Créditos

    Titulo: Muévete bajo tierra

    Autor: Nick Mamatas (nick-mamatas.com)

    © 2023 Nick Mamatas (CC-BY-NC-ND, algunos derechos reservados)

    Versión gratuita. Prohibida su venta.

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    Traducción, edición y portada: Artifacs, mayo 2023.

    Imágenes de portada tomadas de Neural Love bajo licencia CC0.

    eBook publicado en Artifacs Libros

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    Titulo original: Move Under Ground

    © 2004 Nick Mamatas (CC-BY-NC-ND, algunos derechos reservados)

    Texto en inglés publicado en Archive.org

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Licencia Creative Commons

    Quiero dar las gracias a Nick Mamatas por negar todo conocimiento sobre la existencia de esta traducción y por autorizar la publicación de Muévete bajo tierra bajo Licencia CC-BY-NC-ND 4.0 https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/legalcode.es para su correspondiente descarga gratuita hasta el momento en que alguna editorial se interese por la publicación comercial en español de la novela original Move Under Ground. En el instante en que le sea notificado tan feliz evento, la web Artifacs Libros estará más que encantada de retirar del público todos los enlaces de descarga de esta edición de Muévete bajo tierra.

    Si usted desea emprender la publicación comercial en español de Move Under Ground, puede ponerse en contacto con Nick por twitter en: Nick Buy My Book Mamatas.

Licencia CC-BY-NC-ND

    

    Esto es un resumen inteligible para humanos (y no un sustituto) de la licencia, disponible en Castellano.

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Sobre el autor

    Nick Mamatas (griego: Νίκος Μαμματάς) (nacido el 20 de febrero de 1972) es un autor estadounidense de terror, ciencia ficción y fantasía, y editor de la línea de Haikasoru de novelas japonesas de ciencia ficción traducidas para Viz Media. Su ficción ha sido nominada a varios premios, incluidos varios premios Bram Stoker. También ha sido reconocido por su trabajo editorial con un premio Bram Stoker, así como nominaciones a los premios World Fantasy y Hugo. Financió su temprana carrera como escritor mediante la producción de trabajos finales para estudiantes universitarios, lo que le ganó cierta notoriedad cuando describió esta experiencia en un ensayo para la revista en línea de la Universidad de Drexel, The Smart Set.

    Mamatas es más conocido por su terror y ficción oscura, pero afirma tener amplias influencias. El escritor Laird Barron describió las ficciones cortas en You Might Sleep... como abarcando "la gama de la ciencia ficción, la fantasía, la metaficción, el horror, la literatura genérica, hasta los reinos de lo efectivamente inclasificable".

    Una piedra de toque temática para Mamatas es H.P. Lovecraft. Su novela Move Under Ground, que combina temas lovecraftianos y beat, fue declarada por Kenneth Hite en el libro Cthulhu 101 "una de las mejores historias de los Mitos de Cthulhu no escritas por Lovecraft". Mark Halcomb de Village Voice reseñó el libro y su peculiar mezcla de Lovecraft y Kerouac, escribiendo, en parte:

    De hecho, la "prosodia bebop" de Kerouac y los mitos de Cthulhu encajan muy bien, y lo que al principio parece una acrobacia literaria en realidad le da a Mamatas espacio para reformular la caída en desgracia de los Beats en términos fantasiosos sin el obstáculo de su psicología engañosa, las restricciones de realidad y realismo, o los tópicos persistentes.

    Publishers Weekly reseñó Move Under Ground, discutiendo el "pastiche creíble" de la novela de voz de Kerouac y declaró que el libro es "terror progresivo y sofisticado".

Novelas

    • Northern Gothic - Soft Skull Press (2001)

    • Move Under Ground - Night Shade Books (2005)

    • Under My Roof - Soft Skull Shortlit (2007)

    • Sensation - PM Press (2011)

    • The Damned Highway (with Brian Keene ) - Dark Horse (2011)

    • Bullettime - ChiZine Publications (2012)

    • Love is the Law - Dark Horse Books (2013)

    • The Last Weekend:A Novel of Zombies, Booze, and Power Tools - Night Shade Books (2016 reprint) (2014)

    • I Am Providence - Night Shade Books (2016)

    • Sabbath - Tor Books (2019)

Colección de relatos

    • 3000 MPH In Every Direction At Once: Stories And Essays - Wild Side Press(2003)

    • You Might Sleep... - Prime Books (2009)

    • The Nickronomicon - Innsmouth Free Press (2014)

    • The People's Republic of Everything - Tachyon Publications (2018)

Antologías

    • The Urban Bizarre - Prime(2004)

    • Spicy Slipstream Stories (with Jay Lake) - Lethe Press (2008)

    • Haunted Legends (with Ellen Datlow) - Tor Books (2010)

    • The Future is Japanese (with Masumi Washington) - Haikasoru (2012)

    • Phantasm Japan:Fantasies Light and Dark, From and About Japan (with Masumi Washington) - Haikasoru (2014)

    • Hanzai Japan:Fantastical, Futuristic Stories of Crime From and About Japan (with Masumi Washington) - Haikasoru (2015)

    • Mixed Up: Cocktail Recipes (and Flash Fiction) for the Discerning Drinker (and Reader) -(with Molly Tanzer) - Skyhorse Publishing (2017)

    Fuente: Wikipedia.

LIBRO UNO

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    Nota del Editor: Esta es una lectura para adultos perteneciente al subgénero de Horror Cósmico. Algunas escenas o descripciones pueden herir la sensibilidad de algunos lectores.

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Capítulo Uno

    Yo estaba en Big Sur escondiéndome de mi público cuando por fin volví a saber de Neal. Él había tenido sus propios problemas, después de que hubiera salido el libro y comenzara a ser llevado como un rosario por cada desaliñado juerguista en busca de la aventura de cruzar el país entero haciendo autoestop. Esos habían querido seguirlo a todos lados como habían querido seguirme a mí, pero Neal bebía demasiado del pozo al principio, haciéndose chicas a diestro y siniestro como de costumbre, tomando demasiados chupitos por la cara y saliendo a comer a costa de la historia de nuestros viajes quizá demasiadas veces. Esas alcohólicas cenas de madrugada con chiflados personajes sin alma, cuyas mandíbulas chasqueaban como quelíceros cuando se reían, son lo que lo irritó al final, estoy seguro. Esos tenían hambre de algo, no sólo los chicos de facultad y las jovenes hermosuras, sino también esos veteranos de Babilonia de pinta demacrada que empezaron a seguirnos como sombras a Neal y a mí en cada esquina de la calle y en cada última llamada en los bares de carretera al velo del amanecer. Todos querían más que una simple degustación de la chispa divina de Neal, querían extinguirla dentro de sus esófagos. Neal era el chico perfecto para ellos porque siempre caminaba sobre el filo, desde que le pusieron el primer cuchillo improvisado en la garganta en el reformatorio siendo un nene de siete años de cara gorda y brillantes mejillas llorosas. Él quería comerse el mundo entero como hacían ellos, yo lo sabía por mis aventuras de carretera con él, pero no averigüé lo que se lo estaba comiendo hasta que recibí esa carta que me llevó a moverme bajo tierra.

    Las cartas se habían vuelto más infrecuentes cuando yo estuve fuera en Big Sur viviendo en la pequeña cabaña de Larry, debido a mí al principio, pensé. Yo estaba trabajando en mi escritura espontánea; lo cual suena un poco contradictorio, pero los descubrimientos hay que sondarlos, no sólo anotarlos; y estaba girando rollo tras rollo de páginas acerca de los acantilados negro puro y cómo era sentir que el mundo no sólo se estaba moviendo debajo de mí, sino cómo yo estaba seguro de que algún día terminaría de pie quieto mientras la gran canica azul saldría rodando de debajo de mí para dejarme suspendido sobre las negras fauces del universo. Yo no me tomaba un respiro excepto para encaminarme a la ciudad cada semana o cada diez días en busca de algunos suministros: patatas y frijoles, aceite de cocina, whisky, tabaco de mascar, más rollos de papel —que llegaban especialmente para mí gracias a Larry— y sellos y mi correo. Cartas, sólo tres eran de Neal, la mayoría de madre y de mi tía y una o dos de mi agente, con cheques tan grandes que ni siquiera podía cobrarlos y tenía que venderlos a un centavo por dólar al tendero tuerto de la tienda de conveniencia que me guardaba el correo. Por aquella época yo apenas podía soportar oír la voz de nadie, así que no pasaba más de unas horas en la ciudad, lo suficiente para hacer mis recados, que el viejo chino sin sonrisa me lavara los calcetines y zampar tarta de cereza con helado. Incluso las grandes carcajadas de los longevos, que se habían desplazado desde Los Ángeles cuando los cultivos de fresas se habían vuelto negros en la viña, me crispaban cuando las oía ahora, pero esas florituras arremolinadas en las cartas de Memere [1] eran sosegadoras e inmaculadas como el cielo. Yo leía esas cartas mientras paseaba de vuelta a la cabaña, fumando un gran cubano sólo para tener algo de luz y poder seguir leyendo si no llegaba a casa antes del anochecer.

    Las cartas de Neal eran algo diferente del todo, y él aún era diferente también, como dicen los chavales. La primera carta fue típica de Neal, llena de grandes planes para jugar a unir los puntos entre chicas y escritores. "Oh, querido Jack", me escribió, "en cuanto te hayas acomodado y lo hayas arreglado todo después de tu última choza, llegaré desde San Fran en el grande y viejo acorazado de guerra que el padre de Carolyn tiene como coche, luego conduciré marcha atrás de regreso a la costa a través de Oregón, donde los árboles sostienen la bóveda del cielo. Entonces podremos hacer un recorrido por Vancouver; es un cálido y húmedo bolsillo de vida allá en esos páramos helados, y sé que Carolyn tiene una amiga llamada Suzette que te podría gustar porque a ella le va mucho Spengler... " y él soltaba más y más de su áureo timador. Yo leía sus viejas cartas una y otra vez hasta que la tinta se emborraba en la arrugada página, pero sólo una vez me dio por escribirle una respuesta. Costaba demasiado pensar, estando perdido en las palabras de sus cartas, pero éstas eran lo único que evitaba que el horrible rugido del océano contra los acantilados me abrumara. Pasara lo que pasara, yo ya no podía hallar el Buda en el rítmico romper de las olas, así que en lugar de eso me emborrachaba hasta la concreta inconsciencia.

    En la segunda carta de Neal, los espacios vacíos entre la existencia se volvían un poco más claros. Él podía sentirlo también, cómo el mundo se despedazaba a sí mismo en cierto modo, y cómo algún oscuro sueño había empezado a rezumar por las grietas norteamericanas. Él no necesitaba decirlo. A Neal siempre se le entendía mejor entre líneas. "Lejos esté de mí sugerir que dos buenos chicos católicos se quiten la ropa, bajen a salto de mata los acantilados y se lancen dentro de la espuma sólo para teñir las olas de rojo por el precioso momento de un suspiro, y todo para llamar la atención de algún Ojo Ardiente Trilobular; pero aun cuando estoy acurrucado entre las piernas de Billie asimilando su olor fecundo, simplemente siento que deberíamos...", escribió, pero yo sabía que se refería a otra cosa. Él intentaba unir las puntadas de algo; tenía alguna extraña e irremisible esperanza de que podía salvar el mundo de lo que ambos podíamos sentir que estaba acechando en la Profundidad Exterior. Usualmente, yo pensaba en la buena y sonriente Neal gateando entre esposa y novia, sonriendo y fingiendo escribir, malinterpretando a Nietzsche de la más brillante de las maneras, pero ahora sólo podía concebirlo a él como una mosca ciega abriéndose paso por la telaraña de la autopista. No le escribí una carta de respuesta después de esa. Al principio no.

    Escribí a él, sin embargo, en mi vieja Clark Nova, la que Bill me había enviado desde Tánger junto con una críptica nota suya sobre el pequeño muelle de máquina de sumar en el que la fortuna de su familia estaba basada. "Solo tiene un fin(al)", escribió en su cutre garabateo y me dibujó un remolino que yo no podía mirar durante mucho tiempo sin desmayarme. Así que le escribí a Neal, y a Bill también, pero a través de mi novela, nunca en forma de carta. Escribí, hasta que las letras de las teclas quedaron estampadas con mi sangre rosa, largos pergaminos de filosofía y sexo cocido en ginebra, y me llevaba los rollos afuera a los arbustos, me abría paso a patadas hasta el acantilado rocoso y desenrollaba mi pergamino hasta la orilla como un desafío a ese Soñador Oscuro que nos espera a todos ahí fuera en el Pacífico. Él no parpadeaba. Yo volvía a enrollar el papel hasta arriba, lo llevaba a casa y lo añadía de nuevo a la pila de pergaminos junto a una de las paredes de la cabaña. El aire olía agrio para Big Sur. Yo imaginaba que la vieja pandilla podía leer la muestra incluso en la noche espiritual y en la niebla —la cual yo, Neal, Bill y quizá incluso Larry y Allen habíamos estado todos atravesando a nado (pero sólo un toque en esos dos, al ser Larry demasiado hombre de negocios y Allen demasiado degradado y apegado a la sodomía como para oír realmente La Llamada).

    Cuando me quedaba sin papel, lo cual era bastante frecuente porque apenas podía salir a la ciudad para conseguir más y porque Larry estaba desconcertado por lo que parecía ser mi producción y apenas podía suplir mis necesidades, yo meditaba y pronunciaba el mantra de Kilaya hasta que se me quedaba la garganta áspera como la corteza de un árbol en agosto. Fue Kilaya; el demonio de tres cabezas con alas de murciélago que se había convertido a la protección del dharma por la compasión de un viejo sabio lama en la cima de una colina no muy diferente a la que yo estaba; quien vino a mí como una pálida pelirroja con grandes rizos sueltos de cabello como un fuego forestal. Tenía una excelente carcajada de agarrarse la tripa, para la cosita que era (sus costillas eran como una pila de palos), y me susurraba al oído: "Chico de facultad, Chico de facultad, pareces tan amable y decente", y hacía pequeños remolinos en mi propio pelo negro con un dedo. Yo la amaba durante dos semanas y caía dormido con ella gimiendo sobre mi pecho. Ni siquiera necesitábamos montar una hoguera o encender una de las viejas lámparas de sebo que Larry tenía tiradas por ahí entre el polvo de su cabaña; su piel brillaba como un relámpago sagrado. Yo me la hacía tres veces por noche y me olvidaba por completo de las olas oscuras como el vino que martillaban contra la despedazada cara del acantilado durante unos días al menos.

    Ella era una chica humilde, como debían serlo las deidades, y me agraciaba friendo el cerdo salado y lamiendo la agria malta espesa del lateral de mi botella horas después de que a mí se me derramaba un poco, e incluso fingía que yo estaba listo para volver a Nueva York con los trescientos dólares que yo estaba ahorrando en la grieta entre los troncos de la pared en la que apilaba todos mis rollos para aislarlos del viento. "Podrías comprarte un coche", decía ella felizmente, un pequeño y emocionante roadster para tomar la ruta directa de vuelta a Neal, quien probablemente estaba allí esperándome en Washington Square Park. Yo la llamaba Marie. Marie olía a salvia y a uvas aplastadas y me decía que yo no iba para largo por el mundo, pero no porque me fuera a ir a ninguna parte. Yo tendría que ir a alguna parte para salvar el mundo, decía, luego tiraba de mi hacia nuestro pequeño colchón y me besaba tan fuerte que era como tragarse un océano de ella. Fue una lánguida semana de apego. Yo no podía perder mucho de vista la cabaña por temor a que Marie se hubiera ido cuando yo regresara, aun cuando me advertía una y otra vez que yo pronto saldría a la carretera. Aquello era una prueba de mi fuerza y yo ​​fracasaba miserablemente hasta que me quedaba sin licor y al final tenía que volver rodando a la ciudad para conseguir provisiones.

    La tercera carta de Neal me estaba esperando. Era un paquete en un rollo de papel como los que me enviaba Larry, pero éste estaba lleno de escritura por ambos lados, algunas mecanografiadas, la mayor parte garabateadas con plomo, pluma o sangre. Mucho de ella estaba embadurnada, pero no esperé para leerla. Volví paseando caminito de tierra arriba hasta la cabaña en el acantilado con el pergamino en las manos, con el papel lanzado sobre el hombro y desenrollándose en el polvo que yo levantaba detrás de mí. Era material brillante, una fusión de pasado y presente y futuro oscuro. Bill creando su vieja rutina de William Tell en un ataque de locura mexicana. Él y yo en Denver, tratando de montar una fiesta. Algunos haikus. Mi haiku. El pergamino era escritura mía, al menos el cuarenta por ciento del mismo, transmitida por el éter, minuciosamente copiada con sangre y cortada entre párrafos y oraciones, enterrada bajo la cháchara propia de Neal sobre Al-Azif y la loca y ciega semilla de barba tentaculada del Soñador de las Profundidades que esperaba que su antiguo dios, casi muerto, se alzara de nuevo. Esto sólo podía significar una cosa. Yo tenía que llegar a San Francisco. Neal probablemente ni siquiera estaría allí, pero tal vez Larry o algún homosexual podrido de anfetas lo habría visto en las calles, temblando de delirium tremens como la varilla de un zahorí cerca de una marisma salada, y se habría dirigido a algún lugar donde yo pudiera encontrarlo.

    Me precipité hasta la cabaña y lancé el rollo de Neal al fuego, donde devino en una erupción de baba negra y humo. Marie estaba allí sentada en posición de loto, con la espalda arqueada y humildes pechitos presentados para mí, pero yo ni siquiera tuve afán de volverme hacia ella. Si lo hacía, sucumbiría al apego. Fui a mi propia pared de pergaminos y empecé a deshacerla para sacar el dinero que había escondido en las grietas de la pared de la cabaña, pero sólo encontré tiras verdes y marrones, pulpa mojada y excrementos de rata. Me tragué la palabrota porque bodhisattva estaba mirando y logré sacar de la pared con calma algunos billetes hastiados, los sólo un poco roídos. Diecisiete dólares. Había ido más lejos con menos, y agarré al azar un pergamino para que Nueva York lo rebanara en domadas páginas; ellos podían transferirme el dinero por medio de Larry mientras yo buscaba a Neal. Marie se transformó en una abeja y me zumbaba un sutra al oído mientras yo preparaba mi pequeña mochila. Salimos juntos por la puerta, ella sobrevolando por mi cuello, susurrando sabiduría y secreto conocimiento directamente a mi cerebro. Ni siquiera cerré la cabaña detrás de mí. La abeja antaño llamada Marie, también el bodhisattva Kilaya, zigzagueaba en todas direcciones a la vez.

    El día era caluroso y yo estaba resbaladizo de sudor incluso antes de llegar a la autopista. Se me formaban ampollas y reventaban en mis plantas, luego las heridas giraban en mi salada transpiración. Había recorrido sólo una milla y media de carretera, pero había estado holgazaneando con gordo sexo y ambrosía durante casi diez días, y había interpretado el papel de un demacrado cajero de banco beatnick [2] encadenado a mi máquina de escribir durante el mes previo, por lo que aquella era una caminata más dura que la que recordaba. El bosque estaba en contra de mí también. Un dosel de hojas colapsaba en una zanja aquí, una raíz me agarraba el tobillo y me hacía volar como el movimiento de jiujitsu de un paisano de la Marina allá. Me topé con una ardilla ahogada en un charco estancado, y me miraba como sólo el saco mojado del cadáver de un roedor podía hacerlo. No arruines esto, me decía su ojo de guijarro negro, y cuando puedes quedarte mirando a una ardilla muerta a los ojos y oír que te exige una promesa mientras los mosquitos revolotean en el aire y esperan tu respuesta, sabes que te esperan serios dolores de cabeza.

    La autopista estaba blanca y casi desierta. Big Sur se había convertido un poco en lo que algún periodista de orejas de lata llamaba la meca para críos en busca de Beats [3] en vivo y las orgías y nitrosas fiestas que siempre debían de surgir de la podredumbre a nuestro paso, pero que no duraba mucho tiempo. Una vez que los periodistas se enteraron de ello y seccionaron nuestro terruño para venderlo al público, vinieron los turistas. Y después de los turistas, las familias venían en sus inmensas camionetas de estación repletas de críos pidiendo helado a gritos y cuartos de baño con azulejos blancos, y nunca querían parar ni por ti, ni por uno de esos locos beatniks a los que ellos habían ido a ver.

    Quizá una vez cada mucho tiempo podías pillar un asiento en el coche de un hombre solitario. Esos eran los mismos tipos que trucaban sus camionetas y tomaban carretera y manta a ochenta millas por hora, irrumpiendo desde el ondulado horizonte, sólo para ver lo lejos que podían llegar sin tocar siquiera los frenos. Aunque cinco años después sus libros estuvieran en algún baúl de desván y sus viejos poemas fueran cenizas y ellos se dedicaran a la cría de la maldita raza, ya no podía yo pillar un asiento de esos hombres esclavos de la mente, aunque ocasionalmente atraía su mirada cuando reducían, tentados como estaban a detenerse, echar a la esposa de una patada y cargarme dentro para hacer un viaje loco hasta La Ciudad. Esos eran los tipos de camisas de manga corta abotonadas hasta arriba, los hombres con gafas de sol subidas hasta lo alto de la nariz, con los brazos apoyados en la cornisa de la ventanilla de la puerta del coche sólo para tener un poco de brisa, sólo para poder mirar al sol durante un momento más y olvidarse de la hipoteca y de la Asociación de Padres y Maestros y de su maldito tío político llamado John Bircher que quería colocarlos bien en un empleo vendiendo revestimientos de aluminio a sus propios compañeros encadenados a los remos. Esos pasaban de largo y se giraban hacia sus mujercitas y decían: —Ah, ahí hay uno —y me dejaban maldiciendo en el asfalto.

    Y siendo una calurosa tarde de julio, ningún camionero estaba dispuesto a recogerme cuando podía parar tres millas carretera arriba y engullir un galón de agua helada o Coca-Cola fría junto con una chuleta de cerdo y media cerveza, así que puse el tardío sol poniente a mi izquierda y comencé a pata hacia el norte sobre mis talones ensangrentados y el pulgar de la mano hacia afuera. Seguí andando, meneando el pulgar al vacío fantasma de la carretera, bebiendo en ocasiones algo de agua de mi cantimplora. Ya era duro con las malditas botas; ahora los tobillos también estaban irritados. Equilibré la mochila encima de la cabeza para protegerla del sol, pero eso no ayudaba, y las correas ya se me habían clavado en los hombros, así que le daba un giro y la lanzaba veinte yardas frente a mí, y luego paseaba tranquilamente por encima y recogía el petate. No era de extrañar que no estuviera pillando ningún bocado de los pocos paisanos que pasaban de largo.

    Se hizo oscuro rápido, apenas hubo anochecer. Y detrás de mí oí el rugido de un convoy, pero no eran viejos camiones lo que venía hacia mí. Eran camionetas, sedanes, Studebakers con curvas e incluso algunos viejos coches de manivela con asientos ruidosos y temblorosos techos de tela. Coches de lujo circulando de cinco en cinco en formación apretada a través de sólo dos carriles de la autopista, devorando los arcenes, con los faros ardiendo súbitamente con un terrible y hermoso ámbar. Corté por dentro el bosque y los vi pasar zumbando desde una pequeña zanja en la que aconteció que caí. Por encima del estrecho y embarrado callejón en el que me encontraba, el colectivo ronroneo de los automóviles se ahogó él mismo en silencio. Había cientos de coches, parecía, todos apestando a gases lo bastante densos como para cubrir el olor de las hojas mojadas que yo me quitaba de los dientes y de las orejas. Retrocedí apresurado, perdida mi mochila, la reencontré y tropecé con fuerza, me golpeé la rótula como un címbalo. Oí que una docena de puertas se cerraban de golpe detrás de mí y cojeé un poco, mochila en el brazo al estilo rugby, ​​para poner un poco de tierra y árboles de por medio entre mí y quienequiera que fuera el horrible Ellos que me estaba buscando. El borde de la autopista era una cinta de brillantes trabajos de pintura de revendedor de coches, incluso en los coches más antiguos. Hombres y unas cuantas mujeres; todos con lo mejor de los domingos, incluidas las estolas demasiado calurosas para el verano y esos insípidos sombreritos floreados; se adentraron en la maleza detrás de mí, todos silenciosos salvo por el crujido de las ramas. Ni un "Hola" ni un "¿Lo ves, Mildred? ¿Ves al hombre que dicen que monta las orgías?" y ni siquiera un "Ay, me caí en una zanja". Sólo una marcha espeluznante e inexorable. Hice una finta a la derecha, luego viré a la izquierda, me metí debajo de un escudo de raíces de un árbol que había salido por la mitad del suelo, luego volví a girar a la derecha.

    Y ellos caían detrás de mí, un pequeño ejército de Boris Karloff y Elsa Lanchester corría por el proyector a doble velocidad, a trompicones, a menudo cayendo y resbalando por una banda de lodo, o simplemente apartando, salvaje pero silenciosamente, las ramas fuera del camino en su bajada. Un hombre, todo barriga de camisa blanca y sonrisa bezuda, estaba justo encima de mí, y de un brinco loco, pero malditamente silencioso, saltó de la roca en la que estaba posado y pasó por encima de mi cabeza. Aterrizó con suficiente fuerza como para que mis tobillos lo sintieran, pero sin un gruñido, ni una mirada hacia mí siquiera, se abrió camino para adentrarse en el bosque, dirigiéndose en bajada hacia los acantilados.

    Decidí hacer un pequeño experimento. Me quedé quieto, pero mantuve las correas de mi pequeña mochila alrededor de mi puño y muñeca en caso de que necesitara un arma, y ​​los dejé que vinieran hacia mí. Una mujer fue la primera: resoplaba como un fumador, pero tenía los ojos tranquilos aun mientras corría hacia mi pecho y se chocaba conmigo. Se apartó de mí resbalando, sudando, con sólo medio paso y siguió corriendo. Ni siquiera levantó una mano para ajustarse el sombrerito, por lo que éste cayó y yo me agaché para recogerlo sólo para que otra ramita de chica me plantara un delicado pie en los riñones y luego saltara lejos de mí. Gruñí fuerte, pero nadie me oyó ni lo percibió. Luego me puse de pie, me enrollé el brazo y golpeé al siguiente paisano que vi justo en el costado de la cara con mi petate. Escuché el tintineo metálico de mi cantimplora rebotar en su barbilla, pero ni siquiera este fulano se giró para mirarme. Siguió adelante, el labio partido convertía su sonrisa en una mueca torcida, como una de las de Neal después de un asentimiento de tres días. Me eché al hombro el petate, crujiéndome los dedos de los pies (los pobres cerditos estaban ahora nadando en un sudor sangriento) y comencé a bajar lentamente hacia la oscuridad del bosque más allá de los faros y corrí directamente hacia las Tierras del Sueño.

    Seguía siendo bosque al principio, pero bosque de un tipo diferente. Había cactus por todas partes, arañándome con jeringas de acero al pasar; luego, la serpenteante hiedra reptaba sobre mis pobres botas cansadas. Yo chillaba con fuerza y ​​me alejaba danzando de ellas, y los capullos rojo rosa se abrían y me siseaban. La bien vestida nobleza más cercana a mi pequeña rutina de Sr. Bojangles había comenzado a galopar sobre las patas traseras y los nudillos, pero unos cuantos más alejados de mí aún mantenían la cabeza en alto, como si fuera hora de cantarle las cuarenta a un botones de hotel. Esos brillaban como gas de pantano y yo veía claramente sus rostros después de parpadear para secarme las sudorosas lágrimas. Estaban hambrientos. Cada una de las almas a mi alrededor tenía ese miedo hambriento pintado en la cara. El miedo de una ramera que acaba de perder un diente y otro poquito más de su apariencia por una bofetada de proxeneta. Hambrientos como el pequeño Charles Ma llenando su pipa de opio mientras se sienta con las tibias cruzadas sobre un palé en los muelles de Oakland. No hambrientos por nada, del modo como lo estaba Neal cuando lo conocí, cuando hablábamos sobre escritura o cuando lo observaba alejarse deambulando hacia alguna universitaria con calcetas de punto y un ejemplar de The Militant metido bajo el brazo, sino hambrientos de nada. Nadidad. Ni siquiera del pacífico toque de la palma de Buda, o del sueño más profundo que tuve en el hombro de Marie hacía sólo una noche, sino una grandiosa gran nada horrible, la nada que no puede soportar ser definida por algunas cosas que flotan por ahí sobre y dentro de ella. Después el bosque a mi alrededor, extraño como ya era, latió y se retorció en algo enteramente diferente.

    El árbol frente a mí era gelatina. Supongo que gelatina, o ectoplasma o éter líquido, un inmenso pilar, diría yo, si los pilares estuvieran hechos de lonchas de manteca viva. Oscilaba y me tocaba la mente, hurgando en la historia y la poesía para rebañar la forma-pensamiento de la perdida Terry, la pequeña mexicana que me hice durante unas semanas. Habíamos vivido en una tienda de campaña y habíamos esperado a que sus hermanos me consiguieran un trabajo recogiendo estiércol y vendiéndolo a los productores de algodón locales, pero luego me entró el picor y salí a la carretera de nuevo. Y ahora ella estaba allí ante mí. Pezones como marrones ciruelas, ojos tranquilos y pequeñas cicatrices de cesárea recorriendo su tierno vientre. Durante un momento equivocado seguí mi deseo, y su rostro explotó en una inmensa boca abierta de Venus atrapamoscas con dientes tentaculados. Buen Jesús, si el talón de mi bota no hubiera elegido ese fortuito segundo para partirse y aterrizarme sobre mi derrière, yo habría sido carne esa noche y fertilizante hoy. Pero caí bajo esa dentellante y arabesca boca y le di una fuerte patada a Terry en la rodilla. Pesada en lo alto por la dentellante cabeza, ahora sobre el vergajoso tallo de cuello, cayó hacia atrás, pero fue reemplazada. Un enorme muro de rostros de Neal; algunos sonrientes, otros guiñantes, otros distraídos e incluso aburridos; se alzó rodando hacia mí. Me escabullí hacia atrás sobre las palmas, pero la dulce tierra me traicionó, volviéndose cálida y viscosa antes de colapsar dentro de un pozo. Las formas-pensamiento estaban renqueando hacia mí ahora, una masa de Neals y Memeres y mi pobre hermano mayor, tal como habría sido si hubiese crecido. El entrenador de la maldita Columbia y Allen también y el estúpido Chad y Chavo, el hermano de Terry, y la condenada Marie con miembros de mantis religiosa tan largos como ella, estaban todos allí rodeándome, con cuerpos de serpiente o rostros de serpiente plana simplemente dispuestos viscosamente sobre patas de cucaracha.

    Cambiaformas. Lo informe dado forma por el pensamiento o la malvada acción. Shoggoth. Yo conocía la palabra ahora, de algún modo, pero no de algún poema de tambor bongo semirrecordado ni de la parte posterior de un bote de Ovaltine. Marie-La-Abeja me lo había dicho al salir por la puerta, bendita sea. La Zancuda-Marie rebanó por la mitad a una errante mujer de iglesia con un barrido de brazo-guadaña y me trinó con estridencia, pero no pude oírla debido al rudio de carne salpicada chocando con lo que bien podría yo llamar el suelo. Y entonces recordé el zumbido en mi oído, de cuando había salido yo de la cabaña, y el dulce perfume de uva verde y salvia.

    El Maestro había reunido a los estudiantes en el patio un día y había levantado un cuchillo de carnicero, un acto simple y básico que sólo requeriría una semana de limpieza ritual. Peor, luego, él sacó la otra mano de detrás de la espalda y sostuvo a un gato por la nuca del pescuezo.

    —Impedidme —dijo el Maestro— matar a este gato. Impedidme que realice este básico acto de barbarie.

    El tímido semicírculo de estudiantes de túnicas azafrán alzaron la vista hacia el Maestro en atónito silencio, y con un movimiento practicado, el Maestro segó la cabeza del gato. Ésta cayó al suelo como una granada muy madura. Y llegó a pasar que más tarde un estudiante que había estado recogiendo limosnas regresó al templo y, al oír el rumor del día, confrontó a su Maestro.

    —¿Y tú qué habrías hecho? —preguntó el Maestro.

    El estudiante se quitó las sandalias, se las puso en la cabeza y salió de la habitación caminando hacia atrás.

    El Maestro exclamó tras él: —¡Tú habrías salvado al gato!

    Así que cuando la falsa Marie hundió la cabeza abajo en el pozo y desquició la mandíbula para mostrarme su larga lengua con su carita, su carita de ceñudo general Eisenhower, hice lo absurdo y tomé sus mejillas entre mis manos y froté mis labios en su colgante belfo. Acaricié su húmedo cabello de paja y susurré: —Oh, Marie, dulce dulce Marie —Y besé con mi alma al shoggoth. Ella se derritió en mis brazos. En serio. Un lamento se elevó de entre el resto de ellos, y la resbaladiza gelatina bajo mis pies una vez más se convirtió en tierra rocosa. Algunos se retiraron, otros abandonaron el fantasma por entero y simplemente implosionaron, succionándose a sí mismos en sus propios pozos de oscura nada. La pobre Marie chisporroteaba y humeaba a mi alrededor, haciendo que me hormiguearan los poros. Ella intentaba ganar una más física entré, pero yo estaba a salvo por ahora. La niebla que me envolvía olía a vertedero, y pareció por un largo momento que yo estaba en el medio. No en la Tierra del Sueño, no en la vieja terra firma, sólo en el mundo del matinal despertar de borrosas formas y voces. Entonces el sol perforó la niebla, con grandes rayos sagrados. Era el amanecer. Yo estaba solo otra vez, justo en el borde de los acantilados. Sentía el océano en mi cara.

    Me tomó sólo unos minutos bajar a salto de mata hasta la orilla donde encontré de nuevo a los cuadriculados [4]. Estaban muertos, para un hombre y mujer. Algunos chocaban contra las rocas después de una gran caída, otros oscilaban arriba y abajo en las olas, boca abajo, hinchados y quemados todo a la vez. Unas pocas docenas había, quizá un centenar, todos con las más elegantes ropas que tenían, todos saliendo mar adentro a la deriva o atrapados en fauces de piedra y fangosa arena. Me asomé sobre el embarcadero y observé algunos de los cadáveres; gordos de cenas televisivas y empleos de Hombre Organización [5]; salir flotando hacia la bebida. Me senté y los observé durante mucho tiempo mientras el sol salía detrás de mí y pintaba el Pacífico de rojo, luego de dorado, luego del más profundo azul. Comí una manzana de mi mochila y miré alrededor para ver si alguien había dejado un bolso o una billetera, alguna identificación. Yo aún no estaba del todo dispuesto a hacer de buitre y picotear a estas pobres almas.

    Difícil de notar al principio, pero la marea era más fuerte de lo que yo esperaba. Olas subían empujando sobre las rocas, reclamando los cuerpos en la orilla. Tuve que retirarme del embarcadero y subir deprisa el acantilado. Las aguas subían más alto de lo que yo nunca las había visto, y miré hacia el horizonte para ver por qué.

    La isla era inmensa, o bien estaba cerca o estaba de algún modo en una urdimbre del espacio como un espejismo. Millas mar adentro, pero justo frente a mi cara al mismo instante, yo podía ver los horribles remolinos y runas talladas sobre las desgastadas ruinas de granito y la línea de la costa entera a la vez. Puertos escarpados con hileras no de barcos, sino de resbaladizos calamares-langosta. Gruesas losas de piedra en lo alto de estratos de hueso aplastado, el dormitorio de un Dios Antiguo. Ninguna gaviota circulaba sus playas, ningún árbol vivía allí ni se erguía desafiante en petrificada muerte siquiera. Incluso los derruidos pórticos habían sido construidos para algo diferente a los Hombres de la Tierra. Entre eso y yo sólo había la valía marina de un corto viaje en bote y un rastro de cuerpos blancos a la deriva hacia su nuevo hogar muerto.

    R'lyeh ha emergido.

Capítulo Dos

    Ya no había horrible Tierra del Sueño entre la autopista y yo, nada de cactus industriales, nada de ramiformes cambios de marcha avanzando como engranajes hacia mí con dedos de pinza. Sólo árboles y los arbustos, todavía oscuros tras el amanecer con la mancha de las histéricas efímeras trajeadas. Puse R'lyeh detrás de mí y no miré atrás para ver si aún seguía allí en alta mar porque, por un lado, temía que lo que fuese que había barrido a esos ciudadanos me sedujera y yo me encontrara corriendo hacia las rocas antes incluso de saber lo que estaba haciendo, y por otro, porque no tenía que ver la destrozada isla para saber que ha emergido. Podía catarla, como un puñetazo en la cara.

    Elegí la mayor ballena de camión que pude hallar entre los abandonados y pasé treinta minutos sacando a sifón más gasolina de los vehículos circundantes para poder salir de allí con el tanque lleno. La Ciudad, sí, San Francisco, tenía que volver allí y, para hacer eso, salí embistiendo unas cuantas docenas de coches parados. Fue divertido, en serio, y casi me dibujó una sonrisa en el sombrío rostro. Acero contra acero, el grave rugido de mi motor robado (copón, este camión era King Rex en baja marcha; volcamos un Packard de costado de un empujón casual), jugando con el embrague y la palanca como en la música bebop. No miré atrás tampoco hacia los restos de automóviles que iba dejando. Que lo encontraran los polis, que fueran a buscar a los conductores y encontraran esos cuerpos desamparados en la bebida. Que encontraran la isla, más cerca que la Cuba comunista, y llamaran al Ejército o a la bomba H o a Sea Hunt [6] y destriparan al Dios Antiguo si podían. Yo tenía que encontrar a Neal.

    Paré con frecuencia, con más frecuencia de lo usual. En una parada de descanso hojeé el paleto periódico local. Nada más que informes telegráficos y consejos de jardinería, más anuncios clasificados llenos de desesperadas novenas. El cambio del eje del mundo no había llegado aquí aún. El viento aún era alto, la camarera aún encorvaba los hombros y era lenta y su café aún más lento, los pocos camioneros en el mostrador aún tenían ojos cansados. Nadie se reía. Le pedí a Millie (había una horrible etiqueta de plástico a tal efecto. Quizá ella era en realidad una bromista y se había inventado el nombre para que sonara auténtico) que encendiera la radio, pero ella dijo que había explotado el tubo justo antes del amanecer. —Salieron chispas y luego empezó a salir humo. Al principio creí que era Cholly quemando la tostada —dijo ella. Luego se lanzó a un monólogo sobre tener que llamar a larga distancia sólo para pedir un tubo de vacío porque Cholly no quería comprar una radio nueva a pesar de que sería más barato gracias a un insulto que se pasaban entre Johnson y Cholly allá por el 53; esa era la clase de cosas de las que normalmente yo me enamoraba, pero no estaba de humor. Huevos grasientos y tocino para mí. Rompí la yema con el tenedor porque se parecía demasiado a un ojo inhumano de cerca.

    Pasé una hora acunando un café y observando el tráfico. Todo se dirigía al sur. ¿Yo?, yo rodé hacia el norte en mi abollado, pero aún feroz, camión robado después de parar para untar algo de barro en las matrículas. O la Ciudad estaba más lejos de lo que recordaba o el viejo cacharro era lento, o el velocímetro mentía o el sol se ponía demasiado rápido en el Pacífico. Me resultaba duro viajar solo de nuevo en coche. Siempre había preferido el autostop o el bus o un avispado brincar en ferrocarril. Me detuve en un pueblo justo después del anochecer, uno en el que nunca había parado. Se llamaba Sans Santo (Sonaba auspicioso, sin duda. La torre de agua que sobresalía por encima de los árboles de la carretera simplemente rezaba SANS desde mi posición).

    Lo único que no le faltaba a la ciudad era el alcohol, afortunadamente. El restaurante había cerrado, al igual que la tienda, una vez que oscureció. Nunca había visto puertas de metal corrugado montadas sobre escaparates en un pueblo tan pequeño. Dos semáforos en la calle principal, quizá un cuadrado de media milla, únicamente el campanario y la torre de agua llegaban a tres plantas de altura. No vi una escuela. Pero bares... Oh, los bares, cuatro bares en un cul-du-sac esperándome al final de este pueblecito. La Lágrima, El Sin Salida (debía de haberles gustado mucho su cul-du-sac, a esos dos), El Negro para mexicanos y Secretos. Salí del camión y me quedé allí pie. El aura de la cerveza flotaba en el refrescante aire para que yo la inhalara, gratis. Mi cuerpo recordaba la cerveza, oh sí, cada poro era una boquita que absorbía moléculas individuales. Yo estaba mareado. Oh, la música. Acordeones en vivo desde el local mexicano y cantos murmurados puntuados con extasiados tralalás; y desde Secretos, jazz. Un buen quinteto tal vez, pero con banjo en lugar de piano. Desde los otros dos bares, una melodía de risotadas y resoplidos, sonoras risitas espolvoreadas con grititos. Viejos amigos escondidos de la mortalizante noche. Aunque yo no me sentía demasiado sociable. Podía saber sólo por la risa que si llegaba a El Sin Salida o entraba en La Lágrima estaría fuera de la carretera y me instalaría durante días o semanas de gran conversación, chicas divertidas, tal vez un registro de trabajo o verter cemento con nuevos colegas huesudos que se emocionarían con la condenada beat-idad de todo ello. Tentador, pero no. Sans Santo no podía quedarse conmigo, yo tenía que llegar a la Ciudad.

    También necesitaba conseguir una copa. Tenía quince cincuenta en el bolsillo y eso me paralizaba. Sabía que podía conseguir la bebida más barata en El Negro, aunque El Sin Salida parecía un poco más lúgubre, pero ¡oh, el temazo! Saxofón girando en un torbellino, los compases de algún viejo estándar colapsando en un rudo caos al que yo tenía que ir, con los ojos apagados para que mi alma pudiera escuchar más profundamente sin las distracciones de la luz y la sombra. Comencé a caminar hacia allí cuando oí un chillido y un golpe sordo. Luego nada, salvo dos brillantes focos y una silueta inclinada para consolar al pobre pollo que había sido aplastado bajo la estrecha rueda del viejo coche.

    El Negro acunaba el ave en sus brazos, tan cálido como Madonna, su piel bronceada a la luz. Y se volvió hacia mí y sonrió ampliamente, como si me conociera. Como si me reconociera tal vez de la televisión o de los periódicos. Se me trabaron las rodillas y regresó el viejo temor, mi estómago se hundió en mis entrañas.

    —Tú, blanquito —dijo él, sin dejar de sonreír—. Se ha vertido sangre, así que he sido llamado. Lleva este pájaro adentro. Que me lo cocinen. Yo me tengo que preparar —Yo tomé el pollo—. No te importa —dijo él, amable y lento, pero definitivamente lo dijo, no lo preguntó. No me importó, no en cuanto vi el saxo que el conductor estaba sacando del asiento del pasajero delatero del coche. Los guié dentro de Secretos, hecha mi decisión, y agité el pollo, todavía vivo (una ala aturdida revoloteó, pero los ojos estaban cerrados y contentos) bajo la nariz del portero. Él asintió económicamente hacia la chica de cara pecosa apoyada junto a la puerta de la cocina. Ella se alisó el delantal al verme. Yo perdí al Negro, entregué el pájaro, encontré un asiento, agarré un cóctel de la mesa contigua a la mía y me aluciné la mente. La música había parado, como lo había hecho la charla a mi alrededor. Lo único que había, lo único en la ahora helada sección de luz cervecera de Sans Santo, era el Negro. Él era lento, su cabeza gacha, prácticamente en el asentimiento, pero él era un pilar de su raza. El otro saxofonista salió arrastrando los pies del escenario para dar paso a este hombre, que estaba tan erguido como una secuoya, excepto por su adormilada cabeza sonriente. Se lamió los labios. No sonrió porque no era una especie de Satchmo [7] zalamero. Sólo dijo: —Suite —Y tocó.

    Fuego azul y amarillo brotó de su saxo. El suelo tembló como si el Primigenio hubiera finalmente llegado a la aún lejana Ciudad, y algo, sudor o sangre o incluso cerebro gris comenzó a gotearme de los oídos. Era hermoso; el Negro ni siquiera estaba respirando, sólo soplando, sólo atando notas en nudos, creando un tapiz de sonido y quemando los hilos igual de rápido. ¡Blam! La cabeza a mi izquierda explotó, exoesqueleto de langosta vacía y carne negra por todas partes. La cerveza desapareció hirviendo en mi jarra y la inhalé como onírico opio. Y el Negro sopló algo más, terrible y maravillosamente, a ritmo con la sangre que giraba en mis oídos. Otro cliente, un paisano en un rincón oscuro, estalló en llamas y salió corriendo por la puerta y el Negro aún soplaba. Excepto por las dos bajas, el resto de nosotros estábamos disfrutando mucho de la actuación. Él lo dejó morir con calma, con la cornucopia de fuegos artificiales, que chisporroteaba dentro del saxo, desvaneciéndose quedamente. De azul y amarillo hasta más sutiles rojos y naranjas, cambiando la tonalidad, tomando el control con un tiempo fuerte, agradable y lento como el verano.

