Créditos

    Titulo: Lugares oscuros

    Autor: Jon Evans — rezendi.com

    Copyright © 2023 Jon Evans (CC-BY-NC-ND, algunos derechos reservados)

    Versión gratuita. Prohibida su venta.

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    Traducción, edición y portada: Artifacs, julio-agosto 2023.

    Imágenes de portada tomadas de Max Pixel bajo licencia CC0.

    Ebook publicado en Artifacs Libros en agosto 2023

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    Titulo original: Dark Places

    Copyright © 2004 Jon Evans (CC-BY-NC-ND, algunos derechos reservados)

    Texto digital en inglés publicado gratuitamente en obooko

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Licencia Creative Commons

    Quiero dar las gracias a Jon Evans por autorizar la traducción y la publicación de Lugares oscuros bajo Licencia CC-BY-NC-ND 4.0 https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/legalcode.es.

Licencia CC-BY-NC-ND

    

    Esto es un resumen inteligible para humanos (y no un sustituto) de la licencia, disponible en Castellano.

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    • No hay restricciones adicionales: No puede aplicar términos legales o medidas tecnológicas que legalmente restrinjan realizar aquello que la licencia permite.

Sobre el autor

    Jon Evans es novelista canadiense, periodista, viajero de aventuras e ingeniero de software.

    Ganó el Premio Arthur Ellis 2005 a la Mejor Primera Novela por la presente obra: Dark Places, y ha sido reseñado en publicaciones como The Economist y The Washington Post. Su novela gráfica The Executor fue nombrada por Comic Book Resources a una de las diez mejores de 2010, y su novela Beasts of New York ganó una medalla en los premios ForeWord Book of the Year de 2011.

    Evans también ha escrito para revistas como New Scientist, The Times of India, The Walrus y Wired, y los periódicos The Globe and Mail y The Guardian, y escribe una columna semanal para TechCrunch. Ahora con sede en San Francisco, California, viaja con frecuencia por el mundo para investigar las ubicaciones de sus novelas.

Novelas

    • Dark Places (título en el Reino Unido: Trail of the Dead). 2004.

    • Blood Price. 2005.

    • Invisible Armies. 2006.

    • The Night of Knives. 2007.

    • Beasts of New York. 2011 (disponible gratis en castellano en artifacs.webcindario.com como: Bestias de Nueva York , 2020)

    • Swarm. 2012.

    • Exadelic, 2022.

Novelas gráficas

    • The Executor (illustrada por Andrea Mutti). Vertigo Comics. 2010.

    • "The Coder". Engineering.com. 2010.

Escritura de viajes

    • No Fixed Address. 2015.

    Puedes saber más sobre Jon y su obra en rezendi.com.

    Y aquí os dejo también una breve sinopsis de su última novela, Exadelic, adquirida por Tor Books y que saldrá al público el 5 de septiembre de 2023.

    

    Cuando una rama no convencional del ejército estadounidense entrena una inteligencia artificial en las artes oscuras que la humanidad llama "magia negra", ésta aprende a piratear el tejido de la propia realidad. Puede teletransportar materia. Puede conferir inmunidad a las balas. Y decide que Adrian Ross, el oscuro gerente medio de Silicon Valley, es la principal amenaza para su existencia.

    Más información sobre la novela en su (sí, de la novela, la inteligencia artificial tiene estas cosas) cuenta de twitter: @exadelic

    ¡Feliz Lectura!

PARTE 1

Nepal

1. Abandono

    Recuerda, me dije sólo unos minutos antes de que descubriéramos el cuerpo, se suponía que esto iba a ser divertido.

    Había pensado que eso de subir una pesada mochila quince mil pies verticales por un sendero irregular me iba a divertir. Ahora me sentía demasiado miserable para reírme de mi propia idiotez. Cada paso de subida me causaba una punzada de dolor en ambos talones por las infectadas ampollas, y me dolían las frágiles rodillas, que crujían como un motor balbuceante. Las correas de la mochila me habían dejado un par de surcos rojos en la espalda, cada uno con una infectada filigrana de hongos que picaba. Tenía un dolor de cabeza persistente, dificultad para respirar y náuseas, un caso de manual de mal de altura leve, pero lo que en realidad hacía que toda la situación fuera insoportable era la actitud de mi compañero de viaje.

    —¿No es fantástico? —dijo Gavin, mientras yo caminaba detrás de él—. Es sencillamente extraordinario. Llevo tres días viendo esto y nunca me aburro.

    El esto en cuestión era el macizo de Annapurna en el Himalaya, las gloriosas montañas de cimas nevadas que nos rodeaban, e incluso en mi irritable estado no podía discutir con esos superlativos. Cada vez que miraba a mi alrededor me sentía como si hubiese entrado en un cuento de hadas. Pero habría preferido apreciar su grandeza desde la ventana de nuestro albergue, preferiblemente comiendo momo y bebiendo una tetera entera de té con limón, en lugar de seguir a Gavin para inspeccionar la aldea abandonada. Me había liado para que fuera con él, sabiendo que yo no tenía la fuerza mental para discutir. Probablemente pensando que se lo agradecería más tarde.

    Se lo agradeceré con un dos por cuatro, pensé. Le mostraré mi gratitud con un martillo doble. Incluso sin mi mochila, que yo había dejado en el albergue, cada movimiento parecía un sacrificio. Paso, respira, paso, respira, para, respira, repite.

    —Enfermedad de montaña aguda, vaya tontería —dijo Gavin—. Me siento fantastico. Nunca me he sentido mejor en mi vida. Creo que sufro de bienestar de montaña agudo.

    —Me alegro por ti —murmuré.

    —¡Paul! ¿Eso es nieve?

    Levanté la vista del suelo. Gavin señalaba con entusiasmo la sombra que proyectada un alto peñasco, donde una fina capa de escarcha de esta mañana aún no se había descongelado. Él era de Sudáfrica, y nunca en su tan transitada vida había visto la nieve de cerca. Yo soy originario de Canadá y encontraba la idea de una existencia sin nieve casi incomprensible.

    —No —dije—. Lo siento. Sólo es escarcha.

    —Oh. Lástima.

    Seguimos adelante. La aldea abandonada estaba ubicada en una arista que sobresalía sobre el valle del río Marsyangdi como una península. Consistía en pocas docenas de pequeñas y bajas edificaciones de oscuras y toscas piedras soldadas entre sí por barro helado. Me parecía una locura que hubiera gente viviendo ahí arriba. Parecía una locura que alguien hubiera considerado siquiera vivir aquí arriba. Ni siquiera los yaks venían a esta altura. Nada crecía, salvo líquenes, unas cuantas hebras de hierba particularmente obstinadas y una fina capa de arbustos espinosos que llegaba hasta la rodilla. El viento aullaba sin cesar, entumecía la piel expuesta, e incluso con el sol en su punto medio aún salía vaho al respirar. Y el esfuerzo requerido para extraer esas piedras de cien libras, probablemente del lecho del río Marsyangdi muy abajo, y llevarlas a este mirador abandonado de Dios... de locos, pensé, absolutamente de salir ladrando, como solían decir los camioneros británicos.

    Gavin rodeó y se acercó tentativo a uno de los edificios, inspeccionando sus juntas y encendiendo su linterna Maglite hacia el interior, mientras yo permanecía detrás intentando recuperar el aliento. Llevaba intentándolo todo el día y comenzaba a temerme que se había ido para siempre.

    —Imagina nacer aquí —me dijo, y yo lo intenté y fracasé. Algunas brechas culturales son tan amplias que no hay como salvarlas.

    Gavin guió el camino a través de la aldea. Debimos de pasar junto al cuerpo sin darnos cuenta. Por un rato nos paramos en el borde del acantilado, que caía cien escarpados pies antes de nivelarse un poco y bajar a trompicones hasta el lecho seco del río mil pies más abajo. Ya estábamos acostumbrados a los precipicios. Yo había perdido la cuenta de cuántas veces había trepado por empinados desniveles en senderos estrechos y traicioneros durante la semana anterior.

    Al cabo de un rato me aburrí de contemplar mi propia mortalidad y di media vuelta con la intención de regresar a nuestro albergue. Entonces lo vi. Un compañero mochilero, sentado con la espalda contra uno de los edificios de la aldea, encarado hacia nosotros. Incluso a cien pies de distancia y con el frío viento de polvo en los ojos, podía saber que había algo muy extraño en ese rostro.

    —Guoh —dije, y por poco evité dar un fatal paso atrás por la sorpresa—. ¿Qué demonios?

    Gavin se volvió para mirar y dijo: —No jodas.

    Avanzamos sin pensar mucho en ello. A mitad de camino me di cuenta de que el hombre estaba muerto. No sólo muerto. Asesinado. A menos que se hubiera clavado en los ojos un par de navajas suizas idénticas. Los mangos rojos sobresalían de las cuencas de los ojos como antenas.

    La víctima era alto, blanco, probablemente de unos veinticinco años, típico mochilero, vestía una chaqueta azul sobre un grueso suéter verde, tejanos y gastadas botas de montaña. No había mucha sangre, pero podías olerla en el aire como el hierro. Casi toda se acumulaba en lo alto de la cabeza, fango marrón oscuro que llenaba una brecha tan grande y deforme que su espeso cabello oscuro no la ocultaba. El líquido congelado en sus mejillas era pálido, casi transparente.

    Gavin murmuró algo asombrado en afrikáans. Yo miré en derredor. Nadie había aquí excepto nosotros dos y el viento frío y las montañas. Se podía ver la ruta de senderismo a una media milla de distancia, y los dos albergues de Gunsang encarados uno frente al otro, pero parecían tan desiertos como esta aldea largo tiempo abandonada.

    Me sentí nuevamente vibrante, enérgico, preparado para la acción. La vista del hombre muerto había causado que la adrenalina me inundara como una especie de mítica panacea. Los dolores y molestias habían desaparecido. Se me había despejado la cabeza. Sentía como si me hubieran quitado una gasa de todos los sentidos. Nunca había visto con tanta claridad, con tanta distinción. La instintiva respuesta corporal de lucha o huye puede ser algo maravilloso. Puedo entender que los temerarios se vuelvan adictos a ella.

    Me agaché a unas pulgadas del cuerpo, examinándolo cuidadosamente, condicionado a no tocar nada tras años de películas de polis y novelas de detectives. Otro subidón de energía me recorrió el espinazo como una descarga eléctrica. Todo el vello de la nuca se me puso en posición de firmes como un ejército bajo revista. Se me erizó la piel de verdad. Hasta ese momento yo siempre había creído que era sólo una expresión melodramática.

    Incluso la náusea, irónicamente, había remitido. Sentía más fascinación que repulsión al examinar el cuerpo. Los brazos colgaban sueltos a los lados. Una marca de bronceado revelaba que le faltaba el reloj. No se había afeitado en unos días. La boca estaba ligeramente entreabierta como en contemplación. Yo evité mirar a los ojos.

    —Cristo todopoderoso —dijo Gavin.

    —Sí —dije.

    —Las navajas son un poco innecesarias, ¿no? —preguntó, con su acento mucho más pronunciado que de costumbre—. Quiero decir, Jesús, prácticamente le partieron el cráneo en dos.

    —Sí —repetí.

    Pesadilla, me dije. Sólo otra pesadilla. Te despertarás en cualquier momento. Lo que estaba viendo no era real, no podía ser real. El subconsciente había mezclado el pasado y el presente en este horrible cóctel letal y me lo estaba sirviendo mientras dormía.

    Esa habría sido una creencia reconfortante. Pero no era posible. Los sueños a menudo parecen reales, al menos mientras duran, pero las personas cuerdas no pueden confundir la realidad con un sueño. Por mucho que queramos.

    Gavin se arrodilló a mi lado y tocó a modo de experimento el brazo del cadáver .

    —No lo hagas —le dije. El acto me parecía una violación.

    —¿Por qué no?

    Busqué una justificación. —Deberíamos dejar la escena en paz.

    Él me lanzó una mirada de no seas estúpido. —¿Para quien? ¿Para la Policía nepalí? No sé por qué dudo que tengan un buen investigador de homicidios en el distrito.

    Lo cual era cierto. Huellas dactilares, pruebas de ADN, análisis forense... no había nada de eso aquí. Aquí sólo había un puñado de policías del Tercer Mundo mínimamente educados para rescatar turistas perdidos y defenderse de los insurgentes maoístas, no para investigar asesinatos.

    Gavin tocó la pared de piedra contra la que se había desplomado el cadáver, luego el brazo otra vez, luego la pared. Parecía preocupado.

    —¿Qué haces? —le pregunté.

    —Aún está caliente —dijo Gavin en voz baja.

    —¿Qué?

    —Más caliente que la piedra en cualquier caso. Tócalo tú mismo.

    Me pausé durante un momento antes de hacer justamente eso. El brazo estaba gélido y húmedo al tocarlo, pero era innegable que estaba notablemente más caliente que el suelo o la pared. Nos miramos el uno al otro durante un momento, luego nos pusimos en pie y miramos inquietos a nuestro alrededor.

    —Vamos a asegurarnos de que estamos sólos aquí —dije con mucha calma.

    —Buena idea —coincidió él, igualmente calmado.

    Volvimos a caminar por la aldea con los sentidos en alerta máxima. Busqué en mi bolsillo mi propia navaja suiza, pero decidí dejarla donde estaba. Ésta tenía un cuchilo pequeño, aunque muy afilado, pero más que nada caminar por ahí blandiendo una hoja habría parecido una admisión de que el mundo se había vuelto terriblemente loco, una admisión que yo aún no estaba preparado para hacer. Mucho mejor fingir que esto había sido sólo otro encuentro de viaje, otra anécdota para el diario y ebrios relatos de madrugada.

    No requirió mucho tiempo determinar que no había nadie más en la aldea. Regresamos al cuerpo y nos quedamos allí durante lo que pareció mucho tiempo, mirándolo y mirándonos el uno al otro, intentando resolver lo que debíamos hacer.

    —¿Lo reconoces? —preguntó Gavin.

    Yo acababa de buscar en mi memoria. Si el hombre había muerto hoy, probablemente lo hubiésemos visto antes. Los excursionistas en el circuito de Annapurna se movían en grupos, todos en la misma dirección a casi la misma velocidad; el paisaje cambiaba, pero nuestros vecinos seguían siendo los mismos. Pero era temporada alta, con más de doscientas personas al día transitando por el sendero, y era difícil reconocer un rostro helado y mutilado. Negué con la cabeza. Nos quedamos allí un poco más.

    —Deberíamos tomar fotos —dije al final—. Como prueba. Antes de que alteremos nada.

    Gavin asintió y rebuscó en el estuche de la cámara que llevaba consigo. Tenía una buena cámara, grande como un ladrillo, con lentes y varios accesorios, y la ensambló en lo que supuse que era la configuración ideal de pruebas de homicidio antes de filmar un rollo de película desde varios ángulos. Yo mismo tomé algunas instantáneas con mi barata apunta y dispara. Creo que ambos nos sentimos aliviados de tener algo vagamente constructivo que hacer.

    Cuando terminamos nos miramos y, sin hablar, nos acercamos de nuevo al cadáver. Supongo que habíamos decidido que nosotros éramos los mejores investigadores de los que el hombre asesinado iba a disponer aquí arriba. Yo intenté invocar en la mente fragmentos de ficción, de recordar lo que hacían los verdaderos detectives. Buscaban pelos, sangre, cualquier cosa que pudiera darte una muestra de ADN del asesino. Nada de eso era aparente. Las uñas de la víctima estaban sucias, pero no ensangrentadas, no parecía haber presentado ninguna resistencia. Los detectives buscaban huellas dactilares, pero eso iba a estar más allá de nuestra capacidad. Puede que las huellas del asesino estuvieran por todas partes de esas navajas suizas o de esa chaqueta impermeable azul, pero yo dudaba de que tuvieran polvo para huellas dactilares en algún lugar de Nepal a este lado de Katmandú. Tal vez ni siquiera allí.

    Mirando la chaqueta, vi una etiqueta roja familiar en ella y sacudí la cabeza consternado. —Es canadiense.

    —¿Cómo lo sabes? —preguntó Gavin.

    Toqué la pestaña roja. MEC, rezaba. —Mountain Equipment Co-Op. Tienda canadiense de equipo de viaje —Que la víctima y yo hubiéramos comprado nuestras chaquetas en la misma tienda hacía esto personalmente ofensivo.

    —No tiene mochila —observó Gavin—. Tal vez esté en uno de los albergues aquí.

    —Tal vez —coincidí—. Veamos si tiene alguna identificación...

    Lo miré y él asintió. Acercamos torpemente las manos alrededor del hombre muerto y rebuscamos en sus bolsillos. No había nada más que unas cuantas rupias nepalíes. El cuerpo estaba rígido como una tabla. Tocamos con cuidado bajo la camisa y los tejanos para ver si llevaba una billetera de viaje. Alrededor de la cintura había una bolsa de seguridad beige de Eagle Creek muy parecida a la que yo llevaba. Pero estaba vacía.

    —Le falta el reloj —señalé.

    —Cierto —dijo Gavin—. Tal vez esto sólo fue un robo. Probablemente un nepalí si es así.

    —Tal vez... —dije dudoso.

    —Ja —dijo—. Tampoco yo lo creo. Esas navajas... —Negó con la cabeza—. Eso es enfermizo. No creo que un nepalí haya hecho eso. Trabajo en Cape Flats, ¿sabes?, he visto un buen número de hombres asesinados, pero nunca he visto uno asesinado así.

    —Yo sí —dije, pero en voz tan baja que no me oyó.

    Laura, pensé. Esto es como lo de Laura. Es como en Camerún.

2. Te oigo, te oigo

    Regresamos a los dos refugios de Gunsang, edificios de madera y piedra desvencijados que encaraban el sendero como luchadores de sumo esperando la señal para comenzar. No había nada allí, ni mochilas ni gente, nada más que los aburridos propietarios que esperaban al resto del lote de huéspedes del día. Gavin y yo habíamos sido los primeros y, hasta el momento, los únicos excursionistas en parar aquí para pasar la noche. Gunsang no estaba en el Lonely Planet Trail, por lo que la gran mayoría iba de Manang directamente hasta Letdar sin parar. La única razón por la que nosostros nos habíamos detenido había sido porque yo me había sentido mareado y no me había apetecido subir otros mil pies. Y porque ambos apreciábamos que no aquello no estuviera en el Lonely Planet Trail.

    Les preguntamos a los dueños del albergue, ambas robustas mujeres nepalíes de rostros impasibles, quienes, como todos los propietarios del albergue, chapurreaban suficiente inglés para comunicarse. Ningún canadiense se había quedado en Gunsang la noche anterior, sólo un grupo de holandeses en un albergue y la mezcla habitual en el otro, un alemán, una francesa y una pareja neozelandesa. Conclusión: o bien el muerto venía desde la otra dirección, ladera abajo desde Letdar hasta Manang, o había partido de Manang mucho antes que Gavin y yo. Lo cual era enteramente posible. Nosotros habíamos comenzado la caminata del día mucho después de las primeras luces.

    Salimos de los albergues y nos paramos en el sendero entre ellos. Las nubes del mediodía eran espesas sobre Annapurna y su vista celestial estaba casi enteramente oculta. A lo lejos vimos a un par de excursionistas acercándose desde abajo.

    —Bien —dijo Gavin—. Supongo que es bastante obvio lo que hacemos.

    —¿Separarnos? —le pregunté.

    —Ja —dijo—. Uno de nosotros va a Manang y lo cuenta a la policía. En caso de que no lo puedan identificar, el otro va a Letdar e intenta averiguar quién era.

    —Suena bien —dije—. Yo iré a Letdar —No había ninguna razón sensata para que fuese yo quien fuera allí, sencillamente no quería tratar con la policía. Además, en el mundo real, Gavin era abogado de asistencia legal para los sudafricanos pobres. Lo de ser portador de malas noticias estaba en su terreno.

    Me miró con recelo. —¿Seguro? Pensé que tenías MAM.

    Negué con la cabeza. —Me siento bien ahora. De hecho, me siento genial.

    —¿Ah, zí? —preguntó Gavin, una expresión sudafricana que básicamente se traducía como: "¿en serio?"—. Bueno, hace mal viento. De acuerdo. ¿Crees que puedes llegar allí y volver a Manang antes del atardecer?

    Lo consideré. Si dejaba mi mochila aquí, no tardaría mucho. Después de nueve días de cargar cuarenta libras a la espalda, caminar sin trabas parecía casi como volar. Por otro lado, ya era mediodía, quién sabía cuánto tiempo tendría que quedarme en Letdar, y aquí arriba el sol pegaba como una piedra.

    —Puedo volver a Manang esta noche —dije—. Probablemente de madrugada, pero eso no es problema.

    Gavin negó con la cabeza. —Creo que no deberías hacer eso.

    —No veo por qué no —dije—. Tengo un montón de capas encima y no voy a perderme, las estrellas y la luna son tan brillantes aquí arriba que prácticamente puedes leer un periód...

    —No me refiero a eso —interrumpió.

    —Entonces, ¿a qué te refieres?

    —Me refiero a que no me gustaría nada que el recuento de cadáveres aumentara a tu costa.

    —Oh —dije, y luego—, oh —otra vez. Ni siquiera se me había ocurrido el riesgo personal de que había un genuino asesino por ahí que quizá no apreciara nuestros intentos de identificar a la víctima y de averiguar qué le había sucedido. Me las arreglé para esbozar una vacilante sonrisa y dije: —Cierto. Siendo la autoconservación mi especialidad personal, pasaré la noche en la cosmopolita Letdar.

    —Bien —dijo—. Nos vemos mañana —Y nos fuimos por caminos separados.

***

    Me ardían los talones, me dolían las rodillas, me picaba la espalda, pero me había acostumbrado a mis diversas agonías, y Dios sabía que tenía mucho en qué pensar. El sendero serpenteaba en subida, siempre hacia arriba a través de campos de líquenes y zarzas, abrazando el fondo de una enorme pendiente de irregular roca roja. La noción de ir algún día cuesta abajo parecía un mito. En un punto, un débil subsendero se separaba y se desviaba casi en línea recta hacia una pendiente tan empinada que dudé incluso que las mulas y los caballos de Nepal pudieran surcarla. Me pregunté adónde conducía. Todo el camino hasta el Tíbet, probablemente. Estábamos a menos de veinte millas de esa frontera.

    Era extraño caminar solo. Por primera vez empezaba a comprender lo lejos que yo había llegado de la civilización. La presencia constante de otros occidentales, las noches pasadas en albergues medianamente civilizados con agua y comida calientes, y el sendero bien marcado facilitaban mucho pensar en la travesía como otra caminata más. De hecho, este era uno de los lugares más remotos en los que yo había estado. Estaba a siete días a pie desde la carretera más cercana, siete días de mucho más dura travesía que lo que yo esperaba, y pronto estaría a más altura sobre el nivel del mar que en cualquier otro lugar en América del Norte, aparte de algunos picos de Alaska. Las botellas de Coca-Cola de los albergues de aquí arriba tenían caracteres chinos porque era más barato pasarlas de contrabando en yaks desde el Tíbet que traerlas desde Katmandú.

    Estaba rodeado por algunas de las montañas más altas del mundo, pero las nubes se habían acercado y no se podía ver por encima de la línea nevada. Estas no eran las típicas nubes de montaña, no era ese vapor que se forma sobre los picos nevados después de que el sol los ha calentado y que luego se expande a lo largo del día de modo que sólo tienes vistas de postal durante la primera o dos horas después del amanecer. Estas eran nubes de tormenta. Me pregunté si había nieve en Thorung La, el paso estrecho que marcaba el apogeo de nuestra caminata. Más de unas pocas pulgadas cerraban el paso de bajada. Tal vez el muerto no nos necesitaba, tal vez su asesino había quedado atrapado por el cambiante clima nepalí.

    Esto había sido como lo de Laura. Justo como el asesinato de Laura en Limbe, Camerún. Resultaba increíble. ¿Cuáles eran las probabilidades? Las probabilidades eran astronómicas. Sentí que estaba pasando algo, algo inexplicable, algo más misterioso que simplemente un asesinato. Ojalá tuviera una buena teoría de la conspiración sobre la que colgar el sombrero. Pero había sido pura casualidad que hubiéramos decidido vagar por esa ruinosa aldea abandonada, pura casualidad que nos hubiéramos topado con ese cadáver desplomado.

    Ojalá no lo hubiéramos hecho. Yo llevaba dos años intentando sacarme de la cabeza el recuerdo de Laura o, si eso era imposible, al menos encerrarlo en una jaula y domarlo. Y ahora, cuando sentía que estaba tan cerca, cuando en los días buenos podía mirar las fotos de ella que yo tenía enterradas en mi armario sin que las lágrimas me obstruyeran los ojos, llegaba el recuerdo de cómo se había hallado su cuerpo en la arena negra de la playa Mile Six. Habían pasado meses, tras encontrarla allí, hasta que yo había podido cerrar los ojos sin que esa vista se superpusiera en mis párpados.

    Me obligué a pensar en otra cosa, cualquier otra cosa. Traté de imaginar lo que le había pasado a esa anónima víctima canadiense. No había habido lucha. Debía de haber sido emboscada por la espalda. O tal vez era alguien que conocía. Y alguien muy fuerte o que había blandido algo muy pesado, por la forma en que el cráneo casi se había partido como un huevo.

    ¿Y luego la víctima se había sentado cuidadosamente con la espalda contra la pared, tal y como lo habíamos encontrado? Eso no parecía probable. Caerse parecía más probable. El asesino debía de haberla arrastrado hasta la pared y acomodado el cuerpo. Yo no recordaba haber visto ninguna mancha de sangre en el suelo. Por otro lado, tampoco recordaba haber buscado ninguna. Aunque no podría haber estado muy lejos de donde fue encontrado. Y luego las navajas, yo estaba convencido de que éstas debían de haber sido lo último, algún tipo de firma horriblemente depravada. Al igual que las navajas en los ojos de Laura.

    ¿Podía ser la misma persona? Obviamente no podía serlo. Obviamente no tenía ningún sentido que a mí, de entre todas las personas en el mundo, debiera ocurrirme seguir dos veces el rastro del mismo asesino, con dos años de diferencia, en dos continentes diferentes. La idea misma era ridícula, era completamente inverosímil, era... anticientífica. Pero yo no podía apartarla de mi mente y no dejaba de darle vueltas. No podía evitar preguntarme si reconocería alguna de las caras en Letdar.

    ¿Y qué iba a hacer si reconocía alguna? Esa era la verdadera pregunta. ¿Que debería hacer?

***

    Con la carga de mi mochila y mi contemplación, no llegué a Letdar hasta casi una hora antes del anochecer. No era una aldea, sino una mera colección de albergues. Dos estaban en construcción, una propuesta extenuante aquí arriba cerca del nivel de vegetación. Cada tablón, cada ladrillo, cada olla y sartén tenían que ser transportados hasta aquí a lomos de prematuramente envejecidos portadores nepalíes. Me pregunté si estaban resentidos con los turistas blancos, cuya presencia los hacía faenar, o si daban la bienvenida al trabajo. Probablemente no a ambas cosas. Probablemente no pensaban nunca en nosotros, simplemente se colgaban las cargas a los hombros y las llevaban sin cuestionar a donde les decían.

    Casi todas las camas estaban ya ocupadas, lo que explicaba por qué se estaban construyendo nuevos albergues. Era la mano invisible de Adam Smith en acción. Conseguí un camastro de madera, sin colchón, en un dormitorio con otros cinco en el Albergue Churi Lattar. La hora de la cena acababa de empezar y yo estaba hambriento, pero sabía que tenía que llegar a todos los albergues antes de que cayera la noche y antes de que todos los excursionistas se retiraran a sus sacos de dormir. Deseé, ni por primera ni por última vez, que a Gavin no lo hubiera vencido el deseo de explorar esa aldea abandonada.

    Hacía tanto frío que casi todo el mundo estaba en la sala común sentado alrededor de bajas mesas de madera, comiendo sopa de fideos con ajo y bebiendo té con limón, esperando que sus cenas salieran en orden aleatorio desde la cocina. Yo pedí dhal baat, sabiendo que tardaría al menos una hora. Luego caminé hacia la puerta y miré por las masas reunidas. Una treintena de personas, varios grupos, varios idiomas. Por lo general, las salas comunes bullían con la conversación, pero el mal de altura y el puro agotamiento habían consumido gran parte de la alegría de vivir de esta multitud. Eso hacía que mi tarea fuese más fácil, aunque no fácil. Nunca me había gustado hablar en público, nunca me gustaba llamar la atención delante de extraños. Aún así, un hombre había muerto y yo tenía un trabajo que hacer, y para ello tenía que superar mi miedo escénico.

    Tomé una taza de té vacía y una cuchara de azúcar y golpeé la tacita con la cuchara. Hizo un sonido hueco y vacío que no llegó muy lejos. Tomé otra taza de té vacía y choqué las dos tazas tan fuerte como me atreví, y esto funcionó mucho mejor. El silencio cayó en la habitación y treinta pares de ojos confundidos, expectantes e irritados, se volvieron hacia mí.

    —Escuchen —dije tratando de proyectar la voz, avanzando antes de tener la oportunidad de avergonzarme y trabarme la lengua—. Esto es importante. Un amigo mío y yo encontramos hoy un cadáver en Gunsang. Un senderista. Estamos muy seguros de que es canadiense, de que murió hoy y de que fue asesinado.

    Hubo una larga pausa durante la cual temí irracionalmente que se rieran de mí y volvieran a sus asuntos; pero luego media docena de voces preguntaron, con distintos acentos: —¿Asesinado?

    —Asesinado —repetí. La sala se había quedado en silencio y todos me miraban con total fascinación—. Le falta la mochila, le falta la identificación y le falta el reloj. Mi amigo ha vuelto a Manang para hablar con la Policía. No tenemos ni idea de quién es el muerto. Lo que quiero saber es si alguno de ustedes lo conocía.

    —Dinos cómo es —exigió un corpulento alemán.

    —Pelo oscuro —dije—. Llevaba una chaqueta azul de una tienda canadiense, un suéter de lana verde y tejanos.

    Silencio. Miré alrededor de la habitación, miré en serio, por primera vez. En vano. No reconocí rostros ni expresiones culpables o sospechosas, nada más que sorpresa genuina. Algunas expresiones de empatía o consternación... pero sobre todo fascinación. Querían oír más, noté, pero no tenían nada que agregar.

    —Está bien —le dije a la multitud—. Voy a ir a preguntar en los otros albergues. Si alguno de vuestros amigos está enfermo o durmiendo, preguntadle cuando podáis. Yo me quedo aquí esta noche. Y hacedme un favor, si el dhal baat sale para el dormitorio de la cama seis antes de que yo regrese, guardádmelo.

    La multitud me miraba expectante. Busqué un final conciso para mi discurso y se me ocurrió un —Gracias. Volveré más tarde.

    Salí, desde el centro del escenario, por la puerta. Y por una vez no había sentido mi habitual torpeza y vergüenza cuando hablaba con una multitud. Porque sabía que los tenía en la palma de la mano. Nadie iba a abuchear una revelación dramática de Asesinato En Travesía.

    Por alguna razón, estaba enojado con la gente en el albergue y la forma en que habían reaccionado. Había muerto un hombre, un hombre que había recorrido el mismo camino que ellos durante la última semana, y no había habido empatía ni dolor ni gritos de "¡qué horrible!" ni voces que se ofrecieran a ayudar en cualquier forma que pudieran. Sólo asombro, fascinación. Como si esto fuera parte del entretenimiento programado. Otra muesca en su cinturón de viaje, que habían caminado con un hombre asesinado. Otra historia para sus amigos cuando regresaran a sus seguros hogares europeos. Él no era un hombre muerto para ellos en realidad, era otro elemento en el viaje que iba a enriquecer sus vidas, sólo otra experiencia de viaje, como un animatrón en una atracción de Disney.

    Y no eran sólo ellos. Yo mismo sentía algo de eso. ¿Habría reaccionado yo tan casualmente, tan clínicamente, si hubiera encontrado en California o en Canadá un hombre muerto con navajas en los ojos? Ni de coña lo habría hecho. Pero yo estaba aquí de aventuras. Hasta el día de hoy, de aventura comunitaria segura y dócil, pero una aventura al fin y al cabo, y yo estaba tratando al hombre asesinado como un episodio más de mi viaje. Sentía que había cooptado su muerte, que ya no era la suya.

***

    Fue en el séptimo albergue, después de haber descrito al muerto por séptima vez, que el silencio fue interrumpido por una voz desde atrás. —Nosotros conocemos a alguien así —dijo la voz, una voz australiana con tono alarmado—. Su nombre es Stanley. Lo esperábamos aquí, pero no apareció.

    La voz pertenecía a una mujer llamada Abigail que viajaba con un alemán llamado Christian y una chica australiana más joven llamada Madeleine. Me senté junto a ellos. El resto de la sala escuchaba expectante.

    —¿Qué pasó? —preguntó Abigail, y ella, al menos, estaba genuinamente alterada. Le conté casi toda la historia, sin mencionar las navajas.

    —Joder —dijo Madeleine—. Dios. no puedo creerlo. No puedo creer que he estado viajando con alguien que ha sido asesinado hoy.

    —¿Podéis decirme algo sobre él? —les pregunte—. Regresaré a Manang mañana para hablar con la Policía. ¿Sabéis su apellido?

    Se miraron entre sí, intentaron recordarlo. Christian asintió bruscamente. —Goebel —dijo—. Su apellido es Goebel. Lo vi en el punto de control de Chame —Cada uno o dos días en el camino teníamos que registrarnos en un puesto de control de la Policía o del Área de Conservación de Annapurna, principalmente para realizar un seguimiento de los senderistas que se perdían o que se topaban con los acantilados—. Es un nombre alemán, por eso lo recuerdo.

    Stanley Gobel. El muerto tenía un nombre.

    —Lo conocimos en Pisang —dijo Abigail—. Hace tres días. Era canadiense, sí. Viajaba solo. No sé. Parecía un buen tipo. Trabajaba en una fábrica de automóviles en algún lugar cerca de Toronto. Sólo llevaba un mes en Nepal.

    —No tenía mucho dinero —agregó Madeleine.

    s

    Se quedaron en silencio. No tenían nada más que añadir. Volví a enfadarme irracionalmente, esta vez por la escasez de su epitafio. Parecía un buen tipo. No tenía mucho dinero. ¿Eso era todo? ¿Eso era lo único que tenían que decir? Abigail y Christian al menos parecían tristes. Madeleine me miraba con esa horrible fascinación de ojos muy abiertos.

    —Está bien —dije—. Me alojo en el Churi Lattar. Si se os ocurre algo más, ¿podríais venir y hacérmelo saber? —Me soné a mí mismo como un detective en Homicidios: La Vida En La Calle. Debería darles mi tarjeta, eso era lo que hacían Pembleton y Bayliss—. Voy a ir a revisar los otros albergues para ver si alguien más sabe algo.

    Y para salir de aquí, porque, sin ofender, sé que nos acabamos de conocer, pero ya no aguanto más vuestra compañía.

    Y, tal vez, para ver si reconozco a alguien en los otros albergues.

    Pero no reconocí a nadie, y nadie más sabía nada. Regresé a mi alojamiento hambriento y exhausto. Algún alma caritativa me había guardado el dhal baat, y nunca el arroz, las lentejas y las verduras al curry habían sabido tan bien. Tomé una segunda ración, bebí una taza de té de limón, regresé al dormitorio, me quité las botas y me acurruqué dentro de mi saco de dormir.

    Esa noche me costó dormir, y no fue por la dura cama de madera ni por mis resollantes compañeros de dormitorio. No quería estar solo. Quería un cuerpo cálido a mi lado. No, más que eso. Por primera vez en mucho tiempo me permití a mí mismo admitir lo que quería más que nada, lo que sabía que siempre querría más que nada. Quería a Laura a mi lado. A Laura y su risa rápida, su melena de pelo largo y oscuro, su toque suave. La Laura que llevaba muerta desde hacía dos años.

    Nicole me había dicho, la noche que la tribu del camión se disolvió, que algún día lo superaría. Sabia y maravillosa Nicole. Habíamos acampado al lado de un camino de tierra en las afueras de Douala, una ciudad conocida popularmente y con precisión como la axila de África. Era tarde, el fuego se había reducido a cenizas y a brasas incandescentes, y casi todos se habían retirado a sus tiendas. Sólo mis compañeros más cercanos se habían quedado despiertos. Nicole, su esposo Hallam, Lawrence, Steve. Ahora que lo pensaba, me daba cuenta de que se habían quedado despiertos principalmente para vigilarme. Yo esruve en mala forma esas primeras semanas. Supongo que pensaron que era un peligro para mí mismo.

    —Esto mejorará —había dicho ella—. Tú mejorarás. Sé que probablemente no puedas creerlo en este momento, pero… basta con que creas que es posible. Lo superarás. Todos lo superaremos. Sé que suena insensible y horrible, y tal vez lo sea, pero es verdad. Recuerda eso.

    Yo había recordado. Pero pensé que, por una vez, la sabia y maravillosa Nicole podría haberse equivocado.

    No quería pensar más en eso. Ya no quería pensar en nada más. Saqué mi Walkman, metí mi cinta de Prodigy y me la puse a todo volumen en los oídos. Lo único que quería era exterminar todo pensamiento racional, pero al cabo de un rato me hizo dormir.

3. Retrazar y Retroceder

    Me desperté una hora después del amanecer. En casa esto habría sido una señal de que algo iba muy mal. Aquí, en la senda de excursionistas, significaba que había dormido. Todas las otras camas del dormitorio ya estaban vacías. Descubrí que, donde no hay electricidad, incluso las personas llamadas nocturnas caen en cuestión de días en una rutina desde el amanecer hasta el anochecer.

    No me había lavado el día anterior, pero las lluvias solares en el sendero no calentaban hasta media tarde, y me aterraba pensar en el helado aguacero que tendría que soportar a esta hora. Probablemente podría convencer al propietario de que me calentara un balde de agua, pero me parecía un egoísta desperdicio de leña valiosa. Manang, pensé. Me ducharé en Manang.

    Cumplí con mi ritual matutino de untarme crema antibiótica en las ampollas y cubrirlas con parches de un largo rollo de vendaje que había comprado en Chame. El vendaje estaba hecho en la India y el pegamento tenía la irritante costumbre de disolverse a la mitad del día, pero era mejor que nada. En ese momento usaba la crema antibiótica principalmente por su efecto placebo; las ampollas estaban abiertas, casi moradas, y de ellas irradiaban furiosas vetas rojas como el dibujo del sol hecho por un niño. Pero al menos no habían empeorado ese día.

    Algunos otros rezagados se apresuraban para llegar a la senda. Yo había oído en Manang que había escasez de camas en los Campamentos de Thorung Phedi y Thorung High, las siguientes paradas después de Letdar y la última antes de Thorung La, y los últimos en salir de Letdar cada día probablemente tendrían que regresar e intentarlo de nuevo al día siguiente. Casi me sentí aliviado de ir en la otra dirección. El atractivo del senderismo radica en gran medida en su ritmo contemplativo similar al zen. La idea de tener que correr para vencer a la multitud era fundamentalmente errónea.

    Desayuné unas sabrosas gachas de tsampa y té de limón, ahogué un gemido mientras me echaba la mochila al hombro y emprendí el camino de vuelta hacia Manang. Me sentía de maravilla. Mi mal de altura había desaparecido. Era bueno ir cuesta abajo. El aire era fresco y limpio, y las montañas se cernían a mi alrededor como gloriosas visiones de una lejana tierra de fantasía, como un paisaje de Tolkien. Las nubes del día anterior se habían desvanecido y parecía haber más nieve en los picos. Me pregunté si el Thorung La estaría abierto. Si se cerraba durante más de un par de días, habría una acumulación de excursionistas ocupando cada cama en millas a la redonda, y podría llevar toda la temporada despejar el cuello de botella.

    Me había dejado el reloj en la ciudad de Pokhara, pero supuse que faltaban unas dos horas para volver a Gunsang y otras dos para Manang. De vuelta allí al mediodía entonces, misión cumplida, nombre de Stanley Goebel adquirido. Caminé y me pregunté qué habría pasado con su mochila. Presuntamente, su asesino le había quitado el pasaporte, la cartera y el reloj, pero ¿su mochila? Eso tendría sentido si el asesino fuera nepalí; podría vender la mochila y mucho de su contenido en Pokhara o en Katmandú. Pero yo no lo creía. Yo creía que el asesino era uno de nosotros, un compañero de viaje, y que la mochila de Stanley Goebel había sido arrojada por el borde del acantilado cerca de donde él había muerto. Habría caído muy lejos, fuera de la vista. Me pregunté si se descubriría alguna vez.

    Si yo estaba en lo cierto y el asesino era occidental, entonces probablemente había pasado la noche anterior en Letdar o en Manang. Los comerciantes nepaleses vestidos con tejanos y chanclas tardaban un sólo día en ir de Manang por el Thorung La hasta Muktinath, pero sólo un occidental extremadamente en forma y bien aclimatado podría hacer lo mismo, era un viaje de al menos tres días para la mayoría de excursionistas. Manang o Letdar, entonces. Y Manang tenía una pista de aterrizaje y vuelos regulares al amanecer, si el clima lo permitía, de vuelta a Pokhara. Eso tenía sentido. El asesino probablemente había vuelto al clima templado de Pokhara. Demonios, ahora podría estar a medio camino de la India, o en Katmandú esperando un vuelo para salir del país.

    Renuncié a la contemplación y me concentré en caminar. Era fácil desconectar la mente aquí arriba, reducir el universo entero a la colocación de un pie delante del otro. Iba cuesta abajo, pero el viento me daba en la cara y me adormecía la piel. Me bajé el sombrero hasta la frente para mitigar esto y seguí adelante, con la mente vacía, feliz de sencillamente caminar.

    No sé qué fue lo que me alarmó. Tal vez lo vi de reojo cuando doblé una esquina. Tal vez escuché algo. Tal vez fue ese sexto sentido que te avisa cuando alguien te está mirando. Fuera lo que fuera, me hizo detenerme, darme la vuelta y mirar el sendero que había detrás de mí. A unos mil pies de distancia, el sendero doblaba una curva en la pendiente de piedra roja que seguía, y allí vi una única figura humana, siguiendo mi camino.

    Nada inusual en eso. Alguien con mal de altura que había decidido descender para recuperarse. O una de esas raras almas resistentes que habían dado la vuelta al circuito en el sentido de las agujas del reloj, una ruta mucho más difícil porque no había cabañas en un largo trecho al otro lado del Thorung La. O un porteador nepalí que regresaba a Manang en busca de otra carga. Seguí caminando.

    Pero después de un minuto o así, ya no pude negar las campanas de alarma que sonaban en mi cabeza, aunque no sabía qué las había activado. Me di la vuelta de nuevo y entorné los ojos hacia la figura. Ésta se detuvo, y pasamos un rato mirándonos en la distancia. Luego la figura reanudó su viaje hacia mí, moviéndose a paso rápido. Y me di cuenta de que él o ella no llevaba mochila.

    Todo el mundo lleva mochilas en la senda. Los excursionistas llevan mochilas, o se les unen porteadores nepalíes que las llevan en su lugar. Otros nepalíes montan a caballo, si son ricos, o llevan madera o piedra en una dirección y botellas de Coca-Cola vacías en la otra si son pobres.

    Hice una pausa durante un rato. Sentí mucho frío de repente y quise darme la vuelta y correr. En cambio, dejé caer la mochila al suelo un momento, pasé un tiempo rebuscando en el bolsillo superior en busca de mis binoculares y los levanté hasta los ojos. Apenas los había usado en este viaje, me había recriminado un par de veces haberlos traído. Ahora estaba muy contento con ellos.

    La figura era alta, masculina, vestía tenis, pantalones grises, una chaqueta verde... y un pasamontañas. Parecía grande y en forma, y ​​se movía con determinación, y me miraba directamente mientras caminaba.

    Mucha gente tenía pasamontañas, podías alquilarlos o comprarlos en Pokhara o Katmandú, para las temperaturas bajo cero y los fuertes vientos en el día que cruzabas el Thorung La. Y hoy hacía frío y viento. Pero no tanto frío ni viento.

    Y yo estaba sólo en este sendero remoto, de catorce mil pies de altura, en el fondo de la nada, a medio mundo de distancia de mi hogar, en medio de montañas tan escarpadas y salvajes que apenas las reclamaba ningún país. El tipo de lugar donde la gente puede desaparecer sin dejar rastro.

    Miré con los binoculares, la boca de mi estómago comenzó a contraerse en un nudo frío y, mientras miraba, él me saludó. Un alegre movimiento de su mano de "¿cómo te va?". Me sonreía tras el pasamontañas. Yo me estremecí. No me gustaba ni un pelo esa sonrisa. Ahora se movía aún más rápido. Había algo en su lenguaje corporal, en la inclinación de la cabeza, en el ángulo del torso. No parecía que estuviera caminando sin rumbo por el sendero. Parecía que estaba caminando muy específicamente hacia mí.

    Recoloqué los binoculares y levanté la mochila automáticamente y reanudé mi viaje por el sendero. Esto es ridículo, me dije. No te está persiguiendo ningún asesino. Eso no le pasa a la gente. No en la vida real.

    ¿Oh sí? Pensé de pronto en respuesta. Apuesto a que eso es lo que pensó Stanley Goebel.

    Parecía una locura la idea de que quien venía hacia mí no era un excursionista (sin mochila y con un pasamontañas), sino un asesino empeñado en hacerme daño. Me dije que no podía tomarme la idea en serio. Pero ahora yo caminaba mucho más rápido, tan rápido como podía sin convertirlo en un trote, y la boca del estómago se me había apretado en un nudo frío y resbaladizo. Miré por encima del hombro. Me estaba ganando terreno.

    Esto ocurre, percibí. Ocurre todos los días en todo el mundo que las personas acaban asesinadas por otras personas. Y creo que me está empezando a pasar ahora mismo. Creo que el hombre detrás de mí está aquí para cazarme y matarme.

    No sabía qué hacer. Traté de pensar en algo, cualquier cosa, y fracasé. Seguí caminando, demasiado paralizado mentalmente para hacer otra cosa. Podía sentir que comenzaba a sudar como un cerdo a pesar del frío. Forcé desesperadamente que mi mente llegara a algún tipo de orden racional, me obligué a pensar en algún tipo de alternativa a caminar como un autómata.

    ¿Mantenerme firme y luchar? No había visto ningún arma. Volví a mirar por encima del hombro, como si esperara ver a la figura blandiendo una espada. Estaba incluso más cerca ahora, tal vez a quinientos pies. Aceleré mi paso casi al trote, pero sabía que, sin la carga de una mochila, él podría alcanzarme fácilmente. El objeto que había aplastado el cráneo de Stanley Goebel no había quedado en la escena del crimen. Yo no había visto rocas ensangrentadas cerca. Tal vez la figura tuviera un tubo de hierro oculto dentro de la chaqueta. Un tubo de hierro y un par de navajas suizas. Mi corazón latía como una ametralladora ahora.

    ¿Dejo la mochila y corro? Eso era lo más sensato, pero yo no quería hacerlo. Me apetecía empezar algo. Él correría para atraparme. Entonces ya no podría fingir un encuentro inofensivo con un hombre inofensivo. Yo quería posponer ese momento y mantener alguna esperanza de negación el mayor tiempo posible. Y probablemente me atraparía. Llevaba zapatillas de deporte, no botas de montaña, y estaba en mejor forma que yo, me di cuenta de eso.

    ¿Dejo la mochila y trepo por la pendiente, le tiro piedras? También una jugada desesperada. Y eso me alejaría del camino, lejos de cualquier esperanza de rescate.

    Todavía atrapado por el miedo y la indecisión, doblé otra curva y vi la vista más bonita del mundo. La ola de vanguardia de senderistas rumbo a Letdar. Una fila de excursionistas hasta donde alcanzaba la vista se extendía en grupos de dos, tres y cuatro. Me me había estado lamentado las multitudes, la búsqueda de camas libres, la sobrepoblación del sendero desde el momento en que puse un pie en él. En ese instante retiré todo eso.

    Un loco plan me vino a la mente. Me quedaría aquí, dejaría la mochila, lo esperaría, fingiría mantener la posición. Él llegaría aquí justo cuando llegaran los primeros excursionistas. Yo conseguiría que me ayudaran a vencerlo y lo arrastraríamos de regreso a Manang, y yo regresaría no sólo con el nombre de Stanley Goebel, sino también con su asesino. Embriagado por la aparente brillantez de este plan, encogí los hombros para dejar caer la mochila al suelo y me volví hacia la figura enmascarada.

    Quien ya había dado media vuelta. Tal vez algo en mi lenguaje corporal, alguna señal física de alivio, lo había delatado. Tal vez ni siquiera era el asesino después de todo, simplemente un excursionista con la piel sensible que salía a caminar por la mañana y acababa de recordar que había olvidado la mochila, aunque eso no parecía probable. Pero cuando los primeros excursionistas me alcanzaron, él ya no estaba a la vista. Consideré ir tras él, tratando de delegar a los recién llegados para que me ayudaran a atraparlo, pero llegué a la conclusión de que simplemente pensarían que el mal de altura me había vuelto loco. Además, no lo íbamos a atrapar, él iba con tenis y sin mochila.

    Me tomó tres intentos volver a ponerme la mochila porque estaba temblando violentamente por el miedo y la adrenalina. Me quité el sombrero, me sequé el sudor de la cara y comencé a caminar débilmente por el sendero. Los excursionistas asintieron y me saludaron al pasar. Probablemente pensaban que yo bajaba porque estaba enfermo. Parecía enfermo. Me sentía enfermo, enfermo y abrumadoramente aliviado. Sólo había sentido un miedo así una vez, en África, cuando estaba durmiendo afuera y las hienas se acercaron a nuestro campamento. El crudo miedo primario a ser una presa.

***

    Caminé muy rápido por el sendero, pasando los interminables grupos de excursionistas, pensando furiosamente. Mi primera teoría estaba equivocada, él no había ido a Manang. Me pregunté por qué. Podría haber estado muy lejos de la escena del crimen a estas alturas, pero en su lugar iba a Letdar. Tal vez sólo quería terminar la senda, pasar por el Thorung La. Tal vez era un viajero como todos los demás aquí, con una guarnición de manía homicida.

    Yo sabía vagamente dónde estaba él ahora. Lo cual no ayudaba en nada. No sabía en qué dirección iba. Muchos excursionistas usaban chaquetas verdes, incluso asumiendo que no era una de esas reversibles con diferentes colores en cada lado, y no le había visto la cara. Probablemente desaparecería entre la multitud de excursionistas y cruzaría el Thorung La mañana o pasado. Tal vez incluso hoy.

    Yo intentaba idear algún plan para atraparlo cuando me di cuenta de que estaba en Gunsang. Miré hacia la aldea abandonada y vi una media docena de nepalíes de pie alrededor de una figura familiar. Gavin, con su desgastado abrigo marrón. La Policía, me di cuenta, él los había traído aquí, al cuerpo. Caminé de regreso a la escena del crimen.

4. La Versión Oficial

    La policía consistía en cinco hombres que portaban rifles y un hombre con uniforme, una pistola y un documento de identidad de cartón plastificado que decía FUERZA REAL DE POLICÍA DE NEPAL. El nombre de ese era Laxman. Me estrechó la mano y me dejó junto a Gavin mientras investigaban la escena del crimen. La investigación consistía en agacharse y mirar el cuerpo, revisar los bolsillos y luego sacar las navajas del Ejército Suizo y envolver el cadáver en una gran lámina de plástico blanco opaco, presuntamente traída expresamente para este propósito.

    —Si tenías algo de fe en la Fuerza de Policía de Nepal —dijo Gavin—, lamento decirte que se ha extraviado mucho. Al principio querían arrestarme. Incluso me encerraron durante una noche. Al final los convencí de lo contrario. Luego decidieron que habían sido los maoístas. Luego intentaron llamar a Katmandú por teléfono vía satélite. Ese teléfono está roto, así que decidieron que, después de todo, no habían sido los maoístas. Ahora es suicidio.

    —Suicidio —dije incrédulo.

    —Correcto. Cualquier tipo de asesinato aquí sería muy malo para el turismo, ¿entiendes? Apuesto a que una vez que se pongan en contacto con Katmandú, lamentarán haber sugerido lo de los maoístas. Verás, lo que pasó fue que él mismo se sacó los ojos y estaba tan enloquecido por el dolor que se golpeó la cabeza contra la pared hasta que se la rompió. O algo así. Lo decidieron sin salir de su oficina siquiera, para que no los incomodaran las realidades de la escena del crimen. Yo insistí en que vinieran aquí para verlo —Se encogió de hombros—. Ya ves lo efectivo que fue eso. ¿Tuviste tú más suerte?

    —Buena y mala —dije—. Su nombre es Stanley Goebel —Tomé una respiración profunda—. Y creo que quien lo ha matado me persiguió esta mañana.

    Gavin se volvió y me miró. —¿Es así?

    Le conté la historia mientras los nepalíes cargaban el cuerpo al hombro, envuelto en plástico como una alfombra, y tres de ellos lo cargaban sobre los hombros de regreso al sendero. Laxman nos señaló con un dedo y dijo: —Deben seguir —Nos colocamos en fila detrás de él y comenzamos la caminata de regreso a Manang. Yo no estaba seguro de si Gavin creía que mi perseguidor era el asesino o no. Estaba empezando a dudarlo yo mismo. Tal vez sólo había entrado en pánico.

    —Dudo de que lleguemos a la lista de tarjetas navideñas de Laxman —dijo Gavin—. Alborotadores, eso es lo que somos. ¿Cómo osamos denunciar a la Policía un asesinato? —Sacudió la cabeza—. Si tienes razón, el asesino está sólo unas horas detrás de nosotros, y aquí estamos nosotros caminando en la otra dirección. Y no tiene sentido tratar de decirles lo contrario, créeme. Como una jodida pared de ladrillos. Hacen que los #notaOld Rhodey en casa parezcan modelos de mentalidad abierta.

    Caminamos en silencio, siguiendo el cuerpo como si fuera parte de una procesión fúnebre muy poco convencional. Me pregunté cuántos cadáveres habían sido cargados arriba y abajo por este sendero. Miles, probablemente. Era un antiguo sendero, con cientos de años de antigüedad, una vez que la ruta comercial utilizada para transportar sal desde el Tíbet hasta la India. Al menos eso decía la guía de Lonely Planet. Y si no podías confiar en Lonely Planet, ¿en quién podrías confiar?

***

    Manang era la ciudad más grande de este lado del Thorung La, con una población de unas mil personas. La gente del pueblo vivía en un laberinto de callejuelas estrechas y empedradas que serpenteaban alrededor de edificios de piedra gris de tres o cuatro pisos de altura. Yaks, mulas y caballos vagaban por las calles cubiertas de mierda, la mayoría atados, pero algunos libres para vagar. Al sur del antiguo pueblo de piedra había un grupo de grandes refugios de madera para caminatas, cada uno con capacidad para cien o más personas. Manang obtuvo el doble de negocios que cualquier otro lugar en el camino porque los excursionistas generalmente pasaban dos noches aquí para aclimatarse a la altitud.

    El río Marsyangdi pasaba junto a Manang, atravesado por un par de puentes de malla de alambre, y sobre él se alzaba un glaciar alpino que parecía lo bastante cercano como para tocarlo. Entre Marsyangdi y la ciudad, el terreno estaba dividido en parcelas de cultivo por muros centenarios de rocas apiladas. Aquí crecían patatas, coles y muy pocas cosas más. Había árboles, pero eran bajos y deformes. Yo había notado que los troncos de los pinos que crecían aquí se quemaban, desde hacía siglos, porque el pino crecía tan lentamente a esta altura que era denso como la madera dura.

    Había una antena parabólica que me había impresionado cuando llegué por primera vez, pero que deduje por lo que había dicho Gavin que en realidad no funcionaba. Las líneas eléctricas cubrían gran parte de la ciudad, pero la cercana planta microhidroeléctrica llevaba fuera de servicio desde hacía algunas semanas y, aunque había una pista de aterrizaje a sólo una hora al sur de la ciudad, el reparador aún no había volado desde Katmandú para arreglarla. Aunque cada uno de los principales albergues mostraba copias piratas en discos láser chinos de Kundun o de Siete años en el Tíbet todas las noches en un televisor alimentado por generador. Progreso, más o menos.

    Laxman me llevó a la jefatura de policía, una vieja habitación con paredes de piedra con un escritorio y varias sillas de madera, pulida por décadas de uso. Parecía haberse hartado de Gavin, quien se encargaba de seguir a los otros policías para ver qué pasaba con el cuerpo. Laxman se sentó a su escritorio, sacó un enorme libro encuadernado en cuero y lo abrió por el medio. La página estaba llena hasta la mitad con una escritura irregular. Cogió un bolígrafo y empezó a escribir, y noté que el libro era el diario policial oficial de Laxman. Me senté frente a él y esperé. Estaba nervioso. Originalmente habían arrestado a Gavin, lo habían encerrado durante una noche, ¿quién iba a decir que no cambiarían la historia oficial otra vez y que no nos culparían a nosotros? No podríamos hacer gran cosa si lo hacían.

    Después de un tiempo, Laxman dejó su pluma, me miró y dijo: —Pasaporte.

    Saqué mi billetera de viaje y se la pasé. Él la abrió, miró sin ver, luego me miró bruscamente. —El sudafricano dice que su nombre es Paul. Pero su pasaporte dice que es Baltasar.

    —Oh, bueno, sí, lo es —tartamudeé—. Quiero decir, Baltasar es mi nombre legal, pero todos me llaman Paul. Es una forma corta.

    Me lanzó una mirada severa e incrédula, y comencé a preguntarme si la afición de mis padres por los nombres barrocos, que ya me había causado un dolor indecible en la escuela primaria, estaba a punto de llevarme a una cárcel del Tercer Mundo. Pero él simplemente asintió e hizo otra nota en su libro.

    —Lamento que su amigo esté muerto —dijo bruscamente.

    Iba a protestar diciendo que no era mi amigo, pero decidí no confundir las cosas más de lo necesario y simplemente asentí.

    —Lamento mucho que su amigo haya elegido suicidarse —dijo enfatizando las últimas cuatro palabras.

    —Él no se suicidó —dije—. Eso es imposible. No pudo haber pasado eso. Alguien...

    —Tengo que rellenar un informe oficial —interrumpió.

    Lo miré fijamente.

    —Escribo este informe oficial y lo envío a mis oficiales superiores en Katmandú. Y al pie de este informe oficial va mi firma. La mía. No su firma. El sudafricano no lo firma. lo firmo yo. ¿Lo entiende?

    —Sí —mentí.

    —Y lo que dirá este informe oficial es que su amigo se suicidó. ¿Entiende eso?

    —Él no se suicidó —dije de nuevo—. Eso es imposible.

    —Por supuesto que no se suicidó —dijo—. No soy un completo idiota. Pero eso es lo que dirá el informe oficial.

    Abrí la boca y la cerré de nuevo y lo miré por un rato. Luego dije: —No lo entiendo.

    —No me han destinado aquí para resolver los asesinatos de hombres blancos —dijo—. Estoy aquí para ayudar a rescatar a los excursionistas que se rompen una pierna, para vigilar el Tíbet y para matar a cualquiera que yo sepa que es maoísta. Ahora bien, si un nepalí matara a tu amigo, eso sería diferente. Entonces tendría que hacer algo. Tendría que encontrar al hombre de inmediato. Si no pudiera encontrarlo, todavía tendría que encontrar a un hombre. Y sería arrestado rápidamente y enviado a pudrirse en la cárcel. Pero ambos sabemos lo que pasó aquí. Un senderista mató a otro, ¿qué me importa? ¿Viven ellos aquí? ¿Se preocupan por mi gente? Si digo que sí, esto es un asesinato, tal vez haya un escándalo. Sale en los periódicos. Se pone en el Lonely Planet. La gente se pregunta, ¿debería venir a Nepal, debería hacer senderismo? Y no me gustan los senderistas. Creo que tú puedes ver eso. No me agradas. Pero mi gente necesita vuestro dinero. Entonces, ¿arriesgarse a eso, encontrar a un excursionista que mate a otro?, ¿que razon tengo? Pronto regresará a su propio país. Que su propia policía lo encuentre cuando vuelva a matar. Si dos nepalíes van a su país y uno mata al otro, ¿se apresura su Policía a capturar al otro y ponerlo en una de sus cárceles? No lo creo.

    —Ciertamente lo hacen —dije acaloradamente, aunque no estaba tan convencido de ello como traté de sonar—. Nuestra Policía trata a todos por igual, y definitivamente nunca ignoran un asesinato en su patio trasero.

    —Yo no creo que eso sea así —dijo Laxman—. Usted es de Canadá, ¿sí? Yo he estado en Canadá. Yo era un Gurkha, ¿sabe? No piense en mí como un hombre ignorante que nunca ha estado fuera de Nepal. Serví doce años en el ejército indio y entrené una vez en Canadá. No creo lo que usted dice. Me pregunto si lo cree usted.

    —Por eso encerraron ustedes a Gavin —dije incrédulo—. Para que el tipo que lo mató tuviera tiempo de escapar.

    —Suficiente —dijo Laxman—. Ahora váyase. Continúe con su caminata. Cruce el Thorung La. Siga todo el camino de regreso a Pokhara. Y luego, por favor, vuelva a su país sin causar más problemas en el mío. Ya tenemos bastantes problemas aquí sin tener que importarlos. Gracias. Ya se puede ir.

    Después de un rato me puse de pie. Él no era un incompetente. Ciertamente no era estúpido. Simplemente no quería la molestia, y no había forma de que yo pudiera obligarlo.

    —Naturalmente —me advirtió—, si repite algo de lo que dije aquí, lo negaré y encontraré una razón para arrestarlo a usted.

    —Naturalmente —dije sarcásticamente. Y me fui. ¿Qué otra cosa podía hacer?

***

    Pasé algo de tiempo buscando a Gavin, pero tras un rato me rendí. Todavía era temprano y podía haber regresado a Gunsang, pero decidí pasar la noche en Braka, una pequeña aldea a veinte minutos a pie del aeródromo. Allí había un albergue llamado Braka Bakery y Súper Restaurante, y hacía honor a su nombre. Y no estaba de humor para viajar más ese día. Lo único que quería hacer era ducharme, comer, leer, dormir y empezar de nuevo al día siguiente. Y deja atrás al pobre Stanley Goebel.

    Llevaba otras cuarenta páginas de Guerra y paz cuando Gavin se unió a mí.

    —Otra vez tengo una habitación doble —dije.

    —Bien —dijo.

    —¿Qué le pasó al señor Goebel?

    —Hice inspeccionar su cuerpo.

    Parpadeé. —¿Inspeccionar? ¿Por quién?

    —Por una de las buenas médicas de la Asociación de Rescate del Himalaya —dijo, y se detuvo para pedir té de menta a la camarera del albergue.

    Yo había olvidado que había tres médicos voluntarios occidentales en la ciudad que trataban por igual a excursionistas y lugareños. Hacía apenas dos días habíamos ido a su conferencia sobre el mal de altura, presentada en un huerto de coles justo afuera del edificio que ocupaban.

    —¿Qué te dijo? —le pregunté.

    —Me dijo que no podía haber sido un suicidio —dijo secamente—. Me alegra mucho que hayamos resuelto eso. Y confirmó que un tal Stanley Goebel había firmado el registro de asistencia en su clínica para el mal de altura hacía dos días.

    —¿Eso es todo?

    —No todo. Ella determinó que lo mató una piedra. Fragmentos en su cráneo o algo así. Y que las navajas… bueno, eso se hizo después de que él ya estuviera muerto. Y está de acuerdo en que murió en los últimos días. Trató de buscar huellas dactilares en las navajas y la chaqueta —Se encogió de hombros—. No es exactamente su área de especialización. Pero ella cree que limpiaron las navajas.

    —¿Va a hablar con Laxman?

    —No tienen que hacerlo —dijo—. Él vino y habló con nosotros. Y dejó muy claro a todos los interesados ​​que nuestra opinión era tan valiosa como un pedo en un huracán, y que si él así lo deseaba, podía expulsarnos de Nepal, o posiblemente encarcelarnos por interferir en una investigación policial.

    —Más o menos lo que me dijo a mí —dije.

    —Para su crédito, la Dra. Janssen no parecía particularmente intimidada. Pero no creo que importe mucho que ella diga algo o no. Que nosotros digamos algo o no.

    Asentí, lentamente, pensando en ello mientras él se servía un vaso de jugo de espino amarillo, una bebida intensamente ácida hecha de una baya local. Él estaba en lo cierto. Aunque Laxman se transformara de pronto en un Sherlock Holmes altamente motivado, el asesino de Stanley Goebel escapararía. No había pruebas de ningún tipo. Aunque hubiera sido él quien hubo estado el camino detrás de mí, un evento que yo comenzaba a pensar como un ataque de paranoia en lugar de un encuentro con un asesino, eso simplemente lo reducía a uno de la multitud en Letdar o Thorung Phedi esta noche. Podrían haber cerrado las aldeas e interrogado a todos los viajeros y aún así no habría servido de nada.

    —Así que creo que sólo hay una cosa que podemos hacer —dijo Gavin.

    —¿Cuál? —le pregunté.

    —Que le jodan a todo —Levantó su copa en un brindis fingido—. Por Stanley Goebel, sin lamentaciones y sin venganza. Allí, salvo por la gracia de Dios, vamos todos nosotros.

    Choqué mi té de limón contra su jugo de espino amarillo y bebimos por el muerto.

5. Arriba, y Abajo Otra Vez

    En el sueño yo estaba escalando el monte Everest. Había una tormenta de nieve, pero yo sabía que estaba en el Everest, casi en la cima, subiendo el escalón vertical de Hillary en una cuerda fija. Parecía notablemente fácil y sentí una vertiginosa sensación de triunfo. Cómete el corazón, Jon Krakauer, pensé. Estaba casi cerca de la cima, donde me esperaban dos figuras. Las reconocí, dos viejos amigos, pero no pude recordar sus nombres. Me impulsé más arriba, cerca de la cima, donde la cuerda estaba anclada alrededor de un poste de hierro oxidado y la ventisca se hacía más fina, y los vi claramente. Laura y Stanley Goebel. Me miraban con navajas en los ojos. Sentí que me resbalaba y, cuando miré hacia abajo, vi que la congelación había tornado mis dedos del azul del hielo glacial. Traté de subir a la cima y; lentamente, uno a la vez; mis dedos se cayeron de mis manos hacia la nieve arremolinada. No dolió en absoluto. Intenté agarrarme con los pulgares, pero también se rompieron como carámbanos y cayeron, y yo volví a caer en la ventisca. Durante un momento todo se oscureció, luego estaba acostado boca arriba en un banco de nieve y el sol brillaba intensamente en mis ojos. Lo logré, pensé. Y luego un hombre con un pasamontañas se agachó sobre mí. Y no podía moverme. Se había formado hielo a mi alrededor, atrapándome en el suelo. Algo brillaba en la mano del hombre.

    —Paul —susurró Gavin con urgencia, zarandeándome para despertarme—. Hora de irse.

    Emití ruidos guturales, abrí los ojos, levanté la cabeza. Estaba envuelto en mi saco de dormir, completamente vestido, con sólo una rendija muy estrecha abierta para dejar entrar el aire bajo cero. El Campamento Thorung High, recordé. Ahí era donde estábamos. Excepto que Jim-Bair-el-Norteamericano lo había rebautizado como Campamento de Muerte Thorung.

    —¿Qué hora es? —le pregunté.

    —De noche —dijo—. Amanecerá en media hora. Prepara tu equipo. Te pediré un poco de té.

    Él salió. Normalmente yo habría vuelto a meterme en el saco de dormir y habría dormido una hora más, pero hoy era el gran día, hoy cruzábamos el tan discutido Thorung La. Me recuperé, me puse las botas y preparé mi mochila Maglite. Los otros dos ocupantes de la habitación aún dormían. El suelo de grava crujía bajo mis pies mientras me tambaleaba hacia la puerta y salía. Dejé la mochila contra la pared del largo y bajo bungalow y me dirigí a la letrina. Mi aliento formaba espesas nubes en el aire. Arriba, el cielo estaba repleto de estrellas, imposiblemente claras y brillantes. A mi alrededor estaba el crudo paisaje lunar de dieciséis mil pies, ligeramente cubierto de nieve. Nieve para Gavin por fin, hurra.

    Me tragué tres tazas de té, compré tres barras de Snickers como comida para la travesía del día, llené mi botella de agua de los bidones del Campamento High y nos pusimos en camino cuando el amanecer comenzaba a teñir el cielo del este. Gavin hizo la primera bola de nieve de su vida y me la tiró. Tanto su técnica como su puntería eran pésimas, y le demostré cómo se hacía.

