Créditos

    Titulo: Vrenna y la Piedra Roja y otros cuentos

    Copyright © 2022 de Mike E. Shea (Algunos derechos reservados: CC-BY-NC-SA)

    Versión gratuita en español. Prohibida su venta.

    Traducción y Edición: Artifacs, marzo 2022.

    Fotos de cubierta tomadas con permiso de IStock/VladNikon y Safari Wallpaper.

    Ebook publicado en marzo de 2022 en Artifacs Libros

___oOo___

    Título original: Vrenna and the Red Stones and Other Tales

    Copyright © 2005 de Mike E. Shea (mikeshea.net. Algunos derechos reservados: CC-BY-NC-SA)

    Texto en inglés publicado en Obooko

_________

Licencia Creative Commons

    Vrenna y la piedra roja y otros cuentos se publica gratis bajo Licencia CC-BY-NC-SA 4.0 https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/legalcode.es

    Si quieres hacer una obra derivada, por favor, incluye el texto de la sección de Créditos de este eBook.

Licencia CC-BY-NC-SA

    

    Esto es un resumen inteligible para humanos (y no un sustituto) de la licencia, disponible en Castellano. Advertencia:

Usted es libre de:

    • Compartir: copiar y redistribuir el material en cualquier medio o formato.

    • Adaptar: remezclar, transformar y crear a partir del material.

    • El licenciador no puede revocar estas libertades mientras cumpla con los términos de la licencia.

    • Bajo las condiciones siguientes:

    • Reconocimiento: Debe reconocer adecuadamente la autoría, proporcionar un enlace a la licencia e indicar si se han realizado cambios. Puede hacerlo de cualquier manera razonable, pero no de una manera que sugiera que tiene el apoyo del licenciador o lo recibe por el uso que hace.

    • No Comercial: No puede utilizar el material para una finalidad comercial.

    • Compartir Igual: Si remezcla, transforma o crea a partir del material, deberá difundir sus contribuciones bajo la misma licencia que el original.

    • No hay restricciones adicionales: No puede aplicar términos legales o medidas tecnológicas que legalmente restrinjan realizar aquello que la licencia permite.

Agradecimientos

    Gracias especiales a: Ben Frank, Michelle Barratt, Todd Delong y al taller Critter's por su inconmensurable ayuda en hacer que estas historias suenen menos como si estuviesen escritas por un enfadado estudiante de tercer curso.

Dedicatoria

    Dedicado a mi padre, Robert Joseph Shea, 1933 - 1994.

Vrenna y la Piedra Roja

Y Otros Cuentos

por

Mike E. Shea

1. Vrenna

    A Vrenna le encantaba el agua fría. Le encantaba el modo en que dormía su piel. Le encantaba sentirla sobre ella y a través de ella. Le encantaba cómo le endurecía los pezones y fluía entre sus dedos. El agua lavaba de su piel días de suciedad y de sudor y, junto a diez horas de sueño en una buena cama, esa era la mejor sensación que conocía. Ella se perdía en esas aguas frías. Su mente vagaba dentro del cielo y debajo de la tierra, así que no debería haber sido una sorpresa cuando abrió los ojos y vio a tres hombres en su pequeño campamento, mirándola a través de las aguas claras del arroyo con ojos sorprendidos y hambrientos.

    El hombre en el centro se pasó una mano por la cabeza calva. Su grandiosa panza sobresalía de los bajos de su túnica sucia. Un peto de cuero le colgaba del cuello por dos rozadas bandas en los hombros. El peto no protegía más de un cuarto del cuerpo del gordo behemoth, pero él lo llevaba puesto de todos modos. Sostenía en la mano derecha un pulido garrote remachado.

    El pequeño paisano a su derecha parecía el más peligroso de los tres. Sostenía una tosca ballesta tensada y lista con una saeta espinada de aspecto siniestro. El tercer hombre llevaba en la mano una deslustrada espada corta. A diferencia de sus dos compañeros, este no tenía una sonrisa de idiota por la fortuna de hallar una mujer desnuda bañándose en un arroyo. Era obvio que la miraba, pero su mirar era de asombro, no de pura lujuria. Vrenna tenía una clara idea de que eso iba a cambiar tras la manipulación de sus amigos.

    Vrenna vio el mirar en los ojos de los otros dos y supo la única conclusión posible a esta situación. Manteniendo un semblante pasivo y unos ojos grandes e inocentes, caminó con cautela para salir del arroyo. Los ojos de los tres se agrandaban a medida que el arroyo revelaba el cuerpo palmo a palmo. Ella salía despacio, con piececitos descalzos, y los tres hombres ni parpadeaban. Se encaminó lentamente, por la derecha de los tres hombres, hacia un gran sauce que extendía dentro del arroyo sus raíces expuestas. Cuando ella llegó a la orilla, se pausó con las piernas juntas, la derecha delante de la izquierda, con las manos a la espalda y la cabeza inclinada hacia la derecha. Gotas de agua caían de su pelo moreno sobre cremosos hombros y bajaban por la suave curva de su espalda.

    El hombrecillo con la ballesta se quedó mirando los pechos con avaricia en los ojos. El Gordo la miraba de arriba a abajo, desde la curva de los pechos hasta la zona de vello negro entre las piernas. Miraba descaradamente, como si quisiera pasar las manos. El que blandía la espada la miraba fijamente a los ojos, cosa que ella encontraba de lo más perturbador. Sabía lo que deseaban los otros dos y cómo iban a actuar, pero el tercero podía ser un problema. Vrenna apoyó una mano en el gran sauce e inclinó la cabeza hacia la izquierda. Un rizo moreno le cayó sobre el ojo izquierdo. Otro rizo pinceló tres negros diamantes horizontales sobre el lado derecho del cuello. La mirada seductora era el activador que necesitaba. Los hombres como estos nunca cuestionaban su suerte cuando encontraban una joven desnuda bañándose en un riachuelo.

    El Gordo avanzó pesadamente hacia ella, casi tropezando y cayendo a sus pies como un fardo. Él estiró una mano, de dedos gruesos como salchichas, hacia su pecho izquierdo. El tosco dedo índice apenas acarició la suave curva del pecho. Ese fue el último toque que esos dedos sentirían.

    Vrenna había bajado la guardia insensatamente al dejar que las frías aguas del arroyo la acariciaran y la abrazaran con la paciencia y suavidad de un fiable amante, pero ella no ignoraba los peligros de viajar sola. En el interior del gran sauce, metida entre dos de las raíces más grandes, que libaban su bebida de doscientos años de duración del caudal del río, se posaba la única compañera de Vrenna.

    Ella se movió más rápido que el rayo. Giró sobre el talón pasando de la pose de inocente seducción a la de la flexible gata. En su previamente vacía mano blandía ella ahora una espada de plata y negro. Su fina hoja relucía brillante en el sol de la mañana.

    La mirada de sorpresa del Gordo pasó desde la mujer armada hasta los muñones de sus dedos desaparecidos. La sangre salía a borbotones en cuatro chorros. El Gordo gritó.

    Los otros dos hombres se sobresaltaron y entraron en acción. Justo caundo el filo plateado de Vrenna convertía el grito del Gordo en un gorjeo de sangre con libre flujo hacia los pulmones, el pequeño bandido apuntó y disparó la ballesta. Vrenna giró en redondo y cortó el dardo en el aire. Esa fue toda la motivación que necesitó el pequeño bandido. Dio media vuelta y corrió.

    Vrenna se agachó, agarró del suelo el garrote del Gordo y lo lanzó a la velocidad del tornado. Oyó el satisfactorio crujido del hueso cuando el garrote aplastó el cráneo del bandido a la fuga.

    Vrenna giró y enfrentó al último de los tres bandidos. Él estaba inmóvil, con la espada sujeta sin fuerza en la mano y la boca abierta de asombro. Ella retiró un rizo moreno detrás de la oreja y avanzó hacia él, pisando con descalza ligereza el embarrado terreno. A él se le cayó la espada al suelo y alzó cómicamente las manos en alto. Ella tajó tres veces, tan rápido que el bandido solo tuvo tiempo de arrugar la cara y parpadear. El cinturón se abrió de golpe, la túnica de cuero cayó a ambos lados y los pantalones tocaron el suelo, colgando como setas alrededor de las puntas de las botas y exponiendo finas piernas blancas.

    —Desnúdate.

    La palabra golpeó al hombre casi con tanta violencia como la espada. Se quitó las botas con practicada facilidad y saltó fuera de los pantalones caídos. Dejó caer la túnica en una pila junto a los sucios pantalones y volvió a subir las manos. Se sonrojó cuando los ojos de Vrenna miraron de arriba a abajo su frágil cuerpo. Toda excitación que había tenido hacía tiempo que había desaparecido.

    —Corre.

    Él lo hizo.

    Vrenna esperó a que se acallase el último de los sonidos de la partida del hombre antes se registrar sus ropas y las ropas de los dos bandidos muertos. Encontró un puñado de cobres, una cadena de plata en el cuello seccionado del Gordo y poco más de uso. Regresó a su campamento y clavó su fina hoja en el suelo. Se puso un pantalón corto de suave cuero negro de talle alto a la espalda. Se ató un corsé de cuero al pecho, dejando la barriga desnuda. Vrenna tenía poco uso para las armaduras aparatosas o el ropaje grueso. El movimiento y la velocidad eran su armadura. Se puso un par de botas altas de cuero que se doblaban a media altura de los muslos. Enfundó la espada y se abrochó sobre las caderas el ancho cinturón. Una banda de cuero mantenía baja la espada, sobre la curva de su cadera izquierda. Se puso un par de largos guantes que encajaban como una segunda piel. Finalmente se echó sobre los hombros una capa gris con capucha y la abrochó con un brochecito de plata.

    Vrenna miró a los dos hombres muertos antes de alzar la vista hacia el sol que brillaba desde el dosel de árboles encima. Había matado a dos hombres y ni siquiera era medio día aún. Este iba a ser un largo día.

FIN

    Notas del autor: escribí Vrenna desde un borrador escrito a mano hasta una historia tecleada, editada y acabada en unas tres horas. La escribí en la mañana después de soñar con el personaje, un cruce entre Aeon Flux y Conan. Esta historia depreda mi decisión de conectar el mundo de Vrenna con el mundo de Faigon también. Esta es una de las pocas historias que no ocurren en los desiertos del sur de las ruinas del Viejo Imperio. También fue la primera historia que escribí con desnudo y otras ideas adultas. Decidí ponerla la primera en este libro como una especie de previsionado de lo que está por llegar. Si no te gusta una húmeda buenorra desnuda que corta gente en canal, siempre está Nora Roberts.

2. El Ejecutor

(The Executioner)

    Luz de antorcha irrumpió en la celda de Thorn como un arroyo de fuego. Él se sentó despacio en la cama y miró al guardia que lo despertaba. El guardia bajó la mirada. Siempre lo hacían.

    —La ejecución es al alba.

    Thorn continuó su mirada y el guardia se apresuró a salir. Thorn se levantó desnudo. Se estiró en toda su plena longitud, la luz ígnea de la antorcha del pasillo danzaba sobre su piel oscura. Él miró por los barrotes de la ventana de su celda y vio la luz azul oscuro de la llegada del amanecer que usurpaba la noche.

    Thorn se enrolló a la cintura una plisada falda de cuero y la abrochó con un gran broche de bronce. Se puso una negra túnica de cuero, sin mangas y de corte hasta debajo del pecho. Sus enormes pecho y brazos ayudaban a atraer a la multitud, y los sastres de la túnica lo sabían. Thorn se ató dos tiras de cuero en las muñecas y en las palmas de las manos. Finalmente, se puso un oscuro yelmo de acero con la forma de la cabeza de un toro mugiendo, completado con largos y curvos cuernos de acero.

    Thorn miró a la espada de hoja ancha apoyada en la esquina de su celda. Era la espada más famosa en quinientas millas a la redonda. Era más famosa que Dientedragón, el enjoyado estoque de su amo y señor que ahora reposaba sin uso sobre la cama del Lord desde hacía años. Era más famosa que Astillatroncos, el mandoble a dos manos del maestro de armas, con empuñadura de madera viva y un surco de desangre verde oscuro de punta a guarda. El pueblo de Thorn conocía antes de la guerra su espada como Astillatierra, pero sus nuevos maestros le daban un nombre diferente. Ellos la llamaban Fin del Noble. Thorn había matado cuarenta y seis hombres con la enorme espada antes de las guerras, incluyendo diez oficiales del ejército de Faigon. Desde que fue capturado, había matado otros treinta, incluyendo dieciocho gladiadores y doce nobles de Castillo Doven. Hoy mataría su decimotercero.

    La hoja tenía un metro de largo y doce centímetros de ancho. La ancha espada parecía un grueso pedazo de acero con un filo y una empuñadura. La empuñadura estaba envuelta en el cuero de la piel de un temible jabalí muerto por el padre de Thorn, casi cuarenta años ha. El agarre de cuero, todos sus quince centímetros, estaba oscurecido por aceite y sangre antigua.

    Thorn levantó la espada y sintió su frío peso en las manos. La punta de la hoja se angulaba hacia el filo, dándole forma de un gran cuchillo de carnicero en vez de la de una espada típica. A lo largo de la hoja, justo sobre la empuñadura, doce muescas marcaban la hoja por las cabezas de noble cortadas.

    Thorn salió de la celda y caminó por el corredor donde dos puertas dobles yacían abiertas al patio.

    Un rugido explotó desde la multitud de quinientos que vieron salir a Thorn al patio. Castillo Doven se hallaba tras altas murallas al norte y las tiendas de la aldea rodeaban el patio real abierto donde tenían lugar muchos de los eventos de la ciudad. Las ejecuciones siempre eran populares, solo superadas por las luchas de gladiadores.

    Thorn mantuvo en alto su cabeza de yelmo de toro y anduvo hacia el centro del patio, mientras continuaban las ovaciones de aldeanos sedientos de sangre. Sobre una plataforma elevada, los nobles de Doven se sentaban en sillas tapizadas con toques en oro. Un dosel en ángulo, que lindaba con tapices de vaporosa seda, protegía la noble familia del cercano sol naciente.

    Lord Reynold Alaphin se sentaba rodeado por su extensa familia. Tenía dos esposas. La más reciente, una consentida de diecinueve años llamada Jonya Tivora; y su hijo, un igualmente consentido y gordo de seis años llamado Calven James Alaphin. La otra esposa de Reynold, la venerable de veintidós años Klarissa Windsbow Alaphin estaba ausente desde hacía dos años debido a una extraña y desconocida enfermedad.

    Lord Alaphin tenía dos hermanos y doce hermanas, cada cual con sus esposos y esposas hambrientos de dinero y con gordos hijos consentidos. Cerca de treinta y cinco miembros de familia se sentaban en el pabellón para ver al treinta y seis perder la cabeza con Fin del Noble.

    Johnathan Rudolph Tenevar; primo segundo de Jonya Tivora y esposo de Claudette, la sexta hermana de Reynold Alaphin, conocido adúltero y malversador del tesoro de Castillo Doven; mojó la delantera de sus finos pantalones de terciopelo cuando el noble encontró los ojos de Thorn tras el enorme yelmo negro de toro. Los dos hombres eran de mundos diferentes y prestos a colisionar. Thorn sonrió en su yelmo de pesadilla al ver la mirada de confusión, negación y, finalmente, miedo en la pálida cara de Johnathan.

    La multitud seguía vitoreando mientras Thorn caminaba hacia el gran tocón negro de corte. Dos guardias esperaban con sombreros de cuero de tres picos, brillantes petos de acero, uniformes de regio terciopelo y altas botas de cuero dobladas en la rodilla. Otros ocho guardias circundaban el bloque de corte con mosquetes de negros cañones descansando en los hombros.

    Un sacerdote de Suun susurraba un rezo por Johnathan Tenevar, pero el vanidoso condenado no estaba escuchando. No dejaba de llevar los ojos hacia el estrado de nobles, donde de cierto confiaba en que se pronunciara un perdón, y hacia el enorme pedazo de acero blandido por el monstruo capitaurino frente a él.

    Un anunciador del castillo; con un enorme collarín blanco en virutas, brillante túnica rosa y sombero ridículamente grande; empezó a leer una lista de crímenes que llegaban al completo sinsentido.

    La multitud seguía vitoreando. No les importaba saber de qué era acusado el hombre, hoy tenían que ver sangrar a un noble. Los rumores decían que había metido su diminuto y noble miembro en la joven equivocada y la había dejado embarazada. Decapitar al idiota era más sencillo que meter una nueva familia entera en los apartamentos reales, de modo que se habían inventado crímenes y anunciado la ejecución. Sin duda la joven, una mera moza de doce años si los rumores eran ciertos, había pensado en camas de terciopelo y cuatro festines al día en vez de su propio cuerpo eviscerado y yaciendo en una zanja después de que los guardias de Lord Reynold le echaran el guante.

    Terminaron los rezos del falso sacerdote y la lectura de idioteces. Llegó la hora de empezar el verdadero trabajo. La multitud se aquietó cuando los guardias empujaron a Johnathan sobre el bloque de corte manchado de sangre. Uno retiraba la tela suelta de la nuca mientras el otro sujetaba las piernas.

    —Esperad —gimió Johnathan con su voz más aristocrática. Thorn alzó la vista hacia el pabellón y asintió. Lord Reynold asintió en respuesta. Thorn levantó en alto Fin del Noble y la bajó con fuerza.

    Pocos que nunca han visto una decapitación comprenden qué fuerzas entran de verdad en juego. Afilada como era Fin del Noble, solo presionando el filo de una hoja en la piel no la corta. Incluso con gran fuerza, la hoja no secciona, sino que aplasta. El fino borde separa la piel en la base del cuello, aplasta el hueso de la columna y la fina cuerda que protege. Aplasta la traquea y presiona las venas y arterias hasta que revientan. Por último, presiona la piel separada de la nuca hacia la parte delantera del cuello hasta que la presión de la hoja contra la blanda madera del bloque separa por fin la piel. No es una vista agradable.

    No fue una vista agradable para Sir Johnathan Rudolf Tenevar. Su cabeza giró cara arriba y voló hacia adelante fuera de las manos del guardia que le sujetaba la nuca. La boca quedó tan abierta como sus quietos ojos incrédulos. Su cuerpo decapitado disparó un chorro vertical de sangre al aire en rachas intermitentes. Un largo chorro salpicó el yelmo y el pecho de Thorn. El cuerpo cayó de lado, sin dejar de soltar sangre en un charco creciente.

    La multitud rugió en gozo sediento de sangre. Thorn sacudió en un lado la enorme espada y envió al suelo una línea de sangre roja. Volvió a alzar la vista hacia las sonrientes caras de los nobles que habían enviado a uno de los suyos a la muerte por mano de Thorn. Los ojos de Thorn encontraron a los del gordito Calvin Alaphan. El chico miró fijamente a Thorn con ojos abiertos de horror antes de enterrar la cabeza en el angosto pecho de su madre. Thorn sonrió desde el negro yelmo de acero.

    La sangre vital de Johnathan Tenevar en la cara de Thorn y la mirada que él le lanzó al gordo hijo de Tanya Alaphan cambiaron la vida de Thorn para siempre.

***

    La puerta de la celda de Thorn se cerró tras él con un golpe. Sudor caía de su pecho desnudo en largos ríos. Su pelo oscuro colgaba en húmedas hebras frente a los ojos. Él colocó su garrote de prácticas contra el muro junto a la puerta. Mechones de pelo negro y sangre reseca colgaban de la cabeza astillada.

    Dos de los catorce gladiadores esclavos, con los que Thorn había practicado, habían muerto hoy. Otros dos estaban lisiados; uno con una pierna rota sobresaliendo de su lacerada pantorrilla, y otro con un brazo retorcido casi del todo. Eran esclavos Voth como Thorn, grandes y de piel oscura. Cada día mejoraban con las espadas, hachas y lanzas con las que luchaban. Uno de ellos casi le había abierto a Thorn la barriga con un puñal. Thorn le había perforado el cráneo con su garrote de prácticas. Él no practicaba con espada. Eso sería injusto y a Lord Alaphin no le quedarían gladiadores cuando llegaran los juegos este otoño.

    La puerta de Thorn se abrío una rendija y entraron unos piececillos envueltos en sandalias de seda. Thorn dejó que el aroma de ella llegara a sus nasales. Valenda. Thorn se giró y sonrió. Los ojos verdes de Valenda brillaron y ella le devolvió la sonrisa.

    Su piel era suave y pálida, no endurecida bajo el ardiente sol como la de Thorn. Ella era esbelta y solo llevaba dos bandas de fina seda alrededor de sus pechos y cintura. La luz del sol se reflejaba en las diminutas pecas de brillantina en la esquina exterior de los ojos. Largo y liso cabello negro caía como una cascada sobre hombros desnudos. Ella se tocó con la lengua el rojo labio superior.

    Colocó un bacín de baño con humeante agua caliente sobre la única mesa de la estancia y sacó de este un grueso paño mojado. Empezó a limpiar gentilmente el sudor y la sangre en el pecho de Thorn. Sus delicados dedos trazaban los arabescos de los tatuajes del pecho, ahora desvaídos por la casi constante exposición al sol. Ella siguió los remolinos de la antigua escritura y los símbolos a los bestiales dioses de los Voth.

    Ella era de los lejanos desiertos del sur, se lo había dicho a Thorn en una de las pocas noches que hablaban. Había nacido esclava, como su madre, y había sido vendida continuamente por los desiertos y los mares. Había pasado sus años adolescentes en el harén de un rey pirata hasta que un noble de Faigon la había comprado y la había entregado a Lord Alaphin como presente. La esposa de este había tenido poco uso para una esclava de placer y, a la edad de diecinueve, ella era demasiado mayor para los gustos de Alaphin. Aunque esas extraordinarias habilidades no iban a desperdiciarse, y los nobles la entregaban como la más alta consideración a los gladiadores más poderosos de los pozos de esclavos de Castillo Doven. En los últimos diez años, ese había sido Thorn.

    Thorn le hacía el amor violentamente, gruñendo y rugiendo como un animal. La palabra amor tenía poco que ver con sus acciones. Para él el sexo era la victoria final de la violencia. Para él las acciones en los pozos de gladiadores y sus acciones en la cama tenían poca diferencia. A Valenda esto no parecía importarle. Ella recibía su furia con gritos propios de placer, sorprendentemente reales. En lo que respectaba a complacer a Thorn, Valenda era muy buena en su trabajo.

    Más tarde, Thorn la observaba envolverse la cintura en su delgada banda de seda y atarla en lo alto de su cadera derecha. ¿Qué sería de ella cuando la edad comenzara a arrebatarle la belleza? Thorn no se había enamorado de nadie desde los últimos días de las guerras Voth, pero no podía evitar cuestionarse el destino que aguardaba a la hermosa esclava de placer. Valenda se giró para que Thorn echase un vistazo a sus bellos pechos de crema antes de envolver otra banda de seda alrededor del torso y atar diestramente un gran lazo por detrás. Sonrió a Thorn y salió de la celda.

    Thorn se tumbó en su jergón de piel de cordero y durmió.

***

    El trueno rugía y muros de lluvia bañaban los campos de las Tres Piedras. Thorn dejó que la lluvia le cayera por el rostro y la larga trenza de su pelo. El agua resbalaba por su peto de cuero siguiendo la docena de cortes que se cruzaban por la dura superficie. La mano siniestra de Thorn sostenía las riendas de Pezuñafuego, su corcel negro. Podía sentir a la salvaje bestia como acero doblado bajo él. La mano diestra sujetaba Astillatierra. Los relámpagos se reflejaban en la ancha hoja de acero y el agua bajaba por su angulada punta.

    En derredor de Thorn, cincuenta jinetes de los Voth se preparaban para cargar. El rey Voth los llamaba Hacha del Infierno, y ahora se preparaban sobre el flanco oeste de los mosqueteros de Faigon.

    A quinientas yardas por delante, el fuego de mosquete se mezclaba con los choques del acero y los gritos de los moribundos. La batalla rabiaba durante horas, pero aún así el comandante de Faigon no había enviado sus mosqueteros de reserva. Hasta que lo hiciera, Thorn esperaría. Entonces lo oyó; botas de cuero marchando en formación. Las reservas salían del bosque hacia el centro de la batalla.

    Thorn se ajustó en la cabeza su temible yelmo de calavera. Sentía furia y sed de sangre arder en su interior. Levantó en alto Astillatierra, sobre la cabeza, y espoleó a Pezuñafuego a pleno galope. Todos a su alrededor, los cincuenta jinetes Hacha del Infierno cabalgaron veloces.

    Se decía que Pezuñafuego tenía sangre de demonio en las venas. Thorn era el único hombre que controlaba al corcel negro, aunque Thorn sabía que nadie controlaba a Pezuñafuego. Thorn solo lo acompañaba en el viaje.

    El mundo se ralentizó y el trueno estallaba mientras los cincuenta jinetes entraban rugiendo. Thorn contuvo la respiración. Los mosqueteros más cercanos no los habían visto aún. Los soldados de uniformes grises y sombreros de tres picos disparaban hacia el centro de la batalla, metían por igual bolas de plomo en los guerreros Voth y en los piqueros Faigon. El tiempo seguía ralentizándose. Thorn apretó los dientes y siguió blandiendo alto en el aire su espada de treinta libras.

    Thorn fijó los ojos en el mosquetero más próximo, un muchacho rubio de tal vez diecisiete inviernos. El muchacho vio algo por el rabillo del ojo y empezó a girar. Thorn sentía el golpear sordo de Pezuñafuego pisando en la blanda tierra mojada. Los ojos del muchacho se enfocaron y vieron al jinete con cabeza de lobo y al corcel negro que lo llevaba. La expresión del muchacho empezó a cambiar hacia una de puro terror de pesadilla, pero sin alcanzarla del todo.

    La hoja de Thorn apenas encontró resistencia cuando partió por la mitad la cabeza del muchacho, horizontalmente, atravesando el puente de la nariz. Los cincuenta jinetes perforaron la reserva de mosqueteros como la punta de un cuchillo en masa de pan blanda. Los sombreros de cuero se llenaban de sangre salpicada en el aire. El sonido de picas, lanzas y espadas perforando petos de acero sonaba en el aire de la noche. Los mosqueteros eran partidos por la mitad y espadas de anchas hojas tajaban brazos y cabezas.

    Thorn avistó al comandante de la unidad de reserva. Grandes rollos de grasa presionaban el uniforme del comandante como una salchicha demasiado llena. El comandante blandía un ornado sable que semejaba más una pieza de joyería que un arma. Thorn espoleó a Pezuñafuego al galope. Vio al comandante sacar una pistola de pedernal y disparar al engendro infernal con cabeza de lobo que se preparaba para atacarlo. Thorn oyó la bala pasar silbando a la izquierda de su cabeza. Thorn rugió a Kavashek, el Dios Oso, y cabalgó más rápido.

    Cuando encontró al oficial, la fuerza de su golpe que se sumó a la potencia del galope de Pezuñafuego fue más allá de toda medida. El oficial pareció explotar de cintura para arriba. Rollos de intestinos rosa, órganos reventados y blanco hueso llenaron el aire.

    Con la sangre bombeando en su interior como fuego líquido, Thorn hizo girar a Pezuñafuego para buscar otro objetivo. Solo entonces vio a la segunda reserva, ahora sobre su flanco. El reluciente acero de quinientas bayonetas fijadas por los impasibles ojos negros de quinientos mosqueteros contemplaba desde arriba a Hacha del Infierno y cobró vida rugiendo. Tres bolas de plomo y los trozos de paño que portaban con ellas, trozos de paño que casi matan a Thorn de una infección días más tarde, abrieron agujeros en el peto de cuero de Thorn y entraron desgarrando en pierna y brazo. Él cayó de espaldas de Pezuñafuego y oyó relinchar al caballo mientras su visión quedaba en negro. Todos a su alrededor, el Hacha del Infierno, se hacían pedazos bajo los mosquetes de Faigon.

***

    Los gritos de Calvin resonaban por Castillo Doven como cristal quebrado. Ataviado con su túnica de noche, pantalones grises y su arma al cinto, Jovalin Vandorn, maestro de armas de Castillo Doven, corría por el corredor hacia el dormitorio de Jonya Tivora y su hijo.

    Lord Reynold salió de golpe de su propio dormitorio de doble puerta, con su camisola de noche colgando hasta las rodillas. La vista de Jovalin, afilada como una cuchilla, captó la apresurada figura desnuda de una joven saliendo a hurtadillas por la entrada lateral del bien diseñado dormitorio del rey. Había escogido una mayorcita esa noche, según parecía, pensó Jovalin.

    Los dos hombres irrumpieron en el dormitorio de Jonya y la vieron sujetando al joven Calvin cerca del pecho. El muchacho tenía el pulgar en la boca y enormes lágrimas bajaban rodando por sus gordos mofletes.

    —Ha tenido un sueño. ¡Una visión! —las propias lágrimas de Jonya caían de sus huecas mejillas y su voz se quebraba por la histeria. Sus finos brazos huesudos sobresalían de su ornada bata de seda mientras ella aferraba a su hijo con manos como garras. Ella había perdido casi cuarenta libras desde que ella y Reynold ya no compartían la misma cama. Algunos decían que ella tenía la misma enfermedad que la esposa mayor de Reynold, pero sus damas de cámara a menudo susurraban que ella se hacía cosquillas en la garganta con una pluma y vomitaba las comidas. Ella había querido estar más atractiva para los jóvenes gustos de su esposo, pero había terminado pareciéndose cada día más a un esqueleto. Jovalin hacía de su deber descubrir lo que decía todo el mundo en Castillo Doven, incluso los limpiadores del orinal del Lord. Sin duda, este griterío de madrugada solo era otro intento de llamar la atención del esposo.

    —¡Ha tenido una visión!

    —El hombre toro —Calvin se sacó el pulgar de la boca y el gimoteo de su voz se quebraba y chirriaba—. ¡Venía a por mí y a por mi madre! ¡Venía a por vos! —Calvin señaló a su padre—. ¡Tenía su gran espada y estaba toda sangrienta!

    —Él es nuestro, muchacho —Lord Reynold habló con blandura, pero con más que un matiz de impaciencia—. Solo hace daño a quien nosotros le decimos que haga daño.

    —Él mató a tío Arden y a tío Benji y a tía Fileora. ¡Mató a nuestra familia! —el chico empezó a llorar de nuevo.

    —Haz algo, Reynold —siseó Jonya.

    —Él atrae aldeanos de cien leguas a la redonda. Llena de oro las bolsas del mercado. Todo el mundo acude a verlo.

    —¡Él mata a nuestra familia! —chilló Jonya.

    —Nosotros jamás nos mancharemos las manos con sangre noble, milady —habló Jovalin suavemente—. Él lo hace para que nosotros no tengamos que hacerlo. Ningún noble matará jamás a otro noble.

    —¿Y cuánta más sangre noble manchará las manos de ese esclavo Voth? —Jonya se sacó un flácido seno de la bata y lo empujó dentro de la boca de Calvin. El gordo chupó avara y sonoramente. Jovalin hizo un gran esfuerzo por ocultar su repulsión.

    —Él es una atrocidad. Un demonio —Jonya habló entre los húmedos ruidos del chupeteo de su hijo—. No le importa si vierte sangre noble o de sus propios hermanos. No tiene respeto por nosotros. No reconoce nuestra superioridad, nuestra posición. Su espada Voth cae sobre cuellos Reales y cada cabeza que cae le muestra a él y a nuestro pueblo que somos iguales a ellos... ¡menos que ellos! ¡Pues nos dejamos matar por un Voth!

    Reynold miró a su esposa y luego a Jovalin.

    —Fusílalo —Reynold dio media vuelta y se alejó susurrando entre los dientes—. Tal vez eso acalle el lloriqueo durante algunas noches. El del chico y el de esa raquítica perra.

    Jovalin miró a Jonya, quien le miraba desafiante. Ella tenía victoria en los ojos. Jovalin asintió y partió.

    Jovalin ordenó a dos de sus hombres que fusilaran al esclavo esa noche, detrás de los barracones. Mientras salían del castillo, Jovalin se sentó a su escritorio rinconera, mojó un cálamo y redactó una carta a Lord Avadery de Castillo Davenport. Era hora de que buscara un nuevo empleo.

    Jovalin había servido en Castillo Doven durante veinte años. Vivía sus cincuenta años con una regla: ten cuidado y no cometas errores. Esa noche, en la hora tardía y en su disgusto por sus señores y damas, había cometido dos. Uno era enviar dos de sus hombres, habilidosos como eran, sin llevar a cabo la orden él mismo. El segundo era pasar por alto la fina sombra que salió furtiva por su puerta y hacia la noche.

***

    —Al parecer, ella no ha tenido bastante esta noche—. Los guardias de los barracones de los gladiadores rieron, y uno dio una palmada a Valenda en las nalgas mientras ella caminaba por la hilera de celdas. El guardia del pasillo sonrió cuando ella abrió la puerta de Thorn y pasó dentro.

    Thorn supo de inmediato que algo iba mal.

    —La vomitadora princesa y su bastardo te han marcado, Thorn. El sueño del chico hablaba de tu gusto de sangre noble. Lord Alaphin la apaciguó ordenando tu muerte. Vienen guardias para dispararte mientras hablamos.

    Valenda avanzó un paso y apretó en la callosa palma de Thorn una pica de acero de veinticinco centímetros de largo.

    —Muérdeles tú primero.

    Valenda besó a Thorn con fuerza. Él sintió esa boca abrirse y las lenguas tocarse. La apretó hacía sí con más fuerza. Pasó un musculoso brazo por esa cintura y la aplastó hacia él. Cuando ella se retiró un paso, Thorn vio una gota de sangre en ese labio. Ella sonreía. Después se había ido con el susurro de la seda en la brisa. Thorn oyó tacones de duras botas aproximándose por el pasillo.

    Los cuatro guardias llegaban con practicados pasos y perfectamente medida actuación. Dos de los guardias, David y Pervusal, eran la propia guardia de Jovalin. Como su señor, estos no corrían riesgos. No golpearon a Thorn ni le insultaron. Cuando entraron, uno recogió de inmediato el garrote de Thorn, y también Fin del Noble. El otro pidió a Thorn que les acompañara al patio. Sin la pica en la mano ni la advertencia de Valenda, Thorn habría muerto esa noche en la tierra tras los barracones de los gladiadores.

    Los dos guardias de los barracones de los gladiadores caminaban detrás de Thorn con los cañones de mosquete apuntados a su espalda. Tras estos, el sargento David caminaba con el garrote y la espada de Thorn. Delante, el sargento Pervusal caminaba hacia los portones abiertos al final del pasillo.

    Thorn sabía que estaba muerto si ellos llegaban al final del pasillo. Los dos detrás de él no eran mucho problema. Los cañones de sus armas casi se le metían en la carne de la espalda. Thorn sabía que ambos hombres eran bebedores, de lento ingenio y de lenta mano. Thorn tendría solo un momento antes de que el sargento de delante fuese capaz de girarse y disparar su propia pistola de pedernal y percutor con forma de búho. El sargento detrás de él, sin embargo, era un problema mucho mayor. Aunque sostenía la espada y el garrote de Thorn, Thorn tenía pocas dudas de que el joven sabía desenfundar rápido.

    Veinte pasos restaban frente al sargento Pervusal. Thorn no tenía elección. Encomendaría su destino a los dioses.

    Thorn giró, en un único movimiento, fuera del camino del cañon de un arma y apartó el otro empujando con la mano izquierda. Ambos cañones dispararon. Una bola de plomo estalló contra el muro de piedra. La otra golpeó al sargento Pervusal en la rabadilla. En el mismo giro y barrido, Thorn clavó quince de los veinticinco centímetros de la pica en el oído de uno de los guardias con mosquete. El hombre abrió mucho los ojos y rechinó los dientes en espasmos nerviosos mientras la muerte se lo llevaba.

    Thorn estaba en lo cierto sobre el sargento David detrás de él. El hombre soltó las armas de Thorn, sacó su propia pistola de pedernal negra y plateada y disparó. Thorn agarró la túnica del guardia restante tras él y tiró del hombre hacia la bala de acero. La bala explotó atravesando el pecho del guardia, pero la fuerza del disparo había desaparecido. La bala golpeó el pecho de Thorn y cayó al suelo.

    Thorn pescó uno de los mosquetes mientras se abalanzaba hacia el sargento. David soltó su pistola y empezó a desenfundar su sable, pero Thorn llegó allí primero. Thorn arremetió con el mosquete, con fuerza, asiendo el cañón, y golpeó al sargento con el borde de la culata. El crujido del cráneo de David resonó por el pasillo.

    Thorn recogió la enorme espada, Fin del Noble, y empezó a correr por el pasillo hacia las celdas de los gladiadores. Paró, sin embargo, y regresó corriendo a su propia celda. Con un objeto final recuperado, Thorn corrió sonriendo desde las celdas de los gladiadores.

***

    Jovalin examinó los cuerpos de sus hombres. ¿Cómo habían ido tan mal las cosas?, se preguntó. ¿Cómo había ocurrido esto? Él debería haber estado allí. David y Pervusal eran buenos, pero Jovalin habría visto que los esclavos tendían hacia la violencia. Incluso con cuatro hombres, Jovalin habría atado las manos del bárbaro o encontrado la pica ahora enterrada en el oído de un guardia. Jovalin solo tuvo que disparar a un gladiador más para saber sobre el último visitante de Thorn, quien seguramente le había advertido y armado.

    Jovalin posó las manos en sus propias pistolas de pedernal, de acero negro y empuñaduras de madera roja. Cada arma tenía dos cañones, uno encima de otro, y dos percutores modelados como dientes de tiburón. Jovalin pasó los dedos por el áspero borde de estos, con nerviosa energía.

    —Señor. El sargento Pervusal está vivo.

    Jovalin se arrodilló junto al sargento. El rostro de Pervusal era de un blanco fantasmal. Un charco de sangre crecía desde el agujero de cinco centímetros que perforaba la espalda de su peto de acero.

    —Lo desarmamos, pero golpeó al guardia con algo y el otro me disparó en la espalda. Nos quebró como madera podrida. Alguien se lo dijo.

    —Lo sé, hijo. No te preocupes por eso. ¿Dónde se fue?

    —Me pasó corriendo y volvió a su celda. Luego huyó con algo bajo el brazo.

    —¿Volvió a su celda después de escapar de vosotros?

    Pervusal tosió. —Sí.

    Jovalin se levantó e hizo una seña a dos de sus guardias para que llevaran al herido a los sanadores de la iglesia. Jovalin volvió a la celda de Thorn y examinó la escasa habitación. ¿Para qué había vuelto Thorn? ¿Qué faltaba aquí ahora? El bárbaro ya tenía su espada y había dejado en el suelo su inútil garrote. Jovalin miró hacia la mesa y alzó las cejas. Salió con un giro de su capa negra y chilló a sus hombres restantes.

    —Sargento Vorhees, lleva a tus hombres al patio y trae a esa ramera de Valenda.

    —¿Vamos a traer a la ramera para que busque con nosotros? —el sargento parecía confundido

    —No. Llévala al bloque de decapitación. Él no se ha marchado todavía.

***

    Las estrellas de medianoche perforaban el cielo negro, pero los viejos dioses bendecían a Thorn con una noche sin luna. Thorn yacía boca abajo sobre el tejado de la herrería y el taller de metal que oteaba el patio, donde Thorn había ataído tantos de los lugareños para ver sus actuaciones sangrientas. Cien arañazos y moretones cubrían su pecho desnudo y brazos. Un ajado taparrabos y unas sandalias de cuero eran su única protección. Su pesada espada de hoja ancha se asentaba en su tenso agarre.

    La oyó gritar y oyó la bofetada de un puño sobre carne blanda antes de verla. Dos guardias del castillo arrastraban a Valenda hacia el bloque donde esa mañana temprano Thorn había cortado la cabeza de Johnathan. Otros dos guardias y Jovalin, el maestro de armas del castillo, esperaban junto al bloque. El veterano repasaba con la vista el área en derredor. La luz de los faroles se reflejaba en los negros percutores de sus dos pistolas, que colgaban de sus caderas, y en la empuñadura de Astillatroncos, el mandoble sujeto a su espalda. Hundió en la tierra los duros talones de sus botas de suave cuero marrón. Su propio peto de acero negro y adornos en oro imitaba la oscuridad de la noche.

    Las ropas de seda de Valenda colgaban en jirones alrededor del torso y la cintura, pero Jovalin arrancó lo que quedaba, dejándola desnuda en el aire nocturno. Esa pálida piel de suaves curvas era un fuerte contraste con la armadura de acero y cuero de los cinco hombres junto a ella. Los ojos de Jovalin exploraron los edificios desde el sombrero de cuero de tres picos. El maestro de armas ae giró y dio con su mano enguantada en cuero un puñetazo a Valenda en la cara. Thorn oyó partirse la nariz a cien yardas de distancia. Jovalin la golpeó con fuerza en el estómago y ella se desplomó en el suelo, encogida y jadeando por aire.

    Dos de los guardias la levantaron y la doblaron encima del bloque de corte. Ella chilló, mientras la sangre le manaba de la nariz y la boca, cuando uno de ellos la penetró a la fuerza.

    Thorn observó con fríos ojos cómo cada uno de los cuatro hombres la tomaba una y otra vez. Y entretanto, los ojos de Jovalin exploraban los edificios circundantes. Un brillo de luz de farol se reflejó en un largo cañón de metal desde el tejado de uno de los edificios opuestos. Thorn miró a los otros edificios y vio cañones similares, cada uno registrando el patio. Bajar del tejado y abalanzarse hacia los cinco hombres significaba acabar despedazado por una docena de bolas de mosquete.

    A un hombre más noble no le habría importado la muerte que podía hallar en las calles. Un hombre más noble habría saltado del tejado y corrido hacia el bloque con su espada en alto, confiando en tajar a los hombres en el bloque antes de que las pequeñas bolas de plomo le desgarraran. Un hombre más noble habría amado a Valenda y habría muerto intentando salvarla. Thorn había perdido su nobleza cuando había yacido en una celda con sus entrañas pudriéndose y tres agujeros aún ardiendo en su cuerpo. Cuando había despertado un mes después, demacrado y apaleado, ya no era el jinete infernal de los Voth, era otra cosa. Si Thorn poseyó alguna vez tal nobleza, esta había muerto con él en las colinas de Tres Piedras.

    Cuando hubieron terminado, Jovalin negó con la cabeza, sacó una de sus pistolas y metió una bala en el cerebro inconsciente de Valenda.

***

    El sistema de alcantarillas de Castillo Doven era uno de los sistemas más antiguos conocidos en los confines septentrionales de Faigon. El río Eisen fluía desde el norte por el lado occidental del castillo hasta el sur. Un largo pasadizo y una serie de canales traían agua a los campos orientales y atravesaban las aldeas que suplían el castillo. Un gran canal fluía por dentro del castillo mismo y se extendía por una red de túneles y tuberías antes de regresar al canal que alimentaba el río hacia el sur. La tierra donde se encontraban los canales de las aldeas se conocía como la Unión Negra. Docenas de esclavos conocidos como los Guardanegro limpiaban con palas los ríos y montañas de los desperdicios que a menudo se amontonaban o derrumbaban los muros de los canales. Cientos de esclavos morían en esas tierras. Enfermedades horribles y mortales despedazaban a los desafortunados Guardanegro. La piel se les despegaba de los huesos. Se les caían los dientes y el pelo. Vomitaban y cagaban hasta que se les rasgaban los órganos. Una sentencia de servir en la Unión Negra era una sentencia de muerte.

    En sus diez años, Thorn había oído muchos planes de fuga. Algunos eran perfectos en su simpleza, hasta que una bola de mosquete desgarraba el pecho del fugado. Otros de sorprendente complejidad pasaban de esclavo a esclavo como un antiguo cuento de saber o una herecia familiar que nunca había que intentarse.

    Uno de esos atesorados planes hablaba de escapar a través de las alcantarillas del mismo castillo. Un sirviente del medio hermano de Lord Reynold, Jason, harto de las pervesiones del hombre, le había hablado a un compañero de entrenamiento de lucha de Thorn sobre el gran canal que sacaba la mierda noble hasta la Unión Negra. La rejilla que protegía el túnel estaba casi oxidada por siglos de deterioro. Thorn no había tenido uso para la información en aquel momento, pero le servía bien ahora. La Unión Negra y el túnel que la alimentaba estaban casi completamente desprotegidos.

    Thorn vadeaba hundido hasta la cadera las negras aguas de la Unión Negra. El olor era enloquecedor. Daba arcadas continuamente, pero la determinación en su corazón era más fuerte que la peste de un millar de cloacas.

    Solo un guardia vigilaba aquellas malas tierras. No hizo ningún sonido cuando Thorn le tiró de la cabeza con tal violencia que le rompió el cuello y la cabeza cayó flácida entre los omóplatos.

    Thorn encontró la cloaca principal del castillo y la rejilla de hierro estaba de hecho casi oxidada del todo. Barrote a barrote, Thorn arrancó o rompió los oxidados barrotes de hierro. Le sangraron las manos y las líneas de un centenar de infectados arañazos le cruzaron el cuerpo, pero pronto los barrotes dejaron un agujero lo bastante grande para aceptar el masivo cuerpo de Thorn.

    Thorn siguió las cloacas y se adentró bajo los subsótanos del castillo. Enormes ratas calvas con lechosos ojos blancos husmeaban el aire. Algo grande y húmedo volvió a las sombras con un enfermizo golpe sordo y un sonido de succión. Thorn pasó junto al hinchado cadáver de un esclavo que al parecer había muerto intentando esta escapada. Le habían roído las manos y los pies, pero los ojos miraron fijamente a Thorn cuando pasó.

    Thorn siguió la red de cloacas durante una hora. En cierto punto tuvo que sumergirse completamente en el denso líquido de desperdicios y nadar por un tubo de tamaño justo para que pudiera apretarse dentro. Le ardieron los pulmones y los ojos mientras se arrastraba por el tubo, impulsándose con los dedos de las manos y las puntas de los pies. Si el túnel se hubiese estrechado siquiera unos cuantos centímetros más, Thorn habría quedado atrapado y se habría ahogado en las heces de los nobles que dormían por encima de él.

    De nuevo, los antiguos y bestiales dioses de los Voth sonrieron a Thorn, el tubo permitía salir a un gran embalse. Luz de fuego danzaba desde una rejilla a seis metros sobre su cabeza.

    Con el pelo cayendo por la espalda y frente a la cara, Thorn alzó la vista hacia la luz del fuego con asesinato en sus ojos y en la tensión de su mandíbula, con la empuñadura envuelta en cuero de Fin del Noble en la mano derecha. En la izquierda sujetaba la posesión que había demandado el regreso a su celda: el brillante yelmo de acero negro de cabeza de toro. Sujetando el yelmo por un afilado cuerno negro, Thorn se colocó el yelmo en la cabeza.

    Con dedos sangrantes, Thorn escaló la pared de piedra de la cámara y, con un poderoso golpe de su palma, irrumpió en las cocinas de Castillo Doven.

***

    Una anciana con delantal de lienzo quedó tan quieta como la muerte cuando el mosntruo capitaurino salió reptando del desagüe de la gran cocina. Ojiplática y mascullando eztrañas palabras. Thorn se alzó en su plena altura, enorme espada en mano y con los ojos fijos en los de la mujer. Él vio arremolinados tatuajes de azul desvaído bajando por el cuello de la mujer y la arrugada piel del brazo izquierdo. Entonces reconoció las extrañas palabras que ella decía. Habían pasado años desde la última vez que había oído un rezo a los antiguos dioses de los Voth. La mujer tenía las manos retorcidas en un nudo, un símbolo manual del dios Moknche Garranegra. Thorn pasó andando al lado de la anciana Voth y entró en incursión en el Castillo Doven.

    Ecos de gritos, el tintineo de acero golpeando acero y los sonoros pops de armas de fuego siguieron el paso de Thorn.

    Minutos más tarde, Thron subía las escaleras hacia los aposentos del Noble. La sangre fluía por su pecho desnudo y goteaba en largos regueros desde la hoja de Fin del Noble. Dos profundas heridas le cruzaban el pecho, y un chamuscado agujero circular de una bola de mosquete en su hombro rezumaba sangre oscura. Mucha de la sangre que cubría el cuerpo de Thorn no era suya. Detrás Thorn dejaba cabezas decapitadas, brazos y piernas amputados, cuerpos desmembrados y destripados. Los guardias heridos gritaban por ayuda mientras sus entrañas fluían fuera de tremendas heridas en sus barrigas y se desparraban entre las futiles manos. Sangre, piel y pelo había pegado en la pesada hoja de Thorn.

    Ya siete nobles habían intentado escapar por la única escalera hasta la segunda planta, pero se habían topado con Thorn a medio camino. Rugiendo, había pasado junto a ellos cortando. Muchos seguían pensando que su nobleza era una armadura para su blanda piel. Lord Philip Alaphin, tercer hermano mayor de Reynold, se detuvo y gritó órdenes a Thorn justo antes de que la espada de Thorn lo abriera en canal, de garganta a entrepierna, con un tajo tan profundo que se extendió casi hasta la anchura de los hombros del hombre. Los otros nobles gritaban y retrocedían acobardados mientras su espada los cortaba uno a uno.

    Un noble, Lord Dennith Alabaster, contempló la ruina de lo había sido antaño su esposa antes de que la espada de Thorn la abriera en dos. El alto noble rodó los ojos en asombro para contemplar a Thorn alzándose por encima de él. Thorn golpeó la cara del hombre con la empuñadura de su espada. Thorn agarró el frontal de la túnica del hombre y se la arrancó de un rápido movimiento. El hombre quedó confundido y casi inconsciente, con la sangre cayendo en ríos por su rostro, cuando vio a Thorn quitarse el yelmo.

***

    Jovalin esperaba al final del pasillo de los apartamentos del Noble. Con sus dos pistolas negras preparadas en las manos, los cuatro percutores amartillados. Astillatroncos estaba bien sujeta a su espalda. Luz de antorcha se reflejaba en su peto negro y dorado, y sus ojos vigilaban, bajo la puntiaguda ala de su sombrero de cuero, la escalera opuesta. Sus altas botas de cuero, dobladas en la rodilla, permanecían inmóviles sobre el suelo de piedra.

    Había oído los gritos y el caos de abajo. Había visto a esos nobles idiotas salir corriendo de sus apartamentos y bajar las escaleras, en contra de su consejo. Podía imaginar cómo los guardias de abajo, llenos de pánico y horror, habían disparado al suelo o al cielo o unos a otros mientras el esclavo ejecutor pasaba a tajos entre ellos. El pánico y el miedo hería la puntería de la gente.

    Durante la batalla entera, Jovalin esperó y esperó que el bárbaro capitaurino subiese la espiral de la escalera opuesta. Un antorcha ardía brillante al final del pasillo. Justo antes de que pasara por ella, Jovalin llenaría al bárbaro con cuatro balas de acero de esas pistolas que había tomado de un pirata esclavista quince años atrás. Había sabido, desde el segundo en que notó que Thorn había regresado por su yelmo, que este podría ser el fin. Había confiado en que el airado bárbaro saliese corriendo para defender a su esclava de plaver, pero incluso entonces había sabido que las probabilidades eran escasas. Todo había llevado a esto. Thorn subiría las escaleras y Jovalin lo mataría a tiros. Levantó las pistolas de doble cañón y apuntó al pasillo de delante.

    Primero vio la luz brillar en los cuernos de acero negro. Luego en la enorme cabeza de toro, inclinada hacia abajo subía por el borde de las escaleras. Jovalin contuvo la urgencia de disparar a la cabeza, sabiendo que estas pistolas disparaban mal a un blanco tan pequeño. Oía las pisadas subir los escalones de piedra, uno a uno. Jovalin casi quedó decepcionado al ver el tambaleo en los pasos del hombre, obviamente uno de los guardias de abajo había conseguido un disparo de suerte. La cabeza de toro subía y los recuerdos de la enorme espada cayendo sobre las cabezas de hombres y mujeres nobles pasaron por la mente de Jovalin. La luz cayó sobre el pecho desnudo de la figura. Él alzó sus armas y disparó las cuatro balas.

    Jovalin había sobrevivido a la guerra Voth y servido como maestro de armas durante tanto tiempo cometiendo pocos errores. Más importante, Jovalin había aprendido a reconocer sus errores y empezado a corregirlos lo más pronto posible, en vez de negarlos o enterrarlos. En tanto el pasillo se llenaba con el humo de sus pistolas, reconoció su error. La piel era demasiado pálida y no muy bien musculada. Sus manos estaban vacías, no portaban la enorme espada. Jovalin había disparado sus armas sobre otro hombre, no sobre Thorn. Jovalin había sido el segundo hombre en las aldeas de Castillo Doven en matar a un noble y reconoció esto al ver al primero corriendo hacia él.

    Jovalin no tenía tiempo para recargar. Thorn corría hacia él, saltando sobre el cuerpo destrozado de Denneth Alaphin y blandiendo Fin del Noble con ambas manos. La luz de antorcha reflejaba el verde de la hoja de doscientos años de antigüedad en tanto Jovalin la sacaba de su espalda en un fluido y practicado movimiento. Su abuelo había forjado la espada en las montañas del norte y la había templado en un arroyo bajo una luna nueva en el día más sagrado de Suun. Jovalin había llevado el mandoble a la guerra contra los Voth y había matado casi dos docenas de guerreros Voth con ella. La espada era un símbolo de la fuerza del poder militar de Castillo Doven.

    Se partió en cien pedazos cuando Fin del Noble chocó contra ella y abrió el pecho de Jovalin de hombro a hombro, separando su esternó y el corazón debajo. Jovalin vio su sangre vital manar de la impía herida en su pecho. Vio el fuego del infierno en los ojos de Thorn y se supo un insensato por permanecer en el camino de tal fuerza. Ese fue el último pensamiento que tendría jamás.

***

    Thorn escupió en el cuerpo muerto del maestro de armas de Castillo Doven. Regresó hasta el cuerpo del noble que había usado como cebo. Diez años atrás, Thorn había perdido cincuenta hombres tras caer en una trampa como esta. No lo volvería a hacer de nuevo. Thorn sacó el yelmo del cadáver humeante y se lo puso en la cabeza. La sangre del noble atrapada dentro del yelmo se vertía por la espalda y el pecho de Thorn. Thorn respiró profundamente y se encaminó hacia las dobles puertas de las cámaras de Lord Reynold Alaphin.

    Thorn nunca se había considerado afortunado, pero los antiguos dioses le habían sonreído dos veces ese día y le sonreían de nuevo. Thorn habría recibido un cofre enteri de plomo del masivo trabuco de Reynold, pero el lord en pánico había sobrecargado la pólvora por casi el doble. Cuando Thorn abrió las puertas de una patada, lo único que vio fue una explosión de roja sangre y fuego cuando el señnor de Castillo Doven se voló en pedazos su torso superior.

    Thorn bramó una carcajada y volvió al pasillo. Un lloriqueo desde la habitación de enfrente atrajo su atención. Giró y, con una patada tan poderosa como la de cinco hombres, Thorn astilló la puerta entre él y Lady Jonya y su gordo hijo Calvin. Los ojos de Thorn emcontraron los del blando chico consentido cuyas pesadillas habían empezado esa noche a tambalearse en su sangrienta dirección. Thorn vio el terror del muchacho mientras el chico contemplaba el monstruo con cabeza de toro cubierto de pies a cabeza con la sangre de su familia. Los ojos del chico cayeron hacia el brillante trozo de afilado acero en la mano de Thorn. Thorn sonrió y pasó dentro.

    Durante décadas, los aldeanos relatarían el cuento de la limpieza del Ejecutor de Castillo Doven. Relatarían sus hazañas pasadas, los celos de una reina consentida y de su hijo consentido. Relatarían la sombra que caía sobre la carretera mientras Thorn hacía camino hacia el sur, con el yelmo de cabeza de toro bajo el brazo y Fin del Noble en su mano.

    Hablarían de la noche en que sus dos mundos, el de campesinos aldeanos y el de los nobles que los gobernaban, chocaron en un océano de sangre y una montaña de cuerpos. Siempre terminaban el cuento describiendo el desgarrador grito de Jonya y de su hijo. El grito que terminó cuando la pesada espada cayó dos veces sobre la acobardada pareja. Thorn el Ejecutor había recibido su venganza empapada en sangre.

FIN

    Notas del Autor: La semilla de El Ejecutor vino del diálogo de introducción de Shogun Assassin una película japonesa en blanco y negro de samuráis que tenía cierta conexión con las historias de Lone Wolf and the Cub. Escribí la historia entera, escribí una introducción al estilo Shogun Assassin y luego la reduje al darme cuenta, con la ayuda de algunos editores, de que la introducción robaba mucho del resto de la historia.

    El Ejecutor es una historia sangrienta sin verdadero héroe. Thorn es en realidad un hombre noble que murió en la guerra diez años atrás y que simplemente parece no poder caer todavía. Él no es muy profundo en esta historia y un par de veces sus decisiones se separan de los deseos del lector; una vez cuando deja morir a Valenda y de nuevo cuando asesina a una mujer e hijo indefensos. Thorn muy probablemente va a aparecer en otras historias. El personaje inicial de Thorn vino en realidad de una pintura de Brom del mismo nombre.

3. Shock

    Jack alzó la vista de la mesa de madera prensada cuando Frank abrió la puerta. Había preocupación en los ojos de Jack, aunque el chico intentaba ocultarla tras la mirada inocente y medio dormida que usan la mayoría de adolescentes cuando quieren evitar algo.

    —Jack. Mi nombre es Frank Calhoon —Frank sacó la cartera negra de cuero y la abrió por las intimidantes credenciales de dentro. Dejó que Jack echara una larga mirada—. Soy agente federal del Departamento de Seguridad Homeland —Frank esperó algunos segundos para dejar que la mente de Jack asimilara la placa y el título. Luego colocó su as en la manga.

    —Te he traído una Coke —Frank puso la fría lata roja delante del chico.

    —Gracias —la voz de Jack era grave para su edad. Era una voz que podía seducir a una estudiante de primer año de facultad para que saliera de sus vaqueros azules si dicha voz no estuviera unida a un desconcertado estudiante de instituto.

    La Coke era un truco barato, pero superaba con creces el acoso y la flexión de músculos que gustaban de usar muchos agentes en su gremio. Esta era su arma favorita.

    Confiaba en que Jack mordiera el anzuelo.

    —¿Te gusta Hole? —preguntó Frank.

    —No están mal. La camiseta es de mi hermano.

    —¿Qué escuchas tú?

    —Manson.

    —Ese tío me da escalofríos —Frank tuvo una salida afortunada aquí—. Mi hijo lo escucha. Su versión de Sweet Dreams es algo divertida. Un poco ruidosa a veces, pero es divertida. A mi hija le gusta Britney Spears. Sí, lo sé —Frank asintió al disgusto de cara de ciruela de Jack—. Mi casa es como un anuncio de Pespi de dieciséis horas —Jack resopló. Frank dejó que pasaran algunos segundos más.

    —¿Por qué estás aquí, Jack?

    —Dímelo tú. No tengo ni idea.

    Frank miró al chico un buen rato antes de volver a hablar. —¿Recuerdas que la energía se vino abajo en el centro comercial Schaumburg? Los polis preguntaron por ahí y un par de chicos te señalaron a ti. Contaron unas historias bastante fantásticas, pero echamos un vistazo a tu archivo de todos modos —Frank sostuvo en alto un grueso archivador color manila—. Francamente, la historia no es que tenga mucho sentido, pero nosotros ya no nos andamos con tonterías cuando se trata de terrorismo. Hay más cabos sueltos aquí dentro de lo que valía la pena traerte, pero me gustaría oír tu versión. ¿Por qué crees tú que estás aquí?

    Jack miró a Frank un momento, sus nerviosos dedos permanecieron quietos.

    —Por mi aparato dental.

    Frank se sentó en la silla y esperó a que Jack continuara.

***

    —Cuando yo tenía trece años, mi mamá me dijo que me iban a poner aparato. Me dijo que tenía los dientes como David Letterman. Me habían puesto un par de empastes un año antes y, cuando estaban tensando el aparato, los tornillos, o lo que sean, salieron chispeando de los empastes. Eso me dejó inconsciente.

    —Aunque todo fue bien. El aparato me hacía un daño terrible, pero yo estaba bien. Le dijeron a mi madre que solo había sido una "complicación".

    —Una mañana me di cuenta de que podía hacer cosas. Saltó la alarma del despertador y yo lo retrasé tres veces. La cuarta vez noté que lo había retrasado sin tocarlo. Miré y los números estaban parpadeando en las 12:00. Pensé en eso todo el día y, cuando volví a casa, me senté en la cama y lo hice otra vez.

    —No sé describir cómo lo hice. Era... como si tirara de él. Tiraba de él con la mente y la energía salía de él. Parecía como tirar de una banda de goma. Lo sentía estirarse y la energía salía. Cuando la soltaba, la energía volvía otra vez. Al final tiré un poco más fuerte y se partió. El reloj nunca volvió a funcionar. Tuve que decirle a mi madre que me comprara un reloj nuevo. Le dije que se me había caído al suelo.

    —Durante el año traté de trastear con otra electrónica, pero me daban dolores de cabeza, así que normalmente paraba. No podía hacer más que atenuar una bombilla. Me quitaron el aparato un año después y el poder paró durante un tiempo. Entonces un día yo estaba sentado en el desayuno mirando la tostadora de mi madre. Aún podía sentir las finas bandas en mi cabeza, bandas que podía estirar.

    —También sentía otra cosa. Es difícil de describir. Podía empujar. Era como soplar agua por una pajita. Podía sentir la electricidad dentro de los circuitos de la tostadora. Podía tirar de ellos o empujarlos. Empujé la tostadora y explotó. Desperté en el hospital con enorme dolor de cabeza. Yo había estado inconsciente durante horas. Mis padres pensaron que fue la explosión de la tostadora y no paraban de hablar sobre demandar a General Electrics.

    —Me hicieron un montón de pruebas, escáneres y renosancias magnéticas.

    —Resonancias —corrigió Frank.

    —Sí, con esa máquina que gira y hace bang bang bang. No encontraron nada malo y nadie volvió a mencionar lo de la tostadora. Mi papá no envió la carta a GE.

    —Todo el tiempo que estuve en el hospital recordé cómo me había sentido. Vi la tostadora detrás de mi. Vi bobinas de metal rojo y paquetitos de cable. Sentí el chip pequeñito de ordenador que enciende el reloj. Sentí los dos enormes cables de cobre que entran en el enchufe eléctrico.

    —Fui a casa y no hice nada durante un tiempo. No sabía lo que me había pasado, pero podía sentir otra vez mi reloj de alarma. Tiré de él un par de veces, era mucho más fácil esta vez, pero no hice nada más que eso. Podía sentir la electricidad fluyendo a través de él como un río separado en una red de pequeños arroyos. Era como canicas en un tubo moviéndose adelante y atrás una y otra vez. Lo único que yo tenía que hacer era tirar de ellos y salían. Lo único que tenía que hacer era empujarlos y explotaban como la tostadora.

    —Leí algo en una revista de videojuegos sobre pilotos que jugaban a simuladores de vuelo mucho mucho tiempo. Los caminos neurales en su cerebro cambiaban para encajar en el simulador de vuelo que jugaban. Cuando salían y trataban de andar por la calle se caían porque tenían nuevas definiciones de movimiento y equilibrio grabadas en la cabeza. Yo pensé que esto podría haberme pasado a mí. Que mi mente se había acostumbrado al aparato dental y a lo que me habían hecho y que por eso no dejaba de hacer lo que hacía aun cuando me quitaron el aparato.

    Frank escuchó a Jack con atención. Jack no estaba mintiendo, él lo sabía, pero el chico tampoco parecía loco. El chico creía lo que estaba diciendo. También estaban los informes.

    —¿Qué sucedió con Rick Phillips?

