Créditos

    Irkadura

    Obra Original Irkadura (Copyright © 2014 by Ksenia Anske.,CC-BY-NC-SA)

    kseniaanske.com

    Traducción y Edición: Artifacs, abr - 2020. (versión 2.0)

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    Diseño de Portada: Artifacs, Fotos de Max Pixel bajo licencia CC-0.

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Sobre Ksenia Anske

    

    Ksenia nació en Moscú, Rusia, y viajó a los EEUU en 1998 sin saber inglés, sin haber estudiado arquitectura ni soñar que acabaría escribiendo. "Siren Suicides", una fantasía urbana ambientada en Seattle, es su primera novela. Ella vive en Seattle, con su pareja y sus tres hijos combinados, en una casa que a ellos les gusta llamar "The Loony Bin" [NdT: algo así como "El Arca de los Chiflados"].

También por Ksenia Anske

The Badlings

Rosehead

Suicidios de Sirena (2a Edición)

    

Capítulo 1

Ratón

    Me despierto y busco al tacto al jabalí. El jabalí es Lyosha Kabansky, el novio de mamá. Él está ahí, roncando. Es uno de septiembre. Ya no necesito ir a la escuela y podría haber seguido durmiendo, pero me voy. Él intentó venderme ayer, dijo: —Irkadura, este es Vova. Ya sabes lo que hacer. Te daré un rublo para un helado. - Yo no quería hacerlo, así que me pegó. Luego me tomaron. Se turnaron, Lyosha y Vova. Borrachos.

    Me convertí en un ratón para escapar de ellos. Es más fácil de esa manera.

    Tengo dieciséis años y soy muda.

    «Es bueno que tengas una polla gorda, Lyosha. Que tengas algo a lo que agarrarme cuando te destripe.»

    Es como si él me hubiera escuchado. Masculla y se gira hacia mamá.

    Mi mamá es un bagre. Ella duerme al otro lado de Lyosha, inmunda, gorda y desnuda. Se convirtió en un bagre cuando yo tenía dos años, el día que dejé de hablar.

    Yo estaba sentada en el orinal y aprendí a decir mi primera palabra, dura. Me acerqué a pasitos cortos hasta mamá y le dije: —Dua. - No sabía pronunciar la r.

    Ella mantuvo los ojos cerrados. —Silencio.

    Observé moverse las cortinas, las cortinas granate sobre la ventana del balcón. El parqué podrido meado por gatos y perros. —Dua, - dije, muy feliz de poder decirlo. —Dua, dua.

    Ella dijo: —Vete.

    Yo le toqué el hombro.

    —¿Qué? - Ella se sentó erguida. —¿Qué quieres?

    —Dua.

    —¿Quién es dura? Irka, ¿quién te ha enseñado eso, eh? - Su cara estaba arrugada con pliegues de almohadas. —Serás boba. Yo te daré dura. - Me golpeó.

    Huí hasta el orinal y lo volqué. Mi orina me empapó la camisa y me salpicó en la cara. Ella me pegó. Cuando levanté la vista, mi mamá ya no estaba. En su lugar había un bagre. Un bagre grande y aterrador. Se suspendía sobre mí con su boca abierta y respiraba su hedor estancado en mi cara. Me hacía daño. Me mordí la lengua en el suelo junto a las cortinas, justo junto a las cortinas granate.

    Nunca dije una palabra más.

    Lyosha resopla, abre un ojo.

    Yo me congelo.

    —¿A dónde vas?

    «Donde descuarticen cerdos como tú.»

    Él murmura algo y vuelve a quedarse dormido.

    Él se presentó en nuestra puerta el año pasado, claveles rojos en una mano y una botella de Stolichnaya en la otra. Un carnicero liberado tras tres años en prisión. Yo supe que era un jabalí de inmediato, por el codicioso brillo en sus ojos.

    La primera noche emborrachó a mamá y me lo hizo por primera vez, y todas las noches después de esa. Yo no era virgen y eso lo decepcionó y enojó. Me abofeteó. Había decenas antes que él, mestizos que mi madre recogía de las sucias calles de Moscú. Hombres sucios sin dinero a los que les gustaba usar mis partes.

    Me pellizco. «Vete, imbécil. Sal de aquí.»

    Pienso en todo lo que odio.

    En la risa burlona y explosiva de Lenochka. En los chistes de la tía Sonya. El olor a gato, ácaros en la cama, ropa de cama sucia en el suelo. Sexo canino bajo la mesa de la cocina. La abuela ahogando cachorros recién nacidos en el balde. Pilas y pilas de platos sucios en el fregadero de la cocina. Y los gritos sobre quién va a lavarlos, los chillidos y los alaridos, las peleas y los tirones de pelo.

    Me visto en silencio, robo cinco rublos del escondite de mamá bajo una botella de vodka vacía, lleno mi mochila con un cambio de ropa y salgo de puntillas al corredor. Conozco todas las tablas que no crujen. Cierro la puerta principal, me deslizo por dieciocho tramos de escaleras y salgo a la intemperie hacia las hojas amarillas y al viento.

    —¡Irkadura!

    Estiro el cuello. La abuela me saluda desde la ventana del noveno piso de nuestro Brezhnevka con fachada de descoloridos azulejos veteados de moho. —¿A dónde vas? ¡Son las siete de la mañana! ¡Ya no tienes que ir a la escuela! - Ella es la cucaracha.

    Tía Sonya se asoma, el gran arenque. —¡Irkadura! ¡Vuelve! ¡Saca a los perros!

    Lenochka se asoma por debajo, la arenquito. —¡Irkadura ha perdido la cabeza! ¡Irkadura ha perdido la cabeza! ¡Irkadura ...!

    Sonya le da un bofetón. —Calla. Que la gente está mirando.

    Lenochka solloza.

    —¡Irka, espera!

    Corro sin mirar y me choco con un niño en uniforme azul marino con una pequeña estrella de Octobrist en la solapa. Tiene un ramo de ásteres. Su madre me dice: —Mira por dónde vas.

    Salgo disparada por el largo bloque de apartamentos, con sus porches mugrientos e hileras de arbustos de moras espolvoreados con bayas blancas que me gusta reventar. Doblo la esquina y paso por la tienda de comestibles y el quiosco de helados que vende chicle de café, mi sabor favorito. La tienda de deportes con bicicletas en exhibición, Kama y Salut. Yo quiero una Salut, pero cuesta cien rublos y nadie en mi familia puede permitírselo.

    Me detengo en el jardincito público de mi escuela, número 318. Está enmarcado de castaños. En el centro de la plaza de asfalto los parterres de begonias rodean una estatua de Lenin a tamaño natural. Uno de sus brazos señala el brillante futuro del proletariado y el otro se agarra la solapa del abrigo. Sus ojos están muertos y manchados de caca de pájaro.

    Doy patadas a las cáscaras del castaño. Algunas están abiertas con granos brillantes en su interior. Recojo una, la pelo y la lanzo a una bandada de palomas. Estas se dispersan.

    Los niños festivos y sus padres comienzan a llegar a la plaza para el primer día escolar. Niños con uniformes de traje azul marino y niñas con delantales de encaje blanco sobre vestidos marrones, trenzas atadas con cintas, conducidas por sus mamás, papas y abuelas.

    Recojo un puñado de castañas y apunto a una chica. Parece de unos ocho años, regordeta y sonriente, va de la mano de una mamá elegante y con labios pintados.

    «Lástima que no sean piedras para quitarte esa sonrisa.»

    La tiro y fallo por un metro, recojo más.

    «¿Porque estas tan feliz? ¿Qué has comido en el desayuno, caviar? ¿Te has frito la gorda barriguilla todo el verano bajo el ardiente sol de Krymsky?»

    —Ciudadana Myshko.

    Me giro en redondo.

    La estatua de Lenin me está hablando. —Ven, ciudadana. Tengo una pregunta importante que hacerte. ¿Cuál es tu objetivo en la vida?

    «Yo no tengo vida.»

    —¿No lo sabes? Ay ay, eso no es bueno. Yo te lo diré. Tu objetivo en la vida es dedicarte al estado soviético y convertirte en bolchevique.

    Las castañas caen de mi mano.

    Lenin menea un dedo hacia mí. —¿Qué es un bolchevique? Un bolchevique es quien lidera nuestro trabajo revolucionario. - Pronuncia la r de una manera extraña y paralizada. —¿Sabes de qué trabajo estoy hablando, Myshko? - Un estruendoso paso fuera del pedestal, aplasta las begonias bajo sus botas.

    Mis palmas están sudando. Retrocedo hasta un banco.

    —No, ya veo que no lo sabes. Es una pena. Diez años escolares y todos desperdiciados. Tú, ciudadana Myshko, eres de la facción menchevique. Lo veo. - Otro paso. —Eres un ratón, una alimaña egoísta. Una criminal.

    No me puedo mover.

    —Tu crimen es que no entiendes la esencia del poder soviético.

    Pioneros con pañuelos rojos se separan de la multitud de la escuela y acuden en su ayuda.

    —¿Estáis listos? - Les pregunta él.

    —¡Siempre listos!, - Dicen, y se transforman en pájaros carpinteros gigantes con ojillos hambrientos. Me picotean.

    —¡Otra vez te has olvidado el pañuelo!

    —¡No lo has planchado!

    —¡Serás expulsada de la Organización de Pioneros!

    Retrocedo acobardada.

    —¿Sabes qué les sucede a los malos pioneros, ciudadana Myshko? -Dice Lenin. —¿A esos pioneros que se niegan a unirse a la revolución comunista?

    «Se convierten en trastornados maniáticos con cabezas llenas de falsas teorías de igualdad.»

    —Sus cuellos se parten así. - Lenin toma un pájaro carpintero y lo retuerce. Un hueso cruje, las alas se agitan espasmódicamente y cuelgan flácidas. Él me lanza el pájaro carpintero muerto a los pies. —Esto es lo que les sucede a aquellos que no creen en el poder soviético. ¡El poder soviético triunfará en todo el mundo! - El segundo pájaro carpintero es partido en un instante. —¡Necesariamente! - El tercero. —¡Inevitablemente! - El cuarto. —¡Permanentemente!

    «Yo creo en mi trasero, porque tu gobierno es una mierda. Tu propaganda son mentiras. Prefiero morir que encajar con tus ideales.»

    Golpeo a la estatua en la cara con la mochila. Esta se vuelca y cae entre una nube de polvo. Los pájaros carpinteros chillan y se desbandan.

    Corro bajo el arco entre dos bloques de lúgubres apartamentos, cruzo un patio de juegos roto y emerjo junto a la línea de autobuses y trolebuses en la estación de metro de Belyaevo, donde me uno a la sudorosa multitud que se comprime a través de las batientes puertas de vidrio. Las náuseas se apoderan de mis entrañas. Mi boca sabe agria. Paso junto al encargado de la cabina que le grita a un pensionista debido a un permiso obsoleto, presiono ambos pulgares contra las barreras del torniquete y salto sin pagar.

    —¡Ey! ¡Alto! ¡Milicia!

    Vadeo un ruidoso andén lleno de gente. Columnas de mármol, paneles de acero con relieve de pájaros de cuento de hadas. Me detengo en el mismo borde y observo el tren salir del túnel como desde las entrañas del metro de Moscú. El tren se arrastra por las vías como una tenia verde de cinco ojos y ocho segmentos de cuerpo.

    Las puertas correderas se abren. Cuerpos ansiosos me empujan adentro. No hay espacio para estar de pie libremente ni aire para respirar. Más gente empuja desde el andén. Estalla una disputa.

    —Suelten las puertas, -dice la voz del maquinista a través del intercomunicador.

    Agarro el pasamanos y me suspendo sobre aquellos que han logrado sentarse. Se anuncia la próxima estación y las puertas se cierran de golpe. El tren se abalanza hacia un mesurado staccato de ruedas. Los cuerpos se mueven con este, con su mal aliento, su olor a piel sin lavar, dientes amarillentos y ojos opacos.

    Una mano aterriza en mi trasero.

    Me tenso.

    «Pervertido.»

    No hay espacio para poder girar y mi visión se nubla por la urgencia de vomitar. Trago para contenerlo, entorno los ojos. Las paredes del vagón están marchitas, del color de la yema de huevo podrida. Luces tenues. Una gota de sudor cálido me baja por la espalda debajo de la camisa y sé que está viniendo. El aire a mi alrededor se pliega con un chapoteo y yo me encojo y ...

    El ratón se sienta en el suelo arenoso en un estrecho hueco entre zapatos interminables. Chilla. Tiene miedo. Siente una cosa larga y viscosa chapoteando en su interior, la cosa que vino del jabalí. La que brotó y se desenrolló y se alojó en la barriga del ratón y se enganchó en su intestino. El ratón taconea un baile frenético. Cuando el tren se detiene, sale deprisa, esquivando pies que apisonan.

    Vuelvo a mí misma y parpadeo, y presiono la cabeza contra la fría columna de mármol. Una luz brillante reluce en mis ojos. El calor rancio del metro se aferra a mi piel. El zumbido de los viajeros y trenes yendo y viniendo. Una cara solícita pregunta: —¿Estás bien? - Una palmada en el hombro. Yo asiento. Casi me he desmayado. Esto no es bueno. Ese terrible pensamiento vuelve a mí. No lo quiero, pero se queda. Me da la murga con molesta repetición.

    «Estoy embarazada.»

    «A pesar de la rodaja de limón, a pesar del permanganato potásico.»

    Me levanto el suéter, agarro un puñado de piel y lo retuerzo hasta que duele.

    «Te lo mereces, dura. Te lo mereces.»

    Mi diafragma impulsa arriba la bilis agria y no sé cómo no vomito. Me levanto, trago, me limpio la boca con el dorso de la mano, camino hacia el centro del vestíbulo e inclino la cabeza hacia arriba.

    El panel de indicadores dice que es la estación de Teatralnaya.

Capitulo 2

Tortuga

    Me detengo en la parte superior de las escaleras del paso subterráneo y agarro el pasamanos para detener el balanceo. La avenida está congestionada con el tráfico. El canto histérico se eleva desde el centro de la Plaza del Teatro junto a la estatua de granito de Karl Marx de dos toneladas. Los gallos se congregan a su alrededor, agitando sus crestas y barbas y banderas rojas en clamor e indignación. Un gallo se sube a una plataforma y grita con un megáfono frases cortas que salen de las paredes. —¡Demandamos! - y —¡Aprecia el destino de Rusia! - y —¡Por Stalin!

    Me aventuro por la acera contra el flujo de los curiosos espectadores. La luz del semáforo cambia a verde y cruzo la calle, alejándome de esta farsa y doblando la esquina hacia un tranquilo vecindario dormitorio.

    Después de un rato, paso por un estalinista bloque de apartamentos y camino bajo su arcada hacia un patio interior. Algo en ello parece tranquilo y tentador. Cuatro edificios forman un saco de piedra de diez pisos de altura e incontables ventanas. Los callejones están plantados de álamos y maleza descuidada. En la sombra al fondo del patio hay una mansión de dos pisos del color de las cáscaras de huevo. Una columnata despegada recorre el porche y dos pesadas puertas con picaportes dorados exhiben carteles en sus ventanas.

    «EL TEATRO DE CÁMARA», está impreso en el letrero.

    El teatro está rodeado por una baja verja de hierro forjado. Abro la oxidada puerta y entro. Llego a la entrada lateral con su pequeño patio separado y cercado por arbustos de bayas nevadas. Tres bancos se alzan junto a una fuente rota, asfixiada de hojas caídas. Recojo un racimo de bayas, las dejo caer al suelo y las reviento con el pie, dejando manchas brillantes en el asfalto.

    Un automóvil de aspecto caro llega hasta la puerta y aparca. Un mercedes. El hombre que sale del lado del conductor tiene unos veinte años, es alto, rubio y afeminado en sus movimientos. Su pasajero es más joven, más bajo y más musculoso, y su cabello es oscuro.

    El rubio es un guacamayo, el loro de cola larga, decido yo, por su abrigo azul y su cabello dorado. Y el otro es una mariposa, una almirante negra, negra como la seda negra de su cabello.

    Me ojean, miran a través y por encima de mí como si yo fuese un accesorio o una estatua de piedra. Suben las escaleras y desaparecen dentro.

    Mi corazón late rápido y alto.

    «Oh, tú, romántica sentimental Irina Myshko. ¿Es que no has visto actores en tu vida?»

    Pero mis pies no escuchan y me llevan por las escaleras hacia la penumbra del vestíbulo del teatro. Una escalera de mármol desgastada sube y baja desde el rellano. En la pared de la derecha cuelga un tablón de anuncios con letreros tan viejos que su papel se ha vuelto amarillo. A la izquierda hay un tabique de cristal y detrás una salita donde una mujer está encorvada sobre un escritorio. Ella tiene entre cincuenta y sesenta años, hombros envueltos en un mantón de piel, y su nariz puntiaguda sostiene unas gafas de gran tamaño.

    Una tortuga, pienso yo. Una tortuga rusa.

    Suena el teléfono y ella lo contesta.

    —Teatro de cámara. ¡Ah, Tanechka! No, él todavía no está aquí, pero vendrá pronto, ¿me oyes? - Se pasa el auricular a la otra mano. —Ya conoces a Sim, él nunca dice la hora. - Golpea con un bolígrafo en un libro de contabilidad abierto. —Pavlik y Kostya acaban de llegar, así que mejor date prisa.

    Me dirijo a ella. Ella me oye y levanta sus inquisitivos ojos sin dejar de escuchar el receptor.

    Yo noto un papel pegado al cristal.

    SE NECESITA MUJER DE LIMPIEZA .

    Ella cuelga el teléfono y me mira con su arrugado cuello extendido.

    Abro la cremallera de mi mochila, saco mi bloc de notas, escribo y arranco la página. La deslizo en la ranura de recepción. Ella ni siquiera la mira, me la devuelve.

    —¿Para qué es esto? No necesito esto.

    Yo hago mi pantomima.

    —Ah, eres una de esas. Ya entiendo. - Ella me despide con un movimiento de la mano. —Bueno, no tengo nada para ti, ¿me oyes? Vete. No necesito tus baratijas. Este es un teatro, no un mercado. ¡Seryozha! - llama ella a las escaleras de abajo.

    Yo empujo el papel dentro otra vez.

    Ella aspira el aire. —¿Qué crees que es esto, un juego? Te he dicho que salgas, que el diablo te lleve. Todos mendigando, canallas necesitados. ¡Seryozha! ¿Dónde diablos está este tipo cuando le necesito?

    Se deja caer en su silla y marca un número.

    —¿Vladimir Kuzmich? Soy Faina Ilinichna. Tengo una sordomuda aquí, sí. Seryozha se ha ido a algún lado y necesito que la acompañen fuera. ¿Podrías tú ... sí? Gracias. - Cuelga el auricular y garabatea algo en su libro de cuentas.

    Yo deslizo la página de nuevo y esta entra flotando hasta encima de su escritorio.

    —He dicho que no necesito esto. - Ella la lee y su rostro se suaviza. —Ah, ¿tú vienes por el trabajo? ¿Por qué no me lo has dicho antes?

    Me muerdo la lengua, metafóricamente hablando.

    —Bueno, no podemos contratarte si eres sorda.

    Deslizo dentro mi certificado de discapacidad.

    —Myshko, Irina Anatolievna, muda, inválida desde los dos años. Dios mío. - Ella levanta la vista. —¿No puedes hablar en absoluto? ¿No? Eso es horrible. Y yo, qué vieja dura, pensé que eras una de esas de la terminal de trenes, que el diablo me lleve. - Abre la puerta. —Bueno, pues entra. ¿Quieres un poco de té?

    Paso dentro.

    La salita es como un pequeño armario.

    —Aquí, siéntate.

    Ella me señala la mesa redonda en la esquina, cubierta con una tela a cuadros rojos y blancos. Encima hay una tetera eléctrica, una tetera de porcelana, una caja de té indio, tazas, platitos y un paquete abierto de galletas de mantequilla. Yo me siento sobre un taburete desvencijado.

    —Ahí tienes.

    Ella comienza a hervir agua.

    —Mira que ojos azules tienes, como los de mi Allochka.

    La aflición nubla su rostro y lo arruga.

    —Allochka es mi hija. Era mi hija. Murió el año pasado en un accidente de coche. Todo por Sashka, ese alcohólico, el demonio se lo lleve. Le dije a ella, le dije, no te mezcles con ese inmundo. ¿Crees que me escuchaba? No, nunca. Terca como su padre.

    Se limpia la nariz en un pañuelo, me sirve té.

    Me quedo sentada inmóvil, temerosa de romper el hechizo.

    —Él condujo directamente hasta un árbol y ella murió al instante. Cuando me lo dijeron por teléfono, pensé haber escuchado mal. Pensé que no podía ser mi Allochka, simplemente no podía ser. Ella es demasiado joven para morir. - Solloza, se limpia una lágrima de la mejilla y levanta las gafas.—Mírate, tan joven. Algún día serás madre. Dios no te permita sobrevivir a tus hijos, ¿me oyes? ¡Dios no lo quiera! Es mejor morir juntos. Pero yo soy demasiado cobarde para seguir a mi Allochka, demasiado cobarde.

    De repente, está lívida.

    —¿Y ese sinvergüenza de Sashka? ¿Sabes lo que le pasó? Salió andando. Lo soltaron. Brezhnev lo habría metido en la cárcel de inmediato. - Se inclina sobre la mesa. Puedo ver el pelo negro de su fino bigote.

    —Qué tiempos que vivimos, mira lo que está sucediendo. Escupen a la ley. Todos están corruptos. - Golpea la mesa con la palma de la mano. —Todos los días veo las noticias y todos los días alguien es asesinado. Todos los días. Las tasas de criminalidad están altas, los precios están altos. No puedo comprar una barra de pan por veinte kopeks como solía hacerlo, y mi salario sigue siendo el mismo. ¿Qué debo hacer, morirme de hambre? ¿Mendigar en la calle? Dime.

    Me encojo de hombros

    —Sé buena con Vladimir Kuzmich si te contrata. Pareces una chica honesta y decente, no como esa puta de Lida. Qué perezosa, nunca hacía un trabajo a derechas, ni una sola vez. Luego le dejó un bombo una escoria de tipo y eso fue todo. No te quedes mirándolas, cómetelas.

    Yo sorbo té, tomo una galleta y no me percato de que me he comido la mitad del paquete. Es mi desayuno.

    La puerta se abre y el horror me invade.

    La nariz afilada, la panza de cerveza abotonada en una chaqueta gris, los pantalones arrugados y lo que hay dentro de los pantalones.

    Vova, el amigo borracho de Lyosha de ayer.

    «El chacal.»

    Me reconoce de inmediato. Se frota las manos y sus labios se estiran en una sonrisa llena de presunción. —¿Es esta tu mendiga, Ilinichna?

    Le mantengo la mirada. «Te estiraré la nariz hasta el estómago y la reventaré como un globo.»

    —Ah, Vladimir Kuzmich - Faina trabaja. —Olvida eso ahora. Te he molestado por nada. Ella viene por el trabajo.

    —¿En serio? - Él me estudia —Shakalov, Vladimir Kuzmich, director de teatro. - Extiende la mano.

    No puedo tocarla. Allí se suspende frente a mí, piel seca, huesos susurrantes y uñas demasiado grandes.

    —Levántate, - me dice Ilinichna, —es muda.

    —Lo sé.

    —¿Lo sabes?

    —Si.

    Siento su mirada viscosa en mi piel y me inclino, estrecho su mano y la aplasto. Pero él es más fuerte y me tritura la mía y yo hago un mohín por el dolor.

    —Nos hemos visto antes, ¿verdad?. - Chasquea la lengua. —Creo que trabajará muy bien, Ilinichna, gracias. Sin lamentos, sin quejas. Me gusta eso. Mi padre solía decir que el silencio es una virtud. Probaremos un tiempo, veremos cómo te va y luego hablaremos del sueldo.

    La palabra se aloja en mis entrañas como una piedra. Cuando él me lo hizo, me dijo que ese era mi pago por la desobediencia.

    —Tenemos una gran actuación esta noche. Entiendes lo que eso significa, ¿no? Personas importantes estarán aquí. Todo tiene que estar como los chorros del oro. Vas a barrer y fregar el escenario y el auditorio y acabarás a las seis en punto. ¿Entiendes?

    Lucho con el ratón dentro de mí.

    —Ven, te mostraré esto.

    Me saca a rastras y estoy a punto de perder la cabeza.

    Sus orejas se disparan hacia arriba, brota lana en su barbilla y en sus mejillas y le sube por la frente. Sus extremidades se pliegan y sus uñas se arrugan y se ennegrecen. Los escalones bajo mis pies se desmoronan y las paredes se doblan para formar una estrecha caverna que apesta a heces de animales. Las raíces se me enredan en el pelo y la arena me llena los ojos y la boca y huele a tierra húmeda.

    «Ahora no, por favor, ahora no.»

    Entumecimiento debilitante me atenaza.

    Él pone la mano en mi pecho. —Ahora tranquila. No desperdicies tu energía por nada. Estoy siendo amable contigo, te estoy dando un trabajo. Es muy simple. Sabes cómo complacerme, ¿no? Compláceme y estate callada, dura. - Una garra está subiéndome la camisa y la otra me está bajando los pantalones y luego ambas están en mi garganta...

    El ratón chilla. El chacal lo lanza al aire y lo atrapa entre sus mandíbulas y lo arroja por ahí, jugando. El ratón escapa escurriéndose. Una pata lo golpea y lo empuja hacia atrás y, cansado del juego, el chacal hace su movimiento depredador. Torcidos dientes afilados se hunden en el ratón y este suelta un pitido de pánico, pero no resulta devorado. Es masticado y mascado y escupido vivo, para otra vez, para otro juego.

    Estoy tumbada en un suelo de baldosas frías en un cuarto de servicio con luz tenue y confusa. Un fregadero agrietado. Una maraña de tubos llenos de telarañas, viejos baldes de aluminio, escobas, una escalera. Huele a trapos húmedos y moho. Me apoyo en la pared, tiro de mí misma para levantarme y quedo de pie en la semioscuridad.

    «¿El chacal por el jabalí, Irina Myshko? Bonito cambio.»

    Camino penosamente hacia la puerta y me asomo.

    Un largo corredor de paredes de color beige y puertas de madera. Linóleo deformado en el suelo, fisuras en las paredes y nada más. No hay recuerdo en mi mente de cómo he llegado aquí.

    Escucho voces.

Capítulo 3

Loros

    —¿No deberíamos ensayar? - Dice la primera voz, masculina, baja y grave. Algo en ella me hace temblar. Regreso a la habitación y dejo la puerta abierta una rendija para escuchar. El sonido de los pasos se mueve en mi dirección. —Quiero practicar solo hoy, Pavlik, espero que no te importe. - Esta es masculina, aunque algo femenina y nasal, y las vocales son largas y arrastradas. —Lo siento, es que necesito estar solo.

    Los veo.

    Los actores, el guacamayo y la mariposa.

    —No es nada personal, ¿vale? - Dice el rubio. Veo su rostro, anguloso, aviar y exótico.

    Se detienen directamente frente a mí, a un par de metros de distancia.

    Aguanto la respiración.

    —Kostya, por favor, - dice Pavlik. Su perfil es suave, sus labios son gruesos y retorcidos. —¿Es acaso porque ...?

    —No. Alto. No lo es. Ya te lo dije.

    Cierro los ojos y permanezco quieta, temerosa de que giren la cabeza y vean mi sombra o escuchen los latidos de mi corazón. Un tintineo de llaves y miro fuera. Veo a cada uno entrar a su propio vestidor, puertas lado con lado.

    Niego con la cabeza. «Esto es malo, Irina Myshko. Lo único que te faltaba ahora es enamorarte de un actor.»

    Me acerco de puntillas a la puerta de Pavlik.

    «Déjate de tonterías, ponte a trabajar.»

    En vez de eso, leo su nombre impreso en un trozo de papel metido en una ranura de plástico transparente: BABOCH PAVEL ANTONOVICH, ACTOR.

    Y en la puerta de al lado: ARAEV KONSTANTIN MIKHAILOVICH, ACTOR.

    «Pavel.»

    Pongo silenciosamente el nombre en mi lengua. Siento una agradable sensación. Me arde la cara. Me gusta su porte orgulloso y su forma de hablar cortés y sin prisas. Presiono el oído contra la puerta y lo escucho tararear una agradable melodía, sus pies susurran sobre el suelo en un vals lento.

    Mi pulso se acelera. Me pregunto cómo debe de ser estar en el escenario inundado de luces y decir hermosas palabras y hacer reír o llorar.

    Él deja de bailar, camina hacia la puerta.

    Me lanzo dentro del armario y agarro la escoba de la esquina. Me asomo por la puerta y no veo a nadie, así que corro, volviendo sobre los pasos de los actores por las escaleras y a lo largo de un pasillo y, de pronto, me tropiezo con un espacio grande y oscuro (la sala de espectáculos del teatro de cámara), llena de hileras de sillas y de las partículas de polvo a mi paso y de la débil luz de la puerta. Un enorme candelabro de cristal centellea débilmente en medio de un techo alto.

    Me arrastro fila por fila y llego al escenario, ojeando las doradas vigas y varillas entrelazadas en una pajarera de tamaño humano. Empiezo a barrer, luego me pauso, la escoba flota sobre el piso, mis ojos fijos en nada. Me pregunto si el cabello de Pavlik es tan suave y aterciopelado como las alas de una mariposa.

    «Corta esta idiotez, Irina Myshko, eres fea.»

    Me pierdo en el trabajo y la repetición mecánica y, tras un rato, miro la pila de basura barrida. He olvidado buscar un recogedor. Apoyo la escoba en la pared y salgo corriendo, doblo una esquina y choco contra él.

    «Pavlik.»

    El está sorprendido. Su rostro está pintado con maquillaje completo y su rostro parece insensible y severo debido al fuerte contraste de la base de talco y la sombra de ojos oscura. Va vestido con un ajustado leotardo negro y un par de grandes alas negras sobresalen de su espalda.

    —Lo siento, - dice, —no te vi venir.

    Le miro. Sé que si miro por más tiempo seré una causa perdida, y lo soy, y nada puede hacerme apartar la mirada.

    —Soy Pavel. - Él ofrece su mano. —Pavel Baboch.

    Me apresuro a rodearle.

    —¿Dónde vas?

    Esquivo una bandada de actores disfrazados de pájaros exóticos. Cacatúas, periquitos, loritos. Todo tipo de loros. Sueltan risitas de camino a la sala de espectáculos, con un vago olor a perfume, talco y humo en ellos. Yo bajo saltando los escalones hasta el final del pasillo, me estampo contra la puerta del armario, me doblo y jadeo con los pulmones en llamas. De alguna manera he encontrado mi camino.

    La cara de Pavlik se suspende en la penumbra como una postimagen y esta me produce dolor.

    Es inútil tratar de atrapar una mariposa. O bien la persigues como un idiota durante horas solo para que se aleje revoloteando justo en el momento en que crees que ya la tienes, o la atrapas y le arrugas las alas en el puño sudoroso y se te muere en la mano.

    Tomo una profunda respiración, encuentro un recogedor y regreso caminando con la cabeza gacha.

    Unos diez actores y actrices rodean la jaula, colgados de ella o subidos o apoyados en ella para conversar. Todos usan leotardos ajustados y alas falsas, sus caras pintadas de violeta, verde brillante, turquesa, magenta, rojo. Distingo a Kostya por su brillante cabello dorado y su alta y delgada cosntitución en azul. Azul y oro. Pavlik le dice algo y se ríen.

    Recojo la basura y la llevo a la papelera del pasillo. Me tiemblan las manos. Camino de regreso al armario, saco un acartonado trapo de debajo del fregadero y lo ablando en agua caliente. Lleno uno de los baldes de aluminio, drapeo el trapo escurrido en la escoba y vuelvo perezosamente.

    Empiezo a fregar.

    Llamadas al escenario, carcajadas.

    Una mano me toca el hombro. —Perdón por molestarte.

    Me aparto asustada.

    Pavlik aparta rápido la mano. —Quería disculparme por asustarte en el pasillo.

    «¿Asustarme?» - Eso es tan ridículo que sonrío.

    —Sí, lo sé. Quedan estúpidas. - Se toca las alas. —Es para el estreno de esta noche. ¿Te vas a quedar a mirar?

    «¿Estreno?»

    —¿Pasa algo malo?

    Kostya se acerca paseando. Está masticando chicle. —¿Con quién estás hablando?

    —Con nuestra nueva conserje, creo.

    Las palabras están en mi lengua. «Irina, un placer conocerte.» - Como siempre, se rompen en mis dientes y se disuelven.

    —¿Estás bien?

    —¿Cómo te llamas? - Kostya hace un globo y lo revienta. —¿Sabes su nombre?

    Yo hago mi pantomima.

    —¿No puedes hablar? - Pregunta Kostya. —¿También eres sorda?

    —Kostya.

    —¿Qué? Solo estoy llamando a las cosas por su nombre. Los artistas deben decir la verdad, Pavlik, ahí radica nuestra supremacía sobre los campesinos comunes. - Una burbuja estalla y una película blanca de goma de mascar se le pega a los labios.

    «Me encantaría ver que te pegan un tiro, creo. Los campesinos.»

    —Lo siento, - dice Pavlik.

    Una salva de aplausos nos hace girar y mirar.

    —¡Buenos días, hijos! - De la penumbra de la fila de atrás emerge un hombre alto y corpulento. Una foca. Ojos astutos. Cara brillante bien afeitada. Manos en los bolsillos de un traje caro. Una bufanda malva alrededor del cuello, las puntas echadas sobre sus anchos hombros carnosos.

    —¡Buenos días, Sim!

    —¡Buenos!

    Kostya se acerca y besa ligeramente al hombre en cada mejilla. Los actores saltan del escenario y lo rodean en enjambre.

    —Basta. - Se los sacude, aunque sus ojos danzan con deleite ante la atención. —Continuad.

    Vuelven a subir al escenario.

    —¿A qué vienen esas caras largas? ¡Despertad! - Aplaude. El sonido hace eco en el techo. Su voz llena el auditorio. —Pavlik es el primero. Kostya, tú eres el siguiente. Tanechka, ¿qué te ha pasado en la cara?

    —¿Qué? - Tanechka, una lorito roja, se palpa las mejillas.

    —¿Por qué está hinchada? Ve a ponerte una compresa fría. Vuelve al escenario en diez minutos. ¡Andando! - Él aplaude y ella ya está fuera.

    —¿Quién eres tú?

    No me siento las piernas.

    —¿Quién es esta? Que alguien me lo diga, parece que ella se ha tragado la lengua.

    Pavlik le susurra al oído.

    —¿Ah, sí? Qué desafortunado.

    Pavlik dice algo más.

    —Le preguntaré a Shakalov. Lo siento, hija mía, no lo sabía. Mi nombre es Kotik, Simeon Ignatievich. Sim, para abreviar. Soy el director de teatro. Tú debes de ser nuestra nueva conserje.

    Asiento.

    —Entiendo que estás haciendo tu trabajo, pero necesito que te marches. Vamos a comenzar nuestro ensayo. - Me clava con la mirada, como si pudiera ver a través de mí.

    No puedo soportarlo. Giro y huyo, fregona y balde en alto.

    «Volveré para verte actuar, Pavlik.»

    Froto y lavo y limpio, y he terminado una hora antes de las seis. Compro una ensalada Olivier en la cafetería y me la como y la baño con un té caliente con azúcar mientras espero. El teatro brilla con un emocionado silencio antes de la actuación. La cafetería está vacía, salvo por la camarera aburrida. Pongo el plato en la bandeja de metal para los platos sucios y me dirijo al vestíbulo para espiar a los espectadores que hacen cola. Retiro la pesada cortina de terciopelo y los veo a través del cristal rayado por la lluvia. Esta golpea en los tejados de sus paraguas, brillando a la luz de la farola.

    Los pasos y las voces de los ujieres vienen doblando la esquina.

    Un momento de pánico y me lanzo por el pasillo y cruzo la puerta antes de que me vean. Me escondo detrás de una cortina junto a la puerta más cercana al escenario y me asomo. Los músicos entran al foso de la orquesta, mueven sillas, se sientan y afinan sus violonchelos y violines y prueban el piano.

    El jaleo de la multitud supera los gritos de los ujieres.

    —¡Entradas! ¡Entradas! ¡Muestre sus entradas!

    El público entra en un flujo y, en minutos, el lugar está a rebosar. Todo asiento está ocupado. Hay gente de pie en los escalones alfombrados entre las secciones de las filas y apoyada sobre los bordes dorados del balcón, gritando. Me escapo por detrás de la cortina y me mezclo dentro.

    El candelabro se atenúa. La oscuridad acalla el ruido. Las luces del escenario lanzan pilares de verde, azul y amarillo sobre el telón rojo. Todo se va calmando y, durante unos segundos, no hay ni un sonido. Luego, una tos rompe la tensión y, como por una señal tácita, el salón estalla en aplausos. Estos crecen, se elevan y mueren. El director sube al podio y levanta su batuta. La orquesta comienza a tocar música ligera y lúdica.

    Me pongo de puntillas para ver mejor sobre las tres filas de cabezas frente a mí.

    Se abre el telón. Kostya sale caminando de forma pomposa. Él es deslumbrantemente azul. Sus gestos son cómicos, exagerados y aviares. Se mueve vivaracho, brinca, salta y extiende los brazos como alas a la música sin palabras. Uno por uno, más loros salen pavoneandose. Pavlik es el último, una mota de negro en medio del color. Los demás se apiñan a su alrededor y lo revuelven y lo obligan a entrar en la jaula. Kostya habla en versos, pero yo no lo oigo. Estoy al límite. Sé que es una obra de teatro y que no debería preocuparme, pero no puedo evitarlo. La forma en que sacuden la cabeza y apuntan a él como si fueran a matarlo.

    Mi corazón está en mi garganta y ...

    El ratón no ve a los pájaros desde el suelo pero los oye, el aleteo de sus alas y el rascado de sus garras y sus hambrientos graznidos. Atacan a la mariposa. Le gritan y le martillean. El ratón huye correteando hacia las escaleras que conducen al escenario. Está oscuro y cargado y caluroso. No puede encontrar su camino, va en círculos sin rumbo y se agita y salta asustado por el sonido de cientos de palmas aplaudiendo.

    Los aplausos me traen de vuelta.

    —¡Bravo!

    —¡Bis!

    —¡Kotik! ¡Kotik!

    Con los brazos abiertos en señal de bienvenida, Sim sale paseando y une las manos con los actores mientras estos se estiran en fila y se inclinan en reverencia. Soplan besos, se retiran, se toman de las manos y se inclinan, una y otra vez. Finalmente, no regresan. Se cierra el telón. Los músicos comienzan a empacar sus instrumentos y a marcharse, y los espectadores salen en un murmurante flujo.

    Yo camino hasta el vacío foso de la orquesta y doy media vuelta para mirar detrás de mí. Estoy sola.

    «Eres un ratón, Irina Myshko, una criaturita endeble. Has pasado tu vida escondido en un agujero y apestas a excrementos de roedor. ¿Adónde crees que vas?»

    Me subo al escenario.

Capítulo 4

Chacal

    Mi corazón está en mi boca. Ya no sé cómo parar. Miro hacia la sala de espectáculos. Filas y filas y filas de asientos de terciopelo escarlata, balcones dorados y el candelabro. Toco la jaula. Las barras son frescas y suaves. Las agarro y subo, encaramándome en la cima como un pájaro. El aire se humedece, se enfría. Huelo a moho y a descomposición y a hedor animal.

    Ya no estoy sola.

    En el centro de la primera fila está sentado el jabalí. Al lado se reclina el bagre. Reprimen los bostezos. La cucaracha gigante salta y cae junto a los pies del jabalí como un perro. Dos arenques se deslizan dentro y se retuercen en el mismo asiento.

    —¿Qué estás mirando? Adelante. Muéstranos lo que sabes hacer, - dice el jabalí.

    —¿Qué estás haciendo sentada en esa cosa, eh? - Dice el bagre. —Vas a caerte y romperte el cuello, dura.

    —Debes de estar bromeando. Un ratón no sabe actuar, - dice el arenque. —Un ratón solo sirve para una cosa.

    —¿Para cuál? - Dice la arenquito.

    —Como comida, idiota. Para alimentar a un jabalí o a un chacal o algo así.

    —Irka en el escenario. ¿Puedes creerlo? - Dice la cucaracha.

    «Sal de aquí.»

    Levantan la cabeza.

    «Te quiero fuera.»

    Se carcajean y el sonido de su risa se hincha y llena la sala con cacareos, provocación y bestias de todo tipo. Los pájaros carpinteros y los gallos y la tenia y la tortuga y los muchos loros coloridos y el chacal en las sombras ...

    El ratón se aferra a la jaula. El mar frente a él es pico, dientes, pezuñas, aletas y garras. Rugen, gruñen y se arrastran hacia él. Y luego ven a la mariposa. Esta asciende revoloteando sobre ellos, pero no llega hasta el ratón. El chacal salta y la sujeta entre sus mandíbulas. El ratón pierde su agarre, cae en picado. El tumulto está sobre él, mordiendo, pinchando, clavando. El aullido del chacal los hace separarse para dejarlo pasar.

    Yo entorno los ojos para distinguir la cara sobre mí.

    —Levántate, - dice Shakalov. —Vamos a mi oficina.

    Estoy tumbada en el suelo dentro de la jaula. Me duele la parte posterior de la cabeza como de un fuerte golpe. Me pongo de pie y sigo a Shakalov con piernas inestables. Me tiemblan las manos. Mi estómago vuelve a sentir náuseas. Me siento observada, me giro. En la puerta se encuentra Sim Kotik con los brazos cruzados y la cara contraída de disgusto. Por un segundo nos miramos el uno al otro, luego él rompe la mirada y se aleja andando.

    Dos pasillos desiertos, una escalera hacia abajo y otra hacia arriba. Nos paramos frente a una puerta destartalada al final de un pasillo oscuro. El mismo trozo de papel impreso pegado en la misma ranura de plástico.

    SHAKALOV VLADIMIR KUZMICH, GERENTE DE TEATRO.

    Saca un juego de llaves y, de pronto, sé lo que viene, pero estoy demasiado débil para resistirme. Lo único que quiero es descansar. Mi abdomen sufre calambres y trato de no imaginar la cosa que se asienta dentro de mí, y en cierto modo extraño, confío en que esto pueda causar un aborto.

    Shakalov me empuja dentro, cierra la puerta con llave y enciende la luz.

    Su oficina es una insulsa salita de ventana única que da a la fuente del patio trasero y a los arces amarillentos, ahora oscuros y húmedos por la lluvia de la tarde. Hay una hollinosa pantalla de lámpara sobre un escritorio institucional de falso roble. Una alfombra deshilachada, un par de sillones junto a una coja mesa de café inclinada, y encima de ella en la pared, cuatro retratos en polvorientos marcos de madera: Lenin, Karl Marx, Engels y un hombre calvo y con bigote que no reconozco sobre un fondo rojo con un símbolo tipo esvástica.

    Todos sonríen de una manera lasciva, como si lo único que quisieran es que él me lo haga (y él me lo hace), justo sobre la inmunda alfombra, justo delante de sus ojos. Ni siquiera puedo levantar los brazos para empujarle. Mi única esperanza es no vomitar sobre mí misma y no descender hacia un ratón.

    «Permanece en el presente, Irina Myshko. No dejes que esto te lleve.»

    Mi sangre hierve y mi aliento entra a sacudidas. El sabor en mi boca es agrio y una sonrisita orgullosa toca mis labios.

    —Buena chica, - dice él. —Compláceme y recibirás tu paga.

    Él jadea. Le resulta difícil llegar.

    «¿Sabes lo que voy a hacer con ese dinero? Voy a comprar una jeringa y la llenaré de huevos y los rociaré en el raído asiento de tu coche y después de una semana te apestará tanto entre las piernas que pensarás que se te ha podrido la polla.»

    —Levántate. - Se abrocha los pantalones. —Toma. - Me da un billete de cinco rublos.

    Menudo ascenso de la tarifa de un rublo. No tengo que compartirlo con mi chulo, puedo retener el cien por ciento de las ganancias. Lo guardo en el bolsillo, me arreglo la ropa y me aliso el pelo.

    —Lyosha te está buscando. Te has escapado, ¿verdad?

    «Espero que te explote el hígado.»

    —Sé una buena chica y no le diré que estás aquí. Puedes quedarte en el teatro, dormir en un vestidor libre.

    «Espero veros a los dos muertos algún día. Eso me hará feliz.»

    —Tienes suerte porque me gustas. El silencio hace las cosas más fáciles, ¿no te parece?

    «Qué poco sabes.»

    Me da una llave de latón, luego me empuja fuera de la puerta y la cierra. Miro el número arañado en la cabeza de esta y deambulo por los pobremente iluminados pasillos hasta que encuentro la habitación al final del pasillo, junto al armario de los utensilios. Entro en la mohosa oscuridad, me desplomo sobre la pila de disfraces en la esquina y lloro hasta quedarme dormida.

    Es octubre.

    Por las mañanas limpio, luego veo los ensayos desde el fondo del auditorio y como en la cantina. Por las tardes, me cuelo sin pagar en los espectáculos. Shakalov me usa un par de veces a la semana, en el armario de los utensilios o en su oficina o en el vestidor libre donde duermo, después de que todo el personal del teatro ha abandonado el edificio. Vivo de lo que Ilinichna me da de comer y fracaso al comprar huevos y una jeringa al usar el dinero para comida. Caigo muerta de sueño cada noche y me levanto temprano para recoger la escoba y la fregona y ponerme a trabajar.

    El reloj agrietado en la pared muestra las seis de la mañana. El aire en la habitación es frígido. Estornudo, aparto una manta roída por las polillas y me siento en el delgado colchón. No hay ventanas aquí, sino pilas y pilas de cajas de cartón a rebosar de accesorios, pelucas y máscaras. Una mesa de tocador vacía y varios estantes de disfraces.

    Me visto, renqueo hacia la sala de utensilios, me lavo la cara sobre el fregadero con fría agua manchada de óxido, y me limpio bajo los brazos y entre las piernas. No me he duchado en más de un mes y no hay ducha en el teatro.

    «¿En qué me he convertido?»

    Me peino con los dedos y voy al vestidor de Pavlik. Tengo la llave para limpiarlo, pero yo vengo aquí todas las mañanas antes de que el teatro abra para mirar sus cosas, tocarlas, olerlas e imaginar.

    Enciendo la luz y cierro la puerta. Dos horas para mi sola. Una y media estando a salvo.

    «Esto es tan estupido.»

    Ocupo la silla frente a su espejo en su mesa de maquillaje y me siento como en casa en medio de todo eso. Cabezas de maniquí con pelucas. Un viejo sofá. Una mesa para café. Un bastidor con ruedas para disfraces. Disfraces en perchas, en ganchos en la pared, en limpios montones en el suelo, en el respaldo de las sillas. Me he asegurado de que todo estuviera ordenado y perfecto.

    «No tienes remedio.»

    Me levanto, paso los dedos por sus sedosos leotardos, los recojo en mis brazos, entierro mi cara en ellos e inhalo. Huelen a polen y a verano. Los dejo deslizarse de mis manos y vuelvo andando al espejo.

    «Eres patética.»

    Mi cara se me queda mirando, redonda y pálida, con un par de ojos azules. Descuidado flequillo desigual.

    «¿Qué estás haciendo aquí? ¿Qué esperanza tienes? Idiota. Esto no es amor, es necesidad y tú lo sabes. ¿Qué eres para él? Nada.»

    Paseo por la habitación.

    «No, hay algo. Siento algo viniendo de él. Compasión.»

    Me miro en el espejo otra vez.

    «¿Compasión? La compasión no es amor. Viene de la lástima, de la condolencia, del remordimiento. ¿Sabes lo que infunde remordimiento? Muertos.»

    Me peino el flequillo fuera de la cara.

    «¿Y qué es el amor, si no es compasión?»

    Un portazo un piso más arriba.

    Doy un brinco, miro el reloj de pared. Son más de las ocho de la mañana.

    Mis manos tiemblan tanto que me lleva varios intentos cerrar con llave la puerta. Me apresuro hacia el armario, pillo la escoba y me lanzo hacia el salón de espectáculos. Hay un vago eco de voces. Me detengo en la puerta.

    Kostya y Pavlik de pie en el escenario, nerviosos. Sim se sienta en la primera fila. Sus brazos están extendidos sobre los respaldos de los asientos, sus dedos relucen con anillos. Una bufanda con lentejuelas acuna su cuello.

    —¡Escu-cha!, - dice él.

    Se roban un vistazo el uno al otro.

    —¿Qué oyes? - Se levanta de un salto.

    Kostya tira su cabello hacia atrás. —Sim, no estoy seguro de...

    —¡Silencio! - Su cara se pone roja.

    —Pero has preguntado...

    —Te he pedido que escucharas. Escu-cha.

    Llego al final de la segunda fila y me detengo.

    El sudor brilla en la frente de Sim. Se lo limpia con la bufanda. —Ponte la mano en el corazón. Así. ¿Qué oyes? Música. ¿La oyes? Te pregunto, ¿la oyes?

    Ellos me ven.

    —Qué. - Sim se gira. —Ah, Irina. Perfecto. Ven aquí.

    Circulo el escenario.

    —Bajad, los dos. Quiero que os sentéis y miréis.

    Él me levanta la cara. Yo me aparto asustada, pero sus manos son cálidas, tiernas y no perversas. —No necesitas hablar para contarle al público tu historia. Las palabras no significan gran cosa. Tienes que dejar que oigan tu música.

    Yo trago saliva

    —Sim, Irina..., - comienza Pavlik.

    —Lo sé. No me interrumpas.

    Una ola de calor me ruboriza.

    —No te asustes. O bien lo tienes o no lo tienes. El escenario lo dirá. Continúa.

    Me quedo congelada.

    —Te he visto hacerlo antes. ¡Sube!, - él aplaude.

    Me zumban los oídos y siento débiles las rodillas.

