superará con el tiempo. Ella es joven. Llorará durante un tiempo, estará afligida durante un tiempo, pero luego seguirá adelante. Está la escuela, el baile, los amigos y, con el tiempo, habrá otra persona. Y dentro de veinte años, de vez en cuando, aunque no con frecuencia, cuando ella oiga cierto verso de poesía o huela tabaco o esté horneando brownies, recordará al dulce y loco chico rubio con sus extraños talentos... ¿cómo se llamaba? ¿Jeremy? ¿Josuah? no, Jesse... y se preguntará qué fue de él, e incluso podría sorprenderse al llorar un poco, como se llora ante una película lacrimógena de Hollywood en la que el héroe muere en un trágico accidente, tal vez en un incendio mientras rescata a alguien, pero los niños querrán tomar el té, y el hijo mayor está sudando con sus tareas de matemáticas, y ella aún tiene un informe que terminar para el trabajo, y necesita llamar a su madre, que no se ha sentido bien últimamente, y su marido seguramente querrá follar después de que los niños se acuesten, y ella también lo disfrutará, así que el momento pasará y pasará casi otro año más antes de que vuelva a recordar a Jesse.
La garganta de Jesse se había cerrado. Dio un paso atrás para apoyarse contra la pared del cobertizo. Necesitaba sentir los bordes solapados clavándose en su piel, la solidez de la madera.
—Bueno, ¿qué me dices? —pregumtó Finn.
Jesse podía ver las hojas de la lila moviéndose con la brisa, los patrones cambiantes de luz verdosa bajo el rododendro. Pero no pudo oír nada. Todo sonido había sido tragado por cual fuese la locura que se había apoderado de Finn.
Lentamente, Finn se acercó. Jesse contuvo la respiración. Sin tocarlo, Finn estiró un brazo, presionó una palma contra el revestimiento sobre el hombro de Jesse y se inclinó como si sus piernas ya no pudieran sostenerlo. Jesse se mantuvo muy quieto. Captó un fuerte olor a sudor de Finn, lo que provocó que a Jesse se le llenaran los ojos de lágrimas. Parpadeó rápidamente, sin querer que Finn se diera cuenta. No había manera de que pudiera usar la pistola contra Finn, ni cualquier otra cosa de su propio arsenal.
Finn levantó la otra mano, que todavía agarraba la cáscara del coco. Por un instante, Jesse pensó que Finn pretendía empuñarlo como arma. Luego, con un chasquido de muñeca, Finn arrojó el proyectil hacia la pila de leña.
—Ahí está. Toda la verdad que te puedo ofrecer, Jesse. Como cada uno de nosotros, puedes elegir los terrores de la vida o la muerte. Depende de ti, pero te sugiero que des a la intimidad lo mejor de ti.
La cáscara del coco golpeó la madera apilada con un golpe suave y se alejó rodando. Un cernícalo chilló en lo alto.
Jesse dejó caer el arma al suelo y entró en el círculo de brazos de Finn. Apoyó la cabeza en el hombro del hombre mayor. Su respiración se convirtió en fuertes jadeos: el final de la sesión de natación más larga hasta el momento. Se abrazaron durante mucho tiempo sin hablar. La piel de Finn era cálida, derretía la tela entre ellos, los fríos remaches metálicos del miedo, de modo que una huella indeleble de la esencia de Finn se fundió como una huella digital (una marca de nacimiento) en la piel de Jesse. Mientras que Finn también asumió su parte de cicatrices.
Finn finalmente soltó a Jesse y se inclinó hacia su pistola.
—Me asustaste —dijo Jesse—. Pensé que te habías vuelto loco.
Finn sonrió. —Aún no.
—El perro. Surfer. ¿Cómo pudiste hacer eso?
—El dolor enoja un poco a todo el mundo —Finn tiró de su barba, y Jesse se dio cuenta de que quería fumar—. Tienes que perdonarte a ti mismo, Jesse.
—¿Te has perdonado tú?
—Un poco. Y cada día un poquito más.
—¿De verdad me habrías disparado si te lo hubiera pedido?
—Dímelo tú.
Jesse se echó hacia atrás el pelo, que se le pegaba húmedo a la frente. Del bolsillo de sus vaqueros sacó los cigarrillos y el encendedor, que se los ofreció a Finn. —Sí, tampoco yo podría haberte lastimado, ni siquiera para defenderme. A ti no. Y al padre de Sarah tampoco —Luego sonrió con su sonrisa torcida—. Creo.
Ambos rieron. Finn encendió sus cigarrillos y permanecieron un rato en silencio, mientras el humo se curvaba entre ellos en un patrón de espera antes de disiparse. Luego Finn le mostró a Jesse el arma.
—Mira, tiene un seguro montado en la corredera. —Demostró cómo empujar la palanca a la posición de disparo—. En algún momento te enseñaré a disparar. Habilidad útil, aunque espero que nunca la necesites —Con un brillo decididamente provocativo en sus ojos, volvió a golpear el Zippo—. Improbable, ¿eh?
—Lo que dijiste sobre Sarah... —empezó Jesse.
Finn cerró el encendedor y apagó la llama. —Sé que dolió y lo siento, pero es parte de la verdad. O de cuál podría ser la verdad. Tendremos que ver.
—Si no hay nadie que nos recuerde, ¿estuvimos vivos alguna vez?
—Dios mío, haces las preguntas más malditas del mundo. ¿Por qué no lo tomas día a día? No me interesa mucho saber si alguien dentro de un siglo o dos sabrá quién fue Finn Andersen.
—Eso es porque ya sabes quién eres. Y que vivirás en Sarah y en los hijos de Sarah —Jesse estaba orgulloso de sí mismo, su voz era muy firme al mencionar su futuro.
Finn caminó hasta el área que había despejado con el pie y se agachó. Apagó el cigarrillo, cogió un puñado de hojas podridas y las desmenuzó entre los dedos.
—Echo mucho de menos a Peter —dijo Finn—. Tienes razón, ¿sabes? Dentro de sesenta o setenta años sólo quedarán unas cuantas fotos y un recuerdo de anciana, y luego nada. Como si nunca hubiera vivido.
Jesse se estremeció. Un destello de Sarah con el pelo blanco, arrugada, esos ojos que hablaban, la espalda de bailarina erguida como siempre, todavía hermosa... ¿conocimiento previo? ¿Memoria? ¿Imaginación? Quizá no había ninguna diferencia. ¿No somos ya fantasmas mortales?
—Él vivió —dijo Jesse. Ahora, pensó, díselo ahora.
Pero Finn se volvió hacia Jesse, repentinamente feroz. —Entonces vive por él. Conoces a tu Dylan Thomas. Nunca te rindas. Vive y rabia y sal ardiendo.
Unas horas después, Jesse estaba seriamente enojado consigo mismo por permitir que Sarah lo arrastrara a esta fiesta. —En realidad no es un club —había dicho ella—, solo es una fiesta de fin de vacaciones, estarán todos mis compañeros, Katy, todos, conocerás a mucha gente, por favor, ven —Él sabía que ella deseaba ir, y sabía que ella quería dejar de pensar en la muerte de Nubi, y de Daisy, así que había cedido. Ella lo había besado entonces y él había enterrado sus manos en esa eléctrica nube de cabello. Por un momento se había sentido tan bien, tan real, tan libre, tan seguro, hasta que sus recuerdos habían vuelto a inundarlo.
El aire era denso, lleno de humo, y había un hedor a cerveza derramada y a cuerpos sudorosos, y el empalagoso perfume, loción para después del afeitado y gel para el cabello, todo mezclado con otro olor más siniestro. Jesse intentó ponerle un nombre, pero lo único que podía pensar era en desesperación. Estos chicos estaban motivados y frenéticos por escapar de la insensatez de la escuela, de los padres y de montones y montones de dinero. Encendió un cigarrillo y lo apagó después de un par de caladas. Por primera vez en semanas una banda de hierro había comenzado a apretarse alrededor de sus sienes, y su visión estaba incluso un poco borrosa. Si no se iba pronto, era muy probable que se mareara.
Jesse se abrió paso entre la multitud y el brutal pulso de la música. Sarah estaba bailando con un tipo alto y de aspecto mayor que vestía unos vaqueros desgastados y un chaleco de cuero suave. Tenía el pelo largo, liso y negro, los ojos azabache y rasgados de Oriente, y tenía una nariz fina, labios aún más finos y una barba de dos días muy estudiada, como si fuera una estrella de cine francés buscando sangre joven y fresca en los barrios bajos. Jesse se dio cuenta de que la mayoría de las mujeres encontrarían al tipo extremadamente atractivo... sexy, supuso Jesse sombríamente. Su corazón comenzó a latir con fuerza al ver cómo bailaba Sarah y cómo este personaje la observaba. Ella no debería haberse puesto esa blusa plateada elástica; el calor la había pegado a esa piel como un traje de natación barato, cada detalle de esa anatomía quedaba en exposición pública. Cuando Jesse se acercó, el aspirante a estrella de cine se acercó mucho y, con una leve sonrisa pellizcó uno de los pezones de Sarah con tanta fuerza que la hizo jadear, perder su tranquilidad y dar un paso hacia atrás. Aunque ella no se marchó. No te enfades, se dijo Jesse. Sé discreto. No hay problema.
Jesse le dio al hombre un pequeño empujón. El rostro del tipo palideció en verde y él se llevó una mano a la cabeza. Sin decir una palabra, se giró y se abrió paso a empujones hacia el borde de la pista de baile, tropezando y rebotando con cuerpos giratorios, luego siguió su camino como una excéntrica bola de billar, deteniéndose por fin al chocar contra un tipo que lo agarró y que, por la expresión de su cara, parecía estar maldiciéndolo violentamente. Era difícil saberlo desde aquí. A unos pasos de Jesse, Sarah observó cómo su futura superestrella vomitaba en el acto, salpicando no sólo al chico que lo había agarrado, sino también a su chica, quien saltó hacia atrás y vomitó visiblemente, estremeciéndose de asco. Su vientre desnudo y su piercing en el ombligo ahora estaban salpicados de vómito. La banda seguía tocando y las luces estroboscópicas destellaban en nauseabundos espasmos de color.
Sarah giró en redondo hacia Jesse. —¡No tenías por qué hacer eso! Yo estaba perfectamente.
El sudor brotó de la frente de Jesse. Le sobrevino un ataque de escalofríos tan fuerte que tuvo que apretar los dientes para evitar que castañetearan. Olvidada su ira, Sarah lo tomó del brazo.
—Estás enfermo.
Él asintió, incapaz de hablar. Se apoyó pesadamente en Sarah, quien lo guió despacio hacia las mesitas de colores brillantes esparcidas como confeti en los márgenes de la habitación. Jesse tropezó más de una vez, casi arrastrándolos a ambos al suelo. Cuando ella logró sentarlo por fin, examinó su rostro, consternada. Tenía los ojos rodeados de negro, la piel del color y la textura del sebo viejo, y resbaladiza por el sudor. Él cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared.
—Quédate aquí —le dijo Sarah de manera bastante innecesaria—. Ya vuelvo. Voy a buscarte un poco de agua fría.
Él habló sin abrir los ojos. —Espera. No te vayas. Algo va mal.
—No tardaré —prometió ella.
Jesse se quedó dormido, o algo más bien parecido a un estado de fuga. Imágenes inconexas flotaban dentro y fuera de su conciencia: caras torcidas y distorsionadas, gritos rojos y anaranjados, un fuerte olor acre que se colaba dentro de su boca y bajaba por su garganta como una lengua obscena. Líneas de llamas zigzagueaban a través de su carne, lacerándola, desgarrándola—. No —murmuró—. No.
—La banda no es tan mala —dijo una voz familiar.
Jesse abrió los ojos despacio, sus párpados luchaban con el peso de las luces centelleantes. Entrecerró los ojos ante la figura detrás de la voz. ¿Tondi? La imagen de la joven ondulaba, se elevaba y se rompía en pedazos de vidrio coloreado, para luego volver a fusionarse. Tondi.
—¿Qué quieres? —consiguió graznar Jesse.
—Estás más verde que el pan mohoso. ¿Vas colocado?
Jesse se lamió los labios. No valía la pena hacer el esfuerzo de responder. ¿Dónde estaba Sarah? Necesitaba un vaso de agua. La necesitaba a ella.
—Toma, bebe esto —Tondi llevaba dos vasos de coca-cola, uno de buen medio litro. Le entregó el vaso más pequeño y se sentó enfrente—. Adelante, te sentirás mejor.
Él se lo bebió. Tenía un extraño sabor metálico, como el de una cuchara de aluminio barata. Jesse se estremeció: todos los signos de una migraña inminente.
—¿Tienes un pitillo? —preguntó Tondi.