    Jack se movió inquieto en la silla y sus ojos fueron al cristal de dos vías y espejo que había en la pared. Frank cambió de táctica.

    —¿Quién era él?

***

    —Rick iba a tercero cuando yo iba a primero, hace unos nueve meses.

    —¿Quién es Marcy?

    Los ojos de Jack miraron a Frank. Cualquier mirada de apatía o nerviosismo de adolescente despareció de esos ojos de halcón. Esto era lo que Frank estaba buscando.

    —Marcy era mi mejor amiga —no había duda en esos ojos. Independientemente de lo que Marcy sintiera por Jack, Jack no solo pensaba en ella como su amiga. Estaba enamorado de ella.

    Jack apartó la mirada de halcón y pareció pensar durante un momento. Había tomado algún tipo de decisión. Cuando habló de nuevo, no fue con las respuestas de un par de palabras de casi todos los adolescentes. Frank no iba a nacesitar una palanca para sacarle información a Jack como hubiera hecho con cualquier otro adolescente. Jack quería contar su historia. Frank rezó para que el equipo de grabación funcionara bien en la sala de observación.

    —Marcy era una de las pocas chicas que hablaría alguna vez con un tipo como yo. Ella iba a primero, como yo, y conocía a uno de los tipos con quien yo solía almorzar. Pasamos un montón de tiempo juntos ese año. Almorzábamos juntos; charlábamos por teléfono hasta por la mañana; salíamos a ver películas de Hitchcock. Ella era preciosa, pero nosotros nunca... nos enrollamos —Jack escupió estas dos últimas palabras como un trozo malo de carne.

    —Ella fue mi mejor amiga durante un año y medio y ahora no quiere hablar conmigo —Jack pensó durante un momento y continuó.

    —A mitad de mi primer año ella y Rick Philips empezaron a salir. Él no le pidió de salir, más bien fue cosa de ella. "Vamos al Outback el viernes por la noche, nena", era el modo en que él entraba a las mujeres. Eso me volvió loco, pero no duró mucho. Ella me dijo que él era un gallito. Rompieron tres semanas o así después de empezar a salir. El padre de Rick era un rlco abogado o ejecutivo de negocios. Tenían un apartmento en Lake Shore Drive en el mismo edificio donde vivía Oprah, pero su casa estaba aquí en Schaumburg.

    —Él y yo teníanos clases de gimnasio a la misma hora durante el segundo semestre de mi segundo año. Un día estábamos en el vestuario después de clase cuando sucedió —Jack respiró hondo y bebió de su Coke. Frank vio que el chico había tomado otra decisión. Jack miró de nuevo al cristal de espejo en la pared y continuó.

    —Yo me estaba ocupando se mis propios asuntos cuando él se acerca y se apoya en la taquilla. Dios, él me cabreaba. Yo odiaba su perfecto bronceado, sus abdominales, su pelo de skater. Lo odiaba todo de él.

    —¿Aún sales por ahí con Marcy Jones?, me dijo. Le dije que sí.

    —¿Ya te la has follado?, me dijo. Yo no dije nada, pero él siguió de todos modos: Te lo estás perdiendo, hombre. Esa gritó un poco la primera vez, pero se abrió un montón después. Le encanta hacerlo en el parque. Deberías probarlo cuando puedas, campeón.

    —Yo no sabía por qué él quería pelea conmigo, pero en realidad no me importaba. Vi el brillo en su mirada. Vi la mirada en su cara y supe que me había dicho la verdad. Vi su cuerpo y su pelo de niño bien. La vi a ella tumbada en una manta en Sunset Park con su vestidito azul subido y las manos de ese gilipollas en sus piernas blancas. Vi el mismo brillo en la mirada de él que ella debía de haber visto cuando él se empujaba dentro de ella. Vi el reloj Casio X-shock de submarinista en la muñeca de él y vi finas hebras de corriente vibrando dentro del reloj. Él escogió la única chica que yo he querido, la única chica que me ha querido, y se la folló en un parque. Y aún peor, ella le dejó hacerlo —Jack miró de nuevo a Frank con los ojos de halcón.

    —Empujé su reloj. Empujé mucho.

    Frank había visto las fotos de la herida en Urgencias. Parecía como si un león le hubiese arrancado de un mordisco un pedazo de la muñeca a Rick. Solo una banda de carne y los tendones de sus dedos índice y pulgar mantenían sujeta la mano al brazo. Los huesos de su muñeca estaban astillados como un árbol alcanzado por un rayo. Le amputaron el brazo pocos minutos después de que tomaran las fotos.

    Frank también había visto las fotos de la escena del crimen. Una de las taquillas, en la que Rick se había apoyado, tenía un agujero del tamaño de una pelota de tenis. La puerta se había doblado hacia fuera por las partes de arriba y de abajo como si alguien la hubiese golpeado con un martillo. Había sangre por todas partes, por la pared, el suelo y el techo como salpicaduras de pintura roja.

    No había bala ni casquillo ni residuo explosivo. No había arma. Otros dos chavales vieron lo sucedido y ambos dijeros que el reloj de pulsera de Rick había explotado como una M-80. Nadie había oído la versión de Jack hasta ahora, pero los rumores abundaban. Frank quedó en silencio durante un momento, su propia mente intentaba entender la idea de que este chico estaba diciendo la verdad, pero la idea se le escapaba antes de agarrarla. Jack continuó.

    —Marcy dejó la escuela y fue a un colegio privado en Evanston. No he vuelto a hablar con ella de nuevo. Oí que Rick fue a la facultad, pero no a una de esas elegantes escuelas de la Ivy league donde todo el mundo pensaba que iría.

    —¿Le disparaste tú?

    La pregunta salió disparada de la boca de Frank antes de poder detenerla. Jack miró al agente con esos ojos de halcón. Frank se percató de que podría haber hecho pedazos cualquier buena relación que tuviese construida hasta ahora.

    —¿De qué he estado hablando todo este tiempo? No. No le disparé.

    —¿Cómo te sentías sobre lo que hiciste? —el cambio en la pregunta impactó a Jack y él pasó un tiempo pensando en esto. Jack miró hacia el cristal de espejo.

    —Me sentí enfermo. Me sentí enfermo durante semanas. Lo veía suceder una y otra vez. Yo odiaba a Rick, eso nunca cambiará, pero me di cuenta de que yo no estaba enfadado por que él hiciera aquello, sino porque Marcy le dejó hacerlo.

    —Pero él era un zopenco, un animal que hace lo que hacen los estúpidos animales cachondos y yo le volé la mano por los aires por ello. Pero yo no era así. Yo no quería ser así y cuanto más me daba cuenta de lo que había hecho, más me odiaba a mí mismo.

    —No soy Superman, pero puedo hacer algo que los demás no pueden. Puedo hacer algo que podría ayudar a la gente, y la primera vez que lo usé fue para retrasar una alarma, pero ese día casi mato a un tipo. Me sentí enfermo durante un buen tiempo después de ese día, pero eso me ayudó a pensar y a saber lo que quería hacer. Quería ayudar a la gente.

    —Pero ¿cómo? Esto no es como Spiderman, como si caminara por la calle y viera pasar un coche lleno de atracadores de banco. Leí un informe sobre que diecinueve mil personas al año mueren en accidentes de coche por culpa del conductores borrachos, pero ¿cómo los encuentro? No puedo ir eligiendo conductores borrachos y detener sus coches más que la policía puede encontrarlos y pararlos en el arcén.

    —Pasé unos días yendo al aeropuerto, busqué amenazas de bomba en las maletas, pero no había ninguna. No hacía nada útil allí tampoco.

    —Pensé en entregarme. Tal vez los científicos pudieran averiguar cómo usarme para resolver algunas crisis de energía. Entonces tuve un sueño de mí mismo en un tanque con un líquido espeso y cables saliéndome de los ojos, sacando bastante energía como para iluminar toda la costa este y pasé de la idea. No quiero ser una máquina.

    —Algo que leí me dio una idea. Yo tenía una profesosa que nos hacía leer unos libros terribles donde se suicidaban chicos jóvenes todo el rato, pero ella nos dio un día un libro que me gustó mucho. Era el libro de Ray Bradbury Fahrenheit 451. El personaje principal, Guy no se qué

    —Montag.

    —Eso. Su esposa simplemente se sienta a ver telenovelas en tres enormes teles. El mundo entero es como ella, con radios y teléfonos móviles pegados a la oreja para evitar pensar. Yo miraba a mi padre con ese estúpido cordel colgando de la oreja como un moco. Él pasaba tanto tiempo hablando con gente que no podía ver a la gente que quería. Mi hermana llevaba su iPod a la mesa de la cena, se pasaba el tiempo entero moviendo la cabeza mientras se metía comida a la boca. Mi madre no paraba de ver la tele. Tenía una en la cocina que ella veía hasta las cuatro de la madrugada algunas noches. ¿Qué es eso? ¿Para qué hacemos eso? ¿Por qué molestarse en vivir juntos? El único momento en que tuvimos una conversación en las últimas semanas fue para discutir la estresante situación política de American Idol.

    —Yo encontré otra cosa en ese tiempo. Podía tirar más lejos. Podía sentir las teles en las casas de mis vecinos. Podía seguir un hilo de corriente desde una lámpara enchufada a la pared y sentirlo extenderse por toda la casa. Podía seguirlo hasta la calle que iluminaba cada casa en su propia red. Podía viajar kilómetros y kilómetros de ese modo. Podía ver coches pasando a toda velocidad con las radios brillando como pequeños soles. Podía ver un teléfono móvil en el bolsillo de alguien como quien ve una carretera y luego la ve arder en una enorme red que cubre la ciudad entera en una burbuja gigante de señal amarilla. Veía caminos blancos ardiendo en el cielo. Tuve que retirarme una vez para evitar perder la chaveta. Era muy extraño —Jack hizo una pausa.

    —Háblame del centro comercial —dijo Frank.

***

    —Yo sabía lo lejos que podía sentir y parecía no tener límite, pero no sabía lo mucho que podía tirar. Por eso fui al centro comercial.

    Los informes del centro comercial tenían poco sentido para Frank, probablemente a propósito. La poli no tenía una explicación, así que se inventaron algo para llenar los blancos del formulario y olvidar el asunto. Ahora Frank iba a averiguarlo, o al menos averiguar lo que Jack pensaba. Si Frank podía aceptarlo era otra historia. Ahora mismo, sin embargo, Frank no tenía ninguna otra teoría.

    —Fue más sencillo de lo que pensaba. Yo estaba en la sección de comida cuando reuní coraje y me puse a probar. Cerré los ojos y sentí, buscando los hilos. Se encendieron como en Navidad, por todo el centro comercial. Billones de esas líneas prequeñitas se extendían en gigantes columnas de energía o en una lámina celular fina como el papel. Todo el mundo tenía algo; un reloj, un móvil, un pager, un Palm Pilot. Agarré una línea y empecé a tirar de ella como si fuese el hilo suelto en un jersey. El local entero empezó a resolverse. Desde la sección de comida hacia fuera, el local entero se quedó en silencio. Se apagó el aire acondicionado. Oí a cincuenta personas decir todas a la vez: "¿Hola? ¿Hola...?" Les di cinco segundos para que se quitasen los teléfonos de la cara y empujé. No mucho, solo un poquito. Vi arcos blancos pasar rompiendo esas líneas moribundas y oí un millar de pequeños "pop". El aire se llenó de olor a plástico quemado. Las luces, los ordenadores de caja, todo echaba humo. El centro comercial entero quedó en completo silencio, más silencio que el que yo había oído en mi vida. Y luego el lugar se volvió loco.

    Loco en realidad no empezaba a describirlo, a juzgar por los informes que Frank había leído. Cinco personas muertas y veintiséis hospitalizadas. Una mujer había gritado algo sobre una bomba nuclear y había empezado un disturbio. Una estampida hacia la salida pisoteó a los que habían tenido la mala suerte de estar en el camino. Treinta y seis oficiales de policía y seis detectives habían restaurado el orden. Tuvieron que entrar con equipo antidisturbios.

    —El mundo se volvió loco cuando esa mujer empezó a gritar sobre un ataque nuclear a la ciudad —continuó Jack, con sus ojos en la pared de espejo—. Vi a esos viejos ejecutivos salir en estampida del local dejando a chavalines de pie solos. Pero luego vi otra cosa.

    —Había un tipo negro, grande. Parecía uno de esas bandas. Se acercó a una mujer que iba sentada en una silla eléctrica. Al principio ella parecía horrorizada, pero él le dijo algo, solo un par de palabras. Ella pareció aliviada y dijo: "Gracias". Él la recogió y dos de sus colegas echaron a empujones a los yupis fuera de la puerta mientras él la sacaba de allí.

    —Ese tipo fue un héroe ese día. Había otros como él. Algunos no sabían lo que hacer, pero un montón de gente que no se darían unos a otros ni la hora del día se ayudaron a salir. Vi a un hombre de negocios ayudar a una mujer, que cojeaba por un tobillo torcido, y abrirse camino a patadas hasta una salida de incendios. Vi a dos chavales sacar a un viejete por una de las salidas de la tienda. Vi personas tratando a los demás como personas de nuevo. Quince minutos antes ni siquiera se veían unos a otros.

    —Yo no era un héroe, pero ese día creé héroes.

***

    Frank miró a Jack un buen rato. Él se sentaba tranquilo, con ojos severos. Su mente, sin embargo, corría y rugía. Barajaba ideas de un lado a otro como en un campeonato de pin ping-pong. La lógica y la razón batallaban con el increíble relato que había oído de Jack y que había leído en los informes. Le dolía la cabeza. No veía ningún otro modo de continuar sin algo.

    Frank salió de la salita. Regresó menos de un minuto después y puso su pager sobre la mesa de madera falsa. La cajita redonda y negra miraba hacia el techo con un único ojillo amarillo que parpadeaba la hora. Frank miró a Jack. No tuvo que decirle al chico lo que quería que hiciera.

    —Si te lo demuestro. Iré a prisión.

    —No vas a salir de aquí de todos modos. Un equipo de Washington llega en una hora. Van a llevarte con ellos para averiguar más sobre esto. Yo solo estoy aquí para probar que ellos no están perdiendo el tiempo.

    —Yo no soy David Blane. Yo no hago trucos de magia para impresionar a las chicas.

    —¿Qué has pensando que será lo siguiente? ¿Vas a desconectar todos los aparatos electrónicos del país?

    —No. Del planeta.

    —Matarías a cientos de millones —dijo Frank—. La comida se secaría. No habría agua corriente. Sería un colapso en la economía. Los niños morirían de hambre. Llevarse todas esas vidas no me parece propio de un héroe.

    —¿Y qué tipo de vidas me llevaría? El mundo sería un lugar mejor si la gente no engordara de MacDonalds viendo ¿Quién quiere ser Millonario?. La gente como mi padre tendría que aprender a cultivar suficiente comida para comer en vez de preguntarse qué corbata va con qué traje. Tendría que caminar de verdad en busca de agua en vez hacer veinte minutos en su banco de remo. Nuestra retorcida y distorsionada economía volvería a trabajar duro para sobrevivir en vez de matar el tiempo entre episodios de Superviviente.

    —¿Recuerdas lo que pasó después del nueve once? ¿Recuerdas las historias de gente rompiendo paredes para rescatar gente atrapada bajo los escombros? Esos eran héroes. Cinco minutos antes estaban tomando café y enviando faxes, pero cinco minutos después le salvaban la vida a alguien. Yo recuerdo cuando mi padre me recogió del colegio al día siguiente. Vi a un tipo, que parecía un motorista, de pie en un paso elevado sosteniendo en alto una bandera estadounidense. El resto de nosotros salíamos de la escuela o del trabajo, pero él se había quedado allí para recordarnos que algo había pasado y que todos éramos hermanos. Todo el mundo fue mucho más amable unos con otros después de eso. Todo el mundo se ayudaba.

    —Yo voy a crear héroes de nuevo. Voy a deshacerme de los hombres de negocios, de los directores generales y de los Palm Pilot y los Tivo. La gente tendrá que ayudarse unos a otros de nuevo.

    Frank miraba a Jack, sus ojos no proyectaban nada del caos que nadaba en su cabeza. Visiones del futuro destellaban en la mente de Frank. Se veía así mismo caminando por la calle junto a la autopista en Virginia. Podía oír apagarse cada máquina, morir cada motor. No podía oír nada, salvo los grillos y la gente confundida saliendo de los coches. Pocos segundos después oiría explosiones lejanas mientras aviones llenos de gente gritando se estrellaban contra el suelo. La gente en los hospitales moriría en horas o minutos o segundos. La gente en los barcos se quedaría tirada en mitad del océano y moriría de hambre en pocas semanas y se les agotaría el agua aun en menos tiempo.

    Su mente se despejó. Era imposible que este chico estuviera diciendo la verdad. Imposible. Que los psicotecnologistas de Sandia le sondearan con lápices todo lo que quisieran, pero él estaba cansado de perder el tiempo. El enfado de Frank hervía y su pecho se tensó. Se le oscureció la vista. Miró a la iridiscente pantalla verde de su pager. Que le jodan a este chaval y a su mierda de historia.

    —¿Quieres ver una prueba? —la voz de Jack era tranquila.

    La tensión empeoró. El brazo izquierdo de Frank le pulsaba como si ríos de plomo fluyeran por sus venas. Frank notó el efecto túnel en su visión y su pecho quería explotar. Las rodillas de Frank cedieron y él se inclinó hacia la derecha en su silla. Se estrelló contra el suelo, se le aplastó el pecho como en un torno de dolor. Con visión borrosa vio a Jack levantarse y recoger el pager de la mesa.

    —No voy a matarte. No he matado a nadie y no planeo hacerlo. Podría haber reventado ese coche patrulla que vino a recogerme esta mañana, pero no lo hice. Podía haber reventado este edificio al entrar si hubiese querido, pero no lo hice —Frank oyó el crujido y tartamudeo del equipo de grabación antes de que este explotara y ardiera detrás de la pared de cristal espejo—. Casi todo el equipo de aquí dentro es historia, pero el VCR aún funciona. Quiero que la gente sepa por qué estoy haciendo lo que estoy haciendo. Que me llamen enemigo o terrorista o lo que sea, pero quiero que sepan por qué.

    El chaval se acercó a la puerta cerrada y balanceó el pager entre el pomo de acero redondo y la jamba de la puerta. Se oyó un alto "bang", como un par de M80, y la puerta se abrió de golpe. Jack bajó la vista hacia Frank.

    —Creo que no deberían haber enviado a alguien con marcapasos, ¿no?

FIN

    Notas del Autor: después de ver Spiderman 2, tuve la idea de escribir un cuento de superhéroes usando el mismo escenario que el de My Dinner con Andre. Quería una historia de superhéroes en una habitación entre dos personas normales que, si acaso hecha como una obra de teatro, la obra se pudiera hacer con una mesa y dos actores. La historia entera sería el diálogo entre ambos. Con lo que no conté fue con la calidad de antihéroe de Jack. Él no es que sea un buen chico precisamente, y su plan es bastante peligroso.

4. Vrenna y la Piedra Roja

(Vrenna and the Red Stone)

    La arena caliente ondulaba contra la ciudad de Gazu Kuul. Golpeaba los edificios de endurecida piedra y arcilla como lo había hecho desde hacía casi cinco mil años. Cada mañana, justo tras romper el alba, las arenas excavaban otro estrato de la vida dentro de Gazu Kuul. Solo aquellos con piel gruesa, endurecidos ojos estrechos y los instintos del desierto sobrevivían en este lugar.

    Los oscuros ojos de Alzen contemplaban intensamente los tejados planos del mercado, vigilaban las mortales nubes de arena que se descargaban sobre ellos como lluvia seca. Él solo dejaba expuestos los ojos, se tapaba la boca y la nariz con un desvaído trapo gris, y la cabeza con un velo blanco. Una ajada túnica le cubría el delgado cuerpo marrón. Una franja de paño atado mantenía cerrada la túnica. Él había pasado su vida entera en esta ciudad, trece duros años. Cada día, desde los tres años de edad, Alzen empezaba el día del mismo modo. Observaba las arenas desgarrar la ciudad y se preparaba.

    La mayoría de mercaderes y mendigos aguardaba hasta que el orbe ardiente del sol rompía la tormenta de arena matinal e indicaba el final del desgarrador vendaval. Alzen conocía un truco. Observaba hasta que los orbes de las torres brillaban a través de las lacerantes nubes rojas. Cuando veía aquellos cónicos bulbos negros, dorados y plateados elevarse sobre las castigadas casuchas donde vivía la mayoría de alouthogas de Gazu Kuul, palabra que en la lengua del desierto significaba tanto ciudadano como esclavo, Alzen sabía que la tormenta empezaba a clarear. En otros tres minutos la mayoría de la gente de Gazu Kuul inundaría el mercado para comprar, vender, mendigar y robar casi todo lo que pudiera.

    Él pensaba sobre su día mientras vigilaba los techos. Cuando los ominosos bulbos de las torres quedaran en las sombras de la tormenta, él hacía lo que hacía todas las mañanas. Corría.

    Para cuando el sol atravesaba de lleno el polvo, el bazar abría y se atestaba de gente. Los gritos y chillidos llenaban el aire caliente. Por todas partes el olor a sudor y a heces de animal saturaba la ciudad. Cuerpos de piel oscura, ahora despojados de sus ropas protectoras, se apretaban y se gritaban unos a otros los precios del trigo o de los melones o de las mujeres.

    Alzen sacaba la mano ante todo viandante que pudiera tener una moneda. Dos horas al abrasador sol le habían rentado solo dos cobres, apenas bastante para pagarse la comida del día, por no mencionar al resto de su familia. Si no tenía siete para el mediodía, tendría que robarlo. Robar era peligroso. Su hermano mayor había perdido la mano izquierda por un mercader de bueyes. Alzen había estado cerca de perder la suya un par de veces, de no haber sido por una bien colocada patada en la entrepierna.

    Los mórbidos pensamientos de Alzen se interrumpieron en su cabeza cuando él vio a la multitud separarse en la estrecha calleja. Oyó acallarse las voces y cesar el regateo. Dos hombres enormes sobresalían por encima de la multitud, empujaban a los pocos que no habían visto la procesión. Su masivo tamaño y oscuros cuerpos depilados eran un fuerte contraste para los delgados cuerpos medio muertos de hambre que había en derredor. Los dos hombres despejaban un claro a empujones entre el mar de gente. Otro hombre enorme, que llevaba un yelmo y una máscara de hierro, caminaba tras estos. Sostenía cadenas que conducían a los collares de hierro de tres jóvenes esclavas. Ninguna de ellas tenía más de dieciséis años. Llevaba finos velos sobre los suaves rostros y pequeñas bandas de tela alrededor de pechos y cinturas que hacían más por exponer su juvenil piel de marfil que por taparla.

    Un hombre más pequeño caminaba en el centro de la procesión portando una gran sombrilla hecha de enormes plumas de pájaro. Desde debajo de esta sombra, en el centro de la burbuja que separaba el caótico bazar, caminaba Zeeva la Llama.

    Una tiara de plata sujetaba su fluido cabello rojo y lo apartaba de su suave y cremoso rostro. Sus grandes senos amenazaban con estallar hacia delante desde su corsé enjoyado. Las negras tiras de sus sandalias de seda serpenteaban alrededor de sus largas y suaves piernas hasta la mitad de los muslos desnudos. Solo vestía una prenda interior alrededor de la cintura, muy recortada entre las nalgas y que apenas cubría sus lugares más privados. Suspendido de un cordel de cuero alrededor del cuello, posado cómodamente entre sus redondos senos, se hallaba el Ojo de Gzaara, una esfera de remolinos naranjas y rojos posados en una copa de oro. Y ardía como un pequeño sol.

    En el segundo en que Alzen vio a la mujer, retrocedió entre la multitud tan lejos como pudo. No iba a haber limosna de ella. Aunque ella acababa de regresar del mercado de esclavos y la más ligera de las sonrisas tocaba sus carnosos labios rojos, Alzen sabía que ninguna piedad se iba a encontrar aquí. Su hermano cometió ese error una vez. El guardaespaldas de Zeeva, el de la máscara de hierro, le cortó la mano a su hermano con tres golpes de machete mientras la madre de Alzen chillaba de horror. Zeeva también había sonreído entonces.

    Los cuerpos oscuros se apretaban al apartarse de la mujer y de su séquito. La pelirroja, sus guardias y sus nuevas esclavas adquiridas, cuyos ojos muy abiertos mostraban el miedo al futuro, continuaron su paseo hacia la torre de Zeeva. Todo el mundo se apretujaba fuera de su camino. Todos menos uno.

    Ella llevaba una capa gris y altas botas de cuero que finalizaban a mitad de los muslos. Una espada enjoyada colgaba baja en su cadera izquierda. La capucha de su capa le protegía la cabeza del sol de la mañana. Mientras todos los demás se azoraban por salir del camino, esta misteriosa mujer de cabello de cuervo mantenía su posición.

    Zeeva se detuvo y sus ojos verdes ardieron con furia.

    —¡Sal del camino, ramera del desierto!

    Uno de los guardaespaldas empujó a la mujer a un lado hacia la multitud. Ella cayó de espaldas sobre los cuerpos oscuros del mercado y la procesión continuó su marcha.

    Cuando el amenazante grupo pasó, los negocios volvieron a la normalidad. Se elevó de nuevo el rugido del bazar. El jaleo de mercaderes y mendigos volvió a latir con vida. Alzen vio los pálidos ojos azules de la embozada mujer. Esos ojos seguían a Zeeva y a sus enormes guardias por toda la calle hacia la torre. El resto de los mercaderes y mendigos ya se había olvidado del paso de Zeeva la Llama. Alzen vio muy claramente que la embozada mujer no lo había olvidado.

***

    Alzen no pensó en la mujer ni en Zeeva hasta mucho más tarde esa noche. Le dolían los pies y aún le quemaba la piel del calor solar del día. Había ganado lo que necesitaba para esa jornada. Ahora pasaba de sombra a sombra de camino a casa.

    Ladrones y rufianes eran dueños de las calles de noche. Dos veces tuvo Alzen que cambiar su ruta a casa para evitar las bandas de matones que cazaban como bestias salvajes. Acabó en los callejones de la gente bien y de sus ornadas residencias. Alzen tuvo especial cuidado en permanecer oculto en las calles de los ricos. Los guardias privados contratados para patrullar aquí eran rápidos en etiquetar a cualquiera como ladrón y abrir una garganta antes de que pudiera oírse súplica alguna, los guardias eran peores que las bandas.

    Alzen se agachó detrás de un par de cajones de madera cuando tres hombres con cota de malla y máscaras de metal pasaron andando. Cuando se marcharon, Alzen se dio cuenta de dónde estaba. Sus ojos viajaron arriba, por encima de las casas de dos plantas en esa calle, hacia la torre de la Llama a solo dos bloques de distancia.

    Siete torres señalaban Gazu Kuul a las tierras en derredor. La leyenda decía que un rey había mandado construir las torres para cada una de sus esposas favoritas. Ahora dos de esas torres pertenecían al actual señor de Gazu Kuul, un brutal haragán conocido por muy pocos. Poco le preocupaba la ciudad, y dejaba que los ricos gobernaran sus propias tierras mientras le pagaran el extravagante estilo de vida y su gusto por pequeños vírgenes masculinos. Los ciudadanos más ricos de Gazu Kuul poseían las otras cinco torres.

    Cada torre se elevaba casi setenta metros de alto y la última planta de cada una era una bola de piedra que se estrechaba en punta en el tejado. Mientras que la mayoría de las siete torres estaban revestidas con placas de oro o plata, esta estaba revestida de ónice. La torre de la Llama era totalmente negra ante el cielo oscuro. Solo un ardiente círculo rojo en el bulbo de la última planta la distinguía de la oscuridad circundante. Fuego rojo iluminaba una ventana en la última planta, y humo negro salía ondulando hacia la noche. Zeeva la Llama poseía esta torre, y cuando Alzen pensaba en los horrores que acecharían en esa torre, se le ponía la piel marrón de gallina.

    Un grito cortó la noche silenciosa, venía de esa ventana y Alzen casi dio media vuelta para huir hasta que algo llamó su atención. Algo se movía sobre la superficie de la torre. Alzen entornó los ojos y la forma se hizo más clara. Era una figura que escalaba las paredes de la torre como una araña. Zonas de piel de marfil se mostraba en los muslos, nalgas, espalda y hombros de la figura. Guantes y botas de cuero negro buscaban asideros en las lisas paredes. La figura giró y Alzen echó un vistazo a los ojos azul pálido de la mujer en la escasa luz. ¡Era la mujer de la calle! Se había quitado la capa, dejando muy poca ropa restante, y atado su espada enjoyada a la espalda, y ahora escalaba la torre de Zeeva.

    Alzen se quedó mirando con la boca abierta. ¡Nunca en su vida había querido acercarse a esa torre y ahora veía a una mujer escalando por sus paredes para infiltrarse dentro! Observó ese suave y ligero cuerpo mientras este escalaba con asombrosa rapidez. Observó esas largas piernas balancearse dentro de la ventana redonda que ardía en rojo con una luz impía. Vio a la mujer desaparecer dentro de la torre y de nuevo resistió la urgencia de huir cuando otro grito, este de frustración y rabia, cruzó el aire de la noche.

***

    El poder fluía a través de Zeeva. Ella lo sentía corriendo por sus venas. Sentía el calor de la piedra entre sus senos desnudos. La calidez fluía sobre su piel desnuda mientras oscuras palabras de una antigua lengua abandonaban sus carnosos labios rojos. Ella hablaba la lengua del Viejo Imperio, ahora muerto desde hacía casi quince siglos. Al final de cada larga y malévola frase, su brazo batía y su látigo detonaba.

    El látigo de tres colas en su mano detonó al bajar sobre la chica esclava desnuda frente a ella. Líneas de una docena de tales azotes se intrincaban por la espalda y nalgas de la joven. La chica, atada de pies y manos, chillaba y se retorcía bajo el castigo. La joven besaba febrilmente los pies de Zeeva con lágrimas manando de los ojos. Las otras dos esclavas miraban con grandes ojos aterrorizados. Sus ataduras las sujetaban desnudas a los muros de piedra, las cadenas estaban sujetas por los brazos de piedra de enormes estatuas demoníacas. Un brasero ardía con profunda llama naranja mientras humo negro subía hacia el techo de la sala y salía hacia el aire nocturno. La luz de profundo naranja retorcía los mohínes en los rostros de las bestias de piedra alineadas en las paredes.

    Zeeva iba desnuda salvo por una tela de seda de ornado bordado sujeta a la cintura por una cuerda dorada. Una banda de pintura roja se extendía por los ojos de Zeeva. Su pelo caía suelto por la espalda y hombros. Ella leía de un gran tomo encuadernado en cuero que yacía abierto sobre un pedestal de piedra. Diagramas e instrucciones de horribles mutilaciones y rezos a oscuros y antiguos dioses estaban grabados a fuego en negro sobre las amarillentas páginas.

    Zeeva cerró los ojos y comenzó a cantar otro oscuro verso. La chica desnuda frente a ella seguía besando y lamiendo los pies de su ama. El humo del fuego intoxicaba a Zeeva. Se sentía ebria por el extraño y denso brebaje que había bebido al comienzo de su oscuro ritual. Visiones de mundos allende la imaginación llenaban su embotada cabeza. Veía un sol de enorme fuego azul ponerse sobre un mundo de metal fundido y roca negra. Vio horrores de retorcidas garras y gruesos tentáculos correosos. Vio ardientes ojos amarillos.

    La frialdad cayó sobre ella como un cubo de agua y las visiones se disiparon. Su aliento había sido hurtado de sus pulmones. La confusión hizo pedazos su trance. Ella colocó una mano entre sus senos, buscó al tacto la piedra roja. Había desaparecido.

    Zeeva giró en redondo y la penetrante mirada de azules ojos gemelos la hizo mecerse hacia atrás sobre sus talones descalzos. La ramera del mercado había estado justo detrás de ella. La piedra roja, Ojo de Llama, pendía de un cuero cortado y atado en la mano izquierda de la mujer. Un sable de gemas doradas y acero pendía suelto en la mano derecha de la mujer. Antes de que Zeeva pudiera recuperar su equilibrio, la mujera empujó con la mano. Zeeva tropezó hacia atrás sobre la esclava desnuda que yacía enroscada a sus pies. La caída fue fuerte, su espalda golpeó con fuerza el suelo de piedra.

    La mujer con los ardientes ojos azules sonrió desde arriba a Zeeva. Ella calzaba largas botas de cuero bajo sus largas piernas. Zeeva empezaba a levantarse cuando un destello de acero cortó el aire ante ella, amenazando con abrirle los ojos si intentaba ponerse de pie. Zeeva se dejó caer atrás de nuevo, con el rostro sonrojado de furia y humillación.

    La mujer cruzó corriendo la sala como un gato. En un instante desapareció por la única salida de la habitación, una escalera espiral hacia las plantas inferiores.

***

    Voroth acababa de empezar a preguntarse por qué los gritos de las esclavas habían cesado cuando vio a la ladrona ataviada en cuero bajar corriendo por la escalera espiral. El furioso grito de su ama vino después, resonando por toda la torre como acero rascando pizarra. Voroth llamó a gritos a los dos guardias más cercanos para detener a la mujer. Ellos extendieron los brazos hacia ella, pero ambos se apartaron cayendo y chillando de dolor. Uno se apretaba una profunda raja a lo largo de la muñeca. Sus gruesos dedos colgaban inertes sobre tendones seccionados mientras la sangre brotaba de la herida abierta. El otro cayó hacia los escalones de piedra, aullando de dolor y agarrando la parte trasera de la rodilla. Una profunda herida por detrás de la pierna del hombre se abría hasta el hueso.

    Voroth se abalanzó hacia la pequeña mujer y se agachó justo cuando esa espada enjoyada iba a cortarle la garganta. No siendo novato en batallas, Voroth golpeó fuerte y rápido. Su puño impactó en el pecho de la mujer y él sintió el aliento de la mujer salir explotando por la boca.

    Voroth oyó un tintineo y vio el colgante de Zeeva bajar rodando por la escalera. Oyó chillar a su ama de nuevo y alzó la vista al ver a Zeeva medio desnuda, gesticulando y gritando como loca por recuperar su piedra-gema.

    Voroth se agachó y agarró el colgante justo antes de que este cayera por el borde, por donde probablemente se haría pedazos contra el suelo a unos cincuenta metros más abajo. Lo aseguró firmemente entre sus enormes manos y giraba para gritar su éxito cuando un duro tacón de bota se estrelló en su nariz.

    Unos deditos enguantados en cuero recuperaron la gema del agarre de Voroth mientras sangre salpicaba la cara del hombre. Con borrosos ojos acuosos, Voroth vio a la ladronzuela girar hacia su ama en lo alto de las escaleras. La pícara sostuvo en alto la piedra colgada en su cuerda de cuero.

    —El pago por tu insulto.

    Voroth intentó agarrar a la mujer por el tobillo cuando esta pasó corriendo para bajar las escaleras, pero otra patada a su arruinada nariz lo inundó de agonía. Lo único que pudo hacer fue observar cómo la pícara bajaba a la carrera los escalones hacia la noche.

    Alzen se sentaba inmóvil en el callejón. Sus ojos no abandonaban nunca la ventana que ardía en rojo muy en lo alto del suelo, donde la extraña mujer había desaparecido. Gritos de rabia, choques de roca y los profundos rugidos de hombres salieron fluyendo por las grietas de piedra en la torre. Alzen sabía que debería salir corriendo, pero no podía.

    Menos de dos minutos después de que la mujer hubiera desaparecido, la puerta delantera de la torre se abrió de golpe y la mujer salió a la carrera. Uno de los ojos estaba negro e hinchado, pero el otro ojo azul brillaba. Ella corría por la carretera perseguida por tres oscuros hombres más grandes, en taparrabos y blandiendo temibles picas, pero no pudieron atraparla. El más grande de esos hombres tenía una mano puesta en la cara arruinada. Alzen se agachó cuando ella pasó corriendo, pero ella le vio de todos modos. Él pudo ver la sonrisa en esos labios y le guiñó un ojo. En una mano, la gema roja de la reina bruja relucía a la luz de luna.

    En todos sus días, Alzen nunca había visto a alguien tan poderoso como Zeeva ser superado por otro. Nunca lo había considerado posible. Pero esta mujer le había mostrado la posibilidad. Esta ladrona de la gema de una bruja había plantado una semilla en el joven muchacho, una semilla que crecería con los años y lo haría más fuerte y más listo. Era una semilla que un día brotaría en forma de revolución.

FIN

    Notas del Autor: Vrenna y la Piedra Roja fue mi segunda historia de Vrenna y la segunda que es más una introducción del personaje que una historia completa. Esta es la primera historia de Vrenna que tiene lugar en los desiertos del sur, aunque yo no había poblado al desierto lo suficiente para dar a la ciudad el nombre de un lugar. Zeeva es un personaje divertido y me encantan sus costumbres brujeriles. Esta historia estuvo claramente influenciada por las novelas de Conan de Robert Howard en mi imperdonable uso gratuito del sexo, tortura y violencia.

    Esta historia fue también mi primer intento de contar una historia entera fuera de la perspectiva del personaje principal. No creo que esa idea funcionara muy bien y la abandoné en Vrenna y el Blanco. La idea era mantener a Vrenna, su trasfondo y sus motivaciones completamente separados. Aunque alguien tenía que contar la historia, y así nacieron el chico mendigo, Zeeva y el capitán de Zeeva. Mucha gente se quejó de que lo único que hace Alzen es observarla. Ese era su propósito.

    Tengo preparada una secuela de esta historia en la que Zeeva intenta recuperar su piedra y vengarse de la ladrona.

5. Vacas Locas

(Mad Cow)

    Dave cruzó la calle sin mirar a ambos lados. No le hacía falta. A veces oía el rugido de un motor sobre el contaminado aire, pero no había visto un coche funcionando en casi un mes. La mayoría de los pocos que quedaba en Londres no recordaba qué aspecto tenía un coche, y mucho menos cómo conducir uno. Veían los grandes taxis de Londres que esperaban como negros hipopótamos muertos en la carretra, pero ya no tenían palabras en la cabeza para describirlos.

    Seis meses atrás la calles estaban tan ajetreadas como siempre. Los taxis pasaban por las líneas entre dos carriles en el mar de coches. Manadas de trabajadores fluían acera arriba y abajo. Mujeres atractivas en bonitos trajes se echaban el largo pelo negro sobre los hombros. Retro-punks con crestas de medio metro verdes y púrpuras sonreían a cualquiera con quien hacían contacto visual. Que eran pocos. La vida en Londres cambió poco desde el giro del milenio hasta 2020. La gente trabajaba. La gente vivía. Todo el mundo hablaba por teléfono móvil.

    Seis meses atrás había nueve millones de personas en Londres. Ahora vivían menos de cinco mil. No era guerra ni terrorismo ni colapso en la economía lo que había destruido el mundo. Eran las vacas.

    Dave miró arriba hacia el humo negro que salía por las ventanas de la catedral de San Pablo. Todo al sur del Támesis había ardido un mes antes, pero esto parecía más el fuego de un campamento. Hacía frío este octubre. Dave imaginaba que algunos morían cada noche, la gente ya no era lo bastante inteligente como para encender su propio fuego.

    A Dave le rugió el estómago. No había comido en dos días. Se le había agotado la comida enlatada hacía una semana o así. Había disparado a un perro el día después, y eso lo había mantenido alimentado otros dos días. Ayer Janet empezó a llorar y no paró en toda la noche. Esta mañana Dave sabía que tendría que encontrar algo de comida, sin importar lo peligroso que era salir fuera. Ambos morirían de hambre y frío en su pequeño apartamento. La muerte apuñalado o apaleado por una banda de violadores en busca de carne o huesos no sonaba tan mal. Él amaba a Janet y no podía soportar oírla llorar así.

    No quedaba mucha comida en Londres. Cuando aparecieron los primeros informes, el número era bajo. La misma gente que compró cinta de embalar y láminas de plástico compró desorbitadas cantidades de comida vegetariana enlatada. El resto movió una indiferente mano y siguió con sus vidas. El número aumentó. Casi todo el mundo dejó de comer comida roja, aunque no era la hamburguesa del día anterior lo que te mataba, era la que te habías comido hacía veinte años.

    Ahí es cuando llegó a ser un verdadero problema el acaparamiento de comida. El gobierno mataba ganado con casi eficiencia llena de odio. El gobierno saciaba la sed de sangre del pueblo declarando la guerra a las vacas en todo, salvo en el nombre.

    Se arrepintieron un mes después cuando la masiva carencia de comida condujo a disturbios con miles de muertos. Alimentarse de maiz fue la primera solución. La misma gente; locos por la sangre, que demandaban la ejecución de vacas perfectamente sanas para la plaga de sus ancestros; terminó comiendo la misma comida que las vacas. La alimentación con maiz tampoco duró mucho, pero esta vez los disturbios por comida no duraron. Dos meses después de los primeros brotes de la enfermedad de las Vacas Locas, las muertes fueron de cientos a cientos de miles y a millones. Pocos quedaban para crear disturbios.

    Dave levantó la vista y vio el cielo más azul que había visto nunca. Ni una nuba enturbiaba su superficie. Respiró una bocanada de limpio aire fresco y los sonidos de pájaros y el río danzaron en sus oídos. Una tubería rota vertía agua en una cascada de seis metros, desde un edificio calcinado hasta un charco debajo. Hiedra verde subía las paredes de ladrillo rojo. Una fría brisa de octubre soplaba hacia atrás el pelo sin cortar de Dave. Él no podía recordar un día tan hermoso. Los pensamientos sobre Janet se hundían en su pecho. Tal vez la llevara fuera para disfrutar de lo que podría ser su último día hermoso.

    El pinchazo de hambre en su estómago le recordó su propósito. La llevaría fuera después de encontrar algo de comida.

    Dave no se había preocupado cuando llegaron los primeros informes. Durante veinte años los medios habían disipado el miedo de la gente. ¿Cuántas veces hay que gritar que viene el lobo antes de que la gente deje de hacer caso? Cientos murieron y miles más fueron diagnosticados con la enfermedad.

    Los síntomas empezaban con un leve alzheimer y aumentaban constantemente a peor. Los casos extremos morían en días. Otros tardaban meses; agonizantes meses. La gente moría con dolor. La enfermedad les abría la mente en canal y los cerebros enviaban espasmos tan severos que rompían los músculos y partían los huesos. No fueron los informes ni los números lo que asustó a Dave, fueron las clínicas.

    La primera muerte clínica se hizo pública tres meses después de los primeros brotes. Dave había esperado que la policía o los grupos religiosos derrumbaran los muros. En vez de eso, la abrieron a una multitud de miles de personas, no protestantes, sino clientes.

    Las clínicas funcionaron día y noche. El humo de los crematorios integrados ondulaba en negro hacia el aire constantemente. Los curas trabajaron en turnos. El parlamento no aprobó ninguna ley y la Iglesia Católica no hacía declaraciones desde el día de la muerte del papa, después de que el hombre gritara cinco días seguidos hasta que se le desgarró la garganta.

    La colas de gente hacia un pequeño edificio del que salía una columna de humo negro asustó a Dave más que cualquier otra cosa.

    En algún lugar en la lejanía algo explotó y trajo la mente de Dave al presente. Dos camiones volcados y una pila de metal formaban una barricada en mitad de la carretera. En algún lugar en la lejanía alguien tocaba el "Join Together" de The Who en un sistema de sonido del tamaño de un estadio. Dave se sorprendió que quedara alguien que supiera operarlo.

    Dave rodeó la barricada, intentando ser silencioso. Lo que vio al otro lado le dio arcadas.

    Sangre pintaba el lateral de uno de los camiones. Una pila de huesos, cráneos y corrompidos órganos yacía en el suelo. El olor alejaba toda idea de comida. Los blancos cráneos, con las coronillas aplastadas hacia dentro, sonreían a Dave. Sabían en qué trampa había caído Dave y que pronto su reluciente cráneo sonriente se sentaría junto a ellos.

    La enfermedad golpeó a todo el mundo de forma diferente. Algunos mostraron severas formas de parkinson, otros severas formas de alzheimer. Atacaba al cerebro y al sistema nervioso, causando todo tipo de liberaciones químicas. La mayoría morían horriblemente mientras su sistema los envenenaba y desactivaba sus órganos. Otros se volvían locos o perdían la memoria y morían de hambre. Dave imaginó después que la enfermedad disparaba cantidades masivas de testosterona y adrenalina, la versión biológica del PCP, en el hombre que lo había atacado. En aquel momento, sin embargo, solo había visto un monstruo.

    El hombre que salía ahora del remolque volcado debía de tener dos metros y medio de altura y unos ciento cincuenta kilos. No tenía pelo y uno de sus brazos estaba torcido y le colgaba del antebrazo izquierdo para arriba. Gruesos músculos cubrían su masiva constitución. Estaba completamente desnudo. Su pequeño pene pendía entre las piernas, marchito e inútil.

    Llevaba un bate de béisbol en la mano derecha. Sangre seca pintaba el bate desde la astillada punta hasta el mango envuelto en cinta blanca. Un espeso río de sangre bajaba por el enorme hombre, desde debajo de la boca y el pecho hasta la entrepierna. Uno de los ojos lo tenía enfocado en Dave; el otro, blanco como la leche, rodaba sin dirección. El hombre abría la boca en una amplia mueca de dientes podridos y ensangrentados.

    El cuarto mes después del brote de la enfermedad, después de que el gobierno dejara de fingir y de dirigir el problema hacia las bandas que corrían por la calles. Como manadas de perros salvajes, vagaban de puerta en puerta matando hombres, violando mujeres y robando toda comida o arma que encontraban. Arrasaban bloques de apartamentos como fuego envuelto en cuero. Dave había oído que una de esas bandas alardeaba de haber matado mil personas en una noche. Mientras el cuarto mes pasaba al quinto, añadieron el canibalismo a su currículum.

    El vecino de apartamento de Dave, Larry el poli, les había enseñado a Dave y a Janet una noche de cena su revólver .357 y su escopeta de dos cañones. Dave recordaba haber pensado en denunciar a Larry a los bobbys, pero algo le había hecho cambiar de idea. Eso le había salvado la vida años después. Cuando Dave oyó sobre las bandas, llamó a la puerta de Larry. Como Larry no respondió, Dave rompió la puerta, rezando por no comerse un disparo en todo el pecho.

    En vez del disparo, le recibió el olor de heces y de carne en descomposición. El cadáver de Larry estaba sentado en su sillón. La escopeta estaba apoyada en la pared junto a la puerta. La pistola estaba en su regazo encima de un ejemplar de ?Oui?. La maciza seductora de la cubierta fruncía los labios y se juntaba los pechos con las manos. Dave estuvo bastante seguro de que ya no existía una mujer viva con pechos como esos.

    Dave no tuvo que repeler bandas de violadores caníbales. Ningún merodeador skinhead entró con una patada en la puerta de su apartamento. Dave solo había usado la pistola una vez para disparar a un perro callejero para comer. Había trasteado con el mango de goma del revólver de acero metido en su funda a la cintura. Tuvo suerte de no haberse volado la polla, pensó después. Levantó el arma y apuntó al bestia que se le acercaba. El hombre ogro le sonrió estúpidamente antes de alzar en alto el bate sobra la cabeza.

    Dave apretó el gatillo y la pistola se sacudió con fuerza en las manos. Falló por un kilómetro. Cuando abrió los ojos, el enorme hombre seguiia acercándose. Dave podía oler la mezcla de podredumbre en el aliento del hombre y vio trozos de pelo y piel pegados en el ensangrentado bate. El brazo roto del enorme hombre colgaba de un lado a otro.

    Dave apuntó la pistola de nuevo, soltó el aire y apretó el gatillo. El arma se disparó sola esta vez. Sangre cálida salpicó la cara de Dave. Pensó que la sangre era la suya, que bajaba de su cráneo recién abierto, pero cuando abrió los ojos vio el mellado agujero salpicando sangre allí donde había estado la cara del hombre. El hombre se estrelló hacia atrás contra su pila de cráneos, huesos y carne podrida. Su cuerpo se convulsionaba mientras la sangre manaba por detrás de la cabeza en un creciente charco rojo oscuro.

    Dave quiso salir corriendo. La adrenalina fluía por todo su cuerpo. Respiró hondo. Aunque no había hecho nada, solo aprerar un gatillo, sentía como si hubiese esprintado un kilómetro. Se tambaleó hacia atrás y tuvo arcadas, pero no tenía comida que echar. Escupió en el suelo y cerró los ojos hasta que pasó la náusea. Se limpió la cara con la mano y sintió arcadas de nuevo cuando la mano salió empapada en sangre.

    Algo lo mantuvo allí. Tal vez Dave había desarrollado un sexto sentido para encontrar comida. El oxidado agujero en el camió volcado se lo indicaba.

    Dave subió por el retorcido remolque de acero que yacía como una bestia herida. Intentó mirar dentro, pero las sombras lo cubrían todo. Dave no podía imaginar que fuese peor lo que hubiese dentro del remolque que fuera. Giró sobre el estómago, descolgó las piernas por el borde y se dejó caer dentro.

    Entró en pánico cuando tocó el suelo. Levantó la vista y vio que el agujero por el que había caído tenía casi tres metros de altura. No iba a tener bastante fuerza para subirse otra vez sin ayuda y toda la ayuda había muerto. La visión de morir de hambre en ese caluroso y apestoso remolque pasó por su mente junto along con otra oleada de adrenalina. Se obligó a calmarse y a mirar a su alrededor.

    El olor a carne podrida llenaba el caluroso aire dentro del remolque. Llevó un momento acostumbrarse a la tenue luz. Dave retrocedió en horror ante las pilas y pilas de brillantes cráneos. Vio cientos de ellos apliados en ordenadas filas y envueltos en plástico. La luz mejoró y se le ajustó su vista. No eran cráneos lo que veía.

    Eran latas de comida.

    Filas y filas de latas en palés de madera envueltos en plástico. Algunas estaban reventadas en el suelo como gordos bichos gigantes aplastados por una bota. Cada lata tenía una anilla para abrir la tapa, pero el ogro de fuera al parecer no había podido resolver el mecanismo y se había apañado aplastando la cabeza a la gente y comiéndosela.

    Dave arrancó el plástico y vio cincuenta latas de sopa de ternera con verduras. Otra pila de sopa de fideos con pollo estaba debajo. Hizo cálculos rápidos de cabeza y contó cuarenta pilas de cincuenta latas. Si él y Janet comían dos al día, podían vivir dos años antes de necesitar más comida.

    Dave arrancó la tapa de una lata de una sopa de alfabeto y se la bebió en cuatro largos tragos. El sabor le supo mejor que cualquier cosa que hubiese comido antes. Cuando su furiosa hambre remitió, se presentaron los problemas de logística. Los cajones le ayudarían a salir del remolque, así que olvidó la imagen de morir dentro de esa caja. Dave arrastró cuatro cajones bajo el agujero en el techo del remolque y subió fácilmente por el agujero. Volvió a entrar y empezó a llenarse la mochila de latas de sopa. Logró meter treinta latas de sopa de ternera con verduras en la mochila. La sopa de ternera con verduras tenía el mayor valor calórico de todas las latas que había encontrado. La mochila pesaba más de diez kilos ahora. Le dolió la espalda cuando se colgó la mochila. Subió por los cajones y salió del estancado aire del remolque.

    Dave imaginó que le estaría aguardando una docena de hombres, tatuados, sin camiseta y blandiendo hachas, cuchillos y martillos ensangrentados. Su mochila portaba una carga incalculable, tal vez la única sustancia valiosa de la tierra. Hombres honorables le rebanarían el cuello y le dejarían ahogarse en su propia sangre por esas treinta latas. Cuando sus ojos se ajustaron a la luz del día, no vio tal tumulto esperándole. Dave reemplazó los dos casquillos usados en la pistola antes de empezar el camino a casa.

    No necesitaba estar preocupado. A parte de él, de Janet y del ahora muerto ogro, nadie en diez kilometros de esta área había despertado esa mañana. No vio a nadie, salvo una manada de perros salvajes. Estos lo dejaron en paz y él los dejó en paz a ellos. Solo eran dos manadas de carroñeros que chupaban cualquier carne que pudieran de los muertos de este mundo.

    Dave pasó por encima de las pilas de cajas, electrónica, aparatos y colchones que bloqueaban la escalera a su apartamento. Abrió la puerta de su casa. El calor salió de golpe y él se maldijo por no haber dejado abierta alguna ventana. El apartamento era caluroso después del mediodía en cualquier mes.

    Dave entró en el dormitorio y se le rompió el corazón cuando vio a Janet. Al principio pensó que su esposa había muerto, pero cuando el pecho se movió arriba y abajo, dejó escapar un suspiro que no sabía que había estado conteniendo. Él la besó en su amarillenta piel y sintió el calor que emanaba de ella. Ella abrió los ojos y le sonrió. Él la besó de nuevo.

    Dave volvió a la cocina y encontró una cuchara. Volvió a la cama y ayudó a Janet a sentarse erguida. Abrió una lata de sopa e inhaleló el increíble olor. La alimentó con dos latas y ella las retuvo ambas.

    Janet y Dave se habían casado cinco años antes de el brote. En su luna de miel fueron a Cozumel y pasaron dos semanas haciendo el amor, leyendo novelas malas y mirando la puesta de sol. Una noche se sentaron en el porche de madera de su bungalow y quedaron en silencio durante dos horas bajo el cielo de profundo azul. Observaron caer el sol bajo el mar y escucharon las olas chocar en la orilla.

    Dave agarró una manta y dos almohadas y las metió en los brazos de su mochila antes de colgarse esta al hombro derecho. Levantó a Janet de la cama y la llevó en brazos. Ella era ligera como una niña. Él agarró dos jarras de agua de la cocina y subió cuatro vuelos de escaleras hasta la azotea de su apartamento. La ciudad yacía bajo ellos extendiéndose hacia el horizonte con columnas de humo negro elevándose hacia el cielo de profundo azul.

    Dave apoyó las almohadas en la pared de ladrillo de la escalera. Dejó la mochila llena de comida y.las dos jarras de agua en el techo de grava. Dave se sentó con Janet en sus brazos, envueltos en una manta, y observaron la puesta de sol sobre un mundo muerto.

    Notas del Autor: obtuve la semilla de Vacas Locas durante una conversación en un almuerzo con un compañero de trabajo que dijo que el verdadero peligro de las "vacas locas" es que esta yace latente durante veinte años antes de hacer efecto. Él mentionó la eutanasia clínica humana y... boom, yo tuve una historia. Envié esta a Strange Horizons, que la devolvieron diciendo que faltaba la ciencia. Eso nunca pareció detener a Bradbury, aunque esto no es Bradbury, por supuesto.

6. Lealtad

(Loyalty)

    Devlin Charlson alzó la vista hacia la Torre del Ojo y se preguntó si sus agentes ya lo habían visto. Sus nervios se tensaban con cada uno de los sonoros pasos de su caballo. La Torre del Ojo se posaba en negro contraste ante el cielo gris, sobre la colina del suroeste que oteaba la ciudad de Cuernoverde.

    A su alrededor, la ciudad era un ajetreo de vida. Un ornado carruaje llevaba aristocratas reales desde un masivo palacio a otro. Mercaderes y mendigos gritaban unos a otros acerca de pollos y cuerdas de madera. Una tropilla de la guardia del Emperador marchaba con brillantes petos de acero, sombreros de tres picos, altos bastones y largos mosquetes sujetos a la espalda. Todo esto se mezclaba en una nube gris y opaca. Solo la Torre se alzaba en sus sentidos.

    Dos semanas antes él había llegado a una colina muerta, con sangre salpicada por su armadura y goteando de su sable. Su pistola humeaba en su mano. Debajo de él, los cuerpos de dos mil bárbaros Voth muertos yacían pudriéndose bajo el cielo lleno de humo. Diez mil soldados de la Espada de Faigon, armados con mosquetes, habían cortado a los Voth en pedazos.

    Una semana después, en el campamento del ejército, la sangre de sus propios hombres manchaba sus manos. Él se sentaba en la tienda de su comandante y el consejero del comandante, un pálido hombrecillo de profundas arrugas que le surcaban las mejillas, fruncía los labios de forma permanente. A diferencia del comandante y de sus soldados; vestidos en petos de cuero curtido, sombreros de tres picos, y negras capas; el agente del Ojo llevaba solo una túnica gris, pantalón marrón y una capucha que le tapaba la calva. El consejero era un agente del Ojo. Cada comandante había sido asignado con uno y era este consejero quien había enviado a Devlin al norte hacia Cuernoverde para reunirse con un investigador en la Torre.

    Devlin volvió a mirar hacia la Torre del Ojo. Estaba se elevaba casi a setenta metros de altura y parecía incluso más alta posada en la colina junto al ornado palacio real. Su superficie era del color de la pizarra. A diferencia del palacio del Emperador, carecía de decoración y solo tenía un puñado de ventanas estrechas. La torre era antigua, construida cuando las primeras naves comerciales tomaron puerto en el ancho meandro del río Greenbloom que bajaba atravesando las montañas del norte de Athuel hacia las orillas orientales.

    Las historias de la Torre y el Ojo eran tan antiguas como la Torre misma. Cada soldado tenía un cuento que contar. Algunos hablaban de parientes lllevados a las profundidades de la Torre y que nunca se habían vuelto a ver. Otros hablaban de amigos que regresaban ingenuos y tontos de sus investigaciones. Aunque las historias se acallaban con rapidez. Era peligroso hablar en tales términos sobre los telépatas.

    Las historias no se le olvidaban ahora. No las había olvidado desde que había dejado las líneas del frente. Él imaginaba agentes del Ojo de oscuras capas, con sus brazos quemados bajo las mangas de las ropas, entrando rasgando con cuchillas telepáticas en cada pensamiento, cada recuerdo y cada sueño. Se envisionaba sobre un suelo de piedra cubierto con su propio vómito mientras le alimentaban el cráneo con pesadilla tras pesadilla. Podían quemarlo en uno de los profundos sótanos de la Torre durante cincuenta años sin que nadie preguntara siquiera por él. Sin que nadie volviera mencionar siquiera de su nombre.

    Devlin se aproximó a la barandilla de los caballos de la Torre. Balanceó una pierna por encima de la silla y cayó al suelo en una desmonta rápida y bien practicada. Sus manos tocaron instinctivamente las dos pistolas de perdernal que pendían de sus caderas desde su cinturón de bien engrasadas pistolas de cuatro cierres. Sus dedos acariciaron la empuñadura de su sable de pomo dorado antes de subirlas y quitarse el sombrero de tres picos de cuero marrón.

    Dos guardias flanqueaba las puertas de roble, reforzadas con acero, de la Torre. Excelentes petos de acero brillaban al sol de la tarde. Cada guardia portaba un trabuco de cañón negro, mucho mayor que los que Devlin había visto nunca.

    Devlin entregó un pergamino doblado al más grande de los dos guardias. El consejero se lo había dado a Devlin antes de enviarle al norte. El guardia rompió el sello, leyó el pergamino y miró severo a Devlin. Por un momento Devlin imaginó al guardia apuntándole con el negro trabuco y reventarle toda la piel en una explosión de fuego y plomo. El gran guardia sonrió y abrió la masiva puerta. Devlin pasó dentro.

    El salón principal de la torre se extendía veinte metros de ancho y casi setenta de alto. Tenue luz entraba por unas altas y angostas ventanas. Una escalera en espiral serpenteaba alrededor del borde del salón hacia cada una de las quince plantas de arriba. Sintiendo um sudor frío en la nuca, Devlin se aproximó al mobiliario de la enorme estancia, un gran escritorio de roble estaba operado por un hombrecillo con anteojos de montura de acero.

    —Llegas dos días tarde —el hombrecillo miró a Devlin por encima de sus anteojos con agudos ojos verdes. Devlin tuvo la sensación de que su mente ya estaba siendo sondeada. ¿Hasta el recepcionista era telépata?— Te esperábamos antes.

    —Me sorprendió una tormenta de arena en Vandersmare. No clareó hasta dos noches después.

    —Debes dejar tus pistolas y la espada aquí —el anciano no apartaba la vista de Devlin. Un guardia enorme, una imagen de espejo de los guardias de fuera, esperaba en la puerta por la que Devlin había entrado. Devlin era muy consciente de los ojos del hombre mirándole y de la enorme arma que tenía este en las manos. Devlin desabrochó los dos broches de su cinturón y dejó caer sobre el escritorio sus dos pistolas y su sable. Se sintió desnudo y vulnerable. No se había separado de sus armas en casi dos años.

    —Ven conmigo.

    El hombrecillo guió a Devlin por la escalera hasta la segunda planta de la Torre. Docenas de puertas había en las paredes del pasillo de la segunda planta. El hombrecillo fue hasta una de las puertas, llamó dos veces, abrió la puerta e indicó a Devlin que pasara dentro. Cuando Devlin entró, el hombre con anteojos cerró la puerta detrás de él.

    Un anciano estaba sentado detrás de un gran escritorio de roble. Escribía cuidadosamente, con una pluma de acero, palabras en un libro de tapa dura. Tenía cabeza afeitada del todo y manchas rojas destacaban con su piel clara. Alzó la vista hacia Devlin con mirada aguda que habría hablado de juventud salvo por el resto de su apariencia. Devlin sintió un nudo en el estómago.

    —Bienvenido, teniente. Me alegra que haya llegado a salvo —la voz del hombre era tranquila y melódica—. Mi nombre es Ávalon Gasterson, investigador del Ojo de segundo círculo —Devlin asintió y le empezaron a sudar las manos. Ávalon hizo una pausa.

    —Entiendo que esté preocupado por nuestro encuentro, pero le aseguro que el mismo será breve y sencillo. Si no tiene nada que ocultar, tendremos poco que discutir y podrá seguir su camino.

    Las palabras del hombre calaron en Devlin. En una hora él podría volver al camino y dirigirse al sur hacia el Ejército de la Espada. El campamento era grande comodidad comparado con este luar. Las líneas del frente no ponían nervioso a Devlin, pero aquí Devlin sentía como si insectos le recorrieran la piel.

    —¿Está preparado para empezar?

    Devlin tragó.

    —Sí.

    Ávalon sonrió antes de cerrar los eyes y respirar hondo. Devlin sintió un picor en el dorso de la mano izquierda, pero no se rascó.

    —¿Ha luchado en la Espada desde hace diez años?

    —Sí.

    —¿Ha luchado bajo el comandante Kalvon Ramsin en el frente sureño contra los Voth?

    —Sí.

    —¿Alguna vez ha actuado con violencia contra el Emperador o contra sus fuerzas?

    Devlin sintió un calofrío subirle por los brazos. Él le había roto el brazo a un compañero soldado en una lucha de puños cuando tenía diecinueve años, y la nariz de uno de sus propios hombres cuando lo sorprendió violando a una joven contra las órdenes. Su mente giró en una espiral. ¿Era esto lo que ellos querían oír? ¿Iban aquellas acciones contra las directivas del Emperador? ¿Qué harían con él si mentía? ¿Qué harían con él si decía la verdad? Devlin llegó a una decisión.

    —No.

    Ávalon le sonrió. Un dolor pulsó detrás del ojo izquerdo de Devlin.

    —¿Alguna vez ha tramado contra el Emperador o contra sus planes?

    De nuevo la mente de Devlin dio vueltas. Él había violado regulaciones cientos de veces. Como todo soldado. Violar regulaciones a menudo era el único modo de operar sin hacer que te mataran o mataran a tus hombres. La hipocresía de la pregunta se retorcía en los pensamientos de Devlin. Sintió náuseas.

    —No.

    De nuevo Devlin vio sonreír a Ávalon. El calvo colocó los codos sobre la mesa y se juntó las yemas de los dedos. Miró a Devlin por encima de las manos. Devlin sintió la sangre abandonar su rostro.

    —En la noche de la rueda de marzo, se le ordenó la captura de una bruja Voth. Se le dio el mando del veinte hombres y solo regresó con seis. ¿Qué ocurrió?