    Luego el tiempo se detuvo. Sin compás, sólo un bajo gemido de sirena. Incluso la luz quedó inmóvil, negro y color salpicado por el bar como un Pollock. Pero yo podía moverme, y me levanté y los vi con más claridad. Unos cuantos marineros (cuatro, uno de ellos sin cabeza, el cuello terminaba en una masa de hueso quemado y carne negra), un cansado hombre de más edad con una camisa bien planchada. Mandíbulas de escarabajo, en lugar de labios, se extendían desde sus mejillas. Una mujer también tenía las mandíbulas, las suyas completamente abiertas, y tenía dedos de tentáculos enrollados tres veces alrededor de un vaso alto. Esos estaban congelados, pero algunos de los otros clientes no. Un buen muchacho derramó alguna horrible bebida sobre la cabeza de uno de los marineros y le prendió fuego. Más o menos hizo eso. Era una llama sagrada, una llama congelada, como una capa de plumas de fénix drapeada sobre un cuerpo debido al salto temporal. Llama que no crepitaba ni danzaba, simplemente era, esperando a que el mundo comenzara de nuevo para poder devorar de verdad el aire. El ayudante del camarero sacó una escopeta de debajo de la barra, la rodeó andando y colocó el cañón del arma justo entre las pinzas de la mujer-escarabajo. Y apretó el gatillo. La cabeza de ella no explotó, se hinchó, luego esperó. Los otros fueron despachados también por algunos de los clientes más rudos: la puta con su navaja de afeitar, un marica frenético vestido con mono de mezclilla con una pata de silla rota clavándose en el pecho de otro de los cuadriculados. El asesinato fue bien practicado, como los truhanes locales que se las arreglan para aparecer en cada partida de dardos o de billar en bares por toda la nación. Esos no saben mucho, pero conocen cada urdimbre del fieltro o cada caprichosa brisa que podría impulsar un dardo hasta el ojo de la diana. Los paisanos sabían lo que estaban haciendo, y cuando el zumbido de una nota del saxo comenzó a convertirse lentamente en el adulador aullido de una sirena, supe que toda esta actuación había sido planeada sólo para atraer y eliminar a algunos hombres escarabajo y chicas con manos de calamar. El marinero subió como una vela romana y me chamuschó las cejas desde el otro lado de la sala. Ojos deslumbrados, nariz llena de humo carnoso, sabor a tinta agria en la lengua, pero en los oídos, "Scrapple in the Apple". Y luego ésto se desvaneció.

    Estaba solo en el bar, a excepción de la chica con delantal que barría un rincón lleno de polvo. Tres jarras había de pie, una descansaba de lado, el asa evitaba que rodara fuera de mi mesita. Yo estaba mirando dentro de un nudo en un tablón de la pared. La chica de cara pecosa cojeó hacia mí finalmente, y hasta sus pecas parecían malvadas, pero no tan malvadas como su sangriento delantal. El sol estaba alto, ella tenía que cerrar durante una hora o así (diantres, que sean dos) para limpiar el piso con una manguera. Me agradeció por dar tan buenas propinas toda la noche y me espantó con las manos hacia la salida haciendo un lento movimiento de danza hula. Llegué al cul-de-sac justo a tiempo para ver mi camión, el camión que yo había robado al menos, alejarse con un montón de miembros, torsos y goteantes bolsas de basura en el remolque. Lo que fácil viene, fácil se va. Así que me adentré en las matutinas calles de Sans Santos.

    ¿O debería decir calle? Sans Santos era como un pueblo de una vieja película del Oeste, bien podría haber sido todo fachadas y un montón de extras simplemente andando sin sentido de fondo. Sólo la calle principal estaba pavimentada; las calles laterales estaban llenas de compactado polvo, grava y barro seco. El pequeño restaurante olía suave desde la puerta abierta. Tan extraño como lo había sido la masacre de jazz de anoche, tan demencial como el masivo suicidio espontáneo de dos días atrás, era un restaurante lleno de hombres y mujeres adultos, cada uno de ellos comiendo avena y sorbiendo agua, eso era lo más enervante que yo había visto. No salí andando, salí marcha atrás, pero ni una sola persona hizo tanto como alzar la vista de su avena. Doblé la esquina y tomé una de las bacheadas sendas hacia el área del centro de la ciudad, y, oh, sí, era centro, pero de la nada. Chozas no sólo inclinadas, sino a punto de caerse, improvisados cables telefónicos, ​​bajos y combados como tendederos, una babeante bomba de agua de mano y no mucho más en la pequeña plaza, excepto por vida, brillante y sensual vida. Un par de chavales gritaban en un charco; vagabundos tres de ellos, dos mayores y uno joven, probablemente recién salido de la escuela reformatoria, compartiendo sabiduría en su canto arrastrado. Las caderas de las chicas aquí se contoneaban cuando caminaban de regreso a la línea principal, pisoteaban como si llevaran raquetas de nieve en verano.

    Me acomodé junto al trío una vez que vi la botella que compartían. Ya en pie, el joven me la pasó en silencio sin mirar siquiera a sus mayores en busca de permiso. Chuck era el joven y Jed y Smitty los mayores. (¡Señor, qué nombres!)

    —¿De qué va todo esto? —pregunté. Chuck abrió la boca, pero no dijo nada y no la cerró. Smitty se pasó los dedos por la crujiente barba blanca: —Bueno, algunas personas creen que —dijo deliberada y lentamente, como el código Morse— estos son los Tiempos del Fin. Pero no el mismo final. El final de algo, como la ciudad —asintió hacia la calle principal—, y el comienzo de otra cosa —giró hacia el norte hacia mi dulce Ciudad— y el único lugar que queda para la vida es aquí mismo. Ciudad intermedia para gente intermedia —Luego sonrió y me mostró sus dientes, podridos pero agradables, una podredumbre natural por una vez—. Pero es Jed quien tiene religión, él sabe de Revelaciones. Mi marco conceptual es más bien marxista existencialista; la pátina de lógica y razón del mundo se está derritiendo bajo este calor de verano. Estamos viendo el absurdo al descubierto.

    Miré a Jed; él se encogió de hombros y sacudió la cabeza. Así que rajé sobre Buda y les conté la historia de cómo Kilaya había venido a mí en la forma de una mujer hermosa (Smitty expresó una básica apreciación para ello, aunque el buen argumento, incluso de mayor base, sobre entes negros volviéndose hacia la protección del dharma probablemente se perdía en un Rojo, incluso en uno medio borracho) y cómo un pequeño brote de lo absurdo me había salvado de un tambaleante horror nacido de los sueños y la fuerza preternatural.

    —Explica el pollo entonces —intervino Chuck—. Venga ya, Smitty, ¿un condenado fantasma hace tres actuaciones a la semana en esta letrina de pueblo sólo para que el bajo proletariado pueda acabar con algunos hombres del saco? ¿Cómo explica eso una concepción materialista dialéctica de la historia?

    Smitty simplemente dio un golpecito a la botella con un dedo, haciendo que el cristal sonara como una campana. —Los cerebros de los grandes homínidos perciben el mundo de formas inusuales, especialmente en circunstancias inusuales. Aunque eso no significa que la realidad no exista. ¿Por qué seres sobrenaturales iban a crear una ciudad llena de Hombres Organización? ¿Para llenar sobres?

    El silbato de un tren sonó en la distancia, poniéndome de pie. —¿Hay línea de tren aquí? —pregunté. Smitty y Chuck se encogieron de hombros, Jed habló: —Maligno. Es un tren maligno.

    Yo sólo me llevé las manos a las caderas y me reí: —Copón, he visto dioses y suicidios y fantasmas y hombres de negocios con cara de insecto, todo eso en los últimos dos días, pero ¿un tren maligno? ¡Eso suena a historia de pulpa! ¿Qué hace que un tren sea maligno?

    —Llega tarde —dijo Chuck con una sonrisa de finos labios. Compartió una mirada con Smitty.

    Jed explicó: —Carga maligna. Pasajeros malignos. Sans Santo no tiene cuatro bares porque nosotros bebamos dentro; son bares para que lo maligno se moje los labios al pasar por nuestro pueblo. Excepto el Secretos. Ese es para reinas —Yo apreté los dientes y los puños ante eso. O Jed se estaba burlando de mí o simplemente quería un puñetazo en la cara, que yo estaba encantado de darle. Algo en Sans Santo estaba contaminando incluso a los vagabundos; estos no eran santos locos, eran moscas dando vueltas a la putrefacción, buscando carne de fulano que mordisquear. Pero Smitty me dijo que me relajara y que el tren era en realidad una línea nueva, una línea industrial y militar para transportar quién sabe qué secreto. Son los predicadores vagabundos y los Negros gafes los que creen que la línea está hechizada. Él ha viajado en el tren muy bien, varias veces, todo el camino hasta Oregón. Que es donde conoció a Chuck, y se estaban relajando en Sans Santo hasta que les entró el viejo picor, luego se dirigirían a Texas para trabajar en algunos barcos camaroneros. Era la invitación de un viajero: me dirijo hacia tal dirección, tomo tal ruta y estoy seguro de que hay suficiente trabajo y chicas y secretos bolsillos llenos de camarones que cocinar sobre hogueras al aire libre o en viejas latas llenas de agua salada para ti también. Era una tentación, estaba diseñada para serlo. Extraacadémicos de Hollywood de la filosofía de la botella y el libro de bolsillo intentando distraerme de mi misión. Incluso los cuatro bares de Sans Santo; normalmente yo habría pasado cuatro días en este cuenco de polvo sólo para llenarme de cada establecimiento. Era hora de irse. Me alejé y salí andando del pequeño campamento detrás del pueblo, hacia el eco del silbato del tren.

    Quien había construido Sans Santo de la noche a la mañana también debía de haber hecho la exploración de la ubicación de la vía férrea, ya que ésta estaba en lo alto de un horrible risco imponente. La locomotora debía de haber lucido estupenda mientras petardeaba por las vías, segando por la mitad el sol poniente tras ella cada tarde, pero colocar los rieles y evitar que los vagones cayeran en el valle por el que yo estaba caminando debía de haber sido de asesinato. Tenía que impulsarme para subir el risco, dando patadas a los puntos de apoyo en la tierra suelta y debatiéndome por agarrar arbustos y raíces a medida que avanzaba. La cima del risco apenas era lo bastante ancha para las vías, y el suelo estaba agrietado donde se habían plantado los clavos. Sólo había un lugar para esconderse en el risco, un peñasco fuera de lugar lo bastante alto como para que un hombre se acurrucara detrás en la poca sombra que hacía, así que me acerqué, me acurruqué y traté de meditar.

    La tierra a mi alrededor estaba extrañamente vacía. Yo acababa de salir de la vista de Sans Santo (a excepción de la torre de agua, que sólo rezaba TO desde aquella posición). Las vías serpenteaban hacia un área boscosa hacia el sur y subían por el risco hasta una curva cerrada fuera de mi campo de visión hacia el norte. El otro lado del risco era un valle justo como el que yo había atravesado, sin Sans Santo. El aire estaba demasiado quieto y hasta los bichos estaban durmiendo la siesta. Saqué la cantimplora de mi petate, puse el saco como una almohada sostenida contra la roca junto a mi cabeza, tomé un sorbo de agua tibia y esperé a que llegara un tren o a que algunas nubes pasaran rodando desde el océano.

    El tren estaba increíblemente bien equipado. Se me saludó para que yo entrara a un vagón Pullman con molduras de madera, alfombras rojas y amplias ventanas con mosquiteros para dejar entrar la brisa estival y dejar fuera la arena y las moscas. El portero, un renqueante Negro sonriente (que me recordó al fantasma de Charlie Parker, pero este paisano no tenía alma en absoluto, era un sirviente negro mecánico) me llevó a una mesita con un mantel blanco y me sirvió un vaso alto de limonada de una jarra de estaño. Partimos, y suavemente. El risco y el bosque pasaban sin siquiera un tirón y un traqueteo del vagón. La limonada era buena pero un poco agria, como si hubieran puesto a escondidas un dedal de angostura en la mezcla. Se sacó en un carrito una bandeja de postres: esponjoso pastel de ángel encimado con fresas, pudines oscuros, un éclair que tomé; estaba sorprendentemente fresco en los dientes. Bebí más limonada, preparado para una amarga protesta después del éclair de trotamundos, pero estaba igual de sabrosa como el primer trago. Ni había siquiera manchas de huellas dactilares de chocolate en mis dedos o en mi cantimplora; todavía estaba fresca en mi frente y el sol se había puesto detrás del peñasco. Refrescó rápidamente.

    Northport es frío por la noche, especialmente en la estación de tren del Ferrocarril de Long Island. El estacionamiento estaba vacío, excepto por grandes luces blancas como focos que iluminaban los espacios como una aburrida obra de fuera de Broadway a punto de comenzar. Después del viaje de la tarde, después de que todos se encierran en sus casas o en ruidosos Gunther's, sólo los humildes y los solitarios merodean por la estación. Incluso el jefe de estación cierra la sala de espera y se va a casa a las 8 p.m.. Yo esperé en el andén durante mucho tiempo, helado y envuelto en mí mismo. Me apoyé en los escalones de acero que conducían al paso elevado de una vía a la otra, pero las barras estaban demasiado frígidas. Un scooter pasó por la calle detrás de mí, luego atravesó el estacionamiento, dibujando un salvaje ocho loco de humo y vitores de adolescente. Yo giré hacia el Este, como si pudiera ver si el tren estaba por fin saliendo de la estación de Port Jefferson a diez pueblos de distancia. El gris del andén estaba limpio, ni siquiera un guijarro que patear sobre las vías. Esperé.

    La oportunidad se presentó sola. Sobre el risco, el tren tenía que ir despacio. Por el rabillo del ojo vi vagón tras vagón y luego por fin un andén. Mantuve mi hombro pegado al peñasco y me giré para salir de él, corrí cinco grandes zancadas y salté, aterrizando expertamente entre dos lonas impermeables. Otros dos viajeros estaban acurrucados en las lonas, uno de ellos desdentado y lo bastante amigable como para sacar un frasco al instante. En el borde de la cama, un tipo dio un chillidito y se tambaleó mientras intentaba orinar en el viento y se llevaba un trago de su propio zumo. Pero él caminó de regreso a las lonas con piernas temblorosas de marinero y me dijo hola, limpiándose la mano retorciendola en su barba. Nervioso, expansivo, como una bolsa de risueño viento, me sentí bien de estar viajando de nuevo...

    Me desvanecí de golpe y soñé de nuevo con otro tren. Un espasmo, mi cuerpo gritando y riendo "¡TREN!" al cansado fantasma de mi mente, y desperté de nuevo a nada más que ausencia y impaciencia. Me estiré sobre la cima de la roca como un lagarto cansado y divagué de nuevo, con los ojos cruzados, en el asentimiento. Mis nervios estaban todos crispados. Necesitaba un calmante, preferiblemente algo con un poco más de empuje que 80 grados. El peñasco me recordó a esa terrible isla, al Cthulhu muerto estirado y durmiendo sobre losas de cristal negro, pero yo estaba demasiado cansado para moverme. No había dormido en días, recordé, no desde que estaba en los benditos brazos de Marie. Me lamí los labios, muy secos, y soñé con locomotoras y túneles. Sediento, muy sediento, quería beber civilización. El mundo titilaba hacia la existencia de vez en cuando, siempre entre paradas de tren de la tierra de los sueños, siempre con los emocionados empujones y zarandeos de los maleteros goblin del Pullman.

    Mi cantimplora estaba en el suelo, vacía, la pequeña mancha de agua en la tierra ya casi se había evaporado. Sin tren aún, al menos eso esperaba yo, así que fui a la vía y puse la palma de la mano sobre ella. Sin vibraciones, sin calor real, sin recientes grietas arrugando la tierra suelta alrededor de los clavos. Dormí durante todo el día (la luna estaba baja y enorme como un pulgar) pero al menos no dormí durante todo el tren. Más esperar, esta vez esperar caminando, arriba hasta cada extremo del risco. Meé en el valle de Sans Santo y sentí sed otra vez. Confié en que al menos los vagabundos que encontraría fueran tan amigables como las formas oníricas durante las que había dormido.

    Había suficiente luz para escribir, pero ¿quién iba a creerlo? Podía catar San Francisco (salado y dulce, me estaba entrando cada vez más sed). Me encantaba. Incluso me encantaba ese horrible empleo que tenía, vigilar a marineros borrachos listos para zarpar. Fueron sólo unas pocas semanas en una choza con un amigo y su esposa, unas pocas semanas de pasear con un arma descargada, de escribir un melodrama de Hollywood para enviarlo directamente al sobrino de Fatty Arbuckle a cambio de un saco de arpillera lleno de oro. No recibí el oro, por supuesto. Ni siquiera creo que recibiera las copias en carbón del guión después de la gran revuelta de las chozas, la cual terminó conmigo esquivando mi propia máquina de escribir y una chillona botella de Jack Daniel's, y luego retirándome a North Beach. Podía escribir sobre eso; diantres, escribí sobre eso (principalmente, con pinzas y pliegues y algo de trabajo en un torno alisador, pero que los chavales supieran, yo derramaba vida en la página), pero R'lyeh no es el más alfabetizado de los temas. Hollywood, tal vez. Extras manchados con sangre de jarabe de maíz, retorciéndose e inclinándose ante un brillante cerebro gigante colgando de cuerdas de títere. Imágenes contaminadas para un mundo contaminado.

    El tren llegó al fin, llegó de verdad al fin y sí, redujo sobre el risco y había una cama plana cubierta con lonas y salté sobre ella, pero ahora estaba solo y tenía frío. La cama se mecía como un barco en olas altas mientras traqueteábamos sobre las vías y entrábamos disparados en el bosque. No podía ver lo que había bajo la lona; ​​pero, lo que fuera aquello, estaba mayormente suelto y cedía un poco, así que empujé con el hombro y me abrí paso a empujones dentro de una pequeña grieta y me dejé caer como un peso muerto.

    Los árboles iban desapareciendo, y el enorme cielo estaba vacío y salpicado de luna. Sin nubes, sino sólo tres o cuatro estrellas, brillantes y sabias como Memere. Pensé en ella, allá en Nueva York, recortando cupones, barriendo el suelo y acariciando al gatito. Me temblaron todos los huesos del cráneo. Ahuequé las manos hasta las orejas para protegerlas (a mis orejas, mis pobres nudillos quedaban a su suerte) del azote del viento, para poder oírme pensar. ¿Por qué estaba yo aquí fuera, por qué estaba buscando a Neal? Ni siquiera podía entender por qué quería ir a Frisco, excepto porque habría alcohol allí. Nunca debí haber dejado a mi pobre madre otra vez, debí haberme quedado en mi sofá y dejar que esos vagabundos del dharma vinieran a golpear en mis ventanales de la bahía mientras yo mezclaba algo de mayonesa en el atún. No, ni siquiera eso. Debía haber conseguido un trabajo: podría enseñar en la escuela, entrenar algo de fútbol tal vez, ​​o conseguir un trabajo de escritorio con Farrar, Strauss y Giroux. Sin ser un errante, sino un pasajero, eso es lo que debería haber sido. Northport a las 6:36 a.m. con los demás, con sus gabardinas y sombreros, soplando café humeante para que ellos —para que nosotros— pudiéramos sorber sin gritar.

    Estaría de pie todo el camino hasta Jamaica Station, luego finalmente me acomodaría en un asiento y dormitaría hasta que llegáramos a Penn Station. Luego arriba por las escaleras mecánicas, a través de un montón de pavorosas calles atestadas, con vendedores de periódicos y vendedores de donuts todos para mí, luego trabajo trabajo trabajo trabajo, pero trabajo fácil con lápices y ceños fruncidos en lugar de nervios y sudor alimentado de pan y cerveza. Cuarenta horas durante cincuenta semanas durante cuarenta años en ferri por la isla de mierda, pero los chavales me salvarían, me inspirarían, me harían inmortal como las estrellas. Los pequeños Jacques y Jan, cena de pasta los domingos y vino embotellado —nunca volvería a beber de una caja o de una bolsa arrugada.

    Ellos estaban en mi mente, los resbaladizos tentáculos verdes del Envío, rasgando recuerdos, introduciendo duda y miseria, empujándome a unirme a la masa, a la mente colmena. Animales, los humanos son sólo animales, engatusando y enseñando los dientes por comida, encogiéndose por miedo a la oscuridad, estableciendo sus ciencias mecánicas y gruñendo creencias agrícolas, sólo para evitar mirar hacia abajo. Yo miraba arriba al cielo, al sacré bleu y tenía miedo. Tan masivo, tan vacío, excepto por una cosa. Eso. El Gran Soñador en La Oscuridad no llenaba el cielo, Era el cielo. La luna se había ido, esas pocas estrellas se habían ido; yo ya no podía sentir el ritmo del tren, o lo que fuera que me había estado pinchando en la espalda desde debajo de la lona. Eso era todo lo que veía, todo lo que experimentaba. Era el mundo y mucho más allá de él. El atman, todo lo que es, Es.

    Me di la vuelta. Memere, viviendo en un hormiguero lejano, caminando penosamente con los otros zánganos, moviéndose bajo tierra en sendas precortadas. Pero los humanos no son hormigas, hay un orden ahí, una serenidad, una determinación. Las personas son peores en algunos aspectos, llenas de pasiones explosivas listas para estallar como champán barato, a sólo una palabra cruzada de distancia de los colmillos o simplemente cagándose de miedo de todo ello. Memere, yo ya ni siquiera podía pensar en mi propia madre, no sin verla como la gorrina en celo que era, comiendo y sudando y follando en la mierda del mundo, rascándose las pulgas, cayendo al final en la podredumbre inútil y muerta. ¡Animales! Y para el Soñador de las Profundidades, el muerto Cthulhu que despertaba de nuevo para llevar el mundo bajo su dominio, nosotros éramos las pulgas en Su espalda, la mierda en Su talón. Jed estaba equivocado, el tren no era maligno. Era ese cielo lo que era maligno, la bóveda del cielo se extendía sobre este gran país sólo para burlarse de todos nosotros. Esperanzas, sueños, poesía, la carretera abierta, el divino insensato de Neal, sólo motas de tiempo y carne. Maldito sea el cielo, maldita sea su profundidad. Lloré profundas lágrimas saladas, pero esa no fue la única sal en mis mejillas y mi lengua. El tren se acercaba por fin a la bahía. Dulce, dulce Frisco, Jack ha vuelto. La vieja pandilla de cerdos beats se reuniría sin duda alrededor del agujero de pus de la metrópolis para rendirme tributo a mí, al Rey Pulga, la Mota de Carne Jefa al Mando, el Bardo del Apestoso Montón de Mierda.

    Desenrollé las lonas incluso antes de que el tren se detuviera, y no fui el único que tuvo esa brillante idea. El andén explotó en una avalancha de ratas negras de ojos rojos. Rasgaron la lona al pasar a través ella y corrieron más allá del patio de trenes, hacia las calles, todo pelo áspero y músculo ardiendo hasta mis tobillos. Yo corrí también. No estaba seguro de dónde estaba, en qué barrio. Había colinas, casas pintadas a lo loco, palmeras, calles vacías y vacíos autobuses vibrantes. Mis pulmones eran cáscaras vacías, pero yo corría, y mi lengua caliente sabía a cerveza del día anterior. Viré a derecha, luego a izquierda, atajando por calles, batiendo las piernas llenas de mi sangre muerta. No pude ver nada más que las estrelladas luces de las farolas durante mucho tiempo. Mis pies golpeaban el pavimento como Gene Krupa.

    Nada parecía familiar hasta que por fin llegué a las sinuosas calles de North Beach. Pasé corriendo por delante de la librería de Larry, ni siquiera me importó que aún estuviera abierta, y entré en barrena en el Vesuvio's. Los pocos clientes, todos en el mostrador, se volvieron para mirarme. Yo había estado corriendo durante unos cuarenta minutos y estaba empapado en sudor, probablemente parecía un yonqui que había pasado una semana dándose duchas de orina y saltando por las ventanas.

    Reduje hasta un arrogante caminar casual y metí la mano en el bolsillo, justo a tiempo para recordar que me había fundido casi todo el dinero en Sans Santo.

    Así que les dije: —Soy Jack Kerouac, el famoso escritor Beat, y aquí todo el mundo tiene que invitarme a una ronda, o moriré.

    Cinco rondas después, me sentí un poco mejor. Alguien envió a buscar a Larry, alguien envió a buscar a Allen, algunas chicas se abrieron paso para colarse en la cabina y se colocaron bajo mis brazos, todas calientes y vivas. Eran buenas chicas también, morales y limpias. Me sequé la cara con una toalla y dejé que los espíritus me calmaran. Me dijeron más tarde que mascullé durante un rato en algún loco lenguaje de rollo sagrado y luego me dormí profundamente. Incluso barrieron y cerraron a mi alrededor, y me dejaron una Guinness para cuando despertara.

Capítulo Tres

    Neal. Neal es... Neal es la sonrisa en los labios de Buda. Neal no es libre. Neal es libertad. Correteando y escribiendo y amando y bebiendo e incluso durmiendo. Es un hombre que puede dormir todo el día si así lo desea. Lo veía pasar una hora en un sofá y era yo quien se sentía bien descansado después. Neal es verdaderamente libre; no importa si está echando la tarde o echando tragos, rompiendo cubitos de hielo o haciendo tiempo. Una infancia pasada mamando de la venenosa tetilla del estado en centros juveniles y reformatorios hizo de todo menos reformarlo. El rugido de una motocicleta, eso es Neal. El vapor sobre la sopa en un frío día de invierno, eso es Neal. El chillido con una mordaza de bola de un maníaco sometido a tratamiento de choque y la sabia y atávica mirada de después, eso es Neal también. Y alejarse de todo ello después, eso es Neal también; de cada chica, de cada droga, de cada viento del desierto o de cada apestoso bloque urbano. Los sentidos mienten cuando prometen o bien agonía o éxtasis, y Neal sabe eso también, y en su estrellada sabiduría él sabe alejarse de todo ello sin más.

    Habían pasado años desde que no cruzábamos el país, bendiciendo a la patria como una anciana que se santigua tres veces en domingo. Yo sólo era la comadrona de todo esto de los beatniks. Neal era tanto Madona como Hijo. Si había alguien que podía zarandear Estados Unidos por los hombros y despertarlo de la amenaza que enfrentaba, era Neal. Él mismo era un bodhisattva, yo estaba seguro de eso entonces, el único hombre que quedaba con algo que enseñarme. Neal, dulce Neal, que pasó dos años en prisión por marihuana, Neal, que ahora tiene esposa e hijos, o eso oí anoche en el bar (o algo parecido oí), lo último que esperarías sería lo primero que él haría. Cabalgar el retumbo del artilugio de lo absurdo, del bueno de los EE.UU. de A, Neal era el único que podía hacer eso. Lo único que yo tenía que hacer era encontrarlo.

Capítulo Cuatro

    Yo estaba en el retrete con la cabeza apoyada en los fríos azulejos. Había tenido una buena noche de sueño en una dura mesa de madera, pero la resaca aún superaba una noche de descanso y de dulce camaradería. Tenía en mente llamar a Memere; incluso a larga distancia, o al menos sentarme a escribirle una carta; cuando oí una voz incorpórea que me llamaba. —Jack, Jack —dijo un susurrado eco en la pequeña habitación, al principio, luego fue aumentando en volumen—. ¡Jack! —Y en felicidad, un fantasma alegre de atormentarme. Yo giré, me subí la cremallera del pantalón y miré en derrededor rápidamente en busca de la aparición de una ola de calor o de un elefante rosa, pero no vi nada más que baldosas mugrientas, a mí mismo (eso me sobresaltó, un destello de mi cabello en un espejo deformado semejó un shoggoth a mis llorosos ojos) y la puerta firmemente cerrada.

    —¡Jack! —El sonido venía del suelo. Miré dentro del pequeño desagüe estampado en el suelo y vi el fulgor de unas gafas. —¡Soy Allen! —dijo Allen y luego se rió—. Jajajaja, me agrada encontrarte aquí —Yo me sonrojé, luego fruncí el ceño. A Allen le gustaba fardar a veces. Me agaché, metí un dedo en uno de los agujeros del desagüe y levanté la tapa del desagüe. —Sólo estoy reviviendo un poco de vieja gloria —dijo Allen, ofreciéndome una sonrisa de dentuda marmota—. ¡Pasa, el agua está buena! ¡Jajajaja! —Su barba estaba seca.

    —¿Cómo se supone que voy a caber por el desagüe? —Yo aún estaba un poco mareado. La realidad me había estado ninguneando desde hacía meses, desde mi colapso, y la mirada sin parpadear del Primigenio había acabado con el resto de lo que yo consideraba el verdadero presente. Intenté meter el pie en el desagüe, pero Allen me golpeó en el zapato. —¡Oh, Jack, qué bobalicón eres! Jajaja, sólo ve al armario del pasillo y levanta la rejilla. Vamos, estamos todos aquí abajo ahora. Te veré aquí —Y se perdió de vista, pero yo aún podía oírlo por debajo de la puerta, saliendo del espacio bajo el baño. El pasillo tenía un armario, el armario tenía una rejilla y debajo de la rejilla estaba Allen, con una chaqueta de pana y pantalones anchos.

    —Ey, Golfo —dije—, voy a bajar —Él se hizo a un lado, y yo bajé de un salto y caí en el hormigón del túnel con más fuerza de lo que pensaba (el suelo no estaba ni remotamente mojado, por eso no oí a Allen chapoteando debajo de mí), y abracé a Allen. Él sonrió, jajajajeó una vez más, se colocó la linterna bajo la barbilla para parecer un campista aterrador y luego se llevó los dedos a los labios. —¿Has estado afuera? —preguntó en voz baja, y le dije que no. ¿Había visto yo a la Bestia en el cielo, los tentáculos, las escamas de serpiente, los ardientes ojos profundos? Oh, sí, bajo la luna llena y todo. —Todos los hípsteres pueden verlo —dijo— Los cuadriculados no pueden, y ese es el problema. Por eso tenemos que movernos bajo tierra ahora —me dijo Allen, y me guió. Había una pendiente que bajaba, y olor a rancio mantillo húmedo. Era una alcantarilla, pero más pequeña y más caliente de lo que yo había creído siempre que eran las alcantarillas. Y tras caminar unos metros y bajar la pendiente, los muros eran de ladrillo viejo y a los soportes les gustaban los arcos.

    —Alcantarillado preterremoto —me dijo Allen—. No hay un sistema, sino docenas, todo hecho un lío, se cruzan entre sí o llegan hasta muros de mierda petrificada. Muchos de los túneles están derrumbados, pero en North Beach la mayoría están bien y conectan con todas las calles.

    —¿Qué sabes de Cthulhu? —le pregunté y él rió de nuevo—. Ajajajaja, yo siempre lo he llamado catulu. Está en el dinero —Con eso, buscó en el bolsillo del pantalón y sacó un billete, luego lo alumbró con la linterna. El presidente muerto desapareció bajo la luz, reemplazado por la horripilante cabeza tentaculada del Dios Primigenio, y con una fuente alienígena, una apenas inglesa, pude ver su nombre grabado en las profundidades del llano billete. Y Cthulhu estaba girado hacia mí, con sus tentáculos goteando por fuera del marco en relieve y de los bordes del dinero para alcanzarme.

    —¿De dónde sacaste esa pronunciación? —Iluminación espontánea en el zumbido de una abeja, le dije, y luego repetí el inhumano nombre; esa era sólo la segunda vez que yo lo decía en voz alta, y me di cuenta de lo extraño que era, como si mi diafragma se enrollara hacia arriba como una persiana y comenzara a aletear. ¡Y eso sólo con la sílaba de la K! Allen lo intentó y se atragantó con la lengua. Yo le di palmadas en la espalda con fuerza. —No es para los labios del poeta, supongo —dijo, luego meneó la linterna en mi cara—. Creo que a él nunca le gustó mi poesía —Volvió a meter el dinero en el bolsillo. Eso me preocupó.

    Allen me guió por una intrincada ruta bajo la ciudad. Las alcantarillas eran un amplio bamboleo, iban de un lado a otro y había estúpidos rincones construidos alrededor de Dios sabía qué; y bailamos bajo la ciudad entera, al parecer, aunque a veces me preguntaba si no estábamos caminando una oscura espiral bajo North Beach. Incluso bajo tierra se podía oler el Pacífico después de un rato, cuando el túnel comenzaba a enfriarse. Allen me detuvo frente a una escalera.

    —Arriba arriba y afuera —dijo Allen—. Oh, jajaja, espera hasta que veas bien la ciudad. Hay un montón de agujeros de acceso, muchas trampillas por aquí —dijo con un guiño detestable—, así que, si te encuentras con algunos mugwumps [8], puedes sumergirte en lugar de hacerte el muerto. ¡Oh, Jack, jajajaja, es genial tenerte de vuelta! —Apagó la linterna y me dio un abrazo, y me deslizó una palanquita en la mano— Para las alcantarillas. Las viejas alcantarillas, las que quieres, tienen una especie de trampilla trapezoide. Ni te molestes con las alcantarillas principales, no hay nada más que problemas y mierda allí abajo.

    —¿No puedes simplemente decirme qué está pasando? —pregunté y él me guiñó un ojo como un embaucador y comenzó a caminar hacia atrás por el túnel. —¿Acaso me creerías? —gritó él, con voz hueca y resonando. Tenía razón. Yo quiero verlo todo por mí mismo, recorrer cada excesiva carretera y recoger una sonrisa de cada chica y una historia de cada vagabundo que veo. Así que subí por la escalera y le di un empujón a la tapa de alcantarilla, luego serpenteé a través del portal y salí a la calle junto a los muelles. Sólo había una pizca de tráfico, lo cual era de locos. ¿Dónde estaban los estibadores que salían hacia los bares o hacia sus borracheras vespertinas? Los camiones, llenos como un bebé a dos carrillos, no los había en ninguna parte. Los cultistas de camisas blancas con caras de mandíbula eran tenues como fantasmas y entonces noté que podía ver a los cara de insecto a mi alrededor, pero entre ellos eran simplemente el buen amigo Harry o el holgazán Tim que nunca contribuía a la fiesta de Navidad de la oficina. La vida está empapada de espíritu. Llueve espíritu, no podríamos vivir sin él. Pero no había ni una nube en el cielo (sólo esos terribles tentáculos agitados y ojos ardientes que cubrían la cúpula del mundo, tan claros, tan increíbles, ¿por qué no podían ellos verlo?) y este bloque al menos estaba lleno de estatuas ambulantes, imitación de hombres.

    Pasé casi toda la tarde recorriendo algunos barrios. Era como en Sans Santo, los indigentes, los vagabundos y los chavales beatniks parecían tener alma, algunos de ellos incluso eran conscientes de que los mugwumps se habían apoderado de mucho del resto de la ciudad. Y familias, algunas de las familias estaban bien. Las gordas madres italianas y sus voceantes hijos tenían alma, había vida en los bíceps flácidos, en los camisones y en los grandes pechos hundidos sobre abiertos alféizares, y en los chillidos infantiles de alegría y dolor. Algunos de los Negros tenían almas también, viejas e incrustadas en rostros desgastados o en el giro de hombros pavoneantes, pero me sorprendió cuántos estaban en el culto también. Vi la fachada de una iglesia atestada de cultistas negros, con la piel resbaladiza de escoria y escamas, mascullando en lugar de vitoreando, con sangre en las manos, por cortes en las palmas, encharcando el suelo. No notaban que yo estaba allí. Para ellos yo era el que estaba fuera de sintonía, la mosca en la podredumbre demasiado pequeña para siquiera zumbar y molestar.

    Incluso abrí la puerta de un empujón y no se giraron —lo habrían hecho dos semanas atrás si un blanco grande hubiese aparecido sin más en busca de un poco de religión. Caminé de un lado a otro por el pequeño pasillo y me ignoraron, demasiado ocupados como estaban murmurando en los gruesos libros que sostenían abiertos ante ellos. Traté de leer por encima del hombro de una anciana, el tipo de alma vieja que tiene un sombrero de paja para todos los días de la semana, pero cuando miré la página, no vi palabras, ni siquiera papel. Sólo un vórtice espiral, diseños geométricos con ángulos tan irregulares y rayos tan extraños que vi la planitud de la página ceder a algunas profundidades alienígenas espirales. Oí un grito distante, plañidero como un bebé que acaba de aprender el miedo. Entonces me di cuenta de que era yo. Como también notó el predicador.

    —Hermanos y hermanas —dijo él, con su voz siendo un eco metálico en el pequeño almacén—. Debemos dar la bienvenida al redil a una oveja perdida —Y, como uno, la congregación se volvió hacia mí y sonrió, ojos cálidos y conmovedores de nuevo. Dando la bienvenida en lugar de morir de hambre. Durante un momento quedé tentado. Sabía que no me conocían, que esta buena gente no se mantenía al día con la buena literatura ni con los periódicos y que apostaría a que la mayoría de ellos ni siquiera tenía un televisor. Aquí, incluso un viejo escritor borracho católico budista francés Beat con problemas de chicas podría encajar, ocupar su lugar, ser forjado de nuevo en la llama de los distantes Dioses Estelares y ser hecho moral y limpio de nuevo. El aire quedó inmóvil durante un largo momento, tan inmóvil que incluso las moscas en la habitación revoloteaban silenciosamente, mirándome con saltones ojos rojos.

    El predicador levantó su códice en alto (las páginas cayeron y se mezclaron, al no estar encuadernadas en la carpeta de cuero) y dijo de nuevo: —Llega un momento en que todo hombre se encuentra en una encrucijada polvorienta. En su viaje por este camino solitario, le es dada una elección. ¡La elección de revolcarse en la inmundicia del mundo, traficar con lodo y excremento, o poder tomar el camino dorado!

    —¡El camino dorado! —dijo como uno la congregación. Mis miembros eran pesados ​​como el hierro.

    —¡El camino dorado! La bifurcación izquierda en el camino del billón de mundos. Nuestra naturaleza humana es pecaminosa, pero podemos trascenderla. ¡Podemos atarnos a un poder superior, escapar de nuestra carne y sangre haciéndonos uno con algo más grande, un destino entre las estrellas!

    —¡Las estrellas!

    El moverse y yo estábamos teniendo un problemilla de organización. Los dedos de las manos y los pies estaban entumecidos y hormigueantes, yo no podía flexionar los pectorales ni respirar hondo siquiera el aire fecundo. Mi diafragma estaba más apretado que la ropa de cama de la Marina, pero al menos yo ya no estaba gritando. La luz entraba por las ventanas del almacén, la horrible luz blanca del dios muerto ahora despierto.

    —Gran Jehová, Dios de los hebreos, incluso él es de un mundo más allá de los mundos. Yahvé, Adonái, el más altísimo y amado, Dios y el hijo de Dios, nuestro Hacedor y Deshacedor. ¡Él es un alienígena!

    Pequeños pasos. Mis ojos. Un ojo, al menos, el izquierdo, ese yo podía moverlo. Parpadeo, yo podía parpadear, y ese sonido de párpado conoce a párpado y luego se apartan rodando como viejos amantes exhaustos después del amor de una noche de invierno me salvó la vida. Parpadeo parpadeo, parpadeé. La anciana me miró a los ojos, sus pupilas estaban dilatadas, pero yo la aparté con un parpadeo. La llamada y la respuesta, —¡Dioses muertos y más antiguos que el tiempo!

    —¡Más antiguos que el tiempo! —Lo aparté con un parpadeo también, deleitándome con la canción de acuosos chasquiditos de mis párpados. La mandíbula, yo podía aflojarla. Podía girar la cabeza, apartarla de esta vigilante congregación de hombres y mujeres, todos bajitos, escamosos y sudorosos, todos inclinados hacia mí ansiosamente, esperando a que mi alma se rindiera a la masa. Yo podia girar la cabeza hacia las ventanas de la parte trasera de la iglesia y lo hice.

    Neal pasó en un viejo convertible, con la capota bajada, un tipo en el asiento del pasajero y un montón de palas y rastrillos traqueteando en el delgado asiento trasero. Salí corriendo por la puerta, ignoré la docena de aullantes gritos detrás de mí y me acerqué a la esquina. Neal tenía los semáforos con él y salió por la intersección. Llegué a la esquina justo a tiempo para que un autobús se detuviera y me bloqueara la vista. Levanté la vista a través de las ventanas y vi a la multitud de la hora del almuerzo mirándome, con ojos hambrientos y dientes apretados. Todos muertos vivientes, cetrinos y grises como Auschwitz. Algunos de ellos ya tenían cara de escarabajo, pero la mayoría sólo tenían delatores puntos carnosos en mejillas o pómulos, o extrañas falanges flexibles colgando de las barbillas. Entregados a las profundidades, pero sin haber llegado del todo aún. Pasé por delante del autobús parado, crucé la calle corriendo y grité en busca de Neal, pero él ya estaba bajando una colina empinada. El techo de acordeón sobre la redonda parte trasera del coche rebotaba y se sacudía, las palas traqueteaban, luego el coche giró a la izquierda y desapareció. Miré hacia arriba para llorar al cielo, pero luego vi la translucidez acuosa del rostro atormentado de Cthulhu muerto y giré la cabeza hacia el suelo, cansado y abatido.

    Deambulé por la ciudad durante un tiempo después, buscando una de las entradas a los viejos sistemas de alcantarillado. Llevó mucho tiempo. Tenía que evitar cualquier bloque con un edificio de oficinas o una oficina de correos: los mugwumps (así los llamaba Allen, del libro de Bill, ahora lo recordaba, maldición, debería haberlo leído) montaban fuerte allí. No es que les importara. No es que me estuvieran buscando como si yo fuera un agente secreto con un trasero lleno de microfilm en medio de la Alemania nazi, y todos fueran arios dorados con brazaletes y botas altas, dispuestos a no detenerse ante nada sólo para agarrarme, encadenarme a una pared, y apagar sus delgados y extranjeros cigarrillos en mi pecho hasta que les dijera lo que querían. Yo no era una amenaza. Aunque Neal podría haberlo sido, ¿por eso estaba él saliendo de la ciudad? ¿Para enterrar un cuerpo en el desierto o cavar un túnel hacia una dulce libertad bajo tierra y lejos del cielo blasfemo? ¿O sólo estaba en la carretera cargando herramientas de jardín sin ninguna buena razón comprensible para nadie más que para Neal, buscando el regreso a Denver o a Nueva York? Casi lloré ante la idea en extrañarlo, y me mordí el labio con fuerza, hasta que se me llenó la boca de sangre fatigada. Un coche patrulla pasó rodando, su conductor ya no estaba cerca siquiera de ser humano: era una gran mantis vestida de azul, encorvada sobre el volante tan incómodamente como una farola. Él... eso, no se volvió hacia mí. Con sus ojos de yelmo negro no necesitaba hacerlo. Metí las manos en los bolsillos y encogí los hombros, más conspicuo que un niño pequeño robando su primer cómic, y caminé en una dirección al azar, con la mirada baja. Cuando encontré una vieja rejilla de alcantarillado, saqué del bolsillo la palanquita que me había dado Allen, forcé el portal y bajé hacia la cálida oscuridad.

    Un poco de sol poniente entraba por las rejillas de las alcantarillas aquí y allá, y muros de líquenes, que brillaban de un verde pavoroso, casi estaban pintados por algunos túneles, pero mayormente tenía poco más que la punta de un cigarrillo o un trozo de periódico en llamas para guiarme en mi camino, y no había gran cosa de camino por el que necesitara que me guiaran. Estos viejos túneles del siglo XIX tomaban las decisiones por mí: un muro estaba derrumbado, otro túnel apestaba tanto que haría falta una boda de pueblerinos hasta arriba de vino sólo para dar el primer paso dentro. Sólo otro par de túneles estaba en mejor forma y se viajaba bien: papel de estraza, recientes colillas de pitillos, pulpa y trapos rancios, y montones de botellas vacías. Era bastante fácil decidir mi camino de regreso por la parte oculta de North Beach. Oí algunas vocalizaciones extrañas y arremolinadas resonando a través del túnel, un ulular de chica. Saqué de nuevo la palanquita de los pantalones y la blandí como un cuchillo, y apagué el cigarrillo con la suela de la bota.

    Me agaché, me apreté contra el curvo muro del túnel y caminé, talones por delante y en silencio, como un indio de rollo de película en serie, listo para clavar la punta del hierro en la garganta de cualquier horror tambaleante o bestia enloquecida que estuviera gimiendo y tragando aire por delante de mí. Yo era acero atravesado por venas de puro coraje. No necesitaba ver nada, podía oler el horror delante de mí, oír la piel raspando contra músculo gelatinoso y la sangre espesa como alquitrán. Incluso los pelillos del brazo estaban erizados y temblorosos, como bigotes, antenas. Con cada paso, el agarre en la palanca se tensaba más, si aflojaba el agarre, yo me caería fuera del mundo. Respiraba entre dientes, resoplando, con la lengua secándose. Yo era La Sombra, el héroe de pulpa que había leído de niño. Él acechaba en la oscuridad, con los antiguos poderes orientales que le otorgaban la capacidad de nublar las mentes de los hombres, y luego saltaba, reventándolo todo con sus armas, enderezando errores, rescatando a la chica, y con una poderosa y resonante carcajada, ¡albricias, victorioso!

    Entonces recordé que yo nunca había matado de verdad a nadie. A pesar de todas las borracheras, los saltos de tren y las confusiones en la escuela y en la Marina, en realidad nunca había hecho mucho más que meterme en una pelea medio divertida de empujones con un borracho. Incluso cuando fui guardia de seguridad nunca me molestaba en llevar el arma. Eso era una gracia. Yo no me tragaba el dolor. Nunca alimentaba ira de infancia porque se metieran conmigo al hablar joual con Memere (los chavales me rodeaban, graznaban como patos, luego se pasaban los dedos por los labios, eso es lo que escuchaban que decían). Los corazones rotos, yo los remendaba con las manitas de la chica de la puerta de al lado, o del condado de al lado. Bebía con Negros un día, y asentía durante carcajeantes chistes con los miembros del Klan al siguiente. Yo los abrazaba a todos, a las mujeres, a los viejos, a los chavales que jugaban a juegos secretos, Estados Unidos era mío. La resistencia hace reales los espíritus, yo recordaba la enseñanza ahora. Abraza la locura sin apego, algo que es tanto lo más difícil como lo más fácil del mundo. Yo lo hice con un suspiro y me desplomé para meditar en un charquito. Los aullidos y el ulular continuaban en lo profundo de la danzante espiral negra del sistema de túneles mientras yo buscaba el no-yo.

    Massachusetts. Invierno. Mucho frío, como si el clima estuviera congelado dentro de mis huesitos de pájaro y se irradiara desde el tuétano para penetrarme la piel, congelarme la ropa rígida y humearme el aliento. No recuerdo la nieve crujiendo bajo las botas porque nunca crujía. Yo era un muchacho liviano, un zagalito delgado, y la nieve sólo cruje en los libros. El verdadero recuerdo, la Ti Jean [9] real nunca oyó tal cosa. Él oía, yo oía, mis pulmones en mí, respirando con dificultad, expandiéndose y desinflándose como ondulaciones de cuero. Los chavales graznadores se han ido ahora, se han metido en los árboles. Cada árbol esconde a alguien, decidí yo, justo ahí y allí. Algunos eran malvados y se escondían al acecho, o de la justicia misma. En otros árboles, los peculiares de troncos partidos o de hojas raras, o con vainas de envoltura de hiedra, ahí se escondía la buena gente. Algunos del mal, algunos al acecho, listos para saltar con dulces o consejos o puños de hierro, listos para enfrentar a los chicos malos en nombre de los gatos jóvenes de morros moqueantes como yo.