    Después de eso nos tranquilizamos y caminamos. Fue una caminata empinada, pero no tan empinada como la subida casi vertical del día anterior desde Thorung Phedi hasta el Campo de Muerte de Thorung. Y después de casi dos semanas de caminata cuesta arriba, mis músculos eran de hierro. Anoche había tenido dolor de cabeza, pero ahora me sentía genial, vibrantemente vivo. Muchos de los habitantes del Campo de Muerte habían parecido suicidamente miserables la noche anterior. Me alegró haber tenido el beneficio de una aclimatación adicional de dos días alrededor de Manang. Aun así, había sentido hipoxia. Había intentado jugar a las cartas, pero sin poder sumar ni recordar los puntajes; había tratado de leer, pero sin poder concentrarme en más de una oración a la vez. Al final, como todos los demás, simplemente había esperado a cansarme lo suficiente como para quedarme dormido mientras bebía mucha sopa de ajo y té de limón. Los médicos de HRA nos habían dicho que la hidratación era clave para minimizar el mal de altura. Según los nepalíes, el ajo, y mucho, era la cura.

    Uno de ellos pareció haber funcionado. Yo respiraba rápidamente, pero no jadeaba, y me movía a un ritmo constante. Gavin, que estaba asombrosamente en forma y parecía prosperar a medida que el oxígeno se agotaba, caminaba más rápido y hacía menos descansos que yo, y pronto desapareció en la distancia. Eso me convenía. Nos llevábamos bien, pero ambos estábamos listos para romper nuestra asociación de viaje de una semana. Ambos éramos solitarios de corazón.

    Mi sueño no se había disipado, lo cual era inusual. Por lo general, olvido mis sueños por completo en los momentos en que me despierto. Este tenía resonancia. Nos habían advertido en la conferencia de la HRA del campo de coles que podríamos tener sueños extraños y vívidos aquí arriba, y supuse que descubrir un cadáver y tal vez ser perseguido por un asesino contribuiría a ello.

    Todavía no había decidido si el hombre enmascarado era un asesino o no. No tenía ningún sentido que Joe Senderista Cualquiera saliera a caminar sin mochila y con un pasamontañas, y luego retrocediera abruptamente justo cuando yo tomé una curva y vi que el sendero ya no estaba vacío. Pero tampoco tenía sentido que regresara de Letdar para localizarme. Sí, averigüé el nombre de su víctima, ¿y qué? ¿En qué lo amenazaba eso? ¿Por qué no iba él a querer seguir subiendo por el sendero? Había cometido el crimen perfecto. No necesitaba rastrearme, eso sólo lo ponía en más peligro. A menos que pensara que yo había descubierto algo más, algo que lo identificara. Aunque yo no podía imaginar lo que podría ser.

    De hecho, me detuve de repente, no para tomar un descanso, sino porque mis pensamientos corrían en este aire enrarecido y se me había ocurrido una pregunta por primera vez. ¿Por qué habíamos encontrado el cuerpo? Presuntamente, el asesino había arrojado la mochila de Stanley Goebel y la piedra que había usado para matarlo por el acantilado cerca de donde había tenido lugar el asesinato. ¿Por qué no se habría deshecho del cuerpo de la misma manera? ¿Qué motivo tenía para dejarlo allí y que lo descubrieran?

    Quizá había llegado alguien que lo había visto después de que él tirara la mochila y la piedra, pero antes de deshacerse del cuerpo. Posible. Parecía poco probable, pero era posible. Pero entonces, ¿por qué no se había deshecho primero del cuerpo?

    ¿Quería que se descubriera? ¿Había algo psicológico enfermizo con las navajas y él quería que el mundo viera lo que había hecho? ¿Quería que el mundo viera a Stanley Goebel desfigurado? Pero Abigail había dicho que viajaba sólo. Presumiblemente, el asesino era un completo extraño o un conocido muy reciente. Entonces, ¿por qué esta odiosa mutilación?

    Otro caminante me pasó y reanudé mi lento camino hacia arriba, pensando. El cuerpo de Laura también podría haber sido eliminado. O al menos escondido fuera de la vista entre las rocas y la maleza. En su lugar, se dejó envuelto en la arena negra de la playa Mile Six como una bandera ensangrentada. ¿Por qué llamar la atención?

    ¿Cuál era la conexión? Tenía que haber una conexión, decidí. Dos asesinatos igualmente perversos, de viajeros en países del Tercer Mundo; dos perfectos crímenes irresolubles; tenían que estar conectados por algo más que mi presencia. Pero ni siquiera podía empezar a pensar en cuál podría ser la conexión. Y sentí que ni siquiera debería intentarlo. No debería pensar más en Laura. Había estado pensando en ella durante dos años. Ya era hora de dejarla ir.

    Casi una hora después de dejar el Campamento de la Muerte, llegamos a una casa de té que, según los informes, estaba a mitad de camino hacia la cima. Me comí con cierta dificultad una barra de Snickers congelada y pagué un dólar estadounidense completo para acompañarla con té de limón servido en una tacita de metal. Mis manos estaban frías, incluso dentro de las dos capas de guantes que había alquilado en Pokhara, y me quité los guantes y me calenté los dedos en la taza, pensando incómodamente en mi sueño. El agua tenía una temperatura de ebullición mucho más baja a esta altitud, por lo que el metal no era incómodamente caliente.

    Seguí adelante, pasé junto a un grupo de turistas franceses que usaban bastones de esquí y que necesariamente se movían a la velocidad de su miembro más lento, siguiendo barras de hierro de seis pulgadas grabadas con números aparentemente aleatorios que sobresalían de la fina capa de nieve para marcar el camino. El sol había salido detrás de nosotros y los picos nevados a nuestro alrededor brillaban como diamantes. Los únicos colores del paisaje eran tierra gris oscuro y nieve blanca. Era asombrosamente hermoso, como caminar a través de una pintura del Grupo de los Siete. Troté lenta pero constantemente en la gruesa grava oscura, moviéndome a un ritmo constante y cómodo. Un viejo fondo marino, recordé. Los fósiles acuáticos se encuentran en la cima del monte Everest. Hace mucho tiempo, antes de que la India se sumergiera en el continente asiático y empujara los pliegues del Himalaya hacia el cielo, esta misma tierra sobre la que caminaba había estado muy por debajo del mar.

    Pasé un cairn en el lado izquierdo del camino; un turista americano, según la lápida, que había muerto aquí no hacía mucho. No indicaba si había sido una tormenta de nieve o el mal de altura lo que lo había atrapado. O un asesino.

    Y luego alcé la vista y vi un resplandor de color más adelante. Hileras de banderas de rezo budista triangulares por cientos, rojas, amarillas, verdes, azules y blancas, adornaban la cúspide de nuestra caminata. Anticipado, temido, hablado en voz baja durante dos semanas: el Thorung La.

    Aquí había una casa de té —reconstruida todos los años, según la guía, después de ser destruida por el invierno— y una multitud de excursionistas triunfantes se arremolinaban y se tomaban fotos unos a otros. Yo no estaba de humor, pero conseguí que una chica holandesa me tomara una foto frente al letrero que informaba que había alcanzado la altitud de 5.400 metros, o 17.500 pies, la misma altura que el campamento base del Everest. Comí otra barra de Snickers y tomé otra taza de metal del té de limón más caro de Asia, y traté de averiguar por qué me sentía tan decepcionado.

    Las rocas del otro lado del paso eran de color marrón y beige y, si entornaba los ojos, podía distinguir una mancha verde muy por debajo. Muktinath, supuse. Un oasis en el desierto de la meseta tibetana, según mi guía Lonely Planet, políticamente nepalí, pero en términos de cultura, etnicidad y geografía, era parte del legendario y misterioso Tíbet. Eché un último vistazo a la limpia y austera panorámica y comencé la larga caminata de descenso.

***

    Cuesta abajo era un infierno. Cuando por fin llegué a Muktinath, pensé que mis rodillas se doblarían y colapsarían. Pasé tambaleándome por la serie de templos en las afueras de la ciudad, caminé hasta el primer albergue que vi y pedí una cama. Pero estaban llenos. Fui al siguiente, y al siguiente, y al siguiente; fue en el cuarto donde tenían una cama supletoria. Me derrumbé en ella, sorprendido por la escasez de alojamiento, porque sabía que yo tenía que formar parte de la ola de vanguardia. La mayoría de los que cruzaban ese día habrían comenzado en Thorung Phedi, una buena hora por debajo del Campamento de la Muerte.

    Me obligué a levantarme y me lavé con un balde de agua. No había agua caliente, pero no me importó. Me afeité con un trozo de un espejo roto. Quería lavar mi ropa, pero una familia nepalí usaba el grifo comunal más cercano a mi albergue para llenar una serie de grandes baldes, así que fui al puesto de control de la Policía para registrarme. El policía aburrido hojeó mi pasaporte, selló mi permiso de senderista e hizo un gesto hacia el libro mayor. Anoté mi nombre, nacionalidad, número de pasaporte, etc. Gavin ya se había registrado. Pasé las últimas páginas del libro, pensando para mis adentros que en algún lugar estaba el nombre del asesino.

    Y entonces lo vi. Ocho páginas y dos días atrás. Stanley Goebel, decía la entrada. Número de pasaporte y todo.

    Lo miré hasta que un par de excursionistas se me acercaron por detrás y el policía me indicó que abriera paso. Miré el libro mayor mientras éstos realizaban el procedimiento. ¿El asesino de Stanley Goebel había tomado su identidad? ¿Usado su pasaporte? ¿O Stanley Goebel estaba bien vivo y el hombre muerto era otra persona? ¿Se había equivocado Abigail la australiana? ¿O había mentido?

    Quise una foto de esa entrada, y tenía mi cámara conmigo, pero podía imaginarme fácilmente que el policía se mostraría reacio a dejarme tomar una; así que después de que los dos excursionistas se fueron, saqué mi cámara, encendí el flash y le pregunté al policía si podía tomarle una foto, volteando distraídamente el libro mayor a la página apropiada. Él infló su pecho con orgullo, y le tomé una foto a él y, por accidente, a una foto del libro mayor al bajar la cámara. No estaba seguro de qué resultaría, pero tendría que servir.

    Regresé a mi cabaña con la mente agitada. Pedí fideos fritos con queso y verduras y escribí en mi diario hasta que llegó la comida. No me di cuenta de lo hambriento que estaba hasta que el plato estuvo frente a mí. Después de que estuvo vacío, volví a mi habitación para dar descanso a mis piernas y con la intención de localizar a Gavin en cualquier alojamiento en el que estuviera para contarle las noticias.

    Pero no hice eso. En cambio, cerré los ojos y los reabrí mucho después del amanecer.

    Mis piernas estaban bien al día siguiente. A menos que tratara de ir incluso un poco cuesta abajo, en cuyo caso rayos de agonía se disparaban a través de mis rodillas y cuádriceps con cada paso. Supe a los pocos minutos de levantarme de la cama que ese día yo no saldría de Muktinath. Eso; y el hecho pronto descubierto de que este lado del Thorung La era la mitad fácil del circuito de Annapurna y, por lo tanto, que estaba superpoblado con grupos de veinte o treinta regordetes turistas alemanes; explicaba por qué era difícil encontrar una habitación en Muktinath. Me pregunté qué les pasaba a los que llegaban tarde al paso. Yo no los envidiaba, por fin llegarían a lo que pensaban que era su destino después de uno de los días más agotadores físicamente de su vida, sólo para descubrir que no había plazas en la posada y que tenían otra hora por delante hasta llegar al siguiente grupo de albergues.

    Yo podía caminar por la ciudad, aunque lenta y rígidamente, y busqué a Gavin, pero él ya no estaba. Y tal vez eso era lo mejor. ¿Por qué repetirlo? Sí, la aparición del nombre Goebel en el libro mayor de Muktinath era misteriosa; y sí, en el fondo de mi mente yo había tenido la idea de que podía enviar mi foto del cuerpo al médico de la HRA que había examinado el cuerpo, cuyo nombre Gavin podría decirme, para compararlo con la letra utilizada que Stanley Goebel había escrito al registrarse en el libro mayor de Manang; pero, en serio, ¿de qué iba a servir eso? Independientemente del nombre, un hombre había sido asesinado y su asesino había salido impune. No tenía sentido examinar las cenizas de esos dos fríos hechos.

    Y aún así eran todos los porqués los que me molestaban. ¿Por qué había habido un asesinato en primer lugar? ¿Por qué las navajas? ¿Por qué no se había ocultado el cuerpo? ¿Por qué el hombre enmascarado me había seguido en el camino? Y ahora, ¿por qué esta confusión sobre el nombre? Y la pregunta más fundamental: ¿por qué era todo tan parecido al asesinato de Laura Mason en Limbe, Camerún, hacía más de dos años?

***

    Era una noche típica en el camión. No, borra eso; era una buena noche. No había llovido. Chong, Kristin y Nicole habían cocinado y limpiado. Por una vez, había mucha leña e hicimos una gran fogata, y Steven, Hallam y yo pasamos la guitarra de un lado a otro y cantamos canciones. Algunos lugareños curiosos se habían puesto en cuclillas y nos miraban, pero no eran las grandes multitudes que a veces atraíamos en el desierto y en Nigeria. Limbe era una parada bastante habitual para camiones terrestres y sus bastante cosmopolitas ocupantes.

    Después de cenar, Laura, Carmel, Emma y Michael fueron a nadar a la playa de arena negra. Yo no estaba de humor para nadar, así que me quedé con el resto. Tocamos la guitarra y pasamos porros y todos se pusieron un poco bolingas. Recordamos con cariño la comida épica que tuvimos en Nigeria, las #notaspacecakes en Dixcove, el #notaFanIce en Ghana. La comida siempre era un tema popular en el camión. Hablamos sobre si encontraríamos una forma de llegar por tierra a Kenia. En aquel momento todavía teníamos esperanzas. Se habló de pasar por Chad.

    Finalmente se hizo tarde. Carmel, Emma y Michael habían regresado. Asumí que Laura había regresado a nuestra tienda y se había ido a dormir. Decidí acompañar a Hallam y a Nicole a nadar a medianoche antes de reunirme con Laura en la tienda. Hallam tomó su Maglite de tamaño mediano para iluminarnos el camino, a pesar de que la luna brillaba y no parecía necesario. Cuando la vi por primera vez, pensé que era un animal muerto, un perro grande o algo así, tirado en un charco. No fue hasta cinco o diez segundos de Hallam apuntándola con la luz que mi mente finalmente hizo clic y la identificó. Creo que les ocurrió lo mismo a Hallam y a Nicole. Quienquiera que había matado a Laura la había desnudado y destripado como un animal, y ella había muerto con las manos en el vientre, tratando patéticamente de evitar que se le derramaran las entrañas. La habían amordazado con un trapo negro. Y había navajas en sus ojos.

***

    Al día siguiente pude caminar y caminé a través del paisaje desértico de Arizona, a la sombra de Dhaulagiri, la séptima montaña más alta del mundo, hasta el pueblo medieval de Kagbeni al final del remoto valle de Mustang. Al día siguiente caminé por el casi seco lecho del río Kali Gandaki hasta la ciudad de Jomsom, incluso más grande que Manang. No quería hacer más caminatas y Jomsom tenía una pista de aterrizaje. Compré un pasaje de avión de Buddha Air. A la mañana siguiente me abrí paso entre el kafkiano caos del aeropuerto de Jomsom, donde habían demolido el viejo edificio y aún no se habían atrevido a construir otro. Embarqué en un avión de hélice sobrecargado con bolsas de las manzanas que crecían alrededor de Jomsom. Los motores eran tan ruidosos que nos dieron bolitas de algodón para los oídos. El avión me llevó desde el desierto del Lejano Oeste de Jomsom, sobre bosques de coníferas, bosques caducifolios y colinas en terrazas con arrozales y selva subtropical, de regreso a la ciudad de Pokhara, cinco días de caminata comprimidos en veinticinco minutos. Mi Circuito en Annapurna estaba completo.

6. La Vida en un Planeta Solitario

    El senderismo es maravilloso, pero era bueno estar de vuelta en la civilización. El distrito Lakeside de Pokhara era como Disneylandia para los mochileros; nada más que restaurantes, bares, librerías, tiendas de souvenirs, supermercados, farmacias, tiendas de senderismo, salones de masajes, tiendas de música, bancos, tiendas de fotografía, agencias de viajes, cibercafés y casi cien albergues provistos de agua corriente y electricidad fiable. Podría haberme tirado desnudo en paracaídas en Lakeside de no haber sido por mi pasaporte y tarjeta de cajero automático y estar completamente equipado para viajar en veinticuatro horas.

    Fui a la Posada del Valle Sagrado, alquilé una habitación, saqué de la taquilla el equipo que yo había considerado no esencial para la caminata y me di una larga ducha caliente. Comí bistec a la pimienta, bebí vino y leí un International Herald Tribune de dos días atrás en el Moondance Café, que no habría parecido fuera de lugar en ningún país del primer mundo, excepto por sus precios asequibles. Cambié mi ejemplar de Guerra y paz y cien rupias por un ejemplar de contrabando de El leopardo de las nieves de Peter Matthiessen. Llevé mis fotos de senderismo a una tienda de cámaras para que las revelaran.

    Y luego continué con mi investigación.

***

    Empecé con la Policía y, como esperaba, no fueron de ayuda. No habían oído que un hombre había muerto en la travesía. No querían contactar con sus compatriotas en Manang para ver si había novedades. Era mejor que yo esperara a que se presentase el informe oficial en Katmandú antes de hacer nada. No serían más de unos meses.

    Después de eso llamé a la Embajada de Canadá en Katmandú.

    —Bienvenido a Canadá, bienvenue au Canada —dijo una voz incorpórea—. Para el servicio en inglés, pulse uno. Pour service en français, appuyez sur le deux.

    No pulsé nada, habiendo aprendido hacía mucho tiempo la mejor manera de evitar los laberintos de correo de voz. Al cabo de un rato empezó a sonar un teléfono y contestó una mujer real y viva.

    —¿Hola? —djo ella.

    —Hola —dije—. Mi nombre es Paul Wood. Soy ciudadano canadiense. Llamo desde Pokhara. Llamo porque quiero saber si le han dicho que un hombre canadiense llamado Stanley Goebel fue encontrado muerto mientras caminaba por el distrito de Annapurna.

    —Un momento, por favor —dijo ella como si recibiera este tipo de llamadas a todas horas y fuera a transferirme a una extensión reservada específicamente para confirmaciones de defunción. Entré en el limbo de la espera.

    —¿Hola? —dijo un hombre por fin—. ¿Puedo ayudarle?

    Repetí mi perorata y entré en espera una vez más.

    —¿Hola? —dijo un hombre diferente—. ¿Está llamando por Stanley Goebel?

    —Sí, así es —dije.

    —¿Y quién es usted?

    —Mi nombre es Paul Wood, soy ciudadano canadiense.

    —¿Y cuál es su interés en el asunto?

    —Yo encontré el cuerpo.

    Hubo una pausa mientras el hombre asimilaba eso. Luego dijo: —Bueno, gracias por llamar, pero el gobierno de Nepal ya nos ha informado sobre el Sr. Goebel. Su familia ha sido notificada y su cuerpo está de camino a casa.

    —¿De qué le informó exactamente el gobierno de Nepal? —le pregunté.

    Creo que él pudo oír el tonillo en mi voz, y comenzó a erigir un muro burocrático para esconderse detrás: —El informe final aún no se ha presentado —dijo con cautela—, pero nos han comunicado de manera informal que el Sr. Goebel lamentablemente se suicidó.

    —¿Ah, sí? Bueno, le llamo para informarle que lamentablemente ese no es el caso. El señor Goebel fue asesinado.

    —¿Disculpe?

    —Asesinado —repetí—. Asesinado con violencia. Alguien le abrió la cabeza y le clavó navajas en los ojos, y la policía nepalí miente descaradamente al respecto porque no se molestan en ocuparse de un asesinato. Tengo fotos que lo prueban.

    —Señor... ¿cuál era su nombre?

    —Paul Wood.

    —Sr. Wood —dijo—. Yo mismo he leído el informe nepalí y afirma definitivamente que el Sr. Goebel obviamente se suicidó, y no menciona ninguna navaja…

    —Yo soy la persona que encontró el cuerpo —dije pronunciando cada palabra lenta y claramente—.Le digo que el informe nepalí es un montón de mentiras.

    —Mire, Sr. Wood, obviamente no puedo aceptar esas afirmaciones a menos que sean confirmadas por la policía de Nepal.

    —La policía no quiere hacer nada con eso.

    —Sr. Wood... Obviamente, apreciamos que nos llame para ayudarnos con este trágico caso, pero si no tiene ninguna prueba de lo que dice, es muy poco lo que podemos hacer. El único documento oficial aquí es el informe nepalí, y dice claramente que la muerte fue un suicidio.

    —¿El único documento oficial? —dije incrédulo—. ¿Eso es lo que te importa? ¿Si tengo o no documentos oficiales? Tengo fotos que muestran sin lugar a dudas que fue asesinado.

    —A ver, por supuesto, si desea ponerse en contacto con la policía de Nepal para ayudarlos con su investigación, puedo ponerlo en contacto con algunos de los funcionarios relevantes que estoy seguro que estarán muy interesados ​​en las fotografías que usted tiene. Como dije, el informe aún no es definitivo y aún puede modificarse.

    —¿Cómo se llama usted? —exigí.

    Después de una larga pausa, dijo a regañadientes: —Mi nombre es Alan Tremblay.

    —Está bien. Sr. Tremblay, le acabo de decir que un compatriota canadiense fue asesinado a sangre fría allá arriba, que la policía nepalí lo está encubriendo y que tengo fotografías que lo prueban. ¿Entiende que eso es lo que he estado diciendo?

    —Lo entiendo, pero nuestra política es aceptar el informe oficial y la investigación del gobierno de Nepal en lugar de denuncias telefónicas de asesinato mal fundamentadas de un viajero cualquiera.

    —Lo entiende bien, pero simplemente no le importa una mierda, ¿es eso?

    —Sr. Wood, creo que eso está completamente fuera de lugar. Estoy perfectamente dispuesto a ponerlo en contacto con algunos oficiales de policía de Nepal si desea ayudarlos en su...

    Colgué.

    Todavía estaba echando humo cuando regresé a la tienda de Foto Revelado en 1 Hora y recogí mis fotos. Me detuve en un café y compré una Coca-Cola, un poco sorprendido de que mi adicción al té de limón se hubiera desvanecido abruptamente ahora que el senderismo había terminado, y bebí un sorbo mientras hojeaba las imágenes. Monos, puentes desvencijados, imponentes cataratas, pueblecitos, ruedas de oración, muros de maná, caravanas de mulas, montañas, montañas y más montañas, compañeros de viaje, yo en el Thorung La. Y esas tres tomas del cadáver, un poco sobreexpuestas. Y mi foto del libro mayor de Muktinath. Eso había salido perfectamente y podía distinguir muy claramente la entrada de Goebel.

    Se me ocurrió una idea, pagué mi Coca-Cola y fui a la oficina de Pokhara de la Autoridad de Conservación de Annapurna. Habíamos tenido que registrarnos aquí para obtener nuestros permisos de senderista. La oficina estaba en silencio y al hombre detrás del escritorio no le importaba si revisaba su libro para ver cuándo mis amigos habían comenzado el viaje. Revisé dos semanas de entradas y comencé a estudiarlas minuciosamente. Y encontré la entrada de Stanley Goebel, con letra pulcra, sólo media docena de lugares por delante de la mía. Debía de haber estado prácticamente a mi lado en la fila esa mañana.

    Su letra en este libro mayor era muy diferente a la de la foto. Claramente era obra de otra persona.

    Así que: después de matar a Stanley Goebel, el asesino usó su nombre, y presumiblemente su pasaporte y permiso de viaje, para registrarse en Muktinath. Por ninguna razón concebible. Demonios, los puntos de control eran, en la práctica, opcionales, podías pasar junto a ellos si querías y nadie te exigía que te registraras.

    Ninguna razón lógica concebible, eso es. Pero entonces no había ninguna razón lógica concebible para matarlo en primer lugar. Tal vez no viajaba sólo, tal vez comenzó sus viajes con un amigo, y tuvieron una pelea, y el amigo decidió seguirlo y matarlo. Quizás fue asesinado por alguien que disfrutaba matando gente y fingiendo ser la víctima durante un tiempo. ¿Quién sabe qué mal acecha en el corazón de los hombres? Pensé. Claramente, este era un caso para la Sombra, no para mí.

    Estaba a punto de quedarme sin opciones. A Nepal no le importaba. A Canadá no le importaba. Sentí que, como mínimo, yo tenía la responsabilidad de escribir todo esto, documentar lo que había sucedido, contárselo a alguien en caso de que volviera a suceder. Pensé en la Interpol. No estaba seguro de lo que hacían, pero sabía que eran una especie de fuerza policial internacional. Pero ¿qué iban a hacer exactamente si los nepalíes ponían obstáculos?

    Desesperado, me decidí por el último refugio de todo teórico de la conspiración: Internet.

    Los cibercafés que llenaban Pokhara habían llegado a un acuerdo comunal que mantenía los precios de acceso a Internet a siete rupias por minuto, unos seis dólares estadounidenses la hora, casi diez veces el precio en Katmandú. Era un descarado capitalismo de cártel al estilo de la OPEP y tenía que admirarlo, aunque me preguntaba cómo mantenían a raya a los miembros. Si alguien intentaba impulsar su negocio compitiendo en precio, ¿el cártel lo sacaba y lo golpeaba con un palo?

    Me senté en uno que competía en calidad, con una línea ISDN de velocidad relativamente alta en lugar de las conexiones telefónicas lentas y estáticas que usa la mayoría. Las computadoras eran nuevas, probablemente fabricadas en la India, y venían con auriculares que se usaban para hacer llamadas telefónicas inaudibles y ásperas a través de Internet. Inicié Internet Explorer y luego escribí en la barra de direcciones: thorntree.lonelyplanet.com.

***

    Hay que verlo para creerlo. Con el trazo de un bolígrafo, sus escritores pueden convertir puntos de acceso en pueblos fantasmas o atraer a miles de viajeros a lo que había sido un remanso. Pueden determinar con una sola palabra bien escogida si los propietarios de los alojamientos y sus familias serán ricos o estarán en bancarrota dentro de un año. Tienen control sobre todo el presupuesto de viajes en los países en desarrollo: quién va allí, cuándo, adónde van y qué hacen. Los viajeros experimentados hablan del “efecto Lonely Planet” cuando recomiendan un lugar o una actividad no mencionada hasta ahora y que genera una avalancha de viajeros, el surgimiento de cien alojamientos y tiendas de souvenirs, y una ola de comercialización y tráfico excesivos que casi inevitablemente destruyen la calidad que causó la recomendación en primer lugar.

    Por supuesto, esto no es culpa de ellos. La culpa es de las hordas de viajeros que siguen fielmente su biblia de Lonely Planet sin aventurarse ni una vez fuera de su manto de seguridad; y del mundo, por tener tantos viajeros de bajo presupuesto y tan pocos lugares mágicos a los que poder acceder de forma económica y cómoda. Lo único que hace Lonely Planet es publicar guías mejores que las de la competencia. Como resultado, el noventa por ciento de los viajeros en los países en desarrollo confían en ellas para recibir orientación.

    Dado que las guías sólo se actualizan cada año o dos, y los destinos cambian más rápido, Lonely Planet mantiene un sitio web donde brindan actualizaciones recientes sobre los cientos de países que cubren. También proporcionan un foro llamado Thorn Tree donde los viajeros de Lonely Planet pueden hablar entre ellos. Thorn Tree me pareció el mejor lugar para contarle al mundo lo que yo había encontrado. Después de todo, a pesar de mis muchas reservas, yo mismo era un viajero de Lonely Planet. Parecía correcto que le dijera a mi gente lo que había descubierto. Eso era lo mejor que se me ocurría hacer.

***

    Inicié sesión como "PaulWood" y creé un nuevo tema en el área del subcontinente indio titulado "Asesinato en el circuito de Annapurna". Pensando que eso debería llamar la atención. Luego escribí lo que había sucedido tan simple y brevemente como pude. No mencioné las navajas, parecía gratuito hacerlo. No mencioné que me habían perseguido por el camino. No mencioné Camerún. Hablé sobre el hallazgo del cuerpo, sobre el descubrimiento de su nombre, las obstrucciones de la Policía nepalí, el libro mayor de Muktinath, la inútil embajada de Canadá. Terminé con una advertencia, para aquellos en la región, de que había un verdadero asesino vivo suelto y una súplica para que cualquiera que supiera algo se pusiera en contacto conmigo y/o publicara lo que sabía aquí.

    No me preocupaba la advertencia de Laxman de no causar más problemas. Por un lado, dudaba que las fuentes oficiales del gobierno nepalí leyeran Thorn Tree. Por otro, esto apenas calificaba como problema. Unos miles de personas lo leerían y sacudirían la cabeza con sorpresa y consternación, suponiendo que los editores web de LP no lo censuraran en primer lugar, y en unas pocas semanas el tema desaparecería, Thorn Tree era un lugar ocupado. En el mejor de los casos podría reducirse a una mención de una sola línea en la sección "Peligros y molestias" de la próxima edición de Senderismo en el Himalaya de Nepal del LP. Y ese sería el lugar de descanso final de Stanley Goebel.

    Cuando terminé era de noche y yo estaba cansado. Me fui a la cama en mi cómoda habitación doble del Sacred Valley Inn, y otra ola de anhelo me invadió de repente, un deseo profundo y desesperado de vivir en un universo paralelo donde Laura nunca había sido asesinada, que ella estaba aquí conmigo, que podía sostener su calor en mis brazos y apoyar mi barbilla en su hombro y oler el olor limpio y dulce de su cabello. Me alegré de estar tan cansado, eso hizo que dormir fuera mucho más fácil de lograr.

    Cuando me desperté, me duché, me lavé los dientes y fui directamente al cibercafé más cercano. No pensaba que hubiera ninguna respuesta todavía, pero podría haberla. Tambolireé con los dedos mi impaciencia mientras escuchaba el chirrido del protocolo de acceso telefónico, un sonido tan ubicuo y reconocible en todo el mundo como una canción pop.

    Había tres respuestas, cada una muy breve.

    Anónimo 27/10 08:51: ¿Qué puedo decir sino "joder"? Tengan cuidado ahí arriba. ¿Quizás El Toro cambió de continente…?

    Jen Belvar 27/10 11:08: ¿Qué es El Toro?

    Anónimo 27/10 14:23: Presunto asesino en serie en la senda africana. Lea el texto del recuadro en "África: el Sur".

    No significaba nada que el primer y el tercer mensaje fueran anónimos. Casi la mitad de las publicaciones de Thorn Tree eran de usuarios que no se molestaban en iniciar sesión. Tal vez eran de la misma persona, tal vez no. Aquel era un lugar para intercambiar información, no identidad.

    Miré la pantalla durante mucho tiempo. Específicamente en la frase asesino en serie. Yo no la había articulado antes. Luego fui a la librería más grande de Pokhara. En un estante lleno de los últimos libros de LP tenían nada menos que dos ejemplares de "África: el Sur", envueltos en plástico, lo que me pareció extraño, ¿cuántas personas vuelan desde Katmandú hasta Johannesburgo? Los convencí para que me dejaran abrir el plástico y leerlo durante unos minutos a cambio de doscientas rupias.

7. El Cuento del Toro

    Texto en recuadro, página 351, edición de 1998 de Lonely Planet de "África: el Sur":

El Toro

    Cuando este libro entró en imprenta, se había extendido como un reguero de pólvora el rumor de que hay un asesino en serie que tiene como objetivo a los mochileros en el sur de África. Es cierto que ha habido varios asesinatos de viajeros de bajo presupuesto en la región en los últimos meses, pero nuestra investigación nos lleva a creer que no están conectados.

    El rumor dice que un hombre que se hace llamar El Toro deambula por la región, encuentra viajeros solitarios, los acompaña a lugares apartados y luego los asesina y les mutila los ojos. Se dice que el Toro es un mochilero europeo, no un residente africano, y se alega que dejó un rastro de cuerpos desde Ciudad del Cabo hasta Malawi y viceversa.

    Los hechos son que cuatro viajeros independientes han sido encontrados asesinados en los últimos tres meses: dos en Sudáfrica, uno en Mozambique y uno en Malawi. En los dos casos sudafricanos, los ojos de las víctimas fueron, de hecho, mutilados. Sin embargo, nuestra investigación indica que un asesinato en la costa mozambiqueña y un asesinato en la zona rural de Malawi tuvieron lugar en días consecutivos de junio de este año, lo que es difícil de conciliar con la obra de una sola persona. Además, el hecho de que haya un nombre asociado al rumor, en especial uno tan colorido como “El Toro" hace pensar que hay cierto mito mezclado con la cruda realidad de estos asesinatos.

    Lonely Planet insta a todos los viajeros a tomar todas las precauciones razonables dondequiera que vayan, a mantenerse informados de las condiciones locales a través de la sección de Actualizaciones en aloneplanet.com y de los rumores en la travesía, a elegir cuidadosamente a sus compañeros de viaje y a evitar hacer autostop y viajar sólos cuando sea posible. Aunque no creemos que la evidencia indique que hay algo en el rumor de El Toro, el sur de África incluye estados políticamente inestables y una minoría significativa de su población vive en la pobreza extrema. Si bien Sudáfrica es políticamente estable y está relativamente muy desarrollada, sus índices de criminalidad en ciertas áreas afectadas por la pobreza son alarmantes. Viaje seguro.

    Lo leí tres veces. Luego lo leí de nuevo.

    Mutilando los ojos. De hecho, los ojos de las víctimas fueron mutilados.

    El Toro.

***

    Alquilé un bote y remé por el hermoso lago que linda con Pokhara. Eso me ayudaba a gastar parte de mi energía nerviosa. Me ayudaba a pensar racionalmente de nuevo, a organizar mis pensamientos en lo que sabía y en lo que sospechaba y en lo que podría ser.

    Los hechos indiscutibles: Laura había sido asesinada en Camerún. Stanley Goebel había sido asesinado en Nepal. Otros dos mochileros habían muerto en Sudáfrica. Todos esos asesinatos involucraban mutilaciones oculares. Ya se rumoreaba que los dos asesinatos sudafricanos eran obra de un asesino en serie. Un viajero, no un local.

    LP no había dicho específicamente qué tipo de mutilación se había realizado. Pero tuve una suposición bastante buena. No decía que los otros dos asesinatos africanos no habían involucrado mutilación, y esos asesinatos habían ocurrido en Malawi y Mozambique, países tan pobres y subdesarrollados donde los haya, y no sería sorprendente si esta información estaba "disponible" sin más.

    ¿Y cuántos no habían sido reportados asesinados en absoluto? ¿Cuántos Stanley Goebels había por ahí, oficialmente suicidios o accidentes?

    No era la primera vez que un loco tomaba presas en los viajeros. Hubo un psicópata en Australia, no hacía mucho tiempo, que torturó y asesinó a diecisiete mochileros allí antes de que uno escapara y lo denunciara a la policía. Pero éste era el primero que viajaba de verdad para encontrar a sus víctimas.

    No, eso no era necesariamente cierto; él podía ser el primero del que se tenía noticia. Era tan fácil cometer un asesinato en estas circunstancias. Era impresionantemente fácil. Policías del tercer mundo a los que realmente no les importa, un suministro interminable de víctimas que buscan por su cuenta y deliberadamente lugares remotos, en medio de una multitud de viajeros en constante cambio que se encuentran y se separan, aparecen y desaparecen sin decir palabra ni aviso, siempre en ruta a otro lugar. Con cabeza fría y corazón cruel, eso sería lo más fácil del mundo.

    Excepto que Lonely Planet no lo creía. Principalmente porque se habían producido dos asesinatos en días consecutivos. Pero ¿de verdad había sido así? Habían ocurrido en Malawi y Mozambique. ¿Se podía de veras confiar en la información que salía de allí? ¿Podría uno u otro de hecho ocurrir unos días antes o después? ¿Había confundido alguien la fecha del descubrimiento con la fecha del asesinato? Era posible. Era completamente posible.

    Desde el sur de África hasta aquí. Se me ocurrió que conocía a alguien que había viajado desde Sudáfrica a Nepal y había estado íntimamente involucrado en este asesinato. Gavin. Pero no, eso no tenía sentido. Él tenía la mejor coartada del mundo. Yo dudaba de que hubiéramos pasado más de una hora o dos separados después de conocernos y unir fuerzas en Tal, cinco días antes de Gunsang. Y ciertamente él no podía haber matado a Stanley Goebel, pues estuvo conmigo todo el día. ¿Con un cómplice…? ¿La solución de Scream? No. Ridículamente complicado, eso no tenía ningún sentido. Y además, yo conocía a Gavin. Si estaba mal de la cabeza, estaba claro que lo disimulaba bien. A mí me había parecido una de las personas más morales que había conocido.

    Sacudí la cabeza violentamente como para vaciarla de pensamientos y traté de remar alrededor de la pequeña isla en el lago, sin pensar. Mis mejores ideas por lo general se me ocurrían cuando no las estaba buscando activamente.

***

    Camerún, pensé. Esa tenía que ser la clave. Nepal y el sur de África estaban repletos de miles de mochileros que marchaban al unísono por los diversos senderos para mochileros. Pero Camerún estaba en el jodido África Central. Lonely Planet no había publicado un libro sobre África Central durante diez años porque allí no había mucho más que sangre y balas. Camerún era relativamente civilizado en comparación con la República Centroafricana o cualquiera de los Congos. De hecho, hasta la muerte de Laura, esa se perfilaba como una de mis experiencias de viaje favoritas de todos los tiempos. Pero no había hordas de fans de Lonely Planet allí, eso era seguro, sólo unos cuantos turistas franceses particularmente aventureros, un grupo de expatriados petroleros canosos y algún que otro viaje en camión por tierra como el nuestro.

    Traté de alinear las fechas en mi mente. Recordé, porque me había irritado mucho, que la última edición de "África: el Sur" había salido justo después de que yo saliera de esa zona. Eso significaba que las muertes de junio mencionadas allí habían ocurrido mientras yo había estado en África. De hecho, habían ocurrido mientras yo había estado en Camerún. Y de hecho, debieron de ocurrir un par de semanas después del asesinato de Laura, porque encontramos su cuerpo la noche del 15 de junio.

    Lo cual, en primer lugar, hacía que toda la teoría del asesino en serie fuera difícil de tragar. ¿De Mozambique a Malawi y a Camerún? ¿Tres asesinatos, en tres países africanos muy lejanos y subdesarrollados, en el lapso de dos semanas? Posible pero muy difícil de creer. Y, para mi alivio, el momento hacía una teoría más específica, que había sido alguien del camión, completamente imposible. Nadie en el camión había salido de Camerún antes de finales de junio, de eso yo estaba seguro. Lo que despejaba a los tres candidatos que yo había tenido en el fondo de mi mente.

    Tal vez no había un asesino en serie. Tal vez El Toro era sólo un rumor después de todo. Tal vez todo era sólo una terrible coincidencia y yo estaba sobreexcitado porque había tenido la terrible mala suerte de encontrar dos cadáveres en dos años. Me dije a mí mismo que ese era probablemente el caso. Me dije eso una y otra vez. Aún me lo decía en el vuelo de regreso a California.

PARTE 2

California

8. Esclavo de la Rutina

    El regreso al mundo real siempre es traumático. Cuando viajar cada día está lleno de intensidad, cada comida, cada viaje en autobús y cada sórdida habitación en un hostal es una aventura, cada nuevo lugar es un nuevo asalto a la mente y a los sentidos mientras que en el mundo real puedes pasar semanas sin levantar la cabeza de cualquier rutina que te hayas creado. Yo llamaba a la transición de uno a otro "descompresión". En este caso, pasar de dos meses de alta intensidad en el sur de Asia a San Francisco de baja intensidad. Y al igual que la descompresión del buceo, si no lo hacía con cuidado, podía intoxicarme.

    Aún así, era agradable volver a ver mis viejos lugares favoritos, aun cuando se combinaban con la desconcertante sensación de "¿de verdad sucedieron los últimos dos meses?", de que absolutamente nada había cambiado desde que me había ido, que mis dos meses de viaje por Asia equivalían a un sólo día en California. Era genial desayunar en el Pork Store, tomar café y jugar al ajedrez en el Horseshoe Café, pasear sin rumbo por la playa de la costa oeste, recostarme en mi propia cama y escuchar mi música favorita, andar en bicicleta a través del puente Golden Gate hacia las colinas de Marin. Y San Francisco es una ciudad hermosa, un lugar maravilloso al que regresar, aunque últimamente haya estado invadida por demasiado dinero y demasiada gente y sueños de avaricia de las puntocom.

    Afortunadamente, ese castillo de naipes en particular estaba a medio derrumbarse cuando regresé. —Esta ciudad necesita una recesión —había mascullado yo más de una vez el año anterior, y parecía que estaba cumpliendo mi deseo. Muchos de los cientos de empresas puntocom de la zona se habían fundado con poco más que un ala, una oración y una idea asombrosamente estúpida, y cada día más de ellas cerraban sus puertas o despedían a la mitad de su personal. Mientras yo había estado en Asia, había recibido media docena de correos electrónicos de amigos o conocidos que me informaban, a menudo con curioso júbilo, que estaban recientemente desempleados. Y aunque los precios de los apartamentos aún no descendían de la estratosfera, se mantenían en un patrón por primera vez en años.

    No estaba preocupado por mi trabajo, a pesar de que era programador de una empresa de consultoría de Internet. Sabía que los tiempos iban a empeorar a medida que las empresas puntocom que nos habían arrojado ridículas sumas de dinero durante el último año fueran eliminadas, pero también teníamos una cartera de clientes serios bastante buena, y yo era muy bueno en lo que hacía. Aunque todo se desmoronara, yo tenía unos buenos ahorros a salvo gracias a mi decisión de aceptar un bono en efectivo en lugar de opciones sobre acciones durante el año anterior, una decisión de la que mis amigos se habían burlado mucho en su momento, pero que parecía profética ahora que las acciones de la empresa habían caído un 80% en seis meses. El contrato de arrendamiento de mi agradable apartamento en Cole Valley vencía en tres meses y el propietario ya me había dicho que podía renovarlo si quería. La vida era cómoda.

    Cómoda. Que no es lo mismo que buena. No podía decir que la vida era buena ni que yo fuera feliz. Tenía amigos en la ciudad, pero no amigos cercanos. Mi trabajo era divertido y pagaba ridículamente bien, pero en verdad yo no lo disfrutaba. Cada vez tenía más la sensación de que la vida se estaba alejando de mí justo cuando yo debería estar listo, en mis veintitantos años y por fin establecido, para extender la mano y agarrarla.

    La verdad era que yo viajaba tanto que insistía en que mis empleadores me dieran cuatro meses de permiso sin derecho de sueldo al año, porque aunque en el papel era una de las personas más afortunadas de esta tierra, sana, rica y privilegiada, yo era infeliz en el mundo real y no sabía cómo hacerme feliz. La verdad es que la última vez que fui feliz, realmente feliz, fue en África.

***

    Dos años y medio antes de ir a Asia me uní a un viaje en camión con el audaz objetivo de conducir desde Marruecos hasta Kenia en cinco meses. Recorrimos un largo camino, cruzamos el Sahara y bordeamos la Costa Dorada hasta Camerún, pero no atravesamos África en coche. Esto se debió en parte a que estalló una gran guerra en el Congo y en parte a que uno de los nuestros fue asesinado en una playa de arena negra en Camerún. Laura Mason. Mi novia.

    Hasta entonces aquella había sido una experiencia extraña y maravillosa. Íbamos veinte en el camión, todos completos extraños que viajábamos de forma independiente. No era una visita guiada con servicio de cáterin. La empresa había contratado a un conductor, un mecánico y un mensajero para que nos acompañaran, pero a las pocas semanas también ellos habían formado parte del grupo. Todo el mundo cocinaba, todo el mundo limpiaba, todo el mundo iba a los mercados locales en busca de suministros, todo el mundo trabajaba, todo el mundo se ensuciaba desenterrando el viejo camión destartalado cuando se atascaba en la arena blanda y el barro, lo que sucedía más de lo que puedo recordar. Nos conocimos en Marruecos, que es una trampa para turistas en el buen sentido, y después de unas cuantas semanas de embriaguez y vértigo para conocerte allí, nos fuimos al sur, donde nadie va. Y condujimos por el desierto del Sahara.

    Veinte perfectos extraños reunidos en una situación agotadora e hiperintensa. Tuvimos una gran avería en medio de un campo minado en la tierra de nadie entre Marruecos y Mauritania. Nos acurrucamos juntos en el suelo del camión mientras conducíamos a través de bosques de árboles erizados de espinas afiladas como navajas de ocho pulgadas en el sur de Mauritania, que nos arañaban a través de los costados abiertos del camión como en esa escena del Mago de Oz. Vimos todas nuestras tiendas y posesiones aplastadas por un extraño casi huracán en Malí y pasamos dos días recuperando lo que pudimos. Sufrimos las atenciones de los estafadores callejeros de Bamako. Caminamos a través del País Dogon justo cuando fue golpeado por una ola de calor, llevando nuestras mochilas veinte kilómetros por día en un calor de 130 grados Farenheit. Aguantamos las ocho horas y siete inspecciones diferentes del cruce fronterizo de Nigeria, tratamos cortésmente, pero con firmeza, a los borrachos armados que exigían sobornos escandalosos. Tardamos tres días en recorrer los cuarenta kilómetros de la carretera Ekok-Mamfe, un pantano de lodo con baches del tamaño de nuestro camión.

    Todos enfermaron. Todo el mundo se hartó, todo el mundo se enfadó, todo el mundo estalló. Y pasábamos cada hora del día juntos, nos gustara o no. Y sé que no lo parece, pero mirando atrás, fue fantástico. Íbamos a fragmentarnos en gritos de hostilidad o a formar un grupo compacto y, milagrosamente, hicimos lo último. Tuvimos nuestras discusiones, tuvimos nuestras peleas a gritos; tuvimos nuestra irritable oveja negra; pero nos convertimos en una especie de familia.

    Y luego asesinaron a una de nuestras hermanas.

***

    Regresé a California un jueves y volví a trabajar el lunes siguiente. La larga experiencia me había enseñado a darme unos días para lidiar con el jet lag y la descompresión. Con la intoxicación, como dije. La pillé a lo grande cuando regresé de África a Toronto y me fui a trabajar al día siguiente. Después de dos horas en la oficina, renuncié a mi trabajo en el acto.

    Deslicé mi tarjeta de seguridad en la puerta y entré al trabajo, pasando caras vagamente familiares, y me senté en mi escritorio en la oficina de planta abierta más moderna que tú. Era un buen escritorio, cerca de la nevera y del futbolín. Sentí que nunca me había ido, como si todo mi viaje hubiera sido el sueño de un domingo por la noche.

    Me senté frente a mi computadora portátil y despejé el protector de pantalla. La lista de cosas por hacer antes de viajar que había dejado abierta dos meses antes seguía en la pantalla. Tenía 743 nuevos mensajes de correo electrónico en mi bandeja de entrada del trabajo. Metí los primeros seiscientos cincuenta en una carpeta para leer más tarde y me abrí paso hasta los más recientes. El proyecto en el que había estado trabajando, que estaba "casi completo" cuando me fui, todavía estaba en pruebas beta. Querían que agregara una pequeña colección de nuevas funciones que no tomaría mucho tiempo. Había otro proyecto "casi fuera del canal de ventas" y una vez que se escribieran las especificaciones, yo sería su desarrollador principal. Y había un correo electrónico condescendiente y cargado de palabras de moda del CEO, fechado la semana pasada, informándonos que lamentaba profundamente haber despedido a veinte personas, pero que tenía una gran fe en la visión y ejecución de la empresa. Además, la compañía se estaba embarcando en un plan de reducción de costes y las latas de Mountain Dew ahora costarían cincuenta centavos en lugar de nada. Los Snapple, setenta y cinco centavos.

    —¡Paul! —dijo Rob McNeil, dándome una palmada en el hombro, y me animé casi de inmediato. Él tenía ese efecto en la gente—. ¡Estás de vuelta! ¿Cómo te fue el viaje, hombre?

    —Sí —dije—. Bastante bien. ¿Cómo van las cosas por aquí?

    —Pregunta interesante, formulada de manera convincente. ¿Leíste el correo electrónico del director?

    —Sí. ¿Puedes prestarme setenta y cinco centavos para un Snapple?

    —Primera señal del apocalipsis, chico. Veinte menos, faltan cuatrocientos. Esta es la semana oficial de pulido de currículums para todos en la oficina. Recuerda mis palabras, el cuarenta por ciento del tráfico web de hoy será para Monster.com —Se sentó y sacudió la cabeza con tristeza—. ¿Sabes?, en realidad no me importa que la gerencia haya tomado decisiones más increíblemente estúpidas que las pulgas en un San Bernardo. Va con la corbata, ¿sabes? Falta de oxígeno al cerebro. Lo que me importa es que piensen que somos aún más estúpidos. Esos nos escriben como si fuésemos unos niñatos.

    —Pero creen que somos niños —dije—. Idiotas sabios al menos. Conozco el lenguaje de las máquinas mágicas, haces dibujos bonitos. Papá, ¿puedo tener un Snapple? ¡Mami, me prometiste que mis opciones sobre acciones se otorgarían hoy!

    Él sonrió. —Así es. Y no sé tú, pero yo estoy pensando en pillar mis juguetes e irme a casa.

***

    Lo primero que hice, después de revisar mi correo electrónico y reunirme con Kevin, mi gerente, fue volver al sitio web de Lonely Planet y ver cuáles eran los rumores en Thorn Tree. Había evitado comprobarlo desde mi regreso a California. No estaba muy seguro de por qué. Supuse que era, al menos en parte, porque había estado tratando de quitarme todo el tema de la cabeza y evitar obsesionarme con él cada hora. Pero ahora que estaba de vuelta en el trabajo, parecía seguro, como si la banalidad de mi trabajo pudiera neutralizar todo pensamiento o emoción peligrosa.

    Rakesh219 10/29 19:03: Soy nepalí y digo que eres un mentiroso. Nuestra policía es buena gente y no haría estas cosas. Siempre me gustó la gente de Canadá, pero ahora creo que sois unos mentirosos. Creo que tal vez tú mismo asesinaste a esta persona. Vuelve a Canadá si crees que los nepalíes son tan malos. Siempre viene gente como tú que cree poder decirnos lo que tenemos que hacer porque somos pobres. Creo que vosotros, los blancos, nos hacéis pobres para poder venir aquí y hacer cosas malas a la gente y a nuestros templos. Todo el mundo sabe que sois débiles y que todas vuestras mujeres son putas y que todos los hombres os acostáis. Espero que más de vosotros vengáis aquí y os maten.

    Jen Belvar 30/10 11:15: Amigos, no crean que el tipo de arriba (Rakesh219) es representativo. Los nepalíes son las personas más agradables y amigables de toda Asia, si no del mundo. Supongo que hay uno en cada multitud, especialmente en la red. El Kathmandu Post publicó hoy un artículo sobre el Sr. Goebel. Dijeron que era un suicida. Yo no sé qué pasó, pero suena horrible y mi corazón está con su familia y con las personas que lo encontraron.

    Anónimo 31/10 01:42: Conocí a Stanley Goebel en Pokhara hace sólo un par de semanas, antes de que se fuera de excursión. Tomamos una cerveza juntos y era un gran tipo. No puedo creer que un maldito enfermo lo haya matado. Pero está claro que me creo lo del encubrimiento. Sí, los nepalíes son geniales, pero todo el mundo sabe que su gobierno es enormemente corrupto.

    Anónimo 31/10 08:51: El Toro era sólo un rumor, la gente pregunta todo el tiempo sobre él en la ruta de África, y no hubo más asesinatos después de los del libro. Y antes de que todo el mundo se vuelva paranoico, permítanme recordarles que el principal asesino de mochileros, por un margen realmente enorme, es el tráfico. Preocúpense por los conductores locos, no por los asesinos en serie locos. Especialmente en Sudáfrica, ¡esos taxistas están locos!

    GavinChait 01/11 11:03: Soy el sudafricano que menciona Paul Wood, el que encontró el cuerpo con él, y me gustaría confirmar, para que conste, que todo lo que escribió es cierto. Estaré en Pokhara durante los próximos dos días y me quedaré en el Hotel Gurkha si alguien sabe algo o quiere saber más.

    Ingá 02/11 05:07: Conocí justo antes de que muriera a la chica que fue asesinada en Malawi hace un par de años. La gente allí estaba totalmente asustada por El Toro, y mucha gente dijo que había oído hablar de otras personas asesinadas que no fueron asesinadas oficialmente. Eso suena como la historia de aquí y da miedo. Claro, no hubo más muertes después de que salió el libro de Lonely Planet, pero ¿y si eso es sólo porque el chico (OK, o chica, hay caos de igualdad de oportunidades aquí) leyó el libro y decidió enfriarlo y mudarse a otro lugar? Creo que tal vez hay algún enfermo por ahí que viaja para matar gente.

    Anónimo 02/11 18:06: Ey, todo el mundo necesita un pasatiempo.

***

    Esa noche me reuní con la mayoría de mis amigos de San Francisco para una cena de reunión no oficial. Rob, Mike, Kelley, Ian y Tina, gente con la que trabajaba, y Ron y Toby que, como yo, procedían de Toronto y, al igual que yo, el todopoderoso dólar estadounidense les había drenado el cerebro aquí. Comimos en Tu Lan, un tugurio en la peor zona de la ciudad que sirve la mejor comida vietnamita del planeta.

    Todos hablaron sobre despidos, recesión, el colapso del mercado de valores y la arrogancia de los multimillonarios del papel del año pasado, en su mayoría con una sensación de alivio y disgusto. Habíamos pasado los últimos dos años en un ambiente donde el subtexto te definía como un fracaso total como ser humano si no eras millonario a los 30 años, y creo que todos estaban agradecidos de tener ese tipo de presión sobre los hombros. .

    No preguntaron sobre mis viajes más que un vago "¿cómo fue el viaje?". Respondí con igual vaguedad. Había aprendido a lo largo de los años que casi nadie quiere saber nada. Nadie quiere saber las historias de guerra, nadie quiere escuchar nada sobre las irritaciones y frustraciones de los viajes, o sobre las locuras y eventos culturales que has presenciado, y no quieren ni oír sobre las maravillosas experiencias que tuviste y que ellos no. Los viajeros experimentados sí quieren saber, y los amigos cercanos quieren oírte contarlo, pero esta gente no era así. Por supuesto que habrían escuchado la historia del cuerpo del hombre asesinado encontrado en el camino, pero yo no podía contarla, no podía reducirla a una anécdota. Al menos, aún no.

    Comimos, bebimos, fumamos, hablamos, reímos, intercambiamos comentarios maliciosos sobre conocidos mutuos y amigos del trabajo, especulamos sobre si nuestro camarero era gay y lo pasamos bien, yo lo pasé bien. Muy bien. Me gustó mucho. Pero no dejé de mirar a mi alrededor y de preguntarme por qué estas personas eran mis amigos. ¿Era sólo por defecto? ¿Sólo porque nos habíamos conocido algún día en la escuela o en el trabajo, y encontrábamos aceptable la compañía del otro, y nos volvíamos a encontrar con la suficiente frecuencia como para sentirnos cómodos en la presencia del otro, y ahora llamábamos a eso amistad? Eran buenas personas, todos ellos, y yo disfrutaba de su compañía, pero ¿era un verdadero misterio el porqué ninguno de ellos era amigo cercano? ¿Alguno de ellos era en verdad de mi tribu?

    ¿Tenía yo una tribu siquiera? Reflexionaba sobre eso mientras estaba sentado en el metro/tranvía N-Judah de regreso a casa. Mi familia, nunca unida, se había fragmentado por todo el continente. No podía recordar la última vez que mis hermanas, mi hermano, mis padres y yo habíamos estado en la misma habitación. Había tenido amigos cercanos en la escuela secundaria, y ellos aún vivían en Canadá, y cuando los visitaba, todos actuábamos como si aún fuésemos una banda de hermanos. Pero, por supuesto, sabíamos que no lo éramos. El tiempo y la distancia habían obrado su inevitable decadencia, y yo me había distanciado de ellos y ellos de mí. Nos llamábamos amigos sólo para honrar la memoria de la amistad que una vez tuvimos.

    Estaba mi tribu de África, la tribu del camión. Pero casi todos eran británicos, australianos y neozelandeses, y la mayoría vivía en Londres, y una tribu a seis mil millas de distancia es, en muchos sentidos, peor que ninguna tribu. Y yo los había visto sólo una vez después de Camerún. Sentí entonces que nuestro vínculo no había cambiado, que era más fuerte incluso, que la tragedia de Laura había sellado nuestra unión. Pero ¿era eso realmente cierto? ¿Estaba yo romantizando? Y si eran mi tribu, ¿por qué no estaba yo en Londres en este mismo momento?

    Quizás yo pertenecía a la tribu de la gente que no tiene tribu. Tal vez me quedaría en esa tribu para siempre. Y tal vez casi todos los que conocían pertenecían a esa tribu también, y todos gastábamos la mitad de nuestra energía social escondiéndonos unos a otros.

    Me quedé dormido deseando a Laura desesperadamente.

***

    Empecé a enamorarme de Laura, o más exactamente comencé a admitirme a mí mismo de que me había enamorado de ella en el momento en que la vi, el día que ambos casi morimos por las galletas con chispas de chocolate. Un día que no tuvo lugar en ningún país de esta tierra. Lo decía en mi pasaporte. Los sellos en francés y árabe informaban que salí de Marruecos el 14 de abril y entré en Mauritania el 16 de abril. Fue el día del medio, el 15 de abril de 1998, el que luego llamamos Día de las Galletas Por Las Que Morir.

    La única forma de ir por tierra desde Marruecos a Mauritania era en un convoy militar que sale dos veces por semana. Al principio asumí que esto era sólo una paranoica convención burocrática. Cambié de opinión cuando pasamos junto al primer Land Rover destrozado. Vimos una buena media docena de ellos, además de unos cuantos montones de metal que antaño podrían haber sido motocicletas, el esqueleto medio enterrado de un camión que se parecía inquietantemente al nuestro, y montones ocasionales de blanqueados huesos de camello. Una vez vimos una mina terrestre real, desenterrada de la arena por el viento del desierto. Parecía una lata de atún oxidada del tamaño de un frisbee.

    En nuestro segundo día en tierra de nadie, Gran Berta se derrumbó. Gran Berta era nuestro Gran Camión Amarillo, excedente del ejército de treinta años, nunca diseñado para cruzar el Sahara donde la omnipresente arena causa estragos interminables en cada parte móvil de cualquier máquina lo bastante tonta como para entrar. Nos considerábamos afortunados si se derrumbaba sólo una vez al día. Por enésima vez, Hallam y Steve se pusieron sus monos, desmontaron la cabina y se sumergieron en la grasa y la maquinaria. Después de un rato, salió Steve para advertirnos: —Serán unas malditas horas. A menos que sean unos jodidos días.

    Gran Berta se dividía físicamente en cabina, en la que cabían cómodamente tres personas, y en carrocería, de unos nueve metros de largo, en la que viajamos los pasajeros. Entre la cabina y la carrocería había un espacio de seis pulgadas donde se alojaban la mesa principal y una variedad de herramientas. Entrábamos al cuerpo a través de una escalera de hierro retráctil en mitad del lado izquierdo. Esas escaleras llevaban a "segunda clase" o "al pozo de lucha" —un suelo de madera plano con bancos mirando hacia dentro a cada lado y que se extienden hacia la parte trasera del camión. A la izquierda de la escalera de entrada, dos escalones más subían a “primera clase", tres filas de asientos dobles acolchados con un pasillo en el medio. En la parte trasera del camión había un gran armario de madera que contenía nuestras mochilas y, debajo, las cajas fuertes para nuestros objetos de valor. En lugar de ventanas, había gruesas láminas de plástico transparente adheridas al techo del camión que podíamos bajar y amarrar a delgadas barras de acero verticales, separadas unos dos pies, que recorrían el perímetro del camión. Aquí en el desierto manteníamos los lados abiertos. Con el plástico bajado, el camión se convertía rápidamente en un horno.

    No se desperdiciaba ni una pulgada cúbica. Los casilleros superiores colgaban sobre los bancos. Había espacio de almacenamiento debajo de los asientos y los bancos. Los suministros de alimentos estaban debajo de las tablas del suelo del pozo de lucha, las piezas del motor por debajo de la primera clase. La estantería, el reproductor de cintas y el frigorífico, que se estropeaba con frecuencia, estaban en la parte delantera del pozo de lucha, frente a las escaleras. Los compartimentos accesibles desde el exterior del camión contenían veinte bidones de agua, combustible adicional, más herramientas, leña, la estufa, tiendas de campaña, sillas plegables, equipo de cocina, etc., detrás de puertas de hierro cerradas. El techo contenía llantas de repuesto y leña. En general, Gran Berta habría sido uno de los vehículos expedicionarios más impresionantes del planeta si su motor no fallara, y fallaba al menos dos veces por semana.

    Averiado en medio de un campo minado, en medio de tierra de nadie, en medio del desierto del Sáhara. Sonaba desesperado y romántico, pero en ese momento era terriblemente aburrido. El termómetro de Melanie nos decía que hacía 45 °C a la sombra. Demasiado calor para leer, demasiado calor para jugar a las cartas, demasiado calor para hacer otra cosa que no fuese sentarse y sentirse miserable. Así que decidí ir a dar un paseo.

    Eso no es tan estúpido como parece. Por fin habíamos dejado atrás el desierto y conducíamos por un compactado sendero semipermanente. Desde el techo del camión podíamos ver el sendero hasta el puesto de control militar donde esperaba el resto del convoy, tal vez a dos millas de distancia. Parecía perfectamente seguro mientras no nos aventuráramos fuera del camino. Y no importaba cuántas veces leyera la página 17 de Walden, tenía demasiado calor y estaba demasiado lejos de Nueva Inglaterra para entender nada.

    Cerré el libro y miré alrededor. Una docena de personas me miraban con desgana desde cualquier sombra que hubieran logrado improvisarse.

    —¿Alguien quiere ir a dar un paseo? —pregunté.

    No hubo respuesta. Me sentí un poco como un visitante en el ala de un hospital para casos terminales. La única vida provenía de unos pocos, Michael, Emma y Robbie, que ocasionalmente levantaban sus botellas de agua Sigg y usaban el pequeño orificio en la tapa roscada para gotearse encima un poco de líquido. Eso no hacía gran cosa . Lo único que te refrescaba era la botella de espray, pero Hallam había prohibido su uso hasta que tomáramos agua en Nouadhibou.

    —¿Nadie? —dije tristemente.

    Una voz emergió de los asientos elevados en la parte delantera del camión. —Yo iré.

    Giré la cabeza y la miré. Ella me sonrió. Yo le devolví la sonrisa.

***

    Habíamos pasado casi seis semanas en Marruecos, pero esta era sólo nuestra segunda conversación real. La primera había sido en Marrakech, justo antes de que terminara su aventura de dos semanas con Lawrence, hacía casi un mes. Una de las cosas extrañas de la vida de los camiones era que siempre estabas en un grupo. Con veinte personas constantemente hacinadas, eran raras las conversaciones uno a uno con alguien que no fuera tu compañero de tienda.

    Partimos hacia el sur, con sombrero, protector solar y un litro de agua salobre desalinizada cada uno. Caminamos en silencio durante un rato.

    —Me gusta mucho el desierto —dije—. Supongo que ella lo sabía. Quiero decir, mi película favorita siempre había sido Lawrence de Arabia. Pero ella no sabía cuánto.

    —A mi también —dijo ella—. Aunque esperaba más Hollywood que esto, ¿sabes?, el desierto del Paciente Inglés.

    Hasta el día de hoy, el Sáhara había consistido en su mayor parte en llanuras aplanadas por el sol y el viento, puntuadas por desordenadas cadenas rocosas y pobladas de arbustos espinosos y cactus. Hoy, incluso esa vegetación resistente ha comenzado a disminuir. Entonces no lo sabíamos, pero el desierto de Hollywood, los campos de enormes dunas azotados por el viento entre Nouadhibou y Nouakchott, estaban a sólo dos días de distancia.

    —Pero es increíble —continuó ella—. No quiero ponerme en plan hippie contigo, pero siento como si estuviera vivo. ¿Sabes? Es el lugar más muerto y maldito que existe, pero lo siento… presente.

    —Ponte todo lo hippie que quieras —le dije—. No me importa.

    —Bueno. Bien. Y tú ponte todo lo cínico que quieras.

    —¿Crees que soy cínico? —le pregunté.

    —Creo que te gustaría serlo. Pero no lo harás.

    —¿Por qué no?

    —Eres demasiado amable —dijo ella.

    —Oh.

    Caminamos unos pasos.

    Ella dijo: —Lo dije como un cumplido, en caso de que no te quede claro.

    —Lo sé —dije sonriendo tímidamente—. Gracias.

    —Lo siento. Yo también soy terrible cuando me elogian. Nunca sé qué decir.

    —¡Lo sé! —exclamé. A menudo yo había pensado eso, pero nunca había oído a nadie más decirlo—. ¿Qué se supone que debes decir? Puedes decir gracias sin sinceridad, y luego pareces estar siendo cortés y que no te importa, o puedes decirlo con sinceridad y enfatizarlo, y luego pareces inseguro, o... que no te importa. No lo sé.

    —Tal vez deberíamos ceñirnos a tomarnos el pelo el uno al otro —sugirió Laura—. A todos se nos da bastante bien lidiar con eso.

    —Vosotros los británicos lo sois.

    —¿En serio? ¿Es eso muy británico?

    Alcé las cejas. —¿Estás de broma? Sois millas, años luz, más sarcásticos que el peor de mis amigos en casa. En Canadá todos serían condenados al ostracismo en segundos. Una mirada y bam: silencio nacional.

    —¿De verdad me condenaríais al ostracismo? ¿A una pobrecita como yo?

    —Bueno no. Yo seguiría hablando contigo. Pero nadie más lo haría. Tendrías que confiar completamente en mí como traductor.

    —¿Aún me hablarías si te dijera que los canadienses sois unos groseros? ¿Y quejicas cuando hace frío? ¿Y un desastre jugando a hockey sobre hielo? Y... —apenas manteniendo una cara seria— ¿que en secreto todos desearíais ser estadounidenses?

    Sonreí y puse un acento fingido de John Wayne. —Escuche, señorita, es mejor que sepa dónde trazo la raya. Y la trazo allá atrás sobre ese camino. ¿Y sabe lo que encuentra de este lado de esa raya?

    —¿Qué encuentro?

    —Problemas. Problemas con P mayúscula.

    Lo medio noté cuando pasamos dos montones de rocas grandes y planas en el lado derecho del sendero, separados unos nueve metros uno del otro, pero no les presté atención. Estábamos demasiado ocupados entreteniéndonos y contemplando boquiabiertos el paisaje. El desierto había cambiado de aspecto una vez más. Aquí la arena había sido compactada densamente por el viento y luego cocida por el sol hasta convertirse casi en arenisca. El resultado era un enorme campo enlosado por un patrón fractal de grietas, ocasionalmente interrumpido por zonas de arena blanda o por crestas curvas y empinadas de doce metros, desgastadas como el cristal por el viento, todo ello teñido del rico dorado de la piel de un león.

    Nuestro sendero estaba marcado por profundos surcos de llantas que podrían haber sido excavados décadas atrás. De vez en cuando desaparecía en una zona de arena blanda de cincuenta o cien pies de ancho antes de volver a emerger. Cuando cruzábamos uno de esas zonas, vi un destello de movimiento en la distancia, me detuve y entorné los ojos.

    —Mira —le dije—. Camellos —Media docena, apenas visibles.

    —¿Una joroba o dos jorobas? —me preguntó.

    Negué con la cabeza. —Demasiado lejos para saberlo.

    —Podrían ser caballos —dijo.

    La miré.

    —Ya sabes —dijo—, con grandes crecimientos en la espalda. Caballos jorobados. Puede pasar. Un barco transportando un circo lleno de caballos jorobados podría haberse estrellado en la costa de aquí y haberlos soltado en el desierto. Y tal vez fue hace años y han sobrevivido desde entonces acercándose sigilosamente a convoyes como el nuestro y emboscándolos por la noche.

    —No creo que eso sea muy probable —dije con severidad.

    Ella parpadeó inocentemente.

    —Pero —dije—, podrían ser personas vestidas con trajes de camello. ¿Sabes? Soldados de Arabia Saudita que se perdieron porque no hicieron las ranuras para los ojos lo bastante grandes. Puede que hayan dado un giro equivocado en el Sinaí y hayan terminado aquí.

    Ella asintió. —Eso también es posible.

    —Pero desde esta distancia no se puede saber.

    —Supongo que, sólo para estar seguros, no deberíamos llamarlos camellos —dijo con el labio temblando de risa reprimida—. Deberíamos llamarlos Objetos Dromedarios No Identificados.

    Asentí muy serio. Conseguimos otros dos segundos de miradas sobrias antes de que ambos estalláramos en carcajadas.