    Devlin sintió como si una fuerza le comprimiera las sienes. También sintió que sus ojos eran demasiado grandes para sus cuencas. Le tronaba el corazón en el pecho, exprimiendo densa sangre dentro del cerebro. Detellos de sus batallas contra los Voth pasaron por su mente más rápido de lo que él podía reconocerlas.

    —Era el amanecer después del último día de la batalla de Gathenvarn. Separamos en dos el grueso del ejército Voth. Rumores susurraban que una bruja Voth había insuflado extraños poderes a los restantes asaltantes Voth. La cabaña de la bruja se suponía que estaba cerca y mi primer teniente me dio veinte mosqueteros y una orden para encontrarla. Peinamos las colinas de tres aldeas durante una semana confiando en encontrarla.

    —La encontramos.

***

    El viento soplaba con fuerza en la capa de lana de Devlin. Él estaba en un mirador de roca, con los talones de sus altas botas de cuero firmemente plantados em el borde de la roca. Debajo de él, en una arbolada muerta de yerba marrón había un único edificio, redondo, de madera y arcilla. Pieles negras de animal tapaban la puerta. Las extañas runas talladas en el marco de madera le daban calofríos a Devlin mientras él seguía.con los ojos su ajena escritura. Salpicaduras de rojo y negro coloreaban las paredes de marera y arcilla de la cabaña redonda.

    Devlin se quitó el sombrero de tres picos y pasó una mano por su sucio pelo y larga coleta. Zonas de sangre aún machaban su gruesa túnica de cuero de las batallas de ayer. Se recolocó el sombrero en la cabeza y bajó las manos hacia las culatas de sus dos pistolas de perdernal que pendían de las caderas. Pasó los pulgares por los ásperos bordes de las alas de las dos águilas cromadas que servían como percutores. Su mano agarró luego la enjoyada empuñadura del sable que colgaba bajo su pistola izquierda. Alzó la mano y se tensó el grueso collarín de cuero que protegía su vulnerable cuello; un profundo arañazo en el collarín combinaba perfectamente com una cicatriz en la mejilla de Devlin.

    Pasó casi un minuto mirando fíjamente la cabaña y el bosque en derredor antes de hablar.

    —Primer Mosquetero Aerus.

    —Sí, señor —detrás de Devlin estaba un soldado joven, aunque curtido en batallas, que pasó a posición de firmes. Sostenía un largo mosquete apuntado al cielo en sus manos machadas de sangre.

    —Mueva a sus hombres hacia ese claro a veinte metros de la cabaña. Forme dos hileras y vigile la puerta.

    Unos hombres salieron del bosque detrás de Devlin. Medio andaron, medio resbalaron por el mirador de roca hacia el claro debajo. Mientras cada hombre bajaba, otro le cubría con un mosquete apuntado a la cabaña y el bosque alrededor de ellos.

    Devlin no apartó la mirada del umbral de la siniestra estructura. Sintió su corazón hundirse y darle vueltas el estómago como si se hubiese tragado un puñado de gravilla caliente. ¿Qué horrores iba a hallar en esa cabaña? ¿Qué hechicería podría quemar o despedazar a sus hombres? Devlin no creía en la magia ni en la brujería, pero.los susurros contaban de sacrificios y torturas más allá de toda imaginación. Los Voth juraban por sus antiguos y oscuros dioses, y por las brujas que hablaban por ellos. Estas brujas preferían tener miles de Voth desarmados persiguiendo diez mil mosqueteros antes que rendirse. Cualquier cosa podía esperar detrás de ese pellejudo umbral.

    Cuando las dos hileras estaban en posición, Devlin bajó del mirador ayudado por unas raíces expuestas. Pronto plantó los talones de sus duras botas en el terreno debajo y se colocó junto a las hileras de hombres.

    Las dos filas de mosqueteros encararon el umbral, diez arrodillados delante y diez de pie detrás. Los mosquetes formaban una pared de potencia de fuego; cada cañón apuntaba hacia el umbral de la oscura cabaña. Devlin dijo las palabras que había ensayado en su cabeza durante casi un día.

    —¡Bruja del bosque muerto! En el nombre del Emperador, sal ahora o haremos pedazos tu despreciable cubil con plomo y fuego.

    Ni una criatura osó hacer un sonido. Devlin sintió su corazón martilleando en su pecho. Imaginó demonios saliendo en tropel del umbral de la cabaña sobre gruesos miembros peludos y correosas alas negras. Imaginó columnas de fuego envolviendo a sus hombre y a sí mismo. Aún así, todo estaba en silencio.

    —Amartille, Primer Mosquetero.

    Aerus gritó la orden. Los veinte mosqueteros retrocedieron los pesados percutores de los largos mosquetes. Devlin oyó el satisfactorio sonido de veinte mosquetes amartillar al unísono. Era un tranquilizador sonido de superioridad, la superioridad que había dado a Faigon la victoria sobre el poderoso y vasto Imperio Voth. Al momento siguiente, esa confianza se desmoronó como una cascada de agua fría.

    Aparecieron como fantasmas desde los bosques. Iban medio desnudos y eran enormes, con músculos llenos de oscuras runas rojas, como aquellas alrededor del umbral de la cabaña. Heridas autoinflingidas goteaban sangre por sus caras y pechos. Eran Voth, pero la ardiente mirada en esos ojos hablaba de algo más, de algo sacado a rastras de las profundiades del infierno y vertido en sus gruesas venas. El de delante de los tres debía de medir unos dos metros y medio. Llevaba un hacha que debía de pesar casi cuarenta kilos.

    El primer e inmeso Voth levantó su hacha y rugió al cielo nublado. Más rápido que el movimiento que su mente había registrado, Devlin sacó y amartilló ambas pistolas con águilas como percutores. La dos águilas chirriaron al retroceder hacia el cielo, preparadas para aplastar con los picos el pedernal de pólvora de las pistolas. Aunque Devlin no disparó con sus hombres y, al esperar, salvó su vida.

    Algo evitaba que sus dedos apretaran ambos gatillos tan fuerte como pudiera y dieran a las dos águilas la única cosa que querían más en la vida, lo único para lo que habían nacido. En vez de eso, él sostuvo sus pistolas preparadas mientras el rugido de veinte mosquetes disparados simultáneamente comprimía sus oídos y robaba todo otro sonido. Se dio cuenta más tarde que él no había disparado porque los otros tres Voth no se movieron en absoluto. No se movieron cuando el primer e inmenso Voth cargó y no se movieron cuando veinte bolas de plomo lo hicieron pedazos.

    Devlin vio la cabeza y el pecho del Voth en vanguardia explotar y abrirse. Una nube de sangre y humo obscurecía la vista. El gigante se desplomó como una pila de hueso aplastado, músculo desagarrado y jirones de carne. Su enorme hacha cayó al terreno húmedo con un grave golpe sordo. Entonces, antes de que los mosqueteros pudieran recargar, los otros tres Voth atacaron.

    Su estrategia funcionó casi a la perfección. Los mosqueteros necesitaban treinta segundos para recargar y en su prisa no se habían molestado en calar las bayonetas. Dos de los Voth berserker cortaron la línea como las hojas de dos guadañas cortan la hierba. En dos tajos de sus enormes hachas, habían decapitado cuatro hombres. Otros dos tajos y la mitad de los hombres de Devlin yacieron muertos. Los restantes logaron sacar dagas y espadas, pero cuatro más cayeron al suelo cortados en pedazos ante los dos Voth berserker.

    Devlin vio todo esto ocurrir por el rabillo del ojo, pues él se concentraba en el Voth restanre; el Voth que cargaba hacia él.

    Devlin disparó su pistola izquierda en el centro justo del pecho del enorme Voth. Vio la satisfactoria salpicadura de sangre detrás del Voth. El Voth no redujo su velocidad. Las botas de Devlin resbalaron y él cayó de espaldas cuando el hacha gigante del Voth bajaba sobre su cabeza. El Voth se estiró demasiado y cayó encima de Devlin, aplastándole bajo ciento cincuenta kilos de puro músculo. Devlin sacó la afilada daga de la bota y apuñaló al hombre en el muslo. Como esto tuvo poco efecto, levantó la daga y la clavó hondo en el costado del Voth.

    Devlin sintió la bocanada de aire salir de un pulmón reventado. Un olor a podrido y descomposición manó de la boca del Voth cuando el gigantón rugió. El Voth vomitaba sangre oscura mientras sus pulmones se llenaban con la sangre vertida por la herida de daga. Devlin vio ardiente furia, todavía muy viva, en los ojos del Voth. El Voth abrió mucho la boca, preparado para arrancarle a Devlin la cara con sus mellados dientes marrones. Devlin metió en la boca del Voth su segunda pistola y apretó el gatillo. Cerró los ojos ante la oscura masa caliente que le salpicó en la cara.

    Devlin apartó de un empujón al gigantón, ahora medio sin cabeza, y se levantó. Se limpió con una mano enguantada la oscura sangre de la cara. Vio la mirada ausente en los ojos de Aerus.

    —Primer Mosquetero, reúna a sus hombres, recarguen, calen bayonetas y vengan conmigo.

    Devlin oyó a Aerus dar la orden mientras él recargaba sus pistolas. Con arnas cargadas y una honda respiración, Devlin entró en la cabaña de la bruja.

    El olor fue lo que le llegó primero a Devlin. Un fuerte aroma a carne podrida y pelo quemado salía de la cabaña. Palos ardientes de incienso negro y un gran caldero burbujeante de un espeso líquido marrón vertían humo en el aire. Carcasas de animales y cráneos humanos colgaban de unos soportes de madera en la cabaña o se posaban sobre grandes mesas llenas de manchas. Sentada en el suelo al fondo de la cabaña, la bruja Voth les sonreía.

    Estaba sentada medio desnuda, sus senos de piel gris colgaban flácidos. Pliegues de piel colgaban de brazos atrofiados. Sus ojos, orbes de blanco puro, miraban fijamente más allá de ellos. Cada gramo de ella, cada gramo de este lugar, llenaba a Devlin de un pavor y un horror más allá de la imaginación. Él sintió su mente partirse como madera muerta. La bruja empezó a susurrar en una mareante y antigua lengua. Devlin sintió que su vision empezaba a cerrarse hacia un fino túnel de oscuridad. El hedor del lugar le llenaba nariz y boca, ahogándole.

    Devlin sintió la mente de la bruja colándose dentro de la suya, susurrándole en un oscuro lenguaje que él debía de entender. Le dijo que sacase su pistola y se la pusiera en la boca. Le dijo lo sencillo que sería olvidar toda esta sangre y guerra. Le dijo que la paz le esperaba.

    Devlin sacó y disparó su pistola izquierda de aguileño percutor en el rostro de la bruja.

    Más que nada en su vida, Devlin quería abandonar el despreciable cubil y salir al aire libre. Giró y apartó las pieles que tapaban la puerta de la cabaña. La luz del sol le golpeó como un martillo. Él respiró aire limpio en sus pulmones. Sus ojos encontraron los de Aerus y él vio el horror en los ojos del joven. Habían venido a matar a una anciana y habían perdido catorce hombres.

***

    —Perdió catorce hombres —Ávalon le fulminó con la mirada.

    El latir en las sienes de Devlin continuaba. Él sentía finas líneas frías serpenteando dentro de sus oídos y en los conductos de los ojos. Las sentía enlazándose por su cabeza, cada una escogía una imagen o pensamiento o emoción. Ávalon no solo habían escuchado su historia, la había visto en cada momento. Él sabía cómo Devlin se había sentido al ver a sus hombres cortados en pedazos. Sabía cómo había olido la cabaña de la bruja. Sabía lo cerca que había llegado Devlin a ponerse una de aquellas pistolas de aguileño percutor en su boca mientras los ciegos ojos de la bruja observaban.

    Uno a uno, Devlin sintió los tentáculos retirarse de su mente. Devlin vio una gota de sudor caer del lateral de la calva de Ávalon. El hombre parecía viejo y cansado.

    —Puede regresar a su unidad, sargento —Ávalon se secó el sudor con un pañito blanco—. Escribiremos un informe completo y lo enviaremos a su oficial al mando para su revisióm —los ojos de Ávalon capturaron los de Devlin una vez más.

    —No hable con nadie de lo que hemos discutido aquí hoy. No hable de mi. No hable de la Torre. Si lo hace, lo sabremos —Ávalon dejó que las siniestras palabras flotaran en el pesado aire antes de reclinarse en la silla y sonreír—. Puede irse.

    Devlin no sentía nada cuando salió de la pequeña oficina y bajó los escalones de piedra. Sus manos funcionaron por instinto cuando abrocharon sus pistolas y su sable.

    Cuando él salió de la Torre y sintió en el rostro la luz del sol, el alivio le recorrió el cuerpo. La sensación fue extrañamente similar a la que había sentido al salir de la cabaña de la bruja. Le dolía la cabeza, pero sentía que el dolor se disipaba rápidamente. Respiró hondo, sintió el aire limpio sacar el aire estancado de la Torre que había llenado sus pulmones.

    Y en su mente Devlin vio los ojos sin vista y sonrisa de dientes podridos de la bruja cuando ella le había sonreído. Vería esa cara y oiría sus oscuras palabras por el resto de su vida. Un día él podría hacer caso a esas oscuras palabras que se colaban en su cabeza como una música que él no podía olvidar. Un día podría ponerse en la boca la pistola de aguileño percutor y olvidar los horrores de ese día y del día de la Torre que le había hecho recordarlos.

FIN

    Notas del Autor: yo acababa de salir de un examen poligráfico cuando se me ocurrió la idea de Lealtad. En un mundo de telépatas, ¿por qué no podía tener lugar un examen telepático para la promoción de un militar hacia rangos de importancia? Esta fue mi primera historia del Faigon del Norte sobre el emperador, las guerras Voth, los sombreros de tres picos, los mosquetes y pistolas de pedernal y la Torre del Ojo. Mucho del ambiente para las otras historias de Faigon empezó con esta. Aún así, la historia sufre de la carencia de un verdadero final. Él pasa la prueba, sí, pero ¿y qué? También creo que hacer una historia sobre una retrospectiva siempre es peligroso. La gente odia las retrospectivas.

7. La Caída de los Cuchillos

(The Fall de the Knives)

    En las profundidades de las bibliotecas del Reino de Laeer decenas de miles de voces suplican por relatar sus cuentos. Hablan mediante la palabra escrita, tinta sobre pergamino y papel y encuadernadas en cuero. Susurran de reyes largo tiempo muertos, imperios que yacen en el polvo y mundos perdidos en el tiempo. Estas voces requieren solo el ojo del lector para lanzar su hechizo telepático. El hechizo conecta dos mentes, la del escritor y la del lector, a través del espacio y el tiempo.

    Enterradas en un oscuro subsótano, aplastadas entre dos enormes tomos que relatan el linaje de un consentido reino, algunas páginas amarillentas yacen dobladas y encuadernadas con una antigua cruz de cordel.

    Si cada libro en esta gran biblioteca fuese una voz, las voces rugirían. Poderosas voces oficiales listan los logros de reyes. Floridas y ligeras voces cuentan relatos de amor. Las armónicas voces de loa bardos cantan canciones de victoria en la guerra. Estas voces se vierten por los salones de la gran biblioteca, pero si uno es lo bastante disciplinado, oiría una voz moribunda relatar una historia moribunda. Esta es la voz de un anciano que tiene solo una tarea pendiente. Aunque en la profundidades del ocaso de su vida y esperando en el umbral de la existencia, su turbada voz ruega por un último favor, una última solicitud.

***

    Oídme.

    No sé cuánto tiempo me queda. Parece que me acerco más a la muerte a cada segundo. Mi mano se enfría mientras anoto estas pocas palabras. Pronto falleceré y todo aquello que conozco se perderá. Es por esta razón que he rechazado la paz que había esperado tener cuando me encuentre la muerte. En lugar de eso, debo relatar un cuento de horror y tristeza. He retrasado este momento durante sesenta años. Ahora la muerte está sobre mí y no puedo escapar de relatar este cuento. Oídme, pues no he relatado este cuento antes de ahora y nunca lo contaré de nuevo. Oídme y os relararé el cuento de la caída de los Cuchillos.

    Mi nombre es Lorian Graywing y una vez fui un aventurero. Busqué lo que muchas manos de granja desean cuando yacen despiertos de noche tras un día de duro trabajo: fama, fortuna y mujeres. Pertenecí a un grupo de aventureros conocido como la Compañía de los Cuchillos. Era un nombre pomposo, pero los aventureros de alquiler necesitan un nombre y ese era el nuestro.

    Éramos cuatro en total. El fundador del grupo, un caballero de pelo dorado llamado Galen Manoígnea y su compañera, la sacerdotisa Sulania, habían viajado al sur desde su ciudad natal como parte de su servicio a su diosa. No sé si dormir juntos era parte de este servicio, pero yo decía poco de ello. El cuarto era Dorgen Hachadero; un viejo y curtido cazador de las montañas del norte que hablaba poco. Pasaba las noches puliendo su hacha de hoja ancha o arreglando los eslabones de su cota de malla mientras el resto de nosotros compartíamos nuestros cuentos.

    En los meses de invierno de nuestro tercer año juntos, habíamos cazadovy matado un grupo de bandidos que habían saqueado y robado a los viajeros locales. En el cuerpo de uno de los bandidos encontramos un mapa amarillento con notas escritas en una antigua escritura. Mostraba el camino hacia un antiguo lugar funerario con objetos de posible gran valor. Nos llevó só unos minutos y una sola bebida en la taberna esa noche estar de acuerdo en que buscaríamos esa cripta.

    Gastamos un poco más de oro del usual en nuestra última noche en la ciudad. Nos relajamos y comimos bien. Escuchamos maravillosos cuentos. Cantamos. Galen y Sulania bailaron juntos. Galen alto y apuesto con su túnica azul y botas altas; y las finas ropas blancas de Sulania revoloteaban alrededor de ella mientras bailaban.

    Fue maravilloso estar con esos amigos esa noche. Fue maravilloso deleitarse en el amor de Galen y Sulania. Incluso Dorgen rugió y rio a carcajadas con la cerveza bajando por su espesa barba a medida que seguía la noche. Fue una gran noche para los cuatro, y sería nuestra última gran noche.

    Llegamos al lugar dos días más tarde y acampamos. Una línea de montañas se extendía al norte y al sur cien millas. En la base de una de esas montañas entraba un profundo túnel en la dura roca. Nos sentamos apiñados alrededor del fuego, embozados en las capas contra el gélido viento. Yo vi a Dorgen mirar fijamente la luna roja con el ceño fruncido y ojos entornados.

    —Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vi una luna tan enojada.

    —¿Qué temes, amigo mío? —dijo Galen, girándose hacia el cazador.

    —Hemos enfrentado muchos enemigos juntos y nos hemos forjado un nombre —dijo Dorgen—. A veces hay lugares que es mejor dejar intactos y tesoros que es mejor dejar a los muertos —Dorgen seguía mirando fijamente a la luna y luego sacó de su mochila su masiva hacha de batalla—. Lo que sea que hay allí abajo pronto sentirá la hoja de mi hacha —Su propia fanfarronada pareció calmarle y minutos más tarde el cazador roncaba a tiempo a los vientos que aullaban en la noche. El día siguiente, los cuatro entramos en la cripta.

    Gélido viento soplaba por la cueva como la respiración de una bestia durmiente. Lluvias de polvo caían del techo de roca. Seguimos el mapa por la red de cavernas hasta que una pared de gandes rocas nos bloqueó el camino.

    —El mapa conduce a este punto —dijo Galen estudiando el amarillento pergamino. Dorgen echó un vistazo de cerca a la pila de piedras.

    —Estas rocas fueron colocadas aquí. No van a evitar que crucemos, pero no creo que sirvan para eso. Parece como si sirvieran para evitar que algo salga.

    —Me parece que cavamos —Galen desenfundó su espada y sacó una palanca de su mochila. En media hora de sudorosa tarea, habíamos revelado una puerta. Dorgen, martillo en mano, nos miró a todos, guiñó un ojo y golpeó la puerta con tres martillazos.

    Antiguo aire estancado salió corriendo con un grave gruñido. Nubes de polvo nos cegaron y apagaron la antorcha de Galen. En movimiento rayano en el pánico, Galen reencendió la antorcha. Pasamos dentro de la cámara.

    La estancia tenía diez metros cuadrados, con un techo tal alto que la antorcha de Galen no podía atravesar la oscuridad. Polvo y telarañas llenaba la estancia y el aire nuevo de la caverna exterior entraba soplando en frenéticos torbellinos. Grandes tablillas de piedra recorrían las paredes. En el centro de la estancia había una mesa sólida grabada con images de batallas pasadas. En la cima de este podium había un tomo gris con polvo y atado a la mesa en una manta de fina telaraña.

    Galen siguió el perímetro de la estancia estudiando los grabados, mientras Sulania y yo fuimos hacia el libro. Ella limpió el polvo y abrió la crujiente cubierto encuadernada en cuero. Dorgen se quedó junto a la entrada de la cripta.

    —Esta escritura es antigua —dijo Sulania leyendo la primera página del gran libro y luego hojeándolo hacia la última—. No entiendo mucho de esto.

    —Parece que es el del Imperio Fanoldorn, en algún momento durante la segunda era —fue Galen quien habló, estudiando un grabado en la pared—. Mirad esta armadura. No se ha llevado así desde hace casi mil doscientos años.

    —Klathron... klathron —masculló Sulania. Su lengua danzaba con la extraña palabra—. ¿Qué significa?

    —Significa celda. Prisión —dijo Dorgen. Tenía los ojos entornados y su agarre tenso—. Esto no es una cripta.

    Galen dobló una esquina y su antorcha iluminó una gran caja de hierro.

    —¿Qué es eso? —la caja tenía dos metros de altura y estaba cubierta de hollín. Extrañas runas y glifos estaban tallados en el borde circundante y una gruesa vara acerrojaba la caja cerrada—. ¿Son esas nuestras joyas del rey? —Galen puso la mano en el cerrojo.

    En mis años con Galen, nunca supe que hiciera una acción precipitada o estúpida. Tal vez la oscuridad en el interior de esa celda le susurró. Tal vez una cripta como aquella arrastró a la superficie su codicia como un cadáver inflado en un pantano. Tal vez un caballero como él no podía dejar una sombra oscura sin iluminar. Yo solo puedo deciros lo que hizo. No puedo deciros por qué.

    Galen levantó el cerrojo y el sarcófago de hierro se abrió como una puerta. La imagen de lo que había dentro permanecería conmigo para siempre, grabada a fuego en el fondo de mi mente como el sol en los ojos. Olía como el contenido medio digerido de un pez muerto abierto en canal. Era humanoide, con piel translúcida gris que cubría huesos con bordes afilados y que goteaba un líquido claro. Las delgadas y torcidas piernas de la criatura estaban dobladas hacia arriba, de suerte que las rodillas tocaban los hombros. Un brazo le cruzaba el pecho. Cada uno de los imposiblemente largos dedos terminaba en garras de sierra amarillas. El otro brazo parecía ser un largo tentáculo, grueso en el hombro y más fino mientras se envolvía alrededor de la cintura de la bestia. Un único cuerno emergía del centro del cráneo de la criatura, doblado hacia arriba.

    Yo nunca había visto una criatura tan ajena. Cada curva de su vagamente humanoide apariencia asaltaba mi sentido de razón y lógica. Un ser tan horrible no podía existir.

    La criatura abrió sus ojos.

    La cara de Galen se iluminó en el fulgor violeta de la infernal mirada del demonio y el caballero gritó. Su espada, destructora de cuarenta bárbaros saqueadores y seis señores de la guerra, cayó con estruendo metálico en el suelo de piedra. Su grito se silenció cuando una mano de largos dedos se disparó con imposible velocidad y agarró la garganta de Galen. Con el chasquido de los retorcidos huesos del demonio, atrapado e inmovilizado dentro de una caja duranre mil doscientos años, la criatura dio un paso fuera sobre el suelo.

    El demonio medía tres metros se altura. Yo veía líneas de negro líquido fluyendo bajo su piel. Su estómago colgaba en una flácida bolsa de órganos podridos. Las piernas del demonio se doblaba hacia atrás en las rodillas y parecía tener muchas articulaciones.

    El demonio golpeó a Galen contra la mesa en el centro de la estancia. La mesa se rompió en pedazos bajo el cuerpo del caballero. Yo vi un destello de plata y negro caer desde el destrozado altar, pero la vista cayó fuera de mi mente. La bestia cayó bajo y desenroscó su brazo tentáculo sobre su cuerpo. Este terminaba en una bola de pesado hueso y un único pincho.

    Me fallaron las piernas y caí al suelo. La bestia dejó salir un siseo y se abalanzó hacia mí, con sus largas garras arañando el suelo.

    Dorgen me salvó la vida. Él clavó fuerte a la asquerosa bestia y su hacha.hizo un corte profundo en la piel transparente del costado del demonio. El demonio gritó con furia que resonó en las paredes y causó que me pitaran los oidos. La criatura giró y su brazo tentáculo azotó dos veces como la cola de un escorpión. Golpeó el pecho de Dorgen como un martillo, dejando dos grandes agujeros en la armadura de malla del cazador. No hubo sangre saliendo de los anchos agujeros negros, pero los golpes dejaron a Dorgen sin respiración y él parecía no poder inhalar. Dorgen aspiraba con esfuerzo y el aire silbaba en los agujeros de su pecho. Vomitó un océano de sangre que salpicó el suelo a sus pies. Dorgen cayó sobre la espalda, tosiendo por un último aliento que nunca llegaría.

    Sulania gritó de aflicción y el demonio torció su largo cuerpo hacia ella. Este abrió la boca y pasó un lengua negra sobre el ensangrentado pincho del ondulante tentáculo. El grito de ella atravesó la parálisid de mi confusión y vi de nuevo lo que había visto cuando la mesa se había hecho pedazos. Era una vara, tal vez de medio metro de largo, con un orbe plateado y negro en un extremo. La vara había estado sellada en el sólido podio y se había liberado cuando el cuerpo de Galen había quebrado la mesa.

    La vara me llamó. El peligro a mi alrededor se fundió con el fondo. No lo vi cuando la bestia extendió sus espantosas garras y aplastó el cráneo de Sulania. Yo pisé sobre la roca partida y recogí el cetro.

    Energía negra se disparó por mi mano y sentí como si mis venas estuvieran llenas de un espeso jugo. Podía oír ni corazón latiendo y el sonido era ensordecedor. Mi visión quedó en negro. Pasaron algunos confusos segundos y luego en mi cabeza explotó una voz grave y rugiente. Pronunció horrible palabras oscuras que me pusieron la piel de gallina.

    —KARFUL GHTN LGTKU ZTGFN PRK

    Las palabras se estrellaron por mi cabeza como un ariete. Pasaron fluyendo hasta que pensé que iba a volverme loco y entonces pararon. Tal vez otros dos segundos pasaron y entonces una reptante voz se vertió sobre mí como aceite hirviendo.

    —SSLAVERNOIA KASSRULAKS CRAVENROLSOMM DROLZARTHZZ RADLASSMNASMM

    Sentí como si un delgado carámbano me atravesara el oído. Intenté gritar, pero el grito sonó hueco y débil comparado al rugido de la antigua voz y las oscuras palabras. El nuevo río de dolor cesó tan repentinamente como el primero. Otros dos segundos pasaron.

    —ÚSAME Y TE SALVARÉ LA VIDA

    —¿Qu...qué eres? —la voz de mi mente habló.

    —RECUERDA...GATHZ ZTALMG FRONGTLAZ RUTZNGOM

    Mi mundo explotó de nuevo y yo estaba de vuelta en la cripta. Solo tuve tiempo de oír romper el grito de Sulania cuando su cabeza explotó entre los largos dedos del demonio. Toda su vida, amores, aventuras y victorias gotearon en sangrientos pedazos de carne gris a través de los dedos del demonio y sobre el suelo.

    La siseante bestia giró hacia mí y me fulminó con sus ojos violeta. La boca de la criatura se abrió revelando largos dientes afilados y dejó salir el mismo siseo que me había hecho querer perforarme mis propios tímpanos para deshacerme de él. Este cayó bajo de nuevo y su cruel tentáculo azotó de un lado a otro.

    En pocos segundos yo iba a estar muerto. Yo quería estar muerto. Quería que todo eso acabase. Mis amigos habían sido hechos pedazos y quebrados como ramas secas, pero para ellos el horror había terminado. Yo les envidiaba.

    —GATHZ

    La palabra entró en mi mente con la misma voz aplastapechos que yo había oído en mi desvanecimiento. La vara en mi mano vibró. El orbe negro en su extremo brillaba. Levanté la vara y señalé con su punta al demonio que había matado a mis amigos.

    —Gathz

    Un arco de relámpago blanco puro crujió desde la punta de la vara y entró en el pecho de la bestia. El rayo hizo retroceder al demonio sobre sus patas traseras y este aulló con ensordecedora fuerza. Se me pusieron los pelos de punta.

    —Ztalmg

    Una rugiente columna de fuego envolvió al gritante demon. Su piel ardió fuera de sus infernales huesos. La bestia salió rodando de la ardiente columna, con sus garras arañando el suelo. Los ojos violeta del demonio giraron hacia mí. Esta vez no estaban llenos de homicida dicha o furia, sino de miedo.

    —Frongtlaz

    Un rayo negro salió disparado y golepó al demonio en la cara. Desgarró el cráneo de la bestia y el demonio se convulsionó. Su brazo tentáculo se agitaba como un latigo más rápido que la vista. El rayo paró y el demonio cayó inmóvil al suelo.

    El demonio aún estaba humeando en el suelo cuando me aproximé. Virutas de humo blanco subían desde los ojos muertos de la bestia. El olor me ponía enfermo. Era una mezcla de azufre y carne podrida.

    —METE A LA BESTIA EN LA CELDA ANTES DE QUE DESPIERTE.

    Me tapé los oídos con las manos, pero la voz no quería acallarse. Cuando se detuvo, miré a la arruinada criatura y noté arañazos y cortes sellándose solos en la asquerosa piel gris. La herida del corte de Dorgen ya estaba curada. La bestia se estaba regenerando.

    No pudo de iros de dónde saqué la fuerza para arrastrar el cuerpo hasta la celda de hierro, pero lo hice. La idea de que la bestia regresaba a la vida debe de haberme dado la energía que necesitaba.

    Crucé los espantosos brazos de la criatura ante su pecho hundido. Con un impulso, la empujé dentro de la celda y cerré la celda con un portazo.. Deslicé el cerrojo de hierro de vuelta a su posición y me invadió una sensación de alivio. El alivio decayó del todo cuando posé los ojos en los ojos grises de mi amigo Dorgen. Él yacía de costado en un oscuro charco de su propia sangre. Volví los ojos hacia la ruina que quedaba de Sulania, pero no pude soportar lo que vi y aparté la mirada.

    Oí toser a Galen. La tos fue queda y ronca, pero el corazón me dio un vuelco. Su cuerpo, normalmente robusto, yacía como un fardo contra el altar quebrado. Una de sus piernas estaba torcida por la rodilla. Era una lesión que le dejaría un miembro inútil hasta el día de su muerte, aunque él pasó la mayoría de esos días en el taburete de una taberna tragando pintas de cerveza.

    Corrí y recoloqué la pierna de Galen lo mejor que pude. Busqué material para hacer algún tipo de camilla y me topé con diepersas gemasvy joyas que debían de haber salido del interior del altar. Metí eso en mi propia mochila de cuero, y el gran tomo y la vara negra.

    Arrastré el pesado cuerpo de Galen heavy durante dos días y por fin encontramos una camino principal. Llegamos a nuestro destino y pagué por una habitación. Con la ayuda de dos fuertes mozos de granja levantamos a Galen y lo acostamos en la cama. Las gemas ayudaron a pagar la estancia y al curandero local. Las pequeñas heridas de Galen se curaron y le entablaron la pierna. La herida en su corazón nunca se curaría. Su amor, Sulania, estaba muerta.

    Una noche Galen y yo estábamos sentados a una arañada mesita en un rincón de la taberna. Yo bebía un caro vino blanco, mientras Galen tomaba su usual pinta de cerveza. Esta vez él no la engullía como solía, aunque se estaba haciendo tarde, él no estaba borracho todavía.

    —La amaba —dijo Galen mirando su gran jarra con pálido ojos sin vida—. La amaba desde mis dieciséis años de vida, cuando aún no se me permitía sostener una espada que no estuviera hecha de madera —Galen giró sus pálidos y hieráticos ojos hacia mí y, por mucho que yo quisiera, no aparté la mirada.

    —Ella adoraba los caminos, Lorian. Los los adorábamos. Podíamos haber regresado a Glaforam hace dos años y unirnos a la orden, pero habríamos estados separados. Aquí fuera podíamos estar juntos. De madrugada solíamos hablar sobre retirarnos, sentar la cabeza y tener hijos. Pero no pudimos apartarnos de la caza —Galen quedó en silencio durante un momento—. Pagamos por ello.

    Una lágrima cayó por una de sus mejillas sin afeitar.

    —Habla a la gente de nosotros, Lorian. Cuéntales nuestras aventuras y cuéntales cómo morimos —Galen miró dentro de mí. Yo nunca lo había visto tan serio—. Cuéntale a la gente que a veces el precio es demasiado alto —mantuvo su mirada en la mía un buen tiempo y luego volvió a su cerveza. Se bebió la pinta de un trago.

    Galen murió seis semanas más tarde, pero esa noche, al mirar esos ojos, yo supe que él ya había muerto. Enterré a Galen en el bosque profundo fuera de la aldea. Enterré con él el cetro negro y el libro antiguo. No volví a oír la horrible voz y deseaba que ningún otro la oyera jamás.

    Enterré al último miembro de los Cuchillos a pesar de mí mismo y ahora, tras la escritura de estas palabras, Yo también falleceré y los Cuchillos ya no existirán. He vivido muchos años después del día en que Galen murió, pero no he deseado relatar este cuento.

    Mi sensación de alivio al relatar esta historia es grande. Escribí estas palabras para preservar nuestra banda de aventureros y la amistad que compartíamos. Escribí estas palabras porque tenía que hacerlo. Las escribí porque había hecho una promesa a un amigo.

FIN

    Notas del Autor: La Caída de los Cuxhillos fue mi primera historia real. La escribí con la idea de enviarla a Wizards de the Coast, pero nunca llegué a enviársela. La envié a algunas otras revistas, pero ninguna picó. La Caída de los Cuxhillos es mi idea de una historia de fantasía dura. Empieza como cualquier historia típica de un grupo de aventureros, pero cambia rápidamente cuando su héroe queda noqueado al instante, a la guapa clériga le aplastan la cabeza y el enano vomita un océano de sangre y muere. Sip, el norteño era en realidad un enano en la primera versión, pero lo cambié para escapar del mundo de Tolkein. El diálogo de palabras oscuras era mi propina en el sombrero a Lovecraft, pero no creo que valiera la pena deletrearlas.

8. El Atasco de Tráfico

(The Traffic Jam)

    John pilló el tráfico tarde el viernes por la tarde. Los atascos de tráfico no eran raros los viernes en L.A., pero nunca como este. La canción "Dreams" de Fleetwood Mac salió fluyendo por su ventanilla cuando la bajó y apagó el aire. No tenía sentido malgastar gasolina.

    Él llamó a Susan y charlaron sobre la cena y tal vez salir a ver una película. Ella le dijo que tenía coro en la iglesia esa noche, pero que quedaba pizza del fin de semana. Ella siempre iba a esa maldita iglesia. Se dijeron adiós, pero él no le dijo que la amaba. Él lamentó no habérselo dicho.

    Se quedó sentado mirando su teléfono móvil negro, lo abría y cerraba con el pulgar. Examinó la carretera y vio cinco carriles de tráfico, tres carriles y dos arcenes atestados de viejos chevies y nuevos BMW. Un hombre negro con camisa blanca y corbata tenía el asiento reclinado y escuchaba Prince. Jack sonrió y vocalizó las palabras para sí mismo, girando las llaves y apagando la ignición y a Stevie Nicks.

    —La fiesta de dos mil cero cero ha terminado, fuera de tiempo. De modo que esta noche nos vamos de fiesta como si fuese mil novecientos noventa y nueve—. Jack odiaba admitirlo, pero le gustaba esta canción. Le gustaban mucho las canciones de Prince.

    Jack se abrió el almidonado cuello de la camisa y se aflojó su roja corbata a cuadros. Se le hundían los zapatos de cuero en los pies. Estos no eran doscientos dólares bien gastados.

    Jack miró a los coches a su alrededor y a la gente dentro: hombres en traje de negocios, técnicos en camisas de golf y pantalones cortos, paisanos de cuello azul con camisas grises manchadas de pintura y pantalones vaqueros de unos quinientos años de antigüedad. Un par de chicas jóvenes a su lado soltaban risitas. Las vio a ambas charlar en móviles independientes.

    No importaba lo que conducían ni cuánto ganaban, todos estaban atascados en el mismo tráfico. Un gordo en traje avanzó la cabeza y luego golpeó con ella el reposacabezas de su Mercedes SUV azul oscuro. Sesenta mil dólares para poder sentarse en el tráfico con el resto de nosostros, pensó Jack. Las manos del gordo agarraban el volante de cuero como si el hombre estuviese a punto de salir en órbita.

    Una chica salió del techo solar de un Camero llevando solo un sujetador y pantalones vaqueros. El conductor, un tipo joven con una gorra de los Indian se giró hacia atrás, la ignoró. Aunque la mayoría de los otros hombres parecieron tomar nota. La chica estiró los brazos y se rascó el cierre del sujetador.

    Un minuto más tarde, un hombre asiático en camisa amarilla de manga corta salió de su Accord y echó un vistazo entre los carriles de coches. No había nada que ver, tanto él como Jack lo sabían, pero él miró de todos modos.

    Jack no pensó que eso fuese tan mala idea. Echó el freno de mano y salió al asfalto. ¿Cómo es que poca gente pone el pie en esta carretera?, se preguntó Jack. Estudió los detalles de la pintura de las rayas blancas. Miró a la marca negra de frenado y a un gran trozo de roca que salía de la barrera divisoria de hormigón en el centro. El fan negro de Prince dormía con la cabeza hacia atrás. Otros tres o cuatro andaban por ahí fingiendo ver cuál era el problema.

    La chica del sujetador se metió otra vez en el Camero. Un tipo fue tres coches más allá y señaló a una joven que al parecer conocía. —Esto es culpa tuya—-, le dijo con una sonrisa. La mujer puso los ojos en blanco. Ya era malo tener que aguantar su falso flirteo duante toda la semana, ahora lo tenía aquí en la madre de todos los atascos. Jack volvió a sonreír.

    La radio del negro pasó a estática. El hombre despertó y pulsó un botón en la radio. Más estática. Pulsó una tercera vez. Estática.

    Jack la oía desde algunas ventanillas bajadas a su alrededor. Las dos chicas dijeron ambas simultáneamente: —¿Hola? ¿Hola? —a sus teléfonos. Siete u ocho personas en la carretera, zombis de tráfico, todos contemplaban maravillados sus teléfonos móviles. Jack entornó los ojos y miró su propio teléfono. Sin señal. Miró alrededor y el hombre negro seguía pulsando emisora tras emisora.

    Entonces el mundo se volvió blanco. Fue el destello más brillante que Jack había visto nunca. Se cubrió los ojos con la manga del brazo y eso lo redujo un poco. La oscuridad regresó y él abrió los ojos, parpadeando. Vio que el hombre negro seguía pulsando botones en la radio como si nada hubiese pasado. Una de las chicas dentro del coche gritó, la otra parpadeaba y se apretaba con los dedos los ojos cegados. Jack vio al asiático de pie en la calle. El teléfono móvil del hombre había caído al suelo y él miraba fijamente al oeste entre las filas de coches. Jack siguió su mirada.

    Jack solo pensó en una palabra: hermoso. Una columna de nube negra, ancha en la base y en la cima, salía de la ciudad como una seta. La masiva nube se extendía cientos de metros en el aire y kilómetros de ancho. En tanto Jack observaba, una onda recorrió la tierra hacia ellos, enviando coches, equipo de construcción y piezas de edificios de oficina volando por el aire.

    —¿Por qué no hemos oído nada de esto? —pensó Jack—. ¿Por qué seguía la radio tocando 1999 de Prince en vez de informarnos?

    Jack recordó un documental que había visto sobre asteroides que amenazaban la Tierra. Los científicos decían que era probable que el gobierno no informara a la población de ninguna clase de impacto, esa información no serviría para nada, salvo para causar pánico. Mejor que la gente muriera según vivía; charlando como insectos en teléfonos móviles y comiendo hamburguesas Whopper. Jack vio un autobús dar vueltas y vueltas antes de estrellarse en el suelo. Casi pudo oír los gritos de la gente dentro cuando el choque los convirtió en hamburguesa.

    Jack pensó en Susan y recordó la última vez que la había besado. Habían estado fuera en el patio, hablando sobre la longitud del césped a principios de primavera. Ella se había girado hacia él y había sonreído. Era hermosa. Él le había pasado un brazo por la cintura y la había acercado. Ella había soltado un pequeño chillido. Él la había besado con fuerza y le había colocado una mano en el seno izquierdo. Ella se había ablandado entre sus brazos, dejándo que él la sostuviera, con su mandíbula relajada. El beso había sido suave y maravilloso. Ambos habían entrado dentro de la casa y habían hecho el amor, pero el beso había sido el clímax para los dos. Él la amaba y deseaba habérselo dicho.

    Las dos chicas del coche se sujetaron en un último abrazo mientras el temblor de tierra corría hacia ellas. Un muro de papel, roca, metal y fuego rugía hacia ellas a mayor rapidez que la del sonido. Ellas aún no habían oído nada. El hombre asiático estaba de pie y miraba con calma en su rostro. El hombre negro seguía pulsando botones en su radio. La chica del sujetador blanco, con la camisa puesta otra vez, salió por el techo solar y miró el rugiente muro de roca y fuego avanzar hacia ellos.

    Yupis, oficinistas, profesionales de seguridad informática, pintores de casas, estudiantes, esposos, esposas, padres, madres, todos estaban allí. Esa era una muestra de cada estilo de vida. Su dinero no importaba. Sus hijos no importaban. El coste de sus coches o el tono de llamada de sus teléfonos móviles no importaba. Nada que habían hecho en sus vidas iba a cambiar este momento. Todos habían nacido en el agua y todos iban a morir en el fuego. Jack pensó otra vez en Susan justo antes de que la onda nuclear lo golpease.

FIN

    Notas del Autor: escribí El Atasco de Tráfico mientras estaba de verdad en un atasco de tráfico en la 295 de Washington D.C. La chica de verdad se dio un baño de sol en sujetador a tres coches de distancia de mí. A nadie pareció importarle. Creo que escribí las últimas líneas en casa, pero el grueso de la historia fue escrito en un cuaderno Moleskine sobre el volante de mi Mustang. En la versión original, algunos nubarrones verdes llegaban y le quemaban los pulmones a todo el mundo. No recuerdo por qué lo cambié por una explosión nuclear, pero ahí está.

9. El Libro del Caos

(The Book of Chaos)

    De todos los pasos que Ghenni Llamanegra tendría que seguir estos seis días y noches, el primero era el más peligroso. Ghenni se arrodilló en el frío suelo de piedra de la última planta de su torre en la ciudad de la Rueda. Su cabello negro colgaba suelto a la espalda y entre sus expuestos pechos de marfil. Rojas llamas danzaban en sus almendrados ojos marrones. Ella susurraba retahílas en la lengua abisal que había pasado muchos años aprendiendo. Hizo una seña a uno de los encapuchados y enormes eunucos detrás de ella. El castrado de sombrío rostro dio un paso adelante con un bebé llorando en las manos. Encadenado a la pared detrás del ardiente infierno en el centro del pozo del suelo circular, la madre del bebé, también desnuda y de no más de dieciséis años, lloró de desesperación.

    Ghenni no prestó atención a la jovencita. Sus labios seguían torciéndose con el obsceno lenguaje conocido por muy pocos. Ella sacó un delgada y afilada daga del suelo junto a una fila de otros diábolicos implementos, polvos y pociones. Sin dudar, clavó la daga en el corazón del gritante bebé. La joven madre lloró y colgó de sus cadenas mientras la sangre vital del bebé caía fluyendo en las manos de Ghenni y en grandes chargos húmedos en el suelo de piedra.

    Ghenni lanzó el cuerpo del bebé en la ardiente hoguera en el centro del suelo. El fuego crepitaba y estallaba, lamiendo el alto techo abovadado con llamas naranjas y rojas. Ghenni esperó descalza y observó el calor empapar su esbelto cuerpo desnudo.

    Las llamas se tornaron negras. Aún ardían con calor, pero las llamas empapaban en luz en vez de liberarla. Los ojosvde Ghenni se agrandaron de emoción y ella juntó las manos en una palmada ante sus grandes pechos. Miró fijamente las profundidades del abismo y observó danzar las sombras.

    Una garra negra salió de pronto de las oscuras llamas. Tenía tres dedos, largos y articulados por nueve sitios. Terminaban con uñas de cinco centímetros de largo y separadas en el centro, formando dos afiladas puntas en cada dedo. Otra garra siguió a la primera, pareciendo salir rasgando las llamas. Un par de ojos de cromo brillaron desde el interior de las llamas negras. Un pie, largo y articulado hacia atrás, salió al suelo de piedra. Espuelas de hueso sobresalían del fino pie apezuñado. Otro pie salió y la aberración abisal entró en la torre de la Llama Negra desde otro mundo de sombra y frío.

    Una oscura voz abisal pronunció antiguas palabras en una armonía de cientos de voices, tanto agudas como graves. Los cinco humanos en la habitación lo oyeron desde el interior de las profundidades de sus mentes. La jovencita chilló y cerró con fuerza los ojos. Los eunucos no hicieron nada. Ghenni sintió oleadas de orgásmico placer fluir por su desnudo cuerpo con cada oscura palabra.

    El demonio medía tres metros de altura y un líquido claro goteaba de su piel negra y aceitosa. Tres de sus cuatro brazos pendían a los lados, el otro estaba recogido cerca de su angosto torso, sujetando el cuerpo chamuscado del bebé sacrificado. No movió sus hieráticos ojos plateados cuando levantó el cuerpo del bebé y abrió una boca llena de cientos de dientes en cuatro hileras. Los dientes eran afilados como cristal roto. Ninguna cuerda vocal delineaba su lisa garganta. Su boca era un agujero negro hasta las profundiades de su infernal estómago. Tres carnosos tentáculos rojos salieron y envolvieron la cabeza del bebé. Mordió con un asqueroso crujido, sangre roja cayó fluyendo de la boca abierta. Se tragó al bebé entero. Ghenni pudo ver el bulto mientras el bebé resbalaba garganta abajo.

    Ghenni susurró en la misma lengua oscura y la criatura de los infiernos negros devolvió las palabras, su voz telepática voz retumbó en la cabeza. La criatura giró y contempló a la joven, madre del bebé que acababa de devorar. Ghenni hizo una seña a uno de los eunucos y el eunuco se movió hacia la jovencita y la arrastró desnuda hasta un altar de piedra en el lado oeste de la habitación. Otros dos eunucos se aproximaron y ataron boca arriba a la pálida chica en el tablero de piedra, con manos y pies atados formando una equis. Los tres eunucos se alejaron y se aproximó el alto demonio.

    Nunca había habido un acto más alienante para la palabra "amor". La bestia la montó y ella chilló cuando aquella entró en ella. Esa lengua reptó por la cara de la joven y bajó por la garganta, atragantándo y ahogándo a la joven. Ella mordió y espesa sangre negra rezumó de la lengua roja, pero a la bestia no le importó. Sus garras rasgaron los pechos, llenos y húmedos de leche materna. La criatura embestía repetidamente el altar en un acto de apareamiento más horrible que cualquier acto del mundo natural. Cuando terminó, la bestia dejó salir un rugido telepático que hizo a Ghenni caer de rodillas. La chica había quedado piadosamente inconsciente, la sangre manaba desde su nariz y bajaba por las delgadas piernas. Ghenni abrió los ojos y vio al enorme demonio arrodillarse en el suelo de piedra, con su energía consumida del todo.

    Ghenni pronunció una sola palabra y los eunucos se movieron rápidamente. Uno cerró dos pares de grilletes on los cuatro brazos de la bestia. Una larga cadena conectada a los grilletes viajaba hasta un agujero en el techo abovedado. Otro eunuco cerró un par de grilletes encadenados al suelo alrededor de los tobillos de la criatura. Los ojos del demonio ojos se agrandaron. Otro eunuco fue rápidamente para colocar una diadema de plata alrededor de la cabeza de la bestia, pero no fue lo bastante rápido. La bestia envió un estallido telepático al cerebro del eunuco que le había puesto los grilletes en los pies. Se oyó un espantoso crujido y la sangre manó de la nariz, boca, ojos y oídos del eunuco. Este cayó al suelo entre espasmos, con la cabeza abierta desde dentro.

    El otro eunuco apretó la diadema alrededor de la cabeza del demonio y la cerró. La grave y oscura voz, y el zumbido que la acompañaba, se silenció. El demonio abrió la boca en un grito silencioso. Mordió el hombro del eunuco y cientos de dientes desgarraron la piel del eunuco hasta el hueso. El eunuco se liberó rasgándose carne y músculo. La sangre salpicó desde la enorme herida y el eunuco cayó también muerto en el suelo.

    Uno de los dos últimos eunucos fueron hacia la pared y tiraron de una palanca. Un enorme contrapeso cambió detrás de las paredes de piedra y la cadena conectada a los grilletes de los brazos del demonio se elevaron hacia el techo. El demonio quedó estirado desde el suelo hasta el techo, rompiendo una muñeca, dislocando los dos hombros inferiores y desgarrando los tendones en una de las rodillas del demonio. La criatura soltó otro grito silencioso. La diadema prevenía toda verdadera comunicación, pero Ghenni podía ver el miedo y la rabia que la bestia sentía.

    Ghenni reunió los oscuros implementos que yacían en el suelo junto a ella y caminó hacia el demonio amarrado. Los eunucos restantes desataron y levantaron a la joven inconsciente del altar y la llevaron de vuelta a las celdas se abajo. Si la semilla del demonio echaba raíz, la chica podría dar a luz a un valioso sirviente. Lo más probable era que cual fuese la abominación que la chica pudiera portar muriera y se llevara a la chica con ella. Pero ahora no era el momento de ponderar tales cosas.

    Ghenni tenía trabajo que hacer.

    Ghenni quedó desnuda delante de la criatura de piel oleosa, quien la miró fijamente con sus ojos plateados y abrió las fauces. Ella se maravilló por la criatura, un ser capaz de destruir ejércitos y pulverizar castillos. Un ser que podía tener un millar de años, vivir su antigua vida en un mundo completamente ajeno a Ghenni; un mundo de caos y sombra. Ghenni oyó otro "pop" cuando se dislocó uno de los hombros superiores.

    Ghenni levantó un cuenco y pasó un cuchillo imposiblemente afilado por el grueso cuello del demonio. Sangre negra manó salpicando el rostro y los pechos de Ghenni. Ella sostuvo el cuenco bajo la sangrante herida y lo llenó casi hasta el borde. Entregó esto al eunuco que regresaba, quien lo llevó hasta una gran mesa de roble y llenó una gran botella redonda. Ghenni pasó el cuchillo por el vientre de la criatura y sus órganos extraños se derramaron en el suelo de piedra delante de esta. Algunos de estos órganos pulsaban y latían. Otros, bajo el drástico cambio en la atmósfera de este mundo respecto a la del mundo del demonio, reventaron. Ghenni cortó estos órganos del cuerpo del demonio, aunque el demonio seguía viviendo.

    Ghenni dejó el cuchillo y recogió una hoja con un gancho. Cortó aplicadamente piel del torso de la criatura, espalda, brazos y muslos en negras láminas oleosas. El demonio alzó la cabeza al techo en silente agonía, con sus músculos del gris del carbón expuestos al aire y fluyendo líneas de espesa sangre sobre el suelo.

    Ghenni estiró estas láminas de piel deshollada en bastidores de hierro delante del ardiente fuego. Rascó con cuidado la carne grasienta del interior de las láminas de piel negra. Regresó hasta el deshollado demonio y, con un par de pinzas afiladas, empezó a recortar hebras de fibra muscular y cartílago de los brazos del demonio. La bestia daba mordiscos al aire en un loco intento de arrancarle a Ghenni el rostro del cráneo.

    Ghenni continuó detrás del campo visual de la estirada criatura y cortó uno de los largos dedos de una mano. Las cuatro hileras de dientes del demonio chasquearon mientras la sangre negra caía de sus descarnados brazos.

    Ghenni empezó a tirar al fuego del centro de la habitación los órganos del demonio. Cada uno reventaba y se abría con una explosion de fluido y llamas de verde profundo. Mientras se cocían delante de las llamas, Ghenni siguió rascando la piel estirada hasta que quedó lo bastante fina para ver las llamas a través de su superficie transparente. Guardó un trozo de piel del torso del demonio. Hirvió este pedazo de piel en un cazo de fluido negro y luego lo dejó secar en uno de los bastidores.

    Ghenni extendió cada una de las grandes láminas de pie rascada, estirada y cocida y las cortó en treinta rectángulos. Las apiló y perforó cuatro agujeros verticales en el centro. Separó estas láminas en tres pilas y, con una aguja de acero, las cosió juntas con hilo de fibra muscular del demonio. Ghenni cosió las tres pilas y las encuadernó con el grueso cuero endurecido del torso del demonio.

    Habían pasado casi doce horas, pero la ausencia de ventanas evitaba que Ghenni viera cambios en el día. Ella sostuvo en alto el tomo de piel de demonio y se maravilló por su propia maestría artesana.

    Ghenni tomó el dedo que había cortado y lo hirvió. Una vez seco en el fuego, el dedo quedó rígido. Ella lo cortó por el centro de la uña y perforó un rápido agujerito. Sacó la botella de sangre de demonio y la sirvió en un pequeño tintero de ónice negro. Mezcló dentro hierro en polvo y otro pulverizado de uno de los dientes del demonio. Mojó la uña del dedo en la mezcla de sangre y la observó absorver la tinta demoníaca.

    El demonio pendía flácido de sus mienbros rasgados y rotos. Ghenni emcendió dos velas negras, que ardieron con llamas verdes y llenaban la habitación de humo azul. Ella sintió el humo saturarla y llenarla de visiones de extrañas formas cambiantes. Podía ver agrandarse los ojos del demonio y su lengua colgar inerte de la boca abierta. Ghenni se aproximó al demonio y abrió la diadema alrededor de esa cabeza. Inmediatamente, el zumbido telepático de la mente del demonio llenó su cabeza. Ella volvió corriendo a la mesa de roble y empezó a escribir mientras un flujo de habla e imaginario abisal llenaba su mente desde la rota y atormentada mente del demonio.

    Ella escribió furiosamente durante casi veinte horas. Mechas grises delinearon su cabello y sus ojos se hundieron en las cuencas, pero la aberrante transcripción continuó. Oscuros derechos nunca conocidos por los humanos se perfilaron y diagramaron. La horripilante preparación del sacrificio y la invocación de las criaturas de los abismos sombríos yacía limpiamente perfilada en sangre demoníaca. Ella esbozaba extraños y enloquecedores diagramas de patrones geométricos como ninguno encontrado en la naturaleza, patrones que se enhebraban para abrir umbrales a los mundos más oscuros que yacen en el interior de las grietas del nuestro. Ella perfilaba anatomía demoníaca y los nombres de cientos de esas criaturas. Todo esto ella entintaba sobre la ajada piel de la criatura abisal que había invocado.

    Pasaban las horas. La sangre rezumaba de las ampollas en la mano de Ghenni. Su mano se arrugaba en agonía, pero la escritura continuaba. Por fin la última gota de aberrante tinta cayó cuando ella llenaba la última página del oscuro tomo. El Libro del Caos de Ghenni estaba completo. Nunca antes había un mortal capturado en tal volumen y con tanta precisión las voces de los mundos inferiores. Esto había ocurrido a gran expensa. La piel de Ghenni colgaba flácida de los huesos. Su voluptuosa belleza parecía ahora delgada y enferma. Ella había envejecido cuarenta años en dos noches. Profundas arrugas surcaban la carne de su rostro. Sus pechos, antaño plenos y redondos, pendían flácidos del torso. Ghenni miró el tomo. El precio lo valía.

    Ghenni cerró el tomo de piel de demonio y, detrás de ella, el demonio murió.

(The Book de Chaos)

    Notas del Autor: esta probablemente es la historia más violenta y turbadora que escrito nunca. Ni siquiera estaba seguro de si quería publicarla, con la violación y el asesinato del bebé y todo eso, pero claro, Robert Howard no se acobardó de ello hace setenta años, así que, ¿por qué debería acobardarme yo ahora? Pensé que la historia era mitad horror y mitad manual de instrucciones de encuadernado de libros, pero me gustó de todos modos. Pensé que podría funcionar como una perfecta introducción para una historia más larga sobre ese libro, y no tengo ninguna duda de que el Libro del Caos hallará un modo de entrar en otras historias. Aún así, no tengo planes de escribir otra historia tan fea como esta.

10. El Libro del Ciudadano Fred

(Citizen Fred's Book)

    El Ciudadano Fredrick Joseph Abergale contemplaba el objeto que sobresalía de la colina de tierra. Llevaba seis horas transitando por este sendero y este era el primer objeto hecho por el hombre que había visto. Cuando había despertado con la tranquilizadora voz del Ciudadano G dándole el trabajo de inspeccionar y despejar los senderos de Great Falls durante ese día, se le había hundido el corazón. Los senderos estaban a veinte kilómetros de distancia de las enormes torres de la ciudad y ofrecían poca distracción del duro y frío aire, el temible cielo abierto y el mareante follaje verde que crecía por todas partes a su alrededor.

    El campo de estática le llenaba el auricular. Solo captaba erupciones de los microprogramas y no tenía ni idea de si se suponía que debía reír o llorar. Raramente oía la fanfarria del comienzo o el final de los cuarenta y cinco segundos de microdrama o microcomedia, de modo que todas las expectativas de sentir algo desaparecían.

    El silencio cubría a Fred como una capa. Lo aplastaba y soltaba momentos de quietud en la agitación normal de su mente. En veinte minutos regresaría a la carrretera donde un girocóptero le llevaría al supertransbordador y a su casa en la planta dos mil cuarenta y seis de la torre residencial 23.

    Entonces vio el objeto medio enterrado en la colina. Solo la esquina el objeto rectangular brillaba bajo la tierra. Una reluciente funda de plásctico cubría la esquina del rectángulo negro. Asustaba a Fred con solo mirarlo. Era alienígena para él. Le dio una patadita con una de sus botas de trabajo llenas de tierra. Más tierra cayó y el objeto resbaló un poco colina abajo. Con una mano enguantada, se agachó y tiró para sacarlo. El rectángulo estaba sellado dentro de una especie de bolsa plástica con un complejo broche en la parte de arriba, muy diferente de los broches atómicos a los que Fred estaba acostumbrado.

    Fred tiró del sello y este se abrió soltando una virutilla de polvo rancio. Tiró más y la funda de plástico se abrió del todo y cayó del rectángulo negro en su interior. Lo reconoció de inmediato, aunque nunca había visto uno en toda su vida.

    Era un libro.

    A Fred le dio un vuelco el corazón. Nunca había estado tan asustado ni emocionado. Nunca había visto un libro antes, aunque una vez había visto una foto de uno en los archivos de datos históricos. Él no había sabido lo que era y el Ciudadano G no había querido decírselo, pero un vetusto hombre que Fred había cuidado una vez en un centro de Medicuras le había hablado de estos libros. Fred había pensado que el hombre estaba senil. Ahora, sin embargo, sostenía uno en persona.

    No Seas Malvado.

    Las palabras, la única ley del planeta ahora, le martilleaban la cabeza. ¿Qué sería no ser malvado? ¿Debía destruir el libro? ¿Debía enterrarlo? ¿Debía llevárselo y hablarle de él al Ciudadano G en el girocóptero? Esa sensación de emoción inundó a Fred de nuevo. Pasó.los dedos por la negra cubierta de tela oleosa. Una banda elástica mantenía cerrado el libro. Cuando la tocó, el elástico se partió como goma vieja. Cayó en tres pedacitos negros y toda idea de entregar el libro cayó con ellos.

    Fred abrió el libro.

    La mayoría de los caracteres de la primera página eran difíciles de distinguir. Los ojos de Fred, acostumbrados a leer solo la fuente ideal decidida por el Ciudadano G, tenían que recorrer cada caracter antes de reconocerlo. Una palabra y un número de cuatro dígitos, una vez reconocidos, enviaron ondas de electricidad por el frío cuerpo de Fred.

    "Enero 2005"

    La verdad caló sobre Fred como un chaparrón. El librito que sostenía tenía casi quinientos años Le temblaban las manos. ¿Qué palabras llenarían aquellas págimas de marfil? Nadie sabía de vida tan antigua. A pocos les importaba. Ahora Fred iba a leer las palabras de otra persona como él de siglos atrás. Oiría la voz y leería la mente de alguien muerto desde los últimos cuatrocientos años. Lo último de su duda cesó y él pasó a la siguiente página.

    Fred se debatió con las primeras págimas antes de reconocer subconscientemente la extraña letra escrita a mano y las palabras. Pronto, con problemas de escritura y lenguaje disipándose con cada palabra, Fred se vio inmerso en las historias.

    Cuando alzó la vista dos horas después, Fred vio los últimos rayos de sol reflejándose en los datacentros de dos millas de altura hacia el sur. Alzó la mirada hacia las intrincadas vías de los supertransportes en el cielo. Desde sus cuarente años, Fred había mirado estas vías, pero solo ahora las veía de verdad. Parecían una tela de araña.

    Sintió las palabras del libro calando en sus pensamientos. Sintió sus ideas y creencias previas derrumbarse y caer. Como un programa rebelde atravesando una unidad central de proces, las historias del libro grabaron a fuego nuevos senderos y circuitos en el cerebro de Fred.

    Fred no sabía lo que hacer. No sabía que en ocho meses iba a plantar una bomba casera que haría una de las datotorres del Ciudadano G chocar con otras doce. No sabía que permanecería en esta colina una década más tarde, delgado y hambriento, pero más vivo que nunca. No sabía que sus nietos, desnudos, marrones y blandiendo picas de pedernal, cazarían ciervos salvajes como comida.

    Fred caminó en silencio hacia el girocóptero en espera, metió el librito negro en el profundo bolsillo de su mono azul. Su mente estaba vacía y sus pensamientos eran claros. Él no tenía miedo.

FIN

    Notas del Autor: escribí esta historia como parte de un evento de relatos organizado por Moleskine. Se suponía que la gente tenía que escribir algo en nuestros pequeños cuadernos de notas negros favoritos, así que yo escribí algo ficticio. También escribí esta historia en un Moleskine, por supuesto, con la esperanza de que en mil años, algún tipo la desenterrara y se sorprendiera durante cuarenta segundos. Esta también es la primera historia que tengo sobre una sociedad distópica basada en que Google toma control del mundo.

11. La Espada de Luz

(The Sword of Light)

    El venenoso hedor de la bruma gris entraba cortando la nariz y la garganta de Alun como húmedas cuchillas. Él se había envuelto la nariz y la boca con su grueso pañuelo castaño, pero este ayudaba poco. Los ojos verdes de Alun y el enmarañado y espeso moño, cortado por él mismo, de su cabello negro era visible por encima del pañuelo.

    Alun oteaba los yermos de la Enfermedad, con su corazón hundido. Toda su vida de cazador y aventurero, Alun había deseado viajar a los Llanos. De niño había oído en Qeynos historias de los retorcidos mundos y, mientras la mayoría las rechazabs como leyendas, Alun las aceptaba en la oscuridad de la noche.