    Miré alrededor del campo: había deambulado sobre la colina y estaba fuera de la vista de mi casa. Memere estaría preocupada. Me volví hacia la pequeña arboleda, algunos buenos y otros malos. Corrí hacia los árboles, con los dedos de los pies de pronto despiertos y punzantes en mis botas mojadas, dispuesto a ponerme a cubierto detrás de un árbol, a decidir de una vez por todas quién sería yo. Detrás de un abeto, mi alma se iba al diablo, detrás de un arce, a los ángeles. Corrí muy rápido, más rápido que nunca, dispuesto a aceptar un lado cósmico, tan emocionado de estar corriendo que corrí a través de la arboleda y olvidé del todo esconderme detrás de un árbol. Me desplomé de rodillas, en parte por el esfuerzo de correr tan rápido con abrigo de invierno y bufanda, en parte por el gozo de mojarme y arrodillarme si bien me venía en gana. Me quedé allí durante un rato, observando cómo la nieve blanca se volvía gris, excepto por la más diminuta estrella helada que rutilaba mientras el sol se ponía. Durante mucho tiempo, hasta que estuve bien y listo, me quedé afuera en el campo y, justo cuando el crepúsculo pintaba el cielo, me levanté y me fui a casa.

    Memere no se enojó cuando llegué a casa tan tarde, con los pantalones empapados y luego helados (incluso entré en la sala de estar con las piernas rígidas, para presumir). Gerard, mi hermano, acababa de morir. Ella me dijo que se lo había llevado la fiebre, y no dijimos nada. Yo no lloré porque temía que las lágrimas se me congelaran en las mejillas. Yo tenía siete años.

    Y ese recuerdo, ese hito del yo, lo reviví sentado en un charco en medio de una alcantarilla encantada, viví cada lágrima olvidada y cada hoja helada, luego lo tecleé en la Underwood de mi mente, saqué el papel del rodillo, lo arrugué en una bolita y la tiré lejos. Una ficción, recuerdos con un baño de detalles de libros y las exigencias del drama. Ese soy yo, Jack Duloz, Jack El Canalla. Lejos.

    Y sin Yo me puse en pie, con el trasero empapado en agua de alcantarilla negra, y caminé de nuevo hacia el resoplido, hacia los aullidos y las risitas de gángster loco ("je, je, je, je, je". Edward G. Robinson descubre las anfetas) con manos abiertas y corazón abierto.

    El rosa púrpura del anochecer atenuaba la luz de las rejillas de alcantarillado sobre mi cabeza cuando doblé la última esquina y vi a Allen. En la luz salpicada de una linterna caída, se estaba zumbando a un joven, el gato agachado y sus rizos zarandeándose con cada uno de las acometidas de Allen. Ambos estaban haciendo los ruidos, femeninos y chirriantes como zapatos viejos. Yo nunca había entendido bien la etiqueta sobre la interrupción de la sodomía homosexual, así que simplemente me acerqué a la pareja, miré a Allen a los (entornados, extasiados) ojos y pregunté qué demonios estaba pasando.

    —La —dijo, luego resopló—. Ciudad —Otro resoplido—. Entera —Dos acometidas, el chico de los rizos gruñó—. Está...

    —¡Bien! ¡Para ya y dímelo! ¡Envía al chico a paseo! —Le di la espalda a la pareja. Oí algunos roces, golpecitos y subir de cremalleras, luego pisadas trepando por una sonora escalera. Giré para ver a Allen allí, lamiéndose los dedos y peinándose las pobladas cejas. —En serio, Jack, lo siento. ¿Sabes?, tengo un problema. Una compulsión, es como una plaga, una enfermedad dentro de mí. Puedo sentirla retorciéndose alrededor del espinazo.

    —Tú no. Ellos —le dije mirando hacia el techo, hacia La Ciudad. Yo prefería olvidar todo el desagradable asunto.

    Allen se encogió de hombros. —Tú lo has visto, ¿no? Las caras, vacías o insectoides. Ellos no pueden verlo. A un par de... amigos, los han institucionalizado por insistir siquiera en que ven a los mugwumps. Cuanto más mojigata es una persona, mayor es la transformación, más hondo se inclinan ante el Soñador Oscuro —dijo, y él mismo se inclinó, con las manos revoloteando.

    Abrí la boca para decir algo, sólo para decirle a Allen que se callara de una vez y me dijera adónde iba Neal, pero él intervino: —En realidad es bastante asombroso, ¿quién no ha caído en el Culto de la Absoluta Normalidad?, en serio. El asambleísta estatal local es un buen tipo. Debe ser hora de que se ponga en una lluvia de ideas con sus electores allá abajo en el...

    —Alto —dije casi enojado, casi lleno de apego y deseo, pero luego sonreí—. Entiendo. Así que, ¿vas a mantener el fuerte aquí abajo?

    —¡A extender la locura! Larry está fuera de la ciudad, al igual que Neal. Después de que él saliera del antro, él... cambió. Es decir, el hombre aún está bien, aún está loco. Es que se ha hecho viejo —Allen se dejó caer en cuclillas—. Todos nos hacemos viejos, hombre. Todos menos tú. Él se va a Nevada para abrir una gasolinera —casi escupió Allen—. Maldita sea, quiere mantener a sus hijos. ¡A los renacuajos, los llama! ¡Renacuajos, Jack! —Yo dejé que los renacuajos de Neal me calaran, luego di un paso y caminé dejando atrás a Allen.

    —Nevada. Sodoma en el desierto estadounidense. Gasolina y aire caliente. ¿Qué atractivo tiene eso, el inmundo lucro? Es decir, Neal, maldita sea, él no puede haberse reformado —dijo Allen detrás de mí—. ¿Jack? —Me volví y lo miré, allí encorvado como un troll de puente, con las sombras de cuerdas de marioneta actuando en el curvo muro tras él. Su linterna ardía en naranja y débil ahora, como la atenuante luz del mundo. Yo sabía que él no se iba a mover esta noche. Tal vez tenía un bolsillo lleno de pastillas para mantenerse despierto y frenético en la oscuridad, tal vez dormiría en su propia orina o se masturbaría toda la noche hasta que sangrara, sólo para evitar unirse a la masa de gusanos del lado superior de la carne podrida de ciudad.

    —¿Necesitas dinero? —me preguntó. El dinero contaminado. El dinero maldito que las propias ratas del Señor por fortuna habían roído en pedazos antes de que yo hubiese vuelto a poner un pie en la carretera. El dinero encadenaba a Neal a la carretera, a una quimera que conducía a una estación de servicio al borde de la carretera en Nevada cuando se le necesitaba aquí para expulsar la oscuridad total.

    —No, ya soy dueño del mundo entero —le dije, metí la mano en el bolsillo y le lancé la palanquita que él me había prestado antes. Me acerqué a la escalera cercana, empujé la tapa de la alcantarilla con la cabeza y el hombro y salí de nuevo a las calles oscuras y resbaladizas. Como el lomo de una ballena varada, bonito y resbaladizo y curvándose hacia las profundidades. Ah, así era otra colina en un maldito pueblo lleno de ellas, pero sin una pizca de tráfico. Un siglo de la Madre Tierra flexionando sus negros y feroces músculos para quitarse este pueblo de encima no había sido suficiente indirecta, así que ella había llamado al Hermano Mayor como refuerzos, y La Ciudad no era lo bastante grande para nosotros tres. Volví a mirar hacia arriba, miré a la luna, un llameante ojo plateado de medio párpado. Él era un grandullón, el tipo de gordo matón de patio de escuela al que le gusta arrancarle las patas a las arañas sólo porque las pequeñas protuberancias redondas tienen un aspecto más interesante que las gráciles patas zancudas. Yo me quedé allí durante un buen rato, con el cuello estirado hacia arriba en un reto de miradas. Tentáculos gruesos como edificios entraban y salían de la niebla, vertidos desde la barbilla de Cthulhu y extendidos desde el mar, rozaban las cimas de los edificios y luego se extendían por toda esta tierra gris. Ve hacia Este, joven, atrápame si puedes. Pero, oh, puedo. Mi corazón era un metrónomo. Yo había sudado la bencedrina en Big Sur y calmado mis nervios con el agrio zumo de la baya de enebro en el dulce y descompuesto Frisco. El último buen bocado de fruta podrida. Había dejado al fantasma del viejo Gerard en el inframundo, junto con el enfermo Allen y su último par de pantalones manchados. Saqué un pulgar y, por la fuerza de la palma de Buda, un camión se detuvo para mí. Sin una palabra, subí y me colé dentro de la cabina, cerré la puerta tras de mí y partimos, hacia las profundidades de Estados Unidos.

Capítulo Cinco

    Lo mejor de viajar con un camionero como Ed era su pronto suministro de risas sólidas y una guantera llena de anfetas. Él las tomaba a puñados y ni se molestaba con la Coca-Cola que sostenía entre las rodillas. —Ambas manos en la carretera, y a comerse la línea amarilla entera —decía una y otra vez. Ed no quería aceptar que se habían emplazado las nuevas interestatales, decía que había demasiados cohetes a la luna lanzados a diestro y siniestro en remolques de carga ancha. —Dicen que son pa los Rojos, diantres, dicen que los cohetes ni siquiera existen, pero que si los ves, es pa hacer volar a los Rojos, pero a mí no me engañan. Cohetes a la luna. Bases secretas en el lado oculto. Los veo disparando en el desierto —dijo, no una o dos veces, sino cada vez que tomaba un puñado de anfetas y las perseguía con nada más que un remolino de salivoso enjuague.

    ¿Yo?, yo bebía lo mío de Coca-Cola y engullía bastantes pastillas de dieta como para olvidarme por completo de California. No recuerdo mucho, excepto sudorosos sueños sobre misiles disparados en la noche, hasta que llegamos a la autopista 99. Tanto el parabrisas como la cabina (a Ed le gustaba conducir con las ventanas abiertas, aunque maldecía al viento y a los bichos salpicados) parecían Arabia por el polvo y la arena. Ed me pasó una manzana caliente y yo la mordí con deleite. Me dolía el pelo de tan fuerte que me volaba al viento.

    —Oye —gritó— ¡Vas todo el camino hasta Montana!

    —¡No! —le dije por tercera vez o así—. Sólo hasta una estación de servicio por aquí.

    —¿Te sirve esa? —dijo y asintió hacia un oasis justo al lado de la carretera, seis surtidores y un restaurante que parecía llamarse COME. Pero habían quitado las manijas de la bomba y las mangueras, y los escaparates de las tiendas estaban hechos añicos y quedaban abiertos como la boca de un viejo desdentado. Como la propia boca de Ed.

    —Estoy buscando una que aún no se ha construido —dije amable y fuertemente, y ambos nos reímos—. ¡Qué tal esa! —gritó Ed y señaló un ralo arbusto en el lado opuesto de la autopista— ¡O esa! —Y trazó un circulito con el dedo— Me detendré ahora mismo —Ambas manos de jamón enlatado estaban ahora de vuelta sobre el enorme volante, y Ed botaba en su asiento, saltando sobre el freno. El camión tartamudeada con el estúpido entusiasmo de Ed. —¡Aquí —De la sacudida, casi me salgo del asiento—, o aquí! —Y otra sacudida— ¡O qué tal aquí! —y el zumbado a mi lado también se sacudió de repente y se golpeó la panza en el borde del volante. Luego se echó hacia atrás y siguió conduciendo como si no fuera un enervante tarado en absoluto, sino solo un paisano de la sal de la tierra que llevaba otomanas a Montana y mesas de café a California, todo parte de alguna chiflada álgebra de sala de estar.

    —¿Cuánto tiempo llevas conduciendo este camión, Ed? —pregunté. Yo olía algo acre y ceniciento como una fogata de basura, un embrague un poco quemado tal vez.

    —Tres semanas. Tres semanas el viernes —Me reí tan fuerte que él se unió a mí. Yo no podía apartar los ojos de él. Luego él paró y explicó que hacía sólo un mes había estado vendiendo revestimiento, revestimiento de aluminio. Había ascendido desde el personal que en realidad envolvía las casas con ese material, é! tenía buen ojo y mano firme, y aún mejor, una amplia sonrisa de lámpara de calabaza y un tic nervioso. El tic, demostró Ed, era un espasmo en el cuello. Lo hacía inclinar la cabeza, guiñar un ojo y sonreír con más amplitud que una pradera durante un segundo de gruesos dientes blancos. Cada vez que decía algo como "Hola" o "Viernes", Ed tenía un pequeño espasmo amistoso, el tipo de tarada sonrisa folclórica que me hacía querer quitarne la camisa por la espalda y entregársela, y los pantalones también.

    —Yo era muy bueno vendiendo revestimientos —explicó Ed, con su rostro contraído con la calidez de un robot en las palabras "muy bueno", y oh, sí, yo sabía que él era muy bueno vendiendo revestimientos—. Pero los patrones querían que vendiera más y más, todos los días —(espasmo y espasmo, dos veces seguidas ahí)—. Me dieron un guión. Decía "bueno" y "muy" y "discúlpeme" y "hoy" y toda clase de otras palabras que disparaban mi tic.

    —Pero se disparaba demasiado y me se congelaba la cara —Y se volvió hacia mí con su sonrisa silvestre y un guiño, una cara que se olvidó de volver a las proporciones humanas. La piel que le cubría la cara estaba estirada sobre los huesos y abultada junto a su ojo derecho. Su sonrisa era amplia, demasiado amplia, como si un matón en un bar hubiera clavado un cuchillo en la mejilla de Ed y le hubiera dejado una gran cicatriz desde el labio hasta la oreja. Él mantuvo la mirada durante mucho tiempo (menos mal que la carretera estaba casi vacía, yo podía sentir el camión vagando por los carriles) y luego se giró—. Nos cagaba de miedo a todos. Se quedó atascada así durante un mes o más. Pero el jefe sacó dinero de su propio bolsillo y me envió al médico, y él me arregló. Agujas largas y ungüentos y funcionó.

    —¿Y luego te despidieron, Ed? ¿Por qué gastaron todo ese dinero en ti para luego dejar que te fueras? —le pregunté.

    —Nah. Cuando regresé a la oficina, el jefe no quería que eso pasara otra vez. Así que me mantuvo en la oficina y yo vendía revestimientos por teléfono. Pero la gente dejó de comprar de repente. Los chicos de la oficina lamentaron mucho que me fuera. Dijeron que les gustaba mi cara —Y volvió a sonreír, esta vez de verdad, una sonrisa relajada alimentada por la alegría de la carretera. Apartó una mano del volante y pasó ociosamente la palma y los temblorosos dedos por el salpicadero, buscando acorralar algunas píldoras rebeldes.

    A medida que el día avanzaba hacia la tarde, comencé a preocuparme un poco porque muchos de los restaurantes y paradas de camiones al lado de la carretera de la autopista 99 parecían estar cerrados. Apenas habíamos cruzado la línea del estado, según mis cálculos, pero algunos de los pequeños establecimientos de carretera ya estaban entablados; otros parecían abiertos al principio, pero cuando Ed redujo la velocidad, vimos que sus ventanas estaban oscurecidas, las bombas bloqueadas, los estacionamientos sólo tenían matojos que crecían en arbustos. Yo no quería sumergirme en un pueblo todavía, no si incluso Frisco estaba listo para caer ante el demonio en el cielo.

    Recordaba demasiados pueblos antiguos de mis viajes con Neal en los años cincuenta, cuando los pequeños burgos del 99 aún estaban medio locos por la libertad. Una villa sobre la que yo no había escrito siquiera se asaba bajo el sol de Nevada, poco más que una dispersión de edificios alrededor de una fábrica de cercas de tela metálica. No hacían nada por ellos mismos en la pequeña Compassion, Nevada. Toda la comida llegaba en camiones, todos los camiones estaban repletos de dinero del gobierno y había millas de vallas en el camino de salida, pero cuando se ponía el sol y terminaban las semanas, el pueblo entero se volvía un poco salvaje. Los ancianos conducían sus chirriantes modelos Ford A haciendo locos ochos por la plaza del pueblo. Las chicas y los chicos golpeaban tambores de hierro y vitoreaban en sus porches. En las afueras de la ciudad, Neal y yo vimos lagartijas y ratones marrones dispersarse como si los hubiera llamado un flautista de Hamelin tocando "En cualquier parte menos aquí". Neal les daba patadas mientras pasábamos junto a la única farola del pueblo y nos adentrábamos en la bacanal del fin de semana. La fiesta era religión, entre el viernes a las cinco y el lunes a las nueve. Yo incluso conseguí un empleo diurno en uno de los bares, levantando al estilo bombero gerentes y linieros borrachos, acompañándolos por la ciudad y arrojando los cuerpos junto a las puertas de la fábrica para que les echaran un poco de agua fría del balde del capataz. El alcalde me pagaba personalmente, con pastel de su esposa más un puñado de viejos dólares de plata y un gran y cariñoso apretón de manos.

    Ya no hacen pueblos así.

    Nuestra tramo de autopista era un largo trecho de nada, a excepción de una pequeña arruga. Una carpa, una mesa plegable y un viejo descapotable, y una colina de tierra a la sombra. Le di un codazo a Ed y le pedí que por favor se detuviera, e incluso antes de que detuviera el camión por completo, salí por la puerta abierta del lado del pasajero y grité: —¡Neal! ¡Neal! ¡Soy yo, Jack! ¡Ey, Neal! ¡Sal!

    Y del montón de tierra salió, piernas y brazos sueltos y balanceándose. Yo salí de un brinco de la cabina y caí de rodillas. Neal ya estaba sobre mí, sacudiéndome el polvo de los pantalones y de los hombros. —¡Jack! ¡Jack, viejo amigo, viejo frijol, viejo colega! ¡Ha pasado...!

    Se detuvo y apartó la mirada de mí, con ojos furtivos. Luego me miró de nuevo, mostrándome una sonrisa de estafador. —¡Ha pasado mucho tiempo! ¿Cómo va el libro? ¿Recibiste mis cartas? Yo aún tengo un montón de las tuyas —Y corrió detrás de mí y, con ambas manos sobre mis hombros, comenzó a empujarme hacia la pequeña carpa—. Tienes que conocer a mi compadre también —Me volví hacia Ed. Él estaba fuera de la cabina orinando en sus neumáticos delanteros, por que daba buena suerte o, al menos, por falta de otro lugar para dejarlo volar educadamente.

    Así que yo me agaché bajo el aleteante techo de la tienda (las paredes estaban enrolladas para expulsar mejor el polvo) y noté un agujerito poco profundo, algunos mapas en una mesa de naipes y un hombre dormitando junto a la zanja recién excavada. Él tenía el pelo ondulado, de esos que parecen despeinados por el viento antes de que éste empiece a soplar, y gafas baratas. Tenía un brazo echado casualmente fuera de la sombra de la tienda y se había bronceado en un dorado brillante. Neal lo despertó pateándole un poco de tierra. —Ey, Nelly, Jack está aquí —Aunque Nelly sólo sonrió y asintió, sin molestarse siquiera en abrir un ojo y echarme un vistazo. Me gustó eso de él, en realidad.

    —¡Bueno! ¡Deja que te lo cuente todo! —Empezó Neal— Dios, cronológicamente. No, demasiado largo y ridículo, en orden de importancia —Extendió una mano e hizo un gesto como un productor de Broadway— ¡Esta! ¡Es! ¡Tu! ¡Última! ¡Oportunidad! —Agitó ambos brazos, casi listo para volar— ¡Es una estación de servicio! ¿Sabes?, yo casi la llamo estación de servicio En la carretera, pero pensé que eso podría meterme en problemas, ya sabes, con tus editores. Aunque atraería a las chicas, es increíble cuántas pasan por aquí después de haber renunciado a sus sueños de Hollywood —Su brazo estaba de nuevo alrededor de mi hombro, me hizo girar hacia la carretera y agitó su mano de nuevo en un febril intento de transformar la prolija meada de Ed en su poco meado camión en un sueño de opio de chicas en coches, todo sonrisas y gafas de sol de ojos de gato, aquí para el baile.

    —¿Neal? —le pregunté— ¿No sería ésta la gasolinera de primera oportunidad desde el punto de vista de California? —Y se rió, esa vieja y poderosa risa. La risa que antaño lo había convertido en el centro del mundo, y se volvió de nuevo y gritó por encima del hombro: —¡Ey, Nelson, tenías razón! —Si Nelson respondió, no fue con su voz ni con su cuerpo.

    —¿Ese tipo está bien?

    —Oh, sí, es que ha estado haciendo casi toda la excavación. Yo soy más un hombre de ideas. Voy a hacer de esto una atracción de carretera A-1. Pasar el rato aquí toda la semana, bombeando un poco de gasolina, tal vez ayudando a un par de motoristas en apuros, luego, el viernes a las cinco, colgaré el cartel de Cerrado y volveré rugiendo a Los Angeles. Tal vez me dirija a la ciudad. Nelson puede vigilar el lugar incluso los lunes, si tengo demasiada resaca o si me necesitan mis bebés.

    —Bebés, ¿eh? ¿Sigues con...? —Yo había olvidado el nombre de ella, la que había tenido una mirada de perro avergonzado. —Nah —dijo Neal incluso antes de que me viniera el nombre. Él sabía que ella estaba mucho más allá de quien fuese que yo recordaba—. Aunque quiero instalarme. Ya sabes, que te mantengan en movimiento te pasa factura en un cuerpo a veces —Volvió a mirarme y luego su rostro explotó en aún otra sonrisa, ésta una cálida sonrisa, una sonrisa de su ebrio corazoncito—. ¡Estás aquí! —dijo, dándose cuenta por primera vez. Luego miró hacia el cielo—. El chico es de veras de lo que no hay. Parecía algo que recogí en una red una vez, cuando yo estuve en Baja —Yo simplemente le miré la barbilla, plana como una plancha. Él iba completamente afeitado, las venas del cuello todavía eran azules bajo la piel pastosa y llena de granos. Neal no llevaba mucho tiempo aquí fuera.

    Ed, con su voz de alarma de niebla, dijo: —Ey por ahí, Jack. ¿Vienes o es éste el lugar? —Asentí y troté hasta él. Chocamos las manos, la suya todavía sudada por la resbaladiza rueda de su camión, la mía fría, hormigueante. Neal estaba un poco fuera de lugar, de alguna manera. El tiempo, la distancia y un cielo lleno de locura (y cuando estreché la mano de Ed, vi que Neal miraba hacia el cielo, no con miedo ni asombro, sino en aparente comunión. Se balanceaba sobre las puntas de los pies, como solía hacer para la poesía de Allen en Nueva York) le había hecho un poco de algo, yo no estaba seguro de qué. Una vez que Ed se marchó, con su camión gruñendo como un gordo perro viejo, caminé de regreso a Neal y miré hacia arriba también. Los tentáculos parecían estar justo sobre la cabeza, negros y translúcidos al mismo tiempo, y girando, siempre girando y trenzándose entre sí mientras salían de un vórtice central, un abismo negro de diminutas estrellas rojas.

    Todo esto era como si alguna psicodelia salpicara sobre el cielo azul y blanco desde un proyector cenital.

    —¿Ves la constelación? —me preguntó, o preguntó al cielo mismo. Yo sólo obtuve un vistazo de su oscilante y nerviosa nuez de Adán— Están vivas, ¿sabes? Las estrellas. Girando en el infinito. Son el infinito, en realidad, sólo parecen pequeñas chispas desde aquí, pero este planeta es sólo un guijarro nadando entre las estrellas, la matriz —No me miró, pero Neal cambió su tono, se puso todo amistoso, al estilo de Dale Carnegie—. Jack, ¿alguna vez has dibujado una página de unir los puntos? Ya sabes, de un elefante balanceándose sobre una rechoncha pata encima de una plataforma y ​​una gran pelota de playa en el colmillo. Te lo aseguro, Jack, une los puntos de ahí arriba —Sonrió, pude verlo en el movimiento de sus mejillas, pero él seguía inclinado hacia atrás, con la cabeza hacia arriba, tratando de ver todo el giratorio cielo onírico a la vez—. Adelante, Jack. Sigue mirando hacia arriba. Une los puntos. Caos en el centro del universo. Eso es todo lo que sabes.

    —Neal, venga ya —dije y avancé un paso. Demasiado tarde ya, pensé, mi última oportunidad desperdiciada. Quise lanzarme y derribarlo, hundirle la cara en la tierra, que Dios me ayude, recordarle a sus hijos si tenía que hacerlo, pero Neal oyó mis pisotones en la arena y giró la cabeza hacia mí—. ¿No lo ves? ¡El país, tal vez el mundo, se está volviendo loco otra vez! Tendré algo sobre lo que escribir —Y me reí.

    Una risita al principio, medio nerviosa, medio histérica. —¿Sabes? —dijo Neal— El plano de la tierra se está volviendo no euclídeo. Jack, ahora estamos a una hora de Denver, Jack. Mañana estaremos a cuatro mil millas de la misma ciudad. ¿Recuerdas Denver? ¿Recuerdas las montañas negras que parecían nubes? —Pasó el pulgar por detrás del hombro y miré hacia lo que estaba señalando. Sip, montañas como nubes furiosas, o la sombra del Gran Soñador.

    —Joder, Neal, ¿qué pasó con Colorado? ¿Se hizo más grande? ¿Nos hicimos más grandes?

    Se encogió de hombros. —No sé. ¿Tú qué crees, Jack? —Más estafas, más untuoso timo de la estampita preguntándome—. Vamos a pensar en ello mientras comemos—. Y se alejó antes de que yo pudiera decir que sí. Fui llevado tras su estela de regreso a la tienda, donde le dijo a Nelson: —Vamos a ir al casa de Mamá en coche. ¿Te traemos un sándwich?

    Nelson se agitó, un poquito. —Regla número uno, nunca comas en un lugar llamado casa de Mamá.

    Neal se volvió y sonrió: —Dice eso todos los días.

    —Y no juegues al póquer con un hombre llamado Doc —dijo Nelson antes de volver a su pequeño sueño opiáceo.

    Y no conduzcas por el país hacia un maelstrom de arenas movedizas, ciudades mortales llenas de esclavos y reinas de risas tímidas, a lo largo de autopistas rodeadas de borrachos charlatanes y trenes fantasma, todo bajo horribles cielos azul brillante con un tipo llamado Neal. Cogimos el coche y, de camino al restaurante, Neal me contó su propio roce con los seres primordiales, con el demonio Kilaya. No consiguió a la chica (sorprendentemente, Mary no permanecería virgen cerca de Neal), sino una de las formas originales del demonio. Un hombre, mongoloide pero musculoso, de torso para arriba. De cintura para abajo, dijo Neal, nada más que un cuchillo. Neal estaba en México, dijo ("Salí a buscar un poco de leche para los niños. Me tomó seis semanas"), y vio al espíritu en el marrón silvestre de algún campo muerto, rascando un camino con la punta de su cuerpo-cuchilla—. Fuimos nosotros, Jack —explicó Neal, riéndose—, nuestros viajes, la forma en que cosimos este país. Fue un mensaje, una señal y un presagio, un telegrama de Dios. Y entonces él me susurró al oído —Y luego Neal me susurró al oído, y no era el sutra que Marie me había susurrado antes. Neal había recibido una enseñanza más oscura.

    Él había caminado hacia el giratorio espíritu y, sin saber qué otra cosa hacer, se había inclinado ante él. Y en los filos que ahora giraban lentamente, Neal se vio a sí mismo. Dos reflejos, uno a cada lado del filo. El primer buen viejo Neal, cabello engominado, ojos chispeantes y una voz como la alaeteante flauta de un monje. Pero cuando Kilaya giró, el lado siniestro de la daga mostró otra imagen: Neal cetrino y desinflado, piel gris estirada sobre huesos deformados y puntiagudos. Los labios habían desaparecido, reemplazados por un enorme corte de piel irregular que mostraba las mandíbulas y las encías. Pero en ese horrible rictus petrificado de rostro, poder. Los ojos del fantasma de Neal brillaban y latían con ese poder, su lengua era larga como una serpiente, y se agitaba, lista para matar. Y capaz de matar también, con una palabra, con una sílaba alienígena que los simples humanos ni siquiera pueden soñar con pronunciar. Neal podía hacerlo. Dio a luz a una generación, podía matar a una generación. Lo único que tenía que hacer era unirse al negro y retorcido caos en el cielo.

    —Pero —dijo Neal, con el rostro iluminado, pintado de naranja por el sol que se ponía lentamente—. Pero eso no fue una advertencia, Jack, fue una promesa. Al igual que Kilaya aprendió la compasión y recurrió a la protección del dharma, yo puedo. Por eso fue enviado en lugar de otro bodhisattva, de un anciano o de un bebé. El mundo está cambiando de nuevo, hay poder en los cielos. Deberíamos agarrar algo, usarlo. Llama a tu gran agente de Nueva York por mí, Jack, cuando lleguemos a un teléfono público. Usa un saco de arpillera entero lleno de cuartos de dólar si es necesario, porque vamos a reescribir el mundo —Y con eso, llegamos a casa de Mamá.

    El hombre del brazo de oro tenía razón, el casa de Mamá era horrible. Cerezas marrones en el pastel, helado de vainilla gris y luces parpadeantes. El Mamá tenía una máquina de discos llena de antiguos jazz blancos de 78, deformados desde hace mucho tiempo por el sol y la propia atmósfera sellada del restaurante de hojalata. Los altavoces cantaban como ballenas extrañas y distantes, incluso los clarinetes eran graves y hacían retumbar y gemir el suelo. Neal estaba dibujando un símbolo con pimienta y sal. —Yin y yang. No puedes tocar las notas sin los silencios, como bien sabes —Y colocó una pizca de pimienta sobre una lágrima de sal—. A veces, el apego se puede conquistar mejor a través del exceso. ¿Recuerdas mi carta? La parte sobre la chica en ese autobús de... copón, ¿cuánto fue?, ¿hace quince años? La pequeña virgen perfecta en el autobús. La forma en que superé toda la charla trivial, la forma en que me aseguré de que ella fuera carne para mí. Un pequeño capullo de rosa entre sus muslos sudorosos.

    —Espera, creía que no habías conseguido a esa chica.

    Él resopló —¡No la conseguí! —y el símbolo del Tao se derrumbó en un estallido de arenosos condimentos. Me limpié las manos con una servilleta—. Pero admití que lo deseaba, que la deseaba. Eso fue suficiente. Yo estaba abatido en aquel entonces y, por supuesto, encontré a otra chica un par de días después —dijo cuando la chica con su sándwich de tocino lo encontró y él sonrió hacia ella—. Pero ahora no lo estoy. La búsqueda es la cosa, no la obtención, ¿sabes? —Yo no lo sabía en realidad—. Entonces —dijo Neal—, creo que debería entregarme al Soñador Oscuro, y luego, ligado a ese poder, puedo usarlo para proteger la realidad del caos que se precipita sobre nuestras cabezas. Acepta la amenaza, se desvanece. Resístela, y permanece —Empujó la esquina de su sándwich dentro de su boca lujuriosamente, y habló entre el crujido—. Yo seré un protector del dharma —eso es lo que pensé que dijo. Así que dije: —¿Qué has dicho? —Y él engulló saliva como una serpiente y dijo: —Yo seré un protector del dharma.

    Se inclinó sobre la mesa de formica como un tipo que busca un beso de su novia adolescente. Lo único que faltaba era el batido. —Mírame, Jack. Sé que tú también tienes el don. El jazz. Yo ni siquiera escribí mis cartas en caracteres de la Tierra, Jack. Nunca habrías podido leerlas de otro modo si no hubieras tenido el jazz en ti. Mírame, amigo. ¿Hay algún rastro en mí? Sí, quiero establecerme, pero no soy un mugwump —Se envolvió con sus largos dedos su propia garganta—. Este cuello nunca ha sentido la soga de una nudo.

    —De veras que no creo que eso te califique para el estado de bodhisattva —le dije. Los ojos de Neal eran plácidos como lagos congelados.

    El asintió. —¡No! —Un dedo levantado, uno de esos pequeños y extraños gestos que Neal había aprendido de algún oficial penitenciario cabeza de cemento en el reformatorio. Un dedo podía acallar una habitación de mocosos duros. Me señaló con el dedo índice y el dedo tenía un callo. Su pequeña máquina de escribir Underwood también debía de haber probado algo de sangre cuando él escribía sus cartas—. ¡Todavía no! Pero ese es el viaje, ¿verdad? Un cruzar el país a través de caos y de cultistas, esa será la iniciación. Veremos a los viejos, los lisiados, los moribundos, los corruptos y retorcidos hombres-animales que se hacen llamar Ned y todos sus compadres de la liga de bolos también.

    —Moldes de gelatina. ¿Alguna vez has visto estas cosas? —Agarró los lados de la mesa y la sacudió. El relleno de mi sacrificado pastel de cereza se sacudió, y las migajas cayeron y giraron en pequeñas órbitas en el plato. Vi un pelo en el desorden (genial) pero Neal era lo realmente perturbador—. Gelatina, como la maldita salsa de arándanos. Todo el mundo se la come. ¡Mis hijos, Jack! ¡Se la dan de comer a mis hijos en la escuela! —Se relajó y deslizó las manos por el borde cromado de la mesa, hacia su lado—. Tuve que irme, ¿sabes? Tenía que recuperar la vieja magia —Luego miró por la ventana grande—. Nadie necesita comprar gasolina por aquí de todos modos.

    —Nadie excepto nosotros —Entonces se hizo el silencio, excepto por el estallido y el zumbido del letrero de neón gigante MAMÁ en el otro lado del techo.

    Por fin Neal dijo, más pensativo de lo que nunca lo había oído (y resultó triste, pues incluso él sentía la necesidad de pensar antes de actuar en lugar de lanzarse a ello, un espíritu puro). —Tal vez no sea tan malo. ¿De verdad es peor que lo que pasó antes? La gente se suicida por razones igual de tontas. La gente va a trabajar, se llena de carne, se arrodilla y llora ante una cosa u otra, vierte bebés de sangrientas entrepiernas y luego alimenta a los gusanos —Se volvió hacia mí con su antigua sonrisa—. ¿Es eso acaso diferente? Nosotros hemos vuelto, para buscar... —Y se detuvo, con la lengua fuera, con los ojos torcidos pensando, por fin como un escritor, sobre cuál sería la palabra perfecta—... más lejos. Y ninguna otra persona lo hace ya.

    —Sí —dije yo, lento. Neal estaba un poco desconectado. Él podía ver cosas que yo no podía, sabía cosas que yo no, y traficaba con espíritus oscuros, al parecer. La carretera era mía, este país y este viaje seguían siendo míos, pero esos lugares entre los espacios, el irrespirable vacío entre los átomos de aire, todo eso le pertenecía a Neal, eso fue lo que me había dicho al oído entonces el zumbido de la pequeña Marie—. No es tan diferente, aún no. Pero una vez que volvamos a la carretera, creo que puede haber problemas.

    Y con eso, comenzó. La tierra retumbó. La cristalería y los tenedores cantaron como un aterrorizado coro griego. El horizonte estalló en pilares de llamas. Cohetes; estilizados y curvos, como el boceto de un torso; volaban hacia el cielo púrpura, lentos pero furiosos. Diablos de polvo marchaban y giraban como un ejército de goblins por el paisaje, ciegos, locos, chocando unos contra otros, consumiéndolo todo y oscureciéndolo todo, salvo las flamígeras saetas de calor blanco. El fondo del restaurante tembló entonces cuando los misiles se elevaron en hilera, como escalones hacia el cielo en la distancia. La pobre máquina de discos, ya un invernadero de maltratado jazz, simplemente no pudo soportarlo. Las arañantes frecuencias agudas en cada primer compás se aceleraron, chisporrotearon y finalmente gritaron, luego pararon, saltando en semiterror, como una hiena o como bloques de hormigón raspando las esquinas en un suelo asesino de rejillas de acero.

    —Ed tenía razón. Como la Torre de Babel, ellos quieren la luna. No tienen idea de lo que arrastrarán aquí abajo desde el cielo, ¿verdad? —Neal respondió empujéndome una servilleta en el regazo. Se tapó la cara con la suya, como un desperado de película antigua, y se levantó con determinación, como un hombre a punto de robar un banco, o al menos exigir un préstamo de uno. Yo lo seguí fuera del restaurante y hasta el interior de la tormenta de polvo justo cuando las luces en casa de mamá se apagaron. El tocadiscos croó un adiós final.

    Afuera, vadeamos a través del polvo; en su mayoría, éste sólo actuaba en remolinos alrededor de nuestras espinillas. Neal tropezó, pero yo lo pesqué y tiré de él hacia arriba contra el viento. Juntos logramos llegar al coche y caímos sin más sobre las puertas y luego sobre los polvorientos asientos. Neal no había puesto el techo, pero yo lo iba subiendo mientras él intentaba el estrangulador, y después de unos minutos, minutos de tirar y soltar y recibir golpes en la cara por el viento y la lona, ​​logré bajar el viejo caparazón de almeja. Neal logró que el coche ronroneara como un gatito y limpió volante y salpicadero con la servilleta. Me arrebató la mía de la mandíbula y sacudió el polvo del asiento con ella. Luego se detuvo y se quedó mirando, más allá del picado parabrisas, hacia las cambiantes arenas.

    —Creo que nos olvidamos de pagar —dijo. El coche gemía y se inclinaba hacia la derecha, empujado por el viento.

    —Conduce —dije y Neal dijo dónde y yo dije, porque Estados Unidos tenía que rehacerse y restablecerse con la aguja de su disco de los cinco éxitos de jazz colocado en el primer surco de nuevo—. Ve al Este, joven.

    Y así lo hizo, a toda velocidad sobre una estela de arena, más de lado que hacia el frente, dando tumbos y sacudidas mientras el motor gruñía como si estuviera lleno de canicas, hasta que encontramos la autopista otra vez. Entonces las llantas besaron con fuerza el asfalto como una ramera bien pagada y estuvimos fuera, más allá del viento y la arena. Aunque en los espejos, pese a que estaban agrietados y dentados, podíamos verlos. Cohetes a la Luna en cada faceta del cristal, subiendo la joya del cielo. Docenas de ellos, dejando atrás tierra muerta calcinada.

LIBRO DOS

Capítulo Seis

    La tierra se contrajo, luego se expandió como el vientre de un viejo vagabundo gordo y roncador bajo un techo con goteras. Conducíamos medio a ciegas a través de Utah, las pocas millas que quedaban, a través incluso del vapor que subía ondulando desde el capó al rojo vivo de la tartana de Neal. El estado era un horrible vacío de ciudades entabladas por las que pasábamos volando, por agrietados edificios alcalinos y retorcidos horrores por encima que sólo nosotros podíamos ver. El Soñador Negro llenaba cada pulgada de nuestra visión, tentáculos destellando bajo la luna, garras montañosas hundiéndose hondo en las arenas al lado de la autopista. Ni siquiera había espacio para que cayera la sombra, así que Neal y yo no despegábamos los ojos de lo que podíamos ver de la línea amarilla de la autopista. Cuando el coche estuvo a punto de fallar, Neal dio un volantazo y nos llevó derrapando media milla por la carretera. Paramos al final bloqueando ambos carriles de la carretera. Luego Neal salió a la fría noche y se dejó caer sobre el capó, que estaba caliente. Yo podía oler el vello de sus brazos ardiendo, pero él se acurrucó dentro y tomó una sola bocanada de aire. Con la exhalación, el dolor y la presión desaparecieron, su larga nariz y orejas incluso se relajaron, cayendo un poco. Diantres, nos habíamos hecho viejos en alguna parte de la línea. Pero Neal estaba descansando como un bebé, con una sonrisa opiácea pintada en el rostro con una única y alegre pincelada de Dios en un lienzo en blanco. Yo me quedé allí, temblando en la oscuridad, mientras Neal se calentaba en el humeante acero de Detroit de su coche.

    Fue una enorme camioneta la que llegó sobre nosotros. Llegó rodando y se detuvo a unos veinte pies de distancia, en ralentí de gruñido grave y destellando con sus luces. Yo levanté una mano y entorné los ojos. Neal se limitó a sonreír, con los ojos cerrados y las manos en el regazo, gentiles como flores. Las figuras en el coche, había al menos cuatro, no se movían en absoluto. No sé si esperaban a que nos moviéramos o que cayéramos como figuras de cartón, pero eran bastante pacientes. Los hilillos de humo seguían serpenteando desde la rejilla y hacían un bailecito en el aura de las luces brillantes. Luego esos salieron en tropel por las puertas de la camioneta y corrieron hacia mí. Inmóvil de estupidez, agité los brazos y dije: —¡Ey! —justo cuando el primero, un paisano en pantalones negros y la camisa blanca mejor planchada que jamás había visto, chocó en barrena contra mi estómago. Yo lo aparté de un puñetazo, pero él se colgó de mi brazo. Le di una patada, pero otro tipo (mismo tipo de camisa pulcra) ya estaba allí, agachado, agarrándome ambos pies. Uno de mis zapatos salió volando. Ellos trabajaban juntos muy bien, los dos primeros sólo estaban allí para llevarse mis puñetazos, puñetazos demasiado débiles por el alcohol y la resaca, de todos modos. Fueron los grandullones de los asientos traseros los que de verdad me dieron estopa con grandes puños demoledores. Luego estallaron petardos y el más grande, un monstruo con manchas en los sobacos de la camisa, cayó muerto. Los otros me dejaron caer y aullaron: —¡Antiguo, Antiguo! —Y se reunieron alrededor del gran hombre, tan preocupados y azogados como bebés que ni siquiera notaban que estaban sangrando. Yo me retiré a rastras y vi por el rabillo del ojo a Neal colocar con cuidado unas cuantas balas más en un revólver, apuntar y disparar a los brazos y piernas en jarras de los trajes. Luego salió del capó y se allegó a los cuerpos que no estaban del todo muertos. Gemían un poco. El más grande de ellos en el fondo del montón balbuceaba y susurraba a la sangre en su boca desde más allá del velo.

    —¿Por qué me atacaron? ¿Eran cultistas?

    Neal se encogió de hombros. —O cultistas o mormones. Sabían cómo trabajar juntos al menos —Él rió—. ¡Tal vez eran misioneros! ¡Ja, ja, casi te llevas algo de religión, Jack! —Yo le eché una mirada a Neal. Él estaba demacrado y desgastado, pero lleno de electricidad estática. Había espíritus gemelos en él, como los dos lados de una daga, peleándose, jugando e intercambiando viejas historias mientras tramaban su propia pequeña aventura. Yo sólo era lastre en cierto modo, lo sentí, y eso me dio ganas de llorar.

    —Acabas de dispararles, a sangre fría —dije, haciendo todo lo posible para evitar que se me quebrara la voz. Tenía un gran moretón enterrado entre dos costillas por la paliza, así que era bastante difícil hablar de todos modos.

    —¡Les disparé a sangre caliente! —dijo él gritando hacia el cielo. Y disparó de nuevo, hacia la masa de cielo reptante—. Hablando de sangre, mira dentro del charco. Yo voy a poner nuestras cosas en la camioneta. Tenemos que llegar a Colorado lo antes posible —Miré en el charco y vi cuatro pequeñas almas, masas de hilos de algodón de azúcar convertidas en caritas de bebé, ahogándose en la sangre negra. Chisporroteaba sobre el frío asfalto.

    Sin una palabra, Neal hizo tres viajes entre los coches, incluso cargó gasolina extra de su maletero dentro de la camioneta, luego se sentó al volante y me esperó. Me tomó un rato, y no sólo porque tuviera algunos rebotes y golpes, para llegar a la puerta del coche y sentarme junto a Neal. Había visto las cuatro pequeñas almas, tan morales y limpias, marchitarse y burbujear en el fango, hasta que no fueron más que puntuales estrellas. Luego de entrar, y en un sordo y palpitante agotamiento, caí dormido mirando fijamente la línea amarilla de la autopista.

    Desperté en Denver dos días después. Estábamos escondidos en Larimer Street y, cuando por fin desperté, Neal se había ido. A buscar chicas o a explorar, probablemente, despertando el mismo viejo infierno que se detuvo cuando yo lo había arrastrado fuera de aquí años antes. Dos rameras (sin chulos; amigas de Neal, probablemente; pero pasamos dos días juntos en una vieja cama grande) me dieron té y pringosas sardinas de una lata abollada. Me palpitaba la cabeza y sentía la boca llena de algodón fantasmal. De vez en cuando una de las chicas se metía en la cama conmigo y se acurrucaba. Aunque eran tan suaves y tan bien amamantadas; Lurlene y Sarah, con curvas como cálidas almohadas de invierno; que mi pobre cuerpo magullado no se quejó.

    Lurlene era del tipo tranquilo, una prostituta de novela de diez centavos, de cara como tallada por el viento y de tapa dura, pero con una sonrisa para un hombre andrajoso nuevo en la ciudad, y Sarah era la burbujeante con largos rizos. Ella es la que me susurró que Denver se había vuelto loco por una fiebre de otro mundo. Obscenas blasfemias de desnudos hombres de negocios hinchados y mujeres con forma de pera, con caderas y muslos surcados por un varicoso relámpago azul, sobre los escalones de las copiosas escaleras de mármol enrojecidas por la sangre. Chicas sujetadas y violadas en las escuelas, contra los casilleros, no por los chicos obligados a arrodillarse y a mirar, con las pichas flojas y metidas entre las piernas, sino por el director, y por los padres del pueblo vestidos de negro. El viento siempre sabía a ácido y a polvo de carbón porque los hombres del pueblo —no porque fueran esclavos, sino porque todos entendieron la idea a la vez— marchaban hacia las afueras y comenzaban a cavar. Primero con picos, luego rugiente dinamita durante las veinticuatro horas del día, excavando profundamente bajo tierra. El turno de noche rodaba por las calles durante el día subido en camiones de pollo y heno, gritando por la muerte y por el hambriento abrazo de los tentáculos.