    El resto del convoy, una docena de vehículos civiles escoltados por tres Jeep militares, nos esperaba en el puesto de control. Europeos en su mayoría, en Land Cruisers y Land Rovers traídos desde Gibraltar, además de cuatro chiflados alemanes en motocicletas completamente engalanadas, dos chicas belgas dando la vuelta al mundo en bicicleta y media docena de hippies multinacionales en una furgoneta Volkswagen. También había algunas familias africanas que regresaban a casa en Renaults y Peugeots, destartalados pero servibles.

    El resto del convoy parecía incluso más aburrido y malhumorado que nuestro grupo. El puesto de control en sí era un fortín de ladrillo lo bastante grande para cuatro soldados con trajes de camuflaje de la jungla y portando AK-47. Como todos los soldados, eran árabes y no negros. Cada vez había más rostros negros a medida que avanzábamos hacia el sur a través de Marruecos, pero rara vez entre soldados u oficiales.

    Una pareja de franceses se nos acercó y nos exigió que les contáramos cuál era el problema con nuestro camión y cuánto tiempo llevaría arreglarlo. Tuvieron que repetirlo cinco veces antes de que mi oxidado francés de secundaria descifrara lo que decían. —Trois heures, peut-etre plus —dije encogiéndome de hombros, molesto por su tono hostil. La pareja francesa murmuró con frustración y se retiró a su Land Rover, lanzando ocasionales miradas de enojo en nuestra dirección.

    Los soldados marroquíes y mauritanos que escoltaban el convoy estaban al alcance de la conversación, pero no prestaron atención. Tenían la relación africana con el tiempo. Las cosas suceden cuando suceden, si es que suceden.

    Laura y yo decidimos abandonar el convoy y subir la colina por encima del puesto de control, tal vez mayor por treinta metros que cualquier otra colina a la vista. La vista desde arriba era increíble. Un interminable mar de desierto dorado se extendía hasta el horizonte en todas direcciones. Nuestro Gran Camión Amarillo parecía tan pequeño e insignificante como un juguete Tonka.

    —¿Sabes lo que me gustaría mucho? —dijo Laura después de que nos hartáramos de qudedar boquiabiertos y nos sentáramos—. Me encantaría darme una ducha y probar algo de helado. Pero no al mismo tiempo. Y si sólo pudiera tener uno, elegiría la ducha.

    Asentí. —Entre la arena y el sudor siento que cada día crece en mí una nueva capa de roña.

    —Y vosotros no tenéis que llevar sostén —dijo mirándose a sí misma—. Podéis ir en topless todo el día. Sólo podéis tener una vaga idea de nuestros problemas.

    —Otra victoria de la gran conspiración patriarcal.

    Nos sonreímos el uno al otro. Después de un momento, ella cerró los ojos, se tumbó en el suelo y se pasó el sombrero Tilley por la cara. Me senté y la observé. No la estaba mirando con los ojos exactamente, pero era muy consciente de su presencia. Incluso incrustada en la arena, con su pelo largo y oscuro recogido en una coleta, era bonita. Llevaba sandalias, pantalones cortos de color caqui y una camisa blanca, y justo debajo del ala de su sombrero pude ver la sonrisita que era su expresión predeterminada. Ella era una persona feliz por naturaleza. Me gustaba eso de ella. Sólo estar cerca de ella me hacía feliz, desde el principio.

    —¿Galletas? —preguntó una voz desde atrás.

    Me di la vuelta y miré. Un hombre con perilla me sonrió y me tendió una bolsa de galletas españolas con chispas de chocolate. Parecían tan fuera de lugar en medio del Sahara que por un momento me pregunté si el hombre era un espejismo. Pero él era real, y las galletas estaban deliciosas. No podía recordar la última vez que había probado algo tan dulce. Laura devoró tres, cerrando los ojos para saborear el sabor. Usamos lo último de nuestra agua para tragarlas y, Fernando, nuestro ángel español, se ofreció a llenar nuestras botellas de agua con las suyas, alegando que tenía mucha agua. Después de un momento aceptamos.

    —Oh, Dios mío —dijo Laura, después de un sorbo—. Agua de verdad. Agua limpia —Asentí felizmente. Durante diez días, nos habíamos quedado atrapados con agua desalinizada, segura pero de mal sabor, de la ciudad de Dakhla, y el agua de Fernando sabía a champán en comparación.

    Nos sentamos a charlar un rato con Fernando, hablando sobre todo de fútbol y de la novia que le esperaba en Senegal. Su inglés era incierto y la conversación no tardó mucho en desvanecerse. El sol comenzaba a hundirse desde su apogeo y yo me estaba cansando de nuestra constante exposición.

    —¿Volvemos? —preguntó Laura, momentos antes de que yo estuviera a punto de sugerir lo mismo.

    —Sí —dije—. Hora de una siesta.

    Le dimos muchas gracias a Fernando y emprendimos la marcha de regreso. En todo momento el camión parecía tres veces más lejano que en la partida de ida. Pero con Laura a mi lado el tiempo se redujo casi a nada.

    —Ey —dije a mitad de camino.

    —¿Qué?

    —Eres muy divertida.

    Ella me sonrió.—Gracias —dijo ella—. Tú también.

    Caminamos en un silencio embarazoso y ligeramente incómodo por un rato, mirándonos sin decir nada. Estaba tratando de averiguar si algo de lo que había hecho durante nuestra expedición contaba como coqueteo o si sólo estaba siendo amigable. Más tarde me dijo que estaba pensando lo mismo al revés.

    Luego, dos voces roncas y desesperadas gritaron y levantamos la vista sorprendidos. A sólo unos cientos de pies de distancia, justo donde esos dos montones de rocas se encontraban con el costado del sendero, estaba uno de los Jeeps del convoy militar. Los dos hombres que estaban dentro nos gritaban en francés. Yo no podía entender lo que estaban diciendo. Laura y yo nos miramos preocupados —algo claramente los alarmaba— y corrimos hacia ellos. Estábamos a sólo siete metros de distancia cuando me di cuenta de que, por la posición del Jeep entre las rocas, los soldados no habían conducido por el camino visiblemente apisonado por el que nosotros caminábamos. En su lugar, habían tomado un camino más largo y mucho más tenue que ahora noté que iba desde esos dos montones de rocas, marcadores de senderos, hasta donde esperaba el convoy.

    —Oh, mierda —dije. Me di la vuelta y miré detrás de nosotros, con los ojos muy abiertos.

    —¿Qué pasa? —preguntó Laura.

    —Nada —dije—. Vamos —Conscientemente me obligué a apresurarme hacia el Jeep antes de permitirme comprender completamente las implicaciones. Laura me siguió.

    —¡No anden por ahí! ¡No anden! —dijo en voz alta el soldado más cercano a nosotros, con la ira y la preocupación compitiendo por espacio en su rostro. Señaló el rastro que había seguido el Jeep—. ¡Camino! —Señaló el camino detrás de nosotros, el tramo de camino obvio entre Jeep y el convoy, cuya longitud acabábamos de recorrer dos veces—. ¡No anden! —exclamó—. ¡Por ahí no! ¡Campo de minas!

    —Oh, Dios mío —dijo Laura.

    Nos miramos con los ojos muy abiertos durante un momento. Luego, para gran desaprobación del soldado, sin ninguna verdadera razón, ambos comenzamos a reír.

    —Podríais haber muerto —dijo Robbie, con su voz débil por la enormidad, cuando regresamos al camión y contamos nuestra historia a las masas reunidas.

    Laura y yo nos miramos. Entonces Laura se volvió hacia Robbie.

    —Créeme —le aseguró ella solemnemente—, esas galletas estaban para morirse.

***

    Cuando me desperté creí, durante medio instante, que Laura estaba allí conmigo en Cole Valley, aún viva. Eso no había sucedido durante casi un año. Pero el momento de la realización no había perdido nada de su poder dañino.

    Fui a trabajar. En el trabajo revisé el Thorn Tree. Sólo había una entrada nueva.

    BC088269 11/04 06:01: Jajaja. El Toro es real, yo soy el toro, y clavaré navajas en todos vuestros ojos.

    Tonterías de alguien de edad mental de doce años, pensé, y cerré la ventana.

    Luego me senté de golpe y la abrí de nuevo.

    Navajas en todos vuestros ojos. Nadie había mencionado eso. Nadie sabía nada sobre las navajas del ejército suizo, excepto yo, Gavin y la policía nepalí. Por supuesto, el artículo del LP mencionaba la mutilación. Pero aún así. Regresé al Thorn Tree y releí cuidadosamente esa nueva entrada.

    Lo que vi la segunda vez convirtió mi columna vertebral en un río helado. El nombre del remitente, una colección aparentemente aleatoria de caracteres: BC088269, yo recordaba haberlo visto antes. Y sabía dónde.

    Me levanté, salí del trabajo y tomé la línea N de regreso a casa. Así que perdí una hora de trabajo. Que me despidan. Esto era importante.

    Entré en mi casa y busqué en mi pila de fotos de viajes en espera de ser archivadas en álbumes. Cerca de la parte superior estaba la foto que yo había tomado en Muktinath, la foto de la entrada falsa en el libro mayor que el asesino había hecho a nombre de Stanley Goebel. Su nombre y su número de pasaporte.

    Su número de pasaporte era BC088269.

***

    Por supuesto, aquello no era una prueba definitiva. Sólo significaba que había alguien que conocía el número de pasaporte de Stanley Goebel y los detalles sobre lo que le había sucedido. Pero para mí era la gota que colmaba el vaso y que rompía por fin la obstinación del escéptico. Era la última pieza de prueba no concluyente que me aseguraba que había más en este iceberg que sólo la punta. Me aseguraba que había algún tipo de conexión, que estas muertes no podían ser eventos únicos coincidentes. Que había alguien por ahí acechando y matando viajeros en la ruta del Lonely Planet.

    El Toro es real, yo soy El Toro.

    Era un gran alivio estar seguro.

    Pero ahora que yo estaba seguro, ¿qué se suponía que debía hacer exactamente?

9. Olfateando los Paquetes

    Todavía no tenía ninguna evidencia sólida. Una masa abrumadora de evidencia circunstancial, claro, pero no una prueba irrefutable. Y aunque la tuviera, ¿qué se suponía que debía hacer? ¿Ir al FBI? ¿Al Departamento de Estado? ¿Hacer que emitieran un vago aviso de viaje diciéndoles a los estadounidenses que tuvieran cuidado?

    Estaba la Interpol. Lo que sea que fueran. Intentaría averiguarlo.

    ¿Los medios de comunicación? ¿El San Francisco Chronicle o el New York Times o tal vez incluso Larry King Live? Eso podría funcionar. Tenía suficiente para una historia bastante buena. Incluso tenía fotos, aunque ningún periódico del mundo iba a publicar una toma de un hombre muerto con navajas en los ojos. Deseé haber tomado una foto en la oficina de ACAP, de la letra original de Stanley Goebel, para ver un antes y un después. Tal vez podrían ponerse en contacto con su pariente más cercano y obtener una muestra.

    Y aún así. ¿Qué bien haría eso? Un día se publicaría una historia en un periódico, y tal vez un fragmento en CNN. Mucha gente lo leería y ooh y aah. Y sería una advertencia tan vaga que sería inútil: "Tenga cuidado si va de mochilero al Tercer Mundo porque parece que hay un asesino en serie en algún lugar del planeta”. Sí, eso salvaría vidas, eso haría que al Toro le temblaran hasta los cascos.

    Aunque... Se me ocurrió que si BC088269 era de hecho El Toro, entonces yo sabía otra cosa más sobre él. Sabía que él estaba ahí afuera en la red. Y la Red era algo de lo que yo sabía mucho. Más que la mayoría de la gente. Incluso más que la mayoría de los técnicos. De hecho, yo era un experto.

    Tal vez, sólo tal vez, si él había sido descuidado, yo podría encontrarlo.

***

    Pospuse la pista más prometedora, en parte para no perder la esperanza rápidamente y en parte porque necesitaría hacer algo de ingeniería social para seguirla, y pasé el resto del día buscando en ese vasto torbellino de información desordenada llamado Internet.

    Probablemente pienses que hay muchas cosas ahí fuera. No tienes idea. Está la web estática, los sitios web de las empresas y las bases de datos en línea de salud y los materiales de referencia del gobierno y un mogollón de páginas de vanidad y todas las demás cosas que ya conoces. Los motores de búsqueda como Google y AltaVista rastrean estas páginas razonablemente bien... si saben algo sobre ellas. Cada motor de búsqueda ejecuta una "araña" automatizada —que va hasta cada página de su base de datos y luego a cada página a la que esas páginas se vinculan, y así sucesivamente, pero aun así hay una gran cantidad de "materia oscura" por ahí que no tienen ningún enlace a ellas y, en consecuencia, pasan desapercibidas para los motores de búsqueda.

    Luego está la Web dinámica, sitios que muestran información diferente cada día que pasa, o para cada usuario o según algún tipo de contexto. Los periódicos son el ejemplo más obvio. El Thorn Tree es otro. Las arañas tienen muchos problemas con la web dinámica y capturan sólo una pequeña minoría de lo que está disponible. Considera instantáneas de Times Square tomadas cada diez minutos; te decían todo sobre las vallas publicitarias, pero muy poco sobre lo que pasaba en las pantallas de video. Las arañas son así. La enorme base de datos Lexis-Nexis almacena todos los artículos de todas las publicaciones periódicas occidentales, pero se pierde innumerables revistas, folletos y periódicos extranjeros menores, y cobra una pequeña fortuna por el acceso. Afortunadamente teníamos una cuenta en el trabajo.

    Y eso es sólo la Web. La mayoría de la gente piensa que Internet es lo que aparece en su navegador web. Nosotros, los técnicos, sabemos más. Piensa en Internet como una autopista de 65.000 carriles. Toda la World Wide Web se ejecuta en sólo dos carriles. La mayoría de los carriles están casi vacíos o se usan sólo para mantener en funcionamiento toda la red, pero algunos de ellos están tan ocupados como la Web; e-mail, obviamente, pero también Usenet, mensajería instantánea como AIM e ICQ, IRC, MUDs, Napster, File Transfer Protocol, e incluso protocolos más antiguos como Gopher y Telnet, los idiomas muertos de la red, su latín y griego. Incluso había algunos sistemas antiguos de BBS todavía disponibles, a los que en realidad tenías que marcar directamente.

    Gran parte de los datos que existen, probablemente la mayoría, simplemente no se pueden buscar, son efectivamente invisibles, excepto tal vez para el FBI o la Agencia de Seguridad Nacional. La mayor parte de lo que se puede buscar está fácilmente disponible a través de dos o tres sitios, digamos Google, MetaCrawler y Lexis-Nexis. Pero hay una pequeña franja de información que está disponible sólo si buscas muy detenidamente y con mucho cuidado, usando exactamente las palabras correctas, en uno o dos de los sitios de búsqueda menos conocidos.

    Yo no tenía la intención de dejar ninguna piedra sin remover. Busqué en NorthernLight, Mamma, HotBot, AltaVista, Inktomi, GoTo, Ask and About y DejaNews. Busqué en Reuters y Associated Press y Dow Jones y AfricaNews. Busqué sitios de conspiración y sitios de piratas informáticos y sitios de viajes y sitios de clubes de fans de asesinos en serie y avisos de viaje y compañías de seguridad internacional. Busqué varias combinaciones de: "El toro" y "asesino en serie" y "viajero" y "mochilero" y "Laura Mason" y "Stanley Goebel" y "Lonely Planet" y "asesinato" y "mutilación de ojos" y " navajas” y “navajas del ejército suizo” y “BC088269” y “Malawi” y “Camerún” y “Sudáfrica” y “Nepal".

    Y al final no encontré gran cosa. Más que nada, pero no gran cosa. Artículos en periódicos británicos sobre la muerte de Laura, que no me decían nada que no supiera ya;p, una referencia a mi propio artículo en Thorn Tree. Y una enorme pila de información inútil e irrelevante. Sin embargo, hubo dos resultados palpables, y uno tal vez.

    En primer lugar, un artículo del South Africa Mail & Guardian:

    ¿Hay un espectro acechando el Baz Bus?

    Los has visto en todas partes desde el final del apartheid: mochileros estadounidenses y europeos atraídos aquí por la promesa de playas, safaris y marihuana barata. Pero últimamente la conversación en el Baz Bus y los albergues frente al mar ha tomado un giro decididamente sombrío. Un rumor, documentado en la nueva edición de la guía Lonely Planet que la mayoría usa como su biblia, sugiere que un asesino en serie está depredando a sus pares

    El 22 de mayo, Daniel Gendrault, francés de 25 años, fue encontrado asesinado en Ciudad del Cabo. El 31 de mayo, el cuerpo de Michelle McLaughlin, de 31 años, escocesa, fue descubierto en el Parque Kruger. El 13 de junio, los restos de Oliver Jeremies, de 19 años, alemán, fueron encontrados en el océano cerca de Beira, Mozambique. En la noche del 14 de junio, Kristin Jones, de 25 años, inglesa, fue asesinada en una zona rural de Malawi. Si bien la guía de Lonely Planet sugiere que la rápida sucesión de las dos últimas fechas significaba que no podían ser obra de un sólo hombre, Mail & Guardian descubrió que lo más probable es que Oliver Jeremies fuera asesinado varios días antes de que lo descubrieran.

    El elemento más lascivamente grotesco del rumor es que el asesino, invariablemente llamado “El Toro", aunque nadie sabe por qué, extrae los globos oculares de su víctima y los guarda como recuerdo. La policía ha confirmado que los ojos de las víctimas de Ciudad del Cabo y Kruger Park fueron mutilados, pero no quiere dar detalles. Las autoridades de Mozambique y Malawi no pueden proporcionar más detalles sobre los asesinatos que los que se encuentran en los cutres informes oficiales.

    No ha habido más muertes en los seis meses transcurridos desde entonces, pero el rumor sigue propagándose y, aunque parece que “El Toro” se ha ido de la región —si es que alguna vez existió— su mención en la guía Lonely Planet seguramente mantendrá vivo ese rumor durante años hasta que aparezca la próxima edición.

    El esperado auge del turismo de lujo en Sudáfrica nunca se llegó a materializar, pero desde el fin del apartheid al menos hemos logrado atraer a miles de intrépidos mochileros veinteañeros. Puede que no gasten dólares como los estadounidenses de mediana edad que nuestra oficina de turismo busca atraer, pero ha crecido toda una industria a su alrededor, y los informes que llevan a Europa tienen un efecto real en nuestra imagen en el extranjero. La crisis del crimen ya ha hecho mella en su número durante los últimos dos años, y si los rumores de El Toro se toman en serio, pronto podríamos ver el Baz Bus funcionando medio vacío.

    Aún más intrigante era una antigua conversación de Usenet del archivo DejaNews:

    Fecha: 13 de septiembre de 1995, 13:08:16 EDT

    Grupos de noticias: alt.asesinos-en-serie, alt.cimen-perfecto

    Asunto: Asesino en el camino

    De: anon@penet.fi (Servicio de Reenvío Anónimo)

    Responder a: dev@null.com

    Dos preguntas para los psicópatas de sillón ahí fuera:

    1. ¿Cómo cometerías el asesinato perfecto?

    No tendría que ser alguien que conocieras. El objetivo aquí es sólo cometer un asesinato de cualquier ser humano al azar. La víctima tiene que estar sana y fuerte, para hacer esto desafiante. Pero no tiene que ser nadie en particular. ¿Cómo lo harías para que los riesgos se eliminen o minimicen?

    2. ¿Cómo cometerías el grupo perfecto de asesinatos?

    Nota que esto es muy diferente de la primera pregunta. Aquí tienes que matar a un número arbitrario de personas. Digamos 10-12. Por lo demás, se aplican las mismas reglas que las anteriores. Pero, obviamente, no puedes empujar siempre a la gente por el mismo precipicio o alguien sospechará. Puedes ser un asesino en masa o un asesino en serie. ¿Qué es lo que harías? Supongo que mi descripción en "Asunto:" deja clara mi opinión, pero me gustaría saber qué pensáis los demás.

    Tauro

    —

    —

    Fecha: 13 de septiembre de 1995, 23:01:08

    Grupos de noticias: alt.asesinos-en-serie, alt.crimen-perfecto

    Asunto: Re: Asesino en el camino

    De: gplaine@golden.net (George Plaine)

    Responder a: gplaine@golden.net

    anon@penet.fi (Servicio de Reenvío Anónimo) escribió:

    >1. ¿Cómo cometerías el asesinato perfecto?

    Esa es una muy buena pregunta, pero creo que los novelistas de misterio la han apalizado hasta la muerte a lo largo de los años. Básicamente hay 2 formas de cometer el asesinato perfecto:

    — asegurarse de que nadie crea que es un asesinato (generalmente un accidente)

    — asegurarse de que otro cargue con la culpa (generalmente encubriendo cosas como un asesinato-suicidio, pero hay toneladas de variaciones por ahí fuera.)

    >2. ¿Cómo cometerías el grupo perfecto de asesinatos?

    Esto es mucho más interesante... Un gran accidente, como un edificio derrumbado o una bomba atribuida a otra persona, suena bien. Asesino en serie, eso suena a trabajo duro. Aunque vayas conduciendo para recoger gente y hacerla desaparecer, todos los crímenes y desapariciones quedan registrados, y cada pequeño error que puedas cometer te atrapa. Creo que un big bang es el camino a seguir.

    —

    Fecha: 14 de septiembre de 1995, 14:51:56

    Grupos de noticias: alt.asesinos-en-serie, alt.crimen-perfecto

    Asunto: Re: Asesino en el camino

    De: solipsism@inocente.com

    Responder a: bgates@microsoft.com

    gplaine@golden.net (George Plaine) escribió:

    >anon@penet.fi (Servicio de reenvío anónimo) escribió:

    >>2. ¿Cómo cometerías el grupo perfecto de asesinatos?

    >

    > [… ]Asesino en serie, eso suena a trabajo duro.

    > [… ] Creo que un gran golpe es el camino a seguir.

    La gente solía tener mucho éxito (si se puede llamar así) haciendo autostop o recogiendo autoestopistas, pero eso es mucho más difícil hoy en día. Teléfonos móviles, localizadores de coches, cámaras en las carreteras y en todos los cajeros automáticos, pruebas de ADN: ya no es fácil ser un psicópata.

    Creo que probablemente sea más fácil matar a una sola persona al azar en un entorno rural, por ejemplo, tirarla por un acantilado, pero más fácil es ser un asesino en serie en un lugar urbano denso como Nueva York, Los Ángeles o Chicago.

    Pero qué sé yo, no he matado a nadie todavía.

    —

    Fecha: 14 de septiembre de 1995, 13:08:16 EDT

    Grupos de noticias: alt.asesinos-en-serie, alt.crimen-perfecto

    Asunto: Re: Asesino en el camino

    De: anon@penet.fi (Servicio de Reenvío Anónimo)

    Responder a: dev@null.com

    solipsism@inocente.com escribió:

    >gplaine@golden.net (George Plaine) escribió:

    >>anon@penet.fi (Servicio de reenvío anónimo) escribió:

    >>>2. ¿Cómo cometerías el grupo perfecto de asesinatos?

    >>

    >> [… ]Asesino en serie, eso suena como un trabajo duro.

    >

    > Celulares, localizadores de autos, cámaras en carreteras y en todos los cajeros automáticos

    > máquina, prueba de ADN: ya no es fácil ser un psicópata.

    Estás asumiendo que los asesinatos tienen lugar en un país del Primer Mundo con una fuerza policial bien financiada. ¿Por qué pensar eso? Podrías ir a Asia o África o elegir algunos miembros de la tribu al azar allí y cumplirían con los criterios. O, mejor aún, hacer un viaje por carretera a través de América Central o algún lugar así, matar a alguien en cada país y hacer que cada uno parezca uno de esos escuadrones de la muerte. Incluso podrías eliminar a compañeros de viaje. Creo que todo sería mucho más fácil en el Tercer Mundo.

    También se me ha ocurrido que nunca se ha documentado un asesino en serie verdaderamente aleatorio. Estoy hablando al estilo de Leopold & Loeb, eligiendo personas al azar en lugar de porque se ajustan a alguna necesidad jodida o perfil psicológico. Tal vez esto se deba a que nunca ha habido alguno. O tal vez sea porque sólo atrapan a los asesinos no aleatorios.

    Tauro

    Tauro. Lo que, por supuesto, significa: El Toro.

    Y, por último, había un fragmento de registro de IRC muy críptico, que aparentemente se había guardado automáticamente en un archivo cuando la sesión de IRC se bloqueó y, por casualidad, la vieja caja de Unix que había alojado la sesión tenía sus archivos de registro abiertos en la Web y en la exploración de directorios, y la araña de HotBot se topó con él al pasar:

    Número tres: Francamente, estoy un poco aburrido con el término asesino en serie. Tal vez debería proponer uno nuevo. Artista de homicidios secuenciales o algo así.

    Número Dos: ¿Artista? Ese es un nombre bastante elegante para pinchar en la cola de El Toro...

    Número Tres: Si Kafka pudiera tener un artista del hambre… Tal vez todo el material de El Toro debería exhibirse en alguna parte. Ya sabes, un lugar del mundo real, una instalación.

    Número Dos: ¿Y todos los que vienen a verlo mueren?

    NúmeroTres: Ey, todo el mundo sabe que tienes que sufrir por el Arte. En serio, lo que pienso es que

    ##

    SIN PORTADORA

    Todo muy interesante por supuesto. El Mail & Guardian confirmó que las cuatro muertes africanas podrían haber sido obra de una sola persona —aunque eso parece muy poco probable si las fechas de M&G son correctas— que podrían haber llegado a Camerún el 15 de junio. Pero no hay razón para pensar que las fechas son correctas. Era África; toda la información debe considerarse incorrecta hasta que se demuestre que es correcta definitivamente.

    La conversación de Usenet era altamente sospechosa, pero no concluyente y no terriblemente útil, excepto por que confirmaba que alguien que se hacía llamar Tauro había estado pensando mucho en esto desde 1995. Había utilizado el servicio de reenvío de correo anónimo finlandés, desde entonces eliminado por las autoridades de ese país, y no parecía tener ninguna idiosincrasia de idioma, por lo que probablemente no había forma de rastrearlo.

    Y el fragmento de IRC... eso era igual de extraño. Pero la Red es un lugar extraño. Era enteramente posible que se tratara de una discusión sobre algún juego de rol MUD, o una extraña comuna de arte de California, o (a juzgar por los nombres) un club de fans de Prisoner, o algo aún menos comprensible y completamente irrelevante. Pero aun así me dio escalofríos. Artista de homicidios secuenciales.

    Todo muy interesante, pero no especialmente útil con respecto al objetivo de encontrar quién era y dónde estaba El Toro. Era hora de pasar a la pista principal: esa publicación en Thorn Tree. Podría haberse creado desde cualquier navegador web del planeta, y Thorn Tree te permitía tomar cualquier nombre que quisieras (siempre que no lo haya usado otra persona) sin verificarlo de ninguna manera. Anonimato aparente. Pero yo sabía que el anonimato de la Web era un mito si no tenías cuidado; y con un poco de ayuda y un poco de suerte, ese mensaje de Thorn Tree podría rastrearse un largo trecho hasta su remitente.

10. Conexión establecida

    En primer lugar, fui a aloneplanet.com y rebusqué en su lista de oficinas y números de teléfono. Fue una agradable sorpresa que su sitio web estuviera alojado y administrado desde Oakland, al otro lado de la bahía de San Francisco. Pero eso tenía sentido. El Área de la Bahía era el centro de todo el tráfico web mundial. Yo había oído estimaciones de que el cuarenta por ciento de los datos en Internet se enrutaban a través de la región.

    Necesitaba la ayuda de Lonely Planet, así que llamé a su oficina de Oakland y pregunté por su editor web. Le dije a su secretaria que estaba investigando una noticia. Ojalá pudiera decir que cuando ella respondió sentí un escalofrío significativo, una sensación en la boca del estómago, pero la verdad es que sólo sentí una sorpresa sexista de que el editor de la web fuera una mujer.

    —Talena Radovich —dijo ella, enérgica pero amistosa—. ¿Qué puedo hacer por usted?

    —Hola. Mi nombre es Baltasar Wood —dije. Me he dado cuenta a lo largo de los años de que un nombre de veinte dólares impresiona inconscientemente a las personas en puestos oficiales. Yo sabía que iba a ser difícil convencerlos y toda flecha en mi carcaj ayudaría—. Estoy trabajando en lo que podría llamarse una investigación complicada y llamo para pedir su ayuda.

    —¿Y para quién trabaja?

    —En realidad no trabajo para nadie —admití.

    —Julia dijo que es usted periodista...

    —En cierto modo. Probablemente saldrá de esto una noticia de algún tipo. Pero hay mucho más que eso detrás.

    Hubo una pausa y luego ella dijo, con un dejo de sospecha: —Tal vez debería decirme de qué está hablando.

    —Sí —dije—. Pero le advierto de que es bastante complicado y probablemente bastante difícil de creer. ¿Tiene algo de tiempo ahora o quiere hablar más tarde?

    —Tengo algo de tiempo ahora mismo.

    —De acuerdo —dije—. Aquí va. Esta es la versión en pocas palabras. Cuando termine, probablemente pensará usted que estoy completamente loco, pero tenga paciencia conmigo y déjeme completar los huecos, ¿de acuerdo?

    —Está bien —dijo ella. Ella sonó curiosa. Eso era bueno.

    —De acuerdo. Hace dos semanas estuve en Nepal, en el Circuito de Annapurna, y encontré el cuerpo de un hombre muerto. No sólo muerto, sino asesinado.

    —Asesinato en el circuito de Annapurna —dijo ella cuando me detuve para tomar aliento. Me pareció que ella podría tener un ligero acento, pero no podía estar seguro—. El artículo de Thorn Tree.

    —Así es, yo escribí eso —dije agradecido. Que ella hubiera leído y recordado lo que yo ya había escrito facilitaba las cosas—. Lo que no escribí allí es que hace dos años, en África, un amigo mío fue asesinado de la misma manera. Hay un recuadro de texto sobre El Toro en su libro de Africa Sur, no sé si lo ha leído...

    —Lo escribí yo —dijo ella.

    —El artículo dice que... ¿que usted qué?

    —Fui una de los investigadores de esa edición, yo escribí la sección sobre El Toro.

    —Oh —dije—. Creí que usted era el editor de la web.

    —La mayoría de nosotros pasamos fuera algunos meses de cada año para hacer investigación y actualización.

    —Oh. Guau. Suena a un muy buen trabajo.

    —Es mejor que trabajar. ¿Adónde va usted exactamente con esto? —me preguntó.

    —Voy a la parte en la que sueno como un loco fanático de la conspiración —dije—. He estado investigando mucho y tengo un montón de pruebas totalmente circunstanciales, pero que me hace creer, básicamente, que El Toro es real, que mató a mi amiga Laura en África y que mató a este tipo en Nepal, y que todavía está por ahí.

    —Oh —dijo ella—. Está bien, sí, eso es bastante friqui, no hay duda. ¿Para qué me ha llamado a mí?

    —Porque creo que una de las respuestas a lo que yo escribí podría haber sido escrita por ese tipo. Y resulta que soy algo así como un experto en software de Internet, y me gustaría que me dejara revisar los registros de su servidor para que tal vez pueda rastrear dónde está.

    —Um… Señor…

    —Wood. Baltasar Wood.

    —Señor Wood, ¿no debería llamar al FBI o algo así? Lo que nosotros hacemos, ¿sabe?, lo que hacemos es publicar guías de viaje, e investigar a los asesinos en serie no es exactamente nuestro punto fuerte, ¿sabe? Y… esta es la llamada telefónica más rara que he tenido en mucho tiempo.

    —Lo lamento.

    —Así que, ¿por qué no llama al FBI y les pide que nos hagan una citación?

    —El FBI sólo investiga crímenes en suelo estadounidense —dije.

    —Oh, sí. Dijeron eso en Expediente X anoche.

    —Además, no creo que ningún estadounidense haya sido una víctima todavía.

    —Pero, venga ya, tiene que haber alguien oficial a quien pueda usted llamar. Al menos alguien que no sea yo.

    —Si tiene alguna idea, me encantaría oírla —le dije.

    Hubo una larga pausa.

    —Está bien —dijo finalmente—, esto es una locura total. En primer lugar, señor chiflado fanático de la conspiración, quiero conocerlo cara a cara, y será en un lugar público lleno de gente porque, sin ofender, todo este tema, como puede imaginar, me asusta un poco, y usted va a traerme esta enorme pila de pruebas que dice tener. Luego, en el improbable caso de que no crea que es usted sólo una especie de mal ajustado caso para la sala de psicópatas, acudiré a la gente de aquí y discutiremos las cosas. Y le digo ahora que estoy bastante segura de que dirán que no, pero si es lo bastante convincente, al menos hablaré con ellos.

    —Gracias —dije—. Gracias. Eso es lo que esperaba.

    —¿Dónde quiere que nos encontremos?

    Pensé en ello. —A decir verdad, no conozco Oakland… ¿San Francisco está bien?

    —Ahí es donde vivo —dijo ella.

    —Bien. ¿Sabe dónde está el Horseshoe Café?

    —¿Lower Haight?

    —Así es. ¿Cuándo le viene bien? Cuanto antes, mejor para mí.

    —Esta noche a las ocho —dijo ella. No fue una pregunta—. Mido uno setenta y cinco, tengo un arete en la nariz y pelo con mechas púrpura.

    —Es Lower Haight —señalé yo—. Puede que tenga que ser más precisa.

    Ella tenía una buena risa, baja y gutural. —Iré vestida de negro, ¿ayuda eso?

    —Enormemente —dije—. Yo seré el viejo con mucha barba, una carpeta enorme con recortes de viejos periódicos y sin ningún sentido de la higiene personal, sudado y retorciéndose nerviosamente en un rincón con la espalda contra la pared.

    —El hombre de mis sueños por fin.

    —En serio, iré… hum… ¿sabe qué? Llevaré un arrugado ejemplar de Senderismo en el Himalaya de Nepal.

    —Suena bien. Le veo a las ocho.

    —De acuerdo. Adiós.

***

    Me resentí con ella a primera vista. Parecía una de esas personas acostumbradas a que todo lo bueno de la vida le llegara con un chasquido de los dedos. Era alta, atléticamente delgada y extremadamente bonita, cabello negro hasta los hombros con mechas de color púrpura de la realeza, ojos azules como el hielo de un glaciar, un rostro aristocrático, piel pálida perfecta acentuada por un anillo de plata en la nariz. Los otros tipos en el Horseshoe no dejaban de lanzarle miradas de soslayo y, si nos hubiéramos conocido en cualquier otra circunstancia, yo habría sido un mirón de lengua trabada. Además, ella tenía el empleo definitivo del sueño de mi generación, editora de Internet y escritora de Lonely Planet, y pensé que con sólo mirarla podía saber que tenía el apartamento más moderno de la ciudad y una ristra de amigos miembros de Gente Hermosa, y probablemente dos o tres generaciones de dinero en la familia. Ella era bastante agradable. No me malinterpretes. Tal vez yo sólo estaba resentido con ella porque estaba muy fuera de mi alcance.

    Entró pavoneándose y se sentó frente a mí. La mesa era un antiguo videojuego de Galaga medio oscurecido por los restos de mi Senderismo en el Himalaya de Nepal y mi carpeta llena de copias impresas y fotografías.

    —¿Qué pensaste de ese? —preguntó ella, asintiendo hacia el libro.

    —En realidad, pensé que era el peor libro que habéis hecho —dije—. Sin ofender. Pero mucha gente en la travesía tenía un libro diferente mil veces mejor.

    —Sí —coincidió ella—. El de Trailblazer Guides, ¿verdad? Ese es mucho mejor. Estamos renovando éste en serio para la próxima edición.

    —He olvidado tu nombre —admití.

    —Talena Radovich —dijo ella, y nos dimos la mano remilgadamente, como si nos hubiésemos encontrado en una boda.

    —De acuerdo —dije—. Esto es lo que tengo —Empujé la carpeta hacia ella—. La última página es una línea de tiempo que escribí que conecta todos los eventos.

    Sep 1995: "Tauro” sugiere en Usenet que el asesino en serie perfecto iría al Tercer Mundo y mataría allí.

    22 May 1998: Daniel Gendrault encontrado asesinado en Ciudad del Cabo. Ojos mutilados.

    31 May 1998: Michelle McLaughlin encontrada asesinada en Kruger Park. Ojos mutilados.

    8 Jun 1998 (aprox.): Oliver Jeremies asesinado en Mozambique.

    13 Jun 1998: El cuerpo de Oliver Jeremies aparece en la orilla del mar en Beira.

    14 Jun 1998: Kristin Jones encontrada muerta en Malawi.

    15 Jun 1998 (~medianoche): Laura Mason asesinada en Limbe, Camerún. Le dejaron navajas suizas clavadas en los ojos.

    16 Jun 1998 (~ 1:30 a. m.): Nicole Seams, Hallam Chevalier y yo hallamos a Laura Mason muerta.

    1998: El rumor de “El Toro” comienza a extenderse.

    Nov 1998: Rumor de “El Toro” publicado en LP.

    18 Oct 2000 (mañana): Stanley Goebel asesinado en Gunsang, Nepal. Le dejan navajas suizas clavadas en los ojos.

    18 Oct 2000 (mediodía): Gavin Chait y yo hallamos muerto a Stanley Goebel.

    20 Oct 2000: El nombre y el número de pasaporte de Stanley Goebel se escriben ​​en el puesto de control de senderistas en Muktinath.

    26 Oct 2000: Mensaje "Asesinato en el Circuito de Annapurna" publicado en The Thorn Tree.

    4 Nov 2000: Alguien que afirma ser El Toro publica en el Thorn Tree con el nombre BC088269 refiriéndose a navajas en los ojos. Ni (i) el número de pasaporte ni (ii) la información sobre las navajas era conocida excepto por (i) mí y la familia de Stanley Goebel (ii) Gavin Chait, el asesino y yo.

    Ella leía muy rápido, lo cual supongo te hace editor.

    —¿Esto es todo? —preguntó ella cuando terminó. Su tono no era desdeñoso, ella sólo quería saber si había algo más.

    —No todo —dije—. Tengo algunas fotos. Una es una toma del registro en el libro mayor de Muktinath. Las otras son del cuerpo de Stanley Goebel. Son bastante desagradables y es posible que no quieras verlas.

    Ella extendió la mano. Yo le di las fotos. Ella se estremeció al ver la segunda, pero la estudió, y le gustaron las otras dos, con cuidado. Luego las devolvió.

    —Bueno. Hostia puta. Vamos al local de al lado. Necesito una copa —Ella tenía acento, pero yo no podía ubicarlo. ¿Europa del Este tal vez?

    Reuní mis pertenencias y fuimos al Perro Loco En El Siroco, un pub casi británico casi alternativo de al lado. Era una noche entre semana, por lo que la música no era ensordecedora y hasta había una mesa libre. Pedí un whisky escocés doble con hielo. Ella también.

    —No sabía lo de Jeremies —dijo ella. Parecía culpable—. Era imposible que pudiera haberlo sabido. Yo misma fui a Beira y nadie dijo nada de que llevaba días muerto cuando lo encontraron. La policía en Mozambique no es de ayuda, créeme. Incluso llamé a su familia, pero no quisieron hablar. Y yo tenía una puta fecha límite que cumplir. Tuve una pequeña guerra con el editor jefe para conseguir que pusieran el aviso en el libro.

    —Yo no te estoy culpando de nada —dije yo sorprendido—. Nadie te culpa.

    —Yo podría —Ella sacudió la cabeza—. Tal vez. Aunque tengo muchas preguntas. Dices que nadie sabía lo de las navajas y lo del número de pasaporte. ¿Qué hay de la policía de allí?

    —Cierto —dije con cautela—. Lo sabían. Pero no tenían ningún motivo para...

    —No. Pero vamos a... lanzar una red amplia con esto. No quiero andarme a medias —Dio un sorbo a su whisky escocés—. Odio esta mierda de Johnny Walker.

    —Entonces, ¿por qué lo pediste? —pregunté, casi aliviado de tener un cambio de tema.

    —Porque no puedo permitirme nada bueno. Bueno. Y tienes el momento del jodido rumor. El rumor estaba por toda Sudáfrica cuando yo llegué allí, todo el mundo hablaba de ello, y eso fue dos días antes de que encontraran a McLaughlin. De lo de la mutilación del ojo y todo eso.

    —Espera —dije—. ¿Antes?

    —Antes.

    —¿Quién empieza a hablar de asesinos en serie cuando sólo ha muerto una persona?.

    —El asesino en serie —dijo ella—. ¿Quién si no? A menos que el tipo haya contratado una agencia de relaciones públicas.

    —Eso es de chiflados.

    —Como lo es él —señaló ella.

    —Podría ser ella.

    —Cierto, eso sucede mucho —dijo ella sarcásticamente—. Pero por el bien de la discusión, llamémoslo él. El asunto es que aún hay un agujero totalmente enorme del tamaño de un camión Mack en tu bonita teoría, ¿sabes?

    —Sí —dije—. Lo sé.

    —8 de junio en Mozambique, 14 de junio en Malawi. Posible. Pero ¿14 de junio en Malawi y el 15 de junio en el puto Camerún? Venga ya.

    —Sí —dije—. Pienso que tal vez lo hizo deliberadamente para confundir las cosas, corrió al aeropuerto de Malawi, voló a Harare, voló a Camerún, y al día siguiente salió y... —Pero ella estaba negando con la cabeza como si yo estuviera sugiriendo que los Wings eran mejores que los Beatles.

    —Está bien —admití—. Esa parte tampoco tiene sentido para mí —No tendría sentido para cualquiera que hubiera viajado alguna vez a África—. A menos que tal vez la fecha del 14 de junio sea incorrecta. Si la retrasas al 13 de junio o al 12 de junio, comienza a ser posible.

    —Entonces sólo tiene cuatro o cinco días para ir desde Mozambique hasta Malawi y encontrar algo de carne fresca… pero, está bien, tal vez, sólo tal vez. Tengo una vaga idea de que la fecha del 14 de junio es bastante sólida, pero no estoy segura del todo. Yo aún tengo mis notas, lo buscaré. Supongo que estás seguro de la fecha del 15 de junio.

    —Mucho —dije brevemente—. Bueno. ¿Qué hay de las navajas? ¿Eso sucedió en el sur?

    —No lo sé. Fueron todos lugareños quienes encontraron los cuerpos allí, y yo no hablé con ellos directamente. La policía probablemente tampoco me habría dicho quiénes eran. Lo único que dijeron fue que los ojos estaban mutilados. No quisieron decir cómo. Conocí a un policía en Ciudad del Cabo, si todavía trabaja allí, le preguntaré.

    —Excelente —Tomé un trago de mi whisky escocés—. Eh. Dios.

    —¿Qué? —preguntó, y me encontré con esos ojos azules directamente por primera vez y tuve que apartar la mirada a toda prisa.

    —Es genial poder hablar con otra persona sobre esto —dije—. Y que, ¿sabes?, aunque esté equivocado, que me tomen en serio. Comencé a preguntarme si sólo estaba perdiendo el rumbo y volviéndome paranoico.

    —Definitivamente tienes algo serio aquí. ¿Puedo llevarme esto? —Ella puso su mano sobre la carpeta—. ¿Y las fotos? Voy a tratar de convencer a mi editor para que te dé acceso. Puede que estés equivocado, pero vamos a tomarte en serio.

    —Gracias —dije—. Muchas gracias.

11. Trazado de ruta

    Al día siguiente terminé todo el trabajo que tenía al mediodía y pasé el resto de la tarde navegando por Internet y jugando al futbolín. Había mucha gente con tiempo para jugar al futbolín. No es una buena señal. Kevin me aseguró que el proyecto de Morgan Stanley que yo debía liderar simplemente estaba "colgado en la fase de poner puntos a las tes y cruces a las íes". Sonaba como si incluso él lo creyera. Si no lo hubiera hecho, yo habría comenzado a pulir mi currículum.

    Justo antes de cerrar la sesión y volver a casa, recibí un correo electrónico aplastantemente decepcionante:

    De: talenar@lonelyplanet.com

    Para: BaltasarWood@yahoo.com

    Asunto: Su propuesta

    cc: editorial@lonelyplanet.com

    Estimado Sr. Wood,

    Hemos considerado toda la información que nos ha enviado y lamentamos informarle que hemos decidido no ayudarlo en su investigación.

    Si bien apreciamos la gravedad de sus sospechas, creemos que sería irresponsable por nuestra parte ayudarlo sin prueba que demuestre, más allá de toda duda razonable, que su teoría es correcta. Si bien ha acumulado una colección impresionante de pruebas circunstanciales, quedan agujeros sin explicación en su línea de tiempo de eventos y no hay un nadie con pillado con las "manos en la masa". La política de privacidad declarada de Thorn Tree es que no revelamos información sobre un usuario sin su consentimiento, y cualquier violación de esta política, sin ser obligados por una citación, podría dejarnos expuestos a perjudiciales demandas. En resumen, siempre que sea posible que esté equivocado, no deseamos participar en lo que puede ser una búsqueda inútil.

    Lamentamos nuestra falta de cooperación y esperamos que comprenda nuestra motivación. Si adquiere alguna prueba nueva y convincente, háganoslo saber.

    Atentamente,

    Talena Radovich

    Editora Web

    Publicaciones Lonely Planet

    Me contuve de darle un golpe a mi computadora portátil. No era culpa de la computadora. —Mierda —dije—. Joder. Mierda joder mierda joder mierda joder—. Eso no me hizo sentir mejor.

    Fui a mi apartamento, encendí la tele y entré en Deep Cable para encontrar la programación más atontante para la mente posible. Estaba harto de pensar. Estaba empezando a pensar con anhelo en lobotomías.

    Unos diez minutos después de Married… With Children , recibí una llamada telefónica.

    —¿Baltasar? Hola. Soy Talena.

    —Oh —dije—. Sí. Recibí tu email.

    —Bien. Finjamos que no lo recibiste.

    Traté de averiguar lo que quería decir y fracasé. —¿Qué?

    —Lo hablé con la junta y todos son muy comprensivos. Puede que incluso estén dispuestos a violar la política de privacidad sin una citación si consigues una cinta de video del tipo confesando sus crímenes.

    —Eso es loable por su parte.

    —Pero, en primer lugar, no quieren violar su política y en segundo lugar no quieren disuadir a las personas de viajar sin pruebas contundentes. En realidad lo que temen es que acudas a los medios. Nunca se sabe qué historias despegan y, si la tuya lo hace, es posible que vendamos muchos menos libros durante un tiempo.

    —Bueno, puedes decirles que sus peores temores están a punto de hacerse realidad —dije tratando de que eso sonara a una amenaza.

    —Podría. Sin embargo, eso es lo que piensa la junta y me instó a que te lo dijera.

    —No entiendo por qué me llamas. ¿Y cómo conseguiste mi número?

    Ella suspiró pacientemente como si hablara con un niño.—El milagro de la visualización de llamadas. Y te llamo para decirte que la junta y yo no pensamos igual. Que creo que probablemente basta con estar sobre algo. Así que voy a ayudarte personalmente.

    —¿En serio?

    —Sí, en serio.

    —¿Ayudarme cómo exactamente? —le pregunté.

    —¿Qué tipo de ayuda quieres?

    —Quiero los registros de vuestro servidor web.

    —Entonces te los llevaré —dijo ella.

    —Podrías perder el empleo.

    —Sólo si se lo cuentas a alguien.

    —No se lo diré a nadie.

    —Lo sé. Ahora dime qué quieres que consiga. ¿Impresión de WebTrends o qué? Sé de computadoras, pero no soy técnica, así que tendrás que darme detalles explícitos.

    Apagué la tele, me senté y le expuse los detalles sobre dónde podía encontrar los archivos que yo necesitaba. La oía teclear mientras yo hablaba, presumiblemente transcribiendo mis instrucciones. Ella no me hizo ninguna pregunta.

    Cuando terminé, ella dijo: —Entendido. Los conseguiré mañana. ¿Cual es tu direccion?

    —¿Mi dirección?

    —Tu dirección. Para que pueda llevarte el disquete con los archivos. Como has dicho, podrían despedirme, así que el correo electrónico es demasiado inseguro para mi gusto.

    Le di mi dirección.

    —De acuerdo. Mañana a las ocho. Estate allí.

    —Estaré —dije.

    —Adiós.

    —¿Talena?

    —¿Sí?

    —Gracias.

    —El placer es mío —dijo ella—. Te veo mañana.

***

    Después de que ella colgara, se me ocurrió una idea. Fui a mi estudio, me senté ante mi computadora portátil e inicié sesión en Thorn Tree. No había nuevas entradas en mi conversación, así que agregué las mías propias:

    Paul Wood 06/11 19:45

    BC088269: te crees muy listo, ¿no?

    Con un poco de suerte, lo atraería para que nos diera nuevos datos.

    Revisé mi correo electrónico. Había un nuevo mensaje de Carmel, una chica australiana del camión, diciéndome cuánto odiaba su nuevo trabajo en Sydney y preguntándome cómo lo había pasado en Nepal.

    Buena pregunta, pensé. Pero, ¿estás segura de que quieres saber la respuesta?

    Quise responder. Quise enviar un correo electrónico a toda la tribu del camión, contándoles todo lo que había encontrado y todo lo que sospechaba. Estas eran personas que entenderían lo que yo quería decir y lo que significaba para mí. Tal vez algunos de ellos podrían incluso ayudarme a averiguar qué estaba pasando. Como Hallam y Nicole. Él era un exparacaidista y consultor de seguridad, y ella tenía una de las mentes más brillantes que yo jamás había conocido. O Steven, con su dudoso pasado y multitud de conexiones turbias. Este era un trabajo para gente como ellos, no para un programador de computadoras de buenos modales.

    Pero, en serio, ¿de qué serviría? Aparte de un momento de catarsis sin sentido, ¿qué sentido tenía contarles lo que yo había visto y descubierto? ¿Qué podrían descubrir ellos de verdad que yo no podía? ¿Por qué recordarles el asesinato de Laura y molestarlos con este enfermizo misterio irresoluble que parecía estar relacionado con él? No parecía correcto desatarlo en sus mentes sólo porque yo no podía evitar que eso depredara la mía. Lo único que haría sería sacar del fango un montón de viejos y horribles recuerdos. Yo había pasado recientemente por suficiente de eso como para desearselo a los demás.

***

    Talena apareció justo a tiempo, vestida con tejanos y un suéter morado, con un disquete en la mano. Lo acepté de ella y le di las gracias.

    Yo esperaba que ella diera media vuelta y se alejara, y hubo un silencio incómodo durante unos segundos antes de que ella dijera: —¿No me vas a invitar a entrar?

    Parpadeé y dije: —Oh. Vale.

    —Estoy arriesgando mi trabajo con esto —me recordó ella—. Lo menos que puedes hacer es dejarme espiar por encima del hombro.

    —Ah. Sí, claro. Ningún problema.

    Ella me siguió adentro.

    —Bonito apartamento —dijo ella.

    —Sí —dije, y luego tímidamente—. A veces está un poco más limpio...

    Ella rió.

    —¿Quieres una copa o algo? —le pregunté.

    —Vamos sólo a trabajar.

    —Bien —Me dirigí a mi estudio, donde tenía la computadora portátil sobre el escritorio conectada a un cable módem. Ella se sentó a mi lado y tuve que recordarme a mí mismo que debía concentrarme en lo que estaba haciendo. Ella era incluso más bonita de lo que recordaba, y se movía con gracia atlética, y sus tejanos y su suéter estaban más ajustados de lo absolutamente necesario, y vestía algo que olía a fresas frescas, y no pude evitar pensar que habían pasado cuatro meses desde un encuentro borracho con una chica rubia y risueña llamada Amy que yo había conocido en una fiesta, desde…

    —Bueno, ¿vamos a meditar antes de comenzar o qué? —me preguntó ella.

    —Um, sí. Sólo estaba planeando —mentí insertando el disco—. Te advierto, esto podría llevar un tiempo y probablemente será muy aburrido.

    —No hay problema. Tú mantenme informada sobre lo que estás haciendo. Y usa palabras en inglés y no acrónimos.

    —Veo que has tratado con los de mi especie antes.

    —Más de la cantidad necesaria para tener una vida plena y feliz.

    —Muy gracioso. Bueno, lo primero que voy a hacer es comprobar la hora exacta en que el Sr. BC088269 publicó en Thorn Tree —Entré en la Web, me conecté al Thorn Tree, me desplacé hasta su mensaje—. 6:01 del 4 de noviembre. Voy a suponer que los servidores web usan la misma zona horaria que vuestro servidor de base de datos...

    —La usan —dijo ella.

    —Bueno. A continuación miramos los archivos de registro —Los abrí en UltraEdit. Cada uno constaba de cientos de miles de líneas de texto, cada línea era un largo flujo de datos ininteligible para cualquiera no iniciado en los secretos de mi campo:

    64.76.56.49, 11/4/00, 0:00:19, ARMSTRONG, 64.211.224.135, 2110, 438, 22573, 200, GET, dest

    206.47.24.62, 11/4/00, 0:00:19, COOK, 64.211.224.135, 109, 502, 32090, 200, GET, propbooklist.html

    129.82.46.82, 11/4/00, 0:00:21, MAGELLAN, 64.211.24.142, 78, 477, 11505, 200, GET, cgi-binsearch

    206.47.244.62, 11/4/00, 0:00:23, MAGELLAN, 64.211.224.135, 0, 567, 28072, 304, GET, desteurope/UK/London.html

    … y así sucesivamente, una por cada vez que alguien miraba una página web de Lonely Planet ese día.

    —¿Y esto significa algo para ti? —ella preguntó.

    —Sí.

    —¿Qué significa?

    —Bueno… cada línea representa una solicitud, una página que algún usuario quiere que se le sirva. Y cada línea me dice el número de IP de la computadora del usuario, la fecha y la hora, el nombre de la computadora del servidor, el número de IP atendido, cuánto tiempo tomó toda la solicitud, cuántos caracteres envió el usuario, cuántos caracteres envió el servidor, si todo se completó con éxito, si el usuario estaba recibiendo o enviando información y la página que quería.

    —Ajá. ¿Y eso es útil?

    —Tal vez. En primer lugar, metamos todo esto en Excel. Es pesado trabajar con el texto —Abrí el Microsoft Excel y ejecuté en los cuatro archivos de registro su asistente de importación, convirtiéndolos en maleables hojas de cálculo, las cuales corté y pegué en un sólo archivo. Un archivo muy grande.

    —Sois populares —observé. Lancé una impresionada mirada por encima del hombro y me reencontré con esos ojos azul eléctrico.

    —Un millón de visitas al día —dijo ella con orgullo.

    —Correcto —dije enérgicamente, haciendo que mi cabeza girara hacia la computadora—. Sí. Uno punto dos tres millones el 4 de noviembre. Menos mal que tengo una máquina monstruosa aquí o esto tardaría una eternidad. Bueno. Sí. Muy bien, antes que nadadeshagámonos de todo lo que no esté dentro de un intervalo de dos minutos cuando apareció ese mensaje. Ordené las entradas por fecha y las borré todas, excepto las que estaban entre las 6:00 y las 6:02. Esto redujo las cosas a unos manejables 2200 resultados—. A continuación, eliminemos todas los que miran vuestra web principal en lugar de la de Thorn Tree —Hice ping en thorntree.lonelyplanet.com, descubrí que era 64.211.24.142 y eliminé todas las solicitudes a diferentes servidores.

    —Son todavía doscientas posibilidades —dijo—. Pensé que en realidad serías capaz de ver los mensajes que publicaron.

    —No habrá esa suerte. Pero aún no hemos terminado. Cualquiera que publique un mensaje usaría un método HTTP POST, no un GET, el GET se usa sólo si estás leyendo —Eliminé todos los GETS, y esto redujo la hoja de cálculo a sólo tres líneas:

    116.64.39.4, 11/4/00, 0:06:01, MAGELLAN, 64.211.24.142, 3140, 9338, 32473, 200, POST, cgi-binpost

    187.209.251.38, 11/4/00, 0:06:01, COOK, 64.211.24.142, 2596, 1802, 31090, 200, POST, cgi-binpost

    109.64.109.187, 11/4/00, 0:06:01, HEYERDAHL, 64.211.24.142, 0, 2847, 72, 500, POST, cgi-binpost

    —Más fácil de lo que pensaba —dije.

    —Así que, ¿tenemos tres posibilidades?

    —En realidad no. ¿Ves ese 500 en la última línea? —Lo señalé—. Esto significa que hubo un error en el servidor, por lo que lo que fuese que se envió nunca llegó a Thorn Tree.

    —Así que es uno de los dos primeros.

    —Cierto. Pero ¿ves ese 9338 en el primero y el 1802 en el segundo? Esa es la cantidad de bytes que pasaron del cliente al servidor. Eso significa que el primero fue un mensaje bastante largo. Y el mensaje que envió nuestro amigo fue…

    —... malditamente corto.

    —Exactamente.

    —Está bien —dijo ella—. Así que encontramos la línea correcta. Todavía no entiendo lo que eso nos da.

    —Eso nos da el número de IP de la computadora que usó para enviarlo. Uno ocho siete dos cero nueve dos cinco uno treinta y ocho.

    —¿Y cada computadora en Internet tiene su propio número?

    —Bueno, no —Guardé la hoja de cálculo, por si acaso, expulsé el disquete y se lo devolví, evitando su mirada—. Esa era la forma en que originalmente se suponía que debía funcionar. Pero es más complicado que eso. Básicamente, como regla general, cualquier computadora que esté permanentemente en la red tiene su propio número de IP. A menos que esté detrás de un servidor proxy, o... bueno, hay muchos problemas. Así que esto todavía podría ser inútil. Por otro lado, podría llevarnos directamente a él. Puedo echar un vistazo a la cadena de enrutadores por la que pasamos para llegar a esa máquina desde aquí, eso podría darnos una idea de dónde está —Abrí una sesión de telnet en mi cuenta de Unix, escribí:

    traceroute 187.209.251.38

    y examiné las líneas de galimatías crípticas que la computadora escupió en respuesta.

    —Mierda —dije—. Esto no me lo esperaba.

    —¿El qué?

    —Ese mensaje vino de Indonesia.

    —¿En serio?

    —Lo parece. —Señalé las últimas líneas de la respuesta de traceroute.

    17 Gateway-to-hosting.indo.net.id (187.209.251.31) 641.612 ms 587.980 ms 590.526 ms

    18 Quick-Serial-b.indo.net.id (187.209.251.2) 869.458 ms 669.086 ms 608.886 ms

    19 187.209.251.38 (187.209.251.38) 620.897 ms 643.124 ms 588.700 ms

    —¿Ves ese punto-ID al final de esas últimas líneas? Cada país tiene su propio código. CA para Canadá, UK para el Reino Unido, etc. ID significa Indonesia.

    —Indonesia es un lugar grande —dijo ella dubitativa.

    —Así es —dije—. Veamos si no podemos acercarnos un poco ,—Escribí:

    whois 187.209.251.38

    y la computadora respondió:

    IP Address: 187.209.251.38

    Server Name: WWW.JUARAPARTEMA.COM

    Whois Server: whois.domaindiscover.com

    —¿Qué es eso de Whois? —preguntó Talena.

    —Básicamente hace que salga ahí fuera y obtenga el nombre que va con el número de IP —dije—. Si hay alguno.

    —¿Las computadoras tienen nombres?

    —Algo así —dije—. Entre ellas sólo usan el número de IP, pero descubrieron hace mucho tiempo que eso sería difícil de recordar para las personas, por lo que hay un sistema llamado DNS, Servicio de Nombres de Dominio, que hace coincidir los nombres con los números. Así puedes escribir lonelyplanet-punto-com en lugar de sesenta y cuatro punto dos once y demás.

    —¿Cómo funciona? —me preguntó—. ¿Es que hay unas páginas amarillas grandes o algo así?

    —Eso es —dije—. Es una jerarquía descendente complicada, pero básicamente hay trece computadoras muy grandes que funcionan como las páginas amarillas maestras. Lo que acaba de decirnos es que el nombre que estamos buscando es juarapertama.com, y que fue registrado por una empresa llamada domaindiscover.com. El registro devolvió este gran lío complicado, pero básicamente, si vamos allí, deberíamos poder descubrir más..

    Navegué a domaindiscover.com y busqué juarapartema.com:

    whois: juarapartema.com

    Contacto Administrativo, Contacto Técnico, Contacto de Zona:

    Mak Hwa Sen

    Internet World Café

    Kuta Beach, Bali, DKI 33620, ID [82] 29 9210421

    root@juarapartema.com

    —Te pillé —dije—. Kuta Beach, Bali. ¿Y qué diablos estás haciendo allí?

***

    —Vamos a tomarnos un descanso —dijo ella—. Tomaré esa copa ahora.

    —Está bien —dije. Me siguió hasta la cocina. Abrí el refrigerador y miré dentro—. Tengo cerveza y... um... agua.

    Ella rió.

    —Acabo de regresar de un viaje —dije a la defensiva.

    —Sí —dijo ella—, y tú eres un chico.

    —Tengo algo de Glenfiddich —dije, recordando que ella bebía whisky.

    —¿Sí? Entonces estás tocando mi canción.

    Vertí sobre hielo un poco de néctar de los dioses para los dos y nos sentamos en el sofá. Me sentía sorprendentemente cómodo a su lado. Yo no puedo relajarme en compañía mujeres bonitas, cada momento que paso cerca de ellas me parece como parte de una entrevista de trabajo de alto riesgo, pero con Talena me sentía perfectamente a gusto.

    —Da un poco de miedo que puedas hacer esto —dijo ella—. Entonces, ¿todo lo que hace todo el mundo en la Web se puede rastrear?

    —Depende —dije—. Por ejemplo, si estás usando AOL, probablemente estés bastante a salvo de estas cosas, porque parece que todos en AOL están en la misma máquina. Por otro lado, la gente de AOL sabe todo lo que haces. Sí, por regla general, la mayoría de las cosas que haces se pueden ver.

    —¿Y cuando te dicen que esta es una conexión segura, están mintiendo?

    —No, eso es completamente cierto, probablemente infiltrarse en esas conexiones sea imposible. Pero aún sabrán qué máquina usas para conectarte.

    —Bueno. Ya puedes llamarme paranoica.

    —Si te empeñas mucho, hay formas de evitarlo —dije—. Si el tipo hubiera tenido cuidado, si hubiera pasado por Anonymizer o por Zero-Knowledge o SafeWeb o algo así, nunca habríamos podido rastrearlo.

    —¿Eso qué es?

    —Sitios que visitas y que básicamente limpian todo lo que haces para que seas anónimo.

    —Pero ¿cómo sabes que hacen eso de verdad? —me preguntó.

    —No lo sabes —admití—. Quiero decir, puedes realizar pruebas y demás, pero hasta cierto punto tienes que aceptarlo con confianza. Aunque a mí eso no me molesta. Es decir, no tengo nada que ocultar.

    —Tienes todo que ocultar —dijo ella—, créeme.

    —¿Que quieres decir?

    —Quiero decir que… —Ella visiblemente decidió evitar el tema y negó con la cabeza—. Que que no confío en los poderes fácticos para saber algo sobre mí que no tienen por qué saber, eso es todo. Así que nuestro amigo El Toro está en Indonesia. ¿Qué crees que significa eso?

    —Creo que significa que todavía está en el camino —dije.

    —Sí —dijo ella—. ¿Y sabes qué otra cosa significa probablemente?

    —Me temo que sí.

    —Significa que otra persona más terminará con navajas en los ojos en una semana o dos. A menos que nosotros hagamos algo.

    —¿Hacer algo? ¿Qué tienes en mente?

    —Eso me supera jodidamente. Ese es el problema —dijo, y se pulió el whisky escocés—. ¿Has comido? Estoy hambrienta.

    —Yo también —mentí.

    Fuimos a Crepes On Cole, a sólo un par de bloques de donde yo vivía. Por mutuo acuerdo tácito no hablamos de El Toro. En su lugar hablamos de todo lo sin sentido que cualquiera de nosotros pudiera pensar. Películas oscuras favoritas. Las estrellas de rock más sobrevaloradas. El declive y la caída de la Gran Novela Americana. Los mejores paseos largos por San Francisco. Qué hacer si te persigue un ciervo rabioso cuando vas en bicicleta por el condado de Marin. Diez maneras de detectar a un neoyorquino en Market Street. Por qué los mejores barrios siempre tienen los peores vecinos.

    Creo que a los dos nos sorprendió lo bien que nos llevábamos, muchas de las risas eran del tipo "¡No puedo creer que a ti también te guste!". Ella no era tan engreída y esnob como yo esperaba. Tal vez un poco, pero cuando eres joven y hermosa y tienes el trabajo más genial del mundo en la ciudad más genial del mundo, eso es un poco gajes del oficio. Ella vivía en Potrero Hill y sufría un viaje de una hora de ida y vuelta al trabajo, lo cual había desbaratado mis conjeturas iniciales sobre su apartamento perfecto y su familia adinerada. —LP te paga con diversión y prestigio mayormente —había dicho ella en un momento de la charla—. Los dólares son jodidamente nominales.

    La única pausa incómoda vino cuando le pregunté de dónde era. Ella hizo una mueca y dijo —De todas partes —en un claro tono de "cambiemos de tema". Pero llegamos al tema de los nuevos sabores propuestos de Ben & Jerry y ese momento se olvidó rápidamente. Cuando la camarera se inclinó y nos dijo cortésmente que cerrarían pronto, ambos nos sorprendimos y miramos nuestros relojes para verificarlo. Las once en punto se habían colado mucho más rápido de lo que cualquiera de nosotros había notado.

    Dividimos la cuenta y caminamos hasta la esquina de Rivoli y Cole, donde estaba estacionada su bicicleta.

    —Bueno —dije—, me alegro de que hayas venido. Ha sido divertido.

    Ella me lanzó una sonrisa de un millón de vatios que hizo que mi columna se tambaleara. —Sí, lo ha sido.

    —Bueno… —dije, como siempre dejando un espacio en blanco sobre lo que debería decir o hacer en este punto.

    —Sí. Deberíamos hablar de todo... el asunto. No sé. Siento que tenemos que hacer algo, pero no sé qué.

    —Yo también. Yo tampoco.

    Nos miramos durante otro rato.

    —Bueno —dijo ella—. Debería irme. Largo viaje en bicicleta a casa. Consultemos con la almohada. Te llamaré mañana por la noche, ¿de acuerdo?

    —Claro —dije, y la vi marcharse en bicicleta, mientras yo abandonaba con reluctancia todas las fantasías en mi cabeza que involucraban que ella se quedara. Bueno, abandonándolas por esa noche. En realidad no pensaba que eso fuera a pasar alguna vez, pero eso tampoco ha impedido nunca soñar a un chico.

12. Consolidación y Reestructuración

    Me puse a trabajar, inicié sesión, leí mi correo electrónico y me di cuenta de que no tenía absolutamente nada que hacer. Eso me vino bien. Apunté Internet Explorer hacia www.interpol.com y comencé a leer.

    Casi media hora después, había perdido mi esperanza en la Interpol. Parecían una organización bastante buena, que compartía información y técnicas policiales en todo el mundo, pero no corrían de un país a otro persiguiendo terroristas internacionales como salía en las películas. Más burocracia que otra cosa. Decían específicamente en su sitio: para denunciar un delito no contacte con nosotros, vaya a la Oficina Nacional de Contacto de su país.

    Qué demonios, no había nada que perder. Compilé toda la información que ya tenía, excepto la parte sobre los registros web de Lonely Planet (no quería meter a Talena en problemas) y se la envié a la NCB de EE. UU. Supuse que se leería una vez y se reenviaría al equivalente de correo electrónico de la Oficina de Cartas Sin Salida o la Oficina de Teóricos de Conspiració. Psicópata, pero al menos yo lo había intentado.

    Justo cuando terminé, Kevin se acercó a mi escritorio.

    —Paul —me dijo—, ¿puedo verte en mi oficina? Ha surgido algo.

    —Claro —dije imaginando que el contrato de Morgan Stanley por fin era oficial—. ¿No deberíamos esperar a Rob? Creo que está almorzando —Rob iba a ser el diseñador principal del proyecto. En realidad, yo no lo había visto en todo el día, pero eso era típico, él era un Artista y exageraba su impetuosidad en toda su magnitud.

    —No —me dijo—, esto no involucra a Rob.

    Entré en su oficina y me senté mientras él cerraba la puerta.

    —Está bien —dijo—. Bien. Mira, Paul, todo el mundo sabe que eres un programador brillante.

    —Gracias.

    —Tan brillante que te permitimos continuar con tu poco ortodoxo horario de trabajo de, ¿son cuatro meses de vacaciones al año?

    —Cuatro meses de excedencia sin derecho a sueldo —¿Era este uno de sus intentos semestrales de convencerme para que yo trabajara todo el año?

    —Pero como sabes, la compañía ha estado pasando por momentos difíciles últimamente. El fondo ha caído mucho en el mercado, y hemos estado quemando dinero como agua.

    Yo iba a llamar su atención sobre la divertida metáfora mixta, pero decidí no hacerlo. En su lugar, cambié al modo ra-ra-ra y dije: —Pero el contrato de Morgan Stanley nos salvará el tocino, ¿verdad?