    Durante veinte años Alun había cruzado las tierras de Norrath en busca de aventura, fama y fortuna. Estaba deseando el día en que pudiera regresar a las puertas de Qeynos y encarar a los niños, ahora adultos como él, que habían rechazo sus sueños como insensateces. Quería soltar una bolsita de diamantes perfectos es sus manos y sonreír con tanto brillo como las gemas de su cinismo hecho pedazos como fino cristal. Lo que más quería era verla a ella, a Ghenny, con su largo cabello rubio como la paja y delgado cuerpo redondeado. Él vería esos ojos azul claro brillar de asombro cuando la acompañara a su sastrería con maravillosos cuentos de aventura.

    Durante veinte años Alun había buscado la aventura por las tierras. Había viajado por Antónica y hasta las tierras de Kunark donde había luchado contra el Sarnak por el reino de los elfos. Había viajado a las tierras heladas de Velious y combatido en la Guerra de la División. Sus aventuras le habían fortalecido el delgado cuerpo enfermizo con el que había dejado Qeynos tanto tiempo atrás. Sus músculos habían crecido. Su piel se había tornado dura y curtida bajo el duro sol y los cortantes vientos. La aventura había llevado a Alun a los confines más lejanos de las tierras mortales y hacia las profundidades de sí mismo. Ahora, sin embargo, le llevaban al infierno.

    Todas las visiones de sus sueños de la infancia y todos los recuerdos de la joven Ghenny se ennegrecían y morían mientras él contemplaba la Enfermedad. Esta tierra no conocía la belleza ni la felicidad ni el amor. Tales cosas se tornaban sueños desvaídos en la mente de Alun cuando miraba el horror y la carnicería de esta tierra envenenada. La tierra se alimentaba de vida como una sanguijuela. Infectaba, devoraba y mataba todo lo que podía.

    La náusea le inundaba el estómago mientras contemplaba el mancillado mundo. La tierra era de carne con plagas, amarilla y marrón. Gases venenosos llenaban el cielo con una bruma púrpura y verde. Enormes pilas de pelaje infectado crecían tan altas como los árboles, dobladas bajo su aceitoso e inflado peso. Un anillo encantado en el dedo de Alun filtraba el veneno del aire de este mundo, pero ninguna magia iba a filtrar el mal olor global de la descomposición. Dando una honda respiración en un intento por relajarse, Alun dio también sus primeros pasos hacia el mundo inferior.

    La carencia de todo sol dificultaba el sentido del tiempo y de la dirección. Él se embozó en su capa violeta, el espeso sudor le pegaba la túnica a la piel bajo su buena armadura de cota mallas. El aire pestilente le quemaba la piel expuesta de su frente. Sus gastadas botas de cuero se hundían en el carnoso terreno. Gases y chorros de aceite emergían a cada paso. Enormes montañas de piedra perforaban el horizonte del mundo de la oscuridad.

    Un grueso río verde surcaba un profundo barranco en el terreno. Los pulmones de Alun estaban casi repletos de humos tóxicos que el río vomitaba en el veneno del aire. Él mantenía en todo momento una mano enguantada en el pañuelo de la boca. Le ardían los ojos.

    Alun siguió río abajo. Cada paso traía más dudas a su mente. ¿Por qué estaba él aquí? ¿Qué esperaba ganar en tal mundo pestilente? ¿Qué daño irreparable le haría este lugar? ¿Se lo había hecho ya?

    Estas preguntas salieron corriendo de su mente cuando un fulgor de plata llamó su atención desde la cima de una colina, que crecía en el terreno como un cáncer. Alun giró y se aproximó a la colina. ¿Qué brillaba como la plata en un mundo de podredumbre?

    Pocos minutos después, Alun tuvo su respuesta. Cuatro pilas de carne en descomposición y huesos yacían dispersos sobre el séptico montículo. El infectado hedor de descomposición flotaba denso en el aire. En el centro del montículo yacían los restos de un hombre. A diferencia de las cuatro pilas de enferma podredumbre, los huesos y prendas del hombre yacían imperturbados. Viejas botas lenas de un polvo de otro mundo cubrían los pies de la figura. Pantalones vacíos, cortados y rasgados, yacían planos en las piernas del cuerpo. Una camisa de fina cota de malla y una capa azul oscuro colgaba suelta en el torso del hombre. Sin embargo, era la espada lo que había llamado la atención de Alun.

    La espada estaba clavada en la carnosa colina, su presencia era una luz brillante en un mundo oscuro. La carne rosada de la colina estaba agrietaba y muerta alrededor de la herida de la espada. Venas grises se extendían hacia fuera desde la espada como la infección de una esquirla profunda. Su hoja de plata blanca y dorada empuñadura azul presentaba un afilado contraste con las tierras en derredor. Este mundo nunca había conocido una espada como esta y la herida que había dejado no se curaría nunca. Raíces verdes crecían desde la empuñadura acentuada en oro y bajaba por el filo plateado. Runas y glifos de un antiguo y suave lenguaje recorría el centro de la hoja.

    La mano del cadáver agarraba la empuñadura con fuerza posesiva. Mientras se acercaba al cuerpo y a la espada, Alun vio lo que había matado al espadachín. Una bilis le subió por la garganta cuando vio el horror de las heridas. El brazo izquierdo del cuerpo era una ruina de hueso astillado y carne podrida. Cuatro anchos agujeros, rodeados por aceite verde luminiscente, habían sido abiertos a martillo en el peto del cuerpo. Una larga quemadura cortante a través del abdomen de la cota de mallas fundía los eslabones en masas de acero.

    Pero lo peor era el cráneo. Un lado del cráneo era normal, con su mandíbula distendida en un grito final. El.otro lado estaba fundido como la cera, la cuenca del ojo era larga y estrecha, alargada hacia abajo, hacia la deformada mandíbula. El lateral del cráneo estaba excavado hacia dentro, aunque parecía empujado y estirado en vez de quebrado. El hueso no se fundía en Norrath, pero algo lo había fundido aquíi.

    Una ola de euforia despertó a Alun de su horripilante vista. Algo se movía en el horizonte de la colina siguiente. Algo estaba cerca y se acercaba más. Un bajo zumbido llenaba la cabeza de Alun y le vibraba los molares en la boca. Alun echó mano bajo la capa y sacó una espada corta. La hoja, más ancha en la punta que en la base, brilló en el lúgubre aire. La espada le había servido durante diez de sus veinte años en los yermos. Él apretó el mango envuelto en cuero, con la pesada hoja temblando de ansiedad, y confió en que le serviría también ahora.

    Alun había visto bestias extrañas y feas antes. Había luchado contra los venenosos Frogloks de Sebilis. Había luchado contra los Horrores Pensantes de Lo Profundo. Pero la criatura que se arrastraba arañando la carnosa colina iba más allá de la mente de Alun.

    De ocho patas segmentadas goteaba un fluido negro sobre el terreno rosa anaranjado. Dos pares de largas alas transparentes salían del bulboso cuerpo y zumbaban más rápido que la vista. Dos gordos ojos rojos sobresalían como tumores de la cabeza de la bestia. Los ojos brillaron en rojo cuando avistaron a Alun en la colina. La bestia chasqueó y gorjeó. Veneno verde rezumaba y se vertía del largo hocico puntiagudo de la criatura. El inflado cuerpo se retorcía y giraba internamente.

    Náusea y horror en la mente de Alun era aquello. La pestilencia del insecto demoníaco llenaba cada poro del cazador. El sudor de Alun parecía espeso aceite sobre la piel. Alun resistió el arrebato de caer de rodillas o correr gritando hacia la tierra envenenada.

    Sintiendo la náusea y el horror alienantes fluir por su cuerpo, Alun notó que eso venía de la propia bestia. La telepatía del demonio que inundaba la cabeza de Alun le hinchaba los ojos y le latía en las sienes. Al sentir el dolor de Alun, el insecto se acercó volando. Alun atacó.

    Unos herreros enanos habían forjado la espada de Alun con el acero más fuerte y flexible que conocían. Unos magos habían encantado la hoja con runas de poder. En cien batallas, la hoja nunca se había doblado o mellado. Cuando la espada golpeó el exoesqueleto del demonio, la hoja se rompió como el cristal.

    Alun se quedó mirando la empuñadura en su mano antes de soltarla en la tierra carnosa. Fue a echar mano a su bota izquierda, donde siempre guardaba una daga, pero otra ola psíquica aplastó la mente de Alun y lo envió rodando por el terreno. Sintió el crujido de un hueso entre la contínua vibración del demonio. Abrió los ojos y vio al insecto volando hacia él con sus finas patas rasgando la piel rosada de la tierra y los ojos llenos de fuego rojo. Un fulgor de luz a su izquierda llamó la atención de Alun. La espada de plata blanca le estaba brillando. Sin pensar, Alun apartó la obstinada mano esquelética y agarró la dorada empuñadura azul de la espada.

    Una energía blanca irrumpió en la mente de Alun aplastando como un martillo.

    —¡Úsame!

    Un poder y fuerza fluyó por las venas de Alun. Toda intrusión mental del demonio salió expulsada de su mente. Él se puso en pie de un salto, la hoja brillante estaba en su mano. Visiones de un caballero con armadura, alas en su yelmo y ojos azules ardiendo desde un rostro barbudo rugieron dentro de la mente de Alun.

    —Sostienes en la mano la Espada de Luz. Forjada en los fuegos de la Justicia y templada en los mares del Valor, la Espada de Luz busca el corazón de todo el mal.

    —Golpea certero.

    El insecto volaba hacia él otra vez. El mucus fluía de su hocico espinoso.

    Alun atacó. Cuatro de las ocho patas del demonio cayeron retorciéndose en el suelo rosado. El demonio se remontó con sus alas de tres metros Chorreaba fluído verde de los cuatro muñones en el lado izquierdo del demonio. Alun atacó otra vez. La espada cortó en el hocico de la bestia una espina que salió volando por el aire. La herida expulsó fluido en una lluvia verde oscuro. El denso líquido quemó la piel de Alun y su visión en un ojo quedó en negro. La bestia atacó con las garras de sus restantes patas y perforó la armadura de Alun, dejando humeantes heridas en el pecho y el vientre.

    —Golpea.

    La voz explotó en su cabeza y Alun clavó la hoja en la barriga de la bestia. La barriga del insecto se abrió vertiendo entrañas y grandes gusanos blancos en serpenteantes pilas sobre la tierra. Fuego blanco manó de la enorme herida en la barriga de la bestia. Uno de sus enormes ojos rojos estalló en una nube de pus amarilla. El zumbido de la bestia moribunda chillaba en la cabeza de Alun. Con un estruendo de huesos partidos, el demonio cayó muerto en el pestilente terreno.

    La respiración ardía en los pulmones de Alun. Él se quitó el pañuelo, tosiendo rojo sangre y negro aceite en el suelo. Levantó la mano hasta la cara, donde le había salpicado el icor del demonio, y un guante de cuero salió negro con suciedad negro verdosa. Había perdido el ojo. Una energía seguía fluyendo por su mano desde la empuñadura de la espada de plata blanca. El cuerpo del insecto demoníaco empezó a descomponerse en polvo amarillo y baba negra.

    Otro zumbido llenó el aire.

    Alun giró el ojo bueno hacia el horizonte, hacia donde otros dos inmensos insectos volaban arrastrando sus infladas masas sobre el borde de la colina. Alun giró para huir.

    —¡Úsame!

    Los pies de Alun se congelaron. Su mano se tensó alrededor de la ornada empuñadura de la espada. Su cuerpo giró hacia los insectos demoníacos que se aproximaban. Él gritó en protesta.

    —¡Úsame!

    Alun giró y miró al deformado esqueleto sobre la colina. Este le devolvió la mirada desde su cuenca ovalada, con la otra cuenca retorcida y fundida. La verdad caló en su cuerpo como agua helada.

    Esta espada había sido forjada en los fuegos de la Justicia y templada en los mares del Valor. Era un arma diseñada para matar el mal, y pocas bestias eran más malignas que estos acorazados horrores. La espada lucharía contra ellas para siempre si tenía que hacerlo. Nunca huiría.

    Tampoco su portador.

    Los demonios se acercaban.

FIN

    Notas del Autor: me encanta triturar los límites entre lo blanco y lo negro, así que escribí una de dos historias sobre armas tan puras en su bondad que en realidad son bastante malvadas si piensas en ello. Esta era una historia de Everquest que nunca llegó a ningún otro sitio. Puede que la haya enviado a SOE, pero probablemente quedaron demasiado horrorizados por la escritura para aceptarla. Aún así, es un relato divertido.

12. Vrenna y la Aldea Togaru

(Vrenna and Togaru Village)

    La luz del sol se alzaba a medias sobre las altas murallas de la aldea Togaru y pintaba el cielo con fuego. Las altas murallas, un artefacto de guerras olvidadas desde hacía miles de años, cercaban en su interior un centenar de aldeanos que llamaban Togaru su hogar.

    En la murralla Este, alzándose catorce metros sobre la polvorienta tierra, se hallaba Vrenna.

    Ella se balanceaba sobre los talones de sus negras botas de cuero. Sus manos, también enguantadas en cuero, pendían laxas a ambos lados. Un enjoyado sable colgaba de su amplio cinturón bajo la curva de la cadera izquierda.

    Vrenna observaba la luz pasar por ella y brillar dentro de las grietas y sombras de la ciudad. Sentía la calidez del sol en sus muslos y espalda expuestos. Bajo ella oía los gruñidos y ronquidos de su presa. Por setenta millas de rocosos bregales y desierto había perseguido a los tres salteadores. Los había perseguido durante diez días, desde la pequeña granja que habían quemado y a cuya familia habían robado, violado y asesinado. Vrenna sentía poca lástima por el granjero y su familia, cuyos cuerpos alimentaban ahora a los buitres bajo el indiferente sol ardiente. Tal era la vida en los arrabales de la civilización. La justicia era un sueño. Aunque a veces incluso los chacales homicidas pisaban demasiado cerca del escorpión, y la justicia le llegaba al chacal igualmente.

    Disfrutando del último calor del sol matinal, Vrenna cerró los ojos y se dejó caer hacia adelante fuera del muro.

    Vrenna cayó recta, brazos estirados a los lados. El viento soplaba sobre los hombros su cabello negro corvino. Ella rodó hacia adelante en el aire, ciñendo las rodillas al pecho, y luego enderezó los brazos y las fuertes puntas de sus botas apuntaron hacia abajo. Parecía la afilada punta de una flecha. Atravesó rasgando la gruesa tela del toldo del campamento de los tres bandidos. Se agarró en el borde de madera del toldo y giró dando una voltereta antes de caer en posición agachada.

    Los tres bandidos no supieron qué entender de la figura que había caído del cielo. Ella enfocó sus acerados ojos azules en el más grande de los tres. Aún estaba agachada, con los brazos extendidos y equilibrada sobre los talones. Los ojos del bandido más grande se posaron sobre esa carne expuesta y sobre la ajustada forma de las ropitas de cuero. Una sonrisa pervertida y grotesca separó la mandíbula del hombre y reveló algunos podridos dientes marrones.

    La sonrisa no duró.

    La espada de Vrenna destelló como un relámpago. Cortó dos veces antes de que cualquiera de los tres bandidos pudiera moverse. La sangre salpicó en un gran arco y las gruesas cuerdas de los intestinos del primer bandido cayeron del vientre rajado. Antes de que el segundo bandido asimilara siquiera el ataque, sintió la hoja deslizarse suavemente dentro de su pecho y salir por la espalda.

    El último de los bandidos, un hombrecillo no mayor de dieciocho años y con una densa melena de descuidado pelo negro, cayó de rodillas suplicando y rogando por su vida. Vrenna giró la espada con fuerza y envió la cabeza del hombrecillo rodando por la tierra del pequeño campamento. No había piedad en el desierto.

***

    Era justo mediodía cuando la pesada puerta de la taberna de Aulex se abrió vertiendo dentro un fogonazo de intensa luz y aire caliente. Una figura, obviamente femenina y poco vestida, salvo por una capa gris y lo que parecía una prenda interior de cuero y corte alto, pasó dentro y cerró la puerta. Cómo una mujer tan hermosa así vestida podía caminar por las calles de Togaru sin ser despedazada por los bandidos, violadores y asesinos que infestaban esas calles iba más allá del entendimiento de Aulex. Cuando ella se retiró la capa, Aulex lo entendió mucho mejor. La espada enjoyada que pendía de esa cadera, la oteadora mirada en sus fríos ojos azules y el tatuaje de tres diamantes horizontales en el cuello hablaban de sus habilidades antes de que una sola palabra abandonara esos labios.

    Ella se sentó con las piernas cruzadas a una de las largas mesas de la taberna de Aulex y dio un par de golpecitos en el borde del sucio vaso, posado en la muy gastada y arañada mesa. Aulex acercó una jarra de agua y llenó el vaso.

    Fuera, la gresca había comenzado. Dos grandes grupos de hombres se reunían en lados opuestos de la calle. Un grupo vestía de negro y gris, mientras que el otro llevaba capas carmesí. Aulex se acercó corriendo y echó el cerrojo de la gruesa puerta de la posada. La mujer tomó su vaso, se levantó y caminó hacia uno de los estrechos ventanucos de la posada.

    Fuera, los dos grupos se chillaban unos a otros en una mezcla de tres o cuatro lenguajes del desierto. Algunos desenvainaban espadas o blandían toscas hachas. Se abalanzaban y retiraban casi como bailarines en alguna despreciable danza tribal. Se escupían unos a otros y se lanzaban puñados de tierra. Uno de los hombres de negro avanzó corriendo y dio un salvaje hachazo. Su objetivo se retiró tajando el aire con la espada en un loco y muy impreciso arco.

    La cara de Aulex estaba blanca, pero un extraño sonido que él no había oído en años llamó su atención. La mujer estaba riendo. Y seguía riendo mientras los grupos seguían su danza de guerra. Estos agitaban los brazos y se atacaban unos a otros con sus impotentes armas. Ocasionalmente, uno avanzaba unos pasos con un salvaje ataque antes de retirarse dentro de la protección de su grupo. Aulex temía que los grupos pudieran oír las carcajadas de la mujer, pero esos gritos salvajes y maldiciones sofocaban la risa.

    Uno de los hombres dio en el blanco al lanzar una pica dentro de un denso amasijo de cuerpos sudorosos del otro tumulto. Un hombre gritó y cayó, con la sangre brotando de un profundo corte en el hombro. Aún así, la mujer seguía riendo, y continuó cuando otros dos hombres cayeron bajo los salvajes lanzamientos de hachas y flechas. Finalmente, los dos grupos, sin dejar sus maldiciones y amenazas, se retiraron por las calles de las que habían salido. Todavía entre risitas, la mujer de piel de marfil se sentó a sorber su bebida.

    —Todos los días luchan así y todos los días mueren más jóvenes —Aulex llenó el vaso de la mujer—-. La pira funeraria de Ibris frente a la calle arde día y noche. El humo de los muertos apesta el aire y envenena la lluvia.

    La mujer mantenía sus ojos azules fijos en los del viejo tabernero mientras este hablaba.

    —Luchan y mueren por nada. Los hombres de Obaru luchan por labor esclava y la banda de Jeriko lucha por mujeres, pero ninguno hace ganancia. Casi todos los hombres jóvenes o se unen o los obligan a trabajar en los campos de esclavos del sur, mientras que todas las mujeres llenan los burdeles de Jeriko. Solo a los viejos idiotas como yo los dejan en paz, para que le demos al inspector del emperador una bonita muestra de que nuestra ciudad va bien y es funcional. Lo único que ese hace es beberse todo mi licor hasta que se le cae el tricornio sobre los turbios ojos.

    —Al hijo de mi hermana lo mataron hoy temprano, justo dentro de las murallas de la ciudad. Era un buen muchacho. Me ayudaba a limpiar antes de que el poder, el dinero y la piel de las jovencitas lo apartaran al final de aquí. Trabajaba para Obaru reuniendo esclavos en las ganjas y aldeas más débiles de la vecindad. Un matón de Jeriko le rebanó la cabeza y la dejó en el suelo esta mañana justo dentro de las murallas, con dos de sus crueles y villanos amigos. Jeriko ya ha empezado a contratar asesinos de los desiertos del norte para reemplazar a los muertos de esta aldea. Pronto la aldea entera estará muerta.

    La mujer deslizó una moneda de plata fuera de una bolsita casi vacía que llevaba en su cinturón y la dejó caer sobre la mesa. Aulex observó a la mujer salir andando por la calle hacia la mansión de Jeriko.

***

    —Esa vino esta tarde, después de la batalla. Vando y Ruben le dieron el trato habitual. Es muy guapa y Ruben hizo lo que hace Ruben cuando ve a una dama guapa.

    —¿Qué ocurrió?

    —Que Vando perdió el brazo izquierdo, el que usa para la espada, por encima del codo.

    —¿Y Ruben?

    —Ese no tuvo tanta suerte. Enviaron sus trozos al crematorio de Ibris.

    —Ruben nunca ha sabido cuándo lo superaban. Aún así, ¿lo mató ella y amputó a Vando? ¿Quedó ella muy malherida?

    —Nada de nada. Los dos cayeron con dos tajos. Ella tardó un poco más en trozear a Ruben, no sé que le dijo ese, pero la enfadó.

    —¿Qué quería ella?

    —Quería luchar para nosotros. Pidió el doble de lo que pagamos al resto de nuestros hombres juntos, pero por el modo en que hablan de ella, ella lo vale.

    —No pienso pagarle tanto. No voy a pagarle nada. ¿Quién es nuestro mejor hombre ahora?

    —Azeroth.

    —Dale a ella la mitad de lo que pidió. Dile que recibirá el resto cuando ese cerdo de Obaru se rinda o muera. Mañana luchamos. Cuando ella haya hecho todo el daño que cree que puede hacer, que Azeroth y otros dos la maten. Luego recuperaremos el dinero y tantas cabezas de los hombres de Obaru como ella sea capaz de cortar.

    —Un plan brillante, señora.

    —¿Dónde está ella ahora?

    —Sophie la atiende.

    —Excelente. Azeroth está de guardia esta noche, ¿no?

    —Lo está.

    —Cuéntale nuestros planes mañana por la mañana.

***

    Calofríos recorrían la cremosa piel de Sophie, pero no era el aire nocturno ni su desnudez la causa. La extraña mujer había dejado la habitación casi veinte minutos antes. Sophie solo había recibido una orden esta noche: retén a la mujer en esta habitación; atiende cada una de sus necesidades, cada capricho y cada deseo, pero no la dejes salir de la habitación. Aunque ella había atendido muchas de las necesidades de la mujer, caprichos y deseos, había fracasado en evitar que la espadachina de ojos azul hielo abandonara la habitación.

    Sophie era la esclava de placer más habilidosa que Jeriko poseía, pero ni sus habilidades ni su belleza importaban si Jeriko descubría que la mujer había desaparecido. Jeriko no dudaría en atarle las manos y dejarla caer en los barracones de los bárbaros escaleras abajo. Ellos la rasgarían en pedazos con una lujuria y violencia que ella nunca podría esperar sobrevivir.

    La puerta se abrió un poco. La mujer de corvino cabello se coló dentro descalza. Lanzó a Sophie una fría y desapasionada mirada. Sophie abrió la boca para hablar, pero la mujer presionó un largo dedo en los carnosos labios rojos de la esclava de placer. La mujer había oído algo ahí fuera en la mansión. Había oído algo y no estaba complacida. La mujer tomó la espada del lado de la gran cama de sedoso lino y se la ató a la espalda con una negra tira de cuero. Hizo un fardo con la capa gris, caminó hasta la ventana y tiró el fardo en el aire nocturno.

    Sophie jadeó en desmayo al ver la intención de la mujer. Apretó las manos entre sus generosos senos, rogando que la mujer se detuviera. La mujer le lanzó otra fría mirada y, con un único movimiento fluido, salió por la ventana hacia la noche.

***

    Gritos de alarma despertaron a Jeriko de un sueño reparador. Sus dos esclavas de placer, ambas obedientes jovencitas de quince y dieciséis años, gritaban desde sus propios sueños reparadores con la nariz entre los senos de su ama. Jeriko agarró su capa negra, sin molestarse en cubrirse con nada más, y se apresuró afuera.

    Nadie tomó nota de la desnudez de su señora. La vista en la puerta de la mansión demandaba la atención de todo el mundo más que todo lo demás. Tres cabezas se posaban ordenadamente en el suelo, con lechosos ojos apuntando arriba hacia el cielo y lenguas púrpuras colgando sobre sucias barbillas. Sus mutilados cuerpos yacían al lado en una pila. tendones de carne, cuerdas de intestino y espesos ríos de sangre deletreaban un mensaje en el suelo delante de las tres cabezas seccionadas.

    En sus cuarenta años de vida, veinte como esclava y veinte como ama del burdel de la ciudad, Jeriko nunca había sentido miedo tan fuerte como el miedo que sintió por esas cinco simples palabras escritas en la más macabra de las tintas.

    El Precio de la Traición.

***

    —A Jeriko nunca se le han dado bien los negocios. Era mucho mejor como ramera. Debería haberse ceñido a lo que sabe. Nos considera competidores, pero sus matones y golfas no son nada comparados con nosotros. Sí, pienso que sus chicas serían buenas para mi casa, pero tengo más de mil esclavas en el desierto. Reyes vendrán a Togaru en busca de mano de obra o ejército. ¿Acudirán ellos a Jeriko? Tal vez para una noche de sudor y una mañana de enfermedad, pero cuando acaben sus juegos de cama, vendrán aquí.

    —Jeriko demostró anoche su estupidez al tratarte así. Yo soy un profesional. Pagaré lo que quieras y, a cambio, quiero a esa ama ramera muerta. Es débil ahora. Mañana nos encontraremos en las calles y acabermos con ellos. Por ahora, disfruta de mi hospitalidad. Descansa bien, pues mañana destruiremos a esa perra y lo que quede de su banda de piojosos.

***

    Daro Treeswinger alzó la vista de la mano de Vieja Corte, que jugaba con sus amigos Jovef y Domino, para ver a la mujer nueva bajar las escaleras sobre cautos y equilibrados pies. Ella llevaba botas altas de cuero, largos guantes negros y poco más. Aunque era bastante atractiva, Daro sintió un nudo en el estómago en vez de una presión en los pantalones. Había oído de las hazañas de esta mujer y, aunque de seguro eran exageradas, Daro era lo bastante listo como para no subestimarla. No había sido solo su masivo tamaño y habilidad en la batalla lo que lo había mantenido con vida, Daro sabía cuando un rival lo superaba. Muchos años atrás había abandonado una partida que cazaba un antiguo lobo salvaje. Sus compañeros lo habrían matado si el lobo no los hubiese cazado primero. Pocos años más tarde se había retirado de un duelo con una reverencia, aceptando la humillación y teniendo que viajar casi doscientas millas al este para no caer bajo las dos hachas de un gladiador, más pequeño pero más astuto, en Tog Amen. Ahora él veía el modo en que caminaba esa mujer, el modo en que esos dedos acariciaban la empuñadura de su pequeña espada enjoyada, y sabía que interponerse en su camino significaba la muerte.

    No se había dado orden para mantenerla en la mansión de Obaru y nadie habría forzado que se cumpliera tal orden si acaso se hubiese dado. Los últimos hombres que se habían interpuesto en el camino de esta mujer habían perdido las cabezas. Daro, Jovef y Domino observaron esas nalgas redondas, y la pequeña tira de cuero que las separaba, cuando ella abandonó la mansión. El nudo en el estómago de Daro permanecía.

***

    —Mi ama ruega tu perdón por su enorme y estúpido error. Ella sabe que ningún perdón puede ser repondido, pero te ofrece esta bolsa de oro, el doble del pago que pediste, como muestra de su disculpa.

    —Mi ama ofrece una suma igual por la cabeza de Obaru mañana en el campo de batalla. Sin sus hombres en la batalla, tu ocasión de atacar está garantizada. Mi ama tiene una carta en la manga que jugar mañana, una que derrotará de seguro a los hombres de Obaru en la batalla. Destruye a Obaru mañana y saldrás de Togaru como una mujer rica.

***

    Rachas de viento caliente soplaban sobre las masivas murallas que rodeaban la aldea de la corrupción. Turbia luz solar pintaba el cielo y las calles con la única sábana naranja del desierto. Oscuras figuras se perfilaban ante el polvo y la mugre de las calles. Los dos grupos se enfrentaban en lados opuestos del camino principal de la ciudad. El polvo del desierto, arena mezclada con los restos de bestias miles de años muertas, bañaba sus facciones. Humo negro se vertía en el cielo desde la contínua y ardiente pira funeraria de Ibris. Muchos otros cuerpos alimentarían esa llama de los muertos antes de que el indiferente sol se pusiera sobre el borde de esos yermos del desierto.

    Gruesos postigos cerraban cada puerta y ventana de las pocas tiendas de las calles de Togaru. Los dueños de esas modestas tiendas y posadas usaban los postigos como protección de la tormenta del desierto y del humo de la combustión de los cuerpos. Los postigos quedarían cerrados incluso después de clarear la tormenta de polvo, pues sus dueños sabían que otra tormenta rabiaría pronto sobre las calles de Togaru.

    Obaru, con su gordo cuerpo cubierto de pies a cabeza por una capa escarlata con capucha, esperaba detrás de sus hombres. Veinte hombres fuertes había delante de su líder, todos con sus propias capas escarlatas embozadas contra la tormenta de arena. El enorme bárbaro Voth, Daro Treeswinger, iba a la vanguardia de la banda de Obaru. Su brazo de gruesos musculos aferraba en alto un masivo martillo de guerra remachado con clavos y cristales rotos pegados. Un yelmo de acero y lisa máscara sin facciones le cubría la cabeza, y un grueso collarín de cuero iba envuelto alrededor de la garganta. El resto de los hombres de Obaru esperaba detrás del masivo bárbaro, con sus propias hachas melladas, garrotes remachados y picas talladas a mano preparados.

    Vrenna, el otro campeón de Obaru, esperaba junto al gordo esclavista con su propio sable desenvainado, que descansaba casualmente sobre un hombro. Polvo rojo se pegaba en su negro corpiño de cuero y negras botas altas hasta los muslos. Sus ojos azul claro no se apartaban del sombrío grupo al otro lado del camino.

    El polvo se asentó y el grupo opuesto quedó a la vista. Obaru podía distinguir a una Jeriko ataviada de negro, de pie tras su ejército. Ella llevaba su capa negra retirada para revelar sus largas piernas, una sección media desnuda y el desafiante machete que le había dado tanto éxito en su antigua ocupación. Las joyas relucían en las pequeñas y encantadoras prendas que llevaba. Los dieciséis hombres que había entre el ejército de Obaru y la ama ramera no molestaban Obaru lo más mínimo, pero el extraño a la derecha de la ramera era desconocido para el esclavista.

    Ese hombre era una cabeza más bajo que los otros hombres a su alrededor y no podía pesar más del tercio de Daro, el enorme bárbaro. Vestía un chaleco de cuero curtido, arañado con docenas de cortes, y una media armadura de acero curvo desde la muñeca hasta el hombro izquierdo. Vestía calzones grises, metidos por dentro de unas botas de cuero marrón que parecían más viejas que quien las llevaba. Una fina espada larga, con empuñadura de plata y enjoyada con brillantes zafiros, pendía de un amplio cinturón. Peinaba hacia atrás su pelo moreno, recogido en una coleta con una cinta de cuero con lazo. Penetrantes y ardientes ojos verdes destacaban en el cicatrizado rostro sin afeitar de un espadachín profesional. Un tatuaje negro de tres diamantes destacaba al cuello en el lado derecho. Un temblor recorrió la piel de Obaru y Jeriko le sonrió.

    Cuando las últimas arenas de polvo se aquietaron en la calle desértica, la estridente voz de Obaru rompió el silencio.

    —¡Matad a esa ramera!

    Como el choque de una violenta ola de afiladas rocas, la última batalla de la aldea Togaru dio comienzo.

    Un enorme mastodonte peludo que blandía dos melladas hachas lideró la banda de Jeriko hacia el centro de los hombres de Obaru como la punta de una cuña. Sostenía en alto su hacha derecha con el simple plan de plantarla en el grueso cráneo de Daro. Ese plan terminó cuando el martillo espinado de Daro chocó en el lateral de la cabeza del enorme hombre. La cabeza del peludo mastodonte explotó como un melón podrido en una nube de hueso, sangre y trozos de cerebro que parecían pequeñas gambas rosas.

    El sonido del choque de acero contra acero llenó las murallas de la pequeña aldea. Un hombre clavó su lanza en el estómago de otro. Otro hombre rebanó el carnoso muslo de su oponente con un enorme cuchillo de carnicero. Un tercero agarró a un joven por el pelo, le inclinó la cabeza hacia atrás y le clavó un largo puñal por la nariz hasta el cerebro.

    Daro aplastó con su martillo de guerra el pie descalzo de un hombre, dejándolo gritando con un muñón destrozado que salpicaba sangre desde una ruina de carne. Sintió el pinchazo en un costado cuando una espada corta le hizo un tajo. Giró echando todo el peso en un tremendo martillazo que hizo pedazos todas y cada una de las costillas del atacante. Entre la rabiosa batalla, Daro vio a Jeriko susurrar algo al hombrecillo a su lado. El hombre sacó su espadón con un movimiento tan natural como el respirar. Los hombres de Jeriko se apartaron del camino del maestro espadachín cuando él caminó hacia el mastodonte de Daro.

    Daro sabía cuando le superaban. Supo que su vida terminaría pronto en esa calle bajo el sol ardiente. Rugiendo un grito final a un Dios de las tribus Voth largo tiempo olvidado, Daro levantó su enorme martillo y lo bajó para estrellarlo en el maestro espadachín. El hombrecillo brincó hacia atrás y el enorme martillo excavó en la calle un hueco de dos palmos de profundidad. El maestro espadachín pisó encima de la cabeza del martillo, brincó sobre el enorme hombro de Daro con su otro pie y giró completamente sobre la cabeza del Voth en un arco. Daro nunca había visto nada igual y, tras ser testigo de tal proeza acrobática, no le sorprendió ver dos chorros de sangre explotar desde ambos lados de su garganta bajo su collarín de cuero. Daro cayó de rodillas jadeando por un aire que no quería llegar. Giró y vio al espadachín girar y cortar, abriendo en canal el vientre de Jovef. Mientras los intestinos de Jovef caían en una pila en el suelo polvoriento, el espadachín pasó su espada dentro y fuera del delgado pecho de Domino con una perfecta estocada. Domino cayó de rodillas, su corazón escupía sangre en los pulmones y por fuera de la boca. Sus ojos se encontraron con los de Daro y los dos hombres sonrieron.

    —No más Vieja Corte —se vocalizaron ambos antes de caer muertos en la calle.

    Obaru observaba al hombre de pelo negro danzar entre su ejército dejando a su paso chorros de sangre vital y miembros amputados. Ugin, un portento de hombre, atacó al espadachín con un mandoble a dos manos. El ligero espadachín giró su fina espada en un círculo encima de la empuñadura del mandoble mucho más grande y cortó ambos pulgares de Ugin. Borak, asesino y violador profesional del desierto profundo, quiso apuñalar al danzante maestro espadachín con una daga larga. El hombrecillo torció el cuerpo hacia la fuerza del ataque y envió a Borak volando por el aire. Antes de que Borak tocase el suelo, la enjoyada espada del maestro espadachín cortó el aire por lo alto y rebanó la garganta de quien descendía. Borak cayó como un fardo, con la sangre chorreando de su garganta abierta. Profundo pánico sobrevino a Obaru. Nadie podía ser así de bueno, ni siquiera la mujer a su lado. Aunque ella era su única esperanza.

    —Mátalo —trinó Obaru.

    Obaru vio esos ojos azules girar hacia él con una mirada glacial. Un destello de luz cegó al esclavista como la descarga de un rayo. Le bastó solo un segundo para comprender la traición antes de que su cabeza rodara fuera de su gordo cuerpo y cayese al suelo con un golpe seco.

    Jeriko cacareó de alegría juntando las manos entre sus gandes senos. Observaba la sangre vital de su enemigo salir bombeada en pequeños ríos carmesí sobre la tierra ocre de la calle. Los gritos de los moribundos resonaban en las masivas murallas de la aldea del desierto. Solo tres quedaban ilesos en la calle principal de la ciudad.

    El mercenario maestro espadachín le había costado a Jeriko casi la mitad de su riqueza, pero él lo valía. Casi quince habían caído bajo su espada y solo una quedaba. Los ojos de Jeriko buscaron los ojos azul hielo de la perra ataviada en cuero que había matado a sus hombres la noche anterior. Jeriko sonrío a la mujer.

    —¡Mátala!

    El pequeño maestro espadachín, cubierto de pies a cabeza con la sangre de sus enemigos, se giró hacia Jeriko y luego miró atrás, hacia la mujer de corvino cabello que tenía un sable ensangrentado en las manos. Ambos maestros espadachínes se miraron fijamente a los ojos durante largo tiempo. El corazón de Jeriko le martilleaba el pecho a medida que el momento se prolongaba. La tensión recorría el aire como tensas cuerdas de acero. El viento le soplaba en las ropas y en la gran masa de su cabello rubio. Pronto, Jeriko lo comprendió.

    Un duelo mental estaba teniendo lugar. Aunque ninguno atacaba, ambos visualizaban sus movimientos como en un juego de castillo del rey. Ataques, contraataques, paradas, respuestas y fintas se mezclaban todos entre los ojos de los dos maestros espadachínes. La tensión estaba volviendo loca a Jeriko.

    —¡Mátala! —chilló Jeriko. Ella vio la más sutil de las sonrisas tocar los labios rojos de la mujer de corvino cabello. Jeriko quedó ojiplática cuando empezó a comprender. El mortal maestro espadachín, el espadachín que le había costado la mitad de su fortuna, giró hacia ella con la misma sonrisita en sus severos labios. Jeriko chilló otra vez cuando el espadachín avanzó despacio hacia ella. Sus gritos no duraron.

***

    Una hora pasó antes de que Aulex saliera a la ensangrentada calle. Pájaros negros, una aceitosa mezcla de buitre y corneja que sólo nacía en el desierto profundo, picoteaban los cuerpos en descomposición que yacían dispersos bajo el caluroso sol. Quedó sin respiración cuando vio el cuerpo sin cabeza de Obaru, y de nuevo cuando vio la capa de Jeriko hecha jirones. Un sonido llamó su atención y él giró hacia el pórtico oriental de las masivas murallas. Un hombrecillo vestido en cuero negro, calzones grises y botas marrones caminaba hacia el pórtico. Guiaba un mula del desierto cargada hasta arriba de pieles de agua, bultos de tintineantes bolsas de monedas de oro y una voluptuosa jovencita aún vestida con el atuendo de esclava de placer. Aulex giró hacia el pórtico occidental y vio a la mortífera mujer que había entrado en su taberna un día antes. Tenía una piel de agua colgada de un hombro y una voluminosa bolsa de oro colgada del otro. Ella también se dirigía hacia un pórtico de salida de Togaru.

    Aulex miró de nuevo los cuerpos que yacían en la calle. Los tiempos de los esclavistas habían terminado. Aulex sonrió. La pira funeraria de Ibris ardería brillante esta noche, pero tal vez, en algunos días, remitiría y se apagaría del todo. Pronto un millar de esclavos liberados vendrían a Togaru. Aulex sonrió de nuevo. Esos esclavos iban a necesitar una copa. Con un nuevo impulso en su zancada y un silbar en sus labios, Aulex volvió al interior de su posada.

FIN

    Notas del Autor: Togaru es mi primer relato de Vrena con plena extensión. Lo escribí basado en la semilla de Yojimbo, la película de Kurosawa recreada como Por un puñado de dòlares con Clint Eastwood. El relato es sangriento desde el punto de vista y pensé que los dos ejércitos de los esclavistas se harían más violentos desde la primera batalla hasta la última, pero me divertí un montón con ella.

13. El Caballero Demonio

(The Demon Knight)

    Humo negro y olor a carne cocinada llenaba la oscura estancia. Órganos ardiendo reventaban y siseaban sobre el cántico monocorde de las dos figuras con capa, al borde de un pentagrama de huesos triturados y sangre seca en un círculo de fuego. Llamas azules ardían desde dos largos braseros a los lados del círculo.

    Un nerviosismo inundaba a Thath en oleadas, cayendo desde la cabeza por su cuerpo hasta el estómago, donde se asentaba como un trozo ardiente de carbón. Él ya había visto a su maestro invocar demonios, pero nunca uno de este tamaño o fuerza. Solo el archimago Gthaloz poseía suficiente fuerza para invocar tal enorme bestia, pero Thath no sabía si Gthaloz podía mantener bajo control a uno tan grande. Gthaloz mostraba confianza, con la cabeza erguida y altiva.

    Gthaloz avanzó un paso y tendió un pequeño cráneo, el de un infante, aún sangriento. Ni tres horas antes, Gthaloz había rebanado con un largo cuchillo el cuello del sollozante infante. Los órganos del mismo ardían ahora con fuego azul en los braseros.

    Gthaloz continuó el cántico. El anillo de llamas creció. Una lucecita roja y penetrante salió disparada del centro del círculo hacia el techo abovedado de la estancia. Lentanente, la luz se ensanchó, se abrió a un ondulante estanque de oscuro líquido rojo. A Thath le golpeaba el corazón en el pecho. Sentía tanto pavor como euforia ante la profana vista. El sudor manaba de su piel clara y de su rizado pelo gris en su coronilla.

    El estanque se abrió hasta cinco metros de ancho. Thath vio la cambiante imagen de un paisaje en llamas, rocas negras, y oía los chillidos de bestias inhumanas. Miraba fijamente el umbral del infierno, viendo lo que ningún ojo mortal había visto en miles de años.

    Una mano, al rojo vivo y masiva, explotó desde el estanque. Sus grarras negras se hundieron en el borde de roca del pentagrama. Los tendones, gruesos como cuerdas, se tensaron cuando la mano empezó a sacar el resto del cuerpo del trémolo estanque dimensional.

    Thath quiso huir. La mano era horrible de mirar. Solo la compañía de Gthaloz le mantenía allí. Gthaloz era el mayor mago de las tierras conocidas. Si alguien podía domar tal bestia, era él.

    Otra enorme mano salió rugiendo del rojo estanque y clavó negras garras en el suelo de piedra. Gthaloz continuaba su cántico, con su bastón negro en una mano y el cráneo del infante en la otra. Thath vio las puntas de alas cerradas irrumpir desde la superficie. Paralizado de miedo, vio cómo crecían mientras aquello salía del estanque. El curvo domo rojo de la cabeza de la bestia apareció flanqueado por dos enormes cuernos, retorcidos como árboles muertos. Entonces los ojos salieron a la superficie. Thath no poseía ninguna telepatía ni premonición, pero al ver esos dos horribles ojos ardientes, no tuvo duda de que iba a morir de mala manera. Ninguna criatura que presenciara la llegada de tal aberración podía esperar larga edad y una muerte limpia. Presenciar tal monstruosidad significaba condenación.

    Con un último y poderoso impulso, el demonio trepó el ondulante estanque rojo entre una bruma de aire pestilente que succionó el aire de los pulmones de Thath. Aunque él no tosió. Moverse lo más mínimo sería desastroso. El demonio rugió de rabia y victoria. Giró sus horribles ojos hacia las dos figuras en capas oscuras y sonrió revelando afilados dientes negros.

    —¡Duque de los Abismos Negros! Te convocamos para servirnos. Te ofrecemos la sangre de vírgenes. Bebe todo de ella y acepta nuestra petición.

    El demonio giró su enorme cabeza hacia los ardientes braseros antes de entornar los ojos. Giró la cabeza ahora hacia Gthaloz. La barbilla del archimago tembló y sus ojos se agrandaron.

    Durante noventa años, Gthaloz había invocado bestias de las profundidades. Había comandado criaturas de lo más despreciables en cuanto estas habían puesto pie en este mundo verde. Su magia conocía pocos límites y, aunque bastante arrogante, Gthaloz era el mejor mago del que Thath había oído. Ahora Thath veía los ojos ardientes del peor diablo que él había visto nunca. Una mirada dentro de esos ojos bastó para que Thath viera una nueva verdad. Esto era un error. Gthaloz había invocado a una criatura tan poderosa que el más poderoso mal sobre la tierra conocida se acobardaría a su paso. Gthaloz había cometido el peor error de su larga vida y el mundo entero iba a pagar por ello.

    La garra del demonio salió disparada con surreal velocidad. La larga uña de su pulgar perforó el estómago de Gthaloz y las tres uñas de sus dedos se enterraron en la espina dorsal del mago. El archimago gritó. El demonio asió a Gthaloz con su otra garra. El demonio levantó al archimago seis metros en el aire. El bastón negro y el cráneo del mago cayeron al suelo. De pie con la boca abierta, Thath oyó el desgarro de la piel y el crujido de huesos. Los músculos del hombro del demonio se tensaron durante un momento. En una explosión de sangre y carne, el demonio desgarró al archimago por la mitad. Órganos y cuerdas de intestinos se derramaron en una pila sobre el suelo de piedra. El demonio liberó su presa y dejó que ambas mitades rasgadas del mago cayeran en una húmeda pila. El demonio sonrió a la horrorizada expresión en la cara de Thath.

    Los ojos de Thath fueron desde la pila de restos de su maestro hasta el enorme demonio. Él había sido aprendiz de Gthaloz durante sesenta años y la mayoría de estos los había pasado odiando al cruel y arrogante mago. Miró de nuevo a las pilas de ropas y carne destrozadas que habían sido su mentor. Thath no sentía piedad ni tristeza, sentía envidia. Habían liberado un enorme horror sobre la tierra y Thath sabía que Gthaloz había recibido la muerte más rápida y menos dolorosa que podía recibir alguien de esta criatura. El demonio iba a matar otros miles y la muerte de Gthaloz sería la más fácil.

    Una voz telepática llenó la cabeza de Thath, ahogando todo pensamiento.

    —¿Todavía pedís mi ayuda?

***

    Calon despertó con una sacudida. Tenía de punta cada pelo de los brazos. El sudor bañaba su frente y le pegaba el cabello. Él respiraba y exhalaba largas bocanadas de aire. Calon se levantó de la cama. Se puso un pantalón de áspera tela y lo ató por delante. Calon se metió en la boca un pedazo de cordel y se pasó los dedos hacia atrás por el cabello. Lo tensó en una coleta y la ató con el cordel.

    Los pensamientos de Calon volvieron a su sueño. Él normalmente no soñaba. Sueños como este había tenido en el pasado, pero eso había sido más de veinte años desde el último y Calon había confiado en que esos fuesen los últimos. No lo eran.

    Le ardía el pecho cuando pensaba en aquellos días, sus dedos recorrieron la irregular cicatriz en el centro de su caja torácica. Los recuerdos lo inundaron. Calon y él no podían anularlo antes de que llegara lo más doloroso. Él vio a Aulania mirándole con ojos azul claro. Ella abrió la boca para decir algo; te quiero, tal vez; pero solo sangre salió de ella. Un montón de sangre.

    Calon sacudió la cabeza para apartar esas imágenes. Se sentó de nuevo en la cama, se puso un par de botas de cuero. Él adoraba esas botas. Le habían servido durante décadas sin señal de roturas. Eran la única posesión que aún poseía de su vida de antes del fin de la guerra.

    Calon tenía mucho que hacer ese día. Tenía poco tiempo para pontificar sueños oscuros. Esos sueños podían ser cualquier cosa. Podía haber sido un mal cuenco de sopa. Él era mayor ahora y su mente a veces cometía deslices. Tal vez esto era solo un desliz. Calon se pasó por la cabeza una túnica gris claro y la ató a la cintura con una cuerda. Salió de su casita con la esperanza de dejar atrás los sueños. No tuvo éxito.

***

    Thath no había dormido en días. La piel le colgaba de los huesos como ropa mojada. Negros anillos rodeaban sus ojos hundidos. En tres días había envejecido casi diez años. La estancia de invocación también había cambiado en ese tiempo, aunque el decadente cuerpo su maestro seguía allí donde había caído, lleno de hambrientos y serpentinos gusanos. El demonio se había tomado gran interés en construir la estancia como su propio sanctum personal. Había aplastado roca de las paredes y excavado el suelo, creando un grotesco monte donde se sentaba y sonreía. Había rascado en el suelo de piedra sus propios círculos arcanos en una escritura alienante y horrible.

    —El guardia de tu torre tiene un capitán. Tráelo aquí —la voz del demonio surcó rasgando los pensamientos conscientes de Thath. Thath sabía que el gran demonio oía todo pensamento de tristeza, dolor o traición en la mente del mago, pero eso al demonio le importaba poco. Él solo sonreía a Thath y enviaba instrucciones. Thath siempre obedecía.

    Garouln Doublehilt servía en los ejércitos Klatharan desde hacía casi quince años. El alto y orgulloso guardia pasó tranquilamente por las puertas, pero la visión del horrible demonio sentado en el montículo de roca partida lo dejó ojiplático mientras el sudor manaba de su frente. Thath disfrutó inmensamente ante la visión del desconcertado guardia. Él ya no estaba solo con la cosa. El demonio ordenó a Thath que se fuese. Thath regresó a su estudio y trató de dormir, pero los sonidos de rasgar y gritar en el salón de invocación debajo y los sueños de ese terrible mundo de cielo rojo que había vislumbrado en el círculo de invocación rompieron toda esperanza de descanso.

    Cuando regresó, Thath presenció una visión aún peor que la espantosa muerte de su maestro. Thath vio el cuerpo desnudo de Garouln estirado sobre uno de los círculos del demonio. Su piel estaba abierta y sus órganos ardían en uno de los braseros de piedra. El demonio sostenía en la mano una bola de roca fundida. El demonio metió esta roca fundida en el centro del pecho abierto de Garouln donde debería haber estado el corazón. Luego el demonio levantó el brasero de piedra the ciento cincuenta kilos y vertió un líquido negro en el pecho abierti. Thath vio el fulgurante corazón de roca comenzar a latir y bombear el líquido negro por las venas en la grisácea piel de Garouln. El cuerpo saltó y Thath sintió desaparecer el último atisbo de su cordura. Thath vio abrise los ojos de Garouln, revelando pozos de lava fundida que explotaban en forma de penetrantes rayos de luz blanca. Thath supo que toda señal del capitán había desaparecido hacía tiempo. Este horror era algo nuevo, un hijo del demonio, un caballero del infierno.

***

    —Pareces cansado —Calon no tuvo que girarse para reconocer al dueño de la ronca voz que le saludaba cuando entró en la pequeña taberna, conocida por los aldeanos de Nimbul como la Posada Roca Blanca. Calon conocía al sacerdote Thalam Jorinserg desde hacía veinte años. Thalam se sentaba a una de las cuatro mesas de la posada y sorbía de una copa de cerveza negra. Garn, el tabernero, vertió cerveza en otro vaso y lo llevó hacia Calon cuando este se sentaba a la mesa de Thalam.

    —¿Qué cuita tienes, amigo mío? ¿La cosecha no se decide a crecer en este mes húmedo? —Thalam sonreía, pero su sonrisa decayó cuando vio el grave aspecto de la cara de Calon—. ¿Cuál es el problema?

    —He tenido sueños las últimas seis noches —Thalam abrió la boca, pero no respondió. Él sabía de la rareza de los sueños de Calon y sabía lo que significaba cuando su amigo los tenía—. Hay un demonio suelto por las tierras. Uno grande.

    —¿Estás seguro? —Thalam sabía la respuesta a su propia pregunta antes de que las palabras salieran de su boca—. El Klátharan no ha invocado tales bestias en casi veinte años.

    —Estoy seguro.

    Calon miró dentro de su oscuro vaso de cerveza. Ninguno de los hombres habló. Thalam levantó su jarra y se bebió de un trago el resto del contenido. Exhaló despacio.

    —¿Irás tras él?

    —Supongo que tengo que ir. Esto me volverá loco si no voy.

    Thalam miró a su viejo amigo con sombríos ojos antes de cambiar de tema—. ¿Está donde lo dejaste?

    —Si alguien lo ha movido, yo lo sabría —Thalam supuso que eso era cierto también. Miró el pelo blanco de Calon, pelo que solía ser negro muchos años atrás.

    —Si es voluntad de Dios que tú lo encuentres, entonces encontrarlo debes.

    Calon no pudo ocultar la agitación en su voz—. Yo no he pedido esto, Thalam.

    —Tú eres un héroe, Calon. Los héroes son elegidos por Dios. Ella te lo dio y con eso salvaste Nimbul y su pueblo. Fuiste su elegido portador y luchaste con apoyo de Dios. Luchaste duro y con mayor habilidad que cualquier otro.

    —Yo era un crío, tenía quince años. No quería nada de esto y sigo sin quererlo. Quiero vivir mi vida y cultivar mi granja.

    —Tú debes hacer lo que fuiste elegido para hacer.

    Calon oyó a Aulania gritar en su mente. Se pasó la mano por la cicatriz bajo la túnica.

    —¿Cuándo te marchas?

    —Mañana temprano.

    —A la velocidad de Dios, amigo mío.

    Las palabras sonaron huecas en los ídos de Calon. Él había oído la voz de Dios antes y deseaba no oírla de nuevo. Se terminó la bebida y salió de la taberna antes de dirigirse a casa para empacar sus provisiones del viaje de la mañana siguiente. Nunca vería a Thalam de nuevo.

***

    Calon partió antes del anochecer. Ensilló el mejor de sus dos caballos, una yegua llamada Rayoluna. Calon empacó algunas mudas de ropa, una estera para dormir y una espada de deslustrado hierro que guardaba detrás de la cama. Echó un vistazo a la granja que pronto dejaría atrás. En dos semanas empezaría a crecer la mala yerba y en cuatro, los matojos infestarían los cultivos y él no sería capaz de arreglarlos hasta otro año.

    Por un momento Calon pensó en devolver a Rayoluna al establo. No podía abandonar su granja, salir corriendo para ser un héroe y esperar que la gente lo alimentase a su regreso. Destellos de fuego y sangre llenaron su mente de nuevo. Él no iba a comer nada en absoluto si los sueños seguían del modo en que lo hacían. Con una mirada final y un profundo suspiro, Calon pasó una pierna por encima de la silla y colocó las botas de cuero en los estribos. Llevó a Rayoluna despacio por la salida de la ciudad. Se puso la capucha de lana sobre la cabeza. Cuando llegó a camino abierto, espoleó a Rayoluna al galope.

    Cinco noches después Calon había viajado casi cien millas desde la ciudad de Nimbul. Pasó algunas granjas y visitó dos posadas por el camino para recoger comida y llenar sus pieles de agua. En la quinta noche otro sueño inundó su dormir con sangre. Vio el destrozar de garras a través de suave carne inocente. Vio niños gritar mientras sangre manaba de sus cuerpos. Vio ardientes ojos penetrando en ondulante humo negro. Despertó en mitad de la noche con las ropas pegadas a la piel por el sudor.

***

    En la quinta noche tras la partida de Calon, el infierno halló la ciudad Nimbul. La puerta de la Posada Roca Blanca estalló hacia dentro, trayendo un viento pestilente y frío a los clientes de la taberna. Una figura con capa negra apareció masiva en el umbral. Sus ojos ardían con fuego blanco. El barro del millar de millas de un viaje ininterrumpido cubría sus altas botas de cuero con puntas y tacones de acero. Él hombre se sacudió la melena negra atada en una suelta coleta. Una armadura de acero se veían bajo la capa negra. Una espada pendía de la cadera de la figura, la empuñadura era de ónice y cruzaba un guardamano con forma de alas de murciélago. Un cráneo, con ojos de ígneo rubí, gritaba desde el extremo de la empunnadura de la espada.

    La figura con capa cruzó el suelo de la taberna con cuatro pasos y se detuvo en la barra delante de Garn, el tabernero. Gerald, el mejor cliente de la taberna estaba sentado a la barra junto a la sombría figura. Los ojos de Garn se agandaron al ver la decadente piel gris de este viajero y los ojos ardientes. Pequeñas larvas salían retorciéndose de diminutos agujeros en la cara del hombre. Venas en negro se extendían como telarañas de cada palmo de piel expuesta. El olor a descomposición fluía de la boca podrida del hombre. Garn sabía que estaba mirando a un hombre muerto, pero el ardiente blanco de esos ojos hablaba de algo espantosamente vivo.

    —¿Puedo ayudar...?

    —Busco a un hombre de pelo blanco, un granjero, pero que fue un héroe de esta ciudad. ¿Dónde está? Miénteme y mueres —la voz del caballero del infierno retumbó en el pecho de Garn. Mientras observaba, los ojos del caballero del infierno cambiaban de fulgurante blanco a estanques de ardiente lava roja pulsando y latiendo en las descompuestas cuencas. Garn olía carne quemada.

    —Yo no...

    Nadie en la taberna vio exactamente lo que pasó. En un momento, la figura de la capa estaba delante del tabernero, y al siguiente su brazo estaba extendido horizontalmente con su negra espada de ónice apuntando hacia la puerta. La cabeza seccionada de Garn se estrelló contra una hilera ee botelllas detrás de la barra. El cuerpo sin cabeza salpicó sangre sobre el cuerpo inmóvil del caballero del infierno. La mayoría de los clientes quedaron boquiabiertos. El joven Regold, el chico de dieciséis años que trabajaba en los establos, vomitó su última comida de carnero asado. El caballero del infierno se giró hacia Gerald, que aún estaba sentado a la barra con su propia boca abierta.

    —¿Dónde está? —el caballero del infierno le fulminó con la mirada.

    —Yo...

    La negra espada cortó hacia bajo y los intestinos de Gerald se desparramaron de la amplia panza hasta el suelo de tablas de madera.

    —¡¿DÓNDE ESTÁ?!

    Tres granjeros, que aceptaban cobres de la ciudad para actuar como condestables, desenfundaron sus espadas cortas de hierro. Dos de ellos nunca las habían sacado en combate, y una nerviosa energía los apretaba como muelles tensos. Uno de ellos, el joven Vand, avanzó unos pasos y sacó su hoja. El caballero del infierno imitó el paso adelante de Vand con su propia larga zancada. Vand chilló y atacó con una única estocada descendente desde el hombro, pensando en las batallas de su padre en guerras muy antiguas. Él confió en que el caballero del infierno parara el golpe, pero la espada negra giró bajo el ataque, cortó por encima del codo el brazo de Vand que blandía la espada y envió el miembro volando por la estancia en una sangrienta espiral. Vand no tuvo tiempo de registar la mortal herida, la espada negra bajó y se clavó en el joven granjero, abriéndolo de hombro a cadera.

    Otro de los tres granjeros entró por el lado confiando en flaquear al oscuro asesino. El guantelete del caballero del infierno aplastó con un puñetazo la cara del granjero y le partió la nariz, la mandíbula y casi todos los dientes. El granjero ni llegó a sentir la hoja perforarle el corazón un segundo después.

    Felnar, el último en pie elegido condestable, vio a sus amigos muertos en el suelo de madera. Vio la sed de sangre del caballero del infierno y quedó inmóvil con la espadita de hierro temblando en la mano.

    Una puerta al fondo de la estancia se abrió y salió la hija mayor de Garn con una mirada de confusión, y luego de horror en el rostro. El caballero del infierno giró en redondo, su capa ondeó detrás de él, y en un fuerte golpe cortó a la joven en dos por la cintura. Ella cayó al suelo en dos pedazos entre un océano de sangre y carne.

    Felnar aprovechó la ocasión. Avanzó corriendo y clavó con fuerza. La hoja se hundió profundamente. El caballero del infierno agarró la empuñadura de la espada y la retorció. La hoja de hierro se partió en pedazos. Más rápido que la velocidad de Felnar para huir, el caballero del infierno lo agarró por la garganta y se lo acercó.

    —¡DÓNDE!

    El calor fluyó por el cuerpo de Felnar. Él sentía que su sangre comenzaba a hervir. Sintió sus órganos estallar. Uno de sus ojos explotó dentro de su cabeza. Él trató de gritar, pero solo humo negro salió de su garganta. La piel comenzó a arder, crepitar, agrietarse y caerse de los músculos y huesos. Le explotó el corazón y su chamuscado cuerpo cayó al suelo.

    Quince personas pasaban el rato esa noche en la Posada Piedra Blanca. Cuatro lograron salir. El caballero del infierno tardó seis minutos en matar a los otros once. Dos horas tardó en matar otros sesenta en la propiedad de la ciudad.

    Para cuando llegó el alba, cada uno de los aldeanos de Nimbul estaba muerto.

***

    Calon seguía cabalgando al oeste. Rayoluna mantenía buen paso, casi veinte millas por día, y lo habría llevado a las orillas orientales si huebiese continuado en su dirección otras seiscientas millas. Eso assumiendo que no lo asesinaran los Hombres de la Vía.

    Al sexto día giró y se dirigió otras quince millas por el Camino del Granjero. El camino había sido más ancho cuando él lo había transitado dos décadas atrás. Él había viajado en sentido opuesto por aquel entonces y cada paso que lo alejaba le había quitado la mitad del peso del mundo de los hombros. Ahora cada paso se le devolvía. El pavor le inundaba más a cada paso que cabalgaba; cuanto más cerca viajaba.

    Halló el camino de piedras en pie que él recordaba. La columna de natural arenisca se elevaba alta y orgullosa como lo había hecho durante miles de años. Calon dejó libre a Rayoluna en un arroyo cercano. El caballo se quedaría allí rumiando yerba, relajándose al sol y bebiendo el agua clara del arroyo duranre los cuatelro días que le llevaría a él entrar y, con suerte, salir del bosque.

    Calon se amarró alrededor del cuello su capa gris claro y la cerró con un círculo de oro que su madre le había regalado hacía veinticinco años, cuatro años antes de que las tropas de Klatharan la violaran y mataran. Él se apretó las botas de cuero y metió una daga en el pliegue de cuero de su bota derecha. Se colgó al hombro una mochila con pan, carne y cama ligera y empezó la caminata que se adentraba en el bosque.

    Halló la cueva la tarde del segundo día en el bosque. Una densa rojo de hiedra y yerbas cubría la entrada. Esta parecía la boca abierta de un cuerpo enterrado bajo una maraña tentaculada de podredumbre. Cortó una abertura y pasó al interior de la oscura cueva. El viento salía pulsando de la cueva como una suave respiración, trayendo a la nariz de Calon el olor de aire estancado. Ningún pájaro trinaba; ningún insecto zumbaba. Sabían lo que yacía dentro de la cueva y sabía que era mejor dejarlo en paz.

    Calon no tenía tales lujos.

    Calon sacó su pedernal y envolvió un paño aceitado alrededor de un palo grueso. Encendió la antorcha en la tercera chispa y la sostuvo en alto. La luz de la antorcha parpadeaba en la vieja roca excavada por un arroyuelo ahora seco. Él miró atrás, hacia la boca de la cueva, viendo que el ocaso caía sobre el bosque en el exterior. Esta era su última oportunidad para la paz, él lo sabía. Podía dar media vuelta ahora y dirigirse a casa. Podía abandonar este insensato viaje y regesar a su pequeña granja.

    Una punzada de dolor se le clavó en la cabeza. Una explosión de roca fundida y sangre llenó su visión. Calon vio ardientes ojos y gruesa piel roja. Oyó chillar a un niño. No el llanto del hambre o la frustración pendiente que la mayoría de los niños lloran, sino un grito de horror y dolor. El grito se interrumpió con un húmedo crujido. Graves carcajadas pulsaron en la cabeza de Calon.

    Regresó la vision de la cueva y todo lo oyó fue silencio. No tenía elección. No había regreso a casa. Un demonio caminaba sobre la tierra y solo él sabía cómo detenerlo.

    El viento azotaba la antorcha de Calon. Telarañas irrrumpían a la vista y detellaban cuando la llama las tocaba. Calon viajó a la derecha, luego a la izquierda, luego a la derecha cuando el camino separó la cueva en dos, cuatro y ocho sendas. Calon no pensaba. Sus pies sabían el camino y lo guiaban como lo habían hecho en el pasado.