    Ellos me miran. Kostya con un poco de disgusto, Pavlik con curiosidad. Sim me indica que suba. Remonto los escalones uno por uno y salgo hasta la mitad del escenario, deteniéndome junto al pozo de la orquesta, piernas y brazos entumecidos, lengua rígida. Mis pensamientos están separados como hebras de lana y solo sé una cosa: quiero hablar. Quiero aprender a hablar

    —Estamos esperando.

    —Sim, - dice Pavlik, —Lo siento, pero ¿cómo puede Irina actuar si no sabe lo que quieres que haga?

    Sim hace una mueca. —Lo sabe. Sé que lo sabe. Mírala.

    Está tan seguro, tan convencido de eso, que empiezo a creer. Me pongo la mano en el corazón y escucho dentro de mí, y lo oigo.

    Mi música.

    Todavía estoy agarrando la escoba. La dejo caer en el suelo. Esta traquetea tenuemente contra la madera y es el último sonido que escucho antes de que otro ruido emborrone todo lo demás. Los gruñidos. Odiosos gruñidos altos. Allí se sienta, en la primera fila, un poco a la derecha. El jabalí. Meto la mano en el bolsillo, encuentro un terrón de azúcar, lo saco e indico al jabalí que venga. Este bufa, sale rodando del asiento y taconea sobre el escenario. Saliva chorrea de sus fauces. Un par de colmillos relucen a la luz. Dos porcinos ojos inyectados en sangre ruedan hacia mí.

    Le tiendo el terrón de azúcar. «Vamos, cerdito, ven y tómalo.»

    Él inclina la cabeza, ruge y carga directamente hacia mí.

    Me agacho con las piernas bien separadas y los puños en alto.

    Cuando el jabalí está a un par de metros de mí, salta como un resorte. Le doy un puñetazo en el hocico. Chilla y aterriza con un golpe ensordecedor. La fuerza de la colisión me hace perder el equiibrio. Me quedo sentada con un fuerte golpe, pero no grito. El puñetazo me ha sentado tan bien que en segundos me levanto y estoy al costado del jabalí, pateándolo y punzando su barriga peluda, golpeándolo entre las patas traseras. Él emite chillidos, lucha por ponerse de pie. No puedo parar. Quiero machacarlo hasta convertirlo en pulpa. El sudor me baja fluyendo por la cara y me entra en los ojos.

    «Cómete esto, capullo. Pervertido. Gilipollas. Puerco.»

    —¡Más! ¡Más! - Sim se levanta como un resorte. —¡Quiero que mates eso! ¡Mátalo!

    Yo sonrío. Es como si él hubiera abierto un grifo. Mi dolor confinado salpica y gorgotea y sale a raudales. Me tambaleo por el escenario y me topo con otras bestias. Surgen de las sombras y se dirigen hacia mí, el bagre y la cucaracha y dos arenques.

    «Morid, todos vosotros.» - Golpeo a izquierda y derecha. «Quiero que nunca me volváis a molestar. Pereced. Cesad de existir. ¡Dejadme en paz!»

    Se funden en un borrón pulsante. Me enfrento cuerpo a cuerpo a algo resbaladizo, lucho con algo grueso. Aplasto, pateo, golpeo con los puños y codos y rodillas, los estampo con mi cuerpo entero. Luego, un intenso dolor me desgarra subiendo del estómago. Me doblo y me apoyo en las rodillas, sin aliento.

    —¡Bravo! ¡Brillante! ¡Brillante! - Sim aplaude.

    Pavlik se une a él, luego Kostya. Toda la compañía está aquí, vitoreando, aplaudiendo.

    Solo una cara es agria.

    Shakalov está de pie en la puerta con los brazos cruzados frente al pecho. Da media vuelta y se marcha.

Capítulo 5

Tábanos

    Tengo miedo de cerrar los ojos. Saco una rebanada de pan de debajo de la chaqueta, la cual está enrollada como una almohada, desmenuzo el pan en pedacitos y me lo como. Mis nervios están tirantes. El reloj marca minutos después de la medianoche. La oscuridad me sofoca, pero no quiero encender la luz. Shakalov me dijo: —No eres una actriz, eres una barrendera. Aprende cuál es tu sitio, ¿entiendes? Espera, te pagaré doble paga por esto, dura. - Llevo escuchando durante horas. Nada.

    El teatro vacío es frío y silencioso.

    ¿Él va a venir?

    Aullidos. Hay aullidos en el pasillo, un largo gemido arrastrado. Un golpeteo de pies. Me levanto de un salto, mareada de miedo. El pasillo más allá de la puerta se llena con el eco de aullidos y gruñidos.

    «Maldito seas.»

    Agarro el cuchillo de apoyo que encontré en una de las cajas. Está romo pero es algo. El lamento es más fuerte ahora, como si la oscuridad misma estuviera cobrando vida, llena de rencor. Entro en pánico, dejo caer el cuchillo, tropiezo con las cajas y las vuelco, y choco contra la mesa del tocador. Algo se vuelca y cae al suelo con un choque brillante. Los fragmentos de vidrio se diseminan en todas direcciones. Tanteo la pared, busco el interruptor y no puedo encontrarlo.

    El aullido se detiene.

    El chacal está olisqueando en la puerta. Puedo escuchar su pesada respiración. Busco a tientas mi chaqueta y mi mochila, y es entonces cuando suenan las llaves y el roce de la cerradura y se abre la puerta y...

    El ratón se lanza entre las patas del chacal dentro de un túnel excavado en la tierra compacta. Las raíces lo hacen tropezar. La arena y la mugre le ciegan. Tras él, los pantalones de chacal, ganando distancia. El ratón chilla, desesperado. Sabe que si flaquea, estará muerto. Se escabulle, pasa por el hueco de la tortuga e irrumpe libre en la calle bajo un cielo pecoso de estrellas.

    El ratón no puede pausarse, no puede parar para recuperar el aliento. Su corazoncito palpita de terror. Se escabulle por la carretera de asfalto cerca de las paredes del edificio y se arroja a un callejón estrecho. Contenedores de basura, arbustos de acacia, coches estacionados en el laberinto de patios interiores y arcadas y portales. El ratón encuentra una grieta en la pared detrás de una tubería de drenaje, se entierra dentro y yace quieto.

    Me apoyo en un áspero muro de hormigón de un bloque de apartamentos, tiritando de tanto tiempo sentada en el suelo mojado.

    Debería haberlo visto venir. «¿Adónde voy a ir ahora?»

    Frente a mí hay un patio cuadrado, desolado y húmedo después de la lluvia. Una zona de arena vacía, un columpio roto y un par de bancos. La mayoría de las ventanas del edificio de la acera de enfrente son oscuras, algunas encendidas. Una ventana en el primer piso está abierta y a través de las cortinas de encaje sale flotando el olor a cebolla frita. Una figura encorvada debajo de una bombilla desnuda está cocinando algo en mitad de la noche.

    Me gruñe el estomago.

    Me levanto en el turbio círculo de la farola. Estoy en algún lugar profundo de las entrañas del viejo Moscú. Un par de borrachos pasan balanceándose y cantando. Paso los pulgares por la correa de mi mochila y camino furtiva tras ellos con la esperanza de colarme en el calor del portal. Se detienen junto a la puerta de metal pesado, introducen el código a golpes y desaparecen. Corro hasta allí demasiado tarde. La puerta se cierra con un resonante "bang".

    Luces brillantes me salpican. Un coche rueda por la acera y desaparece detrás de una choza de utensilios al final del patio.

    Tal vez pueda pillar entrando al conductor.

    Lo sigo, bordeo un cúmulo de arbustos de bayas, y me encuentro con un callejón sin salida. Está repleto de figuras, brillantes haces de cigarrillos ardiendo y charla susurrada.

    Me escondo detrás de los arbustos y miro a través de los huecos.

    Luces de coches destellan, arrancan siluetas de la noche. Unas diez chicas con tacones, minifalda y baratas chaquetas de cuero fuman y pisan de pie a pie como gallinas confusas. Un hombre fornido sale del coche y pasea hasta ellas. Habla con una y, ni un minuto después, se alejan en el coche. Otro coche llega. Yo estoy arraigada a la tierra.

    «Este es mi futuro. Auto Pilla una Buscona. Mejor esto, mejor alguien sin nombre. Dentro, fuera, hecho. Nunca verle de nuevo.»

    Cojo una baya. Es jugosa y astringente.

    Un Lada modelo 6 de la milicia aparca y un par de militantes salen sobre piernas inestables, gorras torcidas. Pillan a un par de chicas risueñas. Espero ansiosamente hasta que las luces traseras rojas se apagan con un guiño en la oscuridad.

    «Maldita escoria.»

    Quiero marcharme, pero lo prohibido y lo sucio me retiene con una insalubre atracción.

    La última chica se ha ido. He comido tantas bayas que me duele el estómago y tiemblo de frío y agotamiento. Decido permenecer despierta y esperar a que los madrugadores comiencen a abandonar el edificio para ir a trabajar y poder colarme dentro de uno de los portales y acurrucarme y echar una siesta en el cálido rellano en lo alto del todo.

    Una mano cae sobre mi hombro.

    Mi corazón se desploma. Ruedo y veo a cinco chicos en la veintena, gorros oscuros calados hasta la frente. Caras engreídas, ojos brutales, aliento de cerveza y tabaco, y cachondas expresiones de desprecio.

    —Ey, hermosa. ¿Buscas trabajo?

    Mi sangre se detiene.

    Hostiles risitas zumbantes.

    «Tábanos»

    Retrocedo y me caigo dentro de la zarza.

    Se acercan, interesados ​​y emocionados. Me agarran y me levantan.

    —¿Por qué estás tan callada?

    Debería haber traído el cuchillo de apoyo.

    Una mano enciende un mechero y me lo acerca a la cara. —¿No has oído lo que ha dicho el tío Roma? Contesta, zorra.

    —Tal vez sea, ya sabes ...

    —¿Por qué no se lo preguntas a ella?

    —Ey, hermosa, ¿eres retrasada?

    —Está asustada. No tengas miedo, puedes hablar con el tío Roma. Seré amable. No te tocaré un solo cabello de tu linda cabeza, solo de tu coño.

    Se parten de risa, emocionados y nerviosos.

    Se me llena el estómago de plomo.

    —Habla, he dicho - los ojos de Roma se convierten en esferas compuestas. Alas claras se despliegan en su espalda. —Di: «Hola, tío Roma. Quiero chuparte la polla». - Me agarra la barbilla.

    Le pateo en la entrepierna.

    Él me estrangula. Yo jadeo para respirar

    Los tábanos persiguen al ratón fuera de los arbustos hasta un húmedo portal con la cerradura de código rota. Aquí lo empujan en la esquina, caen sobre él y lo aguijonean uno por uno. Sus peludos abdominales se expanden y se atiborran de sangre y se agitan de emoción y agresión. El ratón se debate en el suelo. Lo cubren, levantan el vuelo cuando este se mueve, se posan y le succionan en el vientre y junto a la cola entre sus patas traseras y en todas partes donde pueden encontrar carne expuesta y vulnerable.

    Un perro ladra detrás de una puerta.

    Lentos y pesados, los tábanos se elevan y sobrevuelan el ratón. Este está hinchado por las picaduras.

    El perro los siente y ladra y ladra y no para.

    Asustados, los tábanos entran en las sombras y se desvanecen.

    Me despego los párpados. Me balanceo ligeramente, yazgo en un duro banco rodeada por el olor a desinfectante y el sonido de una sirena. Estoy en una ambulancia. Todo desde mi cintura para abajo está gritando.

    La cara de una mujer se inclina sobre la mía.

    —Shhh. Estás bien. Estamos a diez minutos de distancia.

    Arrullada por el movimiento, me desmayo.

    Brazos me levantan y me sacan rodando del catre hasta una camilla, y me llevan entre puertas de vidrio debajo de azuladas luces fluorescentes.

    Planas voces cansadas llaman.

    —Natasha, ¿dónde la quieres?

    —¿Qué tiene?

    —Hemorragia vaginal.

    —Octava planta. El resto está lleno.

    «Hemorragia vaginal. Genial. Espero que tu mocoso se haya ido, Lyosha Kabansky.»

    Estoy metida en un montacargas. La cabina se agita hacia arriba, se detiene. Las puertas se abren rodando.

    —¡Galina Viktorovna! ¡Chicas!

    —¿Qué?

    —Tengo una hemorragia. ¿Dónde la queréis?

    Las luces me ciegan. Entorno los ojos y veo a una enfermera transmitiéndole algo a una somnolienta mujer con arrugada bata de laboratorio, parece un topo. Ella arruga sus ojos miopes, despide a la enfermera con la mano y me empuja dentro de una cutre sala de examen.

    Paredes verdosas, un banco de vinilo marrón, una castigada silla ginecológica y un escritorio con un aparatoso ordenador. Ella se sienta en una silla a mi lado y escribe algo en un diario.

    Yo la estudio. Sin cuello, ojos y orejas pequeños, cabello canoso recogido en un moño, brazos poderosos. Ella olisquea el aire. —¿Myshko, Irina Anatolievna?

    Asiento.

    —¿Que ha pasado?

    No me muevo.

    —¿Puedes oírme?

    «¿Te importa acaso?»

    —Responde, por favor. No tengo toda la noche.

    Levanto los brazos y luego decido lo contrario.

    —¿Eres sordomuda? - ella alza unas cejas inexistentes.

    Le devuelvo la mirada, desafiante.

    —Bueno, Irina. O bien me contestas o tendré que llamar a la milicia para que hablen contigo. - Echa mano a mi mochila al pie de la camilla.

    Intercepto su mano, hago mímica de escribir.

    —Eso está mejor. - Me da una hoja de prescripción en blanco y un bolígrafo, y me observa escribir.

    Manchas rojas suben por sus mejillas. —¿Atacada por tábanos? ¿Qué es este sinsentido?

    «No es un sinsentido, es la verdad.»

    Se pone en pie sin una palabra, se lava las grandes manos rojas en el pequeño fregadero y las seca en una mugrienta toalla antes de ponerse los guantes con un golpe elástico.

    —Quédate quieta.

    Me levanta la camisa y me palpa el estómago.

    Me muerdo el labio para sofocar un grito.

    Sus dedos entran en mí.

    —¿Último periodo?

    Me encojo de hombros.

    Ella asoma la cabeza por la puerta y grita. —¡Laskin! ¡Rápido!

    Aparece un joven calvo. Una comadreja escuálida. —¿Me has llamado, Galina Viktorovna? - Sus ojos se fijan debajo de mi cintura.

    Me subo las bragas de un tirón.

    —Necesito un ultrasonido.

    —Un minuto. - Enciende el ordenador, tira de la camilla para acercarla, me extiende gelatina fría sobre el estómago y embadurna la sonda. La pantalla es azul, luego negra, luego hay filas de números y la brillante sección de un círculo, una imagen granulada compuesta de líneas blancas.

    Laskin mueve la sonda, la presiona y la mantiene en un punto. Aparece un agujero negro ovalado y, dentro de él, hay una mancha granulada con una cabeza, un cuerpo y dos protuberancias. Se mueven.

    —¿De unos dos meses? - Dice Laskin.

    Y de repente lo entiendo.

    Eso es mi bebé, está vivo. Me está saludando.

    No sabe que quiero matarlo.

Capítulo 6

Aguilucho

    Es por la mañana. El sol fluye a través de la ventana al final del pasillo, débil y desanimado. Las sombras danzan en las verdosas paredes del hospital y las cortinas se mueven con la brisa del panel agrietado. Eso no ayuda. El aire apesta a antiséptico y a trapos de húmedo suelo y cuerpos de mujeres sin lavar. El espacio de la pared entre las puertas está ocupado por camas portátiles. En cada una yace una chica de mi edad, o más joven, envuelta en una bata de felpa y acompañada de una madre preocupada.

    «Un rebaño de ovejas preparadas para la matanza.»

    Yazgo en una cama al fondo del todo, sola, esperando mi turno para un aborto. Me froto los ojos. Estoy cansada pero no puedo dormir.

    La puerta junto a la ventana se abre. Un robusto cirujano se baja la máscara. —Ovechkina

    La regordeta muchacha rojiza en la cama frente a la mía responde. —Yo.

    —Entra. - Él se retira.

    Sus pies con calcentines de algodón buscan las zapatillas. No tendrá más de quince años, ninguna madre a su lado, solo una arrugada bolsa de plástico con mandarinas. Ella me lanza una mirada suspicaz, empuja la bolsa bajo la almohada y sale tambaleándose.

    Huelo avena, pan negro y té de cafetería.

    —¡Desayuno!

    Una porcina mujer con un delantal grasiento y un sombrero de cocinero aparece doblando la esquina. Empuja un carrito de acero cargado de ollas humeantes y se detiene a mi lado. —¿Estás para un aborto?

    Me quedo mirando la comida, hambrienta.

    —¿Sí? ¿No? No puedes comer antes de un aborto, ¿no te lo ha dicho el médico? Debes ir con el estómago vacío.

    Yo dudo.

    —¿Y bien?

    Niego con la cabeza y observo con avidez su papilla sobre un plato con una cuchara de aluminio doblada dentro. Agrega una rebanada de pan, vierte té en un vaso y me los entrega.

    —¡Desayuno!

    Las puertas se abren. Soñolientas mujeres en batas de casa salen arrastrando los pies y reciben su ración. Yo sorbo sonoramente té caliente, pongo el vaso en el suelo, coloco el plato sobre mis rodillas dobladas y excavo. La avena es acuosa y salada y en cada cucharada encuentro al menos una cáscara de avena. No me importa. En unos minutos ha desaparecido. Lamo la cuchara, luego el plato, queda limpio. Todavía tengo hambre. Me como el pan y me termino el té, luego renqueo por el pasillo, sumerjo la mano bajo la almohada y saco un par de mandarinas de la bolsa. Las empujo dentro de la boca con piel y todo.

    Mis mejillas se calientan.

    Confío en tener que esperar lo suficiente para llegar al almuerzo.

    Una enfermera llega trotando, tira de la cama vacía de Ovechkina dentro del quirófano y, unos minutos más tarde, la saca rodando con la chica tapada hasta el mentón con una fina sábana de algodón y una vía intravenosa unida a su brazo colgante. Aparca la cama en su sitio y mi corazón se detiene. Los labios de la chica son tan blancos que son azules, sus párpados son delgados como el papel y no hay color en la cara.

    «Mataste a tu bebé porque no lo querías, como yo. Tal vez sea piadoso matar a quien sabes que no serás capaz de amar. Mi mamá no me quería. Me pregunto por qué me tuvo. Debería haberse deshecho de mí como yo haré con el mocoso de Lyosha.»

    Me golpeo en el estómago. Quiero que la cosa dentro de mí lo sienta.

    —¡Myshko!

    Me sobresalto.

    —¡Myshko! - El cirujano pasa los ojos de chica a chica. Todas miran a sus madres y unas a otras.

    La misma enfermera marcha hasta mí. —¿Myshko, Irina?

    Asiento, entumecida de pronto.

    —¿Has comido algo hoy? - Ella tiene un cuello delgado, como una oca, y grandes ojos estúpidos.

    No sé por qué, pero señalo a mi entrepierna.

    —¿Necesitas ir al baño? Bueno, ¿a qué has estado esperando, sentada aquí todo este tiempo? Ve. Rápido.

    Camino hacia la puerta donde he visto ir y venir mujeres, la cierro detrás de mí, coloco el gancho en la oxidado ojal y me aferro al lavabo con un sabor agrio en la boca y el estómago revuelto.

    «¿Que ha sucedido? ¿De que estás asustada?»

    El baño apesta a orina. Una bombilla de cuarenta vatios cuelga de un cable en el techo. Agrietados azulejos de cerámica, un espejo nublado encima del lavabo y un amarillento plato de ducha tras una barata cortina de plástico impresa con flores horribles.

    No lo pienso mucho.

    Ha pasado más de un mes. Que esperen.

    Hago pis, me desnudo, abro el agua y paso dentro del chorro escaldante. Me quema la piel. El vapor se eleva en oleadas y empaña el espejo. Alguien ha olvidado un trozo de jabón. Lo recojo, me enjabono el pelo y me rasco el cuero cabelludo hasta que deja de picar, y me froto la piel con manos y uñas. Siento pinchazos entre los muslos. Me muerdo el labio y despego con cuidado cada pliegue y me lavo hasta quedar limpia. Mi piel se torna roja. Permanezco bajo el agua, dejándola rodar sobre mí.

    La puerta traquetea.

    —¿Quién está ahí? - La voz de una mujer. —¿Te falta mucho?

    Abro los ojos y choco contra la pared.

    La cara de Lyosha me mira desde la cortina de la ducha.

    «No puedes estar aquí, sal.»

    La cara se convierte en la de Roma, luego en la de uno de sus compañeros, y en la de Shakalov. Cambia y hace muecas y se elonga y sale deslizándose del plástico transpirante y se cuaja en gruesos gusanos lácteos. Sus cuerpos retorcidos caen a mis pies. Suelto un chillido y los pisoteo y los aplasto. Surgen más de cada grieta entre las baldosas y salen bullendo de la taza del inodoro, ruedan sobre el borde del lavabo y caen al suelo con golpes húmedos.

    «Os odio.»

    Los pisoteo, temblando de repulsión. Revientan con horribles ruidos de chapoteo y más de ellos salen reptando de cada hueco, pulsantes y brillantes.

    «Dejadme en paz. ¡Dejadme en paz!»

    Me presiono contra la esquina, cabello mojado pegado a la cara.

    Los gusanos llenan el suelo, se agrupan y coagulan en una forma que se oscurece y le crece pelaje, piernas y hocico.

    El jabalí.

    Este gruñe y golpea sus cascos en el borde del plato y se ocupa en pasar por encima.

    «¿Crees que no puedo hacerte daño? Puedo. Asesinaré a tu mocoso.»

    El jabalí se detiene e inclina la cabeza como si escuchara.

    «Lo rascarán de mi interior, lo cortarán y lo tirarán por el inodoro para que las ratas de las alcantarillas de Moscú se lo coman. No merece vivir. Es feo como tú, Lyosha Kabansky.»

    Hay voces junto a la puerta. Esta se sacude. El gancho oxidado cede. Levanto la pierna para patear al jabalí y mi otro pie se resbala y me caigo, me golpeo la parte posterior de la cabeza en el plato.

    Salgo con un palpitante dolor de cabeza. Una áspera manta de hospital me hace cosquillas en la barbilla. Una cara bloquea la luz. Es Galina Viktorovna y está furiosa.

    —¿Intentabas matarte o qué?

    El dolor me apuñala las sienes. Hago una mueca.

    —¡Una ducha! ¿Quién te dijo que podías ducharte?

    «Por favor, no hables.»

    —Podías haberte roto el cuello. - Ella olisquea el aire —Podías haber tenido un aborto. ¿Y entonces que? ¿Y si no sale todo? Tendríamos que limpiarte rascando y eso podría dejarte estéril. ¡A los dieciséis años! ¿Y si quisieras quedar embarazada de nuevo?

    «No quiero ningún bebé. Ni ahora ni nunca. Estírpame todo el útero si quieres.»

    «No,» - dice una estridente vocecilla.

    Me siento derecha, desconcertada.

    La voz viene de mi estómago. Bajo la vista hacia él, lo toco con la mano.

    «Hacer una carnicería conmigo no hará daño a Lyosha. A él no le importo. Ni siquiera sabe de mi existencia.»

    «¿Quién eres tú?»

    «Soy un aguilucho.»

    «Pero,» - mi cabeza da vueltas, «pensé que eras un lechón.»

    «No, no lo soy. Aunque me comería uno. O un par. O un jabalí.»

    «Entonces crecerás hasta ser...»

    «Un águila. Si me dejas.»

    «Si te dejo.»

    «Y si me das de comer. Jabalíes, chacales, no soy quisquilloso.»

    «¿Cualquiera de ellos?»

    «Cualquiera de ellos. Por favor.»

    —¿Estás escuchando? ¡Has perdido tu turno!

    Miro a Galina Viktorovna y niego con la cabeza.

    —¿Qué se supone que significa eso?

    Hago la pantomima.

    —¿No vas a hacer un aborto? - Su rostro se torna rencoroso. —Bueno, tú misma. Pero no puedes quedarte aquí. No somos un hotel, ¿sabes? Recoge tus cosas. Te firmaré el alta. - Se marcha.

    Me cambio en el baño y busco el mostrador de recepción. Caminar duele. Toda mi entrepierna está sensible e irritada. No puedo viajar en metro así. Saco mi cuaderno y bolígrafo y escribo una nota.

    «Por favor llame al Teatro de Cámara y pregunte por Pavel Baboch. Dígale que venga a buscarme. Gracias. Irina Myshko».

    Le entrego el papel al sapo tras el mostrador. Su boca es tan amplia que cuando la abre creo que su cabeza se partirá en dos.

    —¿Teatro? ¿Quieres que llame a un teatro?

    Asiento.

    Ella muestra una boba sonrisa y marca.

    Yo espero ojeando a los pacientes y a sus visitantes sentados en los bancos a lo largo de la pared. Charlando, gimiendo, quejándose.

    —¿Hola? ¿Teatro de Cámara? Llamo del Hospital de Clínica Primaria. Tengo una paciente aquí, Myshko, Irina Anatolievna.

    No respiro. Es lunes. Él debería estar allí.

    —¡Ya se lo he dicho, Clínica Primaria! - Da golpecitos con el bolígrafo en el mostrador. —¿Qué? Señora, ¿cómo voy a saberlo? Es la primera vez en mi vida que la veo.

    «Por favor, Ilinichna. Por favor.»

    —Ella pregunta por Pavel Baboch. Sí. - La mujer sapo escupe la dirección de la clínica y baja el auricular con un golpe. —Espera por allí. - Vuelve a su crucigrama.

    Mi corazón explota.

    «Él viene, viene de verdad.»

    Me dejo caer sobre el banco vacío en la esquina y estudio las paredes en busca de algo que me haga calmarme. Un gran reloj redondo, una planta muerta en una maceta de macramé, un tablón de anuncios.

    ABORTO DE VACÍO DE UN HIJO DE NUEVE SEMANAS.

    Me fijo en eso. Mis palmas se vuelven pegajosas. Es un grueso cartel con cuatro ilustraciones gráficas pegadas en él. En la primera, una afilada herramienta metálica ingresa en un útero; en la siguiente se extrae un feto por succión; siguiente, este está aplastado; y en la última las partes sangrientas del cuerpo y una cabeza arrancada son arrojadas a la basura.

    Me estremezco «¿Aguilucho?»

    Silencio.

    «¿Te parece bien si te llamo aguilucho?» - Me pongo una mano sobre el estómago.

    «Si. La misma voz. Puedes llamarme aguilucho.»

    «Lo siento, yo quería matarte.»

    «No pasa nada.»

    «Me alegra no haberlo hecho.»

    «Yo también.»

    No se me ocurre nada más.

    Pasan dos horas. Cada vez que las puertas se cierran, me sobresalto. Los zapatos taconean en el suelo. El ascensor gime subiendo y bajando. La gente pasa en regueros a mi lado. Visitantes con flores, cajas de dulces y bolsas de hule rebosantes de comida. Me vuelvo insensible y solo noto a Pavlik cuando ya está de cuclillas frente a mí.

    —¡Irina! ¿Qué haces aquí? ¿Qué ha pasado?

    Temo que escuche los latidos de mi corazón.

    Va vestido con un bonito abrigo de lana y una bufanda de cachemir, impecable, un fresco aroma de la calle sobre él. Observo sus labios separarse y sus ojos danzar de preocupación, y quiero tocar su cabello y meter mi cara en él y olfatearlo.

    —Ilinichna me ha dicho que pediste que yo te recogiera.

    Quiero decirle lo feliz que estoy de que haya venido. Las palabras se atoran en mis dientes y me siento tullida por este debilitante enmudecimiento como nunca había estado antes, y dejo caer la cara entre mis manos.

    —¿Puedes andar? - Este tacto, esta mirada que me da.

    «¿Puede esto existir?»

    Tomo su mano y ...

    El ratón es ingrávido. Flota detrás de la mariposa, mesmerizado por las negras escamas de terciopelo de sus alas. Olfatea. La mariposa huele a polen, a viento cálido y a verano. Esta revolotea, algo errática, saliendo del edificio del hospital y hacia el estacionamiento en la calle, mayormente vacío salvo por un par de polvorientos Volgas, una furgoneta de ambulancia y un reluciente Mercedes nuevo.

    Un guacamayo azul está posado en el borde de la puerta del conductor, su cabeza inclinada y sus ojos impacientes.

    Kostya.

Capítulo 7

Guacamayo

    Me subo al coche de Kostya, a los caros olores de cuero nuevo, humo de cigarrillo y colonia. Ventanas tintadas. Grebenshchikov canta en los altavoces sobre una ciudad dorada, un león, un buey y un águila. Acaricio el suave asiento. Pavlik se sienta a mi lado. Nuestras rodillas se tocan y yo me congelo. Él no se da cuenta. Kostya da una última calada, tira la colilla, se mete un chicle en la boca y enciende el motor.

    El coche avanza rodando.

    —¿A dónde? - Dice Pavlik.

    Le miro a los ojos. Demasiado oscuros. Si me quedo mirando por más tiempo, me caeré dentro y me ahogaré.

    Kostya saluda al guardia calvo en la puerta. Este nos mira con indiferencia. Conducimos por la calle y nos mezclamos con el tráfico con un bocinazo de un gran camión azul con "PAN" impreso en el lateral en grandes letras blancas.

    —Oh, cállate. Aprende a conducir, campesino. - Kostya hace estallar un globo.

    —Irina, ¿dónde quieres que te dejemos? - Dice Pavlik.

    Saco mi bloc de notas y escribo. —No lo sé.

    —¿No lo sabes?

    Kostya lanza una mirada irritada por el espejo retrovisor.

    Nos detenemos en el semáforo.

    Me siento derecha. Hay un ruido en la periferia de mi audición, el eco de una explosión. Quizás un motor ha fallado. Grebenshchikov canta sobre una chica que mira leones por la ventana. Yo miro por la ventana y no veo leones, solo monótonos bloques de apartamentos y figuras encorvadas que se arrastran por la calle como insectos en misión de supervivencia. Moscú típico, sin embargo, algo al respecto está mal. La forma en que el aire está quieto y la forma en que está en silencio. Tengo una creciente sensación de inquietud.

    —¿Qué tal si vamos a mi casa? - Dice Pavlik. —Tomaremos algo de té y tendrás tiempo para decidir.

    —Gran idea, - dice Kostya, y revoluciona el motor.

    Nos sacudimos, entramos y salimos de los huecos del tráfico, cortamos a otros conductores. El rostro de Kostya está en calma, dedo meñique izquierdo en el volante y su mano derecha cambia de marcha casualmente.

    Mi estómago salta a mi garganta y se asienta allí, palpitando.

    —Kostya, por favor. Te agradecería que nos llevaras de una pieza.

    —Me estás insultando. - Sopla una burbuja, la explota y la absorbe. Sus mandíbulas se mueven con furia y determinación.

    —¿Es hostilidad lo que siento?

    —Cálmate, todo va bien. Si me disculpas, me gustaría concentrarme en conducir.

    Me espabilo. La inquietud es más fuerte.

    —Esto es simplemente genial. - Kostya pisa a fondo el freno.

    Botamos de los asientos.

    La amplia avenida de cinco carriles está congestionada. Es un para y avanza.

    —Extraño, - dice Pavlik. —No recuerdo que haya estado nunca tan mal.

    Kostya baja la ventanilla y enciende un cigarrillo.

    Ruidos de la ciudad entran a la deriva, un distante gemido de la milicia.

    —Probablemente otra manifestación, - dice Pavlik. —Los pensionistas que adoran a Stalin para que se levante de la tumba y termine sus miserias enviándolos al Gulag. Alojamiento gratis, comida gratis, muerte acelerada gratis.

    Yo miro a Pavlik. «¿Me creerás si te digo que vi a Lenin romperle el cuello a unos pájaros carpinteros?»

    —¿Gulag? No, gracias. Prefiero morir en el escenario, - dice Kostya.

    —Coincido.

    —Qué terriblemente poco original.

    Se parten de risa.

    Dejo de escuchar. Un movimiento llama mi atención. Un pájaro aterriza en la azotea de un edificio de apartamentos. Inclino el cuello para ver. Es grande y negro y tiene una roja cabeza calva.

    Un buitre

    —Voy a dar un rodeo. - Kostya pone marcha atrás, se desvía hacia el carril opuesto, rodea un autobús y se acerca a una luz roja cuando una fuerte explosión sacude el aire y el suelo.

    Se disparan varias alarmas de los coches. Una bandada de palomas se dispersa.

    —Guao. - Kostya pisa a fondo el freno.

    —¿Qué ha sido eso? - La voz de Pavlik tiembla.

    El coche se encuentra justo sobre el paso de peatones. Una vieja bruja con un ajado abrigo cruza la calle y, cuando está al nivel del Mercedes, levanta su bastón y golpea el capó con este.

    —¡Ey! - Kostya se ahoga con el chicle. —¿Qué demonios hace?

    Ella agita el bastón hacia él y escupe maldiciones con franca terquedad.

    «Cabra, eres una cabra.»

    —¿Has visto eso? ¡Le ha dado un golpe a mi coche! - Kostya tira del freno de mano, sale y se eleva sobre la anciana, chillando y agitando los brazos.

    Pavlik suspira. —Ahora vuelvo.

    Yo mantengo mi posición.

    Otra explosión mece la calle.

    Pavlik se agacha. Conductores salen y se gritan unos a otros.

    Se me pone la carne de gallina. Oigo un nuevo ruido, una serie de penetrantes gritos aviares. Se elevan y caen y hacen bucles en el cielo sobre mi cabeza.

    Buitres preparándose para darse un festín de muerte de carretera.

    Observo a la mujer, horrorizada.

    Ella gira la cabeza y fija un par de húmedos ojos translúcidos sobre mí como si pudiera verme sentada en la parte de atrás del coche. De su cara brota pelaje enmarañado. Su gran nariz se alarga, su piel se encoge y da paso a un cuero sarnoso del que lana grasienta comienza a caer en pedazos. Sus extremidades se dislocan y se pliegan hacia atrás, y donde ella estaba hace un momento se posa una enferma cabra moribunda. Un par de buitres trazan círculos sobre esta, lanzando sus rojizas cabezas calvas de lado a lado.

    Despojadores de cadáveres esperando a que la cabra muera.

    Un pájaro alza la cabeza y me mira de pronto.

    Yo retrocedo.

    Kostya y Pavlik regresan al coche, silenciosos y echando humo.

    Giramos hacia Novyy Arbat. Hay menos peatones aquí y apenas hay coches. Las explosiones llegan a intervalos regulares de pocos minutos y envían un ruidoso cañoneo a lo largo de la calle.

    —Mira, - señala Kostya. —La Casa Blanca está en llamas.

    —Oh, Dios, - dice Pavlik. —Oh, Dios.

    Estamos a una manzana de la Plaza de la Libertad. A ambos lados de la calle hay gente corriendo. Limpio el cristal con la manga para ver mejor. Las dos plantas de arriba de la Casa Blanca son visibles por encima de las azoteas. Ondas de humo negro emergen de las ventanas hacia lo alto del cielo.

    Kostya da gas y el coche avanza con un tirón.

    —Esto debe de estar relacionado con el asalto a Ostankino de ayer. Kostya, tenemos que salir de aquí. - Pavlik está pálido.

    «¿Ostankino fue asaltado?» - Yo sonrío. Puedo imaginar cómo ha sido eso. Un montón de burros con pollas por cerebros que no saben una mierda de política toman las calles. Ey, asaltar una cadena de televisión es más emocionante que ver la tele y hacer contrabando. Sin esperanza de acostarse con nadie, sin dinero para una prostituta, déjame disparar a un par de capullos para darle a mis manos algo que hacer porque estoy cansado de meneármela.

    —¿Estás bromeando? - Dice Kostya. —¿Dónde está tu patriotismo? ¿Tu amor por la madre patria? La historia de Rusia se está desarrollando ante tus propios ojos. - Está tratando de reír pero le sale tenso.

    —¿Y tan ansioso estás por formar parte de esta historia?

    —Vamos a ver como se explotan unos a otros esos bobos campesinos.

    —Kostya, por favor. - Pavlik le tira del brazo.

    —Sabes qué, me haces llorar de aburrimiento a veces. Tú puedes seguir a pie desde aquí si quieres, yo me voy a quedar a ver qué pasa.

    Pavlik se le queda mirando. —¿Has perdido la cabeza?

    Nos detenemos en la plaza.

    Los civiles abarrotan la acera. Hay un puñado de tanques apostados en la plaza frente a la Casa Blanca. Hay gritos y estallidos de disparos. Hombres con fusiles Kalashnikov, de cuclillas detrás de las farolas y sentados encima de los tanques, apuntan y disparan. Huele a humo. La carretera más adelante está bloqueada por una barricada de cajones, bancos de parque volcados y otros trastos. Un par de autobuses quemados yacen de costado humeando. Las personas pululan entre incendios junto a la barricada como si fuera un picnic.

    Un tanque gira la torreta y dispara. La explosión es tan fuerte que reverbera en mi pecho.

    —¡Kostya, sácanos de aquí!

    —Mierda, qué emocionante. - Kostya baja la ventanilla del pasajero y le grita a un grupo de viandantes. —Tíos, ¿alguna idea de lo que está pasando?

    —Escúchame. - Pavlik le zarandea el hombro.

    —¡Golpe de estado! - dice un hombre barbudo con una cámara.

    Luego escucho un extraño silbido. El hombre con la cámara cae al suelo. Una mancha oscura empapa la parte posterior de su camisa y crece rápidamente.

    La gente chilla.

    —¡Francotiradores!

    —¡Francotiradores en los tejados!

    «Buitres.» - Se me enfrían los pies.

    La multitud se dispersa dejando que el hombre muera.

    —Le han disparado. Le han disparado. - Kostya mira sin más.

    —¡Joder, vámonos!

    El grito histérico de Pavlik saca a Kostya de su estupor y él da gas. El coche avanza con un tirón. Atravesamos gritos, disparos, aullidos de ambulancias y acre humo negro. El Mercedes derrapa en la esquina y gira a la derecha. Me estampo contra la puerta y hago una mueca. Entramos volando por un estrecho callejón tras otro y al final nos desviamos hasta un parking con un puñado de metálicos garajes prefabricados y algunos coches, y nos paramos en seco.

    Kostya sale corriendo.

    —Lo siento, Irina. - Pavlik le sigue.

    Los veo discutir bajo un olmo amarillento.

    Kostya grita. Pavlik le agarra por los hombros y lo zarandea.

    Entonces lo oigo. Un chillido aviar proveniente del techo. Y sé lo que está a punto de suceder.

    «¿No era eso lo que querías, Irina Myshko?»

    La culpa y la vergüenza me sonrojan. Espero tener suficiente tiempo. Salgo de un salto y entorno los ojos, poniendo una mano sobre los ojos para localizar la fuente del ruido.

    «Jodido pedazo de mierda de pájaro.»

    En el techo del Khrushchovka de cinco plantas se posa un buitre. Este ladea la cabeza, apunta y yo salto hacia el olmo.

    El cielo cruje.

    Algunas hojas amarillentas se desprenden y se mecen en el aire. Kostya tropieza y cae de bruces al suelo. Yo choco contra Pavlik. Nos caemos con fuerza y ​​nos detenemos junto a las ruedas de un viejo Zaporozhets. Otros tres disparos se oyen en rápida sucesión. Me arrodillo, engancho a Pavlik por las axilas y lo arrastro lejos del coche y fuera del campo de visión del francotirador. Las balas impactan en el asfalto a dos pasos de donde estábamos hace unos segundos. Se me erizan los pelos de la nuca. El sudor me gotea por la espalda y mi corazón bate tan fuerte que creo que voy a desmayarme

    —Me han disparado... me han disparado ... - Pavlik se agarra el muslo con una mano, la sangre se filtra entre los dedos. Me mira con los ojos muy abiertos y asustados. —Kostya ... ¿dónde está Kostya? - pregunta, y se desmaya.

    Por un momento o dos no puedo respirar, luego chillo un horrible grito animal. Chillo y chillo y chillo hasta que me pica la garganta y no puedo gritar más. El viento me alborota el pelo. Huele como si fuese a llover. Dejo caer la cabeza y me sostengo la cara entre las manos.

    El ratón permanece junto a la mariposa. Sus alas negras están rotas y su abdomen está cortado. Un líquido espeso y oscuro gotea y se acumula en un charco. La mariposa no se mueve. El ratón chirría hacia esta, la empuja con el hocico. Un pájaro yace junto a la mariposa, un guacamayo, un loro índigo de cola larga. Su plumaje es tan brillante y azul que avergüenza al cielo. El guacamayo no se mueve, está muy quieto. Hay una horrible brecha en su pecho.

    Está muerto.

Capítulo 8

Morsa

    No recuerdo cómo ni cuándo la ambulancia nos recogió. Lo único que recuerdo son manos. Manos insistentes que intentaban apartarme de Pavlik. Se detuvieron después de un rato. Yo no quería soltarle. Ni cuando lo lavaron y lo drogaron y le extrayeron la bala de la pierna. Estoy con él día y noche. Me como lo que otros pacientes me dan y permanezco de pie sobre su cama a observar su rostro, esperando a que despierte. En cinco días no ha abierto los ojos ni una vez.

    —No puedes quedarte aquí, - dice el bigotudo doctor con grandes manos carnosas. Es una morsa cansada e irritada.

    Aprieto la barra de metal de la cama de Pavlik. La cama está en el mismo final de una larga y sobrecargada habitación (treinta pacientes donde solo debería haber veinte). Las camas están apretadas en hileras torcidas, caóticas, algunas están separadas en particiones acortinadas, otras no. Las paredes de azulejos necesitan un buen fregado. Orinales, goteros de vía IV. Fría luz artificial.

    «Yo no voy a ninguna parte. Tendrás que obligarme.»

    —Ella duerme en el armario junto a la cantina, - dice la voz de un hombre desde detrás de la partición a la izquierda.

    —¿Qué quieres decir con que duerme? - Dice el médico.

    Yo estudio el suelo.

    Después de un par de húmedas toses repulsivas, la voz detrás de la partición continúa. —La vi saliendo a hurtadillas de allí esta mañana. Yo salía a por el desayuno y allí iba ella, callada como un ratón, deslizándose por la puerta. Y pensé, tengo que decírselo al médico.

    —¿Cuál es su problema? Qué hombre tan amargado. Deje en paz a la niña, - dice un paciente arrugado desde la cama frente a nosotros. La mayor parte de su cabeza está envuelta en una gasa. Se apoya sobre los codos. —No le escuches, Igor Martynovich. Ella no crea problemas. Ama al chico. Se queda a su lado desde la mañana hasta la noche, solo se queda ahí y mira y mira. - muestra una sonrisa sin dientes. —Deja que la chica se quede.

    Mi cara se ruboriza. Quiero desaparecer.

    Cabezas curiosas se levantan de las camas adyacentes. Y hay voces.

    —Sí, deje que se quede.

    —Es mona.

    —Algo que mirar en esta ratonera.

    —¿Quieren que permita que una chica duerma en una sala de hombres? - Les dice el médico. —¿Algo más? ¿Debería darle una cama también para que ustedes la visiten? Yo no he dormido en mi cama desde el lunes, estoy demasiado ocupado para hacer de vuestra niñera. Algo que mirar. - Él resopla y se vuelve hacia mí. —Tienes que irte. - Pero no hay enfado en su voz, solo agotamiento.

    «Me quedo.»

    —Mira. - Está tan cerca que puedo oler café y cigarrillos baratos en su aliento. —Vete a casa y no te preocupes. Él es joven, se recuperará en poco tiempo. Comparado con el resto de lo que tengo aquí, esto no es nada. Arteria perforada, gran cosa. La bala ni siquiera le tocó el hueso. Estará caminando en unas pocas semanas. Pero no puedo dejar que te quedes aquí. Esto no es un hotel, es un hospital, ¿entiendes?

    Sacudo la cabeza de lado a lado. «Él es lo más próximo que he podido nunca llamar casa. No tengo otro hogar al que ir.»

    —¿No? Bueno, no me dejas otra opción. Cuando vuelva para el chequeo nocturno, quiero que te hayas ido. De lo contrario tendré que llamar a la milicia. - Se marcha.

    Miro como se aleja durante lo que parecen horas.

    —¿Irina?

    Al principio creo que lo he imaginado.

    Pavlik lucha por sentarse derecho. Está débil y pálido, casi translúcido.

    Me arrodillo junto a su cama con una gran sonrisa estúpida. «¡Estas despierto! He estado esperando esto. He estado esperando y esperando y esperando.» - Las palabras mueren en la punta de mi lengua. La muerdo hasta que sangra.

    —¿Dónde estoy? - Sus ojos recorren la habitación. La intriga se transforma en temor. —¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Kostya?

    «Kostya está muerto,» - y me alegro de ser muda.

    —Por favor, dímelo. Puedo ver que lo sabes.

    Visualizo a Kostya, cómo cayó, cómo su cabello dorado se desplegó sobre el asfalto, cómo pensé en querer ver que le pegaban un tiro por haberme llamado campesina, y la culpa me come viva. Culpa y dolor y rabia. Quiero encontrar cada buitre y matarlo.

    —Por favor.

    Temo que se ponga a llorar. Revuelvo en mi mochila a por el bloc de notas y me tomo mucho tiempo, como si no pudiera encontrarlo.

    —Mi pierna. - Gime, levanta la manta, estudia el vendaje y luego lo toca con cuidado.

    —Te dio un francotirador, - dice la voz desde detrás de la partición.

    —¿Un francotirador? Oh, Dios. - La mano de Pavlik tiembla. —Oh, Dios. - Sondea la herida con un dedo y hace una mueca. —¿Cuánto tiempo llevo aquí?

    —Desde el lunes. - Una tos larga y húmeda. —Los cirujanos te sacaron ...

    —¿Qué día es hoy?

    —Sábado.

    —¿Sábado?

    Finjo que no puedo encontrar el bolígrafo.

    —¿Es que ha pasado una semana entera?

    Asiento.

    —No puedo creerlo. - Él se agarra el rostro. —Lo único que recuerdo es a ese hombre, un hombre grande con una cámara. Kostya le estaba preguntando algo. Luego el hombre cayó. La gente comenzó a gritar "francotiradores, francotiradores en la azotea. Después de eso, nada.

    —Esta chica te salvó la vida, - dice el hombre arrugado —Igor Martynovich me lo dijo. Ella te envolvió la pierna con su camisa, como un torniquete. Eso es lo que detuvo el flujo de sangre.

    Pavlik me mira.

    Yo me quedo mirando mis pies, mis zapatillas sucias con cordones gastados atados en nudos. «Basta, Irina Myshko. Para. Cuanto más esperes, peor será. Salvar su vida no hará que te ame de repente. Métete eso en tu cabezota.»

    —¿Es eso cierto?

    No me muevo.

    —Irina.

    Estoy paralizada.

    Pavlik cae en un silencio pensativo.

    Nos quedamos así por mucho tiempo.

    Pasos me sacan del sueño.

    Una pareja de mediana edad se detiene a los pies de la cama de Pavlik. Ambos usan gafas. La mujer es alta, elegante y bien vestida, sus mechones oscuros están cortados en rizos que oscilan. Tiene ojos verdes y sus prominentes orejas están adornadas con pendientes de malaquita. El hombre es más bajo y ancho. Traje de lana. Cabello canoso. Mirada vacía.

    —¡Mamá! ¡Papá! - Pavlik se sienta derecho.

    —Pavlusha. - La mujer se desliza hacia él, lo apoya más alto sobre la almohada y se sienta al borde de la cama. Hay algo venenoso en la forma en que se mueve y no parpadea. El hombre cojea tras ella. Gira toda su cabeza para mirarme y su rostro se ilumina con extraño deleite.

    Me pregunto si mamá piensa alguna vez sobre dónde estoy. Lo que me ha pasado, si estoy viva o muerta. ¿Le importa acaso?

    —Ahí estás. - La voz de la mujer es controlada. Una lágrima brilla en su mejilla. Se la limpia rápidamente.

    —Mamá ..., - dice Pavlik.

    Se besan formalmente en las mejillas.

    —Pavlusha, nuestro querido Pavlusha, - dice el hombre. —Llamamos a todos los hospitales. Empezamos a pensar que tal vez ...

    —Antón. - Ella lo mira como si quisiera freírlo.

    —Perdóname, Yulechka. - Sus labios se presionan en una delgada línea. Eso hace que sus ojos parezcan más grandes y redondos.

    —¿Tal vez qué? - ​​Dice Pavlik.

    —Nada, - dice Antón. —Nada. ¿Como te sientes?

    —Estoy bien.

    Levantan la manta, examinan la herida vendada y charlan. Todo es muy banal y vacío. Hechos sobre cosas. Sobre la crisis política y el tiroteo de la Casa Blanca y el número de víctimas y los misteriosos francotiradores a los que nadie puede identificar y las consecuencias de las heridas de bala y los tiempos de recuperación. Pavlik no deja de preguntar sobre Kostya y ellos no dejan de esquivar sus preguntas.

    —¿Ha llamado?

    Se encogen de hombros y sacuden la cabeza.

    —¿Ha llamado su padre?

    Otro encogimiento de hombros.

    Ellos lo saben. Yo puedo sentirlo. La forma en que evitan sus ojos y evitan respuestas directas.

    —Irina, - dice Pavlik.

    Yo me tenso.

    Antón me taladra con una mirada inquisitiva.

    —Por favor. Solo dime. ¿Está Kostya...?

    —¿Qué pasa contigo? Kostya, Kostya. Hablemos de ti, - dice Yulia.

    —Estoy bien, mamá. Lo prometo. - Él pone una sonrisa de escenario.

    —Ese es el espíritu. - Antón le da una palmada en el hombro.

    —¿Estás seguro de que estás bien? - Ella se lame los labios.

    Yo miro su lengua bífida. «Una víbora Una víbora venenosa.»

    —Estoy seguro.

    —¿Y por qué no nos llamaste?

    «Buena picadura.»

    —Mamá, me acabo de despertar

    —Bueno, alguien debería habernos llamado. - Me mide con sus ojos verdes como si fuera culpa mía. —Estábamos fuera de nuestras casillas del dolor, pensamos que podrías haber muerto. - Ella se cubre la cara.