—Déjame en paz —dijo Jesse, pero dejó su cajetilla sobre la mesa. Ella sacó un cigarrillo agitando el paquete, lo encendió con un encendedor desechable que llevaba en una bolsa al cinturón y aspiró. Con los ojos brillantes, se quitó un zapato y levantó el pie hasta el regazo de Jesse. Con una sonrisa burlona, flexionó el pie, luego lo giró en una dirección primero, luego en la otra. Los ojos de Jesse estaban clavados en sus anillos de humo, que parecían burlarse de él, atraerlo. El aire era denso, sofocante. Los círculos se hicieron más grandes y más insistentes. De repente ella aumentó la presión. Él inhaló bruscamente ante la respuesta familiar, a pesar de su repulsión.
—Para —dijo él con voz ronca.
La habitación entraba y salía desenfocada. Jesse cerró los ojos y apretó los puños, tratando de luchar contra las náuseas, las ondas de sensación de su entrepierna, el calor.
Justo cuando Sarah más te necesita.
Sarah.
Abrió los ojos y empujó la silla contra la pared, mirando a Tondi. Fue necesario cada gramo de autocontrol para no quemarla en el acto.
—Algo va mal. Sarah me necesita —jadeó él.
En sus ojos, Tondi vio la profundidad de un sentimiento, una intensidad, que la hizo sentirse profundamente incómoda. Por un momento se apoderó de ella otra Tondi, una Tondi que aún creía en el mucho tiempo atrás y en el felices para siempre, en una niña cuyo padre no se había ido una mañana con una maleta y un álbum de recuerdos, que no usaba el sexo como moneda de cambio: una Tondi avergonzada de lo que acababa de hacer. Ella dejó caer el cigarrillo al suelo y lo apagó.
—Mira, lo siento. He cometido un error. Mick dijo que me asegurara de retenerte... para darte... Quiero decir, la coca-cola... Será mejor que vayas a buscar a Sarah, ellos querían intentar...
—¿Dónde esta ella? —gritó él.
—No lo sé exactamente. Quizá detrás. Hay algunos almacenes, una oficina.
Jesse se puso de pie tambaleándose. La banda tocaba una canción lenta, un ritmo bajo y palpitante, los cuerpos se aferraban, se fusionaban y se deslizaban unos sobre otros.
Sarah. Tenía que encontrar a Sarah.
El humo se arremolinaba lánguidamente por la habitación, ora enmascarando a los bailarines, ora separándose para revelar un abrazo, un rostro pálido y estilizado. Rayos azules cruzados cortaban la neblina turbia, tocando primero a una víctima antes de pasar a la siguiente. Partes del cuerpo aparecían y desaparecían en grotescos destellos.
Tenía que encontrar a Sarah.
Con agonizante lentitud, Jesse comenzó a abrirse paso entre la multitud. El aire era sofocante y él apenas podía ver a causa del humo. Bailaba más gente que antes incluso. La sala estaba abarrotada... superpoblada... llena hasta los salados topes. Y la música... hipnótica, adormecedora, narcótica...
Jesse.
Apenas podía daber dónde terminaba su cuerpo y comenzaba la música. La banda había vuelto a tocar un tema rápido. Los altavoces aullaban. Alto... muy alto... El sonido le abofeteaba los sentidos.
Jesse.
—Jesse —estaba chillando ella, y él la oía.
Una oleada de adrenalina. Con el corazón acelerado, Jesse agachó la cabeza, encorvó los hombros y cargó a através del último grupo de bailarines para liberarse hacia el pasillo que daba a la barra.
—Qué carajo...
Jesse apartó de un codazo en el cuello a un tipo que cargaba tres cocas-colas, sin apenas notar las botellas rotas y el líquido salpicando. Jesse resbaló, aterrizó sobre una rodilla y se levantó de un salto. Saltó al chico que había derribado. Oyó las maldiciones desde una gran distancia, sus oídos se llenaban de los desesperados gritos de Sarah. Se abrió camino por el pasillo, con la rabia acumulándose como lava en sus entrañas. Los iba a quemar como la hubieran tocado. Lastimado.
Jesse cruzó de golpe la puerta del almacén y el endeble cerrojo cedió bajo su pie. Gavin tenía a Sarah en el suelo. Mick se apoyaba en una pared, con los ojos brillantes, los brazos cruzados.
Jesse estuvo sobre Gavin en un instante. Mátalo, susurró una voz en su cabeza. Jesse agarró a Gavin con ambas manos, lo levantó en el aire y lo arrojó contra la pared como si fuera un saco de carne, notando con sombría satisfacción el fuerte golpe quebrantahuesos. Mick ya estaba a medio camino del umbral de la puerta, sabía lo que Jesse podría hacer. Lo que podía hacer.
—¿Estás bien? —preguntó Jesse, arrodillándose al lado de Sarah.
Ella asintió, con los ojos llenos de lágrimas. Rápidamente, Jesse le alisó el cabello y le rozó la sien con los labios.
—Vuelvo ahora mismo —dijo Jesse.
Mick y Gavin estaban al final del pasillo, dirigiéndose a una salida de emergencia. Unos segundos más y se habrían ido.
La bola de fuego golpeó la pared justo cuando salían al aire de la noche. Un golpe sordo, más una sensación de succión que un sonido. Llamas hasta el techo envolvieron inmediatamente el otro extremo del pasillo. Oh, mierda, pensó Jesse. Dudó por una fracción de segundo. Nunca sabría si había oído la llamada de Sarah o si simplemente la había iimaginado. No se trataba de una elección consciente y no había tiempo para ello. Corrió hacia Sarah.
—Vamos, tenemos que sacarte de aquí.
La tomó en brazos y la llevó corriendo por el pasillo hacia la pista de baile. Ella miraba horrorizada las llamas por encima de su hombro. Él la dejó en el suelo.
—Mira, no debemos causar pánico. Eso siempre es peor que el propio incendio. Simplemente sal afuera. Estaré bien. Tengo que regresar y ocuparme de las llamas.
Ella miró temerosa detrás de ellos. Ambos podían sentir el calor y oler los vapores nocivos. Un edificio antiguo.
—¡Ahora! —gritó él, y la empujó hacia la multitud.
—Jesse...
—¡Por el amor de Dios, VETE!
Ella se fue y él se volvió hacia lo que (nuevamente) había perpretado.
Se había convertido en una conflagración. Y el aire ya era demasiado denso, demasiado acre, demasiado mortal. ¿Cómo se había extendido tan rápido? Por un momento Jesse quedó atónito, incapaz de pensar. Luego, aturdido, se preguntó cuántas salidas había. Dos, tal vez tres. Posiblemente uno o dos más. ¿Para cuántas, trescientas? ¿Cuatrocientas personas? Si no hacía algo ahora, mucha gente iba a morir. Pisoteada hasta la muerte. Asfixiada.
¿Se había ido Sarah?
Se dirigió hacia las llamas, obligándose a concentrarse. Las llamas disminuyeron un poco. Él podría hacerlo.
¿Había escapado Sarah?
Entonces sucedió lo que más temía. Alguien empezó a gritar: —¡Fuego! ¡Fuego! —El grito fue retomado por diez, luego por cien voces gritando. —¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego! —Voces bestiales, impulsadas por el terror—. ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego! —La banda se ahogó en medio de un acorde. Los altavoces crepitaron... sisearon... Alguien habló, pero Jesse no pudo entender lo que decía por el ruido de las gargantas destrozadas y aterrorizadas—. ¡FUEGO! ¡FUEGO! ¡FUEGO! —Gritos de miedo le golpeaban los oídos, puños de sonido tan dolorosos como cuerpos apartando, empujando, pateando, arañando hacia las salidas, o hacia donde creían que estaba el salida—. ¡FUEGO! ¡FUEGO! ¡FUEGO! —Con su concentración destrozada, Jesse intentó retroceder detrás de la multitud, pero se vio arrastrado por la loca e inhumana avalancha. Humo negro atravesaba el edificio. Un resplandor rojo, parpadeante, iluminaba una de las paredes. Le picaban los ojos. Una mano le agarró del pelo y le hizo girar la cabeza hacia un lado. Otras manos le dieron un puñetazo en la espalda. Jadeó. Un terrible rugido llenaba su cabeza. ¿Dónde estaba Sarah? ¿Dónde estaba Sarah?
Alguien empujó a Jesse con fuerza. Pareció tardar una eternidad en caer. Una y otra vez caía, no había arriba ni abajo ni adelante ni atrás ni ayer ni mañana. Su mente perdió el control del centro. Sarah se había ido, perdida. No, él estaba perdido. Un talón se hundió en su mano. Gritó de dolor, de desesperanza. ¿Qué estaba haciendo en el suelo? Todo por nada. Mejor simplemente quedarse allí, acariciando su mano palpitante, esperando el olvido, casi dándole la bienvenida. La muerte por inhalación de humo era indolora... su familia no había sufrido. Jesse, ¿dónde estás? Hace calor, demasiado calor. ¡Jesse! Cerró los ojos, se hizo un ovillo y volvió a hundirse en los recuerdos. Nunca podría salvarlos a todos.
No vayas tan suavemente, susurró la voz. Puedes hacerlo. Ahora levántate.
Sacudió la cabeza débilmente. No puedo... no soy lo bastante fuerte. No como Sarah. Los vikingos no se rinden. Ella seguirá bailando hasta esa buena noche. A menos que muera esta noche. Morir... La palabra lo sacó de su letargo. Sarah le había dado lo que antaño pensó que era imposible. Sarah. Ella lo besó suavemente. Lentamente lo puso de rodillas y luego de pie. Y más allá...
Una serie de ahogadas explosiones sacudieron el edificio. Jesse se dio cuenta con angustia de que el humo y el pánico estaban empezando a pasar factura: la presión de los cuerpos había disminuido. Fuertes detonaciones resonaron en una fuerte andanada en lo alto. Jesse miró hacia arriba: no, joder, no, la madera del viejo edificio se estaba agrietando por el calor y la presión. Luego, con un sonido profundo y desgarrador, parecido al lunático aullido de Grendel (un monstruoso estertor de muerte que resonaría durante años y desgarraría el tejido psíquico de la ciudad), una sección del techo se estrelló contra la masa frenética de cuerpos, seguida de dos o tres tramos de viga de madera y una lluvia de brillantes chispas mortales. Las luces se apagaron. Pero no los gritos, los llantos, los gemidos, los clamores ahogados...
Tenía que ser ahora. Toda la pared trasera del edificio estaba en llamas. Él no iba a dejar morir a Sarah. ¡Él no lo haría! Por una fracción de segundo creyó oír la voz de Emmy una vez más. Jesse, ¿dónde estás? Hace tanto calor... El terror más grande que jamás había conocido se apoderó de él. Jesse... Estuvo corriendo toda la noche... corriendo a lo largo del río... siempre corriendo... Jesse...
No Emmy, sino Sarah.
¡Está viva!, pensó con una oleada de júbilo tan transformador como una visión, tan poderosa como las inconcebibles energías de un quásar, y esto le dio la fuerza definitiva para invocar el fuego y llevarlo consigo a través de la única puerta fuera de todo tiempo y de todo espacio, que no obedece a ninguna ley excepto la suya propia: esa trampilla definitiva del universo que ha sido llamada con multitud de nombres empoderadores...
La mente en expansión...
Jesse revivió con el sonido de las sirenas. Yacía boca abajo sobre un trozo de suelo húmedo, protegido por un arbusto o seto cuyas ramas inferiores le arañaban la espalda. Movió la cabeza con cautela. Cada músculo, desde la coronilla hasta los dedos del pie, le dolía (aunque no era doloroso, ni siquiera desagradable), como si hubiera pasado por una picadora de carne cósmica. Y tal vez lo había hecho: no había una partícula de su cuerpo que no se sintiera nueva, extraña y completamente viva, zumbando con una carga ardiente y vernal. De algún modo que no podía explicar, había torcido el espacio-tiempo mediante un imaginativo salto hacia otro patrón, leve pero muy real. Abrió los ojos. Potentes reflectores iluminaban los restos del antiguo almacén, ahora ennegrecido y humeante, pero con la mayoría de sus paredes y techo aún intactos; milagrosamente, afirmarían más tarde periódicos y púlpitos. Los bomberos lanzaban potentes chorros de agua hacia las ruinas humeantes, pero no se veían llamas. Había policías y vehículos de emergencia por todas partes, y también se podía distinguir una furgoneta de televisión. La gente se arremolinaba por ahí, aunque la policía parecía estar haciendo un buen trabajo manteniendo a raya a la multitud.
¿Cuántas personas murieron?, se preguntó Jesse. Porque por encima de la cacofonía de los vehículos de motor, las bombas, los gritos, las sirenas, los megáfonos, los alaridos, las hachas, los juramentos guturales y los equipos de rescate que gemían y mordían en su camino hacia la siguiente víctima, podía oír los lamentos, el suave llanto de aquellos que tenían causa de duelo.