    Las paredes y el suelo de la cueva cambiaron de tierra y roca natural a roca excavada por manos humanas. El suelo se alisaba. Tallas alineaban las paredes, aunque irreconocibles por décadas de polvo y telarañas. La cueva terminaba en una enorme pared de piedra, ominosa y completamente lisa. Calon se quitó uno de los guantes de cuero y colocó la mano en la pared. Sintió el frío y la aspereza de la pared bajo su mano y liego la sintió moverse. Un grave retumbar de contrapesos detrás de las paredes sacudieron la cave entera. Polvo cayó del techo. La puerta se deslizó a un lado dentro de la pared y pasó soplando junto a él una densa ráfaga de aire hacia el vacío de la estancia delante.

    Ninguna telaraña llenaba la cripta. Esta se posaba casi exactamente como Calon la había dejado. Grandes jarras de cenizas se alineaban en el suelo de la cripta. Grabados de batallas y reyes seguían intactos en las paredes de piedra. Nada de esto tuvo ningún impacto en Calon. Un objeto demandaba su plena atención.

    Estaba allí, como el rayo congelado de un relámpago, encima del pedestal de piedra en el cemtro de la estancia. Sus antiguos hacedores lo habían forjado a partir de una única barra de metal desconocido, lo bastante duro como para mantener el borde afilado tras siglos de batalla, pero lo bastante flexible para prevenir que se rompiera alguna vez.

    Ni era una espada ni una lanza, sino algo entre ambas. Su mango se extendía casi un metro, con una hoja igual de larga que sobresalía de una ornada guarnición com forma de alas de ángel. La hoja era recta, con una punta afilada y un brillante filo templado. Cuero oscuro rojo envolvía el vástago y una única pica salía de su extremo.

    Calon recordaba bien el cuento del demonio atrapado que los sacerdotes y magos habían usado en la creación del arma. El fuego del demonio había forjado el metal. Su deshollada piel envolvía el mango. Un gran diente negro culminaba la larga empuñadura del arma. No era el fuego del demonio lo que Calon temía, ni era la fuente del poder del arma. Era el espíritu que había dentro.

    Calon bajó la vista y vio un esqueleto, bloqueado en un grito silencioso, yaciendo junto al altar de piedra. Estaba apoyado erguido en una mano, la otra se extendía hacia la lanza. El brazo extendido terminaba a mitad del hombro en una ruina de hueso astillado. El brazo del esqueleto había explotado. Calon miró la lanza. Relucía a la luz de la antorcha. Antes de que pudiera converncerse de lo contrario, Calon extendió el brazo y recogió la lanza.

    Una descarga de energía, tanto horripilante como eufórica inundó el brazo de Calon y se extendió por su cuerpo. La luz llenó lq cripta.

    Una figura, al parecer formada de fino aire, avanzó unos pasos. Una blanca y fluida seda curbía su alto cuerpo. Los ojos de un azul total brillaban como un cielo vacío. Su rostro era limpio y perfecto con una blanca melena de pelo fluyendo por la espalda. Él era un ser más hermoso que cualquier hombre o mujer que Calon hubiera visto jamás. Imcluso ahora, Calon jadeó.

    Mientras el demonio había rugido de dolor, clavado a una pared con su piel deshollada y abierta hasta revelar cuerdas de grueso músculo y negro hueso, los sacerdotes que habían forjado esta arma llamaban a otro ser de los mundos exteriores. Un Arconte de justicia había respondido a la llamada. Había fluído al interior del arma forjada y la había enfriado en la perfección. El demonio, quemado por el poder y la luz de la posesión del Arconte, se calcinó hasta las cenizas. El arma estaba completa y aquellos que la blandieran servirían al Arconte que había en su interior. Todos los que poseían esta arma servirían a esta arma. Ahora Calon la servía. Los ojos azules del Arconte ardían en el alma de Calon y este habló con una voz tan hermosa como terrible.

    —Has engordado.

***

    Calon tuvo un día y medio de veloz caminata para llegar a la cueva, pero solo le llevó cinco horas para volver a la zona donde retozaba Rayoluna. Cada músculo de su cuerpo gritaba, pero la lanza no le dejaba detenerse. Cuando creció la oscuridad, Calon colapsó en su prqueño campamento y durmió seis horas antes de que el Arconte lo llamara.

    —Despierta. Viajamos pronto —la figura de ropas blancas del Arconte se alzaba alta sobre el cuerpo de Calon, encogido y agonizando por el dolor de músculos.

    —¿Qué hacía el muerto en tu cripta? —Calon abrió los ojos, pero yació quieto. Incluso respirar disparaba dolor por su cuerpo.

    —Me dejaste allí durante veinte años. ¿Tienes idea de lo que supone no ser capaz de hacer lo que debes hacer durante tanto tiempo?

    —Sí —los ojos de Calon ojos ardieron y él se obligó a sentarse.

    —Supongo que la tienes. Llevó un mes llamarlo hasta mí. Él era un adúltero y un violador. Mató a otro chico cuando tenía doce años. Pasó a caballo y lo llamé. Él me encontró y yo le di lo que merecía.

    Calon tiritó y apartó los ojos debla divina figura. Imaginó la blanca explosion de sangre y músculo y hueso. Imaginó los griros de el hombre condenado mientras moría a centímetros de distancia del arma más poderosa conocida en las tierras.

    —Basta. Nos movemos —la voz del Arconte atravesó la cabeza de Calon. Calon apretó los dientes y colocó la mano sobre la lanza. Renovada energía lo obligó a ponerse en pie. Oyó crujir sus músculos, pero no sintió dolor.

    —Deja el caballo. Viajamos a pie.

***

    Esa noche la oscuridad corrió por las carreteras. Dos rayos de luz blanca destellaron por la carretera mientras el caballero del infierno perseguía su presa. La sangre de doacientos hombres, mujeres, y niños manchaban su armadura y piel. Una oscura salpicadura de rojo sangre cubría la mitad de su cara. Blancos comlillos relucían en la malévola sonrisa del caballero del infierno. Su presa estaba cerca.

    Acero fundido calentaba donde debería haber estado su corazón. Fuego negro fluía como líquido por sus venas. Los músculos de sus piernas batían como masivos pistones en una máquina diabólica. La furia del caballero del infierno aplastaba todo conocimiento de vida como cualquier cosa, salvo un vehículo de odio y guerra. Su espada negra esperaba a su espalda cubierta de la sangre de inocentes.

    Los ojos del caballero del infierno cambiaron de fulgurante blanco al naranja oscuro de la cambiante roca fundida. La visión negra y del caballero del infierno se enfocaba. Vio algo.

    Era un campamento para una persona y ninguna montura. La leña del fuego aún humeba. Estaba a menos de un día detrás de él.

    En la oscuridad, brilló un destello de afilados dientes blancos cuando sonrió el caballero del infierno. En treinta horas la rojo sangre del granjero de pelo blanco bajaría goteando por su garganta. Su maestro iba a quedar complacido con él. El caballero del infierno suguió corriendo veloz hacia la noche.

***

    —Me dejaste. Dejaste que me pudriera en esa cueva. ¿Por qué?

    La hoguera de Calon ardía baja. La fatiga bloqueaba cada célula de su cuerpo. La lanza yacía apoyada en un leño, apuntando al cielo. Calon removía el fuego con un palo y se metía en la boca trozos de insípida comida. El Arconte se erguía alto y frío al lado opuesto del fuego. Calon veía los oscuros árboles a través del cuerpo traslúcido del Arconte.

    —Ya no quiero luchar —Calon habló quedamente—. Yo quería una vida normal. Quería trabajar en una granja. Quería enamorarme y casarme. Quería tener hijos.

    —¿Funcionó bien eso? —la voz del Arconte era melódica y fría.

    —No —los ojos de Calon se movieron hacia el fuego—. Los sueños no paraban nunca.

    —Nunca lo harán. Eres débil y falible, pero ves lo que otros no ven. Viste qué criaturas salen de los abismos. Viste en qué puede convertirse el hombre. Sabes lo que eres y sabes lo que debes hacer.

    Recuerdos largo tiempo enterrados entraron en la visión de Calon. Él vio hombres gritar de éztasis a los archiduques del infierno mientras abrían en canal a sus propios hijos. Vio jóvenes mujeres abrir a sus propias madres y beberse su sangre. Vio asesinato e incesto y rabia y crueldad.

    —¡No!

    —¿No? —el Arconte rio—. ¿Niegas lo que eran? ¿Niegas lo que son? Eras joven cuando te encontré e incluso tú ya eras retorcido. Perseguiste con lujuria a tu propia sangre. Mataste al perro de tu vecino por pura diversión. Te regocijabas en el pecado. Si hubiese habido por ahí uno más puro, te habría matado como maté a los otros.

    El odió inundó los ojos de Calon. Él odiaba el arma. Odiaba la media sonrisa en la cara del Arconte.

    —Recuerda quién eres. Recuerda lo que eres. Recuerda lo que todos vosotros sois y luego que podemos hacer lo que estamos destinados a hacer.

    —Vete al infierno.

    El Arconte rio.

    —A su tiempo. Pero primero debemos sacar el infierno de este mundo. ¿O lo has olvidado?

    Un grito llenó la cabeza de Calon y él vio a una mujer, hermosa y desnuda, con la piel brillando a la luz del fuego. Las manos estaban atadas a dos pilares negros y unas cadenas ataban sus pies al suelo de piedra. Líneas de latigazos cruzaban su hermoso cuerpo. Largos ríos de lágrimas caían por su cara de marfil y de labios rojos. Sobre ella se alzaba el demonio. No era un sirviente menor del infierno, no un pestilente o diablo, sino uno de los verdaderos señores demonio. Sus alas negras se desplegaban diez metros. Sus pezuñas separadas aplastaban piedra bajo su peso. Sonreía con negros dientes relucientes. El demonio se abalanzó y la mujer explotó en una lluvia de brillante sangre roja. Un brazo aún colgaba de uno de los pilares. El demonio cerró sus poderosas fauces y llenó la estancia con el sonido de huesos triturados.

    La visión se hizo pedazos. Calon miró en la cara del Arconte con repulsión y furia. La furia devino en.confusión cuando Calon vio que la atención del Arconte había cambiado detrás de él. En un destello de luz, el espíritu de la lanza desapareció. Calon dio media vuelta. La muerte estaba detrás de él.

***

    El caballero del infierno esperaba inmóvil a la luz de la luna. Su figura era un negro contraste, un agujero en el mundo, con la luz alrededor. Ni un brillo del fuego se reflejaba en su chamuscada piel. Solos dos rendijas de ardiente fuego le decían a Calon que no estaba mirando a una sombra.

    El caballero sujetaba su espada negra con la punta enterrada en la tierra. Alzó la mano adelante e hizo una seña a Calon para que se acercara. Calon retrocedió dos cautos pasos y recogió la lanza. Brillaron blancos dientes afilados cuando sonrió el caballero del infierno. En una explosión de movimiento, el caballero del infierno cargó.

    Calon logró subir la lanza una décima de segundo antes de que la hoja del caballero del infierno le hubiera cortado la cabeza. La espada negra chocó contra el vástago de la lanza, enviando terremotos de dolor por los brazos de Calon. La rodilla del caballero del infierno explotó en la entrepierna de Calon. Mientras este se doblaba de dolor y náusea, el guantelete de acero del caballero del infierno se aplastó en la nariz y boca de Calon.

    La sangre manó de la arruinada nariz de Calon. Sus dientes se presionaron contra sus labios, rasgando casi por todo el camino. Dos de esos dientes se partieron y cayeron en un río de sangre. Las piernas de Calon cedierilon y él cayó hacia atrás en el frío del desconcierto.

    —Levántate.

    La voz del Arconte llegó tranquilaby estricta. La vista de Calon se estrechó cuando el caballero demonio avanzó un paso y le pateó en la cara. La punta de acero de la bota del caballero del infierno bota partió el hueso por encima del ojo izquierdo de Calon y rasgó una rrida de casi doce centímetros alrededor de la cuenca del ojo. El ojo se hinchaba y se cerraba y la sangre bajaba por la cara de Calon. Él entornó la vista y sintió moverse los huesos de su cara allí donde no deberían hacerlo. Estaba seguro de que iba a morir. Quería morir. Oyó una carcajada como acero oxidado detrás de él.

    —Gira. Lanza.

    Calon quiso yacer allí en el barro y dejar que fría hoja del caballero demonio entrara y le destrozara el pecho. Quería que le separara la cabeza del cuerpo para que todo aquello terminara. No redibió ni lo uno ni lo otro. La voz del Arconte mandaba su cuerpo. Calon cayó sobre el estómago y vomitó un océano de sangre oscura. Extendió las manos, sintió algo frío en el barro. Lo agarró con dedos que no eran suyos. Rodó de espaldas y lanzó con fuerza.

    La lanza cortó el aire como un relámpago y se enterró hondo en el pecho del caballero del infierno. La punta perforó el impío corazón de piedra fundida de la bestia. Rayos de fuego blanco y energía manaron por las venas negras y estallaron desde los ojos, nariz y boca del caballero del infierno, iluminando la noche en día. El caballero del infierno agarró el blanco vástago y aulló. El grito llegó a los oídos y las mentes de toda criatura con cerebro a una milla. Todo ser menor que un zorro cayó muerto Todo mayor se volvió loco y no se recuperó jamás. El caballero demonio sacó la lanza de su corazón y se estrelló muerto en el suelo en una chamuscada pila humeante.

    Calon cayó inconsciente.

***

    Era la peor noche en la vida de Calon life. Toda la noche y el día siguiente, la energía fluía de la lanza hacia el cuerpo roto de Calon. Los huesos de su cara estaban torcidos y agrietados; sus músculos, rasgados y recreados. Piel rosada llenas en las ajadas heridas construían una red de cicatrices en el rostro. Su cuerpo se retorcía y convulsionaba de dolor, pero el rugido en su menta era mucho peor.

    Él oía la voz de su padre, embriagada con pintas de cerveza.

    —Debería haberte dejado morir.

    —¡No! —tembló la joven voz de Calon.

    —Tu hermana cayó enferma y murió porque tenía que alimentarte —La voz de su madre was sueva, pero horriblemente cruel. Sus palabras le arrancaban el corazón del pecho. Lágrimas caían de sus jóvenes mejillas.

    —No fuiste lo bastante rápido para salvarlos —Calon vio un negro demonio alado destrozando la aldea de la infancia de Calon. Él vio el demonio en paralizado horror, voló bajo, giró la cabeza y le arrancó sin siquiera detenerse la cabeza al abuelo a la fuga de Calon.

    —Volvió a suceder, también. Te demoraste y me dejaste en esa cueva y mira lo que ha ocurrido —Calon vio el caballero del infierno destrozar a la gente de Nimbul. Vio a sus amigos, viejos granjeros y comerciantes, explotas en nubes de sangre. Vio a Bethany, el sastre de la ciudad, ser rebanado; la espada negra del caballero demonio le cortó ambas piernas a la altura del muslo.

    Calon gritaba en agonía mientras veía el caballero del infierno abrir en canal a Thalam, el sacerdote, desde lo alto de la cabeza hasta el pecho.

    Toda la noche los gritos de los aldeanos de la infancia y retiro de Calon le rasgaron la mente.

    Despertó veinte horas después. Abrió los ojos, dos orbes de fuego azul. Abrió la boca en una mueca de dolor y furia. Toda duda, toda aprensión, toda sympatía y toda culpa había desaparecido. Calon había desaparecido. Solo el Caballero Arconte permanecía.

    El sol se ponía mientras el Caballero Arconte corría hacia la torre del demonio.

***

    El Arconte no habló. El Arconte no lo necesitaba. Cuando Calon entró en las tierras muertas que rodeaban la torre del demonio, con sus botas de cuero triturando placas sueltas de esquistio, era un hombre transformado. Sujetaba con fuerza la lanza. Apretaba su reconstruida mandíbula.

    Nubes negras y rojas volaban sobre el cielo muerto. Rayos de silentes relámpagos se astillaban en la oscuridad. Ni un brote de vejetación vivía en estos yermos.

    Calon no sentía pavor mientras trepaba las colinas de piedra y arcilla, lomas de las llanuras en torno a la torre. Él avanzaba con determinada mirada hacia la negra espiral mientras su cima aparecía sobre la dorsal.

    La torre negra se alzaba desde las tierras muertas. Tenía doscientos metros de altura y contrastaba con el mundo a su alrededor. Cinco espirales puntiagudas salían como garras hacia los cielos. Pétreas criaturas más allá de los horrores conocidos por el hombre se posaban sobre cornisas y espirales. Humo rojo se vertía desde altas ventanas. Las manos de diez mil hombres la habían construido casi dos mil años atrás para una reina de Avronithea largo tiempo olvidada. Ahora el demonio la había retorcido en forma de pilar de otro mundo, un mundo oscuro de caos y fuego y sangre.

    Calon no sentía miedo mientras recorría la torre con la vista hasta la llanura; hasta donde el caballero del infierno lo esperaba.

    No había una docena de ellos, ni dos veintenas de ellos,, sino cien guerreros de.los abismos con negra armadura. Eran un ejército capaz de destrozar mil, diez mil soldados mortales de los reinos en la vencidad. El señor demonio los iba a enviar a los rincones de la tierra para dejar una nube de muerte a su paso. Iban a masacrar cada hombre, mujer y niño que osaran poderse en su camino.

    Esperaban en silencio, sus ojos rojos de acero fundido estaba entornados mientras observaban a Calon descender de la loma. Mostaron sus colmillos blancos y agarraron sus espadas negras, lanzas con pinchos, grandes hachas y mazas con pinchos. Una armadura negra, espinosa y escamada con bordes afilados como cuchillas, contenía su odio dentro de sus cuerpos calcinados y arruinados. Corazones de roca fundida pulsaban negro fluido por sus venas. Cada uno de ellos se alzaba retorcido y forjado, a partir de los hombres que una vez fueron, en máquinas de guerra del señor demonio.

    Solo uno se interponía en el camino de Calon.

    Calon miraba el ejército de demonios sin ninguna emoción. No lo asustaba en absoluto. Sus mirada iba más allá del ejército, hacia la criatura detrás de este. El señor demonio miraba con ardientes ojos rojos, con las alas negras plegadas alrededor del cuerpo.

    Calon bajó a la llanura y se aproximó al ejército sin pestañear. Entonces, la batalla explotó con un destello de luz ante una nube de negrura.

    Avanzó un grupo de cuatro con las armas en alto y un oscuro grito en sus chamuscados labios agrietados. Calon giró la hoja de la lanza horizontalmente y dos cabezas gritantes salieron dando vueltas hacia la noche. La lanza paró una espada negra destinada a cortar la garganta de Calon. La hoja explotó en esquirlas de ónice. La punta de la lanza perforó el pecho del portador de la hoja. El portador vomitó un río de sangre negra havia el aire nocturmo. El cuarto atacante se alzó hacia atrás para clavar con fuerza su lanza espinada, pero nunca tuvo una oportunidad. La lanza le atravesó como un ariete el ardiente iojo naranja y salió por la espalda del astado yelmo del caballero del infierno.

    Calon liberó de un tirón la lanza y giró hacia el ejército restante. No vio la furia ni la rabia de los demás caballeros demonio, sino miedo. Nunca habían visto los caballeros tal furia. Dentro de sus pechos latían corazones de negrura, pero ahora enfrentaban algo peor que ellos mismos.

    El demonio rugió y un docena de caballeros corrió al ataque. En doce segundos, cada uno de ellos estuvo muerto. El demonio rugió de nuevo y el resto del ejército atacó a la vez.

    Nadie podría describir la batalla que siguió. Un mar de negrura cayó en un ardiente fuego blamco en el centro. Las sombras negras explotaron de furia. Manos, cabezas, pies y cuerpos alfombraron la tierra. La lanza tenía hambre de la negra sangre del abismo y había recibido mucha. Los últimos veinte caballeros atacaron todos a la vez. Calon clavó la lanza en la tierra. Una erupción de luz surgió como una onda que aplastó a los caballeros y los hizo volar por el aire como el papel. Los caballeros yacieron en el suelo en un círculo negro. Estaban en pedazos. Calon se irguió como una cima blanca sobre una negra rueda caída. La lanza humeaba con poder en su mano.

    El señor demonio se preparó.

***

    —Todo este tiempo he creído que se había perdido —la poderosa voz del demonio batió en la cabeza de Calon, pero el Caballero Arconte se alzó rápido—. Envié a mi sirviente para encontrarlo, para encontrarte, pero me falló. Todos me han fallado —El demonio sonrió con hileras de colmillos negros—. Tú no.

    El demonio alzó un brazo y abrió la plama de la mano hacia Calon—. Ven conmigo.

    —¡NO! -chilló el Arconte. Calon giró y contempló la vaporosa visión del espíritu de la lanza—. ¡Toma la lanza y mátalo!

    —Él no es diferente de ti —la voz de Calon era tanquila y razonada—. Él mata niños. Tú me hiciste matar niños. Él asesina. Tú me obligaste a asesinar. Yo era libre. Yo era granjero. Tenía una vida. Tenía amigos. Tú me quitaste eso.

    Sangre negra goteaba de la hoja de la lanza.

    —Ahora no soy nada. Soy un arma. Tú me convertiste en un arma y, como tal, ataco.

    Calon lanzó la lanza. No pasó a través del espíritu traslúcido, sino que lo golpeó con fuerza. El espíritu cayó hacia atrás con una fuente de sangre explotando desde su pecho y boca. El aura blanca se disipó. Todo lo que quedó fue la cáscara de un anciano y una lanza, negros como la noche y ardiendo con fuego rojo.

    Detrás del demonio, en las profundidades de la torre negra, un portal ardió en el suelo. Un líquido de sangre reflejaba mundos de fuego y ceniza. Islas de roca flotaban en vacíos de aires sulfúricos. Lluvia ácida golpeaba en las negras pieles de unas bestias de horror inimaginable.

    —Vamos, General —la voz del señor demonio llenó la cabeza de Calon con calor y energía—. Tenemos mundos que conquistar.

FIN

    Notas del Autor: el final de El Caballero Demonio me sorprendió incluso a mí. Pensé que él iría allí y mandaría a patadas al demonio de vuelta al infierno. Algunas escenas en esta historia me gustaron mucho, como la horripilante pelea de la taberna y la lucha entre el Caballero Demonio y Calon. Esta era mi forma más pura de fantasía oscura y no espero volver a ella muy pronto.

14. El Hombre del Rey

(The King's Man)

    Sulan cayó mal en la tierra compacta y sintió que se torcía la muñeca. Punzadas de dolor se dispararon por su brazo y ella dio un grito. A su alrededor, ensombrecidos por la noche sin luna e iluminados en rojo por el fuego del campamento, se alzaban cuatro enormes orcos. La miraban sin emoción. Ninguno hablaba. Ella había visto a esos cuatro orcos irrumpir en su casa, decapitar a su padre y rebanar a su madre y hermano pequeño. No dijeron nada cuando atacaron y no parecieron interesados en nada salvo en ella. Le habían echado una capucha sobre la cabeza y no se la habían quitado hasta ahora.

    Sulan temblaba con un miedo que nunca había conocido en toda su vida. Había visto orcos antes cuando habían venido, disparado flechas a su casa y robado su ganado, pero aquellos no eran nada parecidos a estos. Estos orcos eran diferentes.

    —¿Qué queréis? —la voz de Sulan se quebró. Los orcos no dieron respuesta. Continuaron mirándola como harían con algo muerto. Ella se puso en pie, siendo cuidadosa para evitar su muñeca torcida. Su camisón colgaba en trapos alrededor de su pálida piel y ella lo cerró en una illusión de modestia y protección.

    —Te queremos a ti —la voz fue grave y clara. Los huesos de Sulan vibraron en la última palabra. Dos de los orcos dieron un paso al lado y un par de ojos rojos ardieron detrás de ellos. Una figura oscura se aproximó al campamento desde el bosque profundo. El fuego ardió durante un momento y luego se oscureció. A lo lejos, un lobo aulló. Fue el único sonido que Sulan oía.

    La figura crecía mientras se aproximaba a Sulan. Él era enorme. Si era un orco, era el orco más horrible que Sulan había visto nunca. Medía casi dos metros y medio se altura. Su piel era gruesa y del color de la ceniza. Su armadura de placas, tintada en rojo oscuro, estaba moldeada alrededor de sus masivos músculos. Cicatrices de malignos glifos y runas recorrían sus brazos y rostro expuestos. La empuñadura de una gigantesca espada aparecía sobre su hombro izquierdo, negra y fea. Sus ojos rojos ardieron de nuevo.

    —Te necesito —el orco habló con la misma poderosa voz, pero Sulan la encontró extrañamente sosegadora. Sus piernas se volvieron de paja. ¿Cómo podía ella resistir una fuerza tan poderosa? Estaba indefensa para derrotar a esta masiva bestia. Moriría horrible y dolorosamente. Cuando el orco se aproximó, ella ni siquiera levantó las manos. Su camisón cayó al suelo delante de ella en trapos hechos jirones.

    Durante un momento no hubo movimiento ni sonido. Los orcos la miraban fijamente. La mirada de Sulan fue hacia el masivo orco delante de ella con ojos de vidrio opaco. Hubo una explosión de movimiento más rapido que el ojo humano. El orco estaba sobre ella.

***

    Era tarde en la noche, diez días después de que los aldeanos descubrieran la asesinada familia de Sulan, cuando el hombre del rey llegó a Charb. Él entró en la Cierva Danzante con embozado en su capa para protegerse de los gélidos vientos de otoño. Su capa aleteaba alrededor de él con el frío viento que trajo al interior y los pocos clientes de la Cierva parecieron encoger bajo el mordiente frío.

    Todos los ojos se giraron hacia el extraño cuando este cerró la puerta y silenció el aullido del viento. Él se irguió altivo cuando se reriró la capucha de su capa y examinó la sala. Nadie pasó por alto el brillante peto y la ornada espada que pendía pesadamente en el lado del extraño.

    La Cierva Danzante era el segundo edificio más antiguo en Charb, junto al ayuntamiento. Más de diez mil cervezas habían cruzado su barra, muchas derramadas, entre fanfarronas carcajadas, sobre la gruesa mesa de roble y las tablas de madera del suelo. En una noche normal la taberna servía de treinta a cincuenta los granjeros y comerciantes de la pequeña aldea. Esta fría noche había traído solo diez.

    Darus había visto cientos de otras tabernas como esta dispersas por las muchas pequeñas aldeas del reino, pero había algunas diferencias. Un gran venado disecado se alzaba sobre sus patas traseras en una esquina del fondo de la sala. Alguien había colocado el yelmo de un guardia, un casco de acero puntiagudo, encima de la cabeza entre las grandes orejas. Darus sonrió ante esto. El olor a madera ardiendo y el calor de la taberna quitó días de su viaje, aunque las miradas de los clientes de la taberna eran más frías que la noche afuera. Darus se aproximó a la barra.

    —Buenas noches, maese —dijo Jorn, el tabernero. Él tenía tan buena maña en parecer relajado como ninguno que Darus hubiera visto—. ¿Qué puedo ofrecerle?

    —Necesitaré una habitación, señor —la voz del extraño era agradable, tranquila y relajada, sin señal de acento. Eso pareció desarmar al resto de los clientes, quienes empezaron a susurrar entre ellos, aunque sus ojos regresaban de puntillas hacia el extraño de tiempo en tiempo—. También tengo una montura en menester de atención, y yo de un plato de lo que está creando ese olor celestial.

    Jorn sonrió y giró hacia los dos ojipláticos niños, que estaban en el umbral de la cocina de la taberna. Jorn chasqueó los dedos tres veces. Como los niños no se movieron, les lanzó su trapo, su principal atrezo en su papel de tabernero relajado. Un niño tenía los ojos marrón oscuro de Jorn y pelo alborotado. La otra, una chica joven de doce años, se parecía poco a su padre. Buena cosa, pensó Darus. Cuando Jorn giró de vuelta a Darus, la niña le sacó la lengua al grandullón, antes de que su hermano la llevara a rastras dentro de la cocina de la taberna.

    —¿Qué os trae a la ciudad? —dijo Jorn, de pronto consciente de que había lanzado su único trapo a su único hijo. Se acercó y lo recogió del suelo.

    —Vine desde Kallad. El rey me envía para indagar en el problema orco —Jorn miró severo al extraño, con su trapo olvidado en su mano.

    —No me lo tenga a desrespeto, maese, pero esto es una miaja más que un problema orco —Jorn se apoyó en ambas manos y se inclinó hacia el extraño. Su gruesos brazos se flexionaron bajo la camisa gris—. Una familia de los mejores granjeros que teníamos fue despezada. Cuando enviamos aviso al rey, esperábamos una miaja más que un solo hombre.

    —Y yo haré lo que pueda para ayudar, amigo. Si más son menester, habrán de venir. Por ahora —Darus alzó la vista desde su bebida y miró a Jorn a los ojos—. Me tenéis a mí.

***

    Las noticias de la llegada del extraño arrival viajaron raudas. Algunos se referían a él simplemente como "el extraño". Otros como el "agente del rey". El joven Forlen, hijo de Jorn el tabernero, era the único que lo conocía como "Darus". Él había sabido el nombre del hombre usando el extremadamente poco ortodoxo método de preguntárselo. Esta pequeña información demostró ser incalculable en la tormenta de rumores y chismes que azotó Charb. Forlen pronto devino en el muchacho más popular de la ciudad.

    El extraño se reunió con el alcalde de la ciudad, un granjero que solo usaba el título cuando lo dictaban asuntos oficiales. Cuando se le preguntó sobre la reunión después, dio una simple respuesta.

    —Nos ayudará todo lo que pueda.

    A mediodía del día siguiente a su llegada, el extraño se dirigió al este hacia la granja Cormland.

***

    Darus encontró poco de interés en la granja. Era como el alcalde había dicho. Los orcos, tal vez media docena, no se habían llevado ganado ni otras posesiones. No había cuerpos, pero la cantidad de sangre derramada no dejaba duda del destino que la familia había tenido. Los orcos habían matado a la familia antes de que estos hubieran podido levantarse siquiera de la cama.

    Darus se rascó la barba, un hábito que había cogido desde que la había dejado crecer en sus viajes por los yermos. Aunque él era un agente del rey, Darus tenía pocas regias costumbres. Se dejaba crecer la barba, junto con el pelo que se ataba en una coleta negra. En lugar de la armadura de los caballeros del rey, él vestía un mucho más práctico peto de acero con hombreras en su hombro izquierdo y malla en el abdomen.

    La mente de Darus meditaba mientras sus ojos exploraban los detalles del caserío. Durante seis años había servido el rey. Su comandante había descubierto sus habilidades como investigador cuando reveló un plan de asesinato contra el rey, y él fue promocionado a investigador de los yermos.

    Darus adoraba su oficio, aunque era mucho más difícil que guardar los dominios del rey. Podía pasar días sin comida y a menudo encontraba ojos severos sobre él en esos raros días en que encontraba una posada. Pero trabajar como agente del rey, trabajar como su mano en los yermos, era gran recompensa de Darus. Él sabía de la burocracia en la corte del rey, pero aquí fuera era mucho más simple. Esa simplicidad y foco era lo único que Darus requería.

    El viento azotaba la capa gris de Darus. Él se arrodilló al suelo y pasó las manos por una zona de trigo quebrado. Alzó los ojos hacia el oeste. Darus había encontrado el rastro que necesitaba.

    Darus sacó un mapa amarillento de su gastada mochila de cuero y lo estudió. Su dedo trazó una línea por el bosque al oeste. Satisfecho, plegó el mapa, tensó las cintas de su mochila y se aventuró hacia the oscuro bosque.

***

    El sol se había puesto cuando Darus descubrió el campamento orco. Cuatro de los feos brutos se sentaban al fuego recién enecendido. Se gruñían y gorjeaban unos a otros mientras le arrancaban un flanco a un jabalí medio cocinado. El olor asaltó a Darus.

    Los orcos, tan grandes como eran, no preocupó a Darus tanto como el gran montículo de tierra detrás del campamento orco. El recién excavado montículo tenía dos metros se alto y cinco de diámetros. Un agujero negro de metro y medio conducía a las profundidades del montículo, y bajo la tierra misma. El pozo parecía absorver toda luz de la luna naciente y de la gran hoguera.

    Junto a la cueva, el cuerpo de un chico, abierto en canal y desangrado hasta estar casi completamente blanco, colgaba de los pies de un andamio de madera. Su cabeza colgaba encarando el terreno y dejaba expuesta su garganta cortada. Las manos del chico estaban atadas a la espalda. Su cuerpo desnudo se mecía lentamente y hacía crujir la áspera cuerda y el andamio.

    Los orcos eras criaturas despreciables, Darus lo sabía, pero no desangraban y destripaban a sus enemigos. La mente de Darus ponderó este misterio hasta que un grabe gruñido le puso los pelos de punta. Darus había sido descubierto.

***

    Darus giró despacio. Los enormes ojos rojos del lobo lo fulminaban. Su pelaje negro reflejaba el brillo rojizo.del fuego. El lobo revelaba largos y afilados dientes. Había bajado su gran masa hacia el suelo. La mano de Darus pasó despacio hacia la bota. Sus dedos tuvieron el tiempo justo para cerrarse alrededor de la empuñadura de la daga cuando saltó el lobo.

    Darus lazó arriba el brazo hacia las fauces del lobo. Colmillos de diez centímetros se hundieron profundidamente en su brazal de cuero, pero el brazal aguantó. Darus sintió el brazo retorcerse dentro de las fauces de la bestia y soltó un grito de dolor. Los dientes trituraban, Darus apuñaló fuerte con la daga el costado del lobo. Los ojos del lobo se agrandaron y luego se estrecharon de nuevo mientras mordía más fuerte. Darus sintió el hueso del antebrazo comprimirse bajo la fuerza de la bestia. El brazal de cuero evitaba que el lobo desgarrara la carne y el músculo de Darus, pero el lobo aún podía romperle el brazo.

    Darus sacó la daga del lobo y la clavó más alto en el cuerpo. Retorció e inclinó la hoja por el masivo costillar y la llevó hasta el corazón del lobo. El agarre sobre su brazo remitió y el lobo cayó muerto de costado.

***

    El caos de la batalla espabiló a Darus como un balde de agua fría. Rodó sobre sus pies y regresó la vista hacia el campamento orco. Lo habían oído. Dos de los orcos se aproximaban a su posición con espadas de gruesas hojas en las manos. Otros dos esperaban junto al fuego sosteniedo grandes hachas de batalla y observando a sus compañeros.

    Darus supo que tenía muy poco tiempo. Sacó su espadón. La hoja brilló intensamente y las runas a largo del centro de la hoja chispearon a la luz de la luna. Él giró la hoja y la clavó en la tierra. Darus sacó y tensó un gran arco largo recurvado en dos rápidos y practicados movimientos. Su ojos miraban hacia los orcos en aproximación mientras sus dedos encontraban la marcha para la gruesa cuerda. Estaban casi encima de él. Darus echó mano a la espalda y sacó tres flechas. Clavó dos en el suelo junto a su espada y alineó la tercera en su arco.

    Darus retiró la cuerda del pesado arco hasta su oreja izquierda. Sus músculos temblaban mientras esperaba. El primer orco saltó el arbusto que ocultaba a Darus de la vista del campamento. Darus dejó volar la flecha.

    El segundo orco gritó de rabia al ver a su compañero bajar rodando la colina con el vástago de flecha clavado en un ojo y la punta saliendo por la parte posterior de la cabeza. Su grito se silenció cuando otra de las flechas de roble chilló a través de su cuello, cortando la tráquea, venas y arterias todo a la vez. Él cayó hacia atrás salpicando sangre negra y jadeando por un último aliento que nunca llegó.

    Los dos orcos que portaban hachas corrieron colina arriba rugiendo. Llevaban las hachas en alto. Darus sacó de la tierra la tercera flecha y la disparó rápidamente y con poca puntería. La flecha encontró su objetivo, clavándose en el pecho del orco más próximo. El orco redujo su carga, respiraba con dificultad, y cayó jadeando al suelo.

    El orco final estaba encima de él. Darus soltó el arco y sacó de la tierra su brillante espadón. Lo levantó a tiempo de desviar un tajo a la cabeza que lo hubiera cortado por la mitad. El orco se recuperó de la parada rápidamente y pateó con fuerza a Darus en el estómago. Darus esquivó la patada y tajó con fuerza. El orco retrocedió y la hoja de Darus pasó siseando.

    Los dos oponentes quedaron durante un momento mirándose uno al otro. El orco mostró los dientes en una sangrienta sonrisa infernal y cargó. Darus esperó hasta el último momento y entonces rodó hacia un lado. El hacha se clavó en la tierra. Darus, aún de rodillas, tajó con fuerza desde el lado. Su hoja cortó profundo el costado del orco. El orco giró mientras Darus se ponía en pie. Darus clavó en diagonal por el enorme pecho del orco y el orco se desplomó al suelo.

    La luna brillaba intensamente en el cielo nocturno. Darus se aproximó al campamento. Bajó al chico mutilado y lo enterró en una tumba rápida y poco profunda. Estudió los cortes y heridas del cuerpo y no le gustó lo que encontró.

***

    Darus miró dentro del agujero que se adentraba en la tierra. Este le devolvía la mirada como un ojo totalmente negro. Que le condenaran si él iba a entrar ahí dentro de noche. Darus volvió andando al bosque, se apoyó en un árbol y echó una cabezada.

    Darus había viajado por las tierras casi una década y la mayoría de esos años había viajado solo. Había pasado cientos de noches bajo el cielo abierto con un estómago vacío y el duro suelo como cama. Viajar solo implicaba dormir solo y pocos dormían solos y sobreviviian al raso si sabían incoscientemente cuando despertar. Cuatro años atrás había despertado justo antes de que una banda de salteadores se toparan con su campamento. Él había sido bien recompensaso por ese trabajao, un trabajo que parecía encontrarle a él. Un año antes de eso, él había despertado cuando un oso pardo había olido su comida cocinada. Él había dejado que el oso se llevara lo que había querido. Esta noche despertó cuando una mujer joven dolorosamente hermosa entró en su campamento.

    Su cabello era tan negro como la noche que la seguía y su piel era blanda y clara. Ella vestía una fina túnica que susurraba alrededor de ella en la fría brisa. Sus ojos negros hicieron llorar al corazón de Darus. Ella avanzó ligera hacia él, con una mirada de pavor y timidez en el rostro. Darus no se movió. Ella se arrodilló y gateó hacia él. Esos ojos nunca se apartaban de los de él. Darus sintió amor y anhelo por esta hermosa chica. Quería extender el brazo y tocarla. Quería besar esos labios rojos. Quería a esa chica más que nada en su vida. Haría cualquier cosa para tenerla. Ella se movió cerca de él, con brazos y piernas por fuera de los dw Darus. Él sintió ese aliento en el rostro, cálido y dulce. Esos labios se separaron y ella inclinó la cabeza, acercándose para besarlo. Los labios de Darus se separaron. Ella se acercó más.

    Darus le enterró la daga en el pecho.

    La chica gritó con una voz afilada y violenta que desgarraba dentro de la cabeza de Darus. Era una voz más allá de ese cuerpo. A Darus le pitaron los oídos. Ese rostro se transformó, de uno hermoso a uno de rabia. Esos ojos ardieron de furia. Esa boca se abrió revelando una serie de largos colmillos afilados. Darus retorció la hoja.

    Un año o así antes, Darus se topó con un cubil de hombres rata licántropos. Él descubrió que su daga daga servía de poco contra los olorosos paisanos y usó algo de la asignación del rey para comisionar la forja de una daga de plata. Mató a los hombres rata con la estupenda hoja de plata y ahora la hoja le salvaba la vida. La dorada y brillante empuñadura de la hoja era lo único entre Darus y esos horribles colmillos. Darus retorció la hoja de nuevo.

    The dama se retiró huyendo y deslizando los pies en un movimiento más rapido que el humano. Negra sangre se vertía por delante de su fino camisón. Darus se levantó y sacó su espadón. Como la daga, su hoja rúnica cortaba profundamente a las bestias sobrenaturales que se encogían de hombros ante los ataques de armas normales. La dama siseó de nuevo, un arroyo de sangre se vertía de su boca y le bajaba entre los pechos. Darus atacó fuerte y sintió la hoja clavarse a medias en el cuello antes de que ella estallara en humo y desapareciera.

    Un par de profundos ojos rojos, altos y anchos, le miraban fijamente desde la oscuridad del bosque.

    —Deberías haberla dejado tomarte —habló una profunda voz sobrenatural. A Darus se le encogió el corazón. Era la voz de un víctor, la voz de la muerte. Darus sintió que le temblaban las manos. Quiso dejar caer la hoja al suelo. Quiso cerrar los ojos y allá la providencia. Quiso que esto terminara.

    El enorme orco entró en el claro. Si.piel gris se extendía sobre afilados huesos. Gruesos músculos como cuerdas, cicatrizados con espantosos símbolos, cubrían a la bestia de cabeza a los pies. Una pila de pelo rojo sangre se acumulaba en un trapajoso moño. La luz de la luna se reflejaba en el peto se acero rojo de la bestia. El orco abrió la boca y mostró su propia serie de espantosos dientes puntiagudos. Darus sintió un grave retumbar en su pecho y huesos.

    Darus rescató del fondo de su mente un recuerdo de su instructor de esgrima, un cicatrizado y delgado hombre que vencía rutinariamente a hombres con el doble de su tamaño.

    —Cuando la mente es incapaz de tomar las decisiones correctas, deja que la mano las tome por ti.

    Darus agarró el mango envuelto en cuero de su hoja rúnica. Cerró los ojos y respiró hondo. Cuando los abrió, su mente estaba despejada. No era más que un enemigo lo que había delante de él. Lo atacaría y lo cortaría. Era así de simple. Con una carga más rapida que la vista de Darus, el orco estaba encima de él.

    Darus casi murió en el primer ataque. Los dientes del orco se extendieron a centímetros de distancia del cuello de Darus. Las garras del orco le arañaron la espalda con tremenda fuerza. El olor a muerte llenó los pulmones de Darus y le hizo toser. Solo su daga de plata le guardaba como lo había hecho con la chica. Se enzarzó.con el enorme orco, usando su antebrazo para evitar que la masiva bestia le hundiese aquellos terribles colmillos. Darus azotó con la brillante daga, confiando en clavarla en el estómago del orco, pero solo golpeó el aire. El orco había escapado.

    Darus plantó una mano en el suelo y recogió la pierna derecha bajo él, quedando como su instructor de esgrima, también un logrado luchador, le había enseñado. Agarró con fuerza su espada rúnica. El orco frente a él sacó calmadamente de la espalda un masivo mandoble. El orco sonrió.

    Darus retrasó un paso el pie derecho y sujetó la hoja hacia su oreja, con la punta señalando a la bestia sobrenatural. El orco sonrió de nuevo, rascando con la punta de su mandoble un perezoso medio círculo en la tierra. Ambos se quedaron observando el uno al otro durante lo que parecieron días. Sus ojos nunca abandonaban al oponente. Entonces, en un destello, el vampiro orco atacó.

    El orco levantó sobre la cabeza su enorme espada, pero giró y bajó la hoja justo antes de golpear. La espada cortó desde el flanco. Darus dio un salto atrás. Diez centímetros más y Darus habría perdido ambas piernas a la altura del muslo. Con asombrosa velocidad, el orco giró la espada y dio una estocada hacia Darus. Darus paró el ataque y cortó en respuesta. El tajo quedó corto y el orco lo sabía, pues no se movió cuando la hoja pasó volando cerca de su garganta.

    Las dos figuras se pausaron de nuevo. El orco descansó casualmente la hoja sobre su hombro y paseó en círculo hacia la izquierda. Darus jadeaba por aliento, con su espada sujetada defensivamente delante de él. Nunca en sus treinta y cinco años había enfrentado adversario igual. En un combate head on, este abominable orco lo mataría. La mente de Darus volaba por encontrar una ventaja. Encontró la respuesta en la restrospectiva de un encuentro él había tenido con un sacerdote de Dalyr y del presente que el sacerdote le había dado. Darus rotó su hermosa hoja en la mano derecha y chilló "¡ja ja!" como distracción mientras echaba la mano izquierda hacia una bolsa en su cinturón. Pensando que el estúpido hombre comprendía su defunción, el orco de piel gris atacó. Rugió y tajó con fuerza desde la derecha. La mano de Darus salió y la luz de la luna destelló en la botella de cristal que salió lanzada. Con perfectas velocidad y precisión, el orco interrumpió su ataque y golpeó la botella de cristal en mitad del vuelo. La botella explotó en una nube de agua azul que cubrió la cara y el pecho del orco.

    Humo negro llenó el aire y el siseo del líquido sagrado devorando la cara sel orco fue apagado por el impío aullido del orco. Darus aprovechó la ventaja y clavó el espadón en el abdomen del orco. El orco apartó a Darus de un empujón, pero el hombre del rey volvió corriendo y cortó una profunda herida desde el hombro derecho del orco hasta su cadera izquierda. Sangre negra salpicó como un abanico cuando el pecho de la bestia se abrió por la larga y profunda herida. Darus vislumbró hueso blanco y órganos podridos antes de que el orco explotara en una nube de humo.

    Darus quedó solo. Su ojos se movieron hacia la abierta boca del agujero que destacaba en negro ante el oscuro montículo. Él alzó la vista hacia la luna, suspiró un aliento de aire fresco y entró en el pozo.

***

    Dos días después de que él partiera de Charb, el hombre del rey regresó. Los ojos de curiosos aldeanos, meneando las lenguas con chismes y rumores, lo siguieron cuando él caminaba hacia el salón principal de la ciudad. Como antes, el encuentro fue breve y algunos apenas supieron lo que se dijo. El problema estaba resuelto, dijo el alcalde, pero no fue hasta que varias semanas de paz demostraron que tenía razón que los aldeanos lo creyeron.

    El extraño pasó una noche más en la taberna de Jorn. Habló poco, pero comió mucho. Él no sabía cuando iba a volver a tener una buena comida. Darus le dijo al alcalde poco de lo que había visto y no dijo nada de lo que había encontrado en el pozo. Pasarían semanas antes de que las visiones de la hermosa dama, encogida desnuda alrededor del cuerpo en recuperación del vampiro orco, le abandonara. Pasaría incluso más tiempo antes de que olvidara el aspecto de ambos cuando les atravesó el pecho con estacas de madera y les cortó la cabeza. La chica joven había abierto los ojos con una mirada de pavor e inocencia antes de que la hoja separara la cremosa piel del cuello. Los aldeanos no tenían necesidad de compartir tales horrores. Darus a solas cargaría con ellos. La mañana siguiente, embozado en la capa, el hombre del rey partió de Charb.

FIN

    Notas del Autor: Esta es mi segunda ficción no Everquest más antigua y la primera historia que escribí a mano. El título original "de qué estás hablando, Vampiro Orco" no funcionó bien, así que lo cambié a El Hombre del Rey. Pensé que un vampiro orco podría ser un buen malo en una historia y pienso que funciona bien. Aunque no creo que vaya a poner orcos en otras historias, ahora que Faigon flota en el universo con sus demonios, vampiros, telépatas, esclavistas, mercenarios homicidas y los antiguos secretos perdidos del Viejo Imperio.

15. Vrenna y los Pozos de Esclavos

(Vrenna and the Slave Pits)

    Vrenna no gritó. No gritó cuando el látigo dejó ríos de sangre en la pálida piel de su espalda. No gritó cuando le presionaron un hierro naranja brillante en el omóplato derecho. La golpearon y la patearon y la violaron y ella no emitió sonido alguno. Ella miraba a los esclavistas; ellos mismo esclavos, pero de estatura más elevada; con un ojo hinchado cerrado, pero el otro ardiendo con fuego blancoazulado. Con los brazos cansados y la lujuria de violencia perdida por el silencio de la mujer, la dejaron sangrante y desnuda en su celda. Yació ella allí en la celda de excavada roca y barro, una de veinte mil de tales celdas en los pozos de esclavos de Gazu Kadem.

    Durante quinientos años la nación de esclavos de Gazu Kadem había excavado profundo en la tierra. Excavado con músculos atrofiados y dedos sangrantes bajo el látigo de los señores de esclavos de Gazu Kadem. De seiscientos metros de ancho y trescientos de profundidad, el pozo de Ashar era el oscuro mundo entero de seiscientos cautivos.

    El pozo de forma cónica servía a muchos propósitos. Cientos de túneles profundizaban en el sublecho de roca de Gazu Kadem. Algunos encontraban depósitos de hierro, otros encontraban oro. Unos pocos incluso encontraban las olvidadas cámaras, bóvedas y tumbas del Viejo Imperio, dos mil años muerto.

    La humanidad era un concepto perdido en los pozos de esclavos. La mayoría nacía, trabajaba y moría sin mirar siquiera por encima del borde hacia la ciudad dorada cuyas riquezas financiaban. Uno de cada diez niños sobrevivía a sus primeros cinco años de vida. Las hembras y algunos machos que mostraban la cualidad apropiada eran vendidos como rameras a Dan Avadana, la ama de los palacios del placer. Allí se inclinaban a los pervertidos caprichos de los ricos nobles de la ciudad, quienes engordaban y se reblandecían sobre las sangrientas espaldas de los trabajadores esclavos de Gazu Kadem. De aquellos nacidos en los pozos de esclavos, los esclavos de placer tenían la mejor vida posible.

    Los machos de excepcional fortaleza y sed de sangre eran vendidos a Dan Trex, del ejército de esclavos de la ciudad. Forjado en sangre y crueldad, el ejército de Trex era temido por los desiertos sureños e incluso por los nobles señores de la ciudad misma. El ejército de Trex era la única amenaza que Danken Ovalde, archirrey de Gazu Kadem, conocía.

    Para la mayoría nacida en Gazu Kadem, la vida estaba en los pozos. Esas gentes no conocían el amor, pues nadie los amaba. No conocían la piedad, pues nadie era nunca piadoso. Conocían el asesinato y la violación y la enfermedad, pues esto era lo único alrededor de ellos. Conocían el látigo. Conocían que el único modo de salir del pozo era sobre los cuerpos de otros diez como ellos. Para esos diez estaba la fosa séptica en el fondo de los pozos, festín de descomposición, enfermedad, detritus humanos y cuerpos de muertos. La vida en los pozos era la vida en el infierno.

    Agua fría chocó sobre Vrenna como esquirlas de acero. Ella abrió su ojo bueno y vio a tres hombres. Dos eran latigueros, esclavos mismos que habían aprendido que la crueldad era recompensada. El tercero; vestido con una túnica de cuero marrón, botines altos y una fina capa de cuero negro; debía de ser un ciudadano libre. Era el primero que Vrenna había visto tras haber sido traída a los pozos. Esa piel no estaba cuarteada y esos dedos no estaban lisiados. Una banda de plata le recogía el espeso cabello y una espada de negra empuñadura colgaba de su ancho cinturón de cuero.

    —Uno de mis hombres acudió a mí tras ver las marcas que tienes en el cuello. Dijo que había visto a uno de los tuyos abajo en Gazu Kuul. Era un hombre supersticioso. No importa cuánto lo amenazara o lo golpeara, no quiso volver aquí.

    —Él era un hombre supersticioso, pero yo no lo soy. He escuchado las historias, para estar seguro. Piel clara, ojos como el cielo, tres diamantes negros en el lado derecho del cuello. Puede que tenga trabajo para ti digno de tu talento.

    Vrenna mantenía su ojo bueno en el hombre. La sonrisa de este no abandonaba su rostro.

    —Hay un capitán de la guardia de Trex que nos causa muchas cuitas. Por suerte para nosotros ha encontrado a un jovencito en la aldea del Yermo que le place y nadie ve caer espadas en ese lugar. Nos gustaría mantener distancia de esta situación. Mátale y puedes salir andando de Gazu Kadem esta misma noche. Niégate y te lanzo a los pozos viejos.

    Vrenna dejó que el silencio se prolongara en la celda. La inestable roca de los pozos de esclavos gruñía en derredor. Los chillidos y los gritos de los atormentados llenaban el aire. Vrenna sonrió y tendió hacia el hombre los grilletes en sus muñecas. Él devolvió la sonrisa e hizo una seña a uno de los dos latigueros para que abriera las cadenas, un gran bruto lleno de cicatrices que le había susurrado al oído palabras desconocidas a Vrenna cuando la había penetrado a la fuerza la noche antes. Las cadenas cayeron de sus muñecas y luego de sus tobillos. Ella se estiró erguida y torció la cintura, ignorando los ojos que reptaban por su esbelto cuerpo desnudo. Encontró la mirada del noble con capa y sonrió.

    Luego le dio una patada en la entrepierna al bruto que la había liberado, con suficiente fuerza para levantarlo del suelo. Algo se rompió ahí dentro. El hombre renqueó hacia atrás unos pasos, vomitó y cayó al suelo jadeando. Pocos minutos después estaba muerto.

    Vrenna dio un bofetón al hombre de la capa y este echó mano a la espada de negra empuñadura. Pero ella terminó de sacar la espada por él, partiéndole primero la muñeca con una serie de sonoros crujidos y obligando a esa mano a que abriera en canal el vientre del noble antes de quitarle el arma del agarre. Él gritaba mientras sus intestinos caían en una pila a sus pies.

    La espada del noble era muy fuerte y su filo muy afilado. Vrenna giró e hizo un corte bajo con la espada de negra empuñadura, rebanando así la espalda de la rodilla del guardia cuando este intentaba huir. Este se desplomó gritando con la pierna girada en un ángulo imposible. Vrenna apoyó una rodilla en la espalda del hombre y le abrió el cráneo por la mitad.

    Vrenna se acercó al hombre con capa, que aún agarraba los órganos desparramados con la mano buena, pues la otra estaba torcida en la dirección equivocada. Vrenna cortó el broche de la capa de cuero negro, a la altura del cuello del hombre, y profundizó en la blanda carne debajo. Arrancó la capa negra justo cuando la sangre salía salpicando de la garganta. Vrenna envolvió con la capa su cuerpo desnudo y dejó su celda con las tres ruinas de hombres todavía dentro.

    Viento pestilente corrió sobre Vrenna cuando ella salió al serpentino pasillo que retorcía su palidez hacia las profundidades del pozo de Ashar. Los seiscientos metros de pozo se abrían frente a ella. Nubes de humo y polvo pintaban el cielo de rojo en lo alto. El singular disco brillante del caluroso sol brillaba sobre ella en el cielo rojo sangre. Por todo a su alrededor, Vrenna oía el profundo tremor de la constante inestabilidad de la tierra, los nítidos ecos del acero contra la piedra y los gemidos y gruñidos de los esclavos. El olor a azufre, desperdicios, enfermedad y sudor convergía en un denso aroma acre que hacía a Vrenna jadear por aire limpio.

    Vrenna giró y encontró la boquiabierta expresión de un delgado hombre marrón que había estado empujando una carreta llena de trozos de roca antes de que Vrenna apareciese frente a él. Se quedó mirando con la boca abierta durante un buen medio minuto antes de que un rugido de rabia y el estallido de un látigo le hiciera agacharse instintivamente. Una voz grave impulsada por lisiados pulmones llenos de fluido salió rugiendo de un hombre más grande y con piel oscura que avanzaba detrás del carretero.

    —Si te paras otra vez te empujo yo hasta el lago del muerto y a ver si puedes nadar con los cuerpos de tus hijos.

    La amenaza del latiguero se detuvo cuando el hombre vio a Vrenna con la recién adquirida capa y una espada de negra empuñadura en la mano. Él alzó la mano del látigo, pero no llegó a bajarla. Vrenna se abalanzó y cortó primero. La sangre manó del brazo del latiguero y él gritó bien alto. Nuevas cabezas se giraron y Vrenna captó el lugar del movimiento. Más guardias corrían desde ambos lados del estrecho camino. Ella bajó la vista hacia el camino en espiral que se extendía debajo y alrededor del muro interior del pozo de esclavos. Vrenna descendió hasta la galería espiral cuatro metros bajo ella. Un rápido vistazo le reveló que los guardias de este nivel también se apresuraban para encontrarla. Ella bajó dos niveles más. Los talones resbalaban por el camino de roca, casi tirándola por el borde para hacerla chocar nivel tras nivel hasta la venenosa fosa séptica en el fondo del pozo.

    Vrenna bajó corriendo por la galería, mirando dentro de las cuevas que profundizaban en el muro exterior. Muchas conducían a estrechas alcobas donde docenas de esclavos vivían sus noches, pero algunas profundizaban más. A la primera señal de una cueva profunda, Vrenna se metió dentro.

    Vrenna corrió por una red de cavernas excavadas a mano, reforzadas con vigas de crujiente madera. El aire se espesaba aquí y era más rancio. Los gritos y los sonidos de calzado con tacones de madera que llegaban desde atrás permitían a Vrenna calibrar su ventaja. Estaban cerca.

    Vrenna continuó por los corredores que conducían más abajo y más profundo en la roca. Pronto llegó al final de la roca excavada donde el suelo se había hundido creando un agujero de roca irregular. Vrenna miró por la caída. Un antiguo pasadizo que yacía debajo parecía mucho mejor excavado que las cuevas de arriba. Las paredes cuadradas y el techo arqueado del pasadizo conducían a las profundidades de la tierra. Aire frío pasaba soplando a su lado desde la irregular abertura de la antigua cámara ahí abajo.

    El sonido de pisadas a la carrera dio a Vrenna la motivación que necesitaba. Sin tener idea de qué horrores podían acechar en el antiguo abismo de abajo, Vrenna saltó por el agujero de roca irregular hacia las cámaras del Viejo Imperio. Sus perseguidores no la siguieron.

    La negrura se expandía en derredor de Vrenna. Por encima, muy lejos de alcance, tenue luz brillaba desde el agujero y revelaba los pasillos cercanos. Un viento frío soplaba a rachas desde varias direcciones y el sonido del goteo de agua resonaba en la lejanía.

    Vrenna esperó a que algún perseguidor bajase del pozo y se encontrase con el filo de su nueva espada. Se tomó un minuto para examinar la espada. La hoja era muy afilada, de un solo filo y más ancha en un extremo. Se curvaba hacia la negra empuñadura costillada. La empuñadura negra tenía la forma de un escorpión. Los dos extremos de los gavilanes se doblaban hacia arriba y terminaban en dos pinzas talladas, mientras que la empuñadura se ensanchaba y se estrechaba para acabar en un afilado aguijón torcido hacia el filo de la hoja. El mango estaba envuelto en cuero negro. A Vrenna le gustaba mucho la espada.

    Vrenna se quitó la capa de cuero y quedó desnuda en las sombras de la antigua caverna. Recortó una ancha banda de cuero de la gruesa capa y los extremos en tres finas tiras. Amarró la banda de cuero por delante de los senos y la ató a la espalda con tres nudos. Cortó otra banda de cuero más ancha y se envolvió la cintura a modo de pareo corto. Dobló un tercer trozo de cuero en una funda para su nueva espada y la colgó de un amarre de delgado cuero alrededor de su esbelta cintura. Echó un último vistazo a la grieta en el techo y luego profundizó andando en las antiguas bóvedas del Viejo Imperio.

    La oscuridad la cercaba. Ella se movía despacio, con los dedos y puntas de los pies sintiendo las grietas del suelo. Mantenía los ojos muy abiertos, con pupilas casi dilatadas del todo y esforzándose por hallar cualquier indicio de luz. Ninguno veía. El denso polvo de los siglos se acumulaba entre los dedos de los pies. Ella vigilaba cualquier caída o interrupción en la superficie del suelo. Incluso un tobillo torcido en este lugar significaría la muerte. Sin luz y sin idea de adónde estaba yendo, la indiferente muerte podía encontrarla pronto.

    Antiguos olores inundaban sus nasales. Polvo y moho densos flotaban en el aire. Pronto, mientras arrastraba con cautela los pies en la oscuridad, se levantó la pestilencia del deterioro. No el antigua deterioro de aquel pasillo perdido, sino el más reciente deterioro de carne podrida. Vrenna halló la causa de ese olor al hundir el pie en blanda carne suelta.

    Vrenna se arrodiló y tanteó el área. Confiaba en descubrir qué tipo de bestia era, y halló la respuesta cuando sus dedos sintieron la áspera tela de la túnica de un esclavo. Había tres esclavos y estaban hechos pedazos. Pasó los dedos por esos hombros y encontró irregulares muñones en vez de brazos. Sintió los toros abiertos en canal. El hedor la ahogaba. Los cuerpos llevaban semanas aquí abajo. La furtuna sonrió a Vrenna cuando ella encontró una bolsa de cuero y el pedernal y acero que esta contenía. Ella sonrió en la oscuridad mientras sus dedos empezaban a rascar con la barra de acero la plana piedra de pedernal.

    Su antorcha improvisada ardió brillante y, por primera vez, Vrenna vio la carnicería frente a ella. Los tres hombres que había encontrado resultaron ser ocho. Algo los había destrozado en pedazos. Tenían picas de madera y nudosos garrotes, pero estos no parecían usados. Negras salpicaduras de sangre cubrían el suelo y las paredes. A algunos de los hombres los habían estrellado contra el muro a tres o cuatro metros del suelo. Estos exámenes atrajeron su atención hacia las paredes mismas. Enormes piedras rectangulares formaban los muros y se arqueaban hacia el techo. Cada roca había sido grabada con diminutos caracteres de un extraño lenguaje desconocido para Vrenna. Ella recorrió con los dedos las líneas de escritura, sintiendo el perfecto tallado de cada caracter. Algo en el texto le ponía la piel de gallina. Aquel texto ya no era conocido por nadie, era un lenguaje perdido desde hacía miles de años. Era un leguaje que debía permanecer perdido.

    Cuando se retiró, amplió el alcance de su visión a lo largo del pasillo. Billones de esos angulados y retorcidos caracteres se extendían por el pasillo de arriba a abajo. Cada roca podría haber llevado meses de tallado. Solo este pasillo debía de haber llevado décadas construirlo. Los dioses sabrían cuántos de tales pasillos yacían enterrados y perdidos bajo la ciudad de Gazu Kadem.

    Algo grande y pesado sonó contundente tras ella en las sombras. Vrenna despertó de golpe y sacó la espada escorpión de su improvisado cinturón con un destello de blanco acero. Otro profundo sonido envió vibraciones por el suelo. Una ráfaga de aire como espeso aliento pasó por ella. Algo había visto su antorcha. Algo había visto las antorchas de esos ocho esclavos desemembrados y los había matado por ello. Un tercer golpe sordo hizo que Vrenna saliera corriendo en la dirección opuesta del largo pasillo.

    Vrenna invirtió poco tiempo en escoger entre una división en los túneles delante. Solo podía rezar para no encontrar un callejón sin salida. Aunque pronto descubrió que, cualquiera que fuese el horror antiguo que la perseguía a través de estos túneles, se estaba acercando. Correr no iba funcionar para siempre.

    Vrenna llegó a otra división en los pasillos. Lanzó la antorcha lejos por uno de los pasillos y huyó por el otro hacia la envolvente oscuridad. Debería haber continuado huyendo, pero cierta curiosidad mórbida la superaba. Se giró y observó el iluminado pasillo tras ella mientras la criatura se aproximaba.

    Era inmensa. Cargaba su volumen sobre dos gigantescos miembros delanteros, cada uno con hileras de brillantes garras. No tenía patas traseras, a cambio arrastraba su volumen por la tierra detrás de ella. Enormes proyecciones bulbosas se alineaban en su escamoso cuerpo. Su quijada era larga y estaba llena de dientes, afilados como cuchillas. Dos grandiosos globos de profundos ojos negros rodaban dentro de gruesos pedúnculos que emergían de su tremendo cráneo. Hongos y moho de un milenio crecían entre las grietas de la enorme coraza de la bestia.