    —Ayer —dijo Kevin—, Morgan Stanley asignó el contrato a Quidnunc.

    —Ah —Uno de nuestros competidores.

    —Esto nos ha dejado en un aprieto en el que simplemente tenemos demasiados empleados y muy pocos proyectos facturables. Como esto no era del todo inesperado, hemos elaborado un plan de contingencia que ahora estamos poniendo en marcha. Como resultado de la pérdida de este contrato, las fuerzas del mercado nos obligan a reestructurar significativamente el tamaño de la organización. Predecimos que este es un recurso temporal, que sólo durará hasta que se corrija esta desaceleración anómala del mercado.

    Empecé a tener una sensación incómoda en la boca del estómago. —Kevin...

    —Es importante tener presente que nuestro paradigma de crecimiento no se verá afectado a largo plazo por esto y que nosotros lo vemos como un contratiempo. Sin embargo, entretanto nos hemos visto obligados a tomar algunas decisiones muy difíciles con miras a consolidar nuestras operaciones…

    —Kevin, ¿me estás despidiendo?

    Trató de mirarme directamente a los ojos, le concederé eso, pero en el último segundo falló, y mirando al escritorio dijo: —Sí.

    —Está bien —dije yo.

    —Paul, lo siento mucho, luché por ti como pude, pero los altos mandos…

    —No sólo estoy diciendo que está bien —interrumpí—. Lo digo en serio. De hecho, me alegra saberlo —Y lo pensaba también. De hecho, me di cuenta de estar sonriendo. Sentí como si un gran peso se estuviera alejando de mi cabeza. ¡Desempleo! Me sentí como si estuviera en libertad condicional.

    —¿En serio? —me preguntó.

    —Totalmente.

    —¿Por qué?

    —Los mandos intermedios como tú nunca lo entenderíais —Lo dije como una broma, pero creo que se lo tomó como un insulto. Ah, bueno, después de todo, acababa de despedirme. No me iba quitar el sueño que él pensara que yo le había lanzado una puya.

    —¿Qué pasa con Rob? —le pregunté.

    —Él también.

    —¿Finiquito?

    —Cuatro semanas de paga y un mes gratis de cobertura de salud COBRA. Toma —Me dio un sobre manila de una pila terriblemente alta en su escritorio.

    —Suena justo. ¿Se supone que debo firmar un contrato diciendo que no os voy a demandar o algo así?

    —Jesús. No hemos llegado a pensar en eso. ¿Crees que podrías…? —comenzó.

    —Kevin —dije—, no voy a demandaros, pero tampoco voy a firmar nada. ¿Algo más?

    —¿Qué hay del Palm Pilot que te dimos?

    —Lo arrojé a la bahía de San Francisco —dije. Era verdad

    —¿Tú... qué?

    —No soporto esos chismes —le expliqué.

    —Oh —dijo—. Bueno. Supongo que lo descontaremos. ¿Tienes tu portátil aquí?

    —Seguro —dije muy contento de que todas mis notas y correspondencia importantes tuvieran copia de seguridad en mi cuenta de Yahoo—. Lo dejaré aquí.

    —De acuerdo. Bien. Gracias por tomarte esto tan bien.

    —El placer es mío. ¿Se supone que debes escoltarme fuera del edificio ahora?

    Su aspecto era miserable.

    —Oh, cielos, tú también lo eres —Negué con la cabeza—. Sólo vigila tu espalda. He oído que en algunos lugares el último tipo en recibir el hacha en un día como este es el tipo que acaba de despedir a todos los demás. Le ahorra al lugar mucha mala sangre, o algo así.

    Esto era una mentira total, pero valió la pena por la expresión de miedo que se deslizó por su rostro. Lo seguí fuera del edificio sintiéndome un poco culpable por ello. Pero sólo un poco.

***

    Salí de la oficina, crucé Mission Street, tomé el pequeño sendero que conducía a Market Street, con la intención de bajar a la estación Muni e irme a casa. Justo en la esquina de Market y Montgomery me detuve en seco tan abruptamente que una mujer asiática casi choca conmigo. Apenas noté su mirada furiosa.

    Me quedé allí durante lo que pareció mucho tiempo. Creo que tal vez fue de verdad mucho tiempo. Tal vez media hora. La gente me lanzaba miradas extrañas. Probablemente porque yo iba vestido normal. Esa una parte del encanto de San Francisco; si me hubiera cubierto de pintura plateada o me hubiera momificado con tiras de cuero, nadie me habría hecho el menor caso, pero un pijo en babia como yo, eso era un hombre muerde a perro.

    Supongo que yo estaba un poco flipado en ese momento. Era por un montón de cosas. En parte era por estar recién desempleado. Eso es algo que te desconcierta mucho, aunque tengas dinero en el banco, aunque sepas que puedes conseguir un nuevo empleo en cuestión de días, aunque de realidad estés contento por ello. Y yo estaba contento por ello. Estaba más contento de lo que había estado desde hacía meses, pero no entendía por qué. Eso también me tenía desconcertado.

    Nunca había sido tan libre en toda mi vida. Era terrorífico.

    No sé por qué, pero sentía que había una cantidad infinita de caminos que partían de la esquina de Market y Montgomery y que el que eligiera definiría toda mi vida. Esa media hora parecía preñada de... como quieras llamarlo. Condenación. Hado. Destino.

    Podía conseguir otro empleo. Podía quedarme aquí. Me gustaba Talena, y yo le gustaba a Talena, y ella no había dicho nada sobre un novio. Pensé que podría haber posibilidades en ese frente. Podía quedarme y tratar de enseñarme a mí mismo cómo ser feliz. No podía ser tan difícil, ¿verdad? Mucha gente parecía conseguirlo.

    Podía mudarme a Londres. Mudarme con mi tribu, o al menos averiguar de una vez por todas si en realidad eran mi tribu. Tal vez un cambio de escenario era justo lo que necesitaba. Tal vez mi problema era que nunca debí vivir en Estados Unidos y que nunca podría ser feliz aquí.

    Podía ir a casa a Canadá. Podía trabajar durante un año como profesor voluntari o en alguna aldea olvidada de Dios en Chad, Surinam o Bangladesh. Podía mudarme a Los Ángeles y empezar a escribir guiones. Podía mudarme a Zimbawe y reunirme con mis primos en su granja. Podía ir al sur del Bronx y comenzar una romántica espiral de muerte dostoievskiana de drogas, violencia y vacuo sexo con prostitutas adictas al crack. Podía convertirme en explorador antártico, buceador profesional o acróbata del Circo del Sol. Podía entrar al Templo Shaolin y convertirme en el cabronazo más duro del mundo entero.

    El hombre que mató a Stanley Goebel estaba en Kuta Beach, Bali. Podía ser el mismo hombre que mató a Laura.

    Reflexivamente me dije a mí mismo que dejara de pensar en Laura. Ya había hecho suficiente pensando en Laura. Había pensado más profundamente en Laura que lo que habría pensado si no hubiera sido asesinada y nos hubiéramos casado y pasado el resto de nuestras vidas juntos. Tenía que seguir con mi vida. Ella estaba muerta. Un hombre la había asesinado. Durante mucho tiempo yo había abrigado la sospecha de que su asesino era alguien a quien ella conocía, alguien del camión. Pero ya podía despedir esa sospecha ahora. Yo estaba libre de eso por fin. Una cosa que todo este asunto de Stanley Goebel había dejado claro era que no había manera de que alguien en el camión pudiera ser El Toro. Y eso significaba que el asesinato de Laura no había sido más que un acto fortuito de violencia sin sentido. Demostraba que su asesino era un John Doe sin rostro, anónimo, desconocido.

    Espera.

    ¿Lo demostraba?

    ¿O había otra posibilidad?

    Me alejé de la estación de Muni y caminé de regreso por Market Street. Entré en la oficina de viajes de American Express en la siguiente esquina.

    —Hola —le dije a la señora detrás del mostrador—. Quiero ir a Bali.

    —¿Y cuándo le gustaría ir? —me preguntó ella.

    —Hoy —dije viviendo una fantasía que había tenido desde hacía mucho tiempo y; a pesar de las atolondradas y tensas emociones dentro de mí, un torbellino tóxico de sospecha, ira, confusión, pérdida y la necesidad de hacer cualquier cosa en lugar de nada; logré disfrutar de la mirada de sorpresa en ese rostro.

***

    Todo funcionaba a la perfección. Había un vuelo de Los Ángeles a Denpasar que salía a las 22:00. Los vuelos de enlace iban de SFO a LAX cada media hora. Ni siquiera era muy caro, dos mil dólares ida y vuelta, no estaba mal para un pasaje de última hora que cruza el Pacífico. Podía permitírmelo. Programé el vuelo de regreso para tres semanas después.

    Fui a casa. Hice las maletas. Llamé a SuperShuttle. Quise revisar Thorn Tree, pero habían reposeíado mi computadora portátil, así que fui al centro de copiado más cercano y lo revisé desde allí. Y de hecho:

    BC088269 11/07 08:02

    De hecho, soy bastante inteligente, Sr. Wood. Mucho más inteligente de lo que va a parecer cuando termine con usted.

    Me sentí triunfante. Lo había atraído a una conversación. Escribí en respuesta:

    PaulWood 11/07 16:51

    Ahórranos la molestia, ¿de acuerdo? Estoy hablando de asesinatos de verdad. No tengo tiempo para un aspirante juvenil con milongas como las tuyas. ¿Dices que eres el Toro? Entonces dime esto, ¿qué color de chaqueta llevabas en la travesía? Ya sabes de cuándo estoy hablando. O lo sabrías si fueras real.

    Luego volví a casa y llamé a Talena al trabajo. Ella acababa de salir. La llamé a su casa. No estaba allí todavía. Le dejé un mensaje diciéndole que me llamara de inmediato. Esperé en el estudio su llamada telefónica o la furgoneta SuperShuttle, lo que llegara primero.

    El teléfono sonó. Lo atendí.

    —Llamé a mi amigo en Ciudad del Cabo —dijo ella—. Los sudafricanos dijeron lo mismo que los demás. Navajas suizas en los ojos. Mi amigo va a reabrir el caso y va a hablar con tu amigo Gavin y llamar a la Interpol.

    —Genial —dije yo—. Me voy a Indonesia.

    —¿Te vas qué?

    —Me voy a Indonesia.

    —¿Cuándo?

    —Esta noche —dije.

    —¿Esta noche? ¿Estás loco?

    —Tal vez.

    —¿A qué coño crees que estás jugando, idiota?

    —Ey —dije más que un poco herido. Yo estaba decidido, me di cuenta de repente, en parte para impresionar a Talena—. Hoy me han despedido, no tengo nada mejor que hacer, me voy allí.

    —¿Y hacer qué?

    —Encontrarlo —dije brevemente.

    —¿Sí? Supongamos que lo encuemtras. Y entonces, ¿qué?

    —Y entonces sabré quién es.

    —No, tonto de mierda, y entonces estarás muerto porque, por si acaso lo has olvidado, eres un programador de computadoras y estás persiguiendo a un maldito asesino en serie, y él ya sabe quién eres, y él va en plan "joder, voy a matarte" si lo encuentras. Actúas como la peor clase de machito idiota. Cancela los billetes de avión y quédate aquí.

    Decidí ignorar su consejo. —Escucha —le dije—, ha enviado otro mensaje hoy.

    —Ya lo sé. Lo he visto.

    —¿Podrías intentar verificar si proviene del mismo lugar? ¿Recuerdas algo de lo que hice?

    —Lo recuerdo bien, ya lo he revis ado, venía del mismo lugar —dijo ella—. Ahora dime que vas a cancelar los billetes.

    —Me voy allí a ver qué puedo averiguar —le dije.

    —Baltasar —dijo ella en voz baja—, estúpido de mierda. ¿Crees que quiero encontrarte con navajas en los ojos?

    —Llámame Paul.

    —De acuerdo, Paul. Dime una cosa. Supongamos que lo encuentras. Entonces, ¿qué vas a hacer exactamente?

    —No lo sé —dije.

    —¿Crees que lo vas a matar porque él mató a tu amiga?

    —No lo sé —repetí.

    —Porque ya te lo digo yo ahora, tú no eres de esos.

    —¿Cómo sabes de qué tipo soy?

    —He visto muchas más víctimas de asesinato que tú, tú... Mira —De repente pasó de la furiosa intimidación a la súplica—. Yo crecí en Bosnia. Estuve allí durante la guerra. He conocido toda mi vida bastantes tipos agradables que terminaron muertos. Créeme, tú no eres un asesino. Y sé que eres un tío y que esto suena a insulto, pero no es un insulto, me gustas por eso. Y créeme, por favor, créeme, perseguirlo hasta Indonesia es lo peor y lo más estúpido que puedes hacer en este momento.

    —Tengo que irme —dije—. SuperShuttle está aquí.

    —No, Paul, joder, no seas un completo...

    —Deséame suerte —dije—. Estaré en contacto.

PARTE 3

Indonesia

13. Demasiados australianos

    El vuelo transcurrió en una bruma de mala comida, malas películas y mala compañía. Me dio igual. A veces sentía que, a medida que crecía, lo único en lo que realmente había mejorado era en esperar. ¿Doce horas en un avión? Ningún problema. Me dormí, vi películas, leí la guía de Lonely Planet que había comprado en el aeropuerto, miré desde mi asiento junto a la ventana el interminable brillo metálico del océano. Tenía una hilera de salida de emergencia y el espacio adicional que la acompañaba, por lo que estaba muy agradecido, ya que no fabrican asientos de clase económica para hombres de metro ochenta de altura. No pensé en nada. No parecía haber ninguna necesidad de ello.

    Las doce horas pasaron en un abrir y cerrar de ojos, y luego salí al sofocante calor de Indonesia bajando unas empinadas escaleras desde el avión hasta la pista. Pasé por un McDonald's y un Hard Rock Cafe en el viaje en taxi desde el aeropuerto hasta la playa, y encontré una cómoda habitación en un bungalow por dos dólares la noche.

    Kuta Beach era horrible. Verde y bonita, y se jactaba de tener una playa fabulosa, pero horrible de todos modos. Me recordó a Fort Lauderdale. La población estaba formada en gran parte por australianos en edad universitaria, ruidosos, insoportables y borrachos. En general, me caen bien los australianos, pero estos no. Los indonesios deambulaban con ojos llenos de odio y maletines llenos de imitaciones baratas a la venta, relojes y perfumes y anillos y encendedores Zippo. Las indonesias caminaban apenas vestidas ofreciendo a los australianos "masajes" de cinco dólares. Y viendo a los australianos, no me extrañó que la idea de que todos los hombres blancos se parecen y todas las mujeres blancas son fáciles se propagara por el Tercer Mundo.

    Me senté en la playa y vi la puesta de sol. Era espectacular, pero quedaba medio arruinada por la compañía. Un grupo de australianos borrachos jugaba al rugby en la playa, empujando a los vendedores ambulantes indonesios fuera del camino, tirando a una mujer y su cargamento de brillantes pareos sobre la arena mojada. Otro grupo se pasaba una enorme pipa de hachís. En el café frente al mar donde yo estaba sentado había dos hombres sentados en mesas con prostitutas. Uno era un gordo barbudo de unos veinte años que se pavoneaba y sonreía como si la presencia de dos putas de veinte dólares al día demostrara que él era el hombre más deseable del planeta. El otro era un hombre arrugado de cabello blanco con dos chicas que parecían tener trece años.

    Se me ocurrió que El Toro no era tan diferente de muchos otros viajeros. Algunas personas viajan para explorar o experimentar, pero un mogollón van a explotar. Muchos viajeros del Tercer Mundo están allí, al menos en parte, porque los países pobres ofrecen drogas baratas, sexo barato, anonimato total y policías felices de hacer la vista gorda a cambio de una pequeña contribución. El Toro llevaba lo suyo un poco más lejos que los turistas de drogas o los turistas sexuales, a él le iba el asesinato, pero la idea general era la misma.

    Yo mismo no era un ángel. Había perdido la cuenta de en cuántos países me había drogado. Sí, bueno, las drogas blandas deberían despenalizarse, pero mientras tanto era difícil argumentar que yo estaba ayudando a un país al contribuir con las pandillas violentas que invariablemente controlan el tráfico de drogas. Nunca me había acostado con una chica local, la idea me inquietaba moralmente, pero había conocido y viajado con muchas personas que lo habían hecho. No era exactamente prostitución del modo en que se hacía normalmente, sólo una compensación aceptada; la chica local se acuesta contigo durante una o dos semanas y le compras muchos regalos. No eran sólo hombres, tampoco, yo había conocido musculosos africanos con novias europeas temporales que eran, digamos, no convencionalmente atractivas. A veces era un romance genuino. A veces era una aventura inofensiva. A veces era explotación. La línea divisoria era demasiado fina y la racionalización demasiado fácil para mi gusto. Estaba claro que el gordo barbudo ya se estaba diciendo a sí mismo que las dos hermosas mujeres a su lado estaban allí principalmente debido a su poderoso magnetismo físico.

    Terminé la cerveza, vi la puesta de sol, escuché el océano. Estaba exhausto, agotado por un día de viaje y por el desfase horario. Quería dormir, pero en vez de eso salí y encontré el café Internet World. Era de buen tamaño, unas veinte máquinas. No había nadie allí que yo reconociera. Había pasado el vuelo alternando entre el miedo de no poder encontrar al asesino y el miedo de encontrarlo. Ahora que estaba aquí era el primer miedo el que dominaba. Había literalmente miles de turistas en Kuta Beach; aunque mi teoría fuese correcta y reconociera al asesino, ¿cuáles eran las probabilidades de que me encontrara con él?

    Inicié sesión y revisé Thorn Tree, pero aún no hay respuesta de nuestro chico. Talena me había enviado un correo electrónico diciéndome que era un completo idiota y que la condenaran si me ayudaba y que sería mejor que le enviara actualizaciones diarias. Le envié una diciéndole que había entrado y que todo iba bien, volví a mi bungalow y tuve una merecida noche de sueño.

***

    Había venido a Indonesia porque había resucitado la teoría de que el asesino de Laura era alguien del camión. Originalmente lo había descartado porque las fechas no encajaban, no había forma de que un camionero pudiera haber estado involucrado en los asesinatos del sur de África. Pero ahora me preguntaba: ¿y si lo de Laura hubiera sido una imitación de asesinato? ¿Y si alguien en el camión se hubiera enterado de los asesinatos en el sur de África, a través de una llamada telefónica o un correo electrónico, y hubiera decidido responder de la misma manera? ¿Y si el asesinato de Laura no había sido al azar en absoluto? ¿Y si la mató alguien que ella conocía, alguien que disfrazó el asunto para que pareciera la obra del supuestamente asesino en serie de África?

    ¿Y si había sido uno de nosotros?

    Se me ocurrieron tres candidatos. Tres personas con quien yo había viajado, me había emborrachado y drogado, había cocinado, sudado sangre, a las que había visto enfermas, enfadadas, avergonzadas, extasiadas y mareadas, con las que había pasado casi todos los días durante cuatro meses completos. Tres personas que yo aún podía imaginar como asesinos. Lorenzo Carlín. Michael Smith. Morgan Jackson.

    De ser cierto, explicaría muchas cosas. Especialmente si la misma persona que había matado a Laura también había matado a Stanley Goebel. Si Goebel había sido víctima del imitador —digamos El Toro II— en lugar del asesino original, eso explicaría por qué me había perseguido en la travesía. Porque él me conocía y yo lo conocía. Porque temía que lo hubiera visto en Letdar o que hubiera visto su nombre en uno de los libros mayores del puesto de control. Ojalá los hubiera mirado con más atención. También explicaba por qué había pasado a usar el nombre y el pasaporte de Stanley Goebel.

    Por supuesto, todavía había algunos agujeros en la teoría. En primer lugar, ¿cómo había sabido el detalle vital de las navajas del ejército suizo cuando aparentemente nadie lo sabía excepto la policía sudafricana, que no lo había dicho? Y si la muerte de Laura había sido un crimen pasional, lo cual pensé que era posible —Lawrence, en particular, había tenido una breve aventura con ella al principio del viaje, antes de que ella y yo nos juntáramos, y yo pensé que él no lo había superado—. ¿Por qué la misma persona habría matado a un completo extraño en Nepal dos años después? ¿Y cuáles eran las probabilidades de que yo me tropezara con un crimen cometido por el mismo hombre?

    En realidad, esas probabilidades no eran tan pequeñas como parecían al principio. Es un planeta enorme, las personas que dicen "es un mundo pequeño" obviamente no han visto mucho de él, pero el sendero para mochileros constituye una parte bastante pequeña y navegable. No sería la primera vez que me encuentro con alguien que conozco. Cuando estuve en Tailandia el año pasado me encontré con una chica que había conocido de Inglaterra en Thanon Khao Sanh, y al día siguiente conocí a un chico con el que había viajado brevemente en Zimbawe. El Lonely Planet es un planeta encogido. Y se achica aún más según el tipo de viajero que seas. Cualquiera que pase cuatro meses en un camión en África Occidental es un viajero aventurero, al que le gustan las luchas y los desafíos, prefiere hacer antes que ver y es demasiado pobre para comprar su propio Land Rover. Hay un número finito de lugares en el mundo que se adaptan al viajero de aventuras con un presupuesto limitado, y el Circuito de Annapurna es uno de ellos.

    Todo lo cual podría llevarme a El Toro II, si es que existía. No había muchos lugares por aquí para un viajero de aventuras. ¿La cultura de borrachos vagabundos aquí en Kuta Beach? Definitivamente no. ¿Cultura, bailes y arte en Ubud un poco más al norte? No. De hecho, la única posibilidad de Bali mencionada en mi Indonesia comprada por SFO: un kit de supervivencia de viaje era un volcán vivo llamado Gunung Batur, en el medio de la isla. Podrías subir a la cima y freír huevos en las rocas calientes allí. Pensé que ese podría ser exactamente el tipo de cosas que le gustaban a El Toro II. Porque pensé que él y yo podríamos estar metidos exactamente en el mismo tipo de cosas.

    Excepto en matar extraños al azar, por supuesto.

***

    Fue tres días después del incidente de las galletas y el campo minado cuando Laura y yo finalmente nos juntamos. La noche que Robbie se perdió en el desierto. El maldito idiota salió a pasear y lo atrapó el atardecer. Luego, en lugar de quedarse donde estaba, siguió caminando para tratar de encontrarnos. Pasó una hora antes de que Emma, ​​que en ese momento era la chica de Robbie, se diera cuenta de que él no había ido a dormir. Todos salimos corriendo a buscarlo antes de que Hallam pudiera detenernos e imponer cierta organización en la búsqueda.

    Nuestro campamento esa noche estaba al abrigo de una duna de arena en forma de U. La mayoría de los demás corrieron hacia la boca de la U gritando el nombre de Robbie, pero Laura y yo, que habíamos pasado mucho tiempo silenciosamente nerviosos cerca el uno del otro durante los tres días anteriores, subimos la duna, deslizándonos dos pasos hacia atrás por cada tres pasos adelante, hasta llegar a la cima. Nuestra idea había sido que tal vez llevara la linterna y pudiéramos verlo desde arriba.

    La luna estaba casi llena esa noche, lo que en el Sahara significa que puedes leer fácilmente un periódico a su luz. Podíamos ver un largo camino. Pero no había nada más que el viento del desierto, tan feroz que las estelas de arena eran visibles quince centímetros por encima de la duna, tan fuerte que se tragaba nuestros gritos del nombre de Robbie tan pronto como salían de nuestros pulmones. Laura levantó la mano para protegerse la cara del viento y, sin siquiera pensarlo, me interpuse entre ella y el viento y la rodeé con mis brazos para protegerla. Me miró con los ojos muy abiertos y me abrazó con fuerza.

    —Espero que Robbie esté bien —dijo ella. Yo apenas pude oírla por el aullido del viento.

    —Estará bien —le dije—. Se detendrá cuando se dé cuenta de que está perdido. Hallam lo encontrará.

    Pasaron unos segundos, y luego bajé la cabeza esos últimos cinco centímetros y la besé por primera vez.

    Fueron los faros los que nos interrumpieron, no sé cuánto tiempo después, los faros del Land Rover Tuareg que milagrosamente había tropezado con Robbie mientras éste deambulaba por el desierto a ocho kilómetros de nuestro campamento y, aún más milagrosamente, nos había seguido hasta esta particular duna de arena. Después de devolver nuestra oveja descarrilada, acamparon junto a nosotros, y Laura y yo pasamos casi resto de la noche debajo de su gran tienda de lona. Era uno de mis recuerdos favoritos, estar sentado con mis brazos alrededor de ella mientras nosotros y los nómadas tuareg con sus túnicas azul cielo nos sentábamos alrededor del fuego, cantábamos canciones de nuestras respectivas patrias y comíamos trozos asados ​​de un cordero muerto que nos miraba acusadoramente desde la parte trasera del Land Rover. Fue una buena noche. Puede que fuera la mejor noche de mi vida.

***

    Tres sospechosos.

    Lawrence Carlin porque había llevado una mal ocultada antorcha por Laura mucho después de que ella lo dejara, y él era una figura amenazante a la que habíamos apodado el Terminator sólo medio en broma, tan apretado que era fácil imaginarlo rompiéndose.

    Pensé que tal vez lo habíamos visto romperse, sólo una vez. En Nouadhibou, durante una larga y calurosa espera frente a la oficina de pasaportes, una nube de moscas tan espesa que oscureció el sol descendió sobre el camión. No picaban, pero caminaba sobre nosotros, dándose un festín con nuestro sudor, zumbando y mareando. Eso bastaba para volverte loco.

    Eso puso a Lawrence en plan frenesí asesino. Un frenesí asesino silencioso, sin emociones, sin expresión, que debía haber durado diez minutos. Anduvo descalzo de un lado a otro del camión aplastando moscas con las sandalias hasta convertirlas en manchas no identificables, sin prestar atención a las exclsmaciones que lentamente fueron reduciéndose a un silencio tanto de asombro como de miedo. En esas circunstancias, créeme, diez minutos es mucho tiempo. Fue divertido, sí; a menudo nos burlamos de él después, sí; pero también fue genuinamente terrorífico.

    Durante mucho tiempo yo no le caí bien. Eso era comprensible. Desde su punto de vista, le había robado a su chica. Su ruptura había sido bastante amistosa, y sólo llegaron a estar juntos dos semanas, y él siempre fue cortés con nosotros dos, pero a menudo yo percibía una fría hostilidad debajo de la cortesía, y en varias ocasiones noté miradas de enojo dirigidas hacia mí. Detallitos. Perfectamente comprensible. Pero aún así...

    En Camerún, después de la muerte de Laura, él y yo nos hicimos buenos amigos. Amigos sombríos unidos por el dolor y la conmoción mutuos, pero amigos cercanos de todos modos. Los otros me ayudaron, me apoyaron, esas noches me emborrachaba desesperadamente y me ponía sensiblero, pero Lawrence en realidad se unió a mí. Algunas noches parecía tan destrozado y desesperado como yo.

    Tal vez porque tenía una conciencia culpable.

    Michael Smith, a pesar de todo su encanto, a causa de un incidente ocurrido en Uagadugú, popularmente conocida como Wagga, la capital de Burkina Faso, un lugar bastante agradable a pesar de ser el quinto país más pobre del mundo. Él y yo caminábamos por la calle, un niño pequeño de aspecto patético corría a nuestro lado tratando de vendernos un modelo de automóvil hecho con malla de alambre. Los veías por todas partes, niños pequeños con autos a escala. Como en ese momento ambos éramos veteranos africanos, ignoramos al niño por completo. Hasta que doblamos una esquina. El chavalín, en el exterior de nuestro giro, tuvo que correr para seguirnos el ritmo, mirándonos y suplicando por nuestra costumbre mientras corría en un suave francés entrecortado. No vio el coche que se aproximaba.

    Se oyó un golpe húmedo, un poco como un globo de agua golpeando el pavimento. Luego, el muchacho yació aturdido en el suelo, la sangre brotaba de su boca y de su pierna izquierda. Y Michael se rió. Se rió como si acabara de presenciar una escena de comedia de Buster Keaton, no la lesión grave de un niño desnutrido.

    Yo me detuve y me quedé mirando sin saber qué hacer. El automóvil, un Mercedes con ventanas tintadas, casi seguro perteneciente a un funcionario del gobierno, retrocedió ligeramente, luego rodeó el cuerpo caído y siguió su camino. Yo di un paso hacia la víctima, pero Michael me agarró del brazo y tiró de mí hacia atrás.

    —¿Qué… qué estás haciendo? —exigí.

    —Tenemos que irnos —dijo—. Nos culparán a nosotros. Llamarán a la policía. Nos arrestarán, tendremos que pagar a todo al mundo y a su perro, serán días enteros de problemas.

    Otros transeúntes comenzaron a congregarse alrededor del niño, que no se había movido, excepto por un par de contracciones espásticas. Un charquito de sangre se espesaba en la tierra a su alrededor. Los africanos nos miraron sombríamente y murmuraron entre ellos. Yo no sabía lo que estaban diciendo, pero noté por su tono de voz que estaban pasando de la conmoción a la indignación a toda prisa.

    Michael salió a la calle, tirando de mí, y le hizo señas a un taxi.

    —No podemos dejarlo ahí sin más —protesté débilmente.

    —No hay nada que puedas hacer —dijo Michael, con voz ahora irritada.

    Me empujó hacia el interior del taxi. Y a decir verdad, no me resistí.

    Probablemente él tenía razón sobre lo que habría sucedido. Probablemente tenía razón acerca de mi incapacidad para ayudar. No había sido eso lo que lo ponía en mi lista de posibles asesinos. Había sido esa risa, esa risa divertida e instintiva, al ver que el coche chocaba contra ese niño pequeño.

    Morgan Jackson porque era el Gran Cazador Blanco, amistoso pero absolutamente sin empatía, un hombre que nunca había tenido escrúpulos morales en su vida. Contaba historias sobre la caza de cerdos salvajes por deporte en su Australia natal, disfrutando de cada detalle espantoso. Había salido del camión varias veces, solo, hasta durante una semana, y nunca nos decía gran cosa sobre dónde había estado cuando regresaba.

    Era divertido estar con él, y parecía que Laura y yo le caíamos bien. Pero si no le gustabas, dejaba bastante claro que no le importaba mucho si vivías o morías. Y con Morgan sabías que no era sólo una expresión. Si yo hubiera estado con Morgan en lugar de con Michael ese día en Wagga, él no se habría reído. Habría seguido caminando sin prestar atención alguna al niño herido.

    Una noche en Ghana, recuerdo que cortamos espacio para el campamento con machetes, un trabajo que a Morgan le gustaba mucho. Esa noche, alrededor del fuego, la conversación giró hacia la vida salvaje en África Occidental. Más precisamente hacia su inexistencia. Supuestamente había un par de cientos de elefantes en Ghana, pero la mayoría de los habitantes de los parques de África occidental habían sido asesinados y comidos durante los períodos de sequía y hambruna de la región.

    —Debió de haberte jodido oír eso —le dijo Robbie a Morgan—. El Gran Cazador Blanco viene hasta aquí y no quedan animales para cazar.

    —No hay problema —dijo Morgan.

    —¿Por qué no?

    Morgan sonrió. Una depredadora sonrisa dentada. —Siempre puedo cazar africanos —dijo—. Si siento la necesidad. No hay escasez de ellos ahora, ¿verdad?

    Después de un momento, decidimos colectivamente que era una broma, sólo otra escandalosa cita de Morgan, y nos reímos. Incómodamente, sí, pero todos nos reímos. Bueno, excepto por el propio Morgan. Él sólo siguió sonriendo.

***

    Bali es una isla pequeña y tardé sólo dos horas en un autobús turístico con aire acondicionado y un bemo (una furgoneta con dos bancos en la parte trasera, repleta con unas veinte personas más equipaje, mascotas y familias) sin aire acondicionado para llegar al pueblo de Penelokan, al borde del cráter volcánico de Gunung Batur. Indonesia era ridículamente verde. He estado en muchos lugares tropicales exuberantes, pero el verde de Indonesia era tan profundo y puro que parecía surrealista, como si una droga hubiera intensificado mis sentidos. Estatuas de dioses hindúes en piedra y madera marcaban cada cruce de caminos, cada una de ellas una pequeña joya artística, perfectamente representada. La música metálica de gamelán canturreaba flotando en el aire en cada giro. Los hombres vestían de blanco y dorado, y las mujeres usaban sarongs de colores tan brillantes que casi me queman las retinas.

    La vista desde Penelokan era impresionante. El cráter era un círculo perfecto de unos quince kilómetros de diámetro y ciento veinte metros de profundidad, y Gunung Batur se elevaba, lava roja sobre un bosque verde, desde el centro exacto. Un lago en forma de media luna ocupaba el tercio oriental del cráter. El suelo restante estaba marcado por flujos volcánicos anteriores, algunos de los cuales habían invadido pueblos enteros. No muy lejos de Gunung Batur había un mar de lava negra del que se elevaba una colina verde en forma de cono. La lava negra me recordó a Mile Six Beach cerca de Limbe. Y al cadáver desnudo de Laura tendido sobre su fina arena volcánica negra.

    Hice autostop en una camioneta por la empinada y serpenteante franja de la carretera que conducía a través de un pueblo fantasma destruido por un volcán hasta el asentamiento de Toyah Bungkah al pie de la montaña. Colina, de verdad, tal vez de dos mil metros de altura, y eso con tacones. Pero nadie jamás había pagado cincuenta dólares estadounidenses por un guía que lo condujera a la cima de una colina.

    Toyah Bungkah era bastante agradable. Escénicamente ubicado entre la montaña y el lago, más albergues de los que podrías imaginar y tiendas donde vendían Coca-Cola, Marlboro, Snickers y otros logotipos estadounidenses que podías encontrar en cualquier parte del mundo en estos días, pero la gente parecía mucho más amigable que la de Kuta Beach. Había muchos aspirantes a guías, pero no me molestaron demasiado. Mi intención no era la de escalar Gunung Batur, yo sólo estaba aquí para revisar los albergues. Noté en Kuta Beach que había tenido que registrarme en mi bungalow y esperaba que fuera un mandato del gobierno universal.

    Lo era. Menuda suerte. Fingí considerar quedarme en cada albergue por turnos, en realidad un comportamiento bastante típico de mochileros con pocos recursos, excepto que yo no estaba buscando el precio más bajo y luego tratando de negociarlo, estaba mirando todos los registros. Nada de gozo. Ni Lawrence Carlin, ni Michael Smith, ni Morgan Jackson. Y ningún Stanley Goebel, aunque yo dudaba de que El Toro II siguiera viajando con ese pasaporte.

    Cuando hube agotado todas las posibilidades aún era media tarde y estaba deprimido y desilusionado. Si me apuraba, todavía podía regresar a Kuta Beach esa noche, pero ¿cuál era la prisa? Yo había bateado allí al igual que lo había hecho aquí. Todo mi vuelo a Indonesia comenzaba a parecer un vergonzoso momento de locura. Fue amable de parte de Talena preocuparse, pero sería yo quien lidiaba con la suerte de estar en peligro. Decidí quedarme a pasar la noche y por la mañana escalar Gunung Batur. Dado que aparentemente había venido a Indonesia para ejercer la futilidad, bién podía tratar de divertirme.

    No contraté un guía. ¿Podía ser tan difícil? Simplemente subías hasta que no pudieras subir más. Es cierto que había algunos comienzos en falso en los senderos boscosos, y otro par más allá de la línea de árboles en los riscos de lava estériles que se elevaban hasta la cima, pero lo logré. Dos semanas en el circuito de Annapurna habían endurecido tanto mis piernas que este ascenso a baja altura psreció un paseo por el parque Golden Gate. La lava estaba afilada como una navaja, pero eso sólo implicana que las botas se sujetaban con más firmeza.

    La parte superior era una pared en forma de U alrededor del cráter central, como la pared de un castillo que rodea los tesoros que hay dentro. El interior del cráter era de un verde exuberante. Había un olor distintivo a huevos podridos y, en cierto momento, olí goma quemada y miré hacia abajo para ver mis botas burbujeando en una de las rocas calientes. Sólo unos pocos metros me separaban del magma, calculé alejándome rápidamente.

    La última erupción había sido hacía unos veinte años, e históricamente hablando, Gunung Batur estaba a punto de tener otra, según Lonely Planet. Al mirar hacia abajo veía media docena de ríos negros de lava congelada corriendo hasta el lago. Me pregunté cómo se sentiría vivir en Toyah Bungkah, sabiendo que cualquier día podías ser inmolado por un río de lava abrasadora. Supongo que no es tan diferente de vivir en San Francisco, sabiendo que eres el vecino de al lado de la falla de San Andrés.

    Volví a bajar e hice autostop de regreso a Penelokan con un amigable ciclista francés llamado Marc. Tres bemos y tres horas más tarde, al anochecer, estaba de vuelta en Kuta Beach, en el café Internet World, leyendo la última adición a la conversación de Thorn Tree.

    BC088269 11/10 04:07

    Verde. Y un pasamontañas.

    ¿Cómo has estado, Paul?

    Era él, estaba claro. Fue la última línea la que me dio escalofríos. Ese amigable "cómo has estado". Como si me conociera. Como si mi teoría del Toro II imitador fuera correcta. Debería haberme sentido triunfante, pero me sentí asustado y miré a mi alrededor en el café mientras lo leía, como si él estuviera allí mismo, observándome.

    Luego revisé mi correo electrónico. Talena informó que el último mensaje era de un número de IP diferente y que debería volver a casa ahora. Lo releí. Ella no había mencionado cuál era el nuevo número de IP.

    Eran las 8 PM hora de Indonesia. No podía recordar si eran las 8 a. m. o las 6 a. m. o las 10 a. m. o qué en California. También estaba demasiado cabreado para que me importara. Encontré un teléfono de Home Country Direct, le di al operador de AT&T el número de mi tarjeta de crédito y la llamé a su casa. Sonó tres veces y saltó el buzón de voz. Pulsé «Siguiente llamada» y marqué de nuevo. Y otra vez. La tercera vez ella contestó.

    —¿Quién es? —graznó ella.

    —Soy Paul, ¿cómo te va? ¿Cuál es el nuevo número de IP?

    —¿Qué?

    —Dijiste que había un nuevo número de IP, pero no me dijiste cuál era.

    —Paul… hostia… joder. ¿Sabes qué hora es aquí?

    —No.

    Son las cuatro de la puta mañana.

    —Bueno, lo siento. Y ahora, ¿cuál es el número?

    —¡Que te jodan, obsesivo de mierda! ¡Intento dormir!

    Tragué saliva y me admití a mí mismo que podía decirse que yo estaba siendo un poco grosero. —Lo siento. Pero, mira, he volado por la mitad del planeta para esto y necesito tu ayuda.

    —Oh, joder. Llámame en cinco minutos —Y la línea se cortó.

    Fui y compré una Fanta verde. Mi refresco favorito, trágicamente no disponible en ninguna parte del mundo fuera del sudeste asiático. África había tenido todo un arcoíris de varios colores de Fanta... excepto el verde. Esperé siete minutos y la llamé.

    —Hola, pesado y grosero despertador de mierdecilla —dijo ella, pero sonaba gruñona en lugar de enojada. Su voz sonaba enlatada.

    —Y un buen día para ti también.

    —¿Estás teniendo suerte allí?

    —No —dije.

    —Bien. Ven a casa.

    —Talena. Tú dame el nuevo número. Estoy seguro de que ya lo tienes.

    —Sí, lo tengo —dijo ella—. Pero no te lo voy a dar. Sólo lo vas a usar para meterte en problemas.

    —Talena… —dudé—. Mira. En realidad, hay un par de cosas que no te he dicho porque sonaba a locura total.

    —Bueno. Está claro que sabes elegir un buen momento para confesar.

    —Creo que ya conozco a este tipo. Y creo que él ya podría haber venido tras de mí en la travesía en Nepal.

    Hubo una pausa y luego ella dijo: —Será mejor que desembuches eso.

    Le hablé de mi teoría del imitador del asesino del camión y de cómo el hombre del pasamontañas me había seguido por el camino, algo que no había mencionado antes por miedo a sonar paranoico.

    Cuando terminé, ella dijo: —Entonces, ¿tu mascota loca ya trató de matarte y vas a ir tras él otra vez?

    —Sí —dije—. Pero, escucha, sé lo que voy a hacer cuando lo encuentre.

    —¿Sí? ¿El qué?

    —Nada —dije—. Si veo una cara que reconozco, me daré la vuelta y regresaré directamente a California ese mismo día. Sin pasar por la casilla de salida y sin cobrar las doscientas mil rupias.

    —Bueno, me alegra saber que se te está escapando la cordura a cuentagotas.

    —Pero necesito saber si tengo razón —dije—. Y si no me equivoco, necesito saber quién es. Y para tener una oportunidad de eso, necesito que me des el nuevo número de IP. Por favor.

    —Puede que ya se haya marchado de Indonesia, ¿sabes? ¿Y si el nuevo número está en China? ¿Vas a seguirlo hasta allí?

    —No. Entonces me sentaré en la playa durante una semana y volveré a casa.

    Ella lo pensó. Luego lo pensó un poco más. Cuando abrí la boca para defender mi caso nuevamente, ella dijo: —Está bien. Con una condición.

    —¿Cuál?

    —Que me envíes un correo electrónico todos los días como prometiste. Ayer no hubo correo electrónico.

    —Te estoy llamando ahora —protesté.

    —Eso no es ayer.

    —Lo es en mi horario.

    —Bueno. Escucha con atención. Vas a llamarme o a enviarme un correo electrónico todos los días, en mi horario, con toda la información que tengas. O habrá mucho que pagar, créeme. Ah, y también me dirás, en este mismo instante, absolutamente cualquier otra cosa que hayas dejado fuera de la historia.

    —Correo electrónico todos los días —le prometí—. Y te he dicho todo lo que sé.

    —Eso espero, si no será mejor que esperes que El Toro te atrape antes que yo —advirtió. Y luego me dio el número.

    —Adiós —dijo ella.

    —Espera —dije.

    —Ahora ¿qué?

    —Me acabo de dar cuenta. Supongo que me he dejado algo por contarte.

    —Dime —dijo ella.

    —Es sólo... ¿sabes qud dije que una amiga mía fue asesinada hace dos años?

    —¿Sí?

    —No era sólo una amiga —dije—. Era mi novia.

    —Tu novia.

    —Sí.

    —¿Paul? —preguntó, y su voz era ronca.

    —¿Sí?

    —Por favor, por favor, por favor, no hagas nada estúpido. Por favor. Intenta volver de una pieza.

    —Eso es lo que mejor se me da —dije tratando de sonar desenvuelto.

    —No hagas una jodida broma con eso —dijo bruscamente—. No bromees. Prométeme que no harás nada estúpido. Prométeme que cuando lo veas te darás la vuelta y te irás.

    —Lo prometo —dije.

    —Será mejor que te cuides.

    —Lo haré. Adiós.

    —Adiós.

    Colgué y me quedé mirando el número de IP que había escrito en mi mano. No sabía si podría cumplir mi promesa. Si el número me conducía al asesino, no sabía qué haría. Lo que le había dicho era la verdad, mi plan en realidad era conseguir un nombre y luego largarme. Pero eso era sólo un plan. No sabía lo que iba a hacer de verdad. No lo sabría hasta que sucediera.

    El nuevo número me llevó a The Sukarnoputri Cafe, Mataran, Lombok, Indonesia.

14. Tetebatu Blues

    El ferry de las 10 a. m. finalmente partió a las 2:30 p. m., pero la espera valió la pena. El océano aquí era del azul más puro imaginable. Como con el verde de las islas, era como si sólo en Indonesia se usaran los colores verdaderos y en el resto hubiera imitaciones descoloridas. Sólo tomó cuatro horas llegar a Lombok, la siguiente isla en la interminable cadena de Indonesia, casi del mismo tamaño que Bali pero, según Lonely Planet, muy diferente, musulmana, no hindú, más pobre, más rural, no tan transitada. Un lugar de los míos. El ferry estaba repleto hasta las trancas con unas trescientas personas, dos tercios de las cuales eran mochileros. Sólo había cuatro botes salvavidas y pensé con inquietud en los informes ocasionales de Indonesia sobre cientos de muertos en hundimientos de ferry. Pero no hubo hundimiento. Llegamos al puerto de Lembar en medio de una puesta de sol asombrosamente hermosa; el sol, enorme y carmesí; el cielo salpicado de nebulosos dragones rosas de algodón de azúcar, el océano tan azul que era casi púrpura.

    Un grupo de bemos nos esperaba, y sus conductores nos condujeron a Mataram, la ciudad más grande de Lombok, quizás medio millón de personas repartidas en una larga y estrecha serpiente de ciudad. Pasamos por grandes almacenes, mercados de verduras; hombres soldando que usaban como visores gafas de sol baratas en locales al aire libre convertidos en talleres mecánicos y decorados con mil máquinas de teñir. Adelantamos carros tirados por burros y otros bemos y Cadillacs. Llegamos justo a tiempo para escuchar la llamada desde las mezquitas de la ciudad a la oración del atardecer, esa inquietante llamada atonal que suena a un terrible lamento.

    Nuestro conductor de bemo nos llevó al Hotel Zahir, que supuestamente le daba un dinerillo por cada uno que llevaba y que se quedaba allí. Normalmente, este arreglo me irrita, pero no estaba de humor para encontrar otro lugar. La habitación tenía un ventilador y un mosquitero, y aunque no había agua caliente, ¿quién la quería con este sofocante calor de cuarenta grados? No hallé nombres que reconociera en el libro mayor. Entré en la computadora del hotel para enviar una actualización a Talena, me lloraban los ojos de sueño. Estaba casi muerto de agotamiento, a pesar de que no era muy tarde. Aturdido por el cambio de horario, me acurruqué dentro de mi mosquitero y me quedé dormido con el canto de los lagartos gecko, que gritaban su nombre; geck-ooh geck-ooh geck-ooh.

    Por la mañana tomé uno de losbemos de tránsito local, que actuaban como autobuses, hasta el mercado central donde Lonely Planet me decía que encontraría el Café Sukarnoputri. Rechacé cortésmente varias ofertas para mostrarme el mercado; el cual tenía una impresionante variedad de alfombras, pareos, esculturas y extraordinarias máscaras de madera; y eché un vistazo al Sukarnoputri. Era de techo bajo, oscuro y refrescantemente frío, con suelo de tierra y un cartel de Bob Marley en la esquina. Ocho computadoras. Seis personas. Nadie a quien yo reconociera. Pero claro, ¿qué esperaba? ¿Que iba a entrar justo cuando El Toro II estuviera allí tan abrumado por la culpa que me enviaría por correo electrónico una confesión completa en ese mismo momento?

    Recorrí los albergues. Mataram probablemente tenía cientos de hoteles, pero la mayoría de ellos eran para indonesios y sólo una docena se mencionaban en Lonely Planet. Me tomó algunas horas llegar a todos ellos. Ninguno había alojado nombres familiares recientemente. Otro bateo al aire.

    Me senté en un agradable parque al aire libre, con pasarelas de hormigón alrededor y sobre una reluciente piscina azul, y releí mi ejemplar de Lonely Planet para ver qué había para hacer en Lombok. Pasar el rato y colocarse en el archipiélago de Gili —bueno, no decían explícitamente "colocarse", pero el significado era claro. Pase el rato y surfear en la playa de Kuta, que aparentemente era muy diferente de la playa de Kuta en Bali, casi desierta. Ir hacia el este y tomar un ferry a la siguiente isla. O escalar Gunung Rinjani, una verdadera montaña de más de tres mil metros de altura en el centro de la isla. Una escalada de tres días que requiere carpas, comida y trabajo.

    Si El Toro II existía, si seguía en la isla y si era un viajero de aventuras, todo lo cual yo estaba empezando a dudar seriamente, entonces probablemente estaba en Gunung Rinjani. Pero aunque existiera, pensé que probablemente estaría viajando, saltando de isla en isla hacia el este, yendo hacia la verdadera aventura, el verdadero desierto, de Irian Jaya. Y yo empecé a creer que no tenía sentido seguirlo. Este era un país muy grande y él tenía una ventaja de dos días.

    Encontré un compromiso. Lonely Planet decía que generalmente subías a Gunung Rinjani desde el norte y luego bajabas hacia el sur, bajando hasta el pueblo de Tetebatu en el medio de la isla. Tetebatu era fácilmente accesible por carretera, lo bastante alto, a mil metros, para ser notablemente más fresco que el resto de la isla, y un lugar agradable para quedarse y pasear por la selva verde y observar cascadas y monos. Eso me sonó bien. Ya me sentía más que un poco como un mono por haber venido aquí. Tal vez pudiera captar algunas pistas sobre el comportamiento apropiado de los primates.

***

    "Fácilmente accesible" resultó ser un poco exagerado. Era una isla pequeña, pero el viaje duró seis horas. Un bemo al centro de tránsito en Pao Montong, y una hora y media de espera mientras el siguiente conductor del bemo negociaba con las autoridades de allí. Sacié mi sed comiendo una fanega de sabroso rambután, que me era familiar de Tailandia. Luego un bemo hasta Kotoraya. Luego un carro de caballos por una carretera lenta y fangosa. Para colmo, la temporada de lluvias decidió hacer su primera aparición oficial, y me cayó encima un monzón mientras estaba sentado en la parte trasera del desvencijado carro tirado por caballos, como si Dios hubiera levantado el lago Superior y hubiera decidido volcarlo sobre mi cabeza. Después de unos minutos de ésto, mi mustio conductor miró atrás y me vio empapado, detuvo el caballo, se fue al costado del sendero y cortó una enorme hoja de plátano con uno de los parangs que llevan todos los indonesios rurales. Me lo dio y cuando lo puse sobre mi cabeza descubrí que era un paraguas notablemente efectivo.

    Cuando por fin llegamos a Tetebatu, comí una comida muy sabrosa de nasi goreng en el primer café con paredes de bambú que encontré, y observé la lluvia azotar por todas partes, deseando haber traído más material de lectura. Una hora más tarde, el torrente se convirtió abruptamente en un chispeo y luego se desvaneció, la transición tomó unos tres minutos. El sol ya se abría paso entre la multitud cuando recogí mi mochila y me dirigí hacia el segundo albergue recomendado por LP. El segundo, porque el primero mencionado en El Libro suele estar abarrotado.

    Tetebatu era de hecho muy verde. Consistía en un par de cientos de edificaciones de madera repartidas a lo largo de una sinuosa carretera de tierra, amplia y empinada, además de una mezquita de piedra rodeada por kilómetros de arrozales. Todo el pueblo estaba patrullado por jaurías de perros sarnosos, y cabras y gallinas se abrían paso a lo largo de la carretera. Felicidad rural. Si yo fuera indonesio, preferiría vivir aquí que en los superpoblados barrios marginales, sucios y ruinosos que había visto al salir de Mataran. Sabía que cultivar arroz era literalmente un trabajo agotador, pero tenía que ser mejor que vivir en los barrios marginales.

    El albergue Mekar Sari estaba a unos treinta metros de la carretera principal. Lo llevaba una holandesa muy simpática llamada Femke, quien me dio una habitación y me mostró dónde podía secar el contenido empapado de mi mochila. Mi habitación era una cabañita de madera independiente y, cuando abrías las ventanas, se veía Gunung Rinjani elevándose sobre kilómetros de arrozales, con la sombra oscura de la jungla apenas visible al final del área cultivada.

    Pasé un día en Tetebatu sin hacer prácticamente nada. Me despertó temprano el lamento de la llamada a la oración del alba, que dio inicio a una ronca sinfonía de perros aullando que duró media hora; cuando terminó, yo ya estaba firme e irritablemente despierto. Me di un baño mandi muy frío. Revisé a medias los registros del albergue, aunque sabía antes de hacerlo que no tenía sentido. Tomé unas copas con dos chicas francesas muy simpáticas antes de que se fueran de la ciudad, de camino a Flores para ver los dragones de Komodo, y practicamos el idioma del otro. Jugué al ajedrez contra uno de los ancianos del pueblo, conzz todos nuestros movimientos observados y criticados por una multitud de una docena de niños, con la banda sonora proporcionada por el siempre presente dúo de Bob Marley y Tracy Chapman. Conseguí dos victorias y un empate después de perder la primera partida. Comí satays, piña y coco fresco. Le envié a Talena la deprimente falta de noticias desde la nueva y brillante computadora de Mekar Sari. Deambulé por los locos escaques de los arrozales que rodeaban la ciudad, caminando sobre las crestas fangosas que separaban los arrozales unos de otros. A las dos en punto llegó el monzón. A las cuatro despejó. Comí con una pareja holandesa, Johann y Suzanne, charlamos y nos mostramos trucos con cerillas. Me quedé dormido sintiéndome profundamente frustrado. Había venido aquí para nada. Pero es que no sabía qué hacer.

    Al día siguiente, Johann, Suzanne y yo contratamos a un niño de doce años para que nos llevara a una de las cascadas de la jungla. Pasamos campos de girasoles y nubes de mariposas. Vimos monos aulladores negros bailando de rama en rama, mirándose y chillando unos a otros. Descendimos escalones de madera empinados y resbaladizos y nadamos en la cascada, que se desplomaba veinte metros por un acantilado, hermosa y tan fuerte que Suzanne no podía quedarse de pie justo debajo de ella, e incluso a Johann y a mí casi nos derriba. El chico nos llevó de regreso a la ciudad para el mediodía. Johann y Suzanne se fueron a la playa de Kuta, la de Lombok, y me invitaron a acompañarlos. Casi acepté, pero decidí esperar un par de días. Empezaba a aceptar que mi misión había fracasado y empezaba a gustarme estar aquí. Un lugar de los míos. Mi tipo de ritmo.

    Alrededor de las dos caminé desde Mekar Sari hacia la casa del anciano con la intención de ver si estaba listo para otra partida de ajedrez de la tarde. Pasé por el Harmony Café, donde cuatro personas estaban sentadas en el patio; dos rubias extraordinariamente bonitas con pareos y tops de bikini, y dos hombres que vestían sólo pantalones cortos, uno pelirrojo, el otro con la cabeza rapada y una galería de tatuajes. Bastante arriesgado para los musulmanes de Lombok, pensé, sin prestarles atención. Pero los indonesios estaban acostumbrados a que los turistas se comportaran de manera escandalosa. A la mayoría de ellos no les importaba en realidad. O bien les importaba, pero no les importaba convertirlo en un problema siempre que les lleváramos dinero. Recoger cocos blancos, así llamaban al oficio turístico.

    Cuando pasé, el hombre con la cabeza rapada y los tatuajes gritó: —¡Paul! ¡Paul Wood!

    Me volví y el reconocimiento me golpeó como un rayo. Morgan Jackson con la sonrisa de comemierda más grande del mundo.

    Me congelé y me quedé mirándolo. Él se giró hacia sus compañeros. —Paul es un viejo amigo mío. Iba en ese camión africano del que os hablé —Se volvió hacia mí—. ¡Ven y únete a nosotros para tomar una cerveza!

    Y lo hice también. No sé bien por qué. Quizá por hábito. Dios sabía cuántas veces me había sentado a tomar una cerveza con Morgan Jackson en África. Tal vez me sorprendió que él estuviera con amigos. Nunca había imaginado que El Toro viajara en compañía. Tal vez era sólo la presión social de la situación, por estúpido que eso suene. Fuera lo que fuera, rompí la promesa que le hice a Talena y no me di la vuelta para recoger mis cosas y regresar directamente a California. No, me senté al lado de Morgan. Incluso le estreché la mano y sonreí.

    —Te presento a Kerri y a Ulrika, son suecas —dijo señalando a las chicas—. Y mi compadre Peter, es holandés. Acabamos de bajar de la montaña —Hizo un gesto hacia Gunung Rinjani. Sus tres amigos sonrieron y saludaron.

    —Bueno, ¿qué tal estás? —preguntó—. ¿Qué estás haciendo aquí? —Había un deje en su voz. Su lenguaje corporal me decía que estaba incómodo; hombros tensos, a la defensiva. Él era uno de esos grandullones raros —y él era grande, yo no soy pequeño, pero él me sacaba diez centímetros y probablemente veinte kilos de músculo— que generalmente aparentan total tranquilidad. Lo miré a los ojos y me di cuenta de que estaba tan sorprendido y alarmado de verme como yo de verlo a él.

    —Sólo estoy de viaje —me oí decir. Mi boca parecía estar hablando sin ninguna dirección de mi cerebro. Mi cerebro aún estaba en estado de shock—. Me despidieron hace unos días y pensé, ¿por qué no la travesía?

    —Ya te digo —dijo él, y tomó un largo trago de su Bintang cuando llegó la mía. Yo lo estudié durante un momento. Era aún más musculoso que en África. La cabeza rapada era nueva. También lo eran los tatuajes: un sinuoso dragón alrededor de cada abultado bíceps, un complicado patrón de lo que parecía alambre de espino en gran parte de la espalda y una cadena de caracteres chinos en la parte delantera del pecho.

    —¿Cuánto tiempo llevas en travesía? —le pregunté.

    —Un par de meses —dijo—. Estuve en Nepal un tiempo, luego unos días en Bangkok y luego aquí.

    —¿En serio? —le dije—. Yo estuve en Nepal el mes pasado. Hice el Circuito de Annapurna. Una vez más, no consigo imaginar por qué dije eso.

    —¿Ah, sí? —dijo—. Vaya, yo mismo estuve allí. Me sorprende que no nos encontráramos —Nos miramos brevemente a los ojos y luego ambos apartamos la mirada. Siguió lo que pareció un largo silencio. Creo que sus amigos se dieron cuenta de que había tensión entre nosotros y no sabían qué decir.

    —¿Qué hay del resto de los sospechosos habituales? —Al fin se me ocurrió después buscar desesperadamente una forma de romper el silencio—. ¿Seguís en contacto?

    —Yo sí —dijo—. Yo estoy en Leeds estos días y ellos en Londres, mayormente, pero nos mantenemos en contacto. Vi a Lawrence hace unos meses. ¿Qué hay de ti?

    —La mayoría de ellos, sí —dije—. por correo electrónico y eso.

    —¿Sigues trabajando en TI? —preguntó.

    —Seguía hasta que me despidieron —dije.

    —¿Cuánto tiempo te vas a quedar en el país?

    —No lo sé, —dije—. Unas semanas. ¿Y tú?

    —No mucho —dijo—. Otra semana o dos. Hasta que el dinero aguante. No empiezo a trabajar hasta enero, pero estoy casi sin blanca.

    Se hizo el silencio. Bebimos de nuestras Bintangs. Traté de decirme a mí mismo que estaba sentado al lado de un asesino en serie, del hombre que había asesinado a Laura, y realmente no podía creerlo. Ese no era el tipo de cosas que pasaban de verdad.

    Noté que, aunque sólo era media tarde, había oscurecido mucho desde que me había sentado. Cuando miraba hacia arriba, veía que las nubes de tormenta comenzaban a acumularse. El monzón de la tarde estaba en camino.

    —Debería volver a mi cabaña —dije levantándome apresuradamente cuando se levantó el viento y las primeras gotas de lluvia cayeron al suelo—. No quiero acabar empapado.

    —Bueno —dijo Morgan—. Ya nos veremos por ahí —Su expresión podría haber sido una gran sonrisa o un animal enseñando los dientes.

***

    La puerta y la ventana de mi cabaña de madera se podían atrancar desde el interior. Me sentí agradecido por ello. Me encerré con la mente trabajando furiosamente. Tenía que ser él, tenía que serlo. Morgan era El Toro II. Morgan había destripado a Laura en Mile Six Beach y aplastado el cráneo de Stanley Goebel en Gunsang. Morgan Jackson. Más gramde que la vida.

    Cuando el camión se encontró por primera vez, en el ferry a Gibraltar, Morgan había sido una presencia abrumadora, un grandullón australiano con un sombrero Tilley decorado con dientes de tiburón, —Tiburón tigre, lo atrapé yo mismo pescando en Darwin —me había explicado él. Al principio Morgan era casi universalmente odiado. Era ridículamente competitivo y no cesaba de alardear y fanfarronear. —Es tan exagerado —había resoplado nasalmente Emma, ​​como sólo las británicas aristocráticas saben resoplar.

    Pero poco a poco nos había conquistado. Trabajaba duro y era un excelente cocinero, y después de un tiempo su arrogancia y su incapacidad para reírse de sí mismo se convirtieron en peculiaridades en lugar de defectos. Nos dijo más adelante en el viaje que sentía que había nacido en el siglo equivocado, que debería haber vivido en la época colonial. Nosotros estuvimos de acuerdo con eso. Empezamos a llamarlo el Gran Cazador Blanco, y él adoptó el apodo con orgullo.

    Yo tenía un millón de recuerdos de Morgan. Morgan junto a la fogata con una lata de San Miguel en cada mano, una todavía llena de cerveza, la otra convertida en una cachimba. Morgan perdiendo los estribos mientras nosotros nos atrincheramos en el espinoso bosque de Mauritania por enésima vez, sacando el hacha de su vaina y descargando su frustración talando él solo un árbol espinoso en tres minutos, coreando “cabronazo cabronazo cabronazo" mientras nosotros lo mirábamos con asombro, y luego nos sonrió mostrando los dientes cuando el árbol se estrelló contra el suelo. Morgan negociando a todo pulmón en el mercado de una aldea de Malí, dando un empujón beligerante al hombre para hacerle bajar el precio de los pimientos verdes en cincuenta francos CFA el kilo. Morgan mirando siempre con lascivia a las chicas guapas del camión (Emma, ​​Laura, Carmel, Nicole, Michelle), pero de una manera tan caricaturesca que resultaba inofensiva. Morgan operando el cabrestante sin ayuda de nadie para sacar el camión de uno de los cráteres de la carretera Ekok-Mamfe, desnudo hasta la cintura, con todas las venas del cuello hinchadas por el esfuerzo. Morgan buscando su sombrero extraviado en la playa de Big Milly's en Ghana, furioso, arrancando las cabezas de todos a mordiscos hasta que el sombrero apareció detrás de la barra. Morgan, enfermo de malaria, desplomado en posición fetal en la parte trasera del camión, gimiendo con cada bache que pillábamos, hasta que levantó un brazo débil para indicar que necesitaba una parada para ir al baño, y Steve y Lawrence lo cargaron a pachas hasta detrás de un soporte de árboles a un lado de la carretera. Morgan arrastrándose por el monte Camerún con pura fuerza de voluntad, chorreando de sudor, sólo una semana después de eso.

    Era un buen tipo, el Gran Cazador Blanco. Y aún así, había una razón por la que había llegado a mi lista de tres. Tenía un temperamento explosivo. Tenía cero simpatía y cero empatía por las debilidades o defectos de nadie. Se llevaba bien, era amistoso, socialmente hábil... pero nunca sentías calidez al hablar con Morgan. Siempre la sensación de que era perfectamente capaz de olvidarse del resto de nosotros y marcharse en cualquier momento, sin mirar por encima del hombro siquiera. Había abandonado el camión un par de veces, en Burkina Faso y luego en Ghana, durante unos días. Piensa que muchos de nosotros habíamos hecho eso cuando necesitábamos un descanso de la vida del camión... pero él era el único que se iba sólo.

    Y mientras pensaba en abstracto que él era un asesino potencial, era todo un shock que me revolvía el estómago darme cuenta de que en realidad era cierto, que había matado a gente, tanto a amigos como a extraños... y luego les había mutilado los cuerpos... Este hecho era muy difícil conciliar con el Morgan locuaz y sociable que conocíamos y amábamos, a pesar de sus muchos defectos. Traté de encontrar razones para estar equivocado, razones por las que podría no ser él y que yo podía haberlo malinterpretado todo. No había ninguna. No había otra posibilidad. Era Morgan. Él lo había disimulado bien, pero estaba enfermo de la cabeza, como un perro rabioso.

    Deseé que algunos de los otros del camión estuvieran conmigo. Ver a Morgan de nuevo me dio la irracional sensación de que todos los demás estaban a la vuelta de la esquina, acampando junto al Gran Camión Amarillo. Quizá debería haberme puesto en contacto con Hallam, Nicole y Steve después de todo, debería haberles dicho lo que sospechaba. Ellos podrían haber venido a Indonesia conmigo. Ellos habrían sabido lo que hacer. Eran buenos en eso. Pero no habría ayuda, ningún consejo. En cierto modo, yo estaba más solo que nunca. La persona más cercana que me conocía era Carmel en Sydney, a unas buenas dos mil millas de distancia. A menos que se contara al propio Morgan Jackson.

    La lluvia caía tan rápido y fuerte que sonaba en el techo diferente a la lluvia en casa, no un golpeteo sino el rugido de una carga. Decidí enviarle a Talena la noticia por correo electrónico. Salí de mi cama y me acerqué a la puerta. Entonces me congelé. Por primera vez significativa caí en que yo estaba en gran peligro personal, que Morgan ya me había perseguido desde la travesía en el Himalaya y que no sería gran cosa averiguar dónde me alojaba. Y ese medio monzón sería el momento perfecto para matarme, con visibilidad cero, con todo el mundo dentro, otra hora para esconder mi cuerpo antes de que terminara el monzón. Podría haberme seguido a mi cabaña, podía estar ahí afuera con un parang en este momento, esperándome pacientemente bajo la lluvia como el Gran Cazador Blanco que era.

    Me quedé allí, con la mano extendida hacia la barra que protegía la puerta, sudando mucho, y no por la humedad. Tal vez él no intentara nada. Estaba con amigos. Eso ayudaba. Pero en aquel entonces había estado con amigos, con un camión lleno de ellos, cuando había matado a Laura.

    Pensé en Laura muriendo en la playa, tratando de sujetarse las tripas, y comencé a enojarme. Yo tenía un nombre y un objetivo para mi furia, y ésta creció dentro de mí como un fuego que ha hallado madera seca, calentándome físicamente, borrando el frío y helado miedo. Laura había sido la única mujer a la que yo había amado, y él la había amordazado y probablemente la había violado antes de destriparla como a un animal.

    ¿Qué se supone que debía hacer, quedarme aquí todo el día? Pensé, tiré de la barra de la puerta y la abrí con violencia innecesaria. La lluvia caía a cántaros en mi cabaña en lo que parecían láminas de agua sólida. Salí y miré rápidamente a mi alrededor, listo para pelear, con o sin parang. No había nadie ahí.

    Sólo había veinte pasos hasta el patio cubierto de Mekar Sari, pero cuando llegué allí, parecía que había nadado esa distancia. Femke estaba sentada en su hamaca, amamantando a su bebé. A través de la ventana pude ver a su esposo indonesio trabajando en reparar una silla rota.

    —Hola, Sr. Wood, ¿está disfrutando de nuestra temporada de lluvias?

    —Mucho —dije—. ¿Puedo usar la computadora...?

    —Claro —Se puso de pie con gracia, sin interferir con la comida de su bebé, me llevó a la esquina del patio donde estaba la computadora. Hizo clic en el ícono de conexión del escritorio. Observé que se abría la ventana de conexión, con el iconito del teléfono y los cables, pero en lugar de desaparecer después de un rato, apareció una pequeña X roja al final del cable.

    —Scheisser —dijo ella—. Lo siento, Sr. Wood. La tormenta ha dañado las líneas telefónicas.

    —Vaya —dije—. Mierda.

    —Tal vez mañana —dijo ella—, generalmente les toma uno o dos días…

    —Está bien. Gracias de todos modos —dije.

    —Espere —dije mientras ella se levantaba—, ¿me deja escribir un correo electrónico y ponerlo en su bandeja de salida? Es para que se envíe la próxima vez que se conecte.

    —No hay problema —dijo ella, y me abrió el Outlook—. Sólo ciérrelo cuando haya terminado.

    —Gracias —dije, y envié a Talena un mensaje rápido:

    Asunto: Para abrir en caso de mi muerte o desaparición

    Su nombre es Morgan Jackson. Estuvo en el camión de África.

    Pensé que la frase de "Asunto" era un poco rara. Yo estaba en ese tipo de estado de ánimo.

    Cuando terminé, vi que Femke había entrado para ver cómo estaba su marido en lugar de volver a su hamaca. Volví a cruzar el patio de madera, chorreando agua a cada paso. Y justo dentro de la pantalla del patio vi uno de los parangs de su esposo, que sobresalía de un bloque de madera.

    Me detuve y miré por encima del hombro. Ninguno de los dos miraba. Me agaché, tomé el mango de fría madera del parang y lo saqué. Se necesitó una sorprendente cantidad de fuerza. Su marido era mucho más pequeño que yo, pero muy fuerte. Pero lo liberé con un segundo y violento tirón y volví andando a mi cabaña.

    Una vez dentro sequé rápidamente la hoja de hierro con una camiseta y la examiné detenidamente. Como un machete, pero curvo como una cimitarra. Una hoja de unos sesenta centímetros de largo. El mango era de madera dura muy gastada. Me sentía bien por tener un arma. Una espada. Me imaginé blandiéndola contra Morgan Jackson. Fue una imagen agradable.