Y luego, con la inmediatez de un tsunami: ¿Sarah... ? Estaba a punto de salir de debajo de su cubierta protectora cuando unos pasos se acercaron desde el otro lado de los arbustos. Esperó, sin estar muy seguro de por qué no quería que lo vieran. No lo verían (eran dos, un hombre y una mujer) a menos que dieran la vuelta; incluso entonces, probablemente tendrían que acercarse mucho. En aquella noche cubierta de humo, su cuerpo no era más que otra mancha de oscuridad. Y su atención estaba en otra parte. Respiró con cuidado, intentando no moverse. Podía oír cada palabra que decían, por lo que un nuevo miedo se apoderó de él.
—Están buscando a un chico, un fugitivo. Rubio sucio, de unos diecisiete años —El hombre.
—¿Creen entonces que es un incendio provocado? —De mediana edad, educada, elegante.
—Sí. El chico de los Powers. Un tal Michael; Mick, se llama, mi hijo va a la escuela con él; le dijo a la policía que vio a este muchacho iniciar el incendio. Un cóctel molotov o algo así.
—¿Quién es?
—Un chico de la calle con un historial de un kilómetro de largo. Historial de violencia. Al parecer se queda en casa de esa psiquiatra y su marido extranjero. Ya sabes a quién me refiero. El fotógrafo de la revista. Yo nunca confié en él. Incluso oí a la hija discutir con la policía. Defender a un demonio como ese. ¿Puedes imaginarlo?
Sarah... ¡viva!
—Esos suecos son muy estirados. ¿No le pasó algo también al hijo?
—Un adicto a la heroína. Murió de una sobredosis hace un par de años.
—Uno pensaría que habrían aprendido la lección. ¿Por qué acoger a un delincuente? Tienen suerte de que no violara a la hija. O los asesinara a todos en sus camas. Bastante bien les va, por lo que he oído —Jesse podía imaginarse a la mujer sacudiendo la cabeza.
—Dinero de familia, al parecer. Industriales suecos.
—No es de extrañar que pueda permitirse el lujo de perder el tiempo con sus fotografías. Pero ciertamente se quemaron por este psicópata —La mujer no pareció darse cuenta de lo que había dicho.
—Una especie de nueva terapia, me dijo mi esposa.
—Medio locos ellos mismos, algunos de esos psiquiatras. Contaminados por cada historia sollozante que puedas imaginar—Su voz se elevó en parodia hasta convertirse en un gemido nasal—. Mamá me golpeó hasta dejarme sin sentido. El viejo estaba desempleado y bebía. Tuve que robar para comer. Y vender algunas drogas para alimentar a mis hermanos y hermanas pequeños. No es culpa mí si tuve que matar a algunas personas.
El hombre rió, pero con inquietud. —Ciertamente ese ya ha matado bastante esta noche.
Y más en la misma línea. Luego sus voces se apagaron. Jesse yació quieto, con el corazón abrumado. Todos esos chicos... Sarah, pensó, lo intenté. Lo deseé tanto.
Después de una hora o más de dar vueltas y vueltas alrededor del sitio, manteniéndose fuera de la vista, Jesse lo abandonó por considerarlo inútil. Había vislumbrado a Sarah varias veces, y a Finn también. Pero nunca a solas. Una vez un policía les había estado hablando; en otra ocasión, Sarah estaba agarrando el brazo de Finn y mirando una figura que metían en una bolsa para cadáveres; la última vez ella estuvo cerca de uno de los reflectores portátiles, y su expresión era tan sombría (su rostro ennegrecido por el humo, surcado de lágrimas y marcado por el cansancio) que Jesse estuvo a punto de salir corriendo y tomarla en sus brazos. Pero no podía correr el riesgo porque había mucha gente en los alrededores. Mientras observaba, otra chica a la que no reconoció se acercó y abrazó a Sarah con fuerza. Se dio cuenta con un sobresalto de que había áreas enteras de la vida de Sarah de las que él no sabía nada y que ella nunca llegaría a compartir. Ni siquiera había llegado a verla bailar en un balé adecuado, en el escenario, cuando bailar significaba tanto para ella.
Ya era hora de partir.
—¿Eres tú, Jesse?
Jesse se giró ante la voz de Meg. Él había corrido las cortinas tan pronto como había entrado en su cuarto y había puesto una manta sobre la ventana para mayor seguridad antes de encender la luz. Su ducha había sido breve pero abrasadora. Trabajando rápidamente, empacó su petate, escribió una carta a Finn y a Meg sobre Peter, y una breve nota a Matthew, e imprimió algunas líneas de Shakespeare para Sarah, ahora dobladas debajo de la almohada. Luego borró todos sus archivos de la computadora portátil. Pensándolo mejor después, había formateado el disco duro.
Cuando terminó, apagó la luz del escritorio, encendió un cigarrillo y se sentó a esperar. Esta vez Meg lo perdonaría por fumar en la casa.
Jesse se había acercado a la ventana para mirar cuando escuchó hablar a Meg.
—No enciendas la luz cenital —dijo él.
Ella entró en la habitación y cerró la puerta. Jesse revisó las cortinas y la manta, tanteó el camino hasta la mesita de noche y colocó la lámpara en el suelo antes de encenderla. Se sentó en la cama y Meg sacó la silla del escritorio y la giró para mirarlo. Había líneas de fatiga en esos ojos y boca debido a las largas horas de servicio de emergencia. Ella observó el petate apoyado junto a la puerta y la limpieza de la habitación. Ya parecía vacía, desocupada. Esos ojos buscaron los de él.
—La policía te está buscando —dijo Meg—. Dijeron que la casa estaba a oscuras y que nadie respondía al timbre. Les dije que llamaría en cuanto supiera algo —Le dedicó una sonrisa irónica—. A veces ayuda ser un miembro acreditado de las clases profesionales.
—Solo estoy esperando para despedirme de Sarah y de Finn. ¿Tienes alguna idea de cuándo volverán?
—Finn me llamó para decirme que estaban en camino. Se estaban asegurando de que no aparecía tu cuerpo.
Jesse asintió. Sería capaz de escapar antes de que saliera el sol.
—¿Dónde vas a ir? —preguntó Meg.
Jesse agradeció que ella no intentara discutir con él, convencerlo de que no se fuera. Él se encogió de hombros.
—Tengo algunas ideas —dijo Jesse—, pero cuanto menos sepas, menos podrás revelar.
—No vivimos en un estado policial —protestó ella.
—No es eso lo que.. en quién... estoy pensando —respondió él.
—No quieres que nadie te ande buscando, ¿verdad?
—Es mejor así. Tú misma lo sabes. Sarah... —Jesse se detuvo, incapaz de continuar.
Meg permaneció en silencio durante un largo rato. El fuego yacía entre ellos, ardiendo como si no se hubiera extinguido, consumiendo sus vidas. Pero ninguno de los dos habló de ello.
—Creo que te equivocas, Jesse —dijo Meg al fin—. No es que ella no vaya a amar a otros algún día, pero...
Jesse se acercó y con la punta de los dedos la silenció delicadamente.
—Por favor, Meg. ¿No tengo yo también sentimientos?
Él podía sentir los labios de Meg temblar bajo su tacto, y ella parpadeó rápidamente hasta que él dejó caer la mano.
—De acuerdo —dijo Meg.
Ambos oyeron que el coche entraba en el camino de entrada. Jesse se levantó, alisó la cama y se cargó el petate al hombro. —Es más seguro hablar en el sótano. En los cuartos oscuros, donde nadie puede ver el interior.
Ella lo siguió escaleras abajo.
En el pasillo, Sarah se aferró a Jesse sin decir mucho, excepto su nombre, una y otra vez. Luego fue a lavarse la cara y las manos mientras Meg preparaba una taza de café extrafuerte y unos sándwiches. En los cuartos oscuros, Finn encontró sillas plegables, que colocaron alrededor de una de las mesas de montaje. Finn añadió generosamente whisky a todo, excepto al café de Jesse, y Jesse removió cuatro cucharaditas colmadas de azúcar en su propia taza. Se tragó casi todo de inmediato, consciente de que necesitaba energía, y sin importarle si se quemaba la lengua. No tenía hambre, pero se obligó a tragarse un sándwich. Ahora estaba bebiendo su segunda taza más despacio, preguntándose si debería pedirle a Meg que le dejara un termo para el camino, mientras inhalaba el potente vapor. Pero el rico olor del café no ahuyentaba del todo el otro olor, más acre. La ropa, el pelo y la piel de Sarah todavía apestaban a humo, y los de Finn también.
—Cuidaréis de la tumba de Nubi por mí, ¿no? —preguntó Jesse en voz baja—. Plantaréis algunas flores, un rosal, tal vez.
—La cuidaremos hasta que vuelvas para hacerlo tú mismo —dijo Finn.
Jesse miró a Finn, que se removió inquieto en el taburete, luego bajó los ojos y volvió a moverse. Después de un largo silencio, Jesse preguntó—. ¿Cuántos murieron esta noche?
—Nueve en el incendio, algunos por asfixia, algunos aplastados o pisoteados, y media docena más se encuentran en estado crítico en el hospital —Finn habló con tranquilidad, pero le temblaba la mano mientras tomaba sorbos de su taza, y derramaba un poco del café cuando posaba la taza. Él parecía no darse cuenta.
Jesse cerró los ojos durante un momento. Tantos.
Sarah habló por primera vez. —Fue un accidente.
Jesse se miró las manos, con rostro tenso e inescrutable.
—El fuego tiene una forma de arder que sólo un profesional entiende. El fuego es cruel y rápido —Finn se llevó una mano a la parte inferior de la cara y amasó (agarró) la piel debajo de la barba.
—¿Katy? —preguntó Meg.
—Ella está bien —dijo Sarah. Esperó, pero nadie habló. Sus ojos buscaron los de Jesse—. Tú lo apagaste.
—Salvando un montón de vidas —añadió Meg.
Jesse soltó una risa amarga.
—Los bomberos están completamente desconcertados. Nunca habían visto algo igual —dijo Finn—. Su jefe estaba siendo entrevistado en la televisión cuando nos íbamos y escuché un fragmento de su informe. Un incendio de esa magnitud no se apaga simplemente en su punto máximo —Finn hizo una pausa para tragar más café—. El fuego es insaciable. Sólo disminuye después de que se ha agotado su combustible. O cuando una fuerza mayor lo detiene —Levantó una ceja, un atisbo de su antiguo yo en el gesto—. Una maravilla, dicen algunos. Un milagro.
Jesse se encogió de hombros. —Deja que se pregunten.
—No habrá ninguna prueba —dijo Finn—. No por algo como esto.
—¿Importa eso? ¿Sin identidad? Harán un picnic conmigo. Y si alguna vez hacen la conexión con las instalaciones de Ayen... Me encerrarán y tirarán la llave. O peor. Lo que quiera que soy no encaja en su acogedor universo. Y lo que no encaja es mejor extirparlo, como un tumor. O disecarlo por sus secretos.
No había respuesta para esto y todos lo sabían.
Finn bajó la mirada hacia la superficie de trabajo llena de arañazos, hacia las abrasiones y cortes que los años habían grabado en la madera. Luego, con un solo movimiento violento, agarró un lápiz y lo partió en dos, con el sonido astillándose tanto en su piel como en sus oídos. Arrojando las mitades dentadas al suelo con un suave juramento inarticulado, miró a Jesse.
—¿Adónde diablos vas a ir?
Jesse le dio a Finn la misma respuesta que le había dado a Meg.
—Al menos duerme unas horas —imploró Meg—. Estás exhausto.
—Necesito la ventaja más que dormir —dijo Jesse.
—No llegarás muy lejos en mitad de la noche, funcionando sólo con adrenalina y cafeína —replicó Finn.
Quedaron en silencio. Finn podía oír la respiración de su familia, de la casa misma, que se agitaba sobre él como un gigante inquieto, como si tampoco pudiera entender lo que se estaba operando bajo sus aleros. Ni siquiera la muerte de Peter había sacudido sus cimientos, ya que cualquier casa antigua había sufrido su parte de muerte. Pero ahora... sus paredes llevarían los hornos de Jesse, su huella, para siempre.
Finn le pidió a Jesse un cigarrillo, con palabras arrepentidas. —Parece que rompo todas mis reglas por ti —dejó que Jesse lo encendiera, inhaló, hizo una mueca. Otra larga calada y luego se la ofreció a Jesse—. Toma. Ni siquiera lo estoy disfrutando. ¿Quieres terminarlo tú? —Empujó un plato vacío a modo de cenicero.