    Aunque lo más perturbador no era la visión que Vrenna veía, sino los pensamientos e imágenes en su cabeza. Podía sentir el hambre de la criatura. La oía gemir queda y suavemente como un bebé hambriento. Los sonidos en su cabeza hacían que le doliera el corazón y que tratase de impulsarse adelante para ayudar. Si no hubiese visto el infernal monstruo que tenía delante, habría acudido contenta en ayuda de esa llamada. Vrenna había oído una vez sobre un lagarto del desierto profundo que dejaba por encima de la arena un apéndice con forma insectoide para que los pájaros bajaran a disfrutar de comida gratis. El lagarto atrapaba al pájaro en el aire en cuanto el ave se acercaba. Este monstruo abisal hacía lo mismo, pero con el reclamo telépatico de los mundos exteriores. Los esclavos detrás de ella no habían tenido ninguna oportunidad.

    El reclamo continuaba y Vrenna cerró con fuerza los ojos. La luz de la antorcha se desvaneció, aplastada bajo las masivas garras de la enorme bestia. Esta rugió, tanto vocal como telepáticamente, y su grito aplastó la psique de Vrenna como toneladas de piedra. Ella oyó ese grandioso volumen moverse en el pasillo delante de ella. Luego los profundos golpes sordos de esas garras resonaron de nuevo por los pasillos. Se estaba dirigiendo hacia ella.

    Vrenna mantuvo su posición. El llanto del gimoteante bebé hambriento le inundaba la cabeza, pero la mujer se mantuvo concentrada. Se concentró en el peso de la espada con la empuñadura de escorpión en su mano, en el tacto de la envoltura de cuero en su palma y en la textura de la piedra bajo sus pies. Dobló las rodillas y dio una profunda respiración de aire rancio. Podía sentir esos dos gigantescos ojos negros engulléndola hacia el infierno negro que había vomitado aquella enorme bestia. Vrenna solo tenía una oportunidad. Notó una ráfaga de aire pasar ante ella cuando la bestia inhaló.

    Vrenna saltó a la derecha y metió las piernas debajo de ella al sentir las enormes fauces de la bestia cerrarse como un cepo. Ella tajó hacia bajo con fuerza y sintió la espada rebanar carne blanda y hueso duro. Algo cayó al suelo con un húmedo golpe sordo.

    La bestia rugió resonando por los antiguos túneles y en las profundidades de la mente de Vrenna. Ella se preparó para otro ataque, pero no llegó ninguno. Con un espasmo de su grandioso perímetro, el behemoth abisal giró y marchó en retirada chocando por los pasillos.

    Vrenna esperó un momento antes de recuperar y reencender su antorcha. Regresó al lugar donde había repelido a la enorme bestia. A sus pies yacía un gran objeto con forma de pezuña de caballo. Cristalinos dientes afilados como cuchillas recorrían su borde exterior. Un lado tenía un corte limpio, empapado en una negra zona de sangre. Era la mitad de la mandíbula superior de la criatura. Incluso esta pieza muerta de la criatura causaba a Vrenna un enfermizo nudo en el estómago. Tal abominación no estaba destinada a caminar en este mundo y solo los dioses sabían cuánto tiempo llevaba vagando por estos pasillos.

    El sistema de alcantarillado y acueducto de Gazu Kadem databa de los tiempos del Viejo Imperio. Como las oscuras bestias que acechaban en sus profundidades, el sistema de alcantarillado había mutado durante miles de años. Nadie vivía que pudiera saber cómo funcionaba el sistema de alcantarillado. Como la mayoría de lo construido durante el Primer Imperio, las cloacas estaban construidas para durar; construidas para funcionar por sí solas mientras los muros siguieran en pie.

    Dos días después de su escapada, Vrenna retiró una rejilla de hierro y escaló afuera hacia la luz del sol. Había emergido en los Yermos; el distrito de Gazu Kadem poseído por entero por los muertos de hambre, los infestados de plagas y los posos de la ciudad. Los rumores sobre la mujer de piel pálida que había emergido de las profundidades se extenderían rápido, de modo que Vrenna tenía que moverse rápido. Vendió uno de los grandes dientes cristalinos por menos de lo que valía, pero por mucho más de lo que necesitaba. Otros cinco dientes esperaban en la bolsa de cuero a su cintura, la bolsa de cuero que antaño había pertenecido a un esclavo despedazado por la bestia de abajo. Compró Vreña provisiones y un buen caballlo con la mitad de las extrañas monedas de cobre que esta ciudad llamaba de curso legal. Abandonó la ciudad al alba por una de las ruinosas puertecillas que separaban los Yermos del desierto del oeste.

    Una hora más tarde, Vrenna se sentaba sobre el lomo de su caballlo y oteaba la ciudad de Gazu Kadem. Vio los dos inmensos pozos de esclavos al sureste, con un tercero en comienzo de construcción. Hacia el norte, siguiendo las orillas de Fel Kadem, el Lago de las Esmeraldas, se hallaba el enorme templo de Danken Ovalde, el gobernante recluido de la ciudad interior.

    El zigurat de trescientos metros de altura era un poderoso monumento al Viejo Imperio, un templo de adoración a los oscuros y antiguos dioses largo tiempo olvidados ya. Vrenna veía ahora este inmenso templo por lo que era; la punta de un inmenso iceberg de piedra que flotaba en un mar de tierra. No era sino la punta de una ciudad mucho más grande y vieja, ahora enterrada bajo billones de toneladas de arena y roca. A medida que excavaban sus pozos, los esclavistas estaban destapando esta ciudad piedra a piedra. Puede que no estuvieran preparados para los horrores que yacían en su interior, horrores que guardaban ilimitados tesoros. Vrenna regresaría un día y buscaría esas riquezas, pero no hoy.

    Vrenna giró su caballo hacia el sur y galopó veloz a través del desierto.

FIN

    Notas del Autor: esta historia fue rechazada por ser demasiado brutal ya en el primer párrafo. El editor que la rechazó pensó que ningún lector querría identificarse con una mujer siendo apaleada y violada. Probablemente tiene razón, pero cuando se me ocurrió este escenario de Vrenna capturada y escapando de los Pozos de Esclavos de Gazu Kadem, no conseguí pensar en una alternativa realista. También quería que Vrenna fuese un poco más humana, un poco más curtida que un personaje típico de alta fantasía. Su vida no es una vida fácil. Gazu Kadem fue meticulosamente detallada antes de que yo escribiera esta historia y la ciudad y sus esclavistas aparecen a menudo en otros cuentos. Vrenna regresará un día a Gazu Kadem.

16. El Legado del Señor de la Guerra

(The Warlord's Legacy)

    Las enormes puertas se abrieron de golpe, vertiendo un río de luz solar por el suelo de piedra. El Señor de la Guerra de Halavar entró en su salón con sangre en las manos y muerte en los ojos. Llevaba su masiva hacha de batalla, Cortamontañas, en una enorme mano y su yelmo de mitad del cráneo de un rinoceronte en la otra. Él era un terror que comtemplar, incluso para sus sirvientes y consejeros más cercanos. Para sus enemigos él no era nada, ya no. Él los había matado a todos.

    El Señor de la Guerra se quitó su sangrienta capa y la tiró al suelo. Un nervioso asistente lo seguía detrás y recogió en los delgados brazos la capa de piel. El Señor de la Guerra se arrancó las tiras de cuero a su lado y su masivo peto de acero se estrellló en el suelo de piedra. Luz de fuego se reflejaba en su grueso pecho musculado y sus concubinas se sonrojaron y espiaron desde detrás de cortinas de seda y satén. Al Señor de la Guerra no le importaba su desnudez ni las risitas de sus mujeres. Se dejó caer en su gran trono y apoyó su hacha en el amplio brazo del trono. Su cabeza cayó en la manchada palma de su mano y la cuita arrugó su frenfe. Silencio llenó el salón hasta que la grave voz del Señor de la Guerras lo interrumpió.

    —¿Qué seré cuando la muerte me encuentre? —la oscura voz y su oscuras palabras resonaron graves por el gran salón—. ¿Quién recordará lo que he hecho?

    —Bardos cantarán canciones de su victoria. Sus hijos rendirán homenaje a vos cada mañana —el asistente, habiendo guardado a rastras la capa y armadura caídas del Señor de la Guerra, regresó al lado del Señor de la Guerra. Él habló dulcemente con la cabeza gacha, consciente, como lo había estado casi toda su vida, de que una única palabra mal dicha terminaría con su vida.

    —Háblame de la muerte de mi padre —el Señor de la Guerra, con su cabeza aún apoyada en mano, miró a su asistente a través de sus dedos.

    —Él luchó contra las hordas de orcos que amenazaban Halavar y dio muerte a tres señores gigantes de hielo antes de que una lanza perdida nos lo robara —el asistente miró hacia el cielo como había sido instruido a hacer por su predecessor, un noble hombre que perdió su vida cuando sonrió discretamente ante el pelo despeinado del Señor de la Guerra una mañana.

    —¡Él estaba borracho! Fracasaba al yacer con cualquiera de sus chicas esclavas y por eso salía a beber cabalgando su mamut de guerra. ¡Cayó y su propia montura lo pisoteó hasta la muerte! —el Señor de la Guerra se alzó de su trono con las manos cerradas en puños. Puntos rojos llenaban sus afeitadas mejillas y su rubio cabello empastado con sangre cayó delante de sus ojos. La furia del Señor de la Guerra era clara para todos en el gran salón y todos temieron por sus vidas—. Nadie lo recuerda salvo yo, y cuano yo muera, nadie nos redordará a ninguno de los dos. Las historias se tergiversarán y perderán casi toda la verdad. Nada de lo que ocurrió importará. Yo moriré. Me pudriré. Será como si no hubiese existido —el Señor de la Guerra cayó en su enorme trono y quedó en silencio.

    —Puede que yo tenga una solución, milord —una alta figura salió de las sombras. El Señor de la Guerra entornó sus ojos, asimilando la apariencia del extraño. El extraño vestía ropas blancas de seda y cubría su alta cabeza con una capucha. Tres cílirculitos rojos marcaban su piel de ébano debajo de su ojo izquierdo. El Señor de la Guerra, muy consciente de dónde reposaba su hacha en su trono, dejó hablar al hombre. Si el extraño no le complacía, el Señor de la Guerra lo cortaría en dos y lavaría el suelo con su sangre.

    —Mi nombre es Oric y vengo desde allende los mares del oeste —Oric abrió una carpeta de cuero—. Tengo dos presentes para vos. Uno de estos le garantiza la immortalidad —Oric sacó dos paquetes rectangulares de hojas de pergamino atadas y envueltas en madera con cubrierta de cuero. Uno tenía un hermoso dragón dorado grabado en la tapa. El otro estaba liso.

    —¿Qué son esas cosas? —la voz del Señor de la Guerra sonó cansada e impaciente. El asistente del Señor de la Guerra, consciente de la típica conclusión de esa voz, dio un paso atrás y giró la capa ensangrentada que cargaba para protegerle de la lluvia de sangre que pronto llovería por el salón. El viajero del oeste no pareció notar el desdén en la voz del Señor de la Guerra o no pareció importarle.

    —Se llaman libros, milord. Registran vidas pasadas. Relatan cuentos de adventuras de cientos de años de antigüedad —Oric abrió el libro del dragón y mostró dos páginas llenas de extraños símbolos negros.

    —¿Es esto un hechizo? Yo no utilizo magia —el Señor de la Guerra movió la mano desde su frenre hacia el mango de su hacia.

    —En cierto sentido. Libera una magia dentro de nuestras mentes —Oric giró el libro hacia sí mismo—. Este relata la historia de un muchacho. Su familia lo expulsa en los yermos para que muera. Un oso rabioso se topa con el chico muerto de hambre, pero el chico, enfadado y hambriento, le clava al oso en el ojo un palo afilado en una roca. Años más tarde, llevando el cráneo del oso como yelmo, el chico, ahora un poderoso cazador, regresa a su tribu y busca su venganza.

    —Este libro relata todas las historias del cazador. La venganza que se cobró, las batallas que luchó, las tierras que conquistó; todo esá aquí —Oric sostuvo en alto el libro en la palma de su mano como una antigua reliquia religiosa—. Este libro —abrió y sostuvo en alto el otro libro—, es para vos.

    El Señor de la Guerra se quedó mirando con dureza a Oric durante mucho tiempo. Cuando habló, su voz sobresaltó a todos en la estancia.

    —Cuéntame más de este muchacho.

    El Señor de la Guerra ordenó a su sirviente que acercara una silla para el extraño viajero del oeste y toda la noche el hombre, Oric, le habló al Señor de la Guerra del chico que creció para gobernar. Toda la noche y hasta el día siguiente, el Señor de la Guerra se sentó y escuchó el cuento, inclinado hacia adelante y sin pestañear. Una de las más descaradas de las chicas esclavas llegó hasta el Señor de la Guerra de madrugada y besó su mano con suaves labios. Él la despachó violentamente. Ella se escondió detrás de las cortinas de seda del harén con lágrimas dejando ríos de blanca piel por sus pintadas mejillas. Nadie los molestó en el resto de la noche.

    La luz del sol entró a chorros en el salón desde las altas ventanas abiertas del salón. El masivo fuego, que había rugido en alto cuando el Señor de la Guerra regresó de la batalla, ahora brillaba en áscuas de naranja y gris. Al mediodía, Oric pronunció la uiultima palabra del cuento. Él cerró el libro con un golpe sordo que resonó por el salón y que incluso hizo parpadear de sorpresa al Señor de la Guerra. Otro peligroso silencio llenó el salón.

    —Viví la vida de otro esta noche. Vi lo que él vio. Sentí lo que él sintió —el Señor de la Guerra se reclinó con fuerza en su trono, con ojos como platos.

    —Y otros pueden vivir la de vos —dijo Oric.

    Un ataque de miedo y rabia inundó al Señor de la Guerra. ¿Otros podían vivir su vida? ¡Pero era suya! Nadie podía quitársela. ¡Nadie debería! Su mano se movió hacia el mango de su hacha donde había reposado toda la noche. Entonces recordó el cuento del chico; el chico expulsado de su propia aldea y que regresó al hogar como un poderoso guerrero y gobernador. El Señor de la Guerra recordó cortar dos gigantes de hielo el día de la batalla anterior. Recordó sentir el tacto de su hacha cuando aplastó los tendones detrás de sus rodillas. Recordó la euforia de la victoria cuando derrotó al General Orco de las Nieves y selló el dominio para su reino. Este hombre deltante de él podía capturar esa vida. Su vida podía ser vivida durante siglos.

    Le contaría a este hombre su historia y el hombre, Oric, la escribiría en ese libro. Cuando hubiera terminado, el Señor de la Guerra se apartaría de su reino y se lo dejaría a sus dos hijos para que lucharan por él. Él viajaría al oeste con Oric donde pasaría el resto de sus días viviendo cientos de otras vidas en las bibliotecas de Odus. Moriría siendo mucho más rico de lo que nunca soñó.

    El Señor de la Guerra miró a Oric con una poderosa mirada.

    —Escribe mi cuento. Captura lo que he hecho para que otros vean lo que yo he visto. Empieza el cuento en el momento en que tú y yo nos encontramos, pues fue ese día en que yo enconté mi mayor tesoro y fue ese día en el que yo empecé mi Legado.

    Oric sonrió, sacó un fino junco hueco y una botella de espesa tinta negra. Hundió el junco en la tinta y empezó a escribir símbolos cuidadosamente en la página del libro vacío. Esta comenzaba:

    Las enormes puertas se abrieron de golpe, vertiendo un río de luz solar por el suelo de piedra. El Señor de la Guerra de Halavar entró en su salón con sangre en las manos y muerte en los ojos.

FIN

    Notas del Autor: escribí esta historia y la presenté a Sony Online para la EQ Newsletter. Un año después fue publicada allí por fin. Me encanta esta historia por su tamaño y simplicidad, y por el modo en que vuelve a sí misma al final. Esta es una de mis favoritas.

17. Vrenna la Luchadora de Pozo

(Vrenna the Pit Fighter)

    El gran sol rojo ardía caluroso en el cielo anaranjado. La arena ondulaba frente a la ciudad fortaleza de Tog Veel, la Fortaleza de las Espadas. Picos montañosos bloqueaban las destructivas arenas de los desiertos sureños, pero la que reptaba sobre la mellada roca entraba en la ciudad lisiando como una garra.

    Ataven estaba cansado. Había sido un largo día y el maestro de pozo estaba listo para ir a casa. Iben, el controlador de cuentas y negociador de apuestas de Ataven caminaba a su izquierda. Gom, luchador de pozo de Ataven, caminaba a su derecha.

    Gom se erguía orgulloso, el sudor relucía en su oscura cabeza afeitada. Aún llevaba en las manos las envolturas de cuero que había usado durante sus luchas de práctica una hora antes. Al enorme luchador no le importaba que el combate de hoy estuviera amañado para aumentar las apuesas a su favor, para que pudiera llevarse más dinero cuando perdiera en la lucha decanal tres días después.

    Como la mayoría de luchadores de pozo, ignoraba los conceptos lógicos que motivaban las luchas. Era seguro que Gom ganaría la lucha de hoy y seguro que perdería la lucha contra el Kal dentro de tres días.

    Hoy Gom había partido dos de los dientes de su oponente y lo había dejado inconsciente en las arenas. Por ganar pasaría dos horas en una casa de placer. Eso era lo único que importaba al enorme luchador. Ataven admiraba la ingenua simplicidad de Gom. Lo único que ese quería era la victoria y el sexo. Esa noche pasaría una hora com una esclava de placer. Si ganaba dentro de tres días, serían tres horas con tres esclavas. Ataven veía a Gom sonreír de impaciencia. Eso a Ataven le parecía bien, Gom era el mejor luchado de Ataven. Gom era su único luchador.

    Un enorme hombre blindado con la armadura negra de un guerrero de Gazu Kadem pasóo cabalgando sobre un igualmente blindado corcel negro. En la mano sostenía tres cadenas conectadas a los collarines de tres muy voluptuosas y muy desnudas mujeres. Por el fulgor en los ojos de ellas, Ataven estaba bastante seguro de que el hombre de armadura se descubriría robado y desnudo en el desierto. Las tres mujeres venderían su armadura, caballo y todo lo demás por mucho más que lo él había pagado por las tres. Tal era la vida en Tog Veel.

    Ataven examinó a Iben. El robusto hombrecillo se secó la frente que cubría su sombrero de ala ancha y que daba sombra a la pálida piel del sol norteño. El hombre llevaba viviendo en Tog Veel cinco años, pero aún no se había acostumbrado al calor. Ataven vio arrugas de preocupación bajo los brillos de sudor sobre sus cejas.

    ¿Por qué estaba preocupado? Ellos estaban tratando con Sarden después de todo. Pocos trataban alguna vez con Sarden y no sufrían por ello. Sarden regía los pozos de lucha. Nada sucedía en esos pozos que Sarden no anticipara o controlara. Ahora controlaba a Ataven, a Gom y a Iben, pero el dinero era justo. En la lucha decanal, Gom caería y los tres quedarían libres de Sarden. En un año Gom podría volver y tal vez ser campeón. De cualquier modo, los tres serían más ricos por ello.

    Ataven no vio venir a la mujer hasta que notó a Gom ponerse rígido. Ella llevaba una capa gris y vestía poco más. Pequeñas prendas de cuero negro le cubrían los senos y le subían por las piernas en fuerte contraste con su piel de marfil. Guantes de cuero negro le cubrían las manos y altas botas de cuero le cubrían las piernas hasta la mitad de los muslos. Llevaba la capucha puesta, pero sus ojos brillaban de azul celeste bajo esta. Era hermosa, pero algo en esa mirada desequilibró a Ataven. Lo que fuese aquello, no pareció molestar a Gom.

    Cuando pasó la mujer, Gom le dio una palmada en una nalga. Gom rugió con una carcajada y siguió andando. Su risa paró de golpe al sentir la poderosa palmada de la mujer en sus nalgas. Él giró en redondo y vio a la mujer guiñarle un ojo mientras se alejaba andando. Ataven rompió a reír. Nunca había visto tal mirada de confusión y bochorno en el enorme guerrero. Las mejillas de Gom se habían puesto rojo brillante. Él dio media vuelta y rugió hacia las abarrotadas calles.

    —Si quieres jugar, ramera, vuelve y te enseñaré cómo juego.

    La mujer se detuvo. Ataven aún estaba riendo, al menos hasta que ella se giró. Esos ojos fulminaban, pero en el rostro apareció una sonrisa. Ella volvió hasta él sacando pecho y contoneando las caderas mientras se acercaba. Parecía que Gom se había quedado sin palabras. Ella se allegó muy cerca del luchador de pozo. Tomó una de las manos del luchador y la colocó en su muslo de marfil.

    Más tarde, Ataven recordaría haber oído el susurro de acero sobre cuero, pero en aquel momento ni vio ni oyó nada. Solo recordaba esos ojos azul claro y la sonrisa de esos labios rojos. Gom más tarde les dijo que había sentido la calidez del muslo bajo la mano y que luego se le había quedado fría la mano, pero como los demás, no había apartado la mirada de la de ella. No fue hasta que ella giró y estuvo a veinte pasos de distancia que Gom levantó y se miró la mano.

    Había una fina línea roja cruzando la palma. Cuando la abrió, vio la línea abrirse, revelando músculo y tendones hasta el blanco hueso de sus dedos. Se desmayó como un fardo mientras la sangre bajaba corriendo por su muñeca en un ancho río.

    Les llevó a Ataven y a Iben dos horas llevar al grandullón al curandero, pero eso daba igual. Gom no podía luchar con los dedos colgando como inútiles salchichas inertes. Una vez que Sarden descubriera que no habría lucha, los tres iban a necesitar curanderos.

***

    Dos mil años antes, la ciudad de Tog Veel había servido de barracones en el noroeste para el ejército del Emperador. La Fortaleza de las Espadas estaba casi a doscientas milllas de las ciudades más cercanas de Gazu Vuul y Gazu Kadem. Era una ciudad pequeña, ceñida en el valle de dos montañas que bloqueaban los duros vientos de los desiertos sureños. En la cima de estas montañas, cuatro torres, antaño atalayas de Tog Veel, hospedaban ahora a los cuatro señores de la ciudad.

    Cada señor controlaba uno de los cuatro mercados primarios de Tog Veel. Dan Verelza mercaba con la blanda carne de la belleza. Su palacio del placer era solo superado por los palacios de Gazu Kadem en calidad o precio. Dan Tott controlaba el cultivo y la cosecha de los Lotos Rojos, una flor cuya fragrancia enviaba a los esclavos más bajos hasta los elevados cielos. Dan Tott alardeaba de que veintiséis de cada treinta ciudadanos y esclavos de Tog Veel requerían sus flores rojo sangre todos los días.

    Dan Lest actuaba como la mano norteña de los pozos de esclavos de Gazu Kadem. Veinte mil esclavos, mayormente adictos a las esencias de los Lotos Rojos de Dan Tott, llenaban los cofres de Dan Lest a costa de dedos ensangrentados y columnas rotas. Dan Surel, el señor de los bandidos, mercaba en bienes. Se susurraban rumores de que Dan Surel regía un pequeño ejército de bandidos del desierto. Muchos de los máas caros artículos vendidos a los viajeros encontraban un modo de regresar a las posesiones de Dan Surel días después de que el viajero abandonaba la pequeña ciudad.

    Dan Sarden, el "Pequeño Lord", no ostentaba oficialmente el título de los otros señores de Tog Veel. Él no vivían en las cuatro torres posadas en los picos nontañosos sobre el polvo, la sangre y el sudor que estabilizaba las posiciones de los cuatro señores de Tog Veel. Sarden también era conocido como el "Tar Dan", el Lord de Pozo, por aquellos que deseaban adularle. Él organizaba las luchas que ocurrían cada diez días en la hundida arena justo al nortevy al este de las puertas del norte de Tog Veel. Sarden organizaba los juegos, amañaba las luchas y se enriquecía con los beneficios. Aún así, el vivía en la ciudad misma, en una antigua edificación de antigua roca que antaño había albergado al general norteño del Viejo Imperio.

    Era aquí adonde Ataven viajaba para reunirse con Sarden.

***

    Rocas disjuntas alineaban la estrecha calle. Extraviados esclavos y los posos de la ciudad se sentaban con ojos turbios, con una final línea de babas en sus barbillas y una roja flor aplastada en sus palmas. El olor a podrido, deshechos y corrupción flotaba inmóvil en el caluroso aire. Rollizas ratas roían y correteaban por los canales de drenaje de dos mil años de antigüedad de las vetustas calles.

    Ataven se aproximó al frontal con columnas del palacio de Sarden. Sentía un nudo en el estómago y temía que este pudiera ceder de un modo u otro. Un guardia de gruesos músculos, Rev era su nombre, vio a Ataven y sonrió revelando una hilera de dientes partidos, mellados y con huecos. Ataven recordaba a Rev de cuando él mismo había sido luchador de pozo, pero una pierna rota y una mandíbula aplastada lo habían puesto en la posición de uno de los guardaespaldas de Sarden. No había perdido su gusto por la crueldad.

    —Él no te espera hasta dentro de tres días.

    —Debo hablar con el Tar Dan.

    El hombre de oscuros músculos mantuvo los brazos cruzados frente al tatuado pecho y mantuvo su fea sonrisa antes de girar y abrir la puerta. Ataven pasó dentro. Rev lo siguió y le indicó a otros dos guardias que tomaran la puerta. Ataven se percató de que Rev lo había estado esperando. Los ojos de Sarden veían lejos, según parecía. Ataven se preguntó cuán rápido la noticia de su visita había llegado al palacio de Sarden.

    Ataven se sentía diminuto al lado del gran tamaño de Rev mientras el hombre le guiaba pasando docenas de estatuas de luchadores y mujeres desnudas. Gruesos tapices bordados con hebras doradas cubrían las paredes. Mujeres con el pecho descubierto que cargaban platos de comida pasaron al lado de Ataven.

    Ataven olió sangre en el aire en cuanto entró en la gran sala donde Rev le había conducido. Un pozo de piedra se hundía dos netros y nedio en el centro del suelo. Un lobo blanco se sentaba contento a un lado del pozo, su boca estaba llena de una pasta rojo brillante. Al otro, dos perros marrones yacían hechos pedazos. Ataven vio a Sarden hablando a otro hombre y gesticulando hacia el pozo mientras él se aproximaba.

    —Rev, no necesito más chuchos sarnosos hoy. Hielo está llena.

    —Él dice que es importante.

    Sarden puso uno de sus ojos verdes en Ataven. Sarden se ganaba el título de "Pequeño Lord" por más de una razón, era casi una cabeza más bajo que Ataven, pero esa mirada penetrante hacía a Ataven sentirse tan pequeño como las ratas de fuera. El pelo blanco de Sarden, delgado y escaso en lo alto, estaba peinado hacia atrás y sujeto a una banda enjoyada dorada. Una profunda cicatriz por su rostro mantenía la boca en un mohín de gruñido permanente, y mostraba pequeños dientes pumtiagudos al hablar.

    —¿Y bien?

    Las maneras de Sarden no cambiaron cuando Ataven le habló de Gom y de la mujer. Cuando Ataven terminó, Sarden mantuvo la fija mirada sobre Ataven hasta que Ataven bajó la vista a sus pies.

    —¿Le abrió la mano de un corte?

    —Hasta el hueso.

    —Eso es mucho —siseó Sarden entre los dientes inferiores.

    —No cancelaré la lucha —dijo Ataven, confiando en adelantarse a los pensamientos de Sarden. Fracasó.

    —Por supuesto que no cancelarás la lucha. No me importa si eres tú o ese cerdo cebado con el que duermes quien sea apalizado por el Kal, alguien va a luchar. Solo hay un hijo de puta con la sonrisa lo bastante infernal para poder detener esta lucha —Sarden mantuvo su mirada homicida en Ataven y dijo la última palabra con una mandíbula apretada de afilados dientes—. Yo.

    —La chica luchará.

    Esta declaración por fin pareció llamar la atención de Sarden.

    —¿La ramera cortamanos? —Sarden frunció el ceño.

    —La encontramos unas horas después en una de las chozas de agua. Sonrió al vernos. Si pensó que estábamos allí buscando venganza, no pareció importarle. Tenía una espada en su cinturón, un sable con una empuñadura negra con forma de escorpión. Parecía en buen uso.

    —Le pregunté si estaba interesada en ganar algún dinero. Asintió. Le pregunté si sabía luchar. Ella no dijo nada, pero si sé juzgar la habilidad, ella la tiene. Le pregunté si quería luchar en la arena. Le dije que le pagaría quinientos daknars si ganaba o perdía, y que se saldaba la situación con Gom. Ella sonrió y asintió.

    —Eso no es mucho dinero, ¿estás seguro de que sabe luchar?

    —Iben está bastante seguro de que sabe luchar e incluso Gom pensó que era buena idea. Creo que ese corte en la mano ha hecho a esa mujer más atractiva a sus ojos que su apariencia. También es hermosa, la multitud la adorará.

    —El Kal no es de los que se contienen porque sea una mujer —Sarden le echó a Ataven su mirada de asesino—. Mejor será que esa sepa aguantar su parte de la lucha.

    —Lo hará.

    Sarden miró severo, pero luego sonrió. —¿Cuál es su nombre?

    —Vrenna.

***

    Filas de mercaderes, comerciantes, sirvientes de los Dans, y cientos de esclavos fluían desde las enormes puertas de madera de la ciudad fortaleza hacia el pozo de lucha. El pozo había comenzado como el inicio de un pozo de esclavos, como los inmensos pozos de Gazu Kadem, pero los esclavistas se habían rendido tras llegar a una superficie de roca demasiado densa en la que un millar de esclavos solo había podido excavar tres metros. Sarden había comprado el pozo abierto y presentado la primera lucha entre dos esclavos condenados veinte años atrás. Eso le había hecho rico.

    La arena podía sentar a cinco mil personas en los cincuenta niveles de escalones del pozo. Puertas excavadas en las paredes del suelo del pozo conducían a las áreas preliminares donde se preparaban los luchadores. Tiendas temporales y carretas circundaban el pozo. Mercaderes y comerciantes vendían de todo, desde alcohol barato, comida mala, ropa y otros bienes. Titiriteros representaban con marionetas algunas de las más memorables luchas. Una hermosa mujer, sin nada más que una falda de terciopelo rojo abrochada con cadena dorada, blandía un látigo sobre un par de enormes tigres a rayas mientras los espectadores miraban boquiabiertos tanto a ella como a las masivas bestias.

    Veinte carrretas solo vendían Lotos Rojos. Casi cada espectador tenía una de las adictivas y alucinógenas flores. El olor a camello, caballo y sudor impregnaba el aire. Una bruma naranja flotaba en el sol vespertino. La bola roja del sol castigaba severamente.

    Ataven se sentó en el tercer nivel de bancos de piedra en una área reservada para los dueños de luchadores. Miró por la arena y a los quinientos espectadores que habían venido a ver a esta luchadora misteriosa. Sarden esperaba al menos dos mil más tras la victoria de Gom la semana anterior, pero el rumor de la enorme herida del luchador y el reemplazo había disuadido a la mayoría de espectadores. Nadie esperaba que la misteriosa luchadora sobreviviera contra el Kal.

    Dos de Dan habían conseguido llegar este día. Dan Verelza se sentaba en su sección reservada oriental. La mujer de cincuenta años se recostaba sobre un diván rojo portado a la arena por sus sirvientes. Cuatro hombres enormes, desnudos de cintura para arriba y encapuchados de negro, la atendían. Uno sostenía un cuenco de fruta fresca a su alcance, mientras que otro le masajeaba los hombros.

    Verelza vestía una túnica rojo intenso de corte bajo delante de la cintura. Los orbes de sus flácidos senos presionaban la tensa tela de la túnica, pero Verelza era lo bastante inteligente para saber que su propio cuerpo no iba a atraer a aquellos que ella deseaba. Doce mujeres medio desnudas, recostadas sobre grandes almohadas de seda, también habían sido llevadas a la arena. Arrullaban y soltaban risitas y vitoreaban a los hombres a su alrededor. Para Verelza, estas luchas de pozo eran un vehículo para anunciar su mejor género. Funcionaba bien.

    Dan Tott se sentaba en su trono de oro y plata en su sección sur. El hombrecillo de mirada aguda miraba desde los mercantes que vendían los Lotos Rojos hacia los miserables que los aplastaban e inhalaban. Como Verelza, estas luchas le daban la oportunidad de ver funcionar su negocio conspicuamente y a gran escala. Ni Tott ni Verelza tenían mucho interés en las luchas mismas.

    Ataven se levantó y bajó los escalones hacia el suelo del pozo. Dos guardias, con armaduras y yelmos de bronce y hierro se echaron a un lado y le permitieron pasar dentro del área occidental de preparación. Un corto túnel conducía a una gran sala excavada bajo los anillos occidentales de la arena exterior. Iben estaba sentado en una silla en la esquina de la sala, con aspecto típicamente preocupado.

    Vrenna esperaba en el centro de la sala, torciendo las caderas, arqueando la espalda y doblándose hacia adelante hasta que la frente le tocaba las rodillas. Vestía un corpiño de cuero que exponía los hombros y la cintura. Un corto pantalón se detenía en lo alto de las piernas. Ella se subió más las botas y se apretó más fuerte los guantes de cuero. Una banda de cuero le sujetaba el cabello negro en una coleta, pero mechones sueltos le colgaban delante de la cara. Sus pálidos ojos azules encontraron los de Ataven y él apartó la mirada rápidamente mientras se acercaba a Iben.

    —¿Está preparada?

    Iben se encogió de hombros. Parecía más preocupado que de costumbre. Perlas de sufor destcaban sobre el labio superior.

    —¿Qué va mal?

    —¿Sabes quién es ella?

    Ataven se encogió de hombros —Ella se llama a sí misma Vrenna. Es espada de alquiler y bandida. Creo que es una exesclava, dado la marca en su espalda —Ataven bajó la voz—. ¿A quién le importa? El Kal probablemente la noqueará en el primer o segundo asalto. Cuando esa se marche de la ciudad lo hará con un ojo hinchado y una bolsa llena de daknars. Esa conoce los riesgos.

    —¿Has visto las marcas que tiene en el cuello?

    Ataven giró despacio y miró a Vrenna. Ella estaba levantando los brazos, con las palmas hacia el techo. Él vio tres diamantes negros horizontales en el lado derecho del cuello. Se encogió de hombros y negó con la cabeza hacia Iben. Iben se echó las manos a la cara.

    —Tenemos un gran problema.

    Ataven soltó un bufido y se acercó a Vrenna. Ella había recogido el garrote tachonado, conocido como kugesh. Lo estaba sopesando en la mano y tensando la cinta de cuero del mango.

    —Hazlo lo mejor que puedas. El Kal es duro, pero no te va a herir con demasiada gravedad. Intenta mantener la guardia alta y protegerte la cara. Él va mucho a por el estómago. Esa es una salida fácil si la quieres. Dos o tres golpes y puedes quedarte en el suelo. Te daremos tu paga justo después y podrás seguir tu camino.

    Vrenna miró fijamente a Ataven con esos fríos ojos y él tuvo que bajar la mirada al suelo de tierra otra vez. Asintió y volvió a su asiento con Iben detrás de él.

***

    El primer gong sonó cuando Iben y Ataven se sentaban en sus asientos. Un rugido se elevó desde los espectadores cuando los dos luchadores de pozo se aproximaban al centro del pozo. El Kal salió de su puerta y levantó en alto su kugesh mientras los vítores rugían. Él medía dos metros y medio de altura, tenía tatuajes grabados a fuego por su pecho y hombros. Su cabeza afeitada reflejaba el rojo de la luz del sol. Caminó hacia el centro del anillo y se detuvo delante de Vrenna.

    Ella era casi medio metro más baja que el enorme hombre, pero le miró a los ojos. Ataven veía el inmenso pecho del Kal hincharse y deshincharse con profundas respiraciones. Se alzaba como una bestia. Ataven confió en que no matara a la pobre mujer.

    El segundo gong sonó y empezó la lucha.

    El eco del gong no había finalizado de sonar cuando la lucha terminó.

    Algunos dijeron que Vrenna había hecho el más leve de los movimientos con su pierna izquierda, justo lo bastante apenas para llamar la atención del Kal. Ataven y la mayoría de la audiencia no habían visto el abrupto movimiento. Lo único que vieron fue el destello del kugesh de Vreña cuando ella lo estampó en el centro de la mandíbula inferior del Kal. Medio segundo después, el crujido del hueso llegó a los oídos. El Kal retrocedió un paso y dejó caer su kugesh sin usar. Se llevó la mano a la boca, donde un río de sangre y dientes salpicaba el suelo como lluvia. Se tambaleó y cayó inconsciente sobre su espalda.

***

    —Iré por los caballos y por dos semanas de comida —Iben ya estaba empacando sus escasas pertenencias.

    —Iben.

    —Podemos dirigirnos al sur hacia Gazu Katar. O al norte hacia Hammerfoot. Aún tengo un hermano que comanda el ejército sureño del emperador. Él todavía me quiere ver muerto, pero eso es más seguro que quedarse aquí.

    —Iben. Si Sarden nos quisiera muertos, nunca habríamos conseguido llegar hasta aquí —Ataven vio en los ojos de Iben que esta idea calaba, pero luego Iben miró con horror por encima del hombro de Ataven.

    —Bien dicho.

    Ataven giró en redondo y vio a Sarden de pie en el umbral, flanqueado por dos de sus musculosos guardaespaldas. La vejiga de Ataven casi cedió. Dagas brillaban desde los cintos de cuero.

    —¿Dónde está esa puta rompemandíbulas?

    —Desapareció después de la lucha —Ataven no estaba mintiendo. Tampoco estaba seguro de poder mentir aunque quisiera—. No sé dónde está.

    Sarden caminó hasta Ataven y mantuvo esa mirada asesina. Ataven estaba convencido de que pronto sentiría un cuchillo de acero deslizarse dentro dentro de su barriga.

    —Encuéntrala —Sarden dejó que la palabra calara—. Miles de daknars ya cambian de manos anticipando su siguiente lucha. Si ella desaparece, podríamos perder incluso más que lo hemos perdido hoy. Encuéntrala y tráela de vuelta a ese pozo. Luchará contra Binda, así estaremos seguros esta vez —Ataven había visto luchar a Binda tres veces e incluso con la exibición de Vrenna de esta tarde, Ataven no creía ni por un segundo que la alta mujer oscura no pudiera despedazar a Vrenna—. Lucharán con gandasses. Dile a la puta que Binda se tomará su tiempo antes de atacar.

    —¿Lo hará?

    —No. Binda la matará tan rápido como esa le rompió la mandíbula al Kal hoy —Sarden se echó su capa sobre los hombros y volvió hacia el aire del amanecer. Sus enormes guardaespaldas le siguieron fuera.

    —Esto es muy malo —Iben colapsó en su pequeño jergón, con sus posesiones olvidadas en sus manos. Ataven sabía exactamente cómo se sentía.

***

    La multitud se había duplicado desde la uuiltima lucha. Las luchas de Sarden normalmente eran largas y dramáticas, pero eran siempre predecibles. A Sarden le gustaba de ese modo, pero el caos que Vrenna había traído a las luchas de pozo atraía a una inmensa multitud. La gente quería ver a la luchadora de pozo que tan fácilmente había dejado en coma al Kal partiéndole la mandíbula en dos.

    La gente se apiñaba unos junto a otros en los bancos de piedra. La mayoría sostenía sus aplastadas flores rojas hacia sus pechos. Manchas rojas les marcaban la boca y la nariz. Una densa bruma les enturbiaba los ojos.

    Los cuatro Dans habían aparecido para esta lucha. Dan Verelza, llevando ahora un diminuto bikini de oro y plata, acariciaba gentilmente el brazo de grueso músculo de un gigante enmascarado que estaba de pie junto al diván. Dan Tott examinaba con vista aguda a la audiencia. Dan Lest estaba sentado en un enorme trono de piedra y hierro con forma de una mano saliendo de la tierra. Profundas arrugas surcaban el delgado rostro del hombre y su fino pelo gris colgana suelto sobre los hombros. Llevaba una túnica bordada que costaba más que el precio de quinientos esclavos. Cerca de doscientos sirvientes y esclavos se sentaban sumisamente alrededor del señor más poderoso de la ciudad.

    Incluso Dan Surel habí venido a este evento. El señor de los bandidos tenía el más pequeño de los séquitos de todos los señores, menos de dos docenas de hombres. Estos hombres bebían de jarros de hierro y se rugían con carcajadas unos a otros. Vestían embarradas túnicas de algodón y cuero curtido. Altas botas de monta cubrían sus piernas hasta la rodilla y sables curvos pendían sueltos a sus caderas. Los demás espectadores dejaban amplio espacio al pequeño grupo de bandidos breadth.

    Dan Surel mismo llevaba un curtido peto de cuero arañado por incontables batallas. Peinaba su largo cabello negro en una trenza en el centro de la espalda. Sus ojos hablaban de astucia y la fina sonrisa en sus labios de evidente malicia. Aunque era bastante rico por sus mercadeos y descubrimientos, Dan Surel estaba más interesado en la aventura que en el dinero.

    Perlas de sudor picaban la frente de Ataven. Él miraba a la multitud y a los cuatro señores. Empezó a dirigirse hacia la sala donde Vrenna se preparaba, pero cambió de idea y caminó hacia donde Benda se preparaba.

    Ataven vio sombras de rápido movimiento antes de llegar al umbral. La silueta de una Benda iluminada por la antorcha se movía con velocidad y gracia. Ella avanzaba y giraba su alta constitución como una bailarina. El sudor relucía en su piel marrón. Las dos hojas curvas, las gandasses, nadaban en el aire. Rodaban y se disparaban más rápido que la vista de Ataven. Ella terminó su danza y miró a Ataven con los ojos de un animal.

    Benda era de las tribus del desierto profundo sureño, antaño una esclava, pero ahora entrenada por los mejores maestros de espada en las seis ciudades. Ella era alta y de piel oscura, con cabeza afeitada y un cuerpo bien musculado. Vestía un calzón corto hasta medio muslo y una banda de tela alrededor de los pequeños pechos. Sostenía las dos gandasses como extensiones de su propia mano. Ella podría haber sido hermosa, pero todo pensamiento lascivo eran apartado rápidamente por su aura de pura rabia homicida.

    Esa rabia se había demostrado a sí misma muchas veces. Benda había desmembrado y destripado a doce hombres más grandes que ella. Una vez le había arrancado la garganta a un hombre con los dientes. En las luchas de pozo raramente se llegaba hasta la muerte esos días, era mucho más rentable mantener con vida a los buenos luchadores que reentrenar esclavos cada diez días, Benda había matado a más de la mitad de aquellos contra los que luchaba. Viéndola hoy, Ataven estaba convencido de que ella mataría a otro hoy. Ataven dio media vuelta y salió. Cruzó la arena evitando el centro del pozo y entró en la sala de preparación opuesta.

    Vrenna estaba dormida. Iben estaba sentado en la esquina con pinta miserable. Ataven estaba perplejo. Esta mujer probablemente iba a morir hoy y, ¿se echaba a dormir? Ataven se acercó a la litera donde ella yacía, pero esos ojos se abrieron antes de que él pudiera contemplar despertarla con un zarandeo.

    Vrenna se sentó derecha y torció la cabeza con tres audibles crujidos. Se puso en pie y rotó las caderas. Bostezó y se ajustó las tiras de las botas y la cintura de sus pantalones cortos. Se acercó a la única mesa de la sala y recogió las dos espadas curvas que la esperaban. Pasó un pulgar a lo largo del filo de la hoja y frunció el ceño. Giró la pesada espada izquierda en un cíirculo y luego miró el lateral de la hoja. Mientras examinaba el grano del hierro de poca calidad, su ceño se tornó en una sonrisa. Dio media vuelta y salió andando a la arena. Los vítores rugieron cuando ella pisó el exterior.

    Ataven y Iben se apresuraban hacia sus asientos mientrad el maestro de pozo escupía arcanas reglas que nadie seguía nunca. Ataven vio la fría mirada de Sarden en el trono del señor de pozo. Cualquiera de las preguntas de Ataven sobre la severidad del resultado de este combate quedó respondida en los ojos de Sarden. Ataven giró la mirada hacia el pozo.

    Benda era más alta que Vrenna, sus músculos se flexionaban bajo su oscura piel. Sostenía ambas gandasses en las manos extendidas a los lados. Movía su peso de un pie a otro.

    Vrenna estaba relajada. Respiraba profunda y lentamente. No apartaba la mirada de la de Benda. Las dos luchadoras de pozo esperaban en silencio e inmóviles, incluso después de que sonara el primer gong y empezara la lucha. Cerca de un minuto pasó sin que ninguna se moviera. El silencio era una manta sobre la arena entera. Viento caliente soplaba nubes de polvo rojo por el pozo.

    Nadie pudo decir quién atacó antes. Ambas mujeres chocaron a la vez, acero sobre acero cuando las cuatro espadas se golpearon unas a otras. Una de las hojas de Vrenna se partió en un mellado muñón pasado la guarnición. Ella sostuvo la otra espada en alto sobre la cabeza. Ataven vio un brillo en rojo en el muñón de la espada rota.

    Benda blandía ambas espadas cruzadas frente a ella. Su mirada era salvaje y sus dientes blancos estaban apretados en una torcida mueca.

    Benda se tambaleó. Un gran chorro de sangre emergió de la parte interna del mulso izquierdo. Dejó caer las dos espadas y dio torpes pasos atrás, agarrándose la abierta herida en el muslo. La sangre bombeaba entre sus manos mientras ella caía al suelo entre un estruendo de espadas.

    La multitud quedó en silencio. Vrenna levantó las dos espadas; una intacta, la otra partida y ensangrentada; y las dejó caer en el suelo del pozo. Benda tiritaba a medida que la sangre salía bombeada fuera de la herida en un oscuro charco rojo.

    La multitud explotó en ovación. Ataven levantó la vista y vio a los hombres de Dan Surel rugiendo y chocando jarros de hierro. Dan Surel en persona se levantó y saludó a Vrenna con una reverencia. Ataven vio a Vrenna devolver la sonrisa.

    El rugido era un estruendo en los oídos de Ataven. Vio la furia en los ojos de Sarden. Ataven sintió que iba a vomitar. Enfocó los ojos en la empuñadura rota, la empuñadura que había perforado el muslo interno de Benda. Vrenna había sabido que la hoja se rompería. Había sabido exactamente cómo usarla para colarse en la guardia de Benda. Ataven estaba atónito.

***

    Le rompieron el brazo primero y eso fue una bendición. Él estaba insensible mientras le daban puñetazos y patadas. Sintió que el hueso del antebrazo se torcía en la dirección equivocada, pero no le dolía. Se desmayó dos veces,.pero le despertaban con baldes de agua calentada al sol.

    Sarden observaba mientras sorbía té de especias en una copa de arcilla. Ataven veía a Iben encogido en una bola, pero al norteño no le habían zurrado tanto como a él.

    —Esto es muy vergonzoso —dijo Sarden quedamente—. Para ser honesto, no sé exactamente lo que hacer. Puedo matarte a ti y a esa perra que trajiste, pero la gente no va olvidar lo que hizo. Todo el mundo habla de ello. Podría matarte y contratarla como mi nueva luchadora, pero ya me ha dejado en ridículo dos veces. Hay que darle una paliza. La quiero fuera de esta ciudad y fuera de las mentes de los miserables que viven aquí.

    —Así que, voy a mostrar clemencia —Sarden se levantó y puso un pie encima del brazo roto de Ataven. Ataven sintió el hueso triturarse entre los tendones—. ¿Sabías que es una esclava? Tiene en la espalda la marca de una esclava de Gazu Kadem. ¿Imaginas lo que haría Dan Lest si lo supiera?

    —Dile que puede salir de la ciudad después de la siguiente lucha. Que no la mataré ni la entregaré a Lest, pero debe ser castigada. Debe dejar que Gendor el Serpiente la castigue. Debe caer después del tercer asalto, no antes.

    —Si cae antes, o si por alguna casualidad vence a Gendor, te mataré a ti y la enviaré a ella a Lest con la espalda rota.

***

    Había sido difícil encontrarla, pero sorprendentemente fácil convencer a Vrenna de que una lucha más mantendría a los sabuesos de Lest apartados de ella. La lucha iba a ser sin armas, así ella saldría del fracaso intacta. Cuando Ataven le dijo que tenía que perder, y perder después del tercer gong, esos ojos que nunca pestañeaban lo fulminaron. Luego ella dejó escapar un soplido y asintió.

    Iben estaba envolviendo los puños de Vrenna con tiras de cuero. Vrenna miraba hacia el umbral de la sala de preparación y dentro del pasillo que conducía al pozo. Encima de ellos tronaba el amortiguado rugido de la multitud. Cerca de diez mil habían acudido para la batalla de hoy y más dinero había cambiado de manos respecto al resultado de la lucha que en el último año entero de luchas. Sarden iba a ser un hombre rico cuando terminara esta, e incluso Ataven, Iben, y Vrenna iban a salir con la bolsa llena.

    —Lucha contra él, pero no dejes que te tumbe hasta el tercer gong. Defiéndete hasta entonces. Después del tercer gong, tírate a la arena y todos saldremos de esto intactos. No quiero morir, Vrenna, y estoy seguro de que no quieres volver a Gazu Kadem.

    —Gendor es escurridizo como una serpiente. Es rico, pero pasa la mayoría del tiempo viajando y aprendiendo las artes de la lucha del Viejo Imperio. No dejes que su tamaño te engañe, es astuto. Tendrás que mantener fuerte la guardia para durar hasta el tercer gong.

    Ataven miró a Vrenna y luego a Iben. Estaba hablando para los dos.

    —Lo siento.

***

    Los espectadores daban palmas en sucesión en los asientos de piedra de la abarrotada arena. El sonido resonaba por Tog Veel. Ataven rodeó el pozo hacia la otra sala de preparación, maravillado por el vasto mar de gente alrededor del centro del pozo, parecía una tormenta. El rugido de lamultitud le seguía mientras caminaba por el corto pasillo hacia la sala de Gendor.

    Gendor era un hombre pequeño de piel cetrina. Llevaba pantalones cortos atados a la cintura. Cuando entró Ataven, Gendor estaba haciendo el pino puente con la nariz tocando el suelo y los pies planos. Las manos vendadas en cuero estaban cruzadas al pecho. Su estómago estaba en alto en el aire y su espalda doblada en una U invertida perfecta. Mientras Ataven observaba, Gendor se retorcía, giró sobre la cabeza y dio un brinco hasta quedar de pie. En ningún momento había tocado el suelo con las manos.

    Gendor dio dos pasitos tranquilos mientras sonreía a Ataven. Arqueó la espalda y aterrizó sobre una mano, giró las piernas hacia fuera y alto en el aire. Aterrizó en agachado, con tres dedos y las puntas de los pies sosteniendo el resto de su cuerpo, suspendido por encima del suelo. Llevó una pierna sobre la otra y ya estaba boca arriba otra vez, girando sobre un hombro. Cayó a cuatro patas, bajó sobre el estómago, arqueó las piernas sobre el cuerpo como la cola de un escorpión y volvió arquear hasta acabar de pie. Volvió a sonreír. El vello rizado de su espalda brillaba con gotas de sudor.

    —¿Estamos preparados? —la ronca voz de Sarden parecía enferma al lado de la belleza de los movimientos de Gendor. El hombrecillo se sentó en la esquina, con sus ojos asesinos inmóviles.

    —Sí —Ataven sentía el corazón bombeando en el pecho.

    Gendor respiró hondo y exhaló: —Comencemos.

***

    La multitud duplicaba su volumen cuando los dos luchadores de pozo avanzaron unos pasos. Por primera vez en su corta carrera, Vrenna era una cabeza y media más alta que su oponente. Ella tenía las manos vendadas en cuero a ambos lados y ligeramente extendidas, esperando que empezara el gong. Gendor cambiaba el peso de un pie a otro, repirando hondo. Se pasó una mano por la maraña de pelo y sonrió. Ataven sentía electricidad y tensión en el aire como un muelle de acero.

    El gong sonó por la arena, resonando en las montañas del sur.

    La mano izquierda de Vrenna salió disparada perfectamente recta y dio a Gendor en la mandíbula. Él se tambaleó hacia atrás. Ataven sintió que se le paraba el corazón y la multitud quedó en silencio. Gander sacudió la cabeza, escupió un fajo de sangre y volvió a sonreír. Levantó las manos hacia la cara y sus ojos ardieron con fuego negro.

    Gendor explotó en movimiento, arremetiendo hacia la baja izquierda de Vrenna, pero cambiando la posición, esprintando y girando en el aire, y aterrizando el talón del pie derecho en la mandíbula de ella. El golpe echó atrás la cabeza de Vrenna, pero ella aguantó. Disparó a su vez su propio pie cuando Gendor aterrizaba, pero el hombre giró a un lado y evitó el golpe.

    Los dos luchadores de pozo caminaron en círculo. Vrenna mantenía baja su postura. Gendor cambiaba el peso de pie, luego giró con una patada baja a la rodilla de Vrenna. Ella se retiró fácilmente y esquivó el puñetazo de zurda que siguió. Ambos ataques eran un ardid, notó Ataven cuando el nítido codo de Gendor golpeó a Vrenna en el centro del pecho.

    Gendor siguió el ataque con otros dos puñetazos rápidos como el rayo,.pero ninguno impactó, pues Vrenna retrocedió fuera de alcance, deslizándose sobre pies descalzos. Gendor saltó adelante en una voltereta, pero la punta del pie de Vrenna dio de lleno en el estómago.

    Docenas de ataques, fintas, bloqueos y esquivas volaron entre los dos combatientes. Cuando sonó el primer gong, tanto Gendor como Vrenna respiraban con dificultad. Se retiraron y respiraron hondo. El gong sonó de nuevo y se reanudó la batalla.

    Volaron punnetazos y patadas. Vrenna lanzó una nube de ataques mientras Gendor rotaba y torcía el cuerpo en ángulos imposibles. Se movía como líquido contra la roca de los ataques. Vrenna rotó con un talón apuntado a la cabeza de Gendor, pero el hombrecillo se arqueó hacia atrás haciendo el pino. Giró él luego los pies en el aire y uno dio a Vrenna en la cara, lanzaandola hacia atrás y salpicando el aire con sangre.

    En los bancos, Dan Surel y sus bandidos rugían de alegría. Todos ellos se levantaban y animaban mientras rabiaba la batalla. Nunca había habido una lucha tan dramática en los pozos. Nunca dos combatientes habían estado tan perfectamente igualados. Cuando sonó el segundo gong, el estadio entero se puso de pie aplaudiendo y animando.

    Vrenna esperó con las manos apretadas a los lados. La sangre fluía de un corte sobre el ojo y chorreaba desde la esquina de la boca. Uno de los ojos de Gendor estaba hinchado y cerrado, y su cuerpo estaba lleno de marcas y moretones. Él no había dejado de sonreír en ningún momento.

    Sonó el tercer gong. Ataven contuvo la respiración y vio a Sarden haciendo lo.mismo. Vrenna y Gendor daban círculos alrededor del otro, ambos respirando con fuerza. Gendor lanzó un derechazo seguido de una patada giratoria hacia el estómago de Vrenna. Ella esquivó la patada y lanzó un codazo al riñón. Él dio un cabezazo en la barbilla de Vrenna y esta retrocedió.

    Entonces sucedió.

    Gendor se agachó y dio un alto brinco. Su puño subió en línea recta hacia los cielos. Impactó a Vrenna bajo la barbilla y la hizo volar por el aire. La cabeza salió disparada hacia atraass, y luego hacia adelante cuando el cuerpo de ella quedó horizontal en el aiee a casi dos metros del suelo. El tiempo pareció detenerse mientras caía. Ataven vio la mandíbula apretada de Gendor y el puño envuelto en cuero que había levantado a Vrenna del suelo. Vrenna cayó a tierra con un tremendo golpe, brazos y piernas desplegados, cabeza hacia un lado, ojos abiertos y vidriosos.

    La multitud rugió. Gendor se acercó jadeando hasta la mujer, con el puño a un lado. Ataven soltó el aire. Miró a Sarden y vio que el hombre sonreía. Sarden miró a Ataven y asintió. Todo estaba perdonado. Ataven miró a Vrenna, esperando que aún estuviera viva. La vio mover los ojos y encontrar los suyos. Vrenna le hizo un guiño y apareció una sonrisa en ese rostro.

    Nadio vio la transición. Ella estaba tendida en el suelo, prona y quebrada. Al siguiente instante había rodado hasta quedar de rodillas antes de atacar fuerte con la mano derecha. El golpe dio a Gendor en el centro perfecto del pecho. Ataven oyó el crujido del esternón. Gendor renqueó hacia atrás. No respiraba. Sus ojos se nublaron y su aplastado corazón ya no bombeaba sangre a las venas. Él quedó de pie unos cinco o seis segundos, pero todo el mundo que le miraba sabía que el hombre estaba muerto. Cayó sobre la espalda como una tabla rígida. No paró la caída con las manos y la cabeza crujió en la dura tierra del pozo.

    Vrenna había matado a Gendor con un único puñetazo. Podía haber hecho eso en cualquier momento, pero había esperado hasta este preciso instante, el instante en que Sarden esperaba que ella fuera al suelo y se quedara tumbada. Ella había aceptado ser golpeada duranre un cuarto de hora justo para poder insultar a Sarden completamente. Ahora todos iban a morir.

    Ataven casi se desmayó. Sintió que Iben le agarraba del brazo y tiraba de él a través de la multitud. El mundo era confuso y borroso cuando se encontraron con Vrenna en la prisa de la gente y huyeron por una red de túneles desde la arena a la ciudad. Ataven sentía como si flotara en una espesa nube. Sus piernas parecían ser de otra persona cuando entraron en un oscuroccallejón donde Iben confiaba encontrar tres caballos.

    Sarden estana en el centro del callejón. Cuatro grandes hombres acompañaban al Pequeño Lord. Otros dos se encontraron con Iben, Ataven y Vrenna por detrás, instándolos a avanzar con dagas de acero. Sarden fulminaba con la mirada. Había tenido suficiente.

    —Matadlos.

    Ataven apenas oyó la declaración. Las preguntas no dejaban de fluir por su mente. ¿Por qué había ella hecho eso? ¿Por qué había hecho que los mataran a todos solo para insultar a Sarden? ¿Por qué jugaba ella con sus vidas de ese modo?

    Entonces Vrenna mostró que claramentr había inclinado las apuestas en el favor de todos.

    Ataven oyó acero resbalar en aceite y oyó gruñidos detrás de él. Algo caliente y húmedo le salpicó en la nuca. Las sombras del callejón cobraron vida. Acero brilló en el sol de tarde. Curvadas puntas de las hojas irrumpieron del pecho de los hombres junto a Sarden. Una pequeña pica voló antes de plantarse limpiamente en la garganta de otro. El último giró para huir, pero tres espadas susurraron en el callejón y él cayó al suelo agarraandose el tajado vientre y rodilla seccionada.

    Dan Surel entró en el callejón. Las sombras salieron a la luz y Ataven las reconoció. Eran los bandidos que habían estado animando en el pozo. Dan Surel había sacado su propio sable, una impresionante hoja de acero adornada con una empuñadura en oro y plata con la forma de dos leones. El hombre se giró hacia Ataven.

    —Tu luchadora de pozo se reunió conmigo anoche. Me dijo que te habían puesto es una incómoda situación y que estarías interesado en una negociación. Las luchas de pozo nunca me han interesado mucho, pero me ha gustado lo que he visto hoy y me apetece expandirme. Aquí está lo que propongo:

    —Tú trabajas para mí ahora. Organizarás las luchas por mí y yo me llevaré cuatro quintas partes de lo que entre —la voz decDan Surel era tan fría como el acero que blandía—. Tú arreglas las luchas, tú manejas a los luchadores. Yo vendré una vez al mes a llevarme lo que me debes.

    —¿Qué? —vibró la ronca voz de Sarden. Dan Surel giró y cortó. Sangre salpicó del corte limpio en la garganta de Sarden. Aún estaba jadeando y gorjeando en el suelo cuando Surel continuó la conversación.

    —Vrenna me dijo que esta proposición te interesaría. Dijo que tenías poca elección —Dan Surel miró a los sonrientes hombres a su alrededor—. Parece que tenía razón. ¿Estamos de acuerdo?

    Ataven no era estúpido. No fue estúpido cuando ocupó el palacio de Sarden y pagó a sus sirvientes el doble de lo que Sarden les pagaba. Incluso trajo a Rev como su segundo asistente junto a Iben, y como guardaespaldas personal. Rev le llegó a demostrar una lealtad fanática. En diez años Ataven sería un Dan de Tog Veel, el primer Lord de las Luchas de Pozo. Él no era estúpido y eso acabaría haciéndole rico.

    —Estamos de acuerdo.

    —Solo tengo una última exigencia —Dan Surel sonrió. Giró hacia Vrenna y Vrenna le debolvió la sonrisa.

    —Vrenna se viene conmigo.

FIN

    Notas del Autor: La semilla para Luchador de Pozo vino de una película, llamada Snatch, de Guy Richie. Pensé que sería divertido que Vrenna cayese voluntariamente en la política y los peligros de las luchas de pozo. Me preocupó que el final pudiera ser demasiado deus ex machina; que Dios apareciese de repente y los salvara. En vez de eso, inventé una escena no escrita en la que Vrenna aborda a Dan Surel y a los señores bandidos y hace un trato con ellos. El pago sería su compañía en el viaje por venir en Vrenna y los Señores Bandidos. Esta historia acabó siendo mucho más difícil de lo que pensaba por la simple motivación de los personajes. ¿Por qué hacen lo que hacen? Esa es la parte difícil de la mayoría de las historias y parece mejor dejarles hacer lo que hacen que empujarlos en la dirección que tú quieres.

18. El Arma

(The Weapon)

    El coronel John Richardson bajó la vista al panel instrumental del espacioplano XS-1, pero la verdadera emoción estaba justo fuera de las ventanas de cinco centímetros de grosor frente a él. El cielo azul encima de ellos se echó a un lado como una cortina, revelando un cielo negro y sol amarillo más brillante que como había aparecido nunca en la Tierra. John miró a la derecha y vio al teniente coronel Frank Goudere estudiando los medidores de combustible, cálculos de impulso y estadísticas de la integridad del casco. El joven afroamericano tenía poco uso para la estupenda vista mientras el cielo azul se abría a un negro espacio vacío.

    El capitán Albert Janis, el ingeniero del avión; y su invitado especial, el Dr. Mark Galahan, licenciado en Berkley en historia el siglo XX y ciencias políticas, miraron maravillados mientras su espacioplano rompía las barreras del vicioso agarre de la atmósfera de la Tierra y caía en una tranquila órbita alrededor de la gigante esfera azul que llamaban hogar.

    —Coronel Goudere, ¿cómo ve las cosas?

    —Sin problemas, señor. Esta cosa vuela sola —Frank se encogió de hombros—. No puedo evitar sentirme como un pasajero en vez de como un navegante.

    —Esto no es como el Columbia, ¿no?

    —En absoluto.

    Tanto Frank como John miraron el panel de control de la nave. Se había retirado el 95% de los controles del transbordador espacial original, o los habían reemplazado con una consola mucho más escasa y amigable con el usuario. Los dos pilotos habían tenido que restringirse completamente a los simuladores, e incluso a pases en directo dentro de la atmósfera de la Tierra en los nuevos sistemas de control del espacioplano. Esto daba una mala sensación. La misión entera daba daba una mala sensación.

    —Houston, salimos y caemos en órbita. Alcanzaremos nuestra marca en.. —Frank miró el monitor azul a su izquierda—. veinte minutos —el siseo de una interferencia de radio dio paso a la voz del comandante de control de tierra reconociendo el mensaje.

    —¿Capitán Janis? ¿Quiere prepararse?