    La lluvia duró más hoy, tres horas y media en lugar de dos, y el sol ya se estaba hundiendo en el horizonte cuando amainó, repentino como un trueno. Yo sabía lo que debía hacer. Lo que debía hacer era hacer las maletas y encontrar un carro tirado por caballos (un cedak en la jerga local) dispuesto a arrastrar mi triste trasero por la lodosa mancha que era la carretera a Kotoraya. Después debería llevar un bemo a Mataran y enviarle un correo electrónico a Talena. Y al día siguiente debería transportar el bemo en ferry de regreso a Bali, dirigirme al aeropuerto de Denpasar y volar de regreso a los buenos y viejos Estados Unidos de América, misión completa, asesino de Laura y de Stanley Goebel identificado.

    Pero no fue eso lo que hice.

15. Corre por la jungla

    Cené temprano en Mekar Sari.

    —Sr. Wood —me preguntó Femke después de servir un excelente plato de gado-gado—, ¿por casualidad ha visto un parang cerca de aquí hoy?

    —No —dije fingiendo sorpresa.

    Ella negó con la cabeza. —Qué gente. Son terriblemente racistas, ¿sabía usted? Como soy blanca creen que es perfectamente correcto robarnos todo lo que puedan.

    Emití sonidos de empatía, sintiéndome un poco culpable, y me acosté antes de que el sol se hundiera en la oscuridad.

***

    Pregunta hipotética. Supongamos que has identificado; para tu propia satisfacción, más allá de cualquier duda razonable; a un asesino en serie que ha matado al menos a dos personas —una de ellas una mujer a la que amabas— y que probablemente volverá a matar. Supongamos que sabes que no hay posibilidad de que las autoridades lo arresten porque no tienes pruebas sólidas y, además, el asesino ha sido lo bastante inteligente como para cometer los asesinatos más allá de la jurisdicción de las autoridades competentes. Supón además que tú y el asesino os conocéis bien. Supongamos aún más que él también saber que tú lo sabes, o al menos lo sospecha seriamente. Y para acabar, supongamos que os encontráis en un remoto pueblo del Tercer Mundo.

    La pregunta es… no, son tres preguntas. Uno: ¿cuál es el modo correcto de actuar? Dos: ¿cuál es el modo inteligente de actuar? Y tres: ¿qué haces realmente? Esas eran las preguntas que me daban dolor de cerebro esa noche mientras yo yacía detrás de una puerta y una ventana atrancadas y miraba al techo oyendo el inquietante ruido agudo, justo en el límite auditivo, que irradiaba de los arrozales. Algún bicho local, supuse, como un grillo, pero más inquietante.

    El modo inteligente de actuar, eso era fácil. Salir corriendo echando hostias.

    El modo correcto de actuar —bueno, olvidemos lo correcto en el sentido moral. Estábamos mucho más allá de la moral con ésto. Probemos lo correcto como lo que yo quería que sucediera. Quería a Morgan Jackson muerto. De eso estaba seguro. Yo estaba en contra de la pena capital como todo hijo de vecino. Amnistía Internacional era mi organización benéfica favorita. Pero lo quería muerto. Ni siquiera era por la amenaza que él representaba para futuras víctimas. Yo lo quería muerto por lo que le había hecho a Laura.

    ¿Podía matarlo yo? Casi seguro que no. Era el Gran Cazador Blanco, era más grande que yo y más fuerte, y había matado antes, y en general era cien veces más peligroso que yo. Pero ¿podía yo mismo decidirme a hacerlo? ¿Podía llegar a matarlo? No lo sabía. En el fragor de la acción, tal vez, pero a sangre fría... No lo sabía. Talena había dicho que yo no era un asesino, pero yo no creía que ella me conociera tan bien hasta ese punto.

    Deja que recalque que yo no tenía locos planes de irrumpir en su habitación y liarla con el parang. Yo no iba a intentar vengarme yo sólo. Mi instinto de conservación permanecía firme. Así que, ¿por qué no me fui? ¿Por qué no estaba ya en Mataran? No lo sabía. No lo sé. No era parálisis mental, aunque el efecto era muy parecido. Era sólo el sentimiento muy arraigado de que no debería irme. De que mi trabajo allí no había terminado.

    Tal vez, mirando atrás, sólo estaba esperando que él viniera hasta mí. Yo ya no tenía miedo. Mi ira no dejaba lugar para el miedo. En ese momento entendía, por primera vez en mi vida, de qué hablaba la gente cuando hablaba de fría furia. Entendía que esa furia pudiera durar años.

    Así que, cuando ya hubo oscurecido bastante, quité el barrote de la puerta y salí a la noche cálida y húmeda, linterna Maglite en una mano y parang en la otra.

    Él no estaba ahí fuera. Nadie estaba ahí. Yo alumbraba con la Maglite y su haz se lo tragaba la oscuridad. La luna aún no había salido. La noche anterior, la luz de las estrellas había sido lo bastante brillante como para navegar, pero esta noche un espeso tapiz de nubes se suspendía por encima y la oscuridad era absoluta.

    Cerré la puerta detrás de mí y me encaminé hacia el Café Harmony. Tuve que caminar en zigzag por una senda de arrozales durante cinco minutos y luego descender por la carretera embarrada medio kilómetro. No había nadie más en la carretera. Un burro relinchó en alguna parte y algo chapoteó en uno de los arrozales. Un viento fresco soplaba a rachas y ráfagas. El aire era fragante con el olor limpio y dulce de la lluvia reciente. Yo estaba nervioso, pero no asustado. El parang tenía un tacto reconfortante en la mano. Yo no sabía lo que estaba haciendo.

    Como muchos albergues de Indonesia, el Harmony estaba construido como un bungalow en forma de U alrededor de un patio de losas. Avancé de puntillas por el borde del edificio, mirando por las ventanas. Todavía había tres habitaciones que parpadeaban con la luz de las velas.

    En la primera había un anciano indonesio recostado en una cama apolillada, fumando ganja. Eché un vistazo a la segunda ventana, y más allá de una cortina que la cubría de manera incompleta, pude ver a dos bellezas suecas en topless riéndose y comparando sus líneas de bronceado a la luz de las velas. Parecían tan completamente incongruentes con la omnipresente sensación de amenaza que creí que iba a echarme a reír. Después de espiar durante un rato, aparté la fantasía masculina y fui a la tercera habitación, donde Morgan y su amigo pelirrojo Peter estaban jugando a las cartas perezosamente mientras Peter se fumaba un porro. Vi que Morgan rechazaba con un gesto la oferta del porro de Peter. Algo muy diferente a él. A menos que estuviera planeando algún tipo de actividad para la que no quisiera ir colocado.

    Me quedé allí un rato, indeciso, y luego volví a cruzar la calle y encontré una gran roca para sentarme, lo bastante cerca como para que todavía pudiera distinguir formas en el Café Harmony, lo bastante lejos como para que nadie me notara. Me quedé allí sentado mucho tiempo. Coloqué el parang y la Maglite entre los pies. Creo que me quedé dormido.

    Algo me devolvió a la conciencia. Al principio no sabría decir qué. Miré a mi alrededor. La luna había salido. De repente me di cuenta de que a la luz de la luna bien podría ser visible desde el Harmony, así que retrocedí otros seis metros.

    Y justo a tiempo. Una forma se separó de las sombras y echó a andar camino arriba. Desde el Harmony hacia Mekar Sari. Un diminuto círculo de luz se abrió camino en el suelo. Alguien que llevaba una linterna, vi mientras se me aclaraban los ojos. Y llevando otra cosa; un parang, como el mío; Morgan Jackson vino a matarme. Creo que lo oí salir de su habitación. Dudé un momento y luego lo seguí, lleno de adrenalina, como cuando había hallado el cuerpo de Stanley Goebel. Cada sentido en alerta máxima, cada músculo listo para la acción.

    El viento se había levantado, cosa que agradecí. Su suave silbido ayudaba a ocultar el chapoteo de mis botas en el barro. Era difícil seguirlo sin usar mi Maglite, pero lo logré. Sabía adónde iba, y eso ayudó mucho. Una vez casi perdí el equilibrio y casi caigo en un arrozal, pero después de un vertiginoso instante recuperé el equilibrio. Él se movía mucho más rápido que yo, armado con una linterna y menos preocupado por el ruido; y cuando Mekar Sari apareció en la oscuridad yo ya no pude verlo. Por un momento me invadió un pánico salvaje, pensando que me había visto siguiéndolo y que me esperaba en una emboscada, pero luego vi movimiento justo al lado de mi cabaña. Él estaba allí, debajo de la ventana que encaraba el Gunung Rinjani.

    Me acerqué tanto como me atreví, hasta la choza mandi a unos seis metros de mi cabaña, y espié desde la esquina. Pude verlo claramente, perfilado en la madera pálida de la cabaña. Esperó pacientemente durante unos buenos cinco minutos, sentado en la silla debajo de mi ventana donde yo desayunaba. Morgan tenía la cabeza ladeada, escuchando atentamente. Me concentré en respirar en silencio. Lentamente tensé y relajé cada uno de mis músculos para que no tuvieran calambres. No podía recordar dónde había leído ese truco, alguna novela cutre de fantasía. El parang parecía muy pesado, pero no me atrevía a soltarlo y a arriesgarme a hacer ruido.

    Pasados ​​los cinco minutos, se puso de pie, subió tranquilamente los tres escalones que conducían a la puerta y la abrió. Se quedó inmóvil un segundo, como si le sorprendiera que la puerta no hubiera sido cerrada con llave. Esa fue mi oportunidad. Lo supe cuando ésta ya había pasado. En ese momento de sorpresa, podría haberlo atacado con el parang por detrás, podría haber tenido la mejor de las oportunidades, la de dar el primer golpe. No lo intenté. En realidad ni siquiera consideré intentarlo.

    Él encendió su Maglite e inspeccionó la habitación. yo lo oí gruñir de sorpresa. Luego se dio la vuelta y escrutó con la Maglite, y yo me agaché detrás de la esquina del puesto de mandi. Lo oí reír, en voz baja, pero perfectamente audible a mi distancia, como si le acabaran de contar un chiste.

    —¿Estás ahí afuera, Baltasar? —preguntó, con voz baja pero audible—. ¿Has estado echando un ojo a tu viejo compadre Morgan? Ya veo que sí. Creo que estás justo detrás de ese mandi, ¿no?

    Me concentré en respirar totalmente en silencio.

    —Creo que deberíamos tener una charla, compadre —dijo Morgan—. Sólo un completo y franco intercambio de puntos de vista. Para eso vine aquí, nada más —Oí el crujido de la madera mientras él bajaba desde el umbral.

    —Por supuesto, si lo prefieres —continuó—, podríamos resolver esto a la antigua. Mano a mano. Hechos, no palabras, ¿eh? Salga, Sr. Wood... si cree que es lo suficientemente duro.

    No me moví. No podía decidir cómo sostener el parang. ¿Bajo para cortar hacia arriba cuando doblara la esquina? ¿O arriba, como una espada, para defenderme?

    —Tú mismo —dijo—. No hay necesidad de hacer de esto un diálogo ahora mismo. Yo siempre preferí los monólogos. Ya veo que has estado husmeando un poco, ¿eh? Has estado pensando, ¿qué ha estado haciendo mi viejo compadre Morgan? ¿Qué tipo de travesuras? Y a estas alturas ya tienes una idea bastante clara, diría yo. En este momento estás profundamente preocupado por tu propio pellejo, ¿no es así, Woodsito? Ansioso por el futuro de tus propias capacidades oculares, si entiendes lo que quiero decir.

    Oí desesperado el sonido de sus botas y el sonido de su voz, tratando de averiguar lo cerca que estaba. No creí que se acercaría más, pero sabía que el Gran Cazador Blanco podía moverse como un gato cuando quería.

    —Bueno, no vine aquí para eso. Estoy de vacaciones, ¿sabes? —Su risa ondeó a través de la oscuridad—. Y la verdad es que me caes bien, Paul. Siempre me caíste bien. Y no estoy demasiado preocupado por cualquier espionaje que hayas hecho. Cualquier cosa que saques a la luz no me va a hacer ningún daño, creo que ambos lo sabemos. El hecho es que estoy impresionado. Siempre fuiste el mago de Internet, ¿no? Supongo que fue eso lo que te trajo aquí. Tendré que tener más cuidado en el futuro. Tomo nota. Y en cuanto a ti, será mejor que aceptes mi aviso. Tómalo en serio.

    Y aquí su voz se volvió más aguda, más enojada. Se convirtió en la voz de un asesino.

    —Mi aviso es, sal de aquí echando hostias. Ese es mi único aviso. Vuelve a América y quédate allí. Soy un hombre paciente, pero mi paciencia tiene un límite. No me hagas obrar mi magia contigo, viejo. No muevas un capote delante de El Toro. ¿Me oyes?

    Esperó como si yo fuera a responder. Luego rió de nuevo.

    —El silencio es oro, ¿no es así, compadre? ¿No es esa la verdad? Bueno, esa es precisamente la lección que quería instruirte, así que supongo que no puedo quejarme… Cuídate ahora, Paul. Mi pequeña banda y yo salimos mañana. Te recomiendo que te quedes aquí. De hecho insisto, y te lo advierto, me mantendré informado de tus actividades. Y te recomiendo que no vengas a verme nunca más. Ahora lárgate y que te vaya bien.

    Y luego se alejó, deliberadamente ruidoso, silbando fuerte esa melodía del ejército británico de Bridge On The River Kwai, con las botas crujiendo en la lejanía, tomando el largo camino de regreso a Harmony alrededor de Mekar Sari. Descubrí que podía respirar de nuevo. A medida que los silbidos disminuían en la distancia, volví a mi habitación y atranqué la puerta. Estaba muy contento de estar vivo.

    No muevas un capote delante de El Toro. Palabras por las que vivir y morir.

***

    Soñé con navajas suizas y parangs, pero me desperté vivo, completo y sin empalar, y estaba agradecido por ello. Yací en la cama durante mucho tiempo, disfrutando de cada respiración, lleno de asombro por mi propia existencia, por poder aspirar el aire y expulsarlo de nuevo, por poder, con un tic de mi mente, hacer que ese pesado bulto de carne llamada pierna se elevara en el aire y luego cayera de nuevo. Por poder experimentar con tantos sentidos diferentes el mundo que me rodeaba.

    Abrí la ventana y contemplé durante algún tiempo la gloriosa vista del Gunung Rinjani sobre los arrozales. Incluso el día densamente nublado no podía atenuar mi alegría. Al cabo de un rato me levanté, me vestí y fui al patio de Mekar Sari a recoger tortitas de plátano y té de rosas de Femke. Los llevé de vuelta y comí y bebí sentado en la silla debajo de mi ventana. La misma silla en la que se había sentado Morgan Jackson hacía menos de doce horas, con un parang en la mano, para cazarme. Parecía una pesadilla, como una escena de un programa de la tele para niños.

    ¿Había tenido intención de matarme? ¿Había decidido no hacerlo sólo porque yo había estado despierto y alerta? No lo creo. Él había dicho la verdad, que sólo había querido advertirme y que había traído el parang para evitar que yo lo persiguiera. Siempre me has caído bien, Paul. Lo cual era cierto. Yo siempre me había llevado bien con él. Mejor que la mayoría en el camión.

    Aunque era curioso que se hubiera llamado a sí mismo El Toro. Él sabía que yo sabía que él no lo era, que no podía haber matado a ninguna de las personas en el sur de África porque había estado conmigo en el camión durante ese tiempo. Tal vez en algún lugar de los caminos retorcidos de su mente había decidido que él era El Toro y que el otro asesino era el imitador. Eso no suponía ninguna diferencia.

    Debería haber sentido un miedo terrible o una furia terrible. No sentí ninguno. Se habían cancelado el uno al otro. Sí me sentí inmensamente aliviado. La confrontación de la noche anterior había proporcionado la clausura por la cual me había quedado. Haría lo que él había dicho, me quedaría en Tetebatu un día más y mañana iría a Mataran, le diría a Talena lo que pasó y me iría del país. Pero ciertamente yo no iba a dejarlo estar. Encontraría alguna manera de atraparlo. No aquí, no en Indonesia, no mano a mano, no sin un plan. Lo contrario sería poco más que un suicidio, pero ahora tenía su nombre y sabía dónde vivía. Misión cumplida. No sólo había identificado al Toro, lo había enfrentado y lo había tomado por los cuernos. Bueno, tal vez no del todo... digamos que había corrido con El Toro. El caso es que sentí que podía irme con la cabeza alta. Sabía que querer sentirse así era una estupidez de macho en primer lugar, pero aun así me hizo sentir bien.

    Anticipé contarle mi historia a Talena, sentado en el Horseshoe frente a ella, mirando esos ojos azules mientras ella me miraba con... bueno, muy posiblemente con disgusto por mi violación de la promesa que le había hecho, y por la imprudente estupidez de seguir a Morgan durante la noche. Pero me sentía bien con la imagen de todos modos. Seguramente estaría impresionada, a cierto nivel, por lo que yo había hecho. Yo estaba ansioso por volver a casa y contárselo todo.

    Aunque primero quería acentuar mi estúpido sentimiento machista de logro. Quería joderle un poco la mente a Morgan.

    Entré en el Café Harmony. Él no estaba, pero las suecas Kerri y Ulrika sí, nos saludamos y nos sonreímos. Se sentaban junto a sus mochilas de Karrimor, obviamente esperando a Morgan y a Peter. Compré una Coca-Cola, pensando con nostalgia en los dos pares de pechos perfectos que había visto anoche, y les pregunté dónde estaba Morgan. Me señalaron una sala oscura justo al lado del patio.

    Tuve que agachar la cabeza para entrar por la puerta. Era la sala de ordenadores, con suelo de tierra, amueblada con un sólo escritorio. Morgan estaba sentado ante la computadora. Llevaba su muy gastado sombrero Tilley con dientes de tiburón. Cuando levantó la vista y me reconoció, pareció alarmado. Yo también me sentí alarmado. De repente, venir aquí y tirarle de un pelo a El Toro no parecía una idea tan inteligente.

    Reconocí el patrón que sus dedos hicieron en el teclado (Alt-F4, cerrar cualquier ventana que tenía abierta) y luego se relajó, frío como el proverbial hielo, y dijo: —¿Y qué puedo hacer por usted, Sr. Wood? ?

    Mi idea había sido dejarlo con la noción de que quizá yo no había estado detrás de ese mandi anoche, que no había oído su soliloquio. Sólo para sembrar un poco de incertidumbre en su vida, para mantenerla interesante. De repente no estaba seguro de si era una buena idea. Me aclaré la garganta y dije con una voz preocupantemente temblorosa: —Sólo vine a despedirme. ¿Estás libre hoy?

    —Ya lo creo. Playa de Kuta. La versión de Lombok. ¿Y tú?

    —Pensé en quedarme aquí durante el día —dije—. Tal vez vuelva a Mataran mañana, a Bali al día siguiente.

    —Eso suena muy sensato —dijo Morgan.

    Nos quedamos mrando durante un rato.

    —Bueno —dijo Morgan—. Cuídate.

    —Lo intentaré —dije. Y me di la vuelta para alejarme, pateándome por haber venido.

    Caminé de regreso a Mekar Sari. El aire estaba tan cargado de humedad que me sentí como si estuviera nadando y no caminando. Las líneas telefónicas seguían sin funcionar. Me sentía mal por romper mi promesa de enviar un correo electrónico diario a Talena, pero pensé que me sentiría aún peor si rompía la promesa que lehabía hecho a Morgan de quedarme aquí hasta mañana. Y en realidad no era culpa mía, ¿qué podía hacer con los monzones para que no funcionaran los teléfonos?

    Pasé el día jugando al ajedrez, comiendo y leyendo mi Lonely Planet. Indonesia en realidad sonaba a un país genial y tendría que volver aquí en algún momento. Pero no iba a quedarme durante mis tres semanas completas. Ya tenía planes formándose. No iba a perseguir a Morgan Jackson aquí, pero si pensó que lo dejaría en paz, estaba terriblemente equivocado.

    Algo me fastidió todo el día, la sensación de que había olvidado algo importante. Lo ignoré con la esperanza de que mi subconsciente lo expulsara cuando menos lo esperara, pero las esperanzas no se cumplieron. Me quedé dormido tratando de obligarme a recordarlo.

    A la mañana siguiente fui al patio en busca de mis tortitas de plátano y té de rosas, y Femke agregó un ingrediente más al desayuno; un trozo de papel doblado, cerrado con cinta adhesiva. La miré con curiosidad.

    —Su amigo, el Sr. Jackson, me lo dio antes de irse —dijo ella— Para dárselo esta mañana.

    —Ah —dije. Me las arreglé para llegar hasta la relativa privacidad de la silla debajo de mi ventana antes de abrirla y leerla. Las palabras estaban garabateadas con tanta torpeza que eran casi ilegibles, pero logré descifrarlas:

    VIEJO WOODSITO

    ¿No son KERRI y ULRIKA UNA DELICIA?

    NUNCA HE HECHO DOS AL MISMO TIEMPO

    PERO ABAJO EN KUTA

    VAN A CONOCER AL TORO

    PENSÉ EN HACÉRTELO SABER...

    JA JA JA y JA

    Lo leí de nuevo. Sentí mucho frío.

    Yo estaba seguro de que ellas ya estaban muertos. Por eso me había hecho esperar un día. Y aunque no lo estuvieran, sabía que no debería ir tras él. Aquí en Indonesia, sin algún tipo de plan, no tendría ninguna posibilidad. Él me mataría. Debía dejarlo en paz, seguir el plan de ayer, irme a casa y encontrar alguna manera de atraparlo. Correr tras él para salvar a dos perfectas desconocidas era una gran tontería. Esto no cambia nada, me dije. Ir con el plan de ayer. El plan de ayer era sólido.

    El plan de ayer fue sólido, sensato y completamente cobarde. Era muy conveniente cómo mi elegante plan para vengarme del hombre que había asesinado a Laura implicaba dejarlo que se fuera y que matara a otras dos chicas. Muy conveniente cómo me sacaba eso del peligro en cuanto fuese humanamente posible. Abandonar a las dos suecas, perfectas desconocidas o no, era el acto de un despreciable cobarde, y yo lo sabía. Aún cuando estaba seguro de que ya estaban muertas.

    ¿Y si no lo estaban? Él no podía planificarlo todo. Tal vez había salido mal algo. Tal vez se habían puesto enfermas. Todavía podían estar vivas. Y aunque si no lo estuvieran, cuanto antes llegara yo allí, más posibilidades tendría de que las autoridades lo atraparan antes de que se fuera de Indonesia.

    Mientras contemplaba esto, una gota de lluvia del tamaño de una canica golpeó la hoja de papel, emborronando la tinta barata. Miré arriba hacia las nubes oscuras que enturbiaban el cielo. Vi destellos de relámpagos en el horizonte. El monzón había regresado, y esta vez no venía sólo a molestar.

    No hay tiempo que perder, pensé, y cinco minutos más tarde había empacado y pagado. Femke me miró como si yo estuviera loco cuando le dije que tenía que ir a la playa de Kuta de inmediato. Yo entendía por qué. Ya estaba lloviendo a cántaros cuando comencé a avanzar por los arrozales hacia la carretera, no del todo corriendo, pero cerca.

    No me llevé el parang. Había terminado con esa locura en particular.

16. Encuéntrame en la playa

    Me costó mucho dinero llegar a Kuta ese día. No puedo culpar a los conductores. Yo tampoco habría querido ir a ningún lado con ese clima. Las tormentas de los días anteriores habían sido meros calentamientos para el evento principal. La lluvia golpeó tan fuerte que pensé que podría dejar moretones. La visibilidad era de aproximadamente tres pies. El cochero de cedak que me llevó de Tetebatu a Kotoraya se desgarró el brazo azotando al caballo con su vara de bambú. Los conductores de bemo estaban sólo un poco mejor. En un punto del tramo de Kopang a Praya, el conductor pisó los frenos y se desvió tan bruscamente que dos ruedas se salieron brevemente de la carretera. El camino estaba demasiado resbaladizo para que los frenos tuvieran mucho efecto, y pensé por un segundo que yo iba a ser un muerto del tráfico, pero el conductor zigzagueó con habilidad sobrehumana a través de una manada de búfalos de agua que apareció repentinamente del monzón como presagios oscuros.

    Al final llegué. Mi reloj me dijo que eran las cinco. Esta playa de Kuta no se parecía en nada a la de Bali. Era simplemente una carretera que bordeaba la costa, con selva a un lado y playa al otro, y ocho hoteles agrupados cerca del cruce en T que conectaba con el resto de la isla. Caminé por la carretera hasta el hotel más cercano. No me apresuré. Ya no me importaba estar empapado. Todas mis posesiones y yo llevábamos empapados todo el día.

    Me registré en Cabañas Anda, que no tenía a Morgan/Peter/Kerri/Ulrika en el registro. Entré en mi cabaña, me puse el traje de baño y colgué el resto de mi ropa para que se secara. No sentí la desesperada necesidad de velocidad que había sentido al comienzo del día. Después de siete horas de viaje, no parecía tener sentido preocuparse por otros quince minutos. Y nadie iba a matar a nadie con este aguacero, de eso yo estaba bastante seguro, no a menos que Morgan fuera a entrar en alguna habitación y comenzara a blandir un parang a lo loco, y eso parecía poco probable. Su modus operandi era la emboscada.

    Y además, el escenario más probable era que ya estuvieran muertos.

    Fui a la sala común para averiguar qué estaba pasando. No estaba seguro de cómo sacar el tema. "Hola, ¿alguien ha encontrado un par de chicas suecas asesinadas por aquí?" no parecía un ganador comienzo de conversación. Pero luego vi caras que reconocí, Johann y Suzanne, la pareja holandesa de Tetebatu, bebiendo cerveza Bintang y Sprite. Me saludaron y me uní a ellos.

    —¿Cuándo llegaste aquí? —preguntó Susana.

    —Hoy —dije. El camarero se acercó y le pedí una cerveza y luego, cuando me di cuenta de que no había comido desde los panqueques de plátano, excepto media piña en Pao Montong, un plato de nasi goreng.

    —¿Llegaste aquí a través de la lluvia? —ella preguntó.

    Asentí y sonreí tímidamente.

    —Creíamos que las carreteras estaban cerradas —dijo Johann—. Se suponía que íbamos a tomar un autobús de Perama de regreso al ferry hoy, pero dijeron que no podían ir debido al monzón —Perama era la autoridad turística de Indonesia, que proporcionaba autobuses con aire acondicionado entre los principales destinos turísticos. Un poco más caros que los bemos y sin su cruda autenticidad, pero mucho más cómodos.

    —Las carreteras estaban bastante mal —admití—. Me sorprende haber llegado aquí.

    —¿Has estado en Tetebatu? —preguntó Susana.

    Asentí y bebí con avidez de mi Bintang, que tenía un sabor maravilloso y se sentía muy merecido. —¿Cómo están las cosas por aquí?

    —Bien —dijo Johann, y Suzanne asintió con la cabeza—. Muy pacifico. Se pueden alquilar ciclomotores y bicicletas y subir y bajar por la carretera. Una carretera excelente sin nada. La playa de aquí —señaló hacia el mar—, no es tan buena…

    —Guijarros de coral, no arena —aclaró Suzanne—. Duros para caminar o tumbarse.

    —Aunque a los surfistas les gusta —dijo Johann, y él y Suzanne intercambiaron miradas y se rieron de alguna broma privada.

    —Muchos surfistas aquí —dijo Suzanne.

    —Pero por el camino hacia el este, tal vez dos millas...

    —Oh, sí, hay una playa perfecta —dijo Suzanne—. Maravillosa. Una gran y blanca... —Trazó un arco con las manos, buscando la palabra inglesa adecuada—.

    —Media luna —completó Johann—. Debe tener casi un kilómetro de largo.

    —Pero es peligrosa —dijo Suzanne—. Debes recordar eso, si vas allí. El dueño de aquí dice que hay una terrible corriente de resaca en medio de la playa, y la gente muere allí todos los años. Te arrastra hacia el océano y te ahogas.

    —Allí no hay letreros, ¿puedes imaginarlo? —dijo johann. Sonaba un poco indignado—. Ninguna señal en absoluto. es vergonzoso. Pero mientras tengas cuidado, es una playa perfecta. Y no hay nadie allí.

    —Algunos lugareños con neveras en la cabeza, vendiendo Coca-Colas y piñas, y eso es todo. Sin edificios, sin tiendas, sin hoteles —agregó Suzanne.

    —Suena al paraíso —dije. Mi nasi goreng había llegado y lo ataqué con fuerza mientras charlaban entre ellos, nostálgicamente, en holandés.

    Cinco minutos después me sentía mil veces más fuerte. —Escuchad —dije —, me encontré con un viejo amigo mío en Tetebatu, creo que venía aquí, ¿lo habéis visto? —Describí a Morgan y compañía.

    —Oh, sí —dijo Suzanne—. El grandullón con todos esos tatuajes. Almorzamos con ellos ayer. Las chicas me parecieron muy simpáticas. Aunque no había ningún holandés con ellos. Creo que se fue al este a Flores en lugar de venir aquí. Sólo tu amigo y las chicas suecas.

    —Fueron a esa playa, ¿no? —le preguntó Johann.

    —Sí —dijo Suzanne—. Durante la lluvia. Cuando todos los demás se quedaron dentro, ellos salieron a la playa. Tu amigo dijo que era mejor entonces, que nadar bajo la lluvia era mejor porque no tenías tanto calor.

    —Y nadie insiste para de venderte un pareo —agregó Johann, y ambos se rieron. Las vendedoras de pareos eran la pesadilla de los viajeros indonesios. No me reí.

    —¿Los viste después? —Yo pregunté.

    —Veamos... ¿los vimos? —dijo Suzanne pensando en ello—. Creo que vimos a tu amigo anoche, en la carretera.

    —Sí —dijo Johann—. Pero no a las chicas suecas.

    —Así es —dijo Suzanne—. Sólo tu amigo Morgan.

    Tomé un sorbo de mi cerveza para cubrir mi consternación. Sentí tanto frío que casi me estremecí. Morgan había llevado a Kerri y Ulrika a una playa desierta el día anterior, una playa ya conocida por la muerte por ahogamiento, con el monzón tronando y sin nadie cerca. Y ellos lo habían vuelto a ver, pero a ellas no.

    —Tengo que irme —dije dejando mi cerveza a medio terminar. Estaba seguro de que era demasiado tarde, pero eso no era motivo para retrasarlo—. Me olvidé de algo. Os veré más tarde.

    Huí de sus asombrados "vale" y volví a salir a la lluvia. No había amainado, lo que me pareció increíble. Seguramente toda el agua dulce del mundo se había derramado sobre Indonesia en las últimas ocho horas, y no podía haber más para nosotros. Fui al área techada que había captado con el rabillo del ojo cuando entré en el recinto de Cabañas Anda, donde se almacenaban los ciclomotores y las bicicletas, junto con un letrero toscamente escrito que decía "Se alquila".

    Un niño indonesio que no podía tener más de doce años estaba sentado mirando las bicicletas. Le dije que quería alquilar, y me miró como si estuviera loco, pero sólo por un momento. Todo indonesio sabe que todos los blancos están locos; andar en moto durante el apogeo de un monzón no era lo suficientemente loco como para ser digno de mención. Perros rabiosos e ingleses y todo eso.

    —¿Quieres bicicleta o moto? —preguntó. Su inglés era aceptable. Por un momento me pregunté cuántos idiomas hablaba. La mayoría de los indonesios en el negocio de la recolección de cocos blancos podían hacer negocios en inglés, alemán, holandés y japonés, como mínimo.

    —Bicicleta —dije. Quería llegar rápido, pero nunca había conducido una motocicleta y pensé que estas no eran las condiciones ideales para aprender. Me dio una vieja cosa de hierro maltratada que era un poco corta y me recordó a la bicicleta que alquilé una vez en China que perdió sus pedales a cinco millas de la ciudad. Pero era mejor que nada. Salí de Cabañas Anda y me dirigí por la carretera, en la dirección que me había indicado Johann, en busca de la playa.

***

    La carretera era excelente, sin grietas ni baches, y nadie más en ella. Selva a mi izquierda, playa de coral a mi derecha, lluvia absolutamente por todas partes. Apenas podía oír el rugido de las olas por encima del ruido de ametralladora de la lluvia en la carretera. Una vez que acumulé un buen ritmo, la bicicleta se movió como una máquina de carreras, impulsada por su propia inercia masiva. El camino se inclinaba ligeramente hacia arriba, lo cual era bueno. No me gustaban mis posibilidades de ir cuesta abajo a esta velocidad con esta lluvia con estos frenos. La playa comenzó a inclinarse hacia abajo a mi derecha, más y más empinada, hasta que hubo una cuña de vegetación entre la grava de coral y yo, una cuña que se ensanchaba y ensanchaba hasta que tuve selva a ambos lados. Estaba oscureciendo; o las nubes se espesaban aún más o el sol se estaba poniendo. La jungla era espesa como un muro y las nubes estaban tan bajas que parecía estar viajando por un túnel.

    De repente, la jungla a mi derecha desapareció, reemplazada por una empinada pendiente rocosa que descendía a una playa tan blanca que parecía brillar. Con forma de media luna, como la hoja de un parang, la playa discurría casi perpendicular a la carretera y estaba enmarcada por un alto muro de roca revuelta demasiado empinada para ser navegable en cualquier lugar excepto donde se encontraba con la carretera. Tenía una buena media milla de largo y sólo podía distinguir el otro extremo a través de la lluvia.

    La abertura en la pared de la jungla a mi derecha tenía sólo unos treinta metros de largo, y cuando reaccioné y los frenos detuvieron la bicicleta, la playa estaba nuevamente escondida detrás de la vegetación. Caminé con la bicicleta de regreso a la pendiente rocosa sobre la playa, la apoyé contra un árbol y comencé a descender. Mis sandalias Teva estaban empapadas y las rocas estaban resbaladizas por la lluvia, y tuve que usar mis manos para sujetarme en varias ocasiones.

    Luego llegué a la playa. Era increíble lo blanca que estaba la arena a pesar de que la lluvia debía oscurecerla. Arena fina, húmedamente sólida, fácil de pisar. Tenía unos cien pies de ancho en su parte más gruesa. La tormenta se estaba intensificando ahora, y tuve que protegerme los ojos con una mano para ver algo. Las olas coronadas de blanco rugían y se sumergían en la playa una y otra vez, como si quisieran saquearla, llevar cada grano de vuelta al casillero de Davy Jones. Incluso en la bahía tenían al menos dos metros de altura. El mar abierto tenía el doble de ese tamaño, un torbellino agitado de cabrillas.

    No podía ver nada más que arena, mar, rocas y selva en lo alto. No parecía probable que escondiera cuerpos aquí. Se habrían destacado como locos contra la arena. ¿Quizás los había escondido bajo montones de rocas? Trabajo duro, pero era un tipo grande y fuerte. Empecé a seguir la línea de la pendiente rocosa, mirando cuidadosamente debajo de las rocas. El cielo se había oscurecido aún más y tuve que entrecerrar los ojos para protegerme de la lluvia.

    Después de unos cinco minutos escuché un grito y casi pegué un brinco. Miré hacia arriba. Y casi pegué un brinco otra vez.

    —¡Baltasar Wood! —gritó Morgan. Apenas pude oírlo a través de la lluvia y el mar—. ¡Como yo vivo y respiro!

    Yo estaba a mitad de camino a lo largo de la playa. Él estaba un poco más lejos, tal vez a diez metros de mí, entre el océano y yo. Pude ver huellas que conducían de regreso al océano. Llevaba un traje de baño azul y blandía un parang en la mano derecha como si supiera cómo usarlo. Yo estaba seguro de que sí. Él era el Gran Cazador Blanco, después de todo. Parecía una figura irreal, algo salido de una pesadilla, surgiendo de la lluvia con la cabeza afeitada y esa hoja en la mano y esos tatuajes de dragones chinos en los brazos, tan musculoso como un superhéroe de Marvel Comics. Sus ojos brillaban con impaciencia y su rostro se estiró en una enorme sonrisa carnívora.

    Retrocedí hacia el camino a lo largo de la pendiente, moviéndome lentamente, pensando furiosamente. Él me siguió, con la misma lentitud. Después de todo, no había prisa. Me tenía a su merced. No había forma de que pudiera trepar a un lugar seguro por esta pendiente resbaladiza y empinada, y no había ningún otro lugar a donde ir. Debía de haber estado esperándome. Debía de haberme visto desde lo alto, bajar y nadar por la playa para tomarme por sorpresa.

    —¡Te hice un pequeño examen, Woodsito! —gritó—. ¡Te puse a prueba y lamento decirte que has fallado!

    No: había un lugar adonde ir. Estaba el océano. Él era un nadador más fuerte que yo, pero ¿podía nadar rápido con ese parang? Yo lo dudaba mucho. Pero él ya había pensado en eso, se estaba moviendo para cortarme el paso, quedándose entre las olas y yo.

    —¡Te lo advertí, Paul! ¡Te dije que te perdieras y me dejaras en paz! Pero tú no podías hacer eso, ¿verdad?

    Mi ira me había abandonado cuando más la necesitaba. Mis miembros estaban débiles por el terror. Estaba temblando tanto que apenas podía enfocar mis ojos. —¡Jodidi enfermo! —Me lancé hacia él, o lo intenté, pero no tenía aliento en mis pulmones. Él debió de haber leído mis labios, pues se rió.

    —No te preocupes ahora por esas hermosas damas suecas a las que viniste a rescatar —dijo. Estaba tan cerca que, a pesar del tamborileo de la lluvia, podía oírlo sin gritar—. ¿Soñabas con salvarles la vida y recibir unas cuantas mamadas agradecidas? Te han metido en un mundo de problemas, muchacho mío. Pero siguen siendo compos mentis, ellas están bien. Volvieron a Bali anoche. No sin antes darme una cariñosa despedida. Esa Ulrika es una gata salvaje en la cama. ¿Crees que voy a privar al mundo de un pedazo de culo como ese? Eso sería un verdadero pecado.

    —¿Cómo? —Pregunté, todavía sin aliento—. ¿Cómo pudiste matar a Laura? ¿Por qué?

    Sus labios se apretaron y escupió. —¿Esa puta de Mason? Que la jodan. Esa cabrona se llevó exactamente lo que se merecía.

    Le haría pagar, me dije. Si de alguna manera salía de esto, le haría pagar. —¿Y Stanley Goebel? ¿Recibió lo que se merecía?

    —Ah, él. Woodsito, lo juro, ni siquiera sabía su nombre cuando lo hice. Fue un acto de puro oportunismo. Sólo uno más para El Toro. Uno más como tú.

    Levantó el parang en alto, para cortar hacia abajo, y dio un paso hacia mí. Desearía poder decir que me tensé para una furiosa batalla de nunca rendirme, listo para pelear como un animal acorralado, pero la verdad es que cuando vi la espada brillando sobre mí bajo la lluvia, toda mi rabia y coraje se desvanecieron y me aparté de él, con los brazos sobre la cabeza, gimiendo.

    Podría haber movido el parang y haber terminado con mi vida. En lugar de eso, me pateó detrás de la rodilla izquierda y me derrumbé sobre mis manos y rodillas. Cerré los ojos y esperé el golpe fatal. Pero no llegó.

    —Nunca se sabe, Woodsito —dijo—. Tal vez si te esfuerzas mucho, podrías convencer a tu viejo compañero Morgan de que lo dejarás en paz si vives. Tal vez si suenas lo suficientemente lamentable. Tal vez si le muestras lo realmente patético que eres.

    Sólo estaba jugando conmigo. Yo lo sabía. Él no me dejaría ir, no ahora, sin importar lo que dijera o hiciera. Sólo quería humillarme antes de matarme. Me arrastré hacia atrás sobre mis manos y rodillas hacia la pendiente rocosa. Una posibilidad posible. Pero me sentía demasiado débil por el miedo para que funcionara. El me siguió.

    Iba a morir aquí. Sentí una terrible y fría certeza. Esos eran mis últimos momentos en esta tierra. Traté de decir algo, de rogar y de suplicar como él quería, para ganar tiempo, pero estaba tan asustado que ni siquiera podía hablar. No en palabras. Lo intenté, pero lo único que salió de mi boca fueron gemidos sin sentido.

    Mi pie derecho entró en contacto con roca sólida. Dejé de retroceder.

    —Muy decepcionante, Woodsito —dijo, mientras me agachaba a sus pies—. Pensé que darías más pelea. Pero no eres más que un gusanito llorón, ¿verdad? Tú y tu mujer. Esa cabrona de Mason. Rogó, sollozó, suplicó, chupó y lamió, lo hizo. Pero no le sirvió de nada al final. Tendrás que esforzarte un poco más que…

    Tal vez fue la mención de Laura lo que me dio fuerzas. Quizá fue sólo instinto animal en estado puro, luchar o huir, una última convulsión desesperada de músculos. No se había dado cuenta de que había retrocedido contra las rocas detrás de mí como un velocista retrocede hacia los tacos de salida. Me lancé hacia adelante con toda la fuerza que tenía, no hacia él, sino adelantándolo, y corrí hacia el mar. No sé si me golpeó o no, pero si lo hizo, falló. Después de unos pocos pasos, tropecé, me trastabillé por la combinación del impulso hacia adelante y las sandalias empapadas de lluvia, pero me enderecé y continué hacia las olas.

    Cuando el agua me llegaba a los muslos y ya no podía correr, me detuve para quitarme las sandalias y me atreví a mirar por encima del hombro. Una de las olas de seis pies casi me derriba, pero logré mantener el equilibrio. Morgan me siguió al agua, moviéndose a paso lento. Había tirado el parang en la playa.

    Parecía divertido más que preocupado. Yo sabía por qué. No tenía ninguna esperanza de distanciarme o vencerlo. Yo era un buen nadador, había pasado la mayor parte de mis veranos de adolescente en las orillas del lago Muskoka en Canadá, pero Morgan había crecido en la playa. Nadaba como un tiburón. Y él estaba con toda su fuerza, donde yo estaba mareado y débil por el miedo y no podía extender completamente la rodilla que él había pateado. En igualdad de condiciones, me alcanzaría fácilmente, y cuando lo hiciera, sería demasiado fuerte para mí como para darme alguna esperanza de supervivencia.

    Pero todas las cosas no eran del todo iguales.

    Me sumergí en el agua y comencé a nadar, controlando mis movimientos, tratando de mantener mi brazada suave y poderosa en lugar de frenética. Después de unas pocas docenas de brazadas, dejé que mis pies colgaran hacia abajo por un momento y la sentí.

    La corriente de resaca. Mi salvacion. Me agarró de los tobillos y tiró, y en unos momentos yo había sido succionado. Johann tenía razón, era un monstruo, de doscientos o trescientos pies por minuto. Nadé directamente hacia el centro de la corriente, permitiendo que la corriente me llevara directamente, y luego me di la vuelta, flotando en el agua, y busqué a Morgan.

    Él estaba detrás de mí, no muy lejos, tal vez a doce metros de distancia. Todavía estábamos en la bahía, pero el mar ya estaba tan agitado que sólo podía vislumbrarlo desde la parte superior de las olas. La brecha entre nosotros se amplió. Luego llegó a la corriente, y de repente él dejó de nadar, comenzó a flotar en el agua y miró hacia las temibles olas del mar abierto, ahora a sólo treinta metros de distancia.

    Yo sabía lo que estaba pensando. No tenía nada que perder. Obviamente, era mejor arriesgarme en mar abierto y esperar que un bote extraviado me recogiera o que las mareas me llevaran de vuelta a tierra firme. Mejor alguna oportunidad que ninguna. Pero él tenía que averiguar si valía la pena arriesgar su propia vida aquí en el agua gastando el tiempo y la energía necesarios para encontrarme, atraparme y matarme. Nada fácil cuando salimos a mar abierto con su oleaje alto, no en un día como hoy, no con el sol cayendo a plomo hacia el horizonte.

    Dio media vuelta y se alejó nadando, paralelo a la playa, fuera de la corriente, alejándose de mí.

    No tuve tiempo de sentir alivio. La corriente me arrastró fuera de la bahía hacia la fuerza plena, colosal e implacable del mar. Casi me ahogo en esos primeros minutos. Las olas agitadas me arrojaron como una muñeca de trapo, como una ramita en una inundación. Traté de flotar boca arriba, pero inmediatamente me hundieron. Volví a andar a flote, pero tuve que esforzarme tanto para mantener la cabeza en el aire que sabía que no duraría mucho. Incluso cuando lograba respirar, tenía que mantener la boca fruncida en una rendija estrecha para filtrar la lluvia espesa. Cuando respiré justo cuando me golpeó una ola errante y me atraganté con una bocanada de agua salada en lugar de una bocanada de aire, entré en pánico y sólo logré mantenerme a flote nadando frenéticamente a lo perro antes de recuperarme.

    Renuncié a mantener la cabeza fuera del agua todo el tiempo. Traté de conservar mi energía, dejándome flotar bajo la superficie, subiendo el tiempo suficiente para respirar. Esto funcionó mejor que la lucha total, pero aún podía sentir que me debilitaba lentamente. Y ya no podía ver tierra ni siquiera adivinar en qué dirección estaba. A favor del viento, probablemente. Apenas podía saber en qué dirección soplaba el viento, y mucho menos avanzar en esa dirección o en cualquier otra. Pero tuve la vaga impresión de que la corriente me llevaba exactamente en dirección contraria.

    En retrospectiva, es increíble lo tranquilo que me sentía. Supongo que el miedo se trata de imaginar el futuro, y mientras estaba en el agua estaba demasiado ocupado manteniéndome con vida para imaginar nada en absoluto.

    Pasó el tiempo, bastante tiempo, pero no lo percibí. Después de un rato parecía que siempre había estado en este océano, luchando por mi vida, que mis otros recuerdos no eran más que un sueño momentáneo. Era vagamente consciente de que la noche estaba cayendo, la tormenta estaba amainando, la lluvia amainaba y las olas se calmaban. Pero mis músculos también se estaban debilitando, y tenía que gastar cada ápice de energía que podía reunir sólo para mantener la cabeza fuera del agua el tiempo suficiente para respirar.

    Cuando el silencio fue roto por el violento canto de una sirena, me sobresalté tanto que perdí el ritmo de mis movimientos y casi me ahogo de nuevo. Pero me abrí camino de regreso a la superficie con movimientos espasmódicos desesperados, despertado de la semiconsciencia, percibiendo el significado de esa sirena a través de la espesa niebla del agotamiento físico total. Un barco. Había un barco cerca.

    Traté de gritar, pero entre el agotamiento y mi garganta quemada por la salmuera, sólo salió un jadeo áspero. La sirena volvió a sonar, incluso más fuerte esta vez, tan fuerte que en realidad fue doloroso. Cuando mi cabeza se sumergió, pude escuchar el sonido espeso y agitado del motor del bote a través del agua. Unos momentos después vi luces y escuché voces humanas, y encontré una reserva de fuerza sin explotar y comencé a nadar hacia la luz.

    Cuando volví a mirar hacia arriba, una de las luces me cegó. Agité mis manos en el aire y traté de gritar. De nuevo fallé. Pero no importaba. Me habían visto. —¡Allí! —gritó una mujer—. ¡Hay alguien allí! —Floté en el agua, obligando a mis brazos flácidos a agitarse, hasta que el bote apareció junto a mí y unas manos fuertes me subieron a bordo.

    Me agarré a una barandilla para mantenerme erguido, mis piernas eran demasiado débiles para estar de pie sin apoyo, y miré a mis salvadores. Cuatro indonesios y tres blancos. Reconocí a los blancos. Johann y Susana. y Talena Radovich.

    —Jodido idiota estúpido —dijo Talena, y me dio un gran abrazo.

17. Cabos, Atados

    Para cuando atracamos, había comenzado a recuperarme. Había bebido alrededor de un litro de agua fresca, mis piernas eran lo suficientemente fuertes para caminar o al menos tambalearse, y mi mente había vuelto más o menos a su lugar. Los recuerdos de mi encuentro en la playa, y mis noventa minutos en el agua, ya me parecían completamente irreales. Me sentí como si hubiera despertado de una pesadilla.

    Antes de bajarme del bote que me había salvado —un bote de buen tamaño, de unos doce metros, por lo que parece un bote de buceo cuando no se usa para rescatar a los estúpidos turistas que iban sólos a la playa y quedaron atrapados en la corriente—, agradecí efusivamente a los barqueros indonesios y les di la mayor parte del fajo de billetes indonesios que tenía en mi billetera de viaje. Johann, Suzanne, Talena y yo caminamos de regreso a Cabañas Anda, a sólo unos minutos del muelle. Me llevaron a la sala común, me sentaron y me compraron una merecida botella de Bintang.

    —Eres muy afortunado —dijo Johann—, te advertimos sobre la corriente.

    —Si tu amiga no hubiera venido a buscarte... —Suzanne negó con la cabeza.

    —Sí —dije—. Bueno —Miré a Talena. No podía asimilar su presencia.

    —Nos alegra que estés bien —dijo Suzanne—. Debes de estar muy cansado. Como nosotros. ¿Te vemos por la mañana?

    —Claro —dije. Les di un abrazo de buenas noches, al igual que a Talena. Sentí un breve y totalmente injustificable acceso de celos cuando ella abrazó a Johann.

    Talena y yo volvimos a sentarnos y nos miramos por un momento.

    —¿Qué estás haciendo aquí? —finalmente pregunté.

    —Salvándote el estúpido, ignorante, patético, imbécil, terco, testarudo, perverso, idiota y esmirriado culo con mierda por cerebro —dijo ella—. ¿Qué parece que estoy haciendo?

    —Ah —Consideré lo que había dicho y agregué—, gracias.

    —Dado que rompiste tan pronto tu promesa de enviarme un correo electrónico todos los días...

    —La lluvia derribó las líneas telefónicas —protesté—. No pude.

    Me lanzó una mirada escéptica. —Sí, y estoy segura de que te esforzaste tanto como pudiste. De todos modos, me tomé un par de días libres y quemé algunas millas de viajero frecuente para ver en qué tipo de problemas te habías metido. Y entonces, esta mañana recibí un correo electrónico de una extraña dirección diciéndome que habías encontrado al tipo y que sabías su nombre. Así que me imaginé que estabas en verdaderos problemas. Y he tenido un día infiernal, créeme. Llegué a Tetebatu casi una hora y media después de que te fueras, y fue bastante difícil llegar allí, no te digo ya aquí. Por suerte para ti me encontré con tus amigos holandeses. Bajamos a la playa y encontramos tus sandalias en el agua. Así que volvimos aquí y tomamos el bote. Parece que sucede mucho. Tienes suerte de que sepan exactamente adónde lleva la corriente a la gente después de que la corriente los atrape.

    —Sí.

    —No fue sólo la marea, ¿verdad?

    —No.

    —¿Qué pasó?

    Le conté toda la historia, sin omitir ninguna de mis estupideces.

    —Bueno —dijo ella cuando hube terminado—. Bueno. Bueno, tienes mucha suerte de estar vivo, ¿verdad?

    —Sí —dije—. Creo que me salvasteis la vida.

    Ella ladró una carcajada. —No jodas, Sherlock.

    —Bueno. Dios. Nadie me había salvado la vida antes. Supongo…

    —Alto —dijo ella—. No te pongas sensiblero conmigo. Lo odio.

    —Oh. De acuerdo.

    Terminó su cerveza. —También existe la teoría de que cuando salvas la vida de alguien, eres kármicamente responsable de todo lo que haga durante el resto de su vida. Y no te ofendas, pero teniendo en cuenta tus recientes errores de juicio, eso suena al verdadero peso de Atlas sobre mis hombros, así que preferiría que me recordaran el tema con la menor frecuencia posible, si no te importa.

    —Bien —dije.

    Ella se levantó. —Creo que es hora de que nos vayamos de Dodge. Vamos.

    —¿Ir? ¿Adónde vamos? —le pregunté.

    —Vamos a recoger tus cosas y a salir de la ciudad.

    —Es demasiado tarde para el autobús.

    —¿Autobús? —Ella negó con la cabeza, divertida—. Llevas viajando con muy poco dinero durante demasiado tiempo. Contraté un taxi para todo el día. Sólo cuesta veinte dólares, ¿sabes?

    —Oh —dije. Ella tenía razón. Esa alternativa nunca se me había ocurrido.

    Empaqué rápidamente, pensando en Morgan siguiéndonos a Cabañas Anda para un maldito desenlace. Luego estábamos en su taxi y ella estaba hablando con el conductor en indonesio mientras nos alejábamos.

    —¿Hablas el idioma? —pregunté, sorprendido.

    —Pasé un par de meses aquí investigando la penúltima edición —dijo—. Y es el idioma más fácil del mundo. Sin gramática, sin tiempos, sin formas verbales, sin nada. No te recomiendo escribir poesía, pero se tarda unas dos semanas en aprenderlo.

    —Oh —dije, sintiéndome irremediablemente incompetente a su lado.

    Unos veinte minutos después dije: —Tenemos que ir a Tetebatu.

    —¿Qué?

    —Tetebatu.

    —¿Para qué? —preguntó sospechosamente.

    Me había dado cuenta de qué era lo que me había molestado todo el día de ayer, había sido ese "para qué". —Puede que haya una pista ahí. Una importante.

    —Paul, escúchame —dijo lentamente, como si le hablara a un niño—. Casi mueres hoy. Hay un hombre malo por ahí que te quiere muerto. Vamos a salir del país tan pronto como podamos sin desviarnos.

    —Yo voy a Tetebatu —dije—. Tú puedes venir o no.

    —¡Mierdecilla desagradecida! —exclamó, asombrada—. ¿Qué hay de lo de gracias por salvarme la vida?

    —¿Qué hay de lo de no recordarte eso?... está bien, lo siento, eso no era necesario. Pero sólo necesito ir a Tetebatu durante treinta minutos para mirar la computadora que usó allí, eso es todo. Luego podemos irnos.

    Ella me lanzó una mirada larga, nivelada, sin impresionarse. Pero luego se inclinó hacia el conductor y le dio nuevas instrucciones, y no mucho después (los taxis eran mucho más rápidos que viajar en bemo) estábamos de vuelta en Kotoraya.

    El taxi no pudo subir por el camino fangoso a Tetebatu, pero le pagué a un niño pequeño para que sacara a un conductor de cedak de la cama, y ​​cien mil rupias lo convencieron de que nos llevara allí. Digo "nos" porque Talena no me perdía de vista. Varias veces el cedak se atascó y tuvimos que salir a empujar, y ambos resbalamos y caímos más de una vez, y cuando llegamos a Tetebatu ambos estábamos cubiertos de barro y Talena estaba tan furiosa que no me hablaba.

    Fui directo al Harmony Cafe. Lo que me molestó fue que cuando fui a ver a Morgan anteanoche, antes de que se fuera a Kuta, él estaba frente a la computadora, a pesar de que las líneas telefónicas no funcionaban. ¿Qué estaba haciendo? Mi suposición es que, considerando el comentario que había hecho la noche anterior sobre ser más cuidadoso en Internet, estaba tratando de borrar los rastros de lo que había dejado en esa computadora. Yo quería comprobarla en caso de que hubiera dejado algún rastro. Deseaba mucho poder hallar algo. No quería decirle a Talena que la había traído aquí y la había cubierto de barro por el bien de una persecución inútil.

    Compré una Coca-Cola y me senté frente a la computadora del Harmony Cafe, con Talena a mi lado. En primer lugar, revisé el historial del navegador y luego el directorio de archivos temporales de Internet. Como sospechaba, todos los archivos allí habían aparecido en los últimos dos días y medio. Había borrado el directorio y el historial del navegador antes de irse.

    —¿Así que estamos aquí para nada? —dijo Talena, lista para estallar.

    —No necesariamente —dije—. Se deshizo de las cosas obvias, eso es todo.

    —Entonces, ¿qué es lo no obvio?

    —Cookies —dije, navegando a través del árbol de directorios de Windows.

    —¿Qué has dicho?

    —Cookies —repetí—. No sé quién les puso ese nombre. Algún desarrollador que veía demasiado Barrio Sésamo, supongo. Son archivos que tu navegador escribe en tu máquina si los sitios lo solicitan.

    —Espera un minuto. Cuando vas a un sitio web, ¿puede poner archivos en tu computadora?

    —No exactamente. Le pide a su navegador que almacene cierta información en un lugar seguro en su disco. No puede poner un virus en su máquina ni nada. Puede decirle a tu navegador que no los guarde, pero esa generalmente es una mala idea.

    —A mí me parece una muy buena idea —dijo—. ¿Qué sentido tienen esas cookies?

    —Básicamente, solventan el problema de que HTTP es un protocolo sin estado.

    —Paul. En cristiano.

    —Bueno. Básicamente, no hay forma de saber si estás viendo una página que ya has visto, u otras páginas en el mismo sitio, en algún momento reciente, sin usar cookies. Por ejemplo, si ya has iniciado sesión o no. Hay formas de evitar esto jugando con la URL... lo siento, la dirección de la página... pero las cookies son básicamente más fáciles.

    —¿Más fáciles para quién?

    —Más fáciles para personas como yo que construyen sitios web.

    —Y, por supuesto, esas son las que realmente importan —dijo con mucho sarcasmo—. Bueno, ¿el Sr. Jackson dejó algunas cookies interesantes en esta máquina?

    —No puedo saberlo desde aquí —dije, examinando el directorio de cookies—. Hay algunas que fueron modificadas mientras estuvo aquí, pero necesitaré tiempo y una conexión real para ver si son algo interesante —Las líneas telefónicas volvieron a funcionar, por lo que no tuve que escribir toda la información, simplemente comprimí los archivos de cookies relevantes y los subí a mi repositorio de Yahoo Briefcase.

    —Hemos terminado —le dije.

    —¿Eso es todo? ¿Para eso vinimos?

    —Eso es todo.

    —Paul —dijo—, me gustaría recordarte que gracias a ese viaje hasta aquí no me he dado uno, ni dos, sino tres baños de lodo, y todo mi trasero lo noto como una ampolla gigante que supura, y ahora estamos a punto de regresar por esa misma carretera. Lo que quiero decir es que si no encuentras algo útil, te castigaré severamente.

    —¿Eso es una promesa? —Pregunté burlonamente ansiosamente, y ella esbozó una sonrisa a pesar de sí misma.

    —Estaría feliz de ponerlo por escrito. Ahora vamos a movernos. Hay una cama caliente esperándome en Mataran, y si eres muy bueno te dejaré dormir en la cuneta de afuera.

    Era el Hotel Zihar, el mismo en el que yo me había alojado hacía años. Allí dormimos, y por la mañana fuimos al puerto y alquilamos una lancha rápida que nos llevó de vuelta a Bali. Fue un paseo matutino glorioso. El sol había reemplazado a la tormenta del día anterior, y el mar estaba sorprendentemente en calma, y ​​el aire salado me hacía sentir vivo. Todo me hacía sentir vivo después de los últimos días de bailar con la muerte. Lleno de buenos sentimientos me volví hacia Talena cuando estábamos a mitad de camino y le di un abrazo de oso y la besé en la mejilla. Ella se rió y se alejó... pero no hasta después de unos momentos de devolver el abrazo, me complació notar, y no sin mejillas sonrosadas. No hablamos, pero intercambiamos sonrisas durante el resto del viaje.

    En Denpasar, ambos logramos cambiar nuestros vuelos para ese día, pero yo volaba con Garuda Airlines y ella con Cathay Pacific. Mi vuelo salía primero. Nos dimos un rápido abrazo y nos prometimos que nos encontraríamos la noche siguiente en el Horseshoe, y embarqué en el avión. Si bien Indonesia es un lugar maravilloso, nunca me había sentido tan aliviado de salir de un país.

PARTE 4

California Redux

18. Una carta del hombre

    Mi segundo regreso a casa en el espacio de dos semanas, y este era mucho mejor. Estaba desempleado, pero esto me hacía feliz. Ayudaba que estaba financieramente seguro durante al menos seis meses. Volvía a tener una mujer en mi vida. Está bien, no había pasado nada entre nosotros y, siendo realistas, probablemente no iba a pasar nada, pero la idea de volver a ver pronto a Talena me animaba. Lo más importante es que casi había muerto en este viaje más reciente y cada vista, sonido, olor y experiencia resonaba con una nueva dulzura de "tienes mucha suerte de estar aquí". Quería saltar por Haight Street diciéndoles a todos los que pasaban "¡Tenéis suerte de estar vivos! ¡Todos somos jodidamente afortunados!" Recomiendo encarecidamente la sensación. Aunque no pueda recomendar lo que pasé para sentirla.

    Debería comercializar esto, pensé para mis adentros. Experiencias cercanas a la muerte, preferiblemente en un lugar exótico y a manos de un loco violento, que culminan con el rescate de una hermosa mujer, como cura para la depresión. Formar una compañía que se especialice en armar todo esto, como esa película de Michael Douglas, The Game.

    Físicamente estaba bien. El moretón detrás de mi rodilla donde Morgan me había pateado era de un feo color púrpura pero ya no obstaculizaba mi movilidad. Luchar contra el océano había sido agotador, pero los corredores de maratón lo pasan peor. El Circuito Annapurna me había dejado en la mejor forma de mi vida, y yo me estaba recuperando a toda prisa.

    La única mosca en mi sopa era el recuerdo de lo que había pensado que era mi último momento. Cuando me encogí y lloriqueé como un perro azotado, en lugar de pelear, o al menos resistir con frialdad lo que pensé que sería el golpe final del parang de Morgan, usando mi último aliento para escupirle en la cara. Toda mi vida me había considerado a mí mismo como... bueno, tal vez no un héroe, pero al menos alguien con agallas, con coraje. Había visto mucho del mundo, me había metido en muchas situaciones arriesgadas y, hasta ahora, había sentido que las había manejado con sangre fría. Pero ese momento, cuando por primera vez pensé que no sólo iba a morir, sino que iba a ser asesinado, sacrificado como un animal... Me derrumbé. No había otra manera de decirlo. Me habían puesto a prueba y era un cobarde. En cierto modo era eso lo que me había salvado, y eso era algo; Me había recuperado y escapado, y eso ya era algo; pero aun así, cada vez que pensaba en ese momento, gruñía y me retorcía de vergüenza.

    Afortunadamente era bastante fácil no pensar en ello. O tratarlo como un mal sueño. Mi semana en Indonesia había sido tan repentina, breve e hiperintensa que parecía existir en un nivel completamente diferente al de todos mis otros recuerdos, como si se hubiera separado del resto de mi vida, como si de alguna manera realmente no contara.

***

    De Denpasar a Los Ángeles viajé no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Salí de Denpasar a las 2:30 p. m. y llegué a Los Ángeles a las 12:45 p. m. del mismo día. El milagro de los husos horarios y la Línea Internacional de Cambio de Fecha. Cuando regresé a mi apartamento eran sólo las 3:00 y me sentía agotado. Mi sistema todavía no se había ajustado a la hora de Indonesia cuando me fui, y aquí estaba, estropeándolo de nuevo. Pero tomé una crepe y un espresso doble en Crepes On Cole y subí a mi apartamento surfeando con cafeína.

    Mi deseo reflexivo al entrar fue revisar mi correo electrónico, pero mis empleadores se habían apoderado de mi computadora portátil, así que fui a Cole Valley Copy Shop para usar sus terminales públicas. Muchos correos electrónicos, la mayoría spam. Lo filtré a cinco mensajes que realmente quería leer; una actualización esporádica de FuckedCompany, actualizaciones por correo electrónico de Rick y Michelle, noticias de un contrato de trabajo del único reclutador en el que confiaba, y lo más interesante de todo:

    Fecha: 15/11 14:03 EDT

    De: aturner@interpol.org

    Para: PaulWood@yahoo.com

    Asunto: Expediente abierto

    Sr. Wood:

    Su correo electrónico del 07/11 me fue enviado el 09/11 y lo encontré creíble y merecedor de una mayor investigación. El 11/11, mientras investigaba en nuestra base de información interna, descubrí un archivo de un caso sudafricano recientemente abierto relacionado con el mismo tema. Me he puesto en contacto con Renier de Vries de la policía de Ciudad del Cabo, que está al frente de la investigación, y tengo entendido que indirectamente también provocó la apertura de ese expediente.

    Tenemos la intención de seguir activamente este caso. Estaré en California a partir del 17/11 y me gustaría mucho entrevistarle. Por favor dígame cómo contactarlo y cuándo/dónde sería conveniente para una entrevista.

    Gracias por su tiempo e información.

    Anita Turner

    Agente especial, Oficina Federal de Investigaciones

    Oficial de Enlace de la Interpol

    NOT PGP SIGNED

    Dado que el correo electrónico no cifrado es un medio inseguro, no se puede garantizar la integridad de este mensaje. Nunca envíes por correo electrónico información clasificada o privilegiada.

    —Maldita sea —respiré, releyendo. Parecía que si golpeabas un nido de avispas lo suficientemente fuerte y con la suficiente frecuencia, eventualmente saldrían para ver qué era lo que estabas buscando. Le envié mi número de teléfono y le hice saber que estaba disponible lo antes posible.

    Pensé en investigar esos archivos de cookies, pero estaba cansado y, para ser honesto, no pensé que pudieran contener nada valioso, y sin ingresos no quería pagar ocho dólares la hora para investigar en este centro de copias. En cambio, me fui a casa a dormir.

    Mi exuberancia diurna no contó para nada. Fue una noche larga, llena de pesadillas.

***

    Me desperté en algún momento cerca del amanecer, con visiones de la cámara de tortura de Morgan Jackson bailando en mi cabeza. Me sentía mucho más cansada que cuando me acosté diez horas antes. Todo mi cuerpo estaba cubierto de sudor rancio y tenía dolor de cabeza. Una resaca de jet-lag. Una cosa que no mejoraba con la experiencia.

    Miré por la ventana a un paisaje urbano de San Francisco tan brumoso que podría haber sido parte de un sueño. Consideré prepararme un café, pero decidí que era necesario un tratamiento de choque, así que tomé un trago triple de Glenfiddich. Corrió por mi garganta como lava fundida y, después de luchar con éxito contra una poderosa ola de náuseas, comencé a sentirme mejor casi de inmediato. Matar o curar, ese es mi lema.

    No quería quedarme en casa. Tampoco quería salir. No había mucho abierto a esta hora de todos modos. A pesar de su extraordinaria reputación de Sin City Extraordinary, la ciudad tenía una escasez impactante de establecimientos abiertos las 24 horas. La reputación no era del todo injustificada, probablemente había raves de aguacate S&M alimentadas por drogas mientras me recostaba en mi sofá, pero en cuanto a un desayuno decente a una hora indecente, olvídalo. Había un restaurante en Market y Castro, pero eso estaba a cierta distancia, y no me gustaba la idea de la empinada caminata de regreso a Cole Valley.

    Me hubiera gustado tener una computadora. Nada como una dosis de Internet para hacer desaparecer un par de horas, pero mi maldita compañía se había llevado mi computadora portátil. Al menos me habían tenido la cortesía de despedirme mientras estaban en eso. Me preguntaba cómo estaría Rob McNeil. Debería llamarlo. Aunque esperaba que estuviera tan complacido como yo por el desarrollo.

    Entonces me di cuenta de que tenía una computadora. Un viejo Pentium de 250 MHz con 96 megas de RAM. Caja grande, no una computadora portátil, configuración de torre. Parecía un monstruo que gritaba cuando lo compré hacía tres años y medio, antes de convertirme en un programador tan exitoso que mis empleadores me proporcionaron una computadora portátil nueva dos veces al año. Ahora estaba tan obsoleto que había olvidado que lo tenía. Guardado en el fondo de mi armario.

    Lo desenterré, lo reconstruí en mi escritorio, lo encendí, observé la pantalla de inicio de Windows 95 con algo así como nostalgia cariñosa, me conecté. Hermoso. Ahora todo lo que tenía que hacer era conectarme a la red. Desafortunadamente, me di cuenta de que no podía hacer eso. Hacía mucho tiempo que había sacado de mi vida a la compañía telefónica, como correspondía a un monopolio de dinosaurios del siglo anterior, y ahora sólo tenía un cable módem y un teléfono celular. Desafortunadamente, no tenía los controladores que permitirían que la computadora hablara con el módem. Podría sacar los controladores de Internet... un buen Catch-22. Tal vez debería ir a comprar una computadora de verdad hoy. Pero no, cuando los ingresos son cero, los gastos deben minimizarse.

    Sonó el teléfono. Levanté la vista con verdadera sorpresa. Eran poco más de las siete de la mañana. Nadie llama a nadie a esa hora, ni siquiera los teleoperadores bajarán tanto, todavía no. Lo recogí y dije: —¿Hola? — Pensamientos terribles de Morgan Jackson afuera, de la primera escena de Scream.

    —¿Baltasar Wood? —preguntó una voz femenina.

    —¿Quién quiere saberlo?

    —Soy la agente especial Turner. Soy una agente federal actualmente adscrita a la NCB de Interpol para los Estados Unidos.

    —Oh —Negué con la cabeza para despejarme y me arrepentí de mi primera respuesta. Bien hecho, Paul, actúa de manera sospechosa cuando llame el agente del FBI—. Sí. Recibí su correo.

    —Espero no haberle despertado.

    —No, estaba despierto. ¿Qué hora es... las diez en la costa este?