Jesse aceptó el cigarrillo, dibujando un círculo en el aire frente a él con la punta, luego otro. Todos observaron el rastro brillante en lugar de sus propios pensamientos. Sarah se había atrapado entre los dientes la comisura del labio inferior y se lo estaba mordiendo; le saldría sangre si continuaba. Jesse exhaló una pequeña nube de humo, que oscureció su rostro brevemente antes de alejarse flotando.
Después de una calada o dos, Jesse se inclinó hacia adelante con un suspiro, apagó el cigarrillo a medio terminar, se levantó y se estiró. Se frotó la nuca con cansancio. A pesar del café, estaba cansado. Más que cansado: agotado, drogado por la cafeína, incluso un poco febril. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que volviera a dormir en una cama... o de que volviera a dormir?
Debería hablarles de Peter. Se lo diría. Una carta no era suficiente.
Sonó el timbre de la puerta.
Meg y Finn intercambiaron alarmadas miradas. Por un momento nadie se movió, nadie habló. Incluso la casa pareció contener la respiración. Entonces Finn se puso de pie y cruzó hasta un panel cerca de la puerta. Hacía mucho tiempo que había instalado un portero automático y un sistema de seguridad. Se llevó un dedo a los labios a modo de advertencia, esperó un número preciso de segundos, dejó que las personas que llamaban tocaran por segunda vez (más tiempo y más persistentemente) y luego pulsó el botón.
—¿Sí? —preguntó Finn, con voz deliberadamente áspera. A nadie le gusta que lo molesten en las primeras horas del amanecer.
—Policía.
—¿Sí, de qué se trata?
—¿Podemos entrar?
—¿A esta hora de la noche? ¿De la mañana, en realidad?
—Lamentamos molestarlo, pero necesitamos hablar con usted y con su esposa. Es importante... —El policía no parecía lamentarlo.
Finn suspiró ruidosamente. Luego le hizo una señal a Meg, quien entendió su señal.
—Finn, ¿quién está ahí? ¿Qué quieren? Dios mío, son casi las cuatro. ¿Pasa algo más? —Habló rápido y alzó la voz, como si la hubiese despertado un susto repentino.
—Mire —dijo Finn—, ¿no puede esperar hasta mañana? Hace un rato que nos acostamos. El incendio, ¿sabe?, en esa horrible fiesta. Mi hija estaba allí.
—Lo sabemos. Por eso estamos aquí.
Finn suspiró de nuevo, aún más fuerte. Jesse sonrió ante la actuación.
—No tardará mucho, señor —La otra voz era más joven, más servil.
—¿Cómo sé qué dicen la verdad? Ha habido muchos robos en el barrio.
—Por amor de Dios, tenemos nuestras tarjetas de autorización —Otra vez el hombre mayor.
—Sòlo preguntaba.
—Está bien, señor. Es mejor prevenir.
Hubo un susurro ininteligible.
—¿Nos va a dejar entrar?
—De acuerdo, de acuerdo. Bajaré en unos minutos. No me apetece una fiesta nudista. Sólo denos la oportunidad de ponernos algo de ropa.
Finn soltó el botón. Todos se miraron. ¿Qué hacemos ahora?, pasaron en comunicación silenciosa entre ellos.
Jesse se recuperó primero. —¿Tienes aquí abajo las llaves de tu Harley? —le preguntó a Finn.
—Hay un juego de repuesto en mi escritorio.
—Bien. ¿Me las dejas?
—¿Por qué? ¿Qué tienes en mente?
—No te preocupes. La recuperarás de una pieza.
—¡Son tus piezas las que no tengo ganas de recoger!
—Estaré bien.
—Puedes quedarte en el cuarto oscuro hasta que se vayan —dijo Meg—. No tendrán orden de registro.
—No, es mejor así —Loki debe de estar sonriendo hacia sus dados, descarado cuando alguien aprovecha su oportunidad—. Ve escaleras arriba y deja mi petate junto a la puerta de la cocina antes de dejarles entrar. ¿Podéis retenerlos en el salón? ¿Tras la puerta cerrada? Me gustaría tener unos minutos a solas con Sarah.
Sarah hizo un ruido en el fondo de su garganta, no un sollozo, exactamente, sino más bien un suave hipo o una única nota de violonchelo, tristemente dibujada.
—No hay problema —dijo Finn—. Pero no hay manera de evitar que oigan el sonido de la moto, a menos que la alejes andando.
—Ahí se basa todo el asunto. Quiero que la oigan.
—¿Qué diablos estás tramando?
—No hay tiempo para explicarlo. Tendrás que confiar en mí.
Finn se acarició la barba mientras reflexionaba —Está bien. Cajón central. Son fáciles de encontrar, están en el cenicero con forma de trompeta que Sarah me hizo un año. Las llaves del garaje también están en el llavero.
—¿Estarás en contacto? —preguntó Meg.
En respuesta, Jesse se acercó a ella con la mano extendida. Ella se levantó y lo abrazó.
—Gracias por todo —dijo Jesse—. Os dejé una carta a todos, por favor, destruidla después de haberla leído. Y una nota para Matthew. ¿Te encargarás de que la reciba?
Meg asintió antes de susurrarle al oído: —Perdónate. La culpa puede ser una forma de arrogancia —Se quitó los zapatos y salió corriendo de la habitación sin mirar atrás, mientras Jesse la seguía con la mirada.
Con una nueva postura sobre los hombros, Jesse se volvió hacia Sarah con ojos que sostenían una pequeña llama temblorosa. El rostro de ella empezó a iluminarse como si el día hubiera comenzado de nuevo y el incendio pudiera haberse prevenido. Entonces Jesse se acercó a Finn, quien lo abrazó con fuerza.
—¿Tienes licencia para esa pistola tuya? —preguntó Jesse, echándose ligeramente hacia atrás.
—¿Qué pistola? —preguntó Shara.
Los ojos de Finn se dirigieron hacia el último cajón de su escritorio, de modo que no vio la breve sonrisa de satisfacción cruzar el rostro de Jesse.
—No importa eso —dijo Finn. Soltó a Jesse y buscó en su bolsillo su billetera—. Necesitarás algo de dinero...
—No, está bien —Cuando Finn le frunció el ceño, Jesse se dio cuenta de que negarse sólo despertaría sospechas. Aunque más tarde, por supuesto, Finn lo recordaría. Ayudaría a convencerlo—. No demasiado, entonces. Ya has malgastado suficiente conmigo.
—No puedo imaginar una mejor inversión.
Se abrazaron una vez más (Sarah nunca olvidaría la forma en que Jesse golpeó con la cabeza el hombro de su padre y le clavó los dedos en los gruesos músculos de la espalda de Finn) y luego Finn también salió.
Hubo un pequeño silencio.
—¿Tú vas a venir? —preguntó Jesse.
—¿Tengo tiempo para sacar algunas cosas de mi habitación?
Jesse cruzó rápidamente la habitación, abrió el cajón del escritorio de Finn y palpó alrededor.
—¿Qué estás buscando? —preguntó Shara.
Encontró el arma detrás de una caja de galletas de mantequilla. Sabía que estaba cargada y que tenía el seguro puesto; el resto tendría que inventarlo sobre la marcha.
—¿Qué es lo qus mi padre... qué estás haciendo con un arma?
—No es lo que piensas —dijo Jesse—. Y no necesitarás nada, no vas a ir muy lejos —Dio un paso hacia ella, dejando caer el arma sobre la mesa, mientras veía que la luz en ella abandonaba el rostro. Él se arrodilló a su lado y apoyó la cabeza en su regazo. Después de una breve vacilación, ella comenzó a acariciarle el pelo.
—Jesse —dijo ella.
—No lo digas —suplicó él—. Lo sé.
Sarah había pasado la etapa de las lágrimas. Si tenía que perder a Jesse, ya tendría horas y horas que llenar de llanto más adelante. Ella se recompuso. No se rendiría sin luchar.
—Quiero ir contigo.
—No.
—Entonces me reuniré contigo dentro de unos meses, cuando sea más seguro.
—Sarah, yo... —Se detuvo y lo intentó de nuevo—. No puedo... —Se detuvo de nuevo. No había palabras, y tal vez no fueran necesarias. Se estremeció un poco, le brillaban los ojos. Sarah le tocó la frente con los dedos.
—Estás caliente —dijo ella.
Él se puso de pie abruptamente y ella se levantó con él, con la silla raspando bruscamente el suelo. Ella miró el arma de su padre.
—No la voy a usar contra nadie —le dijo Jesse—. Y de ninguna manera dejaré que sufras daño.
—No tengo miedo. No de eso.
Se oyeron pasos amortiguados en lo alto. Jesse levantó la vista y luego miró a Sarah.
—Tenemos que irnos —dijo en voz baja.
Ella no dijo nada, sólo le devolvió la mirada intensamente, fotografiando sus rasgos, fijándolos en un baño de la sensación de que ni la luz del sol ni el aire ni la humedad podrían desvanecerse jamás. Luego ella extendió la mano y trazó la línea de esos labios, memorizando su exquisita y tierna calidez, su maravillosa elocuencia. Continuó leyendo su rostro. Cuando sus dedos alcanzaron esas fosas nasales, Jesse intentó sonreír, pero los músculos lo traicionaron. Una comisura de su boca se levantó y luego tembló. El azul claro de sus ojos vaciló. De repente perdió el autocontrol y se arrojó en sus brazos.
—Lo prometo —dijo él—. Oh Dios, lo prometo.
Se abrazaron mientras las viejas paredes tarareaban una suave nota triunfante. El incendio quedó olvidado. La policía quedó olvidada. Sus cuerpos se encontraron como si ésta fuera la primera, la última (la definitiva) vez. Él se olvidó de Jesse; y ella, de Sarah. Sólo estaban ellos, y el aquí, y el ahora.
—No hay tiempo —susurró Jesse.
—Haremos tiempo.
—Y no hay condón —protestó Jesse débilmente.
Sarah soltó una risita, luego rió a carcajadas. Sentaba tan bien reír.
—Ssh —advirtió él.
Sarah lo acercó de nuevo. —No te preocupes —dijo ella—. Es seguro... —Pero no hubo nada casto ni seguro en su beso.
Mientras conducía, Jesse aceleró la motocicleta, con su característico pop pop pop pop desgarrando el silencio previo al amanecer. Se encendió una luz en la puerta de al lado, y cuando la policía salió corriendo hacia su coche patrulla, con Meg y Finn pisándoles los talones, una cortina se movió en la casa del magistrado al otro lado de la calle: forraje para el desayuno, una sabrosa alternativa a la granola; más para mascar.
Meg quiso subirse al coche y seguirlo, pero Finn la disuadió. —Él cuidará de Sarah —confesó, no del todo seguro de poder abstenerse de interferir si tuviera la oportunidad. Una cosa era confiar en Jesse y otra, verlo en acción. No hagas que me arrepienta de esto, murmuró Finn ferozmente en voz baja, medio esperando que el muchacho también pudiera leer la mente.
Sarah se aferraba a la espalda de Jesse. Él conducía despacio, tambaleándose un poco, moviéndose de un lado a otro para dar a la policía y a Sarah la impresión de que no podía manejar la gran moto. ¿Qué si no iba a impedirle que se alejara a toda velocidad? En un momento dado, incluso se subió a la acera y luego, después de arrancar una sección del césped del vecino, consiguió que la Harley volviera a la carretera. Una vez convencido de que los agentes habían visto a Sarah bajo las farolas, Jesse aceleró el motor y condujo cuesta abajo en dirección al río. Ninguno de ambos llevaba casco, de modo que el cabello de Sarah ondeaba detrás de ella como una pancarta en todo su esplendor: como una llamada a las armas.
El aire era nuevo y fresco, y Jesse habría disfrutado compartiendo el camino y el viaje con Sarah en otras circunstancias. Ahora lo único en que podía pensar era en cómo llegar a un puente lo bastante rápido como para eludir a sus perseguidores, pero no demasiado rápido como para dejarlos atrás del todo. No confiaba en su habilidad en las curvas cerradas o ante peligros inesperados, aunque estaba agradecido por las instrucciones que Finn le había dado —Aún haremos un motero de ti —había dicho Finn. Incluso había hablado de comprarse una segunda Harley. Meg se había reído de eso y dicho que Jesse era el pretexto perfecto. Finn siempre había tenido la intención de hacer un largo viaje en motocicleta por Estados Unidos y Canadá. Otra de esas cosas a las que no llegarían.
El arma de Finn estaba en el cinturón de Jesse.
Jesse mantuvo un ritmo constante, pasando primero por una rotonda, luego por otra y luego por varios semáforos somnolientos. Hasta ahora ambos se habían mantenido en calles residenciales, y aparte de una pareja que regresaba tarde de una fiesta (el hombre iba inestable debido a la bebida y cantaba en voz alta) y un corredor negro cuyos dientes brillaron en apreciación cuando pasaron, no había nadie en las calles. .