    —Yulechka - Antón hace un ruido ululante.

    Y sé lo que es él. «Una lechuza.»

    —Silencio. ¿No ves que está alarmado?

    —Irina. - Las comisuras de los labios de Pavlik se alzan un poco. —Lamento no haberte presentado. Mis queridos padres, Yulia Davydovna y Antón Borisovich.

    Retengo una sonrisa.

    —Mamá, papá, esta es Irina Myshko, mi colega del teatro. Una actriz muy talentosa, el último hallazgo de Sim.

    Me miran como si fuera la cena. Soporto el incómodo silencio. «No seáis groseros, decid algo. Insultadme al menos. Cualquier cosa menos este culto aborrecimiento.»

    Ellos esperan a que ella hable.

    —Oh, lo siento, olvidé mencionarlo. Irina es muda.

    —¿Una actriz muda? - Antón está desconcertado. —¿Cómo funciona eso? No lo entiendo del todo. ¿Mimo? ¿Eres sordomuda? ¿Es sordomuda? - Le pregunta a Pavlik.

    —No, papá. Puede oír muy bien.

    —Eso es extraño. ¿Por qué no habla? ¿Lo sabes tú? Debe de haber una razón, siempre hay una razón. ¿Tal vez tiene algún defecto congénito?

    La cara de Pavlik se endurece.

    «Es porque dije la palabra equivocada en el momento equivocado a la mujer equivocada.»

    Hay un silencio sonoro en la sala. Los pacientes cotillean la conversación para reflexionar sobre ella más tarde.

    —Por cierto, - dice Pavlik, —si no fuera por Irina, ahora estaría en una morgue en lugar de en una clínica.

    —Pavlusha - Las fosas nasales de Yulia se dilatan. —No debes decir eso. No digas cosas así. Da mala suerte.

    —Mamá, por favor. No empieces.

    —¿Es verdad que tú? - Dice Antón.

    —Ella le salvó, - eso viene de la cama frente a Pavlik. —El médico mismo me lo dijo.

    Todos me miran. Yulia, Antón, los pacientes, el conserje con una fregona, la enfermera que pasa. Yo me encojo, súbitamente consciente de mi cabello enmarañado, sin peinar durante días, mi ropa arrugada y mis zapatillas desgastadas y el olor de no lavarme.

    —Baboch, Antón Borisovich. Por favor, acepta mi gratitud. - Él sonríe y estrecha mi mano ausente resistencia.

    —Yulia Davydovna. Estoy conmovida por tu interés por la vida de mi hijo. Si esto es cierto, te lo agradezco. - Yulia me ofrece la mano como esperarando que se la bese.

    —Nunca me mencionaste a Irina, - le dice a Pavlik. —¿Cuánto tiempo lleváis trabajando juntos?

    —Alrededor de un mes.

    —¿Quieres decir que de todas las chicas en el teatro elegiste a la muda?

    —Mamá, ya te lo he dicho. Somos colegas. No hay nada entre nosotros.

    Mi corazón se detiene. «No hay nada entre nosotros. No hay nada entre nosotros.»

    Pavlik habla sobre que solo somos amigos y que me comunico sin palabras, sobre mi talento y mi audición. Yulia habla sobre cómo se comienza siempre siendo solo amigos. Antón habla sobre que una actriz muda es una sensación potencialmente rentable y sobre lo inteligente de tal movimiento por parte de Sim.

    Yo intento escuchar y no puedo. Mis oídos no quieren funcionar. Me arden los ojos. Parpadeo y...

    La víbora sisea, se desenrolla en una danza depredadora. El ratón se escapa pero la lechuza le bloquea el camino. Un fuerte golpe los hace saltar. La morsa gigante ha llegado. Esta brama, sus colmillos relucen con amenaza. La lechuza ulula en respuesta, apoya a la mariposa en su ala. La víbora se desliza a su lado. Desaparecen por el pasillo.

    El ratón sale disparado tras ellos, pero sus patas cortas no pueden llevarlo lo bastante rápido. Pronto ellos están fuera de vista y el ratón se pierde en el laberinto de pasillos interminables. Confundido y asustado, entra en pánico, corre en círculos, luego se detiene y olisquea el aire. El olor a lluvia llega en una corriente de aire al doblar una esquina. El ratón sigue su olfato y pronto está en el vestíbulo y sale por las puertas delanteras.

    Los ruidos de la ciudad lo aturden. El cielo está amortajado de nubes. Está lloviendo a cántaros. El aire es húmedo y frío y todo está goteando. La lechuza con la mariposa y la víbora entran en un Lada modelo 9 nuevecito, del color del trigo, y se marchan.

    El ratón los observa, empapado hasta los huesos.

    Yo me quedo en los escalones del porche con columnas del hospital y miro la avenida llena de tráfico. Los coches salpican en los charcos. Los peatones se mueven de un lado a otro bajo paraguas como húmedos bichos relucientes. El agua gotea por mi cara y se filtra debajo de mi camisa. Aprieto los codos para evitar temblar.

    «¿Esperabas una invitación como heroína honoraria? Mírate bien a ti misma. Estás gorda, eres muda y fea, sin un kopeck en el bolsillo. Nadie te necesita, Irina Myshko.»

    Desciendo a la calle y camino bajo el aguacero.

    «No me importa. Le encontraré.»

Capítulo 9

Jabali

    Abro de una patada la puerta de la estación de Tsvetnoy Boulevard. Aire cálido me bate en el rostro como el aliento de una bestia subterránea. Estornudo, me sacudo el agua del pelo, me desabrocho la chaqueta, la escurro y la guardo en la mochila. Me mezclo con la multitud de cuerpos y salto por encima del torniquete. Estoy en la escalera mecánica mucho antes de que el encargado de la cabina grite: ¡Gamberra! ¡Vuelve! ¡Paga la tarifa!.Me sujeto sobre la cinta transportadora, bajo el paso inclinado, camino bajo un arco de mármol y me uno a los pasajeros en el estrecha andén. .

    El reloj sobre el túnel indica que son las 12:54 p.m.

    Tengo hambre, estoy mojada y tengo frío, y trato de no respirar. Huele a tierra, a periódico mojado, a sopa de repollo y a sudor. El staccato del tren resuena en algún lugar profundo del metro. Llegará en cualquier momento, la tenia.

    El ritmo en las vías aumenta de volumen. Las personas se apiñan en el borde del andén. Me muevo con ellos y presiento a alguien detrás de mí, y sé que es él. La pesadez de los pasos, el patrón de respiración, el resoplido. Los pelos de mi espalda se erizan. Su mirada me desnuda. Me está señalando para un rapidito.

    «Hola, jabalí. Mucho tiempo sin verte.»

    «¿Jabali?» - dice el aguilucho. «¿Puedo comérmelo? Tengo hambre.»

    «¡Aguilucho!» - Se me enfrían los pies. «Me había olvidado de ti. Lo siento. Han pasado tantas cosas.»

    «No pasa nada. También yo me había olvidado de mí y ahora me he despertado y me he acordado. ¿Me darás de comer?»

    «Sí. Sí, lo haré.»

    Llega el tren. Antes de que las puertas se abran por completo, antes de que los pasajeros que salen puedan bajar, la multitud empuja y se abre camino. Me dejo llevar con ellos, me agarro a la barra grasienta y sobresalgo por encima de las cabezas de aquellos que han logrado sentarse.

    —Tenga cuidado, las puertas se están cerrando, - dice una voz suave y grabada. —La siguiente parada es Chekhovskaya. Estimados pasajeros, dejen paso a los ancianos y los inválidos.

    Lástima que "inválida" no esté escrito en mi cara.

    Las puertas se cierran de golpe y el tren avanza tambaleándose.

    Una pesada palma cae sobre mi trasero y la aprieta.

    «Bastardo apestoso, pervertido pedazo de mierda.»

    «¿Esos son nombres para un jabalí?» - dice el aguilucho.

    «No para cualquier jabalí, solo para este.»

    Me giro.

    Al principio solo puedo quedarme mirando. A pesar de mis esfuerzos, se me escapa un jadeo. Lyosha me mira boquiabierto, sin pestañear y sin creerlo. Entonces comienza a reír. Lleva el mismo suéter sucio y deshilachado en su panza, y un pantalón de chándal, su favorito. Fácil de deslizar para sacarse la polla. Sus porcinos ojos se estrechan. Me agarra de la muñeca.

    —Que me condenen. ¡Irkadura! ¡Santo cielo!

    El tren se detiene. Él me saca a rastras, me empuja contra una columna de mármol y se inclina hacia mí. Su aliento me da ganas de vomitar.

    —Sorpresa - Se está balanceando, borracho, siempre borracho, el grado de su borrachera varía de acuerdo con los fondos disponibles. —Mírate, has engordado.

    «De la grasa de tu polla, puerco.»

    Espero el momento oportuno.

    —Vova dice que trabajas para él ahora. Puta. - Tensa más su agarre.

    Hago una mueca.

    «¿Puedo comérmelo?» - dice el aguilucho.

    «En un momento.»

    «Te está haciendo daño.»

    «No me importa, ya estoy acostumbrada. No quiero asustarle. Cuando cazas un jabalí no lo atacas hasta que estés seguro de tu puntería. Le devolveré el daño, aguilucho, ya lo verás.»

    «Está bien, pero, por favor, date prisa.»

    El tren sale. El andén está relativamente vacío.

    —Tu madre ha llorado mucho. - espeta Lyosha.

    «¿Quieres decir, que se ha emborrachado hasta quedar sin sentido?»

    —Y aquí estás tú dando vueltas por el metro. ¿Qué te dije? ¿Qué te dije que te haría si huías, perra idiota? - Su voz cae. —¿Crees que porque te has puesto en celo con Vova ahora eres suya? Me ha estado preguntando por ti. Bueno, pues le dije que no eres suya, eres mía. Y me debes mi parte. - Su mano vuela para abofetearme.

    «¡Ahora!» - dice el aguilucho.

    Agarro a Lyosha por las bolas.

    «¡Arráncalas!»

    Retuerzo y doy un tirón hacia abajo.

    Los ojos de Lyosha se hinchan. Por un segundo permanece quieto y silencioso, luego irrumpe en un monstruoso bramido y me suelta para agarrarse la entrepierna. Me quedo de pie junto a él, mirándolo, hipnotizada. Su jeta se vuelve púrpura. Se dobla y grita. —¡Perra! ¡Vas a pagar por esto! - Sus gritos se ahogan en el estruendo del tren entrante.

    Una pequeña multitud se reúne a nuestro alrededor.

    «¡Ve, ve!» - dice el aguilucho.

    Salgo a la superficie de mi estupor y corro.

    Lyosha renquea detrás de mí.

    Escucho sus pisadas y amenazas y maldiciones. Me abro paso entre la multitud que fluye a lo largo del abovedado vestíbulo en ambas direcciones y apunto a la salida. Me duele el vientre, me arden los pulmones y tengo que reducir la velocidad.

    «No lo lograré. No lo lograré.»

    Un tren llega por el andén opuesto.

    Respiro hondo y acelero, concentrándome en las escaleras mecánicas a unos veinte metros de distancia. Lyosha acorta distancia hasta mí. Tengo calambres en los músculos y me arden por el esfuerzo.

    «¡El tren!» - dice el aguilucho. «¡Embarca en el tren!»

    Me lanzo hacia mi derecha, me resbalo en el suelo pulido y casi me caigo. El tren está a punto de partir.

    —Tenga cuidado, - dice la voz, —las puertas se están cerrando. La siguiente parada es ...

    Me sé la grabación de memoria. Tengo unos segundos para conseguirlo.

    La mano de Lyosha me agarra por la mochila.

    Salgo disparada hacia adelante, dejándola entre sus manos.

    —...Tsvetnoy Boulevard.

    Salto y me estampo dentro. Las puertas se cierran. Me doblo jadeando en busca de aire, obligándome a enderezarme.

    NO SE APOYE está pintado en el cristal.

    Lyosha queda tras este, tan cerca que su aliento lo empaña. Agita mi mochila y grita algo. Sus globos oculares están a punto de estallar de sus cuencas.

    Y yo sonrío. «Cómete eso, caramierda. Cómete eso, puerco. Saco de mierda. Pervertido degenerado.»

    «Esas bolas sabían bien,» - dice el aguilucho. «¿Cuándo puedo comerme el resto?»

    «Pronto.» - Le enseño a Lyosha el dedo con ambas manos y le observo hacerse cada vez más pequeño.

    El tren toma velocidad y entra en el túnel.

    Durante el resto del viaje, estoy en éxtasis. No siento las piernas y no sé cómo puedo mantenerme de pie, y mi camisa mojada y mis vaqueros pegados a la piel no me molestan. Ni siquiera me importa la pérdida de mi chaqueta, mi mochila y mi certificado de discapacidad en ella. Ha valido la pena.

    Salto en Medeleevskaya y subo los gastados escalones del cruce hasta la estación de Novoslobodskaya. Mis zapatillas de deporte hacen ruidos de chapoteo. Camino por la larga caverna encalada junto a la horda de cuerpos sombríos. Junto a la pared a la derecha están los accesorios de metro habituales. Un veterano de guerra afgano, un tipo de veintitantos sin piernas, está sentado en una lámina de cartón y rebuzna una canción del ejército. Una carnosa mujer de mediana edad vende prensa amarilla. Un pensionista pide dinero, hay algunos rublos arrugados y monedas en su sombrero con orejeras.

    Sonrío a cada uno de ellos. «Le he enseñado a ese cerdo una lección.»

    Bajo corriendo las escaleras hacia la estación, que parece una cripta decorada con pilones iluminados, y camino por el andén.

    —¡Ciudadana Myshko! - escucho la voz de Lenin.

    Me giro.

    —Ay ay, ciudadana Myshko, - dice Lenin. Él es parte del adorno de vidrieras iluminadas desde adentro. Está sentado junto al escritorio con un globo terráqueo sobre este y una pila de papeles en sus manos. —Aún no has respondido a mi pregunta. ¿Cuál es tu objetivo en la vida?

    «Cerrarte el pico de una vez. Vivir hasta el día en que seas tú quien me escuche a mí y no al revés.»

    —Debes creer en el poder soviético. Eso te enseñará a hablar. ¿Lo dudas, ciudadana Myshko? - Me señala con un dedo amonestador.

    «Lo único que dudo es de si puedes metértelo en el culo, porque podría ser demasiado gordo para tu apretado trasero comunista.»

    Salgo en Smolenskaya.

    El aguacero ha parado, pero sigue chispeando.

    Me froto los brazos y paso junto a los quioscos de venta. Una cabina de reparación de zapatos, un puesto de periódicos y un puesto de cigarrillos. Los transeúntes se acercan, estudian las pantallas, intercambian sus rublos por productos y continúan. La calle está repleta de coches, camiones, autobuses, gases de escape y humedad.

    «Caminaré hasta la Casa Blanca y desde allí encontraré el camino hacia casa de Pavlik.» Me pongo una mano en el estómago. «Gracias, aguilucho.»

    «¿Por qué?»

    «Por alentarme.»

    «No,» - dice el aguilucho, «gracias a ti.»

    «¿Por qué?»

    «Por no abortar.»

    «Oh.» Me estremezco. «Lo siento.»

    «Está bien. No lo sientas. Toda madre quiere asesinar a su hijo al menos una vez en su vida. No eres la primera y no serás la última.»

    «Si eso es cierto, ¿en qué nos diferenciamos de los animales?»

    «¿Quieres decir, ¿en qué las personas son diferentes de los animales?»

    «Sí.»

    «No lo son.»

    «¿No lo son?»

    «Son peores. Piensan que porque han aprendido a caminar erguidos y a hablar de la moral son mejores de algún modo, pero no lo son. Se matan unos a otros todos los días.»

    «Los animales también matan.»

    «Por supervivencia.»

    «¿Y la gente?»

    «La gente lo hace por miedo.»

    «Pero tú quieres que yo mate a Lyosha.»

    «No. Yo quiero que el animal que hay en ti mate al jabalí.»

    Sacudo la cabeza. «Espera.»

    «Yo soy el animal, no el ratón. Déjame salir.»

    Me sostengo la cara.

    Tengo frío de estar tanto tiempo afuera con ropa húmeda y quiero orinar. Me froto la cara, me abrazo los codos y troto para calentarme y dejar de pensar. Bajo por un paso subterráneo peatonal que huele a vómito y subo al otro lado de la calle. Hilvano entrando y saliendo por callejones traseros.

    Se está haciendo de noche. Las farolas zumban a la vida. «Deja salir al animal. Deja salir al animal.»

    Subo los escalones de granito hasta la Plaza de la Libertad, paso por los restos de la barricada y deambulo por las calles durante otra hora, buscando a tientas en mi memoria lugares de referencia. Edificios o techos o cualquier cosa que haya visto que pueda guiarme. Entonces veo una iglesia de fachada con pintura pelada. Definitivamente pasamos por allí camino a casa de Pavlik. Detrás hay una guardería, dos pésimos bloques de hormigón intercalados.

    Salto la verja y cruzo el patio, ignorando a los muchachos que fuman en una de las terrazas y fingiendo que no los oigo insultarme y burlarse. Al otro lado de la verja llego al bulevar que termina en el familiar aparcamiento iluminado por una débil farola. Está el olmo, ahora casi desnudo, y entre otros coches está estacionado el Lada modelo 9.

    Lo encontré.

    El parking está ubicado frente al último portal hacia el Khrushchovka de ladrillo de cinco plantas y decido probarlo primero, pero mi vejiga está ardiendo.

    Miro a mi alrededor. El patio está vacío. Me pongo en cuclillas detrás de un árbol.

    Una gorda anciana con un pañuelo sale por la puerta principal. Un cócker spaniel negro tira de la correa en su mano. Este olfatea el aire, mueve la cabeza con las orejas caídas en mi dirección y comienza a ladrar.

    —Calla, Nika, - dice la mujer, y me lanza una mirada severa. —Condenados sin techo, mean donde les da gana.

    Espero a que se marchen para poder levantarme los pantalones y, de pronto, estoy enojada. Enojada por estar helada hasta los huesos y hambrienta, rota y sola. Enojada con este perro y el comentario de la mujer, con el triste edificio donde vive Pavlik, por no saber el número de su apartamento. Enojada con todo.

    Una corneja me grazna. Levanto una piedra y se la tiro.

    «¡Toma! ¿Es ese el animal que quieres?»

    Esta despega, graznando.

    Camino hacia la entrada. La cerradura con código está destripada. La puerta cede una rendija. Un olor desagradable impacta mis fosas nasales: patatas podridas, basura empapada. Está oscuro y frío como una cripta. No hay ascensor, típico de un Khrushchovka: la maravilla de viviendas prefabricadas soviéticas.

    «Ciudadanos, para recompensaros por vuestra lealtad al Partido Comunista, os daremos apartamentos gratis. Los edificios no tienen aislamiento ni ascensores, pero subir corriendo las escaleras es bueno para la salud comunista. Es lo peor si eres inválido. Pero eso no es problema nuestro.»

    Pienso en el veterano afgano que vi en el paso subterráneo del metro.

    «Entiendo tu poder soviético, Lenin. Aquellos que no se ajustan a tus ideales y que no creen en tus dogmas van al ostracismo y luego son descartados, tan buenos como muertos.»

    Una mano me roza el tobillo.

    Me aparto asustada.

    En el rellano del primer piso yace un inmundo borracho.

    —Hija. Ayúdame.

    Le ofrezco una mano.

    Él le da un manotazo. —No. Rublos. Dame rublos

    Una botella vacía de vodka se aleja rodando de él, su entrepierna está húmeda. Me doy la vuelta y esprinto escaleras arriba.

    Presiono mi oído en cada puerta y escucho. Hay sonidos de TV y canciones Vysotsky. Una pareja se pelea, un bebé llora, un perro ladra. La mayoría de los pisos son tranquilos. Sigo avanzando hasta llegar al quinto piso. La segunda puerta a la izquierda es la más limpia de toda la entrada, metal recién pintado con un número 18 de plástico brillante sobre la mirilla.

    Huelo albóndigas de carne. «Debe de ser aquí.»

    Mi corazón late con fuerza. Mi estomago retumba. Pego la oreja al metal. Voces suaves, tintinear de cubiertos, luego pasos y una tos tan cercana que retrocedo.

    —Yulechka, voy a sacar la basura.

    La cadena de la puerta suena, las cerraduras rozan y giran.

Capítulo 10

Víbora

    Me deslizo por tres tramos de escaleras y me paro junto al tubo vertedero de basura, desmayada por el pánico. NO ARROJE CERILLAS Y CIGARRILLOS AL CONDUCTO DE BASURA está pintado en el eje con letras grandes. El obturador del receptáculo se abre de golpe. Rancios problemas de olor desde su profundidad. Doy una arcada. Cachorros. Cachorros muertos. La abuela solía tirarlos por la rampa después de ahogarlos en un balde de agua helada.

    Aleteo de zapatillas arriba. Gemido de bisagras oxidadas y el eco de la basura cayendo, que pasa por mi lado y se estrella en algún lugar debajo. Las zapatillas suben y la puerta se cierra de golpe.

    Espero un par de minutos, luego subo y llamo al timbre.

    Un ojo oscurece la mirilla.

    Me peino el flequillo hacia un lado y sonrío.

    Clics de cerradura y la puerta se abre hasta la longitud de la cadena. Hay un cálido olor a comida, y luego el ojo sin pestañear de Yulia me estudia como si no me hubiera visto antes.

    —Disculpe, pero ¿quién es usted?

    Yo hago la pantomima.

    —Ah, eres esa chica del hospital. - Habla tan bajito que apenas puedo oírla.

    Asiento.

    —Bueno, qué inesperado. ¿Te ha invitado Pavlik?

    Niego con la cabeza

    —¿No? ¿Entonces para qué has venido? ¿Y cómo sabes nuestra dirección?

    —Mamá, ¿quién es? - Dice Pavlik desde el interior del apartamento.

    Mi cara se ruboriza. Odio que me pase eso, pero no puedo detenerlo y me sonrojo.

    —Es la vecina, Tatiana, - dice Yulia por encima del hombro. —Que pide mantequilla. - Me mira sin pestañear. —¿Qué quieres?

    Mi mochila ha desaparecido y con ella mi libreta y bolígrafo. Doy un paso adelante.

    Ella cierra la puerta hasta una grieta. —No te acerques. Quédate donde estás.

    La voz de Antón dice detrás de ella: —¿Quién es?

    —Es esa chica muda del hospital.

    —Probablemente ha venido a visitar a Pavlusha. - Hay un interés en su voz que yo no entiendo.

    —¿Pero cómo sabe ella nuestra dirección?

    —Bueno, ellos trabajan juntos.

    —¿Y? ¿Cómo sabemos que no es una estafadora?

    —Yulechka, cálmate. Pavlusha ha dicho ...

    —A Pavlusha le gusta inventar historias.

    —¿Qué está pasando? - Es la voz de Pavlik de nuevo. —Mamá, ¿con quién estás hablando?

    —Oh, no es nada, nada. - Yulia cierra la puerta.

    Mi corazón se rompe sobre el suelo de hormigón. Me quedo así durante unos minutos, perdida e insegura sobre qué hacer. Entonces la cadena traquetea y la puerta se abre.

    Me lleva un momento antes de poder levantar la cabeza.

    Pavlik está apoyado en un par de muletas, erguido, alerta e impecablemente vestido. Suéter negro sobre una camisa azul claro, vaqueros y zapatillas de cuero marrón.

    —Irina - Sus ojos se iluminan. —¿Cómo me has encontrado? Por favor, entra. Me alegro tanto de verte.

    «¿De verdad?» - El estómago me da un vuelco.

    —Lamento que nos hayamos ido a toda prisa, papá tenía que ... - Frunce el ceño. —¿Por qué no llevas una chaqueta? ¡Te estás congelando!

    Me empuja al interior suavemente.

    Hace tanto calor que me hormiguean los dedos. El pasillito estrecho y lo que puedo ver del salón está impecable y organizado con precisión. Todo parece nuevo y caro. Papel de pared en relieve, muebles de caoba pulida, alfombras turcas, lámparas con pantallas de satén y placas Gzhel en la pared.

    «Podría comer en el suelo aquí.»

    En la puerta del salón se encuentra Antón con un grueso suéter de lana y, junto a él, Yulia va vestida de verde, con los brazos cruzados y la cara tras una máscara de cortesía.

    —Irina, ¿cierto? - Dice ella.

    Asiento.

    —Bueno, Irina. Me gustaría que nos explicaras el objetivo de tu inesperada visita. Pavlusha, ¿puedes traer mi cuaderno y bolígrafo de la cocina?

    —Mamá, por favor.

    —Yulechka, son amigos. Es natural que los amigos se visiten, ¿no crees? - La sonrisa de Antón es forzada.

    —Natural. ¿Desde cuándo visitar a la gente sin avisar es natural? Al menos podría haber llamado y avisarnos con anticipación. Hemos tenido que interrumpir nuestra cena.

    —Pero ¿cómo iba a llamar? ¡Si no habla! Pavlusha ha dicho ...

    —Sé lo que ha dicho Pavlusha, no hace falta que me lo recuerdes. - Sus ojos sin pestañear me incineran. —¿Cuántos años tienes?

    Se lo muestro con los dedos.

    —¿Dieciséis? ¿Y estás deambulando sola de noche, después de todo este tiroteo? ¿Saben tus padres que estás aquí?

    «¿Mis padres?» - Yo sonrío. «Bueno, mi papá me abandonó antes de que yo naciera y no tengo idea de dónde está. Mi mamá está borracha la mayor parte del tiempo, y Lyosha Kabansky, su novio actual, no es un padre para mí porque me ha violado todas las noches durante más de un año. Así que, no, mis padres no saben que estoy aquí porque no les importa una mierda dónde estoy ni si estoy viva o muerta.»

    —Mamá, ¿qué tal si continuamos en la mesa? - Pavlik hace una mueca. —Me resulta incómodo estar de pie con las muletas durante tanto tiempo.

    —¿Estas seguro de esto?

    —¿Qué quieres decir?

    —No te quejaste ni una sola vez esta mañana cuando te estábamos comprando ropa. - Ella gira sobre sus talones y entra a la cocina. Antón la sigue.

    Yo dejo salir aire comprimido. «Olvida a mis viejos. Ellos al menos apuñalan de cara.»

    La mueca de Pavlik ha desaparecido. —¿Te gustan las albóndigas?

    «Podría comerme una serpiente frita en este momento. Demonios, podría comérmela cruda.»

    Él señala hacia el guardarropa. —Debería haber zapatillas extra allí. - Dice algo más, pero no lo oigo.

    De repente, estoy cautelosa. El calor a mi alrededor derrite las superficies pulidas hasta pegamento adhesivo. Sé que si doy un paso me quedaré atrapada aquí como un ratón indefenso en la guarida de una víbora.

    «Venga ya, Irina Myshko, esto es lo que querías. Es mejor que el agujero de mierda del jabalí, ¿o no?»

    Pavlik me da un par de zapatillas de Yulia y me las pongo.

    Me quedo en casa de Pavlik durante dos meses.

    Él convence a sus padres de que mi compañía es terapéutica y que yo le ayudo a sanar más rápido. Antón está de acuerdo con la cuenta de la deuda de vida que debe pagarse y puedo ver que eso le hace sentirse bien consigo mismo, brindar caridad a una chica muda sin hogar. Yulia al principio es reacia y suspicaz, pero luego queda impresionada con mi fregado, frotado y limpieza. Incluso me envía a hacer la compra.

    Duermo en un colchón en el suelo de la cocina y es la primera vez que tengo mi propia habitación. Está llena de comida, la jaula de ratón perfecta.

    La lluvia ha dado paso a la nieve. Cubre la tierra y Moscú con una manta blanca.

    Poco a poco aumento de peso. Mis pechos se hinchan y mi barriga sobresale y estoy aterrada de ser descubierta. Me visto con capas de lo que me presta Yulia. Nadie ha notado nada excepto Pavlik.

    Él me lanza miradas de asombro, pero se mantiene chitón.

    Es el primer sábado de diciembre. He sentido las miradas de Pavlik desde que ha despertado y presiento que me lo va a preguntar hoy.

    Estamos desayunando solos en la cocina. Yulia y Antón han ido a preparar su tienda para una exhibición de joyas. Detrás de la ventana, los montículos de nieve brillan al sol, con laderas perforadas de agujeros amarillos de orina de perro. Los peatones vadean cruzando la aguanieve sembraba de la sal de los quitanieves.

    El reloj marca las diez.

    Yo sorbo el té, esperando.

    Pavlik está sentado al otro lado de la mesa a la moteada sombra, con ojos distantes. Pincha con el tenedor el último huevo soleado y se termina el café. No hay muletas apoyadas en la pared a su lado, han desaparecido desde la semana pasada. Él se levanta.

    —¿Vienes?

    «Siempre.»

    Lo sigo hasta el climatizado balcón cubierto del ancho y longitud de un sofá cama. Paredes de pino, mesa plegable, taburetes acolchados, cajas de cartón en la esquina y un tendedero bajo el techo.

    Pavlik abre la ventana una rendija. El aire helado se cuela dentro.

    Se me pone la piel de gallina.

    Saca un paquete de Davidoff de su escondite secreto detrás de un panel suelto, enciende un cigarrillo y da una calada. Han pasado dos meses desde el funeral de Kostya y desde que él comenzó a fumar, pero aún parece torpe con ello, sostiene el cigarrillo como una cuchara. Sopla rizos de humo y tose.

    No hay viento, solo un sol frígido. El patio interior se extiende debajo de nosotros como un pañuelo descolorido.

    —Bueno, - dice él al suelo, —quería preguntarte algo. Si no te importa.

    «Creo que sé lo que es.» - Me siento en un taburete junto a él. Mi hombro toca su muslo y no me atrevo a respirar o moverme. Quiero presionar más cerca.

    —Escucha, - dice, —no puedes ocultarlo para siempre, ¿sabes?. Mira, ya está ... oh, maldición, no era así como yo quería decirlo. Lo siento.

    Alzo la vista.

    Su mano está en su cabello. —Irina, sé que estás embarazada.

    «Y yo sé que lo sabes y sé que estoy sufriendo de negación. Pero, por una vez, estoy tan cómoda que no quiero desenterrar el pasado, que me recuerden a él por mayor tiempo del necesario. ¿Es eso tan malo?»

    —Irina.

    «Sé que estoy sentada en la mierda, ¿de acuerdo? Y si la agitas, apestará y lo echará a perder todo. Por favor, es una mañana tan bonita.»

    —Ayer hablé con mamá. - Él mira hacia otro lado.

    Me enfrío por todas partes.

    —Creo que ella sospecha algo. No podemos seguir fingiendo que no está ahí. En algún momento, te pondrás demasiado grande para esconderlo y luego, ¿qué? ¿Cómo lo explicas, les vas a decir que tienes una hernia?

    Cierro y abro los puños. «Una hernia suena casi cierto.»

    —Esto es lo que no entiendo. ¿Por qué fuiste al hospital para abortar si sabías que no lo harías? - Lanza la colilla, tira de un taburete y se sienta a mi lado.

    —¿Por qué te lo quedaste?

    «¿De verdad lo quieres saber?»

    El me toma de las manos. —¿Puedo preguntar quién es el padre?

    «No hay padre, solo hay el jabalí.»

    —Mira, lo siento si parezco demasiado directo sobre esto. No pude evitar notar cómo a veces te miras el estómago y lo tocas y todas estas capas que usas y cómo te agachas a propósito y, bueno, fue fácil descubrirlo a partir de ahí. Llamé al hospital para confirmarlo. Lo siento. Prometo no decírselo a nadie. Por favor. Solo quiero ayudar. En caso de que quisieras hablar.

    «Hablar,» - quiero reírme. «He olvidado lo mucho que quiero hablar.»

    —Sea lo que sea, puedes contármelo. Morirá conmigo. Lo prometo.

    «No se lo digas.»

    Su cara se endurece. —Y desearía que dejaras de hacerte moretones. Sí, lo he notado. - Se mesa el pelo. —Por favor, Irina. Yo no estaría aquí sentado hablando contigo si no fuera por ti, ¿no lo entiendes? Me gustaría poder ayudarte de alguna manera a cambio, ¿no lo entiendes?

    Me encojo.

    En el momento siguiente me abraza y pone su mejilla en la mía y me acurruca un poco. Me bate el corazón en los oídos. He querido esto durante tanto tiempo, que ahora que está sucediendo no me puedo mover.

    Y sé que estoy enamorada.

    «Dura. Muda, estúpida, dura. Dijo que no hay nada entre vosotros, ¿no lo recuerdas?»

    Pero ya es demasiado tarde.

    Ya no me importa. Simplemente le amo.

    —¿Va algo mal? - Pavlik me suelta.

    Mi cara esta mojada. «¿Todo?»

    Él frunce el ceño. —¿Te he lastimado?

    «¿Lastimarme? No, yo me he lastimado a mí misma.»

    Él saca otro cigarrillo. Le tiembla la mano. —¿Puedo preguntar algo más?

    Me limpio la cara con una manga y asiento.

    Críos fuera se llaman unos a otros. Un perro ladra.

    —Sé que lo has explicado antes, pero ... ¿por qué es que no hablas? Quiero decir, ¿cuál es la verdadera razón? No creo que tengas una discapacidad. ¿Pasó algo? ¿Algo que hizo que quedaras muda?

    Me fijo en los nudos de los paneles de pino.

    Él saca un cuaderno y un bolígrafo de debajo del taburete. —Por favor

    Hojeo páginas arrugadas llenas de mi escritura torcida (esquivas respuestas vacías a sus preguntas). Encuentro una hoja limpia y sostengo el bolígrafo sobre el papel, la punta casi lo toca.

    «Vale. Después de esto, sabré si realmente te importo.»

Capítulo 11

Anguilas

    Las palabras no quieren salir. Resisten el papel como si no pertenecieran a este, como si solo pudieran vivir dentro de mi cabeza. Cada letra es una lucha. El bolígrafo y el cuaderno se repelen como los extremos iguales de dos imanes. Empiezo a sudar. Una cosa es no poder hablar, pero ¿ahora tampoco puedo escribir? Esto me enoja y rompe la resistencia. Escribo.

    Comienzo con: Nadie lo sabe.

    —¿Nadie sabe qué? - Pavlik lee sobre mi hombro.

    No le he dicho a nadie por qué no hablo.

    —¿A nadie en absoluto?

    Niego con la cabeza. Es muy fácil sacudir la cabeza, negar, un hábito conveniente. Estoy enojada con eso, y con mi lengua que no se mueve, y con mis manos temblorosas.

    —Gracias, - dice él. —Por compartirlo conmigo.

    «¿Gracias?» - Le miro boquiabierta. «¿Por qué? Dentro de un momento ya no me lo agradecerás.»

    Mi corazón truena. Agarro el bolígrafo para mantenerlo enraizado en la página. No hablo, - escribo, porque el bagre me obligó a no hablar.

    —¿Qué? - Sus cejas se fruncen. Lee y relee mis palabras, su cara cerca de la mía. Huelo su piel y veo sus labios moverse. Luego se aleja y me estudia durante un minuto.

    Una corneja grazna, otra le responde. Parece como si lucharan por un trozo de comida.

    Yo espero con el estómago hecho nudos.

    «Me vas a decir que o bien me estoy burlando de ti o que estoy loca y necesito que me vea un médico o que me río de esto como una broma pesada o...»

    —¿Por qué? - ​​Dice con una extraña luz en sus ojos. —¿Qué le hiciste? ¿Al bagre?

    Me quedo boquiabierta. No hay burla en su tono, ni desprecio. Él tantea a por un cigarrillo, se le rompe y saca otro.

    Respiro hondo y luego escribo: Le dije una palabrota.

    —¿Qué palabrota?

    —Dura.

    El suelta una risita. —Hay palabras peores que esa.

    Esa fue suficientemente.

    —¿Y qué hizo?

    Me golpeó hasta convertirme en un ratón. Los ratones no hablan.

    —¿Ratón? ¿Tú eres un ratón?

    . - Quiero dejar caer el cuaderno y el bolígrafo y esconderme.

    —¿Y quién es el bagre? si no te importa que pregunte.

    Mi mamá.

    —¿Sabe el bagre... - él duda, —...quién es el padre?

    No.

    ¿Lo sabe ... el ratón?

    Si.

    —¿Quién es?

    El jabalí.

    —¿El jabalí? - Se le cae el cigarrillo, lo recoge. —¿Se conocen el bagre y el jabalí? - Cada una de sus palabras es medida, cuidadosa.

    Viven juntos, si puedes llamar a eso vivir.

    Su mano toca mi hombro. —¿Lo sabe el jabalí?

    No.

    —¿Qué le hizo al ratón?

    Se lo comió. De la cola al cuello. Todas las noches durante un año.

    —¿Por eso el ratón fue al hospital? ¿Porque el jabalí le hizo daño?

    No, eso fueron los tábanos.

    —Tábanos. - Mira hacia la ventana y a través de ella, como esta si no existiera. —¿Cuántos?

    Cinco.

    —¿Y ellos ... picaron al ratón?

    Sí. Peor que el chacal. - No sé por qué lo escribo y lo tacho, pero él detiene mi mano. —Espera. ¿Hubo un chacal?

    El del Teatro de Cámara.

    Pavlik queda inmóvil durante un par de segundos. Luego sus ojos se entornan. —Esa escoria. Y yo pensaba que eran rumores vacíos la causa de que Lida se hubiera ido. ¿Te mordió?

    Solo unas pocas veces. Es viejo. Sus dientes son romos.

    Mi garganta se contrae, me duele el pecho y mi boca sabe como cruda. Las bestias quieren salir y yo escribo sobre cada una de ellas. La cucaracha, los arenques, la estatua de Lenin matando a los pájaros carpinteros, la tenia, los gallos, la tortuga en el teatro, la foca y los loros, el topo y la oveja, los buitres y la morsa. Escribo y escribo y escribo hasta que me dan calambres en la mano.

    La calle esta tranquila. Es de noche. Los listones de pino son rosados ​​en la puesta de sol.

    Pavlik arroja su quinto o sexto cigarrillo por la ventana. —Yo también tengo una historia.

    Yo dejo el bolígrafo.

    —Nadie sabe esto excepto mis padres. - Su voz es apagada. —Sucedió en la antigua casa donde vivíamos, antes de mudarnos aquí. Yo tenía siete años. - Enciende otro cigarrillo. —Estaba caminando a casa desde la escuela una noche, alrededor de las seis de la tarde, si no recuerdo mal. Era diciembre, como ahora, oscuro y frío. Debería haber sido más listo. Debería haber ido directamente a casa, pero ese mierdecilla de Mishka me había escondido la mochila detrás de los contenedores de basura y me llevó horas encontrarla. Tenía miedo de que mamá me regañara si llegaba a casa sin la mochila. Así que fui por el callejón (para llegar a nuestro bloque de construcción, yo tenía que pasar por un parque sin iluminar), y allí estaban. - Se detiene con los ojos desenfocados.

    Yo siento su terror.

    —Eran seis. - Sus pupilas se expanden. —Seis ... anguilas. Atezadas, erizadas, colocadas de droga hasta arriba. Ellas... - su cara se contorsiona de dolor— cayeron sobre mí y se enterraron. Una por una.

    Yo tomo su mano. Hace frío. Él no se mueve, ha olvidado su cigarrillo.

    —Cuando terminaron, me dejaron tirado en el suelo helado. Recuerdo que yo estaba mirando las estrellas en el cielo nocturno como si fueran perlas de hielo esparcidas sobre terciopelo negro y pensé: se acabó, me estoy muriendo. - Hay agua en sus ojos. La seca rápido.

    Yo no puedo respirar. «Lo siento. Lo siento mucho.»

    Suelto su mano y garabateo. Uno de los buitres le disparó al guacamayo en el parking junto a tu casa. Yo lo vi.

    —¿Qué? - ​​Dice Pavlik, sorprendido. —¿Que el buitre qué?

    Estaba en la azotea. Disparó al guacamayo y a la mariposa.

    —¿El guacamayo y la mariposa? - Él suena perdido.

    —La almirante negra. Ella vivió, pero el guacamayo murió. El ratón apartó a la mariposa fuera del camino, pero no fue lo bastante rápido...

    Pavlik se tapa la cara con las manos.

    Arrojo el cuaderno y me olvido de mí misma y le abrazo.

    Él flaquea entre mis brazos y su cabello está tan cerca, tan brillante y rizado, que paso mis dedos por él. Es sedoso tal y como yo esperaba. Me mezo de un lado a otro y él derrama silenciosas lágrimas en mi suéter. Nos quedamos así un largo rato.

    Está muy oscuro. No puedo verme las manos. Luz brillante se enciende y me ciega. Parpadeo. Desde el salón alguien llama en el cristal de la puerta del balcón.

    Pavlik se agita.

    Veo la cara de Yulia, severa, sus cejas arqueadas de incredulidad, y los labios de Antón estirados en una sonrisa.

    Nosotros aún seguimos abrazados.

    Me levanto de un salto tan rápido que el borde de mi suéter se levanta sobre mi piel desnuda y ...

    «¡Mierda!»

    Ella mira y ella ve.

    Yo tiro rápidamente del suéter hacia abajo y lo aliso. Mi cara está hirviendo y cada porción de mí está temblando.

    —Ey. - Pavlik abre la puerta. —Lo siento. Perdimos la noción del tiempo. Mamá, ¿estás bien?

    Los ojos de ella están clavados en mi cintura y ella lanza una mano a la boca.

    —Yulechka, ¿qué pasa? - Dice Antón.

    Ella señala mi estómago como si quisiera tocarlo y verlo desinflarse. —Esto... - Eso es todo lo que puede conseguir. —Esto ...

    Yo intento parecer inocente, pero el daño ya está hecho.

    —¿El qué? - Antón sigue su dedo.

    —¿Tenéis hambre? - Pavlik está tratando de desviarlo. —¿Qué tal una cena? Llevamos sentados aquí todo el día.

    —Embarazada, - dice Yulia. —Está embarazada.

    —¿Está qué? - Antón parpadea.

    —¿Podemos ir adentro, por favor? Gracias. - Pavlik pasa el umbral y tira de mí tras él. Mis piernas se vuelven de agua.

    Los brazos de Yulia se cruzan ante su pecho. Ella comienza sin preámbulos, ya controlada. —¿Cuánto tiempo lleva sucediendo esto? - Su voz tiembla ligeramente.

    «Preferiría que gritaras, hipócrita egocéntrica. Sé honesta y dímelo a la cara. Dime que me odias. Dime que quieres que tu hijo sea rico y famoso, que se case con una chica que pueda cagar diamantes y no con una colgada muda dura sin un rublo a su nombre. Adelante, dilo. ¡Dilo!» - Aprieto los dientes.

    —¿De qué estás hablando? - Dice Antón.

    —¡Que está embarazada! ¿Es que no lo ves?

    —¿Embarazada? No pensarás… - Él cambia su mirada hacia Pavlik.

    —¿Qué, me consideras incapaz a ese respecto, papá?

    «Oh, no. Oh, no. No lo hagas.» - Tiro de la manga de Pavlik.

    Él me ignora.

    —Vigila tu tono, hijo.

    —Lo siento, ¿qué es exactamente lo que quieres que vigile? - La voz de Pavlik es aguda, poco natural.

    —Todo este tiempo, justo delante de mis narices. - Yulia le lanza una mirada ardiente. —Nunca has tenido ningún secreto para mí, Pavlusha, siempre me lo has contado todo a mí. ¿Por qué?

    «¡No!» - Agarro la mano de Pavlik. Él se zafa torciéndola toscamente.

    —A nosotros, - dice Antón. —Siempre nos lo ha contado todo a nosotros.

    La piel de Yulia adquiere un tono verde. —¿Así es como nos pagas todo lo que hemos hecho por ti? ¿Esto es lo que haces?

    La cara de Pavlik está tensa y no tiene buen aspecto.

    Yo agito los brazos: «no es suyo, no es suyo» , y salgo al balcón para recoger el cuaderno, pero Pavlik me bloquea el paso.

    Estoy tan sorprendida que retrocedo, me hundo en el sofá y me quedo mirando la consola de caoba cubierta con un pañuelo de ganchillo, con la televisión encima. Insensible, Sorda. «Se acabó, se acabó todo.»

    «Buen trabajo, Irina Myshko. Prepárate para ser expulsada. ¿A dónde irás ahora? ¿En pleno invierno? ¿Embarazada? ¿Qué vas a comer, dónde vas a dormir? ¿Qué culo vas a besar para que te acoja?

    —Mamá, papá, por favor. Calmaos. No hay necesidad de esta hostilidad. Puedo ...

    —¿Hostilidad? - Yulia se infla. —¿Hostilidad? ¿Casi te pierdo una vez y me estás hablando de hostilidad? - Ella mira a su esposo. —No te quedes callado. Di algo.

    —Por supuesto, Yulechka, por supuesto. - Él me interroga a través de sus gruesas gafas —Irina, cuéntanos. ¿Estás, de hecho, embarazada?

    Todos los ojos están sobre mí.

    Yo me encojo en el sofá.

    —¿Por qué le preguntas a ella? Como si esa fuese a admitirlo. - Yulia está furiosa y me mira. —Nos has engañado, nos has mentido. Coaccionaste a mi hijo a tener una aventura. Después de todo lo que hemos pasado con él, de todos estos años de dolor y sufrimiento, vienes tú y en cuestión de meses arruinas su futuro. Confiamos en ti, te acogimos, te alimentamos, te vestimos. Y tú... - Ella recupera el aliento, las venas son prominentes en su cuello. —¡Basura! Tú...

    —¡Mamá, basta!

    «No, déjala.» - Me levanto del sofá, furiosa. «Por fin me dice lo que realmente piensa.»

    —¡Cómo te atreves a gritarle a tu madre!

    —¡De igual modo que ella se atreve a gritarle a Irina!

    —Levántate el suéter, por favor, - dice Yulia.

    Yo automáticamente acuno mi vientre en un abrazo protector y este se sacude. El bebé dentro de mí se mueve. Una leve sensación pasajera, como un tiritar o una caricia o un aleteo. Bajo la vista y lo vuelve a hacer. Es la sensación de algo flotando, casi cosquilleante.

    «¿Aguilucho?»

    Alzo la vista, mi mente está en blanco.

    Están discutiendo y agitando los dedos y Yulia se está acercando a mí y Antón tiene espuma alrededor de la boca y Pavlik los detiene a ambos con las manos en alto e intercepta mi mirada y sus ojos se vuelven locos y sé lo que está a punto de hacer, pero yo no me puedo mover.

    Pasa aire comprimido entre sus labios y le oigo decirlo. —Ya es suficiente de esto. Me estáis dando dolor de cabeza. Es mi vida y mi bebé. Nuestro bebé. Si no queréis ser parte de eso, es elección vuestra. Resolveremos las cosas por nuestra cuenta.

    «¿Qué estás haciendo, Pavlik?»

    —Nosotros te criamos, - dice Yulia subitamente llorosa. —Te llevamos a una de las escuelas más prestigiosas de Moscú, estamos pagando tu futuro en el teatro, doblándonos en pompa para que Simeon Ignatievich avance tu carrera, y vas y te acuestas con cualquier basura. Tú eres un crío, Pavlusha. Solo tienes dieciocho años. ¿No entiendes lo que esto va hacerte? Esto va a arruinarte la vida.

    —¿Qué sabes tú de doblarte en pompa?

    Yulia se pone pálida. —No se te ocurra decirlo. No lo digas.

    —¿Por qué no?

    —Por eso estabas tan tranquilo por que ella se quedara. Por eso la trajiste aquí, para que nos acostumbráramos a ella. Lo planeaste desde el principio, ¿estoy en lo cierto? Contabas con nosotros para criar a vuestro hijo mientras vosotros dos saltáis al escenario y pasáis el mejor momento de vuestras vidas. Bueno, pues no lo aceptaré, Pavlusha. Por encima de mi cadáver.

    —Entonces nos iremos.

    Se enfrentan entre sí.

    El bebé se mueve de nuevo, como si quisiera que yo me dé cuenta.

    «¡Te he sentido, aguilucho, te he sentido!»

    Yulia aparta a Pavlik fuera de su camino y me abofetea y ...

    El ratón chilla. La lechuza ulula y la víbora sisea. Asustan a la mariposa y descienden sobre el ratón. Le tocan, le empujan, le dan la vuelta y le golpean en el vientre. El ratón siente al aguilucho en el estómago, queriendo salir y convertirse en un pájaro adulto, en un depredador salvaje que pueda matar a la víbora, a la lechuza, al jabalí y a cualquier bestia que se atreva a lastimarle.

    El ratón pía, contento. Dejará salir al águila aunque eso implique destruir al ratón en el proceso.

Capítulo 12

Mariposa

    Un portazo interrumpe mi sueño. Salgo a la superficie y me siento derecha. Es de noche. Estoy en la rechinante cama de Pavlik, tapada con una alfombra tejida a mano. La lámpara de la mesilla arroja un anillo de luz sobre el escritorio. Su chaqueta vaquera cuelga del respaldo de la silla. Hay carteles colgados en la pared: Sim, Kostya, otros actores que no conozco. Su mochila sobre la alfombra turca, una pila de libros. Todo está limpio, ordenado y organizado. La última vez que estuve aquí fue después del funeral de Kostya.

    Mi estómago se revuelve y me tambaleo.

    Pavlik está a mi lado. Capto su aroma a amargo polen de flores. Su cabello está despeinado y sus ojos son sombríos y temerarios, como si él estuviera empeñado en algo peligroso.

    —¿Te sientes mejor?

    Siento que eso no es lo que quiere decir y espero.

    —¿Sabes qué? - Levanta los brazos y se golpea los muslos —Les dije que nos dejaran en paz. No sé tú, pero yo estoy harto. Y ya no quiero que duermas en la cocina. Quédate mi cama. Yo dormiré en el suelo.

    Se saca el polo sobre la cabeza y lo tira sobre la silla. Luego va la camisa muscular, los vaqueros y calcetines. Lo único que deja son los calzoncillos de algodón, intensamente blancos en la penumbra. Él mira a su alrededor en busca de algo. Yo me tenso y me relajo y me tenso y lato y pulso. La sangre me llena la cabeza. Me quedo mirándole, lácteo por la falta de sol, pero no mortalmente pálido. Lúcido. Llego a ser consciente de mis dedos. Me hormiguean. Quiero tocar su piel como toqué su cabello en el balcón.