    —Actualmente estoy ubicada en San Francisco —dijo. Su voz debería haber sido grabada para que las generaciones futuras tuvieran una definición perfecta de sensatez.

    Entonces esos son quienes llaman a las siete de la mañana. Agentes federales. —Ya veo —mentí.

    —Usted dijo que estaría disponible para una entrevista cuando me convenga. ¿Eso incluiría las cero nueve cero cero horas de hoy?

    Parpadeé, mi mente se aturdió brevemente al pensar que estaba hablando con una mujer que en realidad usaba el cero novecientos de una manera no irónica, y luego dije: —Claro.

    —Excelente. Le estaré esperando en una habitación en el Ayuntamiento. Dio un número y agregó—. Probablemente debería llegar temprano. El edificio puede ser difícil de navegar.

    —Veré qué puedo hacer —dije—. La veo allí.

    —Excelente —dijo de nuevo, y colgó.

    Rápidamente me duché, me afeité y me puse mi traje de entrevista de trabajo, y tomé el N-Judah en dirección al centro de la ciudad en el momento justo para ser aplastado por aproximadamente novecientos hombres y mujeres vestidos de manera similar que habían logrado meterse en un tranvía que en papel caben sesenta. Cuando paramos en Civic Center me di cuenta en el último momento que esa era mi parada, ya no iba a mi trabajo en Montgomery. Hice algunos enemigos al salir.

    El Ayuntamiento era un laberinto y se me había olvidado el ovillo. Cuando encontré la habitación eran las nueve y diez y estaba sudando de frustración. Deseé haber obtenido mi carpeta de pruebas de Talena para mostrárselas a esta mujer llamada Turner. También estaba muy nervioso. El contacto con figuras de autoridad de cualquier tipo, las verdaderas figuras de autoridad, no jefes o guías turísticos, sino del tipo que portan armas, siempre me pone nervioso. Incluso cuando soy inocente o incluso, como en este caso, cuando era mi denuncia la que los alertaba.

    Anita Turner no era la nena tipo Scully que yo había estado esperando secretamente en el rincón más juvenil de mi mente. Cuarenta y tantos, en forma pero curtida, con el rostro más arrugado que una bola de periódico. Se sentaba a un lado de un escritorio de metal, de cara a la puerta. Dos sillas plegables estaban frente a ella. Uno de ellos estaba ocupado por Talena. Eso me sorprendió, pero de alegría. Me complació mucho la carpeta de papeles de aspecto familiar que adornaba el escritorio. Había otras dos cosas sobre el escritorio. Una era uno de esos teléfonos con altavoz negro mate que parecen una especie de cruce entre una subespecie marina y el facehugger de Alien. La otra era una costosa grabadora de audio digital.

    —Sr. Wood —dijo la agente Turner—. Mejor tarde que nunca.

    —Lo siento —dije, tomando asiento mientras ella se inclinaba y presionaba GRABAR. Mi nerviosismo se duplicó. No se me había ocurrido que cada tartamudeo iba a quedar registrado para la posteridad.

    —Mi nombre es Anita Turner, agente especial de la Oficina Federal de Investigaciones, actualmente adscrita a la Oficina de Enlace de Interpol —dijo, y nos hizo señas.

    —Talena Radovich —dijo Talena sin dudarlo—. Editora web y reportera itinerante de Lonely Planet Publications.

    —Baltasar Wood —dije. Apenas, pero con éxito, luché contra el impulso de hacer una broma como "inútil trotamundos sin dirección fija", y en su lugar no agregué nada en absoluto.

    —Dentro de un rato iré a una conferencia en Renier de Vries de la Policía de Ciudad del Cabo —dijo la agente Turner—. A quien creo que ya conoce, Srta. Radovich —Talena asintió—. Pero primero sólo quiero establecer los huesos básicos del caso. En primer lugar, antes de comenzar, ¿alguno de ustedes quiere una bebida?

    Negamos con la cabeza, aunque yo prefería pedir una. Ya me había tomado un café gigantesco, pero me gustaba la idea de que la agente especial Anita Turner me preguntara si tomaba leche o azúcar mientras una grabadora lo captaba todo.

    —Excelente. Estaremos encantados de servirles el almuerzo en unas horas.

    Pensé: ¿unas horas? Talena pareció igualmente abatida.

    —Ahora —comenzó la agente especial Turner—, establezcamos el material de trasfondo…

    Y comenzó la inquisición.

    Cuando la inquisición terminó cuatro horas más tarde, me dejó un profundo y nuevo respeto por el FBI. Comprendí por primera vez por qué muchos clasificaban el interrogatorio como una ciencia. Turner me había vaciado sistemáticamente de toda la información que tenía, incluidas muchas que había olvidado. Metódicamente había clasificado todo lo que yo había dicho como hecho corroborado, evidencia de testigos oculares, extrapolación o especulación (o, presumiblemente, mentiras, aunque yo no le había dicho nada de eso, al menos sin saberlo). Tomó nombres y detalles de contacto cuando estuvo disponible de todos los que conocía, aunque fuera remotamente, estaban conectados con el caso, y en todos los lugares en los que me había alojado en Nepal e Indonesia. Se concentró en la más mínima vacilación, el más mínimo indicio de conjetura o suposición, en todo lo que Talena o yo habíamos dicho, y atacó hasta que todo lo que se ocultaba se reveló a su mente reflectora. Incluso Renier de Vries parecía impresionado por teléfono. En su mayor parte, él también acababa de responder las preguntas de la agente especial Turner.

    Cuando todo terminó, nos dio las gracias brevemente y empezó a guardar sus notas y la grabadora en un maletín. Talena y yo nos miramos y dije: —¿Puedes darnos una idea de lo que sucede a continuación?

    Me miró como sorprendida por mi temeridad, pero respondió. —Con el tiempo, si todo sale bien, se les llamará para repetir algo de esto en un tribunal de justicia.

    —Pero… quiero decir, ¿cuáles son las posibilidades de que todo salga bien? ¿Van a salir y arrestar a Morgan Jackson mañana, o Scotland Yard lo va a atrapar cuando regrese a Leeds, o... qué?

    —Francamente, Sr. Wood, soy muy reacia a decirle nada sobre nuestro proceso de investigación, dado su bien documentado historial de salir y casi hacer que lo maten.

    Ella me miró, y tenía una mirada aterradora e intensa, pero creo que yo también tenía una.

    —Paul —dijo Talena, poniendo su mano en mi brazo—, creo que deberíamos irnos.

    Aparté su mano de un encogimiento de hombros y me incliné hacia adelante. —Porque no creo que nadie vaya a arrestarlo en absoluto —dije—. Creo que toda esta información irá a su base de datos, y el Sr. de Vries intentará perseguir al otro asesino, el que mató a los sudafricanos. Pero creo que todos sabemos que no va a llegar a ninguna parte. Y creo que todos sabemos que nadie va a arrestar a Morgan Jackson.

    —Sr. Wood —dijo la agente Turner bruscamente—, su cinismo no le da crédito.

    —¿Así que usted cree que va a ser arrestado?

    —Les garantizo que este caso se llevará a cabo con tanto vigor como cualquier otro caso de Interpol que haya visto.

    Me reí, poniendo tanto desprecio en mi voz como pude, y me recliné en mi silla. —Esa es una respuesta muy reveladora.

    —Mire, Sr. Wood —dijo la agente Turner, y sonaba casi conciliadora—, Quiero enfatizar que ha hecho lo correcto. Ha acudido a las autoridades correspondientes y yo abriré una investigación real sobre este caso. Ya puede retirarse. Morgan Jackson ya no es su problema y debería dejarlo en paz.

    —¿Quiere decir que puede visualizar a Morgan Jackson siendo arrestado?

    —Ciertamente puedo.

    —De acuerdo. Entonces tengo dos preguntas. En esa bonita visión que tiene, ¿quién lo arresta y bajo qué cargos?

    Ella no me respondió, sólo me miró y sacudió un poco la cabeza.

    —Eso es lo que pensé —dije—. Esto no cambia nada. Yo no sé una mierda sobre el derecho internacional, pero sé que básicamente no tiene dientes.

    —Yo sé algo sobre derecho internacional —dijo Talena de repente, y pensé que me iba a contradecir—, y tienes mucha razón. Hay hombres que caminan impunes ahora mismo en los Balcanes que son culpables de genocidio y ordenan violaciones masivas y los peores crímenes imaginables, y Occidente podría conseguir que cien personas testifiquen contra cada uno... y ahí están. Caminando por ahí o, más probablemente, conduciendo por ahí en su jodido y gigantesco Mercedes a prueba de balas entre sus grandes y jodidas mansiones.

    Sentí que ella había pulsado un botón rojo.

    —De acuerdo —dijo la agente Turner con cansancio—. Está bien. Sr. Wood, Srta. Radovich, escucho sus preocupaciones y mentiría si dijera que no compartimos algunas de ellas. No. No vamos a perseguir a Morgan Jackson por los crímenes que ha cometido. Lo que vamos a hacer es vigilarlo muy de cerca. Una cosa acerca de los asesinos en serie es que puedes estar seguro de que volverán a matar. La próxima vez que ataque, particularmente si es en una nación del Primer Mundo, haré todo lo posible para asegurarme de que alguien lo esté esperando.

    Talena y yo gritamos al mismo tiempo:

    —¡La próxima vez! —Ella.

    —¡Nación del Primer Mundo! —Yo.

    Nos detuvimos cuando escuchamos que nos estábamos interrumpiendo y nos hicimos señas para que siguiéramos adelante. Al final convencí a Talena para que comenzara.

    —¿Está diciendo que se van a sentar a esperar que lo atrapen la próxima vez? ¿Ese es su jodido gran plan? ¿Le hemos dicho que hay un loco vagando por el mundo matando gente al azar y lo único que puede decir es esperar hasta que tengamos suerte? —exigió.

    —Srta. Radovich, por favor, sea realista —dijo la agente Turner a la defensiva.

    interrumpí. —¿No lo entiende? ¡Él no va a matar a nadie en una nación del Primer Mundo! ¡No lo va a hacer porque es demasiado jodidamente inteligente! ¡Puede matar a todas las víctimas que le gustan cuando viaja, de cualquier forma, tamaño, color o credo que le apetezca! ¡Hay un puto bufé ahí fuera! ¡Si espera a que vaya tras alguien en Nueva York o Londres, puede esperar toda la vida!

    —¡Está bien! —espetó la agente Turner—. ¡Está bien! ¡Cerrad la puta boca!

    Nos callamos la puta boca. Fue como oír maldecir a una monja.

    —Está bien —dijo ella. Miró la grabadora y el teléfono, presumiblemente para asegurarse de que estaban apagados—. Sí. La verdad es que ha burlado al mundo. La verdad es que, a menos que la cague en un lugar de asesinato, no hay una mierda, lo único que podemos hacer es arrestarlo. Lo que podríamos hacer es tratar de realizar un seguimiento de su movimiento entre fronteras e informar a las autoridades pertinentes en sus destinos.

    —Ahora está hablando con sentido —le dije—. ¿Por qué no lo dijo? Eso sería una buena justicia fronteriza. Si va a Kenia, dígale a los Chicos de Moi que podría causar un gran problema y que nadie armaría un gran escándalo si sus restos aparecieran sellados en un barril de aceite de cuarenta galones, y ellos se encargarán del resto por nosotros. .

    —Podríamos hacer eso, pero no lo haremos —dijo la agente Turner.

    —¿Qué? ¿Por qué? —preguntó Talena.

    —Porque estamos hablando de la Interpol, no de algún tipo de sheriff del salvaje oeste —dijo mordazmente—. Nosotros no actuamos así. No tenemos esa autoridad, a menos que uno de nuestros estados miembros tenga evidencia prima facie para arrestar al sospechoso por un cargo, e incluso entonces sólo bajo ciertas condiciones estrictamente restringidas que lo hacen básicamente inútil en este caso, aunque tuviéramos pruebas, que no tenemos. Tenéis razón, él no va a ser arrestado. No con lo que tenemos. No tenemos pruebas reales.

    —¿Qué quiere, una confesión firmada? —preguntó Talena—. Y si tuviéramos una, ¿supondría alguna verdadera diferencia?

    —¿Honestamente? —preguntó ella.

    —Honestamente.

    —Probablemente no —dijo ella. Nos mostró un derrotado encogimiento de hombros—. Pero nunca se sabe. Todavía podríamos tener suerte.

19. Monstruos de las cookies

    Después fuimos a tomar un café, Talena y yo, a un pequeño café de Market Street.

    —¿No deberías estar en el trabajo? —le pregunte a ella.

    —Vuelvo mañana.

    —Mmm.

    Bebimos café el uno al otro.

    —Te ves bien con un traje —dijo.

    —Disfrútalo mientras dure —le dije—. Uso corbatas para entrevistas, bodas y funerales. Y comparecencias y declaraciones ante el tribunal, como hoy. Eso es todo.

    —Hombres —dijo ella—. Les haces un cumplido y te dicen que lo odian.

    —No hay mucho que justifique la existencia de todo mi género, ¿verdad? —bromeé.

    —No me hagas empezar —dijo—. Especialmente, no me hagas empezar con idiotas obstinados que se ponen en peligro sin una buena razón.

    —¿Ninguna buena razón? Lo encontré, ¿no?

    —Sí, lo encontraste —Ella suspiró—. Y fuiste muy valiente e ingenioso. Lástima que seas tan estúpido, serías casi admirable. Pero honestamente, ¿de qué sirve el nombre? Ya oíste a la dama. Aunque te hubiera dado una confesión firmada, probablemente no cambiaría nada. Ese tipo seguirá haciendo lo que hace hasta que la cague o se meta con alguien de una talla demasiado grande.

    —Tal vez —dije.

    —Lo que no entiendo es por qué. Quiero decir, tengo un título en psicología, se supone que debo entender por qué la gente hace las cosas que hace, pero no este tipo. La mayoría de los asesinos en serie occidentales están totalmente jodidos, especialmente sexualmente, con la peor infancia imaginable, y realmente están sublimando sus impulsos sexuales en el asesinato, pero por lo que dices, Morgan Jackson no lo estaba... ¿qué te hace tanta gracia?

    —Nada —dije apresuradamente. Pensé para mis adentros: bueno, por fin está hablando de impulsos sexuales, Paul, eso es un gran comienzo—. No, él no era así. Parece bastante estable. En realidad, parece más estable que cualquier otra persona que conozco. Es sólo que es un sociópata total. Todo es sólo un juego para él. En el camión lo llamábamos el Gran Cazador Blanco.

    —El mundo está lleno de sociópatas —dijo Talena—. La mitad de los hombres de negocios realmente exitosos que conocerás son casos de libros de texto. La mayoría de ellos no van por ahí matando gente.

    —Tal vez porque no se dan cuenta de lo fácil que es —dije.

    —Sí. Eso es lo que da miedo. Ves lo que hace y te preguntas por qué no hay cientos de personas haciéndolo. Lo harían, ya sabes. En Occidente, la gente piensa que cualquiera que ande por ahí matando gente por diversión, tiene que estar enfermo, trastornado, con problemas de química cerebral. Es bueno que puedan pensar eso. Pero no es verdad. Ocurría todo el tiempo en Bosnia. Gente normal, clase media, casas estables, buenos trabajos, convertidos en monstruos. A veces durante la noche. Uno de ellos era alguien que conocía. No cerca, pero aún así. Siempre decía que era por su gente, por su país, pero en realidad, creo que era como Morgan. Sólo porque pudo. Sólo para demostrar que tenía el poder. Y no es sólo Bosnia. Tú lo sabes. Ruanda. Camboya. Lo mismo.

    —¿Eh? —dije.

    Nos miramos.

    —Eso también es horrible —dije—, pero no creo que sea realmente el rollo de Morgan, no exactamente. No lo sé, sólo estoy suponiendo, pero creo que lo conocía bastante bien. No creo que todo se trate de poder para él. Es la emoción de la caza. El asesinato como una especie de deporte extremo. Supongo que es una locura, pero también lo es el salto BASE, ¿sabes?

    —No es tan diferente —dijo—. Diferente excusa para lo mismo… —Se le ocurrió una idea y me miró, alerta—. ¿Qué quisiste decir con "tal vez"?

    —¿Eh? —Dije, evitando su repentina mirada azul helada.

    —Cuando dije que iba a hacer lo que hace hasta que la cague, no dijiste "sí", dijiste "tal vez". ¿Por qué es eso?

    Me encogí de hombros.

    —Paul. No te me calles ahora.

    —No lo sé —mentí—, lo dije sin más.

    —Oh, no —Golpeó su café con tanta fuerza que, aunque estaba medio vacío, parte se le cayó de la mano. Debía haberse quemado, pero ella no reaccionó—. Oh, idiota gilipollas total. No me digas que todavía tienes algún tipo de plan. No me digas que todavía no vas a dejar en paz a ese jodido.

    —No tengo ningún tipo de plan concreto —dije—, pero si se presenta la oportunidad, haré algo con Morgan Jackson.

    —¿Cómo qué? ¿Convertirte en la víctima número tres? Seguro que eso le dará una buena lección. Estabas a cinco segundos de distancia hace sólo un par de días, en caso de que ya lo hayas olvidado. ¿Tienes algún tipo de maldito deseo de muerte?

    —Relájate —le dije—. Esto es un asunto discutible. Dije si se presenta la oportunidad. No parece probable que suceda pronto —Yo estaba prevaricando un poco, pero no quería provocarla más.

    —Ya veo —dijo ella.

    Claramente se dio cuenta de que no le estaba diciendo toda la verdad. Volvimos a tomar café el uno al otro. Esta vez el aire era hostil.

    —Bueno —dijo ella, poniéndose de pie—. Me voy a casa. Llámame si alguna vez te hacen esa lobotomía que tanto necesitas.

***

    Me fui a casa también, después de un período de patearme e imaginar las innumerables formas diferentes en que podría haber manejado mejor esa conversación. Decidí matar el tiempo conectando mi vieja computadora. Fui al centro de copias, compré algunos disquetes, descargué los controladores del cable módem en ellos, llegué a casa, instalé los controladores, jugué con la configuración hasta que finalmente comenzó a funcionar. Estaba de vuelta en la Red. Esta computadora era un poco lenta, pero no muy mala. Consideré reemplazar Windows 95 con Linux pero decidí retrasarlo un poco.

    Primero volví al Thorn Tree. Había, como casi esperaba, un último mensaje añadido a la conversación que yo había iniciado.

    BC088269 17/11 04:07

    Considera ésta tu última advertencia final.

    Larga vida y prosperidad, Paul. Y no vuelvas a joderme nunca más.

    —Que te jodan —murmuré por lo bajo. Algo fácil de decir desde la seguridad de mi apartamento de Cole Valley.

    Fui a mi cuenta de Yahoo Briefcase y descargué los archivos zip con las cookies de esa máquina en Tetebatu. Examiné la lista de archivos:

    aol.com

    canoe.ca

    excite.com

    footballunlimited.co.uk

    hotmail.com

    lonelyplanet.com

    lycos.com

    microsoft.com

    msn.com

    netscape.com

    nytimes.com

    rocketmail.com

    roughguides.com

    times.co.uk

    yahoo.com

    216.168.224.70

    Los nombres de los archivos indicaban el sitio al que se refería la cookie. La mayoría de los sitios eran bastante conocidos y más o menos lo que esperarías en una máquina para mochileros. Pero ese último, 216.168.224.70, era un número de IP en lugar de un nombre de DNS. Eso era inusual. Examiné la cookie:

    server=Microsoft Active Server Pages Version 3.0

    session=HX8338947MUT7G-KXFWJ38

    Nada útil allí. Los sitios que se ejecutan en Microsoft ASP se configuran automáticamente para dejar cookies para que puedan rastrear el acceso de los usuarios durante un período de tiempo. No me decía nada sobre lo que había en ese sitio. Pero eso era bastante fácil de averiguar. Escribí http://216.168.224.70/ en la ventana de dirección de mi navegador.

    Apareció una ventana emergente que me pedía mi nombre de usuario y contraseña. El contenido del navegador no cambió. Sin página de bienvenida, sin nada. Fuera lo que fuera este sitio, su propietario no quería que nadie mirara nada a menos que tuviera un nombre y una contraseña. Bastante inusual en un medio donde las páginas vistas eran la medida del éxito. Bastante inusual para un sitio de vanidad también. Un punto y aparte bastante inusual.

    Intenté un whois:

    whois: 216.168.224.70

    Contacto Administrativo, Contacto Técnico, Contacto de Zona:

    Merkin Muffley

    P.O. Box 19146

    Islas Caimán

    mm9139@hotmail.com

    Bueno, eso me daba un nombre de contacto, pero... ¿Merkin Muffley? No lo creo. Ese era el nombre del presidente del Dr. Strangelove. Alguien había hecho una broma en CaymanDomain y Network Solutions.

    Entonces, lo que teníamos aquí era un sitio con un nivel de seguridad moderadamente paranoico registrado con un nombre falso y presumiblemente alojado en las Islas Caimán. Podría haber sido un montón de cosas. Un banco extraterritorial, por ejemplo, o una de esas ofertas para comprar un segundo pasaporte que se ven en las últimas páginas de The Economist, o algún tipo de conexión con blanqueadores de dinero o traficantes de drogas o Dios sabía qué tipo de actividad ilícita.

    Pero probablemente no. En primer lugar porque era poco probable que alguien se hubiera conectado a uno de esos desde una choza en Tetebatu. Pero en segundo lugar porque realmente no era tan seguro. Esa ventana emergente de inicio de sesión no estaba encriptada; cualquier persona con un rastreador de paquetes en la red podría leer lo que el usuario escribía. Cualquier persona con recursos serios habría hecho un trabajo mucho mejor. Parecía más un sitio creado por un aficionado que quería hacerlo lo más seguro posible sin comprender realmente la miríada de problemas de seguridad.

    Todavía iba a ser problemático. Yo no era realmente un pirata informático. Probablemente tenía bastante nivel de programador como para convertirme en uno en el espacio de unos pocos días, podía salir y obtener algún software de Cult of the Dead Cow o scripts de piratas informáticos, pero siendo realistas, no era mi fuerte, y la piratería tampoco es tan fácil como la hacen parecer en los periódicos y en las películas.

    Por diversión, escribí "eltoro" en los campos de inicio de sesión y contraseña e hice clic en Aceptar. —Inicio de sesión no válido —dijo la computadora. Así que probé "tauro" en lugar de "eltoro"... pensando en esa conversación de Usenet de hacía cinco años que había desenterrado.

    Y el navegador se llenó de datos. No muchos datos. El arreglo más simple imaginable, texto negro sobre un fondo blanco. Sólo había trece palabras, pero fueron suficientes para acelerar mi corazón.

    El Toro

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    Tablón de Anuncios

    Tabla de Clasificación

    Registro Actual

    FAQ

    Registro

    Archivos

    Siendo un webero desde hacía mucho tiempo, fui directamente a las FAQ.

    Preguntas Frecuentes

    ¿Qué es El Toro?

    El Toro es una porra de muertes en línea con dos cualidades únicas. En otras porras de muertos en línea, los jugadores adivinan quién morirá y reciben puntos por acertar. Como jugador de El Toro eliges quién muere y te otorgan puntos tanto por cantidad como por calidad.

    ¿Qué quieres decir con que yo elijo quién muere?

    Me refiero a que cometes un asesinato. Si de alguna manera has encontrado este sitio y no estás de acuerdo con eso, no te preocupes. La participación es opcional a partir de este escrito.

    No me importa matar gente. ¿Cómo consigo puntos?

    En primer lugar, tienes que registrarte.

    ¿Cómo me registro?

    Simplemente ve a la página de registro de aquí e ingresa una contraseña. Se te dará un nombre de usuario (de la forma NúmeroUno, NúmeroDos, etc. para fines de anonimato y seguridad). Se desaconseja encarecidamente a los usuarios tener varios nombres de usuario.

    ¿Qué sucede después de registrarme?

    Luego sales y matas a alguien, y publicas pruebas en el sitio. Luego sigues haciéndolo.

    ¿Qué tipo de pruebas?

    Las fotografías son un comienzo, pero no son suficientes ya que son demasiado fáciles de falsificar. Los videos son mejores, especialmente si también tienen pistas de audio. Los punteros a pruebas corroborativas, como artículos de noticias, a menudo son mejor opción si están disponibles. Y cada víctima debe tener la marca de El Toro.

    ¿Cuál es la marca de El Toro?

    Dos navajas suizas rojas a juego clavadas en las cuencas de los ojos de la víctima.

    ¿No es una marca bastante extraña?

    Sí. Precisamente.

    ¿Hay alguna regla sobre a quién mato?

    No tenemos ninguna regla. Sin embargo, tenemos algunas recomendaciones muy fuertes, tales como:

    — sólo realiza asesinatos donde estés fuera de la jurisdicción de fuerzas policiales competentes, por ejemplo, países del Tercer Mundo.

    — no mates a nadie que conozcas socialmente

    — no mates a nadie si la situación es cualquier cosa menos perfecta

    — nunca te hagas el fino.

    — después de hacerlo, sal del país

    En general, recomendamos que los nuevos usuarios examinen el registro detenidamente para hacerse una idea de las técnicas que se han utilizado con éxito.

    ¿No es peligroso publicar pruebas de mis muertes en un sitio web?

    Puedes apostar el culo a que sí. Nunca accedas a este sitio, excepto desde algún lugar público, como un cibercafé, y cuando hayas terminado, borra todos los rastros de tu acceso eliminando el historial del navegador y los archivos temporales de Internet (haz clic aquí para obtener más detalles).

    ¿Cómo consigo puntos?

    Hay dos tipos de puntos: sustancia y estilo.

    ¿Cómo consigo puntos de sustancia?

    Después de agregar una entrada (a través de la página Agregar entrada aquí), cada usuario calificado puede otorgarte 5 puntos de sustancia si la prueba que publicaste los convence de que realmente realizaste una muerte.

    ¿Cómo consigo puntos de estilo?

    Cada usuario calificado también puede otorgarte de 1 a 5 puntos de estilo y también puede comentar sobre tu muerte.

    ¿Qué es un usuario calificado?

    Te conviertes en usuario calificado la primera vez que, al menos la mitad de los usuarios calificados existentes, otorgan puntos de sustancia a una de sus entradas de muerte. Sólo puedes otorgar puntos a las muertes que ocurran después de que alcances el estado de usuario calificado.

    ¿No significa eso que a medida que aumenta la cantidad de usuarios, también aumenta la cantidad de puntos potenciales que puede obtener por muerte?

    Sí. Esto es deliberado y garantiza que la tabla de clasificación no esté necesariamente monopolizada por los usuarios que han estado aquí durante más tiempo.

    ¿Por qué se otorgan los puntos de estilo?

    Es difícil de decir, y nos gusta que nos sorprendan, pero en general se considera que las muertes son elegantes y consisten en:

    — un objetivo de alto perfil (por ejemplo, un compañero de viaje en lugar de un lugareño)

    — múltiples víctimas simultáneas

    — cobertura mediática posterior

    — una ubicación difícil (p. ej., un albergue lleno de gente)

    — estética agradable

    ¿No le preocupa que las autoridades descubran este sitio web?

    No mucho.

    En primer lugar, toda la información de este sitio no se puede rastrear hasta sus colaboradores. El sitio en sí está registrado con un nombre falso y es administrado de forma anónima por NúmeroUno, a miles de kilómetros de distancia de la computadora real que lo aloja. Todos los que usan el sitio son anónimos. Por lo tanto, su descubrimiento sería una leve molestia, para nada un desastre.

    En segundo lugar, no creemos que nadie se vaya a enterar. Ningún motor de búsqueda tiene la dirección de El Toro. Nadie sabe buscarlo. Casi no existimos. La única forma de que nos descubran es si el intento de reclutar nuevos jugadores sale mal (así que ten mucho cuidado con eso y sólo usa la técnica de reclutamiento adecuada), o si uno de vosotros se lo cuenta al resto del mundo. Pero creemos que eso es dudoso. Después de todo, considerando nuestra razón de ser, ¿quién quiere tenernos de malas...?

    Pero si alguna vez se descubre nuestra ubicación, moveremos el sitio a una de nuestras ubicaciones alternativas.

    ¿Cuál es la ubicación principal de reserva?

    Lo sentimos: sólo jugadores calificados.

    ¿Cuál es la técnica de reclutamiento adecuada para los nuevos jugadores?

    Lo sentimos: sólo jugadores calificados.

    Me incliné hacia atrás de mi computadora y la miré como si viera extraterrestres criándose en las entrañas de la misma. Lo cual, en cierto sentido, las veía.

    —Hostia —dije, y luego, más elocuentemente—. Hostia puta.

20. Bullsite

    Guardé las preguntas frecuentes en mi disco y miré a continuación el Registro Actual.

    Entrada #: 57

    Puntos hasta la fecha: 21

    Introducido por: NúmeroTres

    Fecha de entrada: 13 de noviembre de 2000

    Fecha de muerte: 9 de noviembre de 2000

    Lugar de muerte: Río de Janeiro, Brasil

    Especificaciones de las víctimas: 2 niños de la calle en favelas brasileñas

    Descripción de la muerte: Estrangulaciones en un callejón.

    Archivos multimedia y URL:

    Fotografías aquí, aquí y aquí.

    Copia del informe policial de People For Children aquí.

    Puntuaciones:

    NúmeroUno

    5 sustancia, 2 estilo—. Múltiple, pero por lo demás, anodino.

    NúmeroDos

    5 sustancia, 3 estilo. Ningún comentario.

    NúmeroCuatro

    5 sustancia, 1 estilo—. No está a la altura de los altos estándares de NúmeroTres.

    NúmeroCinco

    Sin puntuación aún.

    Entrada #: 56

    Puntos otorgados: 27

    Introducido por: NúmeroCuatro

    Fecha de entrada: 5 de noviembre de 2000

    Fecha de muerte: 18 de octubre de 2000

    Lugar de muerte: Gunsang, Nepal

    Especificaciones de la víctima: Stanley Goebel, mochilero canadiense

    Descripción de la muerte: Emboscada en una aldea abandonada cerca de la ruta de senderismo.

    Archivos multimedia y URL:

    Imágenes disponibles aquí y aquí.

    La policía nepalí lo calificó de suicidio (!), pero la muerte fue corroborada en el Thorn Tree de Lonely Planet aquí por sus descubridores.

    Puntuaciones y Comentarios:

    NúmeroUno

    5 sustancia, 4 estilo—. Prolijamente hecho. Estéticamente agradable.

    NúmeroDos

    5 sustancia, 4 estilo—. Muy afortunado de que obtuvieras esa corroboración.

    NúmeroTres

    5 sustancia, 4 estilo—. He estado en el Circuito, tengo una idea de lo difícil que habría sido encontrar el momento adecuado. Buen trabajo.

    NúmeroCinco

    Sin puntuación aún.

    Entrada #: 55

    Puntos otorgados: 18

    Introducido por: NúmeroCinco

    Fecha de entrada: 21 de septiembre de 2000

    Fecha de muerte: 19 de septiembre de 2000

    Lugar de muerte: Bangkok, Tailandia

    Especificaciones de la víctima: prostituta tailandesa, nombre desconocido

    Descripción de la muerte: Víctima atraída a la habitación del hotel para una cita, estrangulada.

    Archivos multimedia y URL:

    El video digital con audio se encuentra aquí.

    Corroboración de la columna “Nite Owl” del Bangkok Post aquí.

    Puntuaciones:

    NúmeroUno

    5 sustancia, 1 estilo—. Las prostitutas tailandesas son extremadamente banales.

    NúmeroDos

    5 sustancia, 1 estilo—. Aburrido y, francamente, encuentro repugnante el aspecto sexual.

    NúmeroTres

    0 sustancia, 0 estilo—. No me convence. El video está borroso, el audio podría ser falso y muchas prostitutas de Bangkok aparecen muertas.

    NúmeroCuatro

    5 sustancia, 1 estilo—. Real, pero eso es lo único bueno que se puede decir al respecto.

    Entrada #: 54

    Puntos otorgados: 35

    Introducido por: NúmeroUno

    Fecha de entrada: 9 de agosto de 2000

    Fecha de muerte: 30 de julio de 2000

    Lugar de muerte: Luxor, Egipto.

    Especificaciones de la víctima: Eric y Lucy Hauptmann, turistas estadounidenses de mediana edad.

    Descripción de la muerte: Emboscada de disparos durante un safari en camello en el desierto.

    Archivos multimedia y URL:

    Fotografías y audio aquí, aquí y aquí.

    Artículo extenso en The Times de Londres que sugiere que el ataque es el de una facción terrorista aquí.

    Otros artículos relacionados aquí, aquí, aquí y aquí.

    Puntuaciones:

    NúmeroDos

    5 sustancia, 5 estilo—. Otra vez el estándar que nos esforzamos por cumplir.

    NúmeroTres

    5 sustancia, 4 estilo—. Muy impresionante.

    NúmeroCuatro

    5 sustancia, 5 estilo—. Bien valió la pena la espera.

    NúmeroCinco

    5 sustancia, 3 estilo—. Bastante bien.

    Entrada #: 53

    Puntos otorgados: 32

    Introducido por: NúmeroTres

    Fecha de entrada: 14 de abril de 2000

    Fecha de muerte: 11 de abril de 2000

    Lugar de muerte: Selva, Surinam

    Especificaciones de la víctima: Thomas Harrison, mochilero británico

    Descripción de la muerte: Múltiples puñaladas. Emboscada nocturna.

    Archivos multimedia y URL:

    Vídeo digital con audio aquí.

    Corroboración del periódico Guardian de Londres aquí.

    Puntuaciones:

    NúmeroUno

    5 sustancia, 3 estilo—. Prolijamente hecho, un objetivo digno.

    NúmeroDos

    5 sustancia, 3 estilo. Ningún comentario.

    NúmeroCuatro

    5 sustancia, 4 estilo—. A menudo, paradójicamente, las muertes son más difíciles por la noche.

    NúmeroCinco

    5 sustancia, 2 estilo—. Está bien. No es muy memorable.

    Ver archivo de entradas anteriores

    —Oh, joder —dije en voz alta, cuando terminé. Me sentía enfermo.

    No quería leer más, pero tenía que ver una cosa más. Guardé el archivo de registro actual y fui a los archivos. Cincuenta y dos entradas más, que se remontaban a mayo de 1996, cuando NúmeroUno lo inició todo. NúmeroDos se había unido en julio de 1996. NúmeroTres había aparecido en 1998: era El Toro de Sudáfrica. NúmeroCinco era un recluta reciente, menos de un año en El Toro.

    Y NúmeroCuatro, Morgan Jackson, había comenzado su carrera con esto:

    Entrada #: 28

    Puntos otorgados: 27

    Introducido por: NúmeroCuatro

    Fecha de entrada: 9 de julio de 1998

    Fecha de muerte: 15 de junio de 1998

    Lugar de muerte: Limbe, Camerún

    Especificaciones de la víctima: Laura Mason, viajera británica

    Descripción de la muerte: emboscada en la playa por la noche, eviscerada.

    Archivos multimedia y URL:

    Fotografías aquí y aquí.

    Corroboración de varios periódicos británicos aquí, aquí y aquí.

    Puntuaciones:

    NúmeroUno

    5 sustancia, 4 estilo—. Bien hecho. Bienvenido. Un debut impresionante.

    NúmeroDos

    5 sustancia, 4 estilo—. ¿África central? Tienes más agallas que yo. (Lo siento).

    NúmeroTres

    5 sustancia, 4 estilo—. Bienvenue. Te deseo una carrera próspera.

    No quería mirar las fotografías, pero lo hice. Laura en la playa. Yo la había visto allí, pero era mucho más horrible ver la foto ahora que descubrirla entonces. Mis manos temblaban tanto que no podía cerrar la ventana y tuve que apuñalar el botón de APAGADO de la computadora. Estaba haciendo gruñidos con cada respiración. Sentí como si alguien me hubiera dado una patada fuerte en el estómago.

    El Toro era un jodido juego. Y Morgan era sólo uno de cinco.

21. Príncipes Demonio

    No sabía qué hacer. Quería llamar a Talena y hablar con ella. Al mismo tiempo no quería hablar con nadie, no quería tener contacto nunca más con ese repugnante animal llamado homo sapiens. Múdate al Tíbet y encuentra una cueva en el Himalaya y quédate allí para siempre. Eso era lo que realmente quería.

    Salí a buscar un muy tardío desayuno. Llegué a Pork Store media hora antes de que cerrara. El mejor desayuno de la ciudad, pero ese día bien podría haber sido de cartón. Debo haber lucido como el infierno, y estaba murmurando para mí mismo, y la camarera me dio un gran rodeo y se apresuró a darme la cuenta. Mis pintas debían de ser bastante raras e inquietantes incluso para Upper Haight, que ya es decir.

    La comida me ayudó a recuperarme. Regresé a mi departamento, encendí la computadora y volví a El Toro. Obligándome a ser analítico, investigativo, para guardar cada partícula de datos que pudiera encontrar en el sitio y luego buscarlo para encontrar todo lo que pudiera.

    El tablero de anuncios sólo estaba disponible para usuarios calificados. No intenté registrarme o agregar una entrada. Eso me dejaba sólo con las preguntas frecuentes y los registros. Leí cada entrada, comenzando en orden cronológico, tomando notas en un archivo de Bloc de notas a medida que avanzaba.

    NúmeroUno era responsable de 13 entradas. NúmeroDos era responsable de 21, pero no había hecho ninguna entrada en los últimos seis meses. NúmeroTres había hecho 10. NúmeroCuatro, Morgan, era responsable de siete. NúmeroCinco tenía seis entradas, todas prostitutas tailandesas.

    El número total de muertes reportadas era de 57, aunque varias entradas, particularmente de NúmeroDos, se consideraban cuestionables y obtenían pocos o ningún punto de sustancia. Cincuenta y siete asesinatos. Estos cinco locos habían matado a cincuenta y siete personas en los últimos cinco años, y parecía que yo era la primera persona en descubrirlos.

    Habían comenzado matando a los lugareños. Durante los primeros años fueron a países del Tercer Mundo y asesinaron a pobres nativos indefensos y asolados por la pobreza. La mayoría de las víctimas seguían siendo locales, pero en los últimos años habían pasado a matar viajeros a lo grande. En parte por puntos de estilo y en parte porque eran más fáciles de corroborar. NúmeroDos, en particular, lamentaba lo difícil que era lograr que los medios externos verificaran que habías asesinado a un niño de la calle en Calcuta. Pero los viajeros seguían siendo una minoría, apenas dieciocho de las 57 víctimas eran ciudadanos de países del Primer Mundo.

    Traté de extrapolar personalidades de los comentarios. NúmeroUno, presumiblemente el Toro original, ese "Tauro" de Usenet, era condescendiente, lleno de sí mismo y usaba palabras floridas. NúmeroTres era muy parecido. NúmeroDos no hacía comentarios con mucha frecuencia y, cuando lo hacía, usaba jerga. NúmeroCuatro, Morgan, se limitaba a comentar la dificultad de cada entrada. NúmeroCinco parecía ser el rarito, un sádico sexual sin el dominio del idioma que tenían los demás, que a menudo parecía un poco a la defensiva y no se llevaba bien con los demás. Tuve la sensación de que se arrepentían de haberlo reclutado.

    Los detalles de la técnica de reclutamiento apropiada se restringían sólo a usuarios calificados. Me preguntaba cómo funcionaba. ¿Alguno de estos cinco se había visto alguna vez cara a cara? Lo dudaba Al menos no hasta que tuvieran mucha confianza unos con otros. Demasiado peligroso. Entonces, ¿cuál era esta técnica? ¿Cómo aceptabas con seguridad a un nuevo miembro a El Toro?

    Supuse que funcionaba del mismo modo que funcionaban las redes de pornografía infantil en línea. Igual de repulsivas que El toro, pero mucho más común si los periódicos servían de guía. Su mercado objetivo está formado por personas que buscan en los rincones más profundos, oscuros, repulsivos y perturbadores de la red, los sitios de pornografía hardcore más repugnantes, las fantasías de violación más indescriptibles de Usenet, el enfermizo inframundo de las falsas películas snuff y la ficción de tortura elaboradamente documentada. Buscaban usuarios que contribuían; de forma anónima, por supuesto; a estos sitios. Supuse que querían personas que parecieran jodidas, homicidamente hablando, pero de una manera fría y controlada, aunque parecía que habían juzgado mal al menos a NúmeroCinco. Luego hablaban con ellos en una línea de chat anónima de IRC o en una conexión de mensajería instantánea segura, hablaban con ellos regularmente hasta que conocían y entendían al recluta potencial, y si pasaban la prueba, entonces hacían la pregunta: invitado a recluta a unirse El Toro.

    Ese fragmento de IRC que desenterré, debía de haber sido una de esas sesiones de reclutamiento, debía de haber alguien más en línea con quien NúmeroDos y NúmeroTres estaban hablando. Tal vez era Morgan Jackson.

    Volví al sitio y lo miré más detenidamente, haciendo un análisis técnico. Era un sitio impulsado por Microsoft FrontPage/ASP; los nombres de archivo .asp y la fuente HTML de las páginas lo confirmaban. Los archivos multimedia se almacenaban en el sitio, pero los enlaces a los datos corroborantes eran direcciones URL del periódico u otros sitios en cuestión.

    Era el trabajo de un desarrollador que sabía mucho menos de lo que él pensaba. Un programador ASP semicompetente que creía entender cómo funcionaba la Web y tenía garantizada la seguridad y el anonimato en su sitio. Muy mal. En primer lugar, se había olvidado de advertir a sus usuarios que borraran los archivos de cookies en las máquinas cliente. En segundo lugar, estaba utilizando un inicio de sesión sin cifrar. En tercer lugar, tenían esa simple combinación de nombre de usuario/contraseña "tauro" para los invitados, donde deberían tener una combinación ininteligible de números y letras mayúsculas y minúsculas.

    En cuarto lugar, y potencialmente más peligrosos para ellos, estaban los enlaces a datos corroborantes. Cada vez que haces clic en un enlace en la Web, el sitio al que accedes puede registrar no sólo el número de IP de tu máquina, también conocida como la dirección del cliente, sino también el número de IP del sitio en cuyo enlace hiciste clic, también conocido como la dirección de referencia. Lo que significaba que había registros web con entradas que tenían el número de IP de El Toro como dirección de referencia, una entrada por cada vez que un usuario de El Toro había hecho clic en ese enlace, y cada una de esas entradas también contenía la dirección del cliente, el número de IP de la máquina utilizada por el usuario de El Toro en ese momento.

    De hecho, uno de esos registros web era el Thorn Tree de Lonely Planet. Mi propio relato de la muerte de Stanley Goebel se había utilizado como evidencia corroborante para que Morgan pudiera obtener sus preciados puntos para la Porra de Muerte. Yo no recordaba si Lonely Planet registraba la dirección de referencia o no. Si lo hacían, podía buscarlas y descubrir qué computadoras usaban los otros usuarios de El Toro para leer esa evidencia corroborante.

    Pero la regla de que sólo se debe acceder a El Toro desde una terminal pública era sólida y aliviaba mucho su riesgo, si la habían seguido, las reglas están para romperse. Morgan había roto una de las reglas de El Toro, se las había dado de fino, había tenido una conversación conmigo en el Thorn Tree. Y había comenzado su carrera destrozando otra regla, matar a alguien a quien conocía socialmente. Yo me preguntaba cómo podía haber odiado tanto a Laura. Me preguntaba cómo alguien podría haber odiado a Laura.

    Mientras me desconectaba, se me ocurrió que acababa de dejar mis huellas en El Toro. Como decía Heisenberg, el observador afecta lo observado. No había pasado por Anonymizer o SafeWeb o Zero-Knowledge; así que había dejado mi propio número de IP en los registros web de El Toro. Y los módems de cable tienen números de IP fijos. Era posible (difícil, improbable, pero posible) determinar mi nombre y dirección una vez que me dieran ese número de IP. Podría haber abierto un camino para que El Toro llegara hasta mí.

    Por un momento sentí miedo. Entonces me di cuenta de que Morgan ya sabía mi dirección. El año pasado, cuando me mudé, envié un correo electrónico masivo a todos mis amigos, parientes y compañeros de camión de África. Si quería venir a buscarme, sabía dónde yo vivía. Pero no pensé que iba a hacerlo. Pensé que él estaba seguro de que yo era inofensivo.

    Tenía la intención de demostrarle que estaba completamente equivocado.

    Salí a pasear porque el apartamento me parecía claustrofóbico nuevamente. Tal vez no debería renovar el contrato de arrendamiento después de todo. Estaba empezando a asociarlo con descubrimientos horribles. Anduve todo el camino por Haight Street hasta Market y luego di media vuelta y volví andando de nuevo, masticando los hechos que había descubierto, tratando de ablandarlos en una masa digerible.

    Entonces llamé a Talena.

    —¿Hola? —respondió ella.

    —Hola. Soy Paul.

    —Oh. Ey —esperó expectante. Creo que pensó que había llamado para disculparme.

    —Escucha, hay algo que deberías ver.

    —¿El qué?

    —¿Tienes dos líneas telefónicas?

    —¿Qué? No.

    —Bueno. Voy a darte un número de IP, un nombre de usuario y una contraseña, y debes ir allí y leer lo que encuentres.

    —Paul —dijo—, ¿tiene esto algo que ver con El Toro?

    —Esto tiene todo que ver con El Toro.

    —Paul, alto. Lo digo en serio. Quítatelo de la cabeza. No me voy a involucrar más.

    Casi comencé a discutir furiosamente, pero pensé en una táctica más astuta. —De acuerdo. Lo entiendo. Y, para ser honesto, probablemente no quieras leerlo. Es lo más perturbador que he visto en mi vida, pero sentí, no sé, que al menos debía llamarte y contártelo.

    Hubo un silencio. Luego suspiró, largo y fuerte, y dijo: —Dime.

    —Lo haré. Pero antes que nada, y esto es lo importante, es que pases por SafeWeb. SafeWeb punto com. Introduce el número de IP en el campo de dirección en su página de inicio.

    —¿O los Hombres de Negro me encontrarán y me matarán? —preguntó sarcásticamente.

    —Es una posibilidad lejana, pero clara.

    —Ajá. Muy bien, entonces. ¿Cual es el número?

    Se lo dije y agregué el nombre de usuario y la contraseña.

    —¿Tauro? ¿La señal del toro?... ¿Qué es esto?

    —Si te lo dijera, no me creerías —dije—. Tendrás que verlo por ti misma. Llámame después de que hayas echado un vistazo.

    —Te devolveré la llamada —dijo, y sonaba preocupada.

    Nos despedimos y colgamos. Pensé en llamar a la agente Turner. Ella nos había dado su tarjeta antes de irnos, pero decidí esperar para hablar con Talena. Quizás era mejor no hablar con la agente Turner. Si íbamos a hablar con alguien en este momento, deberían ser los medios de comunicación. CNN y MSNBC y The New York Times y The Guardian de Inglaterra y Le Monde de Francia y todos los grandes periódicos internacionales. Que fueran ellos los que presentaran esta noticia.

    Pero ¿de qué iba a servir eso? ¿Qué lograría eso realmente? Probablemente nada. ¿A cuál de esos cinco iban a impedir hacer daño a alguien otra vez? Probablemente a ninguno de ellos. Esto puede que los asustara un poco, que los dejara inactivos durante unos meses, pero los medios tenían la memoria colectiva de un mosquito. Un año después las noticias sobre El Toro estarían en la categoría de "¿Que pasó con... ?".

    La dura verdad era que nadie haría nada a menos que yo hiciera algo.

    Volví a mi computadora y volví al sitio de El Toro. Quería sacar todos los datos. Tenía todo el texto, pero quería todas las imágenes, todos los medios digitales, todas las cosas grotescas que no se podían ver, como prueba. Afortunadamente, los módems de cable son increíblemente rápidos. Sólo tomó media hora obtener el centenar de archivos. Los comprimí en un sólo archivo, pero no cabían en mi Yahoo Briefcase, así que compré un año de una partición XDrive.com de quinientos megas en el acto y lo puse allí. Caro, pero quería una copia de seguridad externa. Esta era una prueba crítica.

    Pensé en registrar el sitio de El Toro con Yahoo o Google, inundándolos con el tráfico de cada alma que buscara palabras como "evisceración" en la red, pero si bien esto sería una forma de justicia mezquina, probablemente sólo haría que se mudaran a una ubicación alternativa y alertarlos de que su tapadera había sido descubierta, al menos parcialmente.

    Estaba redactando mi carta de paso a hombre muerto para las organizaciones de medios de comunicación del mundo cuando Talena me devolvió la llamada.

    —¿Paul? —estaba casi susurrando.

    —Sí.

    —Esto es mierda enferma.

    —Sí.

    —¿Qué vas a hacer?

    —¿Qué te hace pensar que voy a hacer algo? —Pregunté, intentando un tono inocente.

    —Paul.

    —Está bien —dije. Y le conté mi plan.

    Ella no parecía impresionada, pero ya no me importaba. Mientras escribía mi carta de "A quien corresponda", documentando todos los hechos de la situación en fría e impersonal prosa, sentí que esa furia fría brotaba de nuevo dentro de mí. El doble de intenso que antes. Me hacía sentir fuerte, y no pensé que iba a desaparecer esta vez. Me prometí a mí mismo que no desaparecería. Me prometí a mí mismo que no se repetiría ese momento en el que yo había lloriqueado y me había encogido ante Morgan Jackson.

    Escribí la carta de la manera más simple y clara posible, de la misma manera que había escrito mi publicación en Thorn Tree, pero esta vez no omití nada. Incluí un puntero al contenido completo del sitio de El Toro en mi cuenta de XDrive, y el nombre de usuario y la contraseña necesarios para acceder a esos contenidos. Revisé los principales periódicos de todos los países del Primer Mundo que pude encontrar y agregué los datos de contacto de la agente Turner. Sin duda ella me lo agradecería.

    Luego configuré mi cuenta de Yahoo Calendar para enviar ese correo electrónico dentro de un mes y nuevamente dentro de dos meses. De esa manera, aunque mi plan saliera completamente de la peor manera, aunque Talena caminara frente a un autobús, todo lo que yo había descubierto aún saldría a la luz. Estaba siendo innecesariamente paranoico, lo sabía. Después de todo, el primer paso de mi plan era contar cada detalle a varias personas más, pero no quería correr ningún riesgo que pudiera beneficiar a esos cinco cabronazos que jugaban al juego al que llamaban El Toro.

    Cinco asesinos en serie, otorgándose aplausos de estilo a través de Internet. Era como hotornot.com para asesinos. Mentalmente los bauticé Los Príncipes Demonio, por una serie de ciencia ficción sorprendentemente memorable que había leído una vez sobre un hombre que persigue a los cinco archicriminales que mataron a sus padres. Yo no iba a ser tan obsesivo y despiadado como Kirth Gersen, el protagonista de esos libros, que no había vivido para nada más que cazar y matar a cada uno de los cinco por turno. Ni tan obsesivo. Yo sólo iba detrás de uno de ellos.

    Ahora era un juramento de sangre. De una forma u otra, Morgan Jackson iba a caer. Y ahora yo pensaba saber el modo. Tenía un plan. Parecía un buen plan. Parecía lo correcto. Parecía apropiado que esto terminara donde comenzó.

    África.

22. Sueños del Continente Oscuro

    Éramos veinte en África. Hallam Chevalier, nuestro lacónico y casualmente competente conductor zimbabuense. Su gregaria esposa Kiwi, Nicole Seams, radiador de buen ánimo. Steven McPhee, un San Bernardo de hombre, un mecánico brillante, un gran amistoso australiano mucho más inteligente de lo que parecía. Esos tres eran en teoría los representantes oficiales de Truck Africa, la empresa propietaria del camión y que lo enviaba por todo el continente cada cierto tiempo. Pero después de un par de semanas no había distinción entre ellos y nosotros.

    Los pasajeros procedían de todo el mundo. Claude, un adolescente francés que había venido en el camión sin apenas hablar inglés, un experto en vida salvaje, un inútil orgullosamente perezoso amado por todos. Mischtel, una larguirucha chica namibia/alemana con un inimitable sentido del humor inexpresivo. José, un mexicano flemático con una mente aguda, fácilmente el más inteligente de nosotros. Lawrence, un kiwi duro y bebedor que, de alguna manera, siempre se tomaba la última cerveza. Aoife, una irlandesa que podía cocinar como Julia Child y encontrar música en cualquier parte del mundo. Carmel, una locuaz gurú informática australiana a la que le gustaba todo lo relacionado con África excepto la privación del chocolate. Melanie, una quiropráctica escocesa y marinera que simplemente se negaba a dejarse intimidar por nada.

    Y una multitud de británicos. Chong, apodado “Chong el Indestructible", un hombre de maratón en forma feroz, la persona más británica en el camión a pesar de su nombre. Emma, ​​aristocrática y guapa modelo que estaba lista para absolutamente cualquier cosa siempre y cuando sus suministros de humectantes fueran adecuados. Su "gemela un poco menos malvada" Kristin, una productora de cine en la vida real que tenía el raro don de hacer que las personas que la ayudaban con cualquier cosa se sintieran después como si fueran ellos a quienes les habían hecho un favor. Michael, el hombre vivo más encantador, que se toma cada desastre con calma como si fuera el entretenimiento del día, con una habilidad increíble para encontrar hachís incluso en los rincones más remotos del mundo. Robbie, un chico de club londinense de buen carácter con una mente de primera en las raras ocasiones en que decidía usarla. Rick, un animal social armado con un ingenio de papel de lija que despojaba al más mínimo atisbo de pomposidad de cualquier persona en un radio de veinte pasos, y un corazón de oro debajo. Michelle, la hermana pequeña de todos, una pequeña rubia un poco aturdida y bonita como un libro de historietas que parecía increíblemente fuera de lugar en África, pero que lo manejaba con sorprendente aplomo.

    Y Laura Mason, el amor de todos. Y Morgan Jackson, el Gran Cazador Blanco. Y yo.

    Aparte de Hallam y Nicole, ninguno de nosotros se conocía antes del día que nos conocimos. Desde cierta perspectiva, todo el viaje suena como un reality show al estilo de Supervivintes o algún tipo de experimento psicológico éticamente cuestionable: toma un gran grupo de perfectos extraños, oblígalos a estar juntos casi las 24 horas del día y los 7 días de la semana durante cuatro meses. asígnales una tarea extrema, como conducir por África Occidental, hazlos trabajar para las necesidades básicas de la vida, como comida y vivienda, y observa cómo se las arreglan. Nosostros nos las arreglamos bien. Resulta que a la gente se le da bien sobrellevar la situación cuando no tiene otra opción.

    En química, cuando los productos químicos se juntan en condiciones de calor y presión extremos, ciertas combinaciones pueden explotar violentamente. Otras combinaciones se repelen entre sí y simplemente no se mezclan bajo ninguna circunstancia. Sin embargo, hay algunos químicos raros que sólo se unen bajo esas condiciones y forman enlaces más fuertes que los que se encuentran en cualquier otro lugar de la naturaleza.

    Creo que la gente es igual. Creo que los grupos de personas en situaciones intensas explotarán, se fragmentarán o se solidificarán. Nuestro grupo de camiones no fue a la guerra juntos, no sobrevivimos juntos a un accidente de avión, pero en comparación con las existencias de plástico que llevaba la mayoría de la gente del Primer Mundo a finales del siglo XX, nuestro tiempo juntos fue indescriptiblemente crudo e intenso. Y tuvimos la combinación correcta. Hubo otros camiones terrestres que intentaron cruzar el continente más o menos al mismo tiempo, y escuchamos de algunos que se fragmentaron, donde el conductor y los pasajeros lucharon a diario, donde la mitad del grupo huyó del camión durante semanas para viajar de forma independiente y regresó sólo a regañadientes si es que lo hace. Pero nosotros teníamos la combinación perfecta.

    En química llaman sublimación cuando una sustancia pasa de estado gaseoso a estado sólido sin llegar a ser líquido. A nosotros nos pasó algo parecido. Comenzamos como extraños y nos convertimos en una tribu muy unida sin pasar realmente por las etapas de conocimiento y amistad. Muchos de nosotros nunca nos hubiéramos hecho amigos, eso no estaba en nosotros. Pero los miembros de tu tribu no tienen que ser amigos. A veces es mejor que no lo sean. Esa fue la lección más importante que me enseñó África.

    Este era mi plan:

    Quería a Morgan Jackson muerto. Estaba dispuesto a matarlo yo mismo. Estaba seguro de eso ahora. Quería darle la vuelta a la situación, localizarlo en algún rincón desolado del Tercer Mundo y hacerle lo que él tenía intención de hacerme a mí.

    Pero... Dudaba que pudiera encontrarlo la próxima vez que él viajara, y ciertamente no iba a responder a ninguna invitación que le enviara. También seguía siendo más grande, más fuerte, más rápido, más peligroso. Aunque pudiera encontrarlo de nuevo, no tendría oportunidad. No solo.

    ¿Y quién me ayudaría? Ciertamente no Talena, y no podía culparla por eso, ni por un segundo. Esto no era un juramento de sangre para ella. No era personal.

    Morgan Jackson era un psicópata, un asesino, un asesino en serie; había violado las leyes de Dios y del hombre; pero había encontrado una vía, había cometido sus atrocidades fuera del alcance de quienes hacen cumplir con firmeza esas leyes. Nunca sería llevado ante la justicia por ellos. Ni por la ley despiadada e impersonal de la selva. Pero hay otro tipo de justicia, y otro tipo de ley. Cuando mató a Laura Mason, había matado a uno de su propia tribu. Puede que las naciones y los gobiernos sean impotentes y estén paralizados por sus propias reglas, pero las tribus no tienen tales limitaciones. No hacen lo que está escrito; hacen lo que creen que es correcto.

    Tomé un vuelo a Londres.

PARTE 5

El Viejo Mundo

23. Concilio Tribal

    Cuando el avión despegó, mi plan consistía en una vaga imagen mía y de los otros dieciséis del camión sentados alrededor de una mesa de tapete verde, donde les contaba lo sucedido y pronunciaba un feroz discurso en memoria de Laura, y nos levantábamos y salíamos en masa hacia la puerta, hombro con hombro, dispuestos a vengarnos de Morgan. Afortunadamente, cuando aterricé en Heathrow había pensado las cosas con mayor claridad. Por un lado, algunos de nosotros no vivíamos en Londres. Por otra parte, recordaba bien lo imposible que era lograr que nuestro grupo se pusiera de acuerdo en algo tan pequeño como la hora del almuerzo. Éramos una tribu, no una mente colmena. Y cuando quieres que una tribu emprenda una acción militar, no convocas una reunión de todos los miembros. Hablas con los cazadores.

    Me decidí por Hallam, Nicole, Steve y Lawrence. Sabía que Hallam y Nicole, como pareja de conductor y mensajero, se habían sentido responsables de la muerte de Laura. Ellos no querrían quedarse fuera. También eran dos de las personas más capaces que conocía. Steve era un australiano adorable, pero tenía antecedentes muy accidentados: había aprendido mecánica en prisión. Era grande, duro y útil, y no ajeno a la violencia, y él y Laura habían sido grandes amigos. En cuanto a Lawrence, bueno, nunca habíamos sido los mejores amigos, pero eso se debió principalmente a que él y Laura habían tenido una aventura al principio del viaje. Había terminado bastante amigablemente, pero creo que por dentro se lo tomó mal, y creo que, como yo, sintió morir una parte de su corazón con ella. Y aunque era un gran tipo, podía ser un hijoputa mezquino e intimidante cuando le convenía. Lo habíamos llamado "El Terminator" en el camión. Justo el hombre que quieres de tu lado.

    Ninguno de ellos recibió ninguna advertencia previa. Estuve en contacto esporádico por correo electrónico con todos ellos, sabía que todos estaban trabajando en Londres, pero no los llamé con anticipación para decirles lo que estaba pasando, ni siquiera para decirles que yo venía. Eso habría sido inapropiado. Algo así tenía que ser dicho cara a cara. Y yo no quería inventarme una razón para visitarlos cuando la verdad era que quería reclutarlos para cazar a Morgan.

    Llegué a Heathrow a las 9 a.m.. Había dormido lo suficiente para estar aturdido, confundido e irritable. Tomé el metro hasta Earl's Court y leí The Guardian por el camino. Afortunadamente era sábado y, por lo tanto, no estaba demasiado lleno. Después de registrarme en el albergue más cercano, llamé a Hallam y Nicole. Me tomó tres intentos ya que Londres había cambiado una vez más todo su sistema de numeración telefónica.

    —Hola —respondió Nicole.

    —Nicole —dije—. Hola. Es Paul Wood.

    —¡Paul! ¡Cómo estás! ¿Dónde estás? Allí deben ser las cinco de la mañana.

    —Estoy en London. En el Metro de Earl's Court.

    —¡Oh, fabuloso! ¿Cuándo llegaste?

    —Hace una hora.

    —¿Qué estás haciendo aquí? —Debió haber escuchado algo en mi voz, su tono había pasado de emocionado a preocupado.

    —Necesito hablar contigo y con Hallam. Esperaba poder venir.

    —Por supuesto. ¿Cuando?

    —Ahora. Y me gustaría que llamaras a Steve y a Lawrence para que fueran a tu apartamento hoy también. Diles que es importante.

    —Steve y Lawrence. Está bien, los avisaré. ¿Puedes decirme por teléfono de qué se trata?

    Así era Nicole; sin sorpresas, sin reparos, sólo la calma aceptación que pasa directamente a la acción. Así era su marido también. Eran una de esas parejas perfectas que nunca deben separarse porque nos dan esperanza al resto de nosotros en este mundo imperfecto.

    —Se trata de Laura —dije.

    —Laura —repitió ella—. Ya veo. Me encargaré de que estén aquí tan pronto como puedan. ¿Tienes nuestra dirección?

    —Sí. Estare ahi pronto.

    Cuando llegué, Nicole me saludó con un beso y me sentó en su sala de estar con una taza de té y un plato de tostadas y huevos revueltos. Ella era menuda, pero estaba ferozmente en forma, con la constitución de un corredor y una de las sonrisas más cálidas del mundo.

    —¿Te traigo algo más? —me preguntó.

    —Esto está bien, Nic, gracias.

    —¿Buen vuelo?

    —Bien.

    Ella asintió, se sentó frente a mí y ojeó el Times de la mañana mientras yo comía y bebía. Hallam estaba en la ducha. Miré alrededor de su apartamento. Decorado con atractivas baratijas de todo el mundo y con carteles con innumerables fotos de Los lugares Más Bellos del Mundo, muchas de las cuales tenían a Hallam o Nicole o ambos en primer plano. Reconocí algunos de los fondos. Hallam interpretando a Spiderman en la mitad de una aguja kárstica que sobresalía del océano en algún lugar cerca de Krabi, en la costa oeste de Tailandia. Hallam y Nicole en Tilicho Tal, el lago más alto del mundo, a un lado del Circuito de Annapurna. Nicole frente a la tumba de Cecil Rhodes, en el Parque Matopos de Zimbabue.

    Hallam salió de la ducha envuelto en una toalla, un bulldog de hombre, y sonrió de oreja a oreja cuando me vio. —Paul, compadre. Ha pasado demasiado tiempo —Nos dimos la mano, el apretón de manos secreto de nuestra tribu, que terminó con un chasquido de dedos como lo hacen los ghaneses.

    —Llamé a Steve y Lawrence —dijo Nicole—. Deberían estar aquí en una hora. ¿Quieres esperar hasta que estemos todos reunidos?

    —Probablemente sea más fácil así —le dije.

    —Muy bien —dijo Hallam—. ¿Vemos la tele, entonces? Debería haber algunos momentos destacados de la Liga de Campeones de anoche.

    Encendí la televisión mientras él desaparecía en su dormitorio para vestirse. Nic y yo hablamos de cosas triviales para pasar el tiempo. Le hablé sobre mi despido y ella emitió ruidos comprensivos. Ella trabajaba como agente de viajes y lo disfrutaba, y ya estaban planeando su próximo viaje, escalar rocas en Túnez. El contrato de Hallam terminaba en un par de meses. Había servido dos años en los paracaidistas antes de recibir el alta médica por un desprendimiento de retina que no podía resistir el impacto de otro paracaídas abierto, y ahora se ganaba bien la vida como consultor de seguridad por contrato.

    Una de las fuertes impresiones que me había dejado África era que yo era un completo inútil. Como la mayoría de las personas que conocía. Programadores informáticos, abogados, contadores, publicistas, diseñadores gráficos, redactores publicitarios: estos trabajos abstractos no contaban absolutamente nada en un lugar donde realmente tenías que luchar por tu existencia. Hallam era todo lo contrario. Conductor, soldado, mecánico, carpintero, soldador, excavador de zanjas, constructor de puentes, escalador experto, lo que sea, él era el Sr. Útil. Nicole era más una pensadora abstracta y una persona sociable, pero recordé los días que había pasado cubierta de grasa, ayudando a Steve y Hallam a arreglar el viejo y frágil motor del camión por enésima vez.

    Vimos al Manchester United derrotar al Anderlecht hasta que finalmente sonó el timbre y Steve y Lawrence entraron juntos.

    —El bastardo me encontró en el metro —explicó Lawrence—. Estoy parado junto a una rubia de caerse muerto, a punto de charlar con ella, y de repente hay una gran montaña humana frente a mí, diciendo —y nos dio una interpretación sarcástica de la gruesa voz australiana de Steve. acento—: "Lawrence, maldito viejo cabrón, ¿cómo estás?" A ella le faltó tiempo para alejarse de nosotros.

    Montaña humana era una muy buena descripción. Grande, rubio y musculoso, con una sonrisa alegre siempre pintada con spray en la cara, Steve McPhee parecía el modelo ambulante de alguna definición neonazi de La Raza Maestra. Era el mecánico principal de algún tipo de equipo de carreras de autos un poco por debajo de la Fórmula Uno. Lawrence, delgado y nervudo, con gestos nerviosos, labios fruncidos con desaprobación y aspecto de ave de rapiña, parecía un escuálido refugiado al lado de Steve. Era oficial de préstamos de un banco y afirmaba disfrutar mucho rechazando solicitudes de hipotecas.

    —¿Y cómo estás tú, maldito viejo cabrón? —preguntó Steve, estrechándome la mano, al estilo de Ghana. Besó a Nicole en la mejilla, saludó con la mano a Hallam y se sentó. Lawrence lo siguió, realizando los mismos saludos.

    —Ahora, ¿de qué trata todo esto, una reunión de la Brigada de Viejos Coloniales? —preguntó Lawrence, sentándose—. Esta habitación parece un chiste malo. Dos neozelandeses, un australiano, un zimbabuense y un canadiense entran en un pub...

    —Se trata de Laura —dijo Nicole en voz baja, y todo el buen humor y la bonhomía huyeron de la habitación como si alguien hubiera apagado una luz. Todos se volvieron hacia mí.

    —Correcto —dije, y me sentí nervioso. No sobre lo que iba a decir, o sobre hablar con ellos, esto no contaba como hablar en público, eran mis amigos con los que estaba hablando, sino sobre lo que iba a comenzar. Deseaba poder sentirme más seguro de que habría un final feliz.

    —Correcto —repetí—. Bueno, hay una versión larga y una versión corta. Os contaré la versión larga en un momento, tengo papeles y fotos y, ¿tenéis una conexión a Internet aquí? —pregunté, y Nicole asintió con la cabeza—, pero la versión corta es esta. Descubrí quién asesinó a Laura. Me enteré por un hecho. No fue ningún camerunés. Fue Morgan.

    No dijeron nada. Estudié sus rostros. Parecían preocupados, sorprendidos, horrorizados... pero no impactados. No, ninguno de ellos se sorprendió al escuchar la proposición de que Morgan Jackson era el asesino. Supuse que había estado en el fondo de la mente de todos todo el tiempo.

    —Será mejor que nos cuentes la versión larga de eso ahora —dijo Hallam suavemente.

    —Todo esto comenzó hace menos de un mes —dije, y realmente no lo creí. Parecía como si hubiera pasado toda una vida desde ese día—. Estaba haciendo senderismo en Nepal, en el Circuito de Annapurna, con un tipo sudafricano llamado Gavin, y estábamos explorando una aldea abandonada llamado Gunsang...

***

    Después de que terminé hubo un largo silencio. Mi carpeta llena de pruebas, fotos e impresiones de la Web y mi línea de tiempo, estaba esparcida por la mesa, hojeada y leída. Mi audiencia de cuatro tenía rostros muy serios. Sólo habían pasado un par de horas, pero sentí como si hubiera estado hablando todo el día, como si hubiera caído la noche a pesar de la luz del tan poco londinense sol que entraba a raudales por las ventanas.

    —Un momento —dijo Nicole, y desapareció en el dormitorio.

    —Está de vuelta en Leeds —dijo Hallam pensativamente—. Morgan. Recibí un correo electrónico de él ayer, diciendo que había regresado de viaje.

    —No puedo creerlo —dijo Steve—. Quiero decir, creo cada palabra, Paul, nunca te preocupes por eso, pero simplemente no puedo creerlo, si me entiendes. Siempre pareció un tipo un poco duro, un poco más duro que tú, ¿eh, pero toda esta mierda? Es un maldito demente mental, eso es lo que es.