    —Y nosotros no tenemos salida al mar, cariño —murmuró ella—. Estos muchachos ni siquiera han visto un tentáculo —Ella sí lo había visto, no obstante, en Chicago, de donde era. La chica era una freudiana espontánea. Veía que yo me estaba agitando, entusiasmando por salir a la calle y hacer algo estúpido, algún ridículo y glorioso acto de futilidad, así que me acarició el pelo, me besó la frente y me habló de Greektown y de las ensaladitas que conseguía gratis de los hombres peludos de amplias sonrisas y cejas espesas como arbustos. Ahí es donde ella llevaba a sus novios también, cuando vivía en la cúspide de su antiguo empleo secretarial y en su nuevo trabajo como muy fiable compañía, y pedía ensaladas para ella y para su hombre. Y éstas llegaban, pequeños tentáculos púrpura, todos llenos de ventositas besadoras que asomaban bajo hojas de lechuga y queso feta empapado en vinagre, en cuencos claros con diseño de hojas grabado en el cristal. Y si el chico parecía todo confundido y decía: —Bueno, ¿cómo evitas que las ventosas se te peguen a las mejillas? —Ella simplemente sonreía y decía: —No lo evitas. Se pegan, pero sólo un poco —Y comía un gran tenedor de la cosa.

    Y ella hizo eso durante meses, esperando a que algún hombre comiera la ensalada sin montar una escena, y cuando no pudo encontrar uno, se fue de Chicago y vino aquí en busca de una nueva vida, intentando encontrar uno o dos hombres de verdad. —Tú eres un verdadero hombre, Jack —me dijo. Yo reí (ah, y eso me dolió en las costillas, incluso junto al suave cuerpo de Sarah) y dije que ella debería haber salido con uno de los camareros del restaurante.

    Neal venía de vez en cuando, a veces con pesados que se pegaban como lapas. Beats de barbas hirsutas, chavales en Levi's y chicas, casi siempre chicas, algunas incluso con tejanos o todo de negro como malos poetas universitarios. Murmuraban, hablaban y comparaban notas mientras yo vagaba entre la realidad y la tierra de los sueños, donde los shoggoths aún acechaban con el rostro de Marie. Yo nunca me despertaba de golpe antes de que el icor animado de sus extremidades —una descarga asquerosa tanto sólida como líquida al mismo tiempo— me envolviera, pero Neal siempre estaba junto a mi cama a tiempo para despertarme o para reírse y atraer mi mirada borrosa. Él siempre olía a alcohol ahora, a la ginebra y el ron baratos del motociclista y el minero sin blanca—. Jack, debes ver el mundo exterior. Es como algo vivo y que crece, que cambia todos los días. Ensangrentado y gritando, como un recién nacido o un chino en un pastel de arroz, ni siquiera podría decirte cuál. Pero esta noche, los sombríos supervivientes de este régimen alienígena van a montar una fiesta. Tú eres el invitado de honor, Jack, así que espero que intentes despertar si puedes. Todos los arreglos están listos, y todos parecen estar deseando conocerte. Eres una luz sobre del dharma, dicen. El Señor sabrá cuántas bebidas e invitaciones he conseguido por un tranquilo rollito en un colchón chirriante gracias al libro. ¡Estás destinado a ser lo más grande que ha llegado a esta ciudad desde las Montañas Rocosas! —Luego salía corriendo de nuevo, hablándose a sí mismo, en lugar de a mí, sobre lo mucho que necesitaba ir a un extremo de Capitol Hill para hacerse a una tal chica, y luego regresar rodeando el bloque para encontrarse con un Rey Velado y con un ejército de chirriantes hombres murciélago. Lo mucho que necesitaba encontrar un cuerno de hueso lleno de sangre para convocar a las legiones de goblins que lo llevarían, en un sedán hecho de costillas de bebés, hasta los ocultos caminos pavimentados con ónice que conducían al templo del Maldito. ¿Qué se puede decir, sino "¡Buena suerte!" y esperar a que comience la fiesta?

    Y la misma estaba bastante bien. La mayoría de los invitados eran humanos o casi-humanos, sapos que babeaban en sus propias cervezas (también trajeron su propio barril, yo pasé a otro una taza que me ofrecieron) o gigantes Mongoloides que espiaban por el ventanuco el interior del apartamento y sonreían, hasta que me acerqué para abrirles la puerta y se fueron tímidamente a los rincones de la sala de estar a observar. Un mugwump llamado Doc había aparecido y jugaba al póquer consigo mismo, con una mano ganadora agarrada en cada uno de los diez flacuchos brazos de araña. Unos cuantos de los viejos borrachos que conocían a Neal desde que era pequeño (—¡Yo fui un verdadero renacuajo! —anunció Neal mientras empujaba hacia mí a un viejo llamado Howie, y Howie sonrió y mostró entre los dientes un hueco lo bastante grande como para poner una armónica) se unieron al juego, olvidando insensatamente la antigua regla de nunca jugar a las cartas con alguien que se hiciera llamar Doc.

    Pensé que algunos de la vieja tropa estaban allí, incluida la antigua chica de Neal, de la primera vez que yo lo conocí cuando el mundo era joven, pero que sólo era un shoggoth enviado aquí para volverlo loco. Ella brillaba en los bordes y olía a pantano, tenía los ojos resbaladizos como los peces. A Neal no le importó, cruzó la habitación como una polilla feliz y la acorraló con una argucia de inspiración divina. Se fueron juntos, el brazo de él en esa cintura y la de ella estirándose como alquitrán en la punta de un palo para envolverle los hombros una vez, luego dos veces. Yo me acomodé junto a algunos chavales pequeños sentados en torno a un equipo de alta fidelidad en desordenadas posturas de medio loto, algunos apoyados contra la pared, tamborileando con la cabeza contra el delgado yeso. Nuevas canciones, cortas y sencillas, bam bam bam en guitarra y batería. El rocanrol no es más que estrangulado blues chirriante y pálido por las garras de muerte extranjeras, y así se lo dije. Ellos no dijeron mucho en respuesta, aunque uno de ellos, un chaval con los ojos cegados por el flequillo y los párpados caídos, me llamó "papi" y luego resopló y ahogó una risita. Estaban demasiado flacos para hacer mucho más que levantar la aguja (literalmente, cada uno de estos personajes tenía brazos blancos y finos, los seis juntos no podían generar suficiente repulsión ni para quitarle el tapón a mi cerveza) y poner otro episodio de golpes y gemidos tribales, así que me quedé sentado a escuchar cualquier amor que pudiera haber entre las escasas notas. No había mucho, pero pude sentir los latidos del corazón a mi alrededor cayendo en el ritmo de 4/4 de la melodía, e incluso del mío, aún revoloteando debido a un puñado de anfetas regadas con cerveza, tropezando y agarrándose para unirse a ellos. Cuando terminaba un disco (pequeños de 45, ¿hay siquiera espacio para el arte en esos pocos surcos) los polluelos ni siquiera hablaban sobre la canción, ni asentían ni decían lo buena que era. Simplemente ponían otra, como bibliotecarios ordenando libros alfabéticamente. Así que me levanté y me fui, atrapado al paso de una joven con piernas hasta el cuello, pelo rubio mantequilla hasta las rodillas y andar de vaquero. Ella llevaba botas y tejanos tan ajustados que debía de haber estado engrasada al ponérselos esa mañana. En el bolsillo tenía un librito con las esquinas de las páginas dobladas. Yo me acoplé su lado, saqué el librito, lo puse en mi gran palma y lo sostuve frente a ella. Con la niña bonita que era, sonrío poco, mostrando sólo dientes redondos entre labios carnosos.

    —¿Es bueno? Es bueno ver a una chica leer por aquí, te lo aseguro. A veces me pregunto si las chicas quieren hacer algo más que casarse, ¿sabes? —Ella asintió, sus ojos se apartaron de mí como un pajarito—. Sí, me gusta. Todo el mundo lo está leyendo hoy en día. Es muy... —Aspiró el aire de una montaña de una milla de altura, luego evocó su adjetivo—... inspirador. Es lo que me trajo aquí a Denver —Emocionada ahora, su mano de niña me apretó el brazo—. Amo esta ciudad. ¿Puedes creer esta fiesta?, ¡es justo como la del libro! —Giré la muñeca para mirar la portada (probablemente debería haberlo hecho primero) y era mi libro. No pude evitar sonreír—. Je, creo que la fiesta es un poco diferente en estos días, con los personajes extraños de aquí ahora —Se acurrucó junto a mí y pasó a una de las páginas con una esquina doblada—. No, mira. ¿Ves? —Y allí estaba, en mi libro, el mugwump del póquer, los bobos modernos encorvados en un rincón, Neal, con los pantalones por los tobillos, sacando su orina hacia la boca de cuenco, encarada hacia el cielo, de una mujer arrugada por haber encogido hasta un brazo de altura

    —Léeme un poco —le dije y le puse el libro en el pecho—, en el porche —La saqué a empujones de la choza como una monja a un escolar que hace novillos. Había chisporroteantes estelas de cohetes cruzando los cielos, algunos hacia arriba, otros hacia abajo y en círculos, trazando el óvalo de la tierra. Ni siquiera en Denver se podía ver ya las estrellas a través de las rayas de humo y llamas. El purgatorio se había colado en algún lugar entre el cielo y la tierra. Incluso la luna se reducía a una dispersión de neblina, pero había una bombilla vieja en el techo del porche que sólo tenías que encender (y sólo tenías que decir "¡Ah!" y apartar los dedos quemados después de que se encendiera, yo hice ambas cosas) para tener luz y que ella pudiera leerme sus pasajes favoritos. Y los leyó. El enfrentamiento con el culto en las profundidades de la tierra, ficción de pulpa de disparos, el viejo Moriarty [10] llorando por su bloqueo de escritor hasta dejarse los ojos negros de sangre (había hecho de su alma un regalo a la musa equivocada, decía el libro). Yo no recordaba haber escrito nada de esto todavía, y no recordaba haberlo leído por grandes fajos de efectivo ante auditorios llenos de hombres y mujeres jóvenes de mentes serias, del tipo que planchan los cuellos de las camisas sólo para lucir bien cuando llegue el momento en que usen collares de hierro. Pero dejé que ella siguiera leyendo porque la voz era melosa y tan interesada que sacaba el secreto razonamiento detrás de cada torpe palabra. Ella cantaba las cosas, en realidad, y tan bien que no oímos las sirenas hasta que circularon el bloque como indios. En el momento rojo y blanco de las luces de la policía, yo levanté la mirada y vi el nuevo escuadrón de brutos. Matones callejeros vestidos con sacos de arpillera y armaduras de tapacubos sobre pantalones de oficina y elegantes zapatos de policía (negros, pero no polvorientos, relucían en la, por otro lado, vaporosa neblina de la noche), y una mezcla de sombreros de diez galones y gorras de paleto. —Oh oh, no creo que hayan venido aquí para la fiesta —dijo mi chica de miel, pero a mí no se me ocurría otra razón para que se presentaran. Ella volvió a guardar el libro en sus tejanos antes de que yo pudiera robárselo y caminó hacia atrás sobre sus incómodos tacones hasta que estuvo dentro. Yo sólo sonreí y me agarré a la barandilla del porche y les grité hola mientras ellos tomaban cuidadosas posiciones alrededor de la casa, detrás de convenientes coches al otro lado de la calle.

    —¡Si puedo ayudarlos con cualquier cosa, oficiales...! —En el ojo de mi mente, vi que todos eran humanos, ni rastro de mugwump en ellos. Neal estaba a mi lado, sosteniendo una hoja de papel mecanografiado—. Mira esto —dijo emocionado, como si por fin hubiera logrado escribir algo. La dobló por la mitad, a lo largo. Los policías; o tal vez sólo civiles disfrazados fingiendo, pues no tenían planta de policías; excavaron en sus extraños disfraces en busca de sus revólveres. Algunos de ellos tenían pequeños .38 de cañón corto, otros empuñaban grandes armas monstruosas, del tipo que a los viejos habitantes de Denver les gustaba exhibir, acunadas como dulces bebés en manos grandes y callosas. Neal dobló el papel por la mitad y luego por la mitad otra vez—. De verdad que no creo que éste sea el momento para un viejo truco de magia —dije. Alguien le había flipado la mente a Neal una vez, en el reformatorio, con el viejo dicho de que no se puede doblar el papel por la mitad nueve veces. Casi cada vez que por fin lo sentaba frente a una máquina de escribir y lo dejaba a solas durante una hora, yo regresaba a una habitación llena de rebotantes pedacitos de papel, todos como brotes de los poco entusiastas pliegues de Neal.

    Los kavernícolas del kuerpo de Keystone que nos rodeaban también eran poco entusiastas, pero no hace falta ser un asesino para convertirse en un homicida, y yo estaba empezando a agarrar el porche con demasiada fuerza, las manchas de pintura se derretían en mis palmas. Intenté llamarlos de nuevo, pero me ignoraron por completo. Neal dobló el papel dos veces más; ahora era un diminuto bloque sostenido entre los dedos y los pulgares. —Mira, Jack, mírame —me dijo, como un niño pequeño. Lo dobló de nuevo, con mucha facilidad, aunque ahora era un montón rígido de acordeón en sus deditos. Yo lamenté no haber traído mi cerveza aquí fuera, tenía la garganta demasiado seca para decir una palabra. Sólo pude ver cómo disparaban a Neal primero (porque yo tenía que estar vivo para verlo caer) y una bala atravesando esa estúpida hoja de papel, reventándola en polvo y copos que flotaron dramáticamente sobre nuestras caras de sangre de Pollock. Neal estaba gritando sobre algo y dos de los policías habían corrido hacia el porche y habían comenzado a salpicar apestosa gasolina por las barandas y el suelo. Yo sabía, en algún lugar profundo de mi cerebro de reptil, esa parte de pelear o huir o follar que me unía a este maldito mundo, que si los pateaba o si gritaba pidiendo ayuda siquiera, recibiría una bala. Por supuesto, quemarse hasta morir no se perfilaba como un gran modo de terminar la velada tampoco, pero la posibilidad simplemente parecía distante, como la larga espera de un tren en una película que sale de la pantalla y se estrella motor por delante dentro de los asientos de la orquesta, con su parpadeante blanco y negro entrando a golpes en los verdaderos colores del mundo.

    —¿Ves? —dijo Neal sosteniendo un extraño fajo en su mano— ¡Doblado diez veces! Este es un nuevo mundo en el que vivimos. ¡Si lo soñamos, podemos serlo, todo mientras el Soñador Oscuro mismo busca matar los sueños de toda la humanidad!

    —Genial —dije. No podía mirarlo sin ver la sangre salpicada por su frente, una tremenda cavidad palpitante, con un corazón aún vivo en su interior, donde su pecho pronto solía estar—. Vamos a morir ahora, me parece—. Y Neal se carcajeó, un "ajajajajaja" casi como uno de los de Allen, y se agachó. Deslizó los brazos entre los rieles y enterró los dedos de ambas manos en el suelo, luego levantó la vista y me mostró esa sonrisa campesina, sesgada en el rostro—. ¡Observa! —dijo y, con eso, despedazó el país. La tierra se rasgó como velas en el viento y los policías y los coches e incluso la contaminación ambiental de cien cohetes desaparecieron sin más. Hacia algún no-ser, un oscuro no-ser, el negro reflejo de la dicha del nirvana. Simplemente negro, como el espacio sin estrellas. Yace bajo la tierra como un amante bajo una manta, desnudo y esperando. Luego la grieta desapareció y la calle estaba vacía otra vez: asfalto, cemento, luego la hierba marrón de la diminuta franja de césped frente al porche.

    —Señor Dios, ¿ves eso? —dijo Neal, poniéndose de pie. Hizo ademán de sacudirse en los pantalones el polvo de las manos, pero estaban limpias como si nunca se hubieran hundido en la tierra—. Eso fue hermoso. Cuando el Buda sonríe, está boquiabierto, ¿sabes, Jack? —Neal asintió, más para sí mismo que para mí. Él estaba eléctrico otra vez, el mundo se movió un poco para asegurarse de que él era el eje sobre el que giraba—. Los dientes blancos son sólo un borde que circunda un portal oscuro más profundo, hacia...

    —¡Hacia la barriga! —dije, luego me sonrojé cuando Neal no se rió, cuando ni siquiera escuchó. Me avergoncé de mí mismo, un loco que deja que su alcohol parlotee por él. Recé por la bala y la lluvia de sangre ahora. Neal continuó, honrándome con presencia y sabiduría, el tipo de cosas con las que me topaba simplemente al seguir sus pasos—. Algo más grande que el yo, eso es lo que ha estado faltando. Los esclavos mugwump lo han estado buscando, pero fue el Santo Loco quien lo encontró, ¿sabes? —Pero si él era un santo loco, yo sólo era uno maldito, eso es lo que pensé, al menos. Luego él se volvió y me abrazó—. ¡Jack, Jack, oh, Jack, eso es lo que puedo escribir! —Y con eso, yo sólo tuve que devolverle el abrazo—. Aún tienes que enseñarme, ¿sabes? —Yo no lo sabía, pero ¿por qué no?, pensé. Volvimos a la fiesta y la observamos disolverse lentamente. El dolor del fin ya se cernía sobre la misma, pero los invitados luchaban contra la muerte como una nota que se desvanece antes de que la aguja finalmente golpee un surco ausente y lo termine todo. Los monstruos acechaban en los rincones, simplemente curiosos y disfrutando de estar cerca de algunas personas que aún tenían las almas selladas con fuerza en sus gargantas. Los verdaderos humanos rezagados no servían de mucho espectáculo de ello, bebían hasta que sus cuerpos los hacían parar y vagaban hacia sus solipsistas tierritas del sueño, los sueños sobre mami y papi de alguien que nunca ha estado más allá del velo donde esperan y traman y enloquecen los Primigenios. Esa chica linda se había ido cuando había llegado la policía, me dijo uno de los melenudos, había salido por la puerta trasera y regresado a la zona de guerra de Denver.

    Por la mañana, desperté en el sofá. Un hombre de dos metros diez de altura, cabeza como un yunque y ojos como rendijas, se sentaba cansado en un rincón, rodillas tan altas como yo. Los otros invitados habían elegido irse caminito a casa. Fui a la cocina y preparé un poco de café y encontré un poco de queso y tocino para desayunar, y comí a solas en la mesita de hojalata que las putas habían recogido de la basura. Lurlene estaba en el patio trasero, con el cuerpo aún tan duro como el de un indio de una tabaquería, colgando las sábanas que yo había sudado durante días. La extrañaría, aunque nunca hablábamos. Nos conocíamos, y eso era suficiente. ¿Quién sabe lo que le di realmente esa noche, en el lenguaje de la fricción y los besitos? No había servilletas, así que me limpié las manos en los pantalones y fui a buscar a Neal y a despedirme de Sarah. Ni siquiera la había visto en la fiesta, la cual no había estado tan bien como en los viejos tiempos aquí en Denver; la magia había desaparecido. Toda la vieja tropa se había ido hacía años, o tenían familias desesperadas escondidas en casitas ahora. En la sala de estar, la cosa mongoloide también se había ido. Yo me quedé allí en la habitación vacía durante un rato, luego salí a las calles pintadas de naranja y violeta por el sol de ángulo bajo.

Capítulo Siete

    Pasé la tarde en un camión ranchera con Neal y con algunos viejos vagabundos que querían salir de la ciudad tanto como yo. En un par de minutos, creo que me habría gustado quedarme porque la discusión en la ranchera se estaba calentando.

    —¡Huele como a mierda! —dijo Neal, y eso fue todo, una estaca clavada en la tierra. Uno de los paisanos, no obstante; un vagabundo arquetípico, un tipo que había salido de la tierra de los sueños con un hatillo y pantalones lo bastante holgados para dos; simplemente no iba aceptar nada de eso—. Huele como a dinero —pronunció él, con toda una vida de saber sobre carreteras y buen ojo para el ganado para respaldarlo.

    Era mierda, la mierda en arroyos y sumideros y que cubría el asfalto de nuestra pobre y medio destrozada autopista fuera de Colorado. El ranchero territorio apesta hasta el séptimo cielo, y no es sólo el estiércol, sino el mismo aire alrededor del ganado. El viejo vagabundo bromeó diciendo que si Neal encendía otro cigarrillo más, sólo para lanzar la colilla rojo cereza al viento, la mitad entera del estado prendería en un holocáustico bramido. —¡Hamburguesa para todos! —dijo, y soltó una risita hueca. Los otros vagabundos murmuraron, no tanto en acuerdo como en un sentimiento general sobre que una hamburguesa estaría bastante bien en este momento.

    Vagabundos e indigentes se sentían atraídos por el lánguido remolino de mierda de los ranchos de Colorado, pero sólo los indigentes trabajaban, amontonando heno o retorciendo feos alambres de espinos en remolinos de una milla de largo. Los vagabundos perseguían a sus hermanos moscas de ojos saltones sisando un pastel dejado para enfriar aquí, echándose en sus bocas de cueva torpes puñados de agua fría de la bomba allá. También había dinero en efectivo, lo único que tenías que hacer era cortar el bolsillo de un indigente durante la siesta y llegar a la autopista y a un camión que pasaba antes de que el indigente te alcanzara. Aunque ni siquiera el mayor de los vagabundos se atrevería a rogar o a molestar a uno de los rancheros en estos días, antes te dispararían que te mirarían, decía el viejo, y aplastarían tu cadáver bajo los cascos de sus caballos árabes y alimentarían con el puré de carne-salsa a sus premiadas vacas lecheras.

    —¿No ha tenido la leche un sabor raro últimamente? —le preguntó el viejo a otro vagabundo, a uno que probablemente no había bebido un vaso de leche fresca desde el comienzo de la Depresión—. ¡Ahora sabes por qué! —Nuestro segundo vagabundo, un hombre como una rueda de repuesto de dos ejes y pantalones rotos por la parte delantera asintió—. Sip. Los rancheros tienen erizos en el culo hoy en día. El ganado también, están todos dispuestos para la estampida. Puedes verlo en sus ojos —Neal sólo resopló y asintió hacia unas cuantas vacas gordas que rumiaban sus bolos fuera de la autopista—. A mí me parecen bastante plácidas —dijo, y lanzó una colilla fuera de la ranchera con sus veloces dedos. Luego volvió a su diario, garabateando y murmurando sobre cómo olía a mierda, incluso a dinero de mierda.

    Yo miré a las vacas, mis ojos se enfocaron más allá de ellas hacia el difumado horizonte para que el Tercer Ojo pudiera ver dentro de sus pequeñas almas animales. Dulces e inocentes eran, ni siquiera su mierda estaba contaminada con la podredumbre del Soñador todavía. El faro era otra historia. —¿Qué diantres es eso? —pregunté al sabio vagabundo, quien me dijo con la claridad de un sabio: —Un faro —Gordito sabía un poco más de la historia, pues cantaba a cambio de cena entre los albañiles que lo habían construido en las últimas semanas—. Un caballero de Providence, un paisano amargado, me pareció a mí, vino aquí hace algunas semanas y ordenó que se construyera. Puso hombres a trabajar día y noche, bajo tremendas y rugientes hogueras para que pudieran ver en la noche y trabajar sin ser molestados por las picaduras de los enjambres de insectos que suelen alimentarse del ganado en los campos nocturnos. Hombre taciturno, como tienden a ser los yanquis. No tenía mucho tiempo para un viejo vagabundo —dijo con voz resignada, pero aún líricamente espesa. Sabía contar una historia cuando tenía que hacerlo, un vagabundo no engorda tanto de otra manera—. Pero una vez me armé de coraje para acercarme a él. Era una excelente oportunidad, porque era viernes e incluso el Sr. Love les daba a sus trabajadores un descansito para tomar unas cervezas frías los viernes, aunque él nunca bebía. Pero tenía una media sonrisa y un saludo de sombrero para todos los muchachos, por eso yo sabía que podría sacarle unas palabras o unas monedas. No recibí una moneda cuando me presenté y le conté mi particular historia de aflicción, pero recibí una palabra cuando le pregunté por qué diablos quería gastar toda una carretilla llena de oro sólo para construir un faro a mil millas del océano más cercano.

    El gordo y viejo vagabundo se lamió las encías entonces y le dio una rascada al mechoncito de pelo que tenía en la panza —Y sólo me dio una palabra. Me miró, sus ojos eran tan redondos como los de una rana, abrió su boca sin labios y dijo: "Espera". Tal que así: "Espera". Un aviso de desalojo para el Oeste.

    Neal se rió de eso. —¡Oh, eso es rico, amigo! ¡Eso va al libro! Por fin el grande golpeará y California caerá dentro del mar. Leí todo al respecto cuando era niño. Todo el estado se caerá en pedazos. ¡Fisuras de fuego desgarrando las calles! —dijo, y sin otra palabra, estaba de vuelta a sus páginas, componiendo párrafos allí mismo.

    Se me revolvió el estómago con inquietud, y no debido a la mierda en el aire. La carretera había tomado una pequeña pendiente hacia abajo, y los vagabundos y yo cedimos todos y nos resbalamos como niños pequeños uno o dos pies a lo largo de la ranchera. Neal permaneció enraizado en su posición de loto, con el cuaderno en su floral regazo, escribiendo. Incluso ignoró el inevitable ritual de la botella. El centeno barato me quemó la garganta, pero alivió el tintineo eléctrico de mis pobres nervios y músculos. Todo mi cuerpo tenía hambre, cada poro latía y clamaba por algo. Un polvo, una pastilla, un baño de ginebra y croquetas pringosas, un maldito plato de espaguetis en un antro del West Village, algo de este mundo dentro de mí. El centeno servía, pero si no hubiese sido por el centeno, estaría dispuesto a comerme las páginas del diario de Neal sólo para saber que mis entrañas seguían ahí. Al menos, pensé para mí (en oposición a pensar para el dharma en sí, pues en ese momento me di cuenta de que uno también podía pensar para él, así que también pensé para mi último recuerdo de Marie, para su cuerpo desnudo cayendo como sedas y dejando sólo una flotante abeja), tenía hambre de algo, más que hambre de nada.

    Tenía hambre de Neal, de nuestras viejas conversaciones, de los grandes momentos que tuvimos y de todas las personas que quedaron atrapadas en nuestra estela. Pensé que lo iba a perder en el crisol de la prisión o en el trabajoso mundo de los renacuajos y el ceño fruncido ante boletines de calificaciones. Pero no era eso. Neal estaba perdido en alguna materia más oscura. Nosotros éramos los pequeños remolinos de vida en la estela espumosa de la horrible Nada que había envuelto la Tierra. El tirón era una inversión de la gravedad. Yo no podría apartar la cara del cielo aunque quisiera. Escruté a Neal, a la boya en este oscuro e inquieto mar, con su nariz enterrada en su libro, con sus dedos rojos envolviendo el bolígrafo. Él no sentía el tirón, había dejado que esos tentáculos lo envolvieran y lo arrastraran hacia el loco y estrellado espacio de arriba. Pero había regresado, aparentemente ileso, y ahora simplemente se sentaba a escribir profecías susurradas y ficción de pulpa como uno de sus renacuajos garabateando con un crayón de cera... yo no podía creer que no me hubiera mostrado ni una frase de su libro. Mientras nos adentrábamos en el calor de la pequeña Goodland, Kansas, Neal decidió silenciosamente echarse una siesta y usó su cuaderno como almohada. Los vagabundos le sonrieron, no con mala intención ni con malicia, sino como si Neal fuera su propio bebé en brazos.

    Los ciudadanos de Goodland no eran muy amables y hospitalarios. Cuando el camión se detuvo en la estación de pesaje y salió oscilando como un pato, nadie notó las gruesas mandíbulas de escarabajo de Neal, ni la cabeza de cabello de gusano retorciéndose que goteaba dejando un rastro reptante detrás de él, como veíamos los vagabundos y yo, pero de todos modos no les gustaba Neal. O no les caíamos bien, esos amigables fulanos que se habían aprovechado del sonámbulo renqueo del cuerpo de misiles para conseguir un vehículo que los llevara hasta su pequeño y tranquilo oasis en los calientes campos de este tan cuadriculado estado. A mí incluso me fruncieron el ceño un par de veces los pajaritos que trabajaban en empleos de verano tras el mostrador del almuerzo. Una rubia de cabello apilado en lo alto de la cabeza y sujeto ahí con horquillas gruesas como manivelas giró la muñeca para lanzar delante de mí un plato con un desnutrido trozo de pastel. El pastel giró y golpeó contra el mostrador antes de posarse en el silencio del pequeño establecimiento. El cocinero, una gran loncha de cerdo, se abrió paso con una patada a través de la puerta batiente de la cocina y se apoyó en la pared del fondo, sólo para observarnos a Neal y a mí. Excepto por una delatadora capa de sudor rancio, él era humano, y también lo eran las chicas, y también los gruñones granjeros (incluso el paisano que debía de haber perdido cuatro dedos en una trilladora tenía su alma intacta todavía, aunque gris y marchita).

    Neal notó el asqueroso estofado humano en el que estábamos sentamos y dijo un poco demasiado alto: —Guohhh, esta sí es una ciudad de gente que va a la iglesia los sábados por la noche también, ¿no es cierto? —Hacía demasiado calor para una pelea, así que no terminamos en una, pero yo me aseguré de comerme el pastel con doble tenedor. (Había estado comiendo mucho pastel, como la última vez que había estado en la carretera, pero ahora las cerezas sabían todas extrañamente amargas).

    —Todos vosotros vais a morir, ¿sabéis? —dijo Neal, no a la habitación. Él estaba sentado en su taburete y hablaba con una camarera imaginaria, el flirteo casual de un demente—. No creas que se te permitirá sobrevivir, eso no depende de ti. Motas de carne y tiempo —Se desabrochó rápidamente los botones del puño izquierdo y se subió la manga, con los dedos retorciéndose y girando rápido como serpientes—. Mira, ¿ves? —le preguntó al aire (y el aire se volvía más caliente y más oscuro a medida que las quejas de los clientes contaminaban toda la escena: eran los murmullos de la guerra)—. Mira, ¿ves esto? ¿Ves esta ESCAMA de piel? ¿Me da esto un voto si me lanzo a una trituradora de madera? No —Calmado de nuevo, se bajó la manga y sacó los codos del mostrador. El gran cocinero, precedido por su majestuosa panza, estaba justo frente a nosotros, su aliento era un horno, él era todo rondas de carne podrida y resuellos de vapor. Neal se deslizó fuera del taburete y abrazó al viejo bastardo. Fue un abrazo cariñoso, líquido también, alrededor de la barriga de pera del paisano. Los carnosos brazos del cocinero seguían libres, el tipo podría haberle aplastado la cabeza a Neal, o haberlo empujado para alejarlo o incluso haberle devuelto el abrazo a su pequeña manera varonil, pero no lo hizo.

    Empezó a llorar. Neal sonrió al cocinero con la sonrisa de su propia madre y luego hundió la cabeza en el pecho del viejo y apretó. Los murmullos y los ojos furtivos de los pocos clientes devinieron en la pasmada mirada de mandíbula laxa de las tiras cómicas. Lentamente, como la deriva continental, los brazos del cocinero se movieron hacia arriba y hacia afuera, un movimiento con toda la gracia de Martha Graham, pero sin el esfuerzo. Como si esos brazos estuvieran hechos para ésto y nada más, subir y extenderse. No había un millón de vidas de pedernal agrietado ni de cerdos estrangulados ni de colocación de ladrillos ni de asesinato detrás del diseño de las extremidades del cocinero, sólo estaba su abrazo a Neal, huesos y tendones todos forjados para un sólo abrazo.

    —Lamento que vayas a morir —dijo Neal, blando como un niño. Y el viejo cocinero asintió con su cabeza de elefante—. No te sientas mal —Él fue solemne, melancólico, y su acento sonó como el gemido lastimero de una guitarra de pedales de acero, como la canción después del aviso de cierre—. Tú también vas a morir —Y con eso, yo salí disparado hacia la puerta, pero estaba cerrada con cadenas. Detrás del mostrador, mi camarera sacó la llave del viejo y grueso candado de su escote y me mostró un pucherito triste. "Lamento que nos vayamos", supongo. Neal y el viejo cocinero seguían abrazados mientras los demás recogían sus sombreros o buscaban en sus bolsillos propinas de diez centavos. Todos parecían bastante desanimados, eran los que no habían recibido el último trozo de pastel, o tal vez el equipo de la Pequeña Liga había perdido ante sus rivales en el pequeño Estadio de Goodland. Estas personas no eran asesinos o esclavos de las estrellas rojas de Azathoth (¿cuántos hilos del destino quemaban las nuevas constelaciones en su fuego nuclear?), simplemente estaban chiflados debido a la insolación y habían sacado la pajita corta un par de veces en algún lugar a lo largo de la fila. Yo también.

    —No pasa nada, Jack —me dijo Neal. Él seguía abrazando a su nuevo amigo—. Todo el mundo muere. El alma es inmortal. Esto ni siquiera es real, es una ilusión. El mundo es el sueño loco de un dios ciego. Estos pobres locos no saben lo que les espera —Durante un momento, la verdad fue suficiente. La estasis del restaurante de carretera colapsó en el temblor de los átomos giratorios, de la onda espiritual del chi hecha carne y piedra a través de nada más que una concepción medio ingeniosa. Suplicamos por el mundo de la materia, luego lloramos cuando nos entierran debajo de él. Aunque eso no impidió que mi corazón latiera por mi caja torácica como una rata enloquecida, y dos hombres fuertes tuvieron que agarrarme los brazos y retorcerlos a mi espalda mientras la camarera abría la puerta. Ella agarró el arma de Neal del bolsillo interior de su chaqueta cuando él pasó, brazo a brazo con el cocinero.

    Nos hicieron marchar por la ciudad (Kansas no es plano; nos hundíamos y nos elevabámos, como pájaros tullidos sacados de nuestra miseria por algún gato) y trataron de explicarse en tonos bajos. No era de ellos, no era de ellos en absoluto. Era de los otros, de los que trabajan en el pueblo en el banco y en la compañía de seguros, el alcalde y la policía, de esos era la culpa. De los que tenían labios de escarabajo. Un día simplemente rodearon la pequeña escuela de ladrillo y dejaron que los niños volvieran a casa —Ellos están a salvo ahora —dijeron, con las mandíbulas chasqueando entre palabras, un sonido fuerte como un hacha clavada en madera podrida. Los grandes granjeros de las afueras de la ciudad no eran buenos tampoco, tenían a sus hijos sanos y salvos, excepto por la mancha verdosa y negra en sus pieles; como esos malditos niños y sus padres que bebían demasiada agua del pantano. Jimmy Barber fue a la escuela con su rifle para recuperar a su pequeña, pero no logró llegar a los cien metros del lugar antes de que el aire se convirtiera en alambre de púas y lo cortara en fiambre.

    Y lo único que los padres y madres de la nueva ciudad querían era un par de trotamundos de nuestra peculiar descripción, abajo en la plaza, para ser sacrificados al anochecer. El viejo cocinero, hablando bastante conversacionalmente con Neal, le dijo que había sido carnicero antes de la guerra (—¿Cuál? —preguntó Neal. El simplón simplemente se rió y dijo: —La guerra para acabar todas las guerras —Neal preguntó si se refería a la Segunda Guerra Mundial, y el cocinero simplemente se rió y dijo: —No, antes de esa.) y que le iría bien con nosotros. —Sin dolor, sin desorden. Vuestras billeteras ni siquiera se mojarán. Os despacharé de una tajada y os enviaré a un lugar mejor que éste. Lamento mucho todo ésto, pero sé que vosotros haríais lo mismo.

    Y Neal dijo: —Oh, sí. Yo haría cualquier cosa por mis hijos también, lo sé. El Señor sabe que debería haberme asentado mucho antes. Ellos estarían mejor, y que me aspen si no sé que yo también lo estaría —Yo me pregunté por la pequeña Jan, pero no sentí nada salvo muerte en mi pecho. No la vi, sino durante unos minutos el año pasado, cara de luna y cabello oscuro, esa era ella. ¿Qué le dices a una personita así? —Soy tu papá, bueno, ¡nos vemos! —Eso es lo que dije, supongo, y lo habría dejado así, pero mi propia sangre habló [11] y mi agente corta cheques a cuenta de que yo corté los lazos.

    Levanté la cabeza y miré a mi alrededor. Nos dirigíamos a la plaza del pueblo. Las mismas viejas casas entabladas y escaparates que llenan de granos esta tierra, pero diferentes. Extraños, como Dalí, algunos de los edificios estaban derretidos en los bordes, enormes gotas de madera formaban charcos en las esquinas. La tierra que cruzaba el carretera era más roja que los rubíes, y la carretera, diantres. Para usar un cliché, de veras fluía como un río. Los hombres que tiraban de mí ni siquiera movían los pies, sino que flotaban y se balanceaban mientras la carretera nos llevaba adonde nos dirigíamos, nuestra recompensa final, apostaba yo.

    —¿Dónde están los hombres escarabajo? —pregunté.

    —Demasiado cerca de la puesta del sol. Sólo salen bajo el sol —Él soltó una risita—. Tal vez le tienen miedo a la oscuridad —Y por eso, el bulto de un hombre a mi derecha me empujó hacia el orador. Yo di un codazo bastante bueno, porque el hablador me devolvió el favor y me empujó contra su amigo. Como dos niños, ambos empezaron a zarandearme de un lado a otro mientras fluíamos hacia el centro de Goodland, haciendo payasadas y resoplando. Al final, el viejo cocinero se dio la vuelta y bramó: —¡Ey! ¡Un respeto a los muertos!

    Y llegamos allí cuando el cielo estaba a punto de púrpura. Neal fue directo a su estaca y sonrió a la anciana con gafas de búho que lo ataba con un viejo cordel. A mi me estamparon contra la mía y los Gemelos Bobbsey me ataron muy fuerte con una cuerda más gruesa, que quemaba mientras tiraban y estiraban de ella, mientras jugaban entre ellos como si yo ya estuviera muerto. ¿Cuándo iba a actuar Neal? ¿Cuándo iba a salir bailando de las cuerdas y abrir un vengativo agujero en el cielo, uno que se tragaría Goodland y nos dejaría a los dos solos junto a nuestras estacas? Lo escruté y él ya no sonreía: tenía el aspecto de un santo, la cara de póquer de un maestro del farol que tiene en realidad una escalera de color, pero que quiere que creas que no la tiene.

    —¿Últimos deseos? —Era la camarera. Detrás de ella, una dispersión de pueblerinos, todos humanos y oh, muy tristes por todo. Ninguno de ellos podía soportar siquiera echarme una mirada decente; todos o bien miraban al suelo o se giraban para comprobar el sol poniente, que para ellos no podía hundirse demasiado pronto.

    —Whisky debería servir —le dije a la chica. Neal sólo sonrió como un santo y dijo: —Paz.

    Lo siento —dijo ella, y luego suspiró—. Goodland es una ciudad seca —El crujido y el giro de una piedra de afilar se oyó detrás de mí. En mi mente podía ver al cocinero pedaleando con un pie, y tal vez levantando uno de sus cuchillos de acero hacia el cielo para verlo brillar, tal vez entre risitas al pensar que este pueblo estaba seco. Sus ojos de perro basset contaban una historia diferente; en los sótanos, por la noche, entre alambiques o mesas de póquer llenas de botellas de cerveza traídas del pueblo vecino por el hijo del sheriff, bebía hasta saciarse más a menudo que menos. Bebía lo suficiente, esperaba yo, para evitar llorar demasiado después de que nos matara. No bebía mucho, recé, porque no quería que le temblara la mano cuando me pusiera el cuchillo en el cuello. Los neumáticos de los coches chirriaban con el viento, alguien que escapaba con un escolar empaquetado en la parte de atrás, o simplemente otro turista que maldecía un restaurante vacío y pasaba por delante de nuestra escena y encontraba la autopista. —¡Pueblo seco, eso es tan divertido! —Neal dijo de repente, y se rió con un tartamudeo—. Oh, sí, estará mojado en un minuto, ¡mojado en sangre! —Sus ojos eran salvajes, y le chasqueaba la lengua entre los labios. Detrás de nosotros, el cocinero dijo: —Cálmate, hijo —Y el roce de su rodada piedra murió hasta la nada. Incluso la camarera nos dio la espalda ahora. Ella no vio nada cuando empezó el tiroteo, pero cayó de bruces, la mitad superior de su cabeza la golpeó contra el suelo por medio segundo. El cocinero fue el siguiente. Yo lo supe porque sentí su sangre en las manos y el pelo, y lo oí caer como un cerdo al que él acababa de clavar. La mayoría de los otros lograron escapar, pero a unos pocos los pillaron, con sangre floreciendo de las cabezas, con las piernas logrando correr un paso o dos antes de recibir la noticia de que ya estaban muertos y doblarse como una marioneta de cuerdas cortadas. Las calles de Goodland resonaron con los disparos de armas de fuego; mi viejo amigo matón corrió en dirección equivocada y se estrelló contra una bala, que se hundió justo en su frente. Cayó bizco, intentando ver qué acababa de despacharlo.

    Finalmente, después de que el chasquido y el trueno de las armas dejaran de sonar en la calle, Bill Burroughs caminó hasta nosotros, su rostro todavía alicaído y cetrino como yo recordaba. Su cabello estaba revuelto y húmedo por el sudor, el peculiar sudor del drogadicto hacia el que Burroughs siempre parecía como si acabara de sumergirse. En sus manos llevaba un par de pistolas largas. Bill no se había afeitado en varios días y no sonrió cuando nos vio. Dio media vuelta y dijo: —¿Amigos? —Más como una pregunta que otra cosa.

    Neal sonrió. —¡El Viejo Toro! Sabía que lo lograrías. Traté de decírselo a estos buenos y honrados... bueno, se están desangrando ahora, pero traté de decirles a estos ciudadanos que iban a morir. Sólo que no me creyeron. Ni siquiera el viejo cocinero.

    —Burroughs, desátanos, por favor —dije. Yo no había encontrado mucha utilidad en Bill últimamente, pero estaba dispuesto a abrazar a la vieja reina. Él se encogió de hombros y se guardó las armas en la cintura como un vaquero de película antigua (o como alguien que quiere asegurarse de volarse el pijo de un disparo; si una no lo consigue, la otra lo hará) y nos desató en silencio, como él estaba esperando. Neal estaba más contento que unas pascuas, tan feliz de que Bill entrara y se cargara a siete personas dispuestas a hacernos picadillo como lo estaría si sólo hubiera visto al viejo Bill medio en el asentimiento y tambaleándose por las calles de Frisco.

    Así que le pregunté: —Diantres, ¿cómo lo supiste? ¿Cómo supiste lo de venir hasta Goodland, armado contra un oso, justo a tiempo para salvarnos de algún tipo de sacrificio —Cayeron mis ataduras y Bill tiró las cuerdas al suelo—. Neal me escribió una carta hace unas semanas diciéndome que me reuniera con él aquí. Dijo que había algo importante a lo que yo tenía que disparar. No lo parece, en realidad —dijo él, su voz era como una rana que no puede bailar el swing. Se lo tomó con calma, deambulando más que caminando hacia Neal, y lo desató también. Yo miré a mi alrededor buscando a la anciana; ella no estaba entre los cuerpos. Supongo que había escapado no sé cómo, ¿había apuntado Bill hacia ella siquiera o sólo tuvo suerte? Mucha suerte, sí, como todas las personas temerosas de Dios de Goodland que sólo quieren vivir sus humildes vidas bajo las espinosas y pezuñosas botas de sus horribles señores supremos alienígenas—. ¿Qué te parece la vieja rutina de William Tell? —preguntó, pero si se refería a esa pregunta con humor negro, su voz no lo traicionó. Bill quería saberlo de verdad. Yo no quería decírselo, quería pensar en otra cosa, en cualquier otra cosa que no fueran esos pobres locos cayendo bajo el poder de la pistola.

    Los niños, pensé, y eso me sorprendió, porque lo pensé al mismo tiempo que lo decía Neal: —¡Los niños! —Y en el espacio de una horrible respiración, otro gong sonó en la distancia y vi la verdad. No había rehenes, sólo una escuela llena de cuerpecitos, todos arrugados y delgados por la podredumbre. Los habían encerrado y se habían muerto de hambre, llorando y gimiendo por mamá. Luego se habían puesto desagradables entre ellos, chicos sujetando a chicas y comiéndose el pelo y mordiendo la piel sólo para tener algo de comer. Los hombres escarabajo no habían tenido que torturar a los chavalines, a esos dulces querubines de mejillas sonrosadas y resbaladizas por las lágrimas. Ellos ya habían conocido el tango de la vida y la muerte. Se habían comido sus propias porquerías, y el papel, y la tiza, y habían bebido pis y luego se habían consumido y se habían muerto sin más, cuerpos tan pequeños y tan desesperados por crecer que se habían quemado solos.

    —¡Tenemos que salvarlos! —dijo Neal, frenético de nuevo con el subidón de una nueva idea—. Me quitaron la pistola, Bill, dame una de las tuyas —Estiró la mano hacia los pantalones de Bill, pero Bill dio un paso a un lado y levantó las manos—. Neal, en serio. Pasé por la escuela. ¿Recuerdas? Eso también estaba en tu carta. Ya lo sabes.

    Yo también lo sabía, gracias al zumbido de abeja-Marie, el demonio que me había dicho todo lo que ella creía que yo necesitaba saber sólo unos días atrás en Big Sur. El culto de Goodland no habían sacado ningún placer de esos chavales; no habían torturado a los de tercer curso en busca de secretos, no habían bebido dulce sangre joven como néctar; el alcalde y el jefe de bomberos, el banquero y el bibliotecario, simplemente habían entregado esas almas al Sueño Oscuro y se habían olvidado. Se habían olvidado de que los nenes necesitan comer, que necesitan abrazos y béisbol y que les digan que se limpien detrás de las orejas o no lo harán. Algún impulso demoníaco les había dictado que reunieran a los niños y los atraparan tras un hechizo que podía convertir el aire en un muro de azotes. Y luego, nada. El culto sabía que su lugar estaba en las estrellas; pasaban sus días bailando bajo los serpenteantes tentáculos invisibles que llenaban el cielo en sus oficinas, siendo cada papel tramitado una celebración. Y sus noches, oh, las noches. Las noches el culto las pasaba en sus casas, títeres representando una vida de sombras, sólo para asegurarse de que todo parecía normal. Actuad con naturalidad, les decía desde el mar el dios de ojos vidriosos, y la buena gente de Goodland no pisa los exteriores por la noche. Así que habían permanecido adentro, y nadie había pensado siquiera en llevar comida a los niños, y los niños había ardido de hambre y luego de rabia, luego había aullado y habían muerto.