    «¿Y si me aparta de un empujón?»

    Y lo sé.

    Me desabrocho la camisa.

    Pavlik saca un colchón enrollado del armario, lo desenrolla en el suelo junto a la cama y saca sacudiendo una manta doblada de lana a cuadros.

    Mientras busca ropa de cama de repuesto, yo me desnudo y me recuesto sobre la almohada, temblando de impaciencia. Nunca me he entregado libremente antes, siempre he sido tomada. Esta es mi primera vez y quiero que lo haga Pavlik. Abro las piernas y espero.

    «Tómame. Por favor, tómame.»

    Pavlik cierra el armario, da media vuelta y deja caer las sábanas. Un extraño ruido se le escapa. —Yiiik. Me mira los muslos y luego la cara.

    Todos mis nervios están en llamas. Recojo la manta en puños, deseando no gemir.

    «¿Por qué no me tomas?»

    Está paralizado. —Irina, ¿qué estás haciendo?

    «Quiero que me lo hagas. Tómame. Te amo.»

    Recoge la sábana y me tapa con cuidado hasta la barbilla.

    Yo la retiro, desconcertada. «¿Cuál es el problema? ¿Por qué no me quieres? ¿Estoy muy gorda? ¿Soy muy fea? ¿Demasiado tonta? ¿Tienes miedo de lastimar al bebé? ¿Mis moretones te repugnan? ¿Qué?»

    Me lanza una descolorida sonrisa y se sienta al borde de la cama. Los viejos muelles se quejan. Me toca la cara, con cautela, como si pudiera romperse a su tacto.

    —Eres hermosa, ¿lo sabes?

    «¿Eres tímido? Espera, ¿eres virgen? Ahueco mi mano en el bulto en sus calzoncillos. Está flojo.

    Pavlik mueve mi mano a otro sitio. —Por favor, no. Preferiría que no la tocaras.

    Estoy confundida.

    —No es que no seas encantadora, lo eres. Es que, solo Kostya tenía permitido tocarla. - Él baja los ojos.

    Me pitan los oídos. «¿Qué? ¿Kostya?»

    Caigo en la cuenta y eso me enfría hasta los huesos y me deja quebradiza. Un toque y me romperé. «El guacamayo y la mariposa. ¿Cómo he podido estar tan ciega?»

    La silueta de Pavlik se pierde en la sombra. —Irina.

    Le veo y dejo de verle. Es uno con la noche, con la oscuridad de la habitación. Negro como las alas de la almirante negra.

    Él deja escapar el aliento. —Soy gay.

    Se oye el tic-tac del reloj y el silencio vacío que me llena de vácuo. Estoy en blanco y hueca.

    —Kostya y yo nos estábamos viendo. Hace una pausa. —Mis padres no tienen ni idea. Por favor, no se lo digas, eso los devastaría. Prométeme que no lo harás.

    No sé cómo, mi cuello está tan rígido, pero asiento.

    Él se apoya en mí entonces. Yo lo envuelvo en la manta lo mejor que puedo y lo coloco en mi regazo hasta que él lo saca todo llorando y se duerme. Yo me quedo entumecida de estar sentada sin moverme, y poco después de él, me quedo dormida.

    El chillido de las cornejas me despierta. El reloj en el escritorio muestra las seis y cinco. La luz de la mañana temprano colorea la habitación de azul polvoriento, como el fantasma del guacamayo.

    Largas sombras trazan la cara de Pavlik. Él ronca ligeramente. Me lleva mucho tiempo deslizarme debajo de él. Hace frío y mi piel se eriza como una gallina. Recojo mi ropa de la alfombra y el vestido, y me quedo de pie ante él, observándolo respirar.

    «Esto tiene sentido ahora. Tu cortés interés en mi vida y tus modales pulidos y tu gratitud, nada más que una fina capa. Y Kostya. Su disgusto por mí, una chica, una chica campesina, una criatura abominable. Las horas que pasabais juntos, ensayando y no ensayando.»

    Escribo en el cuaderno y toco el hombro de Pavlik.

    —Por favor, no. - Se da la vuelta.

    Le zarandeo.

    —Por favor. Intento dormir. - Se tapa la cabeza con la manta.

    Persisto hasta que se levanta de golpe. —¿Qué? ¿Qué hora es?

    Le muestro el cuaderno. ¿Por qué dijiste que era tu bebé?

    —Ah, eso. - Bosteza y se frota la cara. —Bueno, tú me salvaste la vida y quería devolverte el favor. - Suena pragmático e irritado, como su padre.

    Golpeo la página. Mentiroso.

    Él agacha la cabeza.

    Esa no es la verdadera razón.

    —Sí, tienes razón, tienes razón. No lo es. No puedo ocultarte nada, eres tan perceptiva. - Parece abatido. —¿Qué quieres que te diga?

    Espero, inmóvil. Detrás de la ventana, las cornejas graznan como si estuvieran hablando entre ellos.

    —Está bien. La verdad es que ... - Mira la puerta. —Papá sospechaba de mí desde hace algún tiempo y, bueno, esta era la oportunidad perfecta para demostrar que estaba equivocado. A él nunca le gustó Kostya en realidad. Todo ese tiempo que pasábamos juntos. Y no le gusta que use maquillaje en el teatro, no cree que sea varonil. Solía ​​taladrarme sobre eso de que yo no tenía novia. Llegó al punto en que comencé a evitarle. Luego apareciste tú. Así que por fin me ha dejado en paz. Y cuando descubrí que estás embarazada, pensé que sería una oportunidad perfecta para asegurar su creencia de...

    Arrojo el cuaderno a la pared. Este choca y cae al suelo en un montón de páginas susurrantes.

    «Bien, Irina Myshko. Te han usado de nuevo. ¿Cuál es tu problema? No aprendes nunca, ¿verdad?»

    —Por favor, no te enfades. Lo siento. De verdad que sí. Debería haberte preguntado primero, lo sé. Soy un idiota. - Él se estira con los brazos hacia arriba.

    Ayer esto habría enviado mi corazón a toda velocidad. Ahora me molesta. Me alejo. «Solo soy una herramienta para ti, para resolver tus pequeños problemas. No he sido más que una herramienta para los hombres toda mi vida.»

    Recojo el bloc de notas y escribo. ¿Por qué?

    —¿Por qué qué? - Su rostro no tiene vida.

    ¿Por qué me preguntaste por qué soy muda?

    —Ah. Yo que sé. Supongo que quería ayudar. - De repente sonríe. —Me la jugaste al principio. Pensé, ¿bagre? ¿Qué bagre? Me llevó un momento.

    Quiero quitarle la sonrisa del rostro con las garras.

    Se da cuenta de mi expresión y se pone serio. —Nadie te ha escuchado antes, ¿verdad?

    Aprieto los dientes.

    —En cierto modo me pusiste más fácil compartir mi historia. - Hace una pausa. —Anguilas. De verdad que parecían anguilas.

    Tú no me amas, - escribo.

    —No, no. Por supuesto que sí. Te amo. Pero no en el sentido en que un hombre ama a una mujer. Eres como una amiga para mí, una amiga muy querida, como una hermana, - queda en silencio —¿Me amas tú?

    Me doy la vuelta.

    «Sois todos iguales: gays, heteros, no importa. Pensé que había encontrado el indicado. No existe tal cosa.»

    Las siguientes palabras son las más difíciles de escribir. ¿Y si no quiero que seas el padre de mi bebé?

    —¿No quieres? Pero yo supuse ...

    «¿Supusiste?» - Mi aliento tiembla. «No soy más que una víctima, un ratón de laboratorio para practicar tu piedad y compasión.» Agarro el pomo de la puerta.

    —No te vayas.

    Le encaro. «Tal vez sea mejor que lo descubran, tal vez no sea mi lugar estar aquí, en esta reluciente jaula. Tal vez debería irme a casa, a donde pertenezco, a un agujero de mierda.»

    Le aparto la mano, abro la puerta de golpe y atravieso el salón pasando junto a Yulia y Antón dormidos. Me pongo las botas prestadas, el abrigo y salgo a toda prisa, bajando las escaleras y entrando en la nieve recién crujiente.

    La escarcha me golpea en la cara. Debe de hacer menos veinte grados Celsius.

    Frente a mí en la acera, se mueve y se retuerce una oscura masa de plumas. Una bandada de cornejas mordisquea a un perro muerto, rígido y congelado, sin ojos y con el estómago desgarrado. Lo reconozco. Es el cócker spaniel negro, Nika, que pertenece a la vieja gorda del primer piso. Parece que lo ha atropellado un coche.

    Pisoteo.

    Las cornejas se dispersan, graznando como locos. Me apresuro a cruzar la calle hacia el aparcamiento. Sale vapor de mis fosas nasales y se me pegan los pelos de la nariz cuando inhalo y me duelen las orejas por el frío. Olvidé ponerme un sombrero. No me importa. Lo único que quiero es escapar, respirar, pensar y decidir qué hacer a continuación.

    Los cornejas chillan y saltan detrás de mí, pinchando. Una de ellos, la más grande y la más negra, baja volando tan cerca que siento la ráfaga de aire en mi cara y escucho el ruido de las plumas. Vuela en círculos, se zambulle y se prepara para otra pasada.

    La ahuyento.

    Aterriza en el olmo y posa sus ojos brillantes sobre mí.

    Mi piel se eriza. «Vuestro plumaje es muy brillante, las garras son curvas y la forma en que gritáis, ronca y grave. No sois cornejas, sois cuervos.»

    Como si me hubieran oído, responden con indignados graznidos, se congregan alrededor del perro y arrancan tiras de carne congelada.

    El cuervo del olmo sigue mirándome.

    Me siento incómoda. En lo más hondo de mi instinto sé que algo va mal, pero no sé qué.

    Solo estoy paranoica.

    Entro en la nieve reciente que ha caído por la noche y engancho un pie en ángulo recto al rincón del otro, y camino hacia adelante haciendo un patrón como el de la llanta de un gran camión. Termino en el otro extremo del aparcamiento, me arrodillo y recojo un puñado de nieve y lo miro, qué tranquila es, qué suave, lisa y blanca.

    «¿Por qué mi vida no puede ser así? ¿Por qué siempre tiene que ponerse patas arriba justo cuando creo que he tenido suerte?»

    Crujientes pisadas.

    Me sobresalto.

    Unos diez tipos con abrigos negros y gorros negros salen del portal de Pavlik y se dan palmadas en la espalda, graznando.

    Como cuervos.

    Frunzo el ceño. Nunca los he visto antes. No viven aquí.

    Espero hasta que se pierden de vista y corro, tiritando, pisoteando la nieve. Me arden los oídos y los dedos. Voces resuenan por las escaleras. Una madre y una niña pequeña, empaquetada hasta la nariz, pasan a mi lado. En algún lugar arriba se oye un portazo. Me froto las manos y busco cualquier señal de algo inusual. No encuentro nada, pero la sensación no quiere dejarme. La sensación de que esto tiene algo que ver con Pavlik.

    Me apresuro hacia último piso, meto la llave en el agujero y me cuelo dentro.

Capítulo 13

Asnos

    Me quito el abrigo y huelo avena. Ruidos provienen de la cocina: las cucharas raspadoras, la tetera hirviendo y las noticias de la mañana. «Genial, los he despertado. No hay posibilidad de hablar con Pavlik ahora». Me quito las botas, me miro en el espejo, me aliso el flequillo y camino al salón. La cama está plegada dentro del sofá. La puerta de Pavlik está cerrada. Entro en la cocina. El reloj marca las ocho menos cuarto. Un presentador de noticias aburrido parlotea en la pantalla, y debajo, en el círculo de luz, Yulia y Antón se encorvan sobre el desayuno.

    «¿Se ha vuelto a dormir como si nada hubiera pasado?»

    Estoy en la burbuja de la tensión silenciosa, deliberadamente desapercibida después del drama de ayer.

    Antón lee el periódico, un plato de gachas a medio comer y una taza de café frente a él. Me mira tras sus gafas y vuelve a leer sin una palabra. Yulia muerde un rollo con mantequilla y escanea una revista. Como si yo no estuviera allí, como si no existiera. Ella mastica, traga y da un sorbo de su taza.

    —Nos vamos a un ginecólogo, tú y yo. - Su voz es ácida. —No estoy segura de cuándo, pero pronto. - Ella alza la vista.

    «¿Ginecólogo? ¿Para confirmar que Pavlik es el padre?» - El pensamiento me da escalofríos. «¿No querías irte a casa hace una hora, Irina Myshko?»

    —Y agradecería que en el futuro no dieras un portazo a las seis de la mañana. Eso es inaceptable en nuestra casa. - Ella hace énfasis en nuestra casa. —Prepárate, por favor. Simeon Ignatievich os viene a recoger a los dos..., - mira el reloj. —...en cualquier momento.

    «¿Sim?»

    —Para celebrar el comienzo de una nueva familia, Irina. Te acuerdas de Simeon Ignatievich, ¿verdad? ¿El director del Teatro de Cámara?

    «¿Y Sim cómo lo sabe?»

    —Ahora, - dice ella inclinándose hacia mí, —hazme un favor. No hagas nada estúpido. Sonríe, asiente y quédate callada, como siempre haces. Esta reunión es muy importante para la carrera de Pavlusha.

    «Como siempre hago. Muda, siempre aceptando, siempre de acuerdo.»

    Antón pone su taza en el plato con un tintineo. Sus ojos se clavan en mí. —Por favor, - dice. —Los dos te lo pedimos. Nada estúpido.

    Diez minutos después, estamos vestidos y de camino a la calle.

    La cara de Pavlik es sombría y silenciosa. Quiero preguntar si esto ha sido arreglado a sus espaldas, si fue él quien se lo ha dicho a Sim, pero el rastro de un mal presentimiento me interrumpe.

    Salimos por la puerta hasta la nieve en la acera. El lugar donde yacía el cócker spaniel muerto está vacío, excepto por algunos mechones de cabello y algunos puntos marrones y marcas de garras.

    «¿Alguien lo ha movido? ¿Los cuervos lo han arrastrado? No podrían ser tan fuertes. ¿O sí?»

    Siento ojos en mi espalda. Intensos, astutos y buscando. Giro y allí están, encaramados en el borde de la azotea. cuervos, cerca de cien. Sus alas se tocan y sus plumas se agitan con la brisa. Se posan en silencio, mirándome como si estuvieran planeando diabluras.

    Te estamos observando, parecen decir.

    Mi corazón salta a mi garganta y se queda allí.

    Pavlik toma mi mano.

    La nieve cruje bajo las ruedas de un reluciente Mercedes dorado que rueda hacia el estacionamiento y se detiene. Sale una gran figura enfundada en un abrigo de lana y envuelta en una bufanda brillante.

    —¡Buenos días, hijos!

    —Buenos días, Sim, - dice Pavlik.

    Saludo con la mano.

    Cruzamos la calle y caminamos hacia sus brazos. Nos da el abrazo de la autoridad, de un animal superior. Su perfume me envuelve por completo, el crujiente olor salado del mar.

    —¡Enhorabuena! Esta es una noticia emocionante. - Él se suelta con fuerza, como si quisiera separarnos. Sonríe, pero hay resentimiento en sus ojos.

    —Gracias, - dice Pavlik.

    —Hijos, hijos. Sois tan jóvenes. - Niega con la cabeza. —¿Por qué no me lo dijisteis?

    Pavlik abre la boca y la cierra.

    —¿Qué pasa? ¿Estás enfermo? ¿Has perdido la voz? - Las palabras de Sim son cortantes.

    —Lo siento. - Pavlik esboza una sonrisa. —Todavía me estoy despertando.

    —¿Ah, sí? Bueno, esto te despertará en muy poco tiempo. Entrad. - Sim golpea el trasero de Pavlik con una familiaridad que no deja lugar a dudas. Como lo ha hecho antes y lo volverá a hacer cuando le plazca.

    Pavlik se encoge.

    «Oh, no, oh, no, oh, no.» - Todo en mi interior se quiebra y cae.

    Sim intercepta mi mirada. —¿Qué estás mirando? Entra, Irina. Vamos a la Casa de Actores.

    Abro la puerta y hago que mis entumecidas piernas se muevan, hundiéndose en el cuero. Hace calor y huele a humo y me recuerda al coche de Kostya.

    Los labios de Pavlik tocan mi oreja. —Esto no es lo que crees que es.

    «Entiendo. Esto es importante para tu carrera.» Me miro las manos en el regazo y trato de no pensar, de no imaginar, pero no puedo evitarlo.

    Dejamos el bulevar y nos dirigimos hacia el tráfico, vagando hacia el centro de Moscú. Escaneo los edificios y el cielo. Es claro y azul. Sin cuervos, sin buitres, solo unas pocas palomas puntean las aceras, encogidas y congeladas.

    Nos detenemos en el semáforo en rojo.

    Sim se gira y nos mira. A Pavlik, a mí, a Pavlik otra vez. —¿Con qué estabas pensando, con la cabeza o con la polla? - Su sonrisa ha desaparecido.

    El semáforo se pone en verde. El coche detrás de nosotros toca la bocina.

    —Sim, por favor, - dice Pavlik.

    Siento su dolor y su sumisión y odio eso. Quiero salir y correr y tropezar y caer y enterrar mi cara llameante en la nieve y olvidar.

    Sim avanza el coche con un tirón. —Es que simplemente me supera. Me-su-pera.

    Pavlik encuentra mi mano. Yo agarro la suya.

    —Un bebé. - Sim resopla. —Eres un crío. Ella es una cría ¿En qué estabais pensando?

    Me duele tanto el estómago que quiero vomitar.

    Giramos hacia un callejón estrecho.

    Mansiones ruinosas, cafés sombríos, una peluquería, una tienda de cortinas. No hay árboles y casi no hay gente. Gritos suenan adelante, rugiendo y rebuznando. Entonces los veo.

    Un asalto rezagado liderado por un hombre en uniforme militar negro y una boina negra inclinada a un lado sobre su cabeza afeitada, con un megáfono pegado a la boca en movimiento. Una multitud de hombres lo sigue. Los cabellos también están afeitados o muy cortos y tienen rosados rostros de ​​idiotas. Algunos de ellos portan banderas rojas con un símbolo en forma de cruz gamada blanca en el centro, el que vi en el retrato en la oficina de Shakalov.

    De pronto sé quiénes son.

    «Asnos. Asnos nazis liderados por un cuervo.»

    —¿Y ahora qué pasa? - Sim pisa el freno.

    En cuestión de segundos alcanzan el coche, golpeando el capó y los costados. Un chico desgarbado baja la cara al nivel de Pavlik y escupe. Su saliva resbala por el cristal y deja una mancha viscosa. Le grita algo a sus compañeros. Pavlik retrocede. Uno de ellos se sienta a horcajadas sobre el asta de una bandera y la mueve a modo de pene. Otro par asalta la ventanilla del conductor, gritan a Sim y ululan y le muestran el dedo.

    Sus gritos se convierten en un canto audible.

    —¡Homos fuera de Rusia! ¡Homos fuera de Rusia!

    —Sim, - dice Pavlik.

    La cara de Sim se drena de color. Se aferra al volante y no se mueve.

    Manos embisten el coche y lo zarandean.

    —¡Sim! - dice Pavlik. —¡Van a romper el coche!

    —Al diablo con eso. Déjalos. Siento pena por ellos. Míralos, negros de odio.

    Una sirena de la milicia gime en la distancia y ellos se dispersan. Solo las huellas de sus manos quedan en el cristal.

    Sim para en el bordillo, aparca y sale.

    Pavlik me mantiene la puerta del coche abierta.

    Salgo y miro hacia arriba, más allá de las ventanas de un gótico bloque de hormigón, más allá de un caballero de piedra sobre una cornisa, y me encuentro con su mirada aviar. Una multitud de cuervos posados en la azotea.

    «Vosotros intentadlo. Que yo encontraré la manera de romperos el cuello.»

    Chillan y despegan.

    Sim nos insta a cruzar las puertas de roble hasta el ascensor y salimos al último piso, donde a los famosos actores, poetas y espectadores les justa mezclarse, comer, beber y filosofar. Lanzar palabras pomposas y participar en polémicas vacías.

    Yo no presto atención a la decoración ni al ambiente. Quiero vomitar. Recurro a mi pantomima y huyo al baño al final del pasillo. Abro el agua fría y me miro en el espejo. Salvajes ojos rojizos con círculos debajo me devuelven la mirada, amargos pensamientos me taladran la cabeza.

    «Pavlik es gay.» - Recojo un puñado de agua y me la salpico en la cara.

    «Sim es gay.» - Salpico otra vez.

    «Pavlik y Kostya se veían porque estaban enamorados.» - El agua me gotea por la camisa. Sigo salpicando.

    «Sim está usando a Pavlik como Lyosha me estaba usando a mí.»

    Salpicar no es suficiente. Meto la cara bajo el grifo y dejo que el chorro corra sobre ella. Me quedo así hasta que mis manos dejan de temblar y puedo aspirar un aliento ininterrumpido.

    «¿Qué pensabas, Irina Myshko? ¿Pensabas que hay gente que lo pasa mejor? Eres ingenua, dura.»

    Quiero dar un puñetazo en el lavabo y en el espejo y en la pared. El impulso es tan fuerte que casi lo hago. En su lugar, palpo bajo la camisa, me retuerzo la piel y la agrego a mi colección de moretones. Luego me inclino sobre el fregadero y lloro durante largo tiempo.

    Esas caras de asno. La hostilidad en ellas, la rabia, la locura. Me sueno la nariz y me limpio la cara.

    Las mujeres que entran me lanzan extrañas miradas. Mujeres mayores, pintadas, pulidas y enjoyadas. Espero a que haya una cabina de aseo vacía, me pongo en cuclillas, hago mis cosas y salgo.

    Serpenteo por los comedores y por fin veo a Sim y a Pavlik en el más pequeño, en una mesa en la esquina junto a un piano. No me ven, ya que están inclinados, inmersos en una acalorada discusión, sus rostros rojos por el resplandor del papel pintado color rubí y las sillas de terciopelo a juego. Aura de teatro clásico. De las paredes cuelgan retratos de actores en pesados ​​marcos dorados. No hay otros comensales presentes, excepto una pareja de mediana edad bien vestida a una mesa junto a la ventana.

    Me dirijo hacia Sim y Pavlik y saco una silla.

    Quedan abruptamente en silencio.

    Los ojos de Pavlik están hinchados, como si hubiera llorado.

    —¡Irina! Estás viva. - Sim extiende los brazos. —Pensábamos que tal vez te habías ido con el chef y nos habías dejado solos. - Lo dice alegremente, pero detecto malicia en su tono, como si de verdad quisiera que eso pasase. «Me quiere fuera de aquí, fuera de la vida de Pavlik.»

    Me da el menú. —Adelante. Nosotros ya hemos pedido.

    Tengo hambre. Cada nombre de plato me hace la boca agua. Entonces leo, SOLOMILLO DE JABALÍ. Mi dedo se detiene en eso.

    «¿Aguilucho?»

    Sin respuesta.

    «Aguilucho, habla conmigo.»

    El mismo silencio y algo de respiración.

    «Escucha, siento que...»

    «Lo prometiste,» - dice el aguilucho.

    «Lo sé.»

    «Me prometiste un jabalí entero. Solo pude probarlo, y ahora quieres alimentarme con un solomillo de cerdo cualquiera.»

    «Lo siento. Yo iba a...»

    «No, no ibas. Te has hecho comodona, perezosa y te has olvidado.»

    Me arden las mejillas. No tengo nada con lo que replicar.

    Llega nuestra comida. Ataco el solomillo, lo devoro en minutos y eructo. Pavlik me sonríe, su primera sonrisa de la mañana. Me doy cuenta de que está bebiendo. Los dos lo están. Sim apura el vodka, chupito tras chupito. Se inclina sobre la mesa y me dice acaloradamente: —Pavlik tiene una preciosa polla, ¿verdad?

    Pavlik se ahoga con su comida. —¡Sim!.

    Mi boca se abre. «Estás celoso. Estás herido y celoso como un crío, bebiendo hasta la estupidez.»

    —Dime. ¿Le amas? ¿Le amas de verdad?

    Pavlik me mira extrañamente.

    No quiero hacerlo, pero asiento automáticamente.

    —En serio. - Los ojos de Sim están desenfocados. Su frente está sudorosa. —¿Y qué es lo que más amas, a él o a su polla?

    —Sim. Dijiste que no ibas...

    —¡Camarero! - Sim agita el vaso vacío.

    —Por favor, más no. - Pavlik toca el brazo de Sim. Sim le recoge esa mano y la besa.

    Pavlik retrocede bruscamente. —Aquí no. Hay gente...

    Un camarero con espinillas aparece con una botella de Stolichnaya.

    Sim se la arrebata y se sirve un trago. La silla gime bajo su peso. —Damas y caballeros, les presento a Pavel e Irina Baboch. ¡Por los futuros padres!

    Pavlik dice: —Irina, ayúdame.

    Después de pagar, levantamos a Sim por las axilas para ayudarlo a ponerse en pie, llevándolo al ascensor y saliendo por las puertas de roble hacia el frío e indiferente sol de diciembre. La acera está llena de aguanieve gris mezclada por cientos de pisadas.

    Sobre el capó del Mercedes dorado de Sim hay un bulto oscuro de excremento humano. Emite una peste horrible.

    Yo siento arcadas.

    —Oh, Dios, - dice Pavlik.

    Sim también lo ve. —¡Escoria! ¡Escoria baja y cobarde!

    Los transeúntes retroceden y nos lanzan miradas extrañas.

    Me arrodillo y Pavlik se une a mí.

    Recogemos un puñado de nieve del bordillo y la tiramos sobre las heces, cubriéndolas y a su alrededor para que podamos arrojarla desde el capó. Deja una mancha horrible. Limpiamos el capó con la nieve hasta que desaparece todo rastro de ella.

    Mis manos están rojas y palpitan por el frío. Me las limpio en la chaqueta y las meto bajo los brazos.

    —Gracias, hijos. Sim trastea con las llaves, agitado y sobrio. —Me siento mal. Necesito ir a casa y acostarme.

    Pavlik me toca con el codo. —¿Vienes?

    En el momento en que entro, el coche sale a la calle, girando. Cierro los ojos y me agarro a la manija de la puerta.

Capítulo 14

Foca

    El coche se detiene. Yo salgo. Estamos aparcados al final de la avenida Tverskaya junto a un opulento edificio neoclásico que ocupa toda una manzana. Su base de granito está llena de boutiques. Arriba hay cinco plantas con balcones ornamentales de mármol y altas ventanas estrechas. La calle está llena de coches y personas, ruidos urbanos y el ocaso. Miro hacia la Plaza Roja. Los últimos rayos de sol doran los campanarios del Museo Histórico y las luces se encienden, y el enorme árbol de Año Nuevo frente a él también: una estrella de cinco puntas en lo alto e innumerables guirnaldas centelleantes.

    Pronto será año nuevo. Tengo casi diecisiete años y todavía no he visto el espectáculo del Árbol de Año Nuevo del Kremlin, el único en el que el Tío Escarcha no está borracho por miedo a ser despedido. Animal tonto. Todos ellos lo son. Y yo no soy diferente. Glorifico mi victimización. ¿Para qué? Para justificar mi odio. Odio a todos y a todo. «¿Me oyes? ¡Te odio!»

    «Deja salir al animal,» - dice el aguilucho.

    «Lo haré.»

    Y me estremezco. Algo va mal. El estruendo ha desaparecido, reemplazado por un silencio audible.

    Están aquí, me han oído. Las bestias. Los pájaros carpinteros y los gallos y los gusanos. Bullen saliendo de los bordes de cada grieta y de cada hoyo y avanzan hacia mí. Las ovejas y los asnos y las ocas. Tábanos, nubes de tábanos, zumbantes y cambiantes. Por encima de ellos, buitres y cuervos volando en círculos. Un ejército negro, un pájaro en cada saliente, en cada poste.

    «Deja salir al animal,» chillan. «¿Quién eres tú? Queremos verlo.»

    El suelo tiembla. Hay un horrible ruido de astillas y choques, como fracturas de huesos. Me giro en redondo. El Museo Histórico se derrumba en una pila de ladrillos y sale un tanque con Lenin de pie en la escotilla abierta, brazo derecho extendido, izquierdo en el bolsillo del pantalón. El chasis de acero truena por la Plaza Manege hacia Tverskaya.

    No es una estatua, es su cuerpo embalsamado del Mausoleo.

    —¿Qué animal eres, ciudadana Myshko? - grita él, sus globos oculares hundidos son dos piedras, sus labios sin sangre, su amarilla piel es celofán extendido sobre el cráneo. La torreta gira y apunta hacia mí.

    Estoy mareada de miedo.

    «Soy un raton, ¿no? Ya no lo sé.»

    Se me doblan las rodillas.

    Pavlik me atrapa y me lleva debajo del arco hasta el vestíbulo de entrada en la parte trasera del edificio. Entramos en un ascensor de habitación ascendente de estilo antiguo. Cerramos las puertas de rejilla metálica y nos dirigimos al último piso, saliendo a un pasillo alfombrado. Sim abre su apartamento y nos indica que entremos.

    Está recién remodelado y debe de ser muy caro. El sonido de música clásica viene de todas partes. Campanas, trompetas, piano. Del largo pasillo penden pesados ​​marcos. Pinturas, espejos, placas. Una alfombra elegante cubre el parqué pulido.

    Sim arroja el abrigo al suelo y las llaves sobre la mesa de cristal llena de revistas, se quita los zapatos y desaparece por una puerta a la derecha.

    —¿Té? ¿Café? - Oigo agua corriente, tintineos de plata y copas.

    —Café para mí e Irina, por favor, - dice Pavlik, y luego a mí, —¿Dónde estás?

    Parpadeo. «No lo sé.»

    —¿Chaqueta? - Me ayuda a quitármela, recoge el abrigo de Sim y lo cuelga en un ropero. Sus movimientos son rápidos y habituales.

    —Estás tan pálida. Vamos. - Me toma de la mano y me lleva a la cocina.

    Esta brilla con cromo. Grandes ventanas, con alféizares lo bastante anchos como para sentarse, ofrecen una vista impresionante de la concurrida avenida Tverskaya. Botellas de licor y paquetes de comida ocupan cada superficie, algunos están abiertos, otros aún sellados. Baguettes, jamón, queso, pescado ahumado, tarros de champiñones y mermelada y repollo en vinagre. Mi estomago retumba. Necesito usar el baño.

    Sim tararea la música y opera la elaborada máquina de bebidas. El olor a café recién hecho llena la habitación.

    —¿A qué vienen esas caras largas? Sonreíd, hijos, sonreíd. - Pone tres tazas humeantes sobre la mesa.

    —¿Sonreíd? Sim, se han cagado en tu coche.

    —. - Golpea la mesa con la palma de la mano. El café se derrama. —Me han cagado encima toda mi vida. En cada paso del camino. ¿Crees que eso me ha detenido? - Se agacha y estira los brazos alrededor nuestro. —Quiero que escuchéis dentro de vosotros. Escu-chad. ¿Qué escucháis?

    —Música, - dice Pavlik rotundamente.

    —Así es. ¿Y qué la crea, esa música?

    Pavlik me mira, cansado.

    Yo suspiro.

    —¿No te he enseñado nada? El amor. El amor es lo que la crea. Ellos no tienen música. Ninguna. Nos envidian. No importa lo que hagan, eso no debe impedirte que tú hagas tu arte. Nunca, ¿me oyes?

    —Sí, Sim, te oigo.

    —¡Nun-ca!

    Estoy abrumada por la aversión. El director genio y su actor mascota. La foca y la mariposa. «Él te aplastará y ni siquiera te darás cuenta.»

    —¿Qué pasa si se intensifica? - Dice Pavlik. —¿Qué pasa si es mierda hoy, armas mañana?

    —¿Crees que no he estado delante de una pistola? - Sim enciende un cigarrillo y abre la ventana una grieta. —Pues te equivocas, hijo mío. Me han pasado cosas peores, pero hablaremos de eso en otro momento. En este momento vamos a hablar sobre el embarazo de Irina y su futuro. Vuestro futuro juntos.

    No puedo aguantarlo más. Me deslizo fuera del taburete, me acaricio el estómago para disculparme. Camino hacia el final del pasillo y abro una puerta.

    Es la habitación equivocada.

    Una gran ventana detrás de cortinas de encaje, filas y filas de libros en altas estanterías, un escritorio lleno de papeles, un monitor, un teclado. Ceniceros de cristal tallado llenos de colillas de cigarro. Un sofá de cuero. Zapatos y bufandas tirados por el suelo. Me quedo quieta, escucho un tic-tac mecánico.

    Quiero mirar a la calle para ver si las bestias siguen allí.

    «Sabes a dónde te diriges, Irina Myshko, ¿verdad? En cuanto lo descubran, te meterán en la misma clínica mental donde meten a tu mamá cada otoño y cada primavera. Te darán drogas durante un mes y luego te enviarán a casa con tu querido Lyosha Kabansky, el jabalí con la polla fibrosa que empujará tu...»

    «¡Para!»

    Salgo tambaleante y me cuelo por la puerta al otro lado del pasillo. Es el cuarto de baño. Hago pis, me lavo la cara y me siento un poco mejor. Vuelvo a la cocina y me detengo.

    Pavlik está encorvado con el estómago sobre el mostrador, Sim acunándolo por detrás. Su rechoncha mano incrustada de anillos masajea las nalgas de Pavlik. De vez en cuando esta se desliza entre sus muslos. Los ojos de Pavlik están cerrados. Su cara es rígida y su mandíbula está firme, como si lo estuviera tolerando. Sim se frota contra él con pequeños gruñidos y le susurra algo al oído, la taza de café yace olvidada en el alféizar de la ventana.

    Libero una exhalación estremecedora.

    Pavlik se sacude para mirar.

    Sim sigue su mirada. —¡Irina! ¿Qué pasa?

    Salgo corriendo hacia el baño, pasando el pestillo.

    «¡No lo harás, no lo harás, no lo harás!» Pero no puedo retenerlas. Lágrimas calientes salpican los azulejos de cerámica. Estampo un puño en el fregadero. Me duele. Grito, me desabrocho la camisa, agarro un puñado de piel y la retuerzo y la pellizco y la araño.

    Una llamada. —¿Irina? - La voz de Pavlik. El pomo traquetea. —¿Puedes, por favor, abrir la puerta? - Él espera. —Por favor.

    «Nunca dejaré entrar a nadie, nunca más. ¡Nunca! ¡Déjame en paz! ¡Vete! ¡Te odio! ¡Odio a todo el mundo! ¡Todos os hacéis daño sin ningún motivo!»

    Pavlik dice algo, pero yo ya no lo escucho...

    El ratón está en el suelo mojado. Algo grandes martillea en la puerta y el pestillo gime y cede. El polvo se pulveriza en una nube calcárea. La puerta se abre de golpe. Una foca cae al lado del ratón y la mariposa revolotea detrás de él. El ratón retrocede hacia una esquina. La foca lo recoge con su aleta delantera. El ratón la muerde, y la foca ruge y lo arroja contra la pared y este cae al suelo. La mariposa revolotea alrededor, impotente. La foca levanta al ratón y se arrastra por un paso subterráneo hacia la noche salpicada de rachas de nieve blanca.

    El ratón tiembla de frío. La mariposa se aferra a él, lenta. Se deslizan sobre hielo en compañía de otras bestias. Arrullado por el movimiento, el ratón bosteza y resbala de la aleta de la foca hacia algo suave y cálido, y se queda dormido.

    Sueña con cuervos. Rodean a la mariposa, la picotean y la apuñalan y ...

    —¿Irina?

    Me elevo hasta a la superficie.

    —Despierta. - Una mano me zarandea. —Hemos llegado.

    Mis párpados son pesados de sueño. Parpadeo un par de veces y veo la cara de Pavlik, pálida en las sombras.

    —¿Cómo te sientes? Te desmayaste en el baño. Tuvimos que derribar la puerta para llegar hasta ti.

    Me froto la cara. Estoy en la parte de atrás del coche de Sim. Él está sentado en el asiento del conductor, medio girado.

    —¿Estás despierta?

    Asiento.

    —Bien. Tengo algo importante que decirte.

    Me enfrío.

    —Este embarazo tuyo ...

    —¿Qué pasa con él? - Dice Pavlik.

    —No me interrumpas. Irina, escúchame. Conozco a Pavlik desde hace años y entiendo lo que estáis tratando de hacer.

    —Espera, espera. No entiendo ...

    —¿Estoy hablando contigo?

    —No.

    —Pues, por favor, mantén la boca cerrada. - Los ojos de Sim brillan de molestia. —Irina, este chico no puede levantar su preciosa polla a menos que otra esté dentro de su pequeño y prieto trasero. Es tan gay como se es posible serlo.

    —Sim - Pavlik lo fulmina con la mirada. —¡Para!

    —Cálmate. Vosotros dos os vais a hacer un favor el uno al otro. Supongo que quienquiera que sea el padre del bebé, no lo sabe o no le importa, ¿estoy en lo cierto?

    Yo me miro fijamente las palmas.

    —Eso pensaba. Bueno, esto es lo que vais a hacer. Os vais a casar.

    —¿Casar? - La voz de Pavlik se quiebra.

    «¿Casar?» - La sangre me sube en tropel a la cabeza.

    —¿A qué vienen esas caras de sorpresa? No hay nada inusual en que dos jóvenes se casen. Os casaréis, tendréis un bebé y la gente pensará que es tuyo, Pavlik. Eso te protegerá hasta que te crezca una piel lo bastante gruesa para lidiar con esa escoria. ¿Me oyes?»

    Pavlik está en silencio.

    Me parece que no puedo respirar.

    Alguien grita en la calle. Suaves copos de nieve comienzan a caer, acallando los ruidos.

    —¿Estáis escuchando lo que digo?

    —Sí, - dice Pavlik.

    —Bien. Ahora fuera. Estoy cansado. - Pone el coche en marcha.

    —Gracias por llevarnos.

    Ambos trotamos a través del golpeteo de la nieve hacia el calor del portal y siento la amenaza de inmediato.

    Los cuervos. Agarro el brazo de Pavlik.

    —¿Qué pasa?

    «Los cuervos y el chacal. Huele a ellos.»

    —Ya casi estamos en casa, puedes ... - Se detiene. —Oh, genial. Mira. Alguien ha roto nuestro buzón.

    En la pared cuelgan cuatro cajas con cinco ranuras cada una, pintadas de un verde enfermizo y estampadas con números de apartamentos. Algunas están dobladas, otras abolladas, otras carbonizadas. La que está debajo del número diecisiete está abierta, la puerta de recuperación ha sido arrancada.

    —Mamá se pondrá histérica. - Pavlik saca el periódico, lo despliega y sube las escaleras.

    Un trozo de papel cae flotando. Lo recojo. Es una página cuadriculada de un cuaderno escolar, garabateada con grandes letras infantiles.

    PAVEL BABOCH, KOSTYA PROBABLEMENTE SE OLVIDÓ DE DECÍRTELO PORQUE LE REVENTARON LA CARA DE MARICÓN. TÚ ERES EL SIGUIENTE, HOMO JUDÍO. FELIZ AÑO NUEVO, FELICES NUEVAS EXPERIENCIAS.

    Mis entrañas se congelan.

    —¿Irina? - Pavlik regresa a por mí.

    Le doy la nota. «Los he visto. Los he visto partir, los cuervos.»

    —¿Esto es para mí? - Lo lee y se pone gris.

    Le arranco el papel de las manos, lo arrugo en una bola y lo tiro escalera arriba. Aterriza en el vertedero de basura.

    «¡Malditos bastardos! Espero que os ahoguéis en orina de perro, cobardes de mierda...»

    —¿Por qué has hecho eso?

    Estoy sorda de rabia, temblando.

    —Pavlusha? - La voz de Yulia baja flotando. —Pavlusha, ¿eres tú? - Sus zapatillas bajan arrastrándose y ella se detienen junto a la rampa con un balde de basura vacío en la mano. —Estaba sacando la basura y me pareció escuchar tu voz.

    «Desde el quinto piso, ¿en serio?»

    Ella intercepta mi mirada, ve la nota y la recoge.

    —No - Pavlik se apresura a subir las escaleras.

    —¿Qué es esto?

    Me cubro la cara. «¿Qué he hecho, qué he hecho?»

    —¿Qué significa esto? - La voz de Yulia tiembla.

    —Mamá, por favor, puedo explicarlo.

    —¿Yulechka? - Antón grita desde arriba. —¿Estás bien? Estoy bajando.

    Me sumerjo en la culpa. Los escucho susurrar, los escucho remontar las escaleras. Voy detrás de ellos, sin ver ni sentir.

    Tan pronto como se cierra la puerta, Yulia explota. —Léelo - mete la nota en las manos de Antón.

    —Mamá, por favor, ¿podemos hacer esto sin histerismos? Es solo una broma, alguien me gastó una broma, eso es todo. - Pavlik sonríe, pero sus ojos bailan con terror mortal.

    —¿Histerismos? - La boca de Yulia tiembla. —¿Has dicho histerismos?

    —¿Una amenaza de muerte? - Dice Antón. —¿Homo judío?

    La cara de Pavlik se torna cenicienta.

    Mi conciencia me atormenta y corro al balcón, saco el bloc se notas y el bolígrafo de debajo del taburete y garabateo.

    ES SHAKALOV. TIENE UN RETRATO EN SU OFICINA DE UNA DE LAS PERSONAS DE LA UNIDAD NACIONAL RUSA. DEBE DE TRABAJAR PARA ELLOS. ÉL CREE QUE TODOS LOS ACTORES DE SIM SON GAYS Y ÉL ODIA A LOS GAYS.

    Corro y se lo doy a Antón.

    —¿Es una broma? - Dice en voz baja.

    Yulia mira por encima del hombro. —¿Un chacal?

    —¿Podemos hablar de esto mañana? - Los ojos de Pavlik se abren. Me mira fijamente. —Irina está cansada, yo estoy cansado. Me está molestando la pierna.

    Pierdo toda sensación en mi cuerpo.

    Antón me devuelve el bloc de notas.

    ES EL CHACAL. TIENE EN SU GUARIDA LA CABEZA DE UNO DE LOS CUERVOS. DEBE DE CAZAR PARA ELLOS. ÉL PIENSA QUE TODOS LOS PUPILOS DE LA FOCA SON LOROS Y MARIPOSAS. Y ÉL LOS ODIA.

    Lo dejo caer al suelo.

Capítulo 15

Zorro

    Es la noche de año nuevo. Estamos en la séptima planta del Brezhnevka de nueve plantas y observamos la puerta de vinilo marrón con el número 62 de plástico sobre la mirilla. Yulia va con su abrigo de piel de serpiente, su enguantado dedo en el timbre. Este emite un brillante "ding-dong". Antón tose, champán y mandarinas presionadas en su pecho. Pavlik coloca dos pesadas bolsas de plástico en el suelo. Contienen tarros de ensalada Olivier, arenque bajo un abrigo de piel, champiñones en escabeche y caviar.

    Yo agarro un cartón con la tarta Leche de Pájaro, mi favorita. La agarro con tanta fuerza que temo que voy a aplastarla. En el momento en que salimos del ascensor escuché un zumbido. Zumbidos hostiles y ásperos provenientes del apartamento en el extremo opuesto del rellano. Quiero cerrar mis oídos para detener el ruido, la textura del zumbido, el roce de las alas y las mandíbulas y las patas peludas.

    «Tábanos, meándose hasta pudrirse.»

    «Reconocería ese sonido en cualquier parte.» - Mi corazón late con fuerza. Estoy atornillada al suelo, temerosa de moverme.

    «¿Y si abren la puerta? ¿Y si...?»

    El ascensor cobra vida. Su mecanismo gira con una especie de zumbido siniestro.

    Yulia vuelve a tocar el timbre.

    Alguien croa varios pisos más abajo y entra en la cabina.

    «¿Un cuervo?»

    Echo un vistazo a Pavlik.

    Él responde con su practicada sonrisa teatral. Durante las últimas tres semanas a cada nota que he escrito sobre cuervos me ha mostrado esta sonrisa. Complaciente, graciosa, vacía.

    «Y me dices tú que yo estoy en negación.»

    —Probablemente esté en el baño, - dice Yulia, y pulsa el botón del timbre. Los ecos mueren y flota la voz de una anciana, amortiguada, irritada y quebradiza.

    —¡Ya voy! ¡Ya voy! No hay necesidad de despertar a toda la casa.

    Se oyen laboriosas pisadas, el roce y crujido de las cerraduras, y allí está ella, con los brazos en jarras. Setenta y tantos, menuda y rugosa, pelo canoso con flamante henna en rojo y recogido en un moño apretado. Nariz afilada, ojos afilados.

    «Un zorro. Viejo y sin dientes, pero un zorro al fin y al cabo.»

    —Mamá, ¿por qué has tardado tanto? - Dice Yulia.

    —Te hemos traído tus viandas favoritas, Margarita Petrovna. Antón le ofrece los productos. —Champán, mandarinas y el arenque ahumado bajo el abrigo de piel en esa bolsa. Le tomó a Yulechka todo el día hacerlo.

    «Claro. Y yo solo fui un accesorio en la cocina.»

    —¡Abuela! ¡Feliz año nuevo!, - Dice Pavlik.

    Ella no responde, me apuñala con los ojos. —Un poco demasiado gorda y un poco demasiado corta, pero qué se le va a hacer. Supongo que ya es demasiado tarde. - Ella asiente hacia Pavlik. —Al menos tiene un trasero de buen tamaño, algo a lo que puedes agarrarte.

    Él se sonroja.

    —Mamá-

    —No me digas mamá, y no os quedéis ahí parados. Entrad. Estáis dejando salir todo mi aire cáliente.

    El verde de la cara de Yulia desaparece en un instante.

    Yo sonrío. «Margarita Petrovna, me gustas.»

    Yulia se recupera rápidamente. —Bueno, no podemos entrar contigo parada en la puerta, ¿verdad?

    El ascensor llega a nuestra planta y yo estoy demasiado aterrorizada para mirar. Paso por el umbral y oigo que la puerta detrás de mí se cierra. Apoyo la espalda en la pared para evitar caerme.

    El apartamento de Margarita es un hueco de una sola habitación lleno de adornos, mantas, chales en el respaldo de las sillas, fotografías en marcos polvorientos y alfombras. Alfombras en cada superficie. Tejidas, zurcidas, con mechones, de ganchillo a partir de medias viejas cortadas. En el centro de la sala se encuentra la mesa de celebración con mantel de paño bordado, porcelana mixta, vasos y lo que parece ser un gran plato de gelatina de pescado.

    Pavlik toma el cartón de mis manos rígidas y vaga tras sus padres a la cocina. Margarita me ayuda a quitarme el abrigo y me anima hacia la mesa.

    Me siento en la silla al lado del mueble de la tele y veo un desaliñado árbol de Año Nuevo adornado con guirnaldas de plata. Detrás de la ventana, en la oscuridad, las ventanas resplandecientes de otros Brezhnevkas, el paisaje nocturno de Moscú que se iluminará con fuegos artificiales a medianoche.

    El reloj en la parte superior de la tele muestra que son más de las ocho.

    Margarita estudia mi barriga.

    «¿Estás tan ciega como ellos?»

    —Ese es un bebé grande y fuerte el que tienes ahí. - Ella me da unos golpecitos con una mano torcida —¿Quién lo hubiera pensado? Nuestro Pavlushka nació diminuto. Este tiene que haber salido a ti. Espero que no te rompa cuando llegue el momento.

    Me encojo de hombros, incómoda.

    —Yulia me ha dicho que eres una inválida. Y yo digo que eso son tonterías. ¿Qué inválida? No me pareces inválida. El parto te hará hablar, ya verás. No solo vas a hablar, sino que vas a estar maldiciendo a mi nieto como el más bajo de los perros, - bromea ella.

    «No, es al jabalí al que maldeciré.»

    —¡Mamá, no era necesario! - Yulia entra y coloca cuencos de ensalada entre los platos sobre la mesa. —Te dije que no cocinaras, pero nunca me haces caso. A tu edad tienes que pensar en tu salud.

    —Yulia, cierra tu trampilla.

    Oigo el chasquido de los dientes de Yulia. Mis labios se estiran por sí solos y se requiere un enorme esfuerzo para detenerlos.

    —Estoy bien, - dice Margarita. —Te dije que iba a cocinar. ¿Qué es todo esto? - Ella señala con un dedo tembloroso. —¿Para qué has traído esto? ¿Crees que no puedo darme el lujo de alimentarte por mi cuenta? - Se pone de pie, más baja que su hija.

    Yulia se encoge.

    —Todavía no me he muerto, gracias a Dios, así que deja de preocuparte por mí. Mejor preocúpate por tu futura nuera.

    —Claro, mamá. Solo estoy preocupada por tu corazón

    —¡Deja mi corazón en paz! Está bien. Preocúpate por el tuyo.

    Los labios de Yulia son una línea dura.

    Yo brillo positivamente.

    —Margarita Petrovna, té. - Antón trae una tetera esmaltada y tazas de té y Pavlik está pisándole los talones con servilletas y el pastel de Leche de Pájaro en un plato.

    —¿Y bien? ¿Por qué estáis de pie? ¿Para qué he cocinado esto? Sentaos. - Me guiña un ojo.

    Escondo una sonrisa.

    Comemos la cena.

    Todo sabe bien y yo estoy canina y me lleno la cara.

    Margarita insiste en servir la comida ella misma, como una anfitriona adecuada. Se mueve con sorprendente agilidad, habla con Yulia y Antón sobre su joyería, Pavlik sobre su actuación, y me da un cuaderno andrajoso y un lápiz casi sin punta para participar en la conversación.

    No puedo escribir.

    El zumbido ha vuelto.

    El zumbido y los graznidos y la conmoción en el piso al otro lado del rellano. Parece que el cuervo y uno de los tábanos están peleando. El cuervo levanta su pico. El resto de los tábanos se retiran. Entonces la puerta del rellano se cierra de golpe. Hay voces masculinas, ebrias y furiosas, y el gemido del ascensor que desciende.