En el siguiente cruce, Jesse se vio obligado a reducir la velocidad, porque un autobús nocturno giró a la derecha justo en frente de ellos. Jesse tocó el claxon y giró bruscamente para rodear del autobús, casi derrapando mientras veía acercarse un coche de policía, con las luces encendidas, en dirección opuesta. Sarah le hundió las manos en la cintura, gritando algo que Jesse no pudo entender. El conductor del autobús frenó, hizo sonar la bocina e hizo un gesto vulgar. El coche de policía encendió la sirena en el mismo instante en que Jesse recuperaba el control de la moto, que pasó bruscamente al lado de la policía, Jesse con el corazón acelerado, pero o bien tuvieron suerte, o el conductor era lento, porque ambos ya habían recorrido media manzana cuando el coche de la policía giró en U. Ahora había dos vehículos persiguiéndolos, y a Jesse le parecía oír otra sirena sonar a lo lejos. Aunque el río no estaba lejos.
El cielo se iluminaba ante ellos. Un nuevo amanecer, se dijo Sarah con amargura. Ella se apretó a Jesse más fuerte. Él tenía la espalda rígida por la tensión y ella podía sentirle el corazón latiendo con fuerza en su caja torácica. Su propio corazón latía casi con la misma fuerza, no sólo por el miedo del resultado de esta loca fuga, sino porque había viajado más que suficiente con su padre como pasajera para notar que Jesse estaba nervioso e inseguro sobre la motocicleta. En esa última maniobra, Jesse había apretado tan fuerte el freno delantero (por lo general, él tenía buen gobierno, era muy natural en la forma en que se movía, nadaba y patinaba —y hacía el amor, pensó ella con una sonrisa—, en resumen, en casi todo lo que hacía) que ella empezó a repetirse en voz baja una letanía: No dejes que nos caigamos, no dejes que nos caigamos. Tenía una sensación de lo más extraña en el bajo vientre, ni mariposas ni dolor ni calambres, y si hubiera tenido una mano libre, se habría masajeado el abdomen para aliviar la tensión.
Los escaparates de las tiendas, la mayoría iluminados para disuadir merodeadores nocturnos, pasaban al lado rápidamente. Jesse evitaba el centro de la ciudad porque sabía que habría más tráfico y más peatones. No le gustaba la idea de una colisión ni una escena sacada de una película éxito de taquilla, con restos de coches y cuerpos esparcidos por la calle bajo luces giratorias.
Llegaron a una parte más antigua de la ciudad donde Jesse se vio repentinamente confundido por una madriguera de calles retorcidas, estrechos callejones y casas inclinadas con entramado de madera. Él había estado aquí un par de veces antes, pero sólo en los márgenes, explorando las tiendas de libros segunda mano. Giró a la derecha en un hotel Bed and Breakfast cerrado y luego, vacilante, giró a la derecha para salir del carril, que pasaba bajo un arco de piedra y comenzaba a curvarse hacia atrás sobre sí mismo. La superficie de la carretera se volvió irregular y pronto estuvieron rebotando sobre los adoquines. Jesse se vio obligado a reducir la velocidad y no dejaba de mirar, nervioso, por encima del hombro. Finalmente se detuvo junto a la acera. Las sirenas seguían sonando, pero ya no justo detrás de ellos.
Sarah se liberó del entumecimiento de los hombros y los brazos y luego miró a su alrededor.
—¿Sabes dónde estamos? —preguntó Jesse.
Sarah asintió. —Creo que sí. Más o menos.
—¿Lejos del río?
—No —ella señaló hacia una calle sinuosa—. Creo que iremos bien si tomamos esa calle. Tenemos que ir cuesta abajo pase lo que pase. Esta es la parte más antigua de la ciudad. Estamos quizá a diez o quince minutos del Puente Viejo.
—¿No estamos cerca la casa de Matt ni de los astilleros?
—Ni remotamente cerca.
—Mierda. Me dirigía al puente cerca de la Explanada. Ya sabes, junto a la sala de conciertos.
Sarah negó con la cabeza. —Para eso hay un buen kilómetro más al sur. Pero por aquí es aún mejor. Deberíamos poder perder a la policía aquí. Escondámonos en algún lugar y esperemos hasta que se rindan.
—Eso es exactamente lo que no quiero.
Sarah lo miró fijamente. —Estás loco. Creí que querías que te ayudara a escapar —Y que trajera la motocicleta, se dijo ella. Finn también le había enseñado lo básico.
Una chica que se escondía bajo una gran bolsa de lona llena de periódicos apareció por la esquina, comiéndose una manzana. Se detuvo cuando los vio.
—Algo pasa —dijo ella, agitando su mano en dirección a las sirenas—. ¿Habéis visto algo?
Sarah sonrió a modo de saludo amistoso. —Un par de patrullas nos adelantaron en Morton Road. Una ambulancia también. Debe de ser una emergencia.
La chica dejó caer su bolsa en la acera y, imitando los movimientos de Sarah de unos minutos atrás, agitó los brazos para aliviar la rigidez del hombro. Luego sonrió y le dio un mordisco a la manzana.
—Salís temprano, ¿eh? —preguntó la chica con curiosidad—. Sólo están los clientes habituales por ahí.
—Sí, nos dirigimos al campo para una excursión de un día, pero estamos un poco perdidos. ¿Cuál es el mejor camino para llegar al Puente Viejo? —preguntó Shara.
La chica les dio indicaciones. Parecía inclinada a quedarse más tiempo, pero Jesse asintió, murmuró su agradecimiento y se dirigió hacia donde ella les había dicho. Aunque, una vez que estuvo fuera de vista, él giró a la izquierda y luego otra vez a la izquierda, alejándose del río y hacia el sonido distante de las sirenas hasta que la policía estuvo a su alcance en poco tiempo. Tan pronto como Sarah se dio cuenta de lo que Jesse estaba haciendo, le dio una enojada palmada en el hombro, ahora lo bastante furiosa como para correr el riesgo de perder el control o el equilibrio.
—¿Qué pasa contigo? —le gritó al oído—. ¿Te has despedido de tu sentido común?
—Haz exactamente lo que te diga —lanzó él por encima del hombro al viento.
Sarah pensó que él lo tendría merecido si terminaba en prisión. Entonces recordó el arma que justo en ese instante se le estaba clavando en el estómago y que, cada vez que la errática conducción de Jesse la empujaba hacia adelante, le asustaba que se disparara de alguna manera.
Las sirenas sonaban mucho más fuertes ahora. Un plan tras otro pasó por la mente de Sarah: saltar de la motocicleta y obligar a Jesse a detenerse; arrebatarle el arma de la cintura y tirarla a la alcantarilla; o mejor aún, acercarla a su gruesa y obstinada cabeza de idiota y amenazarlo con disparar. Si no estuviera tan desesperada, se habría reído de su propia idiotez, de su locura. ¿Qué estaba haciendo ella al dejarle escapar así? ¿Y qué locura se había apoderado de sus padres? Esto no era la Edad Media ni ninguna dictadura del Tercer Mundo en la que te encarcelaban, te torturaban y tiraban la llave.
Todo había sucedido tan rápido. Eso y el impacto del incendio: todas esas muertes. Ella se estremeció al recordar a Alex, a quien conocía desde el preescolar; y al inteligente, divertido y dulce Stephen, que era (había sido) un genio en matemáticas y le habían propuesto una beca para Cambridge, o tal vez para el MIT en los Estados Unidos. Oh, Dios. Un minuto habían estado bailando... y ahora... Tragó y apoyó la cabeza contra la espalda de Jesse. El viento le picaba en los ojos.
Llegaron a una calle más ancha y repleta de tiendas. Unos cincuenta metros después, Jesse frenó en seco y entró en un aparcamiento, donde por poco pasó junto a una hilera de contenedores con ruedas cuyas tapas estaban abiertas. Las farolas, aún encendidas, arrojaban un débil resplandor amarillento, de modo que lo último de la noche parecía manchado de nicotina como los dientes torcidos de un anciano. Latas vacías, papeles arrugados, cajas de hamburguesas de poliestireno, algo envuelto en papel de periódico y lo que podría haber sido un montón de trapos, yacían esparcidos cerca de los contenedores. Un gato aulló y se alejó corriendo, y Sarah creyó ver una forma como un ratón grande o una rata deslizándose hacia un lugar seguro. Jesse sacó un pie y puso el motor en ralentí. Sin decir palabra, extendió la mano hacia atrás y sacó el arma con la mano izquierda. Tenía el cuerpo tenso, rígido, tan firme como la trampa de acero de un cazador furtivo. Desafiaba el contacto. Miró en dirección a las sirenas, ahora tan estridentes que Sarah podía sentir las vibraciones, un bombardeo descarado de cada nervio y célula. Si seguía así, las suturas craneales se romperían como la cáscara de un huevo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Shara con urgencia.
Jesse no respondió... no podía responder. Se inclinó sobre el manillar y levantó el arma con la mano perfectamente firme. Incapaz de ver sus ojos, Sarah podía, sin embargo, sentir su color, vestido del azul estilete. El calor irradiaba desde su espalda, chamuscándole a Sarah los finos pelos de la piel. Ella tragó y su boca se llenó de repente de una saliva sabor cobre.
—Jesse —dijo ella.
Él sacudió la cabeza y murmuró algo ininteligible.
Las sirenas se acercaban chillando.
En un torbellino de luz azul y gritos ensordecedores entraron las patrullas. No viajaban rápido; la motocicleta de la policía había desaparecido y los policías intentaban ahora divisar a su presa. Sólo había dos coches, pero, según parecía, un tercero estaba en la zona rastreando una ruta alternativa.
Jesse esperó hasta que los coches estuvieron casi uno al lado del otro.
—Ahora.
Jesse disparó un tiro al ala lateral del primer coche, y luego otro al aire. Eso fue suficiente. El coche de policía giró bruscamente, pero se recuperó rápidamente; sólo había sido mellado. El conductor del coche que iba detrás pudo frenar a tiempo. Jesse le gritó a Sarah que se agarrara, aceleró el motor y aceleró en la misma dirección. La Harley adelantó a los coches patrulla rápidamente. Cuando Jesse pasó volando junto a ellos, blandió su arma abiertamente y luego logró permanecer en la carretera mientras la guardaba otra vez.
La carretera descendía y pasaba junto a una iglesia situada detrás de un murete de ladrillo. El sol apenas comenzaba a iluminar el cielo y los ladrillos rojos cubiertos de musgo brillaban con las primeras luces. Jesse tuvo cuidado en el descenso, pero evitó por poco un accidente cuando la motocicleta se tambaleó por un bache. Ahora podían ver el río ante ellos, fluyendo sobriamente bajo la forma jorobada del Puente Viejo y más allá de la estrecha orilla donde los puestos del mercadillo se disputaban un espacio el primer sábado de cada mes. En el embarcadero de piedra había algunos barcos pequeños amarrados. Fácilmente podría haber sido la escena de un cuadro impresionista: otra ciudad casi extranjera.
Pero entonces Jesse llegó al puente y reconoció el lugar donde había dormido y, un poco más adelante, el lugar donde había conocido a Sarah. No había vuelto allí desde aquella mañana de julio. Si hubiera tenido tiempo para pensar en ello, podría haber encontrado algo apropiado, incluso irónico, en la coincidencia. Sólo que no tenía tiempo para reflexionar (y las soluciones ingeniosas eran demasiado artificiales para su gusto, para su estilo de sutileza). La policía casi estaba encima de ellos.
De hecho, el puente tenía varios cientos de años, y el asfalto agrietado y grumoso cubría los antaño relucientes adoquines de arenisca local. La estructura de cinco tramos era lo bastante alta como para permitir el paso de casi todo el tráfico fluvial, su tramo central era casi el doble de largo que los tramos laterales, y considerablemente más alto. Los tajamares de piedra protegían los muelles. Pero ésta no era una vía principal para los vehículos de motor. En lugar de una barrera protectora, se había colocado una simple barandilla de hierro sobre los parapetos originales; el conjunto no llegaba mucho más allá de la altura de la cintura. Como concesión a las necesidades modernas, en los últimos años se había añadido una pasarela estrecha, demasiado escasa para llamarla acera, pero el puente aún era lo bastante ancho para el tráfico en ambos sentidos, en caso de necesidad.
Jesse condujo directamente hasta el centro del puente. No había peatones ni coches, aunque había a la vista una mugrienta camioneta blanca (una Renault, pensó él) y una furgoneta de reparto acercándose por la carretera de la orilla opuesta; Y muy cerca, los coches de policía se acercaban corriendo al lugar. Jesse sonrió satisfecho.
—Baja, Sarah.
Sarah saltó de la motocicleta. Jesse apagó el motor, pero dejó la llave en el contacto. Luego también desmontó, sosteniendo la Harley en posición vertical mientras examinaba el puente. —El pie de apoyo —le recordó Sarah. Él agarró su petate y se lo echó al hombro.