    Neal también lo había sabido, una vez, en un estallido de profecía extática, pero ahora, de vuelta al vanal mundo, tenía que ir a verlo por sí mismo. Bill y yo nos quedamos sin decir mucho, mientras Neal daba chilliditos y salía corriendo, colapsando en un montón, y luego corriendo a doblar la esquina hacia donde pensaba que estaba la escuela. Un minuto después, justo cuando Bill abría la boca para decir una cosa u otra, Neal volvió a pasar corriendo como Harpo Marx en dirección contraria. Bill calló ante eso. Yo me froté las muñecas y esperé: Neal estaría bien. Su vista especial le mostraría las cuchillas giratorias que rodeaban la escuela y podría abrirse camino a través de ellas, agachándose, saltando y rodando tan fácilmente como quisiera.

    Las miradas en los rostros de los cadáveres eran simplemente insoportables. Ni siquiera era el miedo que persistía como goma enfriándose en un molde humano con ojos y nariz, era la decepción. Los cultistas les habían dicho, después de todo, que todos estarían bien. No más espacios vacíos en la mesa de la cena, no más escuela dominical vacía (diantres, sus oraciones serían respondidas de un modo que ellos podrían señalar años después: "Sí, y luego Clem nos fue devuelta, justo a tiempo para las tareas, tan sana y feliz como se puede desear") y lo único que tendrían que hacer es encontrar a dos extraños y masacrarlos. Eso es lo que los había decepcionado, estos cuerpos, el duro hecho de que la vida no era justa. A una mujer, Bill le había disparado en el cuello, así que yo todavía podía ver que su boca era una línea de desesperada consternación, tenía una novela escrita en su expresión. "Vamos, Cocinero", la vi gritando en su mente, aunque llovía balas y los otros miembros del Auxiliar de Damas caían a cada lado de ella. "¡Mátalos! Mátalos con tu cuchillo de carnicero bendito y las balas se detendrán. Mátalos y Alice estará en casa cuando yo corra de regreso allí, y todos podremos cenar como una familia otra vez. La vida no es justa", había comprendido ella al final mientras una bala la atravesaba en una fracción de segundo. La vida no era justa, y no porque Neal y el pobre de mí estuviéramos atados y a punto de ser desollados vivos tampoco. La vida no era justa porque ni siquiera se podía contar con que los esclavos de alma mancillada del Soñador en la Oscuridad cumplieran sus promesas y liberaran a sus nenes sanos y salvos.

    Pronto, Neal regresó por fin, cuando la luna estaba brillante y alta, cabizbajo y con las manos en los bolsillos. Se acercó sin decir una palabra y, lo juro, esa fue la primera vez que vi a Neal sobrio y sin palabras al mismo tiempo. Incluso su cabeza, cuando la levantó, incluso su barbilla que caía un poco más de lo habitual, estaban tristes. Él estaba triste, esos ojos, que ya no reflejaban la locura cósmica que él buscaba en el vientre estrellado de Azathoth, estaban tristes. —No puedo poner eso en mi libro —me dijo. Bill se rascó la nariz y siguió mirando.

    —Simplemente no puedo —dijo Neal—. Es que fue demasiado, ¿sabes? Los pequeñines. Se habían hecho pedazos entre ellos, pero sabes que algunos trataron de seguir con sus lecciones. Hicieron sumas en la pizarra. Uno de los niñitos murió con Huck Finn en la mano. Sus dedos estaban tan rígidos, sus manitas de mondadientes... Estaba preocupado por un examen, lo pude ver, porque su frentecilla estaba fruncida como la de un erudito. ¿Cómo puedo trivializar todo esto convirtiéndolo en una historia. Nunca lo entenderían —dijo y cayó de rodillas y lloró lágrimas de niñito. Yo le puse una mano en el hombro y esperé, observando su larga sombra avanzar furtiva bajo mis pies. Bill se había marchado y había vuelto con un coche, un gran Packard antiguo. También tenía nuestros petates, en el asiento delantero. El coche estaba al ralentí y Neal de rodillas en medio del plomizo humo.

    —Bailaron, ¿sabes?, el alcalde lo hizo, y también el sheriff y el pediatra. Algunos niños dibujaron eso en la pizarra también, los tres bailando mientras las figuras de palito de los nenes lloraban y gritaban —Alzó la mirada hacia mí, con sus ojos de nuevo grandes y enloquecidos por las estrellas—. El sheriff tenía puesto un sombrero de vaquero y una estrella torcida en la mitad de su fino cuerpo de palo, y dibujaron al doctor con un gran espejo viejo en lo alto de la cabeza, como en las películas. Y estaban sonriendo, esos tres personajes, grandes sonrisas en forma de media luna perforando los lados de sus rostros circulares. Pero ¿sabes?, no fue por el dolor. Cthulhu, Él no sabe nada del dolor o del sufrimiento humano. No más de lo que sabemos nosotros del sufrimiento bacteriano. ¿Gritan cuando vamos al médico y nos tomamos una pastilla? Oh, sus sirvientes bailaron, eso seguro, no porque les encantara el dolor o estuvieran celebrando la muerte, sino porque ninguno de esos pobres hombres había oído nunca a tantos niños gritar durante tanto tiempo.

    Neal se levantó y se sacudió el polvo de las rodillas y luego estornudó. Sin decir una palabra, se metió en el asiento trasero del coche y tiró de nuestros petates con él para que yo tuviera que sentarme delante con Bill, de copiloto.

    —¿Adónde vamos? —Le pregunté a Bill.

    Bill ni siquiera me miró cuando cambió de marcha y pisó el acelerador. —A Nueva York. Tenemos que salvar el mundo. Sólo los Beats, los estafadores, los vagabundos y los yonquis son inmunes a la Llamada —Nueva York, oh, cómo la echaba yo de menos, pero no podía ni siquiera soñar con lo que podría estar pasando en las calles de su valle. Cerré los ojos y traté de extinguir el yo, para poder actuar sin pensar, pero Neal hizo añicos mi arrogante meditación.

    —Bailaron, no porque estuvieran bajo el control de demonios de novela de diez centavos que aman oír el sufrimiento de la gente —dijo, por fin capaz de hablar de nuevo—. Bailaron porque la pequeña parte de sus cerebros que seguía siendo humana quería que todos fueran felices y que todo fuera normal. Y esa pequeña parte humana del cerebro les decía a sus cuerpos que los niños estaban cantando y que serían felices si ellos bailaban, así que lo hicieron.

Capítulo Ocho

    Una vez, en Northport, me encontré junto al agua, caminando por el viejo parque llano. Me gustaba sentarme en un banco, estrechar una mano o dos, y tal vez esperar a que alguien me invitara a tomar una copa o a una noche de conversación estimulante. Había algunos artistas geniales en Northport: estaba bastante cerca de Manhattan, pero las casas eran grandes y baratas, buen espacio para los estudios, por lo que los pintores se sentían atraídos por el pequeño burgo. A mí me atraía el agua (esto fue mucho antes de que supiera los horrores que nos esperaban a todos en las profundidades de los mares salados) y los hombres que la trabajaban por el pan de cada día. Un tipo, un hombre pequeño y redondo, el tipo de paisano que dirías que estaba construido como una boca de incendios si pensaras que las bocas de incendios son mucho más gruesas de lo que realmente son, era un as con una red y un bote de remos. George nunca dejaba de arrastrar una red llena de pagros o azules, aun cuando los otros pescadores se miraban los pies y balanceaban baldes vacíos al caminar por el parque y subir la colina hacia sus casitas. Y los peces de George eran pacíficos; intentaban respirar el venenoso aire, resoplando y mirando desde el interior del enrejado de su vieja red, pero nunca coleaban ni se retorcían. Estaban volviendo a casa, y lo sabían.

    George limpiaba sus pescados en la orilla, los escamana, pero sin cortarles nunca la cabeza ni la cola, mientras las moscas lo rodeaban a él y a su pesca como nieve negra. Hay más de una pintura de él sin vender en estantes de los áticos de Northport. Los artistas esperaban, junto con las moscas, los primeros rastros del crepúsculo rayado de rojo porque sabían que era entonces cuando George regresaba a casa.

    Principalmente, yo sólo observaba a George escamar, destripar y, a veces, filetear su pescado en el acto. Era un maestro de la espada con su cuchillo afilado, ennegrecido por la edad, con un mango de madera gastado. Podía escamar un pescado en dos golpes, destriparlo en uno y luego usar sólo un segundo extra para cortarlo en filetes o bistecs. Nadie podía igualarlo en cuanto a velocidad o gracia, ni máquina ni bailarín podían mejorar a George. Los pintores ni siquiera se molestaban en tratar de capturar en el lienzo su velocidad real, sino que se volvían abstractos con él: la cabeza de George flotando sobre un remolino de lluvia roja, una gran raya blanca que atravesaba el cielo, o simplemente el parque al atardecer, George en forma de agujero donde había estado parado, y nada más que moscas y tripas de pescado esparcidas por la hierba húmeda en la parte inferior del lienzo.

    Con el primer pescado, George siempre cortaba la carne más tierna y la tiraba. —Deja algo para las moscas —me explicaba a mí o, si estaba sentado demasiado lejos, a nadie más que a las moscas—. Adelante, comeos lo vuestro —les decía mientras sacaba otro grueso pez azul de la red, pero ellas seguían pululando y zumbando, chocando con la cabeza o las manos de George, o aterrizando en sus hombros. Yo mismo me tragué más de un gran tábano ese verano.

    —¿Quieres pescado? —George me lo preguntaba y yo me ofrecía a pagarle, pero él se limitaba a darme pescado recién eviscerado envuelto en papel de periódico y me guiñaba un ojo, porque sabía que yo lo observaba de la misma manera que escuchaba jazz, con un corazón lleno de amor y deseo. Él nunca parecía recordar estar seguro de eso, de que me gustaba el pescado, especialmente los pargos asados ​​a la parrilla todavía con la piel. Memere nos quitaba la cabeza y la cola primero.

    Tres días se fueron y no había George. El primer día, los pintores se quedaron hasta que el sol se hundió en el estrecho esperando a que él entrara, pero ese día él no había salido. El segundo día vino menos gente y menos moscas también. El tercer día, estaba sólo yo, esperando a George, bebiendo una cerveza de una bolsa de papel en mi banquito del parque a unos metros del muelle, pero no lo vi hasta que decidí dirigirme a casa por el camino del bar. Él estaba dentro, trabajando en una cuna de gato con fino alambre blanco.

    —Mira, Jack —me dijo. Esa era la primera frase que le oía decir que no hablaba de pescado—. Mira ésto —Su voz era profunda y muerta. Y George se sacudió el cable de los dedos hacia mi palma extendida. El cable era... suave. Como nailon, era nailon, una hebra más fina y resistente de lo que yo jamás había visto.

    —Eso —dijo George asintiendo hacia el lío de giros y nudos en mi mano— es el futuro. Me retiro ahora. Un día harán redes con eso, redes de cinco millas de largo, y limpiarán el estrecho desde Montauk hasta Brooklyn —Yo resoplé, demasiado aturdido para comprenderlo; pensé que el pobre George estaba bromeando hasta que él golpeó la mesa con el puño—. ¡No! —gritó, y que me maldigan si no era seguro que su voz era la única que quedaba en el bar, o incluso en el pueblo—. ¡Lo harán! Los océanos se llenarán de enormes redes, flotarán en las corrientes y arrastrarán toda la vida. El atún, el tiburón, las medusas, las marsopas... ¡BALLENAS! —Un bobo borracho soltó una risita en el fondo de la sala, pero George ni siquiera tuvo que darse la vuelta para hacerlo callar. George inhaló profundamente, y el que había interrumpido se tragó el resto de sus risitas.

    —La pesca ya no es un arte —dijo—. Es la guerra. Es el siseo del gas en las duchas de Auschwitz.

    Era la guerra. Es la guerra ahora. Había una red de arrastre, como la que me dijo George hace unos años, etérea y surgiendo del Pacífico, abriéndose camino a través de Norteamérica. Pueblos enteros caían en sus embrujadas marañas, las almas de sus locos residentes eran la pesca del día. Y yo, Neal y ahora Bill, todos apilados en un Cadillac que Neal había encontrado estacionado en la iglesia metodista local de Goodland, estábamos tratando desesperadamente de adelantar a la marea. Íbamos por delante en un pueblo, luego nos detuvimos para pasar la noche bajo una luna creciente, y en sueños pude ver las oscuras hebras de arrastre a través de la noche, llevándose consigo cualquier pueblito en el que estuviéramos escondidos. Por la mañana reinaban los mugwumps y el aire sabía a sal y a escamas.

    Aprendimos a conducir de noche y a dirigirnos sólo a las ciudades, donde había rincones y grietas para esconderse, bares en los que un ser humano todavía podía tomar una copa. Nos movíamos bajo tierra, a través de alcantarillas y en los sótanos, con esas pocas personas, por lo general vagabundos del dharma y Beats más viejos, o mujeres salvajes con cabello planchado que sabían lo suficiente como para resistir o esquivar el inexorable alcance de Cthulhu.

    Vagabundos e indigentes llegaban a las ciudades detrás de nosotros, temblando con historias de la vida en la carretera y en las vías de tren. Grandes bestias de veinte pies de largo estaban amarradas a las rancheras y aullaban a través del país, con los conductores, los hombres escarabajo, felices de arrancarse y consumir sus propias orejas sólo para no tener que oír los lamentos, lamentos que podían matar a un hombre. Los trigales ardían bajo olas de fuego verde, que estaba frío y fluía como el agua pesada del océano, y no dejaba humo. —No te quemas en él —me dijo un paisano—, te ahogas en él —El hombre había visto a su mujer hundirse bajo una ola de esa cosa y luego subir, con un chorro verde saliendo de la nariz y la boca; y luego volver a bajar—. Esperé a que ella volviera a subir, ¿sabes?, porque no estás perdido hasta que te hundes tres veces en agua normal, pero con esta cosa no tienes segundas oportunidades —Luego lloró hasta que la nueva chica de Neal para cual fuese el pueblo en el que estábamos, Mandy o algo así, lo llevó a un sofá y lo alimentó con vino en tarro de mermelada hasta que él pudo dormir.

    Conducir era demencial. Neal ya nunca dormía y siempre quería el volante. Conducía por una ruta salvaje: hasta Omaha durante un horrible recorrido vespertino por una ciudad en llamas, luego dio un masivo giro en U, echando humo por las ruedas traseras que casi las saca del eje del coche, y nos envió a toda velocidad hacia Springfield. Bill estaba mayormente en el asentimiento —aunque yo nunca podía atraparlo haciendo la conexión, él siempre encontraba su caballo, sin importar lo solitaria que fuera la autopista por la que viajáramos—, así que yo tuve que luchar con Neal por el volante uno contra uno. Yo era más lento que él, y él conocía los trucos de las peleas internas en la prisión: la rodilla en las bolas era solo una finta, me alejaba de un empujón justo donde su pulgar estaba esperando mi garganta, pero yo había aprendido algunos trucos. del sutra con el que me había dejado Kilaya, y a veces podía agarrar ese pulgar y hacer que Neal hincara la rodilla, y luego comenzar a dirigir hacia el Este otra vez, de regreso a la Ruta 66. Y en el asiento trasero, a medio camino entre la tierra del sueño y la quimera, Bill farfullaba y profetizaba sobre los horrores que aguardaban en Nueva York. Hombres transformados mientras paseaban por la calle, luego trepaban por los edificios con sus nuevas garras, o los tentáculos con mil ventosas besadoras, y allí anidaban y criaban para el nuevo Reich. Bebés que nacían horriblemente deformes, que destrozaban las caderas de mamá al salir, todo cabeza y cuernos desplomados sobre cadáveres. Bill los llamaba los afortunados.

    Los desafortunados seguían siendo hombres y mujeres, todavía normales. Demasiado normales, cuadriculados como casas. ¿Qué podían hacer sino mantener la cabeza gacha y fingir que sus jefes no se habían vuelto locos y que no habían exigido que los muchachos de la sala de correo les quitaran el prepucio con las piedras afiladas que él había traído de su camino de vuelta al condado de Westchester? ¿Acurrucarse con el hombre escarabajo en la cama junto a ti una vez a la semana? Claro, siempre y cuando lleve a casa su cheque de paga y una bolsa llena de comestibles. Mejor cerrar los ojitos de niña y pensar en John Fitzgerald Kennedy mientras te sondan con apéndices quitinosos todos los agujeros de tu cuerpo, mientras el chasquido de la risa de la bestia, antaño tu novia de la secundaria, te rechina en los oídos como el vidrio de la calle.

    Nueva York, Nueva York, una ciudad tan genial que la condenaban dos veces. El culto era más fuerte allí. Cuando Cthulhu despertó, la ola gigantesca de miedo y cambio de la cual él había emergido se elevó sobre esta tierra y finalmente irrumpió sobre el cielo púrpura y lleno de la polución de la medianoche de Manhattan. La lluvia negra cayó como una bendición y cubrió las montañas de hormigón, vidrio y acero de la isla embrujada. Wall Street estaba de sangre hasta los tobillos, Central Park era una pradera donde el ganado era todo carne suculenta, todo cerdo largo. Busca un trabajo patrullando la frontera con un palo afilado, ¿por qué no? Mejor ellos que tú, y además, puedes dormir en el vestíbulo del Hotel Plaza, lejos del olor a caca de caballo de los lujosos cabriolés y del sonido de los huesos crujiendo bajo las fauces de filas de gusanos de una milla de largo.

    —Sólo preparaos para el viaje, chicos —nos murmuraba Bill en el asiento trasero, mientras yo luchaba con Neal por el volante, pero Bill no hablaba con nosotros, estaba hablando con los pobres viejos neoyorquinos que se habían inclinado ante el Soñador y habían dejado que Él les pusiera las vendas sobre las almas.

    En St. Louis, el Cadillac cedió al fantasma. Lo dejamos en la calle y caminamos de tres en tres por Pershing Avenue. Bill estaba alerta a cualquier cambio, aunque su rostro seguía contraído, parpadeaba rápidamente como un niño lento por demasiado abuso de sí mismo. Casi no le creí cuando asintió hacia una ruina calcinada y dijo: —Yo nací allí —Neal estaba extrañamente callado; no dejaba de mirar al cielo, observando las estrellas que solo él podía ver. Pasamos por delante de la antigua escuela John Burroughs y giramos hacia Price Road—. Mis padres tienen una casita aquí —dijo Bill.

    Era una maldita mansión de cinco acres. Neal ni siquiera la miró, mantenía el cuello estirado hacia el cielo y se giraba cada vez que yo le preguntaba algo. La casa había sido arrasada. Una jungla de indigentes reinaba en su interior. Tambores de acero llenaban el vestíbulo y del techo goteaba hollín como lo hacía el cielo nocturno en estos días. Había botellas por todo el suelo, y la mayoría estaban vacías.Tuve que dar siete patadas antes de encontrar una con un poco de calor enlatado. Hacía frío en la casa, más frío de lo que debería para una bochornosa tarde de agosto. La red de arrastre pasaba por encima, asegurándose de que hasta el último pececillo de hombre fuera capturado y preparado para los cuchillos asesinos de almas de los mugwumps. No estábamos escapando, me di cuenta. Estábamos siendo destripados y arrojados a un lado, para las moscas.

    La casa de Burroughs era una especie de pararrayos para cada hípster y estafador de la ciudad ahora. Tenían sus historias y sus cicatrices de batalla (orejas perdidas, lenguas negras por pronunciar las palabras profanas que una vez escucharon por casualidad, párpados abiertos con navajas de afeitar para que un cuerpo no fuera recogido mientras dormía), y no mucho más. Ya no se reían, y extrañaban los viejos pulmones llenos de carcajadas y viejos chistes cursis. Simplemente yacían por las habitaciones entre los muebles agrietados, meando y resoplando y, a veces, buscando a alguien nuevo, alguien que no hubiera oído sus historias cien veces. Y nosotros éramos nuevos, así que oíamos un montón. Había un gato llamado Charlie el Chino (no era chino, pero había estado en Hong Kong y había pasado seis meses allí antes de regresar a casa como un polizón) que me habló sobre una chica que vio caminando por un camino rural, con pechos grandes y colgando de su camisón. —No soy un violador de mujeres —me dijo, y su voz estaba teñida de ron barato y odio—, pero en estos días parece que soy el único. Así que me acerqué a esta chica, no porque ella fuera una pila de tartas calientes, sino porque estaba perdida en un aturdimiento, iba caminando sin más por el lado de la carretera con los brazos extendidos a los costados, como una Wallenda voladora en la cuerda floja de un circo, pero me acerqué a esta chica, ¡y en sus pechos tenía caras! ¡Caritas de bebé, como cabezas de mortinatos en frascos de formaldehído! —Charlie el Chino estaba muy serio y solemne al respecto, acostado en la esquina de la habitación, yo sólo podía reírme. Me reí a carcajadas como si ese fuera el remate más divertido que había escuchado en toda mi vida, y el gran salón comedor se estremeció con mi risa.

    —Oh, Señor, ¿pudiste ver cómo tenía ella el rostro, su verdadero rostro? ¿Había algún parecido familiar? —Le pregunté. Charlie el Chino frunció el ceño y me clavó un gran dedo de salchicha justo en el pecho. —Eres cruel, ¿lo sabías? Eres un hombre cruel. Egoísta e indiferente. El mundo se está desmoronando y tú estás aquí, tomando un camino de rosas. Relajándote. Viajando, no viviendo. Si en la cocina hace demasiado calor, tú eres el primero en salir. ¡Piensa en esa pobre chica un minuto! ¿Con qué va a alimentar a esos bebés si sus tetas son los bebés? ¿Te vas a casar tú con esa chica? ¿Vas a darle un hogar y gastarte dinero en fórmula y comida para mantener fuertes a esos bebés? ¿O la vas a dejar y vas a salir por la puerta a la oscuridad de la noche? ¡Ella está comiendo por tres, maldito seas! —Con eso, Charlie el Chino cruzó los brazos sobre el pecho, hincó la barbilla y dio media vuelta, dándome la espalda. Todo el resto de los hombres en el garito también lo hizo, cada uno apartándose de mí por turnos. Algunos de ellos se volvieron rápidamente como soldados, otros sólo se tambalearon o se sentaron y miraron fijamente a través de mí. Yo había conseguido lo que quería, por fin, que me dejaran en paz. Ya no una estrella brillante, no el centro giratorio de cada gran momento. No fue de partirse la caja de risa lo que se esperaba, así que corrí a buscar a Neal y lo encontré, en la parte de atrás.

    En la parte de atrás había una gran extensión de pradera maldita. Trigo blanco, aplastado contra la tierra, crujía bajo mis pies. Neal fue fácil de encontrar, estaba mirando arriba y señalaba al cielo, y dos chicas estaban sentadas a cada lado de él. Las dos eran unas cositas delgadas, más delgadas de lo que a él le gustaba habitualmente, con el pelo largo y planchado, una rubia sucia, la otra con gafas y el pelo como el betún. Se volvieron cuando me oyeron, pero Neal no lo hizo. Se mantuvo de espaldas a mí, con una mano en la cadera y la izquierda extendida hacia el cielo. Aunque supo que era yo y dijo: —Ey, Jack, ¡mira! —Y miré, justo por encima de su hombro y miré su mano. Su dedo índice y pulgar estaban doblados para parecerse a la letra C, y miré a través de ellos (la luna no brillaba, pero yo podía ver la luz de las estrellas brillando en sus uñas) y vi una estrella.

    —¿Y cuál de las estrellas en el cinturón de Orión quieres que apague? ¿Eh? ¿No me crees? Puedo verte frunciendo el ceño, tengo ojos en la nuca —Él se rió y las chicas se rieron para apoyarlo. Neal cerró los dedos, aprentando. Algo chisporroteó, como una chica encendiendo un cigarrillo, pero ninguna de las dos tenía uno, y cuando Neal bajó la mano, faltaba la estrella en el extremo izquierdo de la constelación.

    —Bonito —dije mirando hacia arriba, entornando los ojos, tratando de buscar el zarcillo de nube que oscurecía la estrella, pero no había nada. El cielo estaba vacío de todo menos de diminutas estrellas blancas, incluso los tentáculos, el iracundo rostro de Cthulhu y su ardiente ojo de luna habían desaparecido. Como esa pequeña estrella. No centelleaba, había desaparecido.

    —Apagué una estrella. Faltan algunas, ¿las notas o, jeje, no las notas? Tengo un poemita para ti. ¿Alguna vez hiciste astronomía con los Boy Scouts, Jack?—preguntó Neal. Yo bajé la mirada, y la chica con el pelo de betún me miró y dijo: —Es verdad. Mira la Osa Mayor —Yo no podía soportar estirar el cuello tan alto, no quería ver lo que Neal le estaba haciendo al cielo. —Te estás volviendo loco —le dije a él—. Escucha. ¿No te acuerdas de los niños?

    —Oh, sí. Sí, los niños —dijo él, y juntó los dedos con fuerza otra vez, como si apagara una vela—. Pobres niños, pobres cositas, pero no hay viaje gratis aquí fuera, ¿sabes? La rueda sigue girando, y si en esta vida no tienes la oportunidad de caer en la cama con el estómago lleno de cerveza y un chica encantadora, entonces tal vez en la próxima, ¿sabes? Tengo que ver el panorama general, el gran cuadro de acción salpicado de pintura —Se volvió hacia mí—. El universo es un Jackson Pollock. ¡Creo que todos somos un montón de goteras y...! —dijo, y luego los nerviosos jejejejeje de la locura de Neal se comieron el resto de su oración. Él giró de vuelta al cielo para apagar estrellas.

    De vuelta adentro, pasé por encima de una maraña de vagabundos y músicos con barbas desaliñadas; pateando libros de comics, tambores bongos y botellas vacías; y subí los escalones para encontrarme con Bill. Él estaba en el dormitorio de su infancia; sentado en el borde de la cama como si un autobús estuviera a punto de detenerse y llevarlo al centro de la ciudad, a Woolworth's; leyendo una revistilla de pulpa. Me miró con sus ojos muy abiertos y cansados, dijo: —Hmph —Y volvió a su revista.

    —Neal está apagando las estrellas. Levanta los dedos y las aplasta hasta quitarles la vida allí arriba en el cielo. Miré fijamente donde había una; no estaba titilando. Las está apagando.

    —Imposible —murmuró Bill. Se lamió el dedo y pasó la página.

    —¡No, no lo es! Yo lo vi...

    —¡Coincidencia! —bramó. Bill por fin dejó a un lado su revista, dejándola abierta boca abajo como una tienda de campaña para poder volver al relato que estaba leyendo. Vi la portada. Algo llamado Super Science Stories, estaba amarillenta y desgastada (como el propio Bill, ya que su hábito le había robado los mejores años de la vida) con una chica pin-up, desnuda excepto por una sábana verde, en la portada. Le salían relámpagos de la punta de los dedos y por encima de ella: un foo fighter del tamaño de una ciudad flotaba en el espacio. —Mira, no hay manera, no importa con qué poderes Neal pueda estar haciendo tratos faustianos. Las estrellas están a años luz de distancia, a veces a miles de años luz de distancia. El cielo que ves esta noche murió hace un eón. Estamos atrasados ​​en recibir las noticias, eso es todo —Se impulsó a través de la cama hasta la ventanita y separó la cortina—. ¿Qué es lo que falta? —preguntó.

    —La estrella de la izquierda en el cinturón de Orión. Si miras por...

    —¡Ya sé donde está! —Miró por la ventana, se lamió la palma de la mano y limpió con ella el polvo del cristal para ver mejor—. Alnitak, creo. Sip, ya no está—. Se volvió hacia mí —Hace ochocientos años, esa estrella se esnifó ella sola, no esta noche. Nosotros sólo hemos descubierto esta noche que se había perdido. La estrella estaba muerta cuando le dieron el nombre. ¿Nunca tuviste un telescopio cuando eras niño, Jackie? —preguntó. Bill se levantó, como un anciano, y en un paso cruzó la habitación y se arrodilló frente a una estantería de dos estantes pintada de un rojo alegre. Sacó otro librito de bolsillo y hojeó las páginas, mojándose el pulgar cada vez—. El cinturón de al-Jauza —rió Bill—. al-Jauza —dijo de nuevo, y luego otra vez—. Algo así como... la mujer central. Debí haber prestado más atención cuando estuve en Tánger.

    Él me miró. Bill tenía esa piel amarilla cetrina, todavía. Me pregunto si él había sido así de niño también, atrapado en un cuartito en la parte superior de una mansión, jugando con fantasías de mapas estelares y monstruos de ojos saltones, y disparando a pajaritos con su rifle de aire Daisy. Estuve a punto de preguntarle, pero el tema no me importaba tanto, y el viejo toro estaba en racha.

    —¡Madre del espacio! Eso es genial, ¿no? La mujer en el centro del cosmos sobre la cual gira toda la creación, y Neal está tratando de hacer que se baje las bragas. Hombre, algunos compadres nunca cambian —Bill estiró la pierna y volvió como un gusano sobre la cama, luego se tumbó de espaldas y recogió su revista, manteniéndola lejos de su cara. Era una pose extraña, una forma de decirme que me fuera y bajara a ver si había suficiente cerveza en el Frigidaire.

    Estaba a la mitad de la puerta cuando Bill se aclaró la garganta, las suaves máquinas en su garganta y pecho resonaron y chirriaron. —¿Sabes, Jacques? —dijo—. Neal no podría haber extinguido esas estrellas, no en el universo tridimensional tradicional, el mundo de largo, alto y ancho que se mueve a través del tiempo como una flecha con forma de cosmos. Pero si hubiera un mundo superior, ¿has pensado en eso? Piensa en el universo de una naranja negra salpicada de blanco hasta las semillas, en manos de los dioses que rezuman a través de la realidad como la ginebra se desliza entre los cubitos de hielo en el cóctel después del trabajo de un vendedor de propano. Si Neal pudiera alcanzar esas dimensiones superiores, podría extinguir las estrellas ahora, pero lo estaría haciendo hace ochocientos años. Desde el punto de vista de esos mundos superiores, donde incluso el tiempo es sólo una pelota para hacer malabarismos, Alnitak no sería un gigante gaseoso masivo muchas veces más grande que el Sol, sería una punta de alfiler, una cabeza de fósforo en llamas. Fácil de apagar con dos dedos más grandes que las galaxias. El truco en realidad sería apagar solo una estrella y no mil millones de ellas.

    Bill se giró sobre su costado y se abrazó a sí mismo. —Sí, eso sería suficiente. Por supuesto, si él tuviera ese tipo de poder, yo desearía que creara un teseracto y arrastrara Nueva York hacia nosotros. Estos malditos viajes por el país me revuelven el estómago. Todo ese conducir y esas solitarias carreteras agusanadas —La revista abierta la puso Bill a un lado de su cabeza como si fuera una tienda de campaña—. Apaga la luz al salir, ¿quieres? Gracias.

    Así que eso fue todo. Me fui y me dirigí escaleras abajo, con la emocioncita de mi propia iluminación aplastada por la idea misma de Neal. Neal, más grande que el mundo. Neal, que lloraba por los niños como un hombre, que sólo necesitaba un volante en las manos y cuatro ruedas en el suelo para navegar por el bardo; Neal, que lo tenía todo en sus manos. Neal, que ya no estaba en la parte de atrás, así que crucé la cocina y vi a Charlie el Chino haciéndose a la chica del pelo de betún, los dos retorciéndose debajo del, desgastado por la calle, abrigo del ejército del hombre. Alcancé a ver la curva del pecho de la chica, sin rostro, sólo una ciruelita poco madura de pezón. Bien por Charlie el Chino.

    En la cocina, yo estaba solo. Era una habitación grande con un suelo nuevo de baldosas debajo de la basura, papel de estraza arrugado y manchas de frijoles derramados y pisadas. Y había cerveza. Todo un palé de latas en cajas de cartón corrugado, todas calentitas. No había hielo en la sección del congelador del Frigidaire, pero eso me daba igual. Se podía enfriar rápidamente en el porche delantero, lejos de los sonidos de indigentes gimiendo, y con al menos la mansión entre las estrellas muertas que desaparecían del cielo y yo, así que me llevé una caja y abrí lata tras lata. Era un juego, cuánta cerveza podía meterme en la boca y en la garganta sin hincharme las mejillas. Después de algunos intentos, me tragué una lata entera (menos una cascada de espuma en la camisa y los pantalones) de la amarga sustancia de un rápido y elegante codazo: cabeza hacia atrás, brazo hacia arriba, boca bien abierta, fue la inhalación más dulce.

    Lo intenté una y otra vez y perdí el truco cuando el alcohol hizo efecto en mi torrente sanguíneo. Seguí intentándolo, de todos modos, y dejé que las latas vacías cayeran rodando de mis dedos y afuera del porche. La tierra misma se inclinó extrañamente, como un coche que hace un noventa en una curva cerrada alrededor de la ladera de una montaña, y vi el cielo. Las estrellas iban desapareciendo, lenta pero inexorablemente, una a la vez, como jugadores de béisbol holgazaneando antes de abandonar finalmente la cancha y regresar al banquillo. No había ni una nube en el cielo, solo tinta salpicada de destellos, y menos de ello a cada segundo. Bebí otra cerveza porque la cerveza era real. Mi lengua ya estaba entumecida, por lo que me resultaba más fácil (era un brebaje local horrible, hecho con agua de río negro y envejecida durante uno o tres días) verterla en mi boca de abrevadero. La cerveza en bruto te pasa factura rápidamente, beber pintura mezclada con guijarros no habría sido mucho menos divertido, pero era adormecedora, como yo quería que fuera. Entumecido es como quiero estar, con los dedos hormigueando y pesados ​​al tacto de la última lata. La dejé caer y el alcohol alimentó la tierra. En la segunda caja fui muy heroico. Hasta mis huesos estaban borrachos. Se estaba tan bien en el porche, la gruesa pintura aún retenía el calor del día, y yo me estiré y me quedé dormido.

    Soñé con una balsa en un mar oscuro como el vino, meciéndose lenta y suavemente arriba y abajo como un niño jugando en el regazo de su abuelo. El agua era como el azogue, corría rápida y seca sobre mi piel y se me acumulaba dentro de las botas y pantalones. Hacía calor en el océano, el calor húmedo del verano eran una hoguerita de campamento y una manta. Luego, del cielo púrpura, tentáculos cayeron como cortinas, pero yo no tuve miedo. Me acariciaron, como dedos en mi pelo, sobre mis labios en esa emocionante caricia de amante. Los tentáculos me mantenían caliente mientras un escalofrío emergía desde el fondo del mar.

    Desde diez mil millas de distancia oí los gritos, chilliditos de radio AM. Mi conciencia voló en perezosos círculos y caídas, alejándose de mi cuerpo hacia la vieja mansión, que estaba siendo desgarrada por el espacio mismo mientras los cultistas con túnicas que sostenían sus antorchas en alto cantaban desde el bordillo de la acera. El espacio ya no estaba definido por la ausencia, sino por la presencia, la presencia de aquellos familiares tentáculos reptantes. No se estaban desplegando desde el cielo, eran el cielo, el espacio entre respiraciones y gotas de lluvia. Como una abeja vagaba yo entre ellos, diminuta y desinteresada en cualquier cosa que no fuera la dulce ambrosía, un charco reluciente de cerveza derramada. Extremidades y chorros de sangre, madera astillada y tuberías silbantes pasaban volando, pero yo solo podía zumbar alrededor de ello en la corriente etérica. Los tentáculos estaban por todas partes, y esa no es una descripción de su ubicación, sino sólo un hecho de la existencia: si algo existía, era gruesa carne alienígena, hedor, caucho y sangre de plomo fundido en cinco dimensiones. El mundo que conocíamos era solo tinta barata, plana y estirada más allá del reconocimiento sobre la superficie de la masilla Silly Putty del mundo REAL. El mundo del Gran Soñador, cuyas sacudidas y resoplidos sonámbulos estremecían el planeta y cada día de trabajo. Excepto para mi Yo abeja, con mi cerebro en un ala y en una oración.

    Y Bill. Él salió de la habitación de su niñez (que no era más que una masa de tentáculos) con una metralleta de cine y gritó sobre nazis y sobre Bombay. Las estrellas y la luz de las antorchas danzaban en la trampa de las imposiblemente gruesas gafas de culo de botella de Coca-Cola de Bill. Levantó el arma bien alto y, con un grito de guerra indio, apretó el gatillo. Las llamas brotaron del cañón y las balas rasgaron el aire (y atravesaron la carne del sueño andante del Dios Antiguo). Bill emitía risitas mientras barría de un lado a otro con su ametralladora (los casquillos gastados caían como la lluvia y bailaban sobre los suelos de madera) e iba avanzando, un doloroso paso tras otro. Fuera de la mansión, algunos de los cultistas, esos viejos maestros de escuela y golpeadores de relojes, se ahogaban en plomo y caían, sonriendo sangre.

    Pero no todos. Las balas se agotaron antes que los cultistas, y la firme marcha hacia adelante de Bill se detuvo, el disturbio de poesía de su metralleta se redujo a unos clics impotentes. Luego, los clics de los hombres escarabajo aceleraron el ritmo, y la cortina de tentáculos regresó para ahogarlo a él y a toda la chusma de la mansión Burroughs. Él cayó bajo ondulantes olas negras, con el puño cerrado y venoso como el mármol.

    Entonces Neal, de novecientos pies de altura y resplandeciente con el fuego de San Telmo, separó la cortina y sonrió. Como un niño asomándose para ver a una chica bajarse las medias y luego, después de una eternidad, soltarse el sujetador, esa era la sonrisa de Neal. Y con la misma facilidad con que un niño aparta las cortinas, él salvó al mundo. El Soñador de las Profundidades fue empujado a un lado con un saludo casual, el tipo de saludo que Neal ofrecía a las chicas cuando pasábamos en coche.

    Me desperté en el porche, con la camisa pegada a la pintura gracias a la pegajosa cerveza y a la sangre quemada. La pólvora llenaba el aire. La mayor parte del resto de la mansión había desaparecido, como si hubiera explotado, pero el campo y las calles estaban completamente libres de escombros. La casa había explotado hacía años. No quedaba nada más que un muro este y chamuscadas chimeneas negras coronadas por impotentes y marchitos conductos de chimenea en la distancia. Los ladrillos goteaban un limo acre. Bill estaba de pie justo en medio de los escombros, el humo bailaba desde el cañón de su arma como si la hubiera estado fumando. Neal estaba tumbado en un sofá, uno perfectamente conservado (ni siquiera quemaduras de cigarro, y olvídate de la falta de ectoplasma de marcas de chamusquina) comiendo de una lata de salchichas Viena. Pinchaba dentro con su vieja navaja y se comía la carne de la punta de la hoja.

    Las calles estaban llenas de cadáveres, tanto de hombres escarabajo como de Beat. Me fijé en la cabeza de la chica con el pelo (bueno, con el pelo y el rancio pastel de carne al que estaba unido) negro betún, pero todo el mundo, todo lo demás, había sido arrojado con demasiada fuerza por todo el paisaje como para poder darle sentido. Habían estado un poco más sobrios de lo debido cuando había comenzado el ataque psíquico. Zapatos sueltos por todas partes. Bill caminaba a través de la entrada, la única parte de la fachada de la casa que aún estaba en pie detrás del porche, y se arrodilló a mi lado. Detrás de nosotros oímos lata golpear el suelo y el ronquido de la motosierra de Neal poniéndose en marcha. Yo miré atrás hacia él. El pobre se había orinado durante la noche.

    —Él te va a traicionar, ¿sabes? —me dijo Bill, su voz era un aria que envolvía el enojado bufido de un toro. Yo alcé la vista hacia él. Nunca me había caído bien Bill, en realidad. Era un marica y un niño rico, nunca había tenido que pelear por nada. Mientras todos los demás Beats estábamos explorando el país, él se iba corriendo a México, a Asia, a cualquier parte donde un chico quisiera doblarse por un dólar estadounidense y una sonrisa. Él era un yonqui, su alma había sido devorada años antes de que R'lyeh emergiera en el turbulento Pacífico. Pero yo lo respetaba porque era un superviviente, una cucaracha como los mugwumps. Cuando Neal y yo fuéramos polvo, William S. Burroughs aún estaría vivo y coleando (diablos, el bastardo aún estaría escribiendo para una publicación; yo ya había disparado mi carga para eso) así que no le di un puñetazo en la cara en ese mismo momento. A cualquier otra persona se lo habría dado, incluso a Neal; si viniera a mí y me dijera: —Voy a traicionarte, ¿sabes? Voy a amarrarte a una losa de obsidiana y sacarte el corazón por la nariz, solo para hacer reír a Cthulhu —se habría llevado una cara llena de nudillos. Aunque no Bill. No me gustaba. Pero lo respetaba.

    —Esto es ficción de pulpa. Neal no está de nuestro lado, está de su propio lado. Contra el Soñador, pero no contra la sabiduría estrellada con la que Azathoth lo tienta.

    —¿Cómo lo sabes?

    Volvió a bufar (había polvo sin una casa que nos protegiera del viento que golpeaba el trigo arrasado). —Leo revistas. Vosotros dos fuisteis mejores amigos una vez, pero ahora, años después, solo estáis siguiendo los movimientos. Dos soñadores persiguiendo sueños. Él está casado. Cuando no se está tirando chicas de dos en dos mientras nosotros montamos guardia, está jugando a las casitas con una fea vaca y enseñando a rezar a sus renacuajos con las manos juntas al lado de la cama —(Bill casi recibe un puñetazo ahí también, pero yo estaba demasiado agotado para moverme)—. Y tú... Cristo, Jack. Tú sabes los problemas que tienes. Este camino en espiral solo tiene un final. Por supuesto que él tiene que traicionarte, y al hacerlo, traicionarnos a todos. Esto es La Sombra. Neal es el mayordomo, y el mayordomo fue quien lo hizo. ¡Ese es el maldito final de la novela que él está escribiendo sobre esto! Pura ficción de pulpa.

    Se dejó caer y metió las piernas bajo el trasero, como un niño. —Eh, a la mierda, Jack. Neal te la jugaría por un coño si no fuera a jugártela por toda la maldita bola de barro. La mitad del jodido mundo se lo merece, de todos modos, por lo que a mí respecta.

    —¿Sí?, entonces, ¿por qué viniste a salvarnos en Kansas, hmm? —Él no me estaba mirando, así que pude lamer la cerveza de la tabla frente a mí (el olor me había estado llevando hasta la pared) y oír su respuesta al mismo tiempo. No quería mirar a Bill. Parecía tan viejo, como una piel de serpiente abandonada.

    —Ya te lo he dicho —graznó—. Sólo hay un final para ésto. Tú y Neal no sois los únicos con un sabor a iluminación. Un dragón vino a mí, tras décadas de perseguirlo, y me dijo lo que necesitaba hacerse. ¿Sabes?, me voy a mudar a Kansas un día.

    —Guao.

    —Tampoco es que lo esté deseando.

    Durante mucho tiempo no hicimos más que escuchar a Neal roncar. —Entonces...

    Bill por fin se giró hacia mí, con ojos entornados. —¿Cómo van tus ventas?

    Y me reí. Rugí como el maldito rey de Inglaterra después de que el bufón de la corte se cagara encima. —¡Maldita sea! ¡Regalías! ¿Es eso en lo único que puedes pensar? —Él no estaba bromeando, pero me encantó el remate del hombre. Me reí más y más, partiéndome la caja en el porche; me dejaba tullido.

    —Muy bien. No he tenido que escribir una palabra más, en realidad.

    —Sí. La prohibición está fuera de mi libro ahora. La cosa está yendo bien. Gracias por el título, por cierto —Luego oímos a Neal moverse y dejamos de hablar de libros. Ninguno de los dos estaba de humor para ninguna de las teorías literarias de Neal ahora, y yo no estaba interesado en oír que ésto iba a ser otro capítulo emocionante. Neal se escurrió fuera del sofá y se levantó de un brinco sobre el porche (ignorando el esqueleto de la puerta que aún estaba en pie) y estiró los brazos, como un granjero contemplando la vista de la cuarenta norte.

    —¡Guao! Os lo aseguro, chicos, esto es lo que pasa cuando asomamos la cabeza por la superficie. A partir de ahora, debemos ser taltuzas. ¡O topos! Como en esas viejas series. Subiremos por la noche en busca de provisiones y mujeres con sombreritos diminutos y sostenes de copa. Ellas se llevarán las manitas a las mejillas y chillarán cuando nos vean, pero las tiaras de piedras preciosas y los vestidos de princesa las harán nuestras de nuevo, ¿verdad, mis hermanos topo? —Luego se rió de su broma, solo.

    —Busquemos un nuevo coche —dijo Bill y nos fuimos. El barrio estaba desierto. Puertas abriéndose y cerrándose al viento, tiendecitas todas listas para los clientes con las persianas levantadas y las vitrinas relucientes, pero ni un hombre alrededor. Ni ardillas tampoco, y el cielo (solo azul rayado con las más nítidas de las nubes púrpuras y el reguero ocasional de un cohete a la luna alejándose de la canica) vacante de pájaros e insectos. Y que me condenen si cada coche con el que nos cruzábamos no era una cáscara calcinada.

    —Esto se está volviendo repetitivo —dijo Neal cuando nos topamos con el segundo lote de coches usados ​​con nada más que pedazos humeantes en exhibición o en las ventanas—. ¿No hay buenos fantasmas en este país? ¿O es que en cada centímetro del camino va a haber dementes y espíritus de la quinta dimensión?

    Buenos fantasmas. Eso me recordó que había buenos fantasmas. Espíritus convocados por la música bebop y cocinados en buen whisky. Llamados por la sangre, pero no la sangre contaminada por el miedo y por la locura humana, sino la buena sangre que se derramaba de la comida y alimentaba la tierra. El mundo aún estaba empapado del espíritu del Señor, y sus hijitos, los descarriados que nunca dejaban atrás sus cosas infantiles, ellos eran los que heredarían la tierra si podíamos terminar con el reinado del culto. Así que invoqué a uno, a la buena antigua usanza. Caminé hacia el otro lado de la calle, donde el tráfico se habría dirigido hacia el Este si hubiera habido alguno, y saqué el pulgar.

    Bill y Neal se quedaron al otro lado de la carretera, mirándome como un par de palurdos asimilando el artículo genuino en vivo. Al Rey de los Beats. Haciendo autoestop. En la carretera de nuevo.