    Creo que el cuervo se quiere comer al tábano, - escribo y le doy con el codo a Pavlik.

    —Solo un segundo, - dice sin mirar, en medio de contarle su reciente actuación a Margarita.

    Quiero salir, verlo por mí misma.

    Dudo.

    «¿Y si me equivoco? ¿Y si no es nada?»

    Antón enciende la tele. La pantalla arroja un resplandor azul en nuestras caras. La media noche está a media hora de distancia, luego hay fuegos artificiales y el mensaje presidencial.

    «Me pregunto cuán borracho estará esta vez, querido presidente, proclamando que no está ocurriendo una crisis política en el país y presumiendo un falso orgullo patriótico. Claro, finjamos. Veamos "Lucecita Azul", el programa de variedades más tonto de Rusia, y envidiemos a las ricas estrellas pop y a los famosos cosmonautas y héroes del trabajo social con medallas que valen un montón de basura. Por favor, quiero vomitar.»

    Me esfuerzo por escuchar, ignorando el ruido de la tele. De pronto está en silencio. No me gusta.

    —... ya te lo dije, hay que hacerlo correctamente, - dice Margarita. —Ve a ver a su madre y ten una charla con ella, por el amor de Dios.

    «¿La madre de quién?»

    —Por supuesto, Margarita Petrovna, por supuesto. Iremos en enero, ¿no es eso lo que decidimos, Yulechka? - Antón toma un trago de vodka.

    —Sí, así es, - dice Yulia. —Justo después de ...

    —Espera un segundo. Pavlik levanta una mano. —¿Cómo es que yo no sé nada de esto?

    «No importa la chica muda.» Mi pulso es fuerte en mis oídos y mi garganta está seca. «En enero voy a volver a ese agujero de mierda. A ese lugar con gatos y perros y montones de platos sucios en la cocina inmunda. A la boca burlona de Lenochka y las bromas crueles de Sonya y mi mamá desaliñada, borracha y semidesnuda. La abuela con su horrible risa. Y Lyosha Kabansky.»

    «¿Puedo comérmelo cuando le visitemos?»

    «¡Aguilucho!» - Me acuno la barriga.

    Este se arremolina dentro de mí, luego me patea con algo afilado, un codo o una rodilla. Jadeo, sorprendida. Me ha dolido.

    «¿Puedo?» - dice el aguilucho.

    «Sí. Sí. Lo prometo.»

    —¿Te hace pasar mal rato, la bestiecilla? - Dice Margarita.

    Niego con la cabeza.

    —¿Sabes si es un niño o una niña?

    —No, mamá, aún no lo sabemos. Vamos a ver a mi ginecóloga para un examen, algunas pruebas y un ultrasonido, - dice Yulia. —Primera semana de enero. - Me clava sus ojos verdes. —Es una de las mejores doctoras de Moscú. Muy buscada, muy difícil de ver.

    Me pongo rígida.

    —Yo voy con vosotras, - dice Pavlik, y toma mi mano debajo de la mesa. Yo la aprieto.

    —¿Para qué, Pavlusha?

    —¿Qué quieres decir con para qué? Es mi bebé.

    Yo empiezo a sudar.

    —Te he dicho, Pavlushka, que esto no es asunto de hombres. Déjalo en manos de las mujeres, tú ya has hecho tu parte, - bromea Margarita.

    —Mamá

    —¿Qué? ¿Mamá, qué? Te he dicho que no me digas mamá. Yo digo lo que me dé la gana en mi propia casa, y no quiero escuchar nada diferente. - da un golpe en la mesa. —A mi edad no me importa un comino. ¿Crees que él no sabe cómo hacer bebés? Mírala a ella. ¿Qué, crees que tiene una hernia, o qué?

    El rojo sube deslizando por las mejillas de Yulia.

    —Un minuto para medianoche - Antón toma la botella de champán y le quita el papel de aluminio.

    —¿Ya? - Dice Yulia.

    —Cincuenta segundos ahora. - Apoya la botella en su estómago y la gira de un lado a otro. Con un fuerte estallido, el corcho golpea el techo. La espuma efervescente se derrama sobre su mano y él la vierte en los vasos.

    Todos nos levantamos y descontamos los segundos.

    —Diez. Nueve. Ocho...

    La pantalla del televisor muestra el reloj negro y dorado de la Torre Spasskaya.

    —...Tres. Dos. Uno.

    La manecilla dorada da las doce. Suenan las campanadas.

    —¡Feliz Año Nuevo! ¡Feliz Suerte Nueva!

    Chocamos nuestros vasos y yo bebo. Está burbujeante y dulce.

    El rostro del presidente aparece, rojizo y crudo, como el de un oso despellejado.

    —Queridos ciudadanos de Rusia, - dice, y ahí es cuando sucede.

    Comienzan los fuegos artificiales.

    Y la matanza.

Capítulo 16

Rata

    Dejo caer mi vaso. Puedo escucharlos. El cuervo grazna y picotea repetidamente al tábano. Este se dobla debajo, zumbando. El sonido es como el de martillar algo afilado en algo blando. Vuelan por el apartamento, chocan contra las paredes. Escucho, codiciosa por más. El tábano se enreda en lo que deben de ser algunos cables y se tambalea, incapaz de huir, y el cuervo ataca y ataca y...

    —Irina, ¿pasa algo malo? ¿Tienes miedo de los fuegos artificiales?

    Niego con la cabeza.

    —Vamos. - Pavlik me lleva a la ventana donde Yulia, Antón y Margarita ya están de pie, viendo el cielo estallar con destellos de plata y rojo y azul.

    Yo le aparto y salgo rápidamente de la habitación hacia el pasillo, forcejeando con cerraduras desconocidas. Mi cabeza vaga, me tiemblan las manos y mis dedos están húmedos y resbaladizos.

    «Lo está matando, lo está matando.»

    Abro la puerta de golpe. Mordiente frío me golpea la cara, caliente por el champán y la calidez acogedora del apartamento de Margarita. Pisadas apresuradas bajan por las escaleras varios pisos más abajo.

    «¡El cuervo!»

    Una mujer de edad indeterminable aparece en la puerta al otro lado del rellano. Podría tener veinte años o podría tener cuarenta. Un cutre vestido lurex en mal estado se extiende sobre su cuerpo huesudo. Pone los ojos en blanco en su carita puntiaguda. Sus manos entran en su cabello decolorado, su boca se abre y grita.

    Me tapo los oídos.

    Ella se queda sin aire, Toma tembloroso aliento y grita de nuevo. El eco sube y baja por el hueco de la escalera.

    «Una rata, colocada de alguna mierda,» - apuesto yo.

    Las llamadas vagan detrás de mí.

    —¡Irina!

    —¿Qué está pasando por ahí?

    —¿Quién está gritando?

    Yo camino hasta ella.

    Ella me considera con láctea mirada introspectiva y se pliega sobre mi pecho. Me tambaleo bajo su peso, entro de lado. El apartamento es oscuro y miserable. Un estrecho pasillo con papel de pared arrancado en lugares que muestran hormigón desnudo. Un armario torcido y carcomido. Cajas de cartón llenas de todo tipo de basura apilada contra las paredes. Trapos sucios esparcidos, ollas y zapatos y botellas de licor vacías.

    La mujer solloza en el hueco de mi cuello. Su cara está húmeda y su aliento apesta a contrabando, ajo y cigarrillos baratos.

    —Roma, - ella jadea —Mi Roma ...

    «Roma». - En un segundo estoy fría por todas partes, al otro, la hirviente furia me abruma. «Jodido tío Roma.»

    —Irina, ¿qué haces aquí? - Pavlik entra con cautela. —¿Qué está pasando?

    Yulia lo agarra del brazo. —Pavlusha, déjalo. Aléjala de esta mujer y de este desagradable lugar. Oh, qué olor. - Agita una mano frente a su cara.

    En el rellano, las puertas se abren y pies salen, voces que preguntan por la fuente del ruido. Alguien dice que deben de ser los amigos de Svetka comprometidos nuevamente en el libertinaje y que no hay nada de qué preocuparse. Alguien sugiere llamar a la milicia.

    —Mamá, por favor, para. Discúlpeme. - Pavlik toca el hombro de Svetka —La hemos oído gritar. ¿Podemos ayudarla de alguna manera?

    La mujer se despega de mí y lo mira sin comprender. Negros rastros de rímel bajan por sus mejillas. Su delgado pecho sube y baja y ella señala a las puertas dobles entornadas en medio del pasillo, con la pintura astillada, los paneles de vidrio reemplazados por deformada madera contrachapada. —Roma ... mi Roma ...

    «Él está en esa habitación.» - Estoy inundada de tanta emoción que no puedo moverme.

    Antón pasa dentro. —Pavlusha, vamos a llamar a los médicos. Ellos sabrán qué hacer.

    —¿Estás bromeando? ¿Sabes cuánto tiempo les llevará llegar hasta aquí? ¿En Año Nuevo? Ya están viendo sueños ebrios a estas horas.

    —Papá tiene razón. No hay nada que podamos hacer. Parece estar muy intoxicada. Además, no es asunto nuestro.

    Pavlik la mira a los ojos. —¿En serio?

    —¡Dejadme entrar! ¡Dejadme entrar! - Margarita se abre paso a codazos.

    Svetka de repente me agarra de los hombros, me zarandea y gime en mi cara. —¡Es Vadik! ¿Me oyes? Vadik. ¡Lo apuñaló! ¡El pequeño bastardo ha apuñalado a mi Roma!

    Hay una aspiración colectiva de aire.

    Le agarro las muñecas y aparto sus manos de mí, estática, aterrorizada. Quiero verlo con mis propios ojos.

    —Te mataré - Los ojos de Svetka se despejan. Ella se endereza. —Lo juro. ¡Vadik, me oyes! ¡Pequeña perra! Te voy a matar. - Ella empuja a la gente a un lado y se tambalea hacia el rellano, y la escucho tropezar escaleras abajo y caer con un enfermizo crujido y una maldición y un grito.

    Pies pisando fuerte la siguen.

    «Chinches en persecución de una rata herida.»

    Aprovecho el momento y cruzo corriendo las puertas dobles y me congelo.

    Horroroso papel de pared en tonos carne está manchado con vetas de sangre, como si alguien hubiese sido perseguido por la habitación y empujado contra las paredes y acuchillado y perseguido nuevamente. No hay muebles excepto una cama junto a la pared a la derecha con una maraña de sábanas sucias y un par de taburetes volcados junto a un plato roto, un mendrugo de pan y botellas vacías de vodka y cerveza.

    «Cerveza Zhigulevskoe. La favorita de mamá.»

    A la izquierda, en la esquina más alejada, yace un árbol de Año Nuevo caído, adornado con el mismo oropel plateado, con fragmentos brillantes de globos rotos esparcidos a su alrededor.

    Me acerco.

    Detrás del árbol yace un hombre, rígido e innaturalmente torcido por la cintura. Sus pantalones están desabrochados y no lleva nada más. Su estómago es un tamiz, un desastre sangriento. Quien lo mató estaba loco y despreocupado. Uno de sus brazos está sobre la cara como por protección. Yo necesito asegurarme. Le empujo el brazo con la punta de la zapatilla y este cae al suelo.

    Si pudiera gritar, lo haría, pero mis cuerdas vocales se bloquean. Nada existe para mí excepto su cara.

    «Roma.»

    Sus ojos son azul acuoso, vacantes, que miran a la nada. Su boca está entreabierta, como maravillado.

    Mis dientes comienzan a castañear y me enfurezco. Entro en el charco de su sangre, las suaves suelas de las zapatillas de Margarita se empapan. No me importa.

    «Pedazo de mierda.»

    Levanto el pie y le pateo en la entrepierna.

    «Jodido violador.»

    Le pateo el estómago, el pecho, la cara. Las zapatillas hacen ruidos repugnantes. Su cuerpo se sacude sin vida. Sus ojos son vidriosos, indiferentes. Eso me enfurece aún más.

    «¡Pervertido! ¡Degenerado! ¡Escoria!»

    Patear no es suficiente. Me arrodillo y uso el puño, metódicamente, como una máquina. La sangre me salpica. Agujas de abeto se pegan a mi piel. Escucho que Pavlik me llama, siento manos sobre mí tratando de alejarme. Me libero y doy más puñetazos. Alguien me agarra por las axilas y me aparta a rastras.

    —Irina, para! ¡Para!

    Intento agarrarme a algo, a cualquier cosa, para regresar, para hacer más daño. Mis manos están pegajosas. Lágrimas mojan mis ojos. Y el olor de la sangre de Roma está en mí, en mi pelo, en mi ropa y en mis huesos.

    «No he terminado, ¡acabo de empezar!»

    Mis pies se enganchan en alguna caja, las zapatillas se me resbalan. Soy transportada al pasillo y fuera del apartamento.

    «¡Espero que tu muerte haya sido dolorosa!» - Quiero gritar en la cara de Roma. «¡Espero que hayas sufrido! Ojalá hubiera estado aquí para verlo. ¡Ojala hubiera sido yo quien te matara!»

    Me arrastran por el rellano y me meten en el piso de Margarita. Lucho, muerdo y araño, pero son demasiados y me debilito y dejo que me lleven a la cocina y me apoyen en una silla, me coloquen una toalla mojada en la frente y me pongan pastillas en la boca. Una mano me da un vaso de agua y me la bebo toda.

    Me palpita la cabeza y tengo naúseas.

    Alguien me ayuda a ir al baño, me ayuda a meter la cabeza bajo el agua fría para que esta me caiga sobre la cara y las manos.

    Me quedo así por un buen tiempo, observando el agua ponerse rosa por la sangre lavada, y luego empiezo a reír. Me ahogo con el agua, la escupo, me abrazo el estómago y me río y río y río.

    Entonces noto a Pavlik.

    Me mira, su cara es blanca como una sábana.

    Yo aguanto el aliento.

    —Me has dado un susto de muerte. - Me entrega una toalla. —¿Por qué has hecho eso?

    Yo sonrío. «Le di una paliza. ¡Está muerto, Pavlik, muerto!»

    —Por favor, mírame. - Levanta mi barbilla. —Esto es malo, muy malo. Mamá y papá piensan que te has vuelto loca.

    Mi sonrisa se agranda. «Es cierto. ¿Y qué? no me importa. Deja que piensen lo que quieran.»

    —No sé qué decirles, Irina.

    Flaqueo. «¿Qué quieres decir?»

    —Honestamente, ya no sé. - Se mesa el pelo. —¿Puedes explicarme qué está pasando? No has sido tú misma últimamente, ¿sabes? siempre te retraes en tu mente, casi nunca hablamos, y ahora esto ... no sé qué pensar.

    Una patada en mi diafragma.

    Me doblo.

    «Dejaste salir un poquito del animal,» - dice el aguilucho.

    «¿Lo hice?»

    «Si. Pero aún tengo hambre.»

    «Obtendrás el jabalí, lo prometo. Muy pronto.»

    Me siento mareada y me tambaleo, me desplomo en el borde de la bañera. Pavlik me sujeta y oculto el rostro en el rincón de su brazo y él me acaricia el cabello.

    —Lo siento, Irina, lo siento mucho. Le he expresado mal. No quise decirlo así. No creo que estés loca. - Hace una pausa. —Vi lo que escribiste.

    Alzo la cara.

    —El cuervo quiere matar al tábano. - Me estudia. —¿Era ese ... el tábano? ¿Uno de los tipos que ...?

    Asiento.

    —¿Como lo sabías?

    Me toco la oreja.

    —¿Lo escuchaste?

    Asiento de nuevo y escondo el rostro.

    —Pero ¿cómo?

    Me encojo de hombros

    —Pero eso es imposible. Yo estaba en la misma habitación que tú y no escuché nada.

    Imito a la mosca y al cuervo que la persigue por el borde del fregadero, golpeo con una uña el esmalte para hacer un ruido de martilleo.

    Pavlik me mira con una luz extraña en los ojos, una mezcla de miedo y admiración. —No puedo creerlo. ¿Los oíste con todo ese ruido? La tele y los fuegos artificiales ...

    Nos quedamos en silencio por un momento.

    —Sabes, ahora que lo pienso, si yo estuviera en tu lugar, habría hecho lo mismo. En realidad estoy celoso.

    Hay una llamada a la puerta.

    —¿Puedo entrar?

    Yulia ordena que Pavlik salga y me arroja una de las batas de Margarita para que me cambie. Es de color marrón rojizo y huele a bolas de naftalina. Me desnudo, entro en la bañera, lavo la sangre de mis pies y luego salgo, me pongo la bata y la ato con el cinturón.

    Me miro en el espejo, sintiéndome victoriosa, salgo del cuarto de baño.

    Está muy silencioso. La puerta de la habitación está cerrada. Antón sale de la cocina y me señala con la mano hacia el armario.

    —Vístete. - Sus palabras son afiladas.

    Se me cae el corazón. Me pongo las botas, me pongo el abrigo y, antes de darme cuenta, engancha su brazo con el mío y me saca del apartamento.

    La puerta de enfrente está cerrada y el rellano está desierto.

    Bajamos en silencio por el ascensor, salimos del edificio y cruzamos la calle hacia el Lada de Antón estacionado en el bordillo opuesto.

    Amanece. El cielo está teñido de rosa. Las palomas picotean el suelo helado en busca de comida. No hay signos de milicia.

    Probablemente estén borrachos.

    La nieve fresca cruje bajo mis botas.

    Antón abre la puerta del pasajero. —Rápido.

    Me estrujo al entrar y jadeo. El asiento está helado.

    Antón necesita un par de intentos para poner en marcha el motor. Este traquetea al ralentí. Él enciende el ventilador a plena potencia y sale. Lo escucho abrir el maletero y cerrarlo de golpe. Afeita la escarcha de las ventanas con un raspador y barre la nieve del techo con un cepillo. Me froto los brazos, observándolo trabajar.

    Él entra, limpia el parabrisas con una mugrienta toalla, se limpia las gafas con un pañuelo, se las pone y sale marcha atrás.

    Y los veo.

    Un Boomer negro, limpio y pulido, pasa lentamente a nuestro lado. Por un momento nuestras ventanas quedan niveladas. El cristal tintado se desliza hacia abajo. Dos hombres con gorros negros y abrigos negros me miran con ojos apagados e inexpresivos.

    Me agarro al asiento.

    «Los cuervos.»

Capítulo 17

Lechuza

    Me dan la mano. Subo sonámbula por las escaleras y me arrastro hasta la cama y caigo en un vacío sin sueños. Parece que no ha pasado el tiempo cuando mi vejiga ardiente me despierta. El reloj en el escritorio de Pavlik muestra las ocho y cinco minutos. «¿Son las ocho de la noche? No, es por la mañana.» - La oscuridad detrás de la ventana es demasiado delgada y los orbes brillantes de las farolas se están atenuando. La nieve cae suavemente. He dormido todo el día y toda la noche. Me pongo las zapatillas y me froto la cara. La tetera silba débilmente, se ahoga y desaparece.

    Voy al baño, luego me dirijo a la cocina.

    Antón y Yulia beben té. Me miran con irritación, como si yo llegara tarde y me hubieran estado esperando durante horas.

    Me detengo, perpleja. «¿Dónde está Pavlik?»

    —Pavlik está con Margarita Petrovna, Irina. Por favor, siéntate, - dice Yulia. —Vamos a hablar un poco.

    Mi columna vertebral se convierte en hielo.

    El cuaderno en el que he estado escribiendo se encuentra junto a la taza de té de Antón. Él lo levanta y golpea la mesa frente a mí. Su tapa de cuero falso se encuentra con el hule con un ruido pegajoso y viscoso. —Explícate. - Me tiende un bolígrafo.

    Lo tomo aterrorizada, pensando que han leído mis respuestas a las preguntas de Pavlik y saben quién es el padre del bebé, pero luego recuerdo que eso les habría parecido un sinsentido.

    —Adelante. - Gotas de sudor puntean la frente de Antón. Él se quita las gafas, las pule con el dobladillo de la camisa y se las vuelve a poner.

    «¿Habéis entendido lo que yo quise decir?»

    —Eres una bromista, ¿verdad?

    «No, no lo habéis entendido.» - Exhalo de alivio.

    Él sacude la cabeza con consternación. —Empieza desde el principio, y nada de esta tontería sobre peces y chacales y animales. ¿Está claro? - Golpea la mesa con la palma de la mano.

    Me aparto asustada.

    —Quiero que me expliques por qué dejaste de hablar cuando tenías dos años,...

    «Así que tú los llamaste.»

    —... cuál fue la causa exacta, y si hay desviaciones genéticas en tu familia, enfermedades terminales, problemas de salud, ese tipo de cosas. Escribe todo lo que sepas. - Me mide con una mirada astuta.

    Yo le fulmino con la mirada. «¿Es esto un interrogatorio? ¿Enviaste a Pavlik fuera para que vosotros dos pudierais acosarme sin él?»

    —Esto es lo que pienso. Creo que nos estás engañando. Creo que nos estás tomando el pelo. O eso, o estás, de hecho, un poco ligera de la azotea. - Se golpea la cabeza. —Eso es lo que creo. ¿No estás de acuerdo, Yulechka?

    —Absolutamente. Yulia me aguijonea con una mirada ácida.

    Yo hiervo. «Esta suposición automática de que si eres muda, eres imbécil, en realidad me está poniendo de los nervios. Pensé que érais gente con estudios.»

    Antón sorbe el té. —Irina, si eres una chica inteligente, entenderás adónde queremos llegar. Simplemente estamos tratando de descartar cualquier patología. Debes aceptar que tu comportamiento, las cosas inexplicables que has hecho en los dos meses que te conocemos, han plantado ciertas dudas en nosotros sobre el estado de tu salud mental. Sea lo que sea, ya no te concierne a ti sola, concierne al hijo de Pavlusha, nuestro nieto. ¿Cierto, Yulechka?

    —Cierto.

    Agarro el boli con tanta fuerza que creo que se va a romper. «Debes tener, ¿cuánto, unos cincuenta? Muy leído, supongo. Sin embargo, crees que estoy loca porque soy muda, porque me refiero a las personas como animales y porque pateé a un hombre muerto. Más aún, crees que mi hijo estará predispuesto a las mismas, como tú las llamas, patologías. El hecho de que yo hiciera lo que hice no significa que esté loca ni tampoco significa que mi hijo vaya a estar loco. Veo que sabes pocas mierdas sobre la vida; lo cual a tu edad es, francamente, bastante divertido.»

    —¿Y bien? - Dice Antón.

    Yulia se cruza de brazos.

    Las palabras se agolpan detrás de mis dientes, queriendo salir en estampida. «Tu lógica me indica o bien pensamiento estancado o ignorancia completa. ¿Has notado que tu hijo es gay? No. Eliges estar ciego. Y cuando ya no puedas ignorarlo, le apartarás a un lado porque él no se ajusta a tu imagen del hijo perfecto. Porque él tiene una patología.

    Yo escribo una palabra. «No.»

    Antón se aprieta las sienes. —¿Cómo voy a entender eso?

    Yo sonrío. «Supónlo.»

    Lanza una mirada preocupada a Yulia.

    Ella tiene una mirada petulante en su rostro.

    —Esto es indignante. - Sus ojos redondos se vuelven aún más redondos. —Estamos perdiendo el tiempo. ¿No ves que está jugando con nosotros? - Él se levanta, golpea en el borde de la mesa. Las cucharas tintinean y el té se derrama.

    Yulia toma una toalla del gancho junto al fregadero y lo limpia. —Ojalá me hubieras escuchado.

    —Pero, Yulechka, si no es genético, ¿cómo puedes explicarlo?

    —Ya te lo dije, tenemos que hablar con su madre.

    «Buena suerte atrapándola sobria.» - Me maravillo de mi calma. Mi futuro está en juego y aún así no entro en pánico.

    Antón echa la cortina a un lado y mira la nieve.

    Sigo su mirada, buscando formas aladas. «¿Cuánto tiempo antes del ataque? ¿Cuanto tiempo?»

    Yulia vierte azúcar en su taza y la bebe. —Irina, seré directa contigo, ¿de acuerdo? Te aceptaremos en nuestra familia, pero apenas te conocemos. Es un gran y aterrador paso para nosotros. Lo estamos haciendo por Pavlusha. Él parece estar muy enamorado de ti.

    Mi corazón se comprime. «No te haces idea.»

    —Personalmente, tengo mis reservas. Lo entenderás..., - ella entorno los ojos hasta dos rendijas, —... cuando seas madre.

    Antón se aleja de la ventana. —Mira, cuanto antes lo hagas, antes podremos pasar a discutir cosas agradables. La boda, el restaurante, tu vestido, tus joyas.

    Algo en mi cara hace que intercambien una mirada satisfecha.

    Aprieto los dientes. «¿Sabes qué eres, Irina Myshko? Eres un felpudo sobornable,» - pero no puedo evitarlo. Imagino un vestido blanco, un velo de novia y besos. Me arde la cara. «¡Besos!. Él tendrá que besarme delante de todo el mundo.» - Entonces recuerdo lo del ginecólogo. «Olvídalo. En cuanto se enteren, de vuelta a Lyosha Kabansky. Bien podría seguir el juego todo el tiempo que pueda.»

    Levanto la pluma y escribo.

    Escribo sobre mi escuela, mi hogar y cada visita al médico que recuerdo. Sobre mamá, la abuela, Sonya y Lenochka. Nuestros gatos, nuestros perros. Las historias que me gustaba inventar en mi cabeza desde que era pequeña, fingiendo que diferentes personas eran animales diferentes. Y escribo sobre Lyosha. No menciono nada malo, solo cosas buenas. Al final, les digo que me peleé con mamá y que por eso me escapé. Luego agrego una última línea.

    —Cuando tenía dos años, me caí de la cuna, me mordí la lengua y dejé de hablar.

    —¿Es eso realmente lo que pasó? - Antón me mira tras las gafas. Parece aliviado.

    Asiento.

    —¿Eso es todo? ¿Te caíste de la cuna y te mordiste la lengua?

    Me encojo de hombros.

    —¿Por qué tuviste que subir, niña tonta? - Él se ríe.

    Yo exprimo el bolígrafo.

    —Le pediremos más detalles a su madre, ¿de acuerdo? - Dice Yulia dulcemente. Siento una irritación controlada. —Necesito su número de teléfono, por favor.

    Lo escribo.

    Yulia se dispone a quitarme el cuaderno.

    Antón la detiene. —Espera, espera. Una cosa más, si puedo. Irina, cuéntanos. ¿Qué te hizo golpear a ese desafortunado joven?

    «Me hizo daño,» - escribo.

    —¿Le conocías?

    —¿Daño cómo? - Dice Yulia.

    «¿Alguna vez los tábanos te han picado en el coño?»

    Estampo el bolígrafo en la mesa y salgo corriendo de la cocina hacia la habitación de Pavlik. Me caigo sobre su cama y entierro la cabeza bajo la almohada, sollozando en las sábanas hasta que quedo yerma.

    La voz de Yulia entra por la puerta. —¿Irina?

    Me siento derecha. Debo de haberme quedado dormida.

    —Vístete, nos vamos.

    «¿Ahora mismo?»

    Me aliso la ropa, arreglo la cama y salgo.

    Yulia está sentada en el sofá y marca el número de teléfono de mi cuaderno. Ella me mira con sus ojos verdes. —¿Hola?

    —¿Quién es?

    La voz es tan fuerte que puedo escucharla.

    Yulia hace una mueca, mira el receptor, se lo pone en la oreja a distancia. —Sí. Soy Yulia Davydovna...

    —¿Quién? - Grita la voz. —Kesha, bájate de mí, perra tonta. ¿Qué ha dicho?. - Hay ladridos de fondo.

    «Ey, abuela, me alegro de oírte.»

    —Una vez más, mi nombre es Baboch, Yulia Davydovna. Tengo a su Irina, Irina Myshko. Ha estado viviendo con nosotros durante un par de meses.

    —¿Quién? ¿Irkadura? ¿Dónde?

    Yulia retrocede ante mi apodo y me lanza una mirada inquisitiva. —Sí, ella está sentada aquí mismo, frente a mí.

    —¡Marina, es tu Irka! ¡Rápido!

    Hay una breve pausa, luego la voz de mamá grita. —¿Hola? ¿Hola? ¿Quién es? ¿Hola?

    —¿Si?

    —¿Dónde está mi hija?

    Yulia se aleja el auricular de la cara y lo mira con aversión. Las comisuras de sus labios se vuelven hacia abajo. Ella me lanza otra mirada inquisitiva.

    Yo no me muevo.

    —¿Dónde está mi hija? ¡Devuélvame a mi hija! ¿Quién eres? Te he preguntado quién eres, ¿eh? ¡Qué pesadilla! ¡Por qué pesadilla he pasado! ¡Pensé que la Casa Blanca la había disparado! ¿Me oyes? ¿Hola? ¿Hola?

    «Contrólate, mamá.» - Aunque eso me gusta. Me deleito en su reacción. Parece que a ella le importo en realidad.»

    Yulia consulta el cuaderno. —Marina Viktorovna...

    —¿Qué?

    —¡He dicho, Marina Viktorovna!

    —¡Sí! Estoy escuchando.

    —Por favor, cálmese. Su hija está bien. - Yulia me despide con la mano.

    Mis piernas están repentinamente llenas de agua. Camino hacia el pasillo y me pongo lentamente las botas, me pongo el abrigo, lo abrocho con los dedos inflexibles, me siento en el taburete junto a la puerta y espero.

    «¿Y si tengo una patología? ¿Y si mi madre tiene una enfermedad mental y es genética y yo también la tengo? ¿Hay pruebas para esto? ¿Pueden saberlo?»

    En unos minutos, Yulia termina con la llamada. Se abrocha las botas de cuero, se pone el abrigo de piel y el sombrero, y se cuelga el bolso de piel de serpiente sobre el hombro. —¿Lista?

    No tengo fuerzas para asentir.

    Una hora después salimos de la estación de la Plaza Nogin hacia el antiguo centro de Moscú. El viento me muerde la nariz y el cielo gris se asienta bajo en las azoteas de los bajos edificios con fachadas de estucos rayados. Camiones retumban por la calle. Acurrucadas, envueltas de pies a cabeza, las figuras pasan deprisa.

    Meto las manos con mitones en los bolsillos y me apresuro a seguir a Yulia por el camino de nieve pisoteada por cientos de pies. Vigilo signos de cualquier cosa que viva en los tejados inclinados, postes y cables. No veo nada y pronto me rindo.

    «Este es tu paseo hacia tu ejecución, Irina Myshko.»

    Pasamos por una antigua iglesia, por una panadería con su olor a pan, por un banco y un par de zapaterías, luego cruzamos la calle y entramos en un pasadizo de arco bajo que conduce a una red de patios interiores.

    Camino detrás de Yulia, cabeza gacha, ojos en el camino.

    Ella habla sin parar, sobre que se ha tomado un tiempo precioso de su día para llevarme a su ginecólogo, que conseguir una cita con Karina Semyonovna es muy difícil, que es un privilegio que ella haya aceptado verme, que ha sido esto posible solo porque ella es una vieja amiga de Yulia y que Yulia me está haciendo un favor, que debería estarle agradecida y que...

    Siento movimiento detrás de nosotros y miro atrás.

    Un Boomer negro pasea por el estrecho callejón enmarcado por lomas de nieve sucia hasta la cintura a cada lado.

    —¡Cuidado! - Yulia me saca del camino con un tirón.

    Me choco de lleno contra la loma de nieve.

    El coche susurra. La ventanilla del pasajero tintada baja y un hombre me mide con ojos desinteresados. Una gorra negra se ajusta firmemente alrededor de su cabeza afeitada.

    Busco a tientas agarre detrás de mí.

    «Sé lo que quieres. Quieres liberar a la Madre Rusia de un homo judío, de su prostituta y de su bastardo.»

    Un cuervo grazna en la distancia.

    Mi corazón da un salto mortal.

    Yulia hace un movimiento detrás del coche. —Qué jóvenes más educados.

    Yo me quedo mirándola.

    —No han tocado el cláxon, no nos han reprendido. Disminuyeron la velocidad y esperaron a que los viéramos. Eso es una señal de educación y riqueza. - Baja la voz. —Debes aprender a caminar con ambos pies, Irina.

    «¿Es esta una estratagema para obligarme a llevar dinero a casa y que no me siente sobre el cuello de tu hijo, o de repente te preocupa todo milagrosamente?»

    —Necesitas aprender a ser independiente. - El aliento cálido se escapa de los labios pintados de Yulia. —No puedes confiar en tu marido, no importa cuánto lo ames ni cuánto te ame. El amor no tiene nada que ver con eso. Si algo le sucediera a Antón, yo podría sobrevivir por mi cuenta. ¿Podrías tú?

    «Tengo mi gordo trasero sobre el que caerme.»

    —No, no podrías. No tienes nada, Irina, ni siquiera un título universitario. Y eres muda. ¿Cómo planeas vivir? ¿Con qué dinero? O bien tienes que ir a la universidad y obtener un título o conseguir que Simeon Ignatievich te contrate. Parece que él tiene cierto apego por ti. Úsalo. Para sobrevivir en esta vida, una mujer tiene que usar todo lo que tiene. Tienes una buena cara y una buena figura. Solo necesitas perder peso en cuanto nazca el bebé, eso es todo.

    Dejo de respirar. «¿Utilizar a Sim? Tendré que hacerme crecer una polla para eso.»

    Un coche toca la bocina y, una vez más, nos apretamos contra la loma de nieve para dejarlo pasar.

    —Sé lo que piensas. Crees que no me gustas.

    Me quedo quieta.

    —Estás equivocada. Solo soy cautelosa, como debería ser cualquier madre. Estoy segura de que harías lo mismo por tu bebé. - El viento mueve el pelaje de su sombrero. Ella se acerca, —. Dime la verdad. ¿Es de Pavlusha?

    Por una fracción de segundo me pilla desprevenida, luego asiento.

    —¿Estás segura?

    Asiento vigorosamente varias veces.

    —Bien. Quería verlo en tus ojos. Vamos, llegamos tarde. - Me agarra de la mano.

    Es la primera vez que ella me toca.

    Troto detrás de ella, sintiéndome culpable.

Capítulo 18

Salamandra

    Llegamos a un edificio de dos plantas de ladrillo de arcilla encajado entre un bloque de apartamentos y una escuálida institución gubernamental. Algunos cochecitos de bebé vacíos están estacionados en la entrada. Un padre solitario con un abrigo andrajoso y un gorro salta de un pie a otro y fuma un cigarro. La gente entra y sale. Mujeres embarazadas, mujeres con bebés en brazos, ancianas con pañuelos, hostigadas madres con niños pequeños a cuestas. El letrero sobre la puerta dice Policlínica de la Ciudad Número 7, Consulta de Mujeres.

    —Date prisa, date prisa - Yulia tira de mi mano.

    Dentro es cálido y sofocante como en una banya. El vestíbulo está lleno de cuerpos, sentados, de pie, esperando. Forman una especie de cola, pero es imposible saber el orden o quién es la primera y quién es la última. Yulia entra deprisa hacia la ventana de vidrio que tiene REGISTRO pintado en letras medio borradas. Los rostros de las mujeres cercanas a ella la miran con acumulada hostilidad.

    Una adolescente (tan grande que su abrigo no se abotona por completo) toma un folleto de registros médicos de la ranura en la ventanilla y se va. Inmediatamente, una frágil y hosca madre con un recién nacido en brazos, envuelto en una manta atada con un lazo, se inclina para hablar. Antes de que pueda decir una palabra, Yulia la aparta del camino.

    —Buenas tardes, estamos aquí para ver a Karina Semyonovna.

    La madre la mira fijamente. —¿A dónde diablos crees que vas? No es tu turno, - su bebé comienza a llorar.

    —Apellido, - pregunta la enfermera en la cabina. Es bajita y sin cintura, con la cara redonda, roja e indiferente.

    «Como un cangrejo hervido.»

    —Myshko, - dice Yulia.

    —¿Qué pasa, estás sorda o qué? ¿No me has oído? ¡Aparta de en medio!

    Yulia la ignora.

    La enfermera desliza el folleto de registro a través de la ranura. —Segunda planta, sala treinta y cuatro.

    Voces indignadas nos rodean.

    —¡Aquí hay una cola de espera!

    —¡Poneos a la cola!

    —¡Algunas mujeres no tienen vergüenza!

    —¿Por qué la has atendido fuera de turno? Llevo esperando una hora entera y ella pasa antes que yo como si fuera la dueña del lugar. Me voy a quejar. - La madre molesta sacude a su bebé tan fuerte que los gritos se convierten en lamentos. Otros bebés se unen.

    —Silencio - dice la enfermera. —Estás perturbando nuestro trabajo.

    Yulia no dice nada, no reacciona en absoluto. Se abre paso entre la multitud, tirando de mí hasta el final del vestíbulo y subiendo las escaleras hasta el segundo piso.

    Me tropiezo en el último tramo de escalera.

    El aire está cargado con el olor a medicina y cloro. Las suelas de mis botas chirrían en el piso de linóleo. Nos apresuramos por el pasillo, pasando puertas y bancos ocupados por mujeres en varias etapas de madurez. Silenciosas, estupefactas por la larga espera. Algunas tejen, otras escanean revistas, otras miran a la nada o dormitan.

    «Vacas, vacas hinchadas. Pronto yo estaré igual que ellas.»

    Yulia se quita ropa mientras avanza, me indica que haga lo mismo. Me quito el abrigo mientras corro, metiendo el gorro de punto y los mitones dentro de la manga. La penúltima puerta se abre y sale una médica con una bata blanca almidonada. Ella es baja y delgada y su piel es bronceada y grasa. Nariz ancha y plana, ojos rasgados, cabello oscuro recogido en una trenza. Debe de tener unos cuarenta años, pero parece mucho más joven.

    «Una salamandra tóxica, la perfecta amiga de la víbora.»

    Ella nos ve. —Por fin.

    —Karina - Yulia jadea de tanto correr. —Acabamos de...

    —Empezaba a pensar que no aparecerías.

    Varias mujeres están sentadas en los bancos junto a la puerta. Algunas se han quedado dormidas, el resto nos fulmina con la mirada. Una de ellas se levanta.

    —Disculpe, Karina Semyonovna. Yo soy la siguiente.

    —No. Esta mujer me ha dicho que lo soy yo. - Su vecina señala una de las figuras dormitando.

    —No sé lo que ella te ha dicho y no es asunto mío. Solo sé que soy la próxima y eso es todo.

    —¿Qué estás diciendo?

    —¿Qué estoy diciendo? Llevo esperando aquí dos horas...

    —¿Y yo no? Tomé mi lugar en la cola como todas nosotras, ¿no? Chicas, decidle.

    —Así es, doctora. ¿Por qué puede esa saltarse la cola?

    Me miran como si quisieran matarme.

    Karina no dice una palabra. Nos hace pasar y cierra la puerta.

    La habitación es pequeña y en mal estado. Un escritorio, un catre, un par de taburetes, una silla ginecológica, una planta moribunda en una maceta junto a la ventana, gris por el polvo.

    —Karina, esto es para ti. - Yulia busca en su bolso y saca una caja de bombones y una botellita de licor.

    —¿Para qué es esto? No lo necesito. Guárdalo. Guárdalo - Karina deja a un lado el soborno perezosamente.

    —No, por favor. Insisto.

    Respiro hondo para calmarme y detener el temblor. Lo único que veo es la silla ginecológica y una bandeja de instrumentos al lado. «¿Cuánto tiempo tengo antes de que el laboratorio devuelva los resultados? ¿Una semana? ¿Dos semanas? ¿Unos pocos días?»

    Con los bienes escondidos en su escritorio, Karina me pide que me desvista.

    Me tomo mi tiempo para quitarme los pantalones, las bragas y los calcetines. Tengo las piernas entumecidas. Subo y me dejo caer en el asiento de hule y me recuesto, haciendo una mueca al poner los pies en los soportes de metal. Están congelados.

    «Esto es el fin.»

    Karina se pone los guantes con un golpe elástico, palpa mi barriga y, sin ceremonias, me siente. —Yo diría, ¿cinco meses? Cinco y medio, más bien.

    Yulia parece estar haciendo un cálculo mental. Frunce el ceño.

    Aprieto los bordes del asiento. «¿Estuvo Pavlik en Moscú en agosto?»

    —¿Estás segura?

    Karina saca la mano de un tirón. —¿Te gustaría comprobarlo tú misma?

    —No, no. Te creo. Es solo que ...

    —¿Por qué no viniste a verme antes?

    —Oh, estábamos ocupados. - Yulia sonríe. —Karina, esas pruebas de las que hablamos ...

    —¿Para determinar la paternidad?

    Mi corazón queda inmóvil.

    —Bueno, sí, eso también, pero estoy más preocupada por cualquier situación patológica. Quiero asegurarme de...

    —Ella no habla, ¿verdad? Qué extraño. - Karina me estudia con sus ojos sesgados. —¿Temes que el bebé tenga un defecto en el habla?

    Hay un enojado golpe en la puerta.

    Karina se acerca y la abre de golpe. —¡Entras cuando entras! ¡No tengo diez brazos! Ahora, si dejas de interrumpirme, entrarás más rápido.

    —Pero, Karina Semyonovna, llevo esperando dos horas. Mi hija está enferma, está sola en casa y solo tiene...

    La doctora da un portazo en la cara de la mujer.

    —Se creen que soy su esclava. Me pagan magros kopeks para lidiar con esta basura todos los días de ocho a seis. Las historias que cuentan, no lo creerías. Y ahora he olvidado lo que iba a hacer. - Se da una palmada en los muslos.

    —Pruebas, - dice Yulia. —Y un ultrasonido.

    «Un ultrasonido ¡Como he podido olvidarlo!» - Me siento desmayar.

    «Aguilucho.»

    Silencio.

    «Aguilucho.»

    Nada.

    «Aguilucho, creo que sé qué eres.»

    —Le tomaré sangre y orina hoy, pero para la paternidad necesitaré muestras de ADN de los padres y del bebé, así que tendremos que hacer eso después del parto. Es caro. - Sus ojos destellan de avidez.

    —Oh, - dice Yulia. —¿Cuánto?

    Discuten el precio.

    Yo me desconecto, cálida de alivio. «Tengo cuatro meses, cuatro meses enteros para resolver las cosas.»

    ¿Ah, sí?» - pregunta el aguilucho.

    «¿Qué? ¡Aguilucho!»

    «Dijiste que sabes qué soy.»

    «Sí, lo sé»

    »¿Qué soy?»

    »Eres un niño.»

    Una breve pausa. «¿Cómo lo sabes?»

    «Hay algo en la forma en que hablas, en la forma en que nunca dudas de las cosas. Me das certeza, me llenas de un deseo de destruir. Eso es muy masculino. Me dan ganas de herir a los que me han causado dolor.»

    El aguilucho me patea en el diafragma. «Pues date prisa y hazlo, porque tengo hambre.»

    «Lo sé. Pronto.»

    «¿Lo consigo entero?»

    «Sí, todo tuyo, desde los pulmones hasta el hígado, excepto su polla. La polla es mía. Algo a lo que aferrarme mientras lo destripo.»

    «Vale.»

    «¿Aguilucho?»

    «¿Si?»

    Me piden que vaya al baño y a hacer pis en la taza. Una enfermera me pincha los dedos, las venas y saca sangre.

    «¿Aguilucho?»

    «¿Qué pasa?»

    Me visto, camino a otra habitación y me acuesto en el catre. Hay un escritorio y un monitor encima y la misma gelatina es arrojada a chorros en mi estómago por otra enfermera. Yulia y Karina están a mi lado, mirando.

    La imagen granulada parpadea. Hay líneas blancas que forman el corte triangular, solo que esta vez no hay un agujero ovalado negro. Esta vez hay una silueta de un bebé completamente formado.

    «¿Agulicho?»

    «Estoy aquí.»

    «¡Agulicho!»

    «¡Estoy aquí!»

    La cabeza se vuelve hacia mí y el brazo me saluda y no puedo verlo claramente porque está borroso. Mis ojos estan mojados.

    —Es un niño, - dice la enfermera.

    «Agilucho.»

    «Mamá.»

    Regreso flotando al metro. Soy ingrávida. Cada transeúnte parece sonreírme y yo le devuelvo la sonrisa. El cielo es suave con nubes de nieve y los edificios están desgastados de esa manera cálida y acogedora. Las palomas picotean una barra de pan desechada en la acera y la nieve cruje bajo los pies, limpia y blanca. Agarro un puñado y me la meto en la boca; sabe dulce.

    Entramos en el paso subterráneo de la estación de la Plaza Nogin y Yulia se detiene en un quiosco de productos y un puesto de flores y me da las bolsas para llevar. Luego hace varias llamadas desde el teléfono público junto a la taquilla. Los viajeros pasan lentamente, somnolientos, como en hibernación.

    Los observo.

    «Lo haré, aguilucho. Por ti. Aprenderé a hablar.»

    Regresamos durante el ocaso.

    Pavlik y Antón se levantan del sofá como uno.

    —¿Qué es?

    —Es un niño, - dice Yulia. Suena complacida.

    —Un niño - Antón se frota las manos. —Eso son grandes noticias. Enhorabuena. - Le da una palmada en la espalda a Pavlik.

    Pavlik toma las bolsas de mis manos, las pone en el suelo y me ayuda a quitarme el abrigo. —Un hijo. - Busca mis ojos y me roba una mirada.

    Sacudo ligeramente la cabeza y levanto un pulgar.

    «No te preocupes, nadie lo sabe.»

    Él suspira de alivio. —Lamento no haber podido ir. Tuve que quedarme un poco más con la abuela.

    —¿Cómo está ella, por cierto? - Dice Yulia desde el salón.

    —Bien. Como nunca. Francamente, no entiendo por qué me hiciste quedarme con ella en primer lugar.

    —¿En serio?

    Él cierra los ojos por un segundo. —¿Cómo deberíamos llamarle?

    Me encojo de hombros

    De repente levanta mi rostro y me susurra al oído. —Sé que suena extraño, pero estoy feliz. ¿Estás tú feliz?

    Escondo mi rostro en los pliegues de su camisa.

    Me abraza con cuidado, como si yo fuese un cuenco de agua que está a punto de derramarse, y yo lo estoy.

    Lo estoy.

Capítulo 19

Piojo

    Es una hora desde el crepúsculo del día siguiente. El cielo es índigo, débil con estrellas. Madres con cochecitos pasean por el patio, niños pelean por un trozo de cartón junto al tobogán de hielo. Voces y ladridos de perros y ventanas brillantes. Tras ellos, el calor de la sopa de repollo, tuétano extendió sobre pan negro, televisión y vodka. Yo hipo, llena de chuletas engullidas apresuradamente y un vaso de yogur, y subo al coche. Todos ya están sentados.

    El tráfico de la tarde es un para y avanza. Antón expresa su molestia. Indiferente, Yulia se maquilla.

    Pavlik está sombrío y retraído.

    Quiero animarle, así que abro el cuaderno. Tenemos cuatro meses. Cuatro meses completos.

    Lanza una mirada asustada a sus padres, sacude la cabeza, me quita el bolígrafo y tacha las palabras.

    Recupero el boli. Puedes negarte a dar la muestra de ADN.

    —No, - dice en voz baja.

    Muevo mi mano fuera de su alcance. —¿Qué van a hacer? ¿Obligarte?

    Él suspira.

    Nos detenemos en el semáforo en rojo. Antón lanza un discurso sobre el terrible estado del tráfico en Moscú. Yulia le aplaca.

    Después de un tiempo se olvidarán, y podremos ... - Sigo la mirada de Pavlik.

    Está mirando un coche aparcado junto al bordillo. MATA A UN MARICA, SALVA EL PLANETA está garabateado en su ventana cubierta de nieve.

    Son los cuervos. Me siguieron ayer.

    Pavlik estudia lo que he escrito. —¿Qué?

    Cuando tu madre me llevó a ver al ginecólogo, un Boomer negro me siguió. Estoy segura de que era esa gente nazi. ¿Has recibido más amenazas?

    Él desvía la mirada. Sus dedos están entrelazados, temblando.

    Tienes que decírselo a Sim. Él pensará en algo. Esto no puede seguir así para siempre, atacarán, ¿sabes?. - Me detengo y agrego: Creo que necesitas decirles a tus padres que eres...

    Sus ojos destellan. Me quita el bloc de notas de la mano, arranca la página, la arruga, baja la ventana y la tira. El viento frío entra, bramidos, chirriar de neumáticos, el grito de un vendedor ambulante, —¡Chiburekki! ¡Chiburekki caliente!

    Yulia baja su lápiz de labios. —Pavlusha! ¿Por qué has abierto la ventana? Ciérrala. Está congelando.

    —Con mucho gusto, mamá.

    Siento que él está al límite y eso también me pone al límite. Eso, y la vaga tempestad de pájaros que vienen de algún lugar lejano. Miro hacia la oscuridad y veo farolas, escaparates, nada.

    «¿Dónde os escondéis?»

    Nos detenemos en una gran intersección. Empieza a nevar.

    —¡Esto es indignante! ¡Simplemente indignante! - Antón se golpea las rodillas. —¿Dónde están todos los quitanieves? Eso es lo que me gustaría saber.

    —En huelga, por supuesto, - dice Yulia a sabiendas. —Cuanto menos trabajan, más pueden beber.

    —No llegaremos a las cinco, Yulechka. No a este ritmo. Odio llegar tarde, lo sabes.

    —Cálmate. Llegaremos allí cuando lleguemos allí.

    Escucho un graznido tan de cerca que me sobresalta. «Sal. Se que estás aquí. Basta de jugar al escondite.»

    La luz cambia a verde.

    Despegamos en medio de la confusión. Todos los carriles de la avenida están congestionados con coches, autobuses y camiones, y mucha nieve cayendo. Antón gira el volante, se mueve un poco hacia la derecha solo para que le piten y le obliguen a retroceder.

    Una manzana más adelante brilla la gran letra roja M del cartel del metro. Enjambres de peatones empujan a ambos lados de la carretera, esperando la oportunidad de cruzar.

    Escucho un nuevo ruido y mi corazón se encoge. Lo reconozco. El balido de una cabra. Va acompañado de fuertes gritos de pájaros que vienen desde lo alto. Se enrollan y vuelan en círculos y, con una claridad repentina, veo lo que se avecina. Esta vez, no son los buitres los que buscan alimentarse de muertos de carretera. Son los cuervos, que buscan matar.