—Recuerda, haz exactamente lo que te digo —dijo Jesse.
—No voy a quedarme quieta y dejarte...
Pero Sarah no tuvo tiempo de completar su frase. Jesse la hizo girar, le pasó el brazo por el cuello y le apuntó con la pistola a la cabeza. Luego la arrastró unos metros lejos de la moto. No podía saber si estaban siendo observados con binoculares o con una mira telescópica. Sarah estaba demasiado aturdida para protestar.
—Quédate frente a mí de espaldas a la pared —dijo Jesse.
Jesse la soltó durante un momento mientras se sentaba a horcajadas sobre la barandilla de hierro fundido, con los hombros caídos bajo el peso del petate. El aliento a Sarah se le quedó atrapado en la garganta cuando giró la cabeza para mirarlo, ese rostro pálido, casi etéreo, y esos cabellos salvajes, voluntariosos y hermosos como siempre bajo la luz del amanecer. Una fuerte brisa del río los agitaba y un pensamiento incongruente pasó por la mente de Sarah: debería cortárselo de nuevo. Lágrimas repentinas le nublaron los ojos.
—Sarah —dijo Jesse como una reprimenda, como una súplica... ¿como una promesa?
En contra de su buen juicio, Sarah parpadeó para secarse las lágrimas e hizo lo que él le pedía. Se le habían acabado las ideas. ¿Por qué no le contaba él qué truco lunático estaba a punto de hacer? De una cosa estaba segura: él nunca la lastimaría ni dejaría que sufriera daño. Apoyándose en él, cerró los ojos y se permitió regresar al cuarto oscuro para recordar los últimos minutos de tranquilidad que habían tenido a solas. Esos brazos alrededor de ella, esos labios, esa piel.....
—¡Sarah! No te distraigas ahora —la voz de Jesse fue baja y urgente. Ella se tambaleaba un poco y él no podía permitirse el lujo de que ella colapsara o entrara en pánico en un momento crucial—. Sé que estás cansada. Abrumada por todo. Ya no tardaremos mucho. Lo prometo —Miró rápidamente a izquierda y derecha, valorando el riesgo. Pero ¿qué importaba que lo vieran? Sabía lo que iban a asumir. Él volvió a rodearle a Sarah el cuello con el brazo. El arma descansaba sobre el pecho de ella. Él inclinó la cabeza, le levantó el cabello con la mano y le acarició la nuca con los labios. —Lo prometo —repitió en un tono completamente diferente. Podía sentirla temblar.
—¿Sarah? —preguntó él.
—Estoy bien.
Jesse pasó el arma a su mano izquierda. El parapeto era lo bastante ancho como para que pudiera arrodillarse. Pasó la otra pierna por encima de la barandilla y encontró una posición que podía mantener cómodamente durante un rato. Nada se interponía entre él y el río.
Tres vehículos policiales y una camioneta, con las sirenas sonando y las luces parpadeando, aceleraron hacia el puente desde la dirección por la que habían llegado Sarah y Jesse, pero redujeron la velocidad casi de inmediato. El primer coche cruzó ambos carriles, bloqueó la carretera y se detuvo. Los otros dos se detuvieron justo detrás, en ángulo con las partes delanteras juntas para que la barricada estuviera completa. Unidades de respuesta sin duda armadas, posiblemente tripuladas por agentes especializados en armas de fuego. La furgoneta se detuvo en la parte trasera, mientras que una segunda furgoneta permaneció en Old Bridge Street, bloqueando el acceso al puente. Dos coches patrulla adicionales se detuvieron a ambos lados de la segunda furgoneta, de la que salieron policías para desviar el tráfico, que empezaba a aumentar. Más allá eran visibles más coches patrulla y varias motocicletas, en Charles Quayside, la estrecha calle adoquinada que bordeaba la orilla del río.
En la orilla opuesta, cuatro coches patrulla y una tercera furgoneta habían llegado al puente. Dos se quedaron atrás a lo largo del camino de acceso. Los demás no tardaron mucho en llegar corriendo al lugar (las luces brillaban, las sirenas chillaban, los frenos chirriaban) y ocupaban sus posiciones. También se abstenían de acosar a Jesse, quien podía ver grupos de curiosos reunidos en ambas orillas, incluso a esa hora tan temprana. Aunque los policías no tenían problemas para retenerlos, ya que aún eran pocos y la mayoría se había levantado de la cama en los últimos minutos. Los medios de comunicación aún no habían llegado. Era poco después del amanecer y, una vez que los conductores apagaron las sirenas, se produjo un silencio sorprendente.
La policía había colocado un estrecho y efectivo cordón alrededor de Jesse y Sarah.
Por un momento, no pasó nada. Sarah tuvo la extraña sensación de que todo aquello era un mal sueño, una pesadilla. Sentía que le pesaban los párpados. Si pudiera levantarlos, la escena de la persecución sería reemplazada por las paredes de su dormitorio, su cálido edredón y el brazo de Jesse sobre sus hombros, somnoliento. Todavía hacía frío. El amanecer teñía de rojo la pálida mañana.
—Suelta el arma.
Jesse apretó el cuello de Sarah con el brazo. Ella podía oler la cálida canela de esa piel, superpuesta por el leve, pero nada desagradable, sabor de ese sudor. El aliento de él le daba en el pelo, en el cuello. El corazón le latía con fuerza; el de él también, apenas contenido por la pared de su pecho.
—Jesse —susurró ella—, por favor.
—Éste es el único modo —dijo él—. Díselo a Finn... Diles que lo siento. Diles que ésto es lo que merezco. Diles que es la única manera de detener el incendio.
Y entonces ella lo supo.
—¡No!
A Jesse sólo se le ocurrió una cosa que decirle, y no había tiempo para decirla. No aquí, no ahora. Recordó las líneas que había escrito, las hermosas palabras de Shakespeare: cuando desperté lloré por volver a soñar. Los susurró en voz baja. ¿Cómo habían ido tan mal las cosas? Apoyó la mejilla en lo alto de la cabeza de Sarah, luego se hundió contra ella con repentino cansancio, con desolación. La sintió ponerse rígida, no para protestar, sino para soportar su peso. Por un momento se preguntó si debería renunciar, entregar el arma y dejar que lo arrestaran. Estaba muy cansado.
—Tira el arma y suelta a la chica —ordenó una voz.
Jesse levantó la cabeza y miró a su alrededor. Luego enderezó la espalda, estiró y giró los omóplatos (mis alas, como solía llamarlos Emmy). El petate lo lastraba un poco sobre un hombro. Deslizó su mano derecha en su bolsillo para sentir la peonza. Seguía allí. Para relajar sus músculos, cambió su peso de un lado a otro, levantando ligeramente cada pierna del parapeto. Le hubiera gustado frotarse las rodillas y la nuca, pero se conformó con estas medidas subrepticias. Lo estarían observando con atención. Y el fuego... lo avivó ahora, no mucho, sólo lo suficiente para tranquilizarse. Los rayos no lo liberarían de esta situación, no en un siglo de dioses del silicio. No sería una leyenda del mundo para ellos. Deja que lo hagan ellos mismos.
De las furgonetas salían hombres con chalecos antibalas y cascos protectores, todos armados de diversas formas y portando escudos. Se dispersaron en lugares preestablecidos. Dos hombres, presumiblemente francotiradores, ya estaban agachados, uno a la izquierda de Jesse y el otro detrás de la puerta abierta de un coche a la derecha. Estaban al menos a quince metros de distancia. Un policía con dos perros atados esperaba junto a la furgoneta que bloqueaba Old Bridge Street.
El oficial encargado de la operación se había bajado tranquilamente de su vehículo. Era de estatura media, estaba bien afeitado y llevaba el pelo corto, en su mayor parte de color gris plateado; bronceado, en forma; fácilmente podría haber sido un policía de televisión, de no ser por su ligero tartamudeo. No portaba ningún arma de fuego visible y vestía un chaleco antibalas. Con un megáfono colgando de su mano derecha, se paró frente a su coche, con cuidado de no hacer ningún gesto amenazador. Jesse podía ver que el hombre no llevaba auriculares. ¿No era ese un procedimiento estándar? Un inconformista, tal vez.
—Estoy desarmado. Déjame acercarme para hablar contigo —dijo el hombre.
Colocó el megáfono en el suelo, levantó los brazos por encima de la cabeza y giró lentamente en su lugar. Dejando el megáfono donde lo había colocado, se aventuró a acercarse un par de pasos.
Jesse le gritó. —Detente ahí mismo.
El oficial hizo lo que le ordenaron. Se dirigió a Jesse de nuevo, con voz ahora clara, confiada y mesurada; tenía su tartamudeo bajo control. Éste era un hombre educado. Había estado bien entrenado para tales incidentes. Jesse se preguntó brevemente si la alteración del habla había sido deliberada, una forma de desarmar a sus sospechosos.
—¿Por qué no me dices lo que quieres? Estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo.
Jesse no dijo nada.
—Tú eres Jesse, ¿no? Mi nombre es Richard, Richard Howell. Soy el inspector jefe. Puedes confiar en mi.
Jesse rió.
—Suelta a Sarah y nadie disparará. Si hay un problema, podemos hablar de ello. No hay necesidad de que nadie salga lastimado.
Jesse no respondió.
Howell dio otro paso adelante.
Jesse agitó la pistola y gritó: —No te acerques más. O la mato —Apuntó el arma a la cabeza de Sarah.
Ella tenía que intentarlo. —¡No! Él no quiere matarme. Tienen que detenerlo. Él quiere... —Jesse le tapó la boca con la mano y negó con cabeza con brusquedad. —Se lo advierto, la mataré en este mismo segundo —gritó. Luego agachó la cabeza y siseó—. Ni una palabra más.
Howell se detuvo y levantó las manos en un gesto apaciguador.
—Bien —dijo Howell—. Lo que quieras, Jesse. Sólo dinos qué debemos hacer. No queremos que le pase nada a Sarah. Ni a ti.
—Yo no tuve nada que ver con el incendio —dijo Jesse. Era mentira, pero era tanto de la verdad, de sí mismo, como estaba preparado a ofrecerles.
—Hablé con Finn hace menos de media hora. Supongo que no sabes que somos amigos. Él ya te tiene un buen abogado preparado. No es necesario que hagas ésto. Nadie tiene por qué salir lastimado. Eres joven. Sarah es joven. Tienes toda la vida por delante. Baja el arma. Hablemos.
El golpeteo de las cuchillas del helicóptero se insinuó sólo gradualmente en la conciencia de Jesse. Al principio apenas notó el latido rítmico y grave porque su atención estaba centrada en la escena frente a él. Tenía que encontrar el momento exacto en el que poder hacer su movimiento. ¿Cuántas balas había en el cargador? Había más policías de los que había anticipado, y requeriría toda su concentración y sincronización en una fracción de segundo para lograrlo. Cuando se dio cuenta de que habían llamado a un helicóptero de la policía, éste ya estaba sobrevolando la zona.
Jesse levantó la vista. Mierda, pensó. Un francotirador le apuntaba con un rifle con mira telescópica desde la puerta abierta del helicóptero. Si le disparaban por detrás, ¿lo arrojarían por el borde del puente?
—Si no quieres que mate a Sarah, entonces despeja el puente. El área completa. Una vez que estemos lejos, la dejaré libre.
—Jesse, aquí hay algunos de los mejores tiradores del país. No tienes ninguna posibilidad. No de esa manera.
Hubo un corto silencio.
—Piénsalo, muchacho. Estos hombres son buenos. Tan buenos que pueden arrancar de un disparo una sola oreja, una mano o un testículo. O dejarte tetrapléjico para el resto de tu vida. Si imaginas que ésto se trata simplemente de elegir entre vivir y morir, piénsalo mejor.
Hubo un silencio más largo.
—¿Si dejo ir a Sarah no me dispararás?
—Mi trabajo es salvar vidas, no quitarlas.
Sarah empezaba a temblar de nuevo. Era hora de llevarla a un lugar seguro. Ya era hora de poner fin a ésto.
—Está bien, dejaré ir a Sarah —Jesse la soltó mientras hablaba—. Vete —le susurró a ella—. Necesito que hagas ésto por mí —Como ella dudó, medio girándose para suplicarle, él la empujó hacia adelante con su mano libre—. Por favor, Sarah. Ve hasta allí y métete en el coche.
Despacio, como aturdida, recorrió arrastrando los pies la corta distancia hasta donde estaba Howell, con el arma de Finn apuntándola todo el tiempo. Howell le susurró algo. Ella negó con la cabeza y se volvió para mirar a Jesse, moviendo los labios en palabras inaudibles. Howell hizo una señal a uno de sus hombres, quien se acercó y llevó a Sarah al coche. Sin embargo, ella se negó a entrar.