    —Sí, señor —Albert Janis, un rubito de veintiséis años, se abrió el harnés de cinco puntos y flotó havia la puerta de carga detrás de los cuatro asientos de mando. Liberó el sello de la puerta circular y flotó dentro del pequeño espacio de carga de la nave. Era difícil no ver la gran sonrisa en su rostro.

    John miró al Dr. Galahan. El profesor de historia de cuarenta y cinco años estaba sentado mirando por su ventana hacia la profunda vastedad del espacio. ¿Qué estaba haciendo aquí este hombre? No tenía antecedente científico ni experiencia militar, y apenas había pasado el examen físico. El comandante de misión se lo preguntaba. Dos asesores militares y un veterano de la era soviética del programa espacial ruso se lo preguntaban. El doctor era un experto en un campo que puede que fuese requerido, eso era todo lo que les habían dicho

    —Nuestra marca está justo delante de nosotros. Estamos en diez minutos.

    John miró por la ventana delantera. Ya podía verlo. Estaban casi a doscientos kilómetros de distancia, pero ya podía ver el sol reflejado en el cilindro de treinta metros. Era enorme.

    —Al, ¿cómo van las cosas? —John habló al micrófono en su cuello.

    —Bien para seguir, señor. El brazo está listo —la voz de Al siseó en intercomunicador de la nave. El cilindro crecía en la ventanilla. Frank disparó los retrocohetes del espacioplano y la nave redujo velocidad. El cilindro empequeñecía su nave mientras se acercaban.

    —Agárralo cuando puedas, Al —John miró por su ventana derecha y vio el delgado brazo robótico extendido hacia el enorme cilindro. Un martillo y ina hoz rojos ardieron brillantes en la intensa luz solar.

    Los tres hombres en la cabina del espacioplano observaban el enorme satélite negro. ¿Qué podía contener un satélite tan grande y de cuarenta años de antigüedad? Sabían que era una especie de arma, tal vez biológica; era demasiado antiguo para ser nuclear. El grupito soviético científico y militar lo había lanzado a finales de 1950, justo en mitad de la carrera espacial. El cohete que lo había puesto en órbita debía de haber sido enorme. John nunca había oídobque los soviéticos tuvieran un cohete lo bastante grande para lanzar en órbita un satélite tan grande y tan pronto en la historia.

    Ahora la órbita del enorme satélite había decaído considerablemente. Habían lanzado esta locomotora al espacio, pero no lo bastante alto. Ahora amenzaba con estrellarse en alguna parte de África y dependía de ellos impulsar su órbita y lanzarlo al sol. Cuando los soviéticos supieron del decaimiento de la órbita, acudieron directamente a la NASA y pidieron ayuda.

    La mano magnética del brazo robótico tocó el lateral del satélite y John sintió el tirón de su nave cuando la velocidad y dirección de la nave se igualó a la del satélite de setenta años de edad.

    —Ponte el traje, Frank.

    —Lo tienes —Frank desabrochó su harnés de cinco puntos y flotó hacia la bahía de carga. Un minuto más tarde, un gran monitor en la consola se encendió con luz de colores mientras la cámara del casco de Frank empezaba a emitir imágenes de la bahía de carga.

    —¿Me copias? —la voz de Frank barrió la cabina de la nave.

    —Alto y claro, Frank. Buena caza.

    John observó a Frank, vestido con un traje espacial completo, subir por el brazo horizontalmente hacia el enorme cilindro. En la pantalla, John veía cada peldaño y los guantes blancos que los agarraban cautamente mientras Frank se encaminaba por el espacio profundo hacia el objeto negro. Un gran manguera salía serpenteando detrás de él. Al dio instrucciones a Frank por el intercomunicador mientras el caminante espacial subía.

    Frank alcanzó la superficie del enorme cilindro y sujetó otro bloque magnético, enganchado a una larga cuerda en su cinturón. Se levantó y caminó con botas magnéticas sobre la superficie del cilindro. Sosteniia otra gran manguera en las manos, una manguera conectada a diez mil galones de oxígeno líquido. La manguera terminaba en un adaptador especial adaptado a los tanques de combustible del satélite soviético. Frank conectó la manguera y cientos de galones de oxígeno líquido fluyeron hacia los tanques vacíos del satélite.

    —Voy dentro para iniciarlo —Frank caminó por la circumferencia del satélite. John nunca se acostumbraba a la vista de un hombre caminando se lado y boca abajo. Frank llegó a un portal circular en la parte inferior del satélite. Giró una enorme rueda tres vueltas. El sello se rompió y una ráfaga de aire de setenta años de edad salió fuera.

    —Había vacío denrtro, ¿cierto? —preguntó Frank.

    —Sí. Ha sadlido un litro o así de oxígeno atrapado —respondió John.

    Frank se agarró a los lados del portal y se coló dentro. Cuando Frank salió de su vista por la ventana, John y Mark observaron el monitor que transmiría la cámara en el casco de Frank. La luz de Frank reveló el interior del cilindro. Era una enorme sala delineada con tuberías y calibradores analógicos. Otro cilindro, amarrado por una red de cordeles y cables, dominaba el centro del hueco centro del satélite. El cilindro tenía cuatro metros de longitud y dos metros de diámetro. Parecía estar hecho de hierro o acero. Una única palabra negra marcaba su superficie, pero el símbolo dejado se ellas dejó en silencio a los cuatro especradores.

    Era una esvástica negra en un campo de blanco y rojo.

    —¿Qué demonios...? —la voz de Frank fue la primera en romper el silencio.

    —¿Doctor? —John se giró atrás para mirar al Dr. Galahan.

    —No tengo ni idea. Los alemanes estuvieron cerca de construir un arma nuclear, pero nunca la terminaron.

    John miró la palabra sobre la bandera nazi—. ¿Damon? ¿Qué significa eso?

    —Significa demonio.

    El silencio llenó una vez más la cabina. Tras un momento, John retomó el control de la situación.

    —Nuestras órdenes son llenar de combustible esta fea enormidad y dispararla al sol. Frank, ve a iniciarlo —la cámara de Frank se demoró en la tapa del contenedor y la rueda en su extremo—. Frank.

    —Sí, señor —la cámara se apartó del contenedor hacia el antiguo panel de control. Cuatro o cinco pulsaciones de botón más tarde, la consola destelló con luz. Frank empezó a ajustar calibres y a pulsar botones mientras programaba las órdenes de navegación. John vio moverse los impulsores en el enorme cilindro. Eso era un alivio. Tenían cuatro impulsores portátiles en la bahía de carga, pero la NASA confiaba en usar el propio sistema del satélite para lanzarlo fuera de órbita hacia el sol.

    —Frank, configura la caja de lanzamiento remota. Al iniciará el lanzamiento una vez nos hayamos desconectado y hayamos alcanzado una distancia segura.

    Frank terminó de programar el antiguo ordenador soviético y conectó una caja a parte de la red de control. Se movió hacia el portal, pero su vista se demoró en el contenedor. John vio su respiracioon subir en las biolecturas.

    —Tengo que mirar.

    —No, Frank. No tenemos ni idea de lo que hay ahí dentro. Vuelve a la nave, es una orden.

    —Estamos en el vacío y tengo un traje.

    —Traiga de vuelta a su hombre, coronel —vibró la voz del Dr. Galahan.

    —Frank, regresa ahora.

    —Tengo que mirar esto —las manos de Frank agarraron la rueda del sello del contenedor. Empezó a girarla.

    —Frank.

    La rueda siguió girando. El sello se rompió y una ráfaga de polvo blanco salió fluyendo. La tapa se abrió. Un agujero negro no reveló nada hasta que Frank usó su luz para iluminar dentro del contenedor. Encogida en la negrura del contenedor había una delgaducha figura negra.

    —Es un cuerpo. ¿Por qué iban los rusos a disparar un cuerpo nazi al espacio?

    El cuerpo se movió. La tripulación entera de cuatro hombres pegó un grito. En la cámara de Frank, la cabeza giró hacia arriba y lo encaró. Aquello no tenía boca ni nariz, solo un par de anchos ojos negros con rayas plateadas en una cabeza perfectamente lisa. La cosa extendió un largo brazo y extendió dedos con demasiadas articulaciones. John vio las profundidades del infierno en esos ojos.

    Frank pegó un grito por el intercomunicador. El altavoz de la cabina crepitó cuando el volumen fue demasiado grande. John vio ascender la mano enguantada de Frank y su grito se silenció cuando tiró de su propia manguera de aire. Una explosión de sangre y cerebros salpicaron la vista de la cámara en la pantalla. Mark giró y vomitó, partículas de desayuno flotaron por la cabina.

    John vio los ojos plata oscuro de la criatura brillar con malevolencia.

    Un grave sonido sordo apartó a John de la mirada de la criatura. Él vio el brazo magnético soltarse del casco del enorme satélite. Un grave retumbar sacudió el avión. Estallidos de fuego blanco, los impulsores del negro satélite soviético rugieron a la vida.

    John estaba aturdido mientras el cilindro se alejaba de ellos rugiendo hacia el sol.

    —Se ha ido —la voz de Al sonó calmada por el intercomunicador de la nave.

    —Cierra todo, Al. Contactaré con Houston y les haré saber lo del accidente.

    Durante las semanas siguientes, John y los otros se ciñeron a la misma historia. La manguera de aire de Frank quedó atrapada en el portal del satélite y un sello defectuoso se liberó con demasiada facilidad. John se ciñó a esta historia durante los seis meses de la investigación del congreso que siguió y durante las cuarenta entrevistas de televisión que hizo. Ni siquiera lo mencionó un año más tarde en la nota dejada antes de ponerse en la boca el cañón del revolver .38.

FIN

    Notas del Autor: escribí este relato, originalmente titulado "Demonio Espacial Nazi", un día que estuve en una aburrida reunión. Lo basé en un "qué pasaría si" tras ver esa horrible película llamada Space Cowboys. No dejé de pensar, bueno, después de que he descubierto que el satélite ruso era en realidad un arma, ¿no sería guay si hubiera capturado un demonio nazi que encontraron en Berlín al final de la WW2? La historia intenta ser un poco estilo Bradbury, pero esos son zapatos muy grandes que llenar.

19. Vrenna y los Señores Bandidos

(Vrenna y the Bandit Lords)

    En seis semanas ni un solo ser viviente había cruzado la Vía Sur. Viento caliente ondulaba sobre la dura arena compacta. El sol rojo salía por las planicies del este y se ponía por los riscos occidentales de las irregulares montañas llamadas Fauces de Thar.

    El sol salía y se ponía, indiferente a la tierra que quemaba debajo. Miles de años atrás, ejércitos chocaban lanza contra armadura de hierro y gritaban a dioses olvidados mientras su sangre se vertía por un tierra antaño verde. El sol rojo cocía sus cuerpos hasta secarlos en hueso blanco. Ahora los vientos tallaban los años en enormes monumentos de piedra que separaban la Vía Sur del ardiente desierto alrededor de esta.

    Tras seis semanas de muerta quietud, cascos de caballo batieron contra la dura tierra. Aparecieron ellos como siete sombras sobre el horizonte del norte, sombras que se alargaban a medida que se ponía el sol. Rompieron el silencio con trueno minutos después, pezuñas de hierro rasgando la tierra muerta. La luz del sol se reflejaba en túnicas de malla y empuñaduras de acero. Capuchas marrones ocultaban sus rostros en la sombra. Capas color del polvo aleteaban tras ellos mientras los siete señores bandidos pasaban rugiendo. Una nube de polvo se levantaba a su paso mientras tronaban hacia el sur, hacia la noche temprana.

    Desparecieron minutos después. Se posó el polvo y los frescos vientos de la noche soplaron sobre la Vía Sur. Semanas pasarían antes de que otra criatura viva viajara por la olvidada vía bajo el silencioso e impasible sol.

    Ándar Dasson se pasó la manga por la frente húmeda. Incluso mientras el alba devenía en noche, el calor del camino, el duro camino que Dan Gendus Surel parecía preferir a todos los demás, hacía que el sudor cayera a chorros por el rostro de Ándar. Habían cabalgado durante dos días desde la partida de Tog Veel, la ciudad fortaleza donde Dan Surel gobernaba como uno de los cuatro señores de la ciudad corrupta, y donde habían recogido a su séptima acompañante.

    Ándar giró y retiró con una mano el borde de su capucha para mirar a la mujer que ahora cabalgaba con ellos. Ella vestía pantalones de cuero metidos por dentro de las altas botas de montar. Un peto de cuero exponía el vientre y los brazos. Un sable pendía a su cintura, la empuñadura tenía la forma del cuerpo de un escorpión, con la cola curvada actuando como guardamano. La mujer agarraba las riendas con guantes de cuero negro. Se había retirado la capucha cuando el enorme sol rojo había caído tras las montañas occidentales, y su cabello negro corvino nadaba en el viento. Ándar entornó los ojos y vio de nuevo las tres marcas negras en el cuello de la mujer, tres diamantes horizontales, uno encima de otro. La mujer giró y encontró la mirada de Ándar. Los ojos de ella parecían brillar en blanco y azul entre el polvo de la noche. Ándar apartó la mirada rápidamente y enfocó la vista en Denel, el hombre que cabalgaba delante de él.

    Se detuvieron para acampar una hora después, cuando la noche cubría por completo la carretera de oscuridad. Ándar pasó una pierna sobre su yegua marrón y colapsó como un fardo en cuanto sus pies tocaron el suelo. Sentía el pulso latir desde la entrepierna hasta la punta de los pies mientras yacía en el suelo. Se oyeron los familiares gruñidos de la risa de los otros mientras montaban el campamento. Las dos manos de Havoted agarraron a Ándar por las muñecas y el bandido tiró con un gruñido del redondo cuerpo de Ándar hasta ponerlo en pie.

    Crepitaba el fuego, que enviaba chispas naranja y humo gris al aire nocturno. Denel sostenía una sartén llena de carne siseante y aceite saltarina. La carne llenaba el gélido aire con el olor de salchicas cocinadas y sazonadas. Comerían bien durante algunos días mientras duraran sus provisiones de carne de Tog Veel. En una semana volverían a las toscas comidas saladas y a lo que fuese que encontraran en el desierto, que a menudo era poco.

    El hermano gemelo de Denel, Havoted, cuidaba de los caballos, los cepillaba y los alimentaba de bolsas de grano. Él y Denel parecían casi iguales, pero Havoted se afeitaba la cabeza, mientras que Denel llevaba pelo largo en tres trenzas a la espalda. Las leyes de los señores bandidos permitían que cualquier bandido vistiese como le viniera en gana mientras lo hiciera con confidencia.

    Dan Surel, de largo pelo negro en una única trenza a la espalda, hablaba con Kasavar, segundo de los Jinetes del Polvo. Kasavar era casi una cabeza más alto que Dan Surel, pero él asentía y miraba al líder de los Jinetes del Polvo con lealtad y admiración en cada asentimiento. Kasavar también se afeitaba la cabeza, y la tenía tatuada con un extraño patrón de fuego negro que bajaba hasta la musculosa espalda. Ándar recordaba cuando Kasavar le había puesto un cuchillo de filo de sierra en la garganta la primera vez que se habían encontrado. El grandullón habría abierto a Ándar como un pez si Dan Surel no hubiese detenido su mano. Dan Surel tenía ojo para el talento y había pensado que Ándar podía parecer blando y pasado de años para cualquier buen bandido, pero Dan Surel había encontrado el talento Ándar muy pronto. Los Jinetes del Polvo habían ganado más en los últimos tres meses que en los diez años previos. Eso los había hecho a todos hombres muy ricos en cualquiera de las ciudades de los desiertos del sur. Y todo había sido por las tasaciones de Ándar de los bienes que habían encontrado. Ándar no había esperado que su comprensión de la historia fuese de uso aquí, pero él había sido el único de su grupo dejado con vida tras la emboscada de los Jinetes del Polvo. Su comprensión de la historia le había salvado la vida y había hecho ricos a los Jinetes del Polvo.

    El pequeño, Ca'Naan, estiró los brazos hacia el cielo. El muchacho tenía quizá unos quince años, pero sus tensos músculos mostraban los efectos del entrenamiento constante. Ándar observó al chico arquear la espalda hasta tocar el suelo con las palmas, antes de sostenerse haciendo el pino. Otro impulso y ya estaba de pie otra vez. Su cuerpo era flexible y fuerte.

    —Hermano —gritó Havoted desde los caballos—. ¿Por qué no vendimos al pequeño a ese lord presumidito que deseaba tanto comprarlo como esclavo corporal personal? —Ca'Naan, bien dentro de alcance auditivo, negó con la cabeza por la bufonada.

    —Dan Surel no quería darle un empleo que le gustara demasiado —replicó Denel. Ese era un chiste fácil de una serie de chistes dirigidos al chico desde que Ándar llevaba viajando con ellos. Ca'Naan los ignoró y continuó con sus ejercicios.

    —¿Por qué os metéis tanto con el chico vosotros dos? —osó preguntar Ándar a Denel. Al principio temió que Denel respondiera lanzándole a la cara una sartén caliente de burbujeante grasa, pero Denel sonrió.

    —Tenemos que hacerlo mientras podemos —Denel miró a Ca'Naan y Ándar se sorprendió al ver admiración y compasión en esos severos ojos de bandido—. Ese muchacho será nuestro líder algún día.

    —Jinetes, reunión —Dan Surel se acercó al fuego, la alta forma de Kasavar estaba tras él a su derecha. Havoted, Ca'Naan, y la mujer de mirar fantasmal, Vrenna la llamaban, se aproximaron al fuego.

    —Nos dirigimos al este mañana, hacia las Llanuras de Ceniza —dijo Dan Surel.

    Havoted se rascó la oscura barba —Hay quinientas leguas de planicie de desierto en esa dirección.

    —No es el desierto lo que nos importa —respondió Kasavar detrás de Dan Surel. Cualquier debate entre Dan Surel y Kasavar ya había ocurrido—. Es lo que yace debajo.

    —Anoche me reuní con un comandante de Dan Trex —Dan Surel se sentó frente al fuego—. Trex ha enviado a grandes expensas un gran número de esclavos y soldados al desierto del este. El comandante ha oído rumores de que él fue enviado por el rey de Gazu Kadem, y otros dicen que Dan Trex envió a esos hombres con su propia moneda. Al parecer buscan un amuleto perdido en los desiertos desde hace muchísimo tiempo. Es una pieza de enorme valor, tanto en herencia real como en moneda sólida.

    —Si es lo bastante importante como para que Dan Trex gaste incluso la mitad de lo que al parecer tiene, a mí ciertamente me gustaría ver ese amuleto.

    —¿Y qué hay de este comandante? —preguntó Havoted.

    —El pobre paisano fue robado y asesinado en el callejón de una casa de placer. Demasiada bebida, polvo de flor y mujeres, según parece, y demasiados valores en los bolsillos —Dan Surel sonrió.

    —Ándar —los oscuros ojos de Dan Surel se aferraron a Ándar como un cepo de acero. El lord de los Jinetes del Polvo sacó del cinturón un pergamino de vitela enrollado y se lo lanzó a Ándar—. ¿Sabes leer esto?

    Ándar desenrolló el pergamino. Era un mapa. Al menos cuatro manos diferentes lo habían tintando en un período de muchos años. Ándar podía distinguir al menos dos lenguajes diferentes, uno usado por los contrabandistas del mar oriental y otro una forma rara del lenguaje de las calles de las ciudades del desierto sureño. También aparecían de cuando en cuando palabras y frases del alto lenguaje del Viejo Imperio.

    —Sí.

    —Entonces nuestras vidas yacen en tus manos, lector de libros —Dan Surel sonrió. Havoted gruñó.

    —¿Dónde vamos a encontrar este amuleto? —Denel empujaba las siseantes salchichas en la negra sartén de hierro.

    —No estoy seguro —Dan Surel seguía sonriendo—. Encontraremos nuestras respuestas en el desierto.

    Ándar había oído hablar sobre Dan Trex, el señor de la guerra. Rumores decían que el exesclavo lideraba ahora el mayor ejército en los desiertos del sur. Incluso los antiguos empleadores de Ándar, los maestros espías del norte de Faigon en la torre del Ojo, sabían de Dan Trex. El mirar de Ándar fue hacia la mujer de piel clara que se sentaba con las piernas cruzadas y la espada en el regazo. La luz del fuego ardía en esos ojos y esos ojos una vez más se encontraron con los de Ándar. Él apartó la mirada rápidamente.

    Partieron temprano la mañana siguiente. Dan Surel lideraba a paso lento. Iba a hacer calor en el desierto y perder un caballo significaba perder la vida. Pararon a menudo y dejaron a Ándar estudiar el mapa de fino pellejo. Con cada minuto que estudiaba ese mapa, Ándar quedaba más y más interesado.

    El mapa parecía tener doscientos años de antigüedad al menos. Él trazaba con los dedos la red de líneas y el viejo texto que indicaban lugares de referencia ahora enterrados bajo el desierto. Un estrato entero de la tinta del mapa, probablemente el más antiguo y más interesante de los estratos, parecía estar lavado y sobreescrito con otro estrato de texto que registraba un himno de oración a unos de los más extraños dioses oscuros del Viejo Imperio. Este estrato también había sido lavado y sobreescrito en las líneas manuscritas que marcaban el mapa actual.

    Ándar imaginó las manos que habían dibujado cada uno de los estratos de este antiguo pergamino. Las manchas marrón oscuro solo podían ser desvaíados restos de sangre. ¿Qué misterios escondía este pergamino?

    Acamparon dentro de los huecos entre colinas de arena blanca y roja arcilla compacta. El fuego ardía bajo y la carne siseaba en la sartén de Denel. Kasavar se sentó con los otros Jinetes del Polvo a reír y compartir hazañas pasadas. El grandullón habló sobre el robo de una pareja de nobles del norte. Solo con la joyería de la mujer del noble ya se mantuvo a los Jinetes del Polvo con la mejor comida, alojamiento y mujeres que Tog Veel tenía para ofrecer. El constante abuso de la mujer para con su arruinado y afligido esposo mordía con más filo que cualquier espada, así que los Jinetes del Polvo los dejaron marchar con caballos, comida y agua. Kasavar rio y dijo que una muerte rápida para el hombre podría haber sido más piadoso que las picaduras de la vieja mujer durante su viaje de dos mil millas de regreso al norte. Ningún hombre debería tener que soportar el látigo que esa mujer tenía como lengua.

    Incluso Ándar rio con la historia, y Havoted le dio una palmada en la espalda. Era una triste observación, pero Ándar se sentía más en casa entre estos bandidos que con cualquier otro en casi veinte años. Eran ladrones y canallas y asesinos, pero eran honestos unos con otros y honestos con él.

    Ándar miró aparte y vio a Dan Surel sentado con Vrenna la espadachina en una de las rojas colinas. Ándar oyó a Dan Surel reír ligeramente en la brisa nocturna. Ambos susurraban allí mientras comían. Cuando profundizó la noche, los dos se perdieron dentro de la tienda de piel de venado de Dan Surel.

    Ándar despertó con el sonido de Ca'Naan, que salía a caballo antes de la salida del sol para explorar el camino por delante. Volvió tres horas después. Su voz cabalgaba alta a pleno galope. Sus gritos rompieron el silencio del campamento. Dan Surel salió de su tienda desnudo hasta la cintura. La leonina empuñadura de su espada ancha brillaba en oro con el sol de la mañana. Vrenna salió detrás de él, sin vestir nada en absoluto. Su sable de negra empuñadura de escorpión pendía suelta en su mano. Su pelo negro suelto y tres diamantes negros al cuello contrastaban con su suave piel de marfil.

    Su belleza impactó a Ándar casi tanto como la mortífera mirada en sus ojos. Tan atractiva como era, cada paso que daba susurraba sobre silenciosa muerte. Su cuerpo era tanto un arma como la espada en su mano. Ella no era simplemente hermosa, era letal.

    Ca'Naan desmontó en un solo movimiento fluido, derrapando sobre sus botas de fino cuero hasta parar en seco. Como Ándar, Ca'Naan vio el peligro en el interior de Vrenna y sabiamente mantuvo la vista en Dan Surel.

    —Veinte hombres con armas y armaduras cabalgan al norte de nosotros. Se dirigen en nuestra misma dirección. Portan el estandarte de un puño enguantado sujetando una calavera.

    Dan Surel miró a Kasavar.

    —Jinetes de Dan Trex —los dos hombres compartieron una conversación en silencio y ambos sonrieron—. Vamos a parlamentar con esos hombres y a descubrir lo que podamos.

    Havoted gruñó. Todo el mundo sabía lo que eso significaba. Los Jinetes del Polvo nunca parlamentaban con nadie. Denel sonrió a Ándar.

    —Nunca me gustaron los hombres de Dan Thex de todos modos, arrogantes joputas.

    Se pertrecharon y rompieron el campamento con perfecta eficiencia y coordinación. Cabalgaron rápido al noroeste, con el polvoriento viento ondeando en sus capas.

    Localizaron la nube de polvo al norte tres horas después, justo al oeste de un agreste pico de rocas que sobresalía de la tierra muerta. Dan Surel señaló a las rocas y los siete jinetes giraron hacia estas. Allí es donde se encontrarían con los jinetes de Trex.

    La plena luz del día y sus propias nubes de polvo no permitían a los Jinetes del Polvo elemento de sorpresa. Dan Surel hizo un gesto a Kasavar y a los gemelos; Denel y Havoted, y les señaló el noroeste delante de la roca saliente. Ándar reconoció el saliente de roca de su mapa como el Colmillo de Ktzaad, llamado por un principe demonio perdido de una religión olvidada.

    Kasavar y los gemelos cabalgaron duro y rápido, trazando un amplio círculo alrededor de los acantilados de roca, mientras Dan Surel, Vrenna, y Ca'Naan cabalgaban más despacio hacia el borde oriental de las rocas.

    Ándar vio a la mitad de los veinte hombres cabalgar al sur sobre el borde occidental de las rocas. Desmontaron y sacaron curvados arcos cortos de ceniza negra. Ándar vio brillar el sol rojo sobre puntas de flecha de acero. Kasavar cabalgaba hacia esos diez soldados de armadura, pero atajó hacia el este justo fuera del disparo de flechas. Ándar oyó dardos de madera caer sobre la dura arcilla compacta.

    Dan Surel cabalgó rápido hacia el borde oriental de las rocas mientras veía a Kasavar y a los gemelos desaparecer en amplio círculo tras la pared de roca delante de ellos. Ándar miró a su izquierda y vio romper filas a los arqueros occidentales, que intentaban remontar y perseguir a Dan Surel, y a los otros, mientras estos cabalgaban hacia el borde oriental de las rocas.

    Cuando el grupo de Dan Surel culminó la pared de roca, Ándar empezó a ver el plan del lord de los bandidos. El segundo grupo de lanceros y espadachines había visto a Kasavar y a los gemelos pasar cabalgando a pleno galope. Con su atención en los jinetes de Kasavar al noreste, no veían a Dan Surel, a Ca'Naan, a Vrenna ni a Ándar cabalgando por el sur. Diez hombres habían sido flanqueados por seis.

    —Ca'Naan, córtales la cabeza —Dan Surel sacó su dorada espada ancha y la levantó en el aire sobre su cabeza, brillando al sol rojo. Él y Vrenna cabalgaban rápido con las espadas en alto mientras Ca'Naan sacó dos lanzas con practicada facilidad.

    Las lanzas de Ca'Naan no eran como ninguna que Ándar hubiera visto. Tenían un metro ee longitud y estaban lastradas por abajo y a medio camino encima de la guarnición. Tres largas plumas mantenían recto el vuelo de la lanza y los pesos le daban velocidad y gran fuerza.

    Ándar no había visto a nadie en toda su vida lanzar como Ca'Naan. Ca'Naan, a pleno galope, tenía su segunda lanza en el aire antes de que la primera hubiera alcanzado su objetivo. La primera lanza planeó por el aire y dio como un martillo en el lateral del peto de bronce del jinete en vanguardia. El líder de yelmo, lastrado, se desplomó en un montón de metal negro.

    La segunda lanza alcanzó en la garganta a otro de los jinetes, el segundo al mando según su posición y la calidad de su armadura. La lanza cayó al suelo, pero Ándar vio claramente un amplio chorro de sangre salir del cuello del condenado. Otra lanza impactó a uno de los ocho hombres restantes antes de que Vrenna y Dan Surel chocaran contra ellos como la punta de una flecha.

    Ándar miró al oeste y vio la nube de polvo de Kasavar y los gemelos cuando estos rodeaban el borde oriental del saliente de roca. Pronto alcanzarían la retaguardia de los diez arqueros justo cuando los arqueros se aproximaran al grupo de Dan Surel desde atrás. Era un plan arriesgado. Kasavar y los gemelos tendrían que cabalgar casi cuatro veces la distancia de los arqueros, pero los tres ligeros bandidos podían cabalgar mucho más rápido que diez arqueros con armadura.

    Ándar giró y vio a Vrenna agacharse bajo una estocada y tajar en el costado del atacante, cortando hondo dentro de la armadura y dejando un rastro de sangre en el aire. Ella giró la espada y cortó la punta de una lanza antes de decapitar a su portador. Surel había rebanado a dos hombres y había talado el caballo de otro, enviando a caballo y jinete en una caída que astilló algunos huesos.

    Ándar oyó una conmoción detrás de él y giró. Los arqueros se acercaban a caballo, los diez. Uno al frente sacó su negro arco curvo y apuntó horizontalmente al pecho de Ándar. Ándar oyó el fuerte sonido de metal contra metal. La flecha voló lejos sobre su cabeza. El arquero cayó del caballo hacia atrás, con el mango de un hacha saliendo de su perforada capa negra. Otros dos de los arqueros cayeron y los siete restantes giraron cuando Kasavar y los gemelos llegaron a caballo.

    Kasavar sacó otra hacha de mano de una bolsa de cuero en su silla de montar mientras Denel disparaba con su propio arco hacia la multitud de arqueros. Havoted llegó a caballo desde el flanco, aplastando la cabeza de un arquero con su remachado martillo de guerra a una mano. Vrenna y Dan Surel pasaron a Ándar rugiendo hacia los arqueros, pero todos cayeron antes de que hubieran llegado a la escaramuza.

    Tomó menos de ocho minutos a Dan Surel y a sus cinco bandidos matar veinte soldados armados y blindados del ejército más temido en los desiertos del sur. Solamente Havoted había sido herido, el vástago de una flecha negra le sobresalía del hombro. El toque de su hermano en la flecha cuando Havoted no estaba mirando sacó un femenino chillido del gran hombre. Denel retrocedió con un brinco entre risitas.

    Dan Surel inspeccionó la flecha y, antes de que Havoted pudiera protestar, el lord bandido empujó la cabeza espinada a través de la herida y rompió el vástago. Otro chillidito y la flecha estuvo fuera.

    Ca'Naan reunió los caballos que quedaban vivos y sacrificó aquellos demasiado heridos para viajar.

    —Recoged las armaduras. Puede que necesitemos un ardid —Vrenna y Ándar desabrocharon las negras armaduras de bronce y cuero de los cadáveres, lanzando a un lado las piezas rotas o cortadas y reuniendo las piezas que aún servían. Havoted sonrió ante la espada corta, con engarce de rubí, que recuperó de un capitán muerto, y se la ató alrededor de la cintura en un amplio cinto de cuero.

    —Estos hombres venían de la dirección equivocada —dijo Kasavar—. Gazu Kadem está muy al este de aquí.

    —Exploradores, tal vez —dijo Dan Surel ensillando uno de los caballos de Trex con su propia silla, gastada a su forma por el uso—. O mensajeros. Puede que nunca lo sepamos.

    Los Jinetes del Polvo acamparon esa noche entre las rocas. Tres turnos de dos mantuvieron guardia durante la noche. Solamente el joven Ca'Naan durmió toda la noche como recompensa por sus maravillosos lanzamientos en la batalla.

    Cabalgaron todo el día siguiente. Al alba vieron sobre el horizonte una nube de polvo que se alzaba alto en el aire y se extendía a lo ancho por las tierras delante. El mapa de Ándar claramente conducía a este punto. Habían hallado la ciudad de Xin Kala, pero alguien la había hallado primero.

    Se pusieron las armaduras de los soldados de Trex. Era voluminosa, calurosa e incómoda. La armadura era una mezcla de bronce y grueso cuero destinado a proteger el lado izquierdo, mientras dejaba el derecho abierto y flexible. Un peto de bronce y hombrera a la izquierda guardaba el lado del escudo del portador. Placas de bronce protegían el brazo izquierdo. Una cofia de cuero grueso colgaba hasta la nuca y los lados del casco, una máscara de cuero protegía el rostro y un grueso collarín en ángulo protegía el cuello del portador. Una falda flexible de bandas de cuero y finas bandas de hierro permitían cabalgar mientras protegían la entrepierna y las piernas en la batalla. Pantalón de cuero metido en altas botas de montar, remachadas con espuelas de hierro.

    Ca'Naan cabalgó de nuevo en avanzada para explorar y el resto redujo la marcha hasta que él regresó una hora después.

    —Es un cañón. Una ciudad bajo el suelo excavada por esclavos.

    —¿Hay más soldados? —preguntó Dan Surel.

    —Sí, un centenar al menos. Hay unos barracones centrales en el risco norte del cañón. Llevan la misma armadura.

    Dan Surel pensó un momento. Movió los ojos hacia Kasavar y luego hacia Vrenna. —Veamos si nuestro ardid funciona.

    Ándar metió las cintas de su armadura, incapaz de ajustarlas cómodamente. La armadura era pesada y ralentizaba a los jinetes. Ándar comprendió cómo Kasavar y los gemelos habían sido capaces de adelantar a los arqueros el día anterior.

    Culminaron el cañón dos horas más tarde y la vista los dejó perplejos a todos. El cañón era artificial, una excavación de increíbles proporciones. La excavación se hundía hondo en la arcilla y la roca de la tierra circundante. Tres estructuras se habían destapado. Un inmenso zigurat sobresalía de la pared norte de la excavación. Se alzaba casi doscientos metros de altura. Escalones de veinte metros de altura transitaban desde la base del zigurat hasta la cima. En la superficie frontal, integrado en el cuerpo del templo había una talla de una mujer desnuda de rodillas, sus brazos se extendían a los lados. Una mano agarraba fanegas de maiz, la otra sostenía una pila de cráneos. Turgentes senos y amplias caderas le otorgaban una figura maternal. La expresión indiferente en su rostro y en sus suaves ojos almendrados hablaban de autoridad y divinidad. Sus piernas desnudas estaban abiertas y, entre las rodillas, en la base del zigurat, había una puerta de treinta metros de altura quebrada hacia dentro.

    Otra estructura, un montículo de cien metros al sur del zigurat, también yacía descubierto. Cuatro vuelos de escalones se elevaban hasta la cima del montículo por todos los lados. Estatuas rotas, erosionadas por miles de años, rodeaban una piedra de superficie lisa en la base del montículo. En el centro de la plataforma había una enorme estatua, la cabeza de una bestia encarada hacia el cielo, con una enorme boca abierta del todo. La bestia no tenía ojos y era horripilante, una bestia no destinada a caminar en este mundo.

    La pare occidental, la pared frente a los Jinetes del Polvo, revelaba cientos de moradas excavadas en la piedra, integradas en la roca caliza. Cada una estaba apilada encima de otra y se extendían por toda la pared occidental de la excavación. Había cientos de ellas.

    —¿Veis las líneas en la pared de roca tallada que excavaron para llegar a esos edificios? —dijo Ándar. Los demás escuchaban mientras contemplaban la vista frente a ellos—. Cada estrato representa los cambios estacionales del desierto, de unos doscientos cuarenta años. Cada doscientos cuarenta años, el clima cambia y la tierra se humedece durante unos treinta años antes de que una tormenta de arena, con período de diez años, seque la tierra y la cueza en roca. Hay docenas de esos estratos en esa pared de roca.

    —Treinta y tres —la voz de Ca'Naan giró la cabeza de todos. El chico les sonrió bajo su yelmo, demasiado grande para él.

    —Eso hace que estas estructuras tengan cerca de diez mil años de antigüedad —la voz de Ándar tembló de asombro y maravillla. Lo que estaba diciendo no podía ser cierto—. Los registros más antiguos de cualquier civilización que conocemos es de hace unos cuatro mil años, con el primer imperio Kun del sur. Esto tiene más del doble de tiempo.

    Los bandidos miraron el inmenso zigurat y la inmensa estatua de la mujer tallada en su cara delantera. Esa estatua había guardado esta ciudad durante diez milenios. Observaron las abiertas fauces de la bestia sin ojos en el pico del montículo ceremonial. Aunque el sol calentaba con feroz fuego rojo, Ándar sintió un calofrío recorrerle la piel. Por su aspecto, los demás sintieron lo mismo.

    Tan empequeñecedor como el sitio del antiguo imperio había sido, aquellos que lo habían desenterrado empequeñecían a los Jinetes del Polvo incluso más. La excavación había abierto casi media legua de longitud, un cuarto de legua de ancho y otro cuarto de legua de profundidad. La misma cima del zigurat debía de haber estado expuesta en la más reciente de las tormentas de arena, alertando a los pocos afortunados que habían viajado en el pasado para descubrirla. La cantidad de esfuerzo para tal excavación iba más allá de la imaginación, pero Ándar no necesitaba imaginarla. Estaba justo delante de él.

    Un millar de esclavos pululaba sobre casi cada superficie de la excavación. Cargaban cestos de roca en dobladas y torcidas espaldas hacia un gran montón creciente en el borde occidental de la excavación. Una red de plataformas, rampas, andamios, cuerdas y carros formaban un sistema a vasta escala para excavar y mover roca.

    Los esclavos, de piel oscura y delgados por generaciones de dura labor, realizaba cada uno su pequeña tarea en un enorme sistema. Ándar se maravilló por su obra como un solo organismo, una sola máquina capaz de excavar toneladas de roca y desenterrar esta antigua maravilla.

    Mientras sus ojos se movían sobre las filas de esclavos, vio uno caer, un hombre joven. Su delgado cuerpo malnutrido colapsó bajo el peso de su carga. Ándar pudo ver claramente que las piernas del hombre estaban rotas y torcidas en un áangulo horrible. El hombre no chilló aunque miraba el hueso sobresalir de su propio muslo. No gritó cuando el esclavista de armadura de bronce empezó a fustigarlo y a abrir llagas en la espalda del hombre. No hizo tanto como gritar cuando el esclavista vio la pierna rota, sacó una larga daga curva del cinturón y le abrió al hombre la garganta. Mientras veía su propia sangre manar de su garganta, la expresión del hombre nunca cambió de la de desesperanzada miseria. Ándar tragó saliva para contener la náusea.

    Los Jinetes del Polvo bajaron en sus monturas por una rampa hecha a mano que conducía al suelo de la excavación. Los esclavos se apartaban y se apretaban a la pared de roca cuando pasaban, temerosos de aquellos con armadura como los caballeros de Trex. Ándar vio los ojos de Dan Surel pasar por toda la escena de la excavación, marcando zonas de guardias. Giró su caballo hacia un par de guardias que al lado guiaban una alta carreta de madera llena de roca triturada. No vieron el caballo aproximarse detrás de ellos. Dan Surel se aclaró la garganta sonoramente y gritó a los dos hombres con grave voz autoritaria.

    —Soy el comandante Surax de Gazu Kadem —los dos hombres giraron y cruzaon los brazos al pecho a modo de saludo—. Dan Trex quiere noticias de los progresos aquí.

    Los dos hombres se miraron uno al otro. El más pequeño habló primero.

    —Probablemente quiere hablar con nuestro Guardaespada. Él sabe mucho más que nosotros, milord.

    —Os he hecho una pregunta. ¿Qué noticias?

    Los dos guardias se miraron de nuevo. El más alto se encogió de hombros y el más pequeño empezó a hablar otra vez.

    —Encontramos tres bóvedas en los pasillos del templo detrás de las puertas de piedra selladas. Encontramos un pozo sellado, en las bóvedas que contienen fanegas de vitela atadas con cuero. El comandante Otano cree que el amuleto está en los pozos debajo del altar —El hombre asintió hacia la colina con el altar de cabeza demonio en su cima. Él miró hacia el guardía más alto, quien se encogió de hombros de nuevo, y se aclaró la garganta—. Los hombres están teniendo sueños raros. Sueños oscuros. Ven este lugar del modo en que era. Ven actos inefables de hechicería y brujería, el sacrificio de bebés e infantes y la invocación de demonios de los siete infiernos. La ven a ella —el hombre asintió hacia la enorme estatua delante del zigurat. Ándar miró a los suaves ojos inertes de la estatua reina diosa. Se le puso la piel de gallina.

    —Vosotros de ahí —una tronadora voz vino desde detrás de los Jinetes del Polvo. Ándar giró como los demás. Vio la mano de Havoted caer hacia la espada enjoyada en su cinturón.

    Un hombre de mayor edad con la misma armadura de bronce y cuero de los hombres de Dan Trex se aproximó.con dos oficiales. Llevaba su yelmo de plomo bajo el brazo. Su pelo de mechas grises colgaba en una grasienta coleta atada en un lazo de cuero. Una espada con empuñadura de plata pendía del cinturón.

    —Os esperábamos hace un día. ¿Qué nuevas hay del alto mando? ¿Cuál de vosotros lidera vuestro grupo? —el hombre entornó los ojos—. ¿No debería haber más de vosotros?

    Ándar vio a Dan Surel echar mano a su empuñadura. Kasavar usó el talón de la bota para dar una coz al mango de su martillo y acercarlo a la mano. Ándar miró alrededor y vio otros veinte soldados a distancia auditiva. Los pronósticos no eran buenos en esta lucha.

    Vrenna desmontó y caminó hacia el comandante, quitándose la máscara y el yelmo por el camino. Los ojos del viejo guardia se agrandaron. Él era una cabeza más alto que la mujer, pero la tranquilidad de las zancadas lo puso visiblemente nervioso. Ándar sabía cómo se sentía el hombre.

    Cuando ella estuvo justo delante de él, Vrenna le agarró el frontal de la cofia y tiró de su cabeza hacia abajo. Le susurró algo, con sus labios rojos solo a un pelo de distancia de la oreja del hombre. Mientras susurraba, los ojos del hombre de agrandaron y le palideció el rostro. Cuando ella terminó, soltó al hombre y regresó andando hacia su caballo.

    —Lo siento —tartamudeó el viejo. Hizo una seña con la mano a los otros dos guardias para despedirlos. Ándar no tenía ni idea de lo que Vrenna había dicho, pero los resultados eran sorprendentes. Dan Surel tampoco lo sabía, pero sabía cómo capitalizar un cambio en el poder.

    —Buscamos un libro encuadernado que hay en las bóvedas del templo. Tráelo esta noche —Dan Surel miró a su alrededor—. Acamparemos allí —señaló a una esquina excavada en el cañón.

    —Sí, señor.

    El capitán de pelo gris regresó al campamento de los Jinetes del Polvo dos horas más tarde. Tendió a Dan Surel un bulto envuelto en tela, pero sus ojos no dejaban de mirar a Vrenna de cuando en cuando, antes de apartar la mirada rápidamente. Dan Surel entregó el bulto a Ándar sin apartar los ojos del capitán.

    —Déjanos.

    El capitán cruzó al pecho los enguantados brazos y salió rápidamente.

    A Ándar le temblaban las manos. La envoltura de tela era nueva, pero el objeto dentro podría tener diez mil años de antigüedad, el objeto hecho por el hombre más antiguo que había visto. Deslió el bulto y miró con asombro la agrietada cubierta de piel revelada. Un lazo de cordel de cuero trenzado envolvía con tres vueltas la cubierta. Ándar retiró con cuidado la tela y giró el libro atado en las manos. Para algo tan antiguo, estaba notablemente conservado. Había visto libros de quinientos o seiscientos años en mucho peor estado que este. Tal vez fuese un engaño. Ándar no sabía si este libro venía de las bóvedas interiores. Alguien podría haberlo metido allí fácilmente.

    —¡Siete infiernos, ábrelo, viejo! —la voz de Havoted sacó a Ándar de sus pensamientos. Havoted se había quitado la manga y Denel le cambiaba el vendaje de la herida. Denel examinó la feas marcas que sobresalían alrededor de la herida en el brazo de Havoted.

    Ándar se encogió de hombros y deshizo el lazo. El libro se abrió como un sobre, revelando seis láminas de papel doblado y unido con hebras de cuero a la cubierta de piel. La vitela de las páginas estaba mordida en los bordes, pero como el resto del libro, parecía notablemente conservada.

    —¡Por los dioses de abajo, no va a terminar nunca con esa cosa! Voy a explorar el campamento —Havoted se puso el peto trexiano. Él y Denel dejaron a los demás y se dirigieron al campamento.

    Ándar hojeó el libro con cuidado, leyendo pasajes de texto y examinando diagramas. La mayoría de las palabras eran completamente ajenas para él, un extraño lenguaje de letras increíblemente intrincadas. Los diagramas eran horripilantes.

    Imágenes detalladas revelaban ritos y rituales de disección, tortura y mutilación. Diagramas de precisión biológica perfilaban retorcidas criaturas de las más oscuras pesadilllas. Glifos y símbolos de imposible complejidad estaban entintados con pigmentos de hierro y plantas.

    —He visto libros así antes —les dijo Ándar a los otros. Dan Surel se giró para escuchar, los demás siguieron su ejemplo—. Un par de veces recuperé textos así de las expediciones a antiguos terrenos funerarios Voth en las montañas occidentales. No pudimos traducir muchos de ellos, pero los catalogamos como las dementes divagaciones de brujas adoradoras de los oscuros dioses bestia de los Voth. Nunca había visto uno tan antiguo.

    Ándar pasó hasta las páginas finales del libro. Saltó las imágenes más oscuras y sangrientas, imágenes de la tortura y sacrificio de niños, hasta un diagrama de un jarra de arcilla cocida y sellada con un extraño sifón de gas de profundos grabados.

    —Creo que ya sé cómo preservaron esto. Lo sellaron en una vasija con un aire extraño. Eso debe de haber ayudado a preservar estas páginas bajo la tierra durante cien siglos. Es admirable.

    Ándar regresó a las primeras páginas y empezó a leerlas de nuevo. En lo que pareció unos momentos, se dio cuenta de que la oscuridad había caído y que los gemelos habían regresado al campamento.

    —Su comandante reside en el templo. Ha profanado cada bóveda y saqueado lo que ha encontrado de valor. Nadie ha encontrado el amuleto. Creen que está en el pozo bajo el altar. Ha enviado al interior del pozo equipos de esclavos, e incluso algunas de sus tropas, pero nadie ha vuelto. Creen que hay una trampa —Havoted se pausó un momento, para sopesar sus palabras—. Hemos tenido suerte hasta ahora, pero creo que no podemos entrar en el templo.

    Dan Surel se rascó la barbilla y pensó durante un momento. Nadie habló hasta que él mismo rompió el silencio.

    —Así que podemos entrar en el pozo o podemos salir esta noche sin el amuleto —Dan Surel pensó un rato—. Vamos a consultarlo con la almohada y decidir por la mañana. Ca'Naan, tú estás en la primera guardia. Despierta a los gemelos en dos horas.

    El sueño se cernió como una gruesa capa negra. Ándar se descubrió de vuelta a los pasillos de la Torre del Ojo, a casi dos mil millas al norte y casi un año atrás en el tiempo. Una discusión alimentada de alcohol con un colega, un agente del noveno círculo del Ojo llamado Jamus, había hecho que el hombre lo guiara por un retorcido vuelo de escaleras que Ándar nunca había visto antes. El agente del Ojo, un telépata de baja orden ataviado con botas de cuero negro y una negra capa abrochada con un ojo de plata, arrastró a Ándar por una intrincada serie de pasillos que Ándar tampoco había visto nunca. Recorrieron pasillos que profundizaban bajo el nivel del suelo de la torre, dejando atrás espectadores de ojos entornados. Su guía descerrojó enormes puertas de hierro forjado y lo guió a base de luz de farol más hondo en las profundidades.

    ¿Cómo lo había llevado aquí un debate teológico? ¿Adónde lo estaban llevando? Ándar había defendido la posición de que las antiguas religiones de los Voth habían sido diseñadas por los reyes para mantener a su pueblo bajo control. Le había preocupado que sus palabras pudieran considerarse blasfemas a los adoradores de Suun, la diosa del imperio de Faigon, pero esos del Ojo parecían poco escrupulosos por las órdenes religiosas. Los agentes telépatas del Ojo veían en las profundidades del corazón del hombre, esa era su religión.

    Aún así, hablar de los demonios de las religiones Voth como folclore parecía haber importunado a su ebrio amigo. Eso les había llevado a ambos hasta las profundidades de la torre, hasta una última puerta enorme de marco de hierro y grueso roble. Su guía lo miró con airados ojos inyectados en sangre. ¿Iba a mostrarle algún artefacto? ¿Tal vez un cráneo astado o el libro de un ritual? Ándar había visto tales cosas antes, constructos que las retorcidas brujas Voth usaban para asustar a sus seguidores y conseguir su fanática lealtad.

    Cuando su guía abrió la puerta, Ándar gritó de asombro. Nunca habría podido imaginar lo que veían sus ojos. No tenía idea de que esa noche iba a cambiar su vida para siempre, al enviarlo al sur esa misma noche sobre el lomo de un caballo, sin detenerse, hasta caer en las garras de los Jinetes del Polvo.

    Nada le arrancaría esa imagen de la cabeza. Por siempre recordaría exactamente el sonido de la puerta de la celda con barrotes de acero cuando se abrió. Recordaría la mirada de victoria en los ojos de Jamus. Recordaría el olor a carne podrida y leche agria.

    Recordaría la atada figura encadenada a la cruz de madera, de cuatro brazos y dos torcidas piernas, terminadas en anchas pezuñas. La criatura era alta y estaba cubierta de oleosa piel negra. Una extraña estructura ósea sobresalía de su atrofiado cuerpo. Decrépitos músculos y tendones se unían a la retorcida estructura de hueso. La mente de Ándar quiso rechazarla de inmediato. Él quiso vomitar la imagen fuera de su mente mientras sentía la comida del día casi derramarse fuera de su estómago. Quiso correr y chillar. Quiso quemar el cuerpo de la criatura en el más caliente de los fuegos y liberar las tierras de esa abominable forma.

    Una máscara de cuero cubría los horripilantes ojos y cabeza de la criatura. Una tira de grueso cuero le amordazaba la boca. Ándar podía distinguir afilados dientes que mordían la mordaza. Se sintió agradecido de que la máscara lo protegiera de los ojos de la criatura. Ándar estaba bastante seguro de que se volvería loco si los viera alguna vez. La cabeza de la criatura estaba inclinada hacia arriba, como sintiendo la presencia de Ander y Jamus. Ándar oyó toser a la criatura a través de la mordaza, un sonido débil y patético. La repulsión de Ándar devino en una profunda desesperanza. Vio el óxido en las cadenas y las piezas de la cruz, que se habían deteriorado mientras la criatura colgaba en esta celda. ¿Cuánto tiempo se la había mantenido aquí de ese modo? ¿Veinte años? ¿Cincuenta? ¿Cuántos sabían de este ominoso secreto? ¿Por qué estaba esto aquí?

    Jamus giró hacia Ándar con una sonrisa en el rostro.

    —Los demonios existen.

    Ándar despertó con un grito. Sudor frío le empapaba la frente y el gusto a leche agria se posaba pesadamente en su garganta. Los otros Jinetes del Polvo lo miraron. Havoted se había quitado la armadura de nuevo y Denel estaba limpiando las heridas del hombro de su hermano. La herida se había enrojecido más y se había hinchado durante la noche. Venas negras se extendían como telarañas por el hombro y hacia el pecho. Denel parecía preocupado. Havoted tenía mal aspecto.

    Kasavar continuó con la historia que, al parecer, había estado contando antes del despertar de Ándar. Ándar no parecía ser el único con sueños esa noche. Por el aspecto del grupo, todos los Jinetes del Polvo habían probado su propia ración de sueños de oscuridad.

    —Tenía yo unos seis años cuando mi familia se mudó al sur, a las aldeas de las tierras fronterizas, para evitar la guerra —Kasavar miraba afuera hacia el campamento mientras hablaba. Era difícil imaginar al tatuado mastodonte como un niño pequeño—. Nuestra caravana, unas seis familas, acampó para pasar la noche fuera de la carretera que dividía las tierras del polvo. Mi hermano y yo fuimos a explorar. Fuimos más lejos de lo pretendido. Había una casa de piedra, quemada y reconstruida una docena de veces, por la pinta que tenía. Los granjeros, no había duda, vivían allí desde hacía cientos de años y docenas de guerras. Había un terrenito funerario detrás de la casa con marcas de una docena de dioses diferentes.

    —Entramos en la casa, pero había sido saqueada cientos de veces antes. Aún así, Thernan, mi hermano, no quería salir con las manos vacías. Encontró un nudo de madera que tiró de una sección del suelo, y había un sótano oculto. El polvo danzaba como los fantasmas a plena luz del sol, caía del techo roto.

    —Había un olor en el aire que te mareaba, uno que yo no había olido nunca. Ese olor te cerraba los pulmones y requería fuerza de voluntad respirar. Algo no iba bien en aquella casa y tanto mi hermano como yo lo sabíamos. Pero Thernan quiso entrar de todos modos. No dejaba de hablar de oro y joyas. Bajó al sótano y yo con él.

    —El sótano estaba vacío salvo por leña podrida y grano muerto. Él encontró una pared suelta de roca apilada y empezó a excavar, aún parloteando sobre oro y joyas. Tiró de una piedra de apoyo, la pared colapsó hacia dentro y revelò una abertura hasta el hombro del altar.

    Kasavar se detuvo, respiró hondo y continuó.

    —Lo que vimos no era para que lo viera nunca un hombre. Nos quedamos mirándolo y aquello nos miraba con ojos muertos. Miraba como un hombre chamuscado hasta quedar negro y suavizado como barro. No tenía nariz ni orejas, solo ojos, y una boca. Alguien lo había encadenado, y lo había grabado a fuego por cien lugares con marcas de viejos símbolos sagrados. Miraba como si hubiera estado allí desde siempre, enterrado bajo la roca. Tharnan empezó a decir algo, pero en cuanto su voz tocó el aire, terminó el trance de esa cosa.

    —Se debatió contra las cadenas agitándose como una anguila. Abrió la boca y aulló con una voz más allá de lo que yo hubiera oído nunca. Pensé que me iba volver loco de oírla. La cosa movía la cabeza con tan rápido movimiento que no se distinguía bien, era más rápida que la vista.

    —Salimos corriendo. Corrimos tan rápido que nos dolieron los músculos durante días. No dormimos en una semana, aunque de cuando en cuando apartábamos fuera de la mente los recuerdos de ese lugar, de esa cosa.

    —Mi hermano se mató dos años después. Saltó por un barranco de roca cuando estaba cazando con nuestro padre. Nadie supo por qué hizo tal cosa, y yo había olvidado por completo lo del demonio en el ssótano. Lo había olvidado hasta anoche.

    El silencio se prolongó entre los Jinetes del Polvo. Se miraron unos a otros y Dan Sural los observó a todos.

    —Podemos partir ahora, esta mañana. Podemos volver a Tog Veel en una semana. Cada uno de vosotros tiene bastante moneda para vivir como reyes el resto de vuestras vidas. Nada nos retiene aquí. ¡A los siete infiernos con el amuleto! —Dan Surel dejó que las palabras reposaran en sus mentes.

    —No me uní a la banda para engordar y morir en los brazos de una ramera —Denel sonrió.

    Hasavar coincidió con él. —Yo nunca lo hacía por dinero. Estamos aquí porque esto es a lo que nos dedicamos. Yo digo que miremos dónde termina esto.

    Kasavar miró a Dan Surel y asintió.

    —Me apunto —dijo Ca'Naan.

    Dan Surel giró hacia Vrenna. La más leve de las sonrisas iluminó esos labios rojos. Dan Surel le devolvió la sonrisa.

    Ándar trató de pensar en una silente oración, pero se dio cuenta de que no le quedaban dioses a los que rezar.

    Los Jinetes del Polvo subían una hora después los quebrados escalones hacia el altar en la cima del montículo. Todos los guardias les dejaban un amplio camino y todos los esclavos estaban demasiado preocupados con su propio sufrimiento para importarles. Mientras caminaban, Dan Surel miraba a Ándar a su lado.

    —Tú eres tan Jinete del Polvo como cualquiera de nosotros, pero nadie pensará menos de ti si deseas marcharte. Nos has hecho ganar a todos un montón de dinero. Y pensar que estuvimos tirando joyería oxidada en el desierto antes de nos dijeras lo que valían esas baratijas...

    —No sabemos lo que hay ahí abajo. Estamos aquí porque tales lugares nos atraen como hormigas a la miel. Nosotros vivimos para tales incógnitas, pero tú eres un tasador, un historiador. Tu lugar está detrás de la mesa de un bazar robando oro a los ricos. No te pedimos que vengas con nosotros.

    Ándar miró a Dan Surel y a las espaldas de los otros señores bandidos mientras se aproximaban al altar. Ándar vio a Vrenna girarse y mirarlo con aquellos ardientes ojos azul cielo. Ella le sonrió bajo el yelmo de bronce y cuero.

    —Iré.

    La estatua de cabeza demonio se posaba en el centro de una plataforma de roca elevada. Su rostro sin ojos miraba arriba hacia el cielo, con su colmillada boca abierta. La boca abierta conducía a un profundo túnel vertical. Kasavar ató alrededor de uno de los colmillos de la cabeza demonio el extremo de una gruesa cuerda anudada y lanzó el otro extremo hacia el túnel. La cuerda tenía cincuenta nudos y, por el sonido del extremo de bronce, tocó apenas el suelo debajo.

    Ándar recordó las imágenes en el tomo encuadernado en piel.

    —Los sacrificados para la reina bruja eran cortados y tirados dentro del túnel. Los tiraban al menos durante una semana cada cuatro años, mayormente niños. Las plagas azotaban la aldea alrededor de la reina bruja y ella respondía lanzando todo niño nacido en la aldea menor de cuatro años. Su pueblo se rebeló. Irrumpieron en su cámara y la lanzaron por el pozo de abajo. Ella fue el último sacrificio que hicieron. El resto de la aldea o se fue o murió por la plaga.

    Los Jinetes del Polvo miraban hacia el pozo mientras Ándar contaba esta historia. Cuando terminó, se hizo el silencio. Finalmente Kasavar sacó de su bota una larga daga, la asió con los dientes y bajó por la cuerda hacia el pozo debajo. Los demás Jinetes del Polvo, Ándar incluido, lo siguieron.

    La oscuridad los envolvía. Un pilar de luz solar cortaba el polvo como un rayo celestial adentrándose en el negro del infierno.

    A dos cuerpos de la cuerda, el pozo se ensanchaba como una caverna. Gotas de agua resonaban en las paredes lejanas. Todos bajaban por la cuerda, Havoted favoreciendo su brazo derecho. Ándar usaba los gruesos nudos para apoyar los pies. Los duros días que él había pasado en compañía de los señores bandidos habían fortalecido sus brazos y piernas más de lo que pensaba. Un año antes habría caído hacia su muerte en el simple intento de sostenerse en tal cuerda.

    Kasavar llegó al fondo. El suelo crujió a sus pies. Pronto estuvieron todos junto al alto hombre. Denel rascó acero y pedernal y su antorcha ardió brillante. Todos miraron en silencio los huesos que pisaban. Los huesecillos se partían bajo sus pies y pequeños cráneos los miraban con vacíos ojos negros. Nadie habló una palabra.

    Despacio, muy conscientes de los huesos de cientos de niños, Kasavar avanzó dentro de la caverna. Pasaron pilas de huesos, de aquellos que habían muerto en la caída, hasta un claro de suelo rocoso. Circularon un enorme pilar de piedra natural que iba de suelo a techo de la caverna. Extraños grabados adornaban la superficie del pilar.

    Hallaron un claro al otro lado, donde una profunda trinchera surcaba el suelo en círculo. Más huesos, desmembrados y dispersos, llenaban la trinchera. Había un círculo de doscientos cráneos encarados hacia el interior del círculo. Kasavar se arrodilló y apartó diez mil años de polvo para revelar runas espirales y símbolos grabados en el suelo de piedra.

    —¿Qué es esto, Ándar? —preguntó Dan Surel. El susurro de su voz resonó en la amplia caverna subterránea. Ándar se arrodilló y examinó los símbolos espirales.

    —No lo sé —Ándar sacó el antiguo libro de una funda a la cintura—. También están tintados en el libro, pero no he podido averiguar su significado. Algo horrible sucedió aquí, algún tipo de ceremonia a las oscuras bestias que adoraban estas gentes.

    Los señores bandidos quedaron en silencio mirando a las acechantes sombras en derredor.

    —Mirad —La voz de Ca'Naan resonó por la oscuridad. El joven señalaba a su izquierda, donde fulgores de oro reflejaban la luz de sol de la abertura encima de ellos. Se aproximaron al fulgor y vieron la encogida forma de un esqueleto entre ajada seda podrida adornada con brazaletes de oro, anillos, tobilleras e incluso una serie completa de dientes de oro. El amuleto pendía del cuello. Un círculo de oro con grabados en intricados patrones contenía una gema de azul intenso en el centro. Incluso después de una eternidad bajo la tierra, el oro relucía con brillo. Ándar miró el cráneo doblado hacia atrás sobre los hombros. Habían encontrado a la reina bruja.

    Ambas piernas estaban rotas y retorcidas. Ándar se preguntó cómo se había arrastrado tan lejos desde el pozo donde su pueblo la había lanzado. El cráneo miraba fijamente el techo de la caverna, la boca estaba totalmente abierta. Dan Surel extendió el brazo y dio un tirón al amuleto en el cuello. El cuerpo cayó entre polvo y astillas de deteriorado hueso, dejando el amuleto en su mano abierta.

    —Salgamos de aquí.

    El miedp explotó en el pecho de Ándar. Figuras blancas, pequeñas y delgadas, aparecieron por todos lados en derredor. Salían flotando de la oscuridad sobre gélidos vientos. Sus delgados cuerpos sin facciones brillaban en la oscuridad. Miraban fijamente a los Jinetes del Polvo con amplios ojos negros. Ándar sintió calofríos y se le ablandaron las rodillas. Todos se quedaron sin palabras.

    Y fue entonces cuando Ándar sintió la vibración.

    Las apariciones a su alrededor atrajeron toda la atención hasta que un grave retumbar de huesos, como una reverberación, sacudió las paredes y envió oleadas de pánico a través de Ándar. Las figuras blancas se disipaban en virutas de polvo mientras la vibración crecía.

    Algo inmenso se movió en las sombras. Todos oyeron los crujidos de siglos de arena, arcilla y polvo compacto quebrarse como en una liberación. La luz de la antorcha apenas se adentraba en las profundidades de la caverna, donde una masa negra se agitaba y se movía. Y se movía hacia ellos alguna enormidad de forma inimaginable. La boca que se abrió casi tenía un metro de arriba a abajo, cubierta de hileras de astillados colmillos y dientes afilados. La vibración pulsaba mientras la criatura se acercaba y crecía.

    —Dan Surel —la calmada voz de Havoted rompió la parálisis de Ándar.

    Él miró hacia el tranquilo rostro de Havoted y vio que el hombre había sacado del cinturón su martillo remachado. Ándar vio acercarse la pesada forma negra.

    —Llévatelos y salid de aquí.

    Dan Surel empezó a protestar, pero las palabras cayeron inútiles en la oscuridad. Havoted y Denel se miraron uno al otro durante un instante. La comprensión y la tristeza colmaron los ojos de Denel. Denel giró hacia el resto de los Jinetes del Polvo.

    —Debemos irnos.