    Nicole reapareció con una postal en la mano.

    —Nos envió una tarjeta desde Nepal —explicó—. ¿Dónde está esa foto de esa entrada del libro mayor…? Aquí vamos —Comparó las dos, asintió con tristeza, las pasó. No hacía falta ser un experto en caligrafía para darse cuenta de que la misma persona había escrito ambas. Me alegré de esa prueba extra.

    Nadie dijo nada durante algún tiempo.

    —Me siento como si estuviera en un funeral —dijo Hallam—. ¿Qué decís si continuamos esta conversación en el pub? No sé vosotros, pero a mí me vendría bien una pinta y nuestro local acaba de abrir.

    Lawrence, quien normalmente secundaba en voz alta cualquier moción que involucrara cerveza, no dijo nada. Su rostro estaba tan compuesto como una escultura de hierro.

    —Plan sensato —dijo Steven.

    Bajamos al pub. The Pig & Whistle, un genuino pub inglés antiguo, ninguno de sus nuevos pubs de cadena bien iluminados que sirven almuerzos tailandeses para esta multitud, muchas gracias. Hallam compró un paquete de Marlboro Lights junto con la ronda y todos fumamos menos Lawrence.

    —Normalmente no fumo en Inglaterra —dijo Nicole—. Sólo cuando viajamos.

    —Yo igual —dije.

    —¿Ah sí? Yo igual —dijo Steven—. Pájaros de una pluma, ¿eh?

    Hallam interrumpió las bromas y me dijo: —¿Qué tienes en mente?

    Yo no quería decirlo. Sonaba tan melodramático, tan exagerado. Dudé, tratando de encontrar la frase correcta.

    Lawrence me lo puso fácil: —Yo digo que encontremos al bastardo y lo matemos.

    —Tranqui —dijo Nicole—, no saquemos conclusiones precipitadas todavía...

    —A la mierda con eso —dijo Lawrence—. Lo siento, Nic, pero nadie va a hacer una mierda, y ese hijo de puta necesita asesinato. Ojalá hubiera algo peor. El asesinato es demasiado bueno para él.

    —¿Qué tenías tú en mente? —Hallam me preguntó.

    —Más o menos eso —dije en voz baja.

    —Justicia vigilante —dijo Nicole, con escepticismo.

    —Justicia tribal —dije—. El único tipo de justicia que él podría obtener.

    —Ese es maldito juego peligroso que jugar —dijo Steven.

    —El juego más peligroso —dijo Hallam, y yo sonreí a medias por la broma.

    —No es un jodido juego —objetó Nicole—. Intentemos mantener una mezcla de cerebro y testosterona al cincuenta por ciento. No quiero veros bebiendo demasiado y yendo a una misión loca al Leeds esta noche.

    —¿Y qué quieres hacer, Nic? —exigió Lawrence—. ¿Quitarlo de tu lista de tarjetas navideñas y esperar que a la Interpol le crezcan testículos? ¿Quieres quedarte sentada sin hacer nada?

    —Tranquilo, Lawrence —dijo Hallam amablemente.

    —Está bien, Hal —dijo Nicole—. Lawrence. No es eso lo que estoy diciendo. Ella también era mi amiga. Yo estuve allí cuando la encontramos. Sólo digo que, hagamos lo que hagamos, tenemos que tener cuidado y tenemos que ser pacientes.

    —Pero en resumidas cuentas, es necesario matarlo —dijo Lawrence—. ¿Estás de acuerdo o no?

    —Lawrence… —dijo Hallam.

    Él tenía una nota de advertencia en su voz que normalmente nos habría callado a cualquiera de nosotros en un microsegundo, pero esta vez Lawrence continuó. —Déjala responder, Hallam. ¿Estás de acuerdo en que se necesita matarlo?

    —¿Te preocupa que me haya convertido en una especie de pacifista vegetariana, Lawrence? —Ella sonaba oscuramente divertida—. No tienes que preocuparte. Pero lo hecho, hecho está y no la vamos a recuperar. No quiero venganza tanto como quiero asegurarme de que nunca se lo haga a nadie más. Y si la única manera de hacer eso es lo que estás sugiriendo... —Ella se encogió de hombros casualmente—. Entonces que así sea.

    —No se me ocurre otra forma —dije—. Y me he esforzado mucho.

    —No es algo fácil lo que estás proponiendo —dijo Steven—. Un hombre como Morgan será difícil de cazar. Nic tiene razón, no nos atrevemos a salir a medias aquí. Estoy tan enloquecido como tú, Lawrence, creo que todos lo estamos. Pero mantente atado con la correa.

    —Estoy haciendo exactamente eso —dijo Lawrence—. Todavía no estoy a medio camino de Leeds, ¿verdad? Sólo quiero asegurarme de que no nos contentemos con un compromiso mal hablado como "solo alertemos a los medios" o algo así.

    —¿Hallam? —le pregunté—. ¿Tú qué opinas?

    Nuestro líder de facto, siempre. Lo habría sido desde el primer día aunque él no hubiera sido el conductor.

    —Me gustaría saber cómo se supone que debemos llegar hasta él —dijo—. No vale la pena que maten o encierren a uno de nosotros, o a todos.

    Nicole asintió su acuerdo.

    —Creo que el Sr. Wood vino con un plan —dijo Steve—. ¿No es así, Woodsito?

    Todos me miraron.

    —De hecho, lo tengo —dije—. Es bastante básico. Lo traemos hasta nosotros. Lo atraemos a África. Lo hostigamos en su propio modus operandi.

    —¿África? —Preguntó Nicole—. ¿Y qué te hace pensar que querrá ir allí?

    Es un viajero, ¿no? —pregunté—. Se ha ido a casa porque no tiene dinero, pero no empieza a trabajar hasta enero. Mi idea es que consigamos que alguien lo llame y le diga que tienen una cancelación de última hora para una semana en Marruecos, y todo es prepago, y es todo suyo por cincuenta libras, pero tiene que irse en tiempo de tres días o algo así. Le decimos que sacaron su nombre de la lista de correo de Truck Africa o algo así. Sólo hay espacio para una persona, por lo que no puede traer un amigo. Si es que tiene alguno.

    —Eso funcionaría —dijo Steve—. Caería en eso como las malditas moscas a la miel. Sacaría un sobregiro si tuviera que hacerlo. Él amaba Marruecos.

    —Todos lo amábamos —dijo Nicole.

    —Laura especialmente —añadió Lawrence en voz baja.

    —Por supuesto, yo pagaré su viaje —dije—. Tengo al todopoderoso dólar estadounidense de mi lado.

    —La poderosa libra esterlina no es una hermana débil —dijo Lawrence—. Lo dividiré contigo.

    —Si decidimos hacer esto —dijo Nicole—, todos dividiremos los gastos.

    —¿Si? —Lawrence preguntó, con un deje en su voz otra vez.

    —Yo tampoco soy una hermana débil, Lawrence —dijo—. Pero estoy sugiriendo, no, te estoy diciendo que todos consultaremos esto con la almohada. Todos iremos a casa, dormiremos un poco y lo pensaremos un poco. Y si despierto y la respuesta es sí, organizaré todos los planes de viaje y conseguiré que un compañero mío en la agencia haga la llamada. ¿Eso te satisface?

    —Sí —dijo Lawrence, disculpándose.

    Todos bebimos mucho de nuestras pintas y, excepto Lawrence, encendimos cigarrillos nuevos.

    —¿Mañana? —sugerí—. ¿Justo aquí en el pub? ¿Seis de la tarde?

    Fue acordado.

    La conversación se redujo a nada después de eso. Hallam, Nicole y Lawrence parecían sombríos. Steve lucía su ser angelical habitual, pero incluso él estaba mirando al vacío, pensando mucho. Vaciamos nuestras pintas en silencio.

    —¿Quieres quedarte con nosotros? —me preguntó Nicole mientras nos levantábamos para irnos—. Ese sofá es más cómodo de lo que parece.

    —Estoy bien —dije—. Ya me registré en un albergue.

    No quería que mi presencia perturbara sus deliberaciones. Sería más fácil para ellos pensar y hablar sobre ello si yo no estaba allí. No quería presionarlos para que se unieran a mí. Por el contrario, ya empezaba a preguntarme si había hecho lo correcto al arrastrar a mis amigos a mi vendetta. Steve tenía razón, era un juego malditamente peligroso, y cualquiera de los que decidieran unirse a mí podría fácilmente terminar herido o muerto.

***

    Laura y yo tuvimos nuestra primera y única pelea en el santuario de monos del Monte Afi, cerca de la frontera con Nigeria. Y si lo hubiera manejado un poco mejor, si no hubiera seguido tocándolo como una costra, todo habría sido diferente. Ella no habría sido asesinada. La gente te dice que no te culpes a ti mismo, pero ¿qué haces cuando en realidad fue tu culpa? ¿Cuando sabes con certeza que, si hubieras actuado un poco mejor, si hubieras sido un poco menos mezquino y santurrón, entonces algo terrible nunca habría sucedido?

    El santuario de los monos era un lugar maravilloso. Algo bueno también, porque el viaje de una hora que nos prometieron se convirtió en un maratón de todo el día. Típico de África, y especialmente de Nigeria, que en ese momento habría estado en la lista de los diez peores países del mundo. Gobernado por una cleptocracia brutal, votado unánimemente como el lugar más corrupto de la tierra, caluroso, polvoriento, contaminado, feo, superpoblado, un lugar donde nada funcionaba, donde nadie quería ayudar a nadie, donde hasta la comida era mala. En ese momento, en Nigeria, uno de los mayores productores de petróleo del mundo, sólo se podía comprar gasolina en el mercado negro, porque toda la producción nacional de gasolina del país era robada a la salida de las refinerías. Era potencialmente un país rico, pero había sido saqueado sistemáticamente durante décadas y ahora estaba podrido hasta la médula.

    El único punto en su defensa era que la mayoría de los caminos eran maravillosos para los estándares africanos, aparte de los puestos de control cada pocas millas donde hombres harapientos con armas pedían un "carrera" antes de permitir el paso de vehículos, pero el camino al Monte Afi era una excepción, un camino fangoso que vadeaba varios ríos hasta los muslos en su camino hacia arriba. Fue algo bueno; fue sólo porque el camino era casi intransitable que la selva tropical del Monte Afi aún no había sido destruida; pero resultó ser un día largo y difícil.

    El camión pinchó un neumático y se atascó en el fangoso acceso al segundo río. Al principio no estábamos demasiado preocupados. Durante nuestros tres meses de viaje, el camión había perdido media docena de neumáticos y se había atascado al menos cincuenta veces, y nos habíamos convertido en expertos en ponerlo en marcha nuevamente. Saca las llantas, repara la que estaba pinchada, desengancha las alfombras de arena (imagina un par de ralladores de queso planos de unos diez pies de largo, el doble de ancho que una llanta de camión, con agujeros de dos pulgadas de diámetro) mételas debajo de las llantas para brindarles tracción y retrocede mientras Steve o Hallam empujan el camión hacia adelante a lo largo de las esteras de arena para estabilizarlo. A estas alturas, nuestro grupo formaba una máquina excavadora bien engrasada y, por lo general, podíamos salir de un atolladero en media hora. Pero no esta vez.

    Fue divertido al principio. Al menos nos habíamos quedado atrapados en un sitio pintoresco. El río, de unos veinte pies de ancho y cuatro de profundidad, burbujeaba a través de una espesa jungla rica en mariposas, flores y pájaros de colores brillantes, donde si te detenías y escuchabas podías oír a los animales susurrar a través de los arbustos distantes. Una trocha se adentraba en la jungla y Claude encontró un arbusto de piña a sólo dos minutos a pie. Era temporada de lluvias, pero el cielo estaba azul salpicado de pequeñas nubes inofensivas. El mejor día que habíamos tenido en semanas.

    Mientras Lawrence, Morgan y yo escarbábamos, Michelle resbaló y cayó acrobáticamente de cara al barro mientras nos traía agua, y todos se echaron a reír al ver su expresión de horror enmascarada por el barro cuando se dio cuenta de que Nicole había grabado el momento. Cuando Rick, Michael y Robbie se hicieron cargo, Chong y Mischtel iniciaron un improvisado combate de lucha en el lodo que creció hasta incluir a media docena de nosotros. Emma, ​​Carmel y Kristin fueron a nadar al río después de su período de excavación. Estábamos relajados, bromeando, contentos de estar fuera de la espesa nube de contaminación que asfixia todas las ciudades de Nigeria.

    Pero cuanto más profundo cavábamos, más suave y pegajoso se volvía el lodo. Bajamos la presión de las llantas y tratamos de quitar las esteras de arena, pero las ruedas giraban inútilmente y sólo servían para hundir las esteras de arena más profundamente. Se necesitaron otros diez minutos de excavación para sacarlas. Morgan, Lawrence y yo reemplazamos a Chong, Steve y Hallam. Los ánimos comenzaron a deshilacharse. Se había desarrollado una pelea de lodo entre los no excavadores, y cuando Michelle huyó de Claude para esconderse detrás de Morgan, se interpuso en su camino y él gruñó: —¿Quieres irte a la mierda y morirte?

    —Estamos tratando de trabajar aquí —agregó Lawrence—, en caso de que no te hayas dado cuenta.

    Michelle huyó. Yo también quise decir algo. Mi estado de ánimo se estaba volviendo cada vez más desagradable. Las personas que no estaban cavando no se dieron cuenta de lo atascado que estaba el camión. Supuse que tendríamos que arrastrar el camión a través del río, lo cual llevaría todo el día y nos dejaría quejándonos de cansancio, y luego, en el camino de regreso, de alguna manera tendríamos que volver a cruzar este pantano.

    Michelle y Claude se disculparon. Nosotros no les hicimos caso y seguimos cavando. Comencé a preguntarme si estábamos haciendo algo bien o simplemente ayudando a que el camión se hundiera en el lodo. La pelea de lodo continuó, y Laura lanzó un gran puñado que me golpeó justo en la cara. Se me metió un poco en el ojo, que empezó a lagrimear dolorosamente, y sólo empeoraba frotándome las manos empapadas de barro, así que dejé caer la pala y me tambaleé hacia el río para lavarme el ojo. Laura corrió hacia mí, con una expresión de culpabilidad abyecta, disculpándose.

    —¿Quieres mirar dónde lanzas? —dije enojado. Las primeras palabras duras que le había enviado. Ella quiso mirarme el ojo, pero yo la aparté con un encogimiento de hombros y me metí en el río. El agua estaba llena de suciedad y me tomó un tiempo antes de que pudiera parpadear para limpiarme la arena.

    —Lo siento —dijo Laura—. Lo siento mucho. No te estaba apuntando. Me resbalé.

    —¿Qué tal si intentais no tirar barro en absoluto? —pregunté, dirigiendo mi ira hacia todos. Iba a regresar para continuar cavando, quemar mi energía enojada de esa manera, pero Chong ya había tomado la pala que yo había dejado.

    —Relájate —me tranquilizó Laura—. Haremos el almuerzo. Te sentirás mejor cuando comas.

    —Estoy harto de este maldito camión —dije. Ese era un sentir común. La vida del camión era agotadora y, a menudo, difícil. Pero yo nunca lo había dicho con mayor convición.

    —Vamos —dijo Laura—. Ayúdame a sacar la mesa.

    —Hablo en serio —le dije—. No es sólo por decir. Ya he tenido suficiente de esta mierda.

    Hablaba en serio, y ella se dio cuenta. Ella me miró, preocupada, obviamente tratando de averiguar qué decir, cómo mejorar mi estado de ánimo y cambiar de opinión.

    Yo no estaba de humor para que me sosegaran. Me acerqué a Hallam, Nicole y Steve, quienes acababan de terminar de reparar el neumático perforado. —Esto es una mierda —me quejé—. Nos estamos hundiendo más. Tendremos que hacer cabrestante para salir.

    —No tiene buena pinta —admitió Hallam—. Voy a intentarlo una vez más y luego sacaremos el cabrestante.

    —Esta pobre y vieja Sheila no estaba hecha para una vida difícil —dijo Steve con cariño, palmeando el costado del camión.

    —Deberíamos haber cambiado este pedazo de mierda por algunos Land Rover hace tres meses —murmuré.

    Nicole abrió la boca para decir algo, la cerró y luego miró a Laura. —¿Preparamos el almuerzo? —sugirió alegremente.

    Laura asintió y comenzaron la rutina: abrir las jaulas que contenían agua fresca debajo de los costados del camión, sacar alimentos enlatados, pan y vegetales de las tiendas debajo de las tablas del piso, sacar la mesa de su ranura entre la cabina y el cuerpo del camión, y preparar el almuerzo para diecinueve, en este caso ensalada de atún y arroz sobrante de la noche anterior. Después de un tiempo comencé a ayudar. Mi ira se había desvanecido. Pero mi determinación de dejar el camión se mantenía firme.

    El rescate llegó un poco más tarde, en la forma del Land Rover del santuario de los monos seguido por un grupo de nigerianos en “máquinas” o mototaxis. Decidimos dejar el camión donde estaba, custodiado por Hallam, Steve y Nicole, y negociamos paseos por la carretera con nuestros salvadores. La mitad de nosotros viajamos en el Land Rover. Me quedé atrapado en la parte trasera de una “máquina”. Mi conductor tenía diecisiete años, y primero cruzó el río en un puente hecho de un sólo cuatro por cuatro, luego aceleró el motor y atacó el camino empinado, lleno de baches, desigual y pedregoso, a una velocidad aterradora. Durante partes del viaje tuve los ojos cerrados, pero al final salimos vivos. Y el santuario de monos —dirigido por una mujer estadounidense que había venido a Nigeria con una visa de diez días catorce años atrás y que aún no se había ido— era un lugar fantástico, un paraíso verde bajo un profundo dosel de selva tropical, impactante y maravillosamente verde después de la hormigón gris desmoronado y smog del resto del país.

    A la mañana siguiente, después del desayuno, me senté en la tienda de campaña y observé cómo Laura guardaba su cepillo de dientes y dije: —Dije en serio lo que dije ayer.

    —¿Qué cosa fue esa? —preguntó ella sin darse la vuelta.

    —Quiero dejar el camión.

    Se detuvo y se dio la vuelta. —Paul. Sé que estabas molesto, pero supéralo.

    —No fue la excavación de ayer —dije—. Estoy harto de esto. Estoy harto de que nuestras vidas giren en torno a la comida. Estoy harto de ser el circo donde quiera que vayamos. Estoy harto de dormir en tiendas de campaña, estoy harto de cocinar para diecinueve personas cada cinco días, estoy harto de tener cero privacidad y estoy harto de tener que continuar cada vez que vamos a algún lugar donde quiero quedarme y tener que quedarme cada vez que vamos a un lugar del que quiero irme. Y sí, también estoy harto de sacar ese maldito camión del barro.

    —Pensé que querías cruzar el Congo. El camión es la única forma.

    —No creo que lo logremos. Pero aunque pudiéramos… Me encantaría cruzar el Congo, pero no en este camión.

    Después de una pausa, Laura dijo: —¿Estás hablando de irte sólo?

    —¿Qué? —pregunté, sorprendido—. ¡No! Definitivamente no. Juntos. Quiero que nos vayamos los dos. Podemos volar a Zimbabue y visitar a mi tía y mi tío. O a Kenia si prefieres ir allí.

    —Yo no voy.

    No esperaba un rechazo tan rotundo.

    Después de un momento pregunté —¿Así de simple?

    Ella me miró desafiante. —Esta es nuestra gente. Tú lo sabes. Y no los voy a dejar. Si quieres irte tú, puedes irte por tu cuenta, pero yo me quedo. Y si quieres quedarte conmigo, tú también te quedarás.

    —Eso… eso es… esto es… —farfullé.

    —¿Qué?

    No sabía lo que estaba tratando de decir, así que sólo la miré.

    —¿Es el estilo de vida que odias? —me preguntó—. ¿O es la gente? Sé que no eres una persona sociable, pero pensé que te gustaban todos.

    —Sí—le dije—. Lo sé. Quiero decir, tienes razón, estoy de acuerdo, esta es nuestra gente. Ya no puedo manejar la vida del camión.

    —Pues vas a tener que hacerlo.

    Finalmente descubrí lo que ella quería decir. —Pensé que estar juntos era más importante que permanecer con las personas que nos rodean.

    —Ellos son igual de importantes —dijo ella muy seria, mirándome directamente a los ojos—. No estoy diciendo que tú no seas importante. Lo eres. Eso debería ser obvio. Eres el mundo para mí, Paul. Tú lo sabes. Pero esta es nuestra gente. Ellos importan mucho. A los dos. Ojalá pudieras ver eso, pero hasta que puedas, no voy a dejar que cometas este error.

    Desearía haberla escuchado, haberla escuchado de verdad lo que ella estaba tratando de decir, pero yo estaba enojado y molesto, y estaba ansioso por revolcarme en la autocompasión, y lo que escuché en cambio fue: son más importantes para mí que tú; y sé que no me dejarás; y voy a usar eso para salirme con la mía y hacer que te quedes.

    —A la mierda con esto —dije—. Voy a dar un paseo.

    Salí de la tienda antes de que ella pudiera detenerme.

***

    Estaba tan molesto, repitiendo nuestra conversación una y otra vez en mi mente, superponiendo las peores connotaciones imaginables a todo lo que Laura había dicho, que caminé durante una buena media hora antes de levantar la mirada y darme cuenta de que estaba completamente perdido. Durante un tiempo había caminado a través de una pequeña comunidad de cabañas de labranza contiguas al santuario, cabañas de madera cuidadosamente mantenidas junto a un arroyo y rodeadas de campos de vegetales, campos donde los lugareños habían conservado sabiamente algunos árboles grandes para protegerse de las paralizantes. sol de medio día. Desde allí había tomado un camino ancho de tierra hacia el bosque. Pero el camino se había encogido, bifurcado y subdividido, y no estaba seguro de que mi posición pudiera siquiera considerarse parte de un sendero. Sin embargo, estaba seguro de que no podría volver sobre mis huellas.

    —Mierda —murmuré. Miré alrededor. Al menos podía ver. Esto no era como las densas selvas de manglares del sur; esto era selva tropical, donde los árboles se elevaban cien pies en el cielo antes de que sus ramas sobresalieran, su dosel absorbía tanta luz que la maleza era relativamente delgada. Podía ver una buena distancia en la mayoría de las direcciones. Pero todo parecía lo mismo. Arbustos a la altura de la cintura, árboles jóvenes, ramas caídas, enredaderas enormes enroscadas como serpientes alrededor de troncos de árboles caídos cubiertos de musgo, todo alfombrado por pétalos dorados de alguna flor que debía crecer en lo alto del dosel.

    —Mierda —dije de nuevo. Perdido en la selva africana. Un lugar glorioso y maravilloso para perderse, pero aún vergonzosamente estúpido y potencialmente peligroso. Las enredaderas me recordaban incómodamente a las pitones que vivían en la jungla. Y había leopardos. Escuché algo crujir en la distancia y me retorcí nerviosamente antes de controlarme. Los carnívoros eran extremadamente raros y no era probable que atacaran algo tan grande como yo. El único peligro real era no ser encontrado. Si me quedaba donde estaba, vendrían a buscarme. La gente del santuario enviaría a los lugareños que obrarían su magia local y me localizarían.

    Negué con la cabeza. Tal vez Laura tenía razón por un motivo completamente diferente. Tal vez no debería dejar el camión porque yo a solas era demasiado estúpido para vivir.

    Decidí mirar alrededor para ver si podía encontrar un rastro más obvio. No quería ser como Robbie en el desierto, caminando cuando debería haberse quedado quieto, pero diez minutos de buscar puntos de referencia no harían daño a nadie. Tenía una vaga idea de que había estado yendo hacia el este y cuesta abajo. El sol estaba demasiado alto para juzgar las direcciones, así que fui cuesta arriba.

    Después de cinco minutos de caminata, me detuve para apreciar en silencio la majestuosidad de la selva tropical y percibí, apenas, en el límite de mi audición, el agradable sonido del agua burbujeante. Después de un par de comienzos en falso, averigüé de dónde venía y encontré la corriente que era su fuente. Un animal había estado bebiendo en el arroyo, pero huyó antes de que yo pudiera ver de qué se trataba. Ojalá lo hubiera visto, pero no importaba. Lo que importaba era que ya no estaba perdido. Triunfante, sintiéndome realmente muy intrépido, seguí el agua río arriba hasta que encontré la aldea cerca del santuario.

    No estaba realmente aliviado, porque nunca había estado realmente nervioso. La selva tropical era demasiado hermosa para que yo tuviera miedo. Me alegré de haberme perdido. ¿Cuántas oportunidades tendría alguna vez de saber cómo es estar solo en la selva tropical africana? Si hubiera estado con alguien más, habría hablado con ellos, no habría tenido la oportunidad de comprender cuán pura, cuán pacífica era. Ojalá hubiera venido Laura. Podríamos habernos sentado juntos tranquilamente y apreciarla. Eso hubiera sido mejor que estar solo. Pero cualquier otra persona lo habría estropeado.

    Lo cual, en pocas palabras, era mi problema con el camión.

    Cuando regresé, nuestro grupo se estaba preparando para una expedición para visitar a los chimpancés. Era un lugar interesante, supongo. Laura y yo mantuvimos un frío silencio durante la expedición. Por una vez no me molestó la presencia de la multitud habitual. Hizo que fuera más fácil mantener mi distancia de ella.

    Cuando regresamos a la carpa que compartíamos ella me miró expectante. Yo sabía lo que ella estaba esperando. Una disculpa y una admisión de que ella tenía razón.

    —Estoy cansado —mentí, y cerré los ojos.

    Habríamos estado bien. Las cosas estuvieron tensas y distantes entre nosotros durante la semana siguiente, pero creo que sólo nos faltaban uno o dos días para una efusión emocional de disculpas, comprensión y calidez. El hecho de que fuera nuestra primera pelea hizo que fuera un poco más difícil besarnos y reconciliarnos, eso era todo, porque aún no sabíamos muy bien cómo hacerlo.

    El trabajo agotador de la carretera Ekok-Mamfe justo dentro de Camerún, donde trabajamos ocho horas al día durante tres días para viajar veinticinco millas, no mejoró el estado de ánimo de nadie y ciertamente no me hizo querer quedarme con el camión una vez más. momento más largo de lo necesario. Era el peor camino del mundo, con baches fangosos más grandes que nuestro camión y numerosos desvíos que se cerraban en el camino y atravesaban la jungla, pero todos los días pequeños Toyotas y Peugeots nos adelantaban con relativa facilidad. Cuando se atascaron, los ocho o diez pasajeros amontonados en cada automóvil tuvieron la fuerza suficiente para simplemente salir y empujar su vehículo fuera del lodo. Tuvimos que cavar y cabrestante cada vez. No ayudó que tanto Steve como Morgan, nuestros dos trabajadores más fuertes, hubieran contraído malaria. Sólo Hallam y Nicole mantenían algo parecido a un buen humor, y sospeché que era forzado por el bien del resto de nosotros.

    Laura y yo mantuvimos una distensión cordial,k pero fría durante todo el calvario de Ekok-Mamfe. Luego se torció el tobillo y no pudo escalar el monte Camerún. Ella me dio la bendición de ir sin ella. La acepté. La conversación fue cortés, pero no cálida.

    La noche que volví compartimos un beso rápido y nos contamos nuestras historias, pero eso fue todo. Ya había comenzado un lento deshielo. Sabía que ella sólo estaba esperando que me disculpara con ella y accediera a quedarme en el camión hasta donde llegara. Incluso sabía para entonces que haría precisamente eso. Pero, por estúpido, mezquino, infantil, malhumorado y egocéntrico que fuera, sentí que había sido manipulado injustamente, así que aguantaría un poco más. Sólo unos días más.

    Al día siguiente, el camión se dirigió a Limbe, Camerún, donde acampamos en la arena volcánica negra de Mile Six Beach. Morgan, ya recuperado de la malaria, hizo autostop junto con Lawrence, Claude y Michelle para alojarse en hoteles de la ciudad. Pero más tarde, después del anochecer, volvió. Regresó y encontró a Laura sola en la playa. Sola porque yo no estaba con ella. Sola porque yo seguía lo bastante enojado como para rechazar su oferta de ir a nadar. Por eso, por mi culpa, Morgan encontró a Laura sola y la mató.

***

    Después de la reunión con Hallam, Nicole, Steve y Lawrence, recorrí algunos de mis lugares favoritos de Londres: vi algunos músicos callejeros de Covent Garden, curioseé ociosamente en algunas librerías de Charing Cross Road, caminé por algunos de los Embankment, vi una película olvidable en el Roxy en Brixton, y tomé el metro de regreso a Earl's Court cuando la fría niebla gris del desfase horario comenzó a cerrarse en mi mente. A pesar de la multitud de españoles ruidosos que compartían mi rincón del albergue, dormí como un bebé.

    Me desperté tarde y, cuando terminé de desayunar y leer el Times y el Guardian, eran las dos. Pasé la tarde jugando al turista en la Torre de Londres, que tal vez no fue una excelente elección teniendo en cuenta cómo las espadas y los implementos de tortura habían aparecido mucho en mis sueños de los últimos tiempos y la Torre tenía un ala entera dedicada a los instrumentos medievales de muerte y agonía. Cuando llegué al Pig and Whistle, los otros cuatro ya estaban allí.

    Ya me habían pedido una pinta. Me senté y encendí un cigarrillo. Hallam abrió la boca para decir algo, pero negué con la cabeza y le hice señas de que se callara.

    —Sólo quería decir —dije—, que ni siquiera sé si hice lo correcto al pedir vuestra ayuda y, sinceramente, me alegraré casi tanto de escuchar un no como un sí. Es... no sé. Es una locura. Sé que es una locura. Tal vez estoy loco. Pero de una forma u otra, no voy a parar, voy a ir tras él. Cualquiera de vosotros que esté lo suficientemente loco como para querer ayudarme es bienvenido, pero cualquiera que no lo esté, creedme, lo entiendo completamente.

    —Oh, deja de torturarte, patán angustiado —dijo Lawrence con impaciencia—. Ese maldito bastardo enfermo necesita ser asesinado y yo, por mi parte, estoy muy feliz de ayudar.

    Me volví hacia Hallam y Nicole.

    —Pensamos esto bastante —dijo Nicole—. Queríamos idear un brillante plan alternativo que lo mantuviera encerrado de por vida. Pero no se nos ocurre cuál y, si tú llevas barruntando ésto durante algún tiempo y tampoco puedes pensar en uno, entonces supongo que no existe. Ese viejo y largo brazo de la ley es demasiado corto para Morgan.

    —Hay que lidiar con él —dijo Hallam—, y tenemos que ser nosotros los que lo hagamos, porque nadie más lo hará. Tan simple como eso.

    Me volví hacia Steve. Por ahora yo estaba sonriendo.

    Él le devolvió la sonrisa y dijo: —Por supuesto que estoy contigo, compadre. Alguien tiene que manteneros fuera de problemas. Y la próxima vez ven a nosotros antes. Demonios. Parece que te habría venido bien un poco de ayuda allá en Indonesia.

    —Así que nos vamos a Marruecos —dijo Steve, un par de pintas más tarde—. Maldito lugar grande, según recuerdo. ¿Qué tenías en mente para ajustarle las cuentas a nuestro viejo compañero?

    —Garganta del Todra —dije.

    Cuatro cabezas asintieron lentamente.

    —Garganta del Todra —repitió Hallam——. Perfecto.

24. Las Columnas de Hércules

    Tres días después, Crown Air nos llevó desde el aeropuerto de Luton, una pequeña franja de pista a cierta distancia al norte de Londres, hasta Gibraltar. Era el único vuelo que nos llevó a la zona por un precio razonable, y no había necesidad de pagar dos mil libras extra para volar a Casablanca. Tuvimos mucho tiempo. Morgan había mordido el anzuelo, la línea, la plomada y la caña de la oferta especial, y en dos días volaría al país. Dos días después de eso, si todo salía según lo planeado, llegaría a Garganta del Todra.

    Todo había sido sorprendentemente fácil de arreglar. Ayudó que Nicole trabajara en una agencia de viajes. Habíamos preparado un paquete de viaje que consistía en pasaje aéreo de regreso a Marrakech, una noche en Marrakech, dos noches en Garganta del Todra, dos días de paseos en camello por el desierto y dos noches en Essouaira en la costa atlántica. Por lo que sabían los hoteles, o Morgan para el caso, éramos una nueva empresa de paquetes turísticos llamada "Marrakesh Express Holidays" que se especializaba en paquetes marroquíes para viajeros solos o en parejas. Pasé unas horas en una copistería de Londres usando sus computadoras para crear documentación de apariencia oficial, usando muestras de compañías reales como guía. Fue la amiga de Nicole, Rebecca, pensando que estábamos organizando una fiesta de cumpleaños sorpresa, quien llamó a Morgan y le contó la historia de la cancelación de última hora. Él aceptó en el acto.

    Hallam, Nicole, Steve y Lawrence se las habían arreglado para obtener una de las cuatro semanas de vacaciones asignadas a los empleados británicos a pesar de su aviso mínimo. Debíamos volar de regreso desde Gibraltar dentro de una semana a partir de hoy. Si todo salía remotamente de acuerdo con el plan, eso nos daba suficiente tiempo y oportunidad.

    Una vez en Gibraltar bajamos del avión, recogimos nuestras maletas y caminamos por la enorme pista de aterrizaje de tamaño militar, que de verdad tenía un semáforo para indicar cuándo era seguro cruzar. El Peñón de Gibraltar se cernía sobre nosotros, ocupando una buena tercera parte del cielo.

    —¿Recordáis la última vez que vinimos aquí? —preguntó Hallam.

    —Recuerdo estar jodidamente feliz de llegar aquí —dijo Nicole—. El primer lugar que no estaba helado. Ya estaba harta de dormir en estacionamientos, gracias.

    —Dormir en el estacionamiento de Dover debido a un pequeño descuido de Steve —agregó Lawrence.

    —Vamos, creo que eatoy harto de oír eso —objetó Steve—. ¿Cómo se suponía que iba a saber que los australianos necesitan obtener sus visas por adelantado para la maldita Francia?

    —Eso es cierto, ¿cómo se suponía que él iba a saberlo? —preguntó Lawrence—. Nación de convictos penales, no puedes esperar que sepan leer.

    —Bueno, al menos no maltratamos a nuestras ovejas con prácticas sexuales antinaturales como hacéis vosotros los kiwis...

    Las disputas habituales de Anzac continuaron hasta bien entrada la ciudad. No teníamos prisa, el ferry no partía hasta dentro de unas buenas seis horas todavía. Ninguno de nosotros quería subir al Peñón, lo habíamos hecho la última vez y no parecía que valiera la pena repetirlo. Hicimos algunas compras de última hora, encontramos un pub cerca de la costa y pasamos la tarde con cigarrillos y cerveza y un camión lleno de nostalgia.

    Me había encontrado con el Gran Camión Amarillo y sus ocupantes por primera vez a la vista del pub en el que ahora esperábamos. El camión había salido de Londres, pero Rick, Michelle y yo nos saltamos la primera semana y volamos a Gibraltar. Rick y yo hicimos esto para ganar el pago de una semana extra. Michelle, por lo general, se había perdido la cita en Londres y tuvo que luchar para alcanzarla.

    Tuve emociones encontradas al principio. El camión era más viejo y chirriante de lo que esperaba. Sus habitantes ya se habían unido en un grupo, con sus bromas internas y sus parejas recién formadas, y al principio me sentí como un extraño. Pero todo el mundo parecía lo suficientemente agradable. Hallam y Nicole eran amigables, tranquilas y seguras de sí mismas, y se notaba que había acero debajo de su exterior relajado. Al principio, Steve parecía un patán australiano ruidoso, bullicioso y jovial estereotípico. Me tomó algún tiempo darme cuenta de que esa era sólo la mitad de su historia. Y Lawrence y yo nos llevamos muy bien desde el principio, cuando me subí a la camioneta y sin decir palabra me ofreció una cerveza. Caímos en una conversación sobre los méritos de San Miguel versus Kronenbourg. Luego, una chica de cabello oscuro se acercó, pasó un brazo alrededor del hombro de Lawrence y me sonrió.

    —Hola —dijo ella—. Mi nombre es Laura.

***

    Se suponía que el viaje atravesaría África hasta Kenia, pero nos separamos en Camerún. Había estallado la guerra en el Congo, se informó que la frontera con Chad estaba cerrada, pero esos eran problemas secundarios. La muerte de Laura había sido devastadora para todos. Yo sobre todo, por supuesto, pero les quitó el espíritu, la alegría de la aventura, a todos. Estuvimos juntos sólo el tiempo suficiente para organizar nuestros vuelos fuera de Camerún. La mayor parte del resto del grupo voló a Kenia. Algunos se dieron por vencidos y regresaron a Europa. Yo sólo volé a Zimbabue. En parte para visitar a mi familia allí. Sobre todo para escapar de los recuerdos de Laura que se agolpaban en todos los rincones del camión, en cada rostro familiar, como un ejército de fantasmas. Yo bebía mucho, todas las noches. Eso no ayudaba.

    En nuestra última noche, acampamos junto a un camino de tierra en las afueras de Douala, después de un tiempo sólo estábamos Hallam, Nicole, Steve y Lawrence, yo. Todos los demás se despidieron con lágrimas en los ojos y subieron a sus tiendas por última vez. Mi estado de ánimo era una desesperación negra, y cuando Nicole me dijo, amablemente, que mejoraría, estallé de ira.

    —¿Qué sabrás tú? —exigí—. ¿Cómo coño lo sabes?

    —No eres la única persona a la que le ha pasado algo terrible —dijo ella en voz baja.

    —¿Sí? ¿Lo que te pasó a ti?

    Hubo un momento de silencio mientras Nicole consideraba mi desafío. Intercambió miradas con Hallam y luego habló.

    —Tenía una hermana mayor —dijo—. Cuatro años mayor que yo. Tenía fibrosis quística. ¿Sabes lo que es eso? Es cuando las fibras crecen en tus pulmones y lentamente, durante un período de muchos años, te ahogan hasta la muerte. Comienza joven. Por lo general, estás muerto a los veintiuno. Pero Helen era una luchadora. Duró hasta los veintitrés. Los últimos tres años, la forma en que respiraba, era como vivir con Darth Vader. Y ella lo sabía, por supuesto, sabía todo el tiempo que iba a morir pronto. A veces ella se enojaba. Furiosa. Y enferma, y débil, y exigente, y manipuladora. ¿Y quién podría culparla? ¿Sabes? ¿Quién podría culparla? Te diré quién. Su hermana pequeña. Intenta vivir en la misma habitación que tu hermana moribunda durante tres años, tratando de no odiarla por morirse y por ser el centro de la vida de todos, especialmente de la tuya. ¿Te sirve eso? ¿Es eso lo bastante terrible para ti?

    Nunca había visto a Nicole perder el control de sus emociones, nunca antes la había visto ni siquiera levemente agresiva. —Lo siento —murmuré, mirando hacia abajo—. Lo lamento. Lo siento mucho.

    —Yo también —dijo ella, inmediatamente arrepentida—. Paul. Eso no salió bien. No estoy enojada contigo. No lo estoy. Lo lamento.

    Hubo un momento de silencio.

    —Lo peor que me pasó fue en Bosnia —dijo Hallam—. Mantenimiento de la paz. Un pueblito, todavía no puedo pronunciarlo, uno de esos nombres que no tienen vocales. Allí había una mujer de unos cincuenta años. Era serbia, pero no le importaba. Ella era la única allí que no se volvía loca, absolutamente loca, sobre si eras serbio, croata o bosnio. Vivía sola en una casita fuera del pueblo. En realidad nunca supe su historia. Siempre tenía asuntos de los que hablar con ella. Ella había pasado un año en Londres, así que podía traducir. Y estábamos ocupados. Estábamos muy ocupados. Y un día dice que cree saber dónde se esconde un señor de la guerra local. Criminal de guerra. Bastante ordinario para los estándares bosnios, no estamos hablando de Srebrenica, era un pequeño monstruo, pero sigue siendo un monstruo. Dice que se enterará por su sobrino al día siguiente —Hizo una pausa—. La encontramos una semana después, a unas cinco millas de la ciudad. Ella y su sobrino. Lo que quedó de ellos. Atados a un árbol. Fue... —De nuevo vaciló—. Os ahorraré los detalles. Fue feo. Fue extremadamente feo —Otra pausa—. Nunca atrapamos al cabronazo.

    Todos miramos en silencio las brasas del fuego.

    —¿Lawrence? —preguntó Nicole con voz apenas audible.

    —Lo siento —dijo Lawrence, sacudiendo la cabeza—. He tenido suerte. Nunca me había pasado nada tan malo. Ni siquiera cerca.

    —¿Steve?

    Steve negó con la cabeza. —No lo sé, compadre —dijo. Nunca pensé que lo había escuchado sonar serio antes—. Simplemente no lo sé. Hubo una vez...

    Él dudó.

    —¿Qué pasó? —preguntó Lawrence.

    —Bueno —dijo Steve—. Hubo un maldito malentendido, ¿sabes? Así que pasé un par de años en Darwin. Y esta vez, a mitad de camino, hubo otro maldito error y fueron y me culparon por eso, así que fui y pasé unas semanas ayudando a construir una carretera a través del culo del mundo allá arriba. Malditamente caliente estaba. Y las moscas, Cristo. Pero llegué a hacerme colega, un poco, con uno de los capataces, ¿sabes? Le arreglaba la bicicleta en el costado. Una Old Triumph, era, una obra clásica. Así que esta vez, conseguí que me sacara, antes del amanecer, y trajera este eskie lleno de helado donde nos recogieron al final del día. Sólo como un regalo para todos los compañeros con los que estaba trabajando. Y todo el día, creo que fue el jodido día más caluroso de mi vida, les estuve contando todo sobre este maldito eskie lleno de helado esperando al final del día —Suspiró y miró triste—. Pero me había olvidado de cerrar el eskie, ¿vale? Y algo se metió ahí. Canguros o camellos o no sé qué. Y cuando llegamos allí, todos emocionados, el esquie estaba abierto y todo el helado se había derretido.

    Se quedó en silencio.

    Después de un momento, Nicole dijo, incrédula: —¿Eso es lo peor que te ha pasado?

    Steve asintió trágicamente.

    —¿Perdiste el helado? ¿Ese fue tu peor momento? ¿No te apuñalaron una vez en prisión? ¿No me dijiste una vez que tu padre te dejó cuando tenías ocho años?

    —Oh, claro —dijo Steve—. He tenido mi parte de sobras, y una vez me clavaron un cuchillo, mi padre me dejó joven y mi madre bebía demasiado. Pero ella seguía siendo una buena madre, y él probablemente no habría sido un maldito padre, así que creo que todo salió bien. No, eso no fue tan malo. Pero cuando vi ese eskie vacío, después de contarles a todos mis compañeros el regalo que les tenía. Bueno —suspiró—. Un poco de decepción, eso fue. Un poco malditamente grande... ¿qué?

    Porque todos habíamos empezado a reír. Una vez que empezamos no pudimos parar, y al rato Steve se unió, y todos nos reímos hasta que se nos llenaron los ojos de lágrimas. En retrospectiva, supongo que fue la primera vez que me reí desde la muerte de Laura. Y la última en meses después.

***

    El sistema de ferry marroquí no se había vuelto más eficiente en los últimos dos años. —Bienvenidos a África —dijo Lawrence secamente cuando zarpamos por fin, con noventa minutos de retraso—, por favor, dejen caer sus relojes por la borda, ya que sólo servirán para confundirlos durante las próximas cinco mil millas.

    La mayoría del centenar de pasajeros eran marroquíes de regreso al país. Tal vez regresaban a casa con sus familias desde sus extenuantes trabajos agrícolas en Portugal y España, tal vez regresaban después de un día de compras en Europa. Había una docena de mochileros, pero ningún camión terrestre. Me sentí aliviado por ello. Eso habría intensificado la nostalgia hasta un punto muy doloroso.

    Hicimos que nuestros pasaportes fueran sellados por un funcionario aburrido, de unos veinte años, que estaba absorto en su tarea de cálculo. Luego nos apiñamos en la proa del barco para ver la puesta de sol sobre el Atlántico. Era una vista gloriosa, un enorme disco rojo que desaparecía bajo el océano infinito hacia el oeste, la pálida media luna se alzaba hacia el este detrás de nosotros y las costas claramente visibles cinco millas a cada lado. Gibraltar y Marruecos, Europa y África; las Columnas de Hércules. Nos quedamos mucho tiempo, con el viento salado del Atlántico en el pelo, hasta que las costas sólo se vieron como cadenas rotas de luz, hasta que ya no pudimos ver el agua oscura por la que surcaba el barco y el cielo se hubo llenado de estrellas.

    Fumamos sin cesar. Lawrence hizo comentarios cada vez más maliciosos al respecto, comenzando con "A estas alturas habría jurado que todos erais lo bastante inteligentes como para haberlo dejado" y pasando a "Un hábito sucio para gente sucia". Nosotros sabíamos que lo decía principalmente en plan divertido. Como en los viejos tiempos.

    Era casi medianoche cuando finalmente llegamos a Tánger. Un mal casco antiguo. Antaño había sido una Zona Internacional sin leyes, y aún conservaba mucho de esa atmósfera de todo vale y vigila la espaldas. En el momento en que la pasarela cayó, comenzó una gran competencia de empujones, y continuó durante todo el camino a través de la aduana, donde un oficial nos sacó a los cinco de una melé de marroquíes sombríamente decididos y abrió un escritorio sólo para nosotros. Me sentí mal por el racismo inverso, pero no tanto como para rechazar el trato especial. Lo que probablemente era extensible a todos nosotros.

    Una vez fuera, un mar de taxistas violentamente agresivos nos abordó y nos exigió nuestros asuntos. Escogimos al primero que dijo “por favor”. Es una regla arbitraria, pero supera a no tener ninguna regla en absoluto. Nos llevó a las sinuosas calles de la medina y al Pension Palace, un albergue ruinoso, aunque ornamentado y majestuoso, cerca del cruce de Petit Socco. Naturalmente inicialmente nos dijo que estaba cerrado y que conocía otro lugar a un precio muy especial, pero creo que cuando todos nos echamos a reír se dio cuenta de que ese perro en particular no iba a cazar.

    Tomamos cuatro habitaciones, encerramos nuestras maletas dentro y fuimos a los cafés del Petit Socco.

    —Dios, olvidé eso de este lugar —dijo Lawrence con tristeza mientras nos sentábamos—. No toman cerveza, ¿verdad?

    —Estoy seguro de que si lo pides amablemente y agitas un par de billetes de cien dirham, estarán más que felices de traerte un paquete de seis cervezas frías de San Miguel de algún lado… —dije.

    —Eso está bien. Me parece recordar que sirven en Marrakech. Una noche seca no debería matarme —dijo, como si intentara convencerse de ello.

    Ahuyentamos a todos los posibles guías y pedimos té de menta, en francés. Podríamos haber usado español, y probablemente inglés si tuviéramos que hacerlo, los tres eran idiomas turísticos aquí. El sabor no era nada como el té de menta en Nepal; la menta era la misma, pero aquí en Marruecos el té estaba tan sobresaturado de azúcar que se vuelve opaco incluso antes de que le agreguen la menta. No es ningún misterio por qué la mayoría de los hombres marroquíes de cierta edad tienen los dientes podridos.

    —Parece tan extraño estar aquí —dijo Nicole.

    —Siempre es un poco extraño volver a alguna parte —coincidió Steve.

    —No es eso lo que quiero decir —dijo Nicole—. Quiero decir que es extraño estar aquí por… ah, diablos. Es realmente molesto estar aquí para matar a un hombre, aunque se lo merezca. Y Lawrence, no te atrevas a llamarme hermana débil —cuando él abría la boca.

    —No —dijo—. Iba a estar de acuerdo.

    —¿Te echas atrás? —preguntó Hallam.

    Lawrence negó con la cabeza. —Eso no. Es que esto es algo serio, ¿sabes? Creo que nuestra decisión está bien tomada, pero es una decisión seria, y no finjamos que no lo es. Es molesto.

    —Yo nunca lo había hecho antes —dijo Steve—. No me importa decir que tampoco estoy deseando que llegue. Estoy pensando en ello como si me sacaran un maldito diente.

    —No necesitarás hacerlo —dudé, buscando las palabras adecuadas—. Yo te traje aquí. Él vino a por mí. Soy yo quien debería terminar con esto.

    —No nos arrastraste a punta de pistola —dijo Nicole—. Estamos todos juntos en esto ahora.

    —Hasta el final —coincidió Lawrence.

    —Esto no es... —comenzó Hallam. Todos nos quedamos en silencio mientras él encontraba las palabras adecuadas—. No es el fin del mundo. Considero que soy la voz de la experiencia aquí para... el hecho en cuestión... y la triste verdad es que no es algo tan difícil. Ni para hacer ni con lo que vivir. No digo que sea fácil ni que deba tomarse a la ligera, pero… es mucho más fácil que caminar directamente detrás de un pastel espacial de Dixcove.

    Todos nos reímos de eso.

    —Mucho más fácil que encontrar una cerveza en Mauritania —agregó Lawrence.

    —Mucho más fácil que rescatar una olla abandonada llena de lentejas —de Nicole.

    —Mucho más fácil que cruzar la frontera hacia la maldita Nigeria —dijo Steve.

    —Mucho más fácil que la carretera Ekok-Mamfe —dije.

    —Mucho más fácil que escalar el Monte Camerún.

    —Mucho más fácil que comprar en Bamako.

    —Mucho más fácil que sobrevivir a una intoxicación alimentaria en Djenne.

    —Mucho más fácil que yo tratando de meterme en un maldito tro-tro.

    —Mucho más fácil que jugar a los bolos en el coconut cricket.

    —Mucho más fácil que obtener un nuevo pasaporte en Burkina Faso.

    Levantamos nuestras copas y brindamos con nuestros tés de menta, riendo. Pero cuando las risas terminaron, no quedaban sonrisas en nuestros rostros.

    A la mañana siguiente compramos billetes de tren para Rabat. Con algunas horas aún para matar nos fuimos a dar un paseo por Tánger, para ver lo que podíamos ver. Vimos ovejas pastando tranquilamente en una ladera en medio de la ciudad; limpiabotas por docenas; escaleras y calles y túneles y callejones que se bifurcan en todos los ángulos y pendientes; el borde más lejano de Europa, visto a través de un viento cargado de sal desde las murallas de la Casbah. Vimos decadencia por todas partes, paredes desmoronadas y caminos llenos de baches, como si la ciudad se hubiera estado derrumbando durante unos buenos cincuenta años. Probablemente lo había hecho.

    El tren salió con sólo veinte minutos de retraso. Sólo estaba lleno en sus tres cuartas partes, pero había poco espacio, porque la mayoría de las mujeres llevaban mercancías suficientes para sofocar a un ejército bajo sus voluminosas túnicas, doblando su anchura y haciéndolas tambalearse como patos rellenos. Pasamos traqueteando por campos verdes ondulados, granjas cercadas por muros de cactus, toros negros pastando tan lentamente que parecían estatuas cuando pasábamos. Una bandada de palomas nos acompañó durante una buena media hora.

    Hicimos transbordo en una estación llamada Sidi-Kacem, donde tuvimos que esperar una hora porque el tren de enlace era ligero. La estación estaba a la vista de una plataforma petrolera, su aguja más alta coronada por una llama eterna que quemaba el gas de escorrentía. Había naranjos por todas partes y Lawrence se subió a uno y recogió suficientes naranjas para todos nosotros. El olor me recordó a Florida.

    Casi nos perdemos la estación de Rabat, donde nos dijeron que casi habíamos perdido nuestro tren de conexión a Marrakech, y corrimos al andén equivocado y luego al andén correcto y nos metimos frenéticamente en el tren. —Es horrible tener prisa en África —jadeó Nicole. Y, de hecho, transcurrieron otros quince minutos antes de que el tren por fin se sacudiera el sueño y comenzara a caminar penosamente a lo largo de las vías paralelas de hierro. Cuando finalmente llegamos a Marrakech eran casi las diez y todos estábamos exhaustos a pesar de que habíamos pasado la mayor parte del día sentados esperando que sucediera algo.

    No estábamos para deambular por la medina en busca de un albergue, así que tomamos habitaciones en el Boulevard Mohammed V, que era la calle principal, al igual que en todos los demás pueblos de Marruecos. Siempre es una buena política cívica nombrar la calle más importante en honor a su eternamente amado rey. Era un albergue muy occidentalizado, con sábanas limpias y empapelado, muy aburrido en plan patio en ruinas y la filigrana ornamentada del Pension Palace de la noche anterior. Tomamos una cerveza cada uno en la sala común, más por costumbre que por necesidad, y brindamos.

    Me despertó un fuerte golpe en mi puerta y me levanté de la cama, alarmado, y estaba buscando frenéticamente un arma cuando Nicole gritó desde el otro lado de la puerta: —¡Hora de su zumo de naranja, Sr. Wood! ¡El puesto número nueve espera!

    Aturdido, me puse algo de ropa y me uní a los demás en el pasillo. Cruzamos la calle y nos dirigimos directamente al corazón de Marrakech, el Djamme el-Fnaa, la gran plaza central entre la medina y la ciudad moderna. Me sorprendió lo bien que todos recordamos la geografía aquí. Ninguno de nosotros había estado aquí desde nuestra visita hace dos años, que sólo había durado noventa y seis horas, la mayoría de las cuales las había pasado muy borracho.

    Por la noche, el Djamme era una mezcla embriagadora de puestos de comida, tragadores de espadas, tatuadores de henna, encantadores de serpientes, bailarines, apostadores, vendedores de hachís y músicos callejeros, extraños incluso para los estándares marroquíes. Me pregunté si el Hombre Comedor de Cigarros seguiría actuando. Pero por la mañana estaba abarrotado por una treintena de puestos que vendían zumo de naranja natural a una cuarta parte el vaso. El puesto número nueve, todos lo recordamos bien, te daba medio vaso extra por diez dirhams. Lujo indescriptible. Añadimos unas baguettes recién horneadas y pain au chocolat, y desayunamos como emperadores.

    Este era el día en que Morgan debía volar a Casablanca. Se suponía que el compañero de Nicole lo vigilaría en Stansted para ver si estaba o no en el avión.

    Fuimos a la estación de autobuses y compramos boletos de autobús nocturnos a Garganta del Todra, lo que nos daría un día completo para prepararnos para él allí. Pasamos el tiempo paseando por la medina, que como siempre me recordó una frase de ese viejo videojuego Zork: “Estás en un laberinto de pasajes estrechos y retorcidos, todos iguales”. Calles estrechas, empedradas y con paredes altas, bordeadas por innumerables tiendas del tamaño de una alcoba que venden cuero, adornos, alfombras, especias, textiles, sombreros, dagas, alimentos, medicinas, instrumentos musicales, animales vivos, todos los artículos imaginables. Los niños jugaban al fútbol, ​​los comerciantes vendían sus productos, los buscavidas se nos pegaban como sanguijuelas. Era vertiginoso y fascinante y un poco aterrador en su pululante, ruidosa e indescifrable confusión.

    No hablamos mucho. Creo que todos estábamos pensando principalmente en qué era lo que habíamos venido a hacer aquí. No queríamos hablar de eso directamente, y el asunto no dejaba espacio para mucha ligereza. Nadie compró nada ni intentó divertirse regateando con un tendero. La mayoría de las veces o bien sólo hablábamos de cosas que observábamos o nos llamábamos nostálgicamente la atención sobre algún recordatorio de dos años atrás. Yo me sentía impaciente. Quería que el hoy y el mañana terminaran, y particularmente quería que el día después hubiera terminado. Creo que los demás sentían lo mismo. Fumé más cigarrillos que nunca en un sólo día, y Steve, Hallam y Nicole también fumaron a un ritmo récord. A este ritmo, todos moriremos de cáncer de pulmón antes de que él aparezca, pensé.

    En un momento pasamos junto a una chica europea alta y bonita de cabello oscuro en la medina, y por un momento loco pensé que era Talena que se unía a mí. No pude evitar pensar que ella podría venir a buscarme aquí de la misma manera que lo había hecho en Indonesia. La imaginé acercándose sigilosamente a mí por detrás mientras yo caminaba por la medina, ella tocándome el hombro, yo dándome la vuelta para verla allí con una sonrisa cariñosamente divertida bajo esos fascinantes ojos azules. Una bonita fantasía, pero yo sabía que nunca sucedería. Ella había dejado muy claro que no quería saber nada de esto. Ojalá tuviera alguna excusa para llamarla, pero en realidad yo no tenía nada que decir, y estaba lejos de estar seguro de que ella quisiera saber de mí. Más tarde, me dije. Cuando todo termine. Cuando llegue a casa.

***

    Laura y yo tuvimos nuestra primera conversación real uno a uno en un café en la azotea con vista a Djamme el-Fnaa. Yo estaba tomando una Coca-Cola y escribiendo postales, después de lo cual planeaba reunirme con una pandilla de los demás en el hotel más cercano que servía cerveza. Mi subconsciente debió de reconocerla cuando entró, porque levanté la vista sin razón y la vi entrar al café. Ella me vio, sonrió y se sentó a mi mesa.

    —Hola —dijo ella—. ¿Que estas escribiendo?

    Miré la postal y fingí leer: —Querida mamá: me ha secuestrado un extraño culto de nómadas africanos que me privan de carne y me obligan a lavar platos y cavar baños. Por favor, envía ayuda militar. PD: necesito más dinero.

    Ella rió. —¿Es eso una indirecta a mi grupo de cocineros estrictamente vegetarianos?

    —Puede ser.

    —No noté ningún bistec la última vez que cocinó tu grupo.

    —Eso es diferente. Nosotros somos vegetarianos por pura pereza. Vosotros lo sois por principio. Eso es lo que está mal.

    —No es culpa mía —protestó ella—. Melanie es la única vegetariana en nuestro grupo. El problema es que ella también es la única que sabe cocinar.

    —¿Y de quién es la culpa de eso?

    —De mis perezosos padres.

    —Bueno, siempre que la pereza esté involucrada de alguna manera, todo está perdonado —dije—. ¿Dónde está Lawrence?

    Hizo una mueca y agitó las manos de una manera cortante tipo "quién sabe a quién le importa que yo me lave las manos".

    —Oh oh. ¿Problemas en el paraiso?

    Ella suspiró. —No es… bueno. Es un buen hombre. Y me pareció una buena idea en ese momento… y… y voto por cambiar de tema.

    —Claro —dije, aunque estaba muy interesado en el tema. Miré el Djamme en busca de inspiración y vi a uno de los encantadores de serpientes—. ¿Sabes lo que pienso? —le pregunté—. Creo que el camión necesita una mascota. Ya sabes, la mascota de un camión. Una de esas grandes serpientes debería servir a la perfección.

    —Esa es una muy buena idea —dijo con seriedad—. Puede viajar debajo de las tablas del piso. O en el espacio de los casilleros. Podemos alimentarla con ratas. No sé si aún tenemos ratas, pero también podríamos montar una granja de ratas donde guardan las piezas de repuesto del motor.

    —También podríamos darle de comer a Michelle si ella comienza a darnos algún problema.

    —Bien pensado. Y apuesto a que lo hará. Esa chica tiene problemas escritos por todas partes. O al menos lo hará cuando los vendedores de tatuajes de henna hayan terminado con ella.

    —Hagámoslo —dije—. Claro, podríamos hablar con todos al respecto y votar, pero como dicen, es más fácil pedir perdón que permiso. Podemos ir a comprar la serpiente ahora mismo y llevarla al camión. Creo que Steve está de guardia esta noche. Él nunca se dará cuenta.

    —Aunque lo haga, probablemente pensará que es Michael —dijo Laura, y apenas logré mantener mi expresión rígida—. Pero ¿y si es tímida? Va a tener que conocer a todas estas otras personas mañana. La pobre quedará psicológicamente marcada de por vida. Apuesto a que es mejor con grupos pequeños, por lo que probablemente deberíamos ir esta noche y presentarla a las personas en grupos de uno y dos. Ya sabes, dejarla suelta dentro de las tiendas de campaña y las habitaciones de hotel de la gente.

    —Esa es una aún mejor idea —estuve de acuerdo.

    Nos asentimos de una manera seria y satisfecha antes de permitir que dos amplias sonrisas se dibujaran en nuestros rostros.

    —Gracias —dijo ella—. Necesitaba esto.

    —No, no —le dije—, gracias a ti.

    Ella se levantó. —Supongo que he perdido suficiente tiempo. No es que esto fuera una pérdida de tiempo. Pero… necesito ir a buscar a Lawrence y tener "La Charla" —las mayúsculas fueron claramente audibles.

    —Buena suerte con ello.

    —Gracias —dijo ella—. Y si encuentro una serpiente en mi habitación esta noche, eres hombre muerto.

***

    A las ocho, Nicole llamó a Londres desde un teléfono público. Habló brevemente con Rebecca, asintió, colgó y salió para darnos la noticia de que se suponía que era lo que queríamos: —Morgan iba en el avión —nos informó.

    Nadie dijo una palabra.

    Los dos autobuses a Garganta del Todra eran grandes y tenían aire acondicionado y estaban ocupados casi en su totalidad por mochileros que ahorraban dinero pasando la noche en un autobús en lugar de en un hotel. Me sentí mal por todos los cigarrillos. Los asientos estaban descoloridos y rotos y sólo se reclinaban unos diez grados. No me sentía como si estuviera dormido, pero debí haberlo hecho, porque una vez me pareció ver a un hombre grande y calvo en la parte delantera de nuestro autobús girar la cabeza para mirarme, y era Morgan. Me sacudí y cuando volví a mirar no había ningún hombre calvo allí, sólo una pareja japonesa.

    Tuvimos un descanso para fumar en una gasolinera rodeada por un bosque de cedros. Mi reloj me dijo que eran las dos de la mañana. El bosque se veía hermoso; sin arbustos ni malas hierbas, sólo una suave alfombra de hierba bajo árboles de cedro de treinta metros, pintada de blanco y negro por la brillante luz de la luna, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

    Mientras nos alejábamos frente a nuestro autobús, Lawrence se bajó y caminó para unirse a nosotros. Esperábamos a que hiciera el inevitable comentario sobre hábitos inmundos y repugnantes.

    En cambio, dijo: —Dame uno de esos malditos.

    Nos miramos unos a otros en estado de perplejidad.

    —Lawrence —dijo Nicole—, ¿tú has fumado antes?

    —Una vez —dijo, tomando un cigarrillo y un encendedor de Steve—. Yo tenía once años. Rugía Anzac a punto de vomitar como un campeón —Se atragantó con la primera bocanada—. Estos jodidos no han mejorado nada desde entonces —tosió, pero siguió. Cuando hubo terminado las tres cuartas partes, lo apagó y volvió a subir al autobús.

    Los cuatro nos miramos boquiabiertos, sin palabras, antes de seguirlo.

    Debí de haberme vuelto a dormir después de eso, porque lo siguiente que recordé fue mirar por la ventana y preguntarme dónde estaban las estrellas. Debía de estar nublado, pensé. Entonces me di cuenta, probablemente no. Habíamos dejado atrás el clima verde, fértil y mediterráneo del noroeste de Marruecos y ahora estábamos en el borde mismo del desierto del Sahara, una tierra de camellos y escorpiones, matorrales desérticos irregulares donde sólo los arbustos y las malas hierbas más resistentes y espinosas sobrevivían a la cocción del sol y a las inundaciones repentinas, donde montañas enteras eran de un color suave y uniforme sin un sólo árbol. Una densa capa de nubes parecía poco probable.

    Miré más arriba y vi una luna creciente colgando del hombro de una colosal masa de roca que se tragaba la mayor parte del cielo. El borde del acantilado brillaba pálido como la muerte a la luz de la luna. Estábamos ahí. Garganta del Todra, una estrecha grieta de unos treinta metros de ancho en este punto y unos buenos ciento sesenta metros de altura. Empujé a Lawrence a mi lado y sus ojos se abrieron como si realmente sólo hubiera estado descansando sus párpados.

    —Ya llegamos —dije.

    —Oh, feliz día —dijo, y volvió a cerrar los ojos.

    Unos minutos más tarde, el autobús retumbaba y resollaba hasta detenerse y, después de largos minutos de confuso apeo en la oscuridad, nos pusimos en pie con nuestras cosas y nos registramos en el Hotel des Roches, un gran lugar viejo y ruinoso, todo azulejos descoloridos y pintura desmoronada. Nos registramos con nombres falsos, lo cual fue bastante fácil. El personal del hotel nos trató a nosotros y a los otros tres alojados aquí como si fuéramos el primer grupo de viajeros que habían visto en su vida, aunque debían estar acostumbrados a recibir una nueva multitud cada mañana.

    Dormimos en nuestras habitaciones hasta el amanecer y luego nos reunimos en la sala común para un desayuno rápido de pan, tortillas y té de menta. Lawrence rechazó una oferta de un cigarrillo. No hubo intercambio de bromas ese día. Morgan debía llegar a Garganta del Todra en veinticuatro horas, en el mismo autobús que acababa de llevarnos a nosotros aquí. Era hora de que empezáramos a hablar sobre los detalles sangrientos de la horrible misión que nos había traído hasta aquí. Era hora de un consejo de guerra.

25. Conaissance

    La Garganta de Todra tiene unas buenas casi veinte millas, de este a oeste, una cicatriz de quinientos pies de profundidad tallada por el delgado río que se filtra hacia el este. Nosotros estábamos en el extremo este y más estrecho, donde media docena de hoteles se apiñan a la sombra de un grupo de peñascos colgantes muy populares entre los escaladores. Alrededor de media milla más allá de los hoteles, el río se acumula en un estanque, y una cuña sorprendentemente verde de árboles y tierras de cultivo, hogar de unos quinientos agricultores pobres del pueblo, se encuentra en medio de un mar de roca roja y un calor abrasador como si un pedazo de Indonesia se hubiera caído en el desierto. Entre los hoteles y el pueblo, una carretera serpentea por una cicatriz de deslizamiento de tierra hasta la parte superior del desfiladero, lo suficientemente grande para los autobuses. Cuando estuvimos aquí antes, el río tenía unos buenos dos pies de profundidad donde estaban los hoteles, y los autobuses tenían que sufrir para atravesarlo. Pero eso había sido primavera. Ahora era otoño, y el río tenía sólo quince centímetros en su punto más profundo.

    La garganta se ensanchaba ligeramente y se volvía menos escarpada a medida que ascendía hacia el oeste. En el otro extremo del desfiladero había un albergue juvenil, y lo que debía hacer un viajero aventurero era pasar un día caminando hasta el albergue juvenil y el siguiente caminando de regreso, bajo el calor abrasador del sol del desierto. Si tienes que preguntar por qué, nunca lo entenderás. El sendero seguía el lecho del río durante algún tiempo, pero luego subía por las paredes del desfiladero. A veces el desfiladero se ensanchaba y podías subir de arriba abajo sin usar las manos; pero inevitablemente volvía a estrecharse, a veces durante largos tramos, donde el sendero rocoso estaba lleno de cantos rodados, con un acantilado de sesenta metros a la derecha y una caída escarpada de otros sesenta a la izquierda.

    Por eso yo lo había seleccionado. En el fondo de mi mente lo había imaginado así: esperamos a Morgan detrás de una roca, vigilando con los binoculares; él llega; lo acechamos y lo tiramos por el borde; y cuando la policía marroquí empieza a investigar la muerte de otro viajero torpe, estamos de vuelta en Gibraltar. Supongo que todos lo teníamos en el fondo de nuestras mentes. Cuando les expliqué esto, asintieron como si yo estuviera diciendo lo obvio.

    —Suena simple —dijo Lawrence—. Aunque muchas cosas podrían salir mal.

    —Bien. ¿Y si hace amigos en el autobús, como hizo en Indonesia, y aparece con una multitud? —pregunta Nicole.

    —¿O y si decide que está demasiado lleno y decide explorar el otro lado? —Lawrence sugirió—. ¿O y si está enfermo y ni siquiera viene aquí?

    —Ningún plan de batalla sobrevive al contacto con el enemigo —citó Hallam—. Creo que la verdadera dificultad aquí es que tenemos que mantenernos ocultos. Si ve a alguno de nosotros, podría terminar la emboscaba. Eso dificultará estar al tanto de dónde está más de lo que me gustaría.

    —Él podría decidir tomar una de esas largas travesías en camello por el desierto en lugar de llegar a pie hasta aquí —dijo Lawrence.

    —¿O y si se le da por la escalada y se pasa todo el día subiendo por los salientes de este extremo? —preguntó Hallam.

    —Deberíamos haber pensado más en esto —dijo Nicole, sacudiendo la cabeza—. Parecía tan simple en Londres, pero ahora, quiero decir, sin ofender, Paul, pero esto no es un plan, es sólo la esperanza de que caiga en nuestro regazo.

    —Lo sé —dije malhumorado. Hallam y Lawrence asintieron. Yo no sabía qué hacer.