—Ahora tú, Jesse —dijo Howell—. Baja el arma.
—Primero retira el helicóptero. Me está poniendo muy nervioso.
Howell frunció los labios, pensándolo bien. Luego asintió y regresó a su coche, inclinándose para hablar con una figura sentada en el vehículo: el operador a cargo de las comunicaciones, supuso Jesse. De repente, la presión detrás de su esternón se disparó, eso era todo, tal vez no hubiera una mejor oportunidad. Que se joda el francotirador. Con una respiración profunda, Jesse se preparó lo mejor que pudo, se levantó en toda su altura, apuntó y comenzó a disparar.
Con un grito áspero, Sarah se abalanzó hacia Jesse, pero Howell la agarró del brazo, haciéndola perder el equilibrio y caer al suelo. Howell gritó: —No disparen. Alto el fuego. ¡Por el amor de Dios, muchachos, dejad de disparar! Pero ya era demasiado tarde. El ruido era ensordecedor. Sarah levantó la vista aterrorizada. Por una fracción de segundo creyó ver a Jesse mirándola, creyó verlo sonreír, ver esos labios moverse, oírlo decir: —Lo prometo... —Después, el terror, el verdadero terror explotó dentro de ella, el mundo se volvió rojo. Ella gritó cuando lo vio retroceder. No. Dios no. El momento pareció expandirse hasta convertirse en un salvavidas cuando el ruido se convirtió en un silencio blanqueado, y Sarah no escuchó nada, ni siquiera sus propios gritos, y la escena estaba sucediendo dentro de su cabeza. Luego, con un sonido ronco, el tiempo se contrajo como un útero y arrojó a Jesse abajo por el borde del puente. No. Se encendió instantáneamente en un infierno rugiente, quedó flotando en el aire durante un latido sin aliento, su cuerpo era un fuego artificial humano, no una detonación nuclear, ni una nova incandescente ardiente. Imágenes parpadearon a través de su visión borrosa... Jesse un pájaro Jesse no Jesse... Jessé...
Y luego él desapareció.
El sol era una bola roja caliente sobre el río. Lenguas de fuego lamían una verdad obstinada desde las oscuras, secretas y oleosas aguas: un silencio mortal cuando las armas callaron.
—Jesús —respiró Howell. Se estremeció y dio media vuelta. El chico había sido una antorcha humana al caer del puente. Se había puesto una bomba a sí mismo: ese destello candente, la detonación que los había ensordecido durante unos segundos. Incluso ese pájaro (cernícalo, ¿no?) casi no había logrado escapar. No quedaría mucho por recuperar. Sólo un chico. ¡Qué mundo tan jodido! Pero Howell era un profesional y dio las órdenes necesarias: a los barcos, a los buzos, a un equipo forense, para todas las consecuencias de un incidente policial.
Éste iba a ser un día largo.
Sarah se dirige al círculo de maíz. Es una tarde cálida y dorada, la primera después de un comienzo gris de octubre, y los cafés y los parques infantiles están empezando a llenarse. Ella viene a menudo al parque. La mayoría de los días lleva el cochecito por los senderos de grava que ella y Jesse caminaron aquella primera tarde. Hoy tiene un libro escondido en la red junto con la parafernalia habitual del bebé, también un viejo mantel impermeable para acampar. Si la hierba no está demasiado húmeda, se tumbará en el suelo y leerá ese capítulo para la historia.
Ella faltó algo en la escuela el año pasado, pero no mucho. Había habido clases particulares y con sus notas se le había permitido presentarse más tarde a la mayoría de sus exámenes. Con el resto ella podrá ponerse al día y terminará el año al final. Estamos en tiempos modernos: una madre soltera, una adolescente, no debería tener que padecer. Sus padres saben cómo explotar el sistema. Y en la escuela porta su maternidad como una insignia de honor, una prueba superada.
Octubre es un mes campestre, uno de los mejores. Quizás el fin de semana Meg los lleve a casa de la abuela. Algunas de las manzanas estarán listas para la recogida, fragantes manojos de lavanda cuelgan bajo los aleros (la abuela ha comprado aceite de almendras este año para el escabeche) y siempre habrá mermelada para hacer. El dulce y fuerte sabor de los membrillos que hierven a fuego lento en la tetera impregnará toda la cabaña. Sarah sonríe al recordar cómo ella y Peter solían pelear por las raspaduras.
El bebé necesita el aire del campo, y Sarah, más aún. A los cinco meses, el bebé todavía duerme en la cama de Sarah y sólo desea mamar buen rato para calmarse. No es tan fácil para Sarah. Ha estado soñando con Jesse otra vez, aunque nunca tan vívidamente como la noche en que nació el bebé y éste yació junto a ella en esa cunita.
El camino por delante está lleno de gente, lo cual a Sarah no le importa siempre que pueda encontrar un rincón tranquilo. Después del incendio, necesitó meses para poder entrar en una habitación llena de gente sin empezar a temblar. Y todavía evita los grandes espacios cerrados, como los centros comerciales y el auditorio de la escuela. No ha ido al cine desde aquella vez con Jesse y acaba de comenzar su primera clase de baile hace unas semanas, aunque no tiene muchas ganas de volver a actuar en el escenario.
De vez en cuando queda con alguien de la escuela para tomar una coca cola o ver un poco de televisión, pero sobre todo prefiere estar sola. Tener un hijo la ha cambiado en más formas de las que ella jamás hubiera imaginado... haber tenido a Jesse... Aparte de los profesores y los exámenes, no tiene mucho en común con la gente mayor, ni siquiera con Katy. Pero extraña a Thomas, quien se fue a Nueva York al comienzo del semestre.
Los comentarios se han calmado, pero el incendio todavía arde en la memoria de todos; el fuego, y el chico que lo inició, y Mick. Sarah estuvo aislada de los chismes por un tiempo (sus padres la enviaron a Noruega durante seis semanas con su abuela), pero a su regreso pronto se enteró de lo que se decía en la escuela, y su ira fue catastrófica. Fueron necesarios tres tipos para separarla de la chica. Con la ayuda de su madre, Sarah ha llegado a comprender que, en el fondo, está enfadada con Jesse (y con ella misma), no con esos estúpidos que no tienen idea de lo que están hablando. En realidad, ya no los culpa (bueno, no mucho) cuando lo piensa racionalmente. Todos conocen a alguien que murió en el incendio. ¿Por qué iban a dudar de la versión de Mick de la historia?
Finn ha hecho lo mejor que ha podido, pero todos saben de su interés en defender al chico. Hubo una investigación oficial sobre las acciones del equipo de élite de Howell, que resultó en algunos despidos, algunas amonestaciones, pero no mucho más; ciertamente, ningún arresto. Sarah sigue evitando a Mick, tampoco es que él la busque. Y por supuesto, junto a Gavin, niega rotundamente la violación. Jesse tenía razón desde el principio: debería haber acudido a la policía de inmediato, cuando habría sido posible someterse a unas cuantas pruebas sencillas. ¿Podrían las cosas haber sido diferentes? ¿El incendio... Jessé... ?
—Sé que no quieres creer que está muerto, pero él nunca te dejaría sufrir así sin avisarte —dijo Finn después de que ella regresara de Noruega. Ella había contestado corriendo cada llamada telefónica; había revisado su correo electrónico mil veces al día; colocándose sobre el buzón de entrada como una fijación. —Al menos para él, todo terminó rápidamente, no tuvo que vivir con su culpa —añadió Finn con voz ronca, alejándose.
Luego, sus padres le sugirieron que cambiara de escuela, pero Sarah se negó. Su obstinación, su orgullo eran las únicas cosas que evitaban que ella se hundiera en esos primeros meses de negación, soledad, desolación y dolor; el apoyo de su familia. Y Thomas... gracias a Dios por Thomas. Aun así, hubo momentos en los que había pensado en abortar. Aunque, en cuanto se demostró su embarazo, cuadró los hombros y se quedó mirando cualquier pregunta sobre el padre hasta que nadie, pero nadie, se atrevió a preguntar. Le sorprendió saber de dónde había venido la fuerza. Después de un tiempo descubrió que las especulaciones dejaron de importar. Una vez razonablemente popular, se convirtió en una especie de forastera, a pesar de Thomas. Los libros que ha leído lo consideran lacerante, el peor tipo de sentencia de cárcel: el confinamiento solitario. Quizás para algunos. Pero ella ya no confía en simples ficciones. Es como si hablara otro idioma, no la lengua común. Ella usa las mismas palabras, pero suenan extrañas, distorsionadas: bajo el agua. Y todavía hay momentos en los que ve labios moverse y oye sonidos que llenan la habitación, pero se siente como si estuviera viendo la televisión, con el significado en lugar de con el volumen apagado. Escucha música durante horas. La soledad canta. La necesita, supone ella. Y, gradualmente, está empezando a notar cierta admiración, un respeto e interés reluctante por ciertos cuartetos. Hay amigos ahí fuera, cuando ella está lista para recibirlos.
La Navidad fue muy difícil y al final sus padres llamaron a Inge a Noruega y le rogaron que viniera a pasar el resto de las vacaciones. Su abuela se sentó con Sarah durante horas, a veces durante toda la noche. Con su hermosa voz de alto, Inge cantaba aria tras aria de sus óperas favoritas, o a veces de esos maravillosos clásicos del blues, hasta que Sarah se quedaba dormida por fin. Sólo a ella Sarah le mostró las líneas que Jesse había dejado debajo de su almohada. Inge no dijo nada, sólo acarició el pelo de su nieta. A nadie le sorprendió que Inge estuviera de acuerdo con Sarah sobre la escuela. —No dejes que esa serpiente tenga el placer de ahuyentarte —dijo Inge—. Es una cuestión de honor —Un concepto pasado de moda, pero a Sarah le pareció curiosamente satisfactorio. Le recordaba a Jesse.
En Nochevieja, Mick y Gavin sufrieron un extraño accidente. Estaban cruzando el Puente Viejo a pie con unos compañeros, regresando tarde de una fiesta. Había empezado a llover. Gavin tenía su brazo alrededor de los hombros de Mick. Un rayo los alcanzó a ambos y Gavin pasó meses en el hospital, tan quemado que tuvieron que amputarle el pene carbonizado. Si bien Mick escapó con heridas menos graves, necesitó un largo período de recuperación y llevará las cicatrices para el resto de su vida, siendo las peores las de su espalda. En la escuela todos notaron su cambio de personalidad, los problemas de memoria y su dificultad para procesar la información, aunque los comentarios incoherentes sobre su hermano pronto disminuyeron. La audición de Mick también se vio afectada y sólo recientemente ha vuelto a tocar el saxo. Ha dejado de hablar del incendio desde el accidente. Nadie más resultó herido.
Sarah pasó tranquilamente la Nochevieja con Thomas y se fue a la cama poco después de medianoche. Durmió profundamente por primera vez en meses.
La gente sigue adelante. El incendio ya no es un tema candente, e incluso Sarah puede hacer un suave juego de palabras al respecto, o tolerar los que hace su padre, para ser precisos. Ese humor negro suyo lo mantiene cuerdo, afirma Finn. Ella ya no le dice malas palabras cuando dice cosas así. Después de todo, él sólo quiere decir que la gente olvida. Y tiene razón. Algo así. A veces.
Su padre todavía acepta encargos en el extranjero, pero no tantos. Inmediatamente después de la muerte de Jesse, Sarah estuvo demasiado entumecida para darse cuenta de los sentimientos de Finn, aunque puede recordar claramente una noche en la que él salió al cobertizo con una caja de porcelana vieja (y probablemente valiosa) y rompió un plato tras otro contra la pared hasta que un vecino llamó para quejarse. Desde su tributo musical en el funeral de Jesse, que Finn no pudo terminar, toca la trompeta con frecuencia. E incluso ahora, cuando no puede dormir, a veces Sarah lo encuentra fumando en el patio, sin avergonzarse de las lágrimas en sus ojos.
Finn adora a su primer nieto. Bueno, por supuesto que lo adora. A Sarah le encanta verlo cargando al bebé: un motociclista grande y barbudo, una barriga un poco más grande, un poco más descuidada, el pelo un poco más gris, con este pequeño retoño en las manos. Ha recuperado su Harley, la monta un poco y habla de un elegante diseño de sidecar para bebés que ha visto en una revista. Y su madre por fin obtuvo el título de registradora especializada. Le han pedido que se una a un equipo que se está formando para trabajar con fugitivos, una oferta que Meg está considerando seriamente. Sarah está segura de que su madre aceptará el trabajo. Es un programa nuevo y bastante atrevido, exactamente el tipo de cosas que a Meg le encantarán, a pesar de las largas horas. Ninguno de ellos tiene mucho tiempo para limpiar, pero han contratado a una ama de llaves y niñera desde que Sarah volvió a la escuela. Jesse ya no reconocería la casa, piensa Sarah con una sonrisa. Siempre se sintió incómodo con su desorden, aunque nunca se quejó.