    Y el coche se detuvo, un viejo modelo de Cadillac; de antes de la guerra, al parecer; todo curvas, excepto por el capó arrugado delante. Parecía familiar, y luego se detuvo. Era un sedán de Tiffany's, vidrio hilado y soplado, translúcido pero sin motor ni piezas, y yo ya estaba en el asiento del pasajero. Un yo más joven, con los párpados de un bebé revoloteando en el sueño. Jack Kerouac, menos una década y poco, y mil galones de alcohol barato, los años me habían arrancado la piel como un pelador de patatas. Y Neal conducía con una sonrisa fácil y sólo una muñeca en el volante. Él también era joven, la nariz aún no tan roja, el cabello abundante y negro, no pegado sobre la línea del cabello que ya retrocedía. Nos faltaban las panzas.

    —Bueno, ¿dos buenos y honrados ciudadanos estadounidenses necesitan que los lleven a algún lugar en particular? —me preguntó el Neal fantasmal. Bill y el verdadero Neal cruzaron la calle rápidos como conejos para llevarse el coche. El que ya habíamos conducido, el que tenía el tablero de cuero agrietado por el calor de Nueva Orleans y la altitud de Colorado (pero este tablero era suave como un espejo).

    —En realidad necesitamos el coche —dijo Bill, y agarró la manija de la puerta, pero su mano la atravesó—. ¡Neal! —dijo Neal, deslizando su trasero sobre el capó—. ¿Te gustaría saber quién gana la tercera carrera en St. Louis doce años después de tu viaje? Escríbelo, asegúrate de estar aquí ese día y puedes duplicar los ahorros de tu vida. Todo es científico, como la teoría de relatividad. Has estado conduciendo tan rápido que te has alcanzado a ti mismo.

    El Neal fantasmal se rió. —Y lo único que quieres a cambio es un coche, ¿eh? —Le dio un codazo a mi sosias, quien despertó con un sobresalto a cámara lenta—. A mí me parece un buen negocio. No se puede vencer al método científico, y estoy seguro de que Sal y yo podemos viajar por las vías y soñar algunos sueños propios.

    Mi Neal sonrió y simplemente le dijo: —El Fin de la Infancia, garantizado —El Neal en el coche se agachó y encontró un lápiz y un trozo de papel, anotó el nombre y se metió el trozo en el zapato. Se puso de pie y simplemente caminó a través del coche. El joven Jack abrió la puerta y salió a trompicones, bostezando ferozmente con un puño en el ojo para ahuyentar el sueño—. ¿Qué? —dije brillantemente.

    El coche era sólido, y nuestro, y corría como si estuviéramos tres pulgadas por encima de la carretera, lo que probablemente era cierto. Yo saludé a mi fantasma, pero él estaba demasiado ocupado frotándose la cara para devolverme el saludo. El joven Neal gritó y saludó, y todos (incluso el malhumorado Bill en el ahora sólido asiento trasero, con la otra mano sobre un estómago de náuseas) le devolvimos el saludo. Bill se giró—. Buen truco, conseguirte tu propio coche de ti mismo.

    —¡Sí, y probablemente nunca necesite gasolina! Ey, Neal, ¿cómo supiste qué caballo iba a ganar? ¿O fue sólo un timo?

    —Nop, honesto como un indio, El Fin de la Infancia va a ganar. Aunque Neal no. Esa fue la carrera de ayer, y ayer estábamos demasiado ocupados mudándonos a la morada de William para ir a las carreras. Y el teléfono estaba desconectado, así que no pude colocar ninguna apuesta desde la casa —Miró por el espejo retrovisor y se dirigió al asiento trasero—. Para ser un montón de Riqui Ricos, tu familia sabe cómo ser inconvenientemente delincuente con la compañía telefónica. ¿No sabes que Teléfonos y Telégrafos Internacional no toma prisioneros? ¡Señorito Bell! —gritó y pisó a fondo el acelerador, dejándonos sin aliento a los pasajeros. Nos comimos Missouri para desayunar en el coche del sueño americano.

    —Sí, pero ¿cómo lo supiste? —Le pregunté a Neal de nuevo más tarde cuando estábamos al ralentí y Bill estaba meando en los árboles al lado de la carretera—. La iluminación para las trivialidades mundanas es una blasfemia.

    Neal simplemente se quitó el viejo trapo cosido de zapato, se inclinó y sacó un trozo de papel arrugado de la punta. Lo alisó entre los dedos y me lo tendió para que lo leyera. Bajo la mancha de plomo, apenas podía distinguirlo: El Fin de la Infancia. —Por eso siempre quería conducir, hermano. No quería llegar aquí demasiado tarde. Pero supongo que lo hice —Luego, Neal soltó el papel y dejó que el viento se lo llevara mientras caminaba hacia los árboles y también comenzaba a orinar. Yo me recosté en el hueco del volante y puse las palmas de las manos sobre el ronroneo del capó del coche. Incluso funcionando al ralentí en el calor de la tarde de Missouri, el acero de mi pasado estaba frío al tacto.

Capítulo Nueve

    Gran Chicago brillaba en rojo ante nuestros ojos. Estábamos de pronto en Madison Street entre hordas de cultistas, algunos de ellos tirados por la calle, elongadas guadañas quitinosas donde antaño había habido manos se arrastraban por el suelo, cientos de otros reunidos alrededor de iglesias o apiñados en las esquinas, todos esperando y de cháchara. —¡Guap! ¡Guap! ¡Neal se acerca! ¡El Hombre de Dos Mundos, el elegido de Azathoth! ¡Salve Neal! —Giré el volante con fuerza y ​​me dirigí al centro de Chicago, pero ya no había un verdadero ser humano en las calles. Sólo imitaciones de la vida: flatulentos mugwumps en nubes de gases de pantano, niños rezumando por las calles sobre una masa de gruesos cilios, pregonando periódicos de piel humana garabateados con blasfemias indescriptibles, letras que ni siquiera podrías rastrear en una página sin que la locura acudiera para atraparte. Y esos eran los restos de nuestra bonita raza, los paisanos que habían sido personas antes de que R'lyeh emergiera y los misiles subieran rasgando el aire desde los desiertos: había muchas chicas bonitas con una sonrisa para nuestro coche soñado y fiambres morenos trabajando, con pechos anchos como barriles y torsos en forma de V que conducían a pantalones chinos y botas negras, pero no había mujeres, no eran mujeres, no eran hombres. Eran Shoggoths, falanges, avatares de demencia y destrucción burlándose de mí con forma y semblante humanos.

    Al cabo me detuve en la YMCA. La hucha cerdito Viejo Toro de la infancia pagaría por un par de noches. El Cadillac lo apunté con el morro afuera y listo para salir, ya nadie estacionaba en paralelo. Esas eran las cositas que yo notaba. El peculiar medio Este, medio Oeste de Chicago sólo estaba sutilmente distorsionado por la población shoggoth. —Cabeza de patata —me murmuró Bill, mientras Neal corría hacia la esquina para hablar con uno, una mujer de color y mediana edad con caderas oscilantes. Se abrazaron rápidamente, como veteranos, dándose palmaditas en la espalda, y se marcharon sin que Neal dijera adiós siquiera.

    Las viejas monedas de Bill no estaban marcadas con el Símbolo Arcano, ni con la rama delgada ni con la estrella ardiente de cinco puntas con ese gran ojo de huevo frito en el medio, así que no íbamos a conseguir una habitación. El coche del sueño americano se había desvanecido convenientemente de regreso al éter y la madre Tierra volvió a temblar, estirando y agrietando las calles de la ciudad en todas direcciones. Bill estaba de pie, todo encorvado, vistiendo su traje como si fuera un niño probándose la ropa de papá, con la tela acumulada alrededor de sus hombros, muñecas y tobillos. ¡Qué hombre tan poco limpio era! Sentí la necesidad de darle un puñetazo, solo para ver la baba burbujear y salir a borbotones de sus oídos, pero en cambio le hablé sobre cómo la última vez que había estado aquí con Neal, cuando nuestro Cadillac había sido un profeta de acero y no un fantasma veloz, habíamos estado escuchando bebop y en los intermedios habíamos gruñido por las calles en nuestro coche hasta que Dios había aparecido.

    —George Shearing, gigante lumbreras y viejo cabeza huevo. Un maestro de los marfiles. Cada trazo es una acción completa, un día en la vida de un héroe trágico. ¿Entiendes, Bill? Dios. La última vez que estuve en Chicago, estuve en la misma habitación con Dios.

    —Yo veo a Dios en este momento —dijo Bill con las cejas levantadas, y yo me di la vuelta para ver ciclópeas torres modernas y pináculos que se elevaban como flores, delicadas como cristal hilado, para alcanzar el cielo negro y mortal. No Cthulhu, ninguna de las estrellas rojas arremolinadas de Azathoth que se burlaban de nosotros desde los cielos, solo negro. Las estrellas estaban todas muertas como el carbón, la luna reducida a menos que polvo por el trueno de los cohetes. Y silencio. Los extraños ululares de la algarabía urbana devenían en un susurro y luego en la nada. Madre Tierra inhaló de nuevo, y su volumen fecundo se agitó, tiernamente, como Memere me quitaba el flequillo de los ojos cuando yo era un niño pequeño. Y allí estaba Dios en esa detonada noche, el Dios del olvido donde incluso el horrible choque de tenazas, escamas y flagélidos tentáculos se desvanecen en la maravilla de la nada.

    —¡Kireji! —grité desesperadamente. Mi palabra no resonó en los callejones curvos ni en los pasajes alineados con rojo ladrillo gregoriano, edificios diseñados para capear el martillo del invierno, pero que a mí me parecían nada más que una áurea futilidad. Estábamos solos en este universo, una maravilla que vino a mí de inmediato al ver al Dios que Bill veía. Dios es la ausencia de este todo, de nosotros todos—. ¡Kireji! —grité de nuevo, y la exhalación furiosa murió justo pasada mis labios. Kireji, ese momento decisivo en el haiku, donde una sílaba traiciona un pensamiento, un cambio en la respiración, la contemplación del tiempo y la naturaleza sin emoción; pero la naturaleza era demasiado inmunda y oscura. Incluso Dios había apartado Su cabeza de nosotros, lejos de Ti Jean cuando yo más Lo necesitaba.

    Si tuviera todo el papel sobre la tierra, no podría expresar lo que vi esa noche, pero diecisiete sílabas de haiku, tal vez eso habría sido demasiado. —Pues ahora vemos a través de un cristal, oscuramente; pero luego cara a cara —me dije a mí mismo (¿podría Bill oírme siquiera? Sentí que la Gran Madre aún exhalaba lentamente, que la curva de la tierra se hinchaba y me atraía hacia el cielo)—. Ahora sé —No terminé el verso. Lo sabía, porque estaba mirando el cristal oscuro de la noche de Chicago.

    Se suponía que esto era una especie de drama. Me habían dado la información justa para seguir adelante, gracias a los zumbiditos en el oído por parte del demonio Kilaya, mi dulce y pura Marie. Neal apareció justo a tiempo; también Allen y también Bill. Demonios, también aparecieron los viejos vagabundos y las anfetas y los camioneros y las botellas de Coca-Cola frescas en venta al lado de la carretera a cambio de algún redondo melocotón de una anciana con brazos flácidos y una arrugada sonrisa. Puede que hayamos sido inmunes al canto de sirena del culto; nuestros rasgos seguían siendo rasgos de hombre; nuestros perfiles, humanos, pero se nos empujaba y tiraba de un lado a otro, como un niño que hace que una oruga se arrastre por una ramita específica hasta una hoja en particular que casualmente es cuadrada en el fondo de un tarro Mason claro como el cristal. El cielo también estaba claro esa noche.

    —¿Ves? —dijo Bill—. ¡Ahí está Neal! —Luego soltó una carcajada, con su risa húmeda y desagradable. Se alegraba de estar fuera del maldito coche.

    Neal se dirigía de regreso a nuestra dirección, con un séquito de animados cultistas e indigentes, todos borrachos y atiborrados hasta las agallas con salchichas Viena, detrás de él. En tranquila procesión en mitad del grupo había una niña pequeña mexicana, andando como si estuviera de camino a la Primera Comunión.

    Neal me abrazó con fuerza (estaba fofo hacía apenas unos minutos, ahora sus brazos eran como cables de acero enrollados alrededor de huesos de granito) y dijo: —¡Me vas a representar, Jack! ¡Me caso esta noche! Será una gran escenita para mi libro. Matrimonio, una noche a solas con mi niña pequeña en un pequeño apartamento del ferrocarril de Chicago, el traqueteo afuera (dejaré de lado esa parte en la que los trenes no son más que blancos gusanos gigantes serpenteando a través de la ciudad como si las vías fueran senderos de jardín), haciendo el dulce amor antes de salir a la batalla final contra variados señores oscuros, con dos compañeros de gran ayuda a mi lado. Un éxito de ventas infalible, ¿no crees?

    Bill dijo: —Me gusta, pero no creo que Jack lea libros de aventuras. Probablemente harás que se pierda en la historia. No resulta muy fluido para la conciencia si te sales del camino para casarte sólo por meter con calzador una escena de sexo, ¿verdad, Jack?

    —Tengo hambre —dije—. ¿Alguno de tus amigos tiene ese dinero corrupto que quiere la gente de este pueblo? —Creo que no habíamos comido en días, y yo me estaba secando por la cerveza y la carrera por las carreteras a Chicago. Todo el pueblo me olía a carne de res. Me habría comido un ladrillo si hubiera tenido salsa.

    —¡Un banquete de bodas! Perfecta idea, estábamos en camino —Detrás de Neal, los shoggoths rieron y asintieron. Yo entorné los ojos hacia la chica; era joven, no más de quince años, con ojos tan marrones que la mitad del tiempo no podías ver dónde terminaba la pupila y comenzaba el iris. Un hombre inferior; o un hombre mejor, en realidad; habría apartado la vista de su fijo mirar solemne, pero yo acababa de ver a Dios. Un par de ojos de muñeca Kewpie ya no iban a ser suficientes, aunque estuvieran plantados en una dulce manzana bronceada de cara, una enmarcada con recto cabello negro de ese que simplemente cae sobre los hombros y la espalda sin necesidad de plancharlo o rociarlo con nocivas nubes. Ella tenía ese cabello de menor resistencia. Una cosita linda, sólo grano para el molino de Neal. Ella no me devolvía la mirada ni se estremecía ni miraba hacia abajo como solían hacer muchas de las recogidas de Neal en los viejos tiempos, solo miraba a través de mí, desinteresada.

    El resto de la banda iba simultáneamente bien y pobremente vestida; llevaban trajes elegantes y faldas probablemente arrancadas de los maniquíes de escaparate. Algunas usaban bufandas gruesas incluso en el calor de finales de julio, y no a la moda de una jovencita moderna que lucha por parecer continental tampoco. Tenían los vagos rasgos faciales de los shoggoths ahora. Yo había visto suficiente de ellas ya; incluso cuando imitaban las formas humanas, nunca lo hacían a la perfección. Narices ganchudas, ojos saltones, barbillas hundidas como algunos miembros de la endogámica realeza británica. Yo no necesitaba mi tercer ojo para ver sus auras; la degradada farsa de la creación era obvia para cualquier observador perspicaz. Marchaban por el medio de la calle vacía, siguiendo las líneas amarillas, conmigo y con Bill en el medio del círculo, justo detrás de Neal y de su última cosita.

    —Esto es muy raro —le dije a Bill, hablando entre dientes. No es que ellos no pudieran oírme, pero me sentía como un soldado de infantería al que llevan a un campo de prisioneros de guerra y me hallé interpretando el papel.

    —Ah, te acostumbras —gruñó él. Él me ponía de mala leche. Bill tenía una pistola metida en los pantalones otra vez, probablemente parte de lo que los estaba lastrando. Un gángster marica de dos pistolas; por supuesto que a él no le preocupaban tanto los hombres escarabajo, bien podrían haber salido de las páginas de su propio maldito libro. Miré a Neal, quien casi estaba saltando, balanceando la mano con la de su chica. Un joven de nuevo. Incluso Chicago estaba en mi contra, muerta pero no escandalosa, tranquila excepto por las suelas mojadas golpeando el asfalto, ni un solo polaco gordo gritando por la calle, ni panaderías que despidieran nubes de dulce olor a pan recién nacido.

    Ninguna de los shoggoths femeninos era ni remotamente factible, aunque lo intentaban. Las dimensiones simplemente no cuadraban: una parecía tener una otomana metida bajo la parte de atrás de la falda, otra un busto que estaba, como poco, medio roto. Caminamos unos pocos bloques antes de encontrar un salón de VFW en la fachada de una ruinosa casita adosada tan retorcida que su lado derecho tenía cinco pisos y su lado izquierdo sólo cuatro. Neal forzó la cerradura y abrió la puerta de par en par, gritando: —¡Aleluya! ¡Ha llegado el momento de que tome una novia! —Giró y movió las cejas—. Bueno, ¿dónde creéis que debería llevarla primero? —Luego entró bailando, con las extremidades sueltas como el viejo Neal. La fiesta empezó en cuanto él entró en la habitación. Servicios de mesa para cien, con la mesa grande vacía para el grupo de bodas (Bill se sentó a mi lado como si estuviera previsto que tuviéramos que bailar juntos, ujier y dama de honor) pero todos los demás asientos ya estaban ocupados con alguna horrible monstruosidad o algún hinchado contable de mejillas color vino. Todos farfullaban de forma idéntica, los viscosos paisanos púrpura sin bocas, excepto por carnosos orificios que se abrían y cerraban como esfínteres, y los dos hermanos con chaquetas a cuadros eléctricos que eran copropietarios del Ford de Segunda Mano de la gran planta de montaje Maywood y podían hacer incluso de un goblin un buen partido para un nenaza de antes de la guerra. Sí, farfullaban más fuerte que incluso las escurridizas cucarachas mecánicas que crujían tazones enteros de gambas al ajillo en sus voraces fauces mientras correteaban por las mesas y derribaban los centros de mesa. Era un verdadero encanto de fiesta de bodas, con serpentinas de papel crepé multicolor y flores con cuchillas vivas por pétalos que tintineaban en pilas en cada esquina.

    Un viento fétido abrió la puerta y una sombra oscura como el carbón se deslizó sobre el suelo de madera pulida. Con eso vino un manto de silencio, incluso Jimmy y Jerry (los tipos de la tienda de coches) se callaron por fin. Y la sombra tembló, luego estalló en un pilar que golpeó el techo con un silencio furioso. Y la sombra habló, finalmente, un susurro de vetusta piedra sobre piedra en nuestras mentes. Era el propio párroco rural de Las Tierras del Sueño, presente para pronunciar Neal y hombre falda y puta de Babilonia. Mientras recitaba alguna maldita liturgia con palabras que yo no podía entender, pero que aún así conocía, la columna ondulante se movía y encogía en una forma más humana, pero no más agradable. La retórica era pura blasfemia, en plan torturas innombrables y sangre bebida con tanta facilidad como la cerveza barata, pero Neal estaba sentado allí con su sonrisa campesina en el rostro, bebiéndose todo ello. Esposita estaba humilde en la silla junto a él, con los ojos bajos y la barbilla pegada a la clavícula. Como vibraciones en las vías del tren me vino; olvida la sangre y las tripas. Mi pobre cerebrito humano ni siquiera se molestó en traducir una décima parte de lo que despotricaba el pastor; había un significado más profundo en todo esto, en ese montañoso iceberg oculto por el profundo océano de mi inconsciencia. Lo supe porque me volví hacia Bill y él estaba blanco como un nudillo, le temblaban los dedos, y un poco de beber sangre y violar cadáveres ni siquiera conseguiría que ese viejo pervertido se pusiera a tono.

    El Predicador Horror era casi humano ahora; imposiblemente arrugado y encorvado, ojos inexistentes y cuencas casi interminables en su profundidad, dientes gruesos como lápidas y marrones además, su sonrisa macabra era fija, ya que no necesita hablar, sino sólo pensar sus locas blasfemias farfulladas para cimentar esta unión. Extremidades, sólo cuatro de ellas ahora, pero los muñones vestigiales de sus tentáculos de transición aún se balanceaban con el ritmo de su canto mientras se hundían de regreso a su torso.

    Mi cerebro febril se llenó de las nubes negras de este horror matrimonial, nublando todo sentido y razón. Yo no estaba lo bastante borracho para esto. Podía sentir el ritual atrayéndome, como el sabor almizclado de una mujer en el borde de mis labios. Bill hizo lo que mis músculos se rebelaban a hacer. Sacó su arma y disparó directamente al predicador. Una bala impactó justo en la frente del hombre-cosa y siguió adelante, no rompiendo la piel ni destrozando los huesos (ya que la bestia no tenía ninguno, al ser sólo viscosas sombras y estrangulados hechizos antiguos) en absoluto, en lugar de eso, penetraba y estiraba lentamente la parte posterior de la cabeza del predicador, primero seis pulgadas, luego un pie, luego dos pies, la balita luchaba por perforar del todo al predicador y provocar un desfile de líquido viscoso por la parte posterior de su cabeza. Luego, con el chasquido de un látigo, la parte de atrás de la cabeza del predicador volvió a su lugar, y Neal y su chica fueron nombrados marido y mujer con un pantanoso balbuceo final.

    —¿Mujeres? ¡Amo, amo, amo a las mujeres! ¡Creo que las mujeres son maravillosas! ¡Amo a las mujeres! —gritó Neal y besó con fuerza a su muñequita de porcelana. Grandes gotas de sudor le caían de la frente de pura emoción, pero la chica estaba plácida, su boca era solo una ranura para la lengua. Una cacofonía de tenedores empezó a chocar contra los vasos.

    —Creo que mejor le dispararé a él —dijo Bill girando el brazo para poner el cañón de su pistola en la base de la ocupada cabecita de Neal, pero yo lo agarré por la muñeca—. ¡No! —le dije—. Todo este sinsentido sólo demuestra que Neal sigue siendo la clave de todo ésto, no sé cómo.

    Bill bajó el arma, pero la mantuvo sobre la mesa junto al tenedor de la ensalada. Neal y su chica seguían haciéndolo, entre vitores y aplausos de aletas, pero la mayoría de los humanos (o shoggoths con forma de hombre) habían girado hacia sus salchichas (o shoggoths con formas de salchicha). Yo esperé a que Bill les diera un mordisco antes de lanzarme a mi vez.

    —Siento como si hubiese perdido un litro de sangre. Neal es un maldito gilipollas, y no me importa lo que él piense o lo que piensen los mugwumps. Me gustaría dispararle si no estuviéramos metidos hasta las rodillas en dimensiones oscuras.

    Bill comió y bebió con el abandono de un yonqui y un indigente juntos, y yo lo seguí lo mejor que pude, y bailé con algunas de las chicas de apariencia humana; algunas eran monstruos, otras de carne y hueso, una era sólo un marica disfrazado. Neal era un arma que disparaba en todas direcciones a la vez, como de costumbre, dando un salto de conejo y luego balanceándose con su esposa de expresión pétrea pero ágil. La música no era otra cosa que el roce del espacio de cinco dimensiones contra el suelo del mundo, pero tenía un ritmo y podías bailar con él. Aunque yo me cansé rápidamente y me apoyé contra la pared para mirar a Neal, que estaba agitando los brazos, yendo de una compañera a otra, besando a otras chicas mientras la pequeña niña mexicana sólo miraba, inmóvil, hasta que Neal la tocó de nuevo y exigió algo de animación de ella.

    La ropa cayó al suelo con repentina violencia, y se montó una orgía de hombres y monstruos: tentáculos explorando orificios, carne acariciada por escamas y baba, hombres gordos arrastrándose de teta en teta y viceversa. Incluso el viejo Bill estaba hurgando (literalmente) en los bordes del cúmulo. Durante un buen rato deseé tener las viejas cuentas del rosario de Memere, pero no podía apartar la cabeza. Una vez más, hice lo absurdo y me metí reptando en el lío yo mismo. Ni siquiera necesité quitarme la ropa. Extremidades inhumanas serpenteaban debajo de mi cuello y luego en la cintura de mis pantalones, hambrientos de verdadera carne estadounidense. Extendí brazos y piernas y simplemente floté sobre la multitud, que me sostuvo en lo alto como si yo estuviera en el Mar Muerto, donde la sal puede mantener a cualquiera a flote.

    Por supuesto, el matrimonio de Neal duró tres días, por supuesto, por supuesto. Bill y yo nos alojamos con unos ocupas, una familia de Beats con un bebé beatnik incluso, en el subsótano de un restaurante de Greektown. Me encontré preocupándome por el niño (me encontré pensando en la palabra "renacuajo") porque el lugar no estaba bien ventilado, y si el olor a grasa no se abría paso por los escalones de madera que crujían desde arriba, solo era por la nube de humo de marihuana que llenaba el lugar como esos nuevos cacahuetes de embalar de espuma de poliestireno. Bill pasaba casi el tiempo en la esquina, con la oreja pegada a un auricular conectado a una radio de cristal que había encontrado entre las cajas. Yo entretenía un desfile de marginales: gordas puertorriqueñas con grandes sartenes de frijoles, viejos cascarrabias que aún leían los andrajosos formularios de carreras de hacía meses, aunque todos los caballos habían sido asesinados y comidos en bacanales del bajo proletariado. El hambre, no la cadera, gobernaba las carreras después de todo. Yo pasé a otro la ensalada de pulpo.

    —Los Rojos están listos para lanzarnos el gran golpe —dijo Bill, más de una vez, pero siempre calmado como un estacionamiento. Los días eran frescos y relajantes, salvo por los frecuentes desfiles por las calles, llenos de patriotismo de marionetas y banderas con ojos brillantes en medio del campo de estrellas blancas. Yo estaba encima de una caja de patatas fritas precortadas, mirando a través de los barrotes de la ventana, cuando vi los pies danzantes de Neal dirigiéndose hacia nosotros. ¡En segundos, estaba en el subsótano con nosotros, declarando su blasfema anulación!

    —¡Amigos! ¡Derretí a la perra! —dijo Neal golpeándose el pecho con las manos—. ¡Ella no sobrevivió a la consumación antes de disolverse como una calavera de azúcar en una boca mexicana caliente, os lo aseguro!

    —Neal, cierra el pico, intento escuchar las noticias. Frisco se está inundando —dijo Bill.

    Neal lo ignoró y me abrazó con fuerza. Me levantó quince centímetros del suelo, una hazaña que antes le era imposible. —No puedes detener a Neal —dijo justo en mi cara—. ¡Pow! ¡Zoom! ¡Abracabrante, Neal es espeluznante! ¡Puf, me voy de aquí!

    —Bueno —dijo Bill—, ya que estamos todos aquí, pongámonos en marcha. El mundo ya es todo burocracia y planes de inundación. Y yo quiero abrir algunos agujeros en el culto. Eso es lo que se supone que debemos estar haciendo, ¿cierto?

    Yo no sabía lo que se suponía que debíamos estar haciendo. Neal era un imponderable. Una vez me dejó asado con fiebre mexicana y ahora pasaba la mitad de sus días retozando con el enemigo y yo seguía dispuesto a subirme al coche que a él le apeteciera robar, rodar hasta Broadway y hacer quién sabe qué para salvar al mundo de los peligros del deseo.

    —También yo tuve toneladas de problemas con los suegros —dijo Neal—. Demasiadas demandas. Están hambrientos a todas horas, por un poco de carne, un poco de alma. Anoche mismo estábamos en lo alto de un rascacielos, justo sobre el lago en llamas, llamando a las fuerzas oscuras para atar aún más a la población al caos ciego de Azathoth. En el horizonte, Cthulhu se estaba elevando también; los dos no es que se lleven bien necesariamente, me acabo de dar cuenta de eso. La Tierra es como un guijarro de Gettysburg para los dos, en realidad, ya que lideran locas y sangrientas cargas uno contra el otro. Pero bajo el ectoplasma, son hermanos, en serio. Yo estaba de pie a un lado con mi niña, su manita en la mía, mirando la ceremonia. Fue como un blasfemo derby de patines, chicos. Ni siquiera sé lo que habríamos terminado experimentando: el abrazo salado de Cthulhu o la retorcida sabiduría de Azathoth; pero luego apareció Dios, como un fantasma.

    Bill finalmente levantó la vista de su aparato de radio. Yo mismo no estaba seguro de qué decir. —Ya me entendéis, George Shearing —dijo Neal—. Estaba blanco como un fantasma, le temblaban los dedos. No sé cómo llegó a la azotea con el resto de nosotros (estoy condenadamente seguro de que me habría fijado en George Shearing mientras todos nos abríamos paso por las escaleras) y esa chispa en él se había ido. Dios se había marchitado en la vid. Ni siquiera olía a cerveza como los viejos del jazz tienden a hacerlo en estos días, esa dulce y hueca niebla cremosa de cerveza se había ido. Remplazada con el sudor de enfermedad, de la podredumbre.

    —Ese hombre era un pepinillo —dijo Neal, mareado—. Salobre y preservado. Y pensé de golpe, ¿sabéis?, cuán insignificantes somos. George Shearing pasó su vida dominando qué, ¿un instrumento musical que sólo tiene mil años, para una forma de arte que tiene cincuenta años?. Y ya medio muerto, para que algunas personas de treinta años puedan ser felices durante una hora. Y llamamos a esta efímera tintineante Dios, Jack. Déjame decirte, esta noche vi a Dios de verdad...

    —¡Cierra el pico! —exigió Bill en la esquina. Volvió a su aparato de radio, con una mano alrededor del auricular en su oído—. Dicen que el grandullón ha llegado a San Fran. La bahía está reclamando la ciudad.

    Entonces supe que eso no era Neal. No porque la noticia no lo afectara, como me afectaba a mí (solo podía ver a Allen y a su amiguito marica ahogándose en las rápidamente inclinadas alcantarillas, los oscilantes farolillos fuera de los restaurantes de Chinatown engullidos por las olas negras), sino porque cerró el pico de verdad. Neal nunca dejaba de hablar bajo una orden, por nadie.

    ¡Shoggoth! El pensamiento hizo un arco entre el falso Neal y yo, y eso mostró sus verdaderos colores de inmediato. Neal no se volvió para encararme, fue su cara la que se desplazó hacia un lado de su cabeza para mirarme. Su mandíbula ya estaba distendida, colmillos como sables retraídos en las comisuras de la boca. Hice lo absurdo y me dejé caer en mi vieja y cansada postura de tres puntos y apresuré a la bestia transmutadora.

    Fue como si hicieras un placaje a una ola en la playa. Duro y cegador, y tú; y por tú quiero decir yo, por supuesto; terminaste en el suelo, empapado y aturdido. Neal llenaba la habitación, yo me estaba ahogando en él, agitándome, jadeando, escupiendo bocados de su carne líquida. Bill estaba abrumado también, con sus zapatos y calcetines andrajosos arriba en el aire, el resto de él arrugado en el corte entre el suelo y la pared.

    En la bruma de ectoplasma se formó otro rostro ante mí. Neal otra vez, pero blanco y desesperado, suplicando. Su rostro era una máscara que se desvanecía en una oscuridad más amplia, una boca de locura. Dientes del tamaño de mi cabeza se solidificaron a mi alrededor y alrededor de la endeble máscara de Neal. Oí el susurro líquido de: —Ayúdame, ayúdame Jack, me tienen en Nueva York...

    Los dientes eran un torno aplastante con objeto de exprimirme el último y poco aire de mis pulmones. La pistola de Bill pasó flotando y la atrapé y disparé. La conmoción del estallido atravesó el ectoplasma, pero la bala no hizo más que perforar, casi sin prisa, la atmósfera fluida del shoggoth. Patatas, un reloj, el sombrero arrugado de Bill pasaron flotando como un pulso, una flexión de músculo plásmico. Yo estaba clavado contra la pared, lejos de Bill, que estaba casi tan mal como yo, pero raquítico y arrugado (¿se había roto las costillas?) y boca abajo, contra la pared opuesta. Los dientes, dispuestos en dos hileras en arco, sonreían en mitad del fluido.

    ¡Absurdo, absurdo, haz lo absurdo! Es difícil no pensar con claridad cuando ves tu muerte a ocho pies de distancia, resbaladiza como colmillos. Yo seguía haciendo cosas sensatas; mis dedos se deslizaron a lo largo de la pared, buscando alguna grieta o asidero, las piernas pataleaban, tratando de nadar, sensatas e inútiles como pantimedias. En serio, no había nada absurdo que hacer, una vez pegado a la pared. ¡Excepto!

    Excepto que escondido en la esquina, en la pequeña parte de la habitación aún no inundada por la aplastante carne translúcida del monstruo, había una latita con una fina varita rociadora. Repelente de insectos. Me deslicé hacia eso, no empujando contra la masa, sino resbalando entre la ola de Neal y la pared lisa del sótano. Rocé la varita con un dedo, luego con dos. La tenía, y apretando el gatillo en mi puño, comencé a bombear el rocío en la masa gelatinosa que me tenía inmovilizado. El polvo de insectos se arremolinó en suspensión, llenando la masa con una niebla rosada. Durante un buen rato no pasó nada, la presión seguía siendo casi insoportable y mi conciencia se habría disipado si no hubiese sido por las anfetas que había estado masticando toda la tarde. Por fin, la habitación llena de gelatina se convulsionó y comenzó a encogerse y a gritar, aunque era un grito silencioso, el grito de una habitación casi sin aire. Los dientes se desmoronaban en fragmentarios carámbanos mientras el ectoplasma se iba desinflando: me envolvieron sobre él como una bolsa de frijoles, luego me puse de pie exprimiendo las últimas bocanadas de polvo de insecto en la masa marchita. Y a lo largo de la superficie, vi el reflejo blanco de Neal, su rostro torturado y cansado, la chispa Divina esclavizada por este monstruo. —Nueva York, Nueva York —articulaba—, sálvame en Nueva York.

    —El matrimonio y las mujeres no son más que problemas —dije. Bill se puso de pie, estaba cubierto de baba.

    —¿Qué hiciste?

    —Ésto —dije levantando el bote—. Lo absurdo. Lo inesperado. Repelente de insectos.

    —Bueno, tampoco es tan absurdo —dijo Bill. Se estaba limpiando las manos viscosas en sus pantalones viscosos, o tal vez tratando de limpiar el limo de sus pantalones con las manos cubiertas de limo. En cualquier caso, lo estaba pasando mal. Pero tenía razón—. Los mugwumps, los hombres escarabajo. Todos son insectoides. ¿Qué tiene de absurdo tener una debilidad química similar? —Bill sacó un pañuelo empapado y lo probó en sus manos, luego en sus pantalones, dándose una capa uniforme.

    Yo mismo estaba bastante húmedo.

Capítulo Diez

    Tal vez exterminar a un shoggoth insectoide con repelente de insectos no era absurdo. Tal vez lo racional por fin empezaba a reafirmarse. —O tal vez —dijo Bill—, es una trampa para asegurarse de que viajamos a Nueva York. Después de todo, todos vuestros otros viajes a través del país no rindieron nada —Era absurdo viajar a Nueva York ahora: todas las caras pertenecían a Neal. Se derretía dentro y fuera de las expresiones de las personas por las que pasábamos apresuradamente, su rostro se deslizaba alrededor de la parte posterior de las cabezas, se acurrucaba en los peinados y fluía sobre los cuellos rojos sudorosos para mirarnos. A veces se regodeaba, sus ojos ardían con un mal sin nombre, otras veces su rostro era quejumbroso y bíblico, como un profeta que contempla su antigua ciudad reducida a escombros por su enojado amante, Dios.

    —Magia empática. A veces es Neal, a veces son sus sosias, animados por horribles marionetas mágicas —Bill sobre su espalda en el patio del tren, hablando entre jadeos ásperos. Lo realmente absurdo había sido nuestro intento de escapar de Chicago. Son sólo doce horas en un viaje nocturno a toda máquina a Manhattan, pero no pudimos levantar un coche para salvar nuestras vidas. Tal vez fuera obra de Neal, su gran mente criminal finalmente volcada al servicio de mantener los coches donde estaban estacionados, en lugar de liberarlos. Perchas, martillos deslizantes, nada funcionaba. Algunos de los carros más chulos estaban bajo vigilancia, cultistas dormitando dentro, acurrucados en los asientos delanteros, empañando las ventanas. El caso es que no teníamos dinero para gasolina. Era absurdo, casi tan absurdo como tratar de brincar por los trenes con William S. Burroughs a cuestas.

    Así es como funcionaba, o no funcionaba. Un tren cobraba vida con un gruñido y lentamente chirriaba por las vías. Nosotros esperábamos detrás de unas cajas, buscando un atractivo vagón de tren, y luego corríamos hacia él. Yo igualaba velocidades, me arrojaba al hueco y me subía al vagón. Luego me daba la vuelta para ver a Bill jadeando, agitando los brazos, tratando de mantener el ritmo. —¡Jack, Jack! —me llamaba—. ¡No puedo hacerlo! —Yo saltaba del tren y volvía a caer sobre la grava del patio. Bill finalmente llegaba hasta mí, se tambaleaba dramáticamente y luego caía de rodillas. Hicimos eso hasta las dos de la mañana, un tren tras otro.

    Los trenes que salían eran cada vez más escasos, así que tomé a Bill por el cuello y la parte de atrás de los pantalones y lo hice correr hacia el tren. La idea era lanzarlo a bordo y luego saltar detrás de él, pero nos enredábamos las piernas y los dos colapsábamos en un montón polvoriento mientras el tren se alejaba triunfalmente, o bien me equivocaba en el momento del lanzamiento y terminaba arrojándolo contra el lado del vagón de tren en lugar de a través de la puerta abierta de par en par de uno. Luego él rebotaba, veía las estrellas y caía sobre mí con los brazos y las piernas extendidos. Así que por eso Bill estaba sobre la espalda, explicándome la metafísica del secuestro de Neal y la fisiología cthulhoide. Las contusiones de la iluminación, ya no hay nada como ellas en el mundo. Yo había lanzado a Bill contra otra enorme tortuga de vagón de tren, pero al despertar él no se estaba volviendo más inteligente. —¿El buen Neal o el malvado Neal? ¿A cuál estás tratando de salvar... o de destruir? Hay una batalla en cada uno de nosotros, ¿sabes? La razón contra la locura, la materia base y la ilusión onírica, la percepción y la memoria. Él ha trascendido lo real ahora, ¿sabes? No podemos ir a Nueva York para salvar a Neal porque él está a nuestro alrededor, sentado desnudo en nuestros tenedores con cada bocado de carne... —Finalmente se quedó dormido en el asentimiento.

    Los suelos se calentaban rápidamente bajo el sol. Nos escondimos bajo una lona mientras los pocos guardias del turno de noche salían y eran reemplazados por un ejército de capataces, matones de Pinkertoon (matones de verdad con ojos de guijarros negros y brazos tan largos como los de los simios) y transportistas. Por un momento consideré pasearme con una cuadrilla de trabajadores y mezclarme, luego subirme a un tren de carga, pero tenía demasiados moretones para eso, y Bill tenía aún más, además de su arrugado traje de proxeneta. —Tú sólo actúa con naturalidad —pude decirle, y supe que en un minuto nos reventaría la tapadera con alguna diatriba desagradable o bocanada de vómito que aterrizara en la bota de paso de ganso equivocada.

    Fue Neal quien nos encontró. Un matón de hombre, más boca de fuego que primate, se arrastró hasta nuestro escondite marcha atrás, y en la parte posterior de su cabeza estaba la cara de Neal. La mano del trabajador se agachó detrás de su espalda y movió los dedos hacia nosotros, como un maître que busca unos cuantos dólares a cambio de una mesa decente. Hice ademán de moverme, pero Bill puso una mano en mi hombro. —Sigues siendo un pardillo para ese personaje, ¿sabes? No sabes si este mugwump podría llevarte directamente al matadero. ¿Estás listo para ser salchicha Vienna, eh? El pardillo interior es la marca que no puedes vencer, Jack. Neal lo sabe, ahora los malditos mugwumps lo saben.

    —Podemos quedarnos aquí hasta que nos atrape alguien que ni siquiera pretende ser amistoso —razoné. Luego me reí a carcajadas. Fue horrible. Bill y yo éramos todos los héroes y compinches de las series de películas—. ¡Es una trampa! —grita algún actor maricón desnutrido (su voz se quiebra profesionalmente, por lo que los palurdos que pagaron sus dos centavos por un espectáculo de imágenes pensarán que es un niño), pero el protagonista de mandíbula cuadrada sólo puede entornar los ojos en la distancia y declarar: —Esa es un riesgo que tengo que correr —Corte a los títulos, luego al noticiero. Denver es ahora la Costa Oeste, millones perdidos más allá del mar, almas encarceladas en la vieja R'lyeh. Eso suena a algo que Neal querría para su libro. Así que fui y Bill me siguió, murmurando y limpiándose el polvo de las rodillas. ¿Era esta la película o sólo los dibujos animados?

    Nos condujeron a un rincón distante del patio, el rostro lastimero de Neal seguía estampado en el cabello del paisano del arrastrar de pies. Nos llevó a un vagón cisterna con flujo de embudo, el tipo de cosa que podrías usar para transportar lechada de arcilla de caolín, azufre fundido o el horrible icor de las entrañas mismas de la tierra, y con su extraña forma hacia atrás el tipo nos hizo un gesto para que trepáramos y viéramos si no podíamos colarnos por las válvulas superiores.

    Aunque el vagón estuviera vacío ahora (Bill dio un golpe en el costado de manera experimental, pero no llegó a ninguna conclusión), podría llenarse en cualquier parada. Estaríamos solos en la oscuridad, acurrucados, probablemente magullados y golpeados por rodar por toda la barriga inclinada del tanque, cuando el jarabe de maíz o incluso el asfalto caliente se vertiera dentro. Puede que ni siquiera estuviéramos despiertos. Pero Neal, oh, Neal... Miré lo que yo podía ver de sus ojos, que no era mucho, ya que eran sólo cabello moldeado en la parte posterior de una cabeza de mugwump. ¿De verdad me traicionaría tan completamente? La lujuria es lo que lo llevó a abandonarme en México hace años; salió corriendo, siguiendo a las mujeres y a su musa mientras yo me asaba vivo de fiebre en un sucio catre. Y por esa expresión, incluso oscurecida por el medio del cráneo y el cabello, supe que éste era el verdadero Neal, no sólo una quimérica embrujada. Pero, se fue él en coche y dejó que Nelson muriera, ¿cuándo fue eso, hace una semana? ¿Dos?

    Yo lo dejé morir también, ¿no? Ni siquiera había pensado en él desde entonces, y ahora no sólo está muerto, está en las profundidades del brotante Pacífico en el oscuro abrazo de Cthulhu. Confiar en este sosias de Neal. Diantres, apenas estaba seguro de si yo mismo era humano en ese momento. Por suerte, en el momento siguiente, una camioneta se detuvo gruñendo y se quedó en ralentí. Bill corrió hacia ella y agarró al conductor por las orejas y comenzó a tirar, mientras yo lo agarraba por el cuerpo. El rostro de Neal brilló y se transformó en un horrible jabalí con colmillos, pero me mantuve agachado mientras una lengua prensil con púas brotaba de la cabeza del jabalí. La losa humana de hombre también estaba eructando pidiendo ayuda, y tratando de liberarse, pero yo me mantuve agachado, le envolví la cintura con los brazos y por fin lo tiré al suelo. Salté sobre el látigo enredado de lengua y corrí hacia la camioneta.

    Bill no había sacado al conductor, pero había logrado meterse por la ventanilla abierta. Sus piernas sobresalían y se agitaban como si estuviera intentando nadar. Yo salí disparado hacia la puerta, la abrí y ayudé a sacar al conductor, luego me deslicé en el asiento del mismo, jalé a Bill sobre mi regazo y lo lancé, arrugado y boca abajo, en el asiento del pasajero y pisé a fondo. Salimos en un rugido de polvo, aullando y gritando y lanzando la clásica peineta hacia el matón con cara de jabalí y hacia el tonto al que acabábamos de robarle el camión.

    Cruzamos la frontera y atravesamos los tentáculos de acero del negro Gary, Indiana. Bill permaneció torcido como la letra C, pero boca abajo y hacia atrás, hasta que llegamos al corazón, y luego finalmente se deslizó en el asiento correctamente. —Mira, una granja —dijo empujándome con el codo. La carretera era un corte de cuchillo a través de interminables campos de grano arrasado, salpicados de vacas esqueléticas. Solo Bill Burroughs podía mirar ese paisaje y ver una granja. Yo veía tierra envenenada y máquinas masticadoras ondulando en el calor deformante del aire. Las casas silenciosas, somnolientas, mirando fijamente, lejos del borde de la carretera, podían contar todo lo que había ocurrido aquí en estos últimos días, pero no eran comunicativas, sino reacias a sacudirse la somnolencia que las ayudaba a olvidar. Habría sido misericordioso dar un volantazo y conducir directo hasta los escalones delanteros y arrojar una paja llameante de trigo ennegrecido por la ventanilla, para matar estas casas, para terminar con sus sueños embrujados. Pero Bill me volvió a dar un codazo, sonrió y dijo: —Mira, una granja —La cosa no se estaba volviendo más graciosa, tampoco las siguientes doce veces que lo dijo—. Mira, Dachau —debería haber dicho—. Mira, el corazón mohoso y contaminado del corazón de nuestra tierra. El granero de la nación con una barbilla chasqueante en lugar de una bonita hogaza de pan—. debería haber dicho.

    —Mira, una granja —De nuevo. Luego—. Necesito hacer una jodida fuga. Y también necesitamos gasolina.

    Había paradas de descanso en la autopista, pero en esta llanura fatal teníamos que tener cuidado. Reducir la velocidad cuando veamos uno en la autopista, tratar de espiar con mi tercer ojito la mancha del mal extradimensional, pero entonces puede que ya sea demasiado tarde. Monos sebosos pululando sobre nuestro coche, rompiendo las ventanas con barras de hierro, arrastrándonos al restaurante local para freírnos. Así que no, no reduzcas la velocidad en la primera parada de camiones que veas, ahí es donde están esperando.