    Steve se aclaró la garganta ruidosamente y todos nos giramos hacia él.

    —Cristo —dijo—. Vaya montón de mantas mojadas y tristes que sois. Yo pienso que es un maldito buen plan. Creo que todos estáis olvidando un par de puntos.

    —¿Cuáles? —le pregunté yo.

    —Bueno —y aquí cambió a un acento cockney—, básicamente...

    Todos nos reímos. Esa era una broma interna del camión.

    —... básicamente creo que todos estáis olvidando que no estamos tratando con ningún tipo de misterioso extraño desconocido. Se trata de Morgan. Así que; uno, os lo aseguro, Morgan va a subir por ese desfiladero. ¿Creéis que irá a explorar y besar bebés en ese pueblo por el otro lado? No es muy probable, os lo aseguro. Y dos, ¿habéis olvidado lo rápido que se mueve ese hombre cuando tiene voluntad? Está más en forma que yo, no me importa admitirlo. No va a disminuir la velocidad por ningún maldito grupo de compañeros que conoció en el autobús anoche. ¿Recuerdas cómo odiaba cuando alguien lo ralentizaba? Él podría decir 'Te guardaré una cerveza en la parte superior', pero creo que esa es la única concesión allí. Y creo que eso es sólo en el caso de que no haya escasez de cerveza allí.

    Para ser Steve, aquel fue un discurso extraordinariamente largo. Cuando terminó, el resto de nosotros mostramos sonrisas tentativas para igualar la sonrisa de Steve. Él estaba en lo cierto. Morgan nos conocía, y eso podría ser un problema; pero nosotros conocíamos a Morgan, y esa era nuestra arma secreta.

    —Oigo el sonido de la verdad ahí —dijo Hallam.

    —Estoy convencida —coincidió Nicole.

    —Correcto —dijo Lawrence—. Basta de esta tontería de planificación. Siempre la odié de todos modos. ¿Vamos a hacer un pequeño reconocimiento, entonces?

    Nos pusimos las botas de montaña, compramos un poco de agua, nos pusimos los sombreros, nos untamos protector solar, nos echamos las mochilas al hombro y empezamos a caminar por La Garganta de Todra. No íbamos a subir todo el camino. Sólo lo bastante como para encontrar el lugar perfecto para una emboscada. El lugar perfecto para matar a un hombre.

    —Ojalá tuviera tiempo de escalar un poco —dijo Hallam con nostalgia mientras partíamos, mirando hacia la fila de escaladores que trepaban por el acantilado frente a los hoteles—. Poco precioso de eso en Inglaterra. Algunas paredes interiores, algunas rocas, pero no es lo mismo.

    —Tal vez podrías tomar prestado algo de equipo pasado mañana cuando todo haya terminado —dije, pero lo dudaba. Pensé que cuando todo terminara, todos querríamos simplemente largarnos de Dodge y dejar que nuestros recuerdos sanaran lentamente sobre las cicatrices mentales.

    Avanzamos por el lecho del río, grava seca ocasionalmente marcada por un charco de agua. La mayoría de los excursionistas del desfiladero ya se habían ido y teníamos el camino para nosotros sólos. El intenso sol del Sahara caía sobre nosotros y nos colgamos camisetas de repuesto alrededor del cuello para protegerlos. Un riachuelo anoréxico descendía lentamente desde el extremo oeste del desfiladero, y el sendero vagaba borracho de una orilla a la otra. A ambos lados había muros de quinientos pies de roca roja, ranurados en capas como marcas de rastrillo en la arena, cada capa de diez o veinte pies de profundidad, las líneas se hundían y se balanceaban como olas.

    Después de casi una hora, el sendero seleccionó el lado norte del desfiladero, lo seguía y comenzaba a elevarse alejándose de la base. Las laderas habían cambiado de abruptas a empinadas, pero navegables. Cabreros que parecían recién salidos del siglo XIV engatusaron a sus ágiles rebaños por los lados del desfiladero para beber en el río. Media hora más tarde pasamos junto a un anciano con piel de cuero y di¡entes negros que conducía una docena de camellos a un estanque de agua. Le dimos a las criaturas viles y violentas un amplio margen.

    Un poco después de eso, los bordes del desfiladero comenzaron a cerrarse uno hacia el otro, como atraídos magnéticamente. El sendero aún era ancho, de unos veinte pies, pero la pared de roca a la derecha y la caída a la izquierda gradualmente se volvieron más y más empinadas, y el sendero se llenó de cantos rodados. Me preguntaba cómo llegaron aquí las rocas. ¿Cayeron desde arriba? ¿O fueron depositados por las inundaciones repentinas que atronaron el desfiladero una o dos veces al año?

    Ahora nos movíamos más lentamente. Steve desconectó su Walkman. Esto era la zona de muerte. Examinamos las rocas que pasamos, las vistas arriba y abajo del sendero, la cara del acantilado debajo de nosotros. Buscando el lugar perfecto para tomar a un hombre por sorpresa y tirarlo por el precipicio.

    Lo encontramos a unos veinte minutos a pie desde donde las paredes se volvían verticales. Unas dos horas a pie desde el hotel. El sendero doblaba a la izquierda, en un peñasco que sobresalía del suelo del desfiladero, muy abajo, seguía recto unos quince metros y luego volvía a doblarse a la derecha. La mitad de esta sección del sendero en forma de boomerang estaba decorada con unas cuantas rocas enormes. Era ideal. Desde los extremos de ese tramo de quince metros podíamos ver un largo camino hacia arriba y hacia abajo del sendero, pero lo que sucedía en el medio sería invisible para otros excursionistas. Y había treinta metros hasta el fondo del cañón.

    Estaríamos atentos a Morgan desde allí y esperaríamos a que llegara. Dos o tres de nosotros nos escondíamos detrás de una de las rocas cuando él pasara, y cuando llegara a la mitad de ese tramo saliente, los demás saldrían por el otro extremo y el camino estaría bloqueado en ambos lados. Todo terminaría en un santiamén.

    Ese era el plan.

***

    !

    Regresamos al Hotel des Roches para cenar.

    —Necesitan una letra adicional en el nombre —dijo Lawrence mientras se unía a Steve y a mí en nuestra mesa, en un rincón distante de los otros comensales—. Hotel des Roaches. Parece que esperan que yo provea a una tribu de miles mientras estoy aquí. No estoy preparado para ese tipo de responsabilidad. No soy un hombre de familia.

    —Tal vez podríamos establecer un campamento de refugiados de cucarachas —sugerí—. Al estilo de Ruanda. Las cucarachas migran, ¡pero no emigran!

    —Esa es una broma de mal gusto —dijo Steve con seriedad, y por un momento me tuvo, pero luego volvió a sonreír y dijo—. No me hagas acercarme a la maldita Alta Comisión de las Naciones Unidas para los Refugiados de Cucarachas. Se levantarán y formarán un maldito subcomité de trabajo, ya verás.

    —Incluso podrían emitir un comunicado de prensa redactado enérgicamente —agregó Hallam, uniéndose a nosotros—. Se anunciará una gira de investigación patrocinada por cucarachas americanas famosas.

    —Richard Gere aparecerá en los Oscar pidiéndonos a todos un momento de silencio por las cucarachas de todo el mundo… —dije—. ¿Dónde está Nicole?

    —Tomando otra ducha —Se encogió de hombros—. ¿Que hay para cenar?

    —Depende de cuántos elementos del menú estén realmente disponibles —dijo Lawrence.

    —Dios, no estamos en el maldito Togo —dijo Steve—. Marruecos es casi la mitad de civilizado. Creo que los productos son más o menos como se anuncian.

    —Tu optimismo te da crédito —dijo Lawrence—. Desafortunadamente, tu juicio dice lo contrario. Oye, no eres sólo tú, es Australia en su conjunto. Tengo un proverbio definitorio de allí.

    —Parece que hay ocho variedades diferentes de cuscús —dijo Hallam, dejando el menú—. Sin embargo, ningún camello. Más bien lo anhelaba.

    —Nosotros no comemos camellos —dije—. Los camellos nos comen a nosotros. Creo que son la especie dominante.

    Pasó el camarero y todos pedimos estofado de verduras sobre cuscús con pan y Coca-Cola. Hallam también pidió uno para Nicole. Ninguno de nosotros era vegetariano, pero todos rehuíamos la carne cuando viajábamos por el Tercer Mundo. Al otro lado de la habitación, un grupito de jóvenes mochileros de cara fresca cenaban cordero y cabra, arriesgándose a pasar el día siguiente sudando y acurrucándose a diez metros de un retrete en lugar de caminar por el desfiladero. Irónicamente, los cinco éramos probablemente más impermeables a la salmonella o lo que fuese que la carne pudiera llevar, ya que viajábamos mucho, armados con estómagos de hierro fundido llenos de bacterias veteranas, reclutadas de al menos cinco continentes, que matan a todos los intrusos. Pero junto con la resistencia a la enfermedad venía una mayor renuencia a arriesgarse a sufrirla nuevamente.

    Charlamos y fumamos durante unos veinte minutos. Nicole no llegó. Todavía estaba ausente cuando llegó la comida. —Iré a buscarla —dijo Hallam—. Probablemente se quedó dormida en la bañera o algo así —Pero él no sonaba del todo convencido, eso no era propio de ella, y salió de la habitación más rápido de lo absolutamente necesario. Empezamos a comer.

    Hallam volvió un minuto más tarde y después de una mirada a su rostro angustiado me olvidé por completo de comer. Corrió hacia nosotros y dejó caer el trozo de papel que tenía en la mano sobre la mesa. Intentó decir algo, pero no le salieron las palabras, sólo un aullido, como el de un perro al que han pisado. Yo nunca lo había visto así. El fresco, competente y tranquilo Hallam había sido reemplazado por pánico animal.

    Miré el papel a pesar de que ya sabía en mis entrañas lo que había sucedido. Un garabato familiar.

    HALLAM ANCIANO

    TU MUJER SE VE MUY BONITA DESNUDA

    ¿QUIERES VERLA DE NUEVO?

    VEN A ESE LUGAR EN LA GARGANTA

    YA SABES

    EL QUE ELEGISTEIS PARA MÍ HOY

    AHORA MISMO, SIN ESPERAS

    TRAE A TUS AMIGOS

    TA

    —Está aquí —logró decir por fin Hallam—. Él la tiene. Tenemos que irnos.

    —Oh, no —respiró Lawrence, leyendo la nota, y se puso de pie. Al igual que Steve.

    Yo permanecí en mi silla. Necesitaba pensar. No había tiempo para pensar, pero necesitaba hacerlo. A veces no piensas, haces exactamente lo que requiere la situación. Pero esta vez, me di cuenta, requería no hacer, sino pensar.

    —Paul, levántate, está sólo quince minutos por delante de nosotros, podemos alcanzarlo —instó Steve.

    —No tan rápido —dije, obligando a mi voz a permanecer tranquila, desapasionada.

    —¿Qué carajo? —Había una peligrosa nota de histeria en la voz de Hallam.

    —Es una trampa —dije, pensando mientras hablaba—. O un truco. Uno de los dos.

    —Paul, tiene a Nicole —dijo Hallam desesperadamente, como si eso justificara caminar hacia una muerte segura. Por supuesto que para él lo justificaba. Al llevarse a Nicole, Morgan había neutralizado efectivamente a Hallam. Elegante. Demoníacamente inteligente.

    —Tiene razón —dijo Lawrence—. Tenemos que pensar en esto.

    —No tenemos tiempo —dijo Steve.

    —Es una caminata de dos horas por el desfiladero —dije bruscamente—. ¿Quieres llegar en dos horas y estar muerto cinco minutos después, o quieres llegar en dos horas y cinco minutos listo para lo que va a pasar?

    —Podemos hablar por el camino —instó Hallam.

    —Si vamos allí —le dije.

    —¿Si?

    ¿Cómo sabemos que la ha llevado allí?

    —¡Está en la nota! —exclamó Steve, como si fueran los Diez Mandamientos.

    —Precisamente —dije—. Así que lo único que sabemos es que eso es exactamente lo que Morgan quiere que creamos. Lo cual está muy lejos de convertirlo en verdad.

    Hubo una pausa mientras Steve y Hallam absorbían esto.

    —Entonces, ¿dónde crees que está? —preguntó Steve.

    —Creo que hay tres posibilidades —dije. Había pensado en esto ahora, en algo que tenía algún tipo de sentido—. Uno. Dijo toda la verdad y la está llevando allí ahora mismo porque está tendiendo una especie de trampa allí y está seguro de que podrá lidiar con todos nosotros. Dos. Es una mentira total y él la está llevando por el otro lado, hacia el pueblo, y tratando de enviarnos a una persecución inútil —Estuve a punto de continuar con "para que él tuviera tiempo de acabar con ella", pero temía que eso pudiera llevar a Hallam al borde de la cordura. El pensamiento me sacudió hasta la médula: Nicole no, por favor, ella no—. Tres. Está siendo jodidamente elegante y no la ha llevado a ninguna parte. Ella está aquí mismo en su habitación en uno de los hoteles y él cuenta con que nosotros salgamos corriendo como pollos sin cabeza y yendo a todos lados.

    —Entonces, ¿cuál es? —preguntó Hallam.

    Esa era la pregunta proverbial de los sesenta y cuatro megabytes, ¿no? ¿Qué haría Morgan? ¿Qué buscaba? No sabíamos nada.

    No, borra eso. Sabíamos que estaba aquí y que nos había seguido hasta el desfiladero hoy. (A menos que uno de nosotros estuviera confabulado con él y se lo hubiera contado todo...) Sabíamos que se había llevado a Nicole no hacía más de media hora, cuando ella había ido a ducharse. Eso no era algo fácil de hacer, aunque él fuese el doble de grande que ella, Nicole era terca como el infierno y no dejaría de luchar a menos que no hubiera otra alternativa.

    Y sabíamos quién era. Morgan Jackson. Lo conocíamos bien.

    —Creo que nos ha dicho la verdad —dije—. Estoy bastante seguro, pero no puedo estar totalmente seguro. Creo que deberíamos separarnos. Un grupo va por el sendero. El otro grupo se queda aquí, revisa los hoteles y revisa el camino hacia el pueblo. Pero no creo que encuentren nada. Creo que tengo una idea bastante clara de lo que está tramando.

    —¿El qué? —preguntó Lawrence.

    —Creo que tiene un arma —dije. Eso explicaba muchas cosas. Explicaba cómo se había llevado a Nicole sin un grito ni una fuerte batalla. No podía imaginarlo emboscándola, golpeándola en la cabeza y llevándosela lejos del hotel; entonces tendría 40 kilos de peso muerto que cargar, y si no juzga bien el golpe, sólo la aturde, o si la golpea demasiado fuerte y le sale sangre de la cabeza, y estamos en una zona turística bastante poblada, es demasiado arriesgado para él. Y no podía imaginar a Nicole cediendo dócilmente a él si sólo tuviera un cuchillo, ella le habría gritado o le habría dado un rodillazo en las bolas o habría corrido hacia él o algo así, sabía que estábamos a sólo unos pasos de distancia. Pero un arma, eso era diferente, eso era una carta de triunfo. No tiene sentido gritar y hacer que nos maten a todos en ese mismo momento.

    —Y él sólo planea atraernos allí y dispararnos a todos —dijo Lawrence.

    —Es más probable que el plan más simple sea el correcto —dije—. Y no hay nada más simple que eso. Lo cual es otra buena razón para separarse, para que no nos mate a todos.

    —Así que tiene un arma —dijo Steve. Él se sentó. Lo mismo hizo Lawrence, y luego Hallam. Hallam se veía un poco mejor. Creo que ahora que habíamos definido los términos del compromiso, que habíamos reducido parte de la incertidumbre, era más fácil para él. Y si estaba en lo cierto, todavía necesitaba a Nicole viva como cebo, viva y ambulatoria, y no tendría tiempo de hacerle nada malo. Todo cosas buenas.

    —Eso creo —dije.

    —Y Nicole —continuó Steve.

    Asenti.

    —Y nosotros no.

    Asentí de nuevo.

    —Un maldito problema, ¿no? —Steve dijo, y se rascó la cabeza.

    —No creo que haya habido ninguna lucha —dijo Hallam de repente—. La nota estaba en nuestra habitación. Supongo que la hizo entrar o salir de la ducha y la llevó de regreso a nuestra habitación para vestirse.

    —Pues, ¿qué hacemos? —me preguntó Lawrence.

    ¿Qué soy yo, el Hombre Respuesta? Quise responderle. Quise deferir a Hallam, pero estaba demasiado nervioso para pensar con claridad. Y tal vez yo era el hombre adecuado a quien preguntar. Sentí esa furia crecer dentro de mí otra vez. Desde que habíamos entrado en Marruecos, había pensado con temor en enfrentarme a Morgan, lo consideraba como una especie de tarea indescriptiblemente horrible que tenía que realizarse, mejor hecha y terminada, y nunca volver a pensar en ella. Pero ahora que estaba a la mano me sentía muy diferente. Ahora le daba la bienvenida. Ahora me deleitaba la oportunidad.

    —Tenemos que decidir quién se queda aquí —dije—. Y luego, luego tengo un plan. No es un muy buen plan, pero es lo único que tengo. Si alguien tiene una idea mejor, creedme, me encantaría oírla ahora mismo.

    —¿Cuál es tu plan? —preguntó Hallam.

    Se lo conté.

    Todos estuvieron de acuerdo en que no era un buen plan. Pero nadie tenía uno mejor.

26. Enfrentamiento en Big Sky

    Lawrence y yo salimos del hotel y comenzamos la larga caminata hacia la Garganta de Todra. Hacia esa curva en forma de boomerang en el sendero entre dos acantilados escarpados. Al lugar de la muerte. Así lo había bautizado mentalmente. Alguien iba a morir allí esta noche. Fácilmente podría convertirme en una de las víctimas de la noche, pero ese pensamiento no me preocupaba demasiado. Era la idea de que mataran a Nicole y a mis amigos lo que me asustaba. Asesinados por mi culpa, por lo que les había dicho y hacia dónde los había traído.

    Caminamos tan rápido como nos atrevimos. La luna aún estaba oculta detrás de las imponentes paredes de roca, y yo iluminaba nuestro camino con mi linterna Maglite. La misma Maglite que había usado para seguir a Morgan en Tetebatu hacía sólo dos semanas en Indonesia. Me alegré de haber comprado pilas nuevas en Londres. Durarían todo el camino hasta el lugar de la muerte. No todo el camino de regreso, no lo pensé, pero si las linternas apagadas fueran nuestro principal problema en esa etapa, sería un hombre feliz.

    Ese día ya habíamos hecho una gran cantidad de caminatas y las descargas de adrenalina no duran dos horas, pero no me cansé. Probablemente podría haber caminado hasta el albergue juvenil y volver. El Circuito Annapurna había sido un entrenamiento ideal para esto; mis pies eran duros como piedra, las ampollas habían sido reemplazadas por callos hacía mucho tiempo, y mis piernas eran máquinas hechas de hierro. Lawrence tampoco parecía cansado. Era uno de esos tipos delgados, nervudos e indestructibles que nunca disminuye la velocidad.

    Tenía vagas esperanzas de alcanzar a Morgan y Nicole antes de que llegáramos al lugar de la muerte, probablemente sólo tenían veinte minutos de ventaja sobre nosotros, pero no pensé que realmente sucedería. No iba a dejar que ella lo detuviera. Nicole era fuerte y capaz, y tal vez podría alejarse de él en la oscuridad. Pero yo tenía mis dudas. Morgan era más grande, más fuerte y más rápido y, si estaba en lo cierto, tenía un arma. Si parecía que ella iba a escapar, él le dispararía sin dudarlo. Y ella lo sabía.

    Estaba silencioso, increíblemente silencioso e increíblemente oscuro. Es fácil de olvidar, vivir en una ciudad del primer mundo donde hay un brillo de fondo constante de las luces de la calle y las torres de oficinas, incluso a medianoche, cuán oscura puede ser la noche. Una delgada cinta de estrellas era visible en lo alto, entre las paredes del desfiladero, pero aparte de eso, bien podríamos haber estado a una milla de profundidad en una mina de carbón. No había sonidos excepto los que nosotros hacíamos; sin viento, sin animales, sin hilos de agua, nada más que el ruido de nuestras ropas susurrando y nuestras botas rozando la roca. Hacía frío, increíblemente frío tan pronto después del calor diurno que podía freír huevos. El desierto era abrasador durante el día, pero gélido por la noche.

    Caminamos, rápido y en silencio. Al principio no había nada de qué hablar. Pero fue una caminata larga, calculé noventa minutos a nuestro ritmo de marcha rápida, y había mucho tiempo para pensar. Y cuanto más pensaba, más una terrible sospecha comenzaba a deslizarse en mi mente.

    Por un momento, de vuelta en el hotel, sólo un momento, me pregunté si alguno de nosotros estaría ayudando a Morgan. Inmediatamente descarté la idea. La idea de que Hallam o Nicole ayudaran a Morgan era simplemente una locura. Estaba absolutamente seguro de que Steve, a pesar de todo su pasado como exconvicto, era más probable que le diera un beso francés a un cocodrilo que que hiciera algo para dañar innecesariamente a otra persona, especialmente a Nicole. Y me había imaginado que seguramente Lawrence también estaba más allá de toda sospecha. Pero ahora, mientras caminaba y pensaba, hechos peligrosos comenzaron a alinearse en mi mente, y comencé a cuestionar esa última conclusión.

    Había una razón por la que Lawrence había sido uno de mis sospechosos originales. No sólo por su aventura con Laura y su dolor casi sobreexcitado después de su muerte. Era un hombre tranquilo, cerrado al mundo. Divertido y amigable, sí, pero nunca había mostrado mucho de lo que se ocultaba debajo de esa capa de personalidad. No podía decir que sabía cómo era Lawrence, lo que lo ponía en marcha, de la forma en que conocía a los otros tres.

    Morgan podría haber detectado la amenaza para él aquí, tenderle una emboscada y capturar a Nicole, él solo. Era bastante capaz de ello. Pero habría sido más fácil, mucho más fácil, si uno de nosotros le hubiera dado información, si hubiera estado de su lado.

    En Indonesia, cuando Morgan y yo nos encontramos, cuando mi presencia lo inquietó brevemente, el único otro camionero que había mencionado por su nombre era Lawrence.

    La noche en que murió Laura, Lawrence se había ido con Morgan a la cercana ciudad de Limbe. Se habían ido juntos. Y Lawrence no había sido visto hasta la mañana siguiente.

    Nada concluyente. Lejos de ahi. Sospechoso. Eso fue todo. Seguramente no había ninguna razón, ninguna razón concebible, para que Lawrence ayudara a Morgan.

    A menos que Lawrence también fuera miembro de El Toro.

    Por un momento sentí que mis piernas marchaban solas, como si la conexión entre mis músculos y mi mente se hubiera cortado. Un hilo de sudor frío comenzó a deslizarse por mi espalda. Eso encajaba. Quise fingir que no, pero todo cuadraba. Nada concluyente. Pero por mucho que lo intentaba, no se me ocurría ninguna manera de refutar mi nueva y terrible teoría. Era totalmente consistente con los hechos. Y, si era cierta, estábamos caminando directamente hacia una trampa ineludible.

    Quise parar, pensar, cambiar el plan, pero era demasiado tarde. Teníamos que seguir adelante a pesar de mis nuevas dudas. No había tiempo de pensar en alguna excusa para cambiar las cosas y que Lawrence se quedara en el hotel. No si íbamos a salvar a Nicole. Lo único que podía hacer, lo que tenía que hacer, era tratar de averiguar si Lawrence era digno de confianza antes de que llegáramos al lugar de muerte.

    Tuve la tentación de detenerme y preguntarle directamente. La sorpresa podría forzar una revelación de él. Pero si no era así, y si él era culpable, entonces sería inteligente ante mis sospechas. Tal vez sería mejor dejarlo adivinando.

    —Lawrence —dije.

    —Sí.

    —¿Cómo crees que lo descubrió?

    Una pausa. —Ni idea, compadre. Ni puta idea.

    —Debió de haber sospechado algo. Tal vez rastreó nuestra empresa y descubrió que no existía. Debió de haber estado siguiéndonos desde el principio. Es como si hubiera estado viendo todo lo que hacíamos.

    —No podemos hacer nada al respecto ahora. Esperar y rezar, compadre, eso es todo.

    —¿Qué hay de Steve? —le pregunté.

    El ritmo de Lawrence vaciló. —¿Qué pasa con él?

    —¿Y si nos entregó él?

    —¿Steve? ¿De qué demonios estás hablando?

    —Es un exconvicto. No sé ni la mitad de lo que ha estado involucrado. Tú tampoco. Lo mantiene todo bastante oscuro. ¿Y si está trabajando con Morgan? ¿Y si es parte de El Toro? —Si Lawrence era culpable, estaría ansioso por desviar las sospechas a otra parte.

    —Tus nervios te están afectando, compadre —advirtió Lawrence—. Intenta mantenerte fresco. Por el bien de Nic. No hay otra jodida manera. Tú lo sabes. ¿Steve parte de El Toro? Eso es tan probable como... —Se detuvo abruptamente.

    Esperé un momento, luego dije: —¿Qué?

    —Eres un sutil cabronazo, ¿vedad?

    No supe qué decir a eso.

    —En realidad no estás preguntando por Steve —No era una pregunta.

    Tragué. —No.

    Lawrence se detuvo por completo. Después de un momento yo también.

    —Mírame —dijo con voz tensa e intensa—. Apunta la luz justo en mi puta cara.

    Así lo hice. Cada músculo de su rostro estaba rígido, grabado con tensión y emoción.

    —Yo también la amaba —dijo—. Al menos tanto como tú. Al menos tanto.

    Nos miramos el uno al otro por un momento.

    —Lo siento —dije, en voz baja, inadecuadamente.

    —A la mierda —Sacudió la cabeza—. Vamos a movernos.

    Durante la siguiente hora caminamos en silencio.

***

    —Eso es suficiente, muchachos —gritó Morgan, y ambos nos sobresaltamos consternados y retrocedimos unos pasos rápidos. Una luz brillante cobró vida, el haz de una linterna, y me tapé los ojos cuando él me apuntó a la cara. No se suponía que esto sucediera, se suponía que debíamos escucharlos antes de alcanzarlos y cubrirnos al menos parcialmente detrás de una roca. Esperé desesperadamente a que disparara.

    No lo hizo, y aproveché la demora para desenroscar la cabeza de mi Maglite, convirtiéndola de una linterna en una lámpara. Incluso después de una caminata de noventa minutos, la luz era lo suficientemente brillante como para iluminar la escena. Habíamos pasado unos diez pies del giro hacia la recta de quince metros que habíamos seleccionado. El sendero aquí tenía unos dos metros y medio de ancho. Casi a mitad de camino había una gran roca contra la cara del acantilado, de unos cinco pies de diámetro, y Morgan se apoyaba en el otro lado, usándola como protección. Tenía su Maglite en una mano y, como era de esperar, una elegante pistola negra en la otra. Una automática. Apenas podíamos ver su rostro, sólo aparecía delineado, excepto por el blanco de sus ojos y su pálida sonrisa llena de dientes.

    A unos metros delante de él, entre él y nosotros, Nicole estaba sentada junto a la roca, de espaldas a la cara del acantilado, con los brazos atados a la espalda y amordazada con una especie de trapo. Como si hubieran amordazado a Laura. Nicole parecía ilesa. Giró la cabeza de un lado a otro hacia nosotros y a Morgan, con los ojos muy abiertos.

    —Manos arriba —dijo Morgan con indiferencia, y cumplimos—. Ahora, ¿dónde están los demás?

    —No están aquí —dije. Mi boca estaba seca pero mi voz era firme.

    —No jodas, Woodsito. ¿Quieres verla perder las rodillas y tener esta conversación con una agradable y relajante banda sonora de gritos de fondo? —-Apuntó su arma a la rodilla de Nicole. Ella se congeló y cerró los ojos.

    —Joder, que no están aquí —rechinó Lawrence—. Pensamos que estabas mintiendo, maldito bastardo. Pensamos que te habías ido por el otro lado.

    Morgan nos miró a ambos, volvió a apuntar con su linterna a nuestros rostros y luego asintió con pesar y bajó el arma. —Sí. De repente me di cuenta cuando llegué aquí que eso podría pasar. El niño que gritaba lobo, ¿eh? Hombres de poca fe. Es una pena que Hallam no se uniera a vosotros. Tuve esta deliciosa idea de hacer de la violación y tortura de su esposa lo último que viera en su vida. Aún así, como Meat Loaf no dijo, tres de cinco no está mal. Ahora, ¿por qué no os arrodilláis los dos como buenos niños? No me gusta veros ambulando. Es posible que se os ocurran algunas ideas locas sobre atacarme o huir y, bueno, ya sabéis, es como una cena de fiesta. Después de toda esta preparación, odiarías que algún capullo se volviera estúpido y lo arruinara todo.

    Caímos de rodillas, animados por su arma.

    —Eso está mejor —dijo—. Un poco sorprendidos, ¿verdad? ¿Un poco sorprendidos de recibir esa nota de vuestro antiguo compadre Morgan? El viejo Hallam, el viejo rey del montón, creo que estaba un poco desconcertado —Él rió—. No pensáis mucho en las capacidades mentales de vuestro viejo compadre, ¿verdad? Pensaste que era un poco lento en la comprensión, ¿eh, Woodsito? Pensaste que si algún extraño al azar me llamaba y me ofrecía un viaje prácticamente gratuito, simplemente me registraría y me condenaría. No pensaste que algunas campanas de alarma podrían comenzar a sonar en este viejo cráneo pensante. Esto seguro que se está volviendo pesado y rápido después de que casi le separé la cabeza del viejo Woodsito de los hombros, ¿no es así? Creo que no tengo tu mente de computadora relámpago, Woodsito, pero sé sumar dos y dos cuando lo necesito, ¿no? Puedo ir un paso por delante de ti cuando sea necesario.

    ¿Trajiste el arma de Inglaterra? —le pregunté.

    —¿De Inglaterra? —Él se rió. Claramente estaba disfrutando cada palabra de esto—. Cristo en un saltador, no tienen armas en Inglaterra, Paul, habría creído que lo sabrías. En serio, si vas a comprar un arma, un arma ilegal, ¿crees que buscarías una en Londres o en Tánger? Bastante simple pregunta de mierda si me preguntas. No creerías lo fácil que es comprar un arma en este país. Pero el regateo, eso probablemente lo creerías. Los dependientes de los supermercados de este país de bienes pecaminosos, Cristo, qué idiotas. Casi no valió la pena. Eso sí, de buena calidad. Fabricación original y genuina de Glock, trece balas en el cargador. Más que suficiente para jugar. Creo que ambos estáis rezando desesperadamente por un fallo de encendido o un defecto. Bueno, seguid rezando. Esos checos fabrican máquinas de matar de calidad, os lo aseguro de todo corazón.

    —Estás jodido de la cabeza —murmuró Lawrence. El rostro de Morgan se tensó y giró el arma para apuntar a Lawrence. Yo me puse rígido. Enfoque incorrecto.

    —Estabas en el otro autobús, ¿no? —pregunté rápidamente—. Anoche.

    Morgan me miró, luego volvió a mirar a Lawrence, luego sacudió la cabeza y volvió a bajar el arma. —Un momento, Paul —dijo—, ruego tu indulgencia durante un momento mientras invito a nuestro otro invitado a la fiesta. He sido imperdonablemente grosero —Salió de detrás de la roca, manteniendo el arma apuntando en nuestra dirección, y desató la mordaza de la boca de Nicole. Su cabeza afeitada brillaba a la luz y parecía absolutamente enorme al lado de Nicole, como un miembro de una especie alienígena gigante. Me pregunté si incluso un soldado profesional como Hallam podría enfrentarse a él. Se retiró detrás de la roca mientras Nicole arrugaba la cara y escupía en el suelo.

    —Lo siento —nos dijo ella tenuemente—. Lo siento mucho.

    —No es culpa tuya —dijo Lawrence con urgencia—. Nic. Está bien.

    —Lo siento mucho —repitió. Ella sabía que todo había terminado, me di cuenta. Sabía que iba a morir en unos minutos. Que todos moriríamos en unos minutos, una vez que Morgan terminara de alardear y regodearse. Pensé que ella podría tener razón.

    Pero todavía teníamos una oportunidad. Podía verlo desde donde yo estaba arrodillado cerca del borde del sendero. Veinte pies debajo de mí, muy cerca de la pared del acantilado, a mitad de camino entre Morgan y yo, había una pequeña chispa de luz. Se movía lentamente, con rápidos movimientos oscilantes puntuados por períodos de quietud, hacia Morgan. Era Hallam. Nos había seguido justo detrás de Lawrence y de mí, y ahora trepaba de costado por debajo de nosotros, iluminando cada nuevo agarre con la minimaglite que sostenía en la boca, tratando desesperadamente de permanecer silencioso e invisible mientras, arriba, un loco se regodeaba con la próxima violación y tortura y asesinato de su esposa. Era un escalador experto, pero yo sabía que esto tenía que ser increíblemente difícil, escalar descalzo, sin tiza ni ningún equipo, durante la noche. Un sólo error y caería en picado hacia su muerte.

    —Bueno —dijo Morgan—. No quiero interrumpir vuestra conversación espectacularmente aburrida, pero la pregunta era mi paradero de anoche, y sí, de hecho, estaba en el otro autobús anoche. De hecho, creí que me habías visto, Woodsito. Estaba un poco preocupado de que mi plan maestro se hubiera desmoronado. Cuando tu autobús pasó junto al mío, miré por la ventana y pensé que estabas mirando hacia atrás, y estuve más que un poco preocupado. Es un alivio que no me hayas visto.

    —No conscientemente —dije, pensando en el sueño que había tenido.

    —¿Alguna pregunta más, viejo Woodsito? —preguntó—. ¿Algún hecho más que necesites desesperadamente aclarar antes de que te envíe al gran más allá? El tiempo es oro, ¿sabes?

    —Uno o dos —dije tratando desesperadamente de pensar en alguno. Teníamos que mantenerlo hablando el tiempo suficiente para que Hallam pasara junto a Morgan y llegara por detrás. Por el rabillo del ojo vi a Lawrence extendiéndose por el suelo, cerrando su puño alrededor de una piedra del tamaño de una pelota de béisbol mientras la atención de Morgan estaba en mí—. Esas notas que dejas, no tienen tu escritura.

    —Oh, por favor —dijo con desdén—. Las escribí con la mano izquierda. Un detallito para mantener a las autoridades fuera del camino. Son los detalles los que cuentan al final. ¿Algo más?

    Cuando dijo "al final", vi movimiento debajo de mí, miré abajo y vi esa chispita de luz caer en la oscuridad y desaparecer. Jadeé. Morgan no se dio cuenta, o pensó que sólo estaba jadeando de miedo, como lo había hecho en esa playa de Indonesia.

    —Te vas a pudrir en el infierno —dijo Lawrence.

    Escuché dos tintineos muy débiles desde abajo. Reuní lo que había sucedido. Un trozo de piedra caliza que se usaba como asidero para las manos o los pies se había soltado repentinamente y Hallam había dejado caer la linterna. Eso explicaba los dos ruidos. Pero no se había producido el ruido sordo de algo grande golpeando el suelo. Hallam todavía se aferraba al acantilado vertical debajo de nosotros. Me preguntaba si podría hacer camino hasta el sendero en la oscuridad. Yo lo dudaba. La escalada en roca es bastante difícil cuando puedes ver lo que estás haciendo. Tantear el camino a ciegas sería casi imposible, incluso para Hallam. Lo intentaría, pero yo no pensaba que lo lograría. Cometería otro error y caería y moriría. Estábamos sólos.

    —¿Infierno? —Morgan volvió a reírse—. El cielo y el infierno. De verdad, Lawrence, pensaba mejor de ti. Tales nociones juveniles de ensueño. Todavía puedo entenderlos en este momento. No hay ateo en una trinchera, dicen. Sin embargo, es mejor que te prepares para lo que sea que te dirijas en un futuro muy cercano —Suspiró teatralmente y salió de detrás de la roca, sacudiendo la cabeza—. Ojalá hubiera venido Hallam. Aún así, los planes mejor trazados salen bien a menudo, ¿eh? Nicole y yo tendremos que divertirnos un poco sin ninguna audiencia apreciativa para mirar —Se agachó y le revolvió el pelo con cariño, como si fuera un niño—. Eres un gato, ¿verdad, niña? No vas a rogar por tu vida y ofrecerte a hacer lo que yo quiera si dejo de lastimarte. No eres como esa capulla de Mason. ¿Sabes cómo la disuadí de esa tienda tuya, Woodsito, esa noche en Camerún? Le dije que tenías una sorpresa para ella. Y se llevó una sorpresa. Ella chupó la polla como una puta de dos dólares, lo hizo, ¡abajo, muchacho! —gritó cuando me puse de pie con esas últimas palabras, gruñendo. Morgan apuntó su arma hacia mí y dio dos rápidos pasos hacia atrás de Nicole, quien se había tensado para la acción. Por un momento iba a abalanzarme sobre él, pero me contuve y me agaché.

    —Así está mejor —dijo Morgan—. Mira, simplemente no creo que compongan la audiencia agradecida que merecemos, ¿eh, Nic, vieja? Pero no te preocupes. Aunque si vas a ponerte terca y poco cooperativa, todavía hay una gran cantidad de travesuras agradables que podemos hacer. Eso lo hace aún mejor, debo decir, una chica que no se da por vencida en la lucha. Es un regalo raro.

    —Demente hijo de puta —dijo Lawrence.

    Morgan mostró una gran sonrisa de comemierda en su dirección y supe que estaba a sólo unos segundos de dispararnos.

    Mientras él miraba hacia otro lado, Nicole ajustó ligeramente su posición, pasando de una posición sentada a una posición agachada.

    —No importa si nos disparas o no —dije tratando de mantenerlo distraído—. Le hemos hablado a todo el maldito mundo sobre ti. El FBI, la Interpol, a todo el mundo.

    —Oh, vamos, Woodsito —dijo Morgan—. Ahora sólo estás siendo aburrido. El octavo pecado capital, viejo. Podría darles mi maldita autobiografía y no podrían tocarme. Tú lo sabes. Y lamento decirlo, pero no serás mucho más que una nota al pie, compadre —Levantó el arma—. Ahora es el momento de escribir tu final…

    Nicole se lanzó al aire y lo pateó como si fuera una estrella de la World Wrestling Federation. Casi funcionó. Un disparo salió disparado de su arma, pero pasó millas por encima de nuestras cabezas. La linterna voló de sus manos y se tambaleó casi hasta el borde del sendero antes de recuperar el equilibrio. Él intentó detener la linterna rodante con un pie extendido, pero llegó una fracción de segundo demasiado tarde.

    Lawrence gruñó mientras arrojaba la piedra que sostenía a la cabeza de Morgan. Apenas falló.

    Por un instante, mientras caía la linterna de Morgan, iluminó a Hallam contra la cara del acantilado. Él echó mano hacia ésta, pero estaba demasiado lejos.

    Morgan comenzó a levantar su arma hacia mí.

    Tres pensamientos pasaron por mi cabeza. Ahora yo tenía la única luz; Lawrence y yo, frente a Morgan con un arma, estaríamos mucho mejor en completa oscuridad; y Hallam necesitaba una luz desesperadamente. La solución era simple y obvia.

    Lancé la linterna por debajo de la mano y me lancé hacia adelante sobre el vientre, raspándome las manos lo suficiente como para hacerme sangre. Cuando la luz pasó más allá del nivel del sendero hubo otro disparo. Estaba seguro de que ese había ido destinado a mí.

    Entonces la oscuridad fue absoluta.

    Traté de averiguar qué hacer a continuación. Mi indecisión fue interrumpida por un golpe y un gruñido ahogado delante de nosotros. Él estaba luchando con Nicole. Estaba a punto de abalanzarme sobre él cuando sonó otro disparo. Por un momento me aterrorizó que la hubiera matado. Entonces vi una luz brillando directamente en mis ojos, desde arriba de la roca, y cuando me tapé los ojos del resplandor, vi a Nicole tendida doblada en dos frente a la roca. Estaba jadeando, pero no parecía haber sangre. Miré por encima del hombro.

    —Ahora vosotros dos quedaos exactamente donde estáis por el momento —dijo Morgan, con voz divertida y casual—. Barriga al suelo, donde sois buenos e inofensivos.

    Nicole finalmente respiró hondo y fuerte y comenzó a respirar normalmente de nuevo. Le habían quitado el aliento, nada más. El tercer disparo había sido disparado sólo para mantenernos alejados a Lawrence ya mí. Miré a Lawrence. Estaba agachado, listo para saltar, pero ya era demasiado tarde. Intercambiamos una mirada y lentamente seguimos las órdenes de Morgan.

    —Buena, Nic —dijo Morgan—. Bien hecho, juego limpio, todos vosotros. Tirar esa linterna, un golpe de genialidad, Woodsito, realmente lo fue. Es una pena para ti que yo fuera un Boy Scout. Creo que es el entrenamiento de esa excelente organización lo que me llevó a traer otra linterna. Prepárate, me decían una y otra vez. Hablando de eso, por triste que sea decirlo, es hora de que los tres os preparéis para uno de los dos grandes inevitables. Y creo que todos vosotros sabéis que no estoy hablando de impuestos.

    —Vete a la mierda —dijo Nicole—. Habla todo lo que quieras, torturanos todo lo que quieras, haz lo que quieras, Morgan, eso no cambia nada. Estás jodido de la cabeza. Y eres hombre muerto. Hallam te encontrará y te matará.

    Morgan bostezó ostentosamente.

    —¿Quién te crees que eres, Morgan? —pregunté abruptamente. Teníamos que ganar tiempo y yo tenía un nuevo juego en mente—. Loco hijo de puta. Crees que eres el Gran Cazador Blanco, ¿no? ¿Rastreas la presa más peligrosa? Eres un gilipollas enfermo y trastornado, eso es todo lo que eres.

    —Muchachos —dijo Morgan, apuntando con el arma mientras Nicole cerraba los ojos—, me temo que el momento de vuestra existencia útil ha llegado a su...

    —No eres mejor que NúmeroCinco —le dije.

    Hubo una larga pausa. Entonces Morgan dijo con incredulidad: —¿Qué has dicho?

    —Número Cinco. El que caza prostitutas en Bangkok.

    Hubo un silencio por un rato y luego comenzó a reír. —Woodsito, Woodsito, Woodsito. Para un hombre tan estúpido puedes ser muy inteligente. ¿Cómo diablos te enteraste de eso?

    —Lo sé todo sobre El Toro —dije—. Lo rastreé desde esa computadora que usaste en Tetebatu —Deseé poder verlo, juzgar por su expresión si mi estratagema podría estar funcionando, pero lo único que podía ver era el orbe cegador de su linterna, brillante como el sol, y el brillo del cañón de la pistola.

    —So lo borré —dijo.

    —No lo suficiente. El Toro no es tan seguro como cree NúmeroUno. Hay agujeros del tamaño de camiones Mack en su seguridad.

    —¿Ah sí? Eres una maravilla, Woodsito. Casi es una pena matarte. Debería dejarte con vida para tapar esos agujeros. Lástima que no sea práctico ahora.

    —¿Cómo empezó? —le pregunté—. Eso es lo que realmente quiero saber. Sé que Laura fue tu primera, pero ¿cómo empezó? ¿Cómo se pusieron en contacto contigo? ¿Y por qué?

    —¿Qué quieres, Woodsito, la historia de mi vida?

    —Si fueras tan amable de complacerme —le dije.

    Él rió. —Eres un buen deportista, Woodsito. Siempre me gustaste. Jugando en busca de tiempo, ¿eh? ¿Tratando de extender su existencia por un par de minutos por cualquier medio posible? Bueno, no puedo decir que te culpe... En pocas palabras, entonces. Quiero decir, entiendes mi posición. Todavía tengo que mataros a los dos, ocuparme de Nicole, y os diré una cosa sobre la violación, la tortura y la evisceración, viejo, siempre tardan más de lo que esperas, el tiempo vuela, ¿eh?... vestir los cuerpos con las navajas, tomar algunas fotos y luego volver a la ciudad y ver qué puedo hacer con Hallam y Steve antes de partir en el autobús de la mañana... lo que estoy tratando de transmitir es que esta es una noche ocupada que tengo por delante y no tengo mucho tiempo para dictar mi autobiografía. Entonces. En una palabra.

    Se aclaró la garganta y comenzó: —Laura no fue en realidad la primera. Un año antes del camión estuve en Vietnam e hice dos chicas allí. En Saigón. Un par de putas, es todo. Las había llevado a mi hotel para la fantasía de todo hombre, ya sabes, y, Cristo, lo que sucedió fue casi un accidente, la verdad sea dicha. Si no hubieran tratado de quitarme mi cinturón de dinero, nunca habría sucedido. Pero sucedió y, ¿sabes?, sentí que tenía un don para ello. Sentí que había encontrado mi vocación, ¿ves? Varias dificultades, confusión moral, represión, varios enigmas psicológicos con los que no te molestaré, lucharon con eso durante el siguiente año. Y fue realmente África la que lo trajo todo de nuevo a la superficie. Toda esa vida primaria y cruda de matar o ser asesinado a nuestro alrededor, ¿ves? Lo trajo de vuelta al viejo cerebro anterior. Después de tres semanas de viaje, pensaba todas las noches en matar a uno de vosotros, ¿puedes creerlo?

    —¿Y por qué Laura? Bueno, ¿por qué no? Fui muy dulce con ella, ¿ves? También quería verla morir como la perra que era, pero los dos no son tan totalmente incompatibles como podrías imaginar. Y en ese rancho de monos en Nigeria, cuando vosotros dos estabáis discutiendo un poco, como recordarás, tuvimos una pequeña charla y ella dejó bastante claro que eso nunca sucedería, así que pensé, ¿por qué no lo otro, ¿eh? Y había estado en contacto con El Toro antes de venir. Toda esa confusión y tormento y todo eso, me puse a buscar en la Red, pasé bastante tiempo allí, a decir verdad, y se pusieron en contacto. Así que todo se juntó muy convenientemente, ¿ves? Muy conveniente para mí también. Yo era un hombre infeliz antes, te lo aseguro. Estoy seguro de parecer muy simpático, pero era desesperadamente infeliz. Pero ahora, ahora estoy haciendo aquello para lo que nací en este mundo. Eso es lo único que un hombre necesita hacer para ser feliz. En realidad es muy simple.

    Se encogió de hombros. —Y esa es la historia, mi historia, ese es el resumen. Y ahora, si me disculpas, o aunque no me disculpes, voy a buscar mi felicidad a mi inimitable manera.

    Apuntó el arma por última vez. Él debió de haber visto algo en nuestras expresiones, porque en el último momento la linterna vaciló, él bajó el arma y comenzó a girar. Nunca llegó a hacerlo del todo. Hallam se alzó detrás de él como la venganza encarnada y, con el rugido de un animal, agarró a Morgan y lo arrojó por el borde del acantilado como un muñeco de trapo. Morgan estaba tan sorprendido que ni siquiera gritó.

    Durante unos segundos nadie se movió. Nadie dijo nada. Nadie respiró.

    Escuchamos el crujido húmedo del impacto, y eso pareció impulsarnos a ponernos en movimiento. Hallam dejó caer la linterna que llevaba y corrió hacia Nicole, la tomó entre sus brazos, tiró de sus ataduras con dedos torpes y luego dejó de intentarlo cuando ambos empezaron a llorar como niños. Lawrence y yo intercambiamos miradas de alivio y nos acercamos al borde del desfiladero.

    La linterna de Morgan había sobrevivido milagrosamente a la caída y su cuerpo había aterrizado en su cono de luz. Yacía acurrucado en una posición casi fetal, con un sólo brazo extendido. Un charco de sangre filtrada se acumulaba a su alrededor.

    —Hasta nunca —dije, y escupí.

    Siguió un largo silencio.

    —Cristo —dijo finalmente Lawrence—. No sé vosotros, pero a mí me vendría bien una cerveza.

    Eso rompió el silencio y los cuatro nos reímos.

    —Buen lanzamiento —me dijo Hallam.

    Le devolví la sonrisa. —Buena atrapada.

    Caminamos lentamente por el sendero hasta el hotel. Hallam y Nicole se abrazaban como si estuvieran pegados con loca-cola. Lawrence, maravilla de las maravillas, sacó un paquete de cigarrillos Marquise. Suciedad fabricada localmente. Nos los fumamos todos en el camino de regreso, una vez que dejamos de temblar lo suficiente como para encenderlos. El desfiladero parecía cálido ahora, cálido y acogedor.

    Steve estaba medio loco de ansiedad cuando finalmente regresamos y casi nos aplasta a los cuatro con su abrazo de bienvenida. —La próxima vez —seguía diciendo—, que se quede otro.

27. Que te vaya bien

    Era pasada la medianoche cuando todos nos reunimos, intercambiamos historias, demolimos un paquete de seis San Miguel y nos tranquilizamos lo suficiente como para poder dormir. El autobús de la mañana salía a las cinco y media, lo que no dejaba mucho tiempo para dormir, pero mejor cinco horas que ninguna. Pusimos nuestras alarmas, nos abrazamos en grupo durante un minuto completo y nos fuimos a nuestras respectivas camas.

    Llegamos al autobús de la mañana con tiempo de sobra. Yo no estaba nada soñoliento. Unos segundos después de despertarme, el recuerdo de la noche anterior me sobresaltó y me despertó por completo. Los otros también parecían muy animados. Hallam y Nicole iban abrazados en la parte trasera del autobús, Steve ocupaba los dos asientos frente a ellos y Lawrence y yo nos sentamos frente a él. Esta vez tomé el asiento del pasillo porque había descubierto por las malas, durante el camino hacia el desfiladero, que los marroquíes no construían suficiente espacio para las piernas en sus asientos junto a la ventana.

    No hablamos en realidad, pero era un buen tipo de silencio. Un tipo cómodo. Era algo horrible lo que había sucedido, pero lo habíamos superado bien y lo habíamos superado juntos. Pensé para mí más de una vez, en ese viaje en autobús, que estas eran las personas que yo quería a mi lado cuando llegara el momento crítico, y que era bueno estar cerca de ellos. Creo que tal vez ellos pensaban lo mismo. Tenía fantasías locas de mudarme a Londres. Bueno, la parte de Londres no era una locura. La locura era la parte en que Talena venía conmigo, eso no parecía completamente basado en la realidad.

    En cuatro días, Crown Air nos llevaría de Gibraltar a Londres, lo que significaba que, aun teniendo en cuenta los inevitables retrasos en el viaje, teníamos un par de días que matar. Los pasamos en Essouaira. Una ciudad junto a una hermosa playa azotada por el viento en el borde del Atlántico, popular pero no demasiado popular entre la multitud de Lonely Planet. Los niños marroquíes jugaban al fútbol en la playa. El hachís era barato y sólo técnicamente ilegal. Una cadena de antiguas torres de vigilancia, que se remontan prácticamente hasta el Imperio Romano, yacía a lo largo de la playa aquí, observando la cadena de naufragios que cubrían el océano, y pasábamos los días saltando de playa de una torre a otra.

    Lo pasamos bien. Hallam y Nicole apenas se separaban. No eran distantes, exactamente, pero Steve, Lawrence y yo podíamos ver que estaban tan envueltos en el mundo del otro que no había espacio para nadie más, así que les dimos mucho espacio. Lawrence dejó en claro que mi breve sospecha sobre él estaba perdonada y olvidada, y Steve irradió su buen humor habitual, y los tres comimos, bebimos, fumamos, nadamos y jugamos al fútbol con los marroquíes. Lo pasamos bien. No me sentía nada mal por Morgan. Creo que ninguno de nosotros lo sentía. Fue como dijo Hallam, mucho más fácil de manejar de lo que esperábamos. Él era un monstruo y nosotros habíamos librado al mundo de él. No es tan difícil mirarse en el espejo después de eso.

    No estábamos preocupados por las autoridades. Yo tenía muchas dudas sobre que alguien pudiera encontrar el cuerpo de Morgan a corto plazo. El hotel seguiría aumentando su cuenta durante unos días más antes de preguntarse dónde se había desvanecido. Habíamos iniciado sesión con nombres falsos y no nos podían rastrear aquí. Y la policía marroquí, bueno, no era exactamente del tipo que infundiera miedo en el corazón de los malhechores en todas partes. Y aunque encontraran el cuerpo y luego nos encontraran a nosotros, ¿qué pruebas tenía alguien? Simplemente lo negaríamos todo. Comprendí lo fácil que había sido para Morgan salirse con la suya durante tantos años.

    Así de fácil para Morgan y los demás.

    —Entonces, ¿qué pasa con los otros cuatro? —me preguntó Lawrence, en nuestra segunda noche en Essouaira, mientras él, Steve y yo estábamos sentados alrededor de una mesa fumando. Lawrence se había convertido en un fumador empedernido, aunque nos aseguró que lo dejaría en el momento en que pusiera un pie en Inglaterra, que era sólo una cuestión de viaje. Yo incluso lo creí.

    —¿Qué otros cuatro? —le pregunté. Su pregunta había salido de la nada.

    —Números Uno, Dos, Tres y Cinco.

    —Ah, ellos —Casi había olvidado a los otros Príncipes Demonio—. Ese no es mi departamento.

    —Sí —dijo Steve—. Consigue a otros para despacharlos. Creo que hemos hecho nuestra parte sangrienta y algo más.

    —Supongo que enviaré ese artículo —dije—. Después de borrar todas las referencias de Morgan, no puede hacer daño. Advertirá a las personas que están ahí fuera. Tal vez los haga sudar un poco y que la Interpol se esfuerce un poco más en encontrar alguna manera de perseguirlos. Pero ese es el final de la historia para mí.

    —Para nosotros —dijo Steve.

    —Beberé por eso —dijo Lawrence, y brindamos con nuestras San Miguel.

    Pero esa conversación estimuló una idea. Tal vez no había terminado con El Toro después de todo. Tal vez había una cosa más que podía hacer.

***

    La imagen era la parte más difícil. Soy programador, no diseñador gráfico, y el único cibercafé de Essouaira no estaba exactamente bien equipado con el último software. Al final localicé un software gratuito de edición de gráficos llamado LView y descubrí cómo ponerlo a prueba. Al menos la imagen en sí era buena, del archivo de imágenes de África que guardé en mi cuenta de Unix. Morgan con su sombrero de dientes de tiburón, nada menos que en la Garganta de Todra. Había otros en la foto, Carmel, Nicole y Michael, pero usé LView para cortar la cabeza de Morgan y luego expandirla al tamaño de una foto de pasaporte. Las fotos de la navaja suiza las tomé directamente de la página web de Victorinox. Un poco de cortar, pegar, rotar y reflejar, y listo: dos navajas suizas, con las hojas extendidas, cruzadas en una X sobre el rostro sonriente y aún reconocible de Morgan.

    Accedí a El Toro a través de Safeweb para que no pudieran rastrear este acceso a este café de Essouaira. En primer lugar, dudaba que tuvieran la experiencia técnica necesaria, pero, claro, cuando se trata de un grupo de asesinos psicópatas, no existe la paranoia. Fui a su página de registro y elegí "Toreador" como contraseña. Y listo, yo era el Número Seis.

    Entrada #: 58

    Puntos hasta la fecha: 0

    Introducido por: NumberSix

    Fecha de entrada: 1 de diciembre de 2000

    Fecha de muerte: 28 de noviembre de 2000

    Lugar de muerte: Garganta de Todra, Marruecos

    Especificaciones de la víctima: NúmeroCuatro alias Morgan Jackson

    Descripción de la muerte: Pena capital.

    Archivos multimedia y URL:

    Foto aquí.

    Esta es vuestra única advertencia. Dejad de cazar o seréis cazados.

    Una amenaza vacía, por supuesto, pero ellos no sabían eso. Pensé que quizá eso haría que algunos corazones retorcidos latieran un poco más rápido. Que los otros cuatro asesinos vivieran mirando por encima del hombro, quedándose despiertos hasta tarde en la noche, culpándose unos a otros por la brecha de seguridad. Incluso podría salvar una vida o dos. Y eso me bastaba.

***

    En el ferry de regreso a Gibraltar yo estaba inexplicablemente nervioso, temiendo que algún detective marroquí de primera estuviera a punto de tocarnos en el hombro y hacernos algunas preguntas, que nos enviarían de regreso a Tánger para cumplir cadena perpetua. Visiones del Expreso de Medianoche flotaron en mi mente. Pero en lugar de eso, nuestros pasaportes fueron sellados en la aduana de Gibraltar sin más que una sola pregunta y nos indicaron que siguiéramos adelante en ese pedazo estéril de roca inglesa. Encontramos un hotel, dormimos, y al mediodía del día siguiente miré desde mi asiento junto a la ventana en nuestro Airbus A318 y vi Londres esparcido por todo el paisaje como una alfombra de civilización. Era una vista curiosamente conmovedora. Nadie debería llamar a Londres una ciudad hermosa, pero es hogareña a su incómoda y expansiva manera

    —¿Cuándo regresas a California? —me preguntó Nicole mientras yo esperaba en la pista.

    —Mañana por la tarde —le dije.

    —¿Quieres quedarte con Hal y conmigo esta noche?

    —Yo… sí, me gustaría —dije. Me sorprendió la pregunta. Había pensado que los dos querrían estar sólos esta noche, pero tanto Lawrence como Steve tenían verdaderos apartamentos de soltero sin espacio para otro, y yo no quería quedarme en otro albergue de Earl's Court rodeado de estudiantes borrachos.

    Tuvimos una comida de despedida y unas pintas en el Pig and Whistle, y Lawrence y Steve regresaron a sus apartamentos después de una ronda de abrazos desgarradores y promesas de permanecer en contacto y, con suerte, visitarme en California. Hallam, Nic y yo tuvimos una ronda más y nos retiramos a su piso.

    —Ah, Cristo, es bueno estar de vuelta —suspiró Hallam mientras metía la llave en la puerta. La abrió, arrojó las maletas al suelo, caminó directamente hacia el sofá, se dejó caer y encendió la televisión. Nicole, riéndose, lo siguió y se recostó en sus brazos, y yo acerqué una silla y me senté junto a ellos.

    —Es usted un buen hombre, Sr. Wood —dijo Hallam después de un rato, sin venir a cuento.

    —Gracias —dije sorprendido.

    —Lo digo en serio —dijo él—. Nic y yo tenemos la buena fortuna de tener muchas personas a las que nos complace llamar amigos, pero tú eres uno de los que estamos orgullosos de llamar amigo.

    —Gracias —dije, y lo dije en serio—. Me alegra oírte decir eso. Especialmente con lo que hice para que casi nos mataran a todos y demás.

    —No te sientas mal por eso —dijo Nicole—. Por favor. Vinimos contigo con los ojos bien abiertos, créeme. Sabíamos en lo que nos estábamos metiendo. Era lo que había que hacer. Y bien está lo que bien acaba.

    —Hubo algunos momentos de tensión allí —dije.

    —Los hubo —dijo Hallam—. Los hubo sin duda.

    —Y nos han hecho pensar —dijo Nicole—. Hal y yo no vamos a hacernos más jóvenes, ¿sabes?

    —Y cuando pensé que podría haberla perdido… —Hallam negó con la cabeza y le dio un apretón—. Eso te hace reevaluar las cosas, ¿sabes?

    Los miré con atención. —Supongo que sí. ¿Adónde vais con esto?

    —Lo decidimos —dijo Nicole—. Vamos a intentar tener un bebé.

    —¿En serio? —les pregunté.

    —En serio —dijo Hallam—. Es el momento. No de puede andar dando vueltas para siempre.

    —Y aunque se pudiera, aún no deberías —agregó Nicole.

    —Guau —dije—. ¡Guau! ¡Eso es… eso es genial! ¡Genial! ¡Felicidades!

    —Guarda las felicitaciones hasta que haya un bollo de verdad en el horno —dijo Hallam.

    —Bueno, gracias por decírmelo, de todos modos —dije—. ¿Steve y Lawrence lo saben?

    —No se lo diremos a nadie más que a ti, por ahora —dijo Nicole.

    —No quiero encontrarme con un muro de bromas groseras sobre cómo va la crianza de bebés todas las semanas en el pub —explicó Hallam, y todos nos reímos.

    —Prohibido fumar y beber —dijo Nicole con un suspiro—. Para cualquiera de nosotros —a Hallam.

    —La vida está llena de terribles sacrificios —dijo Hallam burlonamente y la besó—. Veamos qué otra cosa hay en la tele.

***

    Esa noche dormí en su sofá y, cuando me desperté en medio de la noche y escuché los sonidos urgentes de su amor en la otra habitación, de repente me sentí terriblemente triste y solo. Eran mis amigos, los amaba y les deseaba lo mejor, les deseaba días de felicidad hasta el final de sus vidas, y me alegraba por ellos, me encantaba verlos tan felices construyendo un futuro juntos, pero no pude evitar contrastar eso con mi propia vida. Yo no tenía un futuro que construir, nadie por quien ir a casa. Yo no había encontrado una Nicole, y tal vez nunca la encontraría. Hal y Nic encajaban a la perfección, un ejemplo para todos. Como si fueran las dos piezas del rompecabezas más sencillo de la vida. Pero por simple que fuera, pensé que tal vez yo nunca lo resolvería. Eso le pasaba a la gente. Nunca encontraban su otra mitad. Pensando en las parejas que conocía, pensé que le podría pasar a la mayoría de la gente. Sentí una terrible certeza de que me pasaría la vida siendo una de ellas.

    Tal vez hubiera encontrado a mi Nicole. Tal vez su nombre era Laura Mason.

    Basta. Laura estaba muerta. Tenía que seguir con mi vida.

    Pero yo había seguido con mi vida. Me di cuenta de eso por primera vez. Había dejado a Laura atrás, al menos tan atrás como ella podía ir. No había sido por Laura que yo había sido infeliz durante tanto tiempo, que había sentido que mi vida se había convertido en una mierda a pesar de que la mitad de las personas que conocía la envidiaban. Laura no había ayudado, pero ella no era la verdadera razón. La verdadera razón era yo. Ya no podía culpar a Laura. Ella había sido una excusa barata para todo lo que había salido mal en mi vida durante tanto tiempo. Tenía que enfrentarme a la verdad. Yo era el problema. El problema era yo.

***

    Nicole, Hallam y yo nos despedimos después de que Nicole nos preparara un desayuno inglés completo, garantizado para triplicar los niveles de colesterol si parpadeabas. La Línea Piccadilly me llevó de vuelta a Heathrow, donde había aterrizado hacía apenas diez días. Ahora era diciembre. Con toda la emoción casi lo había olvidado. Se acercaba la Navidad. No sabía dónde la pasaría. Mi familia en realidad ya no la celebraba junta. En el vuelo de regreso se me ocurrió que no tenía que comprarle regalos a nadie. Había muchas personas a las que podría comprar regalos, que estarían felices de recibirlos; pero nadie que esperaba uno, nadie en todo el mundo.

    En San Francisco International, la mujer aburrida de Inmigración me preguntó si venía a Estados Unidos por negocios o por placer, y estaba a punto de decir "negocios" cuando me di cuenta de que ya no trabajaba allí, yo había sido despedido. Mi visa de trabajo no era válida. Todo estaba cambiando. No tenía empleo. En un par de meses expiraría el contrato de arrendamiento de mi apartamento. No tenía adónde ir en Navidad. Tal vez debería ir a Londres después de todo. Pero ¿qué haría allí? ¿Podría realmente cambiar mi vida cambiando su escenario? ¿Había algo malo en mí que un mero cambio de lugar no podía reparar? Pensé que lo había. Ojalá supiera cómo llamarlo.

    Era un día frío y con niebla. Tomé un taxi de regreso a mi apartamento y me dejé caer en mi propia cama con un gran suspiro de alivio. Pero realmente no me sentí aliviado. Ahora que estaba de vuelta, ahora que Morgan se había ido, ¿qué se suponía que debía hacer? ¿Adónde me dirigía después?

    Al rato llamé a Talena, aunque era tarde, pasadas las once.

    —¿Hola? —me respondió.

    —Hola —dije—. Soy yo.

    —¡Paul! ¿Dónde estás?

    —Estoy de vuelta —dije—. Se acabó. Todo ha terminado.

    —¿Qué? Dime que...

    —Te llamaré mañana o algo así —le dije—. O te escribiré un correo electrónico o algo así. Pero… ahora no es buen momento. Ahora es mal momento. Ya no me gusta hablar —Yo no sabía lo que estaba diciendo—. Lo lamento. Jet-lag o algo así. Hablo contigo más tarde.

    Colgué e hice una mueca mientras reproducía la conversación. Debí de haber sonado como un idiota. Como si estuviera drogado. Sentí que estaba drogado. Tranquilizantes.

    Tomé un sorbo de whisky y miré la televisión. Eso ayudó un poco. Afuera empezó a llover.

    Luego, alrededor de la medianoche, llamaron a la puerta. Atendí. No tenía ni idea de quién podría ser.

    Era Talena, vestida con un impermeable negro.

    Me quedé mirándola.

    —¿Dejaste tus modales en Inglaterra? —dijo ella, pero amablemente—. Se considera de buena educación invitar a pasar a una chica bajo la lluvia.

    —Sí —dije—. Claro. Lo siento. Adelante.

    Entró y se unió a mí en el sofá. Apagué la televisión.

    —Cuéntamelo todo —dijo ella.

    Y lo hice. Todo, sin omitir ningún detalle. Hablé en un tono seco y monótono, pero ella se quedó pendiente de cada palabra. No tomó tanto tiempo, sólo habían pasado diez días, aunque llenos de acción, desde la última vez que había hablado con ella. Y justo al final, cuando le hablaba sobre la decisión de Hallam y Nicole de tener un bebé, para mi gran sorpresa y vergüenza, rompí a llorar.

    No sé cuánto tiempo había pasado desde la última vez que lloré. Diez años por lo menos. Quizás más. Pensé que había olvidado cómo. Pero rompí en sollozos desgarradores, me agarré la cabeza y lloré como un bebé, en alto, sollozando, temblando y lloriqueando como si fuera lo único que sabía hacer. Después de un momento, Talena estaba a mi lado con sus brazos alrededor de mí, levantando mi cabeza sobre su hombro, susurrando palabras tranquilizadoras en mi oído. Lloré durante mucho tiempo. Me sentí inexplicablemente y terriblemente triste, pero aliviado. Como si estuviera liberando algo horrible que había estado reprimido dentro de mí durante años y que se había vuelto tóxico.

    Cuando por fin terminé, mi cara y el hombro de Talena estaban empapados con mis lágrimas y mocos. Me hundí en el sofá, exhausto, y alcé la vista hacia ella.

    —Creo que he terminado —dije, banal y nasalmente.

    —Está bien —dijo ella suavemente, sacando un paquete de pañuelos de papel de su bolso, que usó para limpiarme la cara y luego su hombro relativamente limpio. No me moví. Me sentía completamente humillado, pero no me importó. Como si supiera que finalmente había tocado fondo, y al menos no había ningún lugar más profundo donde hundirme.

    —Venga —dijo ella—. Vámonos a la cama.

    —¿Vámonos? —creí que no la había oído correctamente.

    —No deberías dormir sólo esta noche —dijo—. Venga —me llevó a mi cama y me metió bajo las sábanas. Nos dejamos la ropa puesta. Nos abrazamos, al principio tentativamente, y luego como si siempre hubiéramos estado juntos. Ella era muy cálida.

    —Todo va a ir bien —susurró en mi oído—. Todo irá bien.

    En algún momento durante la noche ambos nos desnudamos hasta quedarnos en ropa interior, hacía demasiado calor para mantener la ropa puesta, pero no nos besamos, no nos tocamos excepto para abrazarnos. Una vez murmuró en sueños, algo ansioso, en un idioma extranjero áspero, y la abracé con más fuerza, y ella se despertó y sus ojos se abrieron y sonrió al verme allí.

    Cuando me desperté ella no estaba en la cama y temí que se hubiera ido, pero sólo estaba en la cocina haciendo café. Estaba completamente vestida y me sonrió, yo en calzoncillos, y me dijo que me diera una ducha. Cuando salí de la ducha, ella tenía una tostada y un café listos y nos lo comimos en el sofá, viendo la televisión, sentados en extremos opuestos pero con las piernas superpuestas en el medio.

    —Debería irme —dijo finalmente—. Tengo que ir a trabajar.

    —Está bien —dije siguiéndola hasta la puerta—. Te llamaré esta noche.

    —Llámame hoy. Esta noche puedes invitarme a cenar.

    En la puerta me besó. Nuestro primer beso. Continuó durante mucho tiempo. Vi estrellas.

    —Te veré pronto —susurró ella, sin aliento.

    —No lo bastante pronto —susurré en respuesta.

    La vi bajar las escaleras y desaparecer en la niebla de San Francisco. Después de un rato, decidí ir a dar un paseo yo mismo. Siempre me había gustado la niebla. Hace que el mundo entero parezca hermoso y misterioso. Y eso es lo que todos realmente queremos, ¿no es así?

    Belleza y misterio. Y alguien con quien compartirlos.

FIN