Ahora hablan más a menudo de Peter. A veces Matthew vuelve en sí. Aún en remisión, describió la curación de Jesse. Como a cualquiera, les ha ayudado a hablar de los muertos. Hacerlo no duele menos, aunque se ha vuelto un poco más fácil. Pero Sarah no les ha contado sus sueños y se guarda para sí sus sospechas sobre el bebé. Ya tenrdrá tiempo suficiente para preocupar a sus padres cuando sea necesario. Al menos el gato del vecino no tendrá la tentación de subirse a otro cochecito pronto.
El bebé estornuda y abre los ojos adormilada durante un momento, casi como si supiera que Sarah ha estado pensando en ella. ¿Bueno, por qué no? Con una abuela como Meg y un padre como..... Jesse, piensa Sarah con una oleada de ira mientras se detiene para ajustar la manta, ¡te extraño, maldita sea! Deberías estar aquí para verla, para estar con ella. Sarah estudia el rostro de su hija, sus brillantes ojos azules. Todos comentan lo inusual que es que ya sean tan claros e intensos. Como los de Jesse, cambian de color fácilmente. Sarah ha notado que se oscurecen cuando hay tormenta o cuando alguien grita, o cuando suena algo de heavy metal en la radio. Hoy reflejan el friso sin nubes del techo, pintado en un azul limpio y fuerte con mano pródiga.
Sarah mece el cochecito. Con un resoplido, la bebé se mete debajo de la manta, parpadea y entreabre los ojos. Una sonrisa somnolienta toca su boca. Luego sus párpados se cierran y vuelve a dormirse. Sarah se inclina para volver a atar un cordón de zapato que se ha desatado y luego sigue adelante. En la grava el esfuerzo es duro, pero en realidad no hay prisa. El bebé le ha enseñado el descubrimiento, el placer de la lentitud.
El maíz del verano ha sido cortado, pero el nuevo crecimiento del otoño ya llega hasta los tobillos de Sarah. Los frescos tallos verdes avanzaban delgados como segundos, robustos como horas hacia el sol. Este año es trigo, no amaranto (que ella buscó en Internet). Se pregunta por qué los jardineros plantan dos veces, ya que obviamente se trata de una siembra tardía. No parece probable que mucha gente venga al círculo en invierno. Otro de los legados de Jesse: en algún momento ella habría dado por sentado el parque, como tantas otras cosas, sin cuestionar nunca cómo llegó a existir. A Jesse le fascinaba el parque. Es mágico, le habíia dicho más de una vez. Y es cierto que ella se siente muy unida a él aquí, donde bailó para él por primera vez. Donde, tal vez, ella empezó a enamorarse de él por primera vez.
Lo prometo, le había dicho él en el cuarto oscuro. Y él nunca mentía.
A veces puede oír su voz caer como lluvias primaverales, como música suave en su cabeza. Se encuentra recordando extraños fragmentos de las locas historias que él inventaba para ella después de que la violaran. Pequeñas cosas que dijo, o podría haber dicho. La forma en que murmuraba su nombre en el momento justo. Los versos de poesía que le gustaba citar. Y la más frecuente de todas: "cuando desperté, lloré por volver a soñar". Ha leído la obra una y otra vez, buscando..... ¿para qué? ¿Un mensaje oculto? ¿Comprensión? ¿Consuelo? ¿Paz? Pero hay pocas respuestas. Ni siquiera tiene una fotografía de él. Nada para el bebé excepto un fragmento de verso. En sus momentos más tristes, a menudo en las noches de insomnio, casi le parece que todo ha sido un sueño. ¿Cómo pudo haber existido alguien como Jesse? Luego huele su piel, el sudor picante de su última relación sexual; monta la Harley por las calles de la madrugada; siente esos labios rozarle el cuello; ve las balas atravesar esa carne. ¿Por qué? ¿Por qué él no se había despedido allí en el puente? Él sabía lo que venía; él lo había diseñado, maldito sea. (Y ella se lo había permitido.)
Te lo prometo...
Y esos segundos finales, recordando lo que ella puede recordar... Hay tantas cosas confusas... su mente se aleja... la bola de fuego... Jesse se eleva como una antorcha viviente... desde el puente... desde esa mujer... un pájaro de fuego...
Ella sabe que eso es una ilusión.
—¿Por qué? —Finn se atragantó en Navidad, interrumpiéndose en medio de un villancico noruego—, ¿por qué lo dejé irse? —Y Meg—. Él no querría que te culparas. Creo que el mayor regalo que le hemos dado ha sido nuestra confianza —Sus ojos se posaron en Sarah y añadió—. Así que confía en que él sabía lo que quería, lo que necesitaba, hacer. Cree en él —Sarah todavía descubre a su madre observándola, más a menudo al bebé, y los ojos de Meg adquiriendo ese intenso y profético tono dorado.
Sarah se encuentra en el centro del círculo, inclina la cabeza hacia el sol y cierra los ojos. Hacía mucho calor el día que bailó para Jesse. Hoy las nubes han bajado la guardia durante unas horas, unos días como máximo. El sol tendrá que esperar hasta que la Tierra se acerque nuevamente para lanzar su ataque total. Todavía queda el largo invierno que superar. Sarah levanta los brazos y gira formando un círculo completo. Su cabello es corto ahora. Se lo cortó con tijeras en Noruega. A veces extraña su peso, su ancla. Cuando baila, su cabeza pesa muy poco: descubre que esto afecta a su sentido del equilibrio. Tiene que volver a aprender a sostenerse.
Ella hace otro molino de viento, luego otro.
Np se pierde el escenario. Siempre ha bailado más para ella que para los demás. Excepto ese día en el parque; ya entonces quería atraer a Jesse, capturarlo, ¿no?
Jesse, piensa ella mientras da otra vuelta, todavía estoy bailando. Ella parpadea para contener el lujo de las lágrimas y frena hasta detenerse, un poco mareada.
Una vez que el mundo se calma, Sarah revisa al bebé, cuyas finas y suaves mejillas están sonrojadas sobre la manta. Ella parpadea, debe de estar soñando. Sarah la mira como sólo una nueva madre puede mirar a su bebé. Luego se quita las zapatillas y los calcetines. Quiere sentir la tierra bajo los pies. La hierba está fresca, húmeda y elástica; el suelo hinchado de vida almacenada. Sarah rodea el cochecito y luego se detiene para mecerse en el lugar y mover los dedos de los pies. Mira a su alrededor. No hay nadie a la vista. Comienza a bailar.
En su cabeza oye las primeras notas de la Elegía de Fauré, que los amigos de Finn tocaron en el funeral. Finn le dio una copia del CD después de cansarse de buscar su propio disco. Las profundas y sonoras notas del violonchelo le suenan como una voz humana, y las escucha a altas horas de la noche, dejando que la música la invada en ondas guturales, imaginando el baile que ellaa coreografiaría. Si el bebé se despierta mientras canta el violonchelo, sus ojos brillan con la llama de la vela que Sarah enciende a menudo: brilla con la mecha de la música. Mientras baila, Sarah se pregunta, como ha hecho muchas veces, si Jesse conocía la pieza. Sí, Subibaja, susurra él. Sí.
Sarah titubea. Recupera el aliento, casi se cae.
—Jesse —grita ella.
Pero ella está sola con el bebé.
Ni siquiera hay que culpar a una ráfaga de viento. Casi una semana antes de su partida, Thomas le preguntó por qué sigue torturándose con visitas al parque. —Tienes que dejarlo ir —Thomas no lo entiende, ella misma lo entiende sólo a medias. Él no se equivoca acerca de su terquedad y, sin embargo...
Ella extiende el mantel de hule en el suelo. El baile ha huido. Sarah lee durante quince o veinte minutos, tumbada junto al cochecito. Se alegra de que nadie venga a invadir su espacio. No se le ha ocurrido preguntarse por qué nadie parece encontrar este lugar. Luego le da sueño: el sol, el material de lectura que la adormece. Da la vuelta a su libro de texto y apoya la cabeza sobre los brazos en la cubierta extendida. Me tomaré un breve descanso, se dice a sí misma. Se duerme.
El sueño es muy vívido. El sol calienta, el agua es de un azul fresco y enjoyado. Jesse sostiene al bebé en sus brazos y se adentra con ella en las aguas poco profundas. Él la lanza al aire. Ella chilla de alegría y terror. De nuevo la lanza, de nuevo la atrapa. Luego la aprieta contra su pecho, donde ella se aferra como una lapa, y se zambulle con ella. Elegantes y silenciosos como focas henden el agua. Profundo mas profundo. Nadan muy profundamente en las aguas, donde la luz es tenue y reservada. Pasan fluorescentes, peces arcoíris y medusas; un bosque submarino sin hojas, plateado y petrificado; una criatura como una suegra ahogada e hinchada. Vuelve, exclama Sarah, que está demasiado lejos. El agua se vuelve más fría, más oscura. Vuelve, vuelve. La voz de Sarah se desliza dentro de la envoltura danzante del agua. Jesse, vuelve.
Sarah abre los ojos. Desorientada, sigue atrapada en la cámara acuosa de la vigilia. Le toma un momento levantar la cabeza y concentrarse en el presente. Una sombra ha caído sobre ella y le ha puesto los brazos de piel de gallina. Entonces sus ojos se abren como platos. Jesse está de pie al lado del cochecito, con el pelo mojado y peinado hacia atrás, otra vez hasta los hombros. Las gotas brillan como pequeños cristales en sus puntas. Inclinado sobre el bebé, él le susurra suavemente y sonríe un poco. Es mayor y más delgado, quizás una fracción más alto. Lleva unos vaqueros gastados, deshilachados, y lo que fácilmente podría ser una de las camisetas de Finn. Está descalzo. Tiene cicatrices. Él es perfecto. El corazón de Sarah da un gran vuelco y comienza a acelerarse.
—Jesse —dice ella. Tiene un nudo en la garganta y no se le ocurre nada más que decir.
Jesse continúa mirando al bebé, como si no la hubiera oído, pero sus ojos se arrugan y Sarah se da cuenta de que se está burlando de ella. Ella se apoya sobre los codos.
—Jesse —dice ella de nuevo, con voz más fuerte.
Jesse se inclina para besar al bebé. Le acaricia la mejilla con un dedo, luego lo tapa con la manta hasta la barbilla mientras ella le devuelve la mirada con asombro. Gorgoteos, una risita, con vocecita como notas claras y dulces que recorren el lecho de un río de guijarros, de piedras que brillan a la luz del sol. Jesse se ríe con ella y el aire tiembla (rebosa) con la inquietante melodía de Fauré. Un fuerte olor a pino llega hasta Sarah, que se atrapa el labio inferior entre los dientes. Tiene sed de beber de esos azules, azules profundos, hermosos ojos azules una vez más... sólo una vez más. Ante eso, Jesse se vuelve hacia Sarah. Sus miradas se encuentran.
Lo prometo, le oye decir a él. Los ojos de Sarah se nublan por las lágrimas, de modo que la figura de Jesse nada frente a ella y ella deja caer la cabeza para secarlas. Cuando puede volver a ver con claridad, él se ha ido.
El bebé balbucea para sí y agita las manos. Pronto llegará el momento de alimentarla. Sarah se levanta, rígida del suelo. A pesar del sol, no hace suficiente calor para permanecer mucho tiempo al aire libre. Siente la cabeza como si se la hubieran vaciado y llenado de arena mojada; hay un ligero latido detrás de sus sienes. Se pregunta cuánto tiempo lleva dormida. ¿Dejará alguna vez de soñar con Jesse?
Como si sintiera la angustia de su madre, el bebé se queda en silencio, solo para comenzar a gemir, y Sarah va a mirar. El aire se inclina, se desliza y, durante un momento, Sarah no puede respirar. Luego ella jadea y se agarra a la barra del cochecito para estabilizarse. Nuevas lágrimas le brotan de los ojos. Esta vez no intenta bloquearlas y las deja que recorran las mejillas durante mucho tiempo... durante el tiempo que se tarda en despertar... en volver a soñar... Con mano trémula alcanza el pequeño objeto que yace sobre la manta.
La peonza azul de Peter.
Ella teme que su mano se cierre en el aire, pero la peonza es bastante sólida. Ella curva los dedos alrededor de la peonza con fuerza. Es cálida y le hace cosquillas ligeramente, o es su piel la que hormiguea. Se la lleva a los labios y siente su carga como un suave beso. Luego mira fijamente el cabello del bebé y lo toca con la yema del dedo para estar segura. Lo acaricia. Está mojado como el de Jesse.
Sarah ha llamado a su hija Ariel.