    Pero tampoco la pasas de largo sin más, no cuando tu camioneta ya está expulsando gases de escape negros. O cuando los hombres escarabajo detrás de los mostradores, o una camarera goblin con forma de pera, se asoma a través de las persianas venecianas de una ventanita lateral te ve medio muerto en la carretera, actuando todo disimulado, y llaman de antemano a la próxima parada de descanso. Entra allí, rápido o lento, y te están esperando. Todo sonrisas, todos labios torcidos y endurecidos en gruesos ganchos quitinosos. Todo el servicio también. Claro, llene el tanque, tome una taza de café (incluso invita la casa) con dos terrones de azúcar, uno para el café y otro para el tanque de gasolina. Luego, tres millas por la carretera, cuando el camión resopla y falla justo en el horizonte, venimos por usted, lo arrastramos fuera de la cabina, le cortamos las cuerdas vocales y escuchamos y nos reímos mientras lo arrastramos sobre el asfalto caliente de regreso no a su parada sino a la anterior. Lo que queda de Jack y Bill, animales atropellados ensangrentados y mancillados, se sirve como hachís dominical en dos restaurantes diferentes.

    Tal vez la tercera parada, si tienes suficiente gasolina porque seguro que no quieres andar por el arcén a solas con nada más que una lata de gasolina vacía, si es que este cacharro robado tiene siquiera una lata de gasolina, porque ni siquiera serás capaz de lanzar un puñetazo antes de que te atrapen. Y en esa tercera parada de descanso no disminuyes la velocidad, sigues adelante, con los neumáticos chirriando y al rojo vivo. Agarras la gasolina rápido, a punta de pistola si es necesario, si las armas funcionan con estos monstruos tambaleantes, y te metes un trozo de tarta de manzana en la boca, te lanzas rodando sobre la factura y te pones en marcha antes que la policía o los grandes tentáculos hechos del mismo cielo brillante del mediodía vengan a reclamar tu alma.

    —Hay una parada de descanso —dijo Bill. Yo reduje la velocidad y me detuve sin incidentes, y regateé por un poco de gasolina. El hombre de la gasolina era un buen chico que había visto días mejores. Tenía una Biblia en una mano, un cuchillo de tallar en la otra, y estaba simplemente inclinado y mirando, sus ojos eran pequeños guijarros. Me acerqué a él y le dije que había robado el coche, que era un gran beatnik horrible, y que si no llegaba a Nueva York, y pronto, las estrellas se alinearían y el mundo sería consumido por el gran Cthulhu, o tal vez sólo destruido por Azathoth.

    —¿Has sido lavado en la sangre del cordero? —preguntó él—. ¿Has sido asesinado en el espíritu?

    —Claro —¿Qué otra cosa puedes decir a eso? Y hubo una vez en la que un predicador indigente me puso las manos encima y lo grité durante casi una hora, en el agarre de un puño de oro, aunque eso podría haber sido un truco de salón. Medité durante días después, buscando ese esquivo grupo de nervios o esa puerta espiritual que haría que sucediera de nuevo, pero nunca lo encontré, excepto en el tictac de la Underwood. De todos modos, necesitábamos mucho la gasolina y al tipo le gustaba el reloj de Bill, así que llenamos el tanque y dos bidones de cinco galones que encontramos en la parte trasera del camión, además de una bendición de paleto escrita con el dedo en el polvo de nuestro capó.

    Di caña al camión y ​​devoró la carretera como un monstruo ruidoso. La columna de dirección tenía algo de primitiva belleza, una vara de zahorí. "Relájate ahora, luego pisa a fondo el acelerador, Jack", me decía con fieles vibraciones. Rodeamos las afueras del documento de rendimiento, incitando al motor a bombear chorros de gasolina caliente y luego aflojando justo antes de que algo pudiera comenzar a echar humo. Lo último que quería era romperme la cabeza en Indiana y esperar en la carretera a que el culto de Cthulhu nos despellejara vivos, o para el caso, a que apareciera el maldito Océano Pacífico. La tartana me amaba; como la más dulce de las chicas, guiaba mis manos a los puntos dulces y seguíamos adelante con una energía feroz. Bill dormía, cabeza inclinada hacia un lado como un hombre muerto, un hilillo de baba escribiendo espirales en sus solapas.

    Indiana había quedado atrás para cuando tuve que detenerme y verter una de las latas de gasolina de emergencia en el tanque. El sol estaba alto en un atardecer rojo. El cielo parecía zumo de naranja. ¿Qué Ser Forastero había derramado la mimosa de su almuerzo en la cúpula del terrario de nuestro cielo? Hacia calor, yo probablemente me estaba volviendo loco en ese momento, pero dado que Bill era tan ancianita al volante, no me atrevía a despertarlo y ponerlo al mando. Se habría detenido por el camino en cada baño y atracción cursi de carretera. Antiguas rocas puntiagudas genuinas etiquetadas como "Punta de flecha india" bajo vidrio; monos desollados disecados y exhibidos como bebés anormales nacidos muertos; terneros de dos cabezas con pesadas grapas industriales que brillaban a lo largo de la costura del cuello de la siniestra cabeza. ¿Quién dijo que Estados Unidos está ahora bajo las garras de un extraño mal? Siempre nos ha fascinado, desde que los primeros colonos corpulentos perseguían a las dulces squaws en el bosque y salían sonriendo y chorreando sexo con el cuero cabelludo ensangrentado. Incluso esto de lo Beat sólo conducía a qué, a un montón de hijos bastardos, mala poesía y el maricón yonqui a mi lado que roncaba como si estuviera filtrando café en sus senos paranasales.

    Neal aún estaba en todas partes. Los autobuses Silvery Greyhound igualaban la velocidad con nosotros y su rostro se asomaba con la carne de la papada de un turista desde todas las ventanas. Sonreía, ordenaba un caluroso pulgar hacia arriba de los ancianos esclavizados, se derretía y atacaba al conductor del autobús, luego trataba de sacarme de la carretera, pero mi camioneta robada podía adelantar a toda velocidad a un autobús repleto cualquier día. Otros Neal saludaban desde el borde de la carretera y dejaban bidones de gasolina y bolsitas de pastillitas blancas. Yo me llenaba hasta arriba y las masticaba a puñados. Con el tiempo, me temblaban tanto las manos que vibraban a través del volante. Necesitaba desconectarme de las tareas de conducción, como rápido.

    —¡Bill! —Traté de zarandearlo, pero mis dedos fluían como agua a través de la tela de su chaqueta y goteaban sobre su hombro. Volví a la carretera justo a tiempo para ver la brusca curva a la izquierda. Envolví el volante con los brazos lo mejor que pude, mi camisa y mi carne pegadas en el pecho. Condujimos hacia la pared del acantilado que bordeaba la carretera y nos fusionamos con ella, atravesando piedras y raíces.

    —Es una hoja Stanley —dijo el hombre llamado Gin. Era uno de los raros el viejo Gin. Cráneo como un pájaro con ojos tan hundidos en su cabeza que siempre parecía asustado, y siempre me asustaba un poco cada vez que se volvía hacia mí. Los delgados dedos de Gin agarraban la navaja y cortaban el titular del periódico—. Se corta tan fácilmente, tan bien —Él era inglés; su voz, melodiosa. Todas sus facciones melodiosas, el hombre pájarillo. Las manos de Gin, gruesos tatuajes verdes y negros, formaban espirales y apuntaban hacia sus brazos bien venosos. Su hombro rodaba como el de un nadador cuando el tipo se movía.

    Incluso su corte era como un balé, hermoso de contemplar. No había mucho más en esta habitación polvorienta, oscura y con periódicos amarillentos apilados hasta el techo de hojata estampado. Incluso la ventana estaba gris por el polvo, y afuera vi una esquina como la pezuña negra de una gran bestia. Yo sabía que el resto de la ciudad, aunque no sabía qué ciudad extraña se suponía que era, sería rica en vagabundos asquerosos y traficantes de esclavos porcinos, prostitutas casadas y ríos negros y profundos manchados por los huesos triturados de la tierra. ¿Sobre qué montaña de cadáveres se había construido ésto? ¿Indios, diluidos y destruidos por el agua caliente, inclinados sobre negros desdentados por el azúcar y las palizas, o simplemente viejos blancos acurrucados en la esquina de sus chozas, escondiéndose de las sombras que saltan y bailan a la luz del fuego? El recaudador de impuestos siempre venía, tirando tras él de su carro de guerra...

    Levanté la vista y sonreí ante los aplausos. —Tirando de su carro de guerra —repetí y asentí con la cabeza, porque eso es lo que hacen los intelectuales aun cuando los que aplauden no son más que cucarachas encorvadas con sombreros pasados ​​de moda equilibrados en la cabeza y unas cuantas focas adiestradas en los asientos baratos junto a la cocina. Miré mis notas y sólo vi el galimatías de los sueños. "O simplemente en la carretera", leí, entornando los ojos, tratando de engañar a las letras para que tuvieran coherencia. "Llevar herramientas de jardín sin ninguna buena razón para nadie más que Neal, buscando regresar a Denver o Nueva York. Casi lloro al pensar en extrañarlo, y me mordí el labio con fuerza, hasta que mi boca se llenó de sangre cansada en el juego". Aplaudieron de todos modos, de la misma manera que la tía aplaude a su vecino Mongoloide por cantar mal Feliz cumpleaños.

    "Lejos de quien se hacía llamar Doc. Enterrar un cuerpo en el desierto, o cavar un túnel hacia una dulce libertad bajo tierra y lejos del cielo blasfemo. Neal anunció quién era él a una pared, y empujó a un anciano, extinguido, delgado, y me me nombró Howie a mí, cigarrillos extranjeros a mi cuenta y Howie sonrió y pecho hasta que yo alardeé un hueco a ellos lo que querían."

    Después. O esperando a que comenzara mi show. En el bar. Con una bebida. Sabía a vidrio roto, a hielo tibio que no quiere derretirse. Tentáculos, aletas, manos humanas calientes acariciando mi espalda como diciendo "Mejor suerte la próxima vez, tonto". Una vez, después de haber bebido sesenta grandes rondas en 1942, me encontré abrazando un inodoro de porcelana, vomitando tan fuerte que no sólo manché el inodoro, sino que lo astillé. Escupí mi alma y me quedé atado a la cómoda como una vid muerta mientras tres días y noches de borrachos y marineros hicieron sus necesidades cerca de mí, alrededor y sobre mí hasta que estuve completamente encerrado. Podía haberme quedado allí hasta el día de hoy y simplemente despertarme esta mañana y caminar hacia un mundo completamente nuevo que ya había pasado. Entonces esperaría que alguien se acercara a mí con una brillante armadura espacial o un mono de Mao y me dijera: "Mejor suerte la próxima vez, tonto". Aunque no hoy, no cuando estaba en The New York Times, no cuando tenía la palabra visionario grapada en mi nombre como una segunda cabeza. Algo de mi bebida sabía afilado en mi lengua. Metí la mano en mi boca y saqué el veloz triángulo de una hoja Stanley. Puse la punta en mi muñeca y corté, hasta...

    —¡Ay! —gritó Bill, llevándose las manos y los codos a la cara—. No puedo soportar este maldito coche—. Dejé caer la cabeza y levanté un párpado. Las líneas amarillas de la carretera se desviaban hacia la vista de mi ventana en el lado del pasajero. Todo un truco. Bill era mejor conductor de lo que pensaba, yendo de lado y todo.

    Un millón de parientes griegos daban vueltas en perezosos círculos de serpiente, salieron por la puerta del VFW y luego volvieron a entrar entre los aullidos y jadeos de los pocos amigos blancos que había invitado Memere. Stella estaba radiante pero yo en realidad quería casarme con el charco de whisky pegajoso en el fondo de mi vaso. La música de bouzouki trinaba sin cesar bajo pisotones, aplausos y tintineo de vasos y tenedores. Miré hacia abajo, mis solapas alquiladas estaban aquí. Podría haber volado y escapado si hubiera tenido un buen comienzo en el estacionamiento. Los tentáculos morados en mi ensalada se retorcían sugerentemente hacia mí, pero yo no pude encontrar el tenedor adecuado para apuñalarlos. Nunca quise una boda formal, demasiado cuadriculada, aunque los bailes fueran todos en rondas grupales. Podría morir aquí mismo, entregarle mi alma a Stella y hacer que se la comiera con el pastel. Tenía una televisión, tenía algo de dinero, tenía un sofá. estaría bien. Sólo déjame en paz, se lo diré cinco días a la semana, y dos días a la semana la acostaré y eso la mantendrá tranquila y ronroneando, para poder morir en la sala, un momento a la vez, como yo quiero.

    Gin me empujó con fuerza y ​​obtuvo mi plena atención. Su mano no estaba frente a mi cara, estaba en algún lugar del interior de mi cara, sus dedos en mis ojos y nariz como si fueran los agujeros triples de una bola de boliche. Sin embargo, todavía podía ver, ver esos ojos profundos como el carbón exigiendo todo mi mundo de mí. —El corte es un evento aleatorio, pero eso no significa que tengas que aceptar cualquier entramado de palabras e imágenes de copos de nieve, Jack. Todavía estás en el asiento del conductor, tú y Bill juntos. Recuerda lo que Neal le hizo a tu antigua e inmortal ciudad de Denver, la destrozó justo frente a ti. También los seres del más allá: él no es más que la falange más pequeña de su poder y caos, un dedo arrastrado por el polvo de un mercado de antigüedades—. Puso la navaja en mi mano y asintió hacia los periódicos—. Corta de nuevo.

    El chasquido de la luz intermitente me despertó de nuevo durante un momento —¿Cuánto tiempo has estado tratando de girar? —murmuré a Bill, quien me explicó que la carretera era una espiral que se alejaba de la superficie del planeta y que sólo se dirigía en una dirección. Abajo. Él había estado girando a la izquierda durante horas y horas. Nuestra tierra estaba siendo destrozada, con sus restos arrastrados por una lluvia de espíritus negros del cielo oscurecido. Reputación aparte, yo nunca había viajado directamente de un extremo a otro de este gran país: siempre había salidas en falso en las paradas de autobús bajo la lluvia, grandes momentos perdidos gracias a alguna aventura de recolección de algodón o un final prematuro de mis viajes debido a peleas a puñetazos y fiebres. Mi viaje por el Sueño Americano nunca se había hecho en línea recta, ¿cómo podría ser?

    La iluminación secreta de Marie, sus susurros de última hora, me salvaron de nuevo. Haz lo absurdo. Miré en la guantera y encontré un mapa de Asistencia en Carretera hecho jirones. Rompí los pedazos y los mezclé encima del tablero. Bill ni siquiera me miró, estaba inclinado sobre el volante como el Barón Rojo en su Fokker. Construí Ohio y Pensilvania en un nuevo sistema de carreteras venosas, e hice trampa. Tiré la mitad del mapa por la ventana, extinguiendo cientos de millas. Habría sido una mala noticia para miles de personas comunes si no hubieran sido todos ya esclavos mugwump.

    —Gira a la derecha, Viejo Toro —le dije a Bill, y de repente, como un foco en un escenario oscuro que hace brillar el saxofón dorado, había que girar a la derecha. Llegamos a las autopistas de Pensilvania y Jersey y pagué los peajes con un haiku desconcertante. Mi kireji sorprendió a los pobres bastardos del turno de madrugada—. La tierra arde, se convierte en humo —les dije, luego dije una frase secreta que lo explicaba todo. No recuerdo esas siete sílabas hasta el día de hoy, pero era mejor que tratar de pagar con cambio contaminado. El operador de una cabina de peaje parecía un Neal con una mandíbula, pero el viejo Bill gritó como una mujer, lo tumbó de un puñetazo y voló a través de la puerta, llevándose con nosotros la barrera protectora de rayas amarillas y negras durante media milla—. ¡Qué te ha parecido eso, maldito hijoputa! Este es mi jodido mundo, y pisotearé donde quiera, una y otra vez en cada círculo mágico que hagan tus magos de Wall Street. Límites teóricos, trampas conceptuales, voy a destruir todo pensamiento racional y llevarme vuestros feos puestos de peaje de mierda conmigo! —En la siguiente cabina, ésta también con un sosias de Neal, Bill simplemente embistió una y otra vez y, cuando ésta se derrumbó, pasamos por encima —¡Ese, amigo mío —aullé—, ese es el espíritu!

    Ese era un buen camión robado.

    Dibujé con la sangre de mis bien mordidas uñas nuevas carreteras en el mapa de la guantera y raspé una carretera libre desde el centro de Pensilvania y paralela a la autopista del peaje de Jersey. Ningún entusiasmo cósmico de hombre podía soportar ese camino laberíntico, pero la fuerza de la palma de Buda nos guió por un nuevo camino. Estabilizó nuestras espaldas. A través de los páramos de pinos, más allá de las plantas químicas en llamas que hacían arder la tierra de verdad en humo venenoso (y nos hacían rogar, todos los días, más maravillas plásticas, más momentos desechables, más cenas de televisión muerta), y hacia las escuálidas ciudades negras. Al amanecer, estábamos en Hoboken, donde el aire olía a café de fábrica de Maxwell's desde el otro extremo de Washington Street.

    Nos desconectamos de nuevo y conducimos a través de la ciudad de una milla cuadrada. La escoria de la sociedad vivía aquí. Los negros no eran más que sombras y los pobres blancos fantasmas hambrientos de Dachau. Los bares nunca cerraban en Hoboken. Yo podía catar la cerveza en la lengua con cada respiración. Los ferris de la mañana partían cargados hasta arriba con miserables borrachos que regresaban penosamente a Manhattan; llegaban aquí a las dos cuando los bares cerraban y se quedaban hasta el amanecer, luego arrastraban los pies hasta las propias barcazas de Caronte de vuelta a sus quioscos de periódicos para pregonar desastres por dos centavos, hacia las fábricas de Bowery, a juntar hornos industriales. Había que barrer los suelos, coser las camisas. Si quieres una noche más dulce que el vino, la pagas por la mañana, con resaca, con un duro turno de trabajo diario y un pedacito de alma arrancado con un afilado cuchillo Stanley.

    Pero al otro lado del río, encimando el marrón Hudson como una corona, estaba Manhattan. Edificios extendidos hasta el cielo, cuyos hermanos son las montañas. No se parecía a ninguna ciudad de la tierra, pues por encima de las brumas purpúreas se elevaban torres, chapiteles y pirámides con las que uno sólo puede soñar en las tierras opiáceas más allá del Oxus. Majestuosos sobre sus aguas, sus increíbles picos se elevan como flores y delicados desde charcos de bruma para jugar con las nubes flamígeras y las últimas estrellas de la mañana.

    Pero enhebrando esta belleza estaban los oscuros tentáculos del gran Cthulhu. Nos había ganado en casa, el premio ya estaba en sus garras. El corazón del mundo, concreto y carnoso, sangre de dinero verde que entra y sale de todos los rincones de la tierra a través de las arterias del comercio y la cultura, casi ahogado y envenenado con la locura de los sueños de los dioses muertos. Yo quería la clausura, quería caminar sobre las aguas y correr aullando por mis viejas calles, buscando el último gran momento, pero en lugar de eso, todos mis sentidos gritaba una sola palabra: ¡Horror!, una opresión que amenazaba con dominarme, paralizarme y aniquilarme.

    Bill aparcó mal en paralelo y se frotó los ojos. Dejó la camioneta atrás sin decir una palabra y siguió su olfato hasta algunas croquetas de patata y guarnición. Dando la espalda al horizonte recordé que yo también tenía hambre de desayuno, y seguí a Bill al restaurante.

Capítulo Once

    Hoboken es el apéndice lleno de pus de Manhattan, una aplastada ciudad de charcos inmundos y horribles olores caramelizados (café por las mañanas, Tootsie Rolls por las tardes cuando la fábrica arranca). Nadie vive aquí, todo el mundo está en modo de pura supervivencia. Incluso las chicas puertorriqueñas que saltan la cuerda de dos en dos te miran con ojos entornados cuando pasas junto a ellas. Gente horrible, todos ellos. Cuando seguí a Bill al restaurante, fue justo a tiempo de ver a los camareros apresurarse y empujar las mesas alrededor de un hombre que gritaba con la cabeza como un bloque de cemento. Desde detrás del mostrador, el cocinero de frituras, aullando para sí mismo en un lenguaje ululante, saltó el círculo de mesas y levantó los puños. Ambos empezaron a dar vueltas el uno al otro con seriedad, ambos en calma excepto por los gritos, los cabeceos y el giro de los puños en cámara lenta.

    El cocinero de frituras no medía ni cinco pies y medio, y el Cabezón tenía más de siete, pero el grandullón se tomaba en serio al pequeño peso gallo. El cocinero golpeó con fuerza el cuerpo y entró en la guardia Cabezón, pimentándole el estómago y las costillas con cohetes duros como rocas; era pequeño, pero tenía los brazos como los cables de un puente colgante.

    El Cabezón se enfureció y agitó sus enormes brazos de roble, pero el pequeño se apretó contra la pared de ladrillos que tenía por torso y comenzó a lanzar golpes fuertes, haciendo retroceder al grandullón contra el borde de una de las mesas. El cocinero debía de haber sido un luchador de club, y uno bueno, pero tenía demasiada confianza y se comió uno de los caóticos ganchos del Cabezón. Un camarero se acercó bailando detrás de la barricada, sacó una cachiporra y golpeó al Cabezón justo en lo alto de la cabeza, y como no cayó de inmediato, comenzó una lluvia de palos, y cada golpe quitaba una pulgada o dos de la altura del Cabezón hasta que el gigante enloquecido hincó la rodilla y luego se desplomó a los pies del cocinero, quien volvió a gritar en un lenguaje florido (¿griego, italiano?) y los camareros y ayudantes de camarero rápidamente cambiaron las mesas a sus posiciones anteriores en el suelo polvoriento, luego levantaron al Cabezón (se necesitaron cinco para levantar su cadáver en el aire) y lo tiraron a la calle. Bill y yo éramos los únicos clientes allí, y la forma en que el cocinero nos miraba mientras regresaba a su lugar detrás del mostrador no hizo que yo quisiera insultarlo saliendo del local para buscar otro grasiento comedero, así que caminamos hasta el mostrador, sombrero de Bill en sus manos, y tomamos asiento. El viejo cocinero se lamió la rosa de los nudillos partidos y asintió. —Bueno, amigos míos —preguntó por encima del chirrido de las pesadas mesas que volvían a colocar en su lugar—. ¿Qué va a ser? —Tan amigable como es posible, salvo que probablemente también llamaría al hombre que viola a su hija "amigo mío" antes de convertirlo en salsa de carne.

    Yo pedí los espaguetis con salsa de carne y me encantó. Me encantaba como me encantaba Hoboken y todas estas viditas viscosas a la sombra de los rascacielos embrujados al otro lado del río gris. ¡Al menos eran humanos! Incluso el Cabezón, incluso el negro que hacía sus necesidades junto a los neumáticos pelados de nuestro camión, incluso los chavales mongoloides de ojos achinados que masticaban plomo como caramelos y nunca vendían sus almas por alguna dudosa sabiduría estrellada. La muerte llenaba el viciado aire de Hoboken, pero era una muerte natural, la muerte del apego, la muerte del rellene los espacios en blanco. Yo podía sentir un globo sobre mi cabeza, atado a mi propia mortalidad, cada vez que giraba hacia el Este y veía la ciudad en la orilla opuesta. Pasamos una semana en Hoboken, tramando. Recopilando inteligencia.

    Nos reuníamos todas las noches en el restaurante, después de pasar nuestros días vagando por las pocas calles aquí para encontrar a nuestros compañeros. Los beatniks ya habían sido expulsados ​​de West Village, sus apartamentos habían sido destrozados por banqueros enloquecidos por el dinero contaminado por Cthulhu. Algunos habían estado en la ciudad, atravesando el oscuro e inundado metro de Hudson, los trenes habían dejado de funcionar hacía semanas. Otros tomaban balsas al amanecer y remaban por el Hudson para ver qué pasaba, o iban en tren hacia el Norte y luego cruzaban a pie el puente George Washington.

    —Somos invisibles —me dijo una chica de ojos manchados de kohl mientras tomaba té y un cigarro—. Como una mano en una colmena, si no los molestas, no te notan. No estos descerebrados cultistas locos. Caminan por las calles con túnicas, de diez en diez—. Ella no sonreía, era como si le hubieran arrancado esos músculos de la cara. No sonreiría ni aunque le hicieras cosquillas en los pies o la abrazaras fuerte y le dijeras que la amabas. No sonreiría aunque lo dijeras en serio.

    —También hay mundanos, los verás cuando vayas por la orilla. Se sientan junto a sus ventanas, con un ojo asomándose entre las cintas de sus persianas, esperando a que regrese su mundo —Dio una larga calada y luego dijo con nostalgia—. Me pregunto si alguien se ha muerto de hambre ya. Los gatos se comen a sus dueños muertos, ¿sabes? Sólo esperan unas pocas horas para hacerlo. Con un perro, se sientan allí y miran un cadáver, gimiendo y esperando ser alimentado. Los gatos tienen hambre.

    Esta chica era una cabeza seria. Acabo de darme cuenta de que, por muy guapa que fuera (pelo planchado, nariz delicada, barbilla dulce y redonda), casi todos los demás en la habitación le habían dado un metro y medio de margen de maniobra en todas direcciones. Esos se apiñaban en la esquina para hablar con Bill o pasaban el rato junto a la puerta.

    —¿Tú eres un gato o un perro, viejo Jack? —me preguntó, y antes de que pudiera darle una respuesta ingeniosa, ladeó la cabeza, me miró con esos ojos negros y redondos y dijo— Tú eres amante de los gatos. Eso es bueno, no quiero apegarme demasiado a alguien que va a morir pronto —Se inclinó hacia adelante, me agarró por la nuca con la palma de la mano y me besó como lo haría un hombre. Diantres, me besó como yo besaba a tantas chicas con su mismo corte de pelo y una décima parte de su cerebro. Pasamos la noche juntos en un apolillado saco de dormir dentro del armario de las escobas mientras Bill hacía el trabajo mental con la pandilla afuera. Menos mal que mi corazón ya no estaba en esta aventura.

    Por la mañana, después de que la chica de ojos kohlados se escondiera como un mapache, me serví una taza de café (¿Dónde estaba? ¿En el desván de algún artista? Todos los demás se habían ido) y salí a la azotea y vi Manhattan de nuevo. Me serví el café (la cafeína es una droga, yo necesitaba estar totalmente despierto) y me acomodé en la playa de alquitrán para meditar y así poder mirar más allá del velo púrpura de embrujada polución que descansaba sobre la isla como un chal en los hombros de alguna anciana marchita.

    En el reflejo de los nuevos edificios de vidrio y acero, a la sombra de viejos huesos barrocos, lo vi. El deus ex machina. Era Manhattan, el Dios de la máquina, lanzando horror tras horror. Cada matasellos de los sellos destinadas a Big Sur, todos los afortunados vagones de tren y los tanques de gasolina chapoteando, todo para arrastrarme por el país sin rendirme a la borrachera o a los brazos sudorosos de alguna chica (todavía podía oler el kohl mirarme, en el cuello y los dedos, ella estaba inmadura como un melocotón de marzo). Viajar a través del país ni siquiera era muy difícil, en realidad. Neal estaba allí para rasgar el paisaje en Denver, buena y conveniente cerveza allí para amortiguar mis sentidos de la locura de los cielos en Kansas. Atravesamos desafíos como puertas de baños, pero todo fue gracias al deus ex machina; el tirón inesperado de una palanca, el hombre oscuro con su arma, la fiesta alargada un minuto de más.

    Otra realización en un mes de realizaciones: me necesitaba. Fuera lo que fuera, cual fuera la fuerza siniestra del verdadero motor principal de toda esta viscera mecánica (Cthulhu, los shoggoths, eran meras sombras en la pared de esta cueva, yo lo sabía), para el Todopoderoso Ello, Ti Jean tenía un significado cósmico. Teniendo iluminación, viajará.

    Luché por desligarme de las cuerdas de marionetas del yo, para bailar libre y fuera de los caminos trillados, pero eso me condujo de vuelta a mis zumbantes pensamientos matutinos. ¿Era ya septiembre? Hacía calor, pero no tanto como en verano. Los ríos tenían un efecto refrescante en la tierra cercana, como la sonrisa de un bodhisattva en un campo de batalla repleto de gente. Los cortes se hacían más amables. Me encontré deseando tener mi Underwood para poder escribirle a Neal una carta sobre todos estos tiempos locos, la realización entre sílabas del haiku, pero luego recordé que probablemente él ya sabía todo esto. Siempre había vivido la vida en una cuerda, pero no era un santo loco, Neal Cassady era un tarugo cósmico.

    Los sistemas de planificación siempre fallan. Todo, cualquier cosa, todos nos convertíamos en polvo al final del día. Por eso nunca me importó si alguno de mis viajes a través de la engomada autopista de Estados Unidos llegaba alguna vez hasta el final; no puedes tener éxito por fallar, de todos modos. Denver, Frisco, un sofá caliente en Nueva Orleans, un autómata goteante en Nueva York, todo es lo mismo, nada más que un "¡Aquí estoy!"

    Con un raspado de acero y hormigón, Maxwell's en Washington comenzó de nuevo. No pasaron ni cinco minutos para que el olor a café molido cubriera la calle como la manta de un indigente. Yo estaba agitado de repente, levantado desde el medio loto y caminando de un lado a otro. ¿Armas? ¿Repelente de insectos? ¿La fuerza de la palma de Buda? La cafeína estaba en el aire y yo cataba guerra en la lengua y en la piel sudorosa. La poesía de la guerra, y yo sin máquina de escribir, ni siquiera un lápiz mordido detrás de la oreja. Probablemente Bill ya estaba levantado. Siempre era un madrugador, un hábito extraño para un marica yonqui. Fui a buscarlo para que juntos pudiéramos atacar el corazón oscuro de la pesadilla de Estados Unidos.

    El flaco puertorriqueño sonrió y extendió su huesuda mano de Caronte. El motorcito fuera de borda ya estaba arrojando humo azul, listo para empujarnos con fuerza a través del río. Le pagamos con hierba envuelta en papel de estraza y él sonrió y asintió. —¡Amigos, amigos! Ustedes son hombres de confianza, muchachos fuertes, lo noto. Pero no voy a volver por ustedes, tampoco los voy a esperar. Si regresan, regresan solos —Se sentó a popa, abrió el papel y empezó a pasar el dedo por la hierba, buscando semillas y tallos, y no nos ayudó a subir a bordo. Yo salté a ello y luego le tendí una mano a Bill, que iba cargado con dos enormes contenedores de repelente de insectos atados a la espalda. Teníamos eso, yo tenía un cuchillo de carnicero metido en la bota de trabajo con un calcetín de repuesto envuelto alrededor de la hoja, y me había despertado con la sensación de que las estrellas eran propicias. Eso es lo que teníamos—. Y ustedes me nadan los últimos veinte metros, que tampoco voy a amarrar.

    Yo una vez había nadado en el Hudson, cuando el río todavía era azul con pequeñas olas en forma de lágrima que me arengaban a continuar, cuando incluso la niebla era un cálido abrazo y las hojas se derramaban desde los parques de Washington Heights y flotaban bajo los muelles. Incluso entonces, como un estúpido estudiante universitario, había podido sentir que me ardían los ojos cada vez que hundía la cabeza. Ahora el río era negro y tenía una topografía casi sólida; nuestro viejo Caronte giraba y movía el timón para evitar montones de desechos humeantes del tamaño de sofás.

    Y no había sido la secta la que había hecho esto, la inmundicia aquí era toda natural, toda hombre. Nosotros ya lo teníamos todo, el altar había sido dispuesto, los sacrificios preparados. Fosos de osarios en Europa, colinas de bebés muertos, bombas que podían destruir con un destello de luz esta ciudad de templos del cambio monetario; el hormigón y el acero ni siquiera durarían lo suficiente como para desmoronarse hasta el suelo. Todos somos muy ricos ahora que estamos a un paso de ofrecer el cuenco de limosna y espantar las moscas hambrientas. ¿Cómo podían los Dioses Antiguos resistirse a tal bocado? Nosotros mismos nos habíamos clavado el mondadientes decorativo.

    Me volví para mirar a Caronte. Tenía un agarre firme en el timón del motor fuera de borda y una sonrisa profunda. Bill iba sentado en la proa, inclinado hacia adelante para evitar que las latas lo tiraran por la borda y lo arrojaran a la estela marrón. —No hay forma de que podamos nadar veinte pies en esta inmundicia, mucho menos veinte yardas. Y tenemos que transportar los tanques —dije yo. Bill dijo: —Sí. Tendremos más posibilidades si vamos saltando por las isletas de mierda. Esto es como navegar por un maldito recto.

    —Cierto. Así que vas a llevarnos a la costa o te echaremos de tu propia lancha y te dejaremos nadar media milla de regreso a Jersey —La vida de Hoboken comenzaba a crecer de verdad en mí, o tal vez era el hedor fecundo del mundo que se pudría a nuestro alrededor. Caronte se rió, una de esas risas orgullosas estadounidenses, y dijo: —¡Qué idea! Yo tuve la misma —Sacó una pistola, una brillante damita en una película de cine negro me guarda en el número de su bolso, directamente de su bolsillo y me la apuntó—. Ustedes dos, vacíense los bolsillos y salten. Mejor el río que el plomo, ¿no? —Bill se quitó una de las correas de los tanques de los hombros y, en cambio, se puso el arma en la cara: —No, quédate con esto. Sólo todo lo demás que tengas. Este no es un adicto a los viajes baratos, no puedes llevarte nada más contigo.

    Yo no tenía nada en los bolsillos y les di la vuelta para mostrarlo: —Sólo somos locos errantes, ¿sabes? Que buscan salvar el mundo un poco —Bill gruñó, con rostro de granito—. Voy a ahogarme con estas cosas puestas —Durante un segundo consideré atacar al tipo, tal vez Bill estaba en la misma longitud de onda. Su cuerpo de adicto se tensó de repente, toda la reserva de morfina acumulada en sus músculos había sido quemada por la adrenalina y el miedo. Pero vació los bolsillos con un desafío inútil. Arrojó una billetera gastada al fondo del bote, una maraña de cuerdas, algunos cigarrillos empapados, un tapón de botella, un fino librito del bolsillo de su chaqueta y lo que parecía un hueso de pollo, y volvió a meter la mano en sus bolsillos ante Caronte—. De acuerdo, ¡no saques tu basura! ¡Sólo salta! —Puso el arma en la pétrea cara de Bill—. Que tu novio te abrace. Dos maricones juntos deberían ser capaces de flotar.

    Yo lo empujé, con mi cerebro. El bote, el arma, el río mismo. Nada salió: el pozo de la iluminación se había secado. No más milagros, sólo dos hombrecillos sudorosos y sin importancia siendo empujados por un puertorriqueño sediento de muerte. Yo tenía muchas ganas de atacarlo, pero sentía pesadas las extremidades y Bill no estaba conmigo. Estaba de pie, medio tambaleándose. Me pasó un brazo por la cintura casi demasiado cómodamente.

    —¡Muchachos! —dijo el barquero—. Ey, sin resentimientos. Es mejor que os arriesguéis ahora que enfrentar al terror en tierra. Puede que os mantengan con vida para siempre para veros las caras cuando el mundo se convierta en polvo bajo vuestros pies. Nadad hasta la orilla y luego caminad hasta el Bronx. ¡Eso es lo que yo haría en vuestro lugar! —Luego me dio una patada en el estómago, leve en realidad; pero entre Bill, los tanques y el bote oscilante, perdí el equilibrio y caí de cabeza en la bebida. La proa del bote a motor se cernía sobre nuestras cabezas mientras Caronte salía cortando rápido para regresar a Jersey, así que tuvimos que meter la cabeza en el agua inmunda. Era como caer de cabeza en una pila de abono, cálido y viscoso. Bill era una piedra de molino sujeta a mi cintura, me agarraba con fuerza como yo si estuviera amarrado a algo. Mi boca estaba sellada, por lo que el vómito salió de mi nariz y probablemente también de mis oídos, mientras la hélice devoraba el agua a una pulgada de mi cara. Salimos a la superficie y tragamos el aire dulce de la ciudad. Bill escupió en mi hombro como un recién nacido y sacó un brazo de debajo de la correa de las latas de aerosol anti-insectos en el hombro. Mientras se alejaba, nuestro Caronte nos saludó con la mano, amigable estilo picnic.

    Nadamos rápido hacia la orilla. El río estaba en nuestra contra, no la corriente, sino la densidad. Nadar era como hacer ángeles de nieve en aguas superficiales, y Bill apenas podía nadar como iba. —¡Vaya pudín de mierda! —gritó—. ¡Esto no es más que pudín de mierda! —Y luego volvió a vomitar por la nariz porque estaba muy ocupado gritando y hablando con su boca de caverna y se le llenó de pudín de mierda.

    Yo quise pedirle a Bill que tirara las latas, pero mi boca no se abría por el hedor, y era muy difícil respirar siquiera con el pesado río alrededor de mi pecho. Vino una gran ola y nos bautizó, lenta y pesada. Luchamos por volver a la superficie, Bill subió más rápido que yo gracias a que sus gruesos dedos me empujaban la barbilla. Maldecía como una caricatura de cine con cada brazada, todo suben-empujen-alten-salten con la mandíbula bloqueada. Yo braceé tras él, levanté uno de los tanques sobre el agua y, por fin, llegamos a los sedimentos y nos arrastramos hasta el muelle, hasta una escalera de madera podrida y, por fin, bajo la inquietantemente vacía autopista de West Side. Estábamos en la adoquinada West Street, donde normalmente llovía a cántaros y ruido de arriba, donde yonquis y maricas acechaban junto a los pilares que sostenían la autopista; pero estaba todo vacío, en blanco como las páginas.

    ¡Guooo! —grité. Estaba cubierto de moco de río y abracé tal hecho—. Mejor un puerco inmundo que un contador de frijoles de culto a la muerte cualquier día, ¡verdad, Bill! —Bailé a su alrededor. El viejo Bill estaba de rodillas, suspirando y pasándose un pañuelo manchado de mierda por la cara manchada de mierda. Tenía los dientes más negros que de costumbre—. ¡Levanta! —exclamé y me dijo: —Cierra el pico. Tuve que arrastrarte por ese lodo. Voy a vomitar todo lo que he comido el último mes —Se estiró justo en medio de la calle, giró sobre la barrija y vomitó un poco, una nueva coma en su larga vida de arcadas intensas.

    Empecé a caminar, seguro de que él se levantaría de un salto y me seguiría. Yo quería encontrar un YMCA, pasar seis o siete horas en el baño de vapor, ponerme algo de comida y luego hacer un reconocimiento. Seguramente habría algunos amigos en los alrededores, en los viejos lugares de reunión Beat, en los bares de ancianos, en las bibliotecas de Columbia o en Washington Square Park. Sin embargo, Bill no se movió, así que caminé hacia él. Estaba inconsciente en un charco de lodo marrón. Las calles aún estaban tranquilas, pero nunca se sabía cuándo una enorme oruga del tamaño de un vagón de tren vendría retumbando por la calle para reclamarlo, o si una bacanal de cultistas ajustadores de seguros, con dientes y uñas rojos por la sangre, aparecería en una explosión de gritos y extremidades desnudas para poner a Bill en orden con las cuentas por pagar. Miré a mi alrededor, encontré un charquito de agua clara entre dos adoquines rotos, tomé tanta como pude en mis manos y la acerqué para verterla sobre la boca de Bill, luego esperé a que él recuperara las fuerzas.

Capítulo Doce

    Nos llevó cuatro hambrientos días encontrar a alguien que quedara con alma. La mayor parte de Manhattan parecía completamente desierta y el olor maduro de la muerte reciente flotaba sobre bloques enteros. Como habían dicho en Jersey, a veces veíamos un ojo amarillento asomándose entre las cortinas, o una mano débil y temblorosa bajando rápidamente una persiana, pero la gente o bien había evacuado la ciudad o estaba justo detrás de nosotros y se agachaba, cien mil a la vez, detrás de un poste de luz cada vez que Bill o yo nos girábamos a mirar por encima del hombro. La Y de la Calle Veintitrés estaba abandonada, pero corría el agua, así que podíamos beber. Nos armamos con ladrillos y salimos a buscar comida, pero la mayoría de las panaderías y carnicerías que encontramos ya habían sido saqueadas. Por la noche, cuando la luna nunca salía, oíamos la risa de los cristales rotos y aullidos ocasionales de satisfacción animal. Las estrellas rojas en el cielo me impedían aventurarme afuera. Bill encontró un poco de pasta de dientes y, como estaba débil, se la comió toda sin compartirla conmigo.

    Ni siquiera había palomas, ardillas o ratas. Las dos primeras me las habría comido. Rasgué el grueso calcetín derecho y lo convertí en un cabestrillo y salí a la calle al amanecer, el cazador solitario. La honda no serviría de nada si me topaba con algún cultista o con cualquier horrible hombre escarabajo o con grandes bestias demasiado horribles para describirlas, pero estaba preparado para cualquier ardilla que el buen Dios pudiera enviarme. No había nada para mí, ni comida en ninguna tienda y ni siquiera un rastro de hormigas en las aceras que seguir hasta un cono de helado derramado o un chicle. Las hojas se enroscaban completamente negras en los árboles, sin arder ni caer nunca en otoño. Las búsquedas de la mañana también me daban más hambre, y mi vientre gruñía con incipiente rabia hacia mí. Me mordí los dedos, comiendo pedacitos de mi propia piel salada, débil y humillado por la mera espera.

    Me pateé todo el camino de regreso a la Y, tan furioso conmigo mismo que olvidé estar atento al vuelo de las alas en formación o a un rollo sin recoger de un camión de pan volcado. Cuatro días sin comida era soportable. Los niños en China lo hacían todo el tiempo, y aún así crecían lo bastante fuertes como para marchar en el sitio y gritar consignas rojas en televisión. Las mujeres en África con bebés en sus senos marchitos también lo hacían y lleganan a la estación de socorro sin siquiera desmayarse. Los indios también lo hicieron, estoy seguro, atrapados en las reservas lejos de sus terrenos de caza ancestrales. Dejé escapar un grito de guerra para ser como ellos. Si yo fuera un indio con la cara pintada y plumas encajaría mejor en esta ciudad fatal. Cualquier cosa menos un simple anciano blanco, desmoralizado y demasiado torpe para morirse de hambre con honor.

    Bill se reunió conmigo en el crepuscular Washington Square Park ese día. Había tenido mejor suerte. —Encontré a un tipo en la Cocina del Infierno que llevaba un puesto de perritos calientes. No había tráfico en la calle y, por supuesto, no había coches que aún estuvieran de una pieza, pero fue este hombrecillo arrugado quien me dijo que había estado allí desde hacía diez años y que no estaba dispuesto a parar ahora. El juego está amañado, pero ahora soy el único juego en la ciudad, me dijo, y se rió como un minero de pulmón negro.

    —¿Aceptó el dinero? ¿Cómo le pagaste?

    —Rellené un pagaré —Sacó un perrito caliente grisáceo en un panecillo rancio del bolsillo de su chaqueta arrugada, todo pulcramente envuelto en una servilleta de papel, y me lo entregó—. Él quería las mejores historias de navajas del edificio Chrysler, pero lo convencí para que aceptara sólo las diecisiete mejores, aunque cuando todo esto pase, tendré que fumigarle el piso gratis —Yo me reí de eso, casi se me cae mi horrible mordisco de frankfurt, pero me detuve cuando Bill dijo: —Él no quería los primeros pisos porque están llenos de piel humana. Todos los huesos de los cuerpos apilados como tornillos de fábrica fueron extraídos por las cuencas de los ojos y los agujeros del culo, me dijo. Yo verifiqué dos veces su historia. El vendedor tenía razón en su mayor parte.

    —¿En qué se equivocó?

    —Yo no llamaría pocos a los primeros diez pisos de un rascacielos —dijo Bill, casual como quien habla del clima—. Bueno, ¿ya estás listo o necesitas digerir? —Yo ya no tenía hambre, pero comí de todos modos y mi salchicha desapareció en tres bocados. Él hizo un gesto con la cabeza hacia el Sur y salimos del parque y bajamos por Thompson Street.

    —¿De qué crees que estaban hechos esos perritos calientes?

    —No hagas preguntas estúpidas, Jack.

    Nuestra determinación de bajar a Wall Street para aniquilar al Dios Primigenio que ahogaba California para los aperitivos y mataba Manhattan como un sorbete se detuvo en Canal Street, porque en lugar de los llamativos letreros de las tiendas con audaces rayas de neón chino, no había nada más que una pared de fría llama negra saliendo de las líneas de tráfico amarillas. Bill solo se rio y dijo —¡Después de ti, Jackie! —Guiándome hacia el fuego con la varita de su tanque rociador. Simplemente corrí hacia el Este hasta el puente de Manhattan y regresé, resoplando, hasta Bill. Él me siguió a un ritmo más pausado hacia el lado Oeste. Incluso el exótico barrio chino estaba abandonado, el pescado se había dejado para apestar en los puestos, el hielo ya se había derretido en charcos resbaladizos. Los teléfonos públicos aún tenían techitos estilo pagoda, como altares alineados en la calle, pero no había nada sagrado en esa pared de fuego negro, fuego que no proyectaba sombra en las aceras.

    Las llamas sellaban la calle desde los ríos East hasta Hudson, y ninguno de nosotros estaba dispuesto a volver a saltar el horrible y gruñente río, el cual y de todos modos había comenzado a burbujear con vida o con un calor hirviente. Lancé un cono de tráfico a la pared. El cono navegó atravesándola hasta el otro lado, haciendo que las llamas locales se volvieran translúcidas el tiempo suficiente para que pudiéramos ver la goma congelada romperse en un billón de fragmentos finos como agujas.

    —Bajo tierra —dijo Bill.

    —Bajo tierra —dije yo, y corrimos a la alcantarilla más cercana y trabajamos juntos para levantarla. La tapa de la alcantarilla se levantó con facilidad, ya que ya estaba un poco fuera del borde. La hice rodar hacia un lado mientras Bill asomaba la cabeza por la alcantarilla, metió el brazo en la oscuridad y encendió su Zippo. —¡Todo despejado! —gritó mientras se levantaba; terminó gritando ¡...despejado! en mi oreja. Metí las piernas en la alcantarilla y me deslicé por la escalera, aterrizando con un chapoteo limpio. El túnel apestaba, por supuesto, pero no peor que en la parte superior, probablemente porque los inodoros no se habían vaciado mucho durante las últimas dos semanas. Todas las ratas también se habían venido aquí abajo. Bill tomó la escalera con cuidado, aferrándose a los peldaños con los nudillos blancos y colocando un mocasín tembloroso, luego otro, en el mismo peldaño antes de bajar. Las latas de repelente de insectos eran pesadas, pero en realidad él solo estaba dando pasitos de dandy. Caminamos a lo largo del estrecho borde del túnel, no del todo en fila india. Podríamos haber compartido una chaqueta en todo el espacio que teníamos.