    «Va a haber una muerte.»

    Es una señal para mí, como si estuvieran diciendo, mira lo que les pasa a aquellos que no son de pura sangre rusa.

    El paso de peatones está a unos treinta metros. El flujo de los coche avanza y para y, en minutos, el tráfico se dispersa y comenzamos a movernos más rápido.

    Entorno los ojos ante la masa de cuerpos en la acera derecha. Está oscuro y apenas puedo distinguir rostros desde esta distancia; entonces la veo a ella. La vieja bruja con el abrigo hecho jirones sondeando delante de ella con un bastón.

    «La cabra.» - Doy un codazo a Pavlik.

    Me mira, irritado. —¿Qué?

    Señalo.

    —¿Qué pasa?

    «La cabra que golpeó el coche de Kostya.»

    Busco a tientas el cuaderno, pero no lo encuentro. Estamos casi a altura de ella ahora, ganando la velocidad.

    «¡La van a atropellar!»

    Sucede en segundos.

    La luz se pone en rojo.

    Antón pisa a fondo el freno y el Lada rueda sobre las franjas blancas del paso de peatones.

    La bruja se sube el cuello del abrigo, cojea sobre el bordillo y se tambalea hacia la calle con el bastón hacia arriba. Ella es la primera, el resto de los peatones se quedan sabiamente a esperar que todos los vehículos se detengan del todo. Un par de faros la salpican. A dos pasos de nuestro Lada, ella se detiene y se gira para mirar con la boca abierta. Yo vislumbro su cara, arrugada y sobresaltada. Mechones de cabello grasiento escapan de su velo. Aún no se ha dado cuenta de lo que está a punto de suceder y probablemente nunca lo hará.

    Me apresuro a bajar la ventanilla. Mis dedos se resbalan del mango. Hago señas con la mano, frenética de pánico. «¡Vuelve a la acera! ¡Ahora!»

    Es futil.

    Un coche negro con lunas tintadas se estrella contra ella a toda velocidad. Su cuerpo, un cuerpo de huesos envuelto en una piel de cabra, vuela, golpea el parabrisas una vez, lo rompe, rebota hacia arriba, rueda por el techo, golpea el maletero, gira una vez más y cae a la carretera.

    —Oh, Dios. - Pavlik se tapa la boca. —Oh, Dios.

    —¡Ha sido atropellada! - Yulia está histérica.

    —¿Quién ha sido atropellada? - Antón se inclina para mirar.

    Hay una avalancha de curiosos. Los conductores salen de sus coches. Los que están detrás y no pueden ver lo que está pasando se echan sobre sus bocinas. Se produce el caos.

    Yo estoy inmóvil, mirando al frente, mirando las luces rojas del Boomer. Estas destellan y se desvanecen por un callejón lateral, y los escucho reírse a carcajadas y vitorear, borrachos.

    «Malditos cobardes de mierda.»

    —¿Tú lo... viste venir?

    Aparto de un brusco empujón a Pavlik, enojada con él. Enojada con todo y con todos.

    Antón vuelve a entrar. Yulia lo mira inquisitivamente. Él extiende sus brazos y se encoge de hombros.

    Nadie habla durante el resto del viaje.

    Está completamente oscuro ahora. Reconozco las calles lúgubres en las que crecí y la enorme manzana que acecha en la noche. El Brezhnevka de nueve pisos. Se me revuelve el estómago. «¿Cuánto tiempo ha pasado? Desde septiembre.» - Echo un vistazo al último piso, por la costumbre. Las mismas ventanas, la misma luz deslumbrante de la bombilla desnuda de cuarenta vatios en la cocina.

    Cierro los ojos.

    «Lo prometiste,» - dice el aguilucho.

    «Lo sé.»

    «Prometiste alimentarme. No te olvides...»

    «No me olvidaré. No me olvidaré.»

    Antón aparca en la acera frente al portal. Yo salgo la última. Cada movimiento lleva tiempo, cada paso.

    En el anillo de luz sobre el banco junto a la puerta principal se sienta una anciana, botas de fieltro con cubrebotas de goma, un abrigo sarnoso y un sombrero de piel. Ella se esfuerza por levantarse.

    «Prasha, piojo, ¿por qué estás aquí fuera congelándote?»

    Cruzo los brazos para esconder mi barriga y luego abandono el esfuerzo. Si Prasha está aquí, eso significa que todo el edificio ya lo sabe.

    —Irka - bocanadas blancas escapan de su boca. —¡Lo sabía! Son los ángeles los que te han traído de vuelta. Puse una vela por ti cada vez que iba a la iglesia. Sí, lo hice. - Cojea hacia Pavlik, los zapatos crujiendo en la nieve. —¿Este es el novio entonces? Ven aquí, deja que la vieja Prasha te vea.

    Él me mira, intrigado.

    «Vecina.» - Le digo en mimo. «Prasha es nuestra vecina. Solía cuidarme cuando yo era pequeña.»

    Él no lo entiende.

    —¿Por qué la estás mirando? Es muda, ¿no sabes eso a estas alturas? No sirve de nada mirarla. - Prasha le ofrece una mano en un mitón. —Praskovya Aleksandrovna es mi nombre. Soy su vecina del otro lado del rellano.

    —Pavel Baboch, - dice Pavlik vacilante. —Encantado de conocerla.

    —He vivido aquí durante treinta y cinco años, desde que fue construido. Valentina y yo solíamos trabajar en el mismo hospital y las dos tenemos apartamentos aquí.

    —¿Valentina? - Yulia frunce el ceño. —¿Ella es...?

    —La abuela de Irka. ¿No os ha escrito todo eso? Ella es muy aficionada a la escritura. Sí, lo es.

    Antón y Yulia intercambian una mirada.

    —Qué buen chico te has buscado. - mastica Prasha con su boca sin dientes. —Buena captura, Irka. Vaya chica. - Ella acaricia la mejilla de Pavlik. Él está tan sorprendido que se lo permite.

    —Qué ojos de carbón tienes. ¡Qué ojos de carbón! ¿Qué no daría yo por ser joven otra vez? Te eligiría para mí. Sí, lo haría. - Se tambalea hacia mí y me aplaude en el vientre. —¿Qué es lo que tienes allí entonces? ¿Un niño o una niña?

    —¿Qué tal si entramos? - Dice Yulia.

    Le lanzo una mirada de agradecimiento.

    —Sí, sí. ¿Qué estoy haciendo reteniéndoos aquí? Han estado esperando y esperando. Empezaba a pensar que me congelaría en el banco - Tira de la puerta y la abre.

    Entro al olor familiar: orina, podredumbre, sopa agria y basura rancia.

    «Hogar. Yo solía ​​llamar a esto hogar.»

    Es nostálgico e inquietante, dulce y asqueroso. Quiero saltar de mi piel y huir sin darme la vuelta, pero no puedo. Se lo he prometido al aguilucho.

    Me obligo a subir los escalones.

    Prasha habla sin parar. —Conozco a Irka desde que nació. Solía ​​ser tan pequeña y tan delgada, y mírala ahora. Mira qué redonda está. Vaya chica. Ella es como una hija para mí.

    «Yo no soy como una hija para nadie.»

    Prasha pulsa el botón del ascensor, este brilla en rojo.

    Varios pisos arriba, la cabina comienzan bajar laboriosamente.

    —Valentina iba a trabajar al amanecer cada mañana. - Las palabras de Prasha están pinchadas con saliva. —Dejaba a Irka conmigo durante todo el día. Ella es enfermera, Valentina, una mujer honesta. Dios no permita que nadie tenga una hija como su Marinka. Esa es una dura inútil, su Marinka. No debería haberle permitido tener hijos, deberían haberla operado en esa clínica a la que iba. Valentina la ingresaba allí cada primavera y cada otoño. Una puta, eso es lo que es. Exprimió por completo a Irka y ¡fiuuuu!, despareció. Hombres, hombres, solo hay hombres en su mente. Traía a casa un truhán tras otro. Pobre Valentina. Escoria, todos ellos. Alcohólicos. - Prasha acumula un montón de saliva y la escupe. La deja caer al suelo con un chapoteo.

    Silencio y el zumbido de la maquinaria.

    Pavlik alza una ceja.

    Antón y Yulia estudian a Prasha con evidente asco.

    «Esperad hasta que veáis a mi familia. Prasha no es nada.»

    La cabina llega abajo y se abre.

    Después de vivir en un edificio sin ascensor, espío el interior con desconfianza. El mismo suelo de mugriento linóleo, el mismo símbolo pintado de CAMPEÓN SPARTAK junto al panel de desgastados botones, el mismo olor.

    Prasha entra primero, yo soy la última. Apenas hay espacio para cinco personas. Aprieto el botón del numero nueve. Las puertas correderas se cierran y el ascensor sube entre sacudidas.

    Y Prasha habla y habla y habla. Les cuenta la historia de toda mi vida. Que nací débil y pequeña, que a menudo enfermaba y que mojé la cama hasta quinto de primaria. Que mamá me pegaba por eso. Que nuestros perros y gatos meaban en el suelo y los vecinos de abajo se quejaban, una pareja respetable, porque la orina les podría el techo. Que Sonya se lio con un nuevo millonario ruso que la abandonó después de descubrir que ella tenía una hija. Que Marina y Lyosha...

    Las puertas se abren misericordiosamente.

    Salgo tambaleante, jadeando en busca de aire.

    La puerta a mi derecha me mira a la cara. La esquina inferior izquierda está arrancada a mordiscos por los animales, los números de plástico sobre la mirilla están quemados y el picaporte de metal está pulido por el desgaste.

    Prasha me empuja a un lado y llama al timbre.

    Al principio, un ladrido inseguro, luego una salva de ellos.

    —¡Valentina, abre! ¡Soy Prasha! - Aporrea la puerta.

    —Praskovya Aleksandrovna, - dice Yulia dulcemente, —muchas gracias por su ayuda.

    —Sí, gracias, - dice Antón. —Ha sido muy útil. Buenas noches.

    —Por favor, disculpenos, Praskovya Aleksandrovna, - dice Pavlik, —es que estamos ...

    —Sí, sí. Me iré. - Prasha está abatida. Me palmea la mejilla. —Eres una chica lista, Irka, yo siempre lo supe. Cásate con este chico y sal de aquí. Yo seguiré poniendo velas para que los ángeles velen por ti. - Me besa con sus labios secos y se retira por el rellano, hurgando con sus llaves.

    «No hay ángeles, Prasha, solo cuervos.»

    Me doy la vuelta y encaro la puerta.

    Esta se abre volando.

Capítulo 20

Cucaracha

    Me tapo la nariz. Desde la puerta llega esa peste que detesto. Me golpea como un ente físico sólido. Viejo sudor, hedor animal. Ropa de cama sucia. Humos de alcohol. Alimentos mal cocinados, con demasiada grasa y demasiada sal. El vapor me impregna la ropa. Yo solía ​​oler así: el pelo, la piel. Yo no lo notaba. Se infiltraba hasta los huesos. Me lloran los ojos. Parpadeo y les veo.

    Todos están allí, esperando. Mamá, Sonya, Lenochka, la abuela.

    Y Lyosha Kabansky.

    Kesha y Kasha chillan. Sus orejas caídas y pelaje de cervatillo tiemblan de la emoción. Mueven sus colas y saltan hacia mí y les ofrezco las palmas para que las laman y ...

    Las bestias miran al ratón. El bagre, los dos arenques, la cucaracha y el jabalí. Es enorme y peludo y ...

    Inhalo una temblorosa respiración.

    Mamá se arroja sobre mí. —¡Hija! ¡Mi dulce hija!

    Me tambaleo bajo su peso, su piel húmeda y su carne flácida. Es el afecto que siempre muestra frente a extraños, un apego exagerado diametralmente opuesto a un odio que me da uno tras otro. Su resaca me baña la cara.

    Kesha y Kasha gimotean y se rascan en mis piernas.

    —¡Bajaos de ella! Perros tontos. Mamá los patea.

    Chillan, meten el rabo entre las piernas y salen corriendo.

    Ella me acaricia el cabello. —Irka, mi Irka. Pensé que habías muerto. ¿Cuál es tu problema, eh? ¿No quieres darme un beso?

    «¿Te gustaría besar a un bagre?»

    —¿Por qué? ¿Por qué me dejaste así? ¿No tienes corazón? ¿No amas a tu mamá? Deberías haberles dicho que nos llamaran antes. Me he vuelto toda gris de preocupación por ti. - Se quita el pelo grasiento de la cara y frunce los labios. —Y ahora mírate, embarazada. Si te hubieras quedado aquí, nada de esto habría sucedido.

    Aprieto los puños con tanta fuerza que las uñas me muerden las palmas.

    Ella tira de mi hacia dentro y estoy de vuelta en el agujero de mierda.

    No ha cambiado ni una pizca.

    El mismo pasillo estrecho. El mismo parqué podrido lleno de bolas de pelo y huesos de sopa y manchas amarillas de veneno para cucarachas. El teléfono roto en la parte superior de la cómoda a la que le faltan la mayoría de los cajones. Arriba, el papel de pared deformado tiene garabateados números de teléfono. Tras este los ganchos de acero entran directamente en la pared de cemento y están sobrecargados de sombreros, abrigos y chaquetas. Un ruinoso armario abierto con las puertas devoradas por las termitas y las bisagras rotas. Numerosas cajas de cartón llenas de trapos y zapatos. Veo el par de mis patines de hielo sobresaliendo del mismo lugar donde los dejé hace años. Las lámparas del techo no tienen pantallas, todas rotas por el calor de las ebrias peleas entre mamá y Lyosha, o entre mamá y quien fuese que ella imaginaba mientras apaleaba el aire.

    Se oye el ajetreo y bullicio de las personas que intentan encajar en el espacio reducido. Yo me aparto y me pego a la pared.

    —Qué gorda estás, - dice Sonya con naturalidad.

    —¡A Irkadura la han preñado! ¡A Irkadura la han preñado! - Lenochka se balancea de arriba abajo. Sonya le da un bofetón y ella frunce el ceño y se calla.

    —Entrad, entrad. - La abuela se limpia las manos en su delantal sucio. —Acabo de limpiar el suelo. - Mira hacia el pasillo. —Son todos esos condenados animales. ¡Todo ese pelo! En el momento en que lo limpio, está sucio otra vez. ¿Puedes creerlo?. - Aplaude, echa la cabeza hacia atrás y estalla en una ronca carcajada.

    Yo no quiero ver esto, escuchar esto.

    Hay un aliento en mi espalda.

    «¡El jabalí! ¡El jabalí!» - dice el aguilucho. «¡Quiero mi jabalí!»

    «Sí. Sí, lo recuerdo.»

    Alzo la cabeza y me giro, quedando cara a cara con Lyosha.

    Su camisa está desabrochada, mostrando su pecho peludo. Él sonríe, sus porcinos ojos están intoxicados. Me considera con una mirada descarada que deletrea propiedad, cien kilogramos de cerdo encima del ratón destripado.

    —Santo cielo, - dice él. —Estás viva después de todo.

    Aprieto los dientes. Estamos a centímetros de distancia, odio asesino en un extremo y lujuria bestial en el otro. Flexiono los dedos sin saber lo que haré, solo sabiendo que será algo horrible y doloroso y que no puedo esperar más y que lo haré ahora mismo, y justo cuando levanto la mano, la abuela me agarra y me planta un beso en la mejilla.

    —Te olvidaste de nosotros. ¿Cómo pudiste? Eso está muy mal. ¿Y quién es este?. - Me toca el vientre y habla con una molesta voz infantil. —¿Quién se esconde ahí dentro? ¿Eh? ¿Quién es? Díselo a baba Valya.

    El aguilucho le golpea la mano.

    —¡Oy! ¡Lo he sentido! ¡Justo ahí

    Me retuerzo fuera de su abrazo. «Suelta, estúpida cucaracha.»

    Pero el momento ha pasado.

    —¿Por qué estás parada ahí como una estatua, para parecer bonita? - Dice Lyosha. Está tembloroso, se hace el sobrio. —Adelante, desvístete. Quiero ver qué tienes ahí.

    Me observa desabrocharme el abrigo. El botón se atasca en el ojal y tiro de la solapa y siento una mano sobre la mía.

    Pavlik bloquea a Lyosha con su espalda. Me susurra: —Está bien, estás bien. Relájate. Estoy contigo. ¿Sabes? tenías razón. Parece un jabalí.

    «Un jabalí al que le gusta alimentarse de ratones.»

    Pavlik me ayuda a desabotonarme.

    —Yulechka, tus zapatillas, - dice Antón.

    Yulia abre la cremallera de sus botas y las coloca con cuidado en la sucia esquina junto a la puerta y se endereza con una rígida sonrisa. —Sois tantos. Tienes una familia muy grande, Irina.

    —¿Familia? ¿Dónde ves tú una familia? - resopla Lyosha. —Pocilga, así se llama. Cinco perras y esos malditos animales. Yo soy el único hombre aquí.

    —Puerco. - Lenochka le saca la lengua.

    —¿Qué has dicho, putilla?

    —Ella no es una puta, - dice Sonya, —y no te atrevas a insultarla.

    —Vigila tu boca. ¡Tú, ven aquí!

    Lenochka se esconde detrás de su madre.

    —Espera a verás, ya me ocuparé de ti más tarde. - Estrecha la mano de Antón. —Kabansky, Aleksey Ivanovich. ¿Ves lo que tengo que aguantar? Si no corto esto de raíz, me chuparán la sangre, malditas duras.

    —Baboch, Antón Borisovich, - dice Antón lentamente.

    Yo no lo soporto más y me escabullo a la cocina.

    En comparación con la de Pavlik, esta parece grande. Diez metros cuadrados pintados de un sucio color beige. Una mesa desvencijada en la pared a la derecha. En su astillada superficie de formica hay una olla de patatas hervidas, un par de pasteles y un plato casero de galletas de mantequilla. Obra de la abuela. Ella es la única que cocina.

    Camino hasta el final y me siento junto a la ventana. La nevera zumba y vibra. Tabby Vaska brota de esta, siseando, y sale corriendo. Recorro con los ojos la cocina de gas, los armaritos laminados, sus bordes roídos, el fregadero lleno de platos sucios. Todo es a la vez nostálgico y repugnante.

    Pavlik se posa en el taburete a mi lado. A su derecha se sientan Yulia y Antón, vigilados. Lenochka salta al regazo de Sonya. Luego la abuela, mamá y Lyosha. Noto un cambio en él que no he podido ver hasta ahora. Está bien afeitado y tiene el pelo corto. Una desagradable sospecha se aloja en mi estómago.

    «¿Te han contratado los cuervos?»

    Estiro el cuello para mirar hacia el corredor, pero no puedo ver los ganchos de ropa desde aquí.

    Lyosha se golpea los muslos y se inclina hacia adelante. —¡Santo cielo, Irka! ¿Cómo has conseguido quedarte embarazada?

    «A partir de tu polla, cara de cerdo.»

    —Cómo suele suceder, - dice burlonamente Pavlik, —de una cigüeña.

    Encuentro su mano debajo de la mesa.

    —De una cigüeña, ¿eh? - Mama se parte de risa.

    —¡De una cigüeña! - La abuela aplaude, inclina la cabeza hacia atrás y da una carcajada que muestra sus dientes de oro. —Oy, Pavlik. Qué gracioso eres.

    Lenochka bromea, Sonya la hace callar con un siseo.

    —No lo entiendo, - dice Lyosha, nada divertido.

    —Oh, es muy simple, - dice Pavlik. Actúa cómico y relajado, pero puedo escuchar el hielo bajo sus palabras. —Lo único que la cigüeña tiene que hacer es mirar a la chica y esta queda embarazada.

    Intento no sonreir.

    —¿Es eso lo que hiciste entonces, mirarla?

    —Disculpen, si me permiten ... - Antón se pone en pie.

    —Espera un segundo, - dice mamá. —Hay algo que quiero decir primero. - Abre una botella de Zhigulevskoe y echa un trago. —Irka, solo tienes dieciséis años. Podrías haber esperado. ¿En qué estabas pensando, eh? Mírame. Si no fuera por ti, si no fuera por tu querido papochka... el diablo sabrá dónde está él ahora... tu mamá podría haberlo tenido una carrera, podría haber tenido una vida diferente. Pero no, ese animal tenía que tenerme día y noche. - Echa otro trago.

    El silencio es insoportable, interrumpido solo por los ruidos masticadores de la esquina junto al fregadero, los perros trabajando en los huesos de sopa.

    «Gracias mamá por tu franqueza.»

    —Y si yo no quiero ser abuela todavía, ¿no pensaste en eso? Soy demasiado joven para ser abuela. Tengo mi propia vida que cuidar, así que no pienses que vas a dejar a tu mocoso aquí mientras tú te vas a pasar un buen rato, ¿me oyes? Y no me mires así. ¿Qué quieres que diga, que te felicite? ¿Es eso lo que quieres? - Ella fija sus ojos en Pavlik. —Y tú. Me has robado a mi hija. Al menos podrías haberme preguntado primero.

    —Acepte mis más sinceras disculpas, Marina Viktorovna, - dice Pavlik. —Debería haber hecho justamente eso. Lo siento.

    El aire se empieza a calientar.

    —Sí, deberías haberlo hecho. - Mamá engulle su cerveza.

    —¿Y bien? - Lyosha me mira fijamente. —¿Dónde está tu maldito lápiz y papel? Pídele disculpas a tu madre. La has abandonado, no dejaste una nota, ¡nada! Te he buscado por todo Moscú, y luego te encuentro viajando en el metro como si nada hubiera pasado, y te me escurres entre los dedos. ¿Sabes lo que ella hizo? - Responde a la cara inquisitiva de Yulia. —¡Me dio una patada en las nueces y salió corriendo!

    —Si me permiten... - Antón lo intenta de nuevo.

    Pero Lyosha no ha terminado. —Esta perra muda.

    Pavlik me aprieta la mano.

    Escucho el agua retumbar en la tetera y se me ocurre una idea.

    —¡Oy! Los pasteles. Los pasteles se están enfriando. Comed pasteles. - La abuela se ríe, agarra el plato y ofrece comida tratando de suavizarlo.

    De pronto quiero aplastarla como una cucaracha.

    —Callaos, los dos. Dejadle hablar. - Sonya asiente a Antón.

    —¿Me estás diciendo que me calle? - La cara de Lyosha se oscurece. —¿Es eso lo que me estás diciendo? ¿Que me calle en mi propio apartamento?

    —¿Tu apartamento? ¿Lo habéis oído?.

    —Ten cuidado, - dice él en voz baja. —No les hagas caso, Antón Borisovich, habla. Parlotean hasta que se te caen las orejas si las dejas.

    —Gracias. - Antón se pone de pie, blanco como una sábana. —Me gustaría decir algunas palabras, si puedo. En primer lugar, os damos las gracias por haber estado dispuestos a reuniros con nosotros en tan poco tiempo. Queríamos hablar sobre el futuro de nuestros hijos, Pavel e Irina. Y, bueno, como esta es una ocasión especial, - recoge su maletín de cuero,— pensamos que os gustaría una pequeña muestra de agradecimiento por la hospitalidad.

    Desabrocha la tapa, saca un par de botellas de licor y una caja de bombones.

    Lenochka estira la mano. Sonya le da un manotazo.

    —Perfume para las damas. - Entrega pequeños viales de vidrio.

    —Papá, te has superado a ti mismo.

    —¡Francés! - Sonya saca el tapón y lo huele.

    —¡Oy! No tenías que haberte molestado, - dice la abuela.

    Mamá toma el suyo como si quisiera beberlo.

    Luego saca una lata de caviar de considerable tamaño que produce un jadeo colectivo, y un tubo de chicles alemanes para Lenochka. Ella chilla, pero Sonya se lo arrebata y lo esconde debajo del muslo.

    Finalmente, Antón le entrega a Lyosha una petaca de acero. —Esto es para ti, Aleksey Ivanovich.

    Lyosha gruñe encantado. —Eso es de lo que estoy hablando. - La abre y la agita bajo su nariz. —Aprended, todos. Este es un hombre que sabe cómo hacer bien sus negocios. Por ti, Antón... ¿cómo era?

    —Borisovich.

    —¡Por Antón Borisovich! - Lyosha echa un trago.

    —De nada, - dice Antón secamente.

    —Sí, gracias. Gracias. - Él eructa.

    —Considéralo el rescate para la novia. - Antón se sienta.

    Yulia está inmóvil, como tallada en madera.

    Antón le acaricia las manos entrelazadas. —Propongo que hablemos sobre nuestro futuro colectivo. Por supuesto, por futuro me refiero al matrimonio.

    La palabra se instala como sedimento.

    La tetera hierve. La abuela apaga el gas.

    «¿La vierto directamente o hago que parezca un accidente?»

    «No me importa cómo lo hagas,» - dice el aguilucho. «Pero tráeme mi jabalí. Estoy cansado de esperar.»

    «Aguanta un minuto.»

    El aguilucho me pega en el diafragma.

    Reprimo un jadeo.

    Antón se lanza a una discusión sobre la boda, en qué restaurante celebrarla, qué tipo de automóvil alquilar, cuántos invitados invitar, qué comida pedir y el coste de todo ello.

    Mientras habla, todos comienzan a comer. El sorber, masticar y chuparse los dedos me enferma. Pavlik toma un tímido bocado de un pastel de repollo. Yulia no toca ni un bocado y rechaza cortésmente todas las ofertas de la abuela.

    —¿Cuánto podéis aportar? - Dice Antón.

    La boca de mamá está llena de patata. —¿Cuánto qué?

    —¿Cuánto dinero podéis aportar a la boda?

    —¿Cuánto necesitas?

    —¿De qué estás hablando? ¿Qué dinero? - Los labios de Lyosha están brillantes. Está masticando un trozo de pan con mantequilla y caviar. —Que firmen el certificado y ya está. Esta boda es idea tuya, págala tú.

    —Déjame explicarte algo, - dice Antón engañosamente tranquilo. —Irina ha estado viviendo con nosotros durante los últimos dos meses sin ninguna ayuda financiera de tu parte. Ciertamente apreciaríamos ...

    —¡Que me jodan si sabíamos dónde estaba! - Lyosha golpea la mesa con el puño. Los platos tintinean.

    —Lyosha, no..., - dice mamá.

    —¡Tú cierra la boca! El hombre de la casa está hablando. - Se levanta de golpe. El taburete cae bajo él con un ruido. —Yo soy el que os está alimentando. Soy el único con un verdadero trabajo. Me pagan verdadero dinero, no como a vosotras, duras. ¿Qué os pagan, apenas lo suficiente para el pan? - Él mira a la abuela.

    Ella se encoge. —Lyosha, siéntate, siéntate, cómete el pastel.

    —¿Qué haces en tu hospital, vaciar sábanas?

    Miro la tetera. «¿Se ha enfriado lo suficiente el mango?»

    —¿Qué tipo de trabajo tienes, Aleksey Ivanovich, si no te molesta que pregunte? - Dice Yulia.

    Lyosha la evalúa. —Seguridad.

    —Oh, esa es una gran noticia. Irina nos dijo que estabas buscando trabajo.

    —¿Eso dijo?

    —Eso y más, - dice Pavlik. —Irina también nos dijo ...

    —Oy, nos hemos olvidamos del té, - la abuela hace ademán de levantarse. —¿Os gustaría algo de té?

    Yo me apoyo en su hombro y me levanto.

    —¿Lo sirves tú, Irka?

    «Sí.» - Me quedo mirando a Lyosha.

    —¿Qué estás mirando? Enséñale modales a esa, - le dice a Pavlik. —Es un ratón astuto. Se hace la muda, como si fuera estúpida, pero yo distingo a una estúpida. Ella no es estúpida, es todo pretexto, recuerda mis palabras. Ponla en su lugar y muéstrale quién es el jefe. ¿Entiendes lo que estoy diciendo? - Él le guiña un ojo.

    Levanto la tetera del fogón. Está caliente y es pesada y el mango me quema los dedos. Ignoro el dolor, la agarro más fuerte y me giro.

    «Eres un cerdo y mereces ser sacrificado, pero primero voy a escaldarte la polla.»

    Me acerco a Lyosha y vuelco la tetera sobre su entrepierna. La tapa sale volando. El agua hirviendo chapotea sobre el borde y sale de la boquilla. Mis dedos están ardiendo, aflojo mi agarre sobre la tetera y se me cae de las manos.

    Los ojos de Lyosha se hinchan. Por un momento no emite ningún sonido, luego chilla como un puerco herido, chamuscado y humeante. Se inclina y cae del taburete y ...

    El ratón chilla y sale corriendo. El jabalí truena hasta el suelo. El bagre se deja caer a su lado, abre sus enormes fauces, como si quisiera decir algo y no sabe qué. Los arenques desaparecen. La cucaracha se mueve sin rumbo sobre sus patas arqueadas. La víbora se desenrolla, su lengua bífida se mueve. La lechuza ulula. Y la mariposa vuela hacia el ratón, hacia la víbora, hacia la lechuza y hacia el ratón nuevamente.

    El jabalí ruge. Su panza es de un rojo llameante. Ásperos resuellos escapan de su hocico junto con el hedor del forraje medio digerido. El ratón no se mueve, paralizado. No es la panza escaldada lo que está mirando, es lo que hay debajo. Un trozo retorcido de carne, gomoso y flácido. El ratón quiere morderlo. Ojalá el jabalí no se moviera tanto, ojalá se quedara quieto.

    La cucaracha deja de correr y se ocupa entre las patas traseras del jabalí. Excreta una especie de pasta y la frota. El jabalí se calma, aliviado, y es entonces cuando el ratón muestra sus afilados dientes y salta. La mariposa vuela en su camino. El ratón la esquiva. Tan cerca, tan cerca, puede ver la piel ampollada cuando la cucaracha se balancea y la bloquea. La lechuza picotea al ratón y la víbora sisea, y ambos apartan al ratón de un empujón, pero no antes de que este muerda a la cucaracha con un crujido satisfactorio.

Capítulo 21

Caballo

    Me siento en una caja, descansando. Estoy dolorida. Llevamos empacando toda la semana. Hoy nos mudamos al apartamento de Margarita. Es su regalo de bodas para nosotros. Nos dijo que quiere que comencemos nuestra propia familia en nuestro propia casa, pero Pavlik me dijo que hay algo más. Ella no ha sido la misma desde ese asesinato en el piso al otro lado del rellano. Ha estado sufriendo mareos, su presión sanguínea se ha disparado y el otro día se cayó por las escaleras. Yulia la quiere aquí para vigilarla.

    Yo tengo a alguien que me vigila. Los cuervos.

    Pavlik se niega a admitir que ha recibido más amenazas de muerte, y yo me niego a creerle. Su rostro está asustado y hay círculos oscuros bajo sus ojos. Apila el último de los libros en una caja, la cierra, la deja caer al suelo y examina la habitación.

    Yo sigo su mirada.

    Todo ha sido vaciado. Las estanterías y la cómoda, el escritorio y la cama. Montones de cajas se alinean en la pared, y cuando Pavlik tose por el polvo, el ruido que hace es destripado y con eco.

    —Sabes, todavía no puedo creer que lo hicieras. Cuando volcaste la tetera, pensé, imposible. Simplemente se le escapó de la mano. Quiero decir, si fuera yo, no habría tenido las agallas, Irina. Si me encontrara con uno de ellos, por ejemplo, en la calle, en algún lugar, no podría hacerlo, no podría lastimarles, ni siquiera decir nada. Me paralizaría. - Levanta la vista.

    Lo veo cansado. Hemos pasado por esto tantas veces que he perdido la cuenta. Simplemente no puede dejar de hablar de ello.

    —¿No has... - mira hacia la puerta, —alguna vez te ha hecho él sentir paralizada?

    Asiento. «Cada una de las veces.»

    —Escucha, estoy preocupado por ti. ¿Y si te amenaza cuando salga del hospital? No creo que lo mantengan allí más de una semana.

    Un cuervo grazna detrás de la ventana.

    Me sobresalto, enojada de pronto, y me corto el cuello con el borde de la palma. «Le rebanaré la garganta con un cuchillo de cocina.» - Las palabras me suben burbujeando por dentro, surgen por mi boca y mueren, marchitas y rotas.

    Pavlik niega con la cabeza. —Por favor. No hablas en serio, ¿verdad?

    Repito el gesto.

    —Me estás asustando, Irina. Mira, entiendo cómo te sientes, pero dejando de lado todas estas fantasías, si él te ataca, no tendrás oportunidad. El hombre es enorme. Yo no puedo estar a tu lado en todo momento, simplemente no puedo.

    «No necesitas estarlo. Estaré bien por mi cuenta.»

    —E incluso si lo estuviera, tampoco es que eso fuera de mucha ayuda. Piénsalo. Me aplastará como un bicho. O, con tus palabras, como una mariposa. - Me sonríe con tristeza.

    Echo mano a la bolsa que Yulia me dio, abro la cremallera, saco el cuaderno y escribo. El jabalí puede ser un gran matón, pero es un cobarde. En el momento en que lo amenace con un cuchillo, se cagará encima. Lo único que lamento es no haberme dado cuenta de eso antes.

    Pavlik lo lee sorprendido. —¿De verdad piensas esto?

    Y durante un momento, aborrezco su fragilidad, su "gayedad".

    Sí. Lucharé contra él. Lucharé contra todos ellos. Los cuervos. Las anguilas. Lucharé contra ellos hasta ...

    Varios cuervos gritan a la vez. Un chacal aúlla como si respondiera. Corro hacia la ventana y retiro la cortina. El cielo acerado bulle de nubes. No hay señal del sol, solo un gris uniforme. Y abajo, sobre el olmo desnudo, se posan, cubriéndolo por completo.

    Yo retrocedo.

    —¿Qué pasa?

    Los cuervos. Unos cien.

    Pavlik se asoma. —Solo veo uno. Me estudia por un tenso momento. —¿Te refieres a que te parece que son cien?

    Me agarro la cabeza. Quiero atravesar el cristal con ella como ariete. Me lleva un rato calmarme. Levanto el cuaderno y saco el boli de debajo del radiador. Algo malo va a suceder hoy. Puedo sentirlo. Finge que estás enfermo, inventa algo, no sé, di que tienes dolor de cabeza o dolor de estómago.

    —¿Cómo lo sabes?

    No es que lo sepa. Solo tengo una extraña sensación; como la que tuve sobre la cabra que terminó atropellada por los cuervos, ¿recuerdas?

    Un largo aullido en la calle.

    ¿Has oído eso? - No puedo escribir lo bastante rápido. El chacal, hace un segundo. Debe de estar cerca.

    —Shakalov está en el teatro preparándolo para la apertura de la temporada. Eso fue un perro, Irina, - dice Pavlik cuidadosamente.

    ¡No estoy loca! Simplemente tengo este... - Mordisqueo el bolígrafo. Primero viene un ruido, un ruido animal, como un heraldo. Luego las veo, a las bestias, en las calles, en los tejados o en el lugar donde algo va a pasar.

    Un golpecito en la puerta.

    Sacudo vigorosamente la cabeza.

    Antón se asoma. —¿Estáis listos?

    —Sí, creo que sí.

    Doy un puñetazo de frustración en el bloc de notas.

    —Hay sándwiches en la cocina. Servíos vosotros mismos. Yo voy a calentar el coche. - Antón se va.

    Lanzo el bloc de notas detrás de él. Este choca en la puerta y se desliza hacia abajo con un susurro de páginas.

    —¿Va algo mal?

    Lo fulmino con la mirada.

    Pavlik retrocede. —Me aterrorizas.

    «Me aterrorizo ​​a mi misma.»

    —Tomemos un té. Te hará sentir mejor. - Él pone su bien educada cara de teatro.

    Y me siento vacía. Embarazada pero vacía.

    Lo sigo hasta la cocina y lo veo ocuparse a mi alrededor. Pone dos platos sobre la mesa, saca dos sándwiches de la nevera y sirve té y deja caer dentro terrones de azúcar y cucharas. Dice lo emocionado que está de mudarse, de vivir en su propia casa, lejos del constante dominio de sus padres.

    Yo no escucho de verdad mientras muerdo el sándwich y lo mastico. La fría mortadela sabe a goma y el pan a tierra. Me lo acabo, lavo el plato, lo meto en la rejilla de la secadora, me visto y sigo a Pavlik afuera.

    Hace un frío del carajo. Montones de nieve ennegrecida bordean la carretera. El patio rebota con el habitual estruendo dominical. Llamadas de niños, gritos y ladridos de perros. Miro hacia el olmo. Está desnudo. Observo el movimiento, cualquier movimiento en las sombras o en las puertas abiertas. No hay nada.

    Me quedo junto al coche.

    A Pavlik y a Antón les lleva varios viajes subir y bajar cinco pisos para transportar todas las cajas y apilarlas en el maletero y sobre el asiento trasero, sin apenas espacio para mí. Para cuando terminan, mis dedos de los pies y manos están entumecidos y mi cara está ardiendo.

    Una hora después estamos en casa de Margarita.

    Salgo y me tapo las orejas. Se oyen fuertes chirridos, crujidos y raspaduras de garras.

    Están aquí, escondidos y esperando.

    «Chíllales,» - dice el aguilucho. «Oblígales a salir.»

    «No puedo. Y no intentes darme otra patada.»

    «Lo haré.» - El aguilucho me golpea.

    Jadeo en busca de aliento. «¿Este va a ser el modo ahora?»

    «Sí, hasta que me alimentes. Tengo hambre.»

    —¿Ves? Todo va bien, - dice Pavlik.

    El sonido de su voz me sobresalta.

    —No sé de qué estabas preocupada. - Sus ojos chispean, tan negros por el frío. Plumas de aliento escapan de su boca. Él señala hacia el patio vacío, los columpios rotos, los bancos.

    Un vagabundo renquea por la acera, demacrado y enflaquecido. Un sombrero con orejeras le tapa la mitad de la cara huesuda y sus pantalones están atados con una cuerda para evitar que se caigan. Una chaqueta acolchada le cuelga sobre los hombros como lo haría sobre un rastrillo.

    «Un caballo, un caballo oprimido sin hogar.» - Y sé lo que va a suceder. «Lo van a machacar.»

    —¡Pavlusha! Ven aquí, hijo. Tú toma esta y yo llevaré la televisión.

    Tengo ganas de tirar del brazo de Pavlik, señalarle al vagabundo, escribir, explicar, y entonces este se ha ido. Convencerle solo me hará perder tiempo.

    «De acuerdo,» - aguilucho. «Sé lo que tengo que hacer.»

    «¿Lo sabes?»

    «Observa.»

    Giro sobre mis talones y marcho hacia el portal.

    —¡Irina, espera!

    Me alcanzan en el apartamento de Margarita.

    —¿Por qué no nos has esperado?

    —Irina, vuelve al coche. No podemos dejarlo desatendido. - Antón está irritado.

    La puerta se abre. Paso a Yulia corriendo, directa a la cocina. «En cualquier momento, en cualquier momento. Voy a llegar tarde.» - Abro un cajón tras otro y revuelvo dentro.

    En el corredor, Yulia está escandalizada. —¿Habéis dejado el coche solo?

    —Son solo unos minutos, mamá.

    —¡Antón, te vas a lastimar la espalda así!

    —Puedo llevarlo, Yulechka, puedo llevarlo.

    Y lo oigo suceder.

    Me pilla por sorpresa. La ruptura del cristal y el chasquido de los huesos y los relinchos y los graznidos. Los cuervos atacan al caballo y lo derriban y yo grito de consternación.

    «¡Llego tarde!»

    —Irina - Pavlik está en la cocina. —¿Qué ha pasado? ¿Por qué gritas?

    Cierro la boca con un audible "clap".

    «¡Voy a por vosotros, bastardos!»

    Encuentro lo que busco en el cajón superior junto al fogón: un gran cuchillo para carne con la hoja gastada y el mango de madera pulido por el uso. Lo pillo, empujo a Pavlik al pasar, empujo a todos los reunidos en la puerta, y corro escaleras abajo hacia la calle. Con el brazo extendido, corro a toda velocidad por la carretera hacia el Lada de Antón y me detengo, jadeando, sujetándome el vientre.

    «Adelante, aguilucho. Dilo.»

    Detrás de mí, pisadas corriendo.

    —Oh, Dios. - Pavlik me separa los dedos del cuchillo. Ya no hay necesidad de este, así que le dejo.

    Sobre la nieve ennegrecida yace el vagabundo, boca arriba. La sangre mana por su nariz carnosa. Tiene la piel morena y sus rasgos son toscos y exagerados. Su cabello es un montón enmarañado de lo que alguna vez fueron rizos negros y brillantes.

    «Limpieza étnica en su máxima expresión. Vamos a hacer una carnicería a un judío sin hogar para mostrar nuestro poder. Rusia para los rusos, ¿eso es lo que entonan los cuervos?» - La furia me atenaza. Busco una nota. Deben de haber dejado una.

    Antón se agarra la cabeza. —¡Mi coche! ¡Mi coche!

    Está destruido. Las ventanas son agujeros irregulares. Los neumáticos están rajados. El maletero está abierto, su cerradura sobresale como un ojo. Se han llevado todo lo valioso: la videocámara, el ordenador, la torre del radiocassette con ambos altavoces. Han arrastrado fuera las cajas de ropa y libros y su contenido está esparcido por el suelo.

    —Voy a llamar a la milicia.

    —Ahorra saliva. Mejor llama a la ambulancia. - Pavlik se pone de cuclillas al lado del vagabundo, lo zarandea y le pregunta su nombre.

    Veo una esquina blanca que sobresale del bolsillo de su pantalón y la saco. El mismo papel, la misma letra.

    PAVEL BABOCH, PRINGADO JUDÍO. UN ADELANTO DE LO QUE SE AVECINA.

    Se lo entrego a Pavlik. Nuestros ojos se encuentran y sus pupilas se agrandan.

    «¿Me vas a creer ahora?»

    —¿Qué es esto? - Antón toma la nota.

    Lo fulmino con la mirada. «Un mensaje de purga, Rusia o muerte.»

    Una pequeña multitud de espectadores se reúne a nuestro alrededor. Se intercambian susurros apagados, teorías sobre lo que pudo haber sucedido, quién lo hizo y por qué y cómo. El coste de reemplazar las ventanas y los neumáticos. Sobre quién tiene la culpa del aumento del crimen en Moscú y en el país en general.

    Ayudo a Pavlik a recoger nuestras cosas.

    Poco después de atar en mantas lo que conseguimos salvar, aparece la ambulancia. Los médicos ruedan al vagabundo sobre la camilla y se van. Un camión Kamaz verde militar aparca en el patio. Un conductor calvo salta fuera y, después de una breve conversación con Antón y un intercambio de efectivo, se lleva el Lada en el remolque.

    Por fin nos conducen de vuelta al apartamento de Margarita, donde hace calor y tomamos un té en la cocina. Yo escribo en la palma de Pavlik: Sim.

    El me estudia. En realidad no puede decir nada bajo los intensos ojos de Yulia.

    «¿Quién si no? ¿A qué otro vas a escuchar?»

    El asiente.

    Suena el timbre. La milicia está aquí. Yulia sale a recibirles.

    —Perdón por no haberte creído.- Me dice Pavlik.

    «No pasa nada. Me cuesta creerme a mí misma.»

Capítulo 22

Cuervos

    Subo corriendo tras Pavlik por las escaleras del paso subterráneo. Son las nueve y cuarto. Nos hemos dormido, exhaustos por todos los interrogatorios, y ahora llegamos tarde. Corremos por la acera y nos detenemos en el cruce. Me agacho, jadeo y me agarro los costados. Mi barriga se está volviendo pesada. El sudor me cae por la cara, así que me lo limpio con el dorso de la mano. La luz cambia a verde, los coches no se mueven y tenemos que sortearlos para llegar al otro lado.

    —Mira, - dice Pavlik. —Pensionistas desfilando.

    Giro la cabeza.

    A unos cien metros por la calle se encuentra la razón del tráfico estancado, una concentración, una masa oscura de personas sujetando carteles con lemas y banderines y banderas soviéticas. Una voz aguda grita por un megáfono.

    —¡Por la Madre Patria! ¡Por Stalin!

    —¡Por la renuncia del gobierno!

    —¡Muerte al capitalismo!

    —¡Por el fin del desempleo!

    Un par de jubiladas encabezan la procesión. Mantienen en alto una pancarta roja con semiperfiles de Stalin y Lenin, mejilla con mejilla, como recién casados ​​que miran hacia un brillante futuro socialista.

    «Jodidos partidarios del partido comunista. Mulas, demasiado tontas para pensar. Resucitemos a los muertos para que resuelvan los problemas por mí, que me salven de la pobreza, la impotencia y el miedo, porque soy demasiado vago para hacer una mierda por mi cuenta.»

    Distraída, me tropiezo con el bordillo. Pavlik me atrapa. Nos alejamos de la marea de transeúntes, corremos por la calle bajo un arco, rodeamos el teatro y cruzamos a toda velocidad la puerta trasera.

    Una sensación de inquietud me ahoga.

    —¿Quién es?

    —Somos nosotros, Ilinichna. - Pavlik recupera el aliento. —Nosotros.

    Ella sale de la cabina. —¡Ah! Pavlik. Irina. Me habéis dado un susto del demonio. Daos prisa, él os está esperando.

    —Lo sé, - jadea Pavlik. —¿Cuánto tiempo?

    —Casi una hora. Está furioso, ¿me oyes? - Ella me sonríe tras sus sobredimensionadas gafas. —Ah, así que es cierto lo que he oído. ¡Felicidades!

    Sonrío, asiento y me desabrocho el abrigo. Se me ha pegado la camisa a la espalda y mi cara está ardiendo y tengo ganas de volver a la calle. El aire del teatro me asfixia. Es ominosamente silencioso.

    —¿Te has enterado de lo que ha sucedido? - Dice Ilinichna conspiradoramente.

    —Por favor, ahora no. - Pavlik tira de mi mano.

    —Han despachado a Shakalov.

    Intercambiamos una mirada.

    —¿Ah, sí? ¿Cuándo?

    —Esta misma mañana. ¡Ahora andando, venga! Te lo contaré más tarde. No te conviene enojarlo más. - Nos indica con la mano las escaleras.

    Shakalov se ha ido. Debería sentirme feliz, debería. En cambio, bajo deslizando los escalones detrás de Pavlik. Todo sobre el teatro que llegué a amar: Ilinichna con su torpeza de tortuga y galletas y té, los carteles de los actores en las paredes, el olor de las cortinas de terciopelo y el maquillaje y el polvo, todo se parece estar mal.

    Está demasiado tranquilo, no me gusta.

    Entramos en el auditorio. Es vasto, oscuro y silencioso. El telón está echado. Las luces están apagadas excepto por un puñado de proyectores sobre el escenario. En la primera fila se encuentra la figura encorvada de Sim, bufanda de lentejuelas alrededor del cuello, manos entrelazadas. Él no levanta la cabeza cuando nos acercamos, no indica que nos ha oído, sus ojos miran abajo.

    —Llegas tarde, - dice al suelo.

    —Lo siento, Sim. Nosotros ...

    —Pavlik, hijo mío. - Levanta la vista. Sus ojos están cansados, su rostro está hundido. —¿A qué hora te dije que estuvieras aquí?

    —A las nueve de la mañana, pero ...

    —¿Y qué hora es ahora?

    —Sim, por favor, deja que...

    —¡Silencio! No quiero escuchar ninguna excusa. ¿Por qué no me lo dijiste de inmediato, justo cuando comenzó?

    La sangre abandona la cara de Pavlik. —¿Por qué no te dije qué?

    «Oh, no, no, no. Me doy una palmada en la frente. No hagas esto.»

    —Sabes exactamente lo que quiero decir.

    —Lo siento, no estoy seguro de...

    —Las notas. Las notas de amenaza. Quiero saber cuándo recibiste la primera.

    Pavlik da un paso atrás. —Honestamente, no sé de qué estás hablando, Sim. Solo hubo una, la que recibimos ayer ...

    —No me mientas.

    El silencio se extiende por el escenario. Yo observo el polvo danzar a la luz y siento que mi estómago se retuerce más fuerte.

    —¿Quieres que te disparen?

    Pavlik se estremece. —No.

    —Pues háblame.

    Le lleva un momento, luego dice al suelo: —En diciembre, ese día que nos dejaste después de ...

    —¿Qué decía?

    —Algo sobre ... que Kostya había olvidado decirme...

    —Que tú eres el siguiente, homo judío.

    Los ojos de Pavlik se agrandan. —¿Quien te lo ha dicho?

    —Nadie me ha dicho nada. Me envían notas como esas cada día festivo. Recibo notas especialmente desagradables en mi cumpleaños, unas que prometen partirme en dos el trasero judío. No son muy elaboradas, debo decir, más bien son primitivas y directas al asunto. - De repente me mira—¿Tú sabías esto, Irina?

    Yo deseo escurrirme a través del suelo.

    —¿Por qué no me lo dijiste?

    —Sim, no queríamos molestarte ...

    —¿Molestarme? - Su rostro se oscurece. —¿Entiendes lo que esto significa? Ya he perdido ...

    —Lo sé, - la voz de Pavlik llega al techo, aguda y molesta. —¡No hace falta que me lo recuerdes!

    —Ven aquí. Siéntate conmigo.

    Pavlik se acerca reluctante hasta Sim.

    Yo me apoyo en el borde del asiento a su lado. Está todo tan tranquilo que el silencio me pita en los oídos. Me esfuerzo por escuchar cualquier pista de cualquier ruido que pueda detectar, y escucho algo débil, algunos rasguños, como las garras de un perro en el suelo de madera. Me giro y escaneo la oscuridad. Nada.

    —¿Qué quieres que haga?

    —Eres un actor. Te has entregado al teatro, debes seguir actuando, seguir creando.

    —¿Pero cómo, Sim, cómo? ¿Cómo puedo actuar cuando ni siquiera puedo ser yo mismo? Cuando ni siquiera puedo decirle a mi propio padre ... - Oculta su rostro.

    —Continúa.

    —No importa.

    —Quiero oírte decirlo.

    Pavlik niega con la cabeza.

    —¿De qué tienes miedo?