    No hubo discusión. Los Jinetes del Polvo regresaron corriendo hacia la cuerda. Ándar miró a Havoted una última vez, el hombre se alzaba alto y orgulloso con su martillo en alto mientras una grandiosa masa se movía hacia él en las sombras. Vio el martillo bajar y las vibraciones temblaron en sus huesos. Luego él ya estaba arriba en la cuerda, impulsado por la euforia hasta emerger hacia la luz del sol, sobre la plataforma rocosa del antiguo altar. El amor de Ándar por la luz de arriba se disipó rápidamente cuando fue consciente de su nueva situación.

    Por todas partes en derredor, un círculo de guerreros trexianos esperaba preparado empuñando espadas y escudos de madera. Ándar miró a su alrededor. Más de cincuenta guardias avanzaban o esperaban alrededor de la plataforma. Al pie de los escalones del templo, a un cuarto de legua de distancia, había un hombre grande en armadura completa de bronce y capa negra. Sostenía en las manos un ornado yelmo de bronce. Ándar tenía pocas dudas de que estaba mirando al lord de esta excavación.

    —Vrenna, Kasavar. Dadnos un camino.

    Vrenna sacó lentamente su sable de negra empuñadura de escorpión mientras un par de hachas se abrían paso hasta las callosas manos de Kasavar.

    —Ca'Naan. Córtales la cabeza.

    Vrenna y Kasavar entraron como una explosión en la línea de hombres en la cara norte de la plataforma. Dan Surel y Denel sacaron sus espadas para repeler a los guardias de los flancos. Ca'Naan sacó de la espalda una de sus lastradas jabalinas.

    Vrenna atacó con un corte bajo a los tendones de dos hombres mientras Kasavar aplastaba sus hachas en los escudos de otros dos. En segundos habían despejado un camino de seis metros desde la boca abierta del pozo.

    Ca'Naan avanzó corriendo con la lanza en alto y apuntó al templo. La roja luz del sol fluía detrás de él. Lanzó con fuerza, gritando cada gramo de energía que tenía en el lanzamiento. Su grito resonó en la piedra de las paredes de la excavación y asustó a cada hombre, se agacharon defensivamente.

    La lanza voló recta en la luz roja del sol. En el fulgor, el lord trexiano no la vio venir. La punta de la lanza aplastó el peto de bronce del comandante, perforándole el corazón y abriendo un agujero en la espalda de la armadura. La sangre salpicó tanto desde el pecho como la espalda del hombre. Un grito vino desde el templo cuando los hombres del comandante vieron lo que había ocurrido. Los soldados parecían sin moral e incómodos alrededor de ellos. Otros seis soldados cayeron sobre sus espadas antes de que el pozo empezara a derrumbarse hacia dentro.

    Ándar recordó más tarde haber oído un crujido en las profundidades bajo sus pies, como si la columna vertebral del mundo se hubiera hecho pedazos. La grandiosa enormidad de la bestia bajo la tierra había destrozado el único soporte de la caverna, un inmenso pilar de piedra justo al norte del pozo. Cuando este cedió, así lo hizo la tierra encima.

    —Corred —gritó Dan Surel.

    Los demás Jinetes del Polvo rompieron a correr a ciegas. Corrieron sobre los cuerpos derrumbados de soldados trexianos y de esclavos en pánico. Ándar sintió que Dan Surel tiraba de él durante la rauda carrera. Ándar vio Denel dudar antes de correr mientras las fauces negras del pozo se desplomaba y la colina colapsaba dentro de la tierra.

    El retraso le salió caro. Uno de los guardias le tajó detrás de la rodilla mientras corría. Tropezó, pero Kasavar lo recogió sobre un hombro y siguió corriendo tras plantar un hacha en la cara de un guardia con demasiadas agallas. Dan Surel y Vrenna abrían un camino a tajos, entre el pánico y el caos en derredor, hasta que despejaron el camino que conducía al lado superior de la excavación. En momentos estuvieron en el borde de la pared de la excavación, mirando abajo mientras el suelo caía en la negra caverna.

    Dan Surel clavó la espada a un confundido guardia en el estómago y tomó las riendas de los cuatro caballos que el hombre sujetaba. Cabalgaron rápido sobre los cuatro durante una hora. Vrenna y Ca'Naan compartieron una yegua marrón de pecho blanco. Kasavar cargaba al herido Denel delante de la silla de su corcel blanco. Ándar y Dan Surel tenían un caballo negro cada uno.

    Mientras el sol rojo se ponía detrás de ellos, los Jinetes del Polvo miraron al pilar de polvo y humo que subía hacia el cielo. Ándar tuvo calofríos al imaginar el horror en los colapsados pozos bajo esa nube.

    —Creo saber por qué tuvimos esos sueños —dijo Ándar, revelando sus pensamientos mientras salían de su boca—. El demonio estaba llamando a los suyos. Llamaba a lo más cercano a un hermano que tenía en los recuerdos de nuestras mentes. Llamaba a través de nosotros, de nuestras vidas. A través del tiempo.

    Los Jinetes del Polvo continuaron mirando el pilar de polvo que se levantaba alto en el aire. Ándar se giró hacia Vrenna, esos ojos fulguraban en el ocaso del sol rojo. ¿Qué había soñado ella?

    Denel no volvió a cabalgar con los Jinetes del Polvo. Regresó con ellos a Tog Veel con los tendones de su pierna amputados. Caminó con bastón para su pierna izquierda el resto de su vida. Ándar oyó rumores, años después, de que el señor bandido se había instalado con una rolliza mujer en un gran estado del este para cultivar trigo y uvas para el vino.

    Dan Surel lideró a los Jinetes del Polvo otros dos años más y otras muchas aventuras más antes de quitarse la corona e instalarse en una torre lejos de la corrupción de Tog Veel.

    Según lo predicho, Ca'Naan lideró a los Jinetes del Polvo y los reconstruyó como los jinetes del desierto que siempre habían sido. Muchos nobles corruptos fueron separados de sus riquezas, y un décimo del botín siempre encontró un camino hacia las arcas de Dan Surel.

    Kasavar cabalgó junto a Ca'Naan otros diez años, bien entrado en la quinta década de vida, hasta que la punta del dardo de una ballesta se abrió paso hasta su hígado y le quitó la vida.

    Dan Surel construyó una biblioteca para Ándar, pero Ándar se veía a sí mismo en la carretera con los Jinetes del Polvo más que en una amplia silla con un amarillento tomo encuadernado. Llegó a acostumbrarse a la carretera y la carretera llegó a acostumbrarse a él.

    Vrenna los dejó la noche que huyeron de la excavación en ruinas. En el campamento, Ándar despertó y vio a Dan Surel y a Vrenna de pie a la luz de la luna. Dan Surel se inclinaba y besaba a la mujer, y mientras el señor bandido regresaba al campamento, Vrenna desaparecía en la oscuridad.

    Dan Surel se sentó a las brasas de la fuego del campamento. Giró el amuleto en sus manos para observar el fuego danzar en la gema azul. Vio que Ándar tenía los ojos abiertos.

    —¿Cuánto supones que vale? —preguntó a Ándar el señor bandido.

    —No tiene precio. No hay artefacto más antiguo conocido por el hombre.

    —Apuesto a que los estafadores de Tog Veel pueden darle un precio —los ojos de Dan Surel volvieron a la gema azul—. Creo que me quedaré con esto.

FIN

    Notas del Autor: me costó mucho la historia de los Señores Bandidos. Me gustaban los personajes y me gustaban mucho las escenas, pero parecía un montón entero de palabras para decir "bandidos van a una antigua ciudad y luchan contra un hipopótamo demoníaco". Esta también es la historia de Vrenna donde Vrenna representa el papel más pequeño. Planeo hacerla una figura más central a partir de ahora y probablemente abandonaré la idea de que todo esté fuera de su punto de vista. Verás estos cambios en Vrenna y la Blanca.

20. El Profundo

(The Deep One)

    Gelak Sauceazul se pasó una mano por la corta barba gris de sus mejillas quemadas por el sol. Para cuando regesara a la orilla, la barba estaría completa. Gelak examinó el agua azul, profunda e interminable. El agua dibujaba una afilada línea en el cielo naranja de la enorme puesta de sol rojo. Oscuras nubes se elevaban en el norte. Podía ser una dura noche.

    Gelak oteó las cuatro líneas cableadas a las cuatro esquinas de su barco de siete metros. Ninguna de las cuatro se había movido en tres días. En sus dos semanas sobre las aguas profundas, solo habían picado cuatro peces had. Dos habían sido de menos de veinte gramos y los dos grandes habían parecido enfermos. Así parecía que iban a ser las cosas estos días. Gelak tenía que ir cada vez más lejos cada temporada. Un poco más lejos y la corriente podría llevarlo tan dentro del mar que podría no encontrar suficiente viento para volver. El barco de Gelak no era lo bastante grande para aguas tan profundas. Su barco era demasiado pequeño y Gelak demasiado viejo.

    A los sesenta y cuatro años, Gelak debería estar en casa ya. Sus hijos deberían estar bregando con los mares mientras él se quedaba en casa y bregaba con su esposa. La guerra con los Norteños le había robado a sus tres hijos. Murieron con hachas en las manos, con pinturas de Uncolmillo el Cazador en el pecho y bolas de plomo de mosquete desgarrándoles la piel.

    Así, era Gelak quien cabalgaba los mares en vez de sus hijos. La guerra se había llevado a sus hijos, pero no a su esposa ni a sus dos hijas. Los cultivos que intentaba cosechar no querían crecee, así que el pescado de Gelak era la única comida que comían. La mitad de esta iba a los gordos norteños con sombreros de tres picos que ahora lideraban su ciudad en Pezuñángulo. Pero los peces ya no picaban como solían.

    Gelak tiró con fuerza de las cuerdas de las dlas del barquito. El viento soplaba a rachas y la cuerda se le clavaba a Gelak en la mano ampollada. La tormenta crecía en el horizonte, mayor de lo que él esperaba. El cielo ae oscurecía y sonoros relámpagos amarillos rompían en las nubes y en la superficie del océano.

    Una de las líneas se tensó y el barco se inclinó. Los acuosos ojos marrones de Gelak se agudizaron. Un frío chispear cubría el barco y al anciano dentro de este. Él sintió el barco hundirse hacia la tensa línea. Este era uno grande, quizá de cincuenta kilos.

    Gelak se puso un par de gruesos guantes de cuero, aceitosos y cocidos por el sol. Se puso un ancho cinturón de cuero y lo ató con cuatro lazos de cuero. Una gruesa cuerda ataba su cinturón a la viga central del casco del barco.

    Gelak tensó aún maas la línea y, con los pies plantados, tiró de ella para colocarla sobre un posador en el timón de madera horizontal. La lluvia ahora caía a rachas y relámpagos rompían más cerca. Gelak se apartó a un lado el pelo gris y entornó los ojos en el torrente de lluvia. Giró el timón y sintió el barco avanzar de nuevo. Algo cedió bajo el agua. La línea cambió a proa. Gelak giró el timón dos rotaciones. Su barco se mecía en el viento y bajo el peso de la línea. Oyó la madera crujir y luegp quebrarse. Los truenos retumbaban en la madera del barco y en los huesos del anciano.

    Una aleta dorsal rompió el agua. No era un pez, era un tiburón. Medía tres metros de cabeza a cola, el tiburón dio un fuerte tirón y el barco se zarandeó de nuevo. La lluvia caía a cántaros sobre Gelak. Él sacó un largo cuchillo afilado de una funda a su lado. Debía cortar la línea. Subir a bordo un tiburón era casi imposible con buen tiempo. Intentar subir uno tan grande en una tormenta como esta era una locura. Parecía que a Gelak la locura se le había metido en el cuerpo esta noche. Devolvió el cuchillo a la funda y agarró el timón con ambas manos enguantadas.

    El barco se movió un cuarto de círculo contra la corriente. La madera del barco gruñó como un anciano. Gelak giró el timón de nuevo y oyó el jaleo en el agua al lado del barco. Gelak se apresuró hacia el lado, sacando un puntiagudo arpón de debajo de la barandilla del barco. Él podía ver al gran tiburón retorcerse y tirar, pero Gelak no podía alcanzarlo. En un fluido movimiento, Gelak sacó el cuchillo de su cinturón y cortó la cuerda que le ataba al casco del barco. Esta era un elección peligrosa e insensata.

    La madera que gruñía se partió. El lateral del barco explotó en astillas. Gelak cayó al agua y su barco fue mar adentro. A Gelak se le cayó el arpón de las manos y este se hundió en las profundidades del mar, pero su cuchillo, el cuchillo de su padre, seguía en su manos.

    El tiburón estaba encima de él. Gelak podía sentir los dientes, afilados como cuchillas, apretarse con fuerza junto a sus brazos. Gelak apuñaló dos veces. Sangre roja fluyó en el agua en una nube. La línea de dientes le cortó en el muslo y él pegó un grito mientras la herida se llenaba de agua de maa. Retorció y tiró de su pierna para sacarla de alcance, apuñalando de nuevo. La puñalada perforó uno de los negros ojos del tiburón y el ojo reventó. Empujó más hondo la hoja. El enorme tiburón se debatió una última vez, pero luego quedó inerte.

    Relámpagos destellaron en una serie de rayos. Truenos retumbaron por el mar. Gelak vio otras seis aletas dorsales cortar el agua, aproximándose hacia la nube de sangre dejada por su camarada. Gelak respiró hondo y agarró con fuerza su cuchillo. Así que así era cómo iba a terminar su vida.

    Relámpagos golpearon de nuevo. Las aletas habían desaparecido. Los tiburónes se habían ido. La lluvia caía en láminas en el agua. Gelak braceó y encontró una larga tabla de madera, lo único que restaba de su barco de cincuenta años de edad. Él lo había construido con su padre y lo había limpiado con sus hijos. Ahora solo quedaba esta tabla.

    El agua se alzó a su alrededor. Gelak sintió que las olas se lo llevaban y le arrastraban mar adentro. Algo enorme se movió bajo la superficie. Gelak movió los pies y giró en las olas.

    Una montaña rompió la superficie y se levantó hacia el cielo negro. Pareció como si la tierra debajo se alzara hacia el firmamento. Un enorme desplazamiento de mar levantó a Gelak decenas de metros en el aire. Crustáceos y colecciones de peecebes crecían sobre la superficie durante lo que parecían miles de años. La montaña era del color de la pizarra, lisa y resbaladiza. Un enorme esfera yacía integrada en la superficie de la montaña. La esfera se alzó por encima de él. Rodó hacia Gelak. Era un ojo de docenas de metros de diámetro. Esto no era una montaña.

    —El Profundo.

    La voz de Gelak fue un susurro entre el choque de la tormenta y las olas, pero en su mente la voz rugió. Todo pensamiento de supervivencia abandonó al anciano. Él no sentía el dolor del agua salada en su pierna herida. Solo podía mirar fimamente en asombro la enorme criatura delante. Esta se alzaba treinta metros sobre el agua y solo los Dioses sabrían cuánto por debajo de esta. La criatura se extendía en ambas direcciones hasta donde Gelak podía ven en la tormenta.

    Gelak oyó un grave estruendo dentro de la enorme criatura. Un rugido envió al aire un géiser de agua, suficiente agua para llenar un lago. Pasó mucho tiempo antes de que el agua lloviera alrededor de Gelak, empequeñeciendo la lluvia alrededor. Gelak sonrió mientras el agua marina fluía sobre él.

    En sus sesenta cuatro años, Gelak nunca había imaginado ver nada así. El chamán y los lectores de los cielos siempre hablaban de los Abuelos, los Dioses que hacían sus casa entre los hombres. Gelak mismo había rezado al Profundo antes de cada viaje al mar. Él había rezado antes a este. Aunque desde la muerte de sus hijos, Gelak había perdido la fe y simplemente había seguido en movimiento como una criatura de hábito.

    Ahora su fe le había encontrado.

    El enorme ojo contempló al pescador durante un buen tiempo. Gelak vio antiguo coral de miles de años alrededor del ojo de la bestia. Vio arrugas de la edad tan viejas como los ríos de la tierra sobre la gruesa piel de la masiva criatura. Cicatrices cruzadas mostraban siglos de batalla contra adversarios en las profundiades que Gelak no tenía deseos de imaginar siquiera.

    Gelak oyó el estruendo de nuevo y el Profundo le habló. Imágenes destellaron por la mente del anciano como una inundación. Él vio volcanes explotar y verter roca fundida en las profundidades del océano. Géiseres de sobrecalentado vapor sisearon cientos de metros en el aire. Gelak vio chocar los continentes como láminas de arcilla, enviando montañas rugiendo hacia el cielo y abriendo profundas fisuras bajo la tierra. Gelak vio placas de hielo de diez mil años de edas bañar las tierras y retroceder como olas en una playa.

    Gelak vio una negra gota de sangre de otro mundo caer en los exuberantes campos del sur. Un desierto de arena blanco puro se extendió desde la gota como una herida infectada, engullendo las tierras tropicales en un mar de polvo y descomposición. Vio el nacimiento y muerte de reyes como gotas de lluvia cayendo sobre la tierra. Cuarenta mill años de historia volaron por la mente de Gelak en un parpadeo.

    La marea de imágenes se detuvo y Gelak jadeo por aire. El gran ojo del Profundo mantuvo su mirada sobre el delgado pescador. En otra ola de unos treinta metros de altura, el Profundo, una criatura de tal vez un millón de años de edad, se hundió de regreso al mar. La cola de la bestia rompió la superficie y ennegreció el cielo. Gelak observó la ancha hoja de sesenta metros caer aplastando la superficie del agua como la caída de un mundo.

    Gelak no supo más.

    Luz blanca y el distante sonido de voces despertaron a Gelak. Muy lejos, Gelak oyó a su esposa gritar su nombre. Él abrió los ojos y se hizo sombra con la mano para evitar el intenso sol. Tres de sus paisanos de tribu, ancianos como él, le ayudaron a levantarse. Él estaba en una playa a un cuarto de milla de distancia de su pequeña aldea. Vio las asombradas miradas en los rostros de sus tres amigos. Vio a su esposa corriendo hacia él. Ella se detuvo. Miró hacia abajo y detrás de Gelak. Él siguió su mirada.

    Tres tiburones, marrones y rayados, se posaban quietos junto a él sobre la playa. El más menudo tenía tres metros de largo; el mayor, cuatro. La daga de empuñadura de marfil de Gelak aún sobresalía del ojo negro del tiburón mediano. Gelak sonrió. Comerían bien esa noche.

    Con el brazo alrededor de la cintura de su esposa, Gelak dio gracias al Profundo, Abuelo del Mar.

FIN

    Notas del Autor: esta es otro relato escrito en el regazo durante una reunión aburrida. Hay tres teologías para Faigon: los tres cielos y siete infiernos del Viejo Imperio con todos sus príncipes demonio y antiguos diosed ciclópeos, los dioses bestia de Voth (incluyendo el Profundo), y Suun, la diosa de los nuevos Imperios del Norte, que se aproxima más al catolicismo del siglo XV. Esta historia es un poco de folclore para los Voth y sus dioses bestia.

21. Vrenna y la Blanca

(Vrenna y the White )

    —Nunca he visto una asesina tan hermosa —dijo el gordo que yacía en un diván de seda y grueso pelaje. Vrenna no apartaba los ojos de él, sin moverse. Una sirvienta medio desnuda bajó una bandeja al alcance del hombre. Él tomó una ciruela y la mordió con avaricia. Dio una palmada a la chica en la nalga con su otra mano mientras el jugo bajaba por la mandíbula. La mirada de Vrenna no cambió. Otra redonda esclava limpió con un paño el jugo de la barbilla.

    Por el rabillo del ojo, Vrenna vio los dientes apretados y los músculos tensos de los guardias del príncipe. Eran enormes y de piel oscura. Llevaban la armadura de cuero y bronce de las tropas de esclavos de Gazu Kadem. El príncipe o su padre debía de haberlos comprado a Dan Trex, el general del mayor y más brutal ejército de esclavos de los desiertos sureños. El coste debía de haber sido muy alto.

    Los guardias agarraban con fuerza los palos de dura madera de sus bastones. Odiaban a Vrenna. A ella no le importaba. No estaba allí para hacer amigos.

    —Esta reina bruja causa gran cuita a mi padre. Su horda de fanáticos crece y crece cada día. Es una amenaza para todas las tierras de sus contornos y pronto será una amenaza para nosotros.

    —La guerra es costosa. Tú no eres tan costosa. Te pagaremos lo que quieras.

    —Ve a Vul Teven, al Templo de la Madre, y mata a la bruja hereje que se llama a sí misma la Blanca.

    El príncipe de Gazu Zvaar giró una mano y un hombre con atuendo de seda y signos reales llevó a Vrenna una bolsita de cuero. Esta tintineó cuando ella la aceptó, el sonido de joyas chocando. La bolsa desapareció bajo las ropas de Vrenna.

    Vrenna no hizo reverencia cuando dejó el antiguo salón del príncipe. Pudo ver el ceño en la cara del monarca mientras salía andando bajo el sol rojo del desierto sureño.

    Vrenna se puso la capucha mientras bajaba los trescientos escalones desde el antiguo salón del príncipe hasta la calle debajo. Su mano izquierda descansaba en la empuñadura con talla de escorpión oculta bajo su capa negra. Sintió los ojos de treinta guardias seguirla cuando se alejó hacia las calles de Gazu Zvaar, la Ciudad de los Ángeles.

    El sol rojo empezaba a ponerse, tornando el cielo amarillo en un naranja profundo. Vrenna había terminado de pertrecharse y reunir sus suministros. Mientras se dirigía hacia las puertas de la ciudad, encontró al consejero del príncipe, esperándola.

    —Un momento de tu tiempo, Sai Kadem —Vrenna alzó una ceja ante el título. Pocos conocían el antiguo término y pocos sabían vincular el término con Vrenna—. Sé lo que piensas del príncipe. Es un hombre esquivo de admirar o de respetar. Esa órden viene de su padre. No dejes que las palabras del príncipe, sus exageradas maneras o apariencia te engañen. La bruja es extremadamente peligrosa. Su poder es real y no sabemos lo que hará con él. Si la mitad de las historias que oímos es cierta, tenemos mucho que temer.

    —Te dejaré ahora, Sai Kadem. Que los antiguos dioses te guarden.

    La úiltima frase del consejero prestó más credenciales a sus palabras que cualquier otra cosa en su historia. Ser sorprendido hablando de los antiguos dioses en esta ciudad significaba muerte por fuego. Los reyes del desierto gobernaban sus ciudades y nada había por encima de ellos.

    Vrenna dejó tas ella las altas murallas de Gazu Zvaar y sus antiguos y altos palacios. Durante dos días se dirigió al sur por las planicies. Afiladas rocas de montañas enterradas perforaban la agrietada arcilla bajo las pezuñas del caballo. El cielo era claro hacia el norte, este y oeste. Al sur era de un denso y profundo rojo. En medio día ella encararía la Muralla de Karakz.

    La roja tormenta de arena rabiaba desde los días en que los hombres adoraban a los antiguos dioses, dos mil años atrás y tal vez muchos más. Nombrada en los antiguos textos por el señor demonio del cuarto infierno, la Muralla de Karakz se extendía a lo ancho cuatrocientas leguas y otras cincuenta leguas de profundidad. Separaba en dos los desiertos orientales y hacía más por proteger Gazu Zfaar en el sur como cualquier ejército o muralla hecha por el hombre.

    Cientos morían en las lisiantes arenas de la muralla cada año. Vientos cambiantes y racheados hacían girar en círculos al más firme viajero mientras el aire succionaba cada gota de vida de su piel. Las arenas rojas oscurecían el cielo. Todo sentido de la dirección se perdía dentro de la tormenta.

    Vrenna no estaba preocupada. Tenía una magia para guiarla. Evitar que la arena le arrancara la piel de los huesos era mayor preocupación. Vrenna se desvistió y sacó las ropas que le salvarían la vida. Sacó un pantalón de cuero y metió los bajos dentro de las altas botas de cuero. Reemplazó su peto, que dejaba expuesto su estómago, con una túnica completa de cuero, ajustada y atada con fuertes cordeles, con la mangas metidas en los gastados guantes de cuero. Vrenna reemplazó su capa con capucha con otra de piel animal. Se tapó la nariz y boca con una máscara de paño grueso y se ajustó la capucha psra dejarla baja sobre el rostro. Durante los tres días siguientes estaría casi ciega en la tormenta. La noches serían peores.

    Vrenna viajaba por la tormenta como una diminuta mota negra en un furioso mar de arena rugiente. La arena arañaba las ropas de cuero y fustigaba su capa alrededor de ella. Picaba en la poca piel que ella había dejado expuesta y la cegaba cada vez que abría los ojos. La sentía robarle el aire de los pulmones y el agua que fluía por su cuerpo. Ella comía y bebía cuando podía, que era muy infrecuente. En ocasiones veía tornados en las nubes de arena y sabía que si uno la encontraba, la mataría rápidamente. Se embozaba con el negro de los caballeros, usando su capa como escaso refugio, pero no dormía en absoluto.

    A cada oportunidad usaba su magia para asegurarde de viajar en la dirección correcta. Dentro de la capa ella sacaba un cuenco de agua con una hoja flotando en el centro. Sobre la hoja posaba una fina barra re acero. No importaba cómo sujetara el cuenco, la barra de acero, marcada en negro en un extremo, le señalaba la dirección. Dan Surel, el señor bandido, le había regalado esta magia una noche oscura. Ambos había yacido desnudos bajo el negro cielo estrellado de un millón de soles. Él le había sonreído mientras ella se maravillaba de la extraña magia. Él le había enseñado a frotar el fino acero en una gruesa piedra con hierro. Eso le había salvado la vida muchas veces, le había dicho él. Cuando su maravilla pasó, ella había sonreído al señor bandido y le había besado con fuerza en la boca. Él nunca había sido besado de ese modo, ella pudo notarlo, y nunca lo besarían así de nuevo.

    Ahora esta magia la salvaba a ella. Posó el cuenco en la mano y observó la barra señalar el camino a través de la desgarradora pared de arena. Durante tres días transitó a través de la tormenta. Esta hacía jirones su capa y rascaba hasta reducir el cuero sobre el cuerpo. Ella alzaba sus claros ojos azules al cielo y veía el enorme orbe rojo del sol en el cielo. El borde de la tormenta estaba cerca.

    Su satisfacción decayó cuando vio once figuras delante de ella, de pie en el borde de la tormenta y esperándola.

    Una de las figuras era más alta que las otras diez. Vrenna pensó brevemente en huir hacia el otro flanco o tal vez regresar dentro de la tormenta tras ella, pero la insensata idea se olvidó rápidamente. Ella moriría si regresaba al desierto. Durante tres días este le había robado la energía y gran parte de la vida. Ni siquiera sería capaz de luchar contra esa gente. Esa gente la había encontrado y sabían que ella no tenía lugar donde ir.

    Con su capa ajustada alrededor, la capucha bien calada en la cabeza y su mano en la negra empuñadura de su sable, Vrenna se aproximó a las figuras.

    Los diez hombres más pequeños eran de piel cetrima, llevaban taparrabos, iban envueltos en pieles de animal y cargaban lanzas con punta de hierro desgastado. Una banda de pintura blanca les rayaba los ojos. Llevaban sandalias en los pies y marcaban sus cuerpos con símbolos espirales en negro y rojo. Miraban fijamente a Vrenna con grandes ojos oscuros y no hacían ningún sonido. Esos presentaban poca amenaza para Vrenna, incluso en su debilitado estado, pero el más alto era una historia diferente.

    Ese estaba quieto mirando con ojos verdes tras una máscara de cuero, bajo la puntiaguda ala de un sombrero de tres picos desgastado por el sol. Llevaba una placa de cuero al pecho con marcas del norte. Las perneras de sus holgados pantalones iban metidas en las altas botas de montar. Llevaba tres cinturones, uno ajustado a la cintura y dos cruzados a las caderas. Del primero colgaba un ornado estoque de empuñadura con forma de serpientes enroscadas. En los otros dos cintos pendían dos pistolas de pedernal con percutores tallados con forma de cabeza de carnero.

    Vrenna solo había visto pistolas así tres veces en su vida. Tenía una buena posibilidad contra el hombre y sus aliados nativos, pero ella no podía correr más rápido que la bolas de acero que lanzaban esas armas en la cintura.

    —Te hemos estado esperando —la voz del hombre era ronca tras la máscara de cuero—. Ven con nosotros y te llevaremos con aquella que buscas. La Blanca desea conocerte.

    El hombre hizo una seña y uno de los hombres de piel cetrina le trajo a ella una rolliza piel con agua. Ella la aceptó y bebió, el agua ardía al bajar fría por su garganta. El hombre más alto no apartaba los ojos de ella y sus manos estaban cerca de los mangos de sus pistolas cuando los diez lanceros empezaron a caminar hacia el sur. Vrenna los siguió y el hombre siguió detrás de ella.

    —Soy Dunkan Frost —Vrenna vio arrugas en los ojos expuestos del hombre. Él se había quitado la máscara y revelado la arrugada cara de un hombre de unos cuarenta estaciones. Una coleta con mechas grises caía hasta debajo de su sombrero—. Llegaremos en dos días.

    Viajaron silenciosamente hasta el anochecer. Los nativos encendieron un fuego de campamento y quemaron flancos de carne especiada en espetos. Esta olía de maravilla. El cansancio superaba a Vrenna. Ella comió y cayó dormida rápidamente bajo el frío cielo nocturno, mirando el humo formar una columna hacia los cielos.

    Despertó temprano y vio al hombre, Dunkan, sentado sobre los talones y evaluando el horizonte en derredor. Vrenna se desvistió, confiando en que su falta de modestia desequilibrara al hombre. Si el gesto lo hizo, él no dio muestras de ello; ni evitaba la desnudez de ella ni la contemplaba fijamente. El oscuro hombre la miraba sin parpadear con sus oscuros ojos.

    Vrenna vistió ligera, llevando un pequeño peto de cuero y pantalones cortos abrochados con aros dorados. Se recolocó sus altas botas y se puso un par de finos guantes, sintiendo los tres finas astillas de afilado acero ocultas en la costura del izquierdo. Se abrochó su amplio cinturón y dejó que su sable colgara en su cadera izquierda. Reemplazó la ajada capa de piel con una capa oscura y capucha de fina lana. Mientras el sol subía por el horizonte, retomaron su marcha hacia el sur.

    Todo el día Vrenna estudió a Dunkan. Él era del norte, lo traicionaba su pálida piel y su pelo oscuro. El desierto lo había endurecido como al resrto de los moradores del desierto. Su delgado cuerpo estaba esculpido de tenso músculo y casi no tenía grasa. Los tendones y venas del cuello sobresalían y, cuando se arrodillaba o se mecía sobre los talones para evaluar el desierto, parecía un animal.

    Pocos norteños viajaban al desierto y Vrenna no había visto ninguno que viajara tan lejos. Ellos escogían las protecciones de sus jóvenes castillos y sus enormes plantaciones en las tierras verdes, y en comprar esclavos traídos en enormes barcos por las orillas orientales.

    Dunkan llevaba una gruesa vejiga de agua a su lado, y había dado otra igual a Vrenna. Los pequeños cazadores, sin embargo, no cargaban ninguna. Ellos parecían perfectamente a gusto en el desierto con su oscura y correosa piel, cuerpos delgados y manos y pies callosos. Si bebían, ella no lo había visto y tampoco tenía ni idea de dónde habrían sacado el agua. Nadie podía sobrevivir en el desierto sin agua propia.

    Acamparon para pasar la noche protegidos por tres enormes peñas, posadas impertubables en medio de las planicies. Dunkan se sentó cerca de Vrenna, a masticar carnes especiadas y otear el horizonte de la noche. Habló con ella y Vrenna fue consciente del contraste de su voz ante todo un día de silencio.

    —Sé por qué has venido. La Blanca lo sabe también —Dunkan se giró y miró a Vrenna—. Yo vine por la misma razón hace dos años.

    —No tienes ni idea de cómo es ella. Yo no tenía ni idea. Ni siquiera recuerdo cómo era mi vida hace dos años, enviado por mis antiguos empleadores en un insensato recado para morir, o bien sobre la punta de una espada o del interior de una botella. Ella me encontró.

    —Yo crucé la tormenta y casi muero. Salí de ella muerto de hambre y lisiado y vencido. Ella estaba allí esperándome. Yo casi saqué mis armas para dispararle, pero eso habría sido futil. En lugar de eso, ella habló conmigo. Me alimentó y me dio agua. Me aceptó.

    —Yo le conté cosas. Le hablé sobre los niños que yo había quemado para sacar de sus escondites en los bosques a escaramuzadores Voth. Le hablé de cómo fueron sus sonidos, gritos mientras las llamas fundían y chamuscaban su piel. Le hablé de cómo olían mientras el humo de sus cuerpos llenaba mis pulmones. Le hablé del chico de catorce años que maté de una puñalada por yacer con una ramera que me placía. Le hablé de las mujeres que violé y maté.

    —Ella me sonrió. Ella me perdonó. Me dijo que yo no estaba solo, que otros hombres buenos habían hecho tales cosas y que Dios nos perdonaría. He matado cuarenta y una personas con mis propias manos y cientos más bajo mis órdenes. Le hablé de cada una de ellas y ella me perdonó por cada una de ellas.

    —No me gustaban los hombres que me enviaron. Me dijeron que viajaría al sur al desierto para asesinar a una bruja o que me colgarían por mis crímenes. Los agentes del Ojo entraron en mi mente y me hicieron recordar cosas que yo no quería recordar. Fue horrible. Cuando ella me pidió que hiciera lo mismo, fue por mi propio deseo y fue maravilloso. Mataría a esos hombres ahora si pudiera. Mataría a cada hombre, mujer o niño que renunciara a la Blanca y al Dios que ella nos ha dado.

    —Te llevaré hasta ella porque eso es lo que ella pide. Ella hablará contigo. Verás lo que es ella. Verás lo que eres tú.

    Dunkan dejó que sus palabras se fundieran con el frío aire nocturno. Sonrió a Vrenna, se levantó y se fue. Vrenna consideró sus palabras antes de tumbarse y caer dormida.

    Vrenna despertó justo antes del amanecer. Dunkan ya estaba despierto. Vrenna se sentó y lo vio de pie, encarado hacia ella a veinte pasos de distancia con las manos en los mangos de sus pistolas. Ella vio la severa mirada en sus ojos de asesino. Los diez hombres más pequeños estaban con él, también mirándola.

    Vrenna consideró rodar hasta que esas pistolas estuvieran vacías, pero descartó la idea. Él era demasiado bueno para disparar en la tierra. Se tomaría su tiempo y apuntaría, metiéndole una bola de plomo en el muslo o el estómago.

    —Necesito tu espada —la voz de Dunkan había cambiado desde la última noche. Vrenna no tenía dudas de que él estaba preparado para dusprar esas armas—. No importará si la tienes o no cuando te encuentres con ella. Tu espada no puede hacerle daño. Pero nos protegerá por el camino y prevendrá accidentes embarazosos cuando estemos allí.

    —Tómala por la vaina y lánzala hacia mí.

    Vrenna mantuvo los ojos en Dunkan. Él era muy inteligente. No había intentado robar la espada durante la noche mientras ella dormía. No había intentado quitársela luchando como tantos otros hombres más grandes que ella, ahora muertos. Él la ponía en una situación imposible, una situación con solo dos opciones. O le entregaba la espada o moría aquí en el desierto y él regresaría con su reina bruja con las manos vacías. Él había planeado este momento cuidadosamente y estaba preparado para cualquier opción de las dos.

    Vrenna tomó su sable de negra empuñadura por la vaina de cuero y se la lanzó a Dunkan. Uno de los hombres más pequeños la recogió mientras Dunkan mantenía los ojos sobre Vrenna y las manos sobre sus armas. El hombre que la había recogido, la envolvió en una manta y la ató a su espalda en un trenzado de ataduras de cuero. Ella podía recuperarla, pero tendría que matar a los once antes de tener tiempo de sacarla de aquella envoltura.

    Vrenna sabía que la espada era solo una herramienta. El arma era ella. Podía conseguir otra arma cuando necesitara una. Sabía que no estaba indefensa y sabía que Dunkan sabía lo mismo.

    Siguieron su viaje al sur. Cinco de los pequeños nativos viajaban delante con los otros cinco detrás, cada uno llevando cerca su lanza de punta de hierro. Dunkan caminaba detrás de Vrenna y a su izquierda, siempre fuera del alcance de un ataque físico.

    Acantilados y mesetas de roca roja emergían sobre el horizonte amarillo. En la cima de una gran meseta, Vrenna vio un fulgor blanco. Pequeños edificios punteaban la base del acantilado y una delgada línea surcaba en cruces desde el fondo hasta la cima.

    Caminaron entre los ciclópeos cañones de antigua roca separados por mares evaporados bajo el enorme sol rojo siglos atrás. Vrenna comprendió cuán improbable habría sido para ella encontrar sin ayuda el templo en esta tierra.

    Llegaron a la aldea cuando el sol rojo encumbraba el cielo amarillo. Una profunda trinchera circulaba los edificios exteriores de la aldea, un foso lleno de roca afilada. Toda fuerza atacante solo tenía un modo de llegar a la aldea, un único camino por encima del seco foso.

    Cuatro hombres mantenían guardia sobre el puente de tierra compacta, con sus caras y cuerpos pintados de blanco. Ornadas cicatrices serpenteaban y se extendían por los pechos musculosos. Eran más grandes que los diez hombres con los que Vrenna había viajado. Aquellos diez hombres debían de haber sido cazadores, ligeros y capaces de viajar largas distancias, mientras que esos hombres eran los guerreros y guardianes, grandes y fuertes. Miraron a Vrenna cuando pasaron, echándose a un lado a un mero gesto de Dunkan.

    Caminaban en la aldea por pequeñas carreteras de tierra. Los aldeanos vivían en cabañas de arcilla roja y madera. Cabras del desierto tiraban de toscas carretas hacia y desde buenas granjas en el lado oeste de la aldea. Mujeres de pecho descubierto cargaban en grandes vasijas de arcilla agua de profundos pozos excavados en el suelo. Niños desnudos pasaron al lado de ellas.

    Siguieron por una gran cabaña coloreada en negro y moteada con huellas de palmas en pintura blanca. Cráneos, tanto animales como humanos, se asentaban sobre pilas de madera en el techo. Cuando pasaron, la puerta con pieles de la cabaña fue empujada a un lado y una mujer salió fuera. Era pequeña, de piel y pelo blanco pálido. Tenía ojos de intenso rosa y largas uñas en los dedos. Una red de abalorios colgaba entre sus pechos. Llevaba una pequeña falda de cuero oscuro adornada con extraños símbolos, y un cuchilllo colgaba de su cadera atado a un cinto de cuero.

    Durante un breve instante, Vrenna pensó que acababa de ver a la Blanca, pero Dunkan no prestó atención a la mujer y ambos pasaron de largo sin mediar palabra. La mujer los observó con fuego en los ojos.

    Se aproximaron a la base de un sendero que subía serpenteando la ladera de la meseta. Más hombres de los grandes, pintados de blanco y portando toscas hachas de hierro y madera, montaban guardia sobre la base del sendero. Se hicieron a un lado cuando Dunkan se aproximó. Seis de los diez hombres con quienes habían viajado dejaron a Vrenna y a Dunkan en la base de la meseta. Dunkan, Vrenna, y los otros cuatro empezaron a subir el sendero hacia Vul Teven, el Templo de la Luz.

    Dos mil quinientos años antes, en el apogeo del Viejo Imperio, la hermana del emperador había liderado la orden religiosa del imperio. Mientras los vastos palacios dorados del emperador yacían en la Ciudad del Cielo al oeste, la matriarca sacerdotisa complacía a los dioses de los cinco cielos y a los señores demonio de los siete infiernos desde el Templo de la Luz.

    Llevó doscientos años construir el domo de granito del templo, cada roca fue transportada desde una cantera de sal a setecientas millas de distancia. Generaciones de maestros albañiles de piedra habían supervisado la construcción y gobernado los cuarenta mil esclavos requeridos para edificar este templo. Veinticinco siglos después Vul Teven aún seguía en pie mientras el imperio caía a su alrededor y los esclavistas tomaban control de la tierra.

    Vrenna quedò asombrada por el templo cuando llegaron a la cima y subieron los anchos escalones hacia la plataforma exterior del templo. Estatuas de mujeres, una para cada uno de los cinco cielos, se alzaban hacia el cielo con los brazos en alto. Sus anchas caderas, grandes senos y rostros redondos hablaban de adoración matriarcal. Tres grupos de escalones conducían a dos plataformas y a las puertas del templo mismo. Diez guardias esperaban en cada una de las dos plataformas, observaban al grupo que pasaba caminando.

    Las puertas del templo estaban abiertas, pues se habían roto mucho tiempo atrás y yacían en pedazos en la base. Guardias esperaban en esa roca quebrada y miraban fijamente con sus oscuros desde caras pintadas de blanco, en tanto el grupo entraba en la cámara principal del templo.

    La luz del sol iluminaba el salón principal del templo desde aberturas circulares en el techo de medio metro de grosor. Enormes estatuas, que representaban los cinco cielos y los siete infiernos, se alzaban a espacios regulares alrededor del salón. Las cinco estatuas femeninas se erguían con suavidad y orgullo, mientras que las estatuas de los señores demonio eran retorcidas y grotescas monstruosidades. Aunque todas compartían un único rasgo. Algo les había arrancado las cabezas y las había aplastado hasta pequeñas rocas alrededor de la bases.

    Un estanque rectangular de agua azul separaba la estancia de abajo de la elevada plataforma al fondo del salón. Milenarios tapices, desvaídos por siglos al sol y al aire libre, colgaban del techo abovedado.

    Sin embargo, Vrenna se interesaba poco por las vistas a su alrededor. Tenía los nervios tensos como cuerdas de acero recorriendo su cuerpo. Sus instintos la avisaban de peligro.

    —Dicen que el desierto fue una vez tan exuberante y hermoso como las tierras del norte —una mujer estaba arrodillada en el suelo a la izquierda de Vrenna. No había hecho ruido y sorprendió a Vrenna con su nivelada y relajada voz—. La vanidad de los antiguos reyes perforó un agujero hasta los infiernos y la enfermedad manó como sangre negra, matando toda cosa viviente y convirtiendo los vergeles en ceniza y arena.

    La mujer trazaba surcos en el suelo del templo. Vestía una sencilla túnica blanca atada a la cintura con un cordel de cuerda.

    —Las criaturas salieron reptando de los pozos negros y atormentaron las tierras en busca de la blanda carne de los mortales. Yo nunca he creído estas historias. Son mitos y leyendas contados por quienes desean controlar a su pueblo o exigir obediencia de sus hijos. Pero ahora te miro y me pregunto si no eran acaso ciertas.

    La mujer alzó la vista hacia Vrenna. Sus ojos eran tan azules como el mar profundo. Su pelo de platino caía libre por la espalda. Cuando se puso en pie, Vrenna vio que la mujer era una cabeza más baja que ella. No llevaba joyería ni adornos. Caminó a pasos cortos y descalza por el suelo y se sentó en uno de los bancos de piedra a un lado de la sala.

    Vrenna fue consciente de que Dunkan había hincado una rodilla y se había arrodillado frente a la mujer. Barría el suelo con el sombrero. Vrenna vio lo cerca que tenía ahora las pistolas. Notó ella las tres afiladas astillas de acero en su guante izquierdo. Vio en su mente la empuñadura de la daga izquerda de Dunkan, una ancha hoja sujeta a la cintura a la espalda. Ella solo había vislumbrado su empuñadura enjoyada dos días antes, pero sabía que seguía allí.

    —Llevo ocho años viviendo en este templo —continuó la mujer—. He ayudado a estas gentes con la esperanza de que encontrarían a Dios. He ayudado a asesinos a encontarse a sí mismos y a perdonarse a sí mismos y a pedir perdón a su señor. Aún así, los señores del norte siguen enviando asesinos para matarme.

    —Te enviaron a ti para matarme.

    Vrenna sintió que su mente se abría y que su cuerpo se tensaba para entrar en acción. Se lanzaría rápido hacia la izquierda, golpearía a Dunkan en la garganta y le quitaría la espada de la mano izquierda. Ignoraría las pistolas. No sabía usarlas y ahora no era el momento de aprender. Usaría el cuchillo del hombre. La ocasión no podía ser mejor.

    Vrenna no pudo moverse.

    Tenía los brazos pegados a los lados. Las piernas juntas y clavadas. No tenía equilibrio, pero no estaba cayendo. Sentía algo extrujándola, sujetándola en el sitio. Le resultaba difícil respirar.

    —Todos tenemos sangre en las manos, amiga mía —la mujer miró a Vrenna y sonrió. No había malicia en aquellos ojos, ni egoísmo. Era una sonrisa de amistad—. Todos podemos ser perdonados por nuestro pasado. Él nos perdonará.

    La tensión desapareció y Vrenna cayó al suelo. Dunkan se arrodilló y la ayudó a levantarse. Vrenna vio la empuñadura de serpiente del estoque en esa cintura. Estaba cerca. Vrenna no lo cogió.

    Llevaron a Vrenna a una habitación en los salones exteriores del templo. Una cama de gruesa piel esperaba junto a una pared, una mesa de madera en la esquina opuesta. Una joven de piel marrón trajo a Vrenna un cuenco lleno de agua limpia y la bolsa de Vrenna. Cuando la chica salió, Vrenna oyó el paso metálico de una barra al otro lado de la puerta.

    Vrenna se quitó al ropa y se lavó. Se tumbó en la cama y cerró los ojos. Habían pasado meses desde que había sentido una cama tan cómoda. Su incomodidad por estar tan desarmada se disipaba mientras dejaba que la tensión de su cuerpo la abandonara. El sueño vino rápidamente y ella no despertó hasta el mediodía del día siguiente.

    Vrenna despertó con los sonidos del cerrojo y la apertura de la puerta. La misma sirvienta trajo una bandeja de fruta y cordero especiado. La chica mantenía los ojos en el suelo, pero Vrenna no sentía temor en ella. Vrenna consideró tomar a la chica como rehén o matarla antes de que pudieran atrancar de nuevo la puerta, pero vio poca ventaja y demasiadas posibilidades desconocidas.

    Nadie parecía temerla y, ¿por qué deberían? Vrenna había estado completamente paralizada frente a la Blanca. Había conocido los poderes de la mente antes. Había visto muchos hombres arrancarse la ropa creyéndola en llamas. Había visto atacantes paralizados por innombrables miedos de las almas más oscuras. Había sentido incluso esos efectos ella misma de cuando en cuando. La Blanca era diferente. No había sido la mente de Vrenna lo que ella había paralizado, sino su cuerpo entero. No era una fuerza mental lo que la había desequilibrado y tirado al suelo, era física.

    Dunkan apareció en la puerta mientras Vrenna tragaba el último trozo de cordero. Él era un hombre transformado. Había reemplazado su oscura capa y armadura de cuero curtido con una holgada túnica de tela bkanca y pantalones ocres. Su pelo estaba limpio y caía a la espalda en una coleta recogida con una banda de cuero. No llevaba calzado. Y lo más extraño, estaba completamente desarmado.

    —Unos cazadores han encontrado a un explorador de una vecina tribu de bandidos justo fuera de la aldea. La Blanca lo está interrogando ahora y ha pedido que te reúnas con ella.

    Seis de los grandes guardias pintados de blanco esperaban en el salón principal. Uno sujetaba los brazos de otro hombre de piel cetrina, alto y esbelto. El salvaje cabello del hombre le caía hasta los hombros e intensos tatuajes de bestias destacaban en su pecho musculoso. Fino bigote y barba cubría los abruptos ángulos de su rostro. Él se quedò mirando a Vrenna con entornados ojos castaños.

    —Dice que salió de su tribu para vagar y que encontró nuestra ciudad por el humo de nuestros fuegos —uno de los guardias tradujo el extraño lenguaje del hombre.

    —Miente —La voz de la Blanca era de sosiego, no de ira. Estaba sentada en una silla de piedra sobre la plataforma elevada al fondo del salón.

    El cuerpo del hombre se volvió rígido y los guardias se apartaron de él dsndo unos pasos atrás.

    —Pregúntale otra vez.

    El guardia habló al hombre con una grave voz gutural. El bandido le respondió escupiéndole. El sudor le manaba por el rostro y tenía los brazos aplastados contra los costados. Sus pies dejaron de tocar el suelo. La Blanca se levantó e inclinó la cabeza. El hombre se elevó a tres metros del suelo. Empezó a gritar. Vrenna veía que el cuerpo del hombre estaba siendo comprimido. El hombre gritó de nuevo en el mismo lenguaje gutural.

    —Dice que una banda de doscientos bandidos cabalga hacia la ciudad desde las colinas occidentales. Llegarán al crepúsculo y atacarán la ciudad en la oscuridad de la noche.

    —¡Por Dios que no lo harán! —la Blanca apretó los dientes y Vrenna vio las venas sobresalir de ese cuello, latiendo cada vez más rápido. El hombre gritó otra vez, ya no eran gritos de un hombre, sino el primitivo alarido de un animal torturado. Vrenna oía crujir esas costillas. Una de esas piernas se partió y se torció hacia dentro. Los codos se quebraron y un hombro salió de su sitio. Ese vientre se retorció y Vrenna oyó el reventar de los órganos dentro de él. Sus alaridos pararon cuando sus pulmones colapsaron. Sus ojos estaban abiertos de par en par y su lengua caía flácida de la boca, pero toda vida le había sido exprimida. El cuerpo cayó al suelo en una enfermiza pila retorcida. El salón quedó en silencio.

    —Dunkan, reúne a los cazadores. Debemos ir a los campos del oeste.

    Dunkan hizo una reverencia.

    —Llévala a ella también. Que vea lo que Dios hace a los hombres que quieren masacrar a nuestro pueblo y sacar a rastras a nuestros hijos para que sean esclavos.

    Vrenna no apartaba la vista del bandido explorador aplastado. La Blanca se levantó, dejó el salón y entró en los pasillos orientales. Dunkan guió a Vrenna fuera del salón hacia la plataforma fuera del templo. Antes de salir, Vrenna oyó sonidos de llanto resonar por los salones.

    Vrenna, La Blanca, Dunkan, y doce de los pequeños cazadores bajaron el sendero desde el Templo de la Vida hasta la aldea de abajo. La Blanca vestía una sencilla capa blanca sobre la túnica, con la capucha puesta en la cabeza. Dunkan había vuelto a la vestimenta con la que Vrenna lo había visto por primera vez. Vestía su peto de cuero, el sombrero de tres picos, una capa negra, cintos cruzados para las pistolas y el estoque de empuñadura de serpiente.

    Oscuros ojos los seguían mientras caminaban por la aldea. La mujer de piel blanca en la gran cabaña salió a observarlos con ojos rosados. Movía los labios en extrañas palabras y retorcía las manos en formas grotescas. Ni la Blanca ni Dunkan prestaban atención a la extraña mujer, pero los demás del grupo se apartaban de la mirada de ella. .

    Dejaron la ciudad y se dirigieron al oeste. Tras dos horas llegaron hasta una banda de colinas sobre las amplias planicies occidentales. Oteaban un plano de roca quebrada y arena. El sol rojo ardía caluroso tras ellos y una nube de polvo se elevaba en el este.

    Los saqueadores cabalgaban sin silla y portaban lanzas de acero y madera. Cascos de cuero protegían la cabeza y dispares armaduras sus cuerpos. No los protegería durante mucho tiempo.

    Vieron las figuras sobre las colinas y cabalgaron veloces. Las pistolas de Dunkan salieron como el rayo, con los cañones apuntando hacia el suelo y los percutores de cabeza de carnero amartillados con dos "clic" de grueso metal. Él se movía mucho más rápido de lo que uno esperaría para su edad.

    Vrenna miró hacia la Blanca. Los ojos de la mujer estaban abiertos de par en par. Ella temblaba. Parecía una mujer luchando al borde del pánico. Luego el pánico devino en furia y odio y sed de sangre. Vrenna vio esas venas latiendo rápido y fuerte en las sienes.

    El suelo empezó a temblar. Los caballos de los saqueadores tropezaron y cayeron, sus jinetes se estrellaron contra el suelo. Dos formas crecieron a los flancos de los saqueadores. Se elevaban altas en el aire, cuatro veces la altura de un hombre, construida de roca y barro y articulaciones de arena. Sus formas se perfilaron en enormes humanoides. Nubes de polvo formaron enormes alas a la espalda y las raíces de árboles, calcinados mucho tiempo atrás, conformaron dos grupos de cuernos. Vrenna reconoció las formas como dos de los príncipes demonio de los siete infiernos, estatuas que ella había visto en el Templo de la Vida.

    Vrenna oyó gritar a los banditos. Una lanza voló hasta uno de los demonios y se astilló en su pecho de piedra. El demonio de roca aplastó con un enorme puño de piedra a un grupo de bandidos. Vrenna vió una explosión de sangre y órganos triturados salir de los lados del puño estrellado en el suelo.

    El otro demonio de roca pisoteaba en la dirección sur, aplastando cuatro hombres con cada paso. Las flechas se astillaban contra sus cuerpos rocosos. El demonio de roca del norte recogió dos hombres con una mano de arcilla y se los embutió en una inmensa fauce mellada. Mordió aplastando hueso y salpicando sangre. Los hombres corrían en pánico, pero pronto reventaban en masas de sangre y jirones de carne bajo los ataques de los demonios de roca.

    Pronto cada uno de los saqueadores había muerto. Ríos y lagos de sangre encharcaban la tierra compacta y montículos de carne se pudrían bajo el calor del sol. Los dos demonios de roca quedaron quietos, con sus puños, bocas y cuernos cubiertos de los restos de doscientos hombres.

    Vrenna vio temblar el cuerpo de la Blanca, esos ojos muy abiertos y esa boca cerrada con fuerza. Los ojos observaban la carnicería de abajo. Ella cerró los ojos y cayó en los brazos de uno de los cazadores. Vrenna vio los dos enormes demonios de roca colapsar en una pila de roca quebrada y arcilla, pronto seguido por el sonido de su destrucción.

    Vrenna giró y vio a Dunkan mirándola. Esos ojos devolvían el mirar asesino que ella había visto la mañana que él le había quitado la espada. Sus pistolas ya estaban en las manos.

    —Volvamos al templo —dejó que Vrenna guiara el camino.

    Las noticias de la victoria los adelantaron en el viaje de regreso. La aldea ya lo celebraba. La mujer de piel blanca había espoleado a la gente en una frenética danza y adoración.

    La Blanca despertó cuando regresaban y susurraba en extrañas lenguas. Cuando Vrenna podía entenderla, la Blanca susurraba sobre demonios bajo la arena, sobre demonios dentro de la gente y sobre la ardiente espada de Dios. Al pasar, escondió la cara en la mujer de piel blanca, sollozando en sus ropas.

    Vrenna nunca había visto una batalla como la de este día. La Blanca parecía frágil y balbuceante en los brazos de esos guardias de fanática lealtad, pero Vrenna la consideraba la persona más poderosa del mundo. Esa mujer podía desequilibrar a cualquier rey en el sur y aplastar defensas de castillo hasta hacerlas polvo con un pensamiento. Mientras ascendían el sendero hacia el templo, Vrenna escuchó con atención la voz de la mujer y se dio cuenta de que esta criatura, de lo más poderosa, estaba totalmente loca.

    Dunkan ordenó a cuatro guardias que llevaran a Vrenna a su habitación. El templo estaba frenético de celebración y preocupación por su reina. Los aldeanos subían el sendero detrás de ellos y se apretaban en las escaleras que conducían al templo. Los guardias pintados de blanco los contenían ante los salones del templo. La mujer de piel blanca estaba en medio de un centenar de otros que cantaban y extendían los brazos hacia el templo.

    Vrenna se sentó en la cama, atenta a los sonidos que resonaban en la noche. Canciones, gritos, cánticos en lenguas antiguas, todo esto fluía por los salones del Templo de la Vida. La oscuridad cayó sobre el templo y el calor de las hogueras iluminó con rayos naranjas las colinas en derredor.

    Vrenna oyó el cerrojo de la puerta, pero esta no se abrió. Vrenna fue hasta la puerta y la empujó. Estaba abierta. La pequeña sirvienta de piel cetrina estaba allí de pie, con miedo en los ojos y un fardo en las manos. Dejó el fardo a los pies de Vrenna y dio unos pasos atrás. Vrenna tocó el fardo y reconoció de inmediato el peso y el tacto de los objetos en su interior, tan familiares como sus propias manos.

    Vrenna sonrió. La chica salió corriendo por el pasillo hacia el salón principal, y salió por las puertas delanteras hacia la multitud de fuera. Vrenna desenvolvió el sable con empuñadura de escorpión y lo sostuvo en alto a la luz. Rayos naranjas desde las aberturas del techo brillaron en la hoja y en las muescas de cien batallas. Vrenna sabía que la sirvienta no le había traído la espada por su propia cuenta, alguien le había ordenado hacerlo. Vrenna tenía una buena idea de quién.

    Vrenna salió al salón principal y hacia el enorme umbral que conducía a los escalones afuera. Los aldeanos habían construido una plataforma de madera. Un enorme ciervo colgaba de sus pezuñas, atado en la plataforma. El ciervo se doblaba y se debatía en sus ataduras. Bajo la plataforma, la aldeana de piel blanca estaba desnuda con los brazos extendidos y la cabeza en alto. Chillaba hacia el aire nocturno una retahíla de oscuras palabras guturales mientras los aldeanos danzaban a su alrededor. Cuando ella juntó la manos en una palmada, los hombres rebanaron el ciervo en canal. La sangre se vertió sobre la cara y el cuerpo de la mujer, pintando su piel blanca de rojo oscuro. Los ardientes ojos rosados de la mujer encontraron los de Vrenna cuando alzó los brazos en alto y chilló. Los aldeanos chillaron con ella.

    Vrenna se giró y volvió al salón. No vio guardias y nadie intentó detenerla mientras recorría la serie de salones que conducían a las habitaciones de la Blanca. Oía el eco de llantos en la piedra del pasillo. Llantos de congoja y de rabia se mezclaban con el rugido de los aldeanos de fuera.

    Vrenna dobló una esquina y vio a Dunkan de pie ante enormes puertas dobles de roble. Blandía su estoque en una mano y su daga defensiva en la otra. No llevaba el sombrero, pero aún llevaba su peto de cuero y su red de cinturones. Vrenna veía húmedos ríos caer de los ojos del viejo.

    —Ella quiere que hagas esto, pero no te dejaré hacerle daño mientras yo viva —nuevas lágrimas cayeron de sus ojos—. Ella me perdonó. Nadie hizo eso jamás por mí, no después de las cosas que he hecho. Ella me perdonó y me aceptó cuando todos los demás me rechazaron.

    —Yo la amo.

    Dunkan apretó los dientes y agarró la empuñadura de su estoque. Retrasó el pie derecho y pasó a una posición de esgrima. Vrenna sostenía su sable en la mano derecha y se preparó. Dunkan cerró los ojos y gritó. Soltó en el suelo su estoque y su daga, con un ruido metálico de buen acero contra la piedra. Cayó de espaldas en la pared del pasillo y se hundió hasta el suelo, agarrándose las rodillas al pecho mientras lloraba. Sacó una de sus pistolas, se metió el cañón en la boca y disparó.

    Tras las puertas de roble, los sollozos seguían sin interrupción pese al estallido del arma.

    La Blanca estaba de rodillas, de espaldas a la puerta, cuando entró Vrenna. La mujercilla se mecía sobre las rodillas con las manos juntas frente a ella y la cabeza gacha. Susurraba rápidas palabras entre arrebatos de tristeza. Alzó la cabeza cuando la sombra de Vrenna subiò por la pared delante de ella. La sombra creció y la Blanca sollozó de nuevo.

    —Lo siento, mamá.

    Vrenna corto dos veces con fuerza. Un chorro de sangre salpicó el torso y la cara de Vrenna. Pintó de rojo una amplia banda en la pared donde se proyectaba la sombra de Vrenna. Vrenna miró el cuerpo seccionado de la muerta durante un momento, dio media vuelta y se fue.

    Los aldeanos estaban en silencio cuando Vrenna salió por las puertas del templo. La mujer de piel blanca empapada en sangre contempló a Vrenna con sus amplios ojos rosados. Vrenna se limpió una mancha de sangre de los ojos. La mujer se arrodilló y yació prona, con los brazos extendidos en una definitiva señal de humildad. Detrás de la mujer, el resto de los aldeanos hicieron lo mismo. El silenció cayó sobre la mesesta que albergaba el antiguo Templo de la Vida. Vrenna alzó la vista hacia la luna. Podía viajar al este y tomar un barco hacia Gazu Zvaar. Podía llegar a la ciudad en dos semanas de viaje. Vrenna caminó entre los pronos aldeanos y se perdió en la oscuridad de la noche.

FIN

    Notas del Autor: La semilla principal para Vrenna y la Blanca vino de Apocalypse Now, pero yo quería añadir mucha profundidad a Dunkan, el Lobo Gris asesino y converso. Mi siguiente historia de Vrenna, Vrenna and the Little King, muestra a otros dos Lobos Grises y lo horribles que son en realidad, pues no son tan simpáticos como Dunkan. El personaje de la Blanca vino en realidad después de que yo empezara la historia. Si miras muy de cerca,probablemente caerás en que ya has visto a la Blanca antes en otro mundo distinto a este. El final en esta historia puede ser un poco difícil de aceptar, pero yo siempre lo había visto como algo inevitable. Había hecho párrafos para justificar las acciones de Vrenna, pero pensé que funcionaba mejor con todo eso fuera. Vrenna nunca es predecible. Si predices que salvará a la Blanca y que volverá esos poderes contra el estúpido príncipe de Gazu Zvaar, te sorprenderá haciendo lo que le han dicho que haga. Ella es, después de todo, una asesina.

Extras

Sobre el Autor

    Michael Erik Shea es escritor, gamer y programador en Python que vive en Vienna, Virginia. Mike es hijo de Yvonne Shea y Robert Joseph Shea, autor de Illuminatus! y otras novelas.

    Mike es un gran aficionado de Dungeons & Dragons. Lleva Sly Flourish (slyflourish.com), una página web e informador de twitter dedicados a crear mejores Dungeon Masters de D&D. Mike ha escrito y autopublicado varios libros de juegos de rol relacionados con D&D, que incluyen Sly Flourish's Dungeon Master Tips (Consejos de Dungeon Master de Sly Flourish), Running Epic Tier D&D Games (Dirigir partidas de D&D de nivel épico), The Lazy Dungeon Master (El Dungeon Master perezoso), Aeon Wave (Onda Aeon), Fantastic Locations (Localizaciones fantásticas) y Fantastic Adventures (Aventuras fantásticas). También ha escrito artículos freelance para Wizards of the Coast, Kobold Press, Pelgrane Press, Sasquach Games y otros.

    Puedes ver un directorio completo de las publicaciones de juegos de rol y de D&D en slyflourish.com/publications/index.html.

    En el pasado, Mike ha escrito reseñas de DVD y de home theater en LiquidTheater.com y editoriales y fan fiction para el juego de masas en línea Everquest en LoralCiriclight.com.

    Hace mucho tiempo, Mike también escribió algunos libros, incluyendo Seven Swords (Siete Espadas) y Vrenna and the Red Stone and Other Tales (Vrenna y la Piedra Roja y otras historias). Mike también escribe relatos.

    Mike también adora programar en Python. Puedes encontrar algo de su código hospedado en Github (github.com/mshea?tab=repositories).

    Puedes visitar su web en mikeshea.net, contactar con Mike mediante correo electrónico en mike@mikeshea.net o seguirle en Twitter en @slyflourish o en @mshea.

Más historias de Mike

    Relatos sobre Vrenna y el mundo de Faigon que faltan en esta antología y que puedes leer en inglés en manybooks.net/authors/sheam.html:

    • Seven Swords (novela completa)

    • Vrenna and the Little King

    • Vrenna and the Well

    • Dan Trex

    • The Bear

    • The Gray Wolf

    • Kadin and the Noble's Daughter

    • Jon and Celenda