    —Y digo yo —dijo Bill al cabo, después de que caminamos unos bloques en la oscuridad, que era más un silencio de luz que una oscuridad real—, si es tan fácil eludir el muro de fuego, ¿por qué tomarse la molestia con él?

    —Bueno, los asesinos, los cultistas, incluso los monstruos, también tienen que viajar —Luego me di cuenta de que tal vez no estuviéramos solos en el túnel y dejé de pensar en formas ingeniosas de describir un agujero oscuro y comencé a prestar atención a las pisadas distantes.

    —No, no es cierto. Pueblos enteros pueden vivir en el área debajo del Canal.

    —Tal vez no sea por nosotros entonces. A veces parece que los Dioses Antiguos están luchando unos contra otros, o al menos teniendo roces unos contra otros y provocando enormes olas de rayos etéricos, justo desde ese momento de contacto perdido. ¿Hay un culto rival en Inwood o en Harlem? ¿Los Jets contra los viscosos Sharks de Cthulhu? —Cristo, estuve malditamente hablador esa noche.

    —Apuesto a que algunas de estas monstruosidades puede volar. Demonios, Jack, tú fuiste capaz de borrar setenta y cinco millas de carretera interestatal mientras dormías. No, yo creo que la llama es otra cosa completamente diferente.

    —¿Qué?

    —Luces de aterrizaje. Una pista cósmica. El culto de carga está pidiendo una paleta llena de frijoles horneados y condenación —Tenía tanta hambre que podía oler los frijoles chisporroteando en su lata enrojecida sobre el fuego y al aire libre. Se equilibraban muy bien en una navaja, como los frijoles horneados, salados y dulces al mismo tiempo, sin duda era la cocina de los dioses tramposos. Dormí tantas noches tranquilas con la barriga llena bajo las estrellas de la moral, dejándome llevar por el sonido de algún sabio que raspa el fondo de una lata con la punta de su cuchillo en busca de ese trozo de carne de cerdo de la suerte o de un frijol refugiado. Manhattan, el centro del mundo tal vez, pero sólo una mierda flotante en el borde del gran espíritu de Estados Unidos. Tal vez un melanoma, o una verruga que ser lanzada, para dar paso a más poetas errantes y cazadores de pieles de dedos gruesos. Cualquier cosa menos trabajo de oficina bajo luces zumbantes y fiestas de sociedad organizadas por parejas de celebridades con genitalia muerta. Mi estómago me gritaba que prestara atención a los túneles, que escuchara cánticos y gritos lejanos. Bill, sin embargo, seguía hablando de algo.

    —No vimos nada como ellas desde el bote la semana pasada. Esas llamas son nuevas, escupiendo Dios sabe qué tipo de radiación que solo ojos ardientes trilobulares pueden ver —Me miró, con el Zippo justo debajo de su barbilla, para proyectar su rostro de Bela Lugosi en sombras—. Las estrellas son propicias —entonó desde el fondo de su registro—. Esta es la noche para un sacrificio adecuado. Pero ¿estamos a tiempo de detener el ritual y salvar el mundo, o sólo somos peones deslizándose en el camino hacia un negro escaque fatal?

    Yo había tenido suficiente y perdí mi gracia de bodhisattva justo en ese segundo. Empujé a Bill con fuerza contra la pared inclinada de la alcantarilla y sonreí al oír el sonido del tubo de unión de su cráneo. —¡Bill! —grité haciendo una mueca, medio esperando una erupción de chillidos de rata y correteos que nunca llegaron. Sólo me oí a mí mismo, un pequeño eco de radio AM rebotando por el laberinto—. ¡Te voy a partir el maldito cráneo! ¡No aguanto ni un minuto más este retorcido e inmundo planeta! ¿Cuánta gente se ahogó en California, cuántas pieles contaste esta mañana sin verter una sola lágrima, retorcido yonqui pedazo de mierda? —Él abrió la boca, mostrándome sus dientecillos podridos, pero yo simplemente se la tapé con la mano y le apreté la mejilla y la mandíbula—. ¡Ni una palabra más! —bramé, como un sargento. Mi cerebro estaba flotando en sangre y hambre. Podría haber masticado y comido tiras de la cara blanca y pastosa de William Burroughs como tocino grasoso allí mismo en el túnel. Me estaba afectando, la muerte que acabábamos de evitar, pero de la que sólo veíamos horribles huellas. Yo la quería real, sangre caliente en mi cara, la mirada de lucha desesperada desvaneciéndose en vergüenza y luego en paz desmembrada. Entonces Bill torció el brazo, puso la varita en mi cara y me lanzó una ráfaga de repelente de insectos. Grité cuando la cosa me quemó los ojos y llenó mis senos paranasales y me golpeé la parte de atrás de la cabeza con algo duro. Creo que fue el planeta Tierra.

    Largos dedos me pinchaban para despertarme. Los de Neal. No los de las manos de escritor de Neal, los dedos delgados que eran demasiado finos para un trabajo honesto, pero excelentes para abrir cerraduras y escribir cartas que bajaban como tubos de anfetas. Los dedos de este Neal eran más largos, como baquetas con clavos puntiagudos en la punta. Él era el mismo, por lo demás, excepto que estaba distante, como si lo estuviera mirando a través del fondo de un vaso.

    —Estás aquí —susurró—. Finalmente, el viejo Jack Kerouac me ha encontrado. El culto me ha cambiado. Me coció los huesos e hizo rollitos finos con ellos, mi piel ahora es como patata al horno. Sé suave suave —Me levantó del suelo, suavemente. No estaba seguro de si se estaba dirigiendo a mí o sólo estaba hablando consigo mismo como una persona que por fin ha perdido la cabeza por completo. Yo no me sentía muy bien, sentía moretones por todas partes. Estábamos en una salita, aún en la alcantarilla, y una luz azul como cielo nocturno se colaba a través de una rejilla de alcantarillado a unos pocos pies sobre nuestras cabezas.

    Me moví para abrazarlo y gruñí mientras estiraba los brazos, pero Neal retrocedió, volando como una marioneta. —No no —Yo lo seguí mientras él se alejaba, oscilando como un cebo. Al doblar una esquina, las paredes que nos rodeaban se derrumbaron por completo. Estábamos en un camino de piedra que se retorcía y giraba en espiral hacia una luz blanca y profunda una milla o más abajo. Grandes muros de roca madre, la base misma de Manhattan, se mantenían firmes a mi izquierda mientras yo corría detrás de Neal, que descendía por la espiral como el azogue. Bajar al siguiente círculo más bajo del infierno, dejar atrás a Bill, seguir a otro sosias más, no tenía mucho sentido, pero yo sentía la atracción de esa luz desde muy abajo. Quería pasear hacia mi destino, saludarlo con una sonrisa torcida y las manos en los bolsillos. La silenciosa desesperación de los muertos y la parte superior oculta en Manhattan me asustaban más que la tortura y la muerte.

    Era un largo viaje hacia abajo, como la última nota de una trompeta. Me dolían las piernas, pero el ofídico deslizamiento de Neal me hipnotizaba, como un encantador de serpientes, pero al revés, así que seguí adelante, con la no-mente ignorando el dolor de mis pantorrillas y mis pobres pies ampollados. Ni siquiera parpadeé cuando empezaron a llover escarabajos chillones. Habían estado arrastrándose por la cara de la roca madre, incluso sobre las puntas de mis botas, dirigiéndose directamente por el túnel en lugar de tomar las curvas del túnel, pero ahora caían como lluvia, aullando insignificantes "Nooooooes" y "Jeeeesuuuuses" todo el camino.

    Levanté la vista y vi a Bill, un punto blanco pálido que pisoteaba el sendero espiral él mismo, matando bichos todo el camino. Neal no prestaba atención a la lluvia de insectos, sino que se deslizaba con tanta facilidad por el camino que ninguno de esos cuerpecitos se convertía en jugo hasta que lo alcanzaban mis botas. Derramé una lágrima por sus gritos, aunque sabía que vivirían de nuevo.

    El mundo cambió dentro de mí. Desde abajo en la espiral sentí de repente que estaba caminando hacia la luz, que se derramaba sobre mí a medida que me encorvaba hacia ella, sudando, hambriento de nuevo, el perrito caliente perdido hacía mucho tiempo y el charco de agua del desayuno de esta mañana estaba ahora estancado y medio sucio. Muy por debajo, Bill resonaba y maldecía en su camino detrás de nosotros, cargando un Holocausto en su espalda.

    Una horrible y hermosa luminiscencia se derramaba desde la entrada del templo. Un arco de tres piedras, dos pilares que sostenían en lo alto un dintel de mármol picado, me hacía señas. Neal entró y yo lo seguí, sintiéndome hormigueante y cegado por la nieve. Tomó un buen rato que mis ojos se adaptaran. El templo era más blanco que una oficina. La luz venía de todas partes, pero zumbaba como fluorescentes. Los escritorios llenaban el espacio, con hombres escarabajo con túnicas golpeando en gruesas losas de máquinas sumadoras frente a ellos. Un carro de correo traqueteaba de forma autónoma por el pasillo entre dos filas de escritorios, e incluso había un enfriador de agua lleno de una horrible bilis amarilla. Y papeleo, mucho barajar y empujar papeles dentro de carpetas, luego dentro de las mandíbulas de enjoyadas bisagras de relucientes archivadores apilados de cinco en cinco (los tentáculos eran útiles para llegar a la parte de arriba). No había más sonido que los ritmos del trabajo, ni siquiera un grito solitario.

    Había una gran estatua en el otro extremo del pasillo, aunque la estatua sugería una voluntad que el escultor probablemente no había tenido. Era una masa de rincones imposibles, tentáculos reptantes, rostros espantosos congelados en gritos de alivio sobre planos, curvas abstractas pero femeninas de ochos locos, doce metros de alto y el doble de ancho. Sonreía como el Buda.

    El golpeteo era un contrapunto, un desastre en staccato bajo el giratorio dinamismo de piedra reptando sobre muros templarios. Yo lo sentía en mí como los bandazos de un autobús por una carretera embachada, mi corazón en manos de los mugwumps. La inevitabilidad del destino volvió a llamarme, como cuando caminaba por la espiral, pero encontré un koan que había dejado Marie en un rincón de mi cerebro y me pregunté cómo era mi rostro antes del nacimiento de mis ancestros. Eso fue suficiente para derrotar un montón de máquinas sumadoras, al menos.

    —¡Contemplad! —dijo Neal—. ¡El núcleo del culto! Las estrellas son propicias, Jack, solo queda una cosa —Los hombres escarabajo se levantaron y de sus túnicas sacaron garrotes de blanco hueso para acariciarlos. Avanzaron por la aburrida moqueta de negocios y se pararon en formación detrás del aún brillante y cambiante Neal, y me presentaron una docena de malignos ceños fruncidos de panadero; sus mandíbulas parecían parodias obscenas de sonrisas de empresarios.

    ¡Yo di una carcajada! Resonó con suficiente fuerza, probablemente hasta el final de la espiral de sacacorchos y el mundo de la superficie muerta. Fue una carcajada estadounidense (por fin tenía una propia). —¿Es así? ¿Toda esa muerte, todos esos poderes cósmicos, y el templo de Cthulhu es una operación contable de sala de calderas? —Me reí como una niña, incontrolable. Jejejejejejeje-jejejejejejeje—. Esto es ridículo —Neal también sonrió, una sonrisa de verdad. Los mugwumps parloteaban y tosían polvo incómodamente. Uno comenzó a golpearse con el hueso la palma de la mano, al estilo policía. En la distancia, el ding del retorno de un carro sonaba diligentemente.

    —El mundo es un lugar absurdo —me dijo Neal, con su voz lánguida como la ginebra vieja—. Lo sabes, ¿verdad? Por supuesto que lo sabes. Pero también es peligroso, problemático. Sobredeterminado. Todo lo causa todo, como un juego de billar con un millón de jugadores jugando a la vez con sus tacos en un billón de bolas en un campo infinito de terciopelo. ¿Quién puede comprender, y mucho menos proteger, un dharma como ese? —Hubo murmullos de aprobación de los mugwumps. Más golpes de hueso y carne también, en un compás forzado, más código Morse que música bebop. Me habría sentido intimidado si mi espíritu no se hubiera movido cinco centímetros a la izquierda de mi cuerpo. La escena se desarrolló como un arañado noticiario, con la voz de Neal el bramido de un Edward R. Murrow o de un Weegee.

    —Necesitamos que se una a nuestra pequeña operación, Sr. Kerouac. Todo este terror no pudo avivar la mitad de los sueños embrujados que necesitamos para rasgar por fin el velo entre los mundos, para permitir que la sabiduría estrellada de los Primigenios descienda sin restricciones sobre nuestras ciudades. Pero usted es una batería, una dínamo. Atarle los zapatos es toda una aventura. Cuando Jack Kerouac encuentra un lugar para estacionar, los santos lloran. Su alma puede reescribirnos el mundo, como un libro. Por eso luchó cruzando todo el país, exprimiendo fantasmas de su propio pasado para empujarse y aguijonearse para continuar, para llegar aquí. Para ser adquirido por nuestra preocupación —Los hombres escarabajo chasquearon sus clic con el forzado júbilo de una fiesta de Navidad en la oficina.

    —Ahora tengo hijos, Jack. Los niños que amo, y es duro ser un hombre trabajador, ser un zángano ante la reina. Necesito un libro, un éxito de ventas, un En la carretera de la Era de los Dioses Antiguos. ¡Y tú vas a ser mi personaje principal!

    —Genial, Neal. Eso es realmente genial —La estatua comenzó a cambiar y a moverse, extendiéndose sobre las paredes blancas y vacías, proyectando sombras serpenteantes por todas partes. Mi sonrisa era más grande que la Navidad. Neal se deslizó hacia mí, con su propia sonrisa también amplia, las puntas de sus mejillas pellizcadas en mandíbulas embrionarias—. Un libro sobre dos mejores amigos. ¡Durante años, fueron los mejores amigos! Inclinándose en los molinos de viento, buscando el amor pero solo encontrando húmedo y maloliente sexo. Viviendo el Sueño Americano, dueños de sus destinos mientras los zánganos que manejan las oficinas conducen la nación hacia una muerte polvorienta. ¿Cómo va a terminar un libro como ese, Jack?

    —Bueno —le dije—, cuando era mi libro, terminaba contigo dejándome en México con diarrea.

    Traición. La palabra quedó en el aire. Neal no la dijo del todo, pero él y yo y todos los mugwump en la habitación, y probablemente la estatua proteica, la pensamos todos a la vez. Así que estábamos de acuerdo. Yo recé por que Bill llegara pronto.

    —Sí, sí —dijo Neal a través de los labios deformados, sus eses ya se hundían en un extraño ceceo—. Sí. Traición—. Ecos distantes se acercaban y yo sonreí un poco más. Entre mis pies, frenéticos escarabajos fluían como arroyos buscando un lugar para esconderse. El mentón de Neal se endureció en gruesas mandíbulas por fin. Si hubieran sido astas, habrían sido de números de veinte puntos, del tipo que los cazadores esperarían años para embolsarse y pasar así toda la vida fanfarroneando mientras se hinchaban con cerveza y cecina de venado y morían por fin frente a sus nietos. Mandíbulas enormes, abiertas con tenazas listas a cada lado de mi cara, la portada de una revista de pulpa si yo hubiese sido una chica pechugona de cabello rizado amenazada por el cuatricolor Monstruo en la Cima de la Montaña.

    —Sí, Neal, pero ya me traicionaste. Y en mi libro. Si estás haciendo tu libro, ¿no significa eso que tengo que traicionarte yo? —Me reí de nuevo—. ¿Traicionarme de nuevo no sería un poco, ya sabes, derivado? Ficción de pulpa. Es decir, en serio, te vi venir desde una milla de distancia. Desde la cima de la espiral, incluso.

    Los mugwumps se golpeaban al umísono las palmas con los huesos, como salvajes llamando a la caza. Neal, la parte de su rostro que todavía era Neal, sus dulces ojos, me miraban muy lastimosos y deseosos. —No, no te estoy traicionando. Quiero que me acompañes a la próxima gran aventura. Ya exploramos este mundo, lo conquistamos, pero hay uno nuevo esperando por nacer. Un mundo seguro, un mundo lejos del frenético pensamiento burgués. Ya no hay necesidad de buscar a Dios ni de perseguir la iluminación ni de correr hacia el fondo de la degradación sólo para ver cómo nos hará sentir, para ver si seguimos siendo humanos después, porque lo sabremos. El poder superior. Únete a nosotros. ¡Únete a mí, Jack! ¡Tú puedes reescribir el universo, junto conmigo!

    En ese momento, quise hacerlo. me estaba haciendo viejo. Lo había sentido durante todo este viaje. La carretera que yo había tomado ya se había ido, y la luna bajo la cual me había hecho tantas chicas ya se había convertido en polvo por los misiles. Incluso mis queridas ciudades de fiesta de Frisco y Denver estaban bajo el agua, para no volver a salir nunca más, aunque R'lyeh había emergido hacía toda una vida. Formas como sombras oscuras se retorcían contra las paredes, empujando como un pollito recién nacido contra su caparazón, en formas indescriptibles de tiras de Moebius. Más escarabajitos se arrastraban, pero se retorcían y morían a mis pies, el dulce veneno los estaba cubriendo como perfume.

    Entonces me agaché, justo cuando las pinzas de Neal se cerraron y me arrancaron la parte superior del peinado. Un chorro caliente de repelente de insectos golpeó a Neal y lo quemó horriblemente; su rostro se convirtió en un aullido de humo. Los mugwumps convergieron hacia mí con los garrotes de hueso en alto, pero Bill ya estaba entre ellos, manejando su varita como Doc Holliday y, uno tras otro, los hombres escarabajo caían y caían hasta colapsar en montones de escarabajos, con bichos saliendo de sus bocas y ojetes. Cayeron fácilmente, como lo hacen los zánganos; los pocos que Bill dejaba en pie yo los derribaba con rápidos puñetazos y levantamientos de rodilla, al estilo japonés.

    Neal se había levantado de nuevo frente a nosotros, agitando los brazos, con su cruel rostro reformándose a forma humana mientras el crujiente exoesqueleto caía humeando. Estaba de pie, pero aún corriendo a cien millas por hora. —Amigos, esperad, tenéis que entender. ¡No veis lo que está pasando! Estáis en el lado equivocado del río en ésto. Yo he estado en la orilla dorada, y de verdad, de verdad que es mejor así. Queréis destruir todo pensamiento racional, ¿cierto? Bueno, pues estos dioses ciegos han hecho eso con una mayor comprensión. No estáis peleando conmigo, os estáis aferrando a los labios vaginales de mamá y tratando de meter la cabeza de nuevo en su pequeño y cálido útero, ¿me captáis?

    Él siguió y sus discursos alcanzaron la intensidad de los scats [12] de Satchmo. Aunque Bill no invirtió mucho en glosolalia y levantó la varita para fumigar a Neal otra vez, pero sólo salió un chorrillo impotente. —Bueno, joder —dijo y un masivo tentáculo de roca madre salió disparado desde el otro extremo de la pared y aplastó a Bill contra el suelo como un muñeco de trapo.

    La transformación del templo estaba completa. El relajante (para los mugwumps) escenario de oficina se derrumbó y se reveló todo el alambre gallinero y el papel maché y el vistoso horror. Los muros estaban hechos de estrellas y de mil millones de brazas de vacío. La estatua seguía siendo enorme y dominaba la escena detrás de Neal, pero se extendía hasta el infinito en dos direcciones arbitrarias porque era el axis mundi, el núcleo maligno de la creación. El centro del universo esperando el colapso y la muerte por calor. Hambriento de ello. El cosmos mismo estaba hambriento de olvido, de la avalancha de estrellas y de mundos fructíferos reducidos a cenizas y luego descendidos en espiral hacia una muerte polvorienta.

    Y allí estábamos Neal y yo. Ya ni siquiera estábamos de pie en el elegantemente alfombrado suelo del templo de la oficina, sino sentados en el muelle del infinito con las piernas colgando.

    —Contemplad —dijo Neal de nuevo, casual y sonriente en lugar de ominoso de novela de diez centavos.

    —Hay una cualidad en este olvido que resulta un poco inquietante —admití yo.

    Neal asintió. —Es deseo. Un deseo malvado. Aquí tengo un koan para ti: ¿Cuál es la diferencia entre no tener deseo y tener deseo por la nada?

    —No. Es sólo que deseo es lo que es maligno.

    Miramos alrededor del universo vacío. —¿Qué es lo que más extrañas? —él me preguntó. Y se lo dije. Todo. El olor del pelo de una chica. Mi pulgar, palpitando cuatro horas después de un martillazo rebelde. La risa después de un buen polvo. Sandwiches de jamón. La llamada hueca de la brama del toro por la dehesa. Keats. Las puntas de los lápices rompiéndose por frustración y rabia. Guerra de alambre de espino. Incluso los engreídos predicadores acariciando el cuero de sus familiares Biblias como si fuera una mujer. Seguí y seguí, soltando todo lo que podía recordar sobre el mundo. El olor de la cerveza. El horror nostálgico de una llanura verde vista a través de las rejas de la prisión. Niños muertos, todo huesos y piel de pergamino, en la India o en el viejo Hoboken. Soja derramándose a través de dedos retorcidos en día de mercado. El primer oro estampado en monedas. Rusos resoplando pidiendo un holocausto nuclear como una obstinada cuestión de principio. Me tomó una eternidad hacer una lista de todo lo que extrañaba del mundo, y todavía quedaba mucho tiempo.

    —Cerebros pequeños, universo grande —Yo había anotado eso en un cuaderno una vez. Mi cerebro era demasiado pequeño para reconstruir el mundo. Apenas podía hacerle justicia al sistema de carreteras y a mis amigos. Pero había algo más profundo en mí, la chispa divina que Neal había conocido hacía tantos años, la que su amable rostro esperaba traer aquí aun cuando la oscura lujuria por la materia dentro de él me había atraído a este mismo rincón maldito del frío infinito. Me volví hacia él. Él levantó un dedo y yo recibí la iluminación.

    En cada gota de lluvia hay un océano, y cada océano salado es una lágrima. Sentí que mi mortalidad se elevaba de nuevo, como un globo, como lo había hecho en Hoboken mientras yo observaba a los hombres-animales golpearse y traicionarse unos a otros por pan mohoso y futilidad. Sin esa mortalidad, ese límite de tiempo autoimpuesto, yo podía hacerlo. Mi naturaleza de Buda se presentó y el universo renació. Reordenado. Los escarabajos se apresuraron a subir por una ordenada espiral de roca madre y entraron en la ciudad mortal para rellenar sus pieles y desenredarse de las pilas en el vestíbulo del edificio Chrysler. Buda recogió polvo lunar y lo apretó como si fuera masa hasta convertirlo en plata sonriente. Los océanos retrocedieron, Allen se levantó de las alcantarillas y escupió galones de aguas residuales, capaz de respirar de nuevo.

    Yo casi lo revelé todo, pero debajo del mundo que yo hacía, veía el que Neal había hecho: costas ahogadas, fallecidos por todas partes, escarabajos que chasqueaban trabajando en sus oscuros y satánicos molinos, ilusiones de comercio dorado puestas al descubierto. ¿Era eso menos hermoso? Por supuesto que no: la miseria es efímera, la belleza es escoria. Sólo el espíritu, inefable, permanece eterno. Aunque había una opción. Se me había dado una moneda y sólo tenía que lanzarla. Y había una opción para mí también.

    Ser Buda, abrazar la dicha y dejar el mundo tal y como yo lo había dejado tras mis viajes, en ruinas. O soltar el cordón de plata para prender fuego al mundo ofreciendo mi propia chispa divina, mi oportunidad de escapar del sufrimiento. Suicidio psíquico, eso es lo que era, nada menos. Vertería en la Creación toda la alegría que alguna vez tuve, o colapsaría de nuevo en la pesadilla de Neal. O podía secarme como un trapo y caminar por la tierra muerto por dentro, el cazador de perros del vecindario o el escritor bloqueado frente a una página eternamente en blanco y sin estropear, sin siquiera el zumbido de la dulce Marie en mi oído.

    ¿Cuál es la diferencia entre no tener deseo y tener deseo por la nada? Neal no lo sabía, por eso se dedicaba a las partidas de póquer nocturnas y cruzaba el país en persecuciones de su propia cola. Amaba demasiado a su propia Nealdad como para perderla sin querer llevarnos al resto con él. Deseaba la nada, pero pensaba que no tenía ningún deseo. ¿Cómo no iba a despertar el Soñador Oscuro de su sueño febril y abrazar al pobre muchacho? Yo mismo no tenía muy clara la distinción entre las dos opciones, en realidad, pero el pensamiento racional no era la clave para responder a la pregunta irracional, ¿verdad?

    Ofrecí todo lo que yo era, todo lo que podía crear y alguna vez crearía, y juré nunca más volver a vislumbrar el infinito. El mundo renació, con todas las estrellas en su lugar y, cuando separé la oscuridad de la luz, empujé la oscuridad hacia debajo de la faz de las profundidades.

    Cthulhu lloró, perdido de nuevo en extraños eones. Regresaron las paredes y las ventanas de las oficinas, y la estatua se marchitó y murió como las uvas de diciembre. Los mugwumps se habían ido, al igual que sus túnicas, pero Neal estaba allí, de pie frente a mí, claro.

    —¡Jack! —dijo, con su cara probando experimentalmente su vieja sonrisa de tramposo. Luego la sonrisa se desvaneció. Ninguno de los dos tenía nada que decir. Él bajó la vista hacia la alfombra, incómodo y confundido. Una brisa levantó algunos papeles del escritorio y los hizo caer. El garabato del gallina de la escuela reformatoria de Neal estaba por todos ellos.

    —¿Tu libro?

    —Los primeros dos tercios —Miré hacia afuera y vi que todavía estábamos en ese extraño espacio nulo, el espacio entre los espasmos oculares de un soñador loco. Parecía muy oscuro, como una noche sin luna. Oímos un gemido. Burroughs no tenía muy buen aspecto, pero estaba vivo, consciente, aunque su rostro era una granada de moretones. Me acerqué a él y, detrás de mí, Neal se apresuró a buscar sus papeles. —Déjalo —bramé, y él soltó algunas de las páginas, pero casi la mitad seguían arrugadas en una mano nerviosa abrazada a su pecho. Levanté a Bill y comenzamos nuestra larga caminata de regreso a Nueva York.

FIN

Epílogo

    ¡Ma! —llamé—. ¿Puedes traer otra cerveza aquí? ¿Y un pequeño bocadillo de atún con mayonesa? —Era verano indio en Northport, hacía demasiado calor para moverse. Yo sudaba tanto que estaba pegado al sofá. La televisión me zumbaba I love Lucy. El episodio del pisoteo de uvas en Italia. Mi propio viaje allí había estado bastante bien, para haber sido una gira de libros, pero creo que me gustaba más el fondo en blanco y negro frente al cual bailaba Lucille Ball. Estaba gracioso. Bebí el último trago de cerveza, aspiré los vapores de mi botella y volví a llamar a Memere, pero ella no respondió. Probablemente estaba durmiendo la siesta arriba. O tal vez se había ido a hacer algunos recados a la ciudad mientras yo dormitaba.

    La puerta principal estaba abierta, por lo que la última tropa de Los Vagabundos del Dharma [13] (este grupo tenía de verdad las camisetas impresas con letras hinchadas y todo) me miró un rato a través de la puerta mosquitera, lo que tampoco mantuvo alejados a los bichos. Les lancé la botella y ésta rebotó en el vientre distendido de la pantalla, pero ellos no se fueron. —¡Llamaré a los cabrones de la Policía si no os vais a casa ahora mismo, jodidos maricones! —Eso los puso en marcha, pero vitorearon y se chocaron los cinco mientras avanzaban por el paseo. ¡Jack habló conmigo!, dirían más tarde en Stony Brook, y las universitarias de primer año se desabrocharían los pantalones como si esa fuera una palabra mágica, ¡abre sez me!

    También trabajé un poco en mis puntuaciones de béisbol, en mi cuaderno. Revisión pictórica Jackson estaba entrando en años y sentía cada lanzamiento en el hombro y el codo. Se los había roto al abrir una lata de cacahuetes, tenía los nudillos gruesos y artríticos también. Pero yo sabía que le quedaba una buena temporada más, y él se fumaba bateador tras bateador en la Liga de Verano. Jackson iba a salir en los puestos altos. Mi bolígrafo se quedó sin tinta, y cuando lo sacudí, explotó sólo para mostrarme que tenía bastante tinta para arruinar dos páginas y teñirme la mano de rojo. No podía limpiarme muy bien la mano en el sofá de Memere, así que, con cuidado, arranqué un trozo de papel de la parte posterior del libro de composición (odiaba hacerlo, ya que generalmente hace que la página del extremo opuesto del lomo se caiga también, pero qué podía hacer), limpié toda la tinta que pude, luego me levanté de los cojines y fui al baño a lavarme las manos. Regresé, encontré una botella de Jim Beam (toda la cerveza del Frigidaire se había acabado), cambié el canal en el televisor (yo había estado en lo cierto, Memere se había ido. Ojalá que estuviera comprando un pollo asado para la cena) y volví a acomodarme. Estaba oscureciendo muy temprano estos días, pero hacía demasiado calor para disfrutarlo. Salieron las noticias. Más cosas sobre guerra. Repugnantes hippies anti-estadounidenses cantando con el poder suficiente para evitar que avanzáramos en serio hacia Vietnam del Norte y les diéramos a esos sesgados la paliza que se merecían. Esos eran crueles cositas amarillas, parecían bichos, incluso las mujeres, arrastrándose sobre la maleza con rostros casi sin rasgos. Y como cucarachas, no dejaban de salir de la carpintería. Allen también estaba en la televisión, avergonzándose a sí mismo y a mí. Marica comunista. Apostaba a que no lo pondrían frente a las cámaras si supieran lo jóvenes que funcionaban sus gustos.

    Había muchos reportajes diferentes en las noticias esa noche, pero al final todos eran iguales. Si los negros se estaban amotinando, era a causa de la guerra cuando se llegaba al meollo del asunto. Ahora todos querían sus derechos, como los blancos, porque luchábamos por la libertad. Los cuerpos regresaban a casa, los chinos causaban problemas, el oso ruso posaba y gruñía. Uno de los Beatles se tiraba un pedo otra vez y eso también era noticia.

    Memere llegó a casa, pero con bistecs, no con pollo. Aunque comí bien y tomé un trozo de pan después para limpiar el plato con él. Iba a bajar al bar a ver qué pasaba, pero Memere me pidió que no lo hiciera, así que tomamos un helado y vimos la última película juntos. Luego ella se fue a la cama y ​​yo cambié los canales un rato, luego me quedé dormido en el sofá.

    Por la mañana recibí una carta de Neal. Decía que estaba bien. Había hecho eso de conducir un autobús e iba a salir en otro libro, pero aún no había descubierto el final de su propio opus. Tenía problemas con los finales, me explicó en veinticinco páginas a espacio simple, y yo escribí: "¡No me digas!", en los márgenes de la página veinticuatro. Él ni siquiera terminó la carta en realidad, la cinta de su máquina de escribir simplemente se rindió. Neal no parecía recordar nada, seguía haciendo las mismas cosas de siempre una y otra vez. Hacerse a una chica e impregnarla. Robar un coche. Burlarse de los polis y luego lloriquear cuando lo arrestaban o, en su defecto, cuando se metía en problemas. Neal era un pez de colores, olvidaba todo su mundo cada siete segundos y luego se sorprendía de ver su castillito de plástico en el centro de la pecera. —¡Todo mío, todo mío! —decía él con la voz glub-glub de los peces, luego se olvidaba otra vez de que tenía un lugar para vivir.

    Yo me fui a Gunther's a tomar unas copas y me llevé mi correo conmigo porque no quería hablar con nadie, y mantenerme ocupado con lápiz y papel era una buena manera de conseguir algo de espacio en esta ciudad, y una cerveza gratis o dos de un admirador que sólo quiere echar un vistazo a mis páginas. Conseguí casi de un cuarto de cháchara, pedí prestado algo de cambio y fui a la oficina de correos a buscar sellos, pero ya era demasiado tarde y no les quedaban. Me indigné. ¿Cómo una oficina de correos, incluso una pequeña instalación colonial de Podunk como la mía local, se queda sin sellos? Era ridículo, pero el hombre avergonzado detrás del mostrador solo pudo decir que volviera al día siguiente o que escribiera a mi congresista. —Maldita sea, escribiré a mi congresista, y también tendré mis sellos y mi trabajo de degradado.

    Vi a más fans dando vueltas cerca del césped, así que volví y me escondí en casa de Jim. Jim era un artista maravilloso, hacía toneladas de paisajes marinos y parecía un pirata con su barba y sus hombros anchos. También tenía un diente mellado, una barba desaliñada y mucha ginebra. Dividimos una tableta de LSD y hablamos durante casi toda la noche sobre pintura, jazz y The New York Times. Yo leí la sección de libros, pero Jim no podía soportar las páginas de los artículos de opinión. —Propaganda —decía rodando sus erres como el cómico segundario pesado en una película de espías—. ¡Siniestrrra prrrop-a-GAN-da!

    —Apuesto a que dejan caer al grande —dijo Jim.

    —Nunca sucede. Primero, no hay necesidad de ello. Lo único que necesitamos es que todos muestren un poco de unidad, que muestren un poco de maldito respeto por este país, y podamos salir de allí para Navidad.

    Se carcajeó de mí, cruelmente. —Jack, esa es tu gente, esos chavales que están en la calle.

    —Esos maricas no tienen nada que ver conmigo. Cualquiera con una boina y una bufanda puede ser un supuesto bohemio hoy en día. Si encuentran algo en mis escritos en lo que colgar sus teorías comunistas, no es culpa mía.

    —A veces parece como si fueras de un país extranjero, Jack. De un tiempo extranjero.

    —Toda la vida es un país extranjero —dije.

    Fui a casa y me comí las sobras de pasta a la luz del refrigerador abierto, directamente del cuenco, con los dedos. A la mañana siguiente me desperté con acidez de estómago y sólo quería quedarme en la cama, pero Memere iba a cambiar las sábanas para el día de la colada, así que tuve que levantarme. Me puse al tanto de las noticias al mediodía. —La guerra continúa... —dijo el presentador de noticias en alguna plaza local de la estación de Hartford al otro lado del sonido, pero la película no mostraba ningún furor en absoluto, sino sólo soldados fumando y echándose encima de los Jeeps como si fueran querubines acurrucándose en esponjosas nubes mientras Venus nacía en la espuma de abajo. Las miradas de drogadictos lo decían todo.

    Se oyó un golpe en la puerta, pero no la abrí. Luego él trató de llamarme, un chirriante caniche de sociedad. —¡Jack! ¡Jack! ¡Conduje todo el camino desde Oregón para verte! ¿Estás en casa, Jack? ¿Estás ahí? Voy a dejar algo en tu entrada, si te parece bien. Son algunos poemas y un cuento corto. Tal vez, si tienes la oportunidad, puedas leerlos y escribirme, ¿de acuerdo, Jack? —El viejo quienquiera que fuera se movió entre los arbustos durante un segundo, tratando de mirar por la ventana, pero gritó al toparse con las espinas de los arbustos locales y salió corriendo.

    Un gurú estaba ahora en la televisión, todo sonrisas y una barba como nudosas raíces. Un sitar empezó a sonar, alto y burlón como el saludo de una gitana astuta. Me recordó a algo, pero no pude recordarlo. Estaba lo bastante agitado como para volver a subir a mi habitación y buscar en algunos de mis libros budistas. Era un koan, y uno bastante bueno. La respuesta no fue satisfactoria, pero fue importante, consoladora. Estaba loco por un poco de consuelo. Lo leí en voz alta. —Había dos amigos errantes en China una vez —dije dirigiéndome al resto de mi estantería— Uno de ellos era un excelente arpista, el otro un gran oyente. Cuando el primer amigo tocaba canciones sobre montañas envueltas en nubes majestuosas, el segundo decía: "¡Maravilloso! Hay una montaña frente a nosotros, podemos escalar hasta su cima".

    —Cuando el primer amigo tocaba sobre un riachuelo fresco, el segundo se inclinaba y exclamaba: "¡Ah, un riachuelo! ¡Podemos saciar nuestra sed con agua clara!"

    Pero el segundo hombre, el oyente, enfermó y murió. El arpista cortó sus cuerdas y juró no volver a tocar nunca más. Cortar la cuerda es el signo de la más íntima de las amistades.

    Yo me había olvidado de eso último. Sonó el teléfono y bajé corriendo a buscarlo. Era mi editor, que llamaba por unos derechos de edición en rústica. También charlamos un poco sobre los chismes de la ciudad. Todo el mundo corría de un lado a otro recaudando dinero para sacar anuncios a página completa contra algún último ultraje o a favor de él, silbando y estallando como velas romanas que ardían como brillantes arañas estallando en el cielo, y todo para decir: "¡Mírame! Aquí estoy, pequeño mundo de abajo! Fiuu fiu, ardiendo en el cielo por ti". Todo eran palabras inútiles. Yo fingía que me importaba, escribía diálogos para Jack Duloz y los articulaba por teléfono. Le habría colgado, pero necesitaba el dinero. Mi baúl lleno de escritura antigua se estaba agotando, no había nada más para vender, nada más que pudiera fingir que era lo bastante nuevo como para gustarme.

    Las noticias salieron de nuevo. Las miré en el sofá mientras Memere leía bajo su lámpara. Mostraban la jungla sudorosa, hojas tan verdes que sangraban en el cielo azul, y alguien fuera de cámara hablaba sobre la posibilidad de dejar caer al grande. Eso terminaría con la guerra para siempre, pero ¿qué harían los chinos? ¿Qué haría Rusia? Disparar sus propios misiles por despecho, envolver con hilos de humo el mundo como una caja de panadería y enviarnos a todos, un paquete de ayuda destinado al infierno. Eso era lo mejor que podían pensar, ¿sabes? Tal vez no hoy, pero tal vez mañana o en algún otro conflicto atolondrado entre la libertad y la miseria.

    Adelante. Vuélalo todo al infierno. Rompe el planeta por la mitad y deja que el magma rojo se derrame en charcos límpidos sobre las ruinas. En las profundidades subterráneas, dicen los científicos, el núcleo de la tierra es sólido debido a la aplastante presión del mundo entero que lo envuelve. Como una rara perla negra en una ostra, espera, brillante y tersa, hasta la última molécula, espera a que llegue su hora de flotar bajo el sol sin el estorbo de su vieja piel, de nuestras pequeñas existencias de picadura de pulga.

    Deja que pase, digo yo. El mundo se ha salvado una vez, mientras todos los hijos e hijas desagradecidos dormían y soñaban con sus sueños de béisbol y pastel de manzana. Y lo único que pueden hacer cuando se despierten es volver a entonar el canto a la muerte. Extrañan mucho su mundo dormido. Bien por ellos. Mejor desear la nada que no tener deseos de la nada, como yo. Yo ni siquiera quería las bebidas, simplemente las tenía.

    Memere alzó la vista hacia mí con ojos preocupados. Yo no pude reunir coraje para sonreír hacia ella. Me disculpé y tomé un largo baño con mi cuaderno para poder averiguar los próximos juegos y puntajes de la Liga de Verano.

    A la mañana siguiente tuve que levantarme temprano, encontrar el rastrillo, sacarlo del garaje y limpiar todas las páginas arrastradas por el viento, que había en el césped y en las ramas, que algún idiota se había dejado.

Extras

Notas de esta versión

Capítulo Uno

    [1] Memere: (del francés mémère: abuelita, vieja.) Jack llama así a su madre en la novela.

    [2] beatnik: término inventado en 1958 por el periodista estadounidense Herb Caen con el fin de parodiar y referirse despectivamente a la generación beat y a sus seguidores, pocos meses después de que se publicara "En la carretera" (On the Road), la novela-manifiesto del movimiento Beat escrita por Jack Kerouac. El sufijo "-nik" aludía al recientemente lanzado Sputnik de los rusos, e intentaba poner en duda la americanidad de la sangre roja-blanca-azul de los beatniks.

    Aunque los escritores beat rechazaron el término por despectivo, el mismo fue adoptado y difundido ampliamente por los medios de comunicación, aplicándolo a un estereotipo juvenil distinguible por la forma de vestir y arreglarse que se puso de moda —boina, camiseta a rayas de cuello alto y anteojos oscuros—, y relacionándolo con una actitud proclive a la holgazanería, el desenfreno sexual, la violencia, el vandalismo y las pandillas de delincuentes. Con el tiempo, la denominación terminó siendo aplicada de manera indiscriminada tanto al estereotipo como a los artistas de la generación beat y a sus seguidores. Fuera de Estados Unidos, ambos términos fueron utilizados como sinónimos, sin percibir el sentido paródico del segundo: Beat era un modo de ser, beatnick era ropa de moda. Beat era identidad, beatnick era imagen.

    Los beats y los beatnicks se diluyeron en la segunda mitad de la década de los sesenta, inmersos en los movimientos contraculturales, como los encarnados por los hippies, el rock, la revolución sexual, las luchas antirracistas y antiguerra de Vietnam.

    [3] Beats: miembros o seguidores del movimiento literario antimaterialista iniciado a comienzos de la década del 50 entre los que destacaron escritores como Jack Kerouac, John Clellon Holmes, Allen Ginsberg, Timothy Leary, Neal Cassady y William Burroughs, que a mediados de los años 60 se diluyó como tal para influir decisivamente en los movimientos contraculturales juveniles desarrollados en la segunda mitad de la misma década, y particularmente en músicos clave como Bob Dylan, Syd Barrett, The Fugs (en donde contribuyó directamente Allen Ginsberg), The Doors y The Beatles.

    La filosofía beat era básicamente contracultural, antimaterialista, anticapitalista y antiautoritaria, y «remarcaba la importancia de mejorar la interioridad de cada uno más allá de las posesiones materiales y de las reglas impuestas por el sistema». Otorgaban una gran importancia a la libertad sexual y a las drogas como ayuda para la exploración interior. Algunos escritores beat se acercaron a las religiones orientales como el budismo y el taoísmo. En política tendían a ser demócratas o socialdemócratas de centro izquierda (llamados "liberales" en EE.UU.), apoyando causas como las luchas antirracistas de esos años, aunque algunos de sus integrantes, como William Burroughs, unían ideas paleoconservadoras. En el arte adoptaban una actitud abierta hacia la cultura afronorteamericana, algo que resultó muy notable en el jazz y el rock and roll, aunque la generación beat manifestaba una abierta preferencia por el jazz moderno y un cierto desprecio por el rock and roll.

    [4] cuadriculados: (squares en el original) la palabra square (cuadrado) es un argot —típicamente asociado con la década de 1950— para motejar a una persona convencional, de gustos desfasados y desconectada del mundo. Este significado se originó en la comunidad de jazz estadounidense en la década de 1940, como referencia a las personas sin contacto con las tendencias musicales —posiblemente como una alusión al movimiento de las manos de un director de orquesta durante un compás cuatro por cuatro.

    [5] Hombre Organización: alusión a la creencia central del libro de William H. Whyte, El hombre organización (The Organization Man, Simon & Schuster, 1956), en la que los estadounidenses promedio se suscribían a una ética colectivista en lugar de a la noción predominante del individualismo puro. Las personas estaban convencidas de que las organizaciones y los grupos podían tomar mejores decisiones que los individuos y, por tanto, servir a una organización era lógicamente preferible que promover la creatividad individual. Whyte pensaba que esto era contrafactual y en el libro enumeró una serie de ejemplos sobre cómo el trabajo individual y la creatividad podían producir mejores resultados que los procesos colectivistas.

Capítulo Dos

    [6] Sea Hunt: (Caza Marina) nombre de la serie de TV estadounidense de aventuras submarinas emitida entre 1958 y 1961. El argumento se centraba en un buceador que viajaba en su barco y combatía malhechores y salvaba a la gente de diferentes peligros en el mar. La serie destacaba por sus largas escenas submarinas, en las que la voz de un narrador compensaba la imposibilidad de los personajes de mantener ningún diálogo. La serie mantuvo su popularidad durante las décadas siguientes, e incluso hubo una recreación en 1987 llamada The Aquanauts.

    [7] Satchmo: forma abreviada de Satchel Mouth (Boca de Cartera), mote dado al músico de jazz Louis Amstrong.

Capítulo Cuatro

    [8] mugwumps: Allen llama así a los bichos mitad humanos, mitad insectos que aparecen en esta novela. El nombre lo toma de las mismas criaturas humanoides inventadas por William S. Burrough en su novela Naked Lunch.

    [9] Ti Jean: se refiere a Caroline, hermana mayor de Jack Kerouac.

Capítulo Seis

    [10] Moriarty: se refiere a Dean Moriarty, el nombre del personaje que usó Jack Kerouac en su novela On the Road, como alias de Neal Cassady.

Capítulo Siete

    [11] mi propia sangre habló: Jack Kerouac vio por primera vez a su hija Jan cuando ésta tenía nueve años, el día en que un juzgado ordenó un análisis de sangre para comprobar que ella era efectivamente hija suya. La segunda y última vez que Jack vio a Jan, ella tenía quince años y había ido a visitarlo para despedirse, pues se iba de viaje a México con su novio. Jack nunca mostró interés en que su hija lo conociera.

Capítulo Doce

    [12] scats: el scat es el canto de una melodía improvisada mediante sílabas sin sentido, a menudo usando onomatopeyas o imitaciones de instrumentos.

Epílogo

    [13] Los Vagabundos del Dharma: referencia a la novela de Jack The Dharma Bums, una crónica de sus propias experiencias con el budismo, así como algunas de sus aventuras con Gary Snyder y otros poetas del área de San Franciso. El libro no obtuvo muy buenas críticas de célebres budistas contemporáneos y Jack renegó del budismo tiempo después.

    Fuentes: Wikipedia y foros de Wordreference.