    —De ser acosado, - susurra —Golpeado. Asesinado.

    Deslizo mi mano en la suya.

    —Escúchame. Entiendo cómo te sientes. ¿Crees que yo no tengo miedo? Tengo miedo, y mucho. Está bien tener miedo, pero no dejes que eso te detenga. Eso es lo que ellos quieren, que metas el rabo entre las piernas y te quedes callado. ¿Qué pasaría si todos hiciéramos eso?

    Pavlik se encoge de hombros.

    —Esto. - Sim extiende los brazos—Todo esto, el teatro, las obras que presentamos aquí, es nuestra forma de cambiar nuestro país, este lugar salvaje en el que hemos nacido. Y nunca tengas miedo de ser quién eres. Todo en ti tiene derecho a vivir, a ser libre y a ser hermoso. - Sim levanta la cara de Pavlik. —Escúchame. Escucha con atención. En el momento en que dejas de crear, mueres. No cuando te matan. Cuando te matan, solo tu cuerpo se va, tu arte seguirá vivo.

    —¿Y qué es eso para ti? ¿Qué es mi vida para ti? ¿Por qué te importa? - Los ojos de Pavlik se llenan de agua.

    —Ven aquí. - Sim lo acerca y entierra la cara de Pavlik en los pliegues de la bufanda. Los hombros de Pavlik tiemblan. Sim le acaricia la cabeza, casi paternalmente. —Shhh. Llora, llorar es bueno para ti. Yo también echo de menos a Kostya. Mucho.

    Movimiento llama mi atención, junto a la cortina, bajo el techo. Algo se agita en la sombra. Miro arriba y no veo nada, y ahí es cuando lo escucho: un graznido amortiguado fuera del edificio del teatro.

    «Los cuervos.»

    Me levanto como un resorte. El asiento acolchado detrás de mí se despliega con un ruido sordo.

    «¿Por qué le tuve que decir a Pavlik que viniera a ver a Sim? ¿Por qué?»

    Me lleno de culpa, vergüenza, arrepentimiento y horror. Horrible horror. Este se dispara por mi columna vertebral y se desliza dentro de mi estómago y lleva toda la sangre a mis pies. Saco el paquete de la manga de mi abrigo y lo desenvuelvo.

    «No me pillaréis desprevenida esta vez.»

    Escondo el cuchillo detrás de la espalda y agarro el brazo de Pavlik.

    —¿Qué pasa?

    Hago mimo y emito ruidos.

    —¿Algún tipo de pájaro? ¿Un buitre?

    Niego con la cabeza y lo intento de nuevo. Graznar.

    —¿Cuervos? ¿Esos mismos ... cuervos?

    Asiento.

    —¿Estás segura?

    Le muestro una mirada que le hace mesarse el cabello. —¿Van a venir aquí?

    «Ya están aquí».

    —¿Ahora?

    —¿Eso es un cuchillo de cocina? - Dice Sim.

    Retrocedo unos pasos, subo los escalones del escenario y examino el pasillo, esforzándome por escuchar cualquier ruido, cualquier perturbación. Mi corazón late en mi boca y mi saliva sabe metálica. La oscuridad se solidifica, impaciente, hambrienta.

    Estamos atrapados. El teatro está cerrado durante las vacaciones de mitad de temporada, por lo que solo estamos nosotros e Ilinichna. Nos interceptarán si intentamos salir. Apuesto a que Shakalov todavía tiene todas las llaves.

    Pavlik está frenético. —Sim, tenemos que salir de aquí.

    —¿Por qué? ¿Qué está pasando? Irina, baja del escenario y dame ese cuchillo antes de que te saques un ojo.

    —Sim, por favor. Irina puede presentir cosas justo antes de que sucedan. Primero oye el ruido animal, luego ...

    —¿Presentir cosas? ¿De qué estás hablando? ¿Qué cosas?

    —¡Por favor, no hay tiempo! Los nacionalistas vienen hacia aquí, estarán aquí en cualquier momento.

    —¿Es eso cierto, Irina? - Sim me mide con una mirada severa. —¿Es eso cierto, lo que Pavlik dice?

    No respondo, ni siquiera puedo asentir. El miedo se extiende sobre mí. Están dentro del edificio. Escucho sus susurrantes alas y sus garras raspando. Los cuervos y un chacal.

    «Venid aquí, escoria, venid y mostradme vuestros verdaderos rostros.»

    Hay movimiento en mi barriga, una patada débil.

    «¿Aguilucho?»

    —Están aquí, - dice Pavlik.

    Pisadas corriendo reverberan por los pasillos.

    «Aguilucho, háblame.»

    Silencio.

    «¡Ya vienen, aguilucho! ¡Los cuervos!»

    «Nada que un águila no pueda matar,» - dice el aguilucho.

    «¡Yo no soy un águila!»

    «Tampoco eres un ratón.»

    «¿Qué soy entonces?»

    «¿Qué quieres ser?»

    Entran por la puerta. Un grupo de jóvenes con abrigos negros, gorros negros y guantes negros, Shakalov al fondo.

    —¿Quién sois y qué hacéis en mi teatro? - Grita Sim, entonces lo ve. —¿Vladimir Kuzmich? Qué sorpresa. Creí haberte pedido que abandonaras el local esta mañana.

    Shakalov no responde. Parece asustado y evita la mirada de Sim. —Adelante, muchachos, encargaos de ellos. Rápida y silenciosamente.

    —¿A qué viene todo esto? - Dice Sim con calma.

    —¡No le escuchéis, a por ellos!

    —¿A por nosotros? - Sim se ríe. —¿Qué es esto, una farsa? ¿Diez chicos contra un anciano y dos críos?

    Shakalov grita: —¡Ahora!

    Sucede muy rápido.

    Estamos rodeados de cuerpos. Un brazo vuela con una de esas porras que suelen usar los militantes. Un golpe contundente y Sim cae al suelo llevándose al bateador con él. Pavlik es agarrado y clavado en la pared.

    —¡Corre!, - me chilla Pavlik.

    «Yo no voy a ninguna parte, estoy harta de correr.» - Salto del escenario y cargo. Alguien me pone la zancadilla. Caigo a plomo y el cuchillo sale volando de mi mano. Brazos me atrapan y me colocan frente a Pavlik.

    —¡No la toquéis! ¿No veis que está embarazada?

    —Embarazada de un monstruo judío, - dice alguien, —De un maricón judío. - Una risa nerviosa.

    —¡Soltadla!

    El aliento de Shakalov está en mi cuello. —Observa, puta.

    Los brazos trabajan sobre Pavlik como pistones, con sonidos de impacto plano. Su cara cambia. Sus ojos se agrandan y el miedo ha desaparecido de ellos, reemplazado por una osadía temeraria. —¡Vladimir Kuzmich! ¿Te excita ver a un montón de chicos golpear a un hada del bosque?

    —¡Hacedle callar!, - espeta Shakalov.

    Pavlik fuerza una carcajada. —¿Es a eso a lo que le tienes miedo? ¿A mis palabras? Te daré más. - Comienza a defenderse, torpemente al principio, luego alimentado con cierto abandono loco. Engancha al hombre más cercano y lo envía volando, pilla a otro y en todo momento sigue gritando —¿Eres un voyeur, Vladimir Kuzmich? ¿Te la pone tiesa ver follar a los hombres? - Sus puñetazos se debilitan bajo los golpes recibidos. Es que hay demasiados y estos se recuperan rápidamente de la sorpresa de su resistencia.

    —¿Os gusta pegarme, tíos? Adelante, pegadme más, voy a gemir para vosotros. - Una mano enguantada se pega a su boca. Él escupe sangre. —No te acuestas con gente a menudo, ¿verdad? - Le sacan el aire a golpes. Él se dobla, levanta la cara. —Entiendo ... las chicas no quieren hacerlo contigo. Por eso me quieres tan mal ... por eso ... - Un golpe lo interrumpe.

    —Esta es una lección para vosotros, para la jodida basura judía. - Shakalov me habla al oído. —¿Cómo lo hizo? ¿Se la meneó en una servilleta y te la metió en el coño? - Su mano se mueve bajando entre mis nalgas.

    La cara de Pavlik se levanta una vez más, ensangrentada y desfigurada. Sus ojos me encuentran. —Lo siento ... - Una patada y él cae al suelo.

    —Parece que tu amante ha captado la indirecta. - Shakalov me manosea.

    La ira me atenaza, ciega y sobrecogedora.

    «Ojalá te mueras, patética mierdecilla chovinista.»

    Le embisto en la entrepierna con el talón. Él jadea y me suelta. Veo el cuchillo bajo un asiento, me abalanzo sobre él, me giro, le apuñalo y fallo. Dos tipos corren hacia mí. Gruño y esgrimo la hoja. Retroceden sorprendidos.

    —¡Perra! - Shakalov se endereza con la cara contorsionada por el dolor. —Guarda eso antes de que te talle la cara con él.

    Empujo hacia fuera con mi barriga, desafiándolos.

    «¡Adelante, pegadme! ¡Pegadme!» - Las palabras están en mi lengua, junto a mis dientes. Quieren derramarse, pero en lugar de eso sale una cadena de ruidos ininteligibles, como el chillido de un águila.

    Me ojean, inciertos.

    —Está loca.

    —Acabad con ella, - dice Shakalov.

    —Pero, Vladimir Kuzmich, está embarazada.

    —¡He dicho, acabad con ella!

    Me lanzo contra él. Él me agarra la muñeca y la retuerce. El cuchillo cae, algo afilado me golpea la cabeza y caigo.

Capítulo 23

Vacas

    Sueño con tener mi bebé. El médico tira de algo cálido de entre mis piernas y me lo entrega, una cosa chirriante, retorcida y pegajosa de sangre. Tiene una fea cabezota y un cuerpo hirsuto. Un jabalí recién nacido. Sus porcinos ojos se fijan en mí. Me huele y se aferra a mi pecho. Lo dejo caer y me despierto, chillando en una cama de una habitación iluminada llena de olor a hospital. Una mano me acaricia. Pertenece a una enfermera con una cara redonda y lúgubre.

    Me incorporo de golpe.

    Ella me empuja hacia atrás. —Túmbate quieta.

    «¡Pavlik!»

    —Qué terca. ¡Te he dicho, túmbate quieta! Se lo pondrás peor a tu hijo. Espera, deja que ... - Ella me levanta por las axilas y acolcha la almohada detrás de mí. —¿Mejor?

    Gimo. Me duele cada músculo y cada hueso es tan frágil como el vidrio. Mi cabeza está embotada de algodón, mi garganta está reseca. Intento tragar y no puedo. Algo me pincha el brazo. Una vía IV está enganchada a mi vena. Muevo los pies y siento una cálida bolsa de plástico que gorgotea, con un catéter que me sube serpenteando por la pierna.

    —Mídete la temperatura. - La enfermera me entrega un termómetro y se va a la cama de al lado. —Larisa, despierta. Temperatura.

    —¿Qué prisa hay, Lida? Estoy durmiendo. Tú escribe que es normal.

    —Si quieres reclamar, adelante y quéjate a Nikita Matveich, no conmigo. Yo escupo en tu temperatura. ¿Entiendes? Mídela.

    Larisa gruñe.

    Miro a mi alrededor.

    La sala es pequeña y estrecha. Cuatro camas, dos en cada pared, ventana empañada con cortinas estampadas de flores marrones. Flores por todas partes, en el suelo de hule, en la ropa de cama, en las toallas, en la bata. Y mujeres, mujeres embarazadas, como vacas hinchadas sentadas en flores muertas.

    En la cama junto a la mía se reclina Larisa. Ella tiene treinta años y es enorme. Su piel es blanca láctea y pecosa, y sus piernas hinchadas están envueltas en una venda elástica. Ella agita el termómetro. Los somieres gimen en protesta. —La medí ayer y estaba bien. ¿Por qué demonios necesito medirla todos los días? Dime, Galya. - Se dirige a la chica en la cama frente a ella.

    La enfermera cierra con un portazo.

    Me sobresalto. Las mujeres no reaccionan, como si eso fuera normal.

    —¿Qué sé yo? No soy médica. - Galya es huesuda y apenas tiene veinte años. Sus ojos son suspicaces y su cabello graso está recogido en una coleta. Está envuelta en una bata rosa con margaritas. —¡Ey, chica nueva! ¿Cuál es tu nombre?

    «¿A ti que te importa?»

    Ella se acerca y se deja caer sobre mi cama. —Soy Galya. Esta es Larisa. Tiene gemelos. ¿No está enorme?

    —Gracias a Dios que no son trillizos. - bufa Larisa. —Egor me habría matado.

    —Y esa de allá es Natasha.

    Natasha no dice nada. Tiene una cara ancha, llena de granos, callosa, del tipo que no sonríe a la ligera.

    Todas me estudian esperando a que yo diga algo.

    —¿Por qué no hablas? - Dice Galya.

    «¿Quieres la historia de mi vida? Te la contaré. Cuando haya terminado estarás vomitando las tripas.»

    —Quizá sea sorda, - dice Larisa.

    —No lo sé. Ella no dice nada. Galya se encoge de hombros. —¿Sabes hablar?

    Asiento y paso por mi pantomima habitual. Moverse duele.

    —Ah, ¿eres muda?

    «¿Puedes dejarme en paz ahora?»

    —Pero no eres sorda. Qué raro. ¿Por qué eres muda?

    «Si no te callas, te quitaré esta bata atroz y te la meteré por la garganta.» - Me duele la cabeza y tengo calambres en el estómago. ¿Qué te han hecho a ti, Pavlik?

    —¿De cuánto estás? Pareces horriblemente pequeña.

    Como no reacciono, ella me zarandea. —¿De cuántos meses?

    Le muestro seis dedos.

    —Eso pensaba.

    —¿Por qué demonios la han puesto aquí? - Dice Larisa. —Esto es ginecología. Deberían haberla puesto en obstetricia.

    —La clínica está llena, por eso, - dice Natasha. —Déjala en paz. ¿No ves que tiene dolores?

    Empiezan una riña.

    Después de un rato, esta se convierte en ruido blanco y me quedo dormida.

    Vuelvo en mí por la noche.

    Natasha no está. El manchado colchón en su cama está sin sábanas. Larisa ronca. La útil Galya se acerca de un brinco.

    —Te has perdido al médico. Dijo que te mantendrá aquí por un tiempo para evitar el parto prematuro. ¿Qué hiciste, caerte por las escaleras o qué?

    «Peor. Me caí por el par de piernas equivocado.» Me doy la vuelta, tanto como lo permite la vía IV.

    —¿No quieres hablar conmigo? De acuerdo. Como quieras. - Galya se retira a su cama. —No planeo quedarme a tu lado y volver a contarte cada noticia. Para que lo sepas.

    Quito manchas de pintura de la pared, huraña.

    «Hospital, de nuevo.»

    Mi estómago es una dura roca. No puedo levantarme, no puedo llamar a nadie para averiguar algo sobre Pavlik, no puedo escapar y mi bebé está en peligro de parto prematuro.

    «Aguilucho.»

    Está callado.

    «Aguilucho, ¿puedes oírme?»

    Sin movimiento, ni una sacudida. Es como si cargara una piedra.

    «Aguilucho, por favor, háblame.» - Quito una astilla de pintura y engancho mi uña bajo el borde de otra.

    «Aguilucho, di algo.»

    Nada.

    «Por favor.»

    Mis lágrimas ruedan, se acumulan en la almohada y la empapan y me voy quedando dormida.

    El despiadado brillo de las lámparas fluorescentes me despierta. Parece la mañana del día siguiente. La enfermera Lida reparte termómetros. Larisa y Galya conversan sobre cuencos de gachas. Una nueva chica ocupa la cama de Natasha. Ella es de mi edad, con acné y tumbada de lado y envuelta en una bata moteada de flores de un naranjas excéntrico.

    Aparto los ojos, contenta de llevar la bata estándar del hospital, desteñida e incolora. Me incorporo. La aguja en mi vena duele como un viejo moretón. La botella de la vía IV está vacía. Un plato de alforfón kasha, un vaso de té y una bolsa de plástico se posan en mi mesita de noche. Levanto la bolsa. Se arruga.

    Larisa y Galya hacen una pausa en su charla.

    «Mandarinas, un kilogramo entero de mandarinas.»

    Un cuadrado de papel debajo dice: Irina Myshko, 8° planta, habitación 714.

    Lo desdoblo.

    ¡Querida Irina! Estoy muy preocupada por ti. El médico ha dicho que necesitas descansar y que no se permiten visitas. Pavlusha está en cuidados intensivos con dos costillas rotas, pulmones magullados y una cotusión. Sim está en casa y se siente mejor. Te envía saludos. Hace mucho frío afuera. Me lleva dos horas ir del hospital de Pavlusha al tuyo. ¿Cómo te sientes? Espero que el bebé esté bien. Por favor, escribe. Yulia.

    La leo una y otra vez. Mis dedos me traicionan. La nota resbala y flota hasta el suelo.

    Galya la recoge. —¿Malas noticias?

    Alzo la vista, sin ver.

    Ella me la entrega. —Vaya cara tienes. ¿Quieres algo con lo que escribir?

    Saboreo sal en mis labios y me limpio los ojos.

    Galya me da una página arrancada de un cuaderno escolar cuadriculado y un lápiz. —Toma.

    Espero a que mi mano se estabilice. ¡Querida Yulia! Me siento bien, el bebé está bien. Estoy muy preocupada por Pavlik. -Pienso un poco y agrego: Por favor, dile que lo amo. Irina.

    Galya se cierne sobre mi hombro. —¿Quién es Pavlik, tu esposo?

    —Ella no tiene alianza, ¿no lo ves? - Dice Larisa.

    Se pelean. Larisa insiste en que usar un anillo de bodas es imprescindible, Galya dice que hoy en día no importa y la llama anticuada. La nueva chica se une y discuten sobre el matrimonio y el divorcio y la pensión alimenticia y que todos los hombres son unos bastardos de todos modos, metiéndola dentro y fuera y dejando el sufrimiento del parto a las mujeres. Luego me dicen que me van a inyectar magnesio para relajar los músculos de mi abdomen. Dicen que duele como un cabronazo y que no podré sentarme durante horas. Cuando recibo las inyecciones, después de que la enfermera se ha ido, aprieto los dientes y me siento derecha y triunfal, para demostrar que están equivocadas.

    Todas me abandonan en espacio de tres días. Primero se va Larisa, en medio de la noche, maldiciendo a Egor con cada contracción, luego Galya a la mañana siguiente, luego Yana, la chica nueva, llorando y quejándose en voz alta, todas ellos a la sala de partos en el piso de abajo. Me envían notas dobladas con nombres de bebés, pesos, alturas, historias de parto, buenos deseos y números de teléfono. Nuevas mujeres vienen y van.

    Me quedo en el hospital dos meses. Mis días están llenos de inyecciones, pruebas y exámenes ginecológicos. Después de las primeras dos semanas, pude ponerme en pie sola y tambalearme hasta el baño para vaciar mi bolsa de orina. Una semana después podía caminar hasta la cafetería, y ahora estoy lo bastante bien como para pasear por la sala durante horas, envidiosa de las mujeres junto a los teléfonos públicos, observando sus bocas pintadas escupir fragmentos de conversaciones y jadeos y risitas.

    «¿Sabes qué eres, Irina Myshko? No eres un ratón y no eres un águila, solo eres una idiota muda dura. Nunca has hablado y nunca lo harás.»

    El aguilucho ya no me responde. Existo a través de notas escritas de Yulia sobre la mejora de Pavlik y a través de mis viajes nocturnos a la azotea para mirar al suelo desde una altura de ocho pisos.

    Por la noche espero a que la clínica quede en silencio, me pongo el abrigo, me meto en las pantuflas del hospital y salgo de la habitación. Las enfermeras conversan en su puesto. Oigo el eco de su risa, paso furtivamente junto a los ascensores, subo lentamente por la desvencijada escalera de servicio y abro la trampilla. Nunca está cerrada con llave.

    Me subo al árido asfalto a cuatro patas y me pongo de pie con las piernas bien separadas para mantener el equilibrio. Ahora es marzo y huele a primavera. La nieve se ha derretido mayormente. El viento frío azota mi cabello y me enfría la cara, y me envuelvo el abrigo con más fuerza.

    El cielo negro parpadea con estrellas. Escaneo el monótono alfombrado de techos y camino hasta el parapeto plano, que me llega hasta las espinillas, y miro hacia abajo. Ocasionales coches se arrastran por la calle bajo la débil luz de la farola. Una milicia estruendosa pasa a toda velocidad.

    «¿Aguilucho?»

    Lo único que escucho es el sonido de la ausencia.

    «Te he fallado, aguilucho.»

    Sin respuesta. Sin movimiento.

    «Ya no sé quién soy, y no creo que me importe. No queda nada de mí. Nada.»

    Espero.

    Luego me golpeo el estómago hasta que me duelen los nudillos.

    «¡No puedo vivir así! ¿No lo entiendes?»

    Espero de nuevo.

    Solo el zumbido del viento.

    «Lo siento, aguilucho. Lo siento.»

    Me subo al parapeto.

    El estacionamiento de abajo está poco iluminado y casi vacío, a excepción de un camión y algunas camionetas de ambulancia.

    Lo único que tengo que hacer es inclinarme y caer.

    Inclinarme.

    Y caer.

Capítulo 24

Mosquitos

    De pie en el viento, me balanceo un poco y pienso. «Ocho pisos. ¿Es lo bastante alto como para garantizar la muerte? ¿El impacto nos matará a ambos o uno de nosotros vivirá con terribles heridas y deformidades, maldiciendo todo y a todos? ¿O me crecerán alas y volaré como un águila?»

    —Ey

    Doy un respingo.

    Un médico está de pie junto a la camioneta de la ambulancia. Desde la azotea se ve como un mosquito. Agita los brazos y grita algo en ese irritante y molesto gemido que no suena a palabras. Me enojo por ser interrumpida.

    «Acercate un poco mas. Saltaré sobre ti y te haré estallar.»

    Se lleva las manos a la boca. El viento cambia y puedo captar el final de una frase: —¡Abajo! - Luego otra cosa, luego otra vez, —¡Abajo! - Y luego, —¡Dura!

    Retrocedo un paso y tropiezo y caigo de espaldas y lloro. Mi cóccix conecta con la dura superficie y envía un impulso de dolor a mi columna vertebral. El áspero asfalto me araña la piel de las palmas y soplo en ellas y lamo la sangre. Para cuando he conseguido levantarme y recuperar el equilibrio, el médico sale de la trampilla.

    —¡Espere!

    Corro, una mano en la barriga, la otra presionando el pecho. Mi viejo sostén ya no me queda bien y, de todos modos, no se permiten sostenes en el hospital. En el tiempo que estuve aquí, mis senos crecieron dos tallas más y se estiraron, y con cada paso se agitan como calientes y pesados sacos de grasa. Casi me caigo, me enderezo y alcanzo el borde opuesto de la azotea y jadeo. No hay más lugares a donde ir.

    «Se acabó, ahora te meterán en el manicomio.»

    Troto hacia la caja de hormigón del hueco del ascensor y me escondo detrás de ella, me apoyo en la pared áspera y espero. No puedo dar un paso más. Mi abdomen se contrae y me doblo y jadeo en busca de un aire que entra y sale de mis pulmones como fuego.

    Entonces él está sobre mí, asustado. En su aliento humeante hay viciosas maldiciones, reproches y reprimendas. Estos se mezclan con el ruido borroso de un zumbido de mosquito. Siento que sus manos callosas me sacan del alojamiento del ascensor, me conducen a la trampilla y me ayudan a bajar otro par de manos, y uno más. Dos hombres, dos médicos. Mis manos temblorosas se resbalan de los peldaños de la escalera y se me salen las zapatillas y ambos hombres casi colapsan bajo mi peso y me regañan, aterrorizados y aliviados.

    Me apoyan sobre sus hombros y me muevo torpemente entre ellos, medio colgando, entre un zumbido de voces susurradas y preocupadas. Estoy demasiado fatigada para responder a nada ni a nadie: médicos, enfermeras, pacientes. Me rodean en una espesa nube. Mosquitos hambrientos. Me preguntan, me empujan y me pican. Me transportan a mi habitación y me llevan de vuelta a mi cama. Alguien me abre la boca a la fuerza y me hace tragar pastillas. Otro me pone una botella de agua caliente en el estómago. Otro me cubre con una manta. El zumbido de sus conversaciones me arrulla y me relajo, me caliento, me voy quedando dormida y ...

    El ratón está cubierto de mosquitos. Le perforan la piel y la garganta, sus abdómenes transparentes se llenan de moco oscuro...

    Me despierto de golpe. Me sofoco debajo de demasiadas mantas. Me peleo con ellas. Mis pies se enredan en la cubierta de algodón y mis brazos están débiles y por fin logro quitármelas de encima y...

    El ratón está destripado. Las brillantes espirales de sus vísceras se derraman sobre sábanas empapadas y pegajosas. El aguilucho se ha ido. Ha sido arrancado y desgarrado en pedazos por los cuervos. Los mosquitos se posan sobre el ratón, en los bordes de su carne desgarrada, y pliegan sus delicadas alas y sondean la zona y perforan su piel y chupan y chupan e inyectan saliva adelgazante que arde y pica como ácido y...

    Tengo calor, sudoración y fiebre.

    —Temperatura cuarenta y uno y subiendo, - dice una voz. —Si no baja en una hora más o menos ...

    Una toalla fría y húmeda me toca la cara. Me estremezco y la agarro y la aparto de mí y...

    Al ratón le están creciendo un par de alas. Perforan su espalda y rasgan su piel y crepitan a medida que crecen y se desarrollan y brotan plumas. El ratón se aleja de la cama, aletea una vez y cae al suelo. Una gran bestia oscura le golpea el cráneo con una pesada pata y lo agarra y lo deja caer de nuevo sobre la cama, y ​​un remolino de mosquitos desciende sobre el ratón con una cubierta zumbante y aprietan su útero expuesto y se alimentan de la tierna carne de dentro, sus ojillos son brillantes y sus cuerpos compulsivos. El ruido cambia y se expande y más parásitos llenan la habitación y atacan al ratón. Tábanos y pájaros carpinteros y cuervos y buitres y...

    Las luces se encienden. Me estremezco. Lenin, vestido con una bata blanca de laboratorio, entra en la habitación y se sienta en mi cama.

    —Ay ay, ciudadana Myshko. Ay ay. No debes quitarte la vida. Debes dársela al Partido Comunista. Debes seguir viviendo. ¿Has pensado en lo que harás con el resto de ella? ¿Estás sorda, ciudadana? ¿Estás escuchando? - Me zarandea hasta que mis ojos giran alrededor de mi cabeza como canicas pulsantes.

    —¡Debes creer en el poder soviético! ¡Incuestionablemente!

    Dos voces más se unen a las suyas. Karl Marx aparece en el lado izquierdo de Lenin, Stalin a su derecha.

    —¡Devotamente!

    —Ciegamente

    Se compadecen de mí de una manera fría y desapasionada, me desean una pronta recuperación, se ponen hombro con hombro junto a la cama frente a mí y cantan una canción soviética. Un aullido entra en la mezcla, el de un chacal. Un coro de chacales. Entran saltando por la ventana y me rodean, quitándome la bata con los dientes y lamiéndome el sudor con sus ásperas lenguas rojizas. Luego los gusanos comienzan a caer sobre mí desde el techo. Una lluvia de suaves grumos rosados ​​envueltos en membranas temblorosas. Los chacales abren sus fauces y los atrapan y los explotan entre los dientes.

    Me inclino sobre el borde de la cama y vomito.

    Alguien lo limpia, (no, algo). Es una tenia. Sorbe mi vómito y se desliza sobre el limo y se retuerce y retuerce como si quisiera más.

    Tengo arcadas pero no sale nada excepto una larga línea de saliva amarga. Mi corazón late. El sudor cae goteando de mi cara.

    Hay un ahogamiento y un gorgoteo y la puerta del baño se abre de golpe y el suelo se inunda de agua pantanosa. Apesta a moho y olor séptico, el caldo de cultivo perfecto para los mosquitos. Los animales lo atraviesan viscosamente, hordas de ellos. Anguilas se arrastran hasta mis pies, víboras y ratas. Bagres y arenques y salamandras. La cacofonía que producen es increíble.

    Entonces un rugido gutural pasa desgarrando.

    Es el jabalí.

    Yo chillo estridentemente.

    Una mano me tapa la boca y yo la muerdo y me debato. Brazos me clavan al suelo. Una aguja me pincha en la vena y el líquido frío me atraviesa el brazo hasta el corazón. Los bordes de mi visión se curvan, burbujean y se quiebran.

    Sólida oscuridad.

    A lo lejos brilla un puntito de luz. Se asienta en medio de un barbecho recién arado. El olor a tierra húmeda y removida llena mis fosas nasales. Húmeda, blanda y desmenuzable. Caigo de rodillas y avanzo a rastras y pronto la alcanzo, una forma blanca envuelta.

    Un bebé, un bebé recién nacido. Mi hijo.

    Él abre los ojos, marrones y tristes.

    —Me estoy muriendo, - dice.

    —No - digo, y me escucho hablar. Me escucho hablar. —No puedes morir. Ni siquiera has nacido.

    —Lo siento.

    —No puedes dejarme. - Me quito la suciedad de las manos y le toco la mejilla, tan suave, tan cálida. Las lágrimas caen por mi cara. No me molesto en limpiarlas. —Por favor, no te vayas. No tengo a nadie más. ¿Cómo viviré sin ti?

    —No lo sé. Vive lo mejor que puedas, supongo. - Suspira. —No tengo mucho tiempo. Pensé en decirte adiós. Pensé en pedirte algo especial. ¿Puedes abrazarme?

    Lo recojo, tan ligero y frágil, lo presiono contra mi pecho y lo mezo un poco y susurro: —¿Por qué? ¿Por qué me dejas? ¿Qué he hecho mal?

    —Nada, - dice. —Voy a irme.

    —No

    Me mira severamente. —¿Quieres que me quede?

    —Sí, por favor.

    —¿Por qué?

    —Porque te amo.

    —No te creo.

    Sus palabras son puñetazos en mi pecho y no puedo respirar, y por un momento, no puedo hablar. —¿Por qué no?

    —¿Cómo puedes amar algo tan feo? ¿Tan atroz? ¿Cómo puedes amar algo engendrado por aquel a quien odias?

    Me encojo de hombros —Simplemente te amo.

    —No, no me amas. Querías saltar del tejado y matarme.

    La luz en él se apaga.

    —Irina Myshko, tienes visita.

    Me agito y vadeo entre capas de gasa y niebla y me siento derecha, confundida y atontada. El sueño me abandona rápido. Me aferro a sus trozos, a las colas de sus ideas, y en mis manos se desintegra en la nada. Lo único que me queda es un sabor ácido en la boca y un mal presentimiento.

    «¿Aguilucho?»

    Está en silencio.

    «Aguilucho, respóndeme.»

    Sostengo una roca en mis manos, una roca muerta envuelta por mi piel.

    «¡Aguilucho!» - El horror me inunda. «¡Aguilucho!»

    Se oyen toses. Todos están de pie a mi alrededor. Pavlik, Yulia, Antón, mamá, Sonya con Lenochka y la abuela. Incluso Sim ha venido, envuelto en su lujosa bufanda habitual. Pero no Lyosha Kabansky.

    De repente estoy lívida.

    «¿Todavía te duele la polla? Bien. Eso espero. Espero que arda como un cachorro despellejado sumergido en puro alcohol quirúrgico.»

    Me estudian, sus ojos son inquisitivos.

    «¡Aguilucho! ¿Estás vivo?»

    No entra aire en mis pulmones.

    «Aguilucho...»

    Se acercan lentamente, a punto de imponerme su piedad no solicitada. Como si eso fuera a ayudar. Nada puede revivir a mi chico. Lo he destruido, como siempre quise hacer.

    ¡Marchaos! ¡Déjadme en paz! Quiero morir.

    Me giro hacia la pared.

    Alguien me sienta derecha. Estoy demasiado débil para pelear. Parpadeo ante las luces y ante las cortinas baratas con flores que parecen arañas muertas y ante las figuras a mi alrededor.

    Pavlik me da un suave apretón. Ha perdido peso. Su cara es pálida, casi azulada, y su postura está de alguna manera rota.

    —Ey, - me dice.

    Llevo tanto tiempo esperando verlo que no sé por qué no siento nada. Quiero estar con él y no quiero estar con él. Han pasado dos meses, pero parecen dos años. Ya no le siento, no le reconozco.

    —¿Cómo estás?

    Yo miro al suelo.

    —Salí la semana pasada. - Me toma de la mano. —¿Estás lista para ir a casa?

    «No tengo una casa. No tengo nada.»

    —Irina, por favor.

    Escucho a Yulia y Antón hablando en voz baja, y a mamá y a mi tía Sonya. Todos me miran como si yo fuera un fantasma o una aparición, especialmente mamá, y no puedo soportarlo más, esta pretensión. Busco debajo de la almohada y saco un cuaderno y un lápiz que una de las enfermeras me ha dado y escribo.

    Ya no puedo mentir más, Pavlik.

    Él frunce el ceño. —¿Qué quieres decir?

    Acuno mi vientre. —Lo siento. Voy a decírselo...

    Sus ojos se agrandan. —¿Qué? No. - Él detiene mi mano y susurra —Después de la boda. Por favor. He estado pensando en ello.

    No habrá boda. - El lápiz no quiere comportarse y se me escapa de los dedos. Lo agarro con más fuerza. No te preocupes. No tendrás que soportarme mucho más.

    —¿De qué estás hablando?

    Doy la vuelta a una nueva página, limpia y virgen.

    «¿Puedes soportar esto? ¿Puedes soportar esta inmundicia, papel?»

    Lyosha Kabansky me violó cada noche durante un año. El bebé es suyo. Él no lo sabe. Huí de casa para escapar de él.

    La página se encoge bajo mis palabras.

    «Te he destruído, aguilucho. Por esto, me destruiré a mí misma.»

    Me levanto de la cama, arranco la página y la sostengo delante de mamá.

Capítulo 25

Araña

    Espero a que mamá termine de leer mi nota, luego la paso a Yulia. «Toma, lee esto.» - Obligo a que la lean uno por uno. «Sabed esto. Esto es lo que pasó. Esto,» - quiero gritar. «¿Me creéis? ¿No me creéis? Me importa una mierda si me creéis o no. Ya no.« - Me miran boquiabiertos, sorprendidos, confundidos. Sus expresiones varían de dudosas a reprochadoras hasta francamente ruines.

    «Hipócritas. No soy yo quien está loca. Sois vosotros. Miraos, plagas en un circo. Animales. Cobardes.»

    Mamá hace un ruido extraño. La máscara de falsa alegría que se ha pegado en la cara se despega y de debajo emerge un bagre viscoso, no del todo borracho y no del todo sobrio. Me fija con una mirada de celos.

    —Lo sabía, es que lo sabía. Todas las noches, ¿eh? ¿Durante un año entero? ¿Sabes qué, hija? Si la perra no lo quiere, el perro no salta.

    «El jabalí, mamá. Te refieres al jabalí. Y el jabalí saltará, lo quieras o no.»

    Su cara se contorsiona de odio. —¿Quién te enseñó eso, eh?

    Un nudo se eleva en mi garganta.

    «Dua,» dice el aguilucho.

    «¡Aguilucho!» - Mis piernas se doblan.

    «Dua.»

    «Aguilucho, pensaba que...»

    «Dua.»

    «Para. ¡Por favor, para!»

    «¡Dua, dua, dua!»

    —Dura, - dice mamá con deleite. Me mira con esa alegría familiar que viene justo antes de una paliza. —Yo te enseñaré a prostituirte con mi hombre. Yo te enseñaré. - Ella levanta el brazo. La carne flácida cuelga de él. Puedo verla a través de su blusa marrón, marrón como esas miserables cortinas.

    La empujo y salgo disparada de la habitación.

    En el pasillo choco con una enfermera, tropiezo, me levanto y me obligo a seguir moviéndome. Estoy mareada. Me tiemblan las piernas. Me apoyo en la pared, cojeo por el pasillo y me tambaleo hacia el ascensor. La gente me mira raro, me pregunta cuál es el problema. Finjo que no los oigo. En la planta baja salgo del ascensor y cruzo el vestíbulo, empujo las puertas y me meto en la nieve derretida del estacionamiento.

    Tengo calambres en el vientre.

    Me aferro a un pequeño serbal desgarbado. Crece en una zona de tierra. Grupos de bayas del año pasado me rozan la cara, apergaminada y ennegrecida. Arranco una baya y la muerdo. Está seca como un hueso y amarga, y me calma. Me como unas cuantas más. Mastico, trago. Saben a polvo. Veo mi aliento enroscarse en el aire de la mañana, huelo la primavera y la aspiro a pleno pulmón.

    «¿Aguilucho?»

    Silencio.

    «Aguilucho, por favor.»

    Movimiento débil.

    El alivio me inunda. Agarro el tronco del serbal, temerosa de que pueda caerme.

    «Creí que habías muerto en mí.»

    «No lo hice,» - dice el aguilucho.

    «Creí que te había destruido.» - Bajo la cabeza sobre mi brazo y siento agua caliente rodar y gotear y la dejo. «¿Crees que no te quiero?»

    «¿Lo creerías tú?»

    «Lo siento.»

    Respiro y exhalo y me seco la cara.

    «¿Por qué lo hiciste?»

    «Para asustarte,» - dice el aguilucho. «Para hacerte recordar.»

    «Lo hiciste. Me asustaste hasta la muerte. Por favor, no hagas esto de nuevo.»

    «No lo haré si cumples tu promesa.»

    —Irina - Pavlik corre por el estacionamiento con la cara roja.

    Agarro el árbol más fuerte.

    —¿Por qué? - Está sobre mí, enojado como nunca lo he visto antes. —¿Por qué se lo has dicho? ¿Por qué no pudiste esperar? ¡Solo un mes más, Irina! ¿Era tan difícil de hacer?

    Desvío los ojos de él.

    Él se mesa el pelo y se desinfla. —Lo siento.

    Yo no alzo la mirada.

    —Por favor, perdóname. No quise decir eso así. Yo ... yo no sé por qué lo he dicho.

    Escucho su respiración.

    —Tu médico nos dijo que te encontraron en la azotea anoche. Dijo que quisiste saltar. ¿Es eso cierto?

    Me encojo de hombros

    —Oh, por favor, no lo hagas. - Me desenrolla los dedos uno por uno y me quita la mano del árbol. —Te lo ruego, no lo hagas. Él no vale la pena. Ninguno de ellos lo vale. Escucha, siento haberme enfadado. Entiendo por qué lo hiciste. Es solo que...

    Pasa un Zhiguli. La aguanieve hace pendiente sobre el bordillo.

    Él acopa las manos en mi barriga. —Prométeme que no me vas a dejar.

    «Mentiroso.» - Lo aparto de un empujón. «Querías que tu papá pensara que eres heterosexual y ahora yo he arruinado el plan.» - Miro su rostro, sus oscuros ojos asustados. «¿Por qué quieres una chica con un bastardo? Dame una razón válida y te creeré.»

    Él responde como si hubiera escuchado mi pregunta. —Eres como familia para mí, Irina. Una familia que nunca he tenido.

    «Familia.» - Yo sonrío. «Hasta que conozcas a un chico que se parezca a Kostya y folle como Kostya. No, gracias. Estaré bien por mi cuenta.»

    Recojo la pelusa de su abrigo de lana y estudio su cabello despeinado y sus labios y su rostro suave. Todavía joven y, en cierto modo, viejo, como si algo hubiese sido estirpado. Algo roto.

    —No tengo que fingir cuando estoy contigo, ¿sabes? no tengo que esconderme ni nada, puedo ser simplemente yo mismo.

    «Puedes con Sim.»

    —Incluso con Sim finjo ser otra persona.

    Le toco la mejilla ligeramente y presiono la palma de la mano contra su cara. «Tal vez es hora de que te pares, entonces. Tal vez es hora de que dejes de esconderte.»

    Escucho pasos.

    Yulia y Antón se acercan a nosotros, mano con mano, y se detienen. Antón marcha hacia mí y me lanza palabras en la cara, medido y tranquilo. —Te quiero fuera de la vida de mi hijo. - Luego agrega una más, en voz alta. —¡Fuera!

    Yo retrocedo.

    —Papá, ¿a qué viene eso?

    —¿A qué? Sabes perfectamente a qué. Te estoy sacando de esta mierda en la que te has metido, Pavlusha.

    —Te vamos a sacar. - La mirada de Yulia me aguijonea.

    —Ah, ya veo. Habéis decidido esto a mis espaldas, ¿no es así? - Dice Pavlik. —Por mi bien, por mi brillante futuro. Lo siento si parezco insensible de alguna manera, pero ¿puedo preguntarte algo, papá? ¿Alguna vez se te ocurrió considerar, - dice, y levanta la voz,— o al menos fingir que has considerado mis sentimientos sobre este asunto?

    Antón quiere replicar.

    —No. - Pavlik levanta la mano. —Por favor, escúchame. Estoy harto. Harto de pedir tu aprobación en cada paso, en cada decisión de mi vida. ¿Te crees...?

    —¿Aprobación? ¿Qué derecho tienes a hablar de aprobación? - Antón tiembla, Yulia le acaricia el brazo. —Trajiste a casa a esta descarriada. ¿Y qué hicimos nosotros? Dime. ¿Qué hicimos? La acogimos.

    «Descarriada es correcto.»

    —La alimentamos, la vestimos. Pensamos que estabais enamorados, un amor joven e imprudente. Es comprensible, sucede. Te perdonamos. Pensamos que ibas a ser un padre joven. Tu madre convenció a tu abuela para que se mudara con nosotros, para que vosotros dos pudierais tener un apartamento para comenzar vuestra propia pequeña familia. ¡Yo perdí el coche como resultado de esto! Y vosotros ... nos mentisteis.

    El zumbido de una ambulancia me ensordece. Una camioneta blanca con rayas rojas pasa junto al estacionamiento. El guardia saluda al conductor desde la cabina junto a la valla, la verja se abre lentamente y la camioneta se une al tráfico. La sirena se debilita y muere.

    —¿Sabes una cosa, papá? - dice Pavlik en voz baja, —esto te va a dejar boquiabierto. - Me toma de la mano y la aprieta. —Soy gay.

    Me quedo mirándole fijamente.

    Sus rasgos se vuelven agudos e insectoides, contorsionados por la furia retenida, muy por debajo del rostro.

    El viento atraviesa mi bata de hospital. Mis zapatillas están mojadas y frías por la humedad del suelo y yo tirito.

    —¿Que tú qué? - ​​Dice Antón.

    —¿Por qué dices estas tonterías, Pavlusha? - Dice Yulia.

    —¿Por qué? - Pavlik se ríe a carcajadas. —Mamá, ¿qué quieres decir, por qué? Porque lo soy. ¿No te has dado cuenta? Has leído esas notas, ¿no? ¿Nunca te lo has preguntado?

    Neumáticos susurran. El coche de Sim se acerca. La ventana del pasajero baja. —Ahí estáis. -Nos mira. —Este no es un lugar conveniente para hablar. Irina, hija mía, pareces congelada. ¿Te están enfriando a propósito?

    Aparca junto al bordillo y sale pomposamente. —¿A qué viene esas caras largas? Yulia Ibragimovna, querida. Sal de este césped sucio, te lo suplico. Te estropearás los zapatos.

    —Oh, - dice Yulia mirando hacia abajo.

    —Antón Borisovich - Le toca el hombro, firmemente, imponentemente. —Y yo que creía que os habíais ido sin mí. Dime, ¿ya has elegido el lugar? Conozco a algunos excelentes chefs, todos muy buenos amigos míos. De los restaurantes más prestigiosos de Moscú. ¿Necesitas que charle con ellos?

    —¿Restaurantes?

    —Sí, restaurantes. Para la boda.

    —No va a haber boda, - dice Antón rotundamente.

    —¿Por qué no? - Pregunta Sim, sorprendido. Es una muy buena actuación. —Sería más fácil para Pavel obtener un visado internacional cuando se case.

    —¿Un visado? - Dice Pavlik.

    —Nos vamos de gira. - Sim sonríe. —A Estados Unidos.

    «¿A Estados Unidos? ¿Conmigo?»

    —¿A Estados Unidos?

    —A Nueva York, para ser precisos. Si dejas algo de valor en casa, como una esposa y un nuevo bebé, por ejemplo, sabrán que no vas a desertar y obtendrás el visado en poco tiempo.

    «Ah, ¿y soy una conveniente herramienta para que eso suceda?» - Retiro bruscamente la mano entre las de Pavlik.

    —Bueno, - dice Sim a los padres de Pavlik, —creo que es una buena idea que vuestro hijo salga de Moscú por un tiempo, a la luz de los recientes acontecimientos. ¿No estáis de acuerdo?

    La cara de Antón se tensa en el procesamiento de la información.

    —Esto es muy inesperado. - Yulia es de piedra, solo se mueven sus labios. —Tenemos que discutir esto antes de tomar una decisión.

    —Sim, muchas gracias por la oportunidad, - dice Pavlik, —pero no voy a ir a ninguna parte.

    Le miro boquiabierta. «¿Has perdido la cabeza? Sal de este agujero. Vete.»

    —Este no es lugar para hablar, - dice Sim. —¿Por qué no continuamos en la comodidad del hogar? ¿Qué dices, Irina?

    No necesito que me lo pregunten dos veces. Me subo al coche de un salto, interior de cuero suave y cálido. Me soplo en las manos y las froto. Pavlik se sienta a mi lado. Sim entra y grita por la ventana: —Os veo en vuestra casa

    Despegamos.

    —¿Qué les habéis dicho, sinvergüenzas? - Dice Sim mirándonos desde el espejo retrovisor. —Parecen a punto de desmayarse.

    —Les he dicho que soy gay, - dice Pavlik simplemente.

    —Qué - Sim jadea. —¿Lo hiciste, en serio?

    —Si.

    —Bueno, ya era hora, hijo mío, ya era hora. ¿Has oído eso, Irina? Escúchale. Escu-cha. Se lo ha dicho, así sin más, debajo de un serbal. Qué romántico. Felicidades.

    —Lo dices como si no fuera gran cosa.

    —Es que no debería serlo. No debería ser gran cosa. - Sim se pone serio de repente. —Lamento lo que te pasó a ti, Irina.

    —Sim, ¿podemos, por favor,...?

    —No, no podemos. Cierra tu precioso agujero. Irina, mírame.

    Observo sus ojos danzar en el espejo.

    —Tu madre, espero que no te moleste que te diga esto, pero... menudo pescado es esa mujer. ¡Qué pescado!

    «Un bagre, para ser precisos.» - Yo sonrío. «Y no me molesta en absoluto.»

    —Te han crecido alas, hija mía. Bien por ti. Bien por ti por exponer la verdad.

    Y estas palabras que él dice me quitan el peso del pecho.

    «Bien por ti. Bien por ti.»

    Me siento ligera, muy ligera. Validada.

    «Eres un salaz pedazo de grasa, Sim. Eres el que está abusando de Pavlik y te odio por ello, pero gracias.»

    —¿Podemos, por favor, no hablar de esto ahora? No creo ...

    —¡Silencio! Estoy hablando con tu futura esposa. Ese asqueroso cerdo. ¿Qué tiene como polla, una tranca?

    —Sim, por favor

    —¡No me interrumpas!

    Yo sonrío. «Una tranca. Si, algo así.»

    Pavlik se gira hacia mí. —¿Sabes? a veces no puedo evitarlo, pero experimento tanto amor extremo como odio extremo hacia este hombre.

    «Estoy empezando a entenderte.»

    —Mentiroso. Tú me adoras. Dime que estoy equivocado.

    —Oh, pero ¿cómo hago eso?

    Nos detenemos en el semáforo.

    Sim enciende un cigarrillo. —¿No te importa si fumo?

    Niego con la cabeza.

    —Puedes abrir la ventana, si quieres.

    La bajo. Uno de los quioscos de venta ambulante que alinea la calle vende casetes de audio y hace sonar la canción de Grebenshchikov sobre la ciudad dorada, un buey, un león y un águila.

    Mi piel se expande. Quiero dejarla caer.

    Los peatones deambulan por la calle, lentos y rígidos, con sus cuerpos doblados ataviados de pieles baratas. «Roedores.»

    «Comida. No sois más que comida para mí.»

    Flexiono los dedos. Los noto extraños, adelgazando, como si se desplegaran para formar plumas. Mi corazón late fuerte.

    «Aguilucho, mírame. Soy el águila de esta canción.»

    «Ya lo veo,» dice el aguilucho. «¿Podemos ir volando?»

    Me asomo y ...

    La piel del ratón se desprende y emerge un águila.

    Esta sale del coche, extiende sus alas y las bate una vez y se eleva sobre Moscú, y este mira al águila lejos de ser dorada. Moscú es opaco y monótono y está sucio por nieve derretida, entrecruzado con carreteras y vías de tren y cubierto de árboles desnudos y apilado con bloques de lúgubres apartamentos agachados en una confusión incolora como si estuvieran defecando. Es un ser vivo, Moscú, una red de líneas concéntricas. Se retuerce y clama y tiene hambre, un insecto con muchas patas que se proyectan desde su gordo centro ocupado y sus cinco ojos rojos en el centro, la Plaza Roja. Orbes espirales se enrollan a su alrededor. El anillo del Bulevar. El anillo del Jardín. Seis más.

    Es una araña.

    Esta ve al águila y se flexiona. Quiere atraparla, licuarla, secarla y dejar una cáscara vacía. Se abren más ojos rojos. Banderas soviéticas de las manifestaciones y asaltos y protestas. Miran fijamente al águila.

    Esta grita y, distraída, se estrella contra el muro de un rascacielos estalinista, una de las Siete Hermanas, siete glándulas venenosas coronadas con afilados campanarios, con gotas de toxina clara temblando en sus puntas. Las plumas del águila rozan el hormigón y se desprenden y caen meciéndose hasta el suelo.

    El águila tropieza en el aire, se recobra.

    La araña emite un chillido rompetímpanos. Bocinas de coches, frenazos y estridentes gritos animales. Recoge las patas. Sus ojos giran y se centran en el pájaro y salta.

    El águila mira con horror.

    Toda Moscú se separa del suelo. Sus raíces gotean veneno, años de hambruna, opresión, corrupción. Esclavitud. Guerra civil. Colectivización, comunismo, socialismo. Terror Rojo. Es el veneno que intoxica a todas las criaturas nacidas en él desde su primer grito; que las estrangula, las aplasta, las hace arrastrarse en la miseria y someterse a su poder hasta que esta tiene control total. Hasta que erradica la voluntad, la confianza, la individualidad. Hasta que no queda nada, ni optimismo, ni fe, solo rencor. El rencor amargo y furtivo seguido de depresión, alcoholismo y suicidio.

    La masa y la enormidad de la araña ennegrecen el cielo. Durante un momento se suspende en el aire, y desciende a toda velocidad.

    El águila vuela hacia un lado, desesperada por escapar de la sombra de encima, y ahí es cuando ve a las otras aves, coloridos y exóticos loros de todo tipo. Cacatúas, periquitos, guacamayos. Chillan, se lanzan, se zambullen, esquivan y se dispersan. La algarabía es ensordecedora.

    El águila ve un punto en medio de ellos, una mariposa. Una almirante negra. Esta entra revoloteando en la confusión. Entonces, un fuerte viento los golpea desde arriba, una ráfaga de arena, ramitas y tierra, seguida de oscuridad. El águila pierde altitud, lucha para mantenerse en el aire, cae, se endereza a metros del suelo y ve a la mariposa suspendida sobre una forma oscura que alza la vista hacia el cielo.

    El jabalí.

    Sus ojos relucen. Observa cómo la mariposa se acerca y se la traga. El águila chilla, embiste al jabalí como un ariete, lo abre con sus garras, y es entonces cuando la araña los aplasta a ambos con su volumen.

    Me sobresalto. Me late el corazón en los oídos. Estoy sentada en el coche de Sim. Él está fumando fuera.

    —¿Cómo te sientes? - Dice Pavlik. —Has dormido durante el viaje.

    Me froto la cara tratando de aclararme mi cabeza.

    —¿Sabes? si no fuera por ti, no habría tenido el coraje de decírselo, quizá no hasta dentro de años. Así que gracias, muchas gracias. Me siento más ligero, en cierta manera. - Quiere decirme más, pero yo quiero salir del coche, sentir eso.

    Abro la puerta y salgo a la calle.

    Miedo frío me sube disparado por la columna.

    Un temblor recorre el agrietado asfalto, un furtivo retumbar. La ciudad vibra bajo mis pies, una viviente araña que respira, y sé que quiere que eso suceda.

    Quiere que el jabalí mate a la mariposa.

Capítulo 26

Nutria

    Estoy frente al espejo en el vestíbulo del ZAGS. Son las nueve y cincuenta de la mañana del tercer sábado de marzo, el día de nuestro registro de matrimonio, obra de Yulia. Dio dos sobornos para sortear el problema de mi edad e impulsarnos en la cola. Miro reflejos de sofás llamativos, paneles de pared con incrustaciones de nauseabundas representaciones de felicidad conyugal y otras parejas que esperan. Sus velos, trajes y ramos. Las fajas rojas de sus demonios estampadas con TESTIGO en oro. Y mi pegajoso vestido blanco. La abuela lo hizo a partir de una cortina, ya que ninguno de los vestidos de la tienda quería quedarme bien. Mangas hinchadas, falda con volantes.

    «Demasiado para un águila, so bobo pollo grávido.»

    —¿Nerviosa? - Pavlik se ajusta la corbata.

    Le aparto la mano, aliso el nudo y lo aprieto.

    «En realidad, no. Llevo más de un año esperando este momento.» - Toco con el dedo el cuchillo envuelto en un pañuelo y escondido en mi manga izquierda.

    —Yo también. - Suspira. —Solo espero que nadie haga una escena. Ya ha habido suficiente drama esta semana, ¿sabes? - Inspecciona la corbata en el espejo, se quita una pelusa invisible y se alisa el cabello.

    «Esa es una buena esperanza. Mi esperanza es matar a Lyosha antes de que él te mate a ti.»

    —Sé lo que estás pensando.

    Inclino la cabeza. «¿Lo sabes?»

    —Quítatelo de la cabeza, por favor. Olvidémonos de todo por un día. Es nuestro día, se supone que ha de ser feliz. Mira, estamos rodeados de personas. ¿Qué podría salir mal? - Él gime. —Deja de mirarme así.

    Suena una voz de mujer: —¡Pavel e Irina Baboch! ¡Cinco minutos!

    «Irina Baboch. ¿De verdad va a suceder?»

    —Pavlusha, es casi la hora, - avisa Yulia.

    —¡Solo un momento! Irina, - me dice, —vamos a pasarlo bien hoy, ¿de acuerdo? Vamos a divertirnos.

    «Oh, yo voy a divertirme. Ya lo verás.»

    —Te amo, ¿lo sabes?.

    Yo retrocedo.

    —¿De qué otra forma puedo demostrártelo, morir por ti o qué? - Él da una risita incómoda.

    «Mi corazón se detiene. «No lo digas ¡Joder, no lo digas!»

    —¿Me amas?

    Su cara está tan cerca.

    «Por supuesto que sí, pedazo de tonto glorioso. Todas las novias ya te han echado un vistazo al menos dos veces y me han quemado un agujero de miradas celosas. Ve y diles que eres gay para que dejen de odiarme.»

    —¿Sabes una cosa? Tengo miedo ... miedo de dejarte. Me he acostumbrado a tu constante presencia, a tu silencio. Puedo oírte pensar. Siempre estás ahí, siempre escuchando. Te echaré de menos, Irina. Te extrañaré muchísimo. - Él juega con mis dedos.— ¿Me echarás de menos?

    Yo cierro los ojos. «Para, por favor. Ya estoy sangrando.»

    La puerta principal se abre de golpe.

    Lenochka corre hacia mí primero, agarra puñados de mi falda. —¡Irkadura se va a casar! ¡Irkadura se va a casar

    —Cierra la boca, - dice Sonya. —¡Irka! So gorda boba.

    —¡Oy! ¡Irka! No puedo creerlo. Estás preciosa. - La abuela aplaude y cacarea. Sus dientes dorados brillan débilmente.

    Me estremezco.

    —¡Mi dulce hija! Mírate. - Mamá es la última en saludarme, ya chispada. Soporto sus húmedos besos y su débil abrazo.

    —Buenos días, Marina Viktorovna, - dice Yulia. —Qué amable de tu parte llegar a tiempo.

    —Yulia Davydovna - Mamá la levanta en brazos. Yulia se encoge.

    —Perdóneme, Marina Viktorovna - Antón se aclara la garganta y se sube las gafas. —No pretendo ser grosero de ninguna manera, así que, por favor, no se lo tome como algo personal, ¿pero puedo pedirle un favor? Hoy es un día especial para nuestros hijos. Le agradecería que fuera ligera con el alcohol.

    —¿Eh? ¿Por qué iba a ser eso asunto tuyo? Es la boda de mi hija. ¡Mi hija!. - Se golpea el pecho. —Tengo derecho a celebrarlo como quiera ...

    —Disculpe - Pavlik mueve los brazos. —Irina y yo tenemos una solicitud para todos ustedes. Por favor, sean civilizados hoy. Solo por un día. ¿Pueden conseguirlo para nosotros? Mamá, ¿por qué me miras como si fuera mi funeral?

    —¡Funeral! Eso es gracioso. ¡Novio muerto! ¡Novio muerto!, - Lenochka brinca.

    Sonya le da un bofetón.

    —¡Pavlusha! - Yulia está impactada. —Nunca debes decir cosas así. Da mala suerte.

    Y lo oigo. El temblor en el tejido de la ciudad. Un golpe seco y un gruñido y un galope. El jabalí está en camino. Toco el cuchillo a través de la manga. El mango se asienta en mi codo y la hoja en mi muñeca.

    «Acércate, cerdito, más cerca. Te voy a destripar.»

    Nuestros nombres vuelven a llamarse y nos llevan a la sala de ceremonias. Es escueta, utilitaria y está vacía, excepto por la deshilachada alfombra que conduce a un masivo escritorio con un par de banderas rusas sobre ella e hileras de sillas junto a las paredes.

    Una mujer regordeta vestida con un soso traje de falda está de pie en el escritorio. Brazos cortos, patizamba, manos cruzadas sobre su sólida línea media.

    «Una nutria sobrealimentada que sufre de aburrimiento.»

    —La oficina de registro de la ciudad de Moscú os saluda. - Su tono es aburrido y ella cecea un poco.

    «Deberías trabajar en una funeraria, tienes la entonación perfecta para ello.»

    —Respetados Pavel e Irina. Hoy es el día de vuestro matrimonio. En este mundo grande y complejo, os habéis reunido para convertiros en las personas más queridas en la vida de cada uno. - Las palabras salen de su boca como piedras.

    Me desconecto y escucho en busca del jabalí.

    Después de terminar su monótono palique, nos pregunta si queremos casarnos.

    —Sí, - dice Pavlik.

    Asiento.

    Ella me lo pregunta de nuevo.

    —¿Por qué le preguntas? Es muda. - Mamá tiene hipo —Dale una torta, regáñala, no servirá de nada. Créeme, lo he intentado todo. Ha sido así desde que tenía dos años.

    Yo aprieto los puños. La punta del cuchillo perfora la piel de mi muñeca. Lo ignoro. Mi mente está quieta. Mis ojos están centrados en la cara pastosa y gastada de mamá. Una palabra surge en mi garganta y se estrella contra la parte posterior de mis dientes. La ruedo sobre mi lengua.

    «Dura»

    La nutria recita el códice del matrimonio, pide nuestras firmas y nos declara marido y mujer. Caminamos hacia su escritorio. Pavlik toma una caja de terciopelo del bolsillo, saca una de las dos sencillas alianzas de oro y la desliza en mi dedo anular derecho. Yo deslizo mecánicamente la otra sobre el suyo.

    Me besa, un breve pico en los labios.

    Mi mente está tan lejos que apenas lo siento. El suelo palpita al ritmo del galope del jabalí. Hace vibrar las plantas de mis pies y envía ondas por el suelo y noto que la alfombra se mueve imperceptiblemente.

    La Marcha de Mendelssohn resuena por los tartamudeantes altavoces. Mamá solloza ruidosamente. Todos aplauden y nos felicitan.

    Pavlik me conduce afuera.

    Bajamos diez escalones hasta un Chaika negro brillante aparcado junto al porche del ZAGS y nos hundimos en los desgastados asientos abollados y saludamos, observando a la multitud dispersarse dentro de los coches detrás de nosotros.

    Nos detenemos en el punto de observación de la Universidad Estatal de Moscú, en las Colinas de la Paloma, y tomamos fotos obligatorias con Pavlik lanzándome sobre su brazo y Pavlik presionando sus labios contra los míos y Pavlik abrazándome e incluso Pavlik tratando de levantarme, por tradición, y darse por vencido porque soy demasiado pesada. Después de una hora de esto, volvemos a subir al interior del Chaika y nos dirigimos al centro de la ciudad hacia el restaurante.

    Debería estar emocionada, pero me limito a mirar las letras doradas en el aguilón del porche, PRAGA, a los rostros alegres y ojos chispeantes y la rica alfombra y el mármol y la pródiga decoración.

    Nos detenemos en las puertas del comedor. El chef, un hombre corpulento con un sombrero blanco y una chaqueta cruzada, nos saluda y nos da flautas de cristal llenas de champán. Tomo la mía y la bebo de golpe y me esfuerzo por escuchar cualquier movimiento, vislumbro el final de una larga mesa cubierta con manteles y platos y servilletas dobladas y candelabros. Alfombra verde cazadora estampada en el suelo. Luz llamativa. La pared posterior es una panorámica del Kremlin puesto detrás de columnas de mármol.

    Entramos y me tropiezo y casi me caigo.

    Pavlik me agarra el codo. —¿Estás bien?

    El pánico se dispara por mis venas. Regreso a los dos años de edad, de pie en la habitación con balcón de nuestro apartamento. Las ventanas tienen colgadas cortinas granate. Mismo color, mismo hilo.

    Pavlik me lleva a la cabecera de la mesa y saca una silla. —Irina, ¿qué pasa?

    Estoy obsesionada con las cortinas, la tela, la forma en que cuelgan y se pliegan. Todo lo demás se desvanece en la niebla, los invitados sacan las sillas y se acomodan y charlan y recogen sus bebidas.

    Antón usa su tenedor para hacer un tintineo en su vaso. —¿Puedo pedir la atención de todos?

    Se callan y le miran expectantes, una treintena de personas ataviadas festivamente, la mayoría de las cuales no conozco, algunos parientes lejanos y amigos de la familia de Pavlik, pero luego veo a Sim y a Tanechka y a algunos otros actores de la compañía a quienes reconozco, y a Ilinichna y a todos los que están a mi lado, excepto a Lyosha Kabansky, a quien se le ha prohibido presentarse, por insistencia de Yulia, y se le ha ocultado el paradero del local.

    «Lo has averiguado de todos modos, ¿verdad, puerco?»

    —Hoy es un gran día para nosotros, - dice Antón. —Gracias a todos por reuniros aquí para celebrar la unión de nuestras dos familias y la creación de una nueva familia.

    Pavlik me susurra: —¿Estás bien?

    Fuerzo una sonrisa.

    Antón se quita las gafas, las limpia en una servilleta y se las vuelve a colocar. —Pavlusha, nuestro querido Pavlusha, nuestro único hijo, nuestro orgullo, nuestra alegría - le tiembla la barbilla. — te entregamos en manos de esta joven y hermosa mujer, Irina.

    —Eso es cierto, - dice mamá. La abuela la hace callar con un siseo.

    —Irina, Pavel. Antón saca pecho como una lechuza inflada. —Esperamos que cuidéis el uno del otro hasta el final de vuestros días.

    «Hasta el final de nuestros días.» - Toco el cuchillo.

    —Os deseamos amor, salud y prosperidad. Que ... vuestro hijo tenga unos amorosos padres. ¡Por los recién casados! - Él levanta su copa.

    Las voces se unen a él.

    —¡Por los recién casados!

    —¡Amargo!

    —¡Oy! ¡Amargo, qué amargo!

    De repente estoy petrificada. Llevo esperando tanto tiempo que he olvidado que quiero esto.

    Pavlik me ayuda a levantarme. —¿Te importa si yo... te beso de verdad esta vez? - Me mira extrañamente.

    Niego con la cabeza. «No tienes que hacerlo. Puedes girarme fuera de la vista y no lo verán. Debo de darte asco, lo sé. Tú probablemente...»

    Me toma suavemente la cara y me besa. Al principio trato de respirar y luego no puedo. No hay aire, solo la sensación cálida y suave de sus labios y su sabor y agua en mis ojos que se derrama y rueda por mis mejillas y estoy enojada conmigo misma por devolverle el beso, enojada por perder la cabeza y por amarlo y por querer más.

    Alguien comienza a contar.

    —Uno, dos, tres...

    —Yo quiero..., - balbucea mamá, —... decir algo.

    Nos separamos, sonrojados, sorprendidos. La sangre late en mi cabeza y mi corazón late tan fuerte que me duele. Agarro el borde de la mesa para evitar que mis manos tiemblen.

    Mamá se levanta con esfuerzo. Apenas puede ponerse de pie, un oscilante dedo va dirigido hacia mí. —Mírate. Te cargé aquí mismo, - se da una palmada debajo de los senos, —como estás llevando a tu mocoso ahora mismo.

    «Oh, no mamá. No lo hagas.»

    —Irka, estoy orgullosa de ti, pero tienes que entender algo. - Eructa. —Todavía estoy enfadada contigo. Ese bebé no tiene derecho a existir. ¡Ningún derecho!

    La sala se queda en silencio.

    —Siéntate - La abuela le tira del brazo.

    —Suéltame. Tú dijiste lo que pensabas en mi boda. Ahora es mi turno.

    Y las veo a ellas y me veo a mí misma y a mamá, solo una generación abajo. La misma intolerancia, control y tono de predicación.

    —Pavel, qué joven tan guapo eres. - La voz de mamá tiembla. —Un actor. Tienes buenos padres, buenos genes. Tendrás un buen futuro. Y mi Irka ...

    «Por favor, no.»

    —Ella no es pareja para ti. Estás cometiendo un gran error. - Mamá examina la mesa. —Todos pensáis lo mismo, ¿no? Tú, - dice y clava un dedo hacia Yulia,—tú eres una mujer con estudios. ¿Por qué no dices nada, eh? ¡Tu hijo no quiere estar con mi hija y lo sabes! Tu hijo ...

    La abuela tira de ella y la abofetea.

    Mamá jadea, se sostiene la mejilla.

    —Marina Viktorovna, - dice Yulia con una sonrisa, —¿por qué dices esas cosas en la boda de tu hija? No estoy segura de entender...

    —Es una dura, por eso, - dice la abuela.

    —Eso no es verdad, Marina Viktorovna. - Pavlik interviene entre el murmullo. —Deseo mucho estar con Irina y me disculpo si te he causado una impresión tan desfavorable. Eso es completamente culpa mía.

    Una sombra pasa por la ventana y yo salto.

    «Esta aquí. Nos ha encontrado.»

    «El jabalí.»

Capítulo 27

Bagre

    Me doblo por la mitad de nuevo. Yo tenía razón todo el tiempo. Agarro a Pavlik del brazo. «¡Tienes que irte! ¡Ahora!» Tiro de él para apartarle de la mesa y quiero decirle lo que está a punto de suceder, en vez de eso chillo breves arrebatos urgentes. Maldigo mi lengua. «Que me la arranquen, por favor. No la quiero. ¡Es inútil!» Me la muerdo. Cálida sangre me llena la boca. «Ojalá pudiera hablarte. Ojalá pudiera explicar...»

    —Ey, ¿Adónde quieres...? - Él lee el terror en mis ojos. —¿Es que Lyosha está aquí?

    Asiento.

    —Me imaginé que aparecería. Por favor, Irina, cálmate. No hay nada que él pueda hacer. Mira, estamos en una sala llena de gente.

    Yo me cuelgo de su brazo.

    Las puertas se abren de golpe.

    —¡Sorpresa! - Lyosha está cabreado, cabreado de verdad. Sin afeitar, sin lavar, con una arrugada chaqueta y pantalones de chándal manchados, con claveles rojos en una mano y una botella de Stolichnaya en la otra. Muestra una estúpida sonrisa. —Cielo santo, Irkadura. Menudo vestido. Ese es un vestido bonito como el demonio. Que me aspen, estás enorme. Mírate, a punto de explotar, ¿verdad?

    Las cabezas se giran.

    Suelto el brazo de Pavlik, oculto las manos a la espalda, pellizco la punta del cuchillo y tiro de esta, sacándolo fuera.

    —Pensabas que no iba a venir, ¿verdad? - Lyosha vadea hacia la mesa. —Marinka, perra idiota. ¿Por qué no me dijiste en el Praga? ¿Por qué me dijiste que fuera a esa pocilga de Georgia?

    Mama se hunde en la silla.

    —Ah, no importa. - Le quita importancia con un movimiento de la mano. —Os he encontrado, ¿no? Tengo buenos amigos. - Se me queda mirando.

    «Los cuervos.»

    —Pensé en ir a ver a mi hija yo mismo.

    La hoja se apoya en mi palma ahora, nueva y afilada. Escogí este cuchillito de talla de entre nuestros regalos de boda por su longitud. Encaja perfectamente en mi antebrazo. Lo oculto en el dobladillo de mi falda y el mango queda pegado a la altura de la pantorrilla. Está envuelto en el pañuelo, toda su parte blanca brillando hacia Lyosha.

    «Recuerdas haberme perguntado adónde iba? Bueno, este es el lugar. Matan jabalíes aquí, los destripan, los asan y los sirven en una bandeja con los culos llenos de manteca.»

    Él me muestra una expresión de desprecio.

    «Sabes qué es lo que hace que los jabalíes sepan mejor? Los patean durante días (para que se vuelvan tiernos y jugosos) y luego les arrancan la polla, solo para oírlos chillar.»

    —¡Aleksey Ivanovich! - Antón se levanta. —Se supone que no debería usted estar aquí.

    —Bueno, estoy aquí ahora, ¿no es cierto? - Lyosha se acerca lentamente.

    «Más cerca, acércate más.»

    Hay cuatro sillas entre nosotros, las dos más lejanas ocupadas por dos invitados, las dos más cercanas, por Yulia y Antón.

    Pavlik se percata del cuchillo.

    —¿Qué estás...? ¡Deja eso!

    Yo doy un paso lateral lejos de él.

    «Estás borracho más allá de tus cabales, Lyosha, lo cual es bueno. Eso hará más sencillo el trabajo.»

    —Irina! - Pavlik intenta agarrarme la mano.

    Yo le esquivo.

    —Discúlpeme, Aleksey Ivanovich, pero tanto a Irina como a mí nos gustaría que se marchara, - dice Pavlik. —Inmediatamente.

    —¿Qué? - Lyosha se detiene junto a Yulia.

    —Pavlusha, hijo, siéntate. Deja que yo me ocupe de esto.

    —No, Papa. Permíteme. Esta es mi boda después de todo. - Pavlik da un paso hacia mi lado con los ojos puestos en Lyosha. —Creí haberte dicho en sencillo ruso que nos gustaría que te marcharas. No eres bienvenido aquí. ¿Lo entiendes?

    La comprensión arruga la porcina cara de Lyosha. —¿Quién lo dice? ¿Irka? ¡Ja! Ella no habla. ¿Cómo sabes lo que ella quiere? Mi Irka quiere verme, ¿no es cierto?

    «Quiero verte muerto.»

    Su cara se torna sombría. —Quieres, ¿no es cierto?

    —No, ella no quiere. - Pavlik da otro paso hacia mí.

    Yo me aparto, echo mano a la pantorrilla, libero el mango del cuchillo y lo agarro.

    —He oído que este marido pringado tuyo no es el padre de tu mocoso. - Él se detiene, bloqueado por Antón. —Yo digo, deja en la cuneta a este marica. Ven a casa. Le criaremos del modo correcto, como un hombre adecuado, un ruso adecuado, no como un apestoso judío.

    —Lyosha... - empieza a decir mamá.

    —¡Cierra la boca, furcia!

    «No pudiste adivinarlo por tu cuenta, ¿verdad? Tuviste que esperar a que los cuervos te lo dijeran. ¿También te han traído ellos en coche hasta aquí?» - Las palabras me ahogan. Quiero gritárselas en la cara. Un reguero de sudor baja corriendo por mi nariz y lo siento colgando en la misma punta, y sujeto el cuchillo con más fuerza.

    —Aleksey Ivanovich. - Pavlik tiembla. —Se lo pido por última vez. Solicitamos que se marche de inmediato, o tendremos que llamar a milicia.

    —Pavlusha, Aleksey Ivanovich, vamos a tomar esto con calma. - Antón intenta aplacarle. —Vamos todos a...

    —¡Papá, no le queremos aquí!

    Ni el roce de un tenedor, ni un suspiro.

    —¿Sabías que tu hijo es un homo? ¿Lo sabías? - Lyosha agarra un puñado de mantel y tira de él. Caen vasos, hay estruendo de platos.

    Lenochka chilla, Sonya la acalla.

    Yulia se acerca a Lyosha, siseando. —Sal de aquí, condenado alcohólico.

    Pavlik aspira aire.

    —¿Crees que es él quien le ha dejado el bombo? - Lyosha ruge con una carcajada. —¿Cómo crees que lo hizo? - Se gira hacia Pavlik. —Enséñame la polla, quiero verla.

    Pavlik se le queda mirando. En sus mejillas brotan manchas rojas.

    —Qué, no tienes polla, ¿verdad? Pues aquí tengo una pequeña noticia para ti, para tu noche de bodas. Fui yo quien se la folló. - Sus ojos inyectados en sangre sobresalen. —Y no fui el primero, ¿me oyes? ¿Sabes cuántos había antes que yo? Ella se ha acostado con todos los borrachos de Marinka, con cada uno de ellos. Es una puta. Eso es con lo que te has casado. ¡Una puta!

    —Mi esposa... no es... una puta, - dice Pavlik.

    Él da dos pasos hacia Lyosha, levanta un puño y lo lleva hasta su mandíbula. Lyosha se balancea perdiendo el equilibrio por un momento y cae al suelo con un golpe seco. La botella de vodka se rompe y empapa la alfombra, los claveles rojos se esparcen. Mama grita. La gente se levanta de un salto e inclinan sus cuellos.

    —Condenado maricón. - Lyosha se pone en pie con el cortante cuello de botella en su mano ante él.

    El aguilucho me da una patada. «¡Ve a por él! ¡A por él!»

    «Ya voy..» - Y cargo.

    —Irina! - Pavlik intenta agarrarme, falla, me pisa la falda. Esta se rasga. Yo tropiezo. Lyosha ve el cuchillo en mi mano. Sus ojos se agrandan. Se agacha y apunta la botella rota hacia mi barriga. Yo estoy cayendo justo hacia esta. No hay nada a lo que pueda agarrarme.

    Un cuerpo me embiste de lado como un ariete.

    Yo suelto un chillido y caigo al suelo de lado, el cuchillo sigue agarrado firmemente en mi mano.

    Pavlik está en mi lugar con los brazos extendidos a lo ancho, Las negras solapas de su chaqueta de boda como las negras alas de una mariposa. La mano de Lyosha se mueve hacia arriba. Los dientes de cristal le cortan el cuello a Pavlik, en ese tierno espacio entre el cuello de la camisa y la barbilla pulcramente afeitada. Sangre salpica sobre el nudo, el nudo de la corbata que yo he alisado y apretado esta misma mañana.

    Pavlik aspira aire.

    Por un segundo, ambos se quedan mirando el uno al otro, luego se inclinan y caen. Lyosha de lleno sobre la espalda, Pavlik encima de él.

    El salón queda en silencio mortal.

    Yo parpadeo, enfoco la vista. Patas de mesa, sillas, zapatos. Pavlik se convulsiona y la sangre burbujea desde su corte en el cuello, manchando la chaqueta de Lyosha. Lyosha maldice y lo aparta de un empujón. Pavlik cae como un fardo al suelo, bocarriba.

    Mi mente me abandona.

    Yo grito, me levanto a cuatro patas y salto sobre Lyosha. Él está tan sorprendido que no se resiste. Le dejo varado, barriga con barriga, levanto el brazo y le hundo profundamente la hoja en las tripas. El cuchillo y mi mano se convierten en uno, la garra afilada de un águila. Lucho por sacarla y le apuñalo otra vez. Y otra. Y otra.

    Los brazos de Lyosha vuelan hacia arriba, luego caen. Él gorjea.

    Mi mano se torna resbaladiza, pegajosa. Saboreo sal en los labios. La sangre mancha de rojo mi vestido, rojo como la bandera soviética, como los pañuelos de los pioneros que yo solía llevar en la escuela, como las manchas en mis sábanas despúes de ser tomada, como el irregular agujero en el pecho de Kosty, como los ojos de la araña.

    Como los claveles rojos esparcidos.

    «¡Hazlo! ¡Hazlo!» - El aguilucho me empuja y golpea y patea.

    «Voy, aguilucho. Voy.»

    «¡Destrípalo!

    «Voy a destriparlo.»

    «¡Córtale la polla!»

    «¡Ya voy!»

    Hay gritos a mi alrededor. Alguien me levanta por las axilas. Yo echo la cabeza hacia arriba y ahullo con la fuerza de años de silencio. Ahullo y gimo hasta que mi voz se agrieta, hasta que me quedo corta de aliento, y entonces la veo delante de mí.

    «Mamá.»

    —Lyosha, mi Lyosha... ¿qué te ha hecho? ¿Qué te ha hecho la dura? - Ella zarandea el cuerpo inerte. Su labio superior se curva, su fino bigote se eriza. Sus ojos aturdidos fijos en mí. —Perra. - Ella parece amenazante y fantasmal, le faltan algunos dientes, el pelo le cae lacio sobre la cara. —Le has matado, Irkadura. ¡Le has matado! - Ella levanta la mano y...

    Tengo dos años. Hoy he aprendido a decir mi primera palabra. He estado zarandeando a mamá y la he despertado y le he estado diciendo esta primera palabra que he aprendido, esta palabra con la que ella siempre me llama pero, por alguna razón, mama no está feliz. Está enfadada. Me grita.

    —Irka, ¿quién te ha enseñado eso, eh? Niña boba. Su mano vuela hacia arriba. —Yo te enseñaré...

    Suelto el cuchillo y le bloqueo el brazo. La palabra que guardo dentro desde hace catorce años se abre paso.

    —Dura, - Digo. Puedo pronunciar la r. Es una extraña sensación la de mover la lengua, formar sonidos. Lo intento de nuevo. —Dura.

    —¿Qué? - Los ojos de mamá ruedan.

    —Dura, - repito, aspirando aire. —¡Dura, dura, dura!

    La cara de mamá se arruga, como si ella estuviera a punto de llorar.

    Hay caos en el salón, gritos frenéticos.

    —¡Llama a la ambulancia! ¡Rápido!

    —¡Está herido!

    Alguien me transporta lejos de Lyosha. Yo me debato para zafarme del agarre, caigo de rodillas y aparto a Yulia de enmedio con un empujón.

    —Pavlik, - Digo por primera vez. Toco su cara y busco sus ojos intentando ver algo en ellos, cualquier cosa.

    No hay nada.

    Están inmóviles.

    Él se ha ido.

Capítulo 28

Vobla

    Un fluido cálido chorrea por mis piernas, moja mis medias, sale más y empapa mi falda. Al principio creo que es pis, luego recuerdo que deben de ser mis aguas. Sim y Tanechka me arrastran lejos del cuerpo de Pavlik y me apoyan contra la pared. Mis zapatos de novia manchados se me salen de los pies hinchados. Mis manos tiemblan, mi respiración traquetea. Los ruidos zumban en mis oídos, gemidos, gritos, ecos de milicias y sirenas de ambulancia en la calle, cada vez más cerca. Un apretado cinturón caliente me sujeta el vientre.

    Me doblo. «Aguilucho...»

    «Es la hora.»

    «¿Por qué?»

    «Ya no tengo hambre.»

    «Pero es pronto.»

    «Tú eres la que lo hizo.»

    Me acuno el vientre. «¿Yo hice que? ¿Dejar salir al animal?»

    «Si. Ahora déjame salir del todo.»

    «¡Quédate! Te apartarán de mí.»

    «¿Por qué?»

    «He matado a un hombre.»

    «No,» - dice el aguilucho. «Has matado un jabalí, como prometiste que harías.»

    —Está toda mojada, - dice Sim.

    Tanechka palpa debajo de mi falda. —Ha roto aguas.

    «Él mató a Pavlik, aguilucho. Él lo mató.»

    «Eso,» - dice el aguilucho. «Eso mató a Pavlik. Tú mataste a "eso" porque "eso" se lo merecía.»

    «Pero es culpa mía, aguilucho. Culpa mía.»

    «No.»

    —Dile a los médicos que está de parto

    «Iré a la cárcel.»

    —Respira, Irina, respira.

    «Las águilas no van a la cárcel, la gente sí.»

    —¿Estás escuchando? Escúchame. Necesito que respires. Dentro, fuera. Dentro, fuera.

    «¿Qué hacen las águilas?»

    —Yuri Grachev, médico de ambulancia. ¿Qué ha pasado?

    —Está de parto.

    Dedos fríos levantan mi cara, abren mis párpados. Un hombre moreno con ojos pequeños y brillantes aparece enfocado. Huele a desinfectante y a cebollas. Detrás de él veo a la abuela, a Sonya y a Lenochka con las manos en las bocas.

    «Las águilas vuelan.»

    «¿Dónde?»

    «Lejos.»

    «No quiero irme volando sin ti. Eres lo único que me queda. He perdido a todos los demás.»

    «Yo iré contigo.»

    «¿Lo harás?»

    «Sí, lo haré. Mamá.»

    Dos médicos revisan mi vestido y me suben a un andas.

    —Pavlik - Manos me empujan hacia abajo.

    Quiero sentarme derecha de nuevo y no puedo. Otra contracción, más fuerte esta vez, me circula en llamas. Gimo y levanto las rodillas y las abrazo y cierro los ojos.

    —Estarás bien, Irina, - susurra Sim en mi oído. —Eres más fuerte de lo que crees. Tienes alas ahora. Úsalas antes de que te las corten. - Una palmada en el hombro y se ha ido.

    Me suben a la camioneta.

    Uno de los médicos sube detrás de mí. Es una mujer de mediana edad, una oca estupefacta por la fatiga, sus delgados labios manchados con lápiz de labios descoorido, sus mejillas hundidas, su mirada tenue. Arrastra un estuche de metal rayado de debajo de un banco, lo abre, saca un paño de gasa y comienza a limpiarme la cara sin decir palabra.

    Un joven miliciano con uniforme mal ajustado, seco como una vobla, cierra las puertas y se sienta al lado de la médica.

    El motor revoluciona, sacudidas de la ambulancia y la sirena suena con molesta repetición.

    Mi cabeza se mece de lado a lado.

    El dolor es demasiado. Lo único que quiero hacer es dejar de existir de alguna manera, dejar de ver la cara de Pavlik y sus ojos muertos; en cambio, una bullente inundación surge de mis entrañas y se desliza en mi boca. Palabras. Palabras que aún no he dicho. El enredo de ellas avanza empujando. Miro a la médica y al militante.

    —Puedo hablar ahora. - Sale torpe. Me humedezco los labios y quiero reír y llorar al mismo tiempo.

    —Shhh, - dice la médica. —Estaremos allí pronto.

    —¿En cuánto? - Dice el militante.

    —Quince minutos más o menos. ¿Qué vas a hacer con ella?

    —Nada todavía. Piensa por ti misma, está bien. Primero tiene que dar a luz a su bebé, ¿no? Después de eso, la entregaré a la franquicia en la que está registrada, y luego está fuera de mis manos. La llevarán al tribunal, me imagino, o quién sabe. Tal vez la metan en un manicomio.

    —¿Ella los apuñaló a ambos?

    —No, solo a su padre. Ese otro…

    —¿Su propio padre? - Ella me lanza una mirada de horror.

    —No era mi padre, - digo yo. —Era un jabalí.

    El militante le susurra algo a la médica. Ella asiente, sus ojos agrandados sobre mí, una mano sobre su boca.

    —No he podido hablar durante catorce años, - digo. Pronunciar la r me da el mejor de los placeres. Quiero hablar y hablar y hablar. Quiero que alguien me oiga.

    La mujer solo sacude la cabeza.

    —El bagre ... - Recupero el aliento. Hablar es un trabajo duro —... pensaba que yo era un ratoncito débil. Me quitó la voz y me engulló, pero me quedé atrapada en su garganta. Usé todo lo que tenía, mis dientes, mis garras, y no quise caer.

    —¡Ruslan! - le dice ella al conductor. —Date prisa. El paciente está delirando.

    —Así que me escupió, - le digo al militante.

    Él desliza la gorra sobre los ojos y finge dormir.

    —Cinco manzanas más - dice la alegre voz de Ruslan desde detrás de la ventanilla divisora.

    —Entonces vio que ya no soy un ratón. Todos lo vieron, todas las bestias. Vieron que soy un águila y que tengo una voz.

    La mujer no me mira. Está tomando notas.

    —Dejé salir al animal fuera de mí, eso es lo único que hice. ¿Es un crimen querer hablar?

    No recibo respuesta, solo el retumbar del motor y el monótono gemido de la sirena.

    —No importa que pueda hablar ahora, ¿verdad? No me oís.

    Una contracción me obliga a rodar hacia un lado y me agacho y jadeo. Cuando pasa, me siento sobre los codos y veo su indiferencia y su apatía y su pretensión y me enfado.

    —¿Sabes qué eres tú? - Le digo a la médica.

    Ella alza la vista.

    —Eres una oca idiota. Estás tan asustada que has olvidado que tienes miedo. El miedo te ha calado en los músculos y te ha hecho insensible. Finges que no te importa, esa es tu vía de escape. El sopor, la estupidez y cobardía.

    Ella se estremece. —¿Qué?

    —No la escuches. - El militante bosteza y se pone la gorra. —Es esquizo.

    —Y tú, - le digo y clavo mis ojos en él, —eres una vobla. Un pez sin espinas, sin espinas y sin dientes. Te alimentas de gachas podridas, de limo y de barro. Esa es tu dieta. Eres un tramposo y vives de sobornos.

    Se pone pálido. —¡Cierra la boca! ¿Qué te he dicho? Esquizo.

    El conductor toca el cláxon y maldice.

    La furgoneta se tambalea.

    —Sabes que tengo razón, - digo. —Ambos lo sabéis. Estáis tan acostumbrados a la hipocresía que ya ni la veis. Es una buena forma de existir, pero una forma terrible de vivir. No sois más que cáscaras vacías. Caisteis en la trampa de confiar en este lugar, en sus mentiras, en su propaganda y, como resultado, habéis perdido vuestra humanidad. Os la han robado, pero no la echáis de menos, ¿verdad? ¿Qué hay que echar de menos? ¿La honestidad? ¿La amabilidad? ¿La compasión? No, que le follen. Es demasiado doloroso, demasiado duro, es más fácil ser una bestia débil mental.

    La sirena muere.

    La camioneta se detiene, las puertas se abren y entra el fresco aroma de la lluvia. La médica y el militante salen. Un sombrío asistente del hospital levanta el andas y me sube a la camilla.

    —¡Oh, ho! ¿Una novia? ¿Qué es toda esta sangre?

    —Practiqué la carnicería hoy, por primera vez, - digo. Me da una inmensa satisfacción mover la lengua, hacer sonidos, oírlos sonar. —Puedo practicar contigo, si quieres.

    Él retrocede. —Loca, esta de aquí..

    —¿Quieres que dé a luz aquí mismo, en la calle? ¡Métela dentro!

    Me doblo por una contracción. Ligera lluvia mancha mi cara. La camilla se sacude al pasar sobre las grietas en el asfalto y se traquetea sobre la acera y luego se suaviza. Estoy en el vestíbulo de la clínica y a mi alrededor hay un fuerte olor medicinal y luces intensas y caras imparciales.

    —¿Qué es esto? - Dice una de las enfermeras. —Dios mío, mira toda la sangre.

    —Asesinó a su padre en su boda. Difícil de imaginar, ¿no? - El militante sacude la cabeza. —Lo acuchilló a plena luz del día. Murió en el acto, el pobre hombre.

    —No me digas. ¿Por qué la has traído aquí?

    —¿Qué eres, ciega? Está de parto. Acelera como sea, ¿quieres? Sé que puedes hacerlo. Yo tengo que vigilarla para que no huya o haga algo raro, y quiero estar en casa para cenar.

    Me obligo a sentarme. El flequillo mojado me cae sobre los ojos y me lo aparto. —No te preocupes, - le digo. —No voy a ir a ninguna parte. Vete a casa y cómete las gachas, jodia vobla.

    —¿Como me has llamado?

    —Jodida vobla.

    Se precipita hacia mí y, por un momento, nos miramos el uno al otro. —Tienes suerte de que yo no golpee mujeres embarazadas.

    —Tienes suerte de que yo no tenga un cuchillo.

    El estruendo del vestíbulo muere. Personal detrás de la ventana de registro, un médico que pasa con una pila de papeles, mujeres embarazadas y sus familiares sentados en sillas a lo largo de la pared, todos me miran de arriba abajo.

    —¿Qué pasa, no os gusta mi vestido?

    Me miro y me río. Mi vestido está roto, manchado y mojado. Debajo del dobladillo sobresalen mis pies sucios con medias de nylon rasgadas. Guantes rojos de la sangre de Lyosha cubren mis manos. Y el olor que emito; el hedor del sudor, la sangre y los fluidos vaginales; es repugnante.

    La enfermera y el militante me llevan al ascensor. Subimos cinco plantas y me llevan a un pasillo con baldosas de cerámica azul pálido.

    Un calambre poderoso me invade y grito.

    —Mantén la boca cerrada, - dice el militante.

    Me meten en una habitación larga y estrecha, llena de diez o más mujeres. Vacas, vulnerables y exhaustas, abandonadas a luchar por sí solas.

    —Ve a lavarte. - La enfermera me entrega una bata de hospital. —El baño está al final del pasillo. Venga ya, ella no está en condiciones de ir a ningún lado, - le dice al militante. —Ve a tomar el té a la cantina. Este no es lugar para hombres.

    —No intentes nada raro, ¿me entiendes? Te encontraré si huyes. - Me lanza una mirada dudosa y sale.

    Las mujeres me estudian en silencio.

    Me quito el arruinado vestido, me arranco las medias, el sujetador y las bragas, y las tiro al suelo.

    —¿Qué te ha pasado? - Dice una chica en la cama junto a la ventana. Se agarra los costados abultados y se mece un poco.

    —El novio de mi mamá me violaba y me dejó embarazada, - le digo con sorprendente calma.

    —No. La sangre.

    —Le maté.

    Ella mira boquiabierta de horror. Todas lo hacen, retrocediendo encogidas.

    Presiono la bata contra mis senos y salgo tambaleándome.

Capítulo 29

Águila

    Después de nueve agonizantes horas de contracciones, me llevan a la sala de partos. Me afeitan el pubis con una navaja oxidada. Se fuerza un enema dentro de mi ano. La doctora, una mujer brusca con toscos rasgos caninos, declara que soy incapaz de dilatar. Luz azulada se refleja en las líneas de su rostro, su silueta destaca ante las paredes de azulejos.

    —Cinco centímetros, - dice ella, y menea la cabeza. —No lo estás intentando lo suficiente.

    La cabeza del bebé me está rasgando. El dolor es insoportable. Mojada de sudor, febril y frenética, grito.

    —¿Por qué gritas? - La doctora me rodea. —¿Quién te pidió que te quedaras embarazada? No te dolió follar, ¿verdad? ¿Pero ahora gritas como si te doliera? Cierra la boca y empuja - Su áspera cara se retuerce de resentimiento.

    —¿Qué sabrás tú de follar? - Le digo. —¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con alguien, zorra sádica? ¿Quién querría follarte? No eres más que un chucho ladrante... - El dolor me interrumpe.

    —¡Empuja, dura, empuja!

    Gruño, jadeo y aprieto.

    —¡Mala madre! ¡Vas a asfixiar al bebé! ¡Empuja!

    Dos enfermeras se arrojan sobre mi estómago y me presionan hacia abajo.

    No puedo encontrar aire.

    —Dame el escalpelo. La voy a abrir. - La doctora se inclina y fuego caliente me separa la entrepierna.

    Aullo de agonía.

    —¡Tengo la cabeza! ¡Empuja!

    Empujo y siento que algo inmenso se desliza fuera de mí. Mi barriga colapsa sobre sí misma como un globo desinflado.

    —Es un niño, - dice la enfermera.

    —Pavlik. - No puedo ver a través de las lágrimas. —Pavlik

    Escucho un llanto, débil al principio. Con cada respiración se hace más fuerte. Entonces lo veo. Un bebé rojizo y retorcido sostenido en manos enguantadas. La enfermera ata una etiqueta con un número a su pie y otro idéntico a mi muñeca.

    —Dámelo. - Mi voz es ronca de los gritos.

    La enfermera lo limpia, lo envuelve y lo lleva fuera.

    —¿A dónde lo llevas? ¡Quiero a mi bebé! ¡Dame a mi bebé!

    Mi abdomen se contrae y algo más se desploma. Estoy tan débil que apenas puedo moverme. La enfermera me limpia rudamente y comienza a coserme, clavando la aguja directamente en mi carne.

    Y pierdo el sentido.

    Me despierto en una habitación oscura. Me da vueltas la cabeza. Me duelen los senos, engordados de leche. No hay bebé a mi lado. Lanzo fuera la manta, muevo las piernas y sofoco un grito. Mi entrepierna se ondula de dolor. Agarro la cabecera, me esfuerzo por ponerme en pie y escucho.

    Ronquidos suaves. Respiración medida. Cuerpos a mi alrededor en camas. Luz gris se filtra por el hueco en las cortinas y vislumbro una astilla del cielo suspendida con nubes.

    —Ahí es donde está la ciudad dorada, - susurro, —por encima de las nubes. El lugar donde viven las águilas.

    Me pongo las zapatillas, me arrastro hasta la puerta y la abro una rendija. Las bisagras chirrían. Me congelo. Alguien se da la vuelta con un suspiro. Espero hasta que los muelles de la cama se asienten y salgo arrastrando los pies hacia los llantos de los bebés. Puedo oírlos llegar desde el corredor más adelante. Paso por el puesto de enfermeras donde una enfermera duerme con la cabeza sobre el escritorio, giro a la derecha y me encuentro con una línea de ventanas cuadradas.

    La guardería.

    Presiono mi cara en el cristal.

    Débil luz ilumina dos hileras de insectoides carritos sobre ruedas. Encima de cada uno de ellos hay una bandeja de plástico con un recién nacido, unos veinte en total, envueltos de pies a cabeza, etiquetas con números atados alrededor de sus extremidades inferiores. La mayoría de ellos están dormidos, algunos lloran. Sus caritas arrugadas se abren con agujeros desdentados.

    —Pavlik. - Mi aliento empaña el cristal.

    Pruebo la puerta. No está cerrada con llave. Entro

    —¿Pavlik?

    La voz que proviene del rincón de la habitación, del carrito junto a las básculas de plástico para bebés, deja de llorar. Me acerco y me inclino.

    Una cara me mira, redonda y terca, como la mía. Cejas fruncidas. Ojos oscuros, sin pestañear. Perlas de lágrimas en las pestañas.

    Reviso la etiqueta. Baboch Pavel Pavlovich, niño, Parto: veinte de marzo, tres y veinte a.m. Peso: tres kilogramos, Altura: cincuenta centímetros. - Mis manos tiemblan con tanta fuerza que me lleva varios intentos levantarlo y liberarme el pecho.

    Él se engancha a este de inmediato.

    Mis pezones vibran. La leche gotea de mi otro seno en un chorreo cálido y me empapa la bata. Yo le acaricio la mejilla, la frente, la nariz. Siento que mis lágrimas humedecen su manta. —Pavlik, soy mamá. ¿Cómo estás?

    Él respira en silencio, mamando. Sus fosas nasales se dilatan.

    —Soy yo, ¿recuerdas? ¿Te parece bien que te llame Pavlik?

    Pisadas resuenan desde el corredor.

    Mi corazón se salta un latido.

    Pavlik escupe el pezón y suelta un hipo. Una delgada línea de saliva sale de sus labios fruncidos.

    —No dejaré que te aparten de mí. - Deslizo la bata sobre mi pecho y salgo rápidamente de la habitación.

    Las pisadas dan la vuelta a la esquina y el militante me apunta triunfante. —¡Ahí está ella!

    Junto a él camina la médica matrona.

    —No podéis alejarlo de mí, es mío.

    Corro hasta el final del pasillo, hacia el gran ventanal. Está agrietado. Me aferro al marco y pongo un pie sobre el radiador caliente, levantándome sobre el alféizar de la ventana.

    Se abre una puerta frente a la guardería y sobresale la cabeza de una mujer. Ella busca la fuente del ruido.

    —¿A dónde diablos vas? - Dice el militante.

    —A cualquier lugar donde no tenga que ver tu fea jeta.

    Un par de pacientes se reúnen junto a la médica y se enfrascan en fervientes susurros.

    —¡Ya es suficiente! - El militante camina hacia la ventana, una mano en su funda. —Baja, o...

    Abro el cristal de la ventana empujando.

    Se produce una inhalación colectiva y el militante se detiene, inseguro.

    —¿O qué? ¿Me vas a disparar? Adelante. ¿Es eso lo único que puedes hacer? - Paso los ojos por encima de la asamblea. Mientras tanto, más mujeres posparto se han reunido en el corredor. Todas me miran, asustadas y curiosas. —Miraos a vosotros mismos. Sois animales enjaulados por el miedo.

    Sujeto a Pavlik con más firmeza.

    —¿Quieres oírme confesar? ¿Es eso lo que quieres? - Levanto la voz. —Bueno, ¡pues no lo oirás porque no lo lamento! ¡Lo habría matado una y otra vez! Queréis acusarme de homicidio o de haber cometido un crimen. ¿Pero quiénes sois vosotros para decidir lo que es ilegal? ¿Qué hacéis día tras día? ¡Mentís y fingís y engañáis y os escondéis y tenéis miedo de decir lo que pensáis!

    El militante da un paso.

    —¡No te muevas!

    El se detiene.

    Me asomo afuera.

    Moscú está despertando. Siete plantas o así abajo los coches circulan por la calle, sobre ello se extiende un denso gris monótono. Miro a Pavlik. —¿Todavía quieres venir conmigo?

    Me estudia con ojos oscuros y confiados y parpadea una vez, como si estuviera de acuerdo.

    —Vale.

    Los encaro —¿Creéis que es mi fin? Estáis equivocados. Es mi comienzo.

    El cielo me llama. Mis dedos se alargan en plumas. Mi bata cae y da paso a un reluciente manto negro con la corona blanca de un depredador y ...

    El águila se posa en el borde del alféizar. Espera a que el aguilucho, una bola de pelusa plateada con garritas, se suba sobre su espalda y se agarre a la nuca. La vobla se lanza hacia las aves. El águila lo pesca en el aire y lo rasga con su pico y lo consume y chilla al ladrante perro y al rebaño de vacas, haciéndolos huir en estampida.

    Da media vuelta, torpemente, moviendo primero una pierna y luego la otra.

    Las nubes se han ido, consumidas por el ardor del sol. Este reluce brillante ante el azul del cielo y el águila opina que se parece a una ciudad dorada. El aguilucho tiembla de miedo, chilla, hunde sus garritas más profundamente.

    El águila extiende sus alas y despega.

    El suelo debajo se inclina, retrocede. Edificios borrosos en la bruma azulada. El viento baña todo el cuerpo del águila, silba en sus oídos y la remonta hacia arriba. Extasiada por el vuelo, ella chilla y se zambulle, desciende en picado y pasa tan cerca de la carretera que asusta a una bandada de cuervos que picotean algo en la cuneta. Graznan y se dispersan, abandonando su comida.

    Un chacal muerto.

    El águila y el aguilucho siguen volando.